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Página 1 de 14, clase V de Historia de la Iglesia en México LaMond Tullis 3 de marzo, 2014 Versión de la lección #5 Serie Historia de la Iglesia en México Aprobada por la Presidencia de Área. 1: Las tribulaciones de los santos de México durante la Revolución Como lo sabe cada mexicano, la Revolución de 1910-1920 fue un evento aterrador en la historia del país, un acontecimiento casi inevitable dado la estructura rígida de la sociedad en aquel entonces y el régimen de explotación cada vez más duro en manos del porfiriato (Porfirio Díaz y los científicos). Fue un conflicto fratricida de tal magnitud que los historiadores lo califi-caron como una “guerra civil”, una que duró diez años y costó alrededor de un millón de vidas perdidas en batallas, epidemias, hambrunas y privaciones de todo tipo. Como si eso fuera poco, se abrió de nuevo con la guerra cristera (1926-29), un conflicto entre campesinos católicos y sus cleros y el gobierno secular si no claramente anti-católico de Plutarco Elías Calles (1924-28). Algunos de los afectados en estos conflictos eran miembros de la Iglesia quienes fueron bateados de un lugar a otro hasta perder no solamente sus casas y bienes sino también, algunos de ellos, hasta sus vidas. Los miembros estaban esparcidos en pueblos y villas en la parte central de México y en sus varias colo- nias norteñas en Chihuahua y Sonora. Durante la Revo- lución, los disturbios civiles y conflictos armados se desplazaban de localidad en localidad, afectando even- tualmente a todos los miembros de la Iglesia en México, irrumpiendo en sus hogares y familias con el resultado final de que los santos angloamericanos en Chihuahua y Sonora fueran expulsados del país y los de raíces autóc- tonas del centro, suprimidos y atormentados. Aunque los santos del norte estaban de acuerdo con el porfiriato en lo referente a la anarquía paulatina que se desarrollaba, porque temían que entre las masas mexicanas había personas que les quitaran sus tierras y hogares, discrepaban con Díaz y sus partidarios en lo referente al lugar que les daban a los indígenas, a quie- nes los santos llamaban lamanitas, en la sociedad Mexi- cana. Mientras la mayoría de los científicos estaba de 1908: Porfirio Díaz con su equipo de consejeros tecnocráticos conocido como “los científicos”. Ubicados en el “positivismo” del filósofo francés Auguste Comte, aplicaron métodos científicos, especialmente aquellos de las ciencias sociales, para resolver problemas de finanzas, industriali- zación y educación. A pesar de sus logros en la economía, se olvidaron de las luchas sociales de la gente común que, después de que los científi- cos centralizaron la mayor parte de la riqueza y el poder en manos de una elite muy cerrada, se levantó para derrocarlos. Fotografía cortesía de: culturacolectiva.com

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LaMond Tullis 3 de marzo, 2014 Versión de la lección #5

Serie Historia de la Iglesia en México Aprobada por la Presidencia de Área.

1: Las tribulaciones de los santos de México

durante la Revolución

Como lo sabe cada mexicano, la Revolución de 1910-1920 fue un evento aterrador en lahistoria del país, un acontecimiento casi inevitable dado la estructura rígida de la sociedad en aquel entonces y el régimen de explotación cada vez más duro en manos del porfiriato (Porfirio Díaz y los científicos). Fue un conflicto fratricida de tal magnitud que los historiadores lo califi-caron como una “guerra civil”, una que duró diez años y costó alrededor de un millón de vidas perdidas en batallas, epidemias, hambrunas y privaciones de todo tipo. Como si eso fuera poco, se abrió de nuevo con la guerra cristera (1926-29), un conflicto entre campesinos católicos y sus cleros y el gobierno secular si no claramente anti-católico de Plutarco Elías Calles (1924-28). Algunos de los afectados en estos conflictos eran miembros de la Iglesia quienes fueron bateados de un lugar a otro hasta perder no solamente sus casas y bienes sino también, algunos de ellos, hasta sus vidas.

Los miembros estaban esparcidos en pueblos y villas en la parte central de México y en sus varias colo-nias norteñas en Chihuahua y Sonora. Durante la Revo-lución, los disturbios civiles y conflictos armados se desplazaban de localidad en localidad, afectando even-tualmente a todos los miembros de la Iglesia en México, irrumpiendo en sus hogares y familias con el resultado final de que los santos angloamericanos en Chihuahua y Sonora fueran expulsados del país y los de raíces autóc-tonas del centro, suprimidos y atormentados.

Aunque los santos del norte estaban de acuerdo con el porfiriato en lo referente a la anarquía paulatina que se desarrollaba, porque temían que entre las masas mexicanas había personas que les quitaran sus tierras y hogares, discrepaban con Díaz y sus partidarios en lo referente al lugar que les daban a los indígenas, a quie-nes los santos llamaban lamanitas, en la sociedad Mexi-cana. Mientras la mayoría de los científicos estaba de

1908: Porfirio Díaz con su equipo de consejeros tecnocráticos conocido como “los científicos”. Ubicados en el “positivismo” del filósofo francés Auguste Comte, aplicaron métodos científicos, especialmente aquellos de las ciencias sociales, para resolver problemas de finanzas, industriali-zación y educación. A pesar de sus logros en la economía, se olvidaron de las luchas sociales de la gente común que, después de que los científi-cos centralizaron la mayor parte de la riqueza y el poder en manos de una elite muy cerrada, se levantó para derrocarlos.

Fotografía cortesía de: culturacolectiva.com

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acuerdo con Díaz en que “el futuro de México depende del hombre blanco” y que los indígenas eran útiles sólo como cargadores, los miembros de la Iglesia, en todos los frentes, pensaban lo contrario. Éstos habían intentado por más de medio siglo extenderles a los lamanitas las prome-sas contenidas en el sagrado texto del Libro de Mormón.

Inicialmente, los santos en el norte y el centro del país no estaban involucrados en la Re-volución. Más de cuatro mil mormones de origen angloamericano vivían en las colonias del nor-te del país, y más de mil seiscientos miembros de raíces autóctonas mexicanas vivían en la parte central. Los líderes de la Iglesia instruían a todos ellos a permanecer visiblemente neutrales du-rante la Revolución. Sin embargo, las tropas federales como las varias bandas revolucionarias tanto en el sur como en el norte irrumpieron las ramas y colonias, mutilando, apresando, tortu-rando y matando a algunos de los miembros. En el norte, la Iglesia perdió tierras e inversiones y algunos miembros, hasta sus vidas. En el centro de México, miembros fueron desposeídos de casas y bienes y algunos hechos prisioneros y fusilados, y nuevamente los misioneros fueron obligados a abandonar sus bien atendidos rebaños, quedando ellos solos para enfrentar los emba-tes de la Revolución.

Los santos en las colonias del norte

A mediados de 1912 la Revolución llegó a las colonias. Díaz y Dublán fueron saqueadas y quemadas y casi todos los habitantes de éstas y las demás colonias mormonas en Chihuahua y Sonora, inclusive la Juárez, que dichosamente no fue destruida, abandonaron el país y huyeron a los Estados Unidos para estar a salvo. Lamenta-blemente, antes de que pudieran escapar, unos nueve miembros perdieron sus vidas a manos de los revolucionarios o de los federales.

Pocas horas antes de la huida, los hom-bres Santos de los Últimos Días se encontraban acomodando a cientos de sus mujeres y niños en vagones del Ferrocarril Central Mexicano para su evacuación a El Paso, Texas. Arreando a cuanto ganado podían, los hombres siguieron a caballo. El éxodo de las colonias de las montañas a Arizona y Nuevo México se realizó mediante carruajes.

Durante el saqueo de la Colonia Morelos, el 11 de septiembre de 1912, el general José Inés Salazar, originario de Casas Grandes, Chihuahua, y partidario de la banda Orozquista, se dirigió a sus conciudadanos y por órdenes de él mismo, a santos reunidos contra su voluntad. Su discurso, relatado por Moroni Fenn, uno de varios mormones cautivos y obligados a transportar pertrechos para las tropas de Salazar, ilustra bien el sentimiento xenófobo de la época. El general Salazar consideraba al presidente de Estados Unidos, Howard Taft ser un “vil perro” a la cabeza de un país que alevosamente había despojado a México de los extensos territorios de Arizona y Nuevo México, sin mencionar Texas. Como compensación, Salazar anunció que los ejércitos del nuevo gobierno de México “expulsarían a todos los americanos de México.” México habría de ser para los mexicanos y de ninguna otra nacionalidad cuya bandera portara las palabras explota-ción y desolación escritas a lo largo de ellas y no los colores nacionales. El general Salazar tenía

1912: Con los Ferrocarriles Nacionales de México aún fun-cionando en Chihuahua, las mujeres y niños de los colonos mormones huyen a El Paso, Texas.

Fotografía cortesía de: www.historyofmormonism.com

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un fuerte resentimiento en contra de los extranjeros, y no era el único. Es de entender que des-pués, en 1914, algunos santos se regocijaron cuando el ejército americano bajo las órdenes del general John “Blackjack” Pershing, quien había hecho su campamento en Dublán, capturó a Sa-lazar y lo mantuvo cautivo en Fort Bliss en El Paso, Texas.

A pesar de las frases mal intencionadas de Salazar, muchos mexicanos en Chihuahua, especialmente los que vivían cerca de la Colonia Juárez, respetaban a los mormones. Aunque la Revolución prácticamente había destruido la Colonia Díaz y las colonias serranas de los santos, la Colonia Juárez estaba prácticamente intacta, en parte debido a que los mexicanos locales ha-bían cuidado las propiedades mientras que los dueños estuvieron ausentes. Cuando algunos de los colonos regresaron a la Colonia Juárez, se encontraron con que los mexicanos habían cuidado sus posesiones. Los mormones en Chuichupa hicieron arreglos similares que duraron por un buen tiempo. Sin embargo, en Dublán, “algunos estaban ansiosos de que salieran los santos”.

En las primeras etapas de la guerra, los revolucionarios en Chihuahua fueron una plaga menor que las tropas federales; situación que provocó la simpatía de los santos por algunos de éstos. Sin esta información, podría parecer algo curioso que, posteriormente, varios de los colo-nos hicieran los trámites para realizar las ordenanzas vicarias del templo por Francisco (Pancho) Villa.

Después de que la Revolución se disminuyera en Chihuahua, algunos de los santos an-gloamericanos regresaron para recuperar sus vidas en un ambiente que amaban. Esto probó ser benéfico para la Iglesia. En los años siguientes los colonos continuaron proveyendo recursos y habilidades lingüísticas y culturales a los esfuerzos de la obra misional de la Iglesia en México y en otras partes de Latinoamérica.

Los santos en la parte central de México

Mientras la revolución imponía espantosas cargas sobre los miembros de la Iglesia en la parte norte del país, a la par también desarticuló, lastimó, atemorizó y aniquiló a muchos en el centro.

Para el mes de abril de 1911, la revolución se había ex-tendido a todas partes de la nación, aunque por un corto tiempo la parte central de México fue la menos afectada. Nadie había molestado a los misioneros ni su obra, aunque algunos miem-bros pasaron sustos de vez en cuando. Por ejemplo, en abril de 1911 había rumores en Ozumba y en los pueblos cercanos donde había ramas de la Iglesia que Emiliano Zapata y sus zapatistas

pronto atacarían. Zapata continuó reclutando a miles para su causa revolucionaria de “tierra y libertad”. Zapata había atacado ferozmente Cuautla, echando fuera a muchos de sus habitantes y dañando severamente los edificios e instalaciones del gobierno. Algunos de los santos habían aguantado los meses que duró el sitio impuesto por Zapata a la ciudad. Aunque ningún miembro fue herido, los hogares de los Zúñiga y los Aguilar fueron afli-gidos por las balas.

Conforme continuó avanzando la Revolución por todo el país, las tropas federales y aun las rurales empezaron a colap-sar como tallos de maíz en un huracán. José Yves Limantour, el

1914: Emiliano Zapata, un héroe nacional actual poseedor de las cono-cidas frases “Tierra y libertad” y “Mejor morir de pie que vivir toda una vida arrodillado”. Llevó la Revolución a San Marcos, Hidalgo en donde sus tropas ejecutaron a Rafael Monroy y Vicente Morales, presidente y consejero de la rama de San Marcos. Fotografía cortesía de: www.Wikipedia.org.

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ministro de finanzas de Porfirio Díaz, vio lo inevitable y acordó la renuncia del presidente sin siquiera consultarlo con él. Unos días después, Don Porfirio aceptó lo ineludible. El gozo del pueblo “no tuvo límites”. Entre tanto, Díaz había dado la orden de aniquilar a más de doscientas personas que habían protestado en contra de su presidencia.

Conforme la revolución continuó su incesante marcha hacia el caos y las matanzas encarnizadas, los santos del centro de México tuvieron una diversidad de impresiones opues-tas. Los misioneros y varios miembros en Ozumba sostenían que Zapata era el “Bandido del Sur”; otros, que vivían en los pueblos más típicos y oprimidos, lo consideraban “El Salvador del Sur”. Inevitablemente, esto abrió un área de contención entre algunos miembros de la Iglesia. A los santos se les había aconsejado no tomar partido, aunque esto, obviamente, no evitó que tuvieran sus propias opiniones.

La situación de los santos en el centro se hace más desesperada

Conforme se desmoronaba la autoridad federal mexicana ante los ojos de los asustados di-plomáticos, los preocupados hombres de negocios, los alarmados hacendados y, en general, la gente adinerada, la situación de los santos en el centro de México se hizo más confusa y desesperada. Como muchos ciudadanos, los santos mexicanos fueron afligidos, no tanto por las balas y cañones como por las enfermedades, hambruna, y el estar expuestos a los elemen-tos naturales sin protección.

Pronto el presidente de misión, Rey L. Pratt, recibió no-ticias de que los mormones angloamericanos en Chihuahua y en Sonora habían sido obligados a abandonar sus hogares y huir a los Estados Unidos. Pratt relevó de sus responsabilidades ecle-siásticas a los hijos de las familias afligidas para que pudieran auxiliar a sus seres queridos desprotegidos. Los siete misioneros no afectados y el presidente Pratt se quedaron en la misión. Sin embargo, poco después, la primera presidencia anunció que, debido al peligro, la Iglesia no enviaría más misioneros. Todo esto fue muy desalentador para los miembros mexicanos.

Para el doce de Agosto de 1912, la situación se había tornado verdaderamente difícil para los casi dieciséis mil santos en la parte central de México. Por ejemplo, en el distrito de To-luca, el conflicto obligó a algunos abandonar sus hogares. En otras partes irrumpió en su diario vivir. Los federales culpaban al movimiento zapatista, que había crecido considerablemente du-rante el mes de agosto, engrosado con reclutas de los pueblos que vieron la oportunidad de liberarse y vengarse. Para los mi-sioneros, visitar a cualquiera de estos inseguros pueblos sureños resultaría ser una tarea imposi-ble. Los zapatistas habían atracado a los pasajeros, quemado trenes y asesinado a los guardias enviados a proteger a ambos. Por ello, los élderes confinaron sus actividades a las “áreas frías o a los valles cercanos a las cabeceras de conferencias [distrito], donde ellos [podrían] trabajar sin ser molestados”.

El vaivén ente los federales y los zapatistas causó una gran aflicción a muchas familias mormonas. En ocasiones, los santos no podían mantener la apariencia de ser neutrales. En otras, el conflicto era usado como pretexto para arreglar viejas rencillas, como fue el caso de Camilo Ramos, Modesto Ramos, Leonardo Linares y Regino García, de Cuautla, quienes se vieron atra-

Rey Lucero Pratt, Presidente de la Misión Mexicana 1907-1931

Fotografía cortesía de los archivos de la Iglesia SUD

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pados en el fuego cruzado entre las dos fuerzas opositoras. Después de que las tropas federales habían bombardeado un área en la cual no encontraron rebelde alguno, cubrieron su error selec-cionando residentes locales en la zona de fuego, acusándolos de ser zapatistas. Fueron enviados a las entrañas de una prisión federal. Como muchos otros, estos cuatro mormones tuvieron la mala suerte de haberse encontrado en la fuente de los rumores que sostenían que los zapatistas llega-rían al pueblo. Quizá algunos podrían haber sido simpatizantes de los zapatistas, pues hubo cierto número de ellos entre los santos; pero estos hombres eran ciudadanos desarmados.

Los federales llevaron a los cuatro Santos de los Últimos Días al departamento de guerra del gobierno en la Ciudad de México, donde se acostumbraba obligar a tales personas a formar parte de sus tropas. Pocas preguntas les hicieron acerca de su lealtad; de cualquier forma, las personas en su condición eran consideradas carne de cañón: ya sea muertos en el frente por los revolucionarios, o por los federales en la espalda si intentaban huir. Las barracas en La Canoa recibían a cientos de tales hombres.

A pesar de que las esposas de los hermanos acudieron al presidente Rey L. Pratt y que él luego presentó documentos al secretario de guerra probando la inocencia de los hermanos y por lo cual recibió garantías que nada malo les pasaría, fueron muertos.

Hubo otros casos. Alguien (quizá un miembro de la rama de San Pablo) acusó a Julia Olivares (que pertenecía a la rama) de ser zapatista. Antes de que el presidente Pratt pudiera in-tervenir con declaraciones a su favor, los federales la enviaron a un campo de concentración en Quintana Roo. También, las tropas federales ejecutaron a Juan Rodríguez, de la rama de Chimal y a Jesús Rojas Enríquez, de Ozumba porque alguien los acusó de ser zapatistas. La esposa de Rodríguez ya había fallecido y habían quedado, además, dos hijos huérfanos. En Ozumba mu-chos estaban ajustando cuentas por viejas rencillas, y cuando los zapatistas tomaron la plaza, tuvieron su oportunidad. Aun cuando Porfirio Díaz ya había partido a Francia, por un buen tiem-po su estilo de “ley y orden” continuaba vivo, ya sea practicado por los federales o por los zapa-tistas.

En medio de todo esto, el presidente Pratt y sus siete misioneros restantes, continuaron viajando a las ramas accesibles para ayudar en todo lo que podían. Su tarea más importante fue conservar unidas las ramas, de modo que la comunidad de los santos pudiera ser llamada a servir al momento de necesidad de algún miembro. Asombrosamente, las Sociedades de Socorro a lo largo y ancho del área central de México auxiliaron a los miembros de la Iglesia durante toda esta guerra civil.

La Revolución llega a San Marcos Hidalgo y los misioneros son evacuados de nuevo

Los misioneros habían estado predicando en el estado de Hidalgo desde casi el comienzo de la Revolución, y la familia Monroy de San Marcos (Rafael, Jovita, Guadalupe, y la madre Jesús [Jesusita] Mera) fueron los primeros nuevos miembros en esa localidad desde la reapertura de la Misión en 1901. Esto resultaría en una condición fatal para Rafael y su primo Vicente Morales.

La parte central de México estaba convirtiéndose en una zona de tiro libre; las tensiones aumentaban en la Ciudad de México. El incremento de las fuerzas insurgentes sugería que algu-nos revolucionarios intentarían tomar la capital en septiembre 1913. Como medida precautoria, el presidente Pratt mudó a los misioneros y a su familia de la Ciudad de México a Veracruz aun-que regresaron a una conferencia de la Iglesia en el mes de agosto. Sin embargo, a finales del mes el departamento de estado de los Estados Unidos, mediante los periódicos, dio instrucciones a todos los americanos de abandonar el país de inmediato. Conforme a las instrucciones previas

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que Pratt había recibido del presidente Joseph F. Smith, notificó a todos los élderes en los distritos foráneos que se prepararan para ser evacuados a Veracruz.

Para asegurar la viabilidad de las ramas, fue necesario atender detalles y arreglos administrativos de última hora. Aun-que miembros locales presidían la mayoría de ellas, no fue así con algunas de las ramas más jóvenes, como era el caso de San Marcos. Rafael Monroy llegó a la Ciudad de México para des-pedirse de los élderes. El Presidente Pratt lo ordenó élder y lo apartó para presidir sobre los santos en San Marcos, Hidalgo; llevar a cabo las reuniones y mantener funcionando la rama allí. Los misioneros, junto con el presidente Pratt y su familia, par-tieron posteriormente.

Los misioneros americanos habían salido, pero ya hubo líderes mexicanos ordenados entre los santos, como Monroy, quienes podían cumplir con las responsabilidades de liderazgo en la Iglesia, tal como lo continuarían haciendo por un poco más

de cuatro años. Durante todo el tiempo de su ausencia, Pratt procuró sostener a los líderes y ayu-dar a los santos mexicanos en todo lo que le fuera posible.

El presidente Pratt deseaba regresar a México, y la primera presidencia se sentía agobiada por dejar a los miembros nuevamente solos. Sin embargo, debido al peligro real y tangible, las autoridades decidieron no enviar a nadie hasta que finalizara la guerra civil. En forma enfática le pidieron al presidente Pratt que no regresara. Él habría de establecer contacto con los miembros y cuidar de ellos lo mejor que pudiera mediante la correspondencia postal. Las interrupciones constantes en el servicio de correo y de los ferrocarriles hacían que este esfuerzo fuese poco efi-caz, por decir lo menos; sin embargo y a pesar de dichas limitaciones, él trabajó con energía y convicción.

La comunicación del presidente Pratt con los miembros mexicanos fue alternadamente alentadora y angustiante. Los presidentes de rama hacían lo mejor que podían para tener unidas a sus congregaciones y por mantener una posición neutral entre las facciones en pugna (lo cual lograron mayormente, excepto cuando los santos fueron reclutados a la fuerza por uno u otro bando). Realizaban sus reuniones cuando la paz lo permitía y aún hacían algo de obra misional. Sin embargo, algunos santos mexicanos, junto con muchos de sus conciudadanos, pasaban ham-bre con frecuencia. El Presidente Pratt se enteró de que ellos habían sido “llevados a mendigar en las calles, comiendo tal vez cada veinticuatro horas. Algunos de los hombres, conscriptos al ser-vicio militar, estaban mal vestidos y peor pagados; y sus familias dejadas solas para procurar por sí mismas su sustento”.

Una carta de Jesusita Mera viuda de Monroy en San Marcos con fecha dieciséis de di-ciembre de 1915 fue muy desalentadora para Pratt, ya que hablaba de la ejecución de Rafael Monroy (el hijo de Jesusita Mera) y su compañero y primo Vicente Morales. Las fuerzas de Ve-nustiano Carranza y Emiliano Zapata habían convertido a San Marcos en un campo de duelo, destruyendo las vías de ferrocarril, quemando locomotoras y pertrechos, y turnando el control de la plaza con una frecuencia casi semanal. Al igual que en Ozumba y el resto de la República,

El presidente Joseph F. Smith Fotografía cortesía de los archivos de la

Iglesia SUD

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ambos bandos ajustaban sus cuentas personales, políticas y religiosas en estas ocasiones. Una vez, cuando los zapatistas tenían el control de San Marcos, Monroy fue denunciado

de estar en contubernio con Carranza y asociado con los americanos. Algunos afirmaban que escondía armas y que había estado proveyendo de alimentos a los oficiales carrancistas (debido a la tienda que operaba, Monroy se veía obligado a atender a estos oficiales cuando se apoderaban del pueblo). Los zapatistas lo detuvieron y lo encarcelaron por un tiempo, no encontrando ningún arma pero descubriendo que era mormón, y quizás, en forma humillante ofrecieron evitar la eje-cución si él y Morales renunciaban a su religión. Si los zapatistas hubieran o no evitado la ejecu-ción ahora resulta irrelevante. La versión popular es que ni Monroy ni Morales aceptaron la ofer-ta y tampoco rebajaron su estatura espiritual. Durante los años subsecuentes los niños de la es-cuela mormona privada en San Marcos, Héroes de Chapúltepec, ocasionalmente visitaban las tumbas de Monroy y Morales para mostrar su respeto.

Pratt regresa a México y encuentra la Iglesia funcionando

Durante todo el caos y el derramamiento de sangre, los miembros del centro de México, con al-gunas excepciones, cumplieron con el consejo previo de Pratt antes de que saliera del país: “permanezcan juntos; no se involucren hasta donde sea posible; guarden los convenios; sigan los consejos de sus líderes.” En la mayoría de los casos estuvieron milagrosamente bien; inclusive algunos de ellos lograron ahorrar la décima parte de su limitado sustento para pagar diezmos.

Conforme la revolución se calmaba en muchas partes, en noviembre de 1917, Pratt reci-bió permiso de regresar a México y darle seguimiento a su trabajo de ayudar a los santos. Con anterioridad había persuadido a los líderes de la Iglesia a enviar dinero a algunos de los miem-bros mexicanos, pero nadie tenía la certeza de que los fondos llegaran intactos. Ahora Pratt regresaba para ver quién había sobrevivido y bajo qué condiciones. A su llegada, y mientras recorría las ramas, rápidamente se percató de que muchos santos, mayormente niños, ha-bían muerto debido a la poca protección contra los ele-mentos naturales y la enfermedad. La recepción que Pratt recibió a su llegada le afirmó dos verdades más: los Santos de los Últimos Días se habían esforzado por man-tener unida a la Iglesia; y se regocijaban de ver nueva-mente a su presidente de misión.

El presidente Pratt notó que en la parte central de México, Isaías Juárez había llegado a ser un líder reco-nocido y altamente respetado entre los santos. Le rodea-ba un aura de sólida autoridad y fortaleza espiritual que lo acompañaba en su jornada de llegar a ser una fuerza formidable en la Iglesia. Él la mantuvo unida al ministrar a los santos mientras la dispersión posrevolucionaria se veía aún afectada por más contiendas (e.g. La guerra cristera, 1926-29), y los consiguientes desacuerdos entre algunos miembros de la Iglesia (“La tercera conven-ción”) que crearon una década de conflicto antes da la reconciliación fundamental en 1946. En ese año el presi-

Aproximadamente 1931, San Gabriel Ometoxtla. El presidente Rey L. Pratt con Isaías Juárez (asentados) y otros miembros de la Iglesia (David Juárez, Benito Panuaya, Narciso Sandoval, y Tomás Sandoval). Él con el sombrero está des-conocido.

Fotografía cortesía de los archivos de la Iglesia Sud.

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dente George Albert Smith vino a México y bendijo a todos por haber encontrado la unidad para re-dedicar sus vidas a la obra del Señor.

Sobre este fundamento de unidad y consagración, en poco más de sesenta y cinco años la Iglesia ha crecido en estos tiempos modernos, agregando a más de un millón de almas al Evange-lio de Jesucristo en todos los rincones de esta tierra. De vez en cuando los miembros meditan sobre un versículo de las escrituras modernas de la Iglesia y en el que está cimentado el sueño de Daniel en el Antiguo Testamento: Las llaves del reino de Dios han sido entregadas al hombre en

la tierra, y de allí rodará el evangelio hasta los extremos de ella, como la piedra cortada del

monte, no con mano, ha de rodar, hasta que llene toda la tierra (D. y C. 65:2).1

2: Crónica de pioneros

Rafael Monroy Mera 1878-1915

“¡Qué valor de hombres! ¡Han muerto con sus calzo-nes en su lugar!” le comentó uno de los ejecutores zapatistas casi respetuosamente a su camarada cuando le relataba la poco creíble forma en la que Rafael Monroy y Vicente Mora-les se habían parado allí para recibir la descarga de disparos que traspasaron sus cuerpos. Ni el temor, ni las súplicas, ni la histeria rompieron con la calma resolución incondicional de no negar su fe. El comandante zapatista les había dado esa opción, pero en lugar de tomarla, los hombres compartieron su testimonio. El que los asesinos realmente les hubieran perdonado la vida de haber negado sus creencias, ahora re-sulta irrelevante. Los hombres sellaron sus testimonios como Mártires de la Restauración cuando los ejecutores jalaron los gatillos de sus rifles Winchester M1895 y Springfield M1903 y casi de inmediato avanzaron para darles el tiro de gracia.

Antes de que Rafael y su familia inmediata se muda-ran a San Marcos Hidalgo en Diciembre de 1905 en donde continuaron mejorando su situación económica, ya los ante-cesores del joven se habían hecho de cierto estatus en otras partes del mismo estado en donde habían trabajado como administradores de haciendas, maestros y empleados del go-bierno. Por generaciones la familia se había esforzado por “mejorar su posición”, y también se esmeraron por ser letra-dos y aun educados.

1Para mayor información, léase el artículo en la web (sud.org.mx) en el portal Historia de la Iglesia en Mé-xico titulado, al igual que esta parte de la quinta lección, “Las tribulaciones de los santos de México durante la Re-volución.”

Aproximadamente en 1911: Retrato de Rafael Monroy hecho en el estudio “Napo-león Fotografía” en la Ciudad de México. El lugar, el atuendo y la calidad de la foto sostienen que la familia Monroy tenía buena posición económica. La fotografía original ha sido re-cortada y retocada.

Fotografía cortesía de los archivos de la Iglesia

SUD

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En este ambiente, Rafael creció aprendiendo de su padre y su abuelo las habilidades para administrar una hacienda, cosa que realmente hizo en 1903 a la edad de 24 años cuando su padre, que era el administrador de la Hacienda del Cedó cerca de Actopan, murió repentinamente a la edad de cincuenta años. Los dueños de la hacienda designaron a Rafael como su sucesor.

Con la ayuda de contactos que tenían en el estado de Hidalgo, aproximadamente en el año 1905 Rafael y su hermano menor, Pablo, obtuvieron trabajos en el gobierno en el valle de Tula. Sus hermanas Natalia y Jovita siguieron como maestras en Actopan pero más tarde, junto con su hermana Guadalupe y su madre Jesusita, se reunieron con Rafael en San Marcos en donde ya había comprado terrenos y estaba en posibilidad de ayudar a su madre Jesusita a poner una tienda.

Cerca de 1909 Rafael terminó la relación de unión libre que había tenido con Maclovia Flores Pérez. Tuvieron un hijo, Luís, y una hija, Amalia.2 En 1910, Rafael se casó con Guadalupe Hernández; juntos procrearon una hija: María Concepción Monroy Hernández.3

Los misioneros llegan a San Marcos

En 1901 los misioneros regresaron a México después de una larga ausencia, y cerca de 1912 otra vez se dirigieron a San Marcos para predicar nuevamente en esa comunidad y sus alrededores. Naturalmente, como necesitaban provisiones, entraron en la tienda de los Monroy. Comenzaron las char-las. Rafael se interesó mucho, no solamente en el Libro de Mormón como un documento convincente sino también en las enseñanzas de la restauración que instruyen acerca de la relación de Dios con sus hijos terrenales y Su mandamiento de que se arrepientan de sus pecados para ser bautizados. Toda la familia Monroy se sintió cautivada por este novedo-so mensaje. Por lo tanto, y era de esperarse, Rafael y sus hermanas Guadalupe y Jovita se bautizaron en 1913, pronto también su madre se bautizó. Ernest W. Young había desem-peñado sus actividades misionales bien.

Aunque la familia gozaba de un buen estatus econó-mico y social dentro de la comunidad, pronto empezó a sen-tir el peso de la persecución por haber, ante los ojos de sus verdugos, abandonado las enseñanzas de sus padres para unirse a una religión ajena proveniente de Estados Unidos. El convivir con los extranjeros era particularmente mal visto por los zapatistas xenofóbicos que más tarde ocuparían el pueblo.

Otras facciones revolucionarias armadas aun consideraban que los zapatistas eran extre-mistas. Por ejemplo, permitían que grandes grupos de mujeres se unieran a sus filas no sólo co-

2Amalia Monroy Flores se casó con Bernabé Parra, un miembro de San Marcos. Ellos tuvieron muchos descendientes destacados que han servido bien en la Iglesia. El hermano de Amalia, Luís, también tiene descendien-tes fieles en la Iglesia.

3María Concepción Monroy Hernández, quien también fue fiel en la Iglesia, ya se casó grande de edad con Benito Villalobos, un miembro de San Marcos, por lo que ella no tuvo descendencia.

11 de junio de 1913: El misionero Ernest W. Young bautizó a Rafael Monroy Mera y a sus hermanas Jovita y Guadalupe, en San Marcos, Hidalgo.

Fotografía cortesía de los archivos de la Iglesia

SUD

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mo seguidoras, como acostumbraban otros ejércitos revolucionarios, sino también como comba-tientes armadas, lo que era poco común en la época, incluso algunas como oficiales. A tal grado llegaba la desesperación fanática resultante de la sociedad disfuncional de la época.

No obstante la persecución, la casa de los Monroy se convirtió en una casa de oración pa-ra un número creciente de santos en San Marcos. Vicente Morales, primero como misionero local y posteriormente como residente permanente, llegó de Cuautla para ayudar por lo que por lo me-nos uno de los miembros más antiguos, Jesús Sánchez, estuvo muy contento.

El entonces presidente de misión Rey L. Pratt tenía un afecto especial por Monroy, lo vi-sitaba varias veces en San Marcos y lo invitaba a que pasara algunos días en la casa de misión en la Ciudad de México. En septiembre de 1913, en una de las visitas que hiciera Rafael Monroy a la casa de misión, y ante la inminente evacuación de todos los misioneros norteamericanos debi-do a la revolución, el presidente Pratt apartó a Rafael como el nuevo presidente de la rama de San Marcos. Poco tiempo después, Rafael llamó a Vicente Morales como su consejero, quizás apartándolo él mismo.

La Revolución también llega a San Marcos

Pronto las calamidades de la revolución cayeron sobre San Marcos y sobre la familia Monroy cuando los zapatistas tomaron la plaza por un tiempo. En las mentes de los rebeldes y sus segui-dores, Rafael Monroy reunió los requisitos para ser odiado y por último asesinado. No sólo había rechazado a la iglesia católica, a la que ellos tanto amaban, sino que también se había convertido en el líder local de una religión extranjera (ya que era presidente de la rama de la Iglesia en San Marcos). Su cuñado, R.V. McVey, quien se había casado con su hermana Natalia y quien había ayudado a los carrancistas, enemigos de los zapatistas, era ciudadano de los Estados Unidos y él y Rafael se reunían frecuentemente. Los denigrados extranjeros (los misioneros y aún el presi-dente Rey L. Prat) frecuentemente visitaban la tienda de los Monroy. Es más, Andrés Reyes, un vecino partidario de los zapatistas, no sólo les informó a los rebeldes que Monroy a menudo les proporcionaba provisiones a los aborrecidos soldados carrancistas que habían ocupado el pueblo y a quienes cada zapatista había jurado matar, sino que también esparció la calumnia de que Monroy tenía armas escondidas en la tienda de su madre.

Los soldados zapatistas detuvieron a Monroy, a sus tres hermanas y a Vicente Morales. Junto con algunos otros ciudadanos de la clase media de San Marcos, fueron encerrados en una casa que los zapatistas habían convertido en una prisión improvisada. Con sumo interés en el supuesto armamento, en parte porque ya les quedaban pocas municiones y armas, los soldados le exigieron a Rafael que se los entregara.

Ya que no existía dicho armamento, Monroy no pudo cumplir con la demanda de los sol-dados y les dijo que las únicas armas que poseía eran la Biblia y el Libro de Mormón, ofrecién-doles unas copias. Sin estar convencidos, en su búsqueda, los soldados registraron la tienda de los Monroy, desmantelándola para poder localizar escondites secretos pero no encontraron nada. Entonces para hacerlo confesar, tomaron a Rafael y a Vicente y lo llevaron a un árbol grande que estaba cerca y repetidamente los colgaron hasta que se quedaban inconscientes, dejando los nu-dos de las cuerdas flojos a manera de poderlos revivir y preguntarles si estaban listos para confe-sar. Al no poder extraer la declaración deseada, los regresaron a su hechiza prisión en donde, de acuerdo con su familia, “no se veían bien”.

Esa misma tarde, siendo el 17 de julio de 1915, presuntamente bajo órdenes del coman-dante local, los soldados llevaron a Rafael Monroy y a Vicente Morales a una corta distancia de

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la prisión, desde donde se podía escuchar la descarga de los rifles, tal vez al lado del árbol donde anteriormente los habían colgado, y los alinearon para ser fusilados. Más tarde Gua-dalupe, la hermana de Rafael, escuchó a un soldado decir que les habrían ofrecido dado clemencia si hubieran negado su religión ex-tranjera y si hubieran cesado de pervertir la región con sus ideas. Rafael y Vicente expli-caron que su testimonio no les permitiría ne-gar su fe. Pidieron orar, un deseo que asom-brosamente fue concedido. Después de eso, Rafael se levantó, cruzó los brazos y dijo: “caballeros, estoy a sus órdenes.” Se abrió el fuego.

El que Monroy y Morales no negaran su fe ni repudiaran sus testimonios los califica como mártires. La tumba de Rafael Monroy

permanece como un lugar sagrado en donde cinco generaciones de sus descendientes y otras per-sonas, incluyendo este autor, nos hemos detenido para mostrar nuestro inmenso respeto. Estamos agradecidos por el carácter y convicción que estos mártires presentaron ante tal terrible momento que se presentó en sus cortas vidas.

Vicente Morales Guerrero 1887-1915

El escuadrón insurgente zapatista que terminó con la vida de Rafael Monroy Mera en San Mar-cos, Hidalgo en 1915, también lo hizo con la de su primo y primer consejero en la presidencia de rama del mismo lugar, Vicente Morales Guerrero de veintinueve años de edad.

Si en la mente de los zapatistas una constelación de factores condenó a Rafael Monroy al paredón (su convicción religiosa entre ellos) la situación de Morales era menos complicada. Él era mormón y por lo tanto convivía con los extranjeros, y era confidente de Monroy quien no confesaría sus supuestos crímenes, sin importar que lo torturaran. Con eso tenía. En aquellos tiempos, los zapatistas no tenían por costumbre analizar la evidencia a menos que ésta les diera la razón en cuanto la opresión y el maltrato que recibían por parte de las clases privilegiadas de México. La venganza rencorosa, sin mencionar el castigo indiscriminado, es un poderoso moti-vador del mal. En la revolución mexicana, la venganza era el combustible que hacía avanzar al segundo de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: el de la guerra sin sentido crítico. La pena y la desesperación resultantes eran arrastradas por todos lados así como el viento se lleva el humo de un millón de fogatas.

La mayoría de los miembros de aquella época en la condición de Vicente Morales (con poca educación y a veces hablando español como su segundo idioma) mantenía pocos registros de su vida, y Morales no era la excepción. Aun así, gracias a fragmentos históricos hemos podido

Aproximadamente en 1913: La familia Monroy en San Marcos, Hidalgo. Rafael, su hija María Concepción, su esposa Guadalupe Hernández, su hermana Natalia, su madre Jesusita Mera viuda de Monroy, y sus hermanas Jovita y Guadalupe.

Fotografía cortesía de los archivos de la Iglesia SUD.

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apreciar su obra en favor de la Iglesia. Es más, a través de él podemos apreciar que muchas gene-raciones de sus descendientes no sólo se han elevado económica y socialmente sino que han per-petuado su fe sólida en el Evangelio y su compromiso de expandir su influencia por el mundo. En por lo menos una línea de sus descendientes, apreciamos una remembranza de su sacrificio final que ha marcado la vida de su posteridad hasta la sexta generación.

Vicente Morales se une a la Iglesia.

Aunque los padres de Morales eran originarios del estado de Hidalgo de etnia indígena otomí, él nació en Cuautla, Morelos en 1887 y allí vivía cuando se unió a la Iglesia en 1907 a la edad de veinte años. No conocemos las circunstancias que rodearon su bautismo, pero podemos especular que tuviera algo que ver con que su esposa de unión libre, María Petra Gutiérrez González, naci-da en Toluca en 1892, ya era miembro de la Iglesia, habiendo sido bautizado a la edad de diez años. Los padres de María eran miembros también. No obstante, al igual que muchos conversos de aquella época, el mormonismo requirió cambios en su vida, incluyendo la realización de su matrimonio con María, de diecisiete años, con quien había estado viviendo en unión libre y con quien, para 1907, había procreado dos hijas, mismas que habían enterrado en su infancia. El ín-dice de mortandad infantil era muy alto en las áreas rurales de México, factor que no aminoraba el dolor de los padres al ver morir en sus brazos a sus hijos.

En medio de su confusión, Morales encontró solaz en su recién adquirido entendimiento del plan de salvación. Tal vez por aquel entonces ambos Morales y su esposa estaban buscando respuestas a algunas de las preguntas más complicadas de la vida.

Después de unirse a la Iglesia, la pareja tuvo una hija más (1909) quien al igual que las otras falleció antes de cumplir un año. En menos de dos años, María también murió (1911). Con la pérdida de toda su familia, no es de sorprender que Morales cayera en un abismo de dolor y desesperación, cuestionando y tal vez maldiciendo a Dios, a Iglesia y a todos los demás por todo lo que le había pasado.

A pesar de lo abatido que estaba por sus circunstancias, Morales se aferró a la Iglesia sirviendo parcialmente en la obra misional en su localidad. Esta actividad se intensificó en mayo de 1911 cuando, debido a las hostilidades de la guerra, los misioneros regulares dejaron Cuautla para ser temporalmente reubicados en otras partes de México. Sin duda el joven viudo fue de ayuda para que algunas de las familias miembros de la Iglesia sobrellevaran el acoso zapatista en su ciudad.

El viudo Morales expande su trabajo en la Iglesia.

En la medida que sus circunstancias personales y la revolución se lo permitían, Morales se esfor-zó por predicar el Evangelio y fortalecer a los santos, una actividad que posteriormente le llevó a Hidalgo, al estado natal de sus padres, incluso a San Marcos donde vivían los padres de su espo-sa ya muerta (Casimiro Gutiérrez y Plácida González). Allí, en varias ocasiones en 1914 y 1915, él y varios compañeros diferentes se reunieron con la recientemente bautizada familia Monroy para dejar mensajes del Evangelio y, sin duda, para platicar sobre la Revolución. Era evidente que, al fortalecer las vidas de otros a través del Evangelio, Morales pudo hacer lo mismo con la propia. No les importaba a ninguno de los miembros que no dominaba bien el español, pues su lengua materna era la otomí.

A diferencia de los Monroy, Morales no provenía de una clase relativamente privilegiada de la sociedad rural mexicana. Sin embargo, a pesar de su pobreza y sus limitaciones educaciona-

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les, características que compartía con la mayoría de los santos de la época, él se unió con gran ahínco a todas las clases que se esforzaban por asumir las responsabilidades adicionales en la Iglesia una vez que la Revolución forzó la evacuación total de los misioneros de tiempo comple-to. Por lo que, al lado de diferentes compañeros, para 1914 Morales estaba sumergido en predi-car el Evangelio y ministrar a los santos en donde fuera y fue este compromiso el que lo llevó a San Marcos y lo colocó al lado de Monroy para sufrir la voluntad de sus ejecutores.

En por lo menos una de las visitas a la familia Monroy, Vicente puso su atención en Eula-lia Mera Martínez, la sobrina de diecisiete años de Jesusita, la mamá de Rafael Monroy. Eulalia era bonita, tenía buena edad y era miembro de la Iglesia. Vicente se preguntaba si la joven podría estar interesada en él a pesar de que era viudo, había perdido tres hijos, sin duda se sentía solo, y era más de una década mayor que ella. Por otro lado, era un hombre estable, no tenía ninguno de los vicios de la época, era un miembro apegado a la Iglesia y algunos lo consideraban guapo así que, estos puntos fuertes le daban valor.

Corría el año de 1913 cuando Eulalia Mera Martínez de quince años se mudó de Tula a San Marcos, ambos en el estado de Hidalgo. No pasó mucho tiempo en la casa de su tía antes de que aceptara el Evangelio y fuera bautizada. Para mediados de 1914, tenía una relación con Mo-rales y en el siguiente año esa relación maduró. A los diecisiete años, y con el permiso por escrito del presidente Rey L. Pratt, a principios de enero y seis meses antes de su ejecución, Vicente y Eulalia se casaron por la autoridad eclesiástica SUD. En marzo, cuando el fratricidio de la guerra civil se sosegó por unas semanas en San Marcos, pudieron documentar su matrimonio ante las autoridades civiles, por lo menos en la parte del registro civil que aún estaba en funcionamiento en Hidalgo.

Cuando las balas de los rifles zapatistas penetraron el cuerpo de Vicente el 17 de julio de 1914, su hija Raquel aún estaba en el vientre de su madre. Eulalia tenía cinco meses de embarazo cuando escuchó la ejecución de su esposo en medio de llantos suplicando que ésta no ocurriera. Sin duda alguna, la suya no era la única tristeza en San Marcos, pero de seguro debió haber sido muy conmovedora al igual que la de otros, incluyendo a los Monroy. Desafortunadamente, se cuenta con muy poca información sobre Vicente Morales así que aquí, hemos podido ofrecer sólo un bosquejo de su vida.

El testimonio de Morales es preservado entre muchos de sus descendientes.

A pesar de la escasez de documentos, podemos observar a algunos de los descendientes de Mora-les y aprender cómo el impacto de su vida, su testimonio y su sacrificio final sobrevivió al baño de sangre de la revolución y a la subsecuente persecución de los santos en San Marcos. Insepara-blemente entrelazada al testimonio de Morales, Eulalia aguantó la revolución, lo que pudo haber sido la parte más fácil de llevar ya que por años, ella y otros santos de San Marcos fueron perse-guidos. Una de las frases de odio que comúnmente escuchaban era: “Ya vez Eulalia” refiriéndose a su esposo muerto y a los apuros que pasaba “esto te pasa por ser mormona”.

Como madre viuda, Eulalia crio a su hija Raquel en San Marcos con el apoyo del tejido social formado por la familia Monroy y muchos de los santos quienes se unieron para enfrentar el ataque. Con esta ayuda, madre e hija pudieron resistir el resto de la guerra civil y disfrutar las bendiciones de la Iglesia, la cual continuó a pesar de todo, bajo un nuevo liderazgo después de la matanza de la mayor parte de la presidencia de rama. También se mantuvieron firmes ante la incesante persecución.

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Pasado el tiempo, Raquel creció y se bautizó. De esta forma comenzó la membresía en la Iglesia de la única representante de la segunda generación descendiente de Vicente Morales y a través de la cual su visión del mormonismo fue llevada aún más allá de San Marcos. De hecho, a través de su hija Raquel, los genes de Morales no sólo fueron transmitidos a otras generaciones sino que también su legado en la Iglesia sobrevivió. Raquel sirvió una misión de dos años en Monterrey (1937-1939) y después estuvo otros seis meses sirviendo a los miembros en Ozumba en la época en que la rama de ese lugar atravesaba por una situación difícil debido al grupo apostata de Mar-garito Bautista. En Ozumba Ra-quel pudo fortalecer su compromi-so con la Iglesia. Una evidencia de su firmeza es que más tarde donó la propiedad que su familia heredó en San Marcos para que en 1946 se construyera el edificio que se convertiría en la escuela Héroes de Chapultepec que también serviría como salones para la primera capi-lla de San Marcos. Raquel también sirvió en todas las organizaciones auxiliares de la Iglesia.

Unida en matrimonio con Antonio Roberto Saunders a tan solo un mes antes del bautismo de éste, tuvo tres hijos: dos niños y una niña. Es la niña, Ruth Josefina Saunders Morales, la que ahora capta nuestra atención porque fue a través de ella que no sólo los genes de Morales sino también su fidelidad en la Iglesia pasaron hasta una sexta generación.

El matrimonio de Ruth con Benito Villalobos Vázquez, quien provenía de otra de las grandes familias de San Marcos, hizo posible que se combinaran los genes, la cultura y la con-vicción religiosa para dar paso a aproximadamente veintiún descendientes completamente com-prometidos con la Iglesia. De ellos, con otros miembros de su posteridad, han resultado hasta el 2011, veinticuatro misioneros, dos autoridades Setenta de Área, un presidente de misión, un pre-sidente de estaca, cuatro presidentas de la Sociedad de Socorro, diez presidentas de la Primaria y las Mujeres Jóvenes a nivel de estaca y barrio y muchos otros que han trabajado en cimentar fundamentos religiosos, humanitarios y educacionales en la religión.

Cuando Morales enfrentó a los que lo ejecutaron con su inquebrantable convicción y su resolución de mantener su testimonio sagrado, nos preguntamos si lo que él esperaba del futuro de su familia pudiera resumirse en este aforismo popular: “Mi mayor bendición es ver a mi fami-lia andar rectamente delante del Señor.” Si hubiera sido así, entonces en mayor parte no estaría desilusionado. Su legado ha bendecido inmensamente a su familia y a la Iglesia en San Marcos y en muchos otros lugares.

El interior de la capilla de San Marcos, edificio que en parte fue hecho posible gracias a la familia de Vicente Morales. Bernabé Parra encargó que se pintara el templo de Lago Salado. Esta edificación, un testigo de la fortaleza de los miembros de San Marcos, ha sido reemplazada por una estructura moderna.

Fotografía cortesía de la colección de Amalia Monroy de Parra que se encuentra en los archivos de la Iglesia SUD.