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para contemplar la historia MÁS ALLÁ DE LAS UTOPÍAS

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para contemplar la historia

MÁS ALLÁ DE LAS UTOPÍAS

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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

55 Benjamín González Buelta, SJ

SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR

LA HISTORIA

Más allá de las utopías

Editorial SAL TERRAE Santander

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© 1992 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20

39001 Santander

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed ¡n Spain

ISBN: 84-293-1066-5 Dep. Legal: BI: 898-92

Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

s

índice

Introducción 7

1. Liberar la mirada cautiva 9

2. Corazón petrificado y cegueras de la historia . . . . 17

3. Jesús, «parábola de Dios» 33

4. Moisés: encuentro en la periferia

con el Señor de la historia 51

5. Los signos no bajan del cielo; nacen de la periferia 61

6. Las parábolas: aroma y color del Reino 73

7. La conversión al Reino: de la soledad oprimida a la comunidad en fiesta 85

8. El misterio del Reino: confianza en la fuerza que asoma en lo pequeño 95

9. Lo nuevo del Reino: vigilancia para discernirlo y acogerlo 101

10. La creatividad del Reino: inventar caminos para lo nunca visto 109

11. La conflictividad del Reino: vivir el conflicto creando vida nueva 119

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6 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

12. El juicio del Reino: la confrontación con los últimos como norma definitiva 131

13. La celebración del Reino: los cantos de la fiesta final en medio de la dureza del camino 139

14. La oración del Reino: el Padre de bondad en el centro de toda situación 149

15. Rasgos de la experiencia contemplativa de la historia 157

Introducción

Un cierto desaliento paraliza hoy a muchos cristianos comprometidos con los empobrecidos. Se extiende un discurso que ha decretado el fin de las grandes utopías sociales. Esta afirmación se alimenta desde situaciones sociales y personales diferentes: la experiencia del hun­dimiento progresivo en la miseria de las periferias del mundo que padecen las políticas económicas neolibe­rales; el desencanto postmoderno frente a las utopías; la caída de modelos concretos de socialismo en grandes y pequeñas naciones; los procesos personales de desgaste ante el desafío tan largo y duro de comprometer la vida con los empobrecidos...

En esta situación es más necesario que nunca poner nítidamente el fundamento de la opción preferencial por los pobres en la roca firme que es Jesús de Nazaret.

Jesús, en su encarnación, bajó antes que nosotros a las periferias marginadas y contempló la historia desde el revés del mundo. Allí descubrió vida sorprendente que brotaba desde los descalificados y anunció la irrup­ción del Reino de Dios. Desde su reducida geografía de pobre galileo, él es la palabra definitiva de Dios para todos los tiempos y lugares.

Más allá de grandes utopías o pequeños proyectos que aparecen y desaparecen con sus luces y sombras relativas, nos queda Jesús, el servidor de la utopía que atraviesa la historia. «Más allá de las utopías», no se abre el vacío estéril de una esperanza agotada, sino la dimensión más profunda de lo real, donde podemos encontrarnos con el Señor de la historia comprometido

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8 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

con nosotros. Desde esta experiencia, es posible encon­trar la consistencia personal necesaria para discernir y rehacer constantemente nuestras utopías al confrontarlas con la utopía de Jesús, y recibir el aliento de su Espíri­tu, que no nos deja estancarnos en ninguna situación cerrada.

La vida de Jesús está llena de signos y parábolas nacidos en medio de su compromiso por el Reino, sa­cados de situaciones remansadas en su espíritu contem­plativo, que percibió, vivió y formuló de manera única el dinamismo último de la realidad como don del Padre de la vida.

Acercarnos a los signos y parábolas de Jesús y, sobre todo, a su persona como «parábola de Dios», nos puede ayudar a percibir hoy, en nuestras situaciones difíciles, signos parecidos a los suyos, y a formular en el lenguaje simbólico de comparaciones y parábolas la vida sorprendente del Reino que crece en medio de nosotros.

La contemplación es una actividad de toda la per­sona. Ser contemplativo es una manera de existir que impregna todos los instantes. Contemplar la historia es acercarse con respeto a toda la realidad sin excluir ab­solutamente a nadie. Contemplar es una experiencia de totalidad que descubre la dimensión mística como la última verdad de lo real, para comprometer con ella toda la persona.

En estas páginas sólo pretendemos apuntar en esa dirección, recogiendo algo de la sabiduría contemplativa que viven nuestras comunidades marginadas. Sin duda que se encontrarán con otras experiencias más honda­mente vividas y mejor formuladas. Por esta posibilidad de encuentro y diálogo, gracias.

1 Liberar la mirada cautiva

«Por más que miran, no ven, por más que oyen, no entienden»

(Me 8,12)

1. Ver la realidad desde el ojo del amo

De muchas maneras tratan de adueñarse de nuestra mi­rada, para que veamos la realidad con los ojos de los que dominan la sociedad. Si lo logran, se han adueñado en gran parte de nuestra vida. Una mirada cautiva es una persona esclava. Si la realidad se nos presenta atrac­tiva, la acogemos; si la percibimos amenazante, levan­tamos nuestras defensas. Hoy se lucha con imágenes, como en otros tiempos con espadas o con balas.

En el ranchito miserable de un barrio marginado latinoamericano se apretujan la familia numerosa y los niños de los vecinos sentados sobre el suelo de tierra, «adivinando» imágenes defectuosas en un televisor de segunda mano.

El abismo inmenso que separa los países del Norte y del Sur, las clases ricas y las pobres, no es fácilmente atravesado por alimentos y medicinas, pero sí es asaltado por imágenes que van adentrándose en la intimidad de los más pobres de este mundo, creando en ellos una identidad llena de confusión entre la pantalla de un inun­do deslumbrante y su realidad demoledora.

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IO SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Los comunicadores, con toda la seducción de co­lores y modelos, intentan impactarnos, convertirnos en mendigos de sus imágenes y, consiguientemente, en clientes de sus productos, seguidores de sus ideas y fanáticos de su espectáculo.

Los creadores de imágenes, en esta cultura con­sumista y superficial, hacen sus grandes negocios tra­bajando las fachadas de las personas. Se remodela un rostro ante un nuevo trabajo, como se remodela un local para un nuevo negocio. El espejo de gimnasios públicos y de baños privados se ha convertido en el confesor exigente de esta nueva religión de la apariencia, escucha las confidencias angustiadas de arrugas y grasas, de excesos alimenticios, e impone severas penitencias die­téticas y contorsiones corporales. La mirada se concentra en la cascara, en la apariencia. Las personas tienen que amoldarse, y en gran parte reducirse, al personaje que deben representar en sus funciones sociales.

La publicidad astuta se infiltra como un ladrón en la intimidad de un hogar y asalta a un espectador in­defenso, derrumbado en su asiento al final de un día de tensiones y competencia. Le roba su cuenta bancada y le va minando su identidad, convirtiéndolo en un «con­sumidor transnacional».

Los expertos del espectáculo, con rayos láser y decibelios calculados, pretenden convertirnos en adictos de sus artistas, personajes que en gran parte son ficción de la técnica y la fantasía. Tienden a eternizarlos con la repetición obsesiva de «videoclips» y vallas publi­citarias.

Las grandes agencias informativas tratan de hacer­nos ver nuestra propia realidad más cercana, desde sus lejanas conveniencias políticas y cuentas bancarias. Fil-

LIBERAR LA MIRADA CAUTIVA * 1 I

tran, maquillan, secuestran y deciden si una noticia debe nacer o morir, y la bautizan con el nombre de sus in­tereses.

Esta cultura de la imagen, elaborada en los centros del mundo, está movida por poderosos intereses de todo tipo. Dentro del neoliberalismo moderno, en una socie­dad de consumo, llega hasta el más humilde de nuestros ranchos, hasta el ojo más simple e indefenso, y nos va robando nuestra identidad más profunda, pretendiendo que veamos la realidad desde el ojo de sus camarógrafos. Esta «cultura adveniente» pretende invadirnos a todos.

2. Nuestra realidad se endurece cada día

La CEPAL decía en julio de 1991 que en América Latina existen actualmente 446 millones de habitantes. 81,4 millones son «indigentes» en situación de miseria ex­trema. Unos 183 millones, los llamados «nuevos po­bres», creados por el proceso de movilidad descendente que va incorporando nuevas familias a la pobreza. Los «nuevos pobres», aunque tienen lo necesario para cubrir las necesidades de subsistencia, no pueden llevar una vida digna ni aspirar a un crecimiento social.

Los que vivimos entre las grandes mayorías em­pobrecidas del mundo, saqueados por mecanismos eco­nómicos capitalistas, ¿hacia dónde dirigir la mirada?

Mientras la pobreza va trepando sociedad arriba, y la clase media la siente ya quemándole los pies, ¿qué hacer? Muchos huyen hacia los paraísos de la abundan­cia, en la emigración legal de los cualificados con títulos y habilidades, y otros se arriesgan en la emigración clandestina.

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1 2 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Otros prefieren huir hacia paraísos artificiales del espíritu, en cantos y certezas inapelables de salvación, en sectas fundamentalistas o espiritualidades sin prójimo ni historia.

También existen los que pretenden luchar. Poco a poco, los poderosos mecanismos estructurales, la poca consistencia personal y las incoherencias institucionales de las propuestas alternativas van recortando los hori­zontes y reduciendo las inquietudes al conformismo y la resignación.

Nos encontramos ante un desafío sin precedentes. Muchas veces no se ve siquiera dónde apoyar los pies, en este deslizamiento colectivo hacia la pobreza que introduce dinamismos destructores en las familias, mar­ca las recientes generaciones para toda la vida e inclu­so afecta a la herencia genética para las generaciones futuras.

3. «Donde está el corazón, está la mirada»

Jesús se encarnó en una realidad bien dura, en el fondo galileo del imperio y de la sociedad judía ensombrecida por un sistema social y religioso que Juan llamaba «la tiniebla» (Jn 1,5). Allí puso su corazón. Se encarnó por amor a todos.

Mirando la realidad desde este revés de la historia, y desde una cercanía con el Padre sin fisura alguna, descubrió dimensiones de vida sorprendente, emergien­do como una primavera inesperada al final de un «in­vierno» lleno de frío y de «noches oscuras», donde toda vida nueva parecía imposible y congelada. Bajo apa­riencias de muerte, como las ramas color ceniza de las

LIBERAR LA MIRADA CAUTIVA 13

higueras de Palestina, descubrió en las ramas más pequeñas y frágiles los brotes de la vida nueva (Le 21, 29-30).

Su intento fue enseñar a ver, liberar la mirada y el oído del pueblo para que viesen y oyesen la nueva jus­ticia del Reino brotando en medio de ellos mismos, en su propia fragilidad, en la tierra que no era de profetas, en los descalificados por justos, ricos y maestros, entre los declarados oficialmente malditos y pecadores.

Si el corazón está puesto en el fondo del pueblo, la mirada podrá descubrir las insospechadas ofertas de vida que irrumpen como gracia del Señor de la Historia. Esa vida nueva es la que Jesús quiso enseñarnos a ver.

¿No es éste hoy también nuestro desafío? ¿Cómo descubrir «vida nueva» en el abismo del que todos hu­yen? Y si la descubrimos, ¿cómo ser fieles a ella?

El gran desafío es la contemplación de la historia; cómo liberar la mirada, el oído y la sensibilidad entera para percibir la realidad de otro modo. Hay demonios que sólo se echan fuera con oración y ayuno. Necesi­tamos un ayuno de imágenes y de símbolos que se in­filtran dentro de nosotros y nos cazan por todas partes en nuestra vida cotidiana, llegados desde los amos de este mundo con su tecnología omnipresente.

Hoy, la vida nueva también se estrena en las pe­riferias marginadas. Pero esta vida no es sólo «desig­nio», «proyecto» que hay que realizar. Es también «pre­sencia» de Dios que hay que encontrar, pues Jesús se encarnó en estas marginalidades para siempre. Proyecto de liberación y presencia del encuentro se unen en lo que nosotros llamamos «experiencia fundante». Sólo cu el encuentro de tú a tú con el Señor de la Historia,

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14 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

podremos poner aquí definitivamente el corazón y lim­piar la mirada para descubrir el Reino de Dios y entre­garnos a Dios y su Reino.

La dimensión mística es la dimensión más profunda de la realidad, puesto que Dios se ha encarnado en nuestra historia. Sólo se respeta lo real cuando se lo encuentra.

Jesús fue un artista en la elaboración de símbolos y parábolas. No sólo reflejará la realidad como un es­pejo, sino que ayudará a ver en el centro de la realidad «lo que el ojo no vio, ni el oido oyó, ni hombre alguno ha imaginado» (1 Cor 2,9), la novedad impensable del Reino de Dios en medio de nosotros, emergiendo como don, proyecto y presencia de Dios, desde los descali­ficados de la historia.

Muchos pasaron al lado de Jesús, pero no vieron los signos del Reino. El mismo lo dirá llorando delante de Jerusalén: «No tienes ojos para verlo» (Le 19,41). Toda situación y persona ha sido asumida por Jesús en la encarnación. Pero para descubrirlo hay que sanar an­tes el «corazón rebelde» (Ez 12,2). Sólo el que «pone el corazón» entero en la realidad marginada, amándola, tendrá la mirada limpia del contemplativo para descubrir el don de Dios.

4. Signos y parábolas

Estas reflexiones están orientadas principalmente a todos los que viven el compromiso por el Reino desde la cercanía con los empobrecidos, ya sea en comunidades de inserción o con las personas marcadas por cualquier forma de marginalidad. También pretenden comunicarse

LIBERAR LA MIRADA CAUTIVA 15

con todos los que, desde otras instancias eclesiales y sociales, viven su opción preferencial por los pobres en un compromiso solidario con todos sus esfuerzos de liberación.

Siguiendo el ejemplo de Jesús, pretendemos hablar de Dios y su Reino a partir de símbolos y parábolas vividos y elaborados por él mismo y por los pobres que nos rodean hoy como un océano de gracia en el que estamos inmersos. En el lenguaje gráfico, simbólico y narrativo de la cultura popular, nos ayudan a ver la acción de Dios en la historia como la dimensión última de lo real.

«Hablaré con parábolas, daré a conocer co­sas que estaban ocultas desde la creación del mundo»

(Mt 13,35).

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2 Corazón petrificado

y cegueras de la historia

«Los rebeldes a la luz no reconocen sus caminos ni se acostumbran a sus sendas».

(Job 24,13).

Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, se utiliza el símbolo de la ceguera para expresar la cerrazón ante la acción nueva de Dios en la historia y ante la propia realidad.

Las cegueras no tienen su origen en los ojos, sino en el corazón, entendido en sentido bíblico como el centro de la persona. Lo que impide ver la obra de Dios, sus signos en la historia, es el corazón rebelde. «Este pueblo tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye» (Jr 5,21), porque «es duro y rebelde de corazón» (Jr 5,23). El cambio del pueblo llegará cuando el Señor cumpla su promesa: «Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne su corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).

Jesús mismo lo expresa en el sermón de la montaña: sólo los limpios de corazón van a ver a Dios (Mt 6,8), tanto en sus manifestaciones en la historia como en la plenitud escatológica del Reino.

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18 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Los «rebeldes», los que tienen un corazón obce­cado, no pueden ver los caminos siempre nuevos del Dios de la vida.

1. La tiniebla

«Al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento»

(Jn 9,1).

En el evangelio de Juan aparece una confrontación, des­de el primer capítulo, entre «la luz», que es Jesús, y «la tiniebla» (Jn 1,1-11), que es la ideología del sistema social y religioso judío.

Entre los numerosos ciegos curados por Jesús, uno era «ciego de nacimiento» (Jn 9,1-38). El hecho de que sea ciego de nacimiento significa que «ha vivido en un ambiente donde el influjo de la ideología opresora ha sido tan fuerte e indiscutido que nunca se le ha podido ocurrir que fuera posible otro modo de pensar» (J. Ma­teos).

Además de ciego, es mendigo (9,8). Es un «per­sonaje representativo» del pueblo pobre que ha vivido sometido siempre bajo la ideología dominante.

«Ni pecó él ni pecaron sus padres» (9,3). Tanto él como sus padres han crecido bajo una ideología ela­borada durante generaciones y que impide reconocer ahora los signos del Reino.

Al curarlo con barro, hecho de tierra y de su propia saliva, Jesús quiere expresar que una nueva creación se está realizando, pues la saliva era un principio vital para

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los judíos. También el primer hombre había sido creado con el lodo de la tierra y el soplo del Espíritu (Gn 2,7).

Si el pueblo pobre y ciego es curado por Jesús, podrá ver en medio de la «noche» (9,5) al primer hombre de la nueva creación, Jesús mismo, la «luz» que vence «la tiniebla».

En otra situación bien diferente, el profeta Ezequiel enfrenta también la ceguera colectiva provocada por di­namismos estructurales que engendran opresión e ido­latría. Falsos razonamientos religiosos encubren la si­tuación. Injusticia y falsa religión forman un conjunto cerrado que impide ver la desintegración del pueblo, que lo arrastrará al exterminio. «Tienen ojos para ver y no ven, tienen oídos para oir y no oyen, pues son casa rebelde» (Ez 12,2).

Con pedagogía profética, Dios le dice a Ezequiel: «Hago de ti una señal para la casa de Israel» (Ez 12,6). Lo que está formándose en la oscuridad de la incons­ciencia colectiva va a sorprender de repente, golpeando a todo el pueblo como un asaltante que ataca por sor­presa.

En un gesto simbólico, Ezequiel rompe un boquete en el muro y sale de la ciudad al atardecer, a la vista de todos, cargando al hombro el hatillo con el ajuar escaso del destierro y con la cara tapada como un em­bozo clandestino (Ez 12,3-12).

El pueblo debería ver en Ezequiel su propio futuro que se gesta cada día, «pues es una ciudad que se en­camina a su término derramando sangre dentro de sí y que se ha contaminado fabricándose ídolos» (Ez 22,3). La sangre de los pobres y los rituales idolátricos, en­cubridores de la situación, van socavando el futuro bajo

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2 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

apariencias religiosas y de bienestar para los grupos instalados.

A pesar de la palabra de Ezequiel, todo sigue igual. «Los príncipes devoraban a la gente... Los sacerdotes violaban mi ley y profanaban mis cosas santas... Sus nobles dentro de ella eran lobos que desgarraban la pre­sa... Sus profetas les ofrecían visiones falsas y les va­ticinaban embustes... Los terratenientes cometían atro­pellos y robos» (Ez 22,25-29). Los grupos dirigentes no hacen caso de la predicación de Ezequiel ni ven sus signos proféticos. Se endurecen más. Elaboran su propio discurso y se ríen del profeta. «Pasan días y días, y no se cumple su visión» (12,22).

También hoy la tiniebla es generada principalmente desde el poder, por los dirigentes del pueblo que jus­tifican y promueven el círculo estructural de opresión. A través de todos los mecanismos a su alcance, la ti­niebla va llegando, como una atmósfera que se respira, a todos los espacios sociales, hasta la intimidad de los más pequeños. Los creadores constantes de tiniebla, los fundamentales beneficiados del sistema, crean también los mecanismos para propagarla y defenderla. Hasta lle­gan a bautizarla con signos religiosos de transcendencia.

A estos dirigentes, Jesús los llama «ciegos, guías de ciegos» (Mt 15,14). Con los ojos invadidos por la tiniebla de la ideología dominante, es imposible reco­nocer al Mesías en Jesús, porque aparece en los már­genes del pueblo con un mensaje contradictorio al sis­tema. Los signos de Jesús no son percibidos como ama­necer del Reino, sino como obra de Belcebú, príncipe de los demonios (Me 3,22), como agitación del pueblo y amenaza para el sistema establecido.

En este mismo lenguaje simbólico se expresaba una madre pobre: «En mi casa ha entrado una oscuridad muy

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grande, una cosa terrible, una oscuridad como antes nunca habíamos sentido. No vemos nada. Mi esposo no tiene trabajo. No tenemos comida. Estamos tristes, lle­nos de oscuridad. Ayer por la noche, nos acostamos todos sin comer nada durante el día. A los niños les hice un agua con limón y un poquito de sal, pues no había azúcar. El más pequeño se pasó la noche llorando de hambre. Yo lo consolaba diciéndole: "Duérmete; ma­ñana, cuando salga el sol, te voy a comprar leche. Ahora es de noche y no se puede encontrar nada". Y a mi esposo le digo: 'No te preocupes, Dios no le falta a nadie'».

2. La instalación

«Jesús los miró, enojado y apenado por su ceguera».

(Me 3,5).

La ceguera nos puede llegar desde nuestros éxitos pa­sados, colectivos o personales. Creaciones que brillaron en otro tiempo con la fascinación del estreno han sido invadidas lentamente por una oscura fuerza paralizante. Naciendo desde nuestro «instinto de muerte», se ha ido apoderando poco a poco de esas creaciones luminosas del pasado.

Empezamos a crear lo nuevo dejándonos sorpren­der justamente por la intuición que cruza nuestro fir­mamento interior. La asumimos, nos comprometemos con ella, la llevamos a su plena estatura en nuestra tierra y la consolidamos.

Después instalamos cercas para defenderla y ojos electrónicos para controlar la identidad de todo lo des­conocido y nuevo que pueda amenazar nuestra creación.

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Las normas y las leyes aseguran el funcionamiento armonioso. En cada rincón de nuestra persona y de nues­tra obra, colocamos letreros y flechas que regulan cada paso.

El éxito reconocido y la eficacia probada provocan la admiración y el aplauso. Unos alaban con sinceridad a otros, porque a su sombra pueden hacer sus pequeños negocios.

Cuando se encuentran el «instinto de muerte» —na­cido de dentro y paralizándolo todo— y el reconoci­miento, que aplaude y recompensa desde fuera, nace la costumbre instalada, una hija única que no quiere pro­blemas y que busca defender su herencia de todos los advenedizos que amenazan desde fuera su situación pri­vilegiada.

Lo que un día nació como fruto del amor arriesgado y abierto al futuro, ya se ha convertido en costumbre y en orden, capaz de defenderse a sí mismo y de perpe­tuarse en ritos traídos puntualmente por la hoja del ca­lendario. Sus leyes fijan en el pasado, y sus ritos no tienen apertura a la trascendencia que camina con nos­otros en la historia en busca del futuro. En su casa no cabe ninguna propuesta nueva que obligue a ensanchar sus paredes.

La instalación nos ha hecho ciegos. Nuevas posi­bilidades brillan con la fugacidad de las instituciones inéditas, pero ya no las vemos. Nuevos cantos estrenan sus melodías, nacidas desde las aspiraciones de un dolor esperanzado; pero nos parecen ruidos estridentes para nuestra sensibilidad acolchada. Ya no podemos «ver con buenos ojos» la novedad que no cabe en nuestras cer­tezas bien trabadas.

CORAZÓN PETRIFICADO Y CEGUERAS DE LA HISTORIA 2 3

Nos hemos convertido en sordos y ciegos. La ins­talación nos ha invadido y nos va reduciendo lentamente a costumbre, norma, prestigio y rito. Somos programas hechos. En nuestros circuitos y pantallas sólo pueden penetrar los personajes que se presenten con la tarjeta cifrada que nosotros mismos les hemos firmado previa­mente. Nos hemos cerrado al futuro, que tiene que llegar inédito desde los demás y desde la inagotable origina­lidad del corazón de Dios asomándose a nuestra propia intimidad.

Los judíos de la sinagoga (Me 3,1-7) tenían delante de los ojos al hombre del brazo paralizado que acababa de ser curado por Jesús. Pero, como estaban inamovi­blemente instalados en su interpretación del sábado, no podían ver como signo de vida la curación de este en­fermo. «Jesús los miró, enojado y apenado por su ce­guera» (Me 3,5).

Los judíos del tiempo de Jesús, a fuerza de querer ser fieles al pasado instalándose en él, multiplicando leyes y seguridades, se hicieron incapaces de ser fieles al futuro. Se consideraban hijos de Ábraham (Jn 8,33) y seguidores de Moisés, pero eran hijos de la tiniebla «del sistema» (8,31), del «Enemigo» (8,44). Jesús los llama «esclavos» (Jn 8,33-34), incapaces de acoger el futuro hacia el que caminaron Abraham y Moisés, con el que soñaron, el que estaba en el horizonte de todos sus pasos. «Abraham, vuestro Padre, saltó de gozo, porque iba a ver este día mío, lo vio y se llenó de alegría» (Jn 8,56).

Los caminos desinstalados de Abraham, a la bús­queda de la tierra nueva de «justicia y derecho» ((¡n 18,19), y la travesía de Moisés por el desierto hacia la tierra prometida se han enquistado ahora en caminos

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conocidos, leyes minuciosas que contaban el número de pasos y nubes de incienso protegido bajo la bóveda del templo.

Cuando llegó el esperado, no pudo ser reconocido. No cabía dentro del sistema judío, de sus leyes y su culto. Por eso se volvieron contra Jesús y «tomaron piedras para tirárselas» (Jn 8,55).

Nos podemos instalar en las grandes creaciones reconocidas por su eficacia y significado. Pero nos po­demos instalar también en los pequeños proyectos de una mediocridad aceptada, cementerio de posibilidades nuestras que nunca van a ver la luz, al no aceptar el don de Dios en el desafío de la historia.

3. La decepción

«Pero a él no lo vieron» (Le 24,24)

En algunas ocasiones, los propios proyectos de justicia han quedado triturados por los mecanismos del poder o se han atascado en el lodo de una realidad inerte. Falsos discernimientos nos han estrellado contra nuestras am­bigüedades personales. La utopía estalló de repente como un cohete y se desintegró en el espacio.

De cualquier forma, ya estamos demasiado gol­peados para atrevernos a ver y oir lo nuevo que Dios nos propone en la historia. Parece más sensato confor­marse con los callejones estrechos pero conocidos, los trabajos mal pagados pero seguros, el agua contaminada de cisternas descompuestas pero accesibles. No vale la pena volver a invertir energías en proyectos que acaban por fortalecer a los poderosos, dejándonos a nosotros más saqueados. La decepción golpeada se ha adueñado

CORAZÓN PETRIFICADO Y CEGUERAS DE LA HISTORIA 2 5

del centro de nuestra persona, y es ella quien manda, podando cualquier brote de sueño imposible.

Los discípulos de Emaús «esperaban» que Jesús fuese el «liberador de Israel» (Le 24,21). Pero la de­cepción de la muerte de Jesús les impide ver las señales de la resurrección. Han escuchado el testimonio de las mujeres, que fueron al sepulcro con la certeza de ungir a un muerto y regresaron con el alborozo de unas señales que hablan de una vida nueva que comienza. El mismo Pedro fue al sepulcro y lo confirma. Pero esos signos nacientes y pequeños vienen a reafirmarles en su de­cepción: «Pero a él no lo vieron» (Le 24,24).

Precisamente cuando todo recomienza, cuando la oferta definitiva de Dios alborea en la historia, estos dos discípulos, que durante la vida de Jesús habían llegado a un grado muy alto de comprensión, ahora le dan la espalda a la comunidad de Jerusalén. La decepción im­pone la ruta de Emaús.

Ni siquiera serán capaces de reconocer a Jesús en el misterioso acompañante que también camina hacia Emaús. Pero el caminante, el extraño, dialoga y con­fronta. Pregunta, escucha largamente y ofrece su visión de la realidad. Sólo al final, después de compartir el camino, la palabra y el pan, «se les abrieron los ojos» (Le 24,31).

Una situación parecida aparece en el Antiguo Tes­tamento referida a toda una parte del pueblo esclavizada en Babilonia. «Sordos, escuchad y oid; ciegos, mirad y ved» (Is 42,18). El pueblo es sordo y ciego. Es un pueblo «saqueado y despojado, atrapados todos en cuevas, en­cerrados en mazmorras. Lo saqueaban, y nadie lo li braba; lo saqueaban, y nadie decía: Devuélvelo» (Is 42,22).

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«¿Quién de vosotros prestará oído a esto y atento escuchará el futuro?» (Is 42,23). Éste es el desafío que el profeta lanza al pueblo desterrado cuando la sombra del imperio llena de parálisis y miedo hasta el último rincón.

El profeta invita a dirigir primero la mirada hacia las intervenciones de Dios en el pasado, más fáciles de ver, memoria del pasado que abre las puertas del futuro, cuando el Señor «abrió caminos en el mar y sendas en las aguas impetuosas» (Is 43,16). Ahora hay que dar el salto hacia el futuro: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,18-19). Atreverse a mirar los brotes de lo nuevo con unos ojos acostum­brados a no ver más que el despojo cotidiano, es empezar a curarse de la ceguera, romper el círculo de un horizonte limitado.

La decepción puede tener su historia, sus golpes y sus razones. Pero tiene también su sinrazón. Las ideo­logías que lo prometen todo pretenden saber demasiado de la historia. Las apuestas absolutas en proyectos y personas pueden ser sólo el compromiso con nuestras falsas expectativas, la proyección de deseos nuestros que no respetan la realidad.

Nosotros somos los servidores del Señor de la his­toria, ante el que tenemos que exclamar: «¡Qué impe­netrables sus decisiones y qué incomprensibles sus ca­minos!» (Rm 11,33). «Mis planes no son vuestros pla­nes, vuestros caminos no son mis caminos... Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55,8-9).

CORAZÓN PETRIFICADO Y CEGUERAS DE LA HISTORIA 2 7

La mirada del contemplativo tiene que taladrar la historia hasta descubrir, más allá de los episodios con­cretos fracasados, la presencia activa del que es «origen, camino y meta del universo» (Rm 11,36). Sólo en él se puede hacer una apuesta absoluta. Desde esta consis­tencia, en la que se hace fuerte el centro de la persona, se abren los ojos lo suficiente para ver el límite de todo proyecto, y por esa misma brecha mirar ya el horizonte de las nuevas ofertas. Como el campesino que ve cómo por la mañana arrasa el ciclón toda su cosecha, pero por la tarde, restablecida la calma, cuando toda la superficie queda golpeada, él empieza a sembrar de nuevo en la tierra húmeda.

4. La seducción

«Desde la azotea vio a una mujer bañán­dose, una mujer muy bella».

(1 Samuel, 11,2)

También un exceso de luz puede cegarnos cuando te­nemos los ojos acostumbrados a una penumbra de me­diocridad y monotonía. La luz hace brillar la realidad como un paraíso.

El rey David, deslumhrado por la belleza de Be-tsabé, esposa de su amigo Urías, la llevó a palacio y la dejó embarazada, precisamente mientras Urías arries­gaba la vida por el rey y por su pueblo en el campo de batalla. Para resolver la situación, logra que su amigo muera en la lucha, y se queda con Betsabé (2 Samuel 11-12).

David, tan cercano a Dios desde la juventud cuando fue ungido como futuro Rey de Israel, que ha sentido su protección a lo largo de su ascendente carrera política, es ahora ciego para percibir su situación personal. Es el

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2 8 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

«pecado del mediodía» de una vida instalada en la cús­pide del poder, seducida por la belleza de Betsabé.

Es necesario que Dios envíe a su profeta Natán para curar la ceguera de David. Ante la parábola del hombre pobre que cuidaba de su única oveja como de una hija, David condena al rico potentado que se la robó para invitar a un huésped: «Ese hombre eres tú» (12,2). David es ese hombre ladrón y asesino. Cuando uno está seducido, es más fácil ver la propia realidad juzgando una vida ajena. «No morirás» (12,13). Al ver el pecado, se rompe la ceguera y existe la posibilidad de ver tam­bién la salvación que se ofrece.

La seducción absorbe a la persona de tal manera que la víctima sólo tiene ojos para la realidad seductora. Las cosas más evidentes pasan desapercibidas, las cer­tezas de toda la vida se desmoronan, los nombres de las personas más queridas no tienen resonancia ninguna. Todo queda ignorado y pisoteado en el correr de la persona seducida. El objeto seductor brilla con una luz tan fascinante que todo lo demás desaparece en una sombra abismal que se lo traga.

El objeto seductor puede presentarse como el ne­gocio de la vida, que promete el paraíso de la seguridad económica a cambio de olvidar por un tiempo las con­vicciones profundas, la pequeña seguridad familiar, los derechos de los obreros, la lealtad a los amigos, la pa­labra dada...

Para otros llega la seducción como un puesto de prestigio en la cambiante pantalla de la popularidad co­tidiana, prometiendo salvar la existencia de los circuitos comunes de una existencia sin relieve.

Como en el caso de David, puede ser una persona sexualmente atractiva. Todo el tejido de relaciones afec-

CORAZÓN PETRIFICADO Y CEGUERAS DE LA HISTORIA 2 9

tivas anteriores se desvanece como un sueño ante esta nueva promesa de plenitud.

El corazón seducido apresa la mirada. No hay ojos ni oídos para percibirse a sí mismo ni para percibir la novedad del Reino que se acerca en los gestos cotidianos de existencias comunes, como la de Jesús de Nazaret.

En el desierto sin caminos, el oro del becerro brilla como un dios iluminado por el sol intenso, prometiendo la tierra prometida (Ex 32,4). Muchos ídolos de la so­ciedad moderna brillan como dioses ofreciendo el pa­raíso. Ideologías, drogas, fusiles... seducen en medio del desconcierto. Pero Jesús rechazó arrojarse desde el alero del templo en un gesto seductor. En la cercanía del encuentro humano, reveló la presencia salvadora de Dios en la vida común del pueblo.

5. La oscuridad del justo

«Ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas»

(Le 22,53).

El camino del justo es inevitablemente oscuro en muchas situaciones. Entonces surgen preguntas como las de Job, cuando contempla la opresión del pueblo desde su propia ruina personal y desde todos sus esquemas teológicos destrozados: «¿Por qué el Todopoderoso no señala pla­zos para que sus amigos puedan ver sus intervenciones?» (Job 24,12) «¿Y Dios no va a hacer caso de sus súpli­cas?» (Job 24,12). Son preguntas marcadas por la noche de la historia, por el insomnio de corazones que no tienen respuestas para conciliar el sueño. «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en el momento del aprieto? La soberbia del malvado oprime al infeliz», y dice; «No

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3 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

hay Dios que me pida cuentas» (Salmo 10,1-4), «Dios se olvida, se tapa la cara, nunca se enterará» (10,11).

Puede ser también la oscuridad personal ante el acoso del enemigo fuerte. «¿Hasta cuándo, Señor, se­guirás olvidándome; hasta cuándo esconderás tu rostro?» (Salmo 13,2).

La comunidad entera llora su opresión, porque el curso de la historia es ¿descifrable como un pergamino enrollado que nadie puede abrir ni interpretar. Así llo­raba el profeta (Apoc 5,4), y el pueblo de Dios bajo la persecución del imperio. Sólo el cordero degollado, pero vivo y resucitado, puede recibir el rollo y soltar sus sellos (5,9). Sólo él puede ir revelando al profeta el sentido de la historia, el porqué de la persecución y muerte del pueblo.

El profeta iluminado puede anunciar la verdad úl­tima de la historia, en la que ahora el imperio y sus dioses son los únicos triunfadores. El que «ha visto» el triunfo de los justos y ha escuchado el «cántico nuevo» (14,3) puede orientarse en medio de la noche persegui­da. El que ha visto «el cielo nuevo y la tierra nueva» (21,1) sabe hacia dónde camina la noche, y puede su­marse a esa obra creadora del Señor de la historia, que ya está presente en medio de la comunidad, como el dinamismo más hondo y puro de toda la realidad. Sabe que el imperio, «la fiera», y su servicio de propaganda, «el falso profeta», acabarán en el lago de azufre ardiente (19,20-21), puesto que fuego destructor es lo que son y generan.

Las cegueras del justo son un paso inevitable en el seguimiento de Jesús construyendo su Reino. Es nece­sario aprender a contemplar en medio de la noche, cuan­do la oscuridad empieza a brotar de todas las cosas bellas y todo parece inundado de tiniebla.

CORAZÓN PETRIFICADO Y CEGUERAS DE LA HISTORIA 3 1

El ciego Bartimeo (Me 10,46-52) es un «personaje representativo» del justo que se queda ciego en el se­guimiento de Jesús. Antes veía, como los demás dis­cípulos, en medio de los triunfos de Galilea, entre las multitudes y los signos prodigiosos. Ahora que Jesús sube a la Jerusalén del conflicto y de la muerte, se queda completamente ciego, y se sienta al borde del camino.

Pero está atento al rumor de los pasos. Cuando sabe que es Jesús el que va caminando, grita insisten­temente: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (10,48). Quiere recuperar la visión en esta hora difícil. «Maestro, que vea otra vez» (10,51). Es curado para subir a la Jerusalén del conflicto y de la muerte, en seguimiento del verdadero Mesías, el Hijo de David, que va a ser fiel al Reino en el centro mismo del poder de las tinieblas.

Las cegueras del justo son inevitables en su lucha contra la tiniebla, encarnada en instituciones, estructuras y personas que en muchas ocasiones actúan con una fuerza demoledora. Además, estas fuerzas que llegan desde fuera, encuentran muchas veces en nosotros una cómplice ambigüedad alojada en lo más secreto de nues­tra intimidad, desde donde también somos confundidos.

Pero, en medio de la ambigüedad personal y de la noche de la historia, es posible atravesar con la mirada la tiniebla y decir con el mismo Job: «Te conocía sólo de oídas; ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). La realidad no ha cambiado, pero Job ha descubierto una nueva dimensión de la realidad: al Señor de la historia comprometido ya ahora con nosotros. Ya no dice: «Ojalá me desvaneciera en las tinieblas y velara mi rostro la oscuridad» (23,17). En el fondo de la realidad, Job lia descubierto el proyecto de Dios y su presencia.

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3 Jesús, «parábola de Dios»

«Al venir a la historia, Cristo trajo toda la novedad trayéndose a sí mismo»

(San Ireneo)

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios dijo su palabra definitiva e insuperable en Jesús. Esta revelación, hecha carne, existencia humana, sigue siendo nueva e inago­table al contemplarla cada día.

Lo sorprendente es que, en Jesús, Dios no sólo se hizo hombre, sino hombre pobre. Todos tenían los ojos dirigidos hacia el centro. En el templo de Jerusalén, morada de Dios en medio de su pueblo, se elaboraba el saber que iba bajando hasta la más pequeña sinagoga. Pero, en Jesús, el Reino de Dios anunciado se mueve en dirección contraria: sube desde la más baja periferia hasta el centro.

Jesús empieza a hablar desde el margen geográfico, cultural, religioso y económico. Jesús mismo es margen. Belén y el calvario de Jerusalén son los dos extremos periféricos —comienzo y punto final— de toda una vida desinteresada y pobre.

Jesús rompe, con su vida y su palabra, el discurso de los expertos sobre Dios. Las expectativas de tantas corrientes de pensamiento que habían preparado el ca­mino ancho al Mesías, se quedaron desoladas y vacías.

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3 4 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Por allí no llegó. Todos tuvieron que volver la cabeza hacia el galileo de Nazaret.

La sorpresa, el desconcierto y el conflicto que pro­vocó Jesús estrenan cada día nuevas palabras y gestos. Encarnado para siempre en las periferias del mun­do, porque quiere asumir toda la historia desde ahí, hay que volver constantemente la mirada hacia las nuevas fronteras, desde donde nos sigue inquietando. Para unos sigue siendo una provocación; para otros, una liberación.

Para situar la persona de Jesús, vamos a utilizar las categorías de «centro»/«periferia». Por «centro» entien­do las mayorías de los países ricos y las minorías pri­vilegiadas de las naciones pobres, que estructuralmente oprimen y marginan al pueblo pobre y excluido.

«Periferia» son las minorías pobres del primer mun­do y las grandes mayorías del tercer mundo. De una manera más simbólica, constituyen la periferia todas las personas que, por diferentes razones se sienten despo­jadas de derechos fundamentales, o heridas de tal ma­nera en su cuerpo o en su espíritu que se sienten des­plazadas a la sombra en esta sociedad de competencia desenfrenada.

1. Jesús des-centra el mundo desde la periferia

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo haciéndose uno de tantos... Se abajó hasta la muerte, y muerte de cruz»

(Filipenses 2,7-8)

Estas palabras de la carta a los Filipenses, las escribe Pablo desde la cárcel, entre la incertidumbre de la muerte

JESÚS. «PARÁBOLA DE DIOS» 35

o la vida, sobre la decisión de Dios de encarnarse en la marginalidad de los esclavos y la muerte en la cruz. La palabra del himno cristológico endurece el texto de Be­lén en los evangelios de la infancia, pero está cargada con toda la densidad de la vida de los esclavos en las primeras comunidades cristianas.

Jesús nace fuera de la pequeña Belén, «en las cer­canías» (Le 2,28), pues para aquella familia desplazada por los mecanismos del imperio no había sitio en el centro.

Jesús murió «fuera de las murallas» (Hb 13,12) echado fuera de Jerusalén por las fuerzas del imperio, que lo escoltan hasta el Calvario y lo expulsan de este mundo, lo arrojan fuera de la vida.

Sin embargo, Jesús es el «centro» de la historia. El Padre «nos eligió con él antes de crear el mundo» (Ef 4,1). Y «su designio secreto» es llevar la historia a su plenitud; «hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste» (Ef 1,9-11).

Esto quiere decir que el «centro» de la historia ha aparecido en la periferia. Jesús, por tanto, des-centra la historia para siempre y sitúa el brotar de la salvación en las tierras excluidas. La conducta de Dios provoca un desplazamiento geográfico y social. El centro de la his­toria ya no está en Roma ni en Jerusalén, sino en el margen. Todo el que quiera encontrarse con Jesús tiene que volver la cabeza y peregrinar hacia los márgenes, de donde todo el mundo trata de escapar.

La vida de Jesús aparece como ex-céntrica, porque no se ajusta a la construcción social de todos los que controlan el mundo desde el centro transformando la

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3 6 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

opresión en orden, y la exclusión en costumbre razo­nable.

«A Dios nadie lo ha visto nunca» (Jn 4,12), pero hemos visto su palabra encarnada, la parábola ex-cén-trica y perfecta que nos habla de manera inagotable­mente sugerente de Dios y de su Reino en medio de nosotros. Todas las parábolas del Reino van reflejando diferentes aspectos de esa parábola única que es Jesús mismo, su servicio al Reino y su persona.

Como en otras ocasiones, a lo largo de la historia, en que los cristianos peregrinaron al desierto, a los men­digos de la sociedad, también hoy se ha producido un éxodo de laicos y religiosos hacia las periferias exclui­das. Es una tierra privilegiada para contemplar desde ahí la historia y la propia persona.

Pero la razón última de todo este camino es unirse al movimiento encarnatorio de Jesús decidido por Dios como camino privilegiado para realizar su proyecto. Más allá de cualquier razón ideológica o de estrategia pas­toral, quedará clavado por los siglos en la marginalidad el Jesús pobre y humilde de Nazaret.

Cada paso hacia las periferias del mundo es también un paso contemplativo hacia el encuentro con el Señor de la Historia, que nos llama desde abajo y desde fuera. El contemplativo aprende a ver a Dios y al marginado en una misma mirada, y a oírlos a los dos en una misma palabra.

JESÚS, «PARÁBOLA DE DIOS» 37

2. Jesús des-concierta la «sabiduría» del centro desde la «locura» de la periferia

«La locura de Dios es más sabia que los hombres»

(1 Cor 1,25) «Lo necio del mundo se escogió Dios para humillar a lo sabio»

(1 Cor 1,27)

Por su nacimiento en una familia sencilla del pueblo, Jesús queda marcado para toda la vida por el acento de la cultura que no está sancionada por el saber académico que confiere autoridad titulada y prestigio reconocido. Jesús pertenece al mundo de los que «no saben».

La enseñanza de Jesús era motivo de asombro hasta para sus mismos vecinos: «¿De dónde le viene eso?» (Me 6,2). «Aquello les resultaba escandaloso» (Me 6,3). Los maestros del pueblo se acercan en muchas ocasiones a Jesús y le preguntan con qué autoridad enseña. Muchas veces empuñan contra él las piedras que merecen los blasfemos.

Inevitablemente, Jesús rompe el lenguaje y el con­tenido sobre Dios con sus parábolas y sus signos. Su enseñanza llena de «autoridad» (Mt 7,29), por contra­posición a la enseñanza oficial, introduce una perspec­tiva nunca oída. No sólo rompe la lógica de los maestros judíos, sino que presenta una alternativa que los sen­cillos del pueblo entienden como revelación del Padre a los pequeños (Le 10,21) y como dinamismos sor­prendentes de vida que se mueven en la intimidad de los que la acogen: «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).

Jesús «se hizo para nosotros saber que viene de Dios» (1 Cor 1,30) des-concertando la sabiduría de este

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3 8 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

mundo desde el «no saber» rechazado por este mundo. Por eso toda la existencia de Jesús des-concierta, des­entona en la armonía de valores exhibida como razo­nable desde el centro, impuesta por los directores que tratan de orquestar toda la armonía social.

Jesús es estridente y rompe el concierto. Esto es lo que expresan claramente sus mismos parientes. Fue­ron a buscarlo porque había perdido el juicio (Me 3, 20-21). Los dirigentes del pueblo sentenciaron que tenía dentro un demonio. Finalmente, todo el sanedrín lo con­denó como blasfemo. Resultaba tan des-concertante que debía morir. El mismo Herodes, demasiado vacío para asomarse al silencio inalcanzable de Jesús, inalterable entre las promesas de Herodes y las acusaciones vehe­mentes de los jefes judíos, lo exhibirá por las calles de Jerusalén disfrazándolo de loco (Le 23,11).

Desde las periferias del mundo surge también hoy un canto de vida nueva, la sabiduría oculta a muchos sabios y entendidos (Le 10,21), que es acogida por mu­chos humildes y sencillos de corazón en todas las esferas de la Iglesia y de la sociedad. Es un saber que viene de Dios des-concertando armonías construidas sobre el si­lencio de los pequeños que nunca pudieron decir su palabra ni entonar su canto más que en las rutas mar­ginales de la vida popular. Pero ahora, su palabra afilada de profetas, con su dolor y su esperanza, no encaja siempre con las partituras elaboradas sobre su silencio o ignorando sus melodías, relegadas a curiosidad folkló­rica.

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3. Jesús des-instala la riqueza desde la pobreza

«Nuestro Señor, Jesús Mesías, siendo rico se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza»

(2 Cor 8,9)

Después de una juventud de carpintero (Me 6,3), en un trabajo manual catalogado en la estructura social como pobre, comenzó a predicar el Reino sin tener donde reclinar la cabeza, hasta el expolio de la cruz.

Toda su existencia fue una palabra de pobreza, al compartir los bienes escasos que tenía, pero, sobre todo, al compartir su persona. Para los pobres, la persona es siempre el bien importante y definitivo que hay que compartir. Por eso dicen con frecuencia: «No tengo gran cosa que dar, pero queda la persona». Sólo a este nivel se vive la solidaridad radical abierta al futuro, proyecto de pueblo nuevo, unido y libre.

La palabra de Jesús es dura contra los ricos, contra esa estructura que les cierra el paso al Reino. «Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen la riqueza» (Me 10,23). Pero, al mismo tiempo, es cer­cano y ofrece el Reino a cada persona concreta, como lo hace con Zaqueo y el joven rico, con amor, aunque sin suavizar el mensaje.

Servir al dinero es radicalmente contrario al pro­yecto de Jesús. No se puede servir a dos amos, a Dios y al dinero (Mt 6,24). El rico piensa que él es el dueño del dinero; pero llega un momento en que el dinero se revela como un amo implacable, como un dios que exige el alma. «La codicia es una idolatría» (Col 3,5). El dios riqueza crea la servidumbre voraz del dinero, que sa­crifica amistades, familias, convicciones de toda la vida,

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4 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

fidelidades intocables... El ser humano que ha quedado atrapado dentro de esta religión verá afectada su inti­midad más honda. Si no produce dinero aumentando sus bienes, si no puede entrar ya en los círculos de competencia, se siente deprimido, se percibe como ciu­dadano de categoría inferior. Ha quedado preso por el amo-dinero, que impone sentimientos destructores y egoísmos sin límites.

Cuando Jesús invita al seguimiento, no les dice a sus discípulos que traigan todo lo que tienen, tal vez para hacer más eficaz la misión, sino que lo dejen todo para seguirle desde una existencia desinstalada, solidaria con todos los pobres que esperan el Reino de Dios, como signo, ellos mismos, de la fuerza del Reino.

Desde esta desposesión se puede entrar mejor en la vida de los despojados, solidarizarse con ellos desde el centro de la persona en la búsqueda del futuro nuevo del Reino. Sin esta disponibilidad última, podríamos quedar presos del alivio de un pan regalado a la multitud hambrienta, sin entrar en todo el misterio del Reino (Jn 6,26), como les sucedió a los discípulos con el pan repartido a la multitud. No fueron capaces de entender una comida como signo de un nuevo tipo de sociedad prefigurada en el pan compartido con todos (Jn 6,12).

La pobreza no es aquí simplemente una virtud as­cética. Es primero una solidaridad existencial con el mundo de los empobrecidos. Desde esta solidaridad existencial se puede inventar el futuro con ellos. Algo muy diferente de lo que puede programarse desde los centros lejanos instalados.

La cercanía solidaria de Jesús en medio de los po­bres es ya Reino de Dios, vida compartida. Todo se-

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guidor de Jesús queda desinstalado, y toda codicia como camino de realización humana, desautorizada.

Siempre será una tentación traer todas las cosas que uno tiene para seguir a Jesús, si antes no se ha dado la ruptura con las seguridades invulnerables al desamparo de los pequeños. Por la herida de la desinstalación que toca niveles profundos de la personalidad, entra el don del Reino que llega del Padre, y en esa ausencia de seguridades caben personas y proyectos nacidos en el margen, marcados por despojos centenarios.

4. Jesús des-estabiliza el poder desde la debilidad

«La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres».

«Lo débil del mundo se escogió Dios para humillar a lo fuerte..., lo que no existe, para anular a lo que existe»

(1 Cor 1,25-28)

Jesús nace bajo el peso de un decreto imperial que se informa sobre gentes y recursos para incrementar su control y sus ingresos. Jesús no sólo nace con la debi­lidad de un niño, sino de un niño oprimido. Y morirá en el suplicio más degradante de la época, después de un proceso injusto, sin ningún tipo de defensa.

Alrededor de su persona se forma una comunidad de discípulos. El anuncio del Reino crea un grupo de seguidores y una expectativa en todo el pueblo. Deciden matar a Jesús, porque ha introducido un dinamismo des­estabilizador. Conviene que muera un hombre por lodo el pueblo.

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Jesús es consciente, y tiene sus propias estrategias. Congrega multitudes o desaparece. Provoca a las au­toridades o se aleja. Utiliza un lenguaje claro y cortante, o se expresa en parábolas que el pueblo entiende, pero en cuyo misterio no aciertan a entrar los espías entre­nados para vigilarlo. Es consciente de que también él se mueve como una oveja débil entre lobos carniceros (Mt 10,16).

La acción de Jesús supuso una alternativa real para la sociedad judía y el imperio. En primer lugar, combate al «enemigo» radical, expresión simbólica del fondo misterioso del mal, más fuerte que los hombres, pero más débil que Dios. Este dinamismo diabólico se en­carnará en personas y estructuras, con su ropaje de men­tira y su veneno homicida (Jn 8,44). Jesús vencerá este mal diabólico enfrentándolo en su manifestaciones con­cretas en la historia, tanto en las tentaciones del desierto y la soledad (Mt 4,1) como en las de la acción (Me 8,33), cuando su discípulo Pedro habla como el tenta­dor. Libera a las personas de los males que los destruyen desde dentro, en encuentros de una cercanía insuperable. El poseído y desgarrado por una legión, por una multitud que lo ha invadido (Me 8,9), puede sentarse unificado y libre al lado de Jesús. El publicano atrapado en el puño cerrado de la codicia puede dejar irse los bienes que no le pertenecen (Le 19,1).

Combate las estructuras sociales y religiosas con el lenguaje duro de los profetas y con acciones simbó­licas que quiebran la entraña misma del sistema oficial, como en la expulsión de los mercaderes del templo. La confrontación no es simplemente contra un grupito de pequeños traficantes de monedas y palomas, sino contra toda la organización del templo y su teología, que iba

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modelando la vida entera del pueblo. Hay que escoger entre el mundo del templo y el de Jesús.

Desde su debilidad ciudadana combate con la fuer­za del Reino, que se expresa en su propia persona de manera asombrosa y que despierta dinamismos de vida y de futuro en personas descalificadas por los analistas del sanedrín. El mendigo ciego curado por Jesús rompe la lógica cerrada de los dirigentes judíos, que no aciertan a responderle más que con insultos (Jn 9,34).

Nuestro desafío consiste en ahondar en las exis­tencias que «no existen», que no cuentan, para no quedar en la superficie de debilidad. Podemos encontrar en lo hondo la fuerza del Reino de Dios, como la encontró y la cantó sorprendida María (Le 1,51). Esta «fuerza» recorre las venas de la historia como un dinamismo de liberación que es la fidelidad de Dios a nuestra tierra, desde Abraham y todos sus descendientes para siempre (Le 1,55), buscadores de un pueblo nuevo donde se pueda vivir en «justicia y derecho» (Gn 18,19), siempre hijos de la «promesa» que no se extingue nunca.

Desde la organización comunitaria y popular, el pueblo de Dios puede des-estabilizar un orden social construido sobre injusticias centenarias. Lo que deses­tabiliza es la vida nueva, que ya está presente y busca su espacio, no oscuros mecanismos destructores muy alejados del Espíritu de Jesús.

En la visión profética de Jeremías, Dios mismo parece recorrer este camino: «Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países a donde las expulsé» (Jr 23,3). El pueblo encontrará una nueva estabilidad. «Israel vivirá en paz, y dará Dios el título 'Señor, justicia nuestra'» (Jr 23,6). El Señor, que desestabiliza y dis-

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persa, congrega de nuevo para construir la paz verdadera sobre la justicia. «Justicia» parece ser, en el texto de Jeremías, el nombre de Dios.

5. Jesús des-califíca el sistema desde la muerte

«Como los suyos tienen todos la misma car­ne y sangre, también él asumió una carne como la de ellos para, con su muerte,... liberar a todos los que, por miedo a la muer­te, pasaban la vida entera como esclavos»

(Hb 2,14-19)

Es sorprendente hasta qué punto puede el poder des­baratar la obra de Jesús, hasta alcanzar su misma inti­midad, donde se asienta su propia identidad.

Externamente es fácil constatar cómo los dirigentes judíos apresan y crucifican a Jesús, dispersando a sus discípulos. La tarde del viernes, todo parece quedar arrasado con habilidad y decisión política.

La intimidad de Jesús también es alcanzada por los dinamismos de la muerte. Desde la crisis de Galilea, las «representaciones del Reino» pasan, del éxito popular, a la confrontación con los dirigentes. Jesús se aparta de las multitudes y se concentra en sus discípulos (Me 9, 30-31), para formarlos de cara al impensable trance de Jerusalén. Pero no le entienden. La tentación le asalta desde sus mismos amigos (Me 8,33). La incertidumbre, la angustia y una soledad creciente van inundando la intimidad de Jesús, hasta estallar en el llanto sobre Je­rusalén (Le 19,41) o la angustia que lo derriba sobre el suelo de Getsemaní.

Pero la pasión puede llegar a afectar su misma relación con el Padre. Jesús gritará sobre la cruz el

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abandono que ya no puede reprimir dentro de sí, ante sus mismos enemigos triunfantes. El poder del mal tiene ese poder sobrecogedor de nublar la relación con el Padre, que siempre había sido de bondad y cercanía.

Jesús no muere como un mártir, como Juan el Bau­tista, decapitado por un tirano de provincia seducido en una noche de fiesta por una bailarina. Jesús muere como un «reo maldito», condenado por todas las instancias legales del pueblo.

En el Jesús ajusticiado, parece que el mal llegó hasta donde quiso. Empleó todos sus mecanismos, hizo su obra, se expresó plenamente a sí mismo. Todos sus dinamismos más sutiles quedaron desnudos sobre el cal­vario. La profundidad de su malicia se mostró en su obra. Ya no queda duda de la entraña corrompida de las estructuras, instituciones y corazones. No fue un accidente. Murió en una trama perfectamente elaborada.

Por eso mismo, todas las instituciones judías y ro­manas quedaron juzgadas al condenar a Jesús, el justo que presentó una nueva posibilidad de vivir emergiendo en medio del pueblo como regalo del Padre. Lo nuevo fue crucificado para que lo viejo pudiera subsistir.

Es imposible hoy que el justo se comprometa por el Reino de Dios, con sus ofertas nuevas de vida, sin que los mecanismos del poder hieran sus representacio­nes del futuro, sus amistades, su propia identidad y hasta su misma relación con Dios. Es imposible proseguir la causa de Jesús sin ser alcanzado también por el torrente de sufrimiento que brota de los tajos abiertos en el cuerpo de los pequeños de este mundo.

Pero también el justo experimentará que el paso de Jesús por la angustia y la muerte le sigue impulsando a

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luchar en su seguimiento, ya que él vino a liberar «a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,14-15).

En las cruces de los pobres y los justos, la sociedad rica y satisfecha quedará retratada y des-calificada en sus representantes más encumbrados. A pesar del control sobre las noticias, siempre se infiltran en las pantallas las imágenes de hambrunas y represiones, que aparecen como las sombras de las fotos sonrientes y tranquilas de los grandes en sus foros internacionales. La noche del viernes santo no puede conciliar el sueño. En ese insomnio de los justos aparece una fuerza que nunca ha podido ser arrancada de la historia. La cruz del justo es camino de reconciliación. «Por la sangre del Mesías» (Ef 2,13), creó «una humanidad nueva» (Ef 2,15). Las cruces de los justos y los pequeños son camino de re­conciliación. Antes se derrumbó el muro que separaba a judíos y gentiles. Ahora se derrumban otros muros que parecen eternos para nuestra superficial mirada.

6. Jesús des-vela la historia desde la Resurrección

«El velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo»

(Mt 27,51)

En el insomnio de la historia, como en el de los discí­pulos de Jesús, «al tercer día» sorprende un rostro que se va aclarando poco a poco, en medio de la búsqueda del cadáver (Le 24,5), en la decepción que se repliega con tristeza hacia Emaús (Le 24,15) o en el trabajo duro de la pesca en el lago sembrado de nostalgia y de re­cuerdos (Jn 21,4) por la predicación y los signos de

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Jesús. Ese rostro tiene nombre y llama a cada uno por su nombre con un acento inconfundible (Jn 20,16).

La muerte engañó por un momento con su sangre, sus legiones uniformadas y su sepulcro sellado. El pue­blo entero quedó como una tiniebla al mediodía (Le 23,44), como sacudido por un cataclismo cósmico (Mt 27,51). Aquella tarde, todo se resquebrajaba y moría.

Pero era un grito cósmico de parto. La tiniebla clavó su espada para matar; pero por la herida se liberó la verdad última de la realidad. Se rasgó el velo del templo, y la historia quedó des-velada para siempre. Se le quitó el velo que cubría la apariencia y, al mismo tiempo, ese desvelo mantiene despiertos y vigilantes a todos los que han recibido el Espíritu del Resucitado, encontrado en el fondo de procesos, cárceles y cruces. Este don de la Pascua no llega en los paraísos artificiales que ignoran la muerte ajena, ni en las liturgias deco­radas, sin rastro de sangre sobre el altar, ni en las de­claraciones asépticas que no han padecido el estreme­cimiento del pueblo crucificado. El Espíritu de la Pascua llega como regalo cuando, entre el temblor del miedo, el fantasma se va concretando en un cuerpo (Le 24,38), y en las manos de ese cuerpo se pueden reconocer las huellas de los clavos.

El dinamismo pascual desborda todas las previsio­nes de los guardianes de la sinagoga, burla su vigilancia estudiada, y no pueden quitarle una palabra que estrena su buena noticia, ni la alegría de ese grupo de galileos sin preparación que son testigos de lo imposible, de lo definitivo de la historia (Hch 2,14-36).

Ya no quedan secretos. Cualquier situación humana se ilumina ahora desde esta presencia resucitada. Por eso es posible celebrar, aun cuando, para los ojos que

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sólo aciertan a resbalar sobre la realidad, los cantos y esperanzas de los pobres no son más que ilusiones de ingenuos.

Jesús no sólo nos ha sido fiel en la pasión. También lo es en la resurrección. No sólo resucita para su pro­pia plenitud personal, sino también para nosotros, co­mo cabeza del cuerpo, primogénito de todos los hom­bres. Él alimenta el fundamento último de la esperanza nuestra.

7. Jesús, imagen de Dios en la historia

7.1. Para los que viven en el rigor de las periferias, esta llegada de Dios a su mundo se convierte en una «buena noticia», como un canto festivo de ángeles en medio de la noche (Le 1,13). Dios es cercano y familiar, nacido en el centro de su mundo.

El Dios que se hace presente en Jesús no está lejos de su tierra ni de sus oficios y costumbres. Pertenece a su universo cultural. Entiende su lenguaje, se mueve libre y confiado por sus caminos, contempla sus campos sembrados, sube a su barca, se sienta a su mesa, bebe el agua de sus pozos y el vino de su cosecha. Posa su mano con ternura sobre el hombro intocable del leproso, y con su saliva toca la lengua del mudo. La hemorroísa puede rozar su manto sin miedo a hacerlo impuro, y la pecadora puede ungirlo con su perfume de mujer pública sin contaminarlo.

Al encontrarse con Jesús, no escuchan simplemente a un crítico más del sistema, una queja bien articulada en un discurso inteligente, sino que experimentan en sus propias personas, corriendo por sus venas, una alter­nativa real, una vida nueva insospechada.

JESÚS. «PARÁBOLA DE DIOS» 49

Como uno más del pueblo, encuentra la oposición poderosa del sistema, y en su amor comprometido le llega la muerte. Instrumentos y lugares aterradores para la sensibilidad de los indefensos, tales como proceso, cárcel, soldado, tortura, sentencia, cruz y sepultura, se convierten en lugares de revelación del amor fiel de Dios a su pueblo y de lo que es una vida enteramente humana en su fidelidad a la propuesta salvadora de Dios.

El sepulcro abierto desde dentro es una pregunta aturdida primero, y una presencia transformadora des­pués. Todavía la opresión de los poderosos no ha in­ventado el sistema perfecto contra los pequeños ni el suplicio capaz de detener la trascendencia de Dios, que abre toda situación de muerte hacia el futuro del Reino de la vida.

La vida del Reino se torna en muchas ocasiones, para los pobres y los que les son solidarios, un com­promiso difícil e incomprensible. Pero un «sentido» apa­rece en lo profundo del espíritu, como el resucitado en la mañana de Pascua, haciendo posible la fidelidad al Reino.

7.2. Para los que viven en los centros del poder y del prestigio, o son solidarios aprendices de sus estructuras y valores, la propuesta de Jesús resulta muy difícil de acoger. El Reino de Dios, que no pide respuestas par­ciales ni restos de tiempo o de recursos, cuestiona ra­dicalmente la organización social que ellos fortalecen, con la que se sienten identificados, y hace pedazos sus imágenes de Dios y su discurso religioso.

La oferta del Reino es para todos. A los que han construido la consistencia de su vida en la acumulación de riquezas y poder, la propuesta de Jesús les suena a muerte. Pero a ellos, como a Nicodemo, se les ofrece

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5 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

también «nacer de nuevo» (Jn 3,7) por la fuerza del Espíritu, que es libre de toda atadura, como el viento (Jn 3,8). Es posible que Zaqueo devuelva cuatro veces lo robado y dé a los pobres la mitad de lo que le queda (Le 19,1-10). Es posible también que el influyente José de Arimatea arriesgue su prestigio acercándose a Pilato para pedir el cuerpo de un Jesús condenado legalmente como blasfemo, y del que él se siente solidario.

7.3. El Padre contempló el mundo con amor, y escogió las periferias oprimidas para la encarnación del Hijo, como lugar preferencial para revelar su acción salvadora en la historia manifestada en Jesús.

Jesús mira la acción del Padre en la historia con unos ojos situados en la periferia, como lugar privile­giado de contemplación.

¿Cómo contemplar la acción de Dios en la historia sin mirar solidariamente hacia las periferias del mundo y sin contemplar el mundo desde las periferias?

Parece que éste es el camino para descubrir, en cada momento de la historia, lo que el Padre nos quiere revelar en esa parábola inagotable que es la vida de Jesús.

4 Moisés:

encuentro en la periferia con el Señor de la historia

La contemplación de Dios en la historia alcanza su ple­nitud en Jesús. Pero ya en el Antiguo Testamento en­contramos ejemplos sorprendentes. Nos vamos a fijar en la experiencia de Moisés (Ex 3 y 4). Este encuentro inicial con Dios marcará completamente su vida personal y la historia de su pueblo. En el desierto del exiliado, entre los oprimidos de Egipto y en la travesía del Éxodo, Moisés se adentrará cada vez más profundamente en la intimidad de Dios, al mismo tiempo que irá recorriendo las periferias de su mundo. Incluso morirá en las fron­teras de la tierra prometida.

Vamos a resumir el proceso de esta experiencia originante en cuatro símbolos: el desierto, la zarza, la palabra y el bastón.

1. El desierto

Nos dice el libro del Éxodo que Moisés se adentró en el desierto hasta llegar al Horeb, el monte del Señor. Al desierto fue un hombre marcado por el exilio político. Educado como egipcio, luchó consigo mismo para en-

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5 2 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

contrar y definir su identidad. ¿Estará al servicio del faraón, como le educaron para hacerlo, o defenderá a su pueblo oprimido? Un egipcio reprime a un judío, y, en la lucha por defender a éste, Moisés mata al egipcio. Pero tampoco estará seguro con los judíos. Al tratar de actuar como mediador entre dos judíos, lo rechazan y le acusan de la muerte del egipcio. El Faraón lo busca, y tiene que huir. Y se casa y se instala en su vida familiar.

Nosotros vivimos «incrustados» en nuestro limi­tado espacio de la realidad. Instituciones, trabajos, re­laciones, personas... confluyen en nosotros y nos sitúan.

Por otro lado, nosotros tratamos de ser plenamente conscientes de las coyunturas en las que vivimos, porque queremos ser fieles a lo real. Estamos convencidos de que el Señor está presente en nuestra realidad, y no queremos evadirnos de ella.

Pero un día escuchamos la llamada del desierto. El Espíritu nos espera lejos de los caminos conocidos y de las rutinas necesarias. El misterio, sin geografía ni gra­mática definidas, nos convoca hacia donde no sabemos. Es necesario un ayuno de palabras, de imágenes y de proyectos, y en ese vacío limpio no sabemos lo que va a surgir.

Al desierto no se llega de repente. Nos vamos aden­trando poco a poco. Tiene una dimensión externa que nos desplaza de lo cotidiano, y una desposesión interior en la que el mundo viejo se muere, y empieza a crecer una espera de calidad, una receptividad que trata de ser sin trampa. Lo vivido va dentro de nosotros. No se trata de escapar de la realidad, sino de sus estereotipos car­celeros.

MOISÉS: ENCUENTRO EN LA PERIFERIA CON EL SEÑOR... 5 3

A veces lo nuevo ya viene gestándose dentro de nuestras prisas cotidianas. Pero necesita tiempo y aco­gida para nacer, lenguaje para formularse. La llamada del absoluto nos va guiando al desierto, porque algo nuevo busca su lugar dentro de nosotros y en nuestra historia.

Adentrarse en el desierto parece estar en nuestras manos. Pero, si buscamos, es porque de alguna manera ya hemos sido encontrados, porque nos sentimos bus­cados nosotros mismos desde lo más íntimo de nuestra persona. Al final, es Dios el que tiene que llegar hasta nuestra espera sin saber cuándo ni cómo.

Al desierto se ha peregrinado muchas veces cuando se ha buscado un nuevo comienzo. Jesús mismo ora y es tentado en el desierto al comienzo de su misión. Los primeros anacoretas cristianos se fueron al desierto geo­gráfico, como más tarde otros cristianos buscaron el silencio de monasterios y conventos.

Hoy, también nosotros buscamos el desierto de la historia, el revés del mundo, donde se acaba «este mun­do», en la muerte física de sus habitantes, en el final de las calles y los trazados urbanos, donde se agotan el agua y las medicinas, donde no existen los servicios sociales más elementales.

Pero también ahí puede empezar «otro mundo». Moisés, Elias y Jesús tienen hoy otros nombres dife­rentes y otra misión. Hay que experimentar el desierto, la ausencia de rutas, el peligro del camino y el riesgo. Las preguntas empiezan a caminar dentro de nuestra intimidad, tanteando seguridades, desarmando síntesis, alianzas y proyectos, hasta que esas preguntas sepan esperar que el misterio les responda. Hay que esperar hasta que el desierto se meta dentro de nosotros, y nos

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sintamos de alguna manera desierto. Entonces habremos llegado suficientemente abiertos, como Elias (1 Re 19,8) y Moisés (Ex 3,1), hasta Horeb, el monte de Dios.

2. La zarza

«El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas» (Ex 3,2). La zarza es bien poca cosa: un arbusto lleno de espinas que casi se arrastra entre las piedras. Pero en la soledad de la noche, quemada por el fuego, nos fascina con la magia de la llama en in­cesante movimiento de formas y colores. Y Moisés se dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo tan admirable» (Ex 3,3). Este fuego, que ilumina, calienta y despierta la fantasía en medio de la noche, pero no destruye ni amenaza, es una llamada a la contemplación.

Moisés el caminante, pastor de ovejas, da un paso más en su proceso. Se detiene y contempla. De esta manera entra en otra dimensión de la realidad. El bus­cador tiene que detenerse y dejarse iniciar en otra di­mensión de la realidad en la que él no es el dueño.

No se está evadiendo de la realidad, sino que está siendo buscado por lo más profundo de la historia, que se ha acercado a su vida y lo llama por su nombre: «Moisés, Moisés» (Ex 3,4).

Moisés puede atravesar el desierto y subir hasta el monte por sus propios pies. Puede detenerse a contem­plar la zarza ardiente, pero no es el dueño del misterio. Con pies descalzos se acerca a él. El misterio sólo se abre desde dentro.

Nuestros análisis de las coyunturas sociales, nues­tras búsquedas más decididas de Dios y de su obra,

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tienen que descalzarse y esperar contemplando el fuego inextinguible y siempre diferente. Llegamos a una di­mensión de la existencia donde no podemos forzar la entrada. Tenemos que esperar a que nos llamen por nuestro nombre.

La zarza es sólo el comienzo de un encuentro. Es la iniciativa de Dios, que empieza a sorprendernos y a ensanchar nuestra capacidad de acogida para un en­cuentro de dimensiones imprevisibles.

La zarza y el fuego son elementos comunes de la creación, vulgares para la mirada común; pero, cuando somos buscados por Dios, se pueden convertir en signos de una presencia, en la llamada del Señor de la historia.

¿No son los pobres también una zarza que arde sin consumirse? La contemplación diaria del pobre nos pue­de ayudar a entrar en otra dimensión de la realidad que no ignora análisis y estadísticas, pero que las trasciende infinitamente. En el pobre —que, como la zarza, casi se arrastra entre las piedras marginales de propiedades y caminos— arden la dignidad y la ternura, el ansia de libertad y la lucha por defender el gran regalo de la vida. En su desinstalación, forzada por el rechazo estructural de nuestro mundo, tienen las puertas abiertas para acoger el don del Reino.

3. La palabra

Desde la zarza llaman a Moisés por su nombre. Y en el encuentro, la voz del misterio se identifica: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (3,6). Es el Dios de la historia, que se ha explicado a sí mismo y su proyecto en acciones concretas en favor de los antepasados de Moisés. Es un

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Dios con una trayectoria que lo revela, una continuidad fiel a su palabra y su promesa.

Dios no se impone como un amo despótico ni hace temblar a Moisés con el terror. Hay espacio para la palabra, la pregunta y la respuesta, la excusa, el com­promiso y la promesa. Ni Moisés se diluye ante Dios, ni Dios absorbe a Moisés. Con la palabra compartida, va avanzando el encuentro, desde una alteridad sor­prendida, hasta una comunión abierta y sin final.

La palabra de Dios saca del pasado de Moisés sus propios recuerdos de Egipto: «He visto la opresión de mi pueblo..., he oído sus quejas contra sus opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a libe­rarlos... para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa» (3,7-8). El Señor no hace referencia a una cierta cantidad de cultos y oraciones que hay que sumar para intervenir en favor de sus fieles. El dolor es ya la primera realidad que toca el corazón de Dios y le mueve a liberar.

En la propuesta de Dios hay un elemento que puso a Moisés a la defensiva: Yo he visto, he bajado... «Y ahora, anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (3,10). La lucha de Moisés con Dios parece justificada. Es Dios el que decide, y Moisés el que tiene que actuar y arriesgarse en una misión absolutamente desproporcionada. Se de­bate, porque Dios ha creado un conflicto en su vida. La confrontación es lógica.

El planteamiento de Moisés es completamente rea­lista y lleno de sensatez: «¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?» (3,11). La primera dificultad que aparece es el Faraón, en con­traste con la persona de Moisés; la comparación del Faraón, con todo el poder imperial defendido por su policía y sus ejércitos, expertos en organizar la opresión

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de los judíos que tan buenos beneficios le reportan con su trabajo forzado. Toda la respuesta que recibe de Dios es: «Yo estoy contigo». La certeza de una presencia. Nada más.

Resuelta esta primera objeción, Moisés traslada la dificultad al mismo ser de Dios. ¿Quién es este Dios que estará con Moisés? ¿Qué les dirá Moisés a los is­raelitas sobre Dios cuando vaya a ellos y se presente como enviado?: «Soy el que soy» (3,14). Es decir, el que se conoce por su manera de actuar a lo largo de la historia en fidelidad a sus antepasados, (3,15; 3,16), el Dios que desde Abraham busca crear un pueblo libre que pueda «mantenerse en el camino del Señor practi­cando la justicia y el derecho» (Gn 18,16). Esta es la identidad del Dios de Israel tal como se ha manifestado en la historia. Por eso, ahora ha decidido «sacarlos de la opresión de Egipto» (Ex 3,17).

Pero surge una tercera dificultad: ¿le creerá el pue­blo? «Y si no me creen ni me hacen caso...?» (4,1). Es la desconfianza razonable de un pueblo acostumbrado a la esclavitud, temeroso del poder imperial, que se presenta como imposible de burlar y que reacciona con desconfianza ante un iluminado que llega del desierto proclamándose enviado de Dios. Tres signos hablarán al pueblo, si es necesario. El bastón se convertirá en serpiente; la mano se pone blanca y recobra su color; y el agua del Nilo se teñirá del color de la sangre.

El debate se traslada a la propia persona de Moisés. Echa una mirada a sí mismo, a sus defectos y limita­ciones: «Yo no tengo facilidad de palabra, ni antes ni ahora que has hablado a tu siervo; soy torpe de boca y de lengua» (4,10). Dios no suprime su dificultad: «Yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que tienes que decir» (12). Moisés seguirá con su dificultad de palabra, puesto

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5 8 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

que más adelante le dice que busque la ayuda de su hermano Aarón: «Él hablará al pueblo» (15). Esa difi­cultad reaparecerá más adelante (6,12; 6,30). La palabra oportuna de Dios llegará en la limitada oratoria de Moi­sés, y también en la fácil de Aarón. Moisés será fiel al Señor con este límite que lo humilla, y al mismo tiempo buscará la complementariedad comunitaria en la ayuda de su hermano.

A pesar de todo, queda la libertad personal como reducto último, y Moisés puede decir sí o no, compro­meterse o escapar. «Por favor, Señor, ¿por qué no man­das a otro...?» (4,13). Pero Dios ha elegido a Moisés; y Moisés, confiado en este amor que lo ha escogido, emprende su camino hacia Egipto.

El encuentro con Dios ha sido claro y pleno, de tú a tú. Sólo alguien que se ha sentido elegido y amado por Dios puede elegir y aceptar la misión. En la decisión de Moisés, que cambia radicalmente su vida, se en­cuentran el amor dialogante de Dios y la persona única de Moisés, con toda su historia y su verdad personal limitada.

4. El bastón

«Tú toma el bastón con el que realizarás los signos» (4,17). El bastón del pastor se ha convertido ahora en el signo sencillo del conductor del pueblo, del caminante de una ruta nueva e imposible. Es el símbolo de la misión. Moisés ha sido totalmente transformado en el encuentro con Dios, única posibilidad de dejar la vida del exiliado acomodado para emprender la audacia de la liberación de su pueblo. Sólo lleva su bastón y la promesa de Dios.

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Con ese bastón tocará el agua del Nilo para teñirla de sangre (7,20) y, al extenderlo sobre el mar, dejará pasar al pueblo perseguido (4,16). Golpeará la roca, y brotará el agua en el desierto (17,6-7). El bastón es el símbolo de la fuerza de Dios que lo acompaña.

El bastón es también el recuerdo del encuentro con Dios que lo marcó para toda la vida. Dios será ya para Moisés un interlocutor permanente, un amigo, una re­ferencia inagotable en su capacidad de abrir el futuro en todos los momentos difíciles de su misión. Sin esta referencia, Moisés ni se podrá entender a sí mismo ni podrá comprender su misión. A Dios se queja cuando el pueblo no es liberado después de hablar al Faraón (5,22-23). En el encuentro con Dios elabora las nuevas estrategias, y avanza con él delante, como nube de día y columna de fuego por la noche (13,21-22). El pueblo entero es conducido por Moisés hasta el Sinaí de la alianza y de la ley nueva de un pueblo haciéndose libre por el desierto.

Pero no es sólo el Dios de Moisés, sino del pueblo entero. Es el pueblo lo que preocupa a Dios. Moisés es su servidor, su presencia visible y comprometida en la historia. El pueblo llevará a Moisés dentro de sí hasta el Sinaí del encuentro colectivo con Dios y hasta las fronteras de la tierra prometida, pues nadie en solitario puede atravesar el desierto. Finalmente, el pueblo en­trará en la tierra, y Moisés morirá en la frontera, donde acaba su misión.

La contemplación de la zarza se ha convertido en una misión en la historia. Un elemento simple de la creación ha servido de signo para llevar a Moisés a un encuentro con Dios y su proyecto en la historia.

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5 Los signos no bajan del cielo;

nacen en la periferia

«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oir lo que vosotros oís y no lo oyeron»

(Le 10,23-24)

1. En diferentes ocasiones, los dirigentes judíos se acer­caron a Jesús y le pidieron «una señal que viniera del cielo» (Me 8,11; Mt 16,1; 12,39; Le 11,29-30) para creer en su mensaje. Pero Jesús «dio un profundo sus­piro» (Me 8,11) que expresaba su desazón interior ante semejante ceguera. No sólo eran incapaces de ver los signos del Reino que brotaba por todas partes, sino que pretendían exigirle a Dios que llegase hasta ellos por los caminos que juzgaban los mejores.

Los mismos discípulos parecían en muchas ocasio­nes obcecados, contaminados por la levadura farisaica (Me 8,15). Más de cuatro mil personas habían com­partido su pan sin preocuparse siquiera de guardar lo que sobró, porque nadie quiso acaparar. Pero seguían sin entender que compartir lo que uno tiene en una situación de desierto, entre una muchedumbre de pobres, es un signo de la presencia del Reino. Por eso, Jesús

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los increpa con las palabras de Jeremías: «¿Por qué tenéis ojos si no veis, y oídos si no oís?» (Me 8,18).

2. Jesús intenta enseñar según su propia experiencia. Educado por la ley judía en una manera de mirar la realidad, fue sintiendo madurar en su intimidad una vi­sión diferente de la vida cotidiana. Hasta que, un día, el anuncio de lo inesperado sorprendió de repente a los vecinos galileos: «El Reino de Dios ha llegado. Con­vertios y creed en la buena noticia» (Me 1,15).

Superando toda mirada programada por la ense­ñanza oficial, Jesús veía en lo cotidiano las señales del Reino que llegaba. La primavera del Reino brotaba por todas partes a su paso. Un cobrador de impuestos dejaba su trabajo seguro en aquella sociedad de incertidumbre (Me 2,14), y un paralítico su camastro de tullido (Me 2,12). Un enfermo se sentaba libre de la «legión» que lo había invadido y lo desgarraba en todas direcciones (Me 5,1-17). Y el pueblo reconocía en aquella voz de carpintero una «autoridad» que estremecía su esperanza, casi muerta por leyes judías y legiones romanas.

3. Jesús será fiel a su experiencia. Respetará los signos del Reino donde aparezcan, y los mostrará a todos; pero no tentará al Señor arrojándose del alero del templo, como un signo que baja del cielo, para complacer los cuellos orgullosos de los fariseos que se alzaban a lo alto en las esquinas de las calles mientras oraban, pero no bajaban la mirada misericordiosa hacia el pueblo pobre y pecador, del cual se separaban.

Jesús saca del margen los signos del Reino y los pone en el centro. Al hombre del brazo paralizado en la sinagoga, lo saca de la sombra de su enfermedad y le dice: «Ponte ahí en medio» (Me 3,3). En él hay que concentrar la mirada para ver el Reino. En medio de la

LOS SIGNOS NO BAJAN DEL CIELO; NACEN EN LA PERIFERIA 6 3

disputa comunitaria de los discípulos sobre quién es el más grande, saca de la marginación doméstica a un criadito, y «lo puso en medio, lo abrazó» (Me 9,36) e, identificándose con él, dijo: «El que acoge a un niño de éstos por causa mía, me acoge a mí» (Me 9,37). Saca del anonimato de una enfermedad vergonzosa a una hemorroísa asustada, y la coloca en el centro de la mul­titud como un ejemplo de la fe que sana (Me 5,33-34). El samaritano de la parábola, hereje y enemigo para el judío, se convierte en maestro de la vida nueva para el experto del templo: «Haz tú lo mismo» (Le 10,37).

En esta escuela, que pone en el centro a los que el sistema coloca en el margen, fueron formándose los discípulos. Jesús les refuerza su pedagogía con palabras que no dejan ninguna duda: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos pro­fetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oir lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Le 10,23-24).

Por eso subirán constantemente desde los márgenes hasta el centro de las instituciones judías los signos del Reino. El paralítico curado carga con su camilla en sábado por las calles de la Jerusalén en fiesta (Jn 5, 1-15). Los leprosos sanados deben ir a presentarse al sacerdote para que les dé el certificado legal de curación (Me 1,44). El ciego de nacimiento discute con lógica irrebatible con los sabios dirigentes judíos (Jn 9,14-34).

El mismo Jesús será el signo principal enviado por el Padre desde la desacreditada Galilea hasta el centro del sistema judío. En definitiva, según el evangelio de Juan, ésta es la causa de su rechazo (Jn 12,17-19). Por eso evoca los rasgos del servidor sufriente, sin aparien­cia presentable: «Señor, ¿quién ha creído nuestro anun-

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M SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

ció? ¿Y a quién se le ha revelado la fuerza del Señor?» (ls 53,1). Ciertamente, los dirigentes del pueblo tenían «cegados los ojos» y «embotada la mente» (Jn 12,40). Ciertamente que el Jesús pobre y humilde del evangelio, el servidor del Reino, era irreconocible como Mesías por los judíos del sistema, que, «a pesar de tantas señales como llevaba realizadas delante de ellos, se negaban a darle su adhesión» (12,37). El ojo penetrante del profeta Isaías «vio su gloria y así habló de él» (Jn 12,41).

Algunos dirigentes sí reconocieron a Jesús, pero, por miedo a «ser excluidos de la sinagoga» (12,42), prefirieron seguir atrapados en la tiniebla del sistema (12,46).

4. Vamos a fijarnos más detenidamente en este proceso del Reino, que invierte las expectativas judías cuando Jesús «no baja del cielo», sino que envía signos desde las marginalidades de Palestina, en personas social y religiosamente descalificadas.

a) El primer signo en que nos vamos a fijar lo encon­tramos en el evangelio de Marcos (3,1). La curación del hombre con el brazo paralizado en la celebración del culto sabático dentro de la sinagoga irritó de tal manera a los «puros» fariseos que éstos se aliaron con los «corruptos» herodianos «para acabar con Jesús» (Me 3,6).

«Jesús entró de nuevo en la sinagoga» (3,1). No sólo entró en el edificio, sino en todo el universo de la sinagoga, con sus instituciones y su ideología elaborada en el templo de Jerusalén y distribuida después por todo el pueblo.

«Estaba allí un hombre que tenía un brazo parali­zado» (3,1). Éste es el primer enfermo, y Jesús lo ve

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perdido e insignificante entre la comunidad. Pero más enfermos y con una enfermedad más sutil vio a los dirigentes, que «estaban al acecho para ver si lo curaba en sábado y acusarlo» (3,2). El paralizado era un mar­ginado por su lesión física, que le impedía trabajar, pero también por una mancha religiosa, pues la parálisis es­taba asociada al pecado. Jesús se deja cuestionar por la miseria muda de este hombre, pero también queda im­pactado por la «ceguera» de los dirigentes, seguros y al acecho como cazadores que esperan que la víctima caiga en la trampa.

Jesús quiere hacer un gesto que hable a todos, pues el Reino no tiene límites en su oferta de vida. Y como camino de su pedagogía, saca del margen al paralítico y lo pone en el centro: «Levántate y ponte ahí en medio» (Me 3,3). El paralítico se siente acogido por Jesús hasta tal punto que experimenta una confianza capaz de lle­varle a correr este primer riesgo en medio de toda la asamblea.

El enfermo no es un caso aislado de su entorno, pues está situado dentro de una estructura religiosa que envuelve a todo el pueblo, paralizando la vida. Jesús pretende abrir una brecha en esa certeza de muerte que es la estructura, y que también mantiene presos a sus defensores. Por eso pregunta: «¿Qué está permitido en sábado: hacer bien, o hacer daño; salvar una vida o matar?» (3,4). No hay término medio para evadirse en una neutralidad de espectador. El que puede hacer bien y no lo hace, daña. El que puede salvar una vida y no la salva, mata.

En el silencio que sigue, la pregunta de Jesús re­corre toda la asamblea, pero no encuentra la más mínima rendija en esos espíritus ciegos. El evangelista no puede

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(>(» MONOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

olvidar la mirada de Jesús paseando su dolor por toda la comunidad reunida. Lo recuerda «echándoles en torno una mirada de ira y dolido por su obcecación» (3,5).

Pero, en ese mismo silencio, el paralítico se sintió tan comprendido por Jesús en toda la pesadumbre de su parálisis y su marginación que, lleno de fe, arriesgó con gozo su gesto de futuro y de vida en medio de la asam­blea, cuando Jesús le dijo: «Extiende el brazo» (3,5). La curación es posible, porque la cercanía de Jesús pone en camino dinamismos de vida dentro del enfermo.

El paralítico es un «personaje representativo» del pueblo marginado y paralizado por la estructura de la sinagoga. Cuando Jesús saca desde el margen al centro este signo del Reino, la confrontación con el centro es inevitable. El paralítico, el pueblo, queda curado; pero Jesús, definitivamente marcado y perseguido. Fariseos y herodianos se unen «para acabar con él» (5,6).

b) El segundo signo lo tomamos del evangelio de San Juan (5,1-47). Una multitud de enfermos yacía en los pórticos de la piscina que llaman El Foso (5,2), espe­rando el signo que bajase del cielo, atentos al ángel que removiese el agua. El primero que tocase el agua en aquella competencia de enfermos, quedaría sano. Mien­tras abajo, en el foso, el pueblo sufre sin salida ninguna, arriba, en el Templo, Jerusalén celebra la fiesta (5,1).

La fuerza del Reino no baja del cielo, sino que se acerca sin espectacularidad alguna por los caminos co­munes, en la persona de Jesús, que pasa contemplando detenidamente aquella «muchedumbre». En su contem­plación, Jesús se concentró en un hombre que tenía en su cuerpo las marcas de treinta y ocho años de parálisis y de soledad: «No tengo un hombre que, cuando se agita el agua, me meta en la piscina» (5,7).

LOS SIGNOS NO BAJAN DEL CIELO; NACEN EN LA PERIFERIA 6 7

En la cercanía del encuentro, en la calidad de una acogida sin límites, Jesús se atreve a proponerle la pre­gunta decisiva: «¿Quieres ponerte sano?» (5,6). Una pregunta que no tiene una respuesta tan evidente como podría parecer. El paralítico había demostrado que sí quería curarse, pues ya lo había intentado varias veces. «Mientras yo llego, otro baja antes que yo» (Jn 5,7).

No es tan claro que la persona quiera curarse de los límites que lo paralizan. Un límite bien administrado puede producir buenos resultados. Si uno se cura, ya no hay excusa para huir de ciertos compromisos, para justificar cobardías y neutralidades. Con la curación, hay que asumir la vida de otra manera, encarar situa­ciones nuevas que asustan, cargar con responsabilidades que pesan sobre las espaldas. Por eso, a veces resulta más rentable quedarse tendido en el camastro de la pa­rálisis.

«Levántate, toma tu camilla y echa a andar» (5,8). El enfermo tiene que asumirse, hacer un esfuerzo y arriesgarse, intentar dar un paso contra toda la evidencia de sus treinta y ochos años de parálisis, creyendo en la palabra de ese desconocido que se acerca a su soledad.

¿Es creíble que debajo de esa costumbre paralizada exista una posibilidad de vida nueva que nunca ha sido puesta en camino? En el encuentro con Jesús, ese hom­bre se había sentido tan incondicionalmente amado que sintió resucitar dentro de sí dinamismos de vida que parecían agotados para siempre. Arriesgó su gesto y se curó. «Como había mucha gente en el lugar, Jesús se había escabullido» (5,13). El hombre no sabía quién era Jesús. No fue un encuentro religioso. No aparece nin­guna referencia al Mesías. Jesús no le pide ninguna confesión religiosa en su divinidad para poderse curar.

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ftK NIMNIM V I'AHAIIOI AS l'AKA ('()N TEMPLAR LA HISTORIA

l'tlp, NliiipIcMK'iilc, un encuentro de calidad insuperable, IIIII plfiiniiK-nlc luiimiiH) como sólo Dios encarnado po-ihl i i l i m r i l o .

lil conflicto era evidente. Desde «el Foso» salía ahora ese hombre enfermo y pecador, cargando con su camilla en sábado, desafiando la fiesta de la ley, de­saliando los caminos conocidos de los dirigentes. «Es sábado, y no te está permitido cargar con tu camilla» (5,10). Pero el curado ha obedecido a la vida que nació en el encuentro con Jesús.

Jesús quiere completar este primer encuentro y se va a buscar al paralítico curado al templo. «No vayas a pecar más, no sea que te ocurra algo peor» (5,14). Jesús sana todas las dimensiones de su persona y le ofrece un futuro nuevo, no sólo libre de la parálisis, sino también del pecado, que amenaza y destruye la vida en su raíz.

El curado se convierte en un testigo ante los diri­gentes judíos: «Es Jesús quien me ha dado la salud» (5,15). Y Jesús empieza a ser perseguido en Jerusalén, «precisamente por lo que acababa de realizar» (5,16).

La confrontación que sigue con los dirigentes judíos nos permite entrar en su intimidad y nos acerca a su manera de contemplar la realidad.

«Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando, y yo también trabajo» (5,17). Jesús ve al Padre trabajando en la creación y en la historia, creando vida y libertad. Por eso la acción de Jesús se une a la del Padre para crear juntos el Reino que perdona los pecados, y ayuda al paralítico a acoger el don de la salud. Jesús rompe el esquema del «sábado eterno del Padre», que dejaría a tantos paralizados presos de sus camastros. El Padre crea liberando de toda opresión, como el primer día de la creación sacó la vida del caos y las tinieblas (Gn 1,1).

LOS SIGNOS NO BAJAN DEL CIELO; NACEN EN LA PERIFERIA 6 9

En la base de la acción de Jesús se desarrolla una contemplación penetrante, no para escaparse hacia los cielos, sino para ser fiel y honesto con lo real. «Un hijo no puede hacer nada por sí, tiene que verlo hacer al Padre. Así, cualquier cosa que éste haga, también el Hijo la hace igual» (5,19). La acción del Hijo se une a la del Padre de tal manera que en ella podemos ver los gestos y palabras del Padre en el rostro y el acento de Jesús.

El fundamento último de la contemplación no está en el necesario esfuerzo contemplativo del Hijo, sino en el amor del Padre, que toma la iniciativa de hacerse transparente en la realidad cuando actúa. «El Padre quie­re al Hijo y le enseña todo lo que él hace» (5,20). El «ver» del Hijo, tiene su origen en el «enseñar» del Padre. Este «enseñar» del Padre no fue una iluminación que llenó de claridad sin sombras la vida de Jesús desde el comienzo hasta el final, sino que fue haciéndose len­tamente en cada situación nueva, revelándose en medio de la costumbre, del imperio rígido de la ley, de lo catalogado como evidente y normal, e incluso en las noches oscuras de la ignorancia y la tentación.

Toda la acción del Padre puede resumirse en dos palabras: dar vida. «Así, igual que el Padre levanta a los muertos y les da vida, también el Hijo da vida a los que quiere» (5,21). La misión de Jesús es dar vida en todas las dimensiones de la existencia alcanzadas por la muerte, luchando contra todas las fuerzas que congelan y destruyen. Hasta la propia muerte es vencida por esta palabra de Jesús que llama los muertos a la vida (5,25).

Un designio de vida atraviesa la historia entera y alcanza en Jesús su luz más intensa. Los dirigentes ju­díos, armados con su ideología y su poder, pretenden

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II) NHINON V l'AMAIIOI AS l'AKA CONTEMPLAR LA HISTORIA

llinllm el designio del Padre a días de la semana, lugares Niiyindos, profesiones limpias, geografías privilegiadas, iipmieneias de manto y filacteria, contabilidad de diez­mos y primicias... Pero todo cálculo se rompe cuando la generosidad del Reino se manifiesta en el marginado de la piscina.

Los dirigentes judíos no tienen capacidad de sor­presa y de admiración. Jesús se deja sorprender por la vida nueva allí donde aparece como regalo impredecible: «No persigo un designio mío, sino el designio del que me mandó» (5,30). Si el designio no tiene la raíz última en Jesús, como tampoco la tiene en nosotros, sólo hay una forma de acogerlo. Hay que dejarse sorprender y ser servidor de la sorpresa allí donde surge. Los diri­gentes judíos son servidores de sus cálculos propios, del sistema que ellos mismos han ido generando. Pero la vida que viene del Padre nace fuera de sus estrategias.

«Las obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre» (5,16). En definitiva, son obras de vida las que defienden a Jesús y quedan dando testimonio de él por las plazas y caminos donde se mue­ven las mujeres y los hombres revividos a su encuentro. Cuando Jesús contempla todas estas personas transfor­madas, comprende que, así, el Padre que lo envió va dejando él mismo un testimonio en su favor (5,37). Los dirigentes judíos nunca han escuchado su voz ni visto su figura (5,37). No han contemplado al Padre, pues no lo reconocen en los despreciados que ahora se mueven recreados por su designio de vida.

«Gloria humana no la acepto» (5,41). Jesús nunca será condecorado por la autoridad y la ciencia que crecen a la sombra del templo, con sus doctores y su sanedrín.

LOS SIGNOS NO BAJAN DEL CIELO; NACEN EN LA PERIFERIA 7 1

Los dirigentes del pueblo «aceptan gloria unos de otros y no buscan la gloria que se recibe sólo de Dios» (5,44).

El templo tiene sus códigos que permiten medir la anchura de las filacterias y el diezmo del comino, contar el número de pasos en sábado y discutir qué agua es mejor para las purificaciones rituales. El que cumple esta justicia recibe la gloria que puede dar la autoridad.

La gloria que se recibe sólo de Dios es la vida que a todos se ofrece y no deja muerto ningún rincón de la persona. El paralítico de treinta y ocho años, que camina con su camastro bajo el brazo, es la gloria de Dios en medio del pueblo. Sólo de Dios se puede recibir esta gloria, que es una vida que sólo en Dios tiene su origen y que, una vez que se pone en camino, sigue con libertad su propia ruta, sin tener nosotros ningún derecho a do­mesticarla en nombre de proyectos personales.

La realidad no ha cambiado con la sanación del paralítico. Las estructuras sociales y religiosas siguen en pie controlándolo todo. Pero un pobre paralítico los ha burlado y se ha escapado hacia el futuro del Reino. El curado es un signo. Lo posible estaba esperando que Jesús llegase hasta el camastro de la piscina, lo contem­plase bajo esa apariencia excluida y lo llamase a la existencia.

La sociedad no ha cambiado con esta curación de una sola persona. Pero este signo pequeño, unido a otros muchos nacidos en la tierra condenada a la esterilidad por los que saben y dominan, ya nos enseña a mirar de manera diferente toda la realidad. El Reino llega con todo su poder de convocatoria y esperanza.

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6 Las parábolas:

aroma y color del Reino

«Con muchas parábolas... les exponía el mensaje, en la medida en que podían es­cucharlo. No se lo exponía más que en pa­rábolas...»

(Me 4,33-34)

Además de los signos del Reino con los que Jesús reveló su presencia en medio del pueblo, Jesús elaboró pará­bolas originales con las que explicó al pueblo el misterio del Reino, enseñándoles a contemplar el plan de Dios en la historia con los elementos más sencillos de la vida cotidiana. Con la ayuda de las parábolas, el pueblo en­trará en el don del Reino y podrá acogerlo en su propia existencia.

1. Partiendo de la realidad

Las parábolas nos revelan a un Jesús profundamente inmerso en la realidad y atento a sus detalles más pe­queños. Los elementos con que nos habla del Reino están entresacados de una realidad accesible a la obser­vación de todas las personas.

Jesús contemplaba a los hombres sentados todo el día en las plazas de las aldeas, esperando con ansiedad

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M SKiNOS Y l'AKÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

que alguien los contratase para trabajar (Mt 20,1-15). Ll imperio romano concentró la tierra en pocas manos, para cobrar más fácilmente los impuestos y dominar mejor al pueblo. Parte de los campesinos sin tierra emi­graban a las ciudades, pidiendo limosna, como Lázaro (Le 16,19-31), o formaban bandas de ladrones ace­chando en la inseguridad de los caminos, o asaltando las viviendas en medio de la noche (Mt 24,43-44). Los propietarios de las tierras vivían muchas veces lejos, en las ciudades grandes, e incluso en países lejanos, y en­viaban regularmente a sus servidores para cobrar sus intereses. En algunas ocasiones, esta lejanía estimulaba a los arrendatarios a matar a los emisarios para quedarse con la tierra (Le 20,9-18).

Conocía muy bien Jesús el mundo de los jueces corruptos y la tenacidad de algunos pobres, como la viuda, para buscar justicia (Le 18,1-8). En medio de la miseria generalizada del pueblo, se indignaba con la buena vida de los ricos (Le 16,19-31) y su insensatez ante la realidad de la muerte repentina que troncha el plan de los avaros (Le 12,16-21). Conocía la historia de administradores astutos que acumulaban grandes for­tunas rápidas (Le 16,1-8) en medio de la situación de­sesperada del pueblo.

En las calles, Jesús observaba los juegos de los niños (Mt 11,1-19), el paso de los levitas y sacerdotes esquivando a los necesitados (Le 10,30-37), a los astutos mercaderes de perlas (Mt 13,45-46), a los fariseos que exhibían sus mantos y a los pastores que traían sus rebaños al caer de la tarde y contaban sus historias de ovejas y de lobos (Le 15,3-7). Participaba alegre de la gran fiesta popular de las bodas de sus amigos, veía pasar el desfile de las jóvenes con velas encendidas en la noche y comía en el gran banquete nupcial (Mt 25,

LAS PARÁBOLAS: AROMA Y COLOR DEL REINO 75

1-13). En los barrios de los pobres, entraba en las casas de puerta estrecha al final de callejones angostos (Mt 5,14).

En una sociedad donde se discriminaba a la mujer él observaba a ésta con cariño mezclando la levadura con la masa de harina (Mt 13,33), barriendo la casa pobre en busca de una moneda de poco valor (Le 15 8-10) o remendando los vestidos viejos de la familia (Mt9,16).

Contemplaba fascinado la belleza de las flores hu­mildes de los campos y el vuelo de los pájaros buscando su alimento (Mt 6,28). Junto con los campesinos de rostro escrutador, aprendió a leer los signos de la lluvia o del bochorno (Le 12,54). Los admiró sembrando con alegría, y tristes al constatar la venganza de un enemigo que durante la noche sembró cizaña (Mt 13,24-30). Sen­sible al misterio de la vida, se asombró ante la pequeña semilla (Me 4,30), ante al prodigio de la simiente bajo la tierra (Me 4,26-29) y el brotar de la primavera en las ramas más pequeñas y frágiles de las higueras (Le 21,29).

En sus parábolas aparecen animales insignificantes, como polillas y gusanos (Mt 6,19); animales domésti­cos, como gallinas que cobijan con ternura a sus po-lluelos (Mt 23,37), gallos que cantan en medio de la noche (Mt 26,34) y cachorros que comen debajo de la mesa (Mt 15,26). También aparecen los animales sal­vajes que inquietan la vida, como lobos (Mt 10,16), zorras (Mt 8,20) y víboras (Mt 12,34).

Jesús visitó hogares destruidos por las riñas fami­liares (Mt 12,25) y observó salas iluminadas por las lámparas de los candelabros (Mt 5,15), baños y perfu-

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7 6 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

mes (Mt 6,7), telas y remiendos (Mt 4,6), agujas (Mt 19,24) y llaves (Mt 16,19).

También el cuerpo humano es usado metafórica­mente para explicar el Reino: Jesús no tiene donde re­clinar la cabeza (Mt 8,20). El ojo es la lámpara del cuerpo (Le 11,34). El hipócrita no ve la viga en su ojo y sí ve la mota de polvo en el ajeno (Mt 7,35). El Padre tiene contados los cabellos de nuestra cabeza (Le 12,7), nos cuida en lo más mínimo. Presentar la otra mejilla es no entrar en la lógica destructora de la agresión (Mt 5,39). Manos, pies, seno, vientre, sexo, corazón, cin­tura y otras partes del cuerpo humano aparecen engar­zadas en frases maravillosamente expresivas.

Leyendo las parábolas, podemos conocer el mundo en el que Jesús se mueve. Sin distorsión ni evasión, con los elementos más simples de su entorno popular, ofi­cios, actividades, situaciones, animales, cosas y cos­tumbres, Jesús elabora las parábolas, que muestran un Reino apareciendo en medio de la realidad, y cómo hay que responder adecuadamente a esa gracia del Padre que es el centro de la historia humana. Se contempla el Reino en medio de la realidad, con los elementos más comunes de esa misma realidad. El designio definitivo del Padre está al alcance de todos.

2. En la profundidad de lo real

Si cualquier elemento de la realidad le sirve a Jesús para elaborar una parábola del Reino o una comparación más breve, es porque toda su persona estaba polarizada por su misión, el anuncio del Reino de Dios. A través de esa inquietud fundamental observaba cada detalle de la vida y lo conectaba con su misión.

LAS PARÁBOLAS: AROMA Y COLOR DEL REINO 7 7

Jesús no anuncia el Reino como un oráculo recibido desde fuera, desde lo alto, en alguna montaña sagrada, sino brotando con fuerza en medio de la gente del pue­blo. Toda su sensibilidad estaba impactada por este don de Dios, que emergía gratuito y libre, sorprendiéndolo de tal forma que no podía callar lo que veía y oía.

El Padre crea una vida nueva en el paralítico de la piscina, y Jesús, que lo percibe, acude a encontrarlo con su oferta de ayudarle a nacer. Jesús mira la realidad sin cegueras de leyes, expectativas, costumbres o de­cepciones. Esa libertad en el mirar le permite ver cómo los brotes de la primavera del Reino se abren paso atra­vesando la cascara dura del invierno judío.

Por eso, a los enviados de Juan que le preguntan si él es el que tenía que venir, Jesús les responde con acciones que dan a luz la liberación que se gesta en la entraña de la realidad. Curó enfermos, echó demonios, anunció a los pobres la buena noticia. «Id a contarle a Juan lo que habéis visto y oído» (Le 7,27).

Toda la realidad es para Jesús matriz del Reino. El Padre trabaja en la historia. Lo sorprendente está aso­mando por todas partes, ofreciéndose a todos. Pero ¿cómo ayudar a verlo? ¿De qué manera anunciar este amanecer que rompe los esquemas del sistema judío? ¿Cómo utilizar los elementos más sensibles de la vida cotidiana para trascender la visión vieja de la realidad y asomarse a lo impensable? ¿Cómo ayudar a compro­meterse con esta realidad nueva que tiene que ser aco­gida libremente para que pueda nacer? Este es el desafío de Jesús.

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7K Sl(¡NOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

3. Las parábolas, creación de un nuevo sentido de la realidad

Con la llegada del Reino, todo cambia de sentido. El que ríe es un desdichado (Le 6,25), y el que llora un bienaventurado (Mt 5,4). El fariseo sin tacha sale de orar con su pecado, y el publicano, pecador de profe­sión, perdonado (Le 19,14). Los limpios se descubren pecadores, y la mujer adúltera recobra una vida nueva (Jn 8,1 -11). El maestro de la escritura tiene que aprender exégesis del hereje samaritano (Le 10,37). El que acu­mula es un insensato (Le 12,16-21), y el que da todo a los pobres para seguir a Jesús ha entendido la vida (Me 10,21).

Este sorprendente vuelco de valores, del sentido de la vida, provocado por el anuncio del Reino, se presenta realizado en la misma persona de Jesús, de tal manera que la «buena noticia» nos sale al paso en cada una de sus acciones y palabras. Al contemplar a Jesús estamos ante la realidad del hombre nuevo que nace en medio del orden viejo. Jesús es la perfecta «parábola del Reino de Dios». No es sólo un perfecto pedagogo de la realidad existente, sino el creador de un universo nuevo, donde cada dimensión de la persona y cada elemento de la creación se integran en una síntesis nueva. El dinamismo del Reino alcanza hasta la realidad más pequeña. Todo cambia de significado en una trama de la historia donde los últimos de ayer son los primeros de mañana (Me 10,31).

Para explicarse a sí mismo, su propia experiencia íntima haciéndose y su conducta, y para anunciar el Reino en sus diferentes dimensiones, Jesús elabora cons­tantemente parábolas de una belleza y originalidad sin paralelo en la literatura de la época.

LAS PARÁBOLAS: AROMA Y COLOR DEL REINO 79

El Reino de Dios es el gran símbolo para situarnos ante el nuevo comienzo. Es un símbolo abierto, que nos va revelando su contenido a medida que se va haciendo realidad paso a paso, hasta que llegue a su plenitud al final de la historia.

Por un lado, Jesús anuncia con todo vigor y claridad que el Reino ha llegado: «Se ha cumplido el plazo. Ya llega el reinado de Dios. Convertios y creed en esta buena noticia» (Me 1,15). Éste es el texto más claro del evangelio sobre la conciencia de Jesús con respecto al Reino. Pero, por otro lado, Jesús no define en ninguna parte qué es el Reino. No cabe en nuestros conceptos. Pretender definirlo sería limitarlo. Sin embargo, Jesús elabora toda una constelación de parábolas que nos si­túan dentro de este misterio, ayudándonos a identificar su presencia entre nosotros y a entrar con toda la persona en su fuerza transformadora.

El lenguaje para introducirnos en esta nueva vida, que abarca todas las dimensiones de la existencia, no son los conceptos, sino las imágenes y los símbolos, que no nos permiten descansar en un conocimiento po­seído, del que nosotros somos los amos, sino que nos invitan a comprometernos en un viaje sin fin a la hondura de este misterio que ya se nos hace presente en Jesús, y que hoy también atraviesa toda la realidad nuestra, generando el futuro de una vida siempre nueva.

4. La construcción parabólica como camino hacia lo nuevo

La parábola es un vehículo poético que nos conduce hacia el misterio. Si nos integramos en su dinamismo, atravesaremos todas las «normalidades» paralizantes

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8 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

y podremos percibir cómo se manifiesta la «buena no­ticia».

a) Jesús recoge en sus parábolas los comportamientos admitidos por todo el mundo como «normales». Jesús conoce bien la cultura en la que se formó, y está abierto y es sensible a los sucesos y personajes de su mundo, en los que se manifiestan los valores que organizan la vida. El que se ajusta a esos valores es una persona normal, integrada en el orden ciudadano, funcional den­tro del sistema. Y cuanto más quiera progresar en la estima social, más debe identificarse con ese orden y defenderlo. Es necesario separarse del pecador, el rico tiene la bendición de Dios..., etc.

b) Al oir la parábola, el que escucha se siente en su mundo conocido y seguro. Le están hablando de lo suyo. Pero, en un giro inesperado, Jesús desenmascara ese orden. Lo que parece humano es en realidad inhumano. La costumbre es una cárcel.

Encerrar en la cárcel a un deudor que no puede pagar una suma pequeña, es algo legal y admitido como práctica cotidiana. Pero resulta intolerable cuando uno ha sido perdonado con tanta generosidad por Dios (Mt 18,23-35). Los sacerdotes y levitas encargados del culto parecen muy cerca de Dios en el templo, pero en realidad están muy lejos, porque no hacen nada por el pueblo saqueado al borde del camino (Le 10,30-37).

Jesús rompe de esta manera la seguridad instalada del oyente, mostrando todo el desamor que se esconde en lo que todo el mundo hace y considera normal. Al quedar des-equilibrado el oyente ante semejante cons­tatación, es invitado a entrar en un orden nuevo.

c) Por la brecha del desasosiego, aparece en la parábola un nuevo estilo de actuar: lo posible, que antes no se

LAS PARÁBOLAS: AROMA Y COLOR DEL REINO 81

había imaginado siquiera. El samaritano sobrepasa todo lo esperado en su relación con el judío asaltado, al no poner ninguna restricción en su ayuda. El ofendido pue­de perdonar setenta veces siete, superando la vieja ge­nerosidad de perdonar siete veces.

Entrar o no entrar en este nuevo orden presentado y ofrecido en la parábola, es ya optar por trascender el mundo habitual o por la cárcel de la normalidad.

d) «Anda, y haz tú lo mismo» (Le 10,37). Si Jesús nos revela en la parábola lo «posible» como dimensión más profunda de la realidad que lo «normal», es para mos­trarnos la oferta del Padre a nosotros, pues el Reino de Dios es buena noticia, un don que actúa ya en la historia. El Reino se construye amando al enemigo, como el samaritano, y perdonando setenta veces siete, y no según la ley que dice: «amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43).

Para los que están completamente identificados con la ley, la propuesta de Jesús aparece como «exceso», como locura. No podemos olvidar que las parábolas de Jesús son las del crucificado, y que los valores del Reino contradicen y desconciertan los modelos dictados por los dirigentes.

Pero el que ha experimentado este nuevo dinamis­mo que atraviesa la historia, lleno de alegría vende todo lo viejo para poder conseguir este tesoro, escondido bajo la tierra de la normalidad.

e) El que escucha la parábola y la acoge, permite que la nueva vida se haga realidad en él. En la medida en que esta vida recién nacida va dinamizando todo su ser, la misma persona se va haciendo parábola del Reino y rompe la complacencia instalada en lo viejo, empezando

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8 2 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

la búsqueda del futuro de Dios en la historia, caminando siempre hacia un don que va llegando libre, sorpren­diéndonos siempre en su trascendencia inmanipulable.

5. Las parábolas, creaciones literarias de Jesús

Solamente en los sinópticos hay más de cuarenta pa­rábolas, cuidadosamente construidas, con una origina­lidad sorprendente, siguiendo la línea de la poesía bí­blica (mitos, profecías, oráculos, salmos...). Pero en el Antiguo Testamento sólo hay algunas parábolas.

Las parábolas nacen de la experiencia de Jesús, y por eso mismo, no sólo explican el Reino al pueblo, sino que nos permiten acercarnos también a la intimidad de Jesús.

Son accesibles a todos. Están escritas en el lenguaje popular y cuentan en términos no religiosos situaciones conocidas por todos. Estas narraciones son utilizadas como metáforas para situarse ante el Reino que está en medio del pueblo y puede ser acogido o rechazado.

La exégesis actual ha rescatado el sentido unitario de cada parábola sin transformarla en alegoría. En la interpretación alegórica, cada detalle de la parábola ten­dría un sentido especial que habría que buscar. Por ejem­plo, Lutero, interpretando alegóricamente la parábola del samaritano, decía que el samaritano es Cristo, el aceite es la gracia, el vino es la cruz y la pasión, la posada es la iglesia, las dos onzas son el Antiguo y Nuevo Testamento, etc.

Ya en el mismo Antiguo Testamento aparecen al­gunas interpretaciones alegóricas de las parábolas, como la de la cizaña (Mt 13,36-43) y la del sembrador (Me

LAS PARÁBOLAS: AROMA Y COLOR DEL REINO 8 3

4,13-20), creadas para responder a las necesidades ca-tequéticas de la comunidad.

Al alegorizarlas parábolas, se limita su significado, pues se cierra su interpretación a un aspecto ya conocido. Así pierden su carácter provocativo hacia lo insospe­chado, dentro de situaciones nuevas en las que el lector del evangelio se acerca a la parábola.

En la parábola, no se trata de hablar bellamente de la realidad, sino de utilizar el potencial del relato para asomarnos a una dimensión siempre nueva de la exis­tencia que brota en la historia y se hace realidad por la acogida del oyente.

Las parábolas de Jesús siguen estando plenamente vivas. También hoy siguen siendo un desafío que hay que desentrañar para poder descubrir la presencia de lo nuevo. No son indoctrinamiento, sino reto. El mundo de los pobres está lleno de símbolos y parábolas, de narraciones y de imágenes que recogen las vivencias colectivas e interpretan su realidad. La cultura popular es una tierra privilegiada desde donde leer las parábolas de Jesús.

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7 La conversión al Reino: de la soledad oprimida

a la comunidad en fiesta

«En el barrio de La Ciénaga, en un rancho pequeño levantado entre aguas de cloaca encharcadas, se reúne la comunidad. Doña Marciala, con sus setenta años de fe y co­raje, dice: 'Todos tenemos que convertir­nos. Los grandes tienen que convertirse y dejar de ser opresores. Los pequeños te­nemos que convertirnos y dejar de ser opri­midos. El mundo es una casa común del mismo Padre'».

1. El camino de la conversión

1.1. La situación del pecador en las parábolas de con­versión nos señala el lugar desde donde tiene que con­vertirse. Nos vamos a fijar en el evangelio de Lucas, con tres parábolas sobre el perdón: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En ellas, Jesús explica su conducta a tantos fariseos y letrados que le criticaban su cercanía y su perdón al buscar la conversión de los pecadores.

La situación del pueblo, llamado por Jesús a la conversión, se parece a una moneda perdida entre la

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8 6 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

basura de la casa (Le 15,8-10) y a una oveja sola perdida al anochecer en el campo (Le 15,4-7). En la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32), la descripción es más amplia y dramática. El hijo se encuentra cuidando puer­cos ajenos, animales inmundos para un judío, envuelto en la basura, comiendo mal, en una tierra extraña, con la intimidad destruida, pues ha llegado a esa situación después de malgastar una herencia, con toda la reso­nancia afectiva que tiene un dinero heredado. El amo que tiene ahora es cruel y no se preocupa para nada de su siervo.

El hijo pródigo tiene que liberarse, en primer lugar, de su propio pasado de derroche, que lo tortura desde dentro y le ha llevado al abismo de los puercos. Tiene que liberarse también del amo que le tiene sometido, que le trata mal, pero que es el único lugar que ha encontrado para sobrevivir en una situación de hambre generalizada en la región. Es la seguridad del esclavo.

1.2. La moneda, la busca la mujer barriendo; y a la oveja, el pastor que camina casi de noche hasta encon­trarla. Pero al hijo nadie lo busca. El Padre no sale a buscarlo. ¿Por qué?

En realidad, hay algo que el hijo no pudo gastar nunca. Se quedó sin dinero, sin casa, sin amigos, sin comida. Pero no pudo malgastar y perder la experiencia de haber sido amado incondicionalmente por el Padre. Esta vivencia, más honda que todos los desastres de su camino, le acompañó escondida en las dimensiones más hondas de su personalidad, hasta emerger ahora en me­dio de su vida fracasada, como la imagen de bondad que le puede sacar del abismo. Y se plantea dentro del hijo un debate entre dos alternativas: quedarse preso de sus errores y del amo, o regresar a la casa, aunque no merezca llamarse hijo.

LA CONVERSIÓN AL REINO 87

Tomará la decisión de regresar. Nadie puede su­plantar su decisión. Pero, en definitiva, no es él quien se salva a sí mismo. La fuerza que le impulsa a regresar le llega desde la experiencia de haber sido amado. En el momento en que todo se derrumba, surge como la única realidad consistente. En esta experiencia fontal, el Padre va al exilio con el hijo, dentro del hijo, en lo más hondo de su identidad.

1.3. Pero hay que iniciar el camino de regreso. A la oveja la trae el pastor sobre los hombros, y la moneda la alza con alegría la mujer hasta la palma de la mano. Pero el hijo tiene que regresar solo. Cuanto más lejos se haya ido, más largo es el camino del retorno.

El amor del Padre también le acompaña y le sos­tiene en cada paso, marcado por todas las huellas do-lorosas con las que su falsa apuesta ha jalonado su per­sona. Lentamente va desandando la tierra que antes le vio pasar como un triunfador.

1.4. El final es parecido en las tres parábolas: la alegría del pastor se comparte con «amigos» y «vecinos» (Le 15,6); la mujer también «reúne a las amigas y vecinas» (Le 15,9) para una alegría comunitaria.

Esta dimensión comunitaria y festiva aparece con gran fuerza en la parábola del hijo pródigo como punto culminante de la conversión. La acogida en el encuentro interpersonal del hijo con el padre supera todo lo ima­ginado. Pero el acontecimiento afecta a toda la vida familiar, y el padre organiza un gran banquete festivo. Es la dimensión comunitaria de la conversión. La co­munidad es el punto de llegada.

1.5 El camino de la conversión aparece claro. El pueblo es invitado por Jesús a liberarse de sus propios dina-

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mismos destructores, que lo mantienen como desterra­do, y de los amos, que lo tiranizan en esa situación de hambre colectiva y de religión legalista. Hay que ca­minar hacia un mundo que sea la casa paterna donde se pueda celebrar la gran fiesta de la reconciliación.

1.6 En este regreso a la casa, el hijo es un modelo. No se quedó preso de la situación de esclavitud, pensando que no había salida. Se debatió, se liberó del amo y se puso en camino. No empequeñeció el corazón del padre pensando que no había perdón para él. No racionalizó su fracaso con falsas ideas que lo eximieran de su res­ponsabilidad, como echar la culpa a los falsos amigos, a la coyuntura económica negativa... Y acogió la ple­nitud de la alegría y de la fiesta sin quedar paralizado por la tristeza, con una eterna cara de lamento por todo su pasado.

Años más tarde recordaría esta etapa de su vida como la gran oportunidad para conocer plenamente al Padre y sentirse completamente hijo en su propia casa.

1.7. Aunque se manifestase de manera diferente, el pro­blema del hijo mayor de la parábola era similar al del hijo menor. Las «cosas» interferían la relación con el padre: «Dame lo que me toca» (Le 15,12), dijo el menor. «A mí nunca me has dado un cabrito para compartirlo con mis amigos» (15,29). También el hijo mayor ponía las cosas en el centro de la relación. Pero también él es invitado a superar ese nivel. Es necesario entrar en la gratuidad de la fiesta y de la relación con el padre y los hermanos. Aferrarse a las cosas es impedir que la re­lación con el padre y con los demás llegue a su plenitud. La reconciliación con el hermano se hace imposible.

Por poner las cosas en el centro de nuestras rela­ciones, vivimos en una sociedad de competencia y acu-

LA CONVERSIÓN AL REINO 89

mulación, en la que los más pequeños de este mundo no pueden sentirse en su casa.

1.8. El problema grande se presenta cuando encontra­mos personas y grupos sociales en la situación del hijo pródigo, no por desvarío personal principalmente, sino por la voracidad de los poderosos. Han sido expulsados lejos, a la geografía marginada y peligrosa, sin servicios sociales elementales. Padecen las órdenes de amos que tratan mejor a sus animales domésticos y propiedades, como los puercos de la parábola. No tienen casa paterna adonde regresar, porque han sido despojados de sus hogares y de sus tierras.

1.9. El profeta Ezequiel nos ayuda en la relectura social de estas parábolas de conversión (Ez 34,1-24). Se ha creado una situación de injusticia tan grande en el pueblo que «son las ovejas las que tienen que apacentar a los pastores» (34,2), porque los pastores «se comen su en­jundia, se visten con su lana, matan las más gordas, y a las ovejas no las apacientan» (34,3). Dios mismo apa­rece como el buen pastor de la parábola de Lucas. «Yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su ras­tro..., las libraré sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarro­nes» (34,12-13).

A la «casa paterna», a la tierra compartida de la fraternidad humana, conducirá Jesús a las ovejas per­didas y heridas por la voracidad de los dirigentes del pueblo (Jn 10,1), que se comportan como «un ladrón y un bandido» (10,1), o por el abandono de su misión.

1.10. Todos son llamados a la conversión por Jesús. La condición de hijo nunca se pierde. El Reino invita a caminar a todos desde sus dispersiones y rupturas, tanto personales como sociales. Este difícil arranque es

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un don que se ofrece a todos los que quieran acogerlo. Convertirse, dirigirse hacia un mundo como casa co­mún, resulta una amenaza para todos los que están bien instalados en su «justicia» o su «riqueza». Es difícil dejar escapar de las manos a los oprimidos, las riquezas o el propio acomodo religioso. Para los pequeños es una buena noticia, pero exige también arriesgarse y dejar atrás comportamientos paralizados. Para todos se ofrece como don del Padre la posibilidad de la conversión y de la fiesta comunitaria en un mundo reconciliado.

2. Del perdón recibido al perdón regalado

«Carlos fue arrollado por un camión mien­tras cruzaba la carretera al amanecer del domingo, después de una noche de ron.

En el hospital, saturado de enfermos y vacío de medicinas, sólo estuvo unas horas. Como estaba muy herido, lo enviaron a morir a su ranchito de palma, construido en el lecho seco del río.

Carlos tenía un enemigo. Cuando era mi­litar, había molido a golpes en una celda de la cárcel a un vecino llamado Radamés. Y Carlos no quería morir sin el perdón de su enemigo.

Durante varios días enviaron emisarios a Radamés para que viniese y se reconcilia­sen. Pero Radamés no perdonaba.

Después de rogarle muchas personas, Ra­damés cedió. 'Díganle a Carlos que, si se muere, lo perdono. Pero, si vive, no lo per­dono'.

LA CONVERSIÓN AL REINO 91

Con este perdón pequeño, Carlos fue avan­zando hacia la muerte en paz».

La conversión al Padre se complementa con la conver­sión al hermano. Sólo desde un corazón que perdona al hermano, como expresión de la experiencia de haber sido perdonado por el Padre, se puede construir un mun­do como casa común, dentro del dinamismo del Reino. Pero el perdón pertenece a una de esas dimensiones de la vida humana que no se pueden exigir ni arrancar por la fuerza, sino solamente esperar y acoger. En situacio­nes especialmente duras por la gravedad de la ofensa, puede ser una de las expresiones más formidables de la fuerza transformadora del amor de Dios, que orienta los impulsos destructores hacia la reconciliación y la vida.

El evangelista Mateo nos sitúa ante esta realidad del perdón al hermano (Mt 18,21-35). La parábola de los dos deudores nace de una pregunta de Pedro a Jesús: «Si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar?» (Mt 18,21). No siete veces, según la ley, sino setenta veces siete, es decir, siempre, según el evangelio de Jesús. Sólo desde un corazón que perdona siempre, se puede construir la comunidad nueva del Reino.

Un rey quiere liquidar cuentas con sus empleados. Uno de ellos le debe una suma enorme, absolutamente impagable. Probablemente, se trata de un caso de mal­versación de fondos en gran escala. El empleado es un corrupto que ha abusado de la confianza puesta en él. La venta del deudor, con su familia y todos sus bienes, sólo podría compensar una parte pequeña de la deuda. Por eso resulta ridicula la petición del deudor: «Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré todo» (18,26).

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La respuesta del rey es sorprendente. No actúa des­de los rigores permitidos de la ley. No sólo renuncia a venderlo como esclavo juntamente con su familia y to­dos sus bienes, sino que, además, le perdona la deuda entera. Así le ofrece un tiempo nuevo, una existencia liberada del peso abrumador de tener que trabajar toda la vida para liquidar una deuda impagable. La genero­sidad del rey lo salva de una vida hipotecada, y va mucho más allá de lo que el servidor le ha pedido.

Pero este mismo empleado aparece enseguida en posición diferente. De deudor, ha pasado a ser acreedor. Otro empleado, que le debe una suma pequeña y pa­gable, le hace la misma petición que antes le había hecho él al rey: «Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré» (18,29). Pero su reacción es cruel. Primero lo agarró por el cuello, casi estrangulándolo, y después lo metió en la cárcel «hasta que pagara lo que debía». (18,30).

El rey, al enterarse, llamó al mal empleado. «Cuan­do me suplicaste, te perdoné toda aquella deuda. ¿No era tu deber tener también compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?» (18,31).

Con esta pregunta fundamental termina la parábola de Jesús en su sentido original. El añadido redaccional de Mateo (18,34-35) le da un acento escatológico, pero nos puede desviar de la intención de Jesús. Es necesario mirar constantemente cómo Dios perdona, para aprender a perdonar como él.

El centro de la parábola es el perdón de Dios, que nos ama cuando somos pecadores, dilapidadores de los bienes de la creación y destructores del hermano, como el mal empleado. Este perdón rompe todos los esquemas de la legalidad cotidiana. El mal empleado actúa «le-galmente» con el pequeño deudor al meterlo en la cárcel,

LA CONVERSIÓN AL REINO 93

pero su conducta resulta mezquina e irritante ante la generosidad del Rey.

Para construir la comunidad del Reino es necesario entrar en el dinamismo de este amor, que es capaz de transformar una existencia legalmente condenada al cau­tiverio en una existencia liberada. Sólo así se pueden romper los esquemas cotidianos de esclavitud. «Setenta veces siete» hay que contemplar el amor de Dios, y setenta veces siete hay que ofrecer un tiempo nuevo a los deudores de la vida cotidiana.

El perdón de Jesús rompe todos los esquemas de entonces y de ahora. El perdón fraterno es necesario para construir la tierra nueva. Pero no se puede imponer ni exigir. Tiene que brotar libre de un corazón que ha experimentado el perdón sin medida de Dios.

3. Signos vivos de reconciliación

Jesús es un signo vivo de reconciliación. En su persona se acercan a los pecadores el perdón de Dios y el perdón del hermano, unidos de manera inseparable. Llama a la conversión sentándose a la mesa de los pecadores, ricos y pobres, excluidos de la comunidad religiosa judía. Los busca allí donde han quedado atrapados, tanto por sus propios desvarios como por las estructuras excluyentes. Los invita a sentarse con él en la gran mesa del Reino.

Con los grupos instalados en su prepotencia reli­giosa y de poder, cerrados al Reino, Jesús utiliza un lenguaje que se va endureciendo a lo largo de su vida, para que puedan verse a sí mismos en imágenes muy duras: «Raza de víboras», «sepulcros blanqueados», «ciegos», «devoradores de los bienes de las viudas po-

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9 4 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

bres»... (Mt 23,1 ss). En este espejo de la palabra pueden ver su realidad. Este lenguaje nace del amor que ofrece perdón y vida nueva. El amor se refleja en la cercanía de los encuentros interpersonales con judíos del sistema, como Nicodemo. Pero cuando habla de los poderosos como grupo, su palabra es como una espada, siguiendo la trayectoria del lenguaje profético.

La conversión del oprimido al Reino de Dios es algo sorprendente cuando refleja en su propia persona reconciliada este amor de Dios. Lleva en su cultura y en su sangre agresiones y esclavitudes centenarias y, sin embargo, no entra en las dialécticas destructoras del ojo por ojo... Ha mantenido la ternura indemne de las he­ridas recibidas.

Cuando trata de salir de la opresión, sea con gestos y palabras duros de profeta, sea con la cercanía del encuentro interpersonal, está convirtiéndose al Reino de Dios, liberándose de los amos que lo quieren retener cuidando puercos y caminando hacia la casa del Padre, hacia un mundo sin opresión. Está impulsado por la experiencia íntima del amor de Dios, de su dignidad de hijo, impresa para siempre en su identidad más profunda y que ningún pecado personal ni esclavitud estructural puede extirpar. El perdón del Reino de Dios, no sólo recompone de manera limitada los pedazos que quedan de una personalidad rota por el pecado, sino que ofrece al pecador entrar en el dinamismo de una vida radical­mente nueva, de extraordinaria fuerza y creatividad.

«El perdón del Reino de Dios se parece a un naranjo exhuberante, pero que produce frutos agrios. Cuando se poda y se le injerta una rama de un naranjo de buena calidad, toda su enorme vitalidad se orienta a pro­ducir una gran cosecha de naranjas exce­lentes».

8 El misterio del Reino: confianza en la fuerza

que asoma en lo pequeño

«En muchas situaciones de la vida, al pue­blo se le acaban las razones para explicar lo que sucede y los caminos para conseguir lo que necesita. Puede ser una tragedia ful­minante o una buena noticia; una larga se­quía que paraliza todo el campo o la lluvia repentina que le devuelve el movimiento a la tierra. Entonces, el pueblo nos refiere al misterioso actuar de Dios, en la historia, allí donde se alimenta la consistencia última de su fe. 'Dios es el que sabe', nos dicen con certeza confiada».

1. Esta palabra del pueblo, breve y certera, es más sabia que el discurso de Job y que muchas palabras nuestras sobre el «designio secreto» (Ef 1,9) de Dios. «¿Quién es ese que denigra mi designio con palabras sin sentido?» (Job 38,1). El pueblo afirma que él «no sabe», pero al mismo tiempo siente plena confianza más allá de lo que ve, y en esa confianza todo se integra dentro de él, porque Dios «sí sabe». En su experiencia del Dios de la historia es posible confiar así en medio del misterio.

En el contexto de la buena noticia del final del exilio en Babilonia, ante las resistencias a pensar en el regreso, Isaías pregunta al pueblo: «¿Quién ha medido el Espíritu del Señor? ¿Quién le ha sugerido su pro­yecto?» (Is 40,12-13).

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9 6 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

El Reino de Dios tiene una dimensión de misterio en la historia, primeramente porque tiene su origen en el corazón de Dios. No sólo en el momento inicial, cuando Jesús lo anuncia desde su pequenez ciudadana de carpintero galileo. Constantemente se origina en el misterio de Dios la «buena noticia» que amanece y se estrena cada mañana.

Inagotablemente, el Reino recibe su fuerza que nada puede detener, desde el compromiso de Dios con nosotros. Él es «origen» que lanzó el universo a la exis­tencia, «camino» por donde transitar cada paso, y «meta» que atrae toda la historia hacia su encuentro (Rm 11,36) desde todas las dispersiones y rupturas que nos dividen y confrontan.

Jesús mismo es el servidor de este proyecto, que muchas veces lo envuelve en su misterio y lo sorprende con su iniciativa surgiendo desde los seres más desva­lidos. A este misterio, que es proyecto y presencia, le entrega toda su persona. «Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6,10). Al pedirlo nos abrimos a ser sorprendidos por el misterio.

2. Esta fuerza extraordinaria se manifiesta en su co­mienzo pequeño. «El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza... la más pequeña de todas las semillas» cuando se siembra. Sin embargo, va subiendo hasta ser «la hortaliza más grande de todas»... (Me 4,31-32).

En la parábola se enfatiza el contraste entre el co­mienzo de una semilla insignificante, que casi se pierde entre las arrugas profundas de una mano campesina, y el resultado final. En la semilla está encerrada una fuerza de crecimiento que el campesino acoge en su mano, pero que no viene de él, ni tampoco acierta él a explicar.

Entre la semilla y el fruto final, se encuentra la apuesta confiada del campesino: «cuando se siembra»

EL MISTERIO DEL REINO 97

(4,32). La fuerza de vida encerrada en la semilla en­vejece y se extingue si no hay una mano que confíe en su pequenez y arriesgue su tierra, su tiempo y su trabajo. La siembra es la acogida del misterio, la entrega a los signos pequeños del regalo que nos llega, desde el co­razón de Dios, envuelto en la discreción y respeto del misterio.

3 . También se muestra la fuerza misteriosa del Reino en la parábola de la semilla que «crece por sí misma» (Me 4,28).

Cuando la semilla está enterrada, ella conoce su camino y lo va recorriendo paso a paso, tanto cuando el campesino puede cuidarla, «cuando se levanta», como cuando la deja en su soledad, «cuando duerme». La semilla avanza en su trayectoria cuando las circunstan­cias son más favorables, porque «es de día» y hay luz y calor, como cuando «es de noche» y el ambiente es menos propicio. Debajo de la tierra, en la discreción del silencio absoluto, «la semilla germina» y va cre­ciendo, superando la capacidad de comprensión del cam­pesino, «sin que él sepa cómo». Incluso al margen del esfuerzo del agricultor, «por sí misma la tierra va dando fruto», superando etapas bien precisas que de ninguna manera se pueden violentar ni suprimir por cualquier atajo de ingeniería impaciente. Tallo, espiga y fruto conducen toda la vitalidad de la semilla hasta la plenitud de la siega, que se convierte en una gran fiesta cam­pesina, porque se da el «grano apretado en la espiga».

Esta parábola quiere acentuar la fuerza del Reino, que ya está sembrado en la historia y que llegará a su plenitud escatológica desbordando todo conocimiento humano que quiera apresarlo en sus esquemas y supe­rando parciales faltas de colaboración. De ninguna ma­nera se desprecia el aporte humano. Pero nuestras li-

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9 8 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

mitaciones no detendrán la plenitud del Reino ni deben desalentar una entrega de confianza absoluta a su mis­terio.

4. La parábola de sembrador (Me 4,3-20; Mt 13,3-23) nos muestra cómo el Reino se abre camino en medio de rechazos parciales por la respuesta deficiente de la persona.

Tal como nos presentan esta parábola los evange­listas Marcos y Mateo, Jesús la propone primero a todo el pueblo, y después, en la intimidad comunitaria, ex­plica a los discípulos cada detalle. La parábola proviene de Jesús, pero la explicación es alegórica y está cons­truida por la iglesia primitiva para significar, en los distintos tipos de terreno, las diferentes respuestas de los que escuchaban la palabra de Dios. Invitaban a ser buena tierra, ante la predicación de la palabra. Sin em­bargo, en la intención de Jesús se destaca la vitalidad de la siembra, que dará una gran cosecha, de treinta, sesenta y ciento por uno. La pequenez y humildad de la siembra, del trabajo por el Reino experimentado por Jesús y sus discípulos, contrasta con esa plenitud de gran cosecha que llega hasta el ciento por uno. Caminos, rocas y zarzas expresan la realidad refractaria al Reino de Dios, donde los esfuerzos del comprometido se pier­den. Pero esa dimensión de fracaso inicial no puede detener la plenitud del Reino que germina en la historia.

5. Muchas veces, el Reino de Dios se encarna en per­sonas y grupos pequeños, como el comienzo humilde de la predicación de Jesús. No sólo aparecen estos gru­pos insignificantes en medio de todo el poder de la estructura oficial, sino que parecen realmente absorbidos y digeridos por el sistema, con sus instituciones bien organizadas.

EL MISTERIO DEL REINO 99

El misterio del Reino se oculta entre la complejidad de lo real. Sin embargo, es como la levadura en medio de la masa (Mt 13,33; Le 13,20-21). Una cantidad muy pequeña de levadura fermenta una gran medida de ha­rina. La fuerza del Reino pasa por este sorprendente proceso, en el que parece extinguirse, y se hace im­posible definir sus contornos, medir su eficacia, situarla en el tiempo, decantar su presencia en las nuevas sín­tesis. Pero la historia fermenta para que nazca el Reino de Dios. 6. En la raíz primera del compromiso por el Reino está esta experiencia de su fuerza, que nos sorprende al apa­recer en lo pequeño, en eficacias no controlables ni analizables en su última dimensión, en cosechas abun­dantes a pesar de rocas y de espinos.

Esta dimensión del Reino nos sitúa ante el misterio de la desproporción entre comienzos humildes y final de plenitud. Podemos constatar y admirarnos, pero de ninguna manera controlar y creernos los amos absolutos de los procesos históricos. Somos los servidores de una fuerza que pasa por nosotros, pero no somos sus amos. El problema de muchas ideologías y poderes es que pretenden saber demasiado de la historia y manejar su misterio como jefes.

Entre los pequeños de este mundo, este misterio apa­rece más sorprendente, pues se encarna en los más dé­biles de la tierra, y aparece más cercano y transparente, pues no hay títulos ni prestigios adquiridos que lo es­condan ni disimulen su gratuidad insobornable. Por los caminos sin asfalto y en los callejones estrechos, el misterio del Reino camina más insondable en su gran­deza cercana. 7. Es necesario mirar al pobre real, y no simplemente al pobre ideológico, donde podemos reducir la persona a un papel asignado desde nuestros esquemas de com-

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100 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

prensión de la realidad. Hablamos del pobre real, con rostro, nombre y domicilio, con las heridas de la opre­sión en su psicología y en su cuerpo, y con todas sus potencialidades. Asignarles protagonismos que no to­men en cuenta su realidad, es una falta de respeto.

Si Jesús habla del comienzo pequeño, pobre, ocul­to... , es porque conoció muy de cerca a los pobres reales de su tiempo, empezando por sus mismos discípulos, tan torpes para entender sus enseñanzas y para desligarse de la vieja mentalidad judía.

Sin embargo, esta constatación no viene a frustrar, sino que es una confirmación más honda y realista de la enseñanza de Jesús. Es desde hombres y mujeres marcados por los golpes de la marginalidad desde donde se nos invita a contemplar la fuerza del Reino, que supera las posibilidades constatables al poner en marcha dinamismos sorprendentes. «¿Cómo se hará esto?» (Le 1,34). ¿Cómo se atraviesa el abismo entre la utopía propuesta y la realidad constatable? Es el asombro, que deja paso a la contemplación y a «la fuerza» que viene de Dios (Le 1,51) cuando la historia se abre, en el corazón de sus seres más golpeados, a una confianza sin límites.

«El Reino de Dios se parece al nacimiento de un niño en uno de nuestros ranchos más pobres. El niño es la máxima debilidad, y su familia no tiene muchos re­cursos. Pero una vida tan pequeña y frágil alegra el corazón de sus padres, les da fuerza para pasar todas las dificultades buscándole alimento y medicinas, atrae a las vecinas solidarias, reconcilia enemistades fami­liares, congrega a los niños del barrio y mueve el co­razón de los hombres más duros en un momento de emergencia. Cuando el Reino de Dios aparece pequeño en nuestra historia, despierta una sorprendente fuerza de vida nueva en cada uno de nosotros».

9 Lo nuevo del Reino:

vigilancia para discernirlo y acogerlo

«Una comunidad de religiosos se fue a vivir a un barrio marginado. Primero alquilaron un ranchito de madera vieja. Después lo compraron. Así, sus vecinos sentían que pertenecían más a su mundo.

Una autoridad eclesial sentenció: 'Es im­posible que vivan en esa pobreza. No re­sistirán'.

Un teólogo dijo: 'Su doctrina está conta­minada con mucha ideología'.

Un compañero exclamó: 'No podrán con­vivir en comunidad. Son muy inmaduros'.

Pero un desempleado del barrio vio que algo nuevo nacía y, lleno de entusiasmo, dedicó todo su tiempo a formar la comunidad cris­tiana. Para sobrevivir, fue empeñando en la compraventa la ropa que tenía.

Una madre de siete hijos, tartamuda, se sin­tió impulsada a expresar la vida nueva que sentía dentro y se fue convirtiendo en una animadora de la comunidad y, más tarde, en una dirigente de organizaciones popu­lares.

Un alcohólico, habitualmente silencioso, dijo alegre ante sus amigos de ron al ver

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pasar un padre: 'Éste es nuestro padre, y vive con nosotros'. Así, gracias a la acogida de los pobres, la comunidad religiosa se fue fortaleciendo. Tenían razón los que decían que la pobreza era muy dura, que la doctrina tenía ideo­logía y que eran inmaduros. Pero su con­clusión fue equivocada. No habían perci­bido lo nuevo que Dios estaba construyen­do, la fuerza del evangelio que se abría paso en el mundo de los pobres, que llamaba, acogía y purificaba a la comunidad de re­ligiosos. Sin esta fuerza nueva del Reino encarnada entre los pobres, ¿no se habría extinguido la comunidad de religiosos?».

1. La oferta de Dios en la historia es nueva e impre-decible. La novedad del Reino es original e inagotable. El que ha entrado en el dinamismo del Reino, con sus comienzos pequeños, no puede ser sólo fiel al pasado conocido, pues desde el centro de la realidad se abre paso lo desconocido. El oriente por donde amanece el Reino no tiene lugar fijo, y su hora no puede ser cal­culada.

Pero tampoco el ladrón tiene hora fija, ni el ene­migo sembrador de mala hierba. Los dos están al acecho, en la hora de la oscuridad y del sueño, para robar y sembrar su propio proyecto.

La vigilancia y el discernimiento son necesarios para distinguir la novedad del Reino en medio de las astutas ofertas de «la tiniebla». 2. El Reino de Dios llega como algo radicalmente nuevo en medio de la sociedad judía, rígida y vieja, que se agota en el límite de sus posibilidades.

LO NUEVO DEL REINO 103

«Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para echársela a un manto viejo; porque el nuevo se rompe, y al viejo la pieza del nue­vo no le pega» (Le 5,36).

Ni por estética ni por eficacia es concebible romper un manto nuevo para remendar un vestido viejo. Jesús ex­presa su conciencia de que con él ha llegado al mundo lo radicalmente nuevo. Se sitúa en la línea de los anun­cios proféticos del Antiguo Testamento. La alianza nue­va (Jer 31,31-14), el corazón nuevo y el espíritu nuevo (Ez 36,26) llegarían en los tiempos mesiánicos.

Jesús no anuncia un simple remiendo en el sistema judío ni un «arreglo de fachada». El vestido no es algo externo simplemente, sino el símbolo de toda la per­sonalidad que cambia ante la llegada del Reino. Pablo se expresará de la misma manera cuando hable de «ves­tirse de Cristo» (Gal 3,27). Jesús anunciará un man­damiento nuevo, una alianza nueva. Con él llega una manera nueva de vivir.

La misma idea se expresa en la parábola del vino nuevo (Le 5,37).

«Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque, si no. el vino nuevo revienta los odres, el vino se derrama, y los odres se echan a perder» (Le 5,37).

El mosto reciente de la nueva cosecha, no se puede poner a fermentar en odres viejos, porque éstos revientan y se pierde todo. Los moldes de la sociedad judía no pueden recibir la novedad del Reino que ya está fer­mentando en la historia.

Estas dos pequeñas parábolas se refieren directa­mente al mundo judío. Pero el reinado de Dios sigue

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104 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

desbordando siempre los moldes en los que hemos en­cauzado nuestra vida personal y social, y sigue sor­prendiéndonos. 3. Tampoco somos dueños de «la hora» en que las nue­vas propuestas de Dios van llegando a nuestro tiempo. No es posible calcular la hora. Sólo es posible consta­tarla con un espíritu vigilante.

Lo impredecible de la llegada de Dios, tanto en su realidad escatológica como en sus ofertas cotidianas, queda reflejado en la parábola del amo que se ha ido a una fiesta de bodas (Le 12,35-38).

A lo largo de toda la noche, los criados permanecen en vela, «encendidas las lámparas» (12,35), y prepa­rados para servirle, «con el delantal puesto» (12,35).

Pero lo sorprendente de la parábola es que el señor rompe todas las costumbres sociales. Toda la situación está preparada para servir al amo cuando llegue cansado en medio de la noche:

«Dichosos estos servidores si el patrón, al llegar, los encuentra en vela: os aseguro que él se pondrá el delantal, los hará recostarse y les servirá uno a uno» (Le 12,37).

Esta imagen del patrón con el delantal a la cintura es profundamente impactante y viene a quebrar todos los modelos de «señorío» conocidos. Dios es en la historia el que nos sirve, pues el servicio es la única fuerza de liberación. Jesús plasmará en toda su persona esta ima­gen de Dios. En la última cena, en la noche profunda de su misión, con la toalla ceñida a la cintura para lavar los pies a sus discípulos, Jesús nos enseñará que éste es el camino único para construir el Reino. Él es «Maestro y Señor» sirviendo (Jn 13,13), y nosotros seremos «fe­lices» (13,17) si lo seguimos. Este es «el mandamiento nuevo» (Jn 13, 33-35).

LO NUEVO DEL REINO 105

Todos los espíritus vigilantes que acogen lo nuevo de Dios en medio de la noche descubren, finalmente, que resultan transformados por la misma novedad a la que sirven. 4. La noche aparece en varias parábolas de vigilancia. Es tiempo de oscuridad, de cansancio, de incertidumbre y ansiedad. Hasta el ladrón puede llegar en medio de la noche (Le 12,39). Es necesario vigilar: «Estad pre­parados, pues cuando menos lo penséis llegará este hom­bre» (12,40). Esta misma enseñanza aparece al final de la parábola de las diez jóvenes que tomaron sus lámparas para recibir al novio y, cuando éste llegó, se quedaron fuera del banquete de bodas: «Por tanto, estad en vela, pues no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13).

Ante lo impredecible de la hora en que llega lo nuevo del Reino, es necesario vivir con un espíritu vi­gilante y preparado. Entonces experimentaremos que somos nosotros «los servidos», y él el servidor. 5. La novedad del Reino se acerca a nuestra realidad muchas veces en signos discretos que es preciso dis­cernir.

La pequeña parábola del brote de la higuera (Le 21,29-31) está situada al final de un discurso escato-lógico. Pero en los «últimos tiempos» vivimos ya, aun­que el Reino no haya llegado a su plenitud. Ahora se manifiesta en toda su pequenez de brote marginal, de signos que se asoman rompiendo la corteza. En las ramas más frágiles, se han estado preparando dentro de esa apariencia de muerte que presentan algunos árboles du­rante el invierno. El ojo vigilante descubre las señales de que el frío se aleja, y se acerca el verano con su color y su cosecha.

Esta parábola es de vida, pues los brotes anuncian fruto futuro, aunque el contexto en que está situada sea

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106 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

de ruptura con el orden presente y de destrucción, con signos cósmicos estremecedores como el rugido del mar (21,25) y el tambalearse de los astros (21,26). También hoy los signos de la vida nueva aparecen en medio de un mundo que exhibe su poder de muerte y su tecnología a punto para la destrucción.

De todas formas, somos invitados a ser expertos en el reconocimiento de estos signos discretos de la vida, en contraste con el estrépito de todas las fuerzas de muerte que luchan en la historia como un invierno que quiere congelar la vida.

Jesús pregunta a las gentes de su pueblo, expertas en descifrar los signos de la naturaleza que anuncian el aguacero y el bochorno, cómo no saben discernir los signos de la historia: «¿Cómo es que no sabéis interpretar el momento presente?» (Le 21,56).

6. El que descubre la oferta del Reino toma una decisión que compromete toda su vida. Cambia todo por este brote germinal y discreto, que para otros resulta escon­dido como un tesoro bajo la tierra o pasa desapercibido como una perla fina entre otras de bajo precio.

La parábola del tesoro enterrado en el campo (Mt 13,44) resalta la alegría del que lo encuentra. Se trata de un hallazgo inesperado. Encuentra lo que no buscaba. Pone de relieve la gratuidad del don. Era una costumbre antigua esconder en cofres monedas y joyas, en tiempo de guerra o de destierro o para defenderse de los ladro­nes.

En la parábola de la perla, el que la encuentra es un buscador inquieto. (Mt 13,45-46) que recorre ca­minos y mercados, que se ha hecho experto a fuerza de examinar muchas perlas, hasta que encuentra la que desborda todos sus sueños. El hallazgo se da al final de

LO NUEVO DEL REINO 107

una búsqueda tenaz. La búsqueda es el elemento que se quiere resaltar.

En realidad, búsqueda y hallazgo, gratuidad del tesoro no buscado y esfuerzo de discernimiento del mer­cader, se complementan. El Reino llega como don, pero hay que descubrirlo en medio de la tierra que lo esconde y de tantas perlas de poco valor que se exhiben en los mercados.

Finalmente, llega la decisión. Los dos venden todo lo que tienen, lo que son sus seguridades y pertenencias de toda la vida. Nada viejo queda, nada poseído. La decisión no llega arrancada por el miedo de una ley, sino por la alegría del hallazgo, para quedarse sólo con lo nuevo, perfectamente libres para acoger el orden nuevo.

Para los que no tienen ojos para ver los signos del Reino, esta decisión es una locura: darlo todo a cambio de nada. Para el que descubre el Reino y se decide, esa es la gran oportunidad de su vida, el gran hallazgo que hace mirar todos los valores del pasado como basura.

7. Después de este descubrimiento, ya no se puede con­cebir la vida simplemente como una fidelidad al pasado. Es necesario ser fieles al futuro, a lo que no es más que un brote germinal, con todos los riesgos inherentes a la ambigüedad personal y de las instituciones a las que pertenecemos.

«Nacemos de lo que dejamos». El futuro nace por el mismo centro de la realidad, desde la «fermentación» de la historia. Dios es trascendente, pero eso no significa que esté lejos, en una inaccesible distancia, sino que no se le puede apresar en ninguna situación cerrada, porque siempre las abre ofreciendo lo nuevo. La única posi-

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108 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

bilidad de permanecer con él es caminar con él hacia el futuro.

Pero es desconcertante su manera de actuar. Un Dios de delantal a la cintura, sirviendo a los últimos de la historia, que sólo han sido educados para servir a los grandes, nos sitúa de una manera nueva para descubrirlo entre los que sirven, para estar vigilantes al lugar y estilo de su actuar.

Este descubrimiento del Reino no nos afecta par­cialmente, como un remiendo. Afecta a toda la persona. «Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3), no puede leer los signos discretos del Reino en los que Dios nos ofrece el futuro.

La paz y la alegría que se encuentran al final de discernimientos bien hechos, son la señal de que nuestra apuesta por el Reino nos respeta como somos, y que hemos encontrado un sentido que se nos ofrece fuera de las lógicas dominantes de acumulación y competencia.

Si no estamos vigilantes, si no discernimos, sere­mos llevados adonde no pensamos por fuerzas incons­cientes que van haciendo su camino clandestino dentro de nosotros.

«El que no discierne el Reino de Dios es como un hombre descuidado que colgó en la pared de su rancho viejo un cuadro de madera. Pasado algún tiempo, se puso a pensar qué haría con el cuadro, y decidió regalarlo a su mejor amigo. Pero cuando descolgó el cuadro, se dio cuenta de que la carcoma del rancho había entrado en él y lo había invadido completamente. Sólo dejó intacta la superficie exterior, fina como un papel. Ya sólo servía para tirarlo a la basura. En el silencio y la oscuridad, la carcoma decidió el futuro del cuadro».

10 La creatividad del Reino:

inventar caminos para lo nunca visto

«Un grupo de campesinos sin tierra ocupa unas parcelas baldías del Estado, de las que se ha apropiado ilegalmente un terratenien­te. Durante años, organizados en una aso­ciación, habían intentado conseguir tierra para trabajar. Pero todos sus esfuerzos se fueron perdiendo en caminos falsos, ofici­nas, reuniones, cartas, promesas y protes­tas. Los campesinos ocuparon pacíficamen­te la tierra, acompañados de su párroco y de algunas religiosas.

La guardia llegó y se llevó preso al primer grupo de campesinos. Otro estaba prepa­rado para ocupar de nuevo la tierra. Así continuaron todo el día, hasta que el patio de la cárcel se llenó de presos. Los cam­pesinos se mantenían tranquilos, cantando himnos religiosos. Su obispo los visitó y los bendijo.

En la tierra siempre quedaba un grupo nue­vo con su párroco. La solidaridad de otras asociaciones y comunidades empezó a ma­nifestarse con comunicados, visitas y ayu­das para que la lucha no se rompiese por falta de recursos.

La opinión pública se fue haciendo solida­ria. Durante semanas, la tierra ocupada se

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110 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

transformó en lugar de peregrinación. Cada atardecer se leía la palabra de Dios, creador de la tierra para todos, y se celebraba la eucaristía del gran vencedor de la injusticia y de la muerte.

Casi once meses después, esta lucha orga­nizada, imaginativa, firme, solidaria, no violenta y festiva, lograba la tierra para más de un centenar de familias campesinas».

1. El que adquirió el tesoro y la perla no consiguió una renta que le garantizase el descanso para el resto de su vida. Todo lo contrario: se dejó alcanzar por una fuerza que atraviesa la historia y despierta dinamismos for­midables de creatividad.

El Reino de Dios sólo puede hacerse realidad cuan­do lo discernimos y entra dentro de nuestra persona, poniendo enjuego toda nuestra capacidad creadora. El Reino quedará marcado con nuestra propia huella.

Es necesario hacer lo discernido. Pero la propuesta del Reino muchas veces nos suena a imposible. Sin embargo, en las parábolas, Jesús insiste en que hay que hacer realidad la palabra, y que en las obras se verifica la verdad de su buena noticia.

2. La parábola del árbol que se reconoce por sus frutos (Mt 7,18) apunta a las obras más allá de las buenas palabras e intenciones. «Por vuestros frutos os cono­cerán» (Mt 7,20).

Ni siquiera es suficiente andar haciendo cualquier cosa buena como «profetizar, echar demonios y obrar milagros» (Mt 7,21), sino que «hay que poner por obra

LA CREATIVIDAD DEL REINO 111

el designio del Padre» (Mt 7,20). El proyecto de Dios es el que hay que crear en la historia, en el punto exacto donde aparece, y no cualquier cosa que a uno se le ocurra. Si no, corre uno el riesgo de escuchar al final: «No os conozco» (Mt 7,23). Lo discernido como oferta de Dios es lo que debemos crear con Dios.

3. La parábola de la casa construida sobre la roca recalca de nuevo la misma idea. «El que escuche estas palabras mías y las ponga por obra, se parecerá al hom­bre sensato que edificó su casa sobre roca» (Mt 7,24). El hombre prudente es el que actúa y crea el Reino, y el necio es el que oye, pero no hace. Al final será como una casa arrasada por los vientos y los ríos desbordados, de la que no queda nada.

En la parábola de los dos hijos enviados a la viña (Mt 21,28-31), contrasta el sí fácil de los tradicional-mente fieles a la ley y sus guardianes, pero que no acogen lo nuevo que trae Jesús, con el no primero de los pecadores, que finalmente deciden ejecutar el evan­gelio.

4. Las parábolas del árbol y la casa están situadas, en el evangelio de Mateo, al final del sermón de la montaña, donde aparece condensada toda la novedad del mensaje de Jesús. En este sermón, los mendigos de la historia son invitados ahora a ser los bienaventurados, sal y luz de la tierra (Mt 5,13-14), sujetos creadores del Reino, de la nueva justicia (Mt 5,20). El mensaje de Jesús impresionó a sus oyentes, porque hablaba «con autori­dad» (Mt 7,29), con el peso de una palabra nacida de la vida nueva que él encarnaba.

5. Los maestros de este nuevo camino no siempre están donde parece ni enseñan en las cátedras esperadas. In­troducen en nuestro mundo lo nunca visto, lo imposible

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112 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

según las mentalidades cerradas. En la parábola del samaritano tenemos un ejemplo.

El jurista le pregunta a Jesús con intención de «po­nerlo a prueba» (Le 10,25). Pero Jesús no entra en la dinámica de esta intención agresiva, y le responde con una de las parábolas más bellas del evangelio para ex­plicar cómo se ama a Dios y al prójimo.

La parábola presenta un asalto de bandidos, típico de un tiempo de miseria que arrojaba a los pobres a la mendicidad o al bandidaje. El lugar es el difícil camino que sube de Jericó a Jerusalén. El asaltado es un judío. Si no se le presta ayuda rápida, puede morir.

Por el lugar pasan dos funcionarios del templo, un sacerdote y un levita, profesionales del servicio religio­so. Se supone que ayudarán a la víctima, pero pasan de largo. El oyente de la parábola queda escandalizado y decepcionado. La ayuda no llegó por los caminos es­perados.

Un samaritano, que normalmente no transita esos caminos, atraviesa el lugar en un viaje. El samaritano es un apóstata a los ojos judíos. ¿Cómo un personaje descalificado auxiliará al herido? Lo impensable sucede. La lógica cotidiana se rompe por la generosidad del despreciado.

El samaritano ayuda más allá de todo cálculo pru­dente o exigencia de justicia. Actúa con una generosidad sin medida, porque ni siquiera pone límite a los gastos. Por eso le dice al dueño de la posada: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta» (10,35).

El auxilio no llega de los personajes esperados. Así se pone de manifiesto que lo que «hace todo el mundo», lo considerado normal según los personajes del templo

LA CREATIVIDAD DEL REINO 113

y sus enseñanzas, está muy lejos del Reino de Dios, de lo posible.

El «exceso» de amor del samaritano aparece como el camino que supera la falsa «cordura» cotidiana, lo admitido como sensato y prudente, pero que no es más que mediocridad defensiva canonizada por una religión incapaz de crear nada nuevo ante los asaltados de la sociedad y los marginados. Sólo el amor crea la salud y la vida del herido y crea también una relación nueva con los considerados normalmente enemigos.

El marginado samaritano, aquel del que no se es­pera nada bueno, se convierte en maestro: «Vete y haz tú lo mismo» (10,37). Al mismo jurista le ofrece Jesús como regalo del Reino esta posibilidad de entrar en la dinámica de un orden nuevo que supera lo razonable y previsible.

El maestro del Reino es un marginado que ama al enemigo judío, superando todo el peso de la tradición y la práctica social. Se constituye en maestro al hacer, no sólo al hablar. Lo imposible es posible como don del Reino.

6. El amor no se puede legislar. Las leyes son necesarias como una ayuda. Por eso mismo muestran lo que en nosotros no está liberado todavía y necesita esa ayuda. Los jefes judíos multiplicaban sin descanso los precep­tos, desdoblándolos indefinidamente en casuísticas in­verosímiles. Pero sólo el amor es creador y capaz de arriesgar lo que se tiene para inventar con Dios el futuro del Reino. El amor del samaritano no cabe dentro de la ley.

En la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), el hombre que se va de viaje deja la administración de sus

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114 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

bienes a sus empleados, repartiéndoles «a cada uno se­gún su capacidad» (25,15). Los que reciben 10 y 5 talentos doblan el capital. El que recibió uno, devuelve viejo y devaluado el talento que se le dio nuevo. Cuando le dice al señor: «Aquí tienes lo tuyo» (25,25), no le devuelve lo que le dio, sino menos en valor real.

El mal empleado reconoce que el «miedo» lo pa­ralizó. Al decirle al amo que es hombre duro que cosecha donde no siembra, está inventando una excusa, pues muestra una gran generosidad ante los otros empleados.

No se condena el haber perdido el dinero en una operación arriesgada, sino la falta de riesgo, la ausencia de inventiva y creatividad al congelar el don recibido.

La creatividad con los dones recibidos es una di­mensión fundamental del Reino. Dios nos propone lo nuevo, pero no escribimos la historia al dictado como niños de escuela. Su propuesta recorre nuestra persona, y marcamos la historia con nuestra propia originalidad insustituible.

Unos se paralizan por miedo, por una falsa idea de Dios, por una pobre imagen de sí mismos al compararse con los que aparentemente han recibido más. Otros, porque las estructuras sociales les han convencido de que no sirven para nada.

El problema más serio es que el mal empleado no sólo devuelve un bien devaluado, sino que él mismo como persona se devalúa por una parálisis que le ha impedido crecer y hacerse él mismo creador y nuevo.

Al escuchar esta parábola desde el fondo de la sociedad, uno se sentiría tentado de cambiar los per­sonajes. En muchas ocasiones, los que han recibido más talentos en formación, recursos, relaciones, salud... no

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han creado el Reino de Dios con sus talentos, sino que han dilapidado lo recibido o han contribuido a fortalecer la injusticia. En cambio, muchos de los que sólo han recibido un talento, porque han crecido en la miseria, lo han puesto a producir, porque luchan por una sociedad más justa para todos.

7. Jesús conoció bien la conducta injusta de los hombres de su mundo, con sus trampas y su sagacidad. Los toma como ejemplos para sacudir la pasividad de sus segui­dores: «Los que pertenecen a este mundo son más astutos con su gente que los que pertenecen a la luz» (Le 16,8).

La parábola del administrador sagaz (Le 16,1-8) se desarrolla en un ambiente de especulación por la escasez de alimentos. Los administradores se enrique­cían rápidamente haciéndole firmar al cliente que debía el doble de lo realmente adquirido.

Al verse sorprendido, el administrador de la pa­rábola llamó a los deudores y les perdonó la parte abu­siva de la deuda, reduciéndola a su verdadera dimensión. Así ganó amigos con ese perdón generoso y, al mismo tiempo, no lesionó los intereses de su amo. El amo alabó la habilidad del administrador. Con la renuncia a su dinero injusto, ganó amigos para asegurarse el futuro.

La llegada del Reino descubre muchas situaciones irregulares, trastorna planteamientos establecidos y exi­ge mucha habilidad para inventar salidas nuevas. Este espíritu de creatividad del administrador es puesto como ejemplo por Jesús para comprender que no se puede apagar la creatividad del Reino en un mundo donde los enemigos del Reino despliegan una sagacidad sin me­dida, con mecanismos siempre renovados.

8. Los caminos por los que se construye el Reino, no son siempre amplios ni fáciles. Mientras que la puerta

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1 16 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

que lleva a la perdición es ancha, la que se abre al futuro del Reino es estrecha. «¡Qué angosta la puerta y qué estrecho es el callejón que lleva a la vida!» (Mt 7, 13-14).

Esta metáfora nace en Jesús de su práctica cotidia­na. Entraba en las casas de puerta pequeña donde vivían los últimos de la sociedad, que acogían el Reino con alegría, y atravesaba también los umbrales espléndidos de residencias donde se instalaban la ley y el poder. Jesús conocía bien los callejones estrechos, donde se apiñaban las casas de los pobres en terrenos irregulares, y caminaba también por las calzadas y calles empedra­das, donde se levantaban las mansiones de los ciuda­danos influyentes.

«¡Y pocos dan con ellos!» (7,14). Más de una vez, Jesús buscaría con dificultad por esas barriadas sin nú­mero ni nombre. El Reino es así. Cuesta encontrar la puerta del futuro al final de callejones angostos, y es­tremece entrar en esos hogares de puerta pequeña donde se encuentra tanta miseria encerrada. Pero la palabra de Jesús es clara: «Entrad» (7,13).

Se crea el Reino atravesando esos umbrales que obligan a bajar la cabeza, y transitando por callejones que parecen asfixiantes para el que no ha sentido la fuerza del Reino en esas marginalidades socialmente proscritas.

9. Hacer realidad lo humanamente imposible, lo im­pensable, es el desafío del Reino. Por lo tanto, es ine­vitable abrirse a una fuerza que llega de Dios. Nuestra imposibilidad es la posibilidad de Dios cuando le per­mitimos llegar hasta nosotros.

Nuestra capacidad creadora se revela de muchas maneras en los centros de investigación de las naciones

LA CREATIVIDAD DEL REINO 117

más ricas del mundo, sobre todo cuando sus realizacio­nes se ponen al servicio de la vida. Pero hasta el fondo de la sociedad llega muy poco, porque el abismo que separa clases y naciones es cada día más difícil de atra­vesar, a pesar de los adelantos de la técnica moderna.

Pero es más sorprendente la experiencia creadora del Reino en «el abajo» excluido del mundo, donde las diferencias sociales pesan cada día con más fuerza. Aquí lo imposible es sobrevivir con el deterioro creciente de la vida. También parece imposible que personas abru­madas de problemas tengan imaginación y ternura para organizarse e inventar formas nuevas de vida y de lucha.

Esta fuerza creadora pasa por cada persona. Lo que la sociedad dominante excluye, aquí tiene palabra y decisión, con una imaginación capaz de inventar nuevas realidades. La palabra de Jesús no ata a las personas a una ley como un cinturón de seguridad, para ser con­ducidas a un aeropuerto seguro, sino que despierta ca­pacidades insospechadas.

Crear lo imposible sólo es posible con el Dios de la historia. Esta creación conjunta llena a la persona de sentido, porque se siente atravesada por un dinamismo trascendente que permite realizaciones históricas nue­vas. Como los campesinos que ocuparon las tierras, es posible sorprender con caminos nuevos y crear en la historia «lo nunca visto».

Cuando hablamos de creatividad, no pensamos sólo en las acciones espectaculares. Es necesario tener ojos para las pequeñas creaciones de la solidaridad, sin las cuales la vida sería imposible para los empobrecidos. No se puede explicar el misterio de la supervivencia de los pobres sin la solidaridad discreta de los pequeños detalles, como el pan que la viuda de Sarepta compartió

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1 18 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

en una época de miseria con el profeta Elias (1 Re 17, 10-16), o los centavos de la viuda pobre que tanto im­pactaron a Jesús (Me 12,41-44). Compartir la medicina, un plato de comida, un préstamo sin intereses, una taza de aceite, acoger en casa a un niño abandonado... son los pequeños y efectivos gestos de solidaridad que hacen posible la vida en familias que viven en estado de emer­gencia. Esta dimensión de la solidaridad, contra los di­namismos de acaparamiento y seguridad individual, la expresaba con una imagen certera un campesino:

«Somos como los pozos de nuestros patios: cuanta más agua les sacamos, más agua nos dan. Si no les sacamos nada, las venas se van cerrando, el agua se descompone y los pozos se deterioran y se secan. Cuanto más solidarios somos unos de los otros, tenemos más seguridad. El aceite y la harina no se acabarán en nuestras casas. El Reino de Dios nos hace pozos inagotables».

11 La conflictividad del Reino:

vivir el conflicto creando vida nueva

«En una operación de desalojo de los barrios marginados de nuestra ciudad, las máquinas del gobierno van arrasando los ranchos de madera vieja. Oficialmente, se trata de una operación de 'limpieza'. Quieren 'remo-delar' la ciudad.

Los pobres no lo ven así. El desalojo los deja en la calle o en la inseguridad de ba­rracones 'provisionales' que pueden ser eternos. Las máquinas acaban con los ran­chos y, al mismo tiempo, con la organiza­ción popular, con las redes de solidaridad tejidas a lo largo de los años, y los lanzan lejos, donde no hay transporte, ni fuentes de trabajo, ni servicios sociales. Por eso se opusieron al desalojo injusto con todo el peso de su organización. Paralizaron las obras, obligaron a negociar.

Entre los ranchos destruidos, quedaba una palma esbelta que era el símbolo de la ver­ticalidad y la lucha del pueblo. Le daba el nombre al sector. En ese momento no era necesario cortarla. Pero, como un gesto de provocación, los obreros del gobierno la mocharon. Sólo quedó un tocón de un metro de altura.

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1 2 0 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Cada tarde, cuando callaban las máquinas y se iban los obreros, salían los pobres de la comunidad, colocaban una estatua de Ma­ría sobre el tocón de la palma, le ponían flores, cantaban y comentaban la Palabra de Dios. De la palma cortada nacía ahora la esperanza y la inspiración de la lucha. Una imagen tradicional de María se había trans­formado, en medio del conflicto, en la Ma­dre de los desalojados. En un espacio de destrucción había nacido una nueva forma de encuentro con Dios».

1. Crear «lo nunca visto», en una sociedad que tiene ya elaboradas sus leyes, repartidas sus tierras y orga­nizadas sus instituciones, supone inevitablemente un choque. Para los instalados, la pretensión organizada de los pobres es un obstáculo. Para los pobres, el gran desafío es cómo vivir de manera creadora el conflicto inevitable frente a la agresión que les llega desde fuera.

2. Desde el comienzo de su vida apostólica, Jesús en­cuentra el conflicto. Empieza siguiendo la predicación de Juan, encarcelado por su valentía profética. Con el anuncio de la llegada del Reino como buena noticia, entra en conflicto con los dirigentes judíos, por su li­bertad frente al sábado; con sus familiares, porque pen­saban que había perdido el juicio (Me 3,21); con sus vecinos de Nazaret, porque no entendían de dónde le venía de repente aquel talante de predicador milagroso (Me 6,2-3). A medida que se profundiza su mensaje, el pueblo lo malinterpreta (Jn 6,60). Muchos de sus dis­cípulos lo abandonan (Jn 6,66), y los que lo siguen no

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siempre lo comprenden, sobre todo en su subida a Je-rusalén.

Jesús explica en parábolas la dimensión conflictiva que atraviesa su persona por ser fiel al servicio incon­dicional del Reino de Dios. Inevitablemente, esta con­frontación golpeará también a sus seguidores.

3. En un primer nivel, el conflicto se presenta como «no aceptación», sencillamente porque Jesús no llega por el camino donde era esperado. Jesús no se mueve según las expectativas de los judíos.

«¿A quién diré que se parece esta gente? Se parecen a unos niños sentados en la plaza que gritan a los otros: Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no llo­ráis» (Mt 11,16-17).

Jesús toma la imagen de un juego de niños caprichosos que quieren imponer a los demás su propia voluntad. Pero, como los demás niños se mueven libremente en el juego, ellos les gritan su disgusto.

Los niños impositivos tocan música de baile, típica de las fiestas de boda, pero los niños no sienten deseos de bailar. Cantan lamentaciones, pero los niños no lloran como las plañideras en las situaciones de duelo.

«Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dijeron que tenía un demonio dentro. Viene este Hombre, que come y bebe, y dicen: Vaya un comilón y un borracho» (11,18,19). Ni la figura ascética de Juan, hijo del de­sierto, ni la cercanía amistosa de Jesús convencen a los judíos. Para aceptar a Jesús, tendría que ser alguien que se amoldase completamente a sus expectativas. Pero no pueden aceptar lo imprevisible de Dios. Quieren im-

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122 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

poner a los enviados de Dios la manera de acercarse a su pueblo. Pero Juan y Jesús se mueven con la libertad absoluta del Espíritu, de los niños que quieren disfrutar su juego sin imposiciones arbitrarias.

4. Más dramáticamente se expresa el rechazo de Jesús al final de su vida, en la gran confrontación definitiva con los dirigentes judíos en Jerusalén. En el evangelio de Mateo (Mt 23,1-36) se recogen expresiones de Jesús muy duras, plasmadas en imágenes de un vigor extraor­dinario, contra letrados y fariseos. Este grupo religioso causa un gran daño al pueblo, y Jesús lo enfrenta con todo rigor: «Atan bultos pesados y los cargan a las es­paldas de los demás» (23,4). «Todo lo hacen para llamar la atención de la gente» (23,5). «Pagan el diezmo de la hierbabuena... y descuidan lo más grave de la ley: la justicia, el buen corazón y la lealtad» (23,23). «Limpian por fuera la copa y el plato, mientras dentro están llenos de robo y desenfreno» (23,25). Son «sepulcros blan­queados», (23,27), «raza de víboras» (23,33), engaño y muerte para el pueblo. Jesús lo denuncia con toda claridad.

Esta confrontación tan rasgada anuncia sangre para Jesús y los enviados futuros, como sucedió con los pro­fetas del pasado: «Os voy a enviar yo profetas, sabios y letrados: a unos los matarán y crucificarán, a otros los azotarán... y los perseguirán» (23,34).

Frente a este lenguaje de denuncia, en el que Jesús ataca la estructura farisaica religiosa, no a la persona en el misterio de su individualidad concreta, aparece una parábola corta llena de ternura y de vida. La gallina que congrega y protege a los pollitos bajo las alas es la imagen que expresa el empeño de Jesús por salvar al pueblo, la pretensión última que mueve cada una de sus

LA CONFLICTIVIDAD DEL REINO 123

palabras prof éticas y que, en la intimidad de su fantasía creadora, construye esas imágenes tan duras: «¡Jerusa­lén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no has querido!» (23,37).

Aparece con gran fuerza el contraste entre los di­namismos asesinos de las clases dirigentes de la ciudad y la cercanía de Dios, que busca a su pueblo en la fragilidad vulnerable del profeta, en la cercanía y ternura insuperable de Jesús. Si adopta el lenguaje duro de la tradición profética, es porque quiere remover la cerrazón blindada contra el Reino de vida que Jesús viene a ofre­cer a todo el pueblo.

Lucas (19,41) nos presenta este mismo contraste entre la oferta de vida y el rechazo de los dirigentes del pueblo, que encaminan a toda la ciudad hacia el exter­minio, hasta el punto de que no quedará piedra sobre piedra. Por eso le dice llorando a Jerusalén:

«¡Si también tú comprendieras en este día lo que lleva a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo» (Le 19,41-42).

Jesús experimenta su propio límite. Ni con el acerca­miento de su bondad y su ternura, ni con la palabra profética cortante como una espada, ha podido trasmitir la vida, porque los dirigentes están ciegos, y toda la ciudad se mantiene en la ceguera: «No tienen ojos para verlo».

5. La dimensión del rechazo aparece también en la pa­rábola de la higuera estéril (Le 13,6-9). Cuando una higuera es estéril, se corta, pues empobrece el terreno

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I 2 4 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

y ocupa un lugar en la viña. El viñador intercede para que el dueño la deje un año más. Pero, si es estéril, por más que se abone no dará fruto. No recoge el evangelio la respuesta del dueño, pero sí queda claro el rechazo del Reino que Jesús experimenta en los últimos tiempos de su vida. En medio del conflicto parece abrirse un último plazo para cambiar de actitud ante la paciencia de Dios con su pueblo.

6. El nivel de la confrontación se agudiza cada vez más. Jesús no ablanda el mensaje para salvar la situación, ni se da una tregua para que baje la tensión.

Lucas nos propone la parábola de los viñadores homicidas (Le 20,9-16) como un relato profano de ex­trema crueldad. En el contexto social de aquella época, en que los dueños de las tierras vivían lejos, en muchos casos incluso fuera del país, sucedían historias pareci­das, en las que los arrendatarios desconocían a los co­bradores y hasta podían matarlos, con el fin de quedarse con la tierra. Tal vez, desde la lejanía, el dueño no podría regresar para recuperar la tierra.

Los personajes centrales de la parábola son los arrendatarios, que quieren apoderarse de la viña por todos los medios, en una escalada de violencia. Apalean y despiden a los diferentes servidores enviados por el dueño. Finalmente acaban con el hijo:

«Éste es el heredero: lo matamos y será nuestra la herencia. Lo empujaron fuera de la viña y lo mataron» (Le 20,14-15).

Esta parábola pretende ser un espejo en el que los di­rigentes judíos se vean reflejados. Actúan como dueños absolutos del pueblo y traman eliminar a Jesús, «el hijo querido» (20,13).

LA CONFLICTIVIDAD DEL REINO 125

En Marcos y Mateo, esta parábola aparece alego­rizada, y nos presentan en ella la historia de la salvación. Los profetas del Antiguo Testamento fueron injuriados, y muchos asesinados. Jesús, el Hijo de Dios enviado a su pueblo, también será eliminado.

En el evangelio de Lucas, la parábola aparece en un momento de máxima tensión provocada por la ex­pulsión de los mercaderes del templo y la polémica abierta y dura con los dirigentes.

Entre los oyentes de la parábola estaban los letrados y los sumos sacerdotes, que, «dándose cuenta de que la parábola iba por ellos, intentaron echarle mano en aquel mismo momento, pero tuvieron miedo del pueblo» (Le 20,19).

7. Una pequeña parábola nos ayuda a entrar en la in­timidad de Jesús en esta coyuntura de máximo conflicto. En el evangelio de Juan (Jn 12,23-28) constatamos que Jesús vive esta hora invadido por la angustia: «Me siento fuertemente agitado» (12,27). Pero también la atraviesa en fidelidad al Padre: «Para esto he venido, para esta hora» (12,27). La angustia no apresa ni paraliza su de­cisión.

«Si el grano de trigo, caído en la tierra, no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce mucho fruto» (12,24).

En esta agitación interior de Jesús, asoma ya la angustia mortal que aparecerá después en Getsemaní inundando su espíritu y su cuerpo que se derrumba sobre la tierra. Culminará con el grito estremecedor de la cruz.

Pero también, al afirmar el «mucho fruto» que si­gue a la muerte y «en la gloria» del Padre (Jn 12,28), se intuye y espera la plenitud de la resurrección.

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126 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Jesús siente que el poder de los dirigentes judíos le cae encima, como la tierra sobre la semilla, hasta sepultarlo. Pero, en la oscuridad que lo cubre, siente la vida nueva que sigue madurando hasta que salga de la tierra en la resurrección.

A los griegos (Jn 12,20) que querían ver a Jesús, llegados desde el centro del saber de entonces, les res­ponde con una parábola campesina. Jesús había hablado antes de que era preciso sembrar la palabra en los co­razones de sus oyentes. Pero ahora va mucho más lejos. Comprende que no basta con sembrar la palabra, sino que es necesario sembrar la persona entregando la vida, y después dejar en las manos del Padre el cuidado de la cosecha.

Atravesar el conflicto en fidelidad al Reino sin que­rer escapar por atajos exentos de dolor, caminar en fra­gilidad solidaria con los indefensos de la historia se­pultados bajo tierra, es un camino que lleva a la plenitud personal y a la liberación del pueblo, que es la gloria de Dios.

8. Esta misma dimensión pascual del conflicto aparece en la parábola de la mujer que está de parto (Jn 16,21).

El conflicto de Jesús, alcanzará inevitablemente a los discípulos. «Dentro de poco dejaréis de verme» (Jn 16,19). «Os aseguro que vosotros lloraréis y os lamen­taréis; en cambio, el mundo se alegrará» (16,20). Pero Jesús les anuncia que también ellos serán partícipes de su plenitud. «Vuestra tristeza se convertirá en alegría» (16,20).

«Cuando la mujer va a dar a luz, se siente triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando nace el niño, ya no se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre le ha nacido al mundo» (Jn 16,21).

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El parto es una hora de incertidumbre. En tiempos de Jesús lo era mucho más que ahora, por los riesgos para la madre y por lo impredecible de la nueva vida en sus características personales: niño o niña, sano o enfermo, vivo o muerto, con todos los parecidos familiares. Pre­cisamente por eso, la alegría de la nueva vida era algo indescriptible. La mujer judía se sentía plenamente rea­lizada como mujer cuando era madre. El parto es una realidad humana de profundas resonancias simbólicas.

Lo central en la parábola es que, para Jesús, el conflicto encontrado en la entrega al Reino debe estar orientado a la aparición en la historia de una vida nueva. La «desaparición» de Jesús, se transformará en «apa­rición» después de resucitar. «Cuando aparezca entre vosotros, os alegraréis, y vuestra alegría no os la quitará nadie» (Jn 16,22). Todo conflicto por el Reino puede ser vivido en esta perspectiva pascual que llega desde el Resucitado. 9. El conflicto por el Reino es inevitable. Ser un «signo de contradicción» (Le 2,34), como Simeón le anunció a María de Jesús, se presenta como condición para que el Reino llegue hasta nosotros.

La confrontación con los poderes de este mundo puede llegar a niveles estremecedores, pues en Jesús alcanzó sus dimensiones religiosas más hondas, hasta «nublar» su relación con el Padre, no sabiendo en el huerto si era posible librarse de la pasión o no, y sin­tiéndose abandonado en la cruz.

Pero Jesús, ni perdió su identidad desintegrándose, ni recortó el mensaje para escabullirse con medias ver­dades, ni entró en la dinámica de los agresores respon­diendo con una estrategia de violencia. Su fe se trans­formó en fidelidad, más allá de verificaciones históricas de eficacia inmediata, y dio testimonio con su silencio y su palabra de la llegada del Reino.

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1 2 8 SICiNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

Entre los empobrecidos, esta experiencia de Dios forma para muchos el trasfondo existencial en el que toman sus decisiones y se mueven en la vida. La agresión de la estructura social es permanente durante las vein­ticuatro horas del día. Los asaltos de las diferentes co­yunturas que les sorprenden con el golpe repentino, ha ido madurando en muchos de ellos una capacidad sor­prendente de respuesta evangélica. Forman la comuni­dad de los liberados por la pascua de Jesús, de todos aquellos que «por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,15), pero que ahora plan­tean exigencias nuevas desde el fondo del cautiverio.

Las «apariciones» del resucitado están en la base de esta transformación. Sus «desapariciones» permiten ir consolidando la respuesta personal y comunitaria ante los desafíos de la realidad.

Cada uno de nosotros resucita desde la misma pro­fundidad en que muere. Con la hondura de la muerte, experimentamos la hondura de la resurrección. Cual­quier palma cortada por la prepotencia del poder se puede transformar en signo de la presencia del Resu­citado, que congrega a la comunidad para comprome­terse de nuevo por el Reino de Dios.

Sin embargo, a las víctimas de la miseria y la re­presión no se las puede idealizar. Sería hacerles una nueva injusticia. Muchos quedan irremisiblemente he­ridos para toda la vida, desintegrados personalmente y como una amenaza para los demás. Algunos son como el grito de Jesús en la cruz que se ha encarnado per­manentemente en estos crucificados ambulantes, estre­meciendo la conciencia colectiva. El Padre asume estos gritos, y la comunidad creyente los acoge como un mis­terio en su corazón.

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La fuerza del Reino no se puede encerrar en los sepulcros. Esto lo saben bien los poderes de las ideo­logías totalitarias: por eso no quieren mártires con pro­ceso y sepultura, sino «desaparecidos», tragados, sin saber dónde ni cómo, por la noche de la represión bien organizada. Los «gulags» de Siberia o las fosas comunes latinoamericanas intentan destruir todo rastro de muerte que pueda ser transformado en símbolo de vida nueva por la fe del pueblo.

«El pueblo que reside en medio de los con­flictos es como un campo que parece un desierto por la sequía prolongada. Toda vida desaparece de la superficie. Pero las semi­llas resisten debajo de la tierra. Con el agua primera de la época de lluvias, en pocos días, todo el campo estrena el color verde de las plantas recién nacidas».

En la oposición al Reino de Dios, la sociedad no siempre reprime con fuerza. Si la persona es cotizada por sus cualidades, primero intenta ganarla para el sistema.

«Con los inquietos por el Reino de Dios, la sociedad actúa con ellos como la ostra. Los criadores de perlas introducen un pequeño trozo de alambre dentro de la ostra. Ante este cuerpo extraño que la agrede, la ostra segrega un líquido nacarado que va envol­viendo el alambre y transformándolo en una perla brillante sin arista ninguna. Algunas personas son lúcidas y críticas en el cuerpo social, pero la seducción de las ofertas y los halagos de los poderosos las transforman en perla, un adorno cotizado en la sociedad sin inquietud ninguna de cambio».

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12 El juicio del Reino:

la confrontación con los últimos como norma definitiva

«Doña Lucía tiene una casa pequeña cerca de la cañada, siempre amenazada por las crecientes repentinas. Antes tenía mejor po­sición económica. Ha bajado rodando por la pirámide social hasta la marginalidad. Me recibe muy contenta en su casa pequeña.

—Siéntese, Padre, cuando yo era gente, te­nía muebles buenos y cómodos. Ahora que soy pequeña, sólo puedo ofrecerle esta silla vieja.

¿Quién le había dicho que no era gente, que no era persona por ser pobre? ¿Por qué ha­bía perdido su autoestima una mujer tan digna?».

1. La hora de la cruz es la hora culminante del juicio. Los tribunales condenan a Jesús por blasfemo y por agitador. Es el juicio de la «tiniebla». El justo es juzga­do comparándolo con las leyes, instituciones y teolo­gías del sistema. Los dirigentes determinan la vida y la muerte.

El juicio del Reino es diametralmente opuesto. La persona no es comparada con los grandes, sino con los

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pequeños, para determinar la calidad de su vida. Es el débil la norma del juicio, del éxito o fracaso de cada existencia. El que está en la cúspide y en el centro será juzgado por la manera de situarse frente a los últimos de este mundo.

2. La. parábola del juicio final (Mt 25,31-46) recoge una escena familiar en el mundo de los pastores. Al final del día, separan ovejas y cabras. Al final de la vida humana, también habrá un juicio definitivo para separar lo bueno y lo malo. En ese momento se revelará con toda nitidez lo que ahora velamos con todo tipo de me­canismos personales y sociales.

Los despojados de patria, de salud, de libertad, de ropa y alimento (25,35-36), es decir, de las dimensiones más elementales de la vida, de «sus derechos funda­mentales», serán la norma escatológica ante la que hay que situarse.

No hay que remitir al final de los tiempos este juicio. Esta valoración definitiva entra ahora en la his­toria, con la palabra de Jesús, como una sentencia última e inapelable. Todas las inacabables sutilezas de las ma­rañas legales, el pensamiento teológico que se adentra en el misterio de Dios, las instituciones y sus proyectos, encuentran su valor o su fracaso en esta confrontación. Es necesario mirar hacia abajo y hacia afuera, donde están los despojados, para evaluar la calidad de nuestra relación. La norma de juicio no puede ser más simple y diáfana.

Por supuesto que en esta confrontación queda san­cionada la opresión contra el débil. Pero lo que se señala directamente en la parábola no es la opresión directa, sino el no hacer nada, el pasar de largo, el no darse cuenta. En realidad, existe una interferencia constante

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de estímulos que no se inspiran en el evangelio para no posar la mirada sobre los saqueados y contemplar en el fondo de su mirada y su palabra la trascendencia que los sustenta. «¿Cuánto te vimos, Señor?» (25,37). Es la pregunta tardía de la prisa, de la superficialidad, del terror a descubrir el brillo del absoluto oprimido en las vidas saqueadas, de las que huimos permanentemente como de un abismo que amenaza con tragarse el éxito de nuestros proyectos, el dinero de nuestras cuentas y la tranquilidad de nuestro reposo.

«Lo que hicisteis con uno de estos hermanos míos tan pequeños, conmigo lo hicisteis» (25,40). Este des­cubrimiento hecho ahora, puede volver del revés una vida, al encontrar tan accesible y vulnerable al Señor de la historia. Dios no se aloja en una distancia inase­quible, sino que se hospeda entre los últimos, en barrios, hospicios, expedientes clínicos de anormalidad, familias sin documentos legales, sin sitio en la tierra, con los que van rodando sociedad abajo hacia el abismo. El juicio definitivo ya está haciéndose ahora mismo.

3. Fijos los ojos en los astros exhibidos con el maqui­llaje del triunfo y de la realización humana, polarizados todos nuestros sentidos, estirado el cuello para mirar hacia arriba, es imposible ver al Señor que está abajo. Si no hay ojos para el pobre, no hay ojos para Dios.

En la parábola del rico y del pobre Lázaro (Le 16,19) se ilustra con fuerza esta dimensión. En rápidas pinceladas, se describe la vida de los ricos del tiempo de Jesús: «Se vestía de púrpura y lino y banqueteaba todos los días espléndidamente» (Le 16,15). Sus ojos y oídos, todo su cuerpo estaba hecho para percibir y sa­borear el lujo y la fiesta, los manjares delicados y las telas refinadas. En esa sensibilidad no podía entrar la

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imagen del pobre «echado en el portal» (16,20), ante el cual el rico pasaba de largo muchas veces para entrar y salir de la casa.

Después de la muerte, la verdad de la vida se im­pone. Entonces, el rico sí tiene ojos y oídos para Lázaro. Pero entre ambos se abre un abismo inmenso y, «por más que quiera, nadie puede cruzar de aquí para allá ni de allá para aquí» (25,26). Este abismo no lo ha abierto Dios, ni Lázaro. Es el abismo que el rico cavó entre su sensibilidad y su ritmo de vida y la vida destruida de Lázaro. El juicio constata el abismo. En el lujo y la fiesta que deja al pobre morir, se está creando el infierno.

En la miseria de Lázaro estaba Dios echado con él en el suelo, alentando su dignidad y su vida contra tantas formas de marginación. La sanción escatológica revela lo que el ojo ciego no ve en la cotidianeidad de la vida.

San Gregorio de Nisa (334-394) comenta con fuer­za esta parábola: «Y mientras hay todos esos lujos dentro de casa, ahí a la puerta están tendidos mil Lázaros. Unos, cubiertos de úlceras dolorosas; otros, con los ojos arran­cados; otros, que gimen por la herida de sus pies. Pero gritan y no se les oye, pues lo impide el sonido de la orquesta y los coros de los cantos espontáneos y el estrépito de las carcajadas».

En la parábola del juicio final vemos que Dios se identifica con el pobre. En la de Lázaro comprendemos por qué el rico no ve: en su sensibilidad hecha al lujo no puede entrar el pobre. Ni ve a Lázaro ni ve a Dios.

4. En la parábola del rico insensato (Le 12,16-21) nos presenta Jesús la fascinación de acumular que llena el corazón del rico. En esta parábola no aparece el rico derrochando, sino como un sagaz y emprendedor hom-

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bre de negocios que quiere acumular todo lo posible en el presente. Después podrá decirse a sí mismo: «Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida» (12,19). Es todo un programa de vida, en el que el eje central es el dinero. Es una religión, pues «la codicia es una idola­tría» (Ef 5,5).

Todo este proyecto arranca de una cosecha abun­dante y de la falta de espacio para guardarla, pues todos los graneros están llenos. La pregunta clave es: «¿Qué hago?» (12,17). Y decide derribar los graneros que tie­ne, para construir otros mayores.

Es una decisión loca. Primero a nivel social, pues en una época de hambre generalizada este empeño en acumular resulta mortal para los demás. Pero también lo es a nivel personal: «Esta noche te van a reclamar la vida. Lo que has acumulado, ¿para quién será?» (12,20). La acumulación es el proyecto que absolutiza todas sus energías. Los necesitados no entran, a no ser como fuer­za de trabajo para realizar el sueño del patrón.

Este proyecto de acumulación, considerado sensato y exitoso en la vida cotidiana, es presentado por Jesús como insensato, visto desde el final de la vida.

El proyecto que merece la pena es buscar el Reino de Dios (12,31). En vez de acumular y excluir, «vended vuestros bienes y dádselos en limosnas» (12,33): ten­dréis un tesoro inagotable en el cielo; y «donde tengáis vuestra riqueza tendréis vuestro corazón» (12,34). Hay que escoger dónde se pone el corazón: en las bóvedas blindadas de los bancos o en el corazón de Dios y su proyecto en la historia, en los pobres con los que él se identifica. Al final, muchas vidas quedarán congeladas

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en cifras de banco, otras seguirán creciendo inagotable­mente en el Reino de Dios que avanza en la historia.

5. La parábola de la red (Mt 13,47-50) también con­fronta a los oyentes con la sentencia definitiva, teniendo como elemento sensible la escena familiar de los pes­cadores del lago seleccionando los peces en la playa. Los buenos, los guardan; y los malos, es decir, todos los no comestibles y los señalados como impuros por la ley (Lev 11,10), los tiran.

No se hace aquí referencia a una dimensión especial de la vida, como en las parábolas que condenan la ri­queza discriminatoria, sino que se presenta la existencia de una manera global. Nada contaminado puede pasar al encuentro definitivo con Dios. Lo mismo que en la parábola de la cizaña (Mt 12,24-30), la separación de­finitiva sólo se realizará al final.

6. De una manera más personal y dramática presenta Jesús el desenlace definitivo en la parábola del amo que cierra la puerta (Le 13,25-27). Muchos llamarán gol­peando con fuerza una y otra vez, pero la puerta no se abrirá. Desde dentro les dirán: «No sé quiénes sois; lejos de mí todos los que practican la injusticia» (13,27). No basta con invocar que comieron con Jesús y oyeron su predicación. La comunión con Jesús se realiza al obrar la justicia del Reino de Dios.

7. Sólo Dios puede juzgar el corazón de cada persona, pues para nosotros la última dimensión de la conciencia ajena se pierde en el misterio: «No juzguéis, y no seréis juzgados» (Mt 7,1). Pero la norma de juicio aparece con una claridad tan meridiana y tan simple que estre­mece. Todos seremos confrontados ante el despojado con el que Jesús se identifica. Pero en nuestro mundo se mide el valor de las personas comparándolas con los

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grandes. Personas, sociedades, culturas... deben ser confrontadas con el revés de la historia para evaluar su desacierto o su justicia.

Cuando se percibe ya ahora la trascendencia que asoma en estas vidas explotadas, y se deja medir la propia persona por este encuentro con Dios encarnado en la indigencia, entonces nacen dentro de nosotros di­namismos formidables de solidaridad con los hambrien­tos y presos de estas cárceles colectivas que llevan nom­bres de barrios marginados, de hospicios y de campos olvidados.

Ya en la Edad Media se llamaba al pobre «vicario de Cristo» en la tierra. Este nombre nosotros lo reser­vamos casi exclusivamente para el Papa. Nos situamos ante Dios de la misma manera que acogemos o igno­ramos a su vicario, al pobre.

Lo importante de estas parábolas es que, al intro­ducir en el ahora del Reino el juicio escatológico, vamos conformando la realidad según sus valores. Podemos acercarnos al pobre de tal manera que en el juicio último ya no tengamos que preguntar: «¿Cuándo te vimos, Se­ñor?» (Mt 25,37). La hora de la sorpresa, de la pregunta asombrada, debe ser ahora.

«El juicio del Reino de Dios se parece a una maestra de bordado. Cuando la alumna le presenta su trabajo, contempla la perfec­ción del dibujo, pero enseguida le da la vuelta a la tela, porque sólo en el revés se ve con toda claridad la trama del bordado».

El desafío presente para nosotros es salir del punto de vista interesado de los que dirigen este mundo y quieren hacernos ver la realidad desde sus ojos. Necesitamos

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superar las apariencias y ver la realidad con ojos de evangelio, de verdad y justicia.

«El juicio del Reino de Dios se parece a una gran sala de teatro. Los espectadores se dejan capturar por la representación, fas­cinados por los juegos de luces y colores, seducidos por la habilidad de los actores. Pero, si uno mira la escena situado detrás del escenario, verá las trampas de los de­corados, la tensión de los artistas, la fal­sedad de los vestidos, las discusiones por los errores y cansancios y el hastío de los obreros sin nombre, mal pagados. Sólo des­de el revés del escenario se supera la apa­riencia y se ve toda la verdad del espec­táculo».

13 La celebración del Reino: los cantos de la fiesta final

en medio de la dureza del camino

«Desde los últimos ranchos, por los calle­jones estrechos y tortuosos trazados por la prisa nocturna, en lucha con la vigilancia policial y la tierra irregular y escasa, se van congregando en la capilla los pobres del barrio. Bajo su ropa limpia de domingo, llegan los cuerpos secos, mal alimentados, endurecidos en el trabajo.

El saludo efusivo, el rostro abierto, la risa sin trampa, nos anuncian el espíritu festivo que empieza a despertarse en el encuentro de personas que ya están unidas en la or­ganización comunitaria. No son ingenuos que sonríen ante el espectáculo bien orga­nizado. En el peso de su palabra se va re­velando, con conciencia y lucidez, la vida y muerte del barrio, el análisis riguroso de la coyuntura social y la fe en la palabra de Dios, que ilumina su situación, su lucha y sus personas.

En el silencio hondo, sintonizan con el mis­terio. El ritmo de los cantos va ganando el cuerpo que alaba y comulga con la certeza de sentir el paso del misterio que libera. Ellos han experimentado este don que crea lo impensable. Su alegría es más fuerte que la injusticia y la miseria.

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Cuando se dispersan, la despedida es una cita para encontrarse después en el compro­miso. Nadie se queda preso de la nostalgia de un Señor que desapareció en la nube, ni del calor afectivo del momento festivo.

Para el que observa esta celebración desde fuera, tal vez sea la fiesta de los ingenuos o de los locos. Para el que ha experimentado esta fiesta, ha saboreado que la fuerza del Reino corre por las entrañas de estos pobres y despierta en sus personas oprimidas fuer­zas de comunión y compromiso insospe­chadas».

1. En medio del compromiso por el Reino, va naciendo lo nuevo, marcado por los dolores pascuales del parto, que no nos permiten ser ingenuos sobre el futuro por crear. El juicio que llega desde los últimos nos impide evadirnos de la realidad, como si el Reino ya hubiese llegado a su plenitud para todos. Pero celebrar se siente como una necesidad en medio de la fragilidad de la historia.

La celebración está atravesada de realismo y de sacrificio, pero asumido desde una experiencia de ple­nitud que ya se anuncia en cada realización concreta en la historia, y que culminará en el encuentro definitivo con Dios. En el camino del Reino, la celebración festiva es insustituible.

2. En la primavera del Reino, en los primeros pasos de la predicación de Jesús, tanto él como sus discípulos vivieron una experiencia comunitaria de alegría intensa. Su espíritu festivo contrastaba con la seriedad rígida de

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otros grupos endurecidos en sus ayunos rituales. Los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban. Jesús y sus discípulos no. «¿Por qué razón tus discípulos no ayu­nan?» (Me 2,18).

La respuesta de Jesús está construida sobre la pa­rábola de una fiesta de bodas: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras duran las bodas?» (Me 2,19). Es impensable que los amigos del novio se vistan de duelo y pasen entre los invitados con un rostro de pesadumbre, precisamente cuando ellos deben ser los principales animadores de la fiesta.

Jesús y sus discípulos estaban haciendo la expe­riencia de la eclosión del Reino, cuyas manifestaciones superaban todos los cálculos. Dios abría la historia a un nuevo comienzo, y ellos lo podían contemplar en la alegría del pueblo, en la transformación de las personas, en los curados en el encuentro con Jesús. ¿Cómo van a revestirse de tristeza para el ayuno? Su alegría es com­parable a la fiesta de bodas, la más larga y popular. La tristeza no tiene cabida en ese momento entre los se­guidores de Jesús.

Para los que no han percibido el brotar del Reino, esta alegría es insensata e ilegal. Todavía viven en el orden antiguo, dentro de «odres viejos» y envueltos en «mantos viejos» (Me 2,21-22). Pero Jesús es la apari­ción de lo radicalmente nuevo. El que lo descubre no puede quedar preso de la tristeza.

Jesús defiende la alegría y el derecho a la fiesta, en una comunidad sencilla de discípulos, como expre­sión de que el Reino ha llegado hasta ellos con la sor­presa de Dios.

3. La parábola del gran banquete expresa con mayor fuerza esta dimensión (Le 14,15-24). Nos vamos a fijar

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en la versión de Lucas, pues Mateo alegoriza la parábola presentando en ella la historia de la salvación.

Durante una comida, uno de los invitados le co­menta a Jesús: «¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!» (Le 14,15). Con esta reflexión, el invitado le recuerda a Jesús la parábola de Isaías sobre el gran banquete de los tiempos mesiánicos (Is 25,6).

El evangelista nos presenta a Jesús observando pre­viamente el forcejeo sutil de los convidados para ocupar los primeros puestos, donde uno aparece más importante y se puede relacionar con los más influyentes. La ri­validad de la vida cotidiana, los criterios de prestigio, se manifestaban en las conductas competitivas de los invitados, manchando así la gratuidad del banquete.

Frente a esta conducta de forcejeo competitivo que daña la fiesta, Jesús aconseja ocupar los últimos puestos, para ser ubicado después por el anfitrión en el lugar justo, y aconseja invitar a los que no pueden pagar con otra invitación, rompiendo así toda dinámica de interés. Jesús enseña la humildad y la gratuidad como elementos de la verdadera «comida de bodas», (14,18), de la fiesta del Reino.

En la parábola de Jesús, el hombre que preparó un gran banquete y había invitado a mucha gente, envió a un empleado suyo para recordarles la invitación, porque ya estaba todo preparado. Ellos habían aceptado antes, y ahora se les recordaba con delicadeza que «todo» (la comida, el local, los adornos y la música) estaba pre­parado. Se trataba de «un gran banquete» (14,16).

Pero los invitados empezaron a excusarse ante el mensajero. Las excusas parecen «razonables», dentro de las ocupaciones cotidianas ineludibles: ver un campo

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acabado de comprar; probar unos bueyes recién adqui­ridos; la celebración de un matrimonio reciente... Aquí quedan recogidas las actividades normales de la vida ordinaria que absorben todo el tiempo y, por lo tanto, no dejan espacio ni disposición psicológica para parti­cipar del banquete festivo, para entrar en la alegría com­partida de la fiesta comunitaria.

La invitación cambia de destinatarios. Existe otro grupo humano capaz de romper el interés individual y entrar en la alegría comunitaria de la fiesta popular. Por eso el señor envía a su mensajero a «pobres, lisiados, ciegos y cojos» (14,21). Como todavía queda sitio para un banquete tan grande, le manda que salga a los ca­minos y senderos, a los pobres y extraños, para que les «insista» (14,23) y entren a la fiesta.

Los que están tarados por su disminución física, los que deambulan de un lado para otro sin seguridad, los que no tienen ni oficio ni propiedad ni proyecto estable, son los que aceptan la invitación y entran para celebrar. En cambio, los que tienen algo como suyo, los presos por el calendario implacable de sus propios proyectos y negocios, por las urgencias ineludibles de sus seguridades e intereses, no son capaces de dejarse invadir por el espíritu festivo, por la gratuidad de una invitación generosa.

A pesar del rechazo de un grupo, la sala del ban­quete se llena, y el banquete se transforma en una gran fiesta popular, donde los marcados por sus limitaciones personales y ciudadanas, los pobres del pueblo, acogen el regalo de una fiesta gratuita que los acerca y los une, donde se sienten a sus anchas y pueden disfrutar libre­mente y sin protocolos ni etiquetas. Es su fiesta, cele­brada «a casa llena» (14,23).

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Si, con el fin de seleccionar a los invitados, se hubiera establecido un precio elevado para entrar a la fiesta, el resultado de la invitación habría sido diferente. Todos estos personajes marginales de la sociedad, li­siados de plazas y caminos, representan al pueblo pobre, con el que Jesús comía en sus mesas, que escuchaban su mensaje y entraban en el espíritu festivo del Reino, al que se asomaban asombrados. Aunque este banquete en su plenitud última sólo se disfrutará en el Reino completamente realizado —cuando los bienes de la tierra y las personas se sienten reconciliadas a la mesa del Padre—, toda la parábola es una invitación a entrar ya ahora en el espíritu festivo del Reino. Nadie es excluido de esta fiesta. Si «ninguno de aquellos invitados probará el banquete» (14,24), es porque ellos mismos se exclu­yeron, prefiriendo su pequeña posesión a la fiesta co­munitaria en la que todo es gratuidad.

Es necesario celebrar ahora. Lucas recoge una pa­rábola que expresa el sentir de Jesús, su experiencia cotidiana y festiva. Ciertamente que para los que ob­serven esta fiesta atrincherados en sus seguridades, para los que tengan en orden su contabilidad de banco y de prescripciones religiosas, esta fiesta puede ser consi­derada de locos e inconscientes, y tolerada con bene­volente suficiencia. Quien se haya encontrado inmerso en la transcendencia de esta fiesta, participando de su ritmo y su abrazo, acogiendo sus palabras llenas de vida donde oficialmente está sentenciada la muerte, podrá percibir el estremecimiento de la plenitud del Reino, que se encarna ya en la comunidad de los marginados, y sentarse gratuitamente a su mesa festiva.

4. Desde esta perspectiva, es sorprendente leer de nuevo las parábolas de Jesús, y descubrir cómo la dimensión

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festiva está presente en todas las etapas del camino del Reino.

Las parábolas de conversión acaban en fiesta co­munitaria. El buen pastor reúne a sus amigos para com­partir con ellos la alegría de la oveja encontrada. Lo mismo hace la mujer que barre la casa buscando la moneda. En la parábola del hijo pródigo, el padre le dice al hijo mayor: «Había que hacer fiesta y alegrarse» (Le 15,32).

El discernimiento, que descubre el tesoro y la perla, provoca una alegría tan grande que lleva a vender todo para adquirir lo nuevo (Mt 13,44-46).

La creatividad en la vida apostólica devuelve a los discípulos a la comunidad, compartiendo la alegría de su propia experiencia de ver cómo hasta los demonios se les sometían (Le 10,21). Es la cosecha que llena de alegría el compromiso y que aparece en tantas parábolas.

La alegría en medio del conflicto y la persecución por el Reino es una señal de caminar en el espíritu de Jesús. «Dichosos vosotros cuando os insulten, persigan y calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos» (Mt 5,11-12). Es la alegría de la vida que nace entre los dolores del parto (Jn 16,21).

El juicio de Dios sobre la historia y sobre cada persona devuelve la alegría definitiva a todos los des­calificados de este mundo. No sólo los defiende el Señor como un juez justo y poderoso, sino que se identifica con ellos, haciéndose el juicio en el mismo encuentro con ellos, precisamente porque Dios es juicio desde dentro de ellos, oprimido o amado en ellos, los últimos y más pequeños de este mundo.

5. Somos responsables de la alegría y de la fiesta: «Ha­ced esto en memoria mía» (Le 22,19). La dimensión festiva comunitaria del Reino debe ser permanente hasta

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el final de los tiempos. Construir el Reino es permitir que la fiesta comunitaria vaya ganando espacio y pro­fundidad y siga fermentando la historia entera, hasta que llegue la fiesta sin límites del Reino plenamente reali­zado, el pan compartido sin restricciones de ningún tipo en la misma mesa del Padre.

Desde las primeras comunidades cristianas, que compartían el pan con alegría de corazón en la asamblea reunida en la casa pequeña de algún cristiano, hasta nuestras grandes liturgias masivas, pasando por tantas alegrías clandestinas de eucaristías amenazadas, la Igle­sia es fiel al mandato de Jesús. También él compartió el pan y el vino en una cena festiva, en una situación abrumada por «el poder de las tinieblas». En cualquier situación vamos celebrando la Pascua, «hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios» (Le 22,16).

Celebrar no es opcional. Somos responsables de la alegría y de la fiesta, como lo somos de la creatividad y de la fidelidad hasta la cruz. El Jesús que nos fue fiel en la pasión hasta la muerte, también nos es fiel en la resurrección. La alegría pascual, inexplicable y descon­certante, es una manifestación de su resurrección. Cuan­to más comprometida esté en la historia esa comunidad, y lo haga desde una desproporción tan grande como el pequeño grupo de discípulos en la mañana de Pente­costés, más poderoso será ese signo de vida nueva. Es la alegría imposible, inalcanzable, pero real y gratuita como don del Resucitado.

A veces da miedo asomarse al abismo de donde brota esa alegría sin lógica aparente. ¿Será fantasma? (Le 24,37) ¿o fantasía? (Le 24,11). ¿No será más bien el sentido último de la vida, la presencia del Resucitado que se aparece en la comunidad de los creyentes?

En toda alegría gratuita y en toda celebración co­munitaria verdadera, se siente un aire del día primero

LA CELEBRACIÓN DEL REINO 147

de la semana (Le 24,1), un estreno de la nueva creación, donde la gratuidad insondable de Dios acoge y reconcilia todas nuestras creatividades y nuestras cruces clavadas como enemigas sin respuesta en los bordes de nuestros caminos. Sin esta experiencia festiva, no podríamos construir el Reino ni ser testigos del Señor de la historia, que camina con nosotros con poder para vencer la in­justicia y la muerte.

«El Reinado de Dios se parece a un enjam­bre de abejas. Cuando llega hasta su col­mena el aroma lejano del eucalipto o del granadillo, excitadas por la noticia, em­prenden juntas un largo viaje siguiendo el hilo de perfume que las orienta sin perderse y las alienta en el esfuerzo de su búsqueda. Al final del vuelo hay una fiesta entre los colores vivos, el polen y el néctar de las flores. Los que perciben el aroma del Reino que atraviesa el momento presente, llenos de alegría en la comunidad, se dejan con­ducir hasta el final festivo de la historia».

«El Reino de Dios es como una tarde de fiesta entre los ranchos pobres del barrio. Cuando empieza a sonar la orquesta con sus potentes altavoces, y el ritmo de la música se mete en el cuerpo de la gente, todos hacen cualquier sacrificio para entrar en la sala de fiestas. Unos sacan algo de los ahorros es­condidos, otros piden prestado a los amigos, o empeñan en la compraventa algún objeto valioso. Los que experimentan el paso del Reino por sus vidas oprimidas, llenos de alegría lo celebran y se ponen en camino hacia la fiesta plena del Reino que ya em­pezó con Jesús resucitado».

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14 La oración del Reino:

el Padre de bondad en el centro de toda situación

«El día de nochebuena, en pocos minutos el fuego arrasó un ranchito de madera vieja. Se perdió todo. Doña María vivía en el ran­cho con su esposo y dos nietas pequeñas. Cuando se iban a marchar para la casa de unos amigos, los vecinos les pidieron que se quedaran con ellos, que era un día de fiesta. Con las maderas a medio quemar por el incendio, prendieron un fogón para co­cinar la cena. Doña María dijo: 'Yo te doy gracias, Señor porque salimos vivos del fue­go. Un vecino, no sé quién, sacó a mi nieta pequeña de entre las llamas y me la puso entre los brazos. ¡Serías tú mismo! Perdi­mos todas las cosas que teníamos, pero no perdimos mucho, porque no teníamos gran cosa. Ahora volveremos a empezar'.

Los vecinos acompañaron a la familia, ani­mándola toda la noche».

1. Jesús no se constituye en el evangelio en un lugar de peregrinación en el que todos los caminos confluyen y terminan. Su misma vida itinerante es el símbolo de­sinstalado del que se mueve al servicio de una misión

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150 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

recibida de otro, del Padre. Todo el que se encuentra con él, como amigo o como admirador agradecido, es reenviado al Dios del Reino. En su relación con el Padre, vive un amor tan perfecto que el Padre se expresa ple­namente en cada palabra y cada gesto de Jesús. Pero Jesús no queda absorbido en esta relación. En Jesús encontramos también la respuesta perfecta y libre, ple­namente humana, al Padre y su designio en la historia.

Los discípulos intuyeron la grandeza de esta rela­ción, vivida en cada segundo de su existencia y expli-citada de manera más fuerte en momentos densos de su existencia, como al comenzar su misión en el bautismo (Le 3,21-22; 4,1-13), al escoger a sus discípulos (Le 6,12), al torcer el rumbo de su vida hacia el conflicto de Jerusalén (Me 9,1-13), o en las largas noches de su vida apostólica por los montes de Galilea (Me 1,35).

Cuando los discípulos le pidieron que les enseñase a orar (Le 11,1), querían asomarse al misterio de esa relación única que el corazón humano busca como el eje sobre el que girar de manera permanente.

2. «Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta» (Mt 6,6). En esta breve imagen de la puerta cerrada, que crea el verdadero escenario de la oración, existe una crítica para la oración judía, en la que Jesús mismo fue educado en la sinagoga. Con esta puerta cerrada, se deja fuera la oración externa en las esquinas de las plazas para cumplir con leyes controlables. Se rechaza la pa­labrería excesiva que aturde a Dios y cansa el corazón. Se elimina la oración comercial que devora los bienes de las viudas bajo pretexto de largas oraciones (Me 12,40). La persona queda en lo secreto (Mt 6,6) de un encuentro que toca lo más profundo de la verdad per­sonal, despojado de imposiciones y fachadas, puro y

LA ORACIÓN DEL REINO 151

limpio el corazón para una relación sin trampa con el Dios de bondad y cercanía, «que sabe lo que nos hace falta antes que se lo pidamos» (Mt 6,8). Lo importante es descubrir lo que el Padre sabe que nos conviene y que nos quiere dar para acogerlo.

3. En la parábola del fariseo y el publicano (Le 18, 9-14), da la impresión de que Dios llega más fácilmente al rincón último del templo, donde el publicano «se quedó a distancia» (18,13), que al centro espléndido, donde el fariseo «se plantó» (18,11). Esta distribución física de los personajes en la geografía del templo revela la diferencia honda de los dos corazones. Uno está «sa­tisfecho» de sí mismo y «seguro» (18,9), mirando desde su suficiencia «con desprecio» al publicano, al que con­sidera inferior (18,11). El publicano, en cambio, invoca a Dios con las palabras de misericordia del salmo 51.

Como en otras muchas parábolas del evangelio, Jesús revela que los últimos, que se acercan a Dios conscientes de su necesidad, descubren más fácilmente el Reino de Dios que los satisfechos, que se cierran herméticamente sobre su propia justicia dejando resbalar sobre el corazón la oferta de un Reino generoso que viene a desequilibrar una religión de leyes minuciosas, con las que pretenden controlar como dueños la acción de Dios en el corazón de la persona.

Dirigirse a Dios con un corazón que controla la relación y discrimina al hermano no es orar, pues no se expone a la iniciativa insondable y gratuita de Dios. Todo lo contrario: es afirmarse más en la propia sufi­ciencia, que no permite emerger en el fondo de la vida el don impredecible del Reino de Dios, ni permite re­conocerlo en el hermano descalificado por la ideología imperante. El fariseo, con su vieja justicia, impide re-

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152 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

cibir en su corazón y en la comunidad el don de la nueva justicia (Mt 5,20).

4. Porque ¿cómo controlar la iniciativa imprevisible de Dios? «El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene ni adonde va. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El viento inmanipulable en su origen y su tiempo, en su intensidad y trayectoria, es la imagen del Espíritu surgiendo desde el misterio con su oferta impredecible de vida nueva, como le explica Jesús a Nicodemo. No sólo la persona de Nicodemo puede nacer de nuevo (Jn 3,7), sino todo el sistema que él representa y que ahora dialoga con Jesús, como una verdadera oración que arriesga sus certezas en ese encuentro nocturno donde el sabio judío pregunta admirado al pobre galileo Jesús.

Orar es exponerse a esta libre fuerza que llega desde Dios con la suavidad de la brisa tenue (1 Re 19,12) o con la fuerza impetuosa del «viento recio» (Hch 2,2). De todas formas, orar es abrirse a una gratuidad a la que hay que dejar entrar en su llegada y a la que hay que seguir en su incalculable trayectoria de futuro, hasta donde quiera conducirnos en su designio de vida inédita.

5. La oración no es un proceso de eficacia automática, sino una relación perseverante a lo largo de «la noche», como el amigo que pide pan insistentemente a su amigo ante una necesidad inesperada (Le 11,7-10). La noche, sin lugar adonde ir a comprar pan, ante la llegada del huésped, es el símbolo de la falta de posibilidades, de puertas cerradas.

Pero el centro de la parábola no está en que es necesario cansar a Dios para obtener el pan de la hos­pitalidad, la respuesta a la necesidad imperante, sino en

LA ORACIÓN DEL REINO 153

una oración que persevera en medio de la noche. La constancia va vaciando la suficiencia personal en nues­tras habilidades para abrir la puerta de la gracia desde fuera, y va ensanchando el corazón para poder recibir lo que nos conviene y Dios nos quiere dar, pero que todavía no cabe dentro de nosotros.

Esta misma necesidad de «orar siempre y no de­sanimarse» (Le 18,1) aparece en la parábola de la viuda tenaz y del juez que «ni temía a Dios ni respetaba al hombre» (18,2). La viuda es el símbolo de los seres más desprotegidos en la sociedad judía, por su condición de viuda pobre y de mujer, en una situación donde la justicia corrompida no respetaba a los pequeños sin in­fluencia social ninguna. Si el juez acaba haciendo jus­ticia a la mujer, porque le «está amargando la vida» (18,4), «¿no hará justicia Dios a sus elegidos si ellos le gritan día y noche?» (18,7).

Orar desde la «noche», y orar desde la debilidad social de los pequeños y oprimidos, es necesario para ir recibiendo de Dios la gracia del Reino. «Noche» y «pequenez» tienen una resonancia insospechable en el corazón de los pobres. 6. La razón última de esta manera de orar, que pone toda la confianza en Dios, es la generosidad de Dios, que supera todos nuestros esquemas humanos de bondad (Le 11,11 -13). El punto de partida es precisamente nues­tra bondad limitada. Desde su «maldad» (11,13) los padres de este mundo «no dan a sus hijos una serpiente cuando les piden un pescado, ni un alacrán cuando les piden un huevo». Serpiente y alacrán son el símbolo del veneno en las relaciones humanas, y también del engaño a un ser inocente como el niño.

La bondad de Dios es insondable. Ciertamente «dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (11,13).

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154 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

El centro de nuestra oración es la acogida del Espíritu, que nos permite «nacer de nuevo», mirar toda la realidad con ojos nuevos y relacionarnos con ella entrando dentro del impulso transformador que nace en el corazón de Dios. Todas nuestras parciales peticiones y necesidades quedarán situadas dentro de este dinamismo del Espíritu.

7. Aunque toda palabra es insuficiente para expresar la realidad de Dios, Jesús nos enseñó a llamarle Padre, precisamente a partir de su propia experiencia de rela­ción, al sentirse el Hijo amado y escogido. Nos rela­cionamos con Dios como hijos, orientados por la ex­periencia y la enseñanza de Jesús (Mt 6,9).

Las grandes líneas de la vida del Reino que hemos podido seguir a lo largo de nuestra lectura de las pa­rábolas, aparecen concentradas en el Padre Nuestro (Mt 6,9-13). En la relación con el Padre es donde se articula dinámicamente la constelación parabólica de Jesús. El Padre es el origen inagotable del Reino: «Venga a no-sostros tu Reino» (6,10). Este Reino nos introduce en un dinamismo de «perdón» otorgado y recibido. Le pe­dimos hacer su «voluntad» de vida reconocida en el discernimiento. El «pan» para todos es el resumen de todos los bienes que necesitamos producir, en un desafío permanente a nuestra creatividad. Las «pruebas» ine­vitables en la fidelidad al Reino nos van a sacudir, a tentar. El «nombre de Dios» es santificado, tanto en la justicia nueva que entra en nuestro mundo como en las celebraciones explícitas en las que reconocemos su cer­cana trascendencia y su gloria.

A partir de nuestra imagen de la paternidad hu­mana, hemos llegado al punto central, al último fun­damento vivo e inagotable donde injertar nuestro pro­yecto y todas las dimensiones de nuestra persona, en

LA ORACIÓN DEL REINO 155

una relación que no tiene ni un segundo de ruptura por parte de Dios.

8. Es sorprendente cómo se puede experimentar a Dios como Padre de bondad y cercanía precisamente donde sobreviven con gran dificultad los despojados de tierra y de derechos, los marginados de la creación y de la historia. En medio de esta situación de despojo último, Jesús mismo hizo esta experiencia del Padre de bondad. No desde la abundancia y la seguridad, sino desde su solidaridad cercana con las vidas saqueadas.

En el encuentro con todas las marginalidades, Jesús siente al Padre como aliado suyo en la lucha contra las instituciones y personas que lanzaban a los pobres a las periferias.

En su insondable intimidad, Jesús percibe al Padre como bondad y cercanía, y acoge cada día el surgir del Reino que hace de su persona el ser más original que ha existido, atravesado de una novedad inagotable, y al mismo tiempo el ser más libre para desatarse de todas las ligaduras de su entorno y servir sin restricciones la novedad de Dios en la historia. Jesús está lleno del Espíritu en todas sus dimensiones, sin oscuridad de ley ni de costumbre. Jesús pretende conducir a cada uno de sus discípulos a este mismo centro de la relación con el Padre, desde donde él surge con su acción y su palabra, que escapan a los moldes estrechos del presente.

Esta relación es el centro último de toda la persona. En la intimidad de la puerta cerrada (Mt 6,6) se afirma la imagen del último punto de consistencia de la persona, sin el cual es imposible no dejarse invadir por «la ti-niebla», hundiéndose en su abismo.

En la contemplación de este misterio de la presencia activa de Dios en las periferias, existen unas posibili-

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156 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

dades de comunión con Dios que sólo acertamos a vis­lumbrar en la misma persona de Jesús. En el Padre origen, en el Hijo hermano y en el Espíritu oferta de lo nuevo y comunión, somos incorporados a la misma in­timidad de Dios, precisamente en los mismos tortuosos callejones donde crece el Reino, que es un horizonte sin final, como el mismo avanzar en la intimidad de Dios. Cada uno de nosotros somos únicos en esta relación y nos vamos haciendo libres y originales en el encuentro, con un puesto insustituible en su proyecto de vida.

«El Reino de Dios se parece a una india tejedora de tapices. Hasta sus manos hábiles van llegando todos los hilos diferentes en color y en cantidad. A todos los acoge sin desechar ninguno. En el diálogo de los hilos con los dedos de la tejedora, cada hilo va encontrando su lugar preciso para que el dibujo se complete y sea bello, con la pre­sión exacta para que el tejido sea consis­tente. Los dibujos van apareciendo nuevos, uno tras otro. Al principio parecen un error en el fondo blanco del tapiz, un hilo fuera de sitio, pero después se perfila un cóndor de alas desplegadas, una casa, un pastor. Sólo en el corazón creador de la india ya vive el secreto del dibujo final, que ahora se va relevando poco a poco, surgiendo de la habilidad de sus manos».

15 Rasgos de la experiencia

contemplativa de la historia

1. Experiencia integrada en la realidad

El encuentro con Dios se realiza en el centro de la realidad, asumiendo la historia, el cosmos donde se realiza y la persona como agente fundamental. En los tres aspectos de la realidad encontramos la misma acción de Dios que unifica toda la realidad en un mismo de­venir.

El cosmos aparece como regalo incesante creado por Dios, y también como tarea nuestra, pues tiene que ser transformado en un escenario plenamente dominado de las fuerzas naturales hostiles (Gn 1,26) y tiene que ser liberado de todas las fuerzas históricas que lo vio­lentan, del acaparamiento excluyente y de la avaricia que no repara en el daño ecológico para las generaciones futuras.

La persona está abierta al infinito en sus aspiracio­nes de justicia, bondad, belleza y encuentro personal sin límites... Dios es el horizonte de esta búsqueda, que él mismo alimenta desde el centro de la intimidad, donde se encuentra de tú a tú con cada uno de nosotros en una originalidad irrepetible.

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158 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

En la historia avanza el proyecto de Dios que atra­viesa toda la realidad. Cuando nos comprometemos con él, trabajamos con Dios, liberando juntos el presente y creando el futuro.

El Reino es la oferta que unifica cosmos, persona e historia. El que se entrega a su servicio se encuentra con el Dios del Reino en una experiencia que asume toda la realidad desde los más pequeños de este mundo.

La más insignificante criatura tiene un puesto en el corazón y en el proyecto de Jesús. De una manera especial, Jesús acoge a los seres más marginados, de los que no se espera nada bueno, los que no cuentan para nada. La moneda perdida entre la basura (Le 15, 8-10), el pobre Lázaro, al que sólo los perros parecen ver (Le 16,19-21), el asaltado al borde del camino (Le 10, 25-37), todos los descalificados (Mt 25,31-46), son colocados por Jesús en el centro de su anuncio del Reino. Al situar Jesús por su encarnación el centro de la historia en la periferia, toda la realidad se integra en un orden nuevo que desequilibra el mundo viejo de injusticia lla­mado a transformarse. La «buena noticia» interesa a toda la realidad.

2. Experiencia integradora de la persona

Sólo percibimos la realidad a través de nuestros sentidos, y respondemos a sus desafíos a través de nuestra cor­poralidad. La sensibilidad para percibir la realidad en su belleza y su dolor nos permite descubrir ahí la acción de Dios, dejándonos impactar afectivamente por su cer­canía a nosotros. Al mismo tiempo, tratamos de com­prender el mundo con sus mecanismos estructurales, y

RASGOS DE LA EXPERIENCIA CONTEMPLATIVA DE LA HISTORIA 159

la acción de Dios y su justicia. En nuestra fantasía crea­dora buscamos alternativas para encarnar efectivamente las ofertas de Dios.

Todo nuestro ser (cuerpo, afectividad, razón y fan­tasía) se unifica en la decisión de nuestra libertad, que concierta toda la persona en la respuesta al Señor; que no es sólo proyecto de trabajo, sino también encuentro en la presencia contemplativa. Proyecto y presencia se complementan mutuamente en la entrega plena a Dios y su Reino, en el seguimiento de Jesús. En el proyecto expresamos la contemplación, y en la contemplación recogemos el proyecto y le damos su verdadero sentido.

Cuando tomamos una decisión, lo hacemos como respuesta a una gracia, a una posibilidad que Dios nos ofrece en el respeto a todo lo que somos cada uno de nosotros, con nuestras heridas y recursos, sin ser des­garrados por utopías imposibles ni quedar estancados en la parálisis de nuestros límites.

Esta experiencia es fundamental en el fondo de la sociedad, donde pesan con toda fuerza los mecanismos desintegradores de la sociedad, que nos dificultan el compromiso o rompen a los comprometidos por las fi­suras de su fragilidad personal.

El lenguaje simbólico expresa esta integración de toda la persona en la experiencia. No sólo integra el cuerpo con sus sentidos, la afectividad y la razón, sino que resuena en dimensiones muy profundas, inaccesi­bles a la consciencia. Este lenguaje simbólico nunca se cierra sobre sí mismo como el cofre de un avaro, o sobre lo ya conocido, sino que abre a toda la persona hacia las posibilidades insospechadas del futuro de Dios. Al mismo tiempo, es humilde, nunca lo dice todo. Es ina­gotable, porque siempre nos reenvía más lejos. Lo sim-

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160 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

bólico llega como gracia que nos unifica, contra lo dia­bólico que nos rompe y nos dispersa.

Jesús vivió con toda su persona unificada en la entrega al Reino, de tal manera que en él encontramos, sin sombra ninguna, la palabra de Dios hecha carne, la «parábola de Dios» en su capacidad de sugerencia ina­gotable.

Por eso pide Jesús a sus discípulos que lo dejen «todo» para seguirlo. No se puede interrumpir la nitidez de esta opción con dinamismos que dispersan a la per­sona en otras direcciones.

El que se entrega al Reino lo deja todo, como los discípulos (Me 10,28); lo vende todo, como el que en­contró el tesoro y la perla (Mt 13,44-46). Jesús se lo dice con claridad al joven rico (Me 10,21) y a todo el que quiera seguirlo. «El que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser discípulo» de Jesús (Le 14,33). In­cluso las relaciones familiares más íntimas, de esposos, hijos y hermanos (Le 14,26), no pueden estar por encima del seguimiento. Ni el propio yo puede constituirse como centro (Le 14,26).

Toda la persona se integra en el encuentro con Jesús y se unifica contra toda fuerza desgarrante, porque ha sido gratuitamente alcanzada por la vitalidad del Reino. Esta integración, que deja atrás todo lo viejo, asusta a los instalados de este mundo, que han pretendido «rea­lizarse» en la acumulación y la competencia fratricida.

3. Experiencia trinitaria

El Jesús histórico, encontrado en las periferias del mun­do, es la expresión definitiva e insuperable de Dios. Toda su existencia es el anuncio de la buena noticia de

RASGOS DE LA EXPERIENCIA CONTEMPLATIVA DE LA HISTORIA 161

la gracia como realidad última. Su persona está centrada en el servicio a Dios y su Reino.

Por eso mismo, Jesús nos remite al origen de su existencia y del Reino al que sirve. El Padre de bondad lo ha enviado y vive con él una relación permanente, sin ruptura alguna. De ahí nace constantemente la ori­ginalidad y libertad de toda su vida. Contempla la rea­lidad para descubrir lo que el Padre crea y unirse a su acción (Jn 5,19-20), sacando a la luz su proyecto. Jesús se experimenta como el Hijo muy amado, el elegido.

Jesús nos introduce en esta relación con Dios que él vive, nos enseña a llamar a Dios «Padre», y a pedirle que nos envíe su Reino (Mt 6,10), para poder acogerlo y crear la tierra nueva fraterna.

En Jesús reside la plenitud del Espíritu (Le 3,22). Jesús resucitado nos lo envía para que nos conduzca a la verdad plena (Jn 16,13), como sucedió en la primera comunidad que surgió la mañana de Pentecostés, en un pequeño grupo descalificado desde el fondo de la so­ciedad judía.

También hoy, las comunidades y personas que se entregan al Reino desde los pobres sólo son imaginables desde la fuerza del Espíritu entre nosotros, que resucita las palabras del Jesús de la historia y nos permite pro­seguir su causa.

El Padre, origen del Reino, trabaja también como el labrador (Jn 15,1) y, como dueño de la tierra, envía obreros a su cosecha (Mt 10,37). Y el Espíritu llega hasta nosotros para hacernos nacer de nuevo más allá de lo que comprendemos. Es como «el viento, que sopla donde quiere y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene ni adonde va» (Jn 3,8). Desde su impredecible

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162 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

libertad, nos hace las ofertas que nos rehacen al entre­garnos a la fuerza del Reino, que nos llega siempre como la «buena noticia» de Jesús.

4. Experiencia comunitaria

La experiencia de Dios vivida en el compromiso por el Reino tiene una dimensión comunitaria. Jesús no anun­cia el Reino desde una distante soledad sacral, sino desde una comunidad de hombres comunes del pueblo.

En esta experiencia existe una dimensión profética que, desde una sensibilidad evangélica, denuncia la dis­tancia que hay entre lo real y lo prometido por Jesús, lo que vivimos y lo posible. También anuncia, en el discernimiento de los signos de la historia, lo nuevo que Dios nos ofrece en cada situación concreta.

La profecía sola se extinguiría como un grito de náufrago en el océano de la injusticia si no tuviera el cuerpo eclesial, con su dimensión pastoral. Los pastores están llamados a unir la comunidad y a organizaría para un amor fuerte y eficaz que luche con realismo, paso a paso, por la nueva justicia del Reino. La creatividad se hace operativa y se inserta en la trama de la historia por el trabajo paciente de los pastores.

Dentro del cuerpo eclesial, es necesario encontrar la manera de que las dimensiones profética y pastoral se integren en cada persona concreta, hasta los detalles más mínimos, respetando su originalidad. Cada persona y cada detalle son importantes, con un puesto en el corazón de Dios y en su proyecto. Sin esta dimensión sapiencial, más contemplativa y remansada, quedarían atropelladas las personas con su propia trayectoria única

RASGOS DE LA EXPERIENCIA CONTEMPLATIVA DE LA HISTORIA 1 6 3

de luces y de sombras, sin respetar el aporte específico de cada una y el ritmo de su propio crecimiento.

En el camino recorrido se percibe ya la presencia de lo definitivo, la vida que salta hasta la eternidad, más honda que las limitaciones personales y los fracasos históricos. Esta trascendencia, como presencia activa de Dios en la historia, infinitamente más honda de lo que podemos imaginar o formular, la reconocemos y la ce­lebramos entrando gozosos en su misterio cercano. Tan­to en los ritos oficiales como en las mil liturgias de cada día, donde anticipamos el triunfo definitivo del Reino, vivimos una dimensión sacerdotal.

En cada una de estas dimensiones aflora, con ma­tices diferentes de un proceso, la verdad última de la historia, el compromiso de Dios con nosotros. En cada paso hacia adelante construyendo el Reino, se nos revela también un rasgo nuevo del rostro de Dios.

Cada una de estas dimensiones tiene dentro de la comunidad eclesial su aporte insustituible y su tentación inevitable. Unas se salvan a otras no permitiendo que se encierren en sí mismas. Todas son necesarias, pero no todas se viven con el mismo acento. Así nacen entre nosotros los profetas, los pastores, los sacerdotes y los sabios, como carismas complementarios dentro del pue­blo de Dios en marcha, según la manera específica en que cada cual experimenta su relación con Dios.

En Jesús, estas dimensiones aparecen integradas en su persona y en su lenguaje. Su palabra profética de­nuncia el sistema judío («sepulcros blanqueados», «raza de víboras»...: Mt 23,1-36), y anuncia el reinado de Dios como liberación de demonios y cegueras.

Cuida como buen pastor (Jn 10,2) a cada persona de la comunidad y va formando a sus discípulos con

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164 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

especial esmero (Me 4,34). Tiene sus propias estrate­gias: habla o se esconde, recorre Galilea o se encamina hacia Jerusalén.

Jesús sabe enfrentar con realismo las situaciones de cada día, contaminadas con su malicia propia (Mt 6,34), sin dejarse abrumar, y exhorta, con la sabiduría de su experiencia, a sacar la viga del ojo propio para ver la mota de polvo en el ajeno (Mt 7,35). Con muchas pequeñas comparaciones y sentencias lapidarias, enseña la coherencia personal para moverse en las mil encru­cijadas de cada día.

La celebración adquiere formas más nuevas que las estereotipadas en los ayunos rituales (Me 2,18). Festines populares en bodas y mesas de pecadores preceden al banquete de la última cena, anuncio definitivo del final festivo de la historia.

5. Experiencia sacramental

Jesús es el sacramento de Dios en la historia; y el pobre, su sacramento privilegiado, con el que Jesús se identi­fica. En este encuentro sacramental, Dios nos propone algo y espera nuestra respuesta.

Cuando se ha encontrado a Dios en la contempla­ción del cosmos, del otro y de la propia intimidad dentro del proyecto del Reino, cada rincón se puede transformar en sacramento de la presencia activa de Dios. El mundo es un templo, y cada acción es parte de una liturgia viva.

Más allá de su bondad concreta, toda creatura nos remite a la dimensión última de la realidad, taladrada la corteza superficial por la mirada contemplativa, y despertadas las fuerzas del Reino por la acción com-

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prometida que abandona la rutina como un cascarón vacío.

Los objetos, colores, seres y acciones de cada día aparecen iluminados desde dentro, como signos que nos orientan hacia el más allá definitivo del Reino, que ya está parcialmente presente transfigurando y desbordando la realidad. Estos signos se convierten en alimento de cada jornada, fertilidad para la fantasía creadora y ple­nitud ya comenzada de un corazón hecho para el en­cuentro absoluto.

Hablar sobre Dios conlleva un vocabulario de ob­jetos concretos, de rincones conocidos, de rostros con nombre y apellido, de aromas y colores que pode­mos encontrar cada día en el ir y venir contemplativo por los callejones estrechos del compromiso que crea la vida.

Para encontrar a Dios y anunciarlo hay que desvelar cada centímetro de la realidad donde el Dios discreto, que esconde su trascendencia, nos permite vivir e irnos haciendo ante su mirada y la cercanía de su aliento. Dios es el Señor de la justa cercanía, sin tanta luz que nos ciegue y nos aturda, ni tanta distancia que nos perdamos en el desconcierto desolado.

Jesús descubre el Reino asomándose a las reali­dades que encuentra a su paso, sin dejarse programar por la enseñanza oficial, que concentraba la mirada re­ligiosa en el templo, en las filacterias, en las profesiones puras, en los diezmos minuciosos... Los pájaros y las flores del campo (Mt 6,28), la mano con fiebre de la suegra de Simón (Me 1,31), el rostro desencajado del hombre poseído por una legión (Me 5,1-10), la alegría de un parto feliz (Jn 16,21), las nubes y el bochorno (Le 12,54-55), se van convirtiendo para la mirada con-

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166 SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA

templativa de Jesús en sacramentos del Reino. El Padre le propone la vida nueva, que desborda todos los es­quemas conocidos. Jesús, con su compromiso, le ayuda a nacer (Jn 5,19). Este estreno del Reino se moverá por las sinagogas y las calles (Jn 5,9-10) como una propuesta de vida insospechada. Pero los dirigentes judíos sólo verán provocación en estos signos, porque llegan en personas descalificadas, en días prohibidos, en acciones que no cabían en sus proyectos estrechos, emergiendo desde las periferias religiosas y sociales.

6. Experiencia de gratuidad

La experiencia de Dios en la historia está atravesada por la gratuidad. Busca la eficacia histórica del amor, pero no se detiene ahí, sino que profundiza hasta sus últimas raíces y consecuencias. El grano de trigo que muere (Jn 12,29) para dar vida expresa esta experiencia.

El origen de todo el proceso está en la gracia, un don del Señor de la historia que pone cada segundo en camino su proyecto en medio de nosotros, y que nos invita desde el centro de nuestra persona a colaborar con él.

Más allá de cualquier intento de inversión calcu­lable, ofrecemos la vida gratis a Dios y su Reino. La inversión espera rendimientos constatables y pasa fac­tura a los demás por los servicios prestados. Pueden ser facturas efectivas, de reconocimiento institucional, de lealtades, de remuneración económica... No somos los dueños del misterio del Reino, y estamos abocados a perder nuestra vida, tanto en el servicio activo como en el reposo contemplativo, dos dimensiones de la misma entrega sin reserva ninguna.

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Esta experiencia no se vive en la sequedad desa­brida, sino saboreando un sentido que gratifica ya ahora, aunque el proyecto del Reino esté sólo en camino, y la presencia del Señor aparezca velada por nuestra con­dición de peregrinos.

El agradecimiento al Señor es la respuesta afectiva en la que se expresa el sentirse asociado por Dios a su proyecto, sin dejarse disolver en los vaivenes superfi­ciales de tantos caminos que terminan en la vaciedad y el absurdo.

La eficacia histórica se busca con determinación firme y organizada. A veces se consigue, a veces no. El poder tiene mecanismos muy fuertes para desbaratar y destruir. La «noche» de la historia es un paso prác­ticamente inevitable para el servidor.

Por otro lado, las pequeñas eficacias y las certezas adquiridas tienen que abrirse incesantemente a la tras­cendencia, que no nos deja apresar nada ni cobijarnos en nidos bien seguros. Para no quedar tarde o temprano nosotros mismos presos de lo que hemos cosechado, debemos dejar que germine el futuro inédito en lo que ya hemos recogido.

La gratuidad es el resumen de todo este proceso —gracia, gratis, gratificación, agradecimiento— que nos permite entrar en la insondable generosidad con la que Dios derrocha la vida para nosotros. Más allá de cualquier contabilidad, la vida se entrega de tú a tú al Señor de la historia, en medio de su pueblo, uniéndose a su propia gratuidad infinita.

En definitiva, la vida no es para ser invertida, sino regalada. Paradójicamente, sólo en la gratuidad se hace lo suficientemente libre para ser eficaz.

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Para Jesús, el Reino tiene su origen en el Padre, como expresión de su amor gratuito por nosotros. Nos enseña a pedirlo: «Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6, 8-9). Pedirlo supone apertura para acogerlo. Cuando se experimenta su llegada sorpresiva, provoca la alegría y el agradecimiento: «Yo te doy gracias, Padre» (Le 10,21). Pero, más allá de toda experiencia de eficacia, queda la alegría pura del servicio (Jn 13,17), de la per­secución por el Reino (Mt 5,11 -12) y de saber que nues­tros nombres están tatuados en la palma de la mano de Dios (Is 49,16; Le 10,20). En todas estas experiencias, limitadas por la historia, ya se percibe el sabor definitivo de la plenitud del Reino. El Señor, es realmente nuestro servidor en la historia (Le 10,37). Sólo el que lo ha gustado puede entregarse al servicio gratuitamente como él (Le 1,48), y la experiencia de la propia pequenez no se vuelve una constatación paralizante (Le 17,10) que nos haga temerosos y mezquinos, sino agradecidos y felices (Le 1,47).

7. Experiencia de una nueva sensibilidad contemplativa

Vivimos en una sociedad que trata de adueñarse de nues­tra mirada para hacernos cautivos de su interés. Cuando hablamos de mirada, nos fijamos en uno de los sentidos, pero estamos haciendo referencia a todos nuestros sen­tidos, a nuestra sensibilidad completa, como la dimen­sión corporal que nos pone en relación inmediata con la realidad, tanto para percibirla como para reaccionar ante ella.

Nuestro reto consiste en tener una sensibilidad nue­va, que no resbale sobre la superficie y pueda percibir

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la dimensión última que sólo se revela a la mirada con­templativa como don de Dios.

Cuando nos comprometemos por el Reino de Dios, nos sumergimos en un dinamismo de vida definitiva que atraviesa toda realidad, que entra dentro de nosotros a través de nuestros sentidos. Miramos los signos del Rei­no (Mt 9,8) y escuchamos el rumor de lo definitivo en los cantos de los justos (Ap 8,9-12). Hasta nuestra piel llega la brisa en la que percibimos el paso del absoluto (1 Re 19,12). Saboreamos con nuestro paladar el gusto de un nuevo sentido de la realidad (Mt 6,33).

Para formar esta sensibilidad nueva es absoluta­mente indispensable la contemplación del Jesús histó­rico. Al entrar en cada una de las situaciones de su vida, nos acercamos a su misterio por el camino que admi­rablemente expresó San Juan:

«Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras ma­nos... os lo anunciamos ahora» (1 Jn 1, 1-3).

En Jesús, todo se nos ha dicho, pero no todo lo hemos percibido a través de nuestros sentidos para que nos revele su misterio. Jesús es la palabra inagotable del Padre que debemos contemplar desde situaciones nue­vas. El Espíritu nos llevará a la verdad plena (Jn 16,13) sobre Jesús, para iluminarnos en nuestras coyunturas presentes.

Al revelarse Jesús encarnado en una vida de hombre pobre, es necesario contemplarlo desde el pobre, que es la «gramática» para entender las situaciones parecidas de Jesús: opresión, pobreza, descalificación social, atro-

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pello legal... son situaciones comunes al pobre y a Jesús. Ése es el «vocabulario» de Dios para comunicarse con nosotros en Jesús.

Pero, además, Jesús se identifica con el pobre de hoy. En él padece y desde él nos ofrece los signos nuevos del Reino, burlando una vez más las miradas dirigidas hacia los centros que están arriba y los controles de los dirigentes de este mundo, que quieren ser los dueños del futuro.

Si tenemos que contemplar a Jesús desde el pobre, tenemos que contemplar al pobre desde Jesús para des­cubrir hoy en él los signos del Reino.

Como no sólo contemplamos en la intimidad, sino también en la acción, toda nuestra persona va sumer­giéndose por el compromiso en la vida del Reino, y nuestra sensibilidad se va afinando para percibir y acoger el paso de Dios en medio de la contaminación y las trampas que nos encubren su presencia.

Los signos y parábolas son el mejor leguaje para recoger de alguna manera esta experiencia, que desborda nuestros conceptos y resuena en las dimensiones más hondas de nuestra intimidad.

En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, el ejercitante va avanzando hasta el «aborrecimiento» del pecado, del desorden y de los valores mundanos (EE.EE. 63), es decir, hasta el rechazo casi instintivo de nuestra sensibilidad ante las concreciones históricas del pecado, que tan atractivo se nos exhibe en su fachada publicitaria.

Por otro lado, en la contemplación del Jesús his­tórico, el ejercitante llega a «gustar... la infinita sua­vidad y dulzura de la divinidad» (EE.EE. 124), en medio

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de las realidades duras de la vida de Jesús y de la si­tuación parecida de los pobres de hoy, donde Jesús está «nuevamente encarnado» (EE.EE. 109) y nuevamente nacido (EE.EE. 117).

Respondemos a la realidad según la percibimos con nuestra sensibilidad. Si sólo percibimos saqueo y muerte en el revés de la historia, toda nuestra persona se crispará a la defensiva, o sólo dejaremos entrar dentro de no­sotros las fuerzas demoledoras de la injusticia y la des­trucción masiva de los inocentes. Y estas fuerzas ca­minarán dentro de nuestra intimidad, con el peligro de desintegrarnos. Pero, si nuestra sensibilidad capta de manera plena la presencia activa del Señor de la historia, entonces también su proyecto nos llenará de fuerza y sentido, y su presencia llenará las dimensiones últimas de nuestra soledad original. Sólo desde esta experiencia se puede encontrar la consistencia que llega desde la gratuidad de Dios para entregar nuestra vida gratis en el servicio a los últimos de este mundo. Entonces po­demos decir que una nueva sensibilidad ha nacido en nosotros, en nuestros ojos y nuestra piel, liberada—por la contemplación de Jesús y del pobre— tanto de las superficialidades seductoras y brillantes como de la opresión paralizante y creciente.

Tal vez hacia esta experiencia contemplativa nos conduce la experiencia culmen de la vida de Ignacio de Loyola junto al pequeño río Cardoner. Dice él mismo en su «Autobiografía» que fue favorecido «con una ilus­tración tan grande que le parecían todas las cosas nue­vas» (Autobiografía, 30). Para Ignacio será la gracia más importante de su vida. A esta intuición originante volverá a buscar «lo nuevo» en los momentos de en­crucijada de su vida. «Le parecían todas las cosas nue-

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vas...; le parecía como si fuese otro hombre». «Co­menzó a ver con otros ojos todas las cosas» (Laínez).

Las cosas seguían siendo las mismas en su entorno. Pero ahora veía una dimensión de la realidad que antes nunca había percibido. Primero, Ignacio había mirado la vida desde las escuelas ascendentes de la sociedad en las que había sido educado (en Loyola; entre la nobleza que rodeaba al Contador Mayor del Rey, en Arévalo; en la casa del duque de Nájera). Ahora, al final de su descenso por las rutas marginales de la sociedad, men­digo y amigo de los pobres y enfermos del hospital de Manresa, en el límite de su resistencia física y psico­lógica, Dios le concedió unos «ojos nuevos». Desde esta nueva situación de marginalidad, el Señor le regaló una mirada capaz de superar la superficie de la realidad. Todo se reestructuró de manera diferente dentro de sí, y nació «otro hombre», apostólico, al servicio activo del proyecto de Dios en la historia, un hombre que «comenzó a ver con otros ojos todas las cosas».

Colección EL POZO DE SIQUEM

1.—Dorothee Sólle VIAJE DE IDA Experiencia religiosa e identidad humana 160 páqs

2.—Rudolf Schnackenburg OBSERVAR LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS Sobre el Adviento y la Esperanza 80 págs.

3.—José Comblin JESÚS DE NAZARET Meditación sobre la vida y acción humana de Jesús 4.a ed. 108 págs.

4.—Ernesto Balducci LA NUEVA IDENTIDAD CRISTIANA Meditación sobre la fe 180 págs.

5.—José Comblin EL ENVIADO DEL PADRE Jesús en el Evangelio de Juan 104 págs.

6.—José Comblin LA ORACIÓN DE JESÚS Asumir la densidad del mundo desde Dios 96 págs.

7.—Helmuth Thielicke EL SENTIDO DE SER CRISTIANO Invitación al tiempo y a la esperanza 176 págs.

8.—José Vives EXAMEN DE AMOR Lectura de San Juan de la Cruz 216 págs.

9—J. B. Metz-Karl Rahner INVITACIÓN A LA ORACIÓN Solidaridad en el dolor y el compromiso 104 págs

10.—Christa Meves UN SENTIDO PARA LA VIDA La respuesta bíblica desde la psicología profunda 200 págs.

11.—Shusaku Endo J E S U S 212 págs.

12.—Jean Vanler NO TEMAS AMAR 3.a ed. 134 págs.

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13.—Hugo-M. Enomiya-Lassalle ¿A DONDE VA EL HOMBRE? 144 págs.

14— Willfrid Stinissen MEDITACIÓN CRISTIANA PROFUNDA 216 págs.

15.—Anthony de Mello EL CANTO DEL PAJARO 18.a ed. 216 págs.

16.—Antonio López Baeza POEMAS PARA LA UTOPIA 3.a ed. 160 págs.

17.—H. J. Rahm - M.a J. R. Lamego VIVIR LA TERCERA EDAD EN LA ALEGRÍA DEL ESPÍRITU 2.a ed. 180 págs

18.—Pedro Casaldáliga FUEGO Y CENIZA AL VIENTO Antología Espiritual 96 págs

19.—Anthony de Mello EL MANANTIAL Ejercicios Espirituales 8.a ed. 288 págs

20.—Jean Debruynne EUCARISTÍA ¡Gracias, Señor, gracias! 136 págs

21.—Donald P. McNeíll / Douglas A. Morrison / Henri J. M. Nouwen COMPASIÓN Reflexión sobre la vida cristiana 200 págs

22.—Anthony de Mello ¿QUIEN PUEDE HACER QUE AMANEZCA? 7.a ed. 248 págs

23.—Dom Helder Cámara EL EVANGELIO CON DOM HELDER 2.a ed. 192 págs

24.—Teófilo Cabestrero ORAR LA VIDA EN TIEMPOS SOMBRÍOS 128 págs

25.—Antonio López Baeza CANCIONES DEL HOMBRE NUEVO 2.a ed. 168 págs

26.—Giuseppe Florio LA PALABRA DE DIOS, ESCUELA DE ORACIÓN 152 págs

27 —Pedro Casaldáliga EL TIEMPO Y LA ESPERA Poemas inéditos 126 págs

28.—Carlos G. Valles DEJAR A DIOS SER DIOS Imágenes de la divinidad 5.a ed. 192 págs

29.—Néstor Jaén HACIA UNA ESPIRITUALIDAD DE LA LIBERACIÓN 184 págs.

30.—Teófilo Cabestrero SABOR A EVANGELIO 184 págs.

31.—Anthony de Mello LA ORACIÓN DE LA RANA-1 7.a ed. 296 págs.

32.—Benjamín González Buelta BAJAR AL ENCUENTRO DE DIOS 2.a ed. 104 págs.

33.—Carlos G. Valles POR LA FE A LA JUSTICIA 3.a ed. 216 págs.

34.—Piet Van Breemen EL NOS AMO PRIMERO 2.a ed. 208 págs.

35.—Anthony de Mello LA ORACIÓN DE LA RANA-2 6.a ed. 264 págs.

36.—Carlos G. Valles BUSCO TU ROSTRO Orar los Salmos 7.a ed. 272 págs.

37.—Cario María Martini LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO Meditaciones a jóvenes 120 págs.

38.—Jean Laplace EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA 192 págs.

39.—Benjamín González Buelta LA TRANSPARENCIA DEL BARRO 144 págs.

40.—Louis Évely CADA DÍA ES UN ALBA 2.a ed. 208 págs.

4 1 — Carlos G. Valles GUSTAD Y VED Dones y frutos del Espíritu 3.a ed. 184 págs.

42.—Louis Évely TU ME HACES SER 2.a ed. 168 págs.

43.—Antonio Cano / Joaquín Suárez DIOS RÍE Exhortación al contento y la alegría 2.a ed. 128 págs.

44—Carlos G. Valles «AL ANDAR SE HACE CAMINO» El arte de vivir el presente 3.a ed. 248 págs.

45.—Luis Alonso Schókel ESPERANZA Meditaciones bíblicas para la Tercera Edad 2.a ed. 312 págs.

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46.—Anthony de Mello CONTACTO CON DIOS Charlas de Ejercicios 3.a ed. 240 págs

47.—Luis Alonso Schókel MENSAJES DE PROFETAS Meditaciones bíblicas 184 págs

48.—Stan Rougier PORQUE EL AMOR VIENE DE DIOS 152 págs

49.—Anthony de Mello UNA LLAMADA AL AMOR Consciencia-libertad-felicidad 5.a ed. 136 págs

50.—Carlos G. Valles SALIÓ EL SEMBRADOR 2.a ed. 200 págs

51.—Louis Évely LOS CAMINOS DE MI FE 128 págs

52.—Jesús Almón Iglesias EL VUELCO DEL ESPÍRITU 272 págs

53.—Antonio Cano Moya LAS OTRAS HORAS 144 págs

54.—Piet van Breemen COMO PAN QUE SE PARTE 192 págs

55.—Benjamín González Buelta SIGNOS Y PARÁBOLAS PARA CONTEMPLAR LA HISTORIA 176 págs

EDITORIAL SAL TERRAE Guevara, 20 - Santander