a 25 años de su muerte, la recuerda en un christina...

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D espués, me dio un tour por la fabulosa embar- cación de 97 metros de eslora y a la que el rey Faruk de Egipto llamó “el último grito de la opulencia”. Que- dé impresionada con la mo- derna tecnología del barco: disponía de radar, central telefónica con cuarenta y dos líneas, sistema de aire acon- dicionado central, quirófano y sala de rayos X, una pileta cuyo piso estaba decorado con mosaicos que replica- ban escenas de la mitología griega y que se podía elevar al nivel de la cubierta y servía de pista de baile. En fin, ¡una maravilla! Pero lo que más me sorprendió fue la suite de Ari, que consistía en cuatro cuartos en la cubierta, con una bañera hundida de lapis- lázuli y paredes cubiertas con espejos venecianos. Nos instalamos en nuestros camarotes –el yate tenía nue- ve, cada uno con el nombre de una isla griega– y me pre- paré para ir a la playa. (…) Al llegar, nos encontramos con un Ari sumamente bronceado y con el cabello despeinado, a lo sauvage. Su pelo canoso contrastaba con su vientre y Marina junto a Christina en el legendario Maxim’s, uno de los restaurantes favoritos de los Onassis en París, poco tiempo después de que Alexander –el único hijo varón del armador de barcos– muriera en un accidente de avión, en enero de 1973. “No había ocasión en que Louis Vaudable, el dueño del célebre restaurante, dejara de acercarse a la mesa para saludar a Ari”, cuenta la autora. En exclusivo, un adelanto de Mi vida con Christina Onassis, la verdadera historia jamás contada. Su infancia de “pobre niña rica”, sus cuatro matrimonios fallidos, la complicada relación con Jackie Kennedy y María Callas, la maternidad y su triste final en Argentina A 25 años de su muerte, Marina Tchomlekdjoglou la recuerda en un libro conmovedor CHRISTINA ONASSIS EN bOCA DE Su MEJOR AMIgA

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D espués, me dio un tour por la fabulosa embar-cación de 97 metros de

eslora y a la que el rey Faruk de Egipto llamó “el último grito de la opulencia”. Que-dé impresionada con la mo-derna tecnología del barco: disponía de radar, central telefónica con cuarenta y dos líneas, sistema de aire acon-dicionado central, quirófano y sala de rayos X, una pileta cuyo piso estaba decorado con mosaicos que replica-ban escenas de la mitología griega y que se podía elevar al nivel de la cubierta y servía

de pista de baile. En fin, ¡una maravilla! Pero lo que más me sorprendió fue la suite de Ari, que consistía en cuatro cuartos en la cubierta, con una bañera hundida de lapis-lázuli y paredes cubiertas con espejos venecianos.

Nos instalamos en nuestros camarotes –el yate tenía nue-ve, cada uno con el nombre de una isla griega– y me pre-paré para ir a la playa. (…) Al llegar, nos encontramos con un Ari sumamente bronceado y con el cabello despeinado, a lo sauvage. Su pelo canoso contrastaba con su vientre y

Marina junto a Christina en el legendario Maxim’s, uno de los

restaurantes favoritos de los Onassis en París, poco tiempo

después de que Alexander –el único hijo varón del

armador de barcos– muriera en un accidente de avión, en enero

de 1973. “No había ocasión en que Louis Vaudable, el dueño

del célebre restaurante, dejara de acercarse a la mesa para

saludar a Ari”, cuenta la autora.

En exclusivo, un adelanto de Mi vida con Christina Onassis, la

verdadera historia jamás contada. Su infancia de “pobre niña rica”,

sus cuatro matrimonios fallidos, la complicada relación con

Jackie Kennedy y María Callas, la maternidad y su triste final

en Argentina

A 25 años de su muerte, Marina Tchomlekdjoglou

la recuerda en un libro conmovedor

CHRISTINA ONASSIS

EN bOCA DE Su MEJOR AMIgA

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el traje de baño que llevaba: parecía un personaje de El viejo y el mar. De fondo, el océano apaciguado arro-jaba una postal sacada del Olimpo (…). En cuanto Ari nos vio, se acercó a saludarnos e inmediatamente me preguntó: “¿Querés un ouzo o una copa de champagne?”. Sin dudarlo, le acepté el ouzo; obviamente, Chris-tina pidió una Coca-Cola. A partir de ese momento empecé a sentir a Gre-cia más cerca que nunca, tanto en sus costumbres como en sus tradiciones: todo lo que comíamos era típica co-mida mediterránea. Me acuerdo per-fectamente de los mezes, esa especie de hors d’oeuvre, preparados con dedi-cación para el dueño de casa. Tam-bién el basturma, esa carne secada al sol condimentada con ajo puro y sal, muy popular en las clases populares griegas (…). Eso es algo que siempre admiré y que voy a ponderar de Ari: jamás renegó de sus orígenes y siem-pre pedía que le sirvieran los platos más típicos de Grecia, así fuera la comida más popular. De hecho, fue gracias a mi gusto por este tipo de comidas que Ari comenzó a tomar-

me mucho cariño y a considerarme como una hija (…).

UNOS DIAS EN SKORPIOS JUNTO A JACKIE

Al día siguiente de la llegada de Jackie a Skorpios, Christina y yo su-bimos a la casa grande para tomar el desayuno (…). Camino al comedor, me sorprendió encontrarme con ella. Vestida con un bikini negro, cola de caballo y grandes anteojos de sol, es-taba leyendo el diario y sobre la mesa tenía una copa de champagne. La saludé muy cordialmente y me fui a tomar el desayuno. Al poco rato, me cambié para ir a la playa con Christi-na: bajamos y ahí estaban Caroline y el sol de John John. Después de char-lar un rato, comenté que me gustaría hacer un poco de esquí acuático; sin dudarlo, el hijo de Jackie se ofreció para manejar la lancha.

A mi regreso, Jackie se estaba pre-parando para zambullirse en el mar: casi terminaba de ponerse las patas de rana y su gorra blanca de goma. Quedé impresionada cuando la vi de pie: si bien no era nada del otro mun-

“Al entrar, la tenue luz violácea de la capilla hizo que, mientras caminaba a ver a mi amiga a solas

por última vez, un escalofrío recorriera mi cuerpo”

En la casa de los Niarchos, en St. Moritz, durante el bautismo de Stavros Niarchos Jr., en 1985. Izquierda, abajo: Christina fue velada en la pequeña iglesia que los padres de Marina, Stylianos Tchomlekdjoglou y Mosha

Embirikos, donaron a la sede de la arquidiócesis ortodoxa griega, sobre la avenida Figueroa Alcorta.

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do, su silueta daba una sensación de perfecta armonía. Estaba muy fla-ca, por no decir huesuda –incluso, era algo zamba, porque sus piernas se abrían un poco–, pero la elegan-cia con la que se desplazaba y la forma en que movía su cuerpo ha-cían que luciera como una artista de cine. Al poco tiempo de que sa-lió del mar –después de nadar casi una hora– su pelo se secó, y me di cuenta de que Jackie tenía un ca-bello muy rizado: confieso que me alegré enormemente, ya que yo te-nía el mismo problema.

CALLAS Y ONASSIS:FUEGO GRIEGO

(…) Christina sólo se refería a ella de una forma despectiva, ya que la soprano provocó la ruptura del ma-trimonio de sus padres (fue en el living del Christina donde su madre, Tina Livanos, encontró a Ari hacien-do el amor con María). Ese año la soprano y su marido, Giovanni Me-neghini, habían sido invitados por los Onassis a Grecia. Se había forjado una amistad entre los dos matrimo-nios, ya que Aristóteles y Tina iban

constantemente a ver cantar a Ma-ría y pasaban largas temporadas en Montecarlo con la cantante y su ma-rido, además del príncipe Rainiero y Grace Kelly. Aquel verano, lo último que imaginó Tina era que su espo-so terminaría enamorándose de una mujer tan famosa y con un perfil tan alto como María.

Después del terrible incidente, Tina puso punto final a su matrimo-nio y dejó a Ari para casarse meses después con John Spencer-Chur-chill, marqués de Blandford. Tanto Christina como Alexander, por su-puesto, jamás olvidaron ese episodio y siempre maldijeron a María; un desprecio que Aristóteles conocía muy bien, porque jamás obligó a sus hijos a convivir con ella (…).

Sin duda, si hubo una pareja en la historia que se amó con pasión desenfrenada, esa fue la de Aristó-teles Onassis y María Callas. Ambos conformaban un fuego griego que jamás pudo extinguirse: ni en París, ni en altamar, ni en Skorpios… Don-de estuvieran, se amaban y se pelea-ban con locura. Sin embargo, la vida sentimental de María junto a Ari se

Christina siempre se refería a Skorpios como “el paraíso en el que quiero estar cuando envejezca

y en donde me refugio cuando las cosas se ponen demasiado difíciles”

Derecha: las íntimas amigas posan con el capitán Costas Anastassiadis, a cargo del Christina, en 1972. Cuando se jubiló, la heredera lo convirtió en uno de los telefonistas de Skorpios. Abajo: Christina en el living de la pequeña casa de dos habitaciones que mandó construir después de

la muerte de su padre. Era una construcción pequeña que tenía todas las comodidades para estar aislados del resto de los invitados que, habitualmente, recibía la hija de Onassis. Marina

junto al barón Heini Thyssen-Bornemisza durante un almuerzo en Skorpios. En la otra página, abajo: el Christina, el yate que Aristóteles compró en 1954 por cuatro millones de dólares y que fue completamente decorado por Tina Livanos. Marina, en una imagen de principios de los 70,

navegando en el Egeo.

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parecía más a la de los personajes que interpretaba en el escenario que a la de una diva de su envergadura, porque siempre vivió a la sombra del naviero. Y cuando estuvo a punto de ver realizado su sueño de ser madre y de tener algo más que las alhajas, las noches apasionadas y las flores que le enviaba el magnate, el hijo va-rón que engendró con Onassis nació muerto. La tragedia, una vez más, regresaba a su mundo. Por si eso fue-ra poco, unos meses después de ese duro golpe se enteró por los diarios de que Ari se había casado con la viuda más famosa del planeta, Jackie Kennedy. Como en Madame Butterfly, la tristeza llegó a su vida y se instaló para siempre.

ATHINA, EL GRAN AMOR DE SU VIDA

(…) Después de un largo tiempo sin saber nada de ella, una noche (Christina) me llamó muy emociona-da para darme la gran noticia: ¡esta-ba embarazada! Estaba por meterme a la cama cuando sonó el teléfono y del otro lado escuché su voz dicién-dome: “¡Hola, Marinita! Tengo que contarte algo muy importante: ¡¡¡Voy a ser mamá!!!”. Sinceramente, me puse feliz por ella, porque sabía que era una de las cosas que más anhela-ba en la vida, y ahí nomás comenzó a hacerme miles de preguntas sobre el embarazo: si iba a tener muchos vómitos y mareos, si era normal que tuviera tanto sueño, a partir de qué período llegaban los antojos… Que-ría saber todo sobre el proceso que le esperaba.

A los pocos días volvió a llamarme y, después de saludarme, me dijo: “¡¡¡Escuchá!!!”. De repente comencé a sentir unos latidos. “Es el corazón de mi bebé, Marina. ¡¡¡Estoy feliz!!!”. Intrigada, le pregunté dónde estaba, porque no era una hora en la que

pudiera visitar a un médico. Me dijo que estaba en su casa: “Me compré un sonógrafo para escuchar todos los días el corazón de mi bebé. Y ya decidí que si es una niña la llamaré Athina, como mi madre”, me confe-só emocionada. Esas eran las cosas que más me enternecían de Christi-na: podía ser muy infantil en lo que hacía, pero muchos de sus caprichos eran fabulosos. Día por medio me llamaba para que escuchara cómo latía el corazón de su bebé. (…)

Athina nació el 29 de enero de 1985 en el Hospital Americano de París (el mismo donde había muerto Aristóte-les) y, para no variar, me enteré de la noticia a través de la prensa: con una gran sonrisa en los labios, leí que la nena había nacido por cesárea con 2,800 kilos. Aunque suene extraño, Christina jamás me llamó para de-círmelo; sin embargo, por amigos en común sabía que estaba bien y que, aunque el parto había transcurrido sin contratiempos, Athina había teni-do algunas complicaciones del cora-zón al nacer. Finalmente, resultó que no era nada grave y la heredera de la mujer más rica del mundo creció de una forma normal. (…)

Arriba: Aristóteles con el gran amor de su vida, María Callas, en 1959. “Le fascinaba saber que María estaba con él por amor y no por su dinero. Entre ellos todo fue siempre muy transparente…

mientras duró, ya que Ari terminó poniendo los negocios de su imperio naviero por encima del amor que sentía por la soprano”, cuenta Marina. Abajo: el magnate y Jackie Kennedy, su

segunda mujer, en septiembre de 1970 llegando a La Côte Basque, el célebre restaurante francés de Nueva York. “Jackie era una mujer verdaderamente refinada, con un acento neutral y nada

americano: llamaba mi atención que jamás levantara la voz y que siempre hablara en el mismo tono: pausado y tranquilo”, asegura Marina.

Arriba: en el exclusivo King’s Club de St. Moritz, Marina conversa con Víctor Manuel de Saboya (actual jefe de la Casa Real italiana), ante la mirada de Tore Bergengren. Christina, sentada

sobre el piso. Abajo: una de las tantas noches que Marina comió en Maxim’s con los Onassis. “En medio de nuestras charlas banales, mi diversión pasaba por ver desfilar a todo el jet set

europeo por el lugar”, agrega. En la foto aparecen Jean-Paul Belmondo y Laura Antonelli sentados en la mesa contigua.

“Cuando vi a Jackie por primera vez, me quedé

impresionada: la elegancia con la que se movía hacía que

luciera como una artista de cine”

“Si hubo una pareja en la historia que se amó con

pasión desenfrenada, esa fue la de Onassis y María Callas. Conformaban un fuego griego que jamás

pudo extinguirse”

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Conocí a Athina en París cuan-do cumplió un año. A compara-ción de su madre, era callada y apenas levantaba la voz: todavía recuerdo su mirada con esos enormes ojos que me escrutaban con atención. Me sorprendió ver lo cambiada que estaba Christina: se había convertido en la mejor madre que vi en mi vida. Todas las mañanas pedía que la despertaran una hora antes que a Athina, así tenía tiempo de acicalarse, pei-narse y estar lista para cuando la pequeña despertara. Hasta el día en que murió, así fue la relación de Christina con su hija.

“È MORTA!”Sábado 19 de noviembre de

1988. Temprano en la mañana, una vez que Christina regresó de llamar a Athina a Suiza, me dijo que quería ir a hacerse las uñas y peinarse. Llamé entonces a An-drea para preguntar si podían re-cibirnos sin turno y, al poco tiem-po, ya estábamos instaladas en el salón de belleza de la calle Talca-huano. Mi amiga estaba de muy buen humor y no paró de ver revistas para ponerse al día de lo que sucedía en la Argentina, un país por el que sentía un cariño

muy especial y en el que su padre inició su fortuna. Era la primera vez en su vida, según le dijo a la manicura, que se pintaba las uñas de rojo: no tengo duda de que era cierto, porque jamás le había visto las manos con ese color. Al salir de ahí, el chofer nos llevó a la oficina de Jorge, mi hermano, que en ese entonces estaba ubica-da en la calle Alsina. Después de charlar un rato, Christina me dijo que no me preocupara por ella, que me fuera a casa a organizar todo para el weekend que pasaría-mos en mi quinta de Tortugas. Jorge y mi amiga se llevaban muy bien y podían durar horas con-versando, por lo que, tranquila, me fui a comprar todo para el asado del día siguiente. Por la tar-de, emprendimos el viaje hacia la quinta con Alberto [Dodero], mi ex marido, y mis hijas, Carminne y Tweety: Christina y Jorge segu-ramente llegarían para la cena, y yo quería tener todo listo. (…)

Una vez en la mesa, me sor-prendió que, después de mucho tiempo, Christina comenzara a hablar de su padre, de su herma-no, de una infinidad de cosas que jamás mencionaba… Era como si estuviera haciendo catarsis, una

“Conocí a Athina en París cuando cumplió un año. A comparación de su madre, era

callada y apenas levantaba la voz: todavía recuerdo su mirada con esos enormes ojos

que me escrutaban con atención”

Izquierda, arriba: el retrato de Athina con el que Christina siempre viajaba y que dejó en el living de la casa de Marina antes de morir.

Arriba: la pequeña heredera baila con su madre, quien amaba la música. Izquierda: la mejor amiga de Marina jugando en la pileta de Le Trianon –su casa de Cap Ferrat– con Athina y Tweety, su ahijada. “Esta es una

de las fotos que más me gustan de Christina. En ese entonces, me encantaba verla tan feliz disfrutando de la maternidad”, confiesa.

Arriba: Christina y Thierry, su cuarto marido y padre de su hija Athina, cortan la torta de boda durante la fiesta

para ciento cincuenta invitados en Maxim’s, el 17 de marzo de 1984. La heredera lució un vestido blanco bordado de Jean-Louis Scherrer y armó su peinado con extensiones

y un tocado de flores. Abajo: Marina fue la madrina de la ceremonia en la que Christina y Thierry se casaron por el rito ortodoxo griego. Para la ocasión, optó por un vestido

azul marino con lunares blancos y rojos de Givenchy.

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“Con este libro cierro un ciclo y te demuestro el afecto que me pediste días antes de tu muerte pero, sobre

todo, lo mucho que te extraño”

declaración de amor a sus seres más queridos. Mien-tras comíamos dijo cosas muy lindas sobre Aristóte-les, su padre, y sobre Alex, su hermano, pero nunca mencionó a su madre. Realmente se la veía ra-diante y feliz. Eleni –la go-bernanta que la acompa-ñaba desde su adolescen-cia– y yo nos mirábamos sorprendidas por todo lo que estaba confesando. Ya era de madrugada cuando nos levantamos del living para irnos a acostar. Siem-pre que estábamos juntas, Christina y yo dormíamos en la misma habitación, pero esa noche me dijo que se quedaría charlando con “Oro”, sobrenombre con el que cariñosamente llamaba a mi hermano. En realidad, le había pedido a Jorge que la acompaña-ra a la iglesia del fraccio-namiento: a ella le encan-taba rezar, así fuera en una iglesia católica.

Me preparé para irme a la cama, pero me di cuenta de que, con el apuro, me había olvidado de guardar un camisón en el bolso, y me acosté desnuda. Al rato, Christina regresó de la iglesia, entró en mi cuar-to y, jugando, me destapó porque quería charlar con-migo; cuando me vio sin ropa, soltó una carcajada. Entre risas le dije que es-taba muy cansada y que lo único que quería era dor-mir, así que volvió a arro-parme y, antes de apagar la luz, me tiró un beso al aire y me dijo “buenas noches” en griego. Esa fue la última vez que la vi con vida.

Al levantarme, pasadas las diez de la mañana, le

pregunté a Eleni dónde estaba Christina: me dijo que seguía durmiendo. Me acerqué a la puerta de su habitación, espié por la mi-rilla y vi luz. Entonces abrí la puerta y me sorprendí al ver que la cama estaba tendida pero con ropa en-cima; la puerta del baño se encontraba entreabier-ta y se escuchaba correr el agua. En cuanto entré, vi su cuerpo de espaldas, sentado y erguido, con la cabeza apenas ladeada. Sin hablarle ni tocarla, llamé a Eleni para decirle que Christina se había queda-do dormida, como sucedía muchas veces.

Eleni entró al baño para ayudarme a levantarla y lle-varla a la cama, pero, al ver-le la cara, gritó con angus-tia: “È morta! È morta!”. Yo no podía creer lo que escuchaba y, perturbada, salí corriendo a buscar a mi hermano. Junto con Al-berto, Jorge entró al baño y ayudó a Eleni a sacar el cuerpo: sobre una toalla, la acostaron en el piso de la habitación. Aún recuerdo los ojos abiertos de Christi-na que miraban el infinito. Entre lágrimas y totalmen-te consternada, aseguraba que estaba viva y que tenía-mos que llamar a un médi-co, pero con su mirada mi hermano me daba a enten-der que no, que Christina estaba muerta (…). •Extracto del libro Mi vida con Christina Onassis. La verdadera historia jamás contada, editado por Sudamericana.

Arriba: Christina y Marina, en agosto de

1981, en el aeropuerto de Atenas –vestidas de forma muy similar y luciendo la clásica

Speedy de Louis Vuitton– momentos antes de embarcarse

en el Learjet para pasar unos días en Skorpios.

Izquierda: con sus hijas en el living de

Villa Crystal, la casa de dieciocho habitaciones que Christina compró

en St. Moritz y que mandó decorar por

Valerian Rybar, uno de los interioristas más caros de los años 80.

Fotos: Archivo privado deMarina Tchomlekdjoglou yGetty Images