andrés bello, juan maría gutiérrez y las culturas originarias del continente

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Casa Nacional de la Letras Andrés Bello Andrés Bello, Juan María Gutiérrez y las culturas originarias del continente Concurso Nacional de Ensayo Andrés Bello Nuestro Ganadora 2013

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Casa Nacional de la Letras Andrés Bello

En esta oportunidad, la brillante ensayista Mirla Alcibíades, sorpren-de a los lectores con un tema poco conocido, tanto para los estudiosos de la historia de Andrés Bello, como para el público en general.Trata este libro de la relación de Bello con los calendarios y con las más antiguas manifestaciones culturales americanas. Entre otros tópi-cos, nos ilustra sobre su relación intelectual con el pensador argentino Juan María Gutiérrez.Abre una nueva ventana al pensamiento decimonónico, la autora con la exactitud y pulcra prosa a que nos tiene acostumbrados, hace de esta obra un texto necesario para todo aquel que se considere interesa-do en la trayectoria de Bello, ofreciendo además importantísimas referencias para los investigadores que encaminen su inquietud hacia la ruta de los antecedentes culturales hispanoamericanos.

Andrés Bello

Ximena Hurtado Yarza

Maturín, estado Monagas, 1953. Investiga-dora de Centro de Estudios Latinoamerica-nos Rómulo Gallegos (Celarg). Por su trabajo de investigación ha recibido el premio único por la Academia Venezolana de la Lengua, en la ocasión centenaria de la revista El Cojo Ilustrado (1993); el Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas (Celarg 2002) y el Premio Especial en el IV Premio Nacional del Libro de Venezuela (mención Literatura escrita por Mujeres, 2006). Entre sus publicaciones se cuentan: La heroica aventura de construir una república (2004); Periodismo y litera-tura en Concepción Acevedo de Tailhardat (2007); Carlos Brant (2010); Venezuela en José Martí (2010); Andrés Bello en Cara-cas (2011); y Mujeres e Independencia. Venezuela 1810-1821 (2013).

Andrés Bello,Juan María Gutiérrez

y las culturas originarias del continente

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Concurso Nacional de EnsayoAndrés Bello NuestroGanadora 2013

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ConCurso naCional de ensayo andrés Bello nuestro

GANADORA 2013

Andrés Bello, Juan María Gutiérrez

y las culturas originarias del continente

MIRLA ALCIBÍADES

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Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés BelloMercedes a Luneta, Apartado Postal 134 Caracas, 1010, Venezuela Telef: 58-212-5627300 Fax: 58-212-6527211www.casabello.gob.ve

PresidenteWilliam Osuna

Director EjecutivoDaniel Molina

Andrés Bello, Juan María Gutiérrez y las culturas originarias del continente©Mirla AlcibíadesCaracas - Venezuela 2014

Colección Andrés Bello

PortadaÁnghela Mendoza

Diagramación Dianora Pérez

Corrección Ximena Hurtado Yarza

Coordinadora Editorial Ánghela Mendoza

Depósito legal: lf60520148003066ISBN: 980-980-214-331-3

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y las culturas originarias del continente

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III CONCURSO NACIONAL DE ENSAYO ANDRÉS BELLO NUESTRO

veredicto

Nosotros, Nelson Guzmán, Eduardo Cobos y Gustavo Fernán-dez Colón, designados por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, como jurado del III Concurso Nacional de Ensayo An-drés Bello Nuestro, después de leer y evaluar los manuscritos enviados por los participantes, hemos decidido premiar el trabajo titulado Andrés Bello, Juan María Gutiérrez y las culturas ori-ginarias del continente, firmado bajo el seudónimo Kalendario.

Se trata de un ensayo que aborda tópicos poco estudiados por la tradición bellista, sobre todo en lo concerniente al Andrés Bello his-toriador de los calendarios y a su interés por la cultura de los pueblos indígenas americanos. En este sentido, el texto mencionado revela hitos significativos dentro de la trayectoria intelectual de Bello, que merecen ser conocidos y profundizados por los expertos y el pú-blico en general, dada su importancia para una mejor comprensión de la evolución histórica del pensamiento latinoamericano del siglo XIX. Este texto es poseedor de un claro estilo literario donde se evi-dencia el cuido de la expresión escrita y los elementos constitutivos del discurso ensayístico, articulados con base en una investigación acuciosa de las fuentes y la formulación adecuada del aparato crítico que sustenta la argumentación. Luego de abierta la plica se identificó a Mirla Alcibíades, C.I. 2.642.952, como la autora de este ensayo.

Este veredicto se emite de manera unánime, en Caracas a los once días del mes de febrero de 2014.

Nelson Guzmán Eduardo Cobos Gustavo Fernández Colón

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Se ha decidido mantener la ortografía y puntuación de los originales.En los textos citados, quedan corregidas las obvias erratas

de impresión.Las citas tomadas de las Obras completas de Andrés Bello se in-

dican señalando año, número de volumen y, a continuación, la página correspondiente.

Las letras ilegibles por rotura o deterioro del papel, se reconstru-yen o se indican con suspensivos, en ambos casos la intervención al original se encierra en corchetes.

En los documentos provenientes de base digital (en PDF) se indi-ca la paginación por el número señalado por la guía electrónica. En esas oportunidades señalamos el número de folio(s) entre corchetes.

También se usa el mismo signo para los libros sin foliación.

Criterio de edición

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Índice

Presentación 13

Calendarios, Kalendarios, Almanaques, Almanak, Guías de Forasteros 17

Propuesta de Calendario caraqueño 33

Afanes de historiador 41

Una historia de Venezuela 47

Polémica historiográfica: José Domingo Díaz-Andrés Bello 53

Viaje a Londres 65

Una polémica literaria: Bello-Bolívar 73

Andrés Bello y Juan María Gutiérrez 83

Epílogo 97

Bibliohemerografía 101

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En la edición de Gazeta de Caracas correspondiente al 27 de octubre de 1809, se leía un texto que destacaba por la notable

extensión que presentaba. Tomaba toda la primera página de ese número del semanario oficial y casi toda la columna izquierda de la siguiente. Se titulaba el escrito “Prospecto para una Guía universal de forasteros”.

El hecho que destaco es significativo porque, habitualmente (o, cuando menos, fue así en los años siguientes) los escritos conocidos como “Prospecto” consistían en una página promocional que, por regla general, se tiraban en hoja suelta de un octavo1, impresa por una sola cara. De esa hoja (o folio) se valían, como cabe imaginar, para publicitar el nuevo impreso que estaba por salir.

1 La medida de la Gazeta la he tomado de la ficha técnica que describe las señas tipográficas de este semanario en la sala hemerográfica de Biblioteca Nacional, en Caracas. Aprovecho la oportunidad para agradecer al señor Víctor Rosales, en el Taller de Imprenta de la Biblioteca Nacional de Venezuela, por estas precisiones propias del arte de impresión.

Presentación

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Cuando había periódicos o revistas ya establecidos, ese “Pros-pecto” también se publicaba en uno de esos medios, generalmen-te en el que tenía mayor número de lectores2. Siendo Gazeta de Caracas el único papel de entrega periódica de Caracas, resulta natural que la persona interesada en anunciar un libro diera la luz del “Prospecto” en ese semanario. Lo inusual de la resolución pu-blicitaria que menciono era lo extenso de su contenido: más de una cuartilla en octavo. La medida en octavo significa que tendría dimensiones de 24 x 33 cm. Como Gazeta de Caracas medía (o mide) 40 x 30 cm. (alto y ancho), si ese aviso se hubiera impreso en una hoja de un octavo, habría resultado un material mayor de dos páginas, y no de una como era lo habitual.

Pero, más allá de ese rasgo referido a la extensión de los ren-glones publicitarios que apunto, este “Prospecto” tiene enorme significación para la historia de la imprenta en Venezuela. Ese valor está dado por cuanto se trata, sin duda, del aviso de lo que pretendía ser el primer libro escrito y publicado en el país.

En el segundo párrafo de esa presentación se aseguraba que el material contaba con “los auspicios de las autoridades existentes” y, más aún, que su aparición ambicionaba “llenar en esta parte los deseos del Público”. Con esas dos afirmaciones está diciendo que tenía garantizado el apoyo de los representantes coloniales –según lo imponía la ley– y, a su vez (hecho más significativo), que el público lector tenía apetencias de contar con un libro de esas características. A través de esas palabras podemos inferir que no fue idea de las autoridades coloniales su preparación pues, de haber sido así, se habría expresado el hecho. Más bien, podemos dar por sentado que la iniciativa surgió de su autor y que, planteada la idea a los voceros de la Corona española, pudo

2 Cuando hubo prensa privada, los periódicos y revistas solían publicitarse de esa manera. Tal proceder en la promoción de un impreso se mantuvo hasta el último tercio del siglo XIX.

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contar con “los auspicios de las autoridades existentes”. Al tomar en cuenta estas señales sobre la novedad del producto, podemos entender lo extenso del aviso descrito. El interesado quería explicar lo más puntualmente que fuera posible el contenido del libro prometido; estaba dispuesto a sumar voluntades para garantizar total éxito en la suscripción.

¿Y cuál era el libro que se ofrecía? Lo precisaba el autor al quedar resuelto en letras mayúsculas –pasados los dos párrafos introductorios– el título completo de la nueva oferta lectora. Se trataría de un Calendario manual, y guía universal de forasteros en Venezuela. Tal era la promesa editorial contraída.

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En realidad la idea no era original. En la América Hispana, una abundante serie de escritos con particularidades similares

se habían visto, cuando menos, desde la segunda mitad del siglo XVIII. En aporte reciente, Malcolm Deas ha hecho el siguiente apuntamiento:

este género de libro apareció con más frecuencia en las Américas hacia fines del siglo XVIII: una breve búsqueda en el catálogo del British Library revela ejemplos en México (1761, 1784, 1785, 1787); Guatemala (1793); Lima (1793, 1801, 1812); Buenos Aires (1792, 1793, 1803); Caracas (1810) [p. II].

Como quedó documentado, el Calendario venezolano se cuen-ta entre los títulos que conserva la British Library. Pero no quere-mos abundar todavía en noticias centradas en este último título; por el contrario, creemos oportuno ahondar en lo que significó esa serie de registros en Hispanoamérica. Como punto de partida,

Calendarios, Kalendarios, Almanaques, Almanak,

Guías de Forasteros

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se debe indicar que en Venezuela (lugar desde donde escribo) no contamos con los ingresos a disposición en la Biblioteca Británica. Por ejemplo, las ediciones mexicanas que enumera Deas no son lo-calizables en nuestro país; por contraste, sí está a la mano disponer de las versiones de 1790, 1792 y 1800, gracias a las bondades que ofrece el tránsito digital. Ese mismo canal electrónico nos ha permi-tido conocer la muestra colombiana de 1794. Las ediciones limeñas que trae a colación M. Deas (de 1793, 1801, 1812) no han estado a nuestro alcance, pero hemos logrado consultar las de 1799, 1803, 1805 y 1807 (las tres primeros en el Instituto Riva Agüero de la capital peruana3).

Tampoco se pudieron frecuentar directamente las de Guate-mala, La Habana y Buenos Aires pero, en su defecto, se contó con la valiosa información al respecto que brinda José Toribio Medina en sus inestimables volúmenes sobre bibliohemerografía hispanoamericana. Con esas muestras que han estado a nuestro alcance, estamos en capacidad de ofrecer algunos datos sobre las particularidades de este tipo de discursos. Después de lo dicho, es oportuno adelantar que, por haber sido poco (o nada) estudiados, será necesario que me extienda un poco más de lo que tomará el desarrollo de las demás partes de este ensayo. La idea es perfilar las particularidades de la serie, en la idea de acotar cuál fue la novedad que introdujo el Calendario caraqueño.

Visto de esa manera, es oportuno iniciar nuestro recuento con el Kalendario del año del Señor de 1780, en el Nuevo Reino de Granada. Recordado por Armando Martínez Gandica y Daniel Gutiérrez Ardila al referir que el “Kalendario del año del Señor de 1780 circuló ampliamente en el Nuevo Reino en formato de

3 También se encuentran en formato digital, se ofrecen dirección en la Bibliohemerografía.

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medio pliego” [p. 5]4, no ha estado a nuestro alcance el recorrido de sus páginas. Por contraste, sí hemos podido recorrer otro título cercano en el tiempo –esta vez de factura mexicana–. Aludo al Calendario manual y Guía de forasteros en México, para el año de 1792, por don Felipe de Zúñiga y Ontiveros.

Esa misma década podemos sumar la Guía de forasteros del Nuevo reyno de Granada segun el estado actual de 1793 y el Estado general de todo el Virreynato de Santafe de Bogotá, en 1794, ambas de D. Joaquín Durán y Díaz. Por esos años de fi-nales del siglo XVIII se vio el Almanaque peruano y Guia de forasteros para el año de 1799, del D. Gabriel Moreno. En el extremo norte, José Toribio Medina consigna el Kalendario y guia de forasteros de Guatemala y sus provincias para el año de 1792, por D. Ignacio Beteta. Y acota en la rigurosa y amplia nota donde contribuye con varios datos de interés: “Que en Gua-temala se publicaran Almanaques antes de 1792 es indudable, como asimismo que los editaban en las diversas imprentas que había en la ciudad” (1964, T. II: 254). Pero no menciona más noticias sobre esos almanaques previos a la fecha indicada, mas sí consignó registro de otros Kalendarios firmados por Beteta en 1794 y 1797.

Salidos en la década anterior, el mismo investigador chileno da cuenta en el Río de la Plata de: Almanaque y Kalendario general diario de cuartos de luna, segun el meridiano de Buenos Aires-Año de 17815 (T. X: 8); ese mismo año hay registro de Guia de forasteros para este Vireinato (Buenos Aires en la real

4 Mientras que M. Deas (con apoyo en A. Garzón Marthá) marca el inicio de la serie con la Guía de forasteros de 1793, de Joaquín Durán y Díaz, con lo que anula el Kalendario de 1780.

5 En Buenos Aires: en la Real Imprenta de los Niños Expósitos.

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imprenta de Niños Expósitos) de la que sólo se conserva la carátula (J.T. Medina, idem.). Para los siguientes doce meses se destinó el Almanak y Kalendario general diario de quartos de Luna, segun el Meridiano de Buenos-Ayres (En Buenos Ayres: En la Real Imprenta de los Niños Expósitos) y la Guia de forasteros de la Ciudad y Virreynato de Buenos-Ayres: para el Año de 17826 (J.T. Medina, 1965, T. X: 21). Según la misma fuente, estos Almanak y kalendario se repitieron en 1783, 1788, 1789, 1792, 1793, 1794, 1795, 1796, 1797, 1798. Hubo Guía de forasteros en 1792, 1793, 1794, 1795, 1797. En 1800 se produjo, finalmente, precisión autorial cuando salió el Almanak y Kalendario general diario de quartos de Luna, segun el meridiano de Buenos-Aires por Juan Alsina7. El siguiente año dio a conocer nuevamente su propuesta de almanaque8. Pero los de 1805, 1806, 1808 y 1810 volvían a silenciar todo signo de responsabilidad.

Tal parece que en Buenos Aires las guías de forasteros siempre marcharon separadas del calendario o kalendario. Igualmente, sus autores no alcanzaron reconocimiento como generadores de este tipo de discursos pues, en todo momento, aquellos responsables de elaborarlas fueron silenciados. La última que menciona J.T. Medina es la Guia de forasteros del Vireynato de Buenos-Ayres para el año de 1803.9 Siempre en los inicios del siglo XIX, los guatemaltecos contaron con los Kalendarios de 1803, 1804, 1805 (en J.T. Medina, 1964, T. II: 419, 433, 448, respectivamente), todos de Beteta.

6 En la Real Imprenta de Niños Expósitos.

7 Para el año de 1800. Compuesto por don Juan Alsina Agrimensor general de este Vireynato y 2º Director de la Academia de Náutica establecida por el Real Consulado de esta capital. Con el superior permiso. En Buenos Aires: En la Real Imprenta de Niños Expósitos.

8 Más adelante me referiré a esa edición y sus relaciones con la ciencia de la salud.

9 Dispuesta con permiso del Superior Gobierno, por el Señor Visitador General de Real Hacienda de estas Provincias Don Diego de la Vega. En la Real Imprenta de los Niños Expósitos.

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Consciente de que esta particular serie no ha sido estudiada en su conjunto y, a su vez, tomando en cuenta que no ha estado al alcance la consulta de todas (o, cuando menos, la mayoría) de sus manifestaciones, me atreveré a ofrecer algunas valoraciones generales. El propósito no es otro más que cumplir con un objetivo fundamental: el Calendario venezolano.

Aunque la denominación variaba pues, como hemos visto, había Calendarios, Almanaques, Kalendarios, Guías, Estados, Almanak, etc. los rasgos caracterizadores eran prácticamente los mismos. La mayoría de los textos que componen esa serie (con excepción de los ejemplos argentinos, según quedó consignado10) estaban estructurados en dos partes (o cuando menos, así se pre-sentan los que he podido revisar): una de ellas era el Calendario o Almanaque propiamente dicho y, la otra, la conformaba la “Guía de forasteros”. Al precisar las características del Kalendario del año del Señor de 1780 ya mencionado, Armando Martínez Garni-ca y Daniel Gutiérrez Ardila establecen qué contenidos alimentan esas páginas. En tal sentido destacan estos rasgos distintivos:

información sobre los santos patrones de cada día, las fiestas movibles, témporas y de precepto que debían guardarse. Cada día de la semana se marcaba con su número y santo patrono, así como con un símbolo que señalaba los días de fiesta ente-ra, los que podían ser trabajados con condición de oír misa an-tes o después de las labores, los feriados, así como los días en que se sacaban almas del Purgatorio o en que se podían ganar indulgencias plenarias si se visitaban cinco iglesias o altares, teniendo a la mano la bula de la Santa Cruzada. También se marcaban con cuatro signos los días en que empezaba una nueva fase de la luna (llena, menguante, nueva y creciente), una información muy pertinente para todos los campesinos que debían programar siembras, talas y cosechas [p. 5].

10 Donde las guías se imprimían separadas del almanaque.

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En la medida que avanzaban los años, esos almanaques o ca-lendarios se iban enriqueciendo con otros datos. Fueron habituales, entonces, las observaciones meteorológicas (estaciones climáticas, terremotos y eclipses, sobre todo); el recuento de epidemias y enfer-medades. También contaban como información necesaria, fechas memorables de la Humanidad, natalicios de los reyes y otros miem-bros de la corte española, y lista de virreyes o gobernadores de la en-tidad administrativa donde se publicaba el calendario o almanaque.

La otra parte, (la Guía) trataba del orden colonial (las distintas ins-tancias de poder en el virreinato o capitanía que recibía esas noticias). Los dos autores colombianos previamente citados (Martínez Garnica y Gutiérrez Ardila) observan que Joaquín Durán y Díaz y Antonio José García de la Guardia admitieron la necesidad de “completar esos almanaques con una guía de forasteros” (p. 14)11. Ambos:

Querían ofrecer a quienes llegaban a la sede de la Real Corte Virreinal información sobre todos los funcionarios civiles y eclesiásticos, sobre los abogados y procuradores de oficio que podían representarlos ante los de la Real Audiencia o ante la Curia Arquidiocesana, y también sobre el estado administra-tivo y militar del Reino [p. 14].

Hemos visto expresados cabalmente, pues, los contenidos de la Guía. Exploremos, a continuación, otros aspectos que merecen aten-ción en esta serie cultivada a lo largo de tantos años en el continente.

En algunas ocasiones (por ejemplo, en el Calendario caraque-ño) se ofrecía el almanaque desde la primera página impresa (pp. 3-8). Sin embargo, la mayoría abría con una información sobre fechas de significación. Esas fechas parecían responder a criterio

11 Como se recordará, Durán y Díaz era el autor del Estado general de todo el Virreynato de Santa Fe de Bogota. En el presente año de 1794; García de la Guardia, del Kalendario manual y Guía de forasteros en Santfé (sic) de Bogotá capital del Nuevo Reino de Granada, para el año de 1806.

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del redactor. Por ejemplo, el Almanaque peruano que presentó Ga-briel Moreno (Lima, 1799) resolvía esa parte de esta manera:

Cronologia del mundoEste Año es del nacimiento de Nro. Señor Jesu Christo el 1799. De la Creacion del Mundo 6998. Del Diluvio Universal 4756. De la Fundacion de España 4043. Del Descubrimiento de la América 308. De la Fundacion de Lima 264. Del Gran Terremoto, é inundacion del Callao 53. Del Pontificado de N.M.S.P. Pio VI. el 25. Del Reynado de Nro. Católico Mo-narca don CARLO iV, el 11. Del Gobierno del Exmo. Sr. D. Ambrosio O Higgins, Marques de Osorno, el 3. Del Exmo. é Ilmo. Sr. D. D. Juan Domingo Gonzalez de la Reguera, el 18 [p. 6].

El Calendario caraqueño, por su lado, también dio privilegio a fechas de significación pero, en su caso, optó por una jerarquía cronológica donde se concede relevancia a referencias bíblicas fundamentales, a la historia americana después de 1492, a la coro-na española y a instituciones coloniales en la Capitanía (donde el año de la expedición de la vacuna no es olvidado). Además, ubicó esos datos después del calendario. Su recuento es más prolijo que el peruano, como se apreciará de seguidas (pp. 9-10):

EPOCAS MEMORABLESEn este presente año se cuentan de la creacion del M. ...........................................................5818Del Diluvio Universal .........................................................4162De la Alianza de Abraham ................................................3823De la Libertad del Pueblo de Israel ..................................3365De la Fundacion de Roma ..................................................2563Del Nacimiento de Nuestro Redentor ..............................1815De la Era Cristiana ó vulgar ...............................................1810

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De la Fundacion del Imperio de Oriente ........................1492De la Era de Occidente .......................................................1010De la Egira ó Era de los Arabes ........................................1188De la Restauracion de España ...........................................1096Del Descubrimiento de la América ....................................318Del de esta Provincia ............................................................312De la Fundacion de la Ciudad de Cumaná .......................287De la de Coro .........................................................................283De la de Caracas ....................................................................244De la Ereccion de su Silla Episcopal en Coro ..................277De la Celebracion de su prim. Sinodo Diocesano ............201De su Traslacion á Caracas ..................................................174De la Fundacion de la R. y P. Universidad ..........................89De la Extincion de la Compañia Guipuzcoana ..................32Del Establecimiento de la R. Audiencia ..............................24Del de la Intendencia ...............................................................34De la Llegada de la Vacuna ......................................................7De la Exaltacion de esta Sant. Igles. Cated. á Metropilt. .....................................................................6Del Glorioso y memorable Reynado del Señor Don Fernando Séptimo ......................................................................3De la Instalacion de la Suprema Junta Central ....................2De la Representacion de esta Provincia en ella ....................1Del Gobierno del Señor Don Vicente de Emparan ..............1

De esa manera procedían los autores de esa serie que podríamos definir ‘didáctica’. Como se comprobó, no había un lugar determi-nado para proporcionar esas noticias “memorables” o “cronología del mundo”, podían ir antes o después del Calendario. Había posibi-lidad de silenciar alguna información que, el lector actual, pudiera sospechar de imprescindible. En esta situación destaco el Calenda-rio manual y Guía de forasteros en México, para el año de 1792,

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de Felipe de Zúñiga y Ontiveros, donde no se proporcionan noticias sobre la familia imperial, vale decir, no se dan las fechas de naci-miento de los miembros de la corte, mas sí privilegia a las autorida-des del virreinato por cuanto inicia el libro con la “Cronologia de los exmos. señores virreyes que han gobernado esta N.E.” (pp. 1-9) y, acto seguido, continúa con la cronología de los arzobispos habidos en la ciudad de México (pp. 9-12). También procedió de esa manera el Kalendario bogotano de Antonio Joseph Garcia de la Guardia (1806), volumen que abre con la lista de virreyes de la entidad (pp. 5-7) y sigue el equivalente de los nombramientos para arzobispos en la iglesia metropolitana, desde 1573 hasta 1805 (pp. 8-10)12.

Esa noticia, en cambio, no la olvida Gabriel Moreno en su Almanaque peruano de 1799, cuando asienta:

DIAS DE LOS NACIMIENTOS DE LOS REYES NUESTROS SEÑORES Y SU REAL FAMILIA [14-15]El Dr. D. Carlos IV. (que Dios guarde) REY Católico de las Españas y Emperador XXV del Perú, nació en Napoles á 12 de Noviembre de 1748. Empezó a Reynar en 14 de Diciembre de 1788. Fué proclamado Rey de Madrid á 17 de Enero de 1789, y en esta ciudad de Lima á 10 de Octubre del mismo año.Luisa Reyna Católica de España, nació en Parma en 9 de Diciembre de 1751. Fernando Príncipe de Asturias nació en 14 de Octubre de 1784.Carlos Maria Isidro, segundo hijo del Rey, nació en 29 de Marzo de 1788.

12 Agradezco a la colega Laura Márquez, supervisora del centro de informa-ción, documentación y archivo, de la Casa de Estudios de la Historia Lorenzo A. Mendoza, por la ubicación de este volumen de A.J. García de la Guardia.

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Francisco de Paula, tercer hijo del Rey, nació en 10 de Marzo de 1794.Carlota Joaquina, Infanta de España. Hija del Rey, Princesa del Brasil, nació en 25 de Abril de 1775.Maria Amalia, Infanta de España, segunda hija del Rey. Esposa del Infante D. Antonio, nació en 10 de Enero de 1779.Maria Luisa, Infanta de España, Princesa de Parma, tercera hija del Rey nació en 6 de Julio de 1782.Maria Isabel, Infanta de España, quarta hija del Rey, nació en 6 de Julio de 1789.Pedro Carlos Antonio Infante de España, Sobrino del Rey, nació en 18 de Junio de 1789.Antonio Pasqual, Infante de España, hermano del Rey, nació en Nápoles en 31 de Diciembre de 1755.Maria Josefa, Infanta de España, hermana del Rey, nació en Nápoles en 16 de Julio de 1744.

Quedó precisado: era característica en común de esos almana-ques o calendarios la obligación que había de hacer el recorrido anual, día por día, mes a mes, para señalar fase lunar, datos astroló-gicos y santorales. Mostremos, pues, qué se destacó en el Calenda-rio destinado a los habitantes de la capitanía general de Venezuela los primeros días de enero de 1810.

ENERO 31 dias, la Luna 301. Lun. La Circunc. del S.2. Mar. san Isidoro Ob.3. Mier. san Antero.4. Juev. san Aquilino.5. Viern. san Telesforo.Luna nueva á las 11 h.17 m de la n. Capric.6. Sab. La Epifania del S.7. Dom. san Luciano M.

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8. Lun. san Julian M.9. Mart. san Gonzalo.10. Mier. san Evaristo.11. Juev. san Higinio.12. Vier. san Benito.

Y, de esa manera, a lo largo del año13. Excuso la tentación de copiar otras muestras de este proceder informativo, porque importa dar lugar a otra precisión relativa a estos calendarios o almanaques14.

Hemos visto en la caracterización de estos materiales que nos proporcionaron Armando Martínez Garnica y Daniel Gutiérrez Ardila el privilegio concedido al trabajo (siembras, cosechas, etc.). Es cierto, los calendarios servían para ese propósito. Pero estaba

13 Voy a desviarme rápidamente del argumento central que me orienta, porque quiero ofrecer un comentario que está dirigido, básicamente, a los jóvenes que pudieren leer esta secuencia de ideas. Cuando una persona nacía, los padres no se preocupaban mayormente por el nombre que le destinarían, pues bastaba con la consulta del almanaque para resolver el punto. De ahí la importancia del santo que representaba cada día del año. Después de ver los que rigen los primeros días de enero, estamos persuadidos de que si un niño nacía el cinco de enero quedaba destinado a llamarse Telésforo. Si era niña, quedaba la opción de Telésfora, pero como no había santa en esa fecha, podían nombrarla en forma más libre. Es verdad que, algunas veces, los padres no seguían el santoral al pie de la letra, pero siempre se cuidaron de escoger onomásticos propios del santoral cristiano.

14 Durante casi todo el siglo XIX se conmemoró el nacimiento de Bolívar el 28 de octubre. Por ser ese día destinado a san Simón, muchos pensaban que el Libertador había nacido en esa fecha. En realidad, era difícil ponerle el nombre del santo regente el 24 de julio, porque es una santa: Catalina. Muchos almanaques (entre ellos el caraqueño de 1810) silenciaban el otro santo que se privilegia ese día. Se trata de Francisco Solano. Quizás incide en esa ausencia el que fue canonizado a finales del siglo XVIII, por lo que su nombre era poco conocido. Como información complementaria, importa señalar que este santo es de origen peruano.

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también la parte de esos almanaques que tenían que ver con la salud privada y pública. Efectivamente, ellos no se limitaban a dar el nombre del santo, los días de descanso y los laborables, y las fases lunares; también se cuidaban de consignar los datos astrológicos. La noticia podría sorprender al lector actual, sobre todo porque el más desprevenido llegaría a creer que nuestros antepasados se preocupaban (como en el presente) de ver planetas regentes y ascendentes de los astros.

En realidad las razones eran mucho más pragmáticas y, sobre todo, altamente valoradas por los pobladores de aquel entonces. Entre los autores de esos impresos, Gabriel Moreno, en el Perú, se preocupó por dar argumentos referidos a la relación de los astros y la salud individual y colectiva. En el que elaboró este letrado para el año de 1803, comenzó las noticias propias del arte de la curación a prodigar elogios a la genialidad de Hipócrates:

despues de persuadir al que quiera poseer enteramente la Me-dicina que debe observar la naturaleza del clima, la constitu-cion del año y sus estaciones, la mutacion propia y accidental de estas, la fuerza y efectos de sus variaciones; le asegura que siguiendo ese plan podía predecir la condicion de [...] futuro, las enfermedades que correrâ[...] en él, y prevenir su curacion [p. 7].

Amparado en ese argumento, describía en sus calendarios cada una de las estaciones: “Estio”, “Otoño”, “Invierno” y “Primavera” y, desde luego, eclipses, terremotos y lluvias. El análisis de los ciclos atmosféricos le permitía examinar su incidencia en las enfermedades

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y, sobre todo, la manera de evitarlas. En el Almanaque de 1807 re-flexionó sobre la aplicación y bondades de la vacuna [pp. 21-27]15.

En el volumen de similares características que firmó en 1803, conciliaba ambas funciones (laboral y sanitaria), las que serían cumplidas por el calendario que preparaba: “tendrán en él los Agricultores –aseguraba– las condiciones que puedan dirigir sus labores, y los Médicos las que conduzcan á la sanidad de sus enfermos” [p. 11].

En la página 136 del Almanak y Kalendario general de Juan de Alsina, en el Buenos Aires de 1801, se precisaba la relación entre los astros y la aplicación de curas. A tal efecto, el autor elaboró una tabla que “denota en qué signo sea buena ó mala la sangría y purga, por la entrada de la luna en ellos” (en J.T. Medi-na, 1965, T. X: 136). La relación que estableció entre los astros, la zona del cuerpo que influyen y la sanación era inequívoca:

TABLA DE PURGAS Y SANGRÍAS PARA SABER CUANDO SON BUENAS Ó MALAS

signos denominaCión purga sangría

Aries La cabeza Mala Buena

Tauro El cuello Mala Mala

Geminis Los brazos Indiferente Mala

15 José Toribio Medina menciona (sin precisión de autor ni datos editoriales) un “Kalendario para el año del Sr. 1810 (Viñetita con un sol). Conforme al merid. de Guatemala. Entra dominando la Luna este año, y por su naturaleza el Invierno será templado: La Primavera frezca: El Estio moderado: y el otoño muy humedo. (Al pié de la primera columna:) Se hallarán en la Imprenta de Arevalo”. Interesa observar los datos referidos al clima; la idea era que los lectores tomaran las precauciones debidas.

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Cancer Los pechos Buena Indiferente

Leo El corazón Mala Mala

Virgo La barriga Mala Mala

Libra Las nalgas Indiferente Buena

Escorpión Los genit[ales] Buena Indiferente

Sagitario Los muslos Indiferente Buena

Capricornio Las rodillas Mala Mala

Acuario Las espinillas Indiferente Buena

Piscis Los piés Buena Indiferente

En la sucinta presentación de esta serie impresa, podemos des-tacar que había lugar a los desencuentros. Figuran piezas más bre-ves que otras. Estaban las que daban preeminencia a la información eclesiástica por encima del ordenamiento civil. Se cuentan las que se limitaban a organizar una lista de cargos y funcionarios, sin ma-yor análisis ni explicaciones. Vimos las que colocaban el énfasis en la materia médica. Estaban las que proporcionaban los sueldos de los funcionarios frente a los que omitían esas cifras. Había algunas (las menos) que manejaban discursos humorísticos, como el “Juicio general del año” que insertaba el Almanak y Kalendario de Buenos Aires en 1801 (en J.T., 1965, T. X: 135). Suman las que imprimían a dos columnas frente a las que privilegiaban el renglón corrido, etc.

Pero el hecho de que todas estuvieran escritas en castellano ha-bla de una apuesta lectora de base extendida, donde ya no era ne-cesario el latín para poner esa información al alcance de todos. En

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líneas generales, la oferta caraqueña no iba en contra de las particu-laridades propias del conjunto que hemos examinado: el almanaque o calendario, de un lado; la organización, administrativa, militar y eclesiástica de la Capitanía General (o sea, la Guía), del otro16.

16 En muchas de las nuevas repúblicas estos textos continuaron apareciendo hasta bien entrado el siglo. De hecho, los estudios sobre periodismo boliviano señalan como primer almanaque del país el que apareció en la década del treinta. Hablo del Calendario y Guia de forasteros de la República Boliviana para el año de 1833. Paz de Ayacucho: Imprenta del Colejio de Artes. Otros se vieron en 1836, 1837, 1838 y 1863.

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En las manifestaciones traídas al recuerdo desde México, Perú, Colombia, etc. se especificaba el responsable del impreso.

Pero había lugares donde esos registros surgían de forma anóni-ma. En Cuba, por ejemplo, se procedió dentro de ese criterio con el Almanaque y guia de forasteros de la Habana (1763), con la Guia de forasteros de la Habana17, con el Almanaque y guia de forasteros de la Habana para el año de 1793, con el Almanaque y Guia de forasteros de la ciudad de la Habana, para el año de 1807 (J.T. Medina, T. XIII: 21, 49, 93, 155). Antes, conocimos práctica similar en el virreinato de Buenos Aires. Igual proceder se vio en Caracas.

En efecto, al final del aviso publicitario que he recordado en la primera página de este escrito, se lee como única identificación de

17 Habana, Imprenta de la Capitania General, 1781.

Propuesta de Calendario caraqueño

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autor: “El redactor de la Guía”. Se refería, desde luego, a la Guía universal de forasteros en Venezuela (la segunda parte del impre-so prometido). Durante siglo y medio se mantuvo el anonimato del autor del calendario que se anunció en el número de octubre 27 de 1809 en Gazeta de Caracas. Tras muchos esfuerzos y décadas de búsqueda, Pedro Grases pudo determinar que el escrito era obra de Andrés Bello18.

Se ha observado que la propuesta editorial de Bello quien, para el momento, contaba con veintisiete años, no era novedosa. Muy por el contrario, ese tipo de resoluciones discursivas eran habituales en el continente desde mediados del siglo XVIII, según ha quedado visto. Sin embargo, era hallazgo reciente para los habitantes de la capitanía general porque (y debe tomarse en cuenta el hecho) la capital de la provincia central sólo tuvo imprenta desde 180819.

Otra característica que presentó el Calendario manual y Guía universal de forasteros del joven Bello tenía que ver con el tamaño. El aviso de octubre 27 de 1809 (p. 2) que conocemos, prometía que “(l)a edicion se hara en octavo”. Ello significaba que la mancha (el área impresa de la hoja) sería de 22 x 31 cm. Sin embargo, el resul-tado final se presentó en 14.5 x 10 cm., es decir en treinta y dosavo (32º), con un área impresa de 13 x 8 cm. Es probable que esa reduc-ción del tamaño prometido no haya inquietado al autor, por cuanto la mayoría de esos textos se presentaban en ese pequeño formato20.

18 El volumen I de las Obras de Grases se refieren a este proceso de pesquisas en numerosos archivos y bibliotecas dentro y fuera de Venezuela.

19 Cuando Trinidad formaba parte de la Capitanía General de Venezuela tuvo un órgano periódico. Apareció en 1789 y se llamó El Correo de la Trinidad Española. En 1797 la isla pasó a formar parte de Gran Bretaña, cuando la Corona inglesa invadió aquel territorio. Ildefonso Leal no ha vacilado en calificar ese impreso como el primer periódico venezolano y no está falto de razón.

20 Podemos pensar que la idea de “manual” apuntaba al pequeño formato. En todo caso, fue el tamaño privilegiado en varias latitudes del continente. Pero no perdamos de vista que Martínez Gandica y Gutiérrez Ardila sostienen que

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En este punto también había similitud con sus pares del continente21.Una nueva semejanza debe ser destacada. Esta vez tuvo que

ver con la atención puesta en la organización política, eclesiástica, militar, de rentas y comercio que prometía el publicista caraqueño. La mayoría de los textos pertenecientes a este conjunto presentaba tal particularidad22. Esa parte de los impresos de este tipo era la que llevaba la identificación de “Guía”. En líneas generales, este rasgo en común establecía identidad entre los productos salidos de Bogotá, Lima, México o Caracas. Sin embargo, algunos calendarios no presentaban esta guía, por ejemplo, los de Argentina, como se señaló anteriormente. En el virreinato austral eran títulos separados: los Almanak, por un lado, y las Guías, por el otro. Debido al título, podemos suponer que la Guia de forasteros de la Habana, en 1781, renunció a que la precediera el almanaque.

Visto lo anterior, revisemos de qué se trataba el contenido del volumen o, para mayor precisión, qué se proponía el autor del

el Kalendario del año del Señor de 1780 circuló “en formato de medio pliego” (añado: 48 x 66 cm.).

21 Agradezco al colega Dionis Martínez –de la dirección de libros raros y manuscritos de la Biblioteca Nacional– la precisión de estos datos referidos a las proporciones del Calendario en estudio.

22 Pero Bello no pudo cumplir con lo ofrecido en la segunda parte del Calendario pues, como cabe imaginar, los acontecimientos del 19 de abril de 1810 revolucionaron el orden colonial. Las vacantes ya no fueron las mismas (no había capitán general, por ejemplo) y los representantes de la administración eran otros. Sobre este particular, Pedro Grases ha indicado que: “lo que iba a ser el Calendario, habría sido una obra muy voluminosa, ya que sólo vio la luz la parte introductoria y la sección primera –y aún inconclusa—de las cinco que iba a tener la publicación entera. Es más, podemos deducir la dimensión total por el precio fijado a la suscripción: 16 reales en el Prospecto anunciador. Si lo comparamos con los seis reales en que se estipulan las 64 páginas publicadas, podemos estimar este fragmento, aproximadamente, como la tercera parte del impreso planeado. O sea que nos habría dado un tomo de más de 170 páginas” (Grases, 1981: 305). Era esa, añado, la extensión promedio de tales manuales.

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Calendario. Los lectores del prospecto se enteraron de que éste pensaba en un volumen dividido en dos partes. La primera de ellas estaría constituida por el almanaque o calendario propiamente dicho. La segunda parte prometía una división en cinco secciones: en la primera de ellas se trataría de la organización civil y económica de la capitanía; en la segunda, del orden fiscal o de real hacienda; en la tercera, de la jerarquía eclesiástica; en la cuarta, del orden militar y, en la quinta, la división mercantil. Hasta aquí el cuerpo de la obra.

El prolijo aviso publicitario que se leyó en Gazeta de Caracas ha-brá introducido dudas al lector desprevenido, por cuanto al comien-zo del texto habla de una “Guia universal de forasteros” pero, al con-cluir los dos párrafos introductorios, precisaba que se trataba, más bien, de un “Calendario manual, y Guia universal de forasteros”. La terminología era importante, por las razones que procedo a revisar.

Hasta el momento hemos usado indistintamente las voces “al-manaque” y “calendario” como equivalentes (como sinónimos) por-que así se procedía en esos tiempos. Los almanaques o calendarios apuntaban a la misma idea. Se pensaba en un impreso que, como se leía en la publicidad de la Gazeta de Caracas, tenía estas caracte-rísticas: “(...) el Almanaque vivo, astronomico, y religioso: Computo Eclesiástico: Fiestas movibles: distribucion del Jubileo circular: Epo-cas memorables del mundo, la America y la Provincia: y Gobierno actual de la Metropoli”. Era ese, pues, el contenido de las páginas que conformaban el Almanaque o Calendario.

Pero estaba, además, la “Guía de forasteros”. Es decir, otro número de páginas que se dedicaban a recoger las noticias que daban forma a la segunda parte del volumen anunciado por el autor de la nueva publicación23. Esa segunda parte pretendía dar

23 Que en el virreinato de Buenos Aires (insisto) se publicaba en tirada aparte del Calendario.

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cuenta de la jerarquía administrativa, eclesiástica, militar, y de hacienda y comercio, en la capitanía general. Desde luego, esa segunda parte del volumen la encabezaría el nombre de Vicente Emparan, gobernador y capitán general.

Esas páginas del manual –ha observado Pedro Grases– estaba “destinada a ilustrar viajeros que llegan ávidos a Venezuela y pue-dan disponer de su ‘Guía universal de forasteros’, que les informe entre otras cosas de la razón de tan estupenda naturaleza” (Grases, 1981: 221). El juicio del maestro bellista no pudo ser más entusiasta aunque, con apego a rigor, debe señalarse que no se ajusta a los he-chos. Varias razones concurren a sostener esta falencia que observo.

En primer lugar, la “Guía universal de forasteros” o “Guía de forasteros” (como también se le llamaba) no contenía información referida a la naturaleza. Las páginas de la “Guía” se limitaban a dar los nombres de cada funcionario de la administración colonial. Como se ve, era un registro escueto. Algunas veces, al lado del nombre y cargo se añadía la dirección domiciliar o laboral. En el caso concreto del libro bellista, la Guía se reduce a la sección que titula “Division civil” (pp. 56-64). Tendría que haber ofrecido datos similares sobre las otras secciones de la capitanía (militar, eclesiástica, hacienda y comercio), pero los acontecimientos del 19 de abril de 1810 obligaron al autor a cerrar el libro en ese punto. A final de cuenta, los responsables de los cargos, mayoritariamente, ya no eran los mismos.

En segundo lugar, si el autor del Calendario tenía interés en proporcionar información sobre la naturaleza, el lugar del libro llamado a contener esos datos estaría situado en las páginas del calendario o almanaque. De tal manera, Bello decidió cumplir con ese requerimiento en la primera parte del libro, no en la segunda. En concreto, los referentes que aluden a la naturaleza están presentes en varios pasajes del “Resumen de la historia de Venezuela”, que incluyó en la primera parte del manual.

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En el almanaque o calendario no era habitual suministrar datos más allá de los estrictamente descritos. Aunque, para hacer honor a los hechos, el docto Gabriel Moreno, en el Perú, hizo hábito colocar los que llamaba “la materia de Introduccion del Almanaque de este año” [1803: 4]. En esa ocasión, y a petición del público, optó “por noticias que interesan la salud, o curiosidad publica” (idem). En otras ediciones de almanaques decidió ofrecer notas referidas a la vida académica de intelectuales reconocidos por su labor en la Universidad de San Marcos, de esas notas trataré más adelante.

En tercer lugar, la “Guía universal de forasteros” no estaba “des-tinada a ilustrar viajeros que llegan ávidos a Venezuela”. Podemos pensar de esa manera porque es conocido cuán difícil era para un extranjero visitar las colonias españolas en América. La tramitación de los permisos para viajar y la obtención final (cuando se lograba24) del documento que permitía ingresar al territorio en expectativa de conocer, eran procedimientos extremadamente engorrosos.

Basta recordar las vicisitudes que debió superar Alejandro de Humboldt para obtener el pasaporte que le permitió viajar a América en 1799. Lo primero que debió hacer fue llegar a Espa-ña, pues la obtención del documento requerido sólo podía trami-tarla en Madrid. En la capital del reino debía contar con un fami-liar, amigo de confianza o alguna persona o personas en cargo(s) diplomático(s) de su país de origen o una entidad gubernamental amiga que tuviera relaciones en el mundo cortesano. Para be-neplácito de Humboldt, contó con el apoyo del barón de Forell, ministro de la corte de Sajonia en España. Este funcionario le recomendó que debía contactarse con un “Ministro ilustrado, el caballero Don Mariano Luis de Urquijo” (p. 34). El ministro

24 Para los mismos españoles era dificultoso. Está documentado que Miguel de Cervantes quiso venir a América y no se lo permitieron las autoridades.

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hizo la antesala para que el rey lo recibiera. El encuentro con el monarca lo obtuvo en marzo, después de (cuando menos) cuatro meses en territorio español. Finalmente logró dos pasaportes; uno del primer secretario de Estado y, el otro, del Consejo de Indias. El primer pasaporte tenía fecha de mayo de 1799, o sea, dos meses después de ser recibido por el monarca. Todavía le quedó humor para manifestar agradecimiento pues “nunca un extranjero había sido honrado con mayor confianza de parte del gobierno español” (p. 35). Si así fue el procedimiento que tuvo que cumplir Humboldt siendo, como en efecto consta, persona conocida en círculos académicos de Europa, podemos imaginar lo que debía padecer un particular que no tenía mayores cualida-des que destacar. Valorado de esa manera, no eran frecuentes los visitantes en tierras americanas.

Al razonar de acuerdo con lo expuesto, es insostenible la propuesta de una Guía escrita para dar satisfacción a visitantes extranjeros. De ahí que es más plausible la idea de que se utilizaba la voz “foráneo” en una de las acepciones que otorgaba el Diccionario de autoridades al señalar: “forastero. Usado como sustantivo se llama la persona que vive ò está en un Lugar ò Pais de donde no es vecino. (...)” (p. 777).

Como las sedes de las instancias de poder estaban en la ciudad de Caracas, los habitantes de otras zonas de la capitanía debían trasladarse a ese punto a dirimir asuntos de su propio interés. Debemos tener presente que, en aquel tiempo y, más aún, hasta casi finalizado el siglo XIX, cuando se hablaba de “país” se estaba refiriendo a la provincia o, muchas veces, a la población capital de esa entidad. Fue al finalizar la centuria que marcó el ochocientos cuando “país” pasó a definir el conjunto nacional. De manera que la “Guía de forasteros” señalaba al visitante que no era vecino de Caracas quiénes eran las personas representantes de las distintas instancias de poder. De hecho, se nos había dicho

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en el prospecto que el nuevo volumen buscaba “llenar en esta parte los deseos del Público”, afirmación que equivalía a decir la necesidad que tenían esos habitantes de recibir la precisiones onomásticas sobre la administración colonial. Esas precisiones eran las que ponía a su alcance esa parte del nuevo Calendario.

Destaqué páginas atrás que, algunas veces, se proporcionaba la dirección domiciliar o, en su defecto, el lugar desde donde despachaba el funcionario. Esa práctica se encuentra, por ejem-plo, en el Calendario manual y guía de forasteros, de Felipe de Zúñiga y Ontiveros (México, 1792) y en el Calendario manual y guía de forasteros, de Mariano José de Zúñiga y Ontiveros (Mé-xico, 1800). Era una medida, cabe imaginar, orientada a guiar con mayor precisión a los que requerían servicios de ese funcio-nario y no habitaban en la ciudad. (Por cierto, los renglones que transcribo en el siguiente párrafo sostienen lo dicho).

Una última acotación antes de concluir este ítem. Se trata, más bien, de un punto que dejaré en suspenso. Las últimas líneas de la edición número 73 de Gazeta de Caracas (viernes, diciembre 1º de 1809: 4) recogen un aviso del redactor del Calendario que fue presentado en los siguientes términos: “En consideracion á la distancia que hay de esta Capital á algunas de las Ciudades en que habra quien desee subscribirse á la Guia de Forasteros se prorroga la Subscripcion hasta el 15 del mes entrante”. La pregunta que asalta nuestra atención es ésta: ¿se podía suscribir sólo para el Calendario o sólo para la Guía, o está sucediendo que los términos funcionan en este caso como sinónimos? En realidad no tengo una respuesta firme al respecto. Me inclino a creer lo segundo, pero admito que no tengo una base documental firme para sostenerlo en forma decidida.

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Sin embargo, a los fines actuales interesa llamar la atención en una diferencia que salta de bulto entre la pieza caraqueña y

las demás que han estado a nuestro alcance. Y es que, después de revisar en párrafos precedentes varias propuestas a lo largo del continente, me detendré en un aspecto que concede a la visión bellista un rasgo que me atrevo a calificar de único. Se trata de la decidida vocación histórica que rige la elaboración de su escrito.

Esa propuesta histórica adquiere concreción en la parte del Calendario... que titula “Resumen de la historia de Venezuela” (pp. 13-53). En realidad, desde el “Prospecto” había puesto de manifiesto tales propósitos. Los dejó en evidencia cuando, después de presentar el contenido de la primera parte (la referida al almanaque, como se recordará), hace esta precisión:

Seguirase a está [al contenido de la primera parte] una hojeada his-torica sobre el descubrimiento, conquista y poblacion del pais que forma hoy el departamento de Venezuela que comprehenderá la

Afanes de historiador

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fundacion de sus principales Ciudades, los lugares que ocupan y sus nombres primitivos: las varias naciones a quienes pertene-cen, los medios empleados para su reduccion y pacificacion: los principales Gefes o Caudillos que formaron los primeros Ayun-tamientos, o Cuerpos Municipales que regentaron la autoridad civil; y todo cuanto tenga relacion con los medios politicos que se han empleado para conservar, organizar, y poner en el estado de civilizacion y prosperidad en que se hallan las Provincias que componen hoy la Capitania General de Venezuela, concluyendo con la serie cronologica de sus Gobernadores, Capitanes Gene-rales, principales Conquistadores y Pobladores.

Queda claramente expuesto que se trata de una historia con privilegio del proceso militar conocido como etapa de conquista (reducción de las poblaciones originarias y primacía de la figura del llamado conquistador), se interesaría, a su vez, en el proceso de estabilización colonial (poner la provincia en “estado de civiliza-ción y prosperidad”). En suma, la historia de la primera y segunda etapa de la invasión española (que él, desde luego, no califica en esos términos) en la capitanía general: conquista y colonia.

Pero no concluyen ahí las ambiciones historiográficas de este intelectual veinteañero. Lo señalo porque en la descripción de la que sería segunda parte del volumen, persiste en esta idea de registrar hechos pasados. Ciertamente, en las noticias propias de la hacienda pública, manifiesta su interés por proveer de “una noticia historica del primitivo sistema de administracion de la Provincia: sus alteraciones sucesivas: la epoca del establecimiento de la Intendencia: y una serie chronologica de los Señores Intendentes”.

En la sección que dedicaría a la organización mercantil de la capitanía, es evidente que también lo guían imposiciones de historiador. Cuando se mira la descripción de sus objetivos en estas páginas del libro, de inmediato se aprecia que quiere contar

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de qué manera se introdujeron los frutos en la capitanía, quiénes fueron los adelantados en este campo y las instancias de supervi-sión de este rubro de la producción colonial. Esas noticias se leen en la parte del “Prospecto” que corresponde a la sección mercan-til; allí queda claro que lo alienta el deseo de ofrecer a sus lec-tores una presentación “previa” (así la califica), en la forma de:

una breve exposicion del Comercio de la Provincia, y de sus Emporios o Puertos principales: de la Agricultura, Industria, Trafico interior, y Comunicaciones Mercantiles con las inme-diatas: de la introduccion de las Producciones agricolas que forman hoy su prosperidad: del sistema de exportacion de ella: y de las providencias politicas con que la Metropoli ha procu-rado su fomento, seguirá el establecimiento del Real Tribunal del Consulado, su instituto, y su extension de jurisdiccion con sus Jueces y Empleados (p. 2).

Pero, en realidad, no cumple con lo prometido en esta sección. Como el resultado final no fue el volumen completo que había prometido, estas noticias que calificó de ‘previas’ las incorpora al “Resumen”. De tal manera, conocemos, gracias a las páginas históricas del Calendario, quiénes introdujeron los frutos que dieron prosperidad a la agricultura de la región, así como los nombres de esos frutos. También sabemos dónde estaban ubicados los principales puertos, las particularidades del comercio, el sistema de importación, etc.; en suma, todo lo que había prometido ofrecer en esta segunda parte del volumen y que, en la resolución final, como queda visto, la presentó como integrante de la primera parte, en la sección histórica, o sea, en el “Resumen de la historia de Venezuela”.

Vistos con rigor los hechos, la vocación historiográfica venía asomando en el continente –con ánimo de hacer parte de esta serie que venimos tratando– desde tiempo atrás. En su Guía de forasteros

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del Nuevo reyno de Granada segun el estado actual de 1793, Joaquín Durán y Díaz había manifestado esta ambición:

Si el tiempo y el deseo de publicarla este año no me estre-chasen, hubiera formado desde luego un discurso histórico para manifestar los principios de conquista y población que tuvo este reyno y el aumento progresivo en que desde sus primeros ilustres conquistadores hasta los presentes genero-sos vecinos, han ido teniendo las letras, las artes, la agricul-tura y el comercio [citado por Deas, p. 7].

Fue así como en el volumen que publicó el año siguiente bajo el título de Estado general de todo el Virreynato de Santa Fe de Bogota, en 1794, cumplió ese cometido. En realidad, no abunda-ron las informaciones históricas en la propuesta indicada, pues no excedió de 10 folios los dedicados a satisfacer el propósito anunciado en 1793. No obstante, no son para despreciar los datos que aporta, como quedará de manifiesto dentro de poco.

También en Cuba –de acuerdo con la brevísima nota que pro-porciona José Toribio Medina– se había planteado la idea, pero desde varios años antes. Esa idea se concretó en la Guia de foras-teros de la Habana (Habana, Imprenta de la Capitania General, 1781) el año que se indica. El reconocido bibliógrafo chileno aco-taba que el impreso traía una “Idea histórica” de la isla de Cuba; pero desconozco su extensión (J.T. Medina, T. XIII: 49).

Por lo pronto, vale la pena señalar otra tendencia historiográ-fica que se manifestó en esos años finales del siglo XVIII. Queda expresada esta orientación en los Almanaques que publicó Ga-briel Moreno en Lima a partir de 1799. He tocado el punto en momentos previos, cuando pasaba rápida revista a esos títulos peruanos. La data que destaco elabora un “Elogio del doctor don

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Cosme Bueno” [pp. 77-90]25. En el que publica en 1807 incluye el “Elogio de don Juan Ramon Koenig, segundo Catedratico de Matemáticas de la ciudad de Lima” [pp. 5-20].

Esa orientación que vemos en las propuestas de Moreno, debe verse como expresión de la orientación historiográfica propia de los años coloniales, que daba privilegio a las individualidades (a los considerados principales). A esa manera de entender el pasado se opone la apuesta del neogranadino Durán y Díaz, en 1794, que comienza a ver los hechos pasados como una manera de entender, de arrojar luces sobre el presente del historiador.

En esos años de finales del XVIII e inicios del XIX en Vene-zuela, la necesidad de mirar hacia atrás, de ofrecer un recuento de lo pasado no fue sola ambición bellista. Antes que él, otro venezolano había incursionado en el campo. Hablamos de Juan José Terrero quien, entre 1787 y 1800 había escrito su impres-cindible Theatro de Venezuela y Caracas, publicado en fecha póstuma (1926)26. Como Gabriel Moreno, en Lima, colocó la

25 En esa semblanza nos enteramos de “los Almanaques que publicaba anual-mente” [p. 90] don Cosme Bueno. Después de su muerte ocurrida en 1798, lo sucedió en la tarea de redactar ese tipo de escritos su discípulo Gabriel Moreno. Estos almanaques peruanos venían sin foliación, por tal razón acudo a los cor-chetes para indicar el número de página(s).

26 El sacerdote Blas Joseph Terrero había nacido en Caracas el 25 de diciembre de 1735, murió el 11 de marzo de 1802 en la misma ciudad (Arcaya, 1926 y 1967). Son datos que aparecen en el “Prefacio” (sin firma) a la primera edición de la obra (1926) de Terrero, salida por auspicio gubernamental. En la segunda edición de la pieza (1967), por iniciativa de Efraín Subero (director de la colección), se reproducen esas páginas prefaciales divulgadas en los años gomecistas. En esa segunda edición (1967: XV), el conocido estudioso (entre otros temas) de la literatura infantil venezolana atribuye el prefacio de 1926 a Pedro Manuel Arcaya. Juzgamos atinada esa precisión, razón por la cual no dudamos en otorgar los datos referidos a nacimiento y muerte de Terrero al conocido intelectual del estado Falcón, cuyo nombre ha sido validado para identificar la sala de Libros Raros y Manuscritos, de la Biblioteca Nacional de Venezuela.

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atención en los particulares destacados al frente de la jerarquía eclesiástica y militar (en ese orden).

Pero, sin lugar a dudas, el que llevó este convencimiento a di-mensiones más exigentes fue Andrés Bello. Quizás por esa razón, porque Bello representa un enfoque más en consonancia con los tiempos actuales, en tanto periodiza el proceso temporal; porque el escrito bellista alcanzó la publicación y, en definitiva, porque el autor del Calendario manual... utilizó el término “historia” en la identificación de su escrito presentado como “Resumen de la historia de Venezuela”, se le ha pasado a calificar como primer historiador de nuestro país. Visto lo anterior, es hora de precisar cuáles son las coordenadas fundamentales de esa concepción.

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La primera afirmación que se lee en el “Resumen” tiene que ver con el inicio de la historia de Venezuela. De acuerdo con Bello,

esa fundación está asociada al nombre de Cristóbal Colón. En ese predicamento, la línea que abre la parte histórica del Calendario lo expresa en forma categórica: “Colón infatigable en favor de la España volvía por la tercera vez a América...” (1968: 13). Siendo así, el historiador se hace eco de la concepción hispana que pretendió ignorar (o anular, más bien) lo referido a los siglos de historia previa a 1498 (o 1492, si ponemos la mirada en perspectiva continental), fecha del tercer viaje del impropiamente llamado “descubridor”.

La segunda particularidad que destaca en este “Resumen” es la enorme inteligencia para decir tanto en tan pocas páginas. Allí están recogidos prácticamente todos los temas que, en fechas posteriores,

Una historia de Venezuela

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han llamado la atención de profesionales del área. Temas fundamen-tales para el estudio de la etapa señalada por la hegemonía española en la capitanía general, son puestos de relieve por el ojo analítico del autor: los asaltos de piratas y filibusteros en distintos puntos del territorio, el problema del contrabando, las constantes crisis de las aduanas, las arbitrariedades de los gobernantes... Temas que, como apuntaba previamente, no dejan de ganar el interés de los investiga-dores contemporáneos.

Pero, importa señalar, no es un recorrido complaciente. En esas páginas no brillan los héroes conquistadores como los representará, por ejemplo, una historiografía complaciente décadas más tarde. No hay admiración en la voz que enuncia esta historia venezolana sobre la accidentada acción de los conquistadores, pues hay distancia críti-ca en relación con esos hechos. Para puntualizar lo observado, debe indicarse que, con frecuencia, opta por calificarlos de ‘codiciosos’ y ‘aventureros’27.

En reflexión reciente, Horacio Biord se detiene a demostrar esa ausencia de identificación de Bello con las acciones de los conquis-tadores que vemos rememorar en su “Resumen”. Veamos:

Si bien la obra de Bello sigue en gran y fundamental parte a la de Oviedo y Baños, existe entre ambos autores una postura ideológica contradictoria. Resulta contrastante, por una parte, la auto-identificación de Oviedo y Baños con los conquista-dores españoles del siglo XVI y, por la otra, la distancia que toma Bello con respecto a estos últimos. Este contraste se evi-dencia en el uso del ‘nosotros’ inclusivo por parte del primer autor y el empleo del ‘ellos’ por parte del segundo (p. 141).

27 En página 43 insiste en hablar del “heroismo de unos hombres guiados, á la verdad, por la codicia”.

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No se trata tan solo de romper la identificación con el con-quistador. La penetrante mirada hurga más profundamente, al hacer el recuento de los numerosos conflictos que desunieron entre sí a aquellos hombres venidos de Europa. Representante destacado de las pugnas de interés que los enfrentaron, se erige Lope de Aguirre (a quien dedica mayor número de párrafos que a sus coterráneos). De manera que, quien busque en esas páginas elogios y frases laudatorias al proceso de conquista, encontrará un panorama muy alejado de apreciaciones de tal calibre. Las alianzas entre habitantes originarios y españoles; amén de los conflictos entre los naturales de estas tierras entre sí, no se ocul-tan. En suma, supera con creces la visión maniquea para ver las permanentes tensiones que dibujan el conflicto.

Tampoco es un recorrido donde se destaquen sólo las acciones de armas. Por el contrario, junto con los hechos bélicos se van mostrando las fundaciones de poblados, los primeros brotes de una institucionalidad administrativa en el establecimiento de los primeros cabildos, así como el nombramiento de autoridades de Gobierno. A su vez, se coloca énfasis en el desempeño de la Iglesia (la única institución a la que no censura ni condena).

Menos aún se privilegian como únicos protagonistas a Garci González, Alonso Díaz, Diego García de Paredes, Juan Maldo-nado, Juan Rodríguez Suárez, Francisco Fajardo, Diego Losada, Diego de Ordaz, Gerónimo Ortal, etc. Pues también suma identi-dades como las de Terepaima, Guaymaquare, Guaycaipuro, Cha-rayma, Nayguata: nombres que he preferido mostrar con la orto-grafía utilizada por el autor. Es cierto que la balanza va a favor de los primeros, pues a los segundos identifica frecuentemente con el calificativo de “bárbaros”, “indios” o “naturales”; pero lo peculiar es que no silencia a estos últimos.

Por otro lado, no se contenta con dirigir la mirada a la zona central de la capitanía, con exclusión de las otras provincias. La

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sospecha podría asaltar al lector que por primera vez se acerca a conocer esa propuesta, amparado en la idea de que el autor tenía residencia fija en la capital provincial. Para calmar esas sospechas, vemos que el recorrido es integral: seguimos las acciones de con-quista en el oriente, el centro, el occidente, la región andina, Gua-yana. Con razón ha observado Pedro Grases que

(e)stas páginas serían, por consiguiente, el primer intento de historia patria en Venezuela, pues aunque fechadas en vísperas de la Independencia, e impresas el mismo año del primer levantamiento hispanoamericano, son ya el juicio ordenado de un pensamiento nacional en el Continente (1981: 123).

Pero también es comprobable que a un mestizo, hijo de español y mujer originaria de estos suelos, se inclina a adornar con frases de elogio. Es así como no hay mayores deferencias para los hombres venidos de España, mas sí para éste nacido en territorio nunca antes conocido por la conciencia europea. De esta manera lo presenta:

Era Fajardo hijo de una Caraca, y casado con una nieta del Ca-cique Charayma, gefe de estos Indios, que hacian parte muy considerable de la poblacion del valle de Maya. A las ventajas del parentesco unia Faxardo las del idioma, como que poseia cuantos dialectos se hablaban en el pais de donde era originaria su muger y donde habia nacido su madre (p. 18).

No se ocultan las prendas que adornan a este hijo de indígena: don de mando (comprobable en su capacidad para dominar una ‘considerable población del valle de Maya’), cordialidad, iniciativa, diligencia al enfrentar retos. En suma, una serie de cualidades que no vacila en señalar como propias de este hombre que no descendía de España por la rama materna y que, tampoco, se había casado con mujer natural de aquel territorio.

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Uno de los planteamientos que tensiona esta pieza discursiva, y que será demanda constante en muchos de los planteamientos be-llistas de años posteriores, tiene que ver con el modelo económico que defiende el autor. Será, por cierto, el argumento central en una de sus silvas: frente al modelo de extracción minera, Bello opone una economía basada en la agricultura. Por esa razón, siempre que trata de actividad perlífera o de exploración de vetas –base del tra-bajo de orífices–, la conclusión es la misma: como cuando señala que “(e)l hallazgo de una beta de oro fué mas bien el orígen de las desgracias que la recompensa de los trabajos de Faxardo” (p. 22).

Además, el caraqueño apela a una de las exigencias de la que no escapa el historiador contemporáneo. Vemos, así, que el autor del “Resumen” periodiza. De tal suerte, determina que la etapa de conquista concluye en 1586: el fin de las “empresas militares”, como las llama (p. 36). A esa etapa seguiría el establecimiento en firme de las instituciones coloniales, sobre todo desde finales del siglo XVII. Nos situamos aquí frente a otra de las constantes de su pensamiento que, como vemos, ya estaba activado desde sus años caraqueños: la importancia de consolidar un pacto de convivencia sobre la base del establecimiento institucional (tanto los órganos de Gobierno; como escuelas, colegios y universidades; régimen eclesial, etc.).

En el ínterin, entre el final de la conquista y esta fecha que concede privilegio al orden civil, hace énfasis en los hechos que llevaron a la fundación de asentamientos poblados y, sobre todo, en los excesos de las autoridades locales. Por encima de esas turbulencias destaca, a su vez, los esfuerzos de algunos pobladores por llevar el orden y el sosiego tan deseados. Merece llamar la atención en esta perspectiva bellista que coloca las posibilidades de paz y tranquilidad internas en la medida que predominen los valores que definen la ciudadanía.

¿Qué sucede con la etapa previa a la presencia española?, ¿qué hablar de los años anteriores a 1492 (o 98, en el caso venezolano)? Con esa demanda el autor del Calendario no se hace problema:

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simplemente los echa al olvido. Sobre este particular, Horacio Biord ha puesto énfasis en “el silencio sobre esa parte importante de la población venezolana de la época claramente indígena” (p. 143). Y, de inmediato, pasa a razonar de esta forma:

Pero quizá las fuerzas que tendían hacia la invisibilidad social de segmentos cultural y lingüísticamente diferenciados en las sociedades hispanoamericanas eran muy fuertes. De allí que Bello perciba, en el “Resumen de la Historia de Venezuela”, el mundo indígena en tanto formante de la sociedad venezolana, pero como algo pasado, como un pretérito anterior y perfecto, esto es ya definitivamente finalizado y superado (p. 144).

Juzgo legítimo añadir que en el “Resumen” no se ve el mundo indígena como “formante de la sociedad venezolana”. Simplemente no se le percibe. Queda anulado al condenarlo a un pasado defi-nitivamente muerto y clausurado. Creo que no se puede encontrar en esta pieza historiográfica otro ángulo de lectura sobre este tema distinto al descrito.

Pero, de paso a otro asunto, es preciso llamar la atención en un elemento que tiene que ver con el “Resumen” y que, hasta donde co-nozco, no ha sido tomado en cuenta por la historiografía venezolana actual. Por ameritar un desarrollo distinto al que se viene exponien-do en este ítem, me detengo a explorarlo en el siguiente parágrafo.

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En este punto28, comienzo por referirme al estudio de Pedro Gra-ses que utiliza como presentación a la reproducción facsimilar

del Calendario manual y Guía universal de forasteros en Venezuela para el año de 181029. Al rememorar que algunos años después, en 1829, aparecen los Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, de José Domingo Díaz, Grases acomete la comparación de los dos materia-les. Sus indagaciones lo conducen a hacer este señalamiento:

En las páginas 3 y 4 de la obra de Díaz (...) es visible e indis-cutible el uso del texto de Bello, pues para ser mera coinci-dencia le sobra mucha exactitud. El primer párrafo, en parte,

28 En este capítulo recojo algunas ideas que desarrollo en un ensayo en preparación, donde abordo la prensa de esos años.

29 El estudio se ha reproducido en varias oportunidades: una de ellas en Obras 1, de Grases. Esa versión facsimilar se puede descargar en formato PDF del Portal Bicentenario de la Biblioteca Nacional, en Caracas.

Polémica historiográfica: José Domingo Díaz-Andrés Bello

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y la totalidad del segundo, glosan o siguen la exposición que se hace en el texto de 1810 (Grases, 1891: 133).

Para insistir en el hecho, poco después agrega que “la identidad entre la redacción de algunas frases de José Domingo Díaz y las del texto de Bello nos induce a pensar en una simple copia o en la reproducción de un escrito que se sabe de memoria. Sea lo que fuere, entiendo que es prueba conclusiva” (idem).

La reproducción del fragmento que enuncia se encuentra entre las páginas 134-135 de la edición de 1981 que vengo explorando. Con el objeto de facilitar la comparación de ambos textos, los con-tenidos que transcribe Grases van dispuestos a dos columnas: en la izquierda está el escrito bellista; en la derecha, el de Díaz. A partir de esa composición de la página, el lector puede hacer su propio cotejo. En lo que a mí concierne, la verdad es que no veo identidad alguna entre las dos propuestas, veo semejanzas, natura-les en la época30. En mi opinión, el parecer de Grases en este punto es precipitado. Lo digo porque no toma en cuenta varios hechos que no pueden pasarse por alto.

Es probable que entre el médico y el poeta hubiera relación de cercanía por varias razones: el primero escribió varios informes sobre la vacuna antivariólica31 y el segundo una oda llamada A la vacuna que circuló manuscrita entre los caraqueños; de modo que han debido tener comunicación sobre el tema por manifiesto interés mutuo. Por otro lado, ambos eran miembros de la buro-cracia colonial: Díaz desde, cuando menos, 1795 (Archila, 1985:

30 El ‘préstamo’ intelectual era habitual entonces. Cuando se reproducía un texto en libro, folleto o revista, casi nunca se mencionaba la autoría. En tiempos en los que interesaba la circulación de las ideas y donde las piezas manuscritas pasaban de manos, no puede hablarse de plagio y, menos aún, insinuar conducta dolosa.

31 Una de ellas, el informe que le solicitó el capitán general en ocasión de la epidemia de viruela que se desató ese año en La Victoria (Archila, 1985: XXVIII).

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XXVII) tiempo en el cual el intendente lo asigna al Hospital de San Lázaro, y Bello desde 1802 (Sambrano Urdaneta, 1985: 608), momento en el cual ingresó con el cargo de oficial segundo en la Capitanía General de Venezuela. No perdamos de vista que los unía la pasión por la filosofía: antes de estudiar Medicina, Díaz había concluido los estudios en aquella disciplina, estudios que adelantó entre 1785 y 1788 (Archila, 1985: XXVI); por su lado, se sabe que Bello comenzó el conocimiento del inglés llevado por su pasión de ahondar en el pensamiento filosófico que daba soporte al Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke (Sam-brano: 608). Por añadidura, en 1805 José Domingo Díaz había sido responsabilizado del levantamiento estadístico de la provincia; si tomamos en cuenta ese dato, es lógico suponer que el médico cara-queño tuvo que realizar pesquisas documentales, mucho antes que Bello, a los fines de cumplir la asignación pautada. Finalmente, por la obvia razón de formar parte de la administración colonial debieron tener algún género de contacto32.

De modo que es muy probable que la relación se haya dado a la inversa: que Díaz orientó a Bello en campos que eran de su domi-nio33. Si había redactado la estadística provincial, es claro que debió consultar los archivos y documentación de la capitanía. Siendo así, ¿por qué no pensar, más bien, que Bello tomó ideas de Díaz para su “Resumen de la historia de Venezuela”? Después de todo, era fun-cionario de la administración colonial y tenía acceso a los informes y expedientes que Díaz había levantado en diversas oportunidades.

Llegados a este punto del análisis no podemos evitar una (nece-saria) digresión que inicia el 4 de noviembre de 1810 cuando apa-reció el Semanario de Caracas. El nuevo órgano periodístico abrió

32 Como dato relevante en este momento, en dos oportunidades Bello registra el nombre de José D. Díaz Argote en el Calendario. Primero, en la lista de doctores egresados de la Real y Pontificia Universidad caraqueña y, segundo, como profesor de la universidad (en ambos casos en su condición de médico).

33 Por simple razones de edad, mi inferencia es sostenible: Díaz nació en 1772 y Bello en 1781.

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con dos secciones: la primera se llamó “Política”, la segunda adoptó la denominación de “Estadística”. Esta última parte trataba de agri-cultura, de comercio, algunas nociones propias de la geografía física (como se le llamaba entonces) y la estadística propiamente dicha. En ningún texto promocional habían manifestado quién se encargaría de cada una de las secciones enunciadas. Sin embargo, a partir de la segunda entrega el abogado Miguel José Sanz firma las páginas de ‘política’ y el médico José Domingo Díaz las de ‘estadística’34.

Es necesario señalar que, debido a la decisión posterior que toma José Domingo Díaz en defensa de la opción monárquica, su participación en este impreso ha sido minimizada (cuando no ocultada) por los historiadores y estudiosos del periodismo venezolano que se han acercado a esos folios durante el siglo XX. En cumplimiento de ese patrón, las lecturas que se han hecho de este semanario, tienden a otorgarle la responsabilidad a Sanz en olvido manifiesto de Díaz. Parece que la especie surgió a partir de la apreciación de Juan Vicente González en el siglo XIX, cuando sostuvo en su Biografía de José Félix Ribas que “(r)edactábalo el abogado Miguel José Sanz” (p. 276). En el novecientos, participaron de este enfoque, entre otros, Santiago Key-Ayala, Manuel Segundo Sánchez35, Héctor Parra Márquez36, Julio Barroeta Lara, Humberto Cuenca37, José Ratto-Ciarlo. En tiempos actuales ese acercamiento

34 Desde el número II hasta el XXVI, la primera sección cierra con el nombre de M.J. Sanz, mientras que la identificación de J.D. Díaz va en todas las ediciones.

35 Si bien es cierto que no atribuye toda la responsabilidad a Sanz, sí dice que el licenciado “redactó veinticinco números de los treinta que aparecieron” (Sánchez, 1951: 136), pero no ahonda en las propuestas de Díaz.

36 Acepta la presencia de Díaz en el semanario, sólo para destacar que: “Desde los primeros momentos del estallido revolucionario se ubicó del lado realista” (1967: 30).

37 Cuando apunta que la sección “‘Estadística’, a veces escrita por Díaz y otras por Sanz” (pp. 83-84). Insisto: esa sección siempre la redactó Díaz.

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ha variado aunque no se ha erradicado. Por ejemplo, un historiador de las jóvenes promociones, Rodolfo Enrique Ramírez-Ovalles, no analiza la presencia de José Domingo Díaz en la publicación.

Sin embargo, los hechos son inocultables: a partir del segundo número cada redactor (Sanz y Díaz) firma la parte del periódico que le corresponde. Por añadidura, en la causa de infidencia se-guida a Miguel José Sanz entre 1812 y 1813 (después de perderse la Primera República), al hablar de la sección de “Política” éste sostuvo “(q)ue solo es autor de los veinte y seis qe corren desde el no segundo inclusive hasta el veinte y seis tambien inclucibe que se hallan firmados pr el confesante y concluyen el veinte y ocho de Abril de mil ochocientos once” (pp. 286-287). Hago énfasis en esas ideas para dejar sentado que la sección de estadística en Semanario de Caracas fue obra de José Domingo Díaz.

Si tenemos en cuenta esos antecedentes (y retomando nuestro asunto central), ¿por qué no pensar que estando tan cercana la apa-rición del “Resumen” (o, si se prefiere, del Calendario) y de Sema-nario de Caracas (el primero en julio, el segundo en noviembre), Díaz haya pretendido (al mismo tiempo que orientar en materia agrícola) completar noticias ausentes de la pieza de Bello? Con los nuevos aportes que iba ofreciendo el médico, se iba enriqueciendo el conocimiento relativo a la provincia, y era este un propósito que ambicionaba el corredactor del Semanario. De modo que si hay un escrito con el que hay que situar en diálogo el “Resumen de la his-toria de Venezuela” es con la sección “Estadística” del Semanario de Caracas.

Es así cómo, por cuanto considero indiscutible que el “Resumen de la historia de Venezuela”, de Andrés Bello, fue cuestionado por el médico caraqueño José Domingo Díaz en la sección “Estadística” del semanario que fundó en compañía de Sanz, paso a acotar algu-nos de los momentos de interlocución entre ambas piezas.

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Recordemos que el Calendario sale de los talleres de imprenta en julio de 1810. Ese mes todavía Díaz y Sanz estaban enfrascados en la preparación de su revista. Es el 4 de noviembre de ese año cuando se lee la primera entrega del Semanario de Caracas. Y, desde luego, todo el número se ocupa de lo habitual en la edición inaugural de toda publicación periódica: la declaración de principios.

Cuando relacionamos las fechas de uno y otro impreso, ensegui-da recordamos que para el momento de aparición del Semanario, Bello se encontraba en Londres en su condición de secretario de la legación venezolana. Por tanto, no fue contra el poeta que lanzó Díaz sus observaciones sino contra las ideas que exponía. La necesidad de dar respuesta a esas ideas era importante, máxime si se toma en cuenta la evidente intención didáctica (de formación ciudadana) que alentaba el proyecto de Sanz y Díaz. Que el médico haya tomado el “Resumen” bellista como pieza interlocutoria habla, en primer lu-gar, del positivo impacto que tuvo el Calendario entre los lectores de la capitanía. Si la pieza tuvo extendidos cultores, refutar sus ideas garantizaba, cuando menos, atención lectora. Ese afán didáctico (la urgencia de orientar a los receptores) fue, muy probablemente, lo que movió la escritura del autor en la referida sección de “Estadística”.

En líneas generales, son varios los desencuentros entre ambos autores. En beneficio de la brevedad, paso a señalar sólo algunos. En primer lugar, es evidente la poca simpatía que inspira al médico ca-raqueño la acción de los conquistadores y colonizadores, de ahí que esas acciones son prescindibles para él. Por eso, una seca opinión le permite despachar el asunto: “Corramos un velo impenetrable sobre los Faxardos, Garci-Gonzales, Aguirres” (Nº II: 14). Es una etapa histórica que, toda vez que ha sido reducida casi a la inexistencia, le permite focalizar la provincia de Caracas, su verdadero campo de estudio38.

38 Barroeta Lara ve en esa subestimación al período de conquista y primeros poblamientos un rechazo al caudillismo y, sobre todo, a la presencia de Miranda (cf. págs. 53 y 60).

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En segundo lugar, no ve méritos en la Compañía Guipuzcoana, cuando Bello la pondera y elogia. En efecto, el “Resumen” reconoce beneficios para la provincia, durante la hegemonía de esta avanzada de los capitalistas vascos, de esta manera: “La Europa sabe por la primera vez que en Venezuela hay algo más que Cacao, cuando vé llegar cargados los baxeles de la Compañía, de Tabaco, de Añil, de Cueros, de Dividivi, de Bálsamos y otras preciosas curiosidades que ofrecía este país” (1968: 49). ¿Cómo valora J.D. Díaz la actividad guipuzcoana? Pues bien, desde una óptica que renuncia a las conciliaciones:

La Compañia guipuzcoana, dictando sobre el precio y los mo-dos de las compras leyes destructoras de los agricultores: la poca utilidad de los que tenìan que entregar sus cosechas á Tiranos del comercio, y recibir en pago materias que les eran inútiles, superfluas, ó no necesarias contra lo formalmente es-tipulado: y los enormes derechos con que en Europa se habia cargado este perseguido fruto [el cacao] (Nº VIII: 62),

determinó que los agricultores, vale decir, los dueños de haciendas estuvieran dispuestos al cultivo de otros productos (el café y el añil, entre otros) y, a su vez, esa decisión contribuyó a derrumbar “el trono de la Compañia hácia el año de 1780” (idem).

En tercer lugar, y en relación con el cultivo del café, ofrezco rápido diálogo Bello-Díaz. Si el primero es poco preciso al decir que el “árbol que sembró, á la verdad, la Compañia; pero que empezaba á marchitarse con su malefica sombra” (1968: 50), Díaz, por el contrario, dará fecha aproximada al expresar que el café llegó a la provincia de Caracas “hácia el año de 1730” desde Martinica o Cayena (Nº IX: 69). En realidad, varias veces Díaz enriquece la avanzada bellista. Esto sucede –por recordar otro momento– en la información sobre el añil, cuando precisa la data, ausente en

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el “Resumen”: el añil se estableció en Valencia en 1777 por don Antonio Arbide. Tras el fracaso de la experiencia, trasladaron el cultivo a Güey y Tapatapa “en donde fueron colmados sus deseos y esperanzas” (Nº IX: 70).

Leemos a Bello al momento de presentar los primeros en-sayos y la aclimatación del añil en los valles de Aragua y, muy pronto, advertimos que no toma al expositor sino algo más de una página (ocho últimas líneas de la 47 y toda la 48) para liqui-dar el tema. Por el lado del caraqueño denigrado, su presentación y exploración del cultivo del añil en la provincia le absorbe va-rios números del Semanario (los XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV y XXVI). Es cierto que en algunos de esos nú-meros incluye otro tipo de contenidos pero, en líneas generales, casi toda la sección la toma para la exposición sobre el producto índigo. En realidad, en este punto Díaz se limita a ofrecer “un extracto de lo mas interesante” (Nº XIX: 148) de una memo-ria sobre el añil, escrita por D. José Mariano Moziño, miembro de la real expedición botánica y que Díaz consultó “en la corte de Madrid” (idem). Pero esta metodología debe verse aquí como expresión de un propósito: guiar al interesado en el tema para que obtenga los mayores beneficios de este tipo de cultivos. Esos aportes de Díaz están contribuyendo a conocer el devenir de las técnicas de cultivo en la provincia, y lo hace cuando interviene el discurso del autor cuya pieza somete a examen. A final de cuentas, es afán nacionalista el que lo guía. Ese sentimiento de pertenencia venezolana (o, más bien, provincial) lo hace explíci-to en la entrega XXVII (30.6.1811: 5): “Tanto interesa al hombre el conocimiento general de su pais, como los particulares de que este se com[pone], y seria incompleta la estadística de un reyno ò provincia que no fuese seguida de las de sus pueblos”.

Pero la cuarta objeción que presenta Díaz y que me interesa desta-car –por el significado que tiene para mi argumentación posterior– es

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la referida a las culturas que habitaron nuestro suelo antes de 1498 (o 1492). Vimos que Bello funda la historia de la capitanía a partir de esa fecha. Por el contrario, José Domingo Díaz Argote alienta otro criterio periodizador. Desde la segunda entrega del periódico que corredactaba con Sanz, acomete la tarea de corregir a su cote-rráneo al apuntar sin tapujos: “Quando volvemos la vista á los pri-meros tiempos de la provincia de Venezuela (...) no encontramos sino Tribus y Sociedades de Indios” (Nº 2: 14). Debo señalar que el tratamiento a esas culturas no es elogioso, más bien tiende al desprestigio. Sin embargo, hay en él dos argumentos que lo favo-recen a los ojos del lector actual: en primer lugar, toma en cuenta los pueblos originarios, y esa postura ya es portadora de inaliena-ble valor; en segundo lugar, cuando pareciera desestimarlos, no lo hace porque los pone en comparación con Europa, sino porque los compara con “las dos grandes Monarquías de México y el Perú” (Nº II: 14). Es decir, asistimos aquí a una concepción historiográfi-ca que funda los orígenes culturales de este continente siglos antes del arribo español a América.

Por otro lado, no inicia un trabajo de valoración cultural pues, en todo momento, le basta con asimilar a los pobladores origi-narios con la imagen del buen salvaje, por ejemplo al expresar: “Vivían tranquilamente los primeros habitadores de estos países, en sus [lla]nuras y montañas, gozando los placeres que les inspi-raban sus bárbaras costumbres, ò los que les proporcionaba una tierra [fe]raz [no] cultivada, ò sujeta à una débil y torpe agricul-tura” (Nº XXVII: 6). Pero el hecho de que en varias entregas del semanario (número II, ahora en el XXVII, como hemos visto, etc.) da fe de su preocupación por el tema indígena y por su rei-vindicación, esa posición y punto de vista son de altísimo mérito.

Es propicio el momento para destacar que la inclinación favorable a los naturales del continente no fue preocupación sólo de Díaz en esos años. Era moneda corriente entre algunos

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intelectuales del período. En el virreinato del Nuevo Reino de Granada, por ejemplo, tenemos la declaración de Joaquín Durán y Díaz, quien mantenía una sostenida meditación sobre el tema, en las páginas preliminares a su Estado general del virreinato [pp. 1-10]. Decía ese año de 1794 que:

á pesar de las indagaciones escrupulosas que hicieron, tanto los primeros Conquistadores, como los que hán escrito la Histo-ria de su Conquista y Poblacion, no hán podido indagar, ni los nombres de la mayor parte de sus innumerables Reyesuelos, ó Casiques, ni quasi nada de sus costumbres, usos, Religion, y ceremónias: Apenas se supo que en la hermosa llanura que sirve de alfombra á esta Capital había un Gefe, que se titulaba Bogotá, otro en Guatavitá, y otro en Tunja: que el Sumo Sa-cerdote de las mentidas Deidades en la Nacion Mosca era un Sogamoso, ó Sugamuxî, sobre la que él dominaba: de todos los demás apenas quedó otra memoria que los nombres que los Españoles pusieron á los pequeños Pueblos de Indios, en los que sonaban confusamente los de sus Règulos ó Casiques, ni más subcecion, ni más historia, ni más noticia, que la de su barbaridad ó rudeza: de modo que habiendo sido muerto Bogo-tá en un encuentro con los primeros Conquistadores, solo se ha conservado en las memorias del Illmo. Señor Piedraita quatro Zipas ó Generales que dominaban los Indios hasta que afirma-do el Dominio Español perecieron, y aún de estos se ignoró si eran descendientes de los Casiques. Sus nombres son:

Machica......................................Primer Zipa de Bogotá.Nemeguene................................................Segundo ZipaTisguessuca...................................................Tercer ZipaSaqueszac.....................................................Quarto ZipaEsta es la idéa que puede darse en este sucinto discurso del antiguo estado de este Reyno [pp. 23-24].

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Es decir, Durán y Díaz echa de menos una historia que tome en cuenta (que incorpore) aquel tiempo que define como “antiguo estado de este Reyno”. De manera que la perspectiva de José Domingo Díaz no era un esfuerzo aislado en esos años propios del período de independencia39. Basta recordar que Miranda también favoreció el acercamiento a esas culturas en tránsito de olvido por la mayoría de las élites intelectuales.

Como queda probado, era una concepción que mezclaba sin mayor discernimiento dos criterios, criterios que marchaban en claro conflicto. Por un lado había que tomarlos en cuenta, pues representaban el pasado remoto del continente; por el otro, eran salvajes y, como tal, no se les valoraba en términos positivos. Era una exigencia ambigua, planteada en términos de reclamo/negación al mismo tiempo.

39 Me inclino a periodizar esos años desde 1797 a 1830. La primera fecha está determinada por la propuesta de Gual y España; la segunda, por el fin del proyecto grancolombino y las subsecuentes muertes de Sucre y Bolívar.

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Es conocido que Bello y demás miembros de la representación venezolana llegan a Inglaterra en julio de 181040. En esa monar-

quía vivirá hasta 1829, cuando decide fijar residencia en Chile. Nue-vamente acudo a Pedro Grases, pues este estudioso tuvo el acierto de imaginar lo que supuso, tanto para Bello como para el grupo de hispanoamericanos residentes en la capital del imperio británico41, el contacto con la (para entonces) primera metrópoli del mundo.

Son varias las ideas que pone a correr el estudioso bellista en “La trascendencia de la actividad de los escritores españoles e hispano-americanos en Londres de 1810 a 1830”. En primer lugar imagina el impacto que les produjo el primer contacto con la gran urbe:

40 En carta a Juan María Gutiérrez (fechada en Santiago de Chile, enero 9 de 1846) recuerda que: “En junio del mismo año me embarqué para Inglaterra” (T. XXVI: 114).

41 Entre otros, Juan García del Río, José Bernardo O’ Higgins, José de San Martín, José Fernández Madrid, Servando Teresa de Mier, Antonio José de Irisarri, López Méndez, el mismo Miranda, etc.

Viaje a Londres

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El viaje de españoles y americanos a Londres representó un descubrimiento que puede parecer trivial a nuestros ojos, a nosotros, hombres pertenecientes al pomposo y triste siglo XX, que ha visto formar extraordinarias y monstruosas aglo-meraciones urbanas. Españoles42 y americanos hallaron en Londres la ciudad y probaron la vida ciudadana. Londres a comienzos del ochocientos sobrepasaba el millón de habitan-tes, reunión insólita, en aquel entonces, de hombres de todas las procedencias (1981b: 180).

Al insistir en el punto anterior adelanta las que habrían sido otras reacciones de los nuevos residentes en la capital británica: “Lógico es inferir el asombro y la profunda conmoción que produciría en el ánimo de los hispanoamericanos el contraste entre la vida apacible y calmosa de la población colonial y el vértigo ciudadano de la capital inglesa” (idem). No olvida marcar el contraste entre ambos ritmos de vida: “Por otra parte, para los hombres de América significaría Lon-dres un tremendo choque entre la vida de naturaleza, y el urbanismo más avanzado de la época” (idem).

Desde el punto de vista de la producción intelectual de aquellos pensadores hispanoamericanos, sostiene Grases que antes del viaje a Europa los estudios clásicos greco-latinos eran vistos “como espe-culación erudita, como estudio raro y aislado” (idem). Sin embargo, al llegar a Europa, sobre todo a Londres, ese estudio se convirtió en “algo consubstancial que explica Edad Media y Renacimiento como cosa propia” (idem). Y asegura en el siguiente párrafo que el descu-brimiento de los antecedentes temporales de Europa, realizado por los hispanoamericanos en Londres, tendrá

42 Alude a los numerosos expatriados españoles en Inglaterra, entre ellos José María Blanco White, con quien Bello mantuvo cercanos vínculos de amistad.

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la inmediata consecuencia de haber efectuado el hallazgo del humanismo clásico, y aun renacentista, como antecedente de la propia vida americana. La existencia y la cultura de América se amplía y dilata en una profundidad considerable, tanto en el tiempo, cuanto en los valores, gracias a la conquista del concepto del humanismo y clasicismo como subtractum de la civilización americana (idem).

No dudo que, si tomamos en cuenta las coordenadas mentales que selecciona Grases, los hechos se han producido de esa manera. En Londres (en Europa) tuvieron la evidencia de la prolongada exis-tencia de esa cultura. Esa certeza les vino a través del estudio de la literatura medieval. No olvidemos que Bello –añado– dedicó más de cuarenta años de su vida a estudiar el poema del Cid. De esa certeza no tuvieron sino que dar un paso: el conocimiento de la lite-ratura medieval llevó a los hispanoamericanos a plantearse la idea de América como consustanciada con el pensamiento occidental. O sea, la vida europea les proporcionó la certeza de formar parte de la cultura occidental. Ese habría sido el mecanismo del razonamiento.

Sin embargo, hay otro aspecto de ese tránsito londinense vivido por Bello y por otros compañeros que eligieron hacer vida intelectual en Europa. Ese aspecto no hace parte de las reflexiones de Grases a pesar de que, en mi opinión, tiene enormes resonancias para la propia madurez mental de esos hispanoamericanos en el muy corto plazo.

Quiero significar con lo dicho que el conocimiento de la edad media y, más todavía, la familiaridad con producciones escritas en Europa que provenían, incluso, de tiempo mucho más atrás, les dieron un sentido temporal que no les había sido familiar mientras vivieron en América. Vale decir, habían leído autores de la tradición latina en el idioma original; conocían poco (o nada) del pasado griego como era nula su formación en literatura medieval.

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En Londres alcanzaron un sentido de continuidad histórica que no habían podido vislumbrar en América, cuando creían situar nuestros orígenes en 1492. Fue así, entonces, cómo en Europa se replantearon la cuestión referida a la antigüedad cultural de nuestro continente, pues ya no les satisfizo el siglo XV como data de origen. Estaban a un paso de reencontrarse con las culturas originarias de nuestro suelo.

Tanto como Grases imaginó el impacto que significó para aque-llos hispanoamericanos residentes en Londres la vida citadina, quiero hacer un ejercicio similar para lucubrar sobre el mecanismo que los llevó a replantearse la idea que traían en su equipaje mental sobre la antigüedad americana. Posiblemente el debate más intenso se produjo entre el venezolano Andrés Bello y el neogranadino García del Río.

Imaginemos a estos dos hombres hablando de literatura medie-val. Hagamos el ejercicio de figurarlos hablar de siglos pasados de Europa (el X, XI, XII, etc.) y, a partir de ahí, abordar el fenómeno referido a la antigüedad de la cultura americana. Recordemos que, para esos hombres, América era la parte hispana del continente: todavía los Estados Unidos no habían expropiado la denominación al convertirla en término definidor propio. Es verosímil suponer que el caraqueño haya sido el primero en plantear en esas conver-saciones la necesidad de elaborar una historia americana desde su base originaria, o sea, a partir de la existencia de vida humana en el continente. Después de todo, la idea estaba en el ambiente por cuanto (de acuerdo con desarrollo en páginas precedentes) he-mos conocido que José Domingo Díaz ya valoraba en 1810 esas culturas que existían desde mucho antes de la vida española en América. Desde su óptica de historiador, el autor del “Resumen de la historia de Venezuela” habrá sentido insatisfacción al pensar en recorrer el tiempo continental tomando como data de origen 1492.

Pero también es verosímil plantear que Juan García del Río fue quien tomó la iniciativa en ese nuevo planteamiento referido

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a la periodización de la vida y la cultura americanas. De igual manera, él contaba con antecedentes y, esos antecedentes, eran, para ser precisos, muy anteriores al que pudo conocer el cara-queño. No es innecesario recordar en este momento que desde 1794 Joaquín Durán y Díaz había manifestado sin ambages en su Estado general de todo el Virreynato de Santa Fe de Bogota, el poco conocimiento que se tenía sobre los años que definió como “antiguo estado de este Reyno”. Es cierto que hablaba en ese mo-mento del conocimiento de esas culturas en tiempos de conquis-ta pero, no se oculta que ya se venía tratando el asunto propio de la validez histórico-cultural de esos pueblos ancestrales.

Así como García Chuecos, por un lado, y Pedro Grases, por el otro, llegaron simultáneamente al convencimiento de que Gazeta de Caracas era redactada por Andrés Bello, también es sosteni-ble concebir la idea de que Juan García del Río y Andrés Bello arribaron al mismo tiempo al planteamiento que hablaba de la recuperación de las culturas propias (naturales) de América.

Convencidos de éste y otros predicamentos, deciden dar luz a una publicación periódica que saldría en 1823. El impreso suele ser citado con insistencia. Se trata de la revista Biblioteca Ameri-cana. Los editores publican el “Prospecto” como presentación del nuevo impreso (pp. v-viii), lograban con ese recurso que el texto promocional se convirtiera en la presentación del novedoso mate-rial dirigido al público hispanoamericano43. Esas páginas primeras venían firmadas con las iniciales G.R. que, como se sabe, corres-pondían al neogranadino Juan García del Río. No obstante, por ser tarea conjunta y por expresar las ideas defendidas por ambos editores, no se oculta (y su futuro desempeño lo deja en evidencia)

43 Se debe recordar que, como también era habitual, no se indicaba el número ni la fecha de cada entrega, además, la paginación era continua. Las revistas que procedían de esa manera buscaban que los lectores, en fecha posterior, al concluir cada tomo, empastaran el volumen de forma tal que semejara un libro.

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que el venezolano participaba de idéntico convencimiento. Entre los propósitos que se perseguían con el título hemerográfico recién inaugurado, estaba uno que me interesa destacar en este instante:

Darémos en todo un lugar distinguido a cuanto tenga rela-cion con la America, i especialmente a su historia, que divi-dirémos en antigua, media i moderna. Llamarémos historia antigua a las conjeturas que se han formado sobre el modo en que el nuevo continente se pobló; i a la que tiene por asunto la fundacion i épocas varias de sus imperios i naciones indepen-dientes, como tambien a cuanto se sabe acerca de sus costum-bres, ciencias, artes, i estado de civilizacion hasta la fecha de su descubrimiento, terminando con la sangrienta conquista de aquella parte del globo (pp. vi-vii).

Las líneas que hemos leído nos hablan de un enorme esfuerzo intelectual que buscaba traer a la vida un período de nuestra historia que, durante trescientos treinta y dos años, había sido anulado por el sector letrado. Tengamos presente la concepción bellista manifies-ta en el “Resumen de la historia de Venezuela”, donde las culturas propias del continente había sido trasferidas a una nada eterna y, por contraste, el significativo salto intelectual que traducen las palabras de 1823 que hemos leído.

El razonamiento que los llevó al nuevo convencimiento puede traducirse en estas palabras: si Europa había tenido vida intelectual tan activa en años anteriores a 1492, ¿por qué no la íbamos a tener nosotros? He ahí la pregunta que debieron formularse muchas ve-ces. La circunstancia de haber tomado la experiencia europea como modelo no se oculta; queda de manifiesto esa certeza cuando vemos que la etapa histórica que el mismo Bello había definido en su “Re-sumen” como “colonial”, ahora se denomina “media”. El siguiente período será identificado como la “historia moderna”, vale decir, “la nueva era de América” (p. vii).

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¿Por qué tardaron tanto en darse cuenta de lo que, en el presen-te, nos parece tan obvio? Respondo: por las mismas razones que llevarán a los latinoamericanos en décadas futuras a preguntarse por qué los habitantes de este continente seguían hablando, en este inicio de milenio, de “Nuevo Mundo” para referirse a un territorio con iguales o más años de vida cultural que el europeo.

Debe observarse que la avanzada adoptada por la publica-ción londinense en defensa de nuestro pasado ‘antiguo’ siempre privilegió el nombre de García del Río. Vemos, por ejemplo, que el neogranadino se compromete nuevamente con este campo de estudio en la reseña que identifica con el título “Idea jeneral de los monumentos del antiguo Perú, e introduccion a su estudio, por el Sr. D. Hipólito Unánue” (pp. 343-349). Allí se tornan pro-digio los elogios a la cultura antigua del altiplano andino. Sus edificios, fortalezas, caminos; los socavones, la metalurgia, la hidráulica, la agricultura, así como también las odas y elegías (los yaravíes) arrancan entusiasmo. Concluye con estas medita-ciones: “Si a todos estos fundamentos uniésemos el exámen de la lengua quèchua, se podrá conjeturar el grado de civilizacion a que ascendieron, i aun la duracion de su imperio” (p. 349).

Se dirá, a partir de lo expuesto, que Bello no introdujo aporte en este sentido; que, muy probablemente, fue García del Río el hombre de pensamiento avanzado en el rescate y valoración posi-tiva de nuestras culturas milenarias. Diré que podría pensarse de esa manera, a no ser que tomemos en cuenta la siguiente propuesta hemerográfica que estos dos letrados unidos en afecto, proyectos y realizaciones intelectuales, concretaron nuevamente en Londres. Estoy tratando, como se imaginará, de El Repertorio Americano. Pero, antes de tratar este asunto, tendremos que recordar algunos hechos fundamentales.

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Es conocido que en 1825 el poeta ecuatoriano José Joaquín Olmedo publica en Guayaquil el considerado por muchos su

mejor poema. Se trata de La victoria de Junín. Canto a Bolívar. Para la fecha, sus relaciones con el Libertador eran cercanas en afecto, razón por la cual no duda en hacerle llegar el escrito.

Bolívar lee el texto con cuidada atención y, a poco, envía al amigo los comentarios que tal lectura le suscitaron. El escritor ecuatoriano recibe los juicios del ocupado receptor en dos comunicaciones, ambas fechadas en Cuzco ese mismo año de 1825. La primera carta viene datada el 27 de junio y, en ella, no escasean los elogios. Aunque comienza con una nota de humor en la que ve el texto como “una parodia de La Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa” (p. 18), de inmediato retoma el tono de interlocutor atento y respetuoso al emitir el siguiente juicio: “Abstracción hecha de toda poesía, todo me recuerda altas ideas, pensamientos profundos; mi alma está embelesada con la presencia de la primitiva naturaleza” (p. 19).

Una polémica literaria: Bello-Bolívar

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Sin embargo, pocos días más tarde (el 12 de julio), Bolívar concibe otra carta donde el juicio viene matizado con otro tipo de valoracio-nes. No podemos asegurar por qué escribió dos misivas, tal vez la lectura lo atrapó y volvió, una y otra vez, sobre los releídos versos. Lo cierto es que, en la nueva misiva, se va a referir a la estructura de la pieza. En esa oportunidad mantiene los elogios, que esta vez elabora al final de la carta. Pero lo que me interesa relievar en el momento actual son las líneas que varios críticos literarios han des-tacado. Decía Bolívar en ese entonces lo que sigue:

El plan del poema, aunque en realidad es bueno, tiene un defecto capital en su diseño.Vd. ha trazado un cuadro muy pequeño para colocar dentro un coloso que ocupa todo el ámbito y cubre con su sombra a los demás personajes. El Inca Huaina-Capac parece que es el asunto del poema; él es el genio, él la sabiduría, él es el héroe, en fin. Por otra parte, no parece propio que alabe indirectamente a la reli-gión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, por dar preferencia a extranje-ros intrusos, que, aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio; este despren-dimiento no se lo pasa a Vd. nadie. La naturaleza debe presidir a todas las reglas, y esto no está en la naturaleza. También me permitirá Vd. que le observe que este genio Inca, que debía ser más leve que el éter, pues que viene del cielo, se muestra un poco hablador y embrollón (p. 34)44.

44 Tampoco pasa por alto el tono del poema: “La introducción del canto es rimbombante; es el rayo de Júpiter que parte a la tierra, a atronar a los Andes que deben sufrir la sin igual fazaña de Junín; aquí de un precepto de Boileau, que alaba la modestia con que empieza Homero su divina Ilíada; promete poco y da mucho” (p. 35). Cierra el comentario con este juicio: “Confieso a Vd. humildemente que la versificación de su poema me parece sublime; un genio lo arrebató a Vd. a los cielos. Vd. conserva en la mayor parte del canto un calor vivificante y continuo;

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Sabemos que el autor de la Carta de Jamaica era lector asiduo y, sobre todo, agudo. Por eso imaginamos el impacto que sus comentarios debieron generar en Olmedo, más aún si tomamos en cuenta que los versos estaban dedicados a quien los leyó con tanto rigor. En realidad no puede hablarse de polémica porque, a final de cuentas, las observaciones de Bolívar no se dieron a la imprenta. Fue un diálogo epistolar entre amigos donde, quedaba sobreentendido, no había razones para los tapujos ni medias tintas.

Y ya que hablo de amistad, también contaba José Joaquín Olmedo con otro venezolano cercano en cariño, a quien guardaba hondo afecto que, debe decirse, se compensaba en reciprocidad. Ese amigo era Bello. Los lazos fraternos condujeron al compadrazgo, pues el ecuatoriano era padrino de Andrés, uno de los hijos londinenses del caraqueño.

¿Habrá enviado Olmedo las críticas literarias de Bolívar a su compadre y amigo? No puede asegurarse. Pero, sea por la razón que fuese, en la edición de El Repertorio Americano correspondiente a octubre de 1826, Bello prepara un comentario crítico de La victoria de Junín. Canto a Bolívar. Y, justamente, el argumento mayor que elabora lo lleva a considerar la cuestión indígena45.

El análisis es prolijo por lo que comienza con el título. A tal propósito precisa que el asunto que invoca “no es en reali-dad la victoria de Junín, sino la libertad del Perú” (1981: 227). Esta precisión es fundamental, acotamos, para entender la es-tructura del poema. A partir de este punto de partida, Bello (y aquí, sin dudas, razonó el lector-poeta) explora el plan del

algunas de las inspiraciones son originales; los pensamientos nobles y hermosos; el rayo que el héroe de Vd. presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima; oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes; aquello es griego, es homérico” (pp. 35-36).

45 En esta oportunidad, cito por el tomo IX de la edición caraqueña de las Obras completas. La versión en El Repertorio Americano se ubica en el tomo I: 54-61.

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discurso olmediano. Lo primero que toma en cuenta es que, al ser Bolívar el héroe que recibe el homenaje, había un escollo a resolver, por cuanto aquél no estuvo presente en Ayacucho, lugar donde quedó sellada la victoria del Perú. ¿Cómo resol-vió Olmedo esta situación que se presentaba sin aparente so-lución? Pues bien, debía acercar todos esos elementos. ¿Cómo lo logró?: “(m)ediante la aparición y profecía del inca Huaina Cápac” (Bello, T. IX: 228)46.

Es decir, la figura tan duramente cuestionada por Simón Bolívar deviene aquí en entidad reivindicada. A tal punto que no sabemos si Bello se está refiriendo a aquel (sospecho que sí) cuando no se priva de lanzar este claro juicio:

Algunos han acusado este incidente de importuno, porque, preocupados por el título, no han concebido el verdadero plan de la obra. Lo que se introduce como incidente, es en realidad una de las partes más esenciales de la composicion, y quizá la más esencial (1981, T. IX: 228)47.

Pero el repudio a Bolívar no mueve al autor de este comentario, pues es un alma elevada la que sostiene estos razonamientos. Veamos lo que acota poco después:

46 No olvidemos que el recurso de esas apariciones que se utilizaban para juzgar, censurar, predecir (como en este caso) el presente fue socorrida en el período. Todavía la seguía utilizando Eduardo Blanco en 1895 en Las noches del Panteón.

47 Iván Jaksic recuerda en Alocución a la poesía los “30 versos de elogios irrestrictos a Miranda, a quien Bolívar consideraba un cobarde y a quien hacía responsable del colapso de la primera república” (p. 123), así como el “panegírico a Manuel Piar” (versos 736-750) en el mismo poema (idem). Contrasta esa perspectiva con la representación del Libertador, hecha “con una curiosa mezcla de respetuosa admiración y calculada cautela” (idem). “Es perfectamente posible –continúa– que la percepción contradictoria del papel de Miranda haya sido uno de los factores importantes en la complicada relación entre Bello y Bolívar” (p. 124).

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Entre muchos pasajes igualmente dignos de trascribirse, ele-gimos el siguiente, que nos parece notable, no sólo por el calor con que está escrito, sino por la corrección y tersura del estilo. Píntase en él a Bolívar en los momentos que precedieron a la batalla de Junín (1981, T. IX: 229).

Acto seguido, transcribe esas dos rotundas y maravillosas estrofas olmedianas de clara admiración bolivariana, las que comienzan: “¿Quién es aquel que el paso lento mueve / sobre el collado que a Junín domina?” (Bello, 1981, T. IX: 229)48.

Se trata de desencuentro de ideas y, preciso es recordar, a esos desacuerdos Bello no opuso resistencia. A lo largo de su vida es constante esa dinámica que lo llevó a expresar desavenencias de opiniones y/o valoraciones sin que ello se tradujera en rencillas ni agresiones personales. El testimonio de que no lo movía resque-mor alguno es que cierra el comentario crítico con esta sentencia: “tales son las dotes que en nuestro concepto elevan el Canto a Bolívar al primer lugar entre todas las obras poéticas inspiradas por la gloria del Libertador” (1981, T. IX: 232).

En fecha muy posterior, uno de los mayores estudiosos de la literatura hispanoamericana producida en esos años, el argentino Emilio Carilla, ha llegado a coincidir con la opción lectora de Bello al señalar: “La victoria de Junín tiene –a mi ver– una cuidada y de-fendible estructura. Al respecto, me parece acertado el comentario de Andrés Bello y su defensa del plan trazado por el poeta” (p. 5).

Pero el asunto a dirimir aquí es muy puntual: ¿qué representa la voz del Inca?, ¿por qué la presencia de esa voz la juzgó el poeta ecuatoriano y su crítico venezolano como esenciales? No es asunto de vana filosofía este que planteo; se trata, por el contrario, de uno de los mecanismos ideológicos fundamentales que se acuñaron en

48 Posteriormente, Olmedo sumó la lista de los desencantados por las posteriores acciones que interpretaron como de intolerancias bolivarianas.

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los años de lucha libertaria en América hispana: la reivindicación del pasado indígena.

Es evidente, al revisar los discursos de esos años señalados por el ansia de libertad, que los defensores de la monarquía española utilizaron la invocación a los conquistadores, como factor de estí-mulo y fortalecimiento de sus posiciones. Por el lado contrario, los republicanos se valieron del argumento que hablaba de la incues-tionable heroicidad de los naturales de América. Se apoyaron en la férrea resistencia de esas comunidades para oponerse al invasor tres siglos atrás y, de esa manera, justificaban su postura libertaria.

Pero volvamos a la voz premonitoria del poema olmediano. Hemos visto en las líneas de la carta de Bolívar que el Inca invo-cado en esas estrofas es Huayna-Cápac49. De ahí que cabe obser-var la significación de esa figura. Sin dudas, uno de los valores del que se hace portador está dado en el hecho de que ya no son musas o divinidades europeas las que se convierten en voceras del destino americano. Ahora esa preeminencia se le concede a una voz ancestral del continente que, en el poema, está en trance de consolidar su independencia política. De tal manera el antiguo gobernante andino representa la perspectiva tanto de las culturas anteriores a 1492 como de los habitantes que pueblan el continen-te hasta el presente.

Es así como puede sostenerse la tesis de que esas culturas naturales de América ya no pertenecen a un pasado clausurado (ya no son los “bárbaros” que veíamos en el “Resumen”). Tam-poco se las concibe como una presencia inerme, como un lastre, que, por su alto número, no ha podido ser eliminado. Ahora es la voz que ilumina, es la palabra que guía e interpreta; la signi-ficación de esta presencia secular está llevada al punto de que se convierte en consejero político de Bolívar. Para que se tenga una

49 Este máximo dirigente del incario había muerto en 1525. Su relevancia en el poema está dada por haber sido el último mandatario que gobernó el imperio antes de la conquista española. Bajo su control, el Estado andino alcanzó el mayor esplendor que llegó a conocer.

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idea del nuevo valor otorgado a esa presencia con densidad y peso histórico, el Inca (y su cultura, desde luego) es el Maquiavelo de América: el que elabora los consejos al príncipe (el Libertador, en este caso) para que gobierne con felicidad para todos.

Hemos constatado que en las elaboraciones discursivas de letrados como Joaquín Durán y Díaz, y José Domingo Díaz, la referencia a los ancestros del continente no lograba superar la contradicción reclamo/negación. Es decir, se pedía por su reivin-dicación pero, al mismo tiempo, no se otorgaba a esa compleja presencia humana una valoración positiva. Recordemos que en las coordenadas de ese razonamiento sólo tenían valor las gran-des culturas indígenas (México y Perú, sobre todo).

Se me dirá que la preferencia por el Inca también es selectiva, que se sigue apuntando a los sectores privilegiados. Pues bien, se tendrá que añadir a ese argumento un nuevo elemento: que la figu-ra del máximo gobernante del antiguo imperio andino representa la sabiduría del Imperio: pueblo y gobernantes50. O sea, es también la voz de la mujer y el hombre del común. No obstante, concedo a la hipotética objeción que he traído a cuento que la escogencia de esa figura de gobierno a la que se concede dignidad histórica, sigue siendo selectiva. Es evidente que no aparece todavía una mi-rada que dé valor a esos pueblos en su totalidad (en todo el conti-nente): sólo se otorga visibilidad a pueblos de América a los que se reconoce desarrollo material e intelectual. En definitiva sigue fun-cionando el esquema de José Domingo Díaz cuando privilegiaba a las dos grandes culturas de América: México y Perú.

Otro aspecto que merece la pena ser destacado es que, hasta el momento, no hemos leído directamente a Andrés Bello en lo referido a la cuestión vinculada con nuestros antiguos pobladores. Parece prevalecer en él una actitud discreta, que no deja traslucir mayor entusiasmo en lo que respecta al abordaje de la cuestión

50 De hecho, lo dicen las vestales, las hijas del Sol, en el verso 820 del canto: “¡Pompa digna del Inca y del imperio…” (p. 31).

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indígena. Sin embargo, la sospecha de indiferencia de su parte por este tema fundamental tiene que ser revisada, cuando en abril de 1827, en El Repertorio Americano, da lugar a una noticia que titula “Historia de la conquista de México por un indio mexicano del siglo XVI”51. Se trata de la crónica de Domingo de San Antón Muñón Chimalpain –como lo nombra Bello–, a quien en la actualidad se le menciona, más apropiadamente, Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin. Allí el comentarista se vale de un argumento para legitimar la publicación de esos escritos que suministran noticias referidas a una etapa anterior a los años de conquista. El razonamiento es el que sigue:

Todas las naciones cultas han mostrado particular esmero en recoger y publicar los documentos primitivos de su historia, sin desdeñar aun los más rudos y toscos. (...) De este modo se ha sacado la historia de Europa del polvo y tinieblas en que estaba sumida; se han explorado los orígenes de los gobiernos, leyes y literatura de esta parte del mundo (1981b, T. XXIII: 69).

El valor que guarda la noticia bellista es riquísimo a los fines de nuestro propósito actual. En primer lugar porque, para ese momento, el volumen no había aparecido; sin embargo, era tal la avidez del ca-raqueño por tener contacto con esos conocimientos que, tan pronto conoció de la próxima aparición del libro que presentaba, se apresuró a anunciarlo. Y, en segundo lugar, porque con seguridad le interesa-ba el período que abarcaba la crónica de Chimalpahin: 1068 a 1597. Por ser un lapso que, en buena proporción, no fue del dominio de los cronistas españoles y que sólo un miembro de esas culturas vencidas en el plano militar podría rememorar, despertaba en Bello avidez de conocer. Lo anterior es equivalente a decir que está viendo a un hom-

51 Cito por la edición de las obras completas, tomo XXIII. Se lee en El Repertorio Americano, tomo 3: 160-168.

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bre de cultura diferente a la suya como par intelectual de los letrados residentes en Londres.

Ya en esa oportunidad no oculta Bello el respeto por esa orga-nización social de antigua data, a la que califica de “culto imperio mexicano” (p. 72). Es palmario el abandono de la desdeñosa cali-ficación de “bárbaros” que leíamos en el “Resumen de la historia de Venezuela”. Esos pueblos y culturas han calado hondamente en los proyectos reflexivos del caraqueño. Es evidente que la or-ganización económica, social, política y cultural mexicana fue la que llamó más poderosamente su atención. Probablemente porque sobre esos pueblos se producía en Europa la bibliografía más ac-tualizada en ese momento.

Lo cierto es que cuando en agosto de ese año 1827, en la misma revista londinense, ofrece el “Bosquejo del origen y progresos del arte de escribir”52, nuevamente torna la mirada al mundo mexicano. En esas páginas donde, por su condición de ser un escrito para una revista no logra desarrollar a plenitud su universo de ideas sobre el particular, llama la atención de qué manera pone en idéntico nivel de comparación a los egipcios y los mexicanos. Pero no todo podía arrojar signos positivos, pues en ese momento señala un punto en el que, desde luego, no se ajusta a los hechos cuando observa: “No se han conocido quizás dos naciones de igual cultura que los egipcios y los mexicanos que hayan mirado con igual indiferencia la poesía” (Bello, 1981c, T. XXIII: 81). Sabemos que, en el presente, no hay manera de dar sostén a una apreciación de tal signo. Sin embargo, y al margen de los desencuentros que pueden advertirse, en lo que debemos insistir en este instante es que, en los estudios bellistas sobre la escritura producida en el planeta desde tiempos remotos, no se excluye a esta parte del mundo. Sobre el particular, los pueblos antiguos de América tienen qué decir y qué aportar.

52 El Repertorio Americano, Tomo IV: 11-25.

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En ese punto se iban desarrollando los estudios bellistas sobre nuestras culturas seculares, cuando advino el compromiso de su viaje a Chile, con las consecuentes y múltiples responsabilidades que debió asumir. Nuevamente acudo a Grases para definir lo que significó para el caraqueño el traslado a la tierra bordeada por el Pacífico:

desde la llegada a Santiago, olvidó los temas de erudición para entregarse al empeño de formador de la población chilena. A su asombrosa capacidad se debe que haya podido atender tan distintos oficios: crítico, historiador, codificador, filólogo, filósofo, legislador, creador de la administración pública, edu-cador hasta el Rectorado de la reformada Universidad, perio-dista, sin dejar nunca la obra de poeta (Grases, 1981a: 570).

Siendo así, debió descuidar el estudio que es objeto de estas páginas. Sin embargo, su labor no fue infructífera en este campo. En la década del cuarenta se produjo el enriquecedor encuentro con otro intelectual de similar valía. Ese encuentro da motivos en el presente para formular una cadena de conjeturas. Lo fundamental de esos indicios se planteará de seguidas.

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Corría el año de 1845 cuando se radica en Chile el argentino Juan María Gutiérrez. Había nacido en 1809, de modo que,

por mucho, podría ser hijo del caraqueño (recordemos que Bello nació en 1781). El recién llegado se establece en Valparaíso, lugar desde donde despliega una intensa actividad intelectual. Es, pre-cisamente, en esa ciudad donde publica en 1846 uno de sus libros más celebrados: América poética, obra que subtitulaba de esta manera, “Coleccion escojida de composiciones en verso, escritas por americanos en el presente siglo”.

Para la preparación de su voluminoso material impreso, contó con la ayuda de Andrés Bello. Juan María Gutiérrez tomó la decisión más inteligente de esos años; como no podía ser hijo del venezolano, optó por ser su discípulo. En realidad, Gutiérrez y Bello estaban llamados a conocerse. No sé si hubo entre ellos contacto personal, aunque es casi seguro el hecho. A final de cuentas, vivían cerca, uno en Santiago y el otro en Valparaíso, como quedó dicho. Por añadidura, Sarmiento, otro argentino amigo de Gutiérrez, también

Andrés Bello y Juan María Gutiérrez

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vivía en Santiago, por lo que han debido tener contacto directo. Y, para completar la suma, Bello y Gutiérrez tenían un amigo en común: José María Olmedo.

Hemos hecho vuelo rasante en la amistad que unió al venezola-no y al ecuatoriano; pero, por el lado de Gutiérrez, también se dio cercanía afectiva con el guayaquileño, al punto que el porteño editó la poesía de Olmedo en un volumen que colma las precisiones: Edi-ción ordenada de Obras Poéticas por José Joaquín Olmedo, título que era seguido por la siguiente coletilla: “Única coleccion comple-ta, revisada y corregida por el autor y ordenada por J.M.G.”53.

De todas maneras, si Bello y Gutiérrez no se conocieron personalmente, hubo entre ellos cercanía epistolar: son frecuentes los contactos entre ellos. Infelizmente, en Venezuela no tenemos al alcance esa correspondencia del argentino, la cual ha sido editada por el Congreso de su país54. No obstante las dificultades que menciono –y al margen de que hayan madurado un contacto más cercano– queda claro que los unía una avidez intelectual fuera de lo común.

Sabemos de las dotes intelectuales de Bello; y para el lector actual que desconozca el alcance de la valía de Gutiérrez, con frecuencia se mencionan los elogios que le dirigió Marcelino Menéndez y Pelayo. Las palabras que el español, estudioso de la literatura, le prodigó sin mezquindades fueron las siguientes: “no sólo fué el más correcto de los vates argentinos, sino el más completo hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del nuevo Continente” (Vol. XXVIII: 383). Probablemente a Gutiérrez, quien había rechazado

53 La obra se publicó en Valparaíso: Imp. Europea, 1848.

54 En las Obras completas de Bello (tomos XXV-XXVI) están algunas de esas car-tas. Muy probablemente otras muestras de esa correspondencia estén consignadas en Raúl J. Moglia y Miguel O. García (coords.). Archivo del doctor Juan María Gutié-rrez. Epistolario. Buenos Aires: Biblioteca del Congreso de la Nación, 1979-1990, 7 vols.; esos volúmenes no se encuentran en nuestros repositorios bibliográficos.

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incorporarse a la Real Academia Española, le habría resultado intrascendente la opinión de un español55 sobre su trabajo como estudioso de la literatura del continente.

El rechazo le habría surgido desde las primeras páginas de reflexión de Historia de la poesía sobre la República Argentina, pues ese análisis comienza afirmando que la literatura en ese país: “empieza allí, como en lo restante de América, con crónicas y relaciones del descubrimiento y de la conquista” (Vol. XXVIII: 301-301). Una sentencia que habría golpeado el ánimo de Gutiérrez, ganado a la idea de asimilar las propuestas literarias de los naturales de la América Hispana. Más adelante agrega el estudioso español las palabras repetidas por todo aquel que se acerque a la obra del editor de Olmedo: “Como crítico no ha tenido rival en América después de Andrés Bello y antes de Miguel A. Caro” (Vol. XXVIII: 384).

Al margen de que lo haya dicho Menéndez y Pelayo, lo cierto es que para los lectores del presente resulta imprescindible establecer los vínculos intelectuales entre el venezolano y el argentino. Por la correspondencia que se conserva de Bello, se sabe que Gutiérrez lo consultó varias veces mientras preparaba la América poética56. En fecha reciente, Juan G. Gómez García ha recordado que también acudió a las voces autorizadas de Olmedo, García del Río, Echeve-rría, Mármol y Juan Godoy para idénticos fines (p. XXXIX).

Pero por la trascendencia de los aportes que habían obsequiado a los lectores de América desde 1823, es probable que con Bello y García del Río haya sentido especial identificación. Sobre todo en lo que se refiere al valor que éstos habían otorgado a las culturas seculares de América, durante sus años de magisterio londinense.

55 La primera edición de la Historia de la poesía hispano-americana, donde Menéndez y Pelayo consignó ese juicio, es de 1911-12, Gutiérrez había muerto en 1878.

56 Obra que sustenta el mérito de ser la primera en recoger la producción poé-tica representativa de todo el continente.

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El valor (y reconocimiento) de esa deuda intelectual queda abiertamente de manifiesto cuando Gutiérrez elabora la nota de presentación de su libro de 184657. En ese momento es cuidadoso al mencionar en lugar destacado a “Los ilustrados redactores del Repertorio Americano”.

Pero un aporte mucho más importante ofrece el argentino a sus lectores en ese volumen salido de imprenta chilena, aludo a una serie de rápidas consideraciones sobre el fenómeno cultural al que Bello concedió poca (o, más bien, ninguna) importancia desde su estada londinense. Comienza el argentino a enunciarlo de esta manera: “Antes que la civilizacion cristiana penetrase en América con sus conquistadores, era ya mui conocido en ella y mui estimado el talento poético.// Algunos emperadores mejicanos, como los Sacerdotes del Asia antigua, vistieron las máximas de la moral y esplicaron la naturaleza con las formas de la poesía” (1846: vi).

Con esa primera declaración enmendaba el desliz del maes-tro, de Bello, cuando aquel apuntaba en 1827 que los mexicanos58 habían sido indiferentes a la poesía. Ahora, veinte años más tarde Gutiérrez plantea la necesidad de estudiar esa poesía que, ya lo sabe con certeza, existe y se conserva en número significativo.

Más todavía, estaba el argentino formulando una invitación novedosa en esos tiempos, por cuanto proponía, de manera im-plícita, una serie de consideraciones poco (o nada) tomadas en cuenta por sus colegas especialistas en el área literaria. Entre esas consideraciones enumero las siguientes. En primer orden, la apropiación de la tradición milenaria del continente no era sólo campo limitado a la historia, la arquitectura, la arqueología, la

57 Que titula “Los Editores” (pp. v-ix).

58 También habló de los egipcios en aquel momento, como recordamos, pero las particularidades de esa comunidad cultural no es asunto que trate Gutiérrez.

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hidráulica, las técnicas de cultivo, el urbanismo, como parecía ser el enfoque que privilegiaban Bello y García del Río en sus dos revistas londinenses. También la literatura de América tenía claros antecedentes, esos antecedentes se situaban desde los si-glos previos al asentamiento de los españoles en América.

En segundo orden, se trata de un enfoque que habla de re-construir la historia de las letras de Hispanoamérica, pues esa historicidad no puede rehacerse a espaldas de los aportes legados por los pueblos que originalmente poblaron este suelo. En con-secuencia, según quedó dicho, no afiliaba la tesis de Menéndez y Pelayo, y, por extensión, de la mayoría de los letrados del conti-nente, quienes veían los inicios de nuestra literatura en las letras españolas cultivadas por los conquistadores asentados en este suelo y, por inferencia de esa noción que creían obvia, como una rama de la producción literaria de la antigua metrópoli.

Pero no queda allí lo manifestado por Juan María Gutiérrez en esas primeras páginas de su antología. A continuación sigue con estas precisiones.

El nombre de Haravicus, que llevaron los vates mediante el reinado de los Incas peruanos, significaba, en lengua de los mismos, inventor, probando en esto que exijian de sus canto-res el ejercicio de la mas alta facultad del espíritu humano. La voz de los haravicus, segun el testimonio de Garcilaso, se alzaba en los triunfos, en las grandes solemnidades del impe-rio; y sus poesías, servian, como la historia, para perpetuar el recuerdo de las hazañas y de los acontecimientos nacionales.

Hay que sumar a las conclusiones de Gutiérrez que hemos venido destacando, el mérito de haber ampliado las reflexiones sobre el mundo de nuestra literatura originaria a la zona Sur de América. Habíamos visto que la mayoría de los ejemplos y de

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las experiencias conocidas por Bello se centraron en la realidad mexicana. Con Gutiérrez (como con García del Río) el ámbito espacial se amplía y se traslada cientos de kilómetros al extremo del territorio continental.

Y para adicionar un nuevo elemento, el otro encomiable aporte que lega Gutiérrez a sus pares del continente en lance de estudiar nuestro campo literario, se manifiesta en los esfuerzos por integrar otras voces del complejo tramado social de esos pueblos americanos que quiere reivindicar. Hemos leído las alusiones a los vates consagrados en el reinado de los Incas. Pero, poco después, también incorpora el valor de las voces poéticas salidas de la amplia base social representada por los habitantes de comunidades que no formaron parte de imperio alguno. En ese predicamento sostiene:

Mas no por eso estaba esclusivamente encerrada la poesía de América en el ámbito de aquellos emporios de civilizacion antigua. Las tribus indómitas que inspiraron a Ercilla octavas inmortales, tenian sus Jempin, nombre espresivo que signifi-caba “dueños del decir”, y que conviene perfectamente a los poetas del Arauco, estando a la opinion del mas afamado de sus cronistas. Los que adoraban al astro del dia como a la primera de sus divinidades, debieron esperimentar el entu-siasmo que distingue al poeta, ayudándose para espresarlo de las imájenes pintorescas propias de los idiomas primitivos. Asi es que, segun los viajeros en América y sus muchos histo-riadores, casi no hai una tribu, ya more en las llanuras o en las montañas, que no tenga sus varones inspirados, y su poesía mas o ménos rústica (pp. vi-vii).

De tal manera, tanto como se entusiasma con las producciones poéticas de los vates consagrados en las más desarrolladas comunidades (como México o el Perú), también reivindica las

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propuestas estéticas de otras regiones. Ello significa que no es el Inca el único portador de la palabra que legitima y/o enaltece (tal como se vio en el poema de Olmedo), también gozan de ese privilegio los “varones inspirados” de los montes y de los llanos; vale decir, el hombre del común.

Es evidente que Juan María Gutiérrez está consolidando una tra-dición en el sentido más noble que el término alcanza. Ha recibido estímulo de los maestros (Bello y García del Río), desde los tiem-pos de la Biblioteca Americana. No abrigo dudas en relación con un asunto que no puede ser soslayado: es un hecho que si destacá-ramos el diálogo entre las propuestas de García del Río y Gutiérrez, también estaríamos en capacidad de advertir cercanías y diferencias. Pero en cuanto es su relación con Bello el tema de interés actual, cobra sentido el que tratemos las coincidencias y desencuentros con el maestro. Por estar convencida de que el conocimiento que nos pre-cede es base fundamental de los estudios literarios latinoamericanos, pues es a partir de la familiaridad con esos aportes heredados como podemos comprometernos a enriquecerlos, y superarlos, elogiamos la tarea que se impone Juan María Gutiérrez.

Es así como el argentino, operando como discípulo, asimila al maestro y se compromete a optimizar sus juicios. Ese proceder pone en ejercicio un principio que defenderá años más tarde (en 1927) el peruano José Carlos Mariátegui cuando postulaba que “la tradición (...) es viva y móvil” (Vol. 6: 129); y precisaba en otro de sus trabajos que la tradición (que no debe confundirse con tradicionalismo) “es fermento e impulso de progreso y superación” (Vol. 11: 123).

Y esa disposición a superar lo que debe ser dejado atrás es lo que emprende Juan María Gutiérrez a partir de las propuestas bellistas. Está de acuerdo con el maestro caraqueño en incorporar la tradición indígena a la historia de la cultura de América. Pero, medita más profundamente este asunto, y llega a la conclusión (que le celebramos en el presente): también la literatura hace parte

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de esa tradición y, dando un paso más adelante, con extrema cla-rividencia, nos dirá que no se trata de estudiar en ese pasado las avanzadas de las culturas con mayor grado de plenitud material, sino también aquellas que no hicieron parte de circuito imperial alguno. Y, todavía, va más adelante al momento de expresar que también las avanzadas de los poetas que no hacían parte de circuitos de poder deben ser incorporadas al catálogo de obras estéticas.

Bastarían esas cortas palabras que enuncia como presentación de América poética para que el nombre de Juan María Gutiérrez al-cance jerarquía destacada entre los teóricos de nuestra literatura. No obstante, lo que había alcanzado a proponer no le fue suficiente. De tal forma, no pongo en dudas que se habrá planteado la necesidad de acometer una serie de estudios antes de proponer una teoría que dé soporte a su demanda historiográfica. Esa preparación le toma poco más de veinte años, pues es en 1869 cuando publica en la Revista de Buenos Aires en dos entregas (en los tomos IX y XX) el saldo de sus investigaciones. El resultado lo tituló “De la poesía y la elocuencia de las tribus de América”. Felizmente, esa enjundiosa meditación está al alcance del lector venezolano, por cuanto ha sido incorporada al volumen que recoge parte de la obra que firmó Juan María Gutiérrez, con prólogo de Juan G. Gómez García y con pie firme de Biblioteca Ayacucho.

Es evidente que el escrito es el fruto de lecturas y detenidas ela-boraciones mentales a lo largo de muchos años. De entrada, y fiel a sus convicciones, llama la atención que no se dedica a los grandes imperios. Habrá pensado que la atención a esas comunidades resul-taba natural, por cuanto es inocultable el valor de su mera presencia. De ahí que se propone el estudio de zonas culturales que son menos demandadas. En ese predicamento, opta por centrar la mirada en los araucanos y los guaraníes, vale decir, en los habitantes de los actua-les territorios de Chile, Paraguay y parte de la Argentina.

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Pero no entra a estudiar la literatura de manera inmediata, como cabe imaginar después de haber leído la presentación de la América poética, donde planteaba la necesidad de acercarse a esas manifestaciones estéticas. Ya es un convencido de que una litera-tura responde a factores concretos, históricos, sin el conocimiento de los cuales no hay reflexión ni análisis posibles. Por eso medita en las primeras páginas de su demanda sobre este aspecto. Lea-mos sus palabras a tal propósito:

Nos adelantaremos a convenir con las personas reflexi-vas, que la materia de nuestra curiosidad es tan vasta y complicada como dificultosa, por cuanto se relaciona íntimamente con casi todos los ramos de la etnografía americana. Tócase con los ritos, con las ceremonias re-ligiosas, con las tradiciones de los orígenes de cada na-ción y aun de cada tribu, puesto que todo cuanto atañe a la religión y a los mitos de este nuevo mundo, no puede considerarse sino como resultado de la inventiva de sus naturales humanamente inspirados. Tócase con la fisio-logía y con la psicología por el lado de la sensibilidad, de los afectos y de la ideas; en una palabra, con todos los agentes morales, porque sin la acción activa de estos y sin cierto grado de cultura y de elevación en el espíri-tu, es imposible al hombre interesar a su semejante con rasgo alguno que entre dentro de la generosa y brillante esfera de la elocuencia y la poesía (2007: 257).

De ahí que proceda, a lo largo de esos años, a acudir a las fuentes que recomendaba Bello. No perdamos de vista que, en 1848, el venezolano había entregado a la imprenta de El Araucano su breve planteamiento que tituló “Modo de estudiar la historia”. Allí conminaba a la juventud chilena a fortalecer la independencia del pensamiento pues, era su deseo “sobre todo precaverla de una

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servilidad excesiva a la ciencia de la civilizada Europa” (1981d, T. XXIII: 250). Al efecto, invitaba a evitar el exceso de nomenclaturas filosóficas y proponía a quien quisiera estudiar cómo se produjo, por ejemplo, la experiencia de los primeros españoles en América o, si preferían, la etapa de conquista, que leyeran las fuentes originales: “el diario de Colón, las cartas de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés” (1981d, T. XXIII: 251) las consideraba fuentes de estudio, imprescindibles para quien se interesara en esos temas.

Discípulo diligente, fue esa la acometida que emprendió Juan María Gutiérrez cuando se propuso explorar el universo de nuestras culturas ancestrales. Acudió a las fuentes escritas salidas de mano española. Sabía que no tenía otro modo de iniciar el deseado acercamiento cultural, por cuanto no tenía dominio de las lenguas propias de América. La experiencia que acumuló tuvo dos vertientes. Una de ellas lo llevó a esta constatación:

El espíritu se entristece bajo el peso de la incertidumbre al establecer el grado de desarrollo moral a que habían alcanzado nuestros indígenas al comenzar la conquista. Las fuentes de donde debiera surgir la verdad son turbias y la mirada del indagador no alcanza hasta el fondo en donde se espera encontrar la incógnita de este problema interesante. Todos los historiadores, ya sean guerreros, literatos, sacerdotes o magistrados, todos repiten en cada una de sus páginas la palabra “bárbaros” justificando con este epíteto los cruentos procederes del europeo civilizado (2007: 306).

Visto de esa manera, las fuentes que recomendaba Bello, y a las que acudió Gutiérrez, fueron los cronistas que abordaron las culturas que explora el argentino59. Una primera aproximación a esos

59 Algunos de esos cronistas son: Alonso de Ercilla y Zúñiga, Pedro de Oña, Martín del Barco Centenera, Inca Garcilaso de la Vega, Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, el abate Juan Ignacio Molina...

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autores lo lleva a advertir de qué manera tergiversan la información que organizan, o sea, cómo minimizan y menosprecian al hombre natural de América.

Sin embargo, no deja de advertir Gutiérrez que hay posibilidad de otra lectura. De tal manera, y a contrapelo de esos insumos noticiosos que objeta –por la intención abiertamente hostil, insiste, de los emisores de esos textos para con el nativo originario de América–, se filtran otro tipo de valoraciones. Es como si nos dijera que el verdadero estado de esas culturas aflora (no obstante la aviesa intención de los escritores españoles) debido a la fuerza de su entidad histórica. En el presente podemos entender que lo que hace es una lectura desideologizada del discurso: obtiene del enunciado escrito mucho más de lo que el autor cree estar diciendo. Al respecto, veamos las palabras de Gutiérrez:

Y sin embargo, en esos mismos libros en que se estigmatiza al indígena y se lanza el anatema que le condena a morir sin defensa en la hoguera o por el hierro, se encuentran los testimonios más claros para convencer que aquella barbarie no era, con mucho, tan absoluta como la historia apasionada la ha pintado hasta aquí (2007: 307).

De la misma manera que Marx advirtió que siendo Balzac mo-nárquico declarado, en sus obras encuentra el lector la constatación (que no es su propósito) de una sociedad regida por desigualdades profundas que no muestra signos de superación, podemos decir que con esa mirada crítica, escrutadora, se acerca Gutiérrez a esas fuentes. Desde esa estrategia lectora, poco a poco, va logrando lo que planteó al comienzo de su escrito: que los hechos sociales ‘antecolombianos’, como los llama, “dejen de ser misteriosos y se aúnen a la tradición y a la vida de la humanidad toda entera, de la cual la ignorancia los tenía como divorciados” (2007: 256).

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Por esa razón, una vez cumplido el requisito de ir a documen-tos impresos cercanos a los hechos que aborda (los emitidos por los conquistadores y los llamados pacificadores) y, toda vez que ha puesto el ojo en la naturaleza, en las técnicas de cultivo, en las cere-monias, en las artes de la guerra, en la alimentación, en suma, en el conjunto de la vida en sociedad, arriba a esta conclusión de índole literaria:

En lengua guaraní pueden encontrarse algunos cantos, algunas poesías inspiradas por el amor a la mujer; pero no en la lengua araucana. Los hombres de esta habla, no han sabido encontrar himnos a la belleza, ni siquiera a los afectos sensuales que des-piertan a todos los grados de civilización los atractivos del sexo más débil cuyos favores es preciso conquistar apoderándose de la voluntad. El araucano obtiene una mujer por contrato de compraventa celebrado con el padre de la pretendida, sin con-sultarla para nada. Por esta razón no emplea jamás su elocuen-cia sino en los parlamentos, al frente del enemigo para alentar sus hijos al combate, ni entona himnos sino por los muertos heroicos y en celebridad de la victoria (2007: 276).

Para ilustrar las últimas líneas de la cita transcrita, insistirá en esas otras virtudes que encierra la lengua de los naturales de Chile. A tal efecto, Gutiérrez dedica buen número de páginas a demostrar el rico comercio de ideas que cultivaban los araucanos en sus conversaciones. Siendo así, no debe sorprender que sea la elocuencia el arte que supieron afinar con esmero. Y a esa destreza de la familia ampliada de Colocolo, Caupolicán y Lautaro dedica estas otras líneas de reconocimiento en la materia antes dicha:

Pero el estilo se levantaba, la oratoria cobraba vuelo, y todos los resortes del lenguaje y del idioma más puro salían a (sic)

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plaza, cuando el orador tomaba la palabra delante de un auditorio numeroso convocado para tratar negocios graves de la república (p. 297).

De la poderosa influencia de la palabra que fluía del orador, hay testimonios que dan cuenta de qué manera influía ese verbo inflamado en el ánimo y en la conducta del auditorio a quien cau-tivaba, embelesaba, hasta empujarlo a la acción. Uno de los casos de destreza elocutoria que logra reconstruir a través de los datos que proporciona la crónica, es el del cacique Michlimalongo. No vacila en describir sus capacidades en el campo como “vaciado en el molde del perfecto orador de los preceptistas antiguos” (2007: 305-306). Y es que el jefe araucano “no sólo poseía los secretos de la palabra desde el más ajustado raciocinio hasta la amarga ironía, sino las demás calidades que aseguran el éxito del que habla en público en circunstancias solemnes” (2007: 305).

Es de lamentar que en esta edición de Biblioteca Ayacucho dedicada a la obra de Juan María Gutiérrez no se manifieste el interés del prologuista en el tema que ocupa mi atención en este momento. A pesar de que el volumen toma como título (con po-quísimas modificaciones) el mismo que lleva la detenida reflexión de 1869: “De la poesía y la elocuencia de las tribus de América”, no se ofrece en las páginas prologales ningún comentario sobre la significación de ese escrito en el panorama de las letras conti-nentales o, para ser exactos, en los estudios literarios de América hispana, como tampoco en el conjunto de las propuestas teóricas de su autor.

Nosotros reconocemos en ese escrito un momento crucial en el cual se consolidan propuestas de vieja data que, familiares a los emi-grados hispanoamericanos en Londres, entre ellos el neogranadino Juan García del Río y, sobre todo, el venezolano Andrés Bello, logran concreción más acabada en el argentino Juan María Gutiérrez.

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No oculto mi interés en el tema referido a la tradición para organizar las líneas, las orientaciones, que definen nuestra

literatura y, además, para la consolidación de los estudios litera-rios del continente. En ese predicamento, no temo resbalar por el lugar común al repetir que una disciplina social (como es el caso de los estudios literarios) consolida sus conquistas en la medida que, como veíamos en las palabras de Mariátegui, enriquece pro-puestas del pasado y las lleva a nuevos niveles de significación.

Situados en esa perspectiva, el análisis que ofrece Juan María Gutiérrez para situar en una plataforma legítima formas discursi-vas de los araucanos que define en términos de elocuencia, pienso que tiene consecuencias sumamente fértiles. Sobre todo cuando, en estos años en los que se celebran fechas bicentenarias a partir de las declaraciones de Independencia en América hispana, el aná-lisis de los discursos acuñados a partir de 1810 demanda análisis puntuales que los sitúen con validez en las demandas de esos (y los actuales) tiempos.

Epílogo

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Como se recuerda, no ha faltado quien sostenga que la verdadera literatura de los años de lucha militar por la Independencia, son formas discursivas poco convencionales como las proclamas, los bandos, las cartas y las arengas, sobre todo. Esas formas discursivas adquieren significación estética por cuanto en esos años hay una nueva consideración de la función de la palabra en esos conmocionados tiempos.

En esa opción se inscribe la palabra del chileno Nelson Osorio cuando propone esta base de sustentación teórica:

Tal vez lo más interesante y significativo de una nueva cultura emergente en esos años [de emancipación] no se encuentra en obras canónicamente consideradas literarias. Es interesante, aunque ha sido soslayado en gran medida, el registro de una amplia producción de textos que, desembarazándose de los ceñidores codificados de la “literatura”, dieron lugar a lo que pudiera considerarse como el “género” más propio del período. No existe un nombre común para esta modalidad expresiva, que utiliza y reanima formas menores del discurso burocráti-co, forense o didáctico para darles nuevas funciones; pero es evidente que bajo las diversas denominaciones con que se dan a conocer estos textos –“Declaración”, “Proclama”, “Arenga”, “Memorial”, “Representación”– subyace una misma búsqueda formal y expresiva (1993: 76-77).

A partir de la lectura de esas líneas, puede advertirse el valor que encierra la propuesta analítica de Juan María Gutiérrez. Sabemos que al explorar las formas discursivas araucanas habló de ‘elocuencia’. ¿No será válida esa categoría para iniciar el acercamiento a esas diversas manifestaciones orales y escritas del período emancipador, tal como reclama Osorio?

Y es que, no puede soslayarse, además de la recuperación de nues-tro pasado literario con sello ancestral, Juan María Gutiérrez nos está

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proporcionando un modelo para aprehender y dar con el cabal signifi-cado histórico y literario de los productos verbales (impresos y orales) que se generaron, cuando menos en Venezuela, a partir de 1797.

Pero, sin duda, ese tema no es materia para desarrollar en este mo-mento. Quede como compromiso personal para indagaciones futuras.

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bases del concurso

El Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, abre el siguiente concurso literario con el propósito de estimular el es-tudio y la investigación exhaustiva de la obra y vida de Andrés Bello y por extensión, la creación literaria en todos los venezo-lanos. Este certamen está enfocado en el Andrés Bello humano, cercano a nosotros, en ese venezolano apasionado de la naturale-za, de su historia y la escritura.

Dicha convocatoria “Andrés Bello Nuestro” busca dar a co-nocer no sólo al humanista, al sabio, sino sobre todo al Andrés Bello de su infancia, al apasionado por la lectura y la enseñanza, así como su duro vivir y su ideario de unidad latinoamericana, tanto en la soberanía lingüística como literaria.

Bases del concurso

1.- Podrán participar profesores, estudiantes y la comunidad en general.2.- El tema tratará de la vida de Andrés Bello desde su nacimiento, infancia, adolescencia y juventud en Caracas hasta sus días en Lon-dres y Chile. Se aceptará cualquier elección relativa a la vida de Bello: Bello estudiante, lector, maestro, periodista, funcionario, representan-te diplomático, poeta, lingüista, gramático o catedrático, así como

III Concurso Nacional de Ensayo “Andrés Bello nuestro” 2013

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también Bello el nostálgico de Caracas y el de las corresponden-cias epistolares. 3.- Se hará especial énfasis en los contenidos pedagógicos de estos ensayos, su originalidad, rigurosidad histórica, su sencilla redacción y correcto uso de las citas de otros autores.4.- Los textos deben ser inéditos, escritos en español y no estar comprometidos con su participación en otro concurso. La exten-sión no podrá exceder las ochenta (80) cuartillas, a doble espacio, en letra Times New Roman, tamaño 12.5.- Las obras deben ser presentadas con seudónimo. En so-bre aparte se incluirán los datos personales del autor: nombres y apellidos, cédula de identidad, dirección, teléfonos de contacto, correo electrónico y reseña biográfica.6.- Se admitirán los manuscritos individuales y los enviados de modo colectivo, es decir, elaborados por varios autores. 7.- Los participantes deben enviar en sobre cerrado tres (3) copias impresas, así como una versión digital en CD a la Coordi-nación de Promoción y Eventos de la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, ubicada entre las esquinas Mercedes a Luneta de la Parroquia Altagracia. Caracas 1010, Venezuela. Teléfonos (0212) 562-55-84 / (0212) 562-73-00.8.- El concurso está dotado de un premio único de diez mil bolívares (Bs. 10.000,00), la publicación de la obra.9.- El plazo para la recepción de las obras será hasta el 15 de octubre de 2013. La premiación se realizará durante la 10ma Fe-ria Internacional del Libro de Venezuela (Filven) 2014.10.- El jurado estará integrado por tres escritores de reconoci-da trayectoria.11.- Los originales no premiados no serán devueltos y se des-truirán una vez divulgado el fallo del jurado. 12.- Lo no previsto en las bases será resuelto por el jurado y los organizadores.

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1000 ejemplares

Este libro fue editado por la Funda-ción Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. Fue compuesto con la familia tipográfica Time New Roman. Se ter-minó de imprimir en la Fundación Imprenta de la Cultura en el mes de octubre de 2014, año de la conme-moración del centenario de:

Julio Cortázar,

Octavio Paz,

Adolfo Bioy Casares,

Nicanor Parra y

William Burroughs.

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Casa Nacional de la Letras Andrés Bello

En esta oportunidad, la brillante ensayista Mirla Alcibíades, sorpren-de a los lectores con un tema poco conocido, tanto para los estudiosos de la historia de Andrés Bello, como para el público en general.Trata este libro de la relación de Bello con los calendarios y con las más antiguas manifestaciones culturales americanas. Entre otros tópi-cos, nos ilustra sobre su relación intelectual con el pensador argentino Juan María Gutiérrez.Abre una nueva ventana al pensamiento decimonónico, la autora con la exactitud y pulcra prosa a que nos tiene acostumbrados, hace de esta obra un texto necesario para todo aquel que se considere interesa-do en la trayectoria de Bello, ofreciendo además importantísimas referencias para los investigadores que encaminen su inquietud hacia la ruta de los antecedentes culturales hispanoamericanos.

Andrés Bello

Ximena Hurtado Yarza

Maturín, estado Monagas, 1953. Investiga-dora de Centro de Estudios Latinoamerica-nos Rómulo Gallegos (Celarg). Por su trabajo de investigación ha recibido el premio único por la Academia Venezolana de la Lengua, en la ocasión centenaria de la revista El Cojo Ilustrado (1993); el Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas (Celarg 2002) y el Premio Especial en el IV Premio Nacional del Libro de Venezuela (mención Literatura escrita por Mujeres, 2006). Entre sus publicaciones se cuentan: La heroica aventura de construir una república (2004); Periodismo y litera-tura en Concepción Acevedo de Tailhardat (2007); Carlos Brant (2010); Venezuela en José Martí (2010); Andrés Bello en Cara-cas (2011); y Mujeres e Independencia. Venezuela 1810-1821 (2013).

Andrés Bello,Juan María Gutiérrez

y las culturas originarias del continente

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Concurso Nacional de EnsayoAndrés Bello NuestroGanadora 2013