antiguos y nuevos sentidos de la política y la violencia - pilar calveiro

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  • 8/14/2019 Antiguos y nuevos sentidos de la poltica y la violencia - Pilar Calveiro

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    Antiguos y nuevos sentidos de la

    poltica y la violencia

    Por Pilar Calveiro

    Toda memoria tiene sus puntos ciegos y sus imposibilida-

    des. Con esta premisa y con rigor analtico, Pilar Calveiro

    reflexiona crticamente sobre poltica, violencia y autorita-

    rismo en los aos setenta. Y propone diez hiptesis para la

    controversia.

    La gratitud por la vida que nos han dado una vida

    que apreciamos incluso en el sufrimiento- es la fuente

    de la memoria (Arendt en Berlanga: 140)

    Un par de palabras iniciales

    Mientras escribo este texto en Mxico, me llega la noticia de la identificacin de los restos de

    Alcira Campiglia, la Pili, mi cuada, compaera y amiga queridsima, desaparecida en 1977,

    como consecuencia del terrorismo de Estado y tambin de una forma particular que tenamos

    en los aos setenta de entender la relacin entre poltica y violencia. Por respeto a ella y a

    todos los que quedaron en ese camino, creo que es responsabilidad de nosotros, los que to-

    dava tenemos prestado un poco de vida, volver a pensar con seriedad, con dignidad y, en la

    medida de lo posible, con inteligencia aquella historia que interrumpi sus vidas en medio de

    una apuesta tan alta.

    Memorias de una identidad

    Este encuentro ha sido convocado para reflexionar sobre la conjuncin de dos fenmenos que

    conceptualizamos como memoria y como identidad. Nos remite, pues, a pensar quines fui-

    mos y quines somos o, ms bien, quines creemos que fuimos y somos.

    No se trata de una cuestin sencilla, sobre todo si consideramos que ambos fenmenos son

    mltiples; me explico: no podemos hablar de una memoria, en sentido singular, sino de me-

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    morias siempre plurales, diversas y contradictorias como tampoco podemos hablar de una

    identidad sino de diferentes identidades que se superponen ya sea en una persona, un grupo

    social o una nacin. As pues, a qu memoria y a qu identidad podra referirme?

    Voy a intentar realizar un ejercicio de memoria sobre los aos setenta a partir de una identi-

    dad especfica, la identidad poltica; es decir, voy a tratar de hacer un ejercicio de memoria

    poltica muy preliminar, muy incipiente y, espero que muy discutible, en el sentido ms amplio

    del trmino. Elijo este ngulo particular porque estoy convencida de que la dictadura, la des-

    aparicin de personas y la violencia -estatal y no estatal- de los aos setenta fueron fenme-

    nos en primer lugar polticos que, por lo mismo, reclaman ser descifrados igualmente en clave

    poltica.

    Hablo de un ejercicio de memoria, y no de una historia del problema, de manera intencional.

    Existen numerosas vinculaciones entre memoria e historia e incluso se podra decir que, en

    muchos casos, esta ltima es una forma de memoria social. Sin embargo, para hacer una histo-

    ria del problema se requerira, por lo menos, la incorporacin de otros elementos y perspecti-

    vas que no sern parte de este anlisis.

    Memoria e historia se construyen, ambas, desde las interrogantes y las necesidades del pre-

    sente, pero la primera tiene un distintivo singular: llama, despierta, reorganiza lo vivido,

    aquello experimentado directamente desde y con el cuerpo. La memoria arranca de una ins-

    cripcin hecha en el cuerpo individual o social, de una marca que, incluso desapareciendo de

    la superficie, permanece all como una especie de conector y desconector de la memoria. Pue-

    de ser una cicatriz o sencillamente una lastimadura no especfica (Actis: 81), difusa, pero de

    la que se conoce perfectamente su localizacin. Lo vivido por el cuerpo remite a la memoria

    de manera directa, incluso como alucinacin aparente; recrea situaciones en principio

    distantes y puede confundir al mdico que opera para sanar, en el presente, con el tortura-

    dor que oper para desmembrar, en el pasado, como lo relatan Gardella o Actis (Actis: 70); sin

    embargo tal memoria no es engaosa sino estrictamente fiel: lo que en realidad hace es resis-

    tirse a que otros operen sobre el propio cuerpo.

    Por eso son las marcas que llevamos en nosotros, en nuestras sociedades, las que convocan

    a la memoria. De manera que todo acto de memoria debe reconocer este punto de arranque

    de lo experimentado, sin pretensin de una objetividad o una completud imposibles en l.

    Debe reconocer su marca, ms o menos visible, como el lugar desde el que reconstruye esa

    memoria. En caso contrario, se contrabandea un recuerdo, siempre parcial, como si fuera un

    relato histrico con pretensiones de generalidad; o bien, se desconoce la experiencia y se

    construye un relato esquizofrnico que no reconoce continuidad alguna con lo vivido. Ocu-

    rre, con cierta frecuencia, una especie de travestismo del discurso, que pasa de haber expre-

    sado en el pasado el ms radical militarismo a una verborrea democrtica en el presente, que

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    se reconoce rpidamente como falsa, o que tiene la virulencia siempre sospechosa de los

    conversos. Periodistas, polticos, acadmicos traslapados por arte de magia a un discurso

    liberal del todo ajeno a sus prcticas antiguas y actuales, travestis que no pueden o no quieren

    dar cuenta de una experiencia difcil, contradictoria, y de sus significados. Se podra afirmar

    incluso que cualquier reflexin, para que sea verdadera, debe dar cuenta de lo vivido y sus

    sentidos; si se extravan los sentidos del pasado, difcilmente se encontrarn los del presente.

    Hay pues una delimitacin en los ejercicios de memoria que tiene que ver con la explicitacin

    del lugar desde el que se habla, de lo vivido y sus marcas. En este caso, mi intento por realizar

    una memoria poltica de los aos setenta tiene como referencia mi experiencia particular en el

    mbito de lo que se caracterizaba entonces como militancia revolucionaria, dentro de un

    grupo armado, Montoneros, y desde una identidad poltica especfica, la peronista.

    Se trata por supuesto de una experiencia que, siendo individual, fue asimismo compartida, de

    manera que en esta reconstruccin memoriosa me voy a valer de otras voces, generalmente

    ms agudas o inspiradas que la ma pero que recogen experiencias comunes.

    En primer lugar, creo que es importante despejar un malentendido. Cuando se habla de me-

    moria se suele restringir la peculiaridad de la experiencia a una especie de relato sensible, in-

    cluso sensiblero, poco elaborado y encerrado en una historia individual, casi autnoma de lo

    social.

    En oposicin a esta idea, considero que la memoria no implica la suspensin de la racionalidad

    analtica, ni mucho menos la complejidad del anlisis. Asimismo, propongo revisar la supuesta

    autonoma del sujeto moderno, para pensar en una heteronoma que nos implica a unos en

    relacin con los otros, y segn la cual, toda experiencia individual, siendo nica, no slo se

    inscribe fuertemente en parmetros y cdigos de significacin colectivos, sino que se hace con

    otros, gracias a otros, iluminada o cegada por esos otros.

    El lazo que une a la memoria con la experiencia no hace de ella algo secundario, al contrario, la

    experiencia es el sustento mismo de todo conocimiento. La ciencia y la teora son realidades

    de segundo orden, se derivan de la experiencia, y su forma de construccin no tiene primaca

    alguna con respecto del conocimiento que proviene de la vida ordinaria. Esto vivido es una

    realidad participada, dentro de un mundo en comn, pero ello no le confiere el carcter de

    evidencia inapelable sino que reclama, desde las distintas vivencias, del uso de la razn, el

    pensamiento, la argumentacin y el anlisis.

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    Partiendo de la experiencia, realiza una cierta separacin de ella para tratar de entenderla.

    Como dice Hannah Arendt: creo que entend algo acerca de la accin porque la contempl,

    ms o menos, desde fuera (Arendt en Berlanga: 120). Esta cierta distancia, que no prescinde

    de lo vivido, tambin implica ir ms all de lo estrictamente personal y de lo que parece evi-

    dente.

    Aun as, toda memoria tiene sus puntos ciegos, sus imposibilidades, lo que no puede o no

    quiere veres difcil establecer la diferencia-, independientemente de que lo reconozca o no.

    Ms all de la voluntad, hay una imposibilidad humana de ver o aceptar la totalidad. Por ello,

    sta como cualquier otra memoria debe reconocerse slo como una voz entre otras, la apertu-

    ra de una serie de interrogaciones, una mirada particular que busca encontrar contrapuntos,

    no ecos. Una vez ms, al decir de Arendt, el m undo slo surge cuando hay diversas perspecti-

    vas (Arendt en Berlanga: 134). Es necesario dar lugar a figuras diferentes que se construyen

    desde miradas de actores distintos, pero tambin desde momentos que reclaman de nosotros

    diferentes preguntas. Es en ese sentido que creo importante colocar parte del foco del anlisis

    en la difcil relacin entre poltica y violencia, ya que se trata de un problema clave en las mar-

    cas de nuestro pasado y que, al mismo tiempo, considero nodal para desenredar algunos de

    los hilos del presente.

    Memorias, para qu?

    Silvana Rabinovich, filsofa argentina que tiene una reflexin interesantsima sobre la memo-

    ria, desarrolla una idea de Tadi segn la cual la memoria sera un sexto sentido, aquel que

    es capaz de proveer de sentido a los otros cinco. La ubica as en el campo de lo estrictamente

    fsico, lo que de por s resulta interesante y resuena con lo planteado aqu sobre la marca, co-

    mo inscripcin en el cuerpo y como disparadora de la memoria, pero va ms all.

    Desde ese punto de vista, hacer una memoria poltica tendra el objeto de recuperar los senti-

    dos de aquella prctica, la de los aos setenta, y su relacin con la violencia en las circunstan-

    cias en las que se desencaden. Pero tambin implicara explorar en qu sentido aquella expe-

    riencia reverbera en el presente y las urgencias actuales. En otros trminos, se tratara de en-

    contrar los puentes de sentido que vinculan aquella forma de entender la poltica y la violen-

    cia con las prcticas actuales, para iluminar una con la otra, para descifrar el pasado desde

    miradas renovadas por una experiencia ms amplia pero tambin para decodificar el presente

    desde la distincin, que permite afirmarlo como otro a la vez que reconoce las posibles co-

    nexiones.

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    La prdida de la memoria, en este caso de la memoria poltica, se vincula con la prdida de

    sentido de la poltica misma, de su vitalidad. Hoy es como si hacer poltica se hubiera converti-

    do en actuar un guin preestablecido y pobre, en representar personajes prefigurados por los

    medios, gastados, seres tristes en lugar de actores de verdad, capaces de crear, de inventar y

    de apostar -reconociendo que stos siempre han sido escasos-. En este sentido, as como la

    memoria pugn por la reaparicin de los desaparecidos, exigiendo su inscripcin en la histo-

    ria, en la sociedad y en el derecho, la memoria poltica podra apostar a hacer reaparecer a la

    poltica, extraviada desde hace demasiado tiempo; una poltica en el sentido fuerte y resisten-

    te del trmino, como desafo para inventar un mundo comn.

    Asimismo, creo que la memoria poltica es tambin una forma de tomar responsabilidad, esto

    es de responder por la prctica desarrollada hasta donde se puede hacer: tratar de entenderlay explicarla con sus propias coordenadas de sentido, en primer lugar, para someterla a una

    crtica razonada, con todo lo que esto implica.

    Creo que es importante que pongamos la experiencia comn sobre la mesa, no para descuarti-

    zarla o diseccionarla, sino para presentarla ante los otros, para analizarla con los otros, para

    ofrecerla como posible iluminacin del pasado y el presente, que nos permita pasar ms all

    de la marca del dolor. Se tratara, en otros trminos, de rememorar la experiencia poltica

    desde la poltica; de conectar lo que fuimos con lo que somos, las identidades del pasado con

    las del presente para poner ambas en tensin y en entredicho y recuperar, o tal vez aprender,

    la esperanza.

    Por ltimo, creo que se podra afirmar que memoria llama memoria. Todo acto de memoria

    convoca a otros que lo convalidan, lo cuestionan o lo desmienten, y de eso precisamente se

    trata. Es importante volver a reflexionar sobre la prctica poltica que fue, sin desecharla y sin

    idealizarla que es otra forma de desecharla, polticamente hablando-. La reflexin que pre-

    sento a continuacin es preliminar. Son los primeros pasos dentro de un terreno an brumoso

    pero el sentido de la memoria politica es aportar al cauce de las apuestas del presente y el

    futuro, sin pretender que podramos desconocer las experiencias que llevamos inscritas como

    sujetos y como sociedad.

    Poltica y violencia en los aos setenta

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    Dado que me voy a referir a procesos generales, que reconstruyo a partir de otros contem-

    porneos-convivientes, voy a hacer el anlisis de la relacin ente violencia y poltica en tercera

    persona, pero creo oportuno sealar que me considero implicada en esta tercera persona,

    sobre todo en lo que se refiere a Argentina. Es importante reiterar esta implicacin porque

    comprende el reconocimiento de responsabilidades en los acontecimientos a los que me refie-

    ro y critico. Es decir que hablo como parte de -y no por fuera de- las prcticas violentas que

    trato de analizar. Hechas estas aclaraciones, arrancamos.

    Para comprender las coordenadas de la poltica argentina de los aos setenta es imperioso

    situarla en relacin con un contexto mundial que organiz, poltica y simblicamente, parte de

    los enfrentamientos.

    Cuando se habla del siglo XX, el ms terrible de la historia occidental, segn Isaiah Berlin, por

    la gran cantidad de matanzas, guerras, genocidios, la palabra clave es guerra. Creo que se

    podra hacer la historia del corto siglo XX, como lo propone Eric Hobsbawm, a partir de la his-

    toria de las guerras: 1. Primera Guerra Mundial (guerra masiva, como la llam Hobsbawm), 2.

    Entreguerras -segn una clasificacin frecuentemente utilizada-, periodo en el que ocurre nada

    menos que el ascenso de los totalitarismos en preparacin de la siguiente confrontacin bli-

    ca, 3. Segunda Guerra Mundial, caracterizada como guerra total, por la escalada del extermi-

    nio, 4. Guerra Fra y organizacin de un mundo bipolar, hasta la cada de la Unin Sovitica en

    1991.

    A lo largo de todo el siglo XX se libr una prolongada lucha para fijar la hegemona planetaria,

    global. Fue una guerra en escalada, con costos humanos cada vez ms altos, sobre todo en

    relacin con la poblacin civil. La Primera Guerra produjo 10 millones de muertos, entre vcti-

    mas militares y civiles; la segunda 54 millones y la Guerra Fra, no tan fra, ocasion ms de

    cien enfrentamientos locales en la periferia, que costaron entre 19 y 20 millones de vidas

    humanas, casi todas ubicadas en el llamado Tercer Mundo. (Hobsbawm: 433).

    As pues, la Guerra Fra, dentro de la que se inscribi nuestra guerra sucia, no fue un periodo

    de pacificacin sino de desplazamiento del conflicto y de sus costos, de los pases centrales

    hacia los pases del entonces llamado Tercer Mundo. Dado el desarrollo de la tecnologa nucle-

    ar, un posible enfrentamiento de las potencias entre s hubiera implicado la destruccin del

    mundo mismo, por ello se lo dividi en dos campos enfrentados y en disputa, un mundo bipo-

    lar, a pesar de todos los esfuerzos terceristas.

    En los aos setenta, la bipolaridad comprenda la lucha entre dos modelos de hegemona con

    pretensiones igualmente mundiales: el capitalista y el socialista, que se asuman no como ad-

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    versarios sino como enemigos antagnicos. Ambos tenan rasgos extraordinariamente comu-

    nes: ponan el acento en la determinacin de lo econmico y en la centralidad del Estado. El

    sistema sovitico se vio atrapado por estos dos principios. Sin embargo, el capitalismo traa

    dos ases en la manga. El primero, una radicalizacin de la determinacin de lo econmico so-

    bre lo poltico que no slo no confesaba sino que le endilgaba a su enemigo. El segundo, una

    defensa del Estado de Bienestar que adivinaba desde entonces la necesidad de su aniquilacin,

    por lo menos en la versin de Estado social vigente en aquel momento. De hecho, un movi-

    miento implicaba al otro. Para mantener la viabilidad econmica del sistema, el capitalismo

    supo desde los aos setenta que deba usar al Estado como instrumento de su propia aniquila-

    cin, tarea que ensay en Amrica Latina desde los setenta y que emprendi en los pases

    centrales a partir de los primeros ochenta. El control planetario pasaba por el control del mer-

    cado, pero ste deba ser garantizado por Estados hasta cierto punto kamikazes.

    En sntesis, las lgicas de ambos antagonistas, que permearon la organizacin mundial de las

    relaciones de poder, en primer lugar, eran econmicas y estadocntricas; su racionalidad era

    binaria y su forma de expansin y de defensa, la guerra.

    Amrica Latina y los proyectos revolucionarios

    La expresin latinoamericana de la Guerra Fra fueron las llamadas guerras sucias, es decir la

    desaparicin de personas, involucradas en proyectos polticos alternativos, armados y no ar-

    mados, como parte de una poltica de Estado. En este contexto se inscribieron tanto el Plan

    Cndor, en los aos setenta, como las guerras en Centroamrica, en particular Guatemala y

    Nicaragua, durante los ochenta.

    Como es bien sabido, en la distribucin bipolar del mundo, Amrica Latina perteneca al Oc-cidente capitalista, con la excepcin de Cuba. La lucha de los antagonistas globales implicaba la

    defensa de los territorios controlados, de manera que Estados Unidos no poda permitir la

    prdida de control sobre el continente americano, envuelto en una serie de movimientos so-

    ciales y polticos ms o menos radicales. El control de Amrica Latina dentro del capitalismo

    occidental fue una precondicin para conquistar la hegemona planetaria.

    Se instrument entonces la tan conocida poltica de seguridad nacional, que remita cualquier

    conflicto nacional a la confrontacin global entre capitalismo y socialismo. Se la aplic en todos

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    los pases a travs de los aparatos represivos del Estado, apoyados por los servicios de inteli-

    gencia norteamericanos.

    La organizacin bipolar del mundo se clon hacia dentro de las fronteras nacionales y estruc-tur la lucha poltica en campos separados y enemigos. Por una parte, los Estados, en la defen-

    sa del statu quo occidental y por otra un sinfn de organizaciones, partidos de izquierda y mo-

    vimientos que pugnaban por modelos alternativos, genricamente definidos como socialistas,

    de corte nacional popular y que se planteaban aduearse del aparato del Estado para estable-

    cer un orden nuevo, mediante un proceso revolucionario.

    Si la palabra clave del escenario internacional fue la guerra, la palabra clave de la poltica lati-

    noamericana fue revolucin; pero tambin aqu los antagonistas giraban en torno al control

    del Estado, reproduciendo la visin estadocntrica predominante en el terreno internacional.

    La idea de la Revolucin, as, con maysculas, se ha ido expulsando del imaginario poltico. Sin

    embargo, en los aos setenta era parte nodal de la propuesta de la mayor parte de los grupos

    disidentes. Hacer la revolucin era tomar el aparato del Estado para abrir un proyecto que

    prometa ser radicalmente nuevo, nacional, antiimperialista y, en consecuencia, de ruptura con

    el orden capitalista. Un proyecto que prometa transformar las relaciones del espacio pblico y

    privado y crear un hombre nuevo: una especie de milagro. Esa gran revolucin convocaba, en

    primer lugar, a la accin.

    El tema de la accin se ha malinterpretado con frecuencia. El nfasis en ella no implica, nece-

    sariamente, la falta de teora ni mucho menos de racionalidad o reflexin. Por el contrario,

    tanto la accin como el discurso son inseparables de la poltica. Deca Hannah Arendt, de indis-

    cutible filiacin republicana, en un texto que se tradujo al espaol precisamente en los aos

    setenta: Dejados sin control, los asuntos humanos no pueden ms que seguir la ley de la mor-

    talidad La facultad de la accin es la que interfiere en esta ley El lapso de vida del hombre

    en su carrera hacia la muerte llevara inevitablemente a todo lo humano a la ruina y la destruc-cin si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, facultad que es in-

    herente a la accin La accin es la nica facultad humana de hacer milagros, como Jess de

    Nazaret el nacimiento de nuevos hombres y de un nuevo comienzo es la accin Slo la ple-

    na experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza

    (Arendt: 265-266). Este nacimiento, este nuevo comienzo era la natalidad y la Revolucin.

    La idea de Revolucin, incluso en Arendt cuyo pensamiento fue relativamente ajeno a las iz-

    quierdas latinoamericanas, vinculaba la accin con una visin bastante pragmtica. En su texto

    sobre Rosa Luxemburgo deca la organizacin de la accin revolucionaria puede y debe

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    aprenderse en la accin misma (Arendt en Berlanga: 67). Tambin la centralidad de la volun-

    tad, del querer como prerrequisito de la accin transformadora, que llega a impacientarse

    frente a la parlisis temporal del pensamiento, son ideas de filiacin arendtiana, que estaban

    presentes en el debate y en el imaginario de los aos setenta, incluso fuera del mbito de re-

    flexin marxista.

    La concepcin revolucionaria se acompaaba de la reivindicacin de la figura del hroe, como

    sujeto que acta y habla, que arriesga la seguridad personal, incluso su vida por un inters que

    no es privado sino pblico, poltico; alguien que es capaz de asumir un peligro, de hacer algo

    extraordinario, nico, por otros, dejando constancia de su acto y alcanzando as cierta inmorta-

    lidad.

    En Amrica Latina, el comn denominador de las sociedades era la pobreza y la exclusin, en

    pases gobernados por dictaduras tradicionales, militares e incluso dinsticas, con algunos

    ejemplos de democracias extraordinariamente restringidas, como la mexicana, amparadas

    unas y otras por la poltica norteamericana. En ese contexto, la izquierda no dudaba de la ne-

    cesidad de realizar un cambio revolucionario, que fundara un orden por completo nuevo, bajo

    el mandato de que el deber de todo revolucionario es hacer la revolucin. Y esta consigna,

    aparentemente tautolgica, tena un sentido y unos destinatarios precisos. Contra la idea de la

    izquierda tradicional, y especialmente de los partidos comunistas, sobre la existencia de unas

    leyes de la historia que requeran el cumplimiento de determinadas condiciones econmicas,

    materiales, objetivas, como condicin de posibilidad para que se diera una transformacinrevolucionaria, nuevos grupos de la izquierda planteaban la posibilidad de crear esas condicio-

    nes mediante la accin poltica. Se cuestionaba as la determinacin de lo econmico, la fatali-

    dad de la historia, a la vez que se evidenciaba una cierta impaciencia por el debate intermina-

    ble sobre las condiciones objetivas y subjetivas y se apelaba a la accin directa para contribuir

    a crearlas.

    Sin embargo, esta accin que se abra paso como una nueva opcin de lucha poltica, tena una

    diferencia sustancial con la que haba propuesto Arendt: se fincaba en el recurso a la violencia

    y tomaba como modelo a la Revolucin Cubana, de la que seduca, sobre todo, su celeridad en

    la toma del poder del famoso Estado. Aunque con una poltica confrontativa, la fascinacin por

    la accin, la premura y lo completamente nuevo estaban en perfecta sintona con los valores

    de la Modernidad occidental que se cuestionaba.

    La discusin en torno a la opcin por la lucha armada se convirti en la discusin poltica por

    excelencia, efectuando un desplazamiento clave de lo poltico por lo tctico, tcnico, militar.

    As, una militante de aquella poca, entrevistada por Vera Carnovale, afirmaba: Bueno, yo ya

    te cont, (que) la duda era entre el ERP y el peronismo (!). (porque) estaba de acuerdo con el

    tema de la lucha armada (Carnovale: 7). Desde esta mirada, parece ser secundaria la opcin

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    poltica nada menos que entre el peronismo y el trotskismo, en relacin con una decisin que

    pareca ser la de fondo: la opcin por la va armada. Es que, en realidad, entre los diferentes

    grupos guerrilleros se daba por hecho un objetivo comn y difuso, la construccin del socialis-

    mo, casi siempre pensado en una variante nacional ms parecida al modelo cubano que a la de

    los pases de Europa del Este, pero no se profundizaba en el proyecto de nacin que se pre-

    tenda, ms all de la reafirmacin antiimperialista y anticapitalista. De hecho, se postergaba la

    discusin de qu revolucin se pretenda por el debate sobre cmo lograr tomar el aparato del

    Estado, llave mgica que abrira las puertas del cambio.

    Inmediatamente se plante otra discusin, igualmente metodolgica, tctica y militar: de qu

    caractersticas deba ser esa lucha armada. Se debati entonces en torno a los modelos insu-

    rreccional y guerrillero, en sus versiones rural y urbana; toda la izquierda, incluidos los partidos

    comunistas, se vio envuelta en estas discusiones. Como lo plantea Ana Guglielmucci, se haba

    conformado un arquetipo de formacin poltico militar, que no fue un fenmeno poltico ais-

    lado, sino parte de un heterogneo proceso poltico que se extendi alrededor del mundo

    entero entre 1950 y 1970 (Guglielmucci: 97).

    Un texto clsico de la poca, que tuvo enorme difusin y daba cuenta de parte de esta polmi-

    ca y de sus argumentaciones fue Revolucin en la revolucin? de Regis Debray. All se resume

    el debate y ya se encuentran enunciadas, con una claridad meridiana, algunas de las grandes

    distorsiones que llevaran a la militarizacin y asfixia de lo poltico. Si bien Debray afirmaba,

    con un espritu abiertamente gramsciano, que toda lnea militar depende de una lnea polt i-ca (Debray: 124), tambin deca, pocas pginas ms adelante: Es ridculo continuar oponien-

    do cuadros polticos y cuadros militares, poltico puros que quieren seguir sindolo- no

    sirven para dirigir la lucha armada del pueblo; los militares puros sirven, y dirigiendo una gue-

    rrilla, vivindola, se convierten en polticos tambin en la guerra de guerrillas los comba-

    tientes se forman polticamente ms pronto y ms profundamente (Debray: 143). Recoga en

    parte la experiencia que haban hecho los cubanos pero, enunciadas as las conclusiones, resul-

    taba que, por una parte, se requera la unidad de lo militar y lo poltico pero lo militar no se

    poda aprender desde lo poltico aunque s lo poltico desde lo militar. De esto se desprenda,

    de manera evidente, la primaca de lo militar sobre lo poltico.

    En general podra afirmarse que existi un desplazamiento de la discusin de qu se buscaba

    por cmo lograrlo, pero tampoco el cmo se pudo abordar desde una perspectiva poltica. Si

    se piensa, con Gramsci, que la hegemona, es decir la validacin social de un proyecto poltico,

    econmico, moral, se alcanza justo antes de la toma del poder y gracias a la aceptacin de ese

    proyecto por la mayor parte de la sociedad, en el caso de la discusin sobre la lucha armada en

    Amrica Latina no slo se persegua un modelo extraordinariamente difuso sino que la discu-

    sin por los mtodos desplazaba el cmo lograr los consensos, las alianzas y los acuerdos, pol-

    ticamente hablando.

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    Sin embargo, no se puede soslayar que el cmo, que en primera instancia parece ser un pro-

    blema exclusivamente procedimental, encierra una discusin eminentemente poltica. Se tra-

    taba, ni ms ni menos que de la conquista del Estado, disputndole el monopolio de la violen-

    cia legtima, para refundar otro Estado. El hecho de que ello se intentara mediante el uso de

    las armas no le arrebata la dimensin poltica al problema. En este sentido, se impone la refe-

    rencia a un texto que se considera fundante de la poltica moderna, El Prncipe de Maquiavelo,

    en donde la mayor parte de la argumentacin se refiere, precisamente, a cmo utilizar el po-

    der militar para la constitucin del Estado, lo cual no lo convierte en un texto sobre estrategia

    sino en un clsico de la poltica. De igual manera, los trabajos de Michel Foucault sobre la fun-

    dacin de los Estados europeos muestran, con absoluta claridad, el papel de las armas y la

    violencia en la constitucin de las instituciones polticas.

    Adems de su condicin de llave para la refundacin del Estado, el poder militar tena una

    cualidad previa: amplificar la voz poltica. El texto de Debray lo formulaba as: tener una gue-

    rrilla permite hablar en voz alta (Debray: 140), afirmacin que result cierta en la experiencia

    argentina y en la latinoamericana, incluso hasta fechas muy recientes. El movimiento indgena

    mexicano, por ejemplo, pudo hablar en voz alta a partir de la constitucin del EZLN, como

    movimiento armado que ha tenido un uso verdaderamente singular y meditado de la violen-

    cia.

    En realidad, estas dos cuestiones remiten al verdadero ncleo del problema: la internalidad de

    la violencia con respecto a la poltica. Planteada desde los orgenes de la Modernidad hace

    aparecer las dos caras de la poltica: amor y temor, consenso y coercin, discurso y violencia,

    como elementos no excluyentes.

    En un texto fundamental para esta discusin, Walter Benjamin muestra a la violencia como

    elemento fundante no slo del Estado sino del derecho que ste configura en torno suyo.

    Fundacin de derecho equivale a fundacin de poder y es, por ende, un acto de manifesta-

    cin inmediata de la violencia (Benjamn: 40). En consecuencia, la legalidad no representa una

    suspensin de la violencia sino su consumacin. Cuando el Estado se erige en detentador mo-

    noplico de la violencia legtima no la cancela sino que se la apropia utilizndola para preser-

    var el orden establecido. El uso de la violencia por otros actores polticos comporta el cuestio-

    namiento de este monopolio, que puede ocurrir para la fundacin de un nuevo orden y un

    nuevo derecho. Cuando es as, se podran diferenciar dos violencias, simtricas en sus fines

    aunque no necesariamente en su potencia ni en sus formas de ejercicio: una violencia conser-

    vadora del derecho vigente, que instrumenta el Estado, y otra violencia fundadora de un nue-

    vo orden y un nuevo derecho, que se pretenden ms justos.

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    En sntesis, toda lucha poltica por la reorganizacin del poder del Estado y el derecho, en

    trminos radicales, comprende simultneamente a la violencia y al discurso. Esta fue la pers-

    pectiva que predomin en la decisin de las izquierdas de los aos setenta para emprender

    una lucha armada. Se discuta el monopolio de la violencia del Estado como ilegtimo y se con-

    sideraba legtimo, por el contrario, el uso de la violencia para instaurar un nuevo orden, defini-

    do como ms justo. Se oponan as la violencia estatal y la violencia revolucionaria bajo un

    lenguaje guerrero. Se hablaba de guerra antisubversiva, por un lado, y de guerra popular y

    prolongada, por el otro. No fueron ni una cosa ni otra. La guerra popular y prolongada no

    pas de ser guerrilla urbana o rural, en algunos casos, y la guerra antisubversiva no fue ms

    que una poltica represiva de estado basada en el terror.

    Argentina: una larga historia de violencia y autoritarismo

    En relacin con las caractersticas que adopt la violencia poltica en Argentina en la dcada de

    los setenta, me limitar a presentar diez hiptesis de carcter general, como primera aproxi-

    macin al problema.

    1. La violencia poltica en Argentina es de larga data y se asienta en una estructura autoritaria,

    es decir, en una visin de oposiciones binarias y de lucha entre enemigos, presente en la vida

    poltica desde el siglo XIX y arraigada fuertemente en las prcticas sociales. Esta concepcin se

    puede rastrear en nuestra historia desde la Campaa al Desierto, planeada para despejar las

    tierras frtiles eliminando indios, que ocurri simultneamente con la fundacin del Estado.

    Las Fuerzas Armadas como ncleo del Estado impusieron a lo largo de todo el siglo, mediante

    los sucesivos golpes de Estado (1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976) proyectos y formas de

    gobierno lesivas para las mayoras. No obstante, esta lgica guerrera e impositiva del aparato

    militar fue respaldada y reclamada por los ms diversos sectores polticos, de manera que no

    hay partido poltico o grupo de poder en Argentina queaunque en grados diferentes- no hayapromovido o participado en la interrupcin violenta del orden democrtico para imponer pro-

    yectos de su propio inters. Asimismo, el uso de la violencia poltica creciente por parte del

    estado fue avalado de manera explcita o implcita, con el silencio, por amplsimos sectores de

    nuestra sociedad.

    2. Las Fuerzas Armadas, es decir el ncleo del Estado, fueron un instrumento clave en la esca-

    lada de la violencia poltica de las ltimas dcadas. Si el gobierno peronista de los aos cin-

    cuenta reprimi a su disidencia y la encarcel, en 1955 la Marina lo sobrepas con creces

    bombardeando una plaza llena de civiles para derrocarlo. Si la Revolucin Libertadora se inici

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    entonces, gracias a un golpe de Estado, un ao despus no dud en fusilar a otros militares y

    civiles rebeldes porque intentaban deponerla, en un hecho sin precedente para la poca. Si,

    durante el gobierno de Frondizi, la proscripcin del peronismo y la cancelacin de algunas de

    sus conquistas llev a una resistencia obrera en ascenso y muchas veces violenta, las Fuerzas

    Armadas respondieron a la reorganizacin de los sectores populares tomando el poder, prohi-

    biendo la poltica, reprimiendo el descontento, instaurando la prctica de la tortura sistemti-

    ca e iniciando la desaparicin de personas, a partir del golpe de 1966. Casi sobre el final de esa

    dictadura ocurri en Trelew el fusilamiento de 16 prisioneros que haban intentado fugarse,

    acto de una violencia estatal tambin sin precedente. Por ltimo, si se generaron movimientos

    armados que alteraron el orden pblico y atacaron a miembros de las corporaciones militares,

    stas pasaron a crear campos de concentracin-exterminio para desarrollar una poltica sis-

    temtica de desaparicin de personas, no slo de las organizaciones armadas sino de todo tipo

    de disidencia, con todas las secuelas que ya conocemos.

    3. La lucha armada surgi como respuesta a una estructura de poder ilegtima, en un contexto

    de descrdito general de la democracia. Si bien existen antecedentes de organizaciones arma-

    das desde 1962 e incluso desde 1959, los grupos guerrilleros que operaron en los setenta se

    originaron con posterioridad a la Revolucin Argentina de 1966, que decret el agotamiento y

    muerte de la democracia. Es importante sealar que fue desde el Estado que se desech la

    democracia y se hizo con el apoyo tctico de Pern, del ala vandorista del sindicalismo, de

    amplios sectores del radicalismo, en especial la corriente intransigente, de la Confederacin

    General Econmica, la Unin Industrial Argentina, la Sociedad Rural Argentina, la Iglesia Catli-

    ca y los medios de comunicacin; todos ellos coincidan en el agotamiento de una democracia

    que no haba tenido oportunidad siquiera de nacer, entre golpes militares y proscripcin de las

    mayoras. Si para los grupos dominantes, la democracia era un imposible sencillamente porque

    no tenan consenso, es importante sealar que tampoco gozaba de gran prestigio en el resto

    de la sociedad: para el movimiento peronista, representaba la bandera poco creble esgrimida

    por los golpistas y represores de 1955 y para la izquierda en general, corresponda a una visin

    liberal, tericamente superada por la propuesta socialista y las llamadas democracias

    populares. As, todos coincidan en su cancelacin, aunque por motivos diversos, pero el go l-

    pe de gracia institucional provino del propio Estado.

    Los militares, ante la imposibilidad de obtener el apoyo popular que presuponen las democra-

    cias, impusieron un nuevo modelo de tipo corporativo y una sociedad ms disciplinada para

    establecerlo. La ideologa de la Revolucin Argentina signific la proyeccin sobre el Estado y

    la sociedad de los valores de la gran institucin burocrtica que es el ejrcito profesional

    (Rouqui: 266). La disciplina social fue el resorte para instaurar un modelo econmico de desa-

    rrollo industrial basado en la apertura al capital extranjero y en la reduccin de los salarios y

    los derechos laborales. Los militares se lanzaron a la reorganizacin de la sociedad, prohibieron

    la poltica y se entrometieron en la vida privada estableciendo desde el largo permitido de las

    faldas hasta el de las barbas. Poco a poco se fueron gestando movimientos de oposicin en el

    mbito sindical, estudiantil y otros, que desembocaron en grandes movilizaciones de protesta,

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    de corte insurreccional y violento, como el cordobazo, y que alimentaron a los grupos armados

    en formacin. La poltica, desaparecida por decreto, reapareca a pedradas y tiros. El general

    Ongana, antes de retirarse, instaur la pena de muerte, que nunca se aplic, pero que pre-

    anunciaba la escalada de violencia. Fue en este contexto que se dio la aparicin de los grupos

    guerrilleros que operaron principalmente en los aos setenta: FAP en 1968 con una guerrilla

    rural que no prosper, Montoneros en mayo de 1970 con el asesinato del general Aramburu,

    FAR en julio de ese ao con la toma de la localidad de Garn, mismo mes y ao en que se dio la

    constitucin formal del ERP y la primer operacin pblica de las FAL.

    El hecho de que la llamada Revolucin Argentina fuera un gobierno de facto, sin legitimidad

    formal alguna, alent la idea de que disputarle el monopolio de la violencia era un hecho pol-

    ticamente aceptable. La crisis econmica, la agitacin social y la cerrazn poltica promovieron

    un nivel creciente de violencia y el accionar de una guerrilla activa, con escasos vnculos con la

    estructura poltica formal pero con un considerable grado de simpata y aceptacin por parte

    de diferentes sectores.

    4. La vinculacin de los grupos armados con el movimiento peronista les permiti salir del ais-

    lamiento foquista, entrar al juego propiamente poltico y experimentar una expansin y un

    arraigo poco frecuentes en los grupos armados. El reconocimiento de la guerrilla como una

    juventud maravillosa, por parte del general Pern, le abri el acceso a un movimiento de

    masas, amplio, vital y contradictorio; apenas entonces los grupos armados peronistas en par-

    ticular FAR y Montoneros- probaron las mieles de la poltica, el contacto abierto con los secto-res de base de un movimiento amplio, la movilizacin callejera legal y multitudinaria. Tal vez

    esta insercin dentro de un movimiento de gran arraigo popular fue la peculiaridad de las or-

    ganizaciones armadas argentinas que les permiti vincularse bastante estrechamente con sec-

    tores sociales importantes y numerosos.

    5. El peronismo fue, a la vez, la puerta de acceso a la poltica, la prueba de fuego y la trampa

    mortal. Si la declaratoria de juventud maravillosa y la participacin en la campaa electoral

    de 1973 fueron una gigantesca puerta de acceso al movimiento peronista, ello tambin implic

    la entrada a un universo extraordinariamente complejo y opaco. La diversidad de grupos inter-

    nos, los conflictos y la forma de resolverlos, siendo brutales y violentos, no se remitan a una

    lgica simple, frontal, de amigo-enemigo sino que reclamaban de las astucias de la alianza, la

    simulacin, la paciencia, la traicin; en este sentido, la pertenencia al movimiento fue una ver-

    dadera prueba de fuego poltica, que las organizaciones no superaron demostrando incapa-

    cidad para dialogar, negociar y aceptar la posibilidad de perder o ganar, propias de la apuesta

    poltica. El aferramiento a la potencialidad del peronismo como movimiento nacional popular

    impidi valorar adecuadamente el peso de las corrientes contrarias y sus acuerdos previos y

    posteriores con el general Pern. Tampoco se supieron decodificar las seales que indicaban

    una prdida de apoyo de Pern, desde el momento mismo de su retorno y los acontecimientosde Ezeiza, en junio de 1973, o bien se intentaba remontar el hecho a partir de actos de fuerza,

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    como el asesinato de Rucci en septiembre de 1973, lo que descoloc an ms a las organiza-

    ciones. La separacin creciente del gobierno, nacido de un amplsimo consenso, fue generando

    aislamiento poltico que se enfrent con una mayor radicalizacin, lo que agrav el problema

    en lugar de atenuarlo. La confianza en el potencial poltico de las armas, proveniente de la

    antigua visin foquista y reforzada luego por Pern, por el movimiento, por el aplauso de vas-

    tos sectores sociales, por el rpido ascenso de su protagonismo poltico en la coyuntura electo-

    ral, los llev a pensar que las armas los sacaran de este nuevo atolladero. Apostaron a ellas y

    perdieron la batalla poltica dentro del peronismo. La distancia y la ruptura de hecho con el

    movimiento fue slo el primer paso de su aniquilacin, iniciada desde el propio gobierno pero-

    nista. La consigna de la eliminacin fue previa al golpe militar de 1976 y provino de sectores

    del peronismo ligados con personal de las fuerzas de seguridad, que formaron la AAA desde

    fines de 1973, antes de la muerte de Pern.

    Las organizaciones guerrilleras no peronistas sencillamente no entraron al juego propiamente

    poltico y se mantuvieron en la lucha clandestina y violenta prcticamente sin interrupcin, lo

    que las aisl del proceso y facilit su temprano aniquilamiento. En enero de 1974, despus del

    intento de copamiento de la guarnicin militar de Azul por parte del ERP, Pern declar que

    aniquilar cuanto antes a ese terrorismo criminal es una tarea que compete a todos los que

    anhelamos una patria justa, libre y soberana (De Riz: 107). El mensaje, sin un destinatario

    directo, adverta a cualquiera que quisiera or. La decisin estaba tomada: toda accin violenta

    se considerara terrorista y el procedimiento a seguir sera su aniquilacin. La muerte de Pern,

    poco despus de la ruptura abierta con Montoneros el 1 de mayo de 1974, no hizo ms que

    acelerar lo que ya se haba puesto en marcha desde antes: la aniquilacin, por cualquier va, de

    los grupos armados y sus entornos. Por fin, el golpe de Estado de 1976, liberado de cualquier

    acuerdo poltico, incluso con la derecha del peronismo, convirti en prctica de Estado la eli-

    minacin y desaparicin no slo de los grupos armados o radicales y sus entornos sino de toda

    disidencia.

    6. Los movimientos armados de los aos setenta no fueron terroristas; guerrilla urbana y te-

    rrorismo no son sinnimos. El terrorismo se caracteriza por tratar de generar terror social con

    el objeto de producir una parlisis tal que le permita imponer una determinada poltica. Para

    ello desata actos de violencia que debe ser indiscriminados, de manera que cualquiera pueda

    sentirse blanco de los mismos. El ataque a un enemigo militar es la figura de la guerra; el ata-

    que a un enemigo de clase es la revolucin, pero si ese enemigo es suficientemente difuso,

    la lucha en su contra puede alcanzar a cualquiera. Este es el instrumento privilegiado del terro-

    rismo que, por lo mismo, se lanza de manera indiscriminada y hace blanco principalmente

    sobre poblacin civil. Las organizaciones armadas argentinas no realizaron ataques de este

    tipo. Sus acciones se orientaban principalmente a obtener recursos econmicos y militares,

    realizar propaganda armada mediante repartos de alimentos, medicinas y otros bienes, asesi-

    nar a miembros del aparato represivo, en particular involucrados en la represin y la tortura.

    Sobre todo en la primera poca, previa a 1973, exista un especial cuidado en la planificacin

    militar de las operaciones armadas, con el objeto de evitar cualquier dao sobre civiles. La

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    colocacin de explosivos, por lo regular, se realizaba con fines de propaganda y cuidando que

    no hubiera vctimas. Las formas de la violencia recrudecieron a partir del enfrentamiento con

    la AAA y, ciertamente, se hicieron ms indiscriminadas, pero siempre sobre personal represivo,

    aunque de rango y responsabilidad menores. Hubo operativos que, siendo contra miembros

    de las Fuerzas Armadas involucrados en la represin, alcanzaron sin embargo a inocentes, co-

    mo fue el caso de la hija del Almirante Lambruschini, pero existi slo un par de operaciones

    militaresrealizadas con posterioridad al golpe de 1976- que podran considerarse francamen-

    te terroristas, ya que cobraron indiscriminadamente la vida de civiles. Creo que es importante

    hacer esta distincin porque considerar cualquier accionar armado como terrorista es una

    forma de desechar, sin ms trmite, a la mayor parte de los procesos revolucionarios de la

    historia y a muchas de las formas de resistencia.

    7. La derrota de las organizaciones armadas fue poltica primero y militar despus, no a la in-

    versa. La base de la derrota poltica fue la incapacidad de convertir la construccin del socia-

    lismo en una opcin para la sociedad -en el caso de las organizaciones trotskistas- o en una

    corriente dentro del peronismo, bajo la versin del socialismo nacional proclamado por Mon-

    tonerosen el caso de las organizaciones peronistas-. Esta derrota se inscribi en una derrota

    continental de todo proyecto alternativo, armado o no, forzada por la intervencin norteame-

    ricana. As se arras desde el socialismo pacfico de los chilenos a la revolucin triunfante san-

    dinista. Sin embargo este hecho no debe impedir que se analicen las ineptitudes propias de

    cada proceso nacional. En el caso de las organizaciones armadas argentinas existi una gran

    incapacidad para pensar polticamente y luchar en ese terreno, cuando las condiciones no slo

    lo permitan sino que lo exigan, en el contexto del gobierno peronista, que contaba con el

    apoyo electoral de ms de 60% de la ciudadana. La simpleza del anlisis, la ingenuidad en la

    valoracin de la figura de Pern y el peronismo, el error de evaluacin de la relacin de fuerzas

    a nivel nacional y dentro del peronismo fueron algunos de los factores que llevaron a dilapidar

    un apoyo y un capital poltico nada despreciables. El aislamiento poltico de la guerrilla fue

    promovido por la accin violenta de los grupos paramilitares, pero haba sido propiciado antes

    por la incapacidad poltica de las organizaciones para lidiar en las arenas movedizas del pero-

    nismo sorteando y frenando la violencia. Podra decirse que primero ocurri el aislamiento

    poltico, a causa del deslizamiento del foco poltico al militar en la disputa por la relacin de

    fuerzas dentro del movimiento peronista. Desde ah lo que se observa es una falta de poltica,

    es decir una falta poltica, que se potenci con la escalada represiva y que tuvo una impor-tancia clave en el proceso de aniquilamiento.

    8. La causa de la derrota no fue vincular lo poltico con lo militar sino reducir lo poltico a lo

    militar. Las organizaciones armadas perdieron el eje poltico en su relacin con la sociedad, en

    la lucha dentro del movimiento peronista y en el debate interno. No fueron capaces de hacer

    de la consigna socialismo nacional una propuesta concreta y viable. No supieron reconocer

    su debilidad dentro del peronismo, una vez pasado el periodo electoral, para buscar alianzas

    que les permitieran eludir la confrontacin y la provocacin de una derecha feroz, acostum-

    brada a la violencia y cercana a Pern, es decir, no supieron defender el lugar que haban ga-

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    nado dentro del movimiento peronista. Tampoco fueron capaces de escuchar las voces de

    alerta desde dentro mismo de las organizaciones. Por el contrario, incrementaron su accionar

    militar inaceptable en el contexto de un gobierno emanado de la voluntad popular- para te-

    ner presencia poltica, exaltaron su condicin de grupo armado dentro de un movimiento de

    masas y disciplinaron el desacuerdo interno convirtiendo en enemigos a parte de sus propios

    compaeros, es decir, redujeron la poltica a su dimensin coercitiva, extravindola.

    9. La militarizacin interna llev a reproducir el autoritarismo que se pretenda combatir. El

    nfasis creciente en lo militar llev de la nocin de una fuerza poltico militar irregular a la idea

    de constituir un Ejrcito y un Partido, institucionales, jerrquicos, disciplinados, a imagen y

    semejanza del Estado, siempre el Estado. Se podra decir que ocurri un deslizamiento de pe-

    lear contra el Estado a convertirse en un mulo del mismo para reemplazarlo. Aunque un mu-

    lo grotesco, dada la debilidad comparativa, predominaba una lgica estatal, impositiva, disci-

    plinaria. Para colmo, las supuestas condiciones de guerra, declaradas tanto por la guerrilla

    como por las Fuerzas Armadas, fueron la justificacin de la toma de decisiones verticales y la

    implantacin de una conduccin vitalicia -que slo se relevaba por la muerte de sus miembros-

    , sin valoracin alguna de los errores polticos constantes y sucesivos, que no han reconocido

    ni siquiera a la fecha. El nfasis en la lucha armada haba enquistado en las conducciones a los

    que sobresalan por sus virtudes guerreras que, como se vio en la reflexin de Debray, se espe-

    raba que desarrollaran virtudes polticas semejantes, pero esto no ocurri. De manera que las

    limitaciones polticas de la mayor parte de los miembros de la conduccin, su condicin de

    vitalicia y el disciplinamiento de todo desacuerdo que ciertamente exista- impidieron una

    seleccin ms adecuada para el liderazgo de los tiempos difciles. Cabe sealar que este proce-

    so es similar al que se reporta en muchos otros grupos armados latinoamericanos, por lo que

    habra que revisar si la asociacin entre lo militar y lo autoritario es o no indisoluble y bajo qu

    circunstancias.

    10. En lugar de utilizar el recurso de las armas como instrumento para detener la violencia

    estatal, los grupos guerrilleros alimentaron la espiral de violencia hasta que sta termin por

    destruirlos. Pretender que la violencia es algo ajeno a la poltica parece ser una afirmacin por

    lo menos discutible. No se trata de la bondad o maldad de la violencia sino de su presencia de

    hecho en las relaciones de poder y dominacin. Sin embargo, hay distintos vnculos con ella.

    Una primera distincin que se podra hacer entre la violencia estatal y la que podramos llamar

    resistente consiste en que la primera pretende mantener un monopolio de la fuerza para in-

    crementar ms y ms su uso efectivo o potencial; por eso el Estado se arma y se informa de

    manera interminable. Por el contrario, la violencia resistente se usa para cortar el monopolio

    de la violencia como una forma de reducirlo pero no para apropirselo sino para restringir toda

    violencia, para abrir las otras vas de la poltica, como el discurso y la comunicacin. En la vio-

    lencia resistente hay un forzaje, pero es un forzaje para abrir el dilogo y el acuerdo. Los

    grupos armados argentinos no supieron hacer esto y ante cada situacin de violencia forza-

    ron pero no hacia la desactivacin del uso de la fuerza sino hacia un incremento del mismo.

    Tampoco supieron retirarse de los espacios perdidos y permanecieron en ellos exponindose

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    de manera prcticamente suicida. La espiral de violencia, como una especie de tornado, se

    traga primero y antes que nada al ms dbil. Entre la insurgencia y el Estado, puestos a desa-

    fiarse en el terreno de la fuerza, gana el Estado. Slo hay un lugar desde el que la insurgencia

    puede triunfar y ste es la lucha poltica. Los cubanos no le ganaron a Batista por su potencial

    militar, le ganaron polticamente. Si la insurgencia usa la violencia para abrir una lucha poltica

    cancelada (como ocurra durante la Revolucin Argentina) y luego gana la lucha poltica tiene

    posibilidades; en caso contrario, su derrota es un hecho.

    Marcas de la violencia

    Transitar del anlisis de las formas violentas de la poltica a las actuales no es asunto sencillo.

    Creo que hay que empezar por hacer distinciones. El proceso vivido entre 1976 y 1983 tuvo

    peculiaridades que lo diferencian de cualquier otro en la historia argentina, antes y despus.

    Cerr una etapa (la de protagonismo de las Fuerzas Armadas y el desarrollo de la visin gue-

    rrera de la poltica) pero tambin abri otra (la de una sociedad fragmentada y fuertemente

    marcada por la penetracin neoliberal-global). Quiere decir que el periodo posterior reconoce

    rupturas y continuidades con respecto a los aos de la dictadura; lo nuevo y lo viejo se super-

    ponen.

    Qu inici en los aos setenta, qu es lo nuevo a partir de entonces? La actual reorganizacin

    de la hegemona planetaria, como hegemona global. La implantacin del nuevo modelo

    econmico neoliberal y la reduccin de las funciones econmicas y sociales del Estado para dar

    completa libertad de movimiento al mercado se iniciaron en la periferia. Primero fue Pinochet

    y luego Reagan, pero el modelo se haba ideado no en Santiago de Chile sino en Chicago. Uno

    de los rasgos sobresalientes de esta reorganizacin es el desplazamiento de la centralidad del

    Estado.

    Las guerras sucias fueron el recurso para impedir polticas alternativas que cerraran el paso al

    nuevo modelo de acumulacin, vital para la preservacin del sistema. Impusieron por la fuer-

    za, en las naciones latinoamericanas, lo que a partir de entonces han seguido imponiendo en el

    mundo entero. En este sentido, no en otros, Menem no fue algo nuevo sino la consumacin de

    la poltica de las Juntas.

    Hay que entender el desconcierto de los militares ante el hecho de ser juzgados despus dehaber triunfado militar y polticamente. Lo paradjico del asunto recuerda a aquella recomen-

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    dacin que haca Maquiavelo al Prncipe en el sentido de que, cuando alguno de sus subordi-

    nados cometiera actos crueles en su nombre, se deshiciera luego de l, usando un castigo

    ejemplar. De esa manera el beneficio resultara doble: haber logrado la ejecucin de la violen-

    cia y desentenderse de su responsabilidad. Aqu ha pasado algo similar. La mayora de las ac-

    tuales democracias promovidas por Estados Unidos navegan sobre aquella sangre desente n-

    dindose del costo.

    De la misma manera que se ha impuesto un modelo nico para las economas, diseado y mo-

    nitoreado por los organismos globales, se ha impuesto un modelo poltico basado en democra-

    cias abiertas, es decir dciles. Pero las democracias que se promueven y la m ayor parte de

    las que existen en Amrica Latina luego de la transicin alentada por los pases centrales no

    son ms que nuevas formas de oligarqua, en el sentido ms estricto del trmino; es decir,

    gobierno de los ricos para los ricos.

    Eduardo Saxe Fernndez define de la siguiente manera a lo que llama las nuevas repblicas

    oligrquicas latinoamericanas:

    En lo econmico las caracteriza por estar orientadas al mercado externo, beneficiar al capital

    corporativo transnacional, subordinarse a las agencias financieras internacionales y tener una

    redistribucin regresiva del ingreso que incrementa la polarizacin, de por s alarmante, del

    continente.

    En lo social, por incrementar todas las formas de exclusin, como efecto de la redistribucin

    regresiva y de la privatizacin de lo pblico, mediante corporaciones, realizando una verdadera

    expropiacin social en beneficio de los grandes capitalistas. La exclusin de la cultura y la edu-

    cacin facilita la manipulacin y la escasa participacin poltica. A su vez, incrementa la violen-

    cia social, como violencia estructural, que se conceptualiza como delincuencia.

    En lo poltico, el autodesmantelamiento del Estado, adems de una transferencia de recursos

    efecta una desaparicin de lo pblico. Los administradores del aparato estatal se convierten

    en garantes de los negocios y hacen sus propios negocios. El trfico de influencias y la corrup-

    cin dejan de ser una disfuncin para convertirse en variables estructurales. Las elecciones se

    convierten en procesos mediticos, que presentan opciones restringidas a quienes acceden a

    l -siempre ricos- para legitimar relativamente a los gobernantes.

    Aunque hay intentos importantes por separarse de este modelo, y creo que el gobierno delPresidente Kirchner es uno de ellos, estas democracias oligrquicas son las que se promueven

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    y felicitan y son las que prob Argentina despus de la dictadura militar. Corporativas y privati-

    zadoras son contrarias al principio ciudadano que, supuestamente, organizara estos nuevos

    tiempos. Se contraponen con lo pblico y no son estadocntricas, en la medida en que el Esta-

    do deja de constituir un principio de universalidad para convertirse en instrumento de la oli-

    garqua gobernante y sus negocios. Si hay una palabra que las define, esa palabra es mercado.

    Pese a todo ello, se podra decir que representan una ganancia: no hay violencia. En efecto, las

    sociedades latinoamericanas parecen hoy relativamente pacificadas. Sin embargo, valdra la

    pena hacer algunas precisiones: 1) La pacificacin poltica de las actuales democracias se

    asienta en la violencia sin precedentes de las dictaduras. 2) La aplicacin del modelo neoliberal

    implica una violencia sorda que se expresa como exclusin social. 3) Una de las formas ms

    violentas de la exclusin, en nuestras sociedades, es la construccin de la delincuencia como

    alternativa de vida para los marginados, que obliga a cada vez mayor nmero de personas a

    subsistir en la ms completa inseguridad y sometida a la violencia brutal de corporaciones

    pblicas y privadas. 4) El ataque a la delincuencia mediante el incremento de las penas, genera

    un crecimiento aceleradsimo de la poblacin carcelaria, en su mayora perteneciente a los

    sectores socialmente marginados, lo que hace que el nmero de personas sometidas a encie-

    rro en las sociedades democrticas se multiplique de manera veloz y constante.

    El actual orden global ha declarado dos enemigos: el delincuente y el terrorista, que por otro

    lado se suelen asimilar uno al otro. Sobre ellos el Estado deja caer toda su violencia abierta, no

    potencial, no simblica sino estrictamente fsica y destructora. Baste revisar los nuevos siste-mas penitenciarios, en particular las prisiones de alta seguridad, para comprender que se trata

    de maquinarias de destruccin y depsito de sujetos desechados socialmente. Este tipo de

    crceles se multiplican rpidamente en toda Amrica Latina.

    El tratamiento de los terroristas es an ms atroz. El campo de concentracin de Guantnamo

    no tiene nada que envidiar a cualquiera de las instituciones de concentracin-exterminio del

    siglo XX y est all para recordarnos que, en plena democracia, no se abandonan esas prct i-

    cas. Si el delincuente entra en un mundo regido no por la ley, sino por las corporaciones ilega-

    les, el terrorista entra en un mundo fuera del mundo, del derecho y hasta de cualquier exis-

    tencia. Ni siquiera se sabe quines estn internados en Guatnamo ni en qu otros lugares

    funcionan instituciones semejantes, aunque sabemos que existen.

    Pero tal vez uno de los signos ms alarmantes de nuestro tiempo es que, dadas estas condicio-

    nes, naturalmente aceptadas por la mayor parte de los pases del orbe, se insista ahora en

    caracterizar como terrorista cualquier forma de oposicin violenta a un Estado que es, el mis-

    mo, tan extraordinariamente violento. De manera que Al Qaeda, los grupos nacionalistas pa-

    lestinos, la guerrilla colombiana e incluso algunos grupos altermundistas, se definen como

    terroristas (es decir fuera de todo derecho), sin diferenciacin alguna. Incluso los medios de

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    comunicacin, con su habitual ligereza en la caracterizacin de los fenmenos, no vacilan en

    calificar de terrorista cualquier accin violenta de las organizaciones sociales, como el corte de

    vas de acceso o el sabotaje. Es sorprendente tambin la facilidad con que sectores de la socie-

    dad civil delincuencializan la protesta social.

    En un discurso fcil, se afirma que en el mundo actual se ha pasado del modelo del revolucio-

    nario violento y alucinado al del ciudadano pacfico que dialoga. Se desecha de un plumazo la

    violencia de la poltica como inadecuada. Pero resulta que la violencia est all, en la poltica

    estatal, ms clara y ntida que nunca, como guerra a nivel internacional, como represin a nivel

    de las naciones. En consecuencia, parecera ser que la asimilacin de toda violencia social con

    la delincuencia y de toda violencia resistente con el terrorismo no es ms que una forma de

    desechar e invalidar aquellas formas de violencia que no provienen del Estado, garantizando y

    legitimando las que emanan de l, como puro orden y aplicacin del derecho vigente.

    Tal vez esta condena radical a cualquier forma de violencia resistente, la casi prohibicin de

    hablar de ella, sea parte de una memoria, que se dispara a partir de las marcas terribles que

    dej en nuestra sociedad, una memoria del poder, de su impunidad, del miedo, que reaparece

    en la prohibicin absoluta de cualquier prctica que cuestione el derecho monoplico del Es-

    tado a ejercerla.

    No pretendo, de ninguna manera, hacer un llamado a las prcticas violentas. Todo lo contrario,

    y menos an en el caso especifico de Argentina, que ensaya hoy nuevas alternativas polticas.

    La experiencia que he tratado de analizar y criticar de la lucha armada en Argentina muestra

    los terribles costos que esa opcin tuvo, y que se nos hacen an ms presentes frente a los

    restos de nuestros muertos.

    Sin embargo, eso no puede llevarnos a desconocer el componente violento de la poltica global

    y de las resistencia que se le oponen, nos guste o no. Tal vez lo que la experiencia pueda ense-

    arnos es que cualquier violencia resistente debe tener como objetivo desacelerar y, si es po-sible, detener la violencia en lugar de potenciarla; se dice fcil, como principio, pero no parece

    ser tan fcil de manejar. Sin embargo, los nuevos movimientos altermundistas y, entre ellos el

    zapatismo, intentan explorar este camino como una posibilidad verdaderamente incierta.

    Tambin intentan renovar la poltica con la mirada puesta ms all o ms ac del Estado, pero

    no en l. Y parte de esta renovacin comprende el restablecimiento de los vnculos entre tica

    y poltica que la modernidad erosion, y que nos recuerdan otras formas de poder, de no po-

    der y de no querer poder. Conjugar el forzaje, el discurso, el dilogo, el jue go y la comunica-

    cin en una apuesta fuerte, que reivindique la accin poltica en el sentido de lo comn, y que

    no se mire en el espejo del Estado podra ser parte de la apertura a lo completamente nuevo

    haciendo memoria desde las marcas del pasado.

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