yo, felipe ii - ricardo de la cierva

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Felipe II

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Este libro es a la vez una historiarigurosa y una obra de creación contécnica autobiográfica. A lo largo dela dramática confesión de Felipe II asu predicador, en vísperas de suagonía en El Escorial, y mediante unhilvanado, profundamente humano,de hechos y documentos auténticos,el Rey Prudente nos revela todoslos controvertidos misterios de suvida, de su familia, de su ideal. Ellector tendrá la oportunidad deconocer a un Felipe II plenamentehistórico y humano, y absolutamentediferente de las interpretaciones

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rutinarias.

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Ricardo de la Cierva

Yo, Felipe IILas confesiones del Rey aldoctor Francisco Terrones

ePub r1.0jandepora 05.11.14

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Ricardo de la Cierva, 1989

Editor digital: jandeporaePub base r1.2

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Para Mercedes XXX

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EL LEGAJO DEFRANCISCO TERRONES

Desde la antevíspera de Santiago, eneste año de 1598, su majestad el Reydon Felipe, que santa gloria haya, nosalió de sus aposentos en el monasterio.Después de su lenta jornada desdeMadrid pareció reanimado unas semanaspor el aire y el tempero de la sierra queél había domeñado en estos muros.Hasta que le reventaron a la vez lahidropesía y la gota, toda la piel se leafloró de llagas purulentas que dañabanmucho más a su espíritu, por ser él tanexageradamente limpio y aseado de

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cuerpo, que su olfato, del que siemprehabía carecido aunque éste fuera elmayor de sus secretos que sólo reveló asu adorada esposa Isabel de Francia y amí, ya casi en la agonía. Pero aunque losmédicos le habían prohibido todaocupación y despacho, de que ya seencargaban el Príncipe y sus consejeros,con los del Rey, no se avenía a dejar ensilencio las horas de la tarde quedurante toda su vida había dedicado agobernar el mundo. Desde el primero deseptiembre me llamó a media tarde sinfaltar una sola vez. Retirado el habitualsopor de las mañanas, y tras beberalgunos concentrados que le preparabanlos médicos, quiso recordarme, punto

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por punto, su vida terrible y altísima,desde las puertas de la muerte. «Algunasveces me habéis reprochado, maestroTerrones, que sumido en un océano depapeles durante más de medio siglo, nohe seguido el ejemplo de mi padre elCésar, que jalonó con su pluma losmomentos más importantes de su vida; yque por eso habré de contentarme conque, al no haber permitido tampoco lascrónicas de Corte, sean mis enemigos —Pérez, Orange— quienes desde sutraición expliquen al mundo mihistoria».

Me paró con un gesto cuando apuntéuna excusa. «No, si tenéis razón.Durante muchos años he pensado que

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mis hechos, fielmente ordenados en mispapeles abrumadores, seríanirrebatibles. Pero estos días he logradorepasar los cuadernos más íntimos yreservados que he ido formando con lospapeles más importantes, y comprueboque no basta. En esos papeles están loshechos y las fechas y las firmas; perocasi siempre les falta la vida, el alma.Están escritos en cada momento dado, ypresuponen una información y unaactitud común en quien los escribe y losrecibe.

»Por eso he decidido llamaros,Terrones, después de haberos oídotantas veces desde esta habitacióncuando predicáis. Me ayudaré de los

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papeles para presentaros los capítulos,secretos y públicos, de mi vida, con laserenidad de quien ha cumplido con sudeber principal, con la nostalgia por losmomentos felices y los triunfos en posde mi ideal, el recuerdo lacerante detantos dolores familiares, tantasequivocaciones con los hombres yconmigo mismo, tanto sufrimiento de losdemás que en todo o en parte a mí sedebe. No hace mucho quise resumir anteel Príncipe mi hijo, que no se mostrabamuy dispuesto a comprenderme, lasprincipales lecciones de mi vida. Se lascomuniqué en presencia de quienessospecho y temo serán sus consejerosprincipales, para que al menos

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aprovechen a ellos. Pero a vos no quierodar lecciones sino ofrecerordenadamente mis recuerdos, para quealgún día puedan aprovechar a quieneshan de venir después de nosotros y paraque, si lo juzgáis oportuno, se loscomuniquéis al propio príncipe cuandose le pase la borrachera del poder. Nome interrumpáis; en estas jornadashablaré como quien habla a la muerte, ya la vida que hay tras ella».

Dichas estas palabras suave yfirmemente, me fue explicando ladisposición de los cuadernos en quehabía reunido sus documentosprincipales del reinado, y que habíamandado colocar junto a su lecho, en

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unos anaqueles bajos de los que sehabían retirado, salvo los Evangelios ylas Memorias de su padre el César, loscuarenta y siete libros, casi todos dereligión, que formaban su biblioteca deuso diario para antes del reposo. Habíaordenado los cuadernos según el hilo desu vida, y los papeles se agrupaban enellos por cada conjunto deacontecimientos, que ahora deseabaofrecerme según sus claves interiores. Yasí, cuando me hube familiarizado contodo, me citó para la tarde siguiente yquedó rezando en silencio. Entoncescomprendí la razón que asistía a aquelembajador de Venecia cuando me dijo:«Al Rey lo que realmente le gusta es

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estar solo». Y yo iba a penetrar, enservicio de quienes han de venir, lossecretos de esa soledad.

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NOTA PREVIA

El doctor Francisco Terronesredactó en los días sucesivos y luegocompiló sus anotaciones en las que aveces incluía, por orden del Reydoliente, párrafos de los documentosen que don Felipe se apoyaba paracorroborar o ilustrar algún hecho,aunque todo lo guardaba con exactituden su portentosa memoria. Estosfragmentos originales, además de otrosdictámenes posteriores, aparecen ennuestra transcripción modernasubrayados, y al final del libroofrecemos al lector una relación de las

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fuentes.En honor a los lectores de hoy

hemos adaptado al estilo actual, sincaer por ello conscientemente en elanacronismo, los giros y expresionesdel compilador. Que reflejó confidelidad, en primera persona, lasconfesiones del Rey ante la muerte, lacual le llegó, en efecto, doce díasdespués de la conversación con que seabre este libro, es decir el 13 deseptiembre de 1598.

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EL CÉSAR

Mi madre, Isabel, la Princesa dePortugal, la primera de las cuatroIsabeles que han jalonado mi vida, miamor y mi tragedia, me hablaba siemprede él, sobre todo en sus ausencias, queeran habituales. Le llamaba siempre,delante de mí, el Emperador; loscortesanos, el César. Seguro que él lofomentaba; quería, desde que me viocrecer y razonar, que yo fuera, en su día,el Rey. He tenido tiempo para estudiarsu vida mejor que él mismo; en susMemorias, que tengo junto a mí desde sumuerte en Yuste, deja de advertir, alguna

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vez, aspectos esenciales. No enjuiciarésu vida en estas confidencias; el Césarha gozado de excelentes cronistas, y yotengo que contentarme con historiadoresque van retrasados, como ese Zurita deAragón, que dejó sus Anales en los díasde mi bisabuelo el Católico. Desde miinfancia soñé con emular a mi padre;pero bien pronto comprendí que tendríaque hacerlo por caminos enteramentedistintos. Y ojalá tuviera yo la confianzaen mi hijo que mi padre tenía, al morir,en mí; porque llegó a conocerme tantocomo yo a él.

Yo hube de ir a Europa desde elcorazón de España; él era un europeoque vino a España en 1517, diez años

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antes de yo nacer, sin más idea quehacer de Castilla —no comprendía alprincipio lo que era España aunque fueel primer rey que se llamó de España—una plataforma para sus ambicionesimperiales en Europa. Me enseñó, consus conversaciones, con susinstrucciones y sobre todo con suejemplo, algo que había alumbrado ennuestra familia su abuela Isabel deCastilla: una idea del mundo. Quisorealizarla por la conjunción de suscuatro herencias, el patrimonio más altoque jamás recibiera hombre alguno antesque él: la de su abuelo Maximiliano deAustria, con los derechos y la vocaciónal Imperio; la de su abuela María, el

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reino de Carlos el Temerario deBorgoña a los Países Bajos; la Coronade Aragón del rey Fernando, con Sicilia,Cerdeña, Nápoles y la vocación italiana;y la Corona de Castilla, que Isabel habíaprolongado por el océano hasta lasIndias. Yo recibí tres de esas cuatroherencias, aunque reservó a su hermanoFernando el Imperio, quizá porque lecreía aún más español que yo. Mi padrecorrió por toda Europa tras su idea; lehe contado, sobre sus notas, quinientosdías en campaña, doscientas noches enla mar, y tres mil doscientas camasdiferentes para un reposo tan intensocomo breve. Para mantener mis tresherencias, que yo he defendido,

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consolidado y acrecentado, hube deseguir, al principio, los mismoscaminos; y otros más difíciles, porquemi padre no estuvo jamás en Inglaterra.Pero fue precisamente en Inglaterradonde comprendí que mis reinos, y miidea, no se podían defender ni menosgobernar en perpetuo vaivén. Y en elcorazón de Francia, junto a San Quintín,supe desde dónde tendría que ejerceresa defensa y ese gobierno.

Yo he nacido y vivido español yjamás he querido ser otra cosa, por másque fui Rey de Nápoles y Rey deInglaterra antes que Rey de España. Mipadre, cuya primera corona fue la deEspaña, tardó cinco años en hacerla

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suya; en hacerse español. Cuandodesembarcó junto a Villaviciosa deAsturias en 1517 apenas chapurreabanuestra lengua. Sus primerasactuaciones, o mejor inhibiciones,resultaron catastróficas. Dejó hacer asus consejeros flamencos, que sededicaron a esquilmar a los españoles.Se vendían los cargos; desaparecieronlas monedas de oro, sobre todo losducados de a dos, que anduvieron encoplas. Al año de su llegada, en lasCortes de Valladolid, aquellos altivosprocuradores le rogaron,respetuosamente, que se comportaracomo un Rey de España y sobre todocomo un español. Conservaban sin

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embargo la fidelidad a la Corona de losReyes Católicos; recordaban el ensueñoeuropeo de otro Rey de Castilla, elSabio, que había sido el primero enhablar oficialmente de España cuandoéramos cinco reinos; y le ofrecieron lasgarantías que le permitieron disponer delos créditos que le habían ofrecido susbanqueros de Augsburgo. Así pudosobornar a dos electores recalcitrantesque le permitieron, en junio de 1519,acceder a la corona del Imperio.

Pero las Cortes reunidas en Santiagoalgo menos de un año despuésrepitieron, con cierto sarcasmo, elmemorial de agravios ofrecido enToledo. Algo se ablandaron los

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procuradores al comprobar losprogresos de mi padre en el castellano,sobre todo cuando se refirió a susbanqueros Fugger como los Fúcar, quedecían los españoles. Y más aún cuandoprometió solemnemente que España, así,España, sería el corazón de su Imperio.Creyeron entonces que era cortesíaflamenca; pero mi padre ya habíaadivinado a España, y había empeñadoasí su palabra de Rey. Como pese a todole regateaban el subsidio, trasladó lasCortes a La Coruña, que con el mardelante permitía una vista más larga. Lagrado su propósito zarpó hacia elImperio y dejó por regente a unflamenco comprensivo y honesto: el

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cardenal Adriano de Utrecht.Cuando mi padre llegó a territorio

imperial se encontró con la mayorconvulsión en la historia de laCristiandad: la rebeldía de Lutero. Losespañoles, muy sensibles ante lasnoticias de la herejía, empezaban acomprender desde lejos a su joven Rey,porque la Iglesia, que aquí es quien hacey difunde opinión, iba contando cómo elnuevo Emperador se enfrentaba a laherejía, que a su llegada no lo era aún;el Papa condenaba sus proposicionespero silenciaba su nombre. Luteroreplicó con una carta blasfema al Papaen que calificaba a la Iglesia comocueva de asesinos, madriguera de

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malvados, peor que todas las guaridasde criminales; y lamento que el primerode mis papeles que utilizo en estosrecuerdos sea el que corroboraexactamente tan impúdica aberración. Sesupo con emoción en España que cuandomi padre conoció la Bula condenatoriamandó quemar inmediatamente losescritos de Lutero en toda Alemania;pese a lo cual permitió que se leconvocara, para sincerarse, a la Dietade Worms que se inauguraba en febrerodel año siguiente, en vista de que lasdoctrinas del rebelde se propagabancomo el rayo por todo el Imperio.

Desgraciadamente mi padre, quearrojaba sin vacilar su corona y su

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espada en defensa de la Iglesia comoprimer acto de su misión imperial, norecibió de la católica España enaquellos momentos gravísimos el apoyoque merecía y esperaba, sino el anunciode una nueva rebelión de imprevisiblesconsecuencias. A poco de zarpar de LaCoruña, los comuneros se alzaron contraél en Castilla y luego los agermanadosen Valencia y en Mallorca. Cierto quelos abusos de la primera Corte flamencasuscitaron la indignación general; perola serenidad castellana tenía ya pruebasde cambio con las manifestaciones delRey en Galicia, y con las primerasmedidas del cardenal Adriano. Por esosospecho, después de mi terrible

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experiencia con una Mendoza, que todoaquello hubo de atizarlo otra dama de lamisma familia, que aprovechó eldisgusto de las ciudades por ver al Reytan encelado con Europa, y disimuló conel toque de rebato por las libertades laambición desbordante que infundió a sumarido Juan de Padilla, el regidor deToledo. Al principio parecía que todaCastilla se alzaba contra su Rey; peropronto los rebeldes se quedaron solos.Ni Andalucía, ni Galicia, ni las fuentesde Castilla —la Rioja, Burgos, laMontaña— siguieron a las ciudadessublevadas. Casi toda la nobleza levantóbanderas y mesnadas por el Rey; ya nole llamaban Emperador. Y mi padre,

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bien informado por Adriano, le nombródos corregentes de Castilla quesuscitaron la vergüenza de los traidoresy reavivaron la lealtad del pueblo. Yocreo que, en el peor momento de larevuelta, mi abuela Juana, en su locura,salvó a España. Los comuneros, dueñosde la Castilla central desde Madrid yToledo, entraron en Tordesillas yproclamaron reina efectiva a quien lohabía sido legítima, mi abuela Juana.Pero ella fue fiel a su hijo más que a símisma; y les rompió los decretos en lacara. En Castilla no se puede guardar unsecreto y antes de una semana lo supotodo el mundo. Allí terminó realmente larebelión.

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La nobleza estaba con nosotros, y laIglesia se encargó de recordar al pueblosu deber, cuando llegaron a España,desde finales de febrero de 1521,noticias sobre la firmísima actitud delEmperador frente a Lutero en la Dieta deWorms, en la que el hereje, fiado en lapalabra de mi padre, se presentó por fina mediados de abril. Cuando la miradafría del Emperador rubricaba laintimación de la Dieta a que reconocierasus errores, Lutero tembló por primeravez desde la proclamación de surebeldía. Mi padre y él supieron que enese momento comenzaba una guerra amuerte por el dominio espiritual ypolítico de Europa. Lutero, que se negó

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a retractarse, huyó como una rata graciasal salvoconducto imperial. Pero justouna semana después de la confrontaciónentre Lutero y mi padre las tropas lealesdeshicieron en Villalar el sueño de loscomuneros, cuyos hombres, abrumadospor su traición, se habían negado aluchar contra la sombra lejana de suRey.

Al año siguiente regresó mi padre aCastilla y en el documento en queconcedía el perdón a los comunerosquiso insertar personalmente unaexpresión que fue desde entonces cifrade su conducta como lo ha sido de lamía: poder real absoluto. Cientos deveces me insistió mi padre, aun cuando

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por mi niñez apenas lograba entenderle,en que poder absoluto no significa poderarbitrario; que ese poder habría de sercompartido con los consejos que élestableció y reorganizó; pero que a lapostre la decisión habría de ser sólonuestra, en la soledad de nuestro podertotal. Esto me lo enseñaría con suejemplo tanto como con las palabras,que fueron constantes.

Desde el mes de julio de 1522 al deoctubre de 1529 el Emperador no salióde España. Nunca en toda su vidapermaneció tanto tiempo en uno solo desus reinos. Sofocó los rescoldos de larebelión en Castilla, que se le entregósin reservas; algo más le costó liquidar

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las Germanías de Valencia y deMallorca, que se habían alzado máscontra los nobles que contra él. Peroesos años de España cambiaron yorientaron para siempre su vida. Se hizoespañol; y logró que España, cerradahasta entonces sobre sí misma —salvosu desangre por el océano—, se sintieraeuropea. Quería una España entera, conPortugal en su seno, como los grandespoetas portugueses que se sentíanEspaña. Todas las princesas de Europase rendían ante su trono, y él escogió ala más bella de todas, que era españolay portuguesa a la vez, mi madre, Isabel.Se rodeó de consejeros españoleselegidos por su competencia más que

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por su sangre: Cobos, Guevara, Valdés,y compensó de este modo el abatimientode las ciudades y los hidalgos por sucomplicidad en la rebelión comunera.Quiso tener y criar aquí a sus hijos; máspor convicción propia que por ruego —que fue insistente— de las Cortes. Enlas de Valladolid, que presidió pocosmeses después de su retorno, reconoció,desde su triunfo en la guerra civil, suspasados errores y prometióenmendarlos; los procuradores se lerindieron ante semejante magnanimidad.Reformó y estableció allí,definitivamente, el sistema de gobiernopor consejos, que despachaban losasuntos antes de someterlos a su firma.

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Un año después ya se expresabaperfectamente en castellano. Pero alsentirse cada vez más Rey de España, nopor eso pretendió simplemente retornaral pasado. Empezó a pensar en Españacomo base espiritual y material de sudesignio europeo; de su estrategiauniversal. Y durante esos largos años deEspaña adivinó lo que iban a significarpara él las nuevas Españas del océano,las Indias; como horizonte universal ycomo fuente inagotable de recursos. Allíse disponían sus hombres de Castilla aganarle más reinos de los que laCristiandad, más que el Imperio, iban aperder en la Europa rebelde. Pero paralograr su misión necesitaba conectar a

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España con Europa de forma definitiva;por eso abrió a Europa todas lasventanas de España, y supo combinar elhumanismo europeo de su más admiradoamigo, Alfonso de Valdés, con la fielausteridad española, un tanto cerrada, desu secretario Francisco de los Cobos.

En aquellos años tropezó tambiéncon su más persistente obstáculo parasus designios: el reino de Francia, quedesde entonces se convirtió en laprincipal preocupación de mi padre,como después en la mía. Francia,anclada en otros tiempos, había llegadotarde al nuestro, pero su inmensariqueza, su vitalidad sorprendente y elvigor insospechado de su Corona se

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interponía, durante todo el siglo, entrenosotros en España y en Europa.Quisiera dejar bien sentado desde elcomienzo de mis confesiones que si elgran objetivo intermedio de mi padre fueel aislamiento de Francia, en cambiopara mí la gran preocupación, la mayorobsesión de toda mi vida fue lasalvación de Francia, que estuvo a puntode perderse con el rey hereje de unadinastía enemiga nata de España: laCasa de Borbón. Dediqué mis últimasfuerzas a la salvación de Francia, forcéla conversión de los Borbones ymantuve a Francia en el seno de laIglesia. No me lo reconocerán jamás;pero en ello cifro mi mayor gloria.

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Francia había aprovechadoalevosamente la revuelta comunera y laausencia del Emperador para intentar larecuperación de Navarra, anexionada aEspaña por mi bisabuelo Fernando elCatólico. Vascos y navarros, quesiempre me fueron fieles, lograronresistir, como me contó detenidamenteFrancisco de Borja, el duque de Gandía,que se lo había oído varias veces anuestro capitán que defendió, hasta sugravísima herida, el castillo dePamplona, Íñigo de Loyola. Fracasadoen Navarra, Francisco I de Franciaquiso disputar a mi padre el dominio deItalia, que era la peana del Imperio.Estaba yo a punto de venir al mundo

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cuando el ejército imperial maniobrócontra el de Francia, dirigido por elpropio rey Francisco, en los campos deLombardía. Ésta fue la primera lecciónde arte militar que oí a mi padre en miprimera infancia; cuando confiaba enhacer de mí, por encima de todo, unsoldado, como era él. Los franceses secreían más modernos que nadie con sucombinación brillantísima de unacaballería pesada, mucho más lujosa queeficaz, y la mejor artillería del mundo.Los maestres de campo que mandabanlas tropas españolas en Italiaconvencieron a los imperiales yresucitaron la idea, dormida durantevarios años, que había dado sus

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victorias a Gonzalo de Córdoba, el GranCapitán; aligeraron la caballería yencomendaron el esfuerzo principal auna infantería móvil, apoyada en unaconcentración jamás vista dearcabuceros. Las armas de fuego y lamovilidad de nuestras tropasdesconcertaron a los franceses, que nisiquiera llegaron a disparar suspreciosos cañones. Ése fue el secreto denuestra victoria de Pavía en 1525, quenos entregó prisionero al rey de Francia,a quien mi padre encerró en una torre deMadrid. Centro de comunicaciones parala rebelión comunera, centrointernacional después de la victoria enItalia, este Madrid pequeño y sanísimo

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se iba imponiendo como un símbolopara la Castilla Nueva que quería mipadre edificar fuera de las murallastradicionales que nos habían traicionadoen la revuelta de las Comunidades. Poraquellos años mi padre pensaba en alzaresa nueva Castilla desde dos puntalesseguros: Sevilla, abierta al océano; yMadrid, donde confluían todos loscaminos de España. Yo completé eldiseño con Lisboa, y sigo creyendo quenadie será capaz de resistir en todo elmundo al poder de este triángulohispánico.

En fin, que con la Cristiandadfirmemente defendida en el Imperio, y lapromesa del rey de Francia, firmada en

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Madrid al comenzar el año 1526, derenunciar para siempre a Italia, elEmperador se consagró a su principaldeber en la tierra: crear y consolidar,desde España, su propia dinastía. Porruego suyo, todos los conventos deEspaña pidieron al Cielo un herederodigno de tantos reinos. La plegaria detodo un pueblo fue escuchada, y Dios mellamó al mundo.

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EL PRÍNCIPE DE ESPAÑA

El 9 de marzo de 1526 mi padre,cuya edad iba con el siglo, entrabatriunfalmente en Sevilla. Llegó alAlcázar y sin parar a cambiarseirrumpió en los aposentos de su prima yprometida, la princesa Isabel dePortugal, mi madre. Al día siguiente secelebraron las bodas, entre la alegría deSevilla entera. Mi padre ya poseía anchaexperiencia en las lides del amor: porentonces tenía una hija bastarda, mihermana Margarita de Parma, tan dotadadespués para el gobierno por suprudencia y realismo. Pero quedó

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prendado en la hermosura de mi madre,que además le supo comprender y amarcomo nadie en la vida. Pronto salieronpara la Alhambra de Granada, junto a laque mi padre dirigió las primeras obrasde un palacio con el estilo nuevo deinspiración italiana; pero con ordenexpresa de respetar las maravillas delos palacios moros, que a mi madre lehacían sentirse viviendo en el aire. Allífui llamado a la vida, entre el amor delhombre más poderoso y la princesa másbella del mundo.

El César necesitaba acercarse aEuropa, donde ardía contra él unaconfabulación poco natural: el rey deFrancia, infiel a sus compromisos, había

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acordado con el Papa la humillación delEmperador, a quien suponíanadormecido por sus amores de España.Pero lo que preocupaba más a mi padreeran los mensajes de sus ministros enViena, que le anunciaban una invasión enregla de los turcos, con la que el propioPontífice, olvidado de su misiónsuprema, parecía contar también,insensatamente, en beneficio de suaversión. Mis padres recibían estasnoticias gravísimas en Valladolid,corazón de Castilla, donde yo nací enpresencia de mi padre y de toda la Corteel 21 de mayo de 1527. Mi madre sufrióun parto sumamente difícil durante trecehoras interminables, hasta que cerca ya

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del desenlace pidió que la cubrieran elrostro para que nadie viera cómo sedesencajaba. «Puedo morir —repetía—pero no gritaré ante el Emperador». Nogritó, y mi padre se sintió el hombre másfeliz del mundo cuando dos semanas mástarde, el 5 de junio, me bautizó en SanPablo el arzobispo de Toledo, cardenalTa-vera. En las crónicas de aquellajornada se registra la tripleproclamación de un heraldo de la CasaReal:

«Don Felipe, por la gracia de DiosPríncipe de España». Sin embargo, anteun correo de Italia, mi padre ordenósuspender abruptamente los festejos pormi nacimiento.

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Y es que el 6 de mayo las tropasimperiales, en que formaban muchosherejes soliviantados por las prédicasde Lutero, se habían lanzado sobreRoma, tomada ya y castigada poco antespor los españoles de Nápoles, quereplicaban así a la inexplicable alianzadel Papa Clemente VII con el reyvencido de Francia y varios príncipesde Italia. Mandaba a los imperialesdesmandados el condestable de Borbón,que cayó muerto en la escalada de losmuros; pero asumió entonces el mandoel príncipe de Orange, quien ni siquieraintentó cortar el espantoso saqueo a quese dedicaron las tropas. Nunca habíasufrido Roma tal azote desde tiempo de

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los bárbaros, y el Papa quedó prisionerode los nuestros en el castillo deSant’Angelo. Mi padre proclamósolemnemente en Valladolid suinocencia en tan grave crimen, peronadie le creyó.

Ante la pujanza del ejército españolen Italia el marino genovés AndreaDoria se vino a nuestro bando y acabóde decidir la guerra. Nuestras tropaspasaron a la ofensiva tras la humillaciónal Papa, que pudo escapar de su prisiónpero se mantuvo neutral desde entoncesy aconsejó la paz a los franceses, quepor fin se firmó en Cambrai, ya en elaño 1529. El Emperador tenía prisa enconcluirla; por temor a una nueva

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ofensiva de los herejes en la Dietaimperial convocada en Spira; y sobretodo para atajar el peligro turco, quetras haber deshecho a los húngaros en labatalla de Mohacz se desencadenaba yacontra Viena. El prestigio de lainfantería española, revalidado en lasguerras de Italia, era tan alto que cuandolos Tercios del Marqués del Vasto seacercaron a Viena, capital de nuestraCasa, el sultán ordenó levantar el campoy se retiró vergonzosamente. Aquel año,asegurada la sucesión en España, mipadre salió para Europa. Ya noregresaría para estancias largas; todo elresto de su vida fue un viaje en pos desu ideal. Yo fecho entonces mis

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primeros recuerdos, tan confusos, decuando despedimos al Emperador enValladolid. Era un enorme revuelo perolas gentes parecían felices y colmadas; yes que mi padre había cumplido, comoluego supe, todas sus promesas aCastilla, que ya jamás se desviaría deél, ni de mí. Durante aquellos años deausencia, mi madre me daba casi todoslos días noticias del Emperador quiencombatía por nosotros y por Españadesde lejos, para conjurar con supresencia la amenaza de nuestrosenemigos. Ahora España celebró comocosa propia la coronación de Bolonia, el24 de febrero de 1530, cuando el PapaClemente, reconciliado con nosotros,

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impuso a mi padre la triple corona delSacro Imperio. Fortalecido con ella suespíritu, dejó imponerse a su afán detolerancia, que nunca consideró comocontradictoria con su firmeza; ysorprendió a los herejes, que desde laDieta del año anterior se llamaban, porsu actitud, protestantes, en la Dieta deAugsburgo, en ese mismo año 1530 dela coronación, tanto que alguien lemotejó, desde el campo intolerante,como discípulo del gran Erasmo, lo quemi padre tomó como un cumplido. Yo nolo considero así; porque en el testamentopolítico de Erasmo se incluía aquel Nonplacet Hispania que jamás le echamosaquí en cara, cuando le queríamos en

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nuestras cátedras. La benignidad de mipadre daba sus frutos y los protestantesparecían acceder a presentarse en ungran concilio que restaurase la unidad.Pero el Papa Paulo III, menos políticoque su antecesor, exigía retractaciones ysumisiones previas que los herejesrepudiaban. Y cuando por fin seconvocó el concilio ya era tarde.

Mientras tanto mi educación parasuceder dignamente a tan alto príncipese desarrollaba con serenidad en elcorazón de Castilla, bajo la dulcedirección de mi madre, la emperatriz.Yo me aficioné, desde que nacen misprimeros recuerdos, a la vida en elcampo, y nada me resultaba más grato,

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desde que al cumplir los tres años meregaló mi madre una ballestilla, queprobarla en los bosques de Aranjuez.Para seguir el ejemplo de mi padre seempeñaba mi madre en viajar conmigo.Pasamos en Ávila el verano del 31,acompañados por el duque de Gandía,un enamorado de la perfección quehubiera dado toda su sangre porpreservar uno de los cabellos de laemperatriz. Cuando hablé con la madreTeresa me dijo que entonces, a susdieciséis años, se había colado hasta laprimera fila para presenciar el momentoen que mi madre me presentó a la Cortecaminante vestido ya de greguescoscomo un joven caballero, tras quitarme

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para siempre las faldetas. Lo que sírecuerdo son mis riñas de entonces conmi hermana María sobre cuál de los dostenía más ropa; yo la llevaba un añopero me hacía rabiar mucho. Tambiénrecuerdo que cuando yo pegaba a mihermana en estas discusiones, mi madreme dio varias bofetadas para enseñarmecómo tratar a las damas. Se me hacenentretanto cada vez más precisos losrecuerdos sobre noticias acerca de mipadre, que por entonces, asegurada demomento la paz en Europa, donde ya nopretendía ser dominador sino árbitrodesde el trono imperial, trataba deconvocar a todos los príncipes para unacruzada que descuajase el peligro turco.

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Cuando en 1532 se produjo un segundointento de los infieles contra Viena, todaAlemania se unió bajo la espada delEmperador y nuevamente el anuncio dela inminente llegada de los Tercios deItalia al valle del Danubio puso a losotomanos en fuga; y desde entonces yano volvieron más a intentar la agresiónterrestre, aparte de algunos amagos. Lalucha se planteó entonces en el marnuestro. Durante toda mi infancia yadolescencia el Emperador trató deexpulsarlos de nuestras costas deEspaña e Italia. Yo viví entre mis juegostoda la emoción de España y de Europaante la gloriosa jornada de Túnez en1535; cuando regresaba para su triunfo,

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el Emperador estaba seguro deconvencer al Papa de que convocaraurgentemente el Concilio y, aseguradaasí la paz en Europa, él podría conducira toda Europa a la gran empresa deliberar el Santo Sepulcro del dominioinfiel. Por desgracia las noticias queencontró al desembarcar le obligaron alaplazamiento de tan altos designios;todo esto lo tengo ya muy vivo en mimemoria porque en ese mismo año deTúnez empezó formalmente mieducación.

Hasta entonces mi madre,preocupada por mi salud (yo me criabaendeble, pero no sufrí durante misprimeros años enfermedad alguna)

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insistía en tenerme todo el tiempoposible al aire libre, con gran contentomío; creo que por entonces nacieron enmi dos grandes amores que me hanacompañado siempre, a la naturaleza y ala soledad. Por temor a que unaactividad intelectual prematuracomprometiera mi salud, lo cierto es quehasta los siete años nadie se preocupóde enseñarme a leer y escribir. Una vezalguien se lo dijo a mi padre que montóen cólera y ordenó que se supliera conurgencia tal retraso. Un cortesano, nuncahe sabido cuál y por eso nunca se lo hepodido agradecer, compuso para mí unacartilla preciosa con dibujos y unaadaptación infantil de la gramática de

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Antonio de Nebrija, que aprendí casi dememoria. El mismo benefactor anónimotradujo la Institutio principis christianique Erasmo de Rotterdam había escritopara la educación de mi padre en 1516;y mi misma madre se encargó deexplicármela, con multitud de ejemplossacados de la historia de nuestra Casa,que ella mandaba preparar y repasabaen unos cartones. Mi padre supo consatisfacción de mis rapidísimosprogresos en la lectura, y respondió feliza mis primeros borrones. Quiso nombrarmi tutor al maestro Juan Luis Vives, quehabía ejercido poco antes tan alta misióncon la princesa de Inglaterra MaríaTudor; pero los consejeros españoles

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del gobierno se empeñaron en designar adon Juan Martínez del Guijo, que habíalatinizado su sonoro nombre castellanocomo Siliceo, el cual sustituyó albondadoso obispo de Salamanca, donPedro González de Mendoza, que comoayo interino me había enseñado lasprimeras letras.

Mi educación empezó solemnementecon una misa del Espíritu Santocelebrada el 1 de marzo de 1535; en lamisma fecha se inauguraba también lacasa del príncipe, bajo el mando de donJuan de Zúñiga como ayo y jefe de lacasa. Entonces pasé de pronto de lasencillez familiar junto a mi madre a larigidez de una casa vastísima, dotada

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con ocho capellanes, 51 pajes queestudiaban, en su mayoría, conmigo, ynumerosos servidores hasta cerca dedoscientas personas; cuando nostrasladábamos, se necesitaban seiscarros y 27 mulas, como noté en elprimer viaje. Don Juan de Zúñigacumplía su misión educadora con sumadureza, que me obligó a protestar antemi padre, sin resultado alguno; porquedeseaba compensar así lacondescendencia del buen Siliceo, dequien mi padre me escribía en 1543:

«Cierto que no ha sido ni es el quemás os conviene para vuestro estudio;ha deseado contentarosdemasiadamente». Mi padre pensaba tal

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por maledicencias de los amigos deVives, pero aunque tenía razón enmantener a Zúñiga, no acababa decomprender la maestría de don JuanSiliceo, a quien debo el habermeconvertido, pese a tantas tentaciones deindolencia, en un verdadero humanistacapaz, si no de alternar con los grandeshumanistas de mi tiempo, al menos deentenderlos y valorarlos. Entre Siliceo yZúñiga prepararon para mí unaeducación completamente española.Zúñiga, además de dirigirme en elejercicio del cuerpo, y el manejo de laespada y demás armas, me daba ejemplopermanente para la demostración dedignidad, gracia y autoridad que mi

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padre exhibía de forma congénita, y yoen cambio tuve que aprenderpuntualmente. Se empeñaba sobre todoZúñiga en que yo considerara comosuma de todas las virtudes de unpríncipe el dominio de mi palabra, demis reacciones y hasta de mipensamiento; lo cual logré bajo sudirección hasta tal punto que luegoalgunos observadores extranjeros de laCorte: lo han confundido con timidez.Siliceo aceptó de buena gana, porque notemía a los rivales de altura, laimposición por el Emperador de variosmaestros adjuntos a quienes dirigió conequilibrio: Cristóbal Calvete deEstrella, que me enseñó latín y

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humanidades, Honorato Juan, un soñadorque muchas veces me guiaba por nubesde magia y maravilla, pero sin descuidarsu misión de enseñarme matemáticas yarquitectura, mis lecciones preferidas; yJuan Ginés de Sepúlveda, experto engeografía e historia, que me enseñó elarte de la mnemotecnia y logróconvencerme de que un príncipedestinado a gobernar el mundo tiene queconocer todos sus rincones y dominartodo su pasado. Este maestro mehablaba casi siempre de nuestras Indias,y me enseñó a preocuparme por ellascomo si estuvieran a este lado delocéano. Yo hablé desde la primerainfancia el portugués de mi madre;

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llegué a comprender bien el francés y elitaliano, y aprendí tan rápidamente elinglés, sin llegar a hablarlo, que meenteré de muchas cosas por lasconversaciones de aquella Corteenrevesada, cuando nadie pensaba quecomprendía. Llegué a entonar el griego,sin dominarlo como el latín; y meencantaba la libertad y la alegría de esalengua.

Cuando mi padre regresó victoriosode la conquista de Túnez ya dije antesque topó con una sorpresa. El rey deFrancia, sin el menor sentido por ladefensa de la Cristiandad, buscabafrenéticamente la venganza de Pavía ysus tropas tenían ya ocupado el

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Piamonte. Con ello mi padre hubo deretrasar tanto la Cruzada como elConcilio por el capricho de un díscolorey francés que vivía en otros tiempos yno veía más allá de sus narices.Entonces el Emperador quiso darle unalección definitiva y combinó unaambiciosa operación militar. Unapotente escuadra desembarcó uncontingente hispano-italiano enProvenza, mientras desde otras fronterasnuestras tropas amagaban contra las deFrancia. Pero una guerra tan complejano se podía organizar como cualquierotra, y la empresa fracasó no por faltade valor sino de organización. Yo nohabía cumplido aún diez años pero mis

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conversaciones con Zúñiga me hicieroncomprender que las guerras del porvenirse tendrían que preparar tanto en la sededel gobierno como junto al campo debatalla. Y habría que pensar mucho másen los recursos que en los contingentesde tropa. Desde aquel momento mipadre cambió de idea; y para asegurar lacruzada y el concilio se propusogobernar Europa, bajo su hegemoníamoral, por medio de un directorio defamilias reales, los Austrias, delImperio y España, los Valois de Francia,los Tudor de Inglaterra y los Avis dePortugal. Soñaba ya con fomentar lasbodas reales entre todas las casas. Perocuando concertada la paz con Francia

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después del fracaso de la campañacombinada naval y terrestre pretendióformar una gran liga contra el Turco,solamente se le sumó la República deVenecia, y los resultados fueronindecisos.

En el verano de 1535 sufrí miprimera enfermedad. La alarma fueterrible en la Corte y salían correosurgentes para mi padre cada dos días.Alguien sospechó un envenenamientopero seguramente todo se debió a laingestión de pescado en malascondiciones, que desde entonces quedóproscrito de la Corte. Cuando me repusesentí con más fuerza la religión, ya queme había salvado tras dos meses y

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medio de angustia, y nunca dejé desdeentonces de oír misa cada mañana, congran satisfacción de mi madre que nuncame había forzado a ello. Debo a mimadre el sentido profundo de la fecatólica, y a mi padre la identificaciónde esa fe con la misión principal de laCorona. Durante mi enfermedad loscuidados de mi madre, un poco alejadade mí desde que comenzó mi educaciónformal, se intensificaron, y todavíarecuerdo con viveza su preocupaciónpor la apostasía del rey de Inglaterra,tan amigo y pariente nuestro, que rompiócon Roma en 1533 después dedeclararse cabeza de su propia Iglesiaen un rapto de locura. Enrique VIII

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repudió entonces y secuestró a suprimera esposa, mi tía Catalina deAragón, y mudaría en hostilidad laalianza que tan fielmente había guardadocon nosotros. Esta nueva extensión de laherejía me hizo pensar muchas veces enel peligro que Francia corría de perdernuestra fe; porque de España estuvesiempre completamente seguro. Yentonces, en 1539, cuando me hacía másfalta, murió mi madre Isabel y con mipadre lejos, en pos de su ideal cada vezmás comprometido, aprendí de veras loque significa la soledad. Vestido denegro, color que ya nunca quise cambiaren mi atuendo diario, acompañé a losrestos de mi madre desde Toledo a

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Granada, donde ella me habíaconcebido. Al abrirse el féretro para elpreceptivo reconocimiento, Franciscode Borja, marqués de Lombay y jefe dela comitiva, no se atrevió a testificar, alprincipio, que aquella había sido laemperatriz que adoraba; tan desfiguradaquedó tras el viaje. Fui yo mismo quienhube de decirle con toda firmeza, enmedio de mi dolor que me partía elalma, que aquella era mi madre, yentonces juró sobre mi palabra dePríncipe y pudimos sepultarla. Muchosaños después me contaría en el Alcázarde Madrid que aquella misma mañanahizo otro juramento secreto; no servirmás a señor que se le pudiera morir. Y

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durante los años siguientes se rumoreabacada vez con más insistencia supropósito de sumarse a los teatinos, quese llamaban a sí mismos jesuitas, conespanto de mi preceptor Siliceo que lesodiaba. Cuando mi padre supo la noticiapareció enloquecer, se encerró en unmonasterio y guardó luto de ochosemanas, seguido por toda la Corte. Yolo guardé toda la vida.

Traté de consolarme con lameditación durante la misa diaria, dondea veces sentía que mi madre me guiabasin hablarme, y con dar rienda suelta ami gusto, ya declarado, por la música,que me llevó a aprender la vihuela,mientras mi hermana Juana que movía

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bien la viola se concertaba conmigo. Ami padre le divertía, y le gustaba, miafición por el órgano, y la orden que di aZúñiga de reparar cuantos había en lascasas reales. Zúñiga aceptó, inclusocuando me empeñaba en añadir,desarmado, un órgano mediano a laimpedimenta de nuestros viajes. Comopese a mi pasión por las flores Dios menegó de nacimiento el sentido del olfato—lo cual, Terrones, puede resultar unabendición cuando se me derrama por elcuerpo, como ahora, la purulencia de lagota— llegué a estimar mucho más micapacidad para la música, querelacionaba cada vez más con mi gustopor la poesía latina. Al morir mi madre,

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y por recuerdo de ella, frecuenté muchomás mis excursiones por el campo. Aquítengo estos papeles de Zúñiga a mipadre enviados en 1540, cuando yoacababa de cumplir trece años:

«Anduvo en el monte a caballo bienseis horas. Que a él no se le hicierondos, y a mí más de doce».

«Todo su verdadero pasatiempo erala ballesta». Todas estas listas de gastosen mi casa parecen llenas de ballestas,flechas y otras armas y arreos de caza,sobre todo perros de calidad. Megustaba perseguir, en los bosquescercanos a Madrid, lobos, osos, cuervosy conejos. Nunca tiré a las águilas, porrespeto a nuestro emblema familiar.

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Pero mi padre hubo de limitarme elnúmero de piezas a cobrar por semana.Aquí hay otra lista de gastos de 1540:«joyas, perfumes, espadas de esgrima,lanzas para justas, una copita de vidriode Venecia». Zúñiga, por orden de mipadre, me tenía asignados treintaducados al mes para estos gastos, y yoempecé a llevar puntualmente lascuentas cuando advertí que el criadopagador me sisaba.

Aquel mismo año pasé algunosmeses en la Universidad de Alcalá, quehabía fundado el cardenal Cisneros. Mipadre me repitió luego más de una vezsu remordimiento por haberle dejadomorir en los momentos de su llegada,

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por el sentimiento del lejano desdén realque nunca pudo ser más injusto. Siliceo,mi maestro, se hacía lenguas delcardenal, cuya memoria veneraba. EnAlcalá escuché muchas lecciones, perocon poco método, y tuve después queaclarar la confusión que se me produjo,por estar acostumbrado al magisterio,más sencillo, que se impartía en la Casadel Príncipe. Recibí la primeracomunión en 1541, a los catorce años, ysentí desde entonces una fuerza distinta.Por entonces Francia se puso de nuevoen guerra con nosotros con la excusa deque nuestro gobernador en Milán habíapermitido o incluso tramado el asesinatode un agente francés. Francia imitó la

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estrategia de mi padre en la campañaanterior y atacó simultáneamente en elArtois al norte, el Piamonte, desde losAlpes y en la Provenza contra elRosellón, al sur. El fracaso fuecompleto, pero mi padre, que habíaregresado por breve tiempo a Españapara comprobar los progresos de mieducación y allegar fondos, comosiempre que estaba en apuros, consiguiórecuperar la alianza del rey inglésdejando al margen las diferenciasreligiosas, y en vista de la decisión deEnrique por mantener a su hija católica,María Tudor, en la línea sucesoria. Alabandonar España en 1543 paraenvolver a Francia desde el norte,

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decidió que yo estaba ya maduro para elgobierno y me designó regente deEspaña y las Indias durante su ausencia.Recibí casi con alegría esta inmensaresponsabilidad, que sin embargocontribuyó a desquiciarme por dentroante el contacto con el poder; pero miprimera reacción fue pensar cómo mehabría visto, entonces, mi madre.

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LA REGENCIA DEL REINOY EL PRIMERMATRIMONIO

El año antes de salir para sudefinitiva peregrinación europea, mipadre había pedido a sus íntimos de laCorte que le fueran buscando un retiro,como si presintiera que sólo volvería aEspaña deshecho y vencido por lamagnitud de su propio ideal. Pocodespués de asumir la regencia, uno deesos consejeros, alerta por ese primerindicio de un cambio del poder, mereveló que al Emperador le había

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gustado el lugar propuesto, en lasestribaciones de la sierra de Gredos, yal margen de todos los caminos deEuropa. Se llamaba Yuste, y decidíacercarme a verlo con motivo decualquier viaje de Corte. En fin, que enmayo del 43 mi padre salió de Españacomo Rey, para no regresar ya más quedespués de su abdicación. Me dejó porregente, pero bien rodeado de unaimponente corte de consejeros, quedesde luego me escuchaban siempre conrespeto, e incluso mostraban alguna vezcortesana admiración, pero despuéshacían lo que les placía segúninstrucciones directas del Emperador.Que les había puesto allí para que,

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mientras gobernaban de hecho, meiniciasen suavemente en la práctica delgobierno, con lo que prolongaban miperíodo de instrucción. Formaban entretodos un consejo de regencia, y lograbanconcertar sus fuertes personalidades portemor a que yo me quejase de susposibles desavenencias ante elEmperador, con quien mantuve unanutrida correspondencia, en la queradicaba mi verdadero poder.Dominaban el consejo los príncipes dela Iglesia: el cardenal de Toledo,Tavera, y el de Sevilla, Loaysa; quienpronto le sucedería en esa sede,Fernando Valdés, luego inquisidor; y mimaestro Siliceo, premiado ya justamente

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con un obispado. Además de mi ayoJuan de Zúñiga, formaban en el consejoel duque de Alba, don Fernando deToledo, que era el primer soldado deEspaña después de mi padre, con quiencongenié bastante a pesar de su carácteresquivo e intratable; parecía seguro dedominar mi voluntad, pero me enseñóentretanto todos los secretos de lamilicia y su arte. Completaba el equipoel secretario Francisco de los Cobos,cada vez más sorprendido por miinsospechada afición a los detallesadministrativos, que yo le obligaba aprecisar en los despachos, más largoscon él que con ninguno de los otros.Todos eran hombres eminentes,

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lealísimos a mi padre, y desde el primerdía de mi regencia me señalé elpropósito de llegar a alternardignamente con ellos. Luego no tuve lafortuna de reproducir, en mi reinado, unconjunto de colaboradores de talmagnitud. Cuando mi padre salía ya deEspaña firmó en Palamós unasdetalladas instrucciones para migobierno personal, que yo aprendí dememoria a fuerza de repasarlasdevotamente. Me encomendaba elcuidado de mis hermanas que ya se vanhaciendo mujeres, me sugirió —nuncalo había hecho de palabra— quedespidiera a mis enanos y bufones, en loque nunca le hice caso porque nada me

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distraía como ellos, en cuyas mentesretorcidas supe adivinar siempre unamor profundo; y me insistía sobre todoen que dominase mis impulsos amorososhasta mi próximo matrimonio, yaconcertado con los reyes de Portugal, ydurante su iniciación, para no repetir elagotamiento mortal del príncipe donJuan, ese malogrado hijo de los ReyesCatólicos cuya temprana muerte enmedio de sus excesos matrimonialesretrasó en tres cuartos de siglo la unidadde nuestra tierra. En las instrucciones,escritas de puño y letra del Emperador,con la orden tajante de guardarlas paramí como no fuera en confesión, meadvertía sobre las ambiciones de Alba:

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«El pretende grandes cosas y crecertodo lo que pudiere, aunque entresantiguándose muy humilde y recogido.Mirad, hijo, qué hará cabe vos que soismás mozo». Llamaba sobre todo miatención sobre los dos partidos que yase formaban en la Corte de España; elde los intransigentes guiados por Alba; yel de los políticos en torno a Ruy Gómezde Silva, un caballero portugués muyinteligente que había venido a la Cortecomo menino de la emperatriz y se habíaganado la voluntad de mi padre por suprudencia. Me aconsejaba no entregarmea uno de ellos; y no fiarme de nadie. Meanimaba a que continuase enmascarandomis emociones, como me había

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inculcado Zúñiga, a quien ahora yocomprendía mucho mejor, y a quesiguiera mostrándome devoto y justo,como él había ya comprobado. Creoque, cuando logré conjurar mis primerastormentas interiores desatadas alconjuro del poder, logré ser fielenteramente a las instrucciones de mipadre, durante toda mi vida.

A poco de asumir la regencia delreino, cuando ya me sentía afianzado enella, gracias a la exquisita cortesía yrespeto de mis consejeros, que mehacían creer que gobernaba, secelebraron en Salamanca mis bodas conla princesa de Portugal, mi prima MaríaManuela, hija del rey Juan III y de

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Catalina de Austria, la hermana de mipadre. La verdad es que ni en losengañosos retratos ante los que seconcertó, sin pedirme parecer, elnoviazgo parecía mi prima, tan adornadade virtudes, un trasunto de belleza comola que resplandeció en mi madre. Yollegué virgen al matrimonio, como ella,pero su presencia real me atrajo tanescasamente que inventé, gracias a uncorto sarpullido, una afección de sarnapara retrasar la consumación de nuestroenlace. El cardenal Tavera, que noshabía casado en noviembre del 43, sealarmó al no comprobar esaconsumación y se permitió aconsejarmeseveramente, por averiguar si había

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surgido algún impedimento. Le confesémi desvío y él lo puso en conocimientodel Emperador, de quien recibí unareprimenda por carta, lo mismo que demis suegros los reyes de Portugal, aquienes se quejaba amargamente MaríaManuela. Menos mal que las bodasexigieron la celebración de variostorneos, al modo de los descritos en elAmadís, en los que yo participaba confrenesí, en vista de mis frustracionesmatrimoniales. Una vez me empeñé enque las justas se tuvieran en la isleta quehace el Pisuerga cerca de Valladolid;cuando me acercaba, con miscompañeros, todos armados de punta enblanco, en una barca estrecha, dio el

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vuelco y caímos todos al agua, contemor de mi vida y luego de mi salud,por lo que hubo de suspenderse elfestejo. No sé por qué me empeñabaentonces en combatir sobre ínsulas.Poco después el escenario de otrotorneo fue una lengua de tierra sobre unlago de Guadalajara; allí logré arribar,pero me hirieron en las dos piernas ytuve que llevar bastón por dos semanas.En medio de tanta agitación mi primaMaría Manuela, aleccionada por suspadres, se deshacía en muestras deafecto que rompieron al fin mi costra dehielo. Yo empecé a acostumbrarme aella, que me hablaba en portuguésapasionadamente, y me hacía sentir cada

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vez más hondo su orgullo por ser miesposa. Nos fuimos acercando poco apoco, y concibió un hijo que nació en elverano de 1545, en Valladolid, como yo.Pero la inmensa alegría de la ciudad,espejo de la que invadió a todosnuestros reinos y sobre todo a mi padre,se vino abajo cuando María Manuela,incapaz de soportar el parto, murió a loscuatro días y me dejó viudo a losdieciocho años. Traté de concentrarentonces mi afecto en el herederoCarlos, que ya mostraba desde la cunareacciones extrañas, aunque nosparecían superables entonces. Nuncapude imaginar que en ese pobre niñovenía la cruz más amarga entre las

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muchas que he sufrido toda mi vida.Sepulté mi dolor en mi hijo y en una

dedicación mayor a las tareas degobierno. Mi consejo quedó atónito unamañana cuando les leí el borrador deuna carta a mi padre en la que lerecomendaba negociar con urgencia unapaz definitiva con Francia; Alba seopuso a transmitirla, por temor a lareacción de mi padre, pero todos losdemás se declararon a mi favor, porquesuponían el contento de mi padre alverme discurrir con criterio sobre unproblema tan complejo. Así fue y mipadre me dio la razón en su respuesta.

Ante el fracaso de las solucionespolíticas internas para lograr la

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concordia con los protestantes, elEmperador consiguió del Papa laconvocatoria de un concilio universal.Pero como último gesto deaproximación recomendó al Papa que secelebrara en Trento, cerca del centro dela Europa convulsa; y para no obligar alos herejes que quisieran acudir apresentarse en Roma, a la que yaodiaban. El tiempo mostraría que ya noera tiempo de concordias sino dereafirmaciones, pero cabe a nuestraCasa la gloria de haber contribuido deforma decisiva a confirmar en Trento,frente a los errores de los herejes, la fede nuestros padres y asegurar la denuestros hijos. Por incitación nuestra,

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porque yo me asocié a mi padre con tanalto fin desde los primeros momentosdel concilio, España se volcó en Trento,sin distinción de escuelas; los teólogosespañoles, los tradicionales y losinnovadores, los dominicos y losjesuitas, levantaron allí un baluarteformidable para la fe, contra el que seestrellaron los embates de la herejía.Mis teólogos impusieron allí laprioridad del dogma y su fijación, sobretodo en los puntos más controvertidospor los herejes, que no se atrevieron adefender en Trento sus desviaciones anteel pensamiento y la autoridad de toda laIglesia. Ellos en cambio no seríancapaces de convocar una reunión de tal

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importancia, aunque alguna vezinvocaron precedentes cismáticos detiempos recientes. Para mostrar su rabiaimpotente ante la convocatoria delconcilio, los príncipes protestantes seagruparon alrededor del más osado detodos ellos, el elector Federico deSajonia, campeón aparente delluteranismo, pero que en el fondo sesentía comprometido con sus rapiñascontra los bienes de la Iglesia,aprobadas cobardemente por Lutero enpersona; y con sus deseos de acabar conel predominio imperial en beneficio dela independencia completa de lospríncipes alemanes. Mi padre se pusoinmediatamente en campaña para

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responder a la provocación, y con laayuda financiera y militar del Papaemprendió desde Viena una audazofensiva que sorprendió al enemigo. Elejército español, reforzado porcontingentes del Papa, hizo maravillasen Alemania. En 1546 la victoria deIngolstadt dio al Emperador el dominiodefinitivo sobre el sur de Alemania; y alaño siguiente ganó la admirable batallade Mühlberg, su empresa militar másperfecta, donde descabezó a la Liga delos herejes al tomarles muertos oprisioneros a todos sus príncipes. Paracolmo de bienes el heresiarca MartínLutero había muerto poco antes con laíntima seguridad de su fracaso, que

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ocurrió en vísperas de que su almacondenada descendiese a losprofundísimos infiernos. Toda Europa,desde el Báltico a los Alpes, reconocíade nuevo el cetro y el dominio delEmperador. Sin embargo él quisoasegurar, por encima de todo, el triunfode la fe, y encargó a la nueva ordenaprobada por su aliado el Papa Paulo, laCompañía de Jesús, la fundación de unared de sus famosos colegios dehumanidades que marcaron, desdemediados del siglo, la fronterainfranqueable para la herejía enAlemania. Convencido por mi padre yocontribuiría luego, de acuerdo con miamigo Francisco de Borja, que me

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trataba como a un hermano menor antesde mi regencia, a la consolidación deesa barrera.

Como había desaparecido también elgran rival de mi padre, Francisco I deFrancia, el Emperador vio por entoncesa punto de cumplirse sus grandesdesignios en Europa. Que ahora seconcretaban así: afianzar elsometimiento de los príncipes y elaislamiento de Francia; consolidar elImperio hereditario en la Casa deAustria, sin someter la sucesión a lafarsa corrompida de los grandeselectores. Y continuar su proyectoimperial hispano-germánico bajo mipropia Corona. En la Dieta de

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Augsburgo de 1550, que se celebrócomo un consejo de familia, su hermanoFernando mostró generosamente suacuerdo con este plan; mi primoMaximiliano, su hijo, se opusorespetuosamente y propuso a mi padre ladivisión de las coronas, sin mengua dela más cordial colaboración. Peroentretanto mi padre había acariciado contal ilusión su idea sobre mi sucesiónplena en su mismo Imperio que en 1548me ordenó viajar hasta su Corteitinerante, que entonces radicaba enBruselas, con el fin de presentarme atoda Europa como su futuro Emperador.También deseaba tomar a su cargo laúltima etapa de mi formación para tan

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altísimo destino, en vista de losinformes muy severos y desalentadoresque le llegaban desde España por micomportamiento desde la muerte deMaría Manuela.

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LOS DEVANEOS DELREGENTE

He de aclarar aquí algunasrealidades que yacen bajo un montón deconsejas y calumnias acerca de misamoríos fuera de mis matrimonios. Y lodiré con toda claridad: desde la muertede María Manuela, que me sumió en unextraño letargo de voluntad, almatrimonio con la princesa de Francia,la tercera Isabel de mi vida (ya tendréocasión de recordar a la segunda),incluyendo en esos catorce años mienlace político con la pobre MaríaTudor, yo me comporté, en punto de

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amoríos, como casi todos los grandes demi Corte, como varios príncipes de laIglesia que seguían, aunque sin tantaostentación, el lejano ejemplo delcardenal Mendoza en la católica Cortede mis bisabuelos, la cual llenó deapuestos hijos a quienes se refería lareina Isabel como «los bellos pecadosdel cardenal»; de alguno de ellos mesobrevino, en mi reinado, no pequeñaperturbación y disgusto. Mi padre teníarazón al corregirme, mientras vivió, porestos excesos, pero no me había dadotampoco ejemplo de continencia, comolo prueban mis famosos hermanosbastardos, y los amoríos que sembró porEuropa en sus continuos viajes.

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No pretendo con todo esto excusarmis culpas, que bien confesadas ypurgadas las tengo, sino enmarcarlas enel ajetreo amatorio de una Corte juvenil,la mía como príncipe y como joven Rey,que con toda su solemnidad resultabamucho más mundana, alegre, jugadora yescabrosa de lo que han pintado misenemigos, como Antonio Pérez, quienpor cierto se llevó, a su destierro, lapalma de la licencia, la deshonestidad yel desenfreno. En la España de mitiempo aceptábamos la fe de cuerpoentero, pero la cultivábamos solamentede cinto y espada para arriba, dondelaten el corazón y la cabeza; donde seconcentran la sangre y la vida. El resto

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del cuerpo lo utilizábamos demasiadopara caminar, para danzar, y para pecar.

Este reconocimiento, y lasatisfacción por haber cortado de raízmis devaneos cuando, tras la tristísimamuerte de mi amadísima Isabel deFrancia, alguien me hizo comprenderque con mis desórdenes estabacomprometiendo mi misión ante Dios,no quita para que me resigne a cargarcon todos los desafueros que meatribuye la Corte y la opinión másmaledicente de la tierra, como no sea lade Florencia o la del Papa. Dije quellegué virgen a mi primer matrimonio,aunque bien instruido por mi confesor ymis médicos; por eso no sé quién pudo

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inventarse los dos hijos que meatribuyen con otra Isabel que jamásanduvo en mi vida, la Ossorio, dama dela Corte a cuya pretendida fama deliberal en sus costumbres convenía sinduda una preferencia del Príncipe, deque jamás gozó. Mucho más fantástica esla difundida historia de mis amoríos condoña Eufrasia de Guzmán, a cuyoesposo, según el infundio fraguado en laembajada de Venecia, agracié con elprincipado de Ascoli antes deeliminarle. Éstas fueron rivalidades yfrustraciones de los italianos en Madrid,que cuando no podían, como lograban decostumbre, dar una noticia importante,solían fingirla. Otros rumores tienen

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mayor fundamento, y ya trataré en sumomento lo que de verdad hubo entre mipersona y la princesa de Éboli, un rumorque ha llenado las habladurías deEuropa durante la mitad de mi vida,quizá porque se enrosca en una de lasgrandes tragedias íntimas de mi reinado.Pero en cambio debo confesar ya de unavez que uno de mis amoríos verdaderossurgió, en los primeros momentos, comoun gran amor: me refiero, sin contener laemoción después de tantos años, a miencuentro con Elena de Zapata, la mujermás hermosa de todo este siglo.

Era hija de uno de mis monteros, yemparentó por matrimonio con una delas familias más nobles de Madrid, los

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Zapatas, que no cejaron hasta inclinar midecisión —ya muy meditada yfavorecida— de trasladar a laacogedora y aireada villa la Corte detodos mis reinos. Mi montero era,naturalmente, de familia hidalga pero sinrecursos; mas la belleza de su hijadeslumbraba de tal modo en la Corteque con los dineros que recibió de unhermano que medraba en Nueva Castillacompró un coto en las afueras deMadrid, frente al cerro de Buenavista,donde empleó las mandas del hermanopara construir un pequeño palacioconocido por sus siete chimeneas, dondereinase tan impar beldad. Entonces yentre centenares de pretendientes, la

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casó con Zapata, un capitán de miguardia, de la que ella se enamoróperdidamente. Yo les conocí cuando unatarde mi montero me condujo a la casa,después de holgarme entre las gentesque llenaban el cerro vecino con susjuegos y corros; y quedé tan embelesadoque sin pararme a recordar el ejemplodel rey David hice que se ofreciera alcapitán un jugoso destino en los Terciosde Italia, de los que nunca volvió. Nome ofrecieron obstáculos ni la bella nisu padre, y gocé varios meses de miamor ardiente, con mengua de ladiscreción y hasta peligro para mi salud.Sospecho que el jefe de aquella familia,el Zapata que llevaba el título de conde

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de Barajas, no me perdonó jamás ladeshonra y a eso atribuyo tanto susmaniobras rayanas en la traición, aunqueexplicables por el rencor, como micondescendencia en ahorrarle el castigo.Dejé de ver a Elena, la más hondapasión de mi vida, al partir para lajornada de Inglaterra, y allí supe queotro pretendiente despechado ante susnegativas la apuñaló en la cama. Elpadre, enloquecido, ocultó el cadáver ysospecho que llegó a emparedarla, comodijeron por Madrid algunos de la casa.Ordené desde Inglaterra que se buscaseal cadáver y al asesino, peroinútilmente; y el padre se colgó a pocoallí mismo. Luego la casa de las siete

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chimeneas fue comprada por alguien queno temía a las leyendas, Juan deLedesma, secretario de Antonio Pérez; yotros potentados que contribuyeron a sutriste fama con nuevas desventuras.Quién sabe si allí sigue insepulto el grancapricho, la gran pasión de mi vida.

Mientras maduraba su designio enlos caminos sin descanso, se alarmabami padre por las cartas de Zúñiga, sobreel desorden y tiempo que pierde elPríncipe en acostar y levantar,desnudar y vestir, sin que dejase deinsinuar, aunque con pocos detalles,otras muestras mucho más graves de taldesorden, pero les preocupaba más —ami antiguo ayo y a mi padre— mi

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persistencia en la desidia que misaccesos de lujuria. Por una y otra causaordenó en pleno verano de 1548 que conun lucidísimo séquito emprendiera yo undetenido viaje por Italia, para subirdesde ella hasta Flandes a través de unode los «caminos españoles» que nosunían militar y comercialmente anuestros territorios del mar del Norte; elcamino que atravesaba las primerasciudades del Imperio. No les gustaba alos orgullosos alemanes servir decamino a los españoles y por eso millegada se rodeó de cierta prevención,no exenta sin embargo de crecientecuriosidad. La partida se fijó para elotoño de 1548 desde Valladolid, donde

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estaba entonces con mayor frecuencia laCorte de España.

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EL GRAN VIAJE AEUROPA

De acuerdo con las órdenes delEmperador, salí de Valladolid paraCataluña el 1 de octubre de 1548.Quería mi padre que conociera bienCataluña, la Marca Hispánica que losprimeros príncipes del Sacro Imperiorecuperaron para la Cristiandad ysembraron de castillos. Solía decir mipadre que en Cataluña empezaba yaEuropa; una Europa en casa que meconvenía valorar precisamente paramantener el equilibrio de mis reinos.Entre nuestros títulos figuraba, no por

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mero símbolo, el condado de Barcelona,que había vertebrado la Corona deAragón.

Por expreso designio del Emperadormi séquito resultó mucho más lucido ysolemne que los que le acompañaban ensus viajes por España. Toda la grandezapugnó por viajar conmigo. Con estemotivo fue nombrado mayordomo mayory jefe de la casa del regente donFernando Álvarez de Toledo, duque deAlba, de quien ya he hablado; gracias asu lealtad y dedicación, compatibles consus accesos de ira y su pésimo humorhabitual, le retuve en ese honroso puesto(que por cierto le costó muchísimodinero, de lo que se quejaba

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amargamente pero en secreto, porque sulealtad igualaba a su tacañería) hasta sumuerte en 1582. Poco antes, cuando alcomienzo de mi regencia se declaró unarebelión entre los levantiscos jefesespañoles en Nueva Castilla, comollamábamos al reino del Perú, Albaaconsejaba el envío inmediato de unejército que aplastase la revuelta; seimpuso mi criterio de solucionarla conun simple oidor casi sin escolta, yresultó. Desde entonces el duque metuvo un sorprendido, pero sincerorespeto. A las órdenes de Albamarchaban en mi cortejo el duque deSessa, el conde de Cifuente, elmayordomo de servicio Antonio de

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Toledo; el caballerizo mayor, RuyGómez de Silva, ese cortesanoportugués a quien mi padre tenía pororáculo y que, siempre inclinado amétodos de concordia, disputabaincansablemente en los Consejos con elgrupo acaudillado por Alba. Veníantambién el Almirante de Castilla que semareó después copiosamente en lostrayectos por mar porque jamás habíasubido a un barco; el nuncio Poggio, queme observaba casi con impertinencia ylo escribía todo; el cardenal arzobispode Trento, que me hizo comprendercomo nunca la amenaza protestante; mipreceptor Siliceo, a quien encantabaviajar y Antonio Cabezón, mi organista

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ciego, que tuvo un éxito sin precedentesen las grandes ciudades del Imperio,donde me lo querían arrebatar, y quelogró escribir varias de suscomposiciones más inspiradas en losdescansos del viaje. Con una formidableescolta de mil quinientos infantes, aquienes Alba mantenía permanentementeen pie de guerra y hacía maniobrar porsorpresa a la menor ocasión,descendimos por el valle del Ebro,velamos armas, como hacían los grandescaballeros entonces, ante la Virgen deMontserrat y embarcamos en Castelló deAmpurias, donde nos esperaba, contodas las flámulas y gallardetes de Italia,la flota genovesa de Andrea Doria. Por

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la celeridad del viaje, que mi padreurgía, casi no pude conocer entonces deAragón y Cataluña más que el fervor desus gentes, que me aclamaban unos en sulengua recia, otros con la suya tan suave.En aquel viaje apenas pude detenermeen la ciudad de Barcelona, que habíaconocido a los cinco años, en 1533,cuando fui con mi madre y mi hermanaMaría a recibir a mi padre que venía deItalia; recuerdo que entré en la ciudadcon un ramo de rosas en cada mano, laflor que adoran en aquella ciudad, a laque volví para jurar sus privilegios en el42, para recibir a mi esposa Isabel en el60 y para despedir a mi hija Catalina enel 85. Barcelona me ofreció siempre con

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generosidad sus justas en el Borne, y unavez me invitó a presidir su procesión delCorpus. Siempre me encomendé a suVirgen de la Merced, y de susAtarazanas vinieron a mis escuadras lasmejores galeras del mundo. Algunas meesperaban ahora en la costa deAmpurias, donde flameaban sobre lamar las banderas de Génova en lascincuenta y ocho galeras de Doria;flanqueadas por cinco naves de Vizcaya,cuatro de Flandes, once carabelasportuguesas y varias naves catalanas deguerra y transporte. Los exploradores deDoria nos presentaban un marenteramente libre de enemigos, yarribamos a Génova con toda felicidad.

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Durante muchas semanas recorrimosel norte de Italia. Era pleno invierno, yaproveché el viaje para repasar ElPríncipe de Nicolás Maquiavelo, quepretendían interpretarme, de maneracontradictoria, Siliceo y Gómez deSilva. Esta meditación me produjo granenojo con los príncipes italianos, tanindignos entonces y ahora de su tierrabellísima, y sin poder reprimirme tratécon altanería, en Mantua, al duque deFerrara y al embajador de Venecia quepretendían darme lecciones en presenciade mis consejeros. Aprecié en cambio lalección militar de Alba en el castillo deMilán, ciudad que me definió como laplaza de armas de España (él no decía

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nunca el Imperio) en el sur de Europa, yme prometí volver a ella detenidamente;porque allí como en ninguna parte se memostraron complacientes lashermosísimas mujeres de aquella tierra,mucho más preparada para la paz quepara la guerra que suele asolarla, por lamanifiesta incapacidad de sus príncipespara unirse y defenderla de extranjeros.En las ciudades del Imperio se merecibió al principio con frialdad, comosi quisieran devolver el rechazo de loscastellanos a mi padre cuando vino deFlandes por primera vez. Parece que leinformaron sobre mi carácter adusto yaltivo, cuando lo que realmente mesucedía es que llegué a sentir en mi

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carne la proximidad y los zarpazos de laherejía, al cruzar por tantos campos debatalla teológica y militar: Innsbruck,Múnich, Augsburgo, Heidelberg, Spira.Todo cambió al entrar en Luxemburgo,que era ducado de mi padre porherencia. Y ya entrábamos en los PaísesBajos, la tierra de Flandes, donde porfin rendimos viaje en Bruselas, junto ami padre, el 1 de abril de 1549.

En tan largo recorrido empecé acomprender los enrevesados problemasde Italia; pero me sentí ajeno enAlemania. Como mi padre adivinó queel sentimiento era mutuo, se inclinabacada vez más a la solución sucesoriaque finalmente adoptó; designaría a su

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hermano Fernando como heredero en elImperio; y me encomendaría a mí susreinos de España con Italia y las Indias.Le quedaba por asignar la sucesión delos Países Bajos, que reclamaban losimperiales como fachada comercial yestratégica de Alemania en el mar delNorte y frente a la desconocidaInglaterra, donde pronto reinaríaventurosamente, después de lasenormidades de Enrique VIII, su hijacatólica que llevaba nuestra sangre,María Tudor. Aunque de momentoocupaba el trono su débil y enfermizohermano Eduardo.

Pues bien, en Flandes, Brabante yHolanda, en nuestros Países Bajos que

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años después se convirtieron en laespina y la pesadilla de mi reinado, pasélos meses más felices de mi vida hastaentonces. Allí llegué a comprender loque significan realmente los palacios ylos jardines; allí me inicié en el gusto ylos misterios del arte nuevo, y envié aEspaña los primeros cuadros para micolección, que inauguré con la mayorsorpresa artística de mi viaje, ElDescendimiento de micer Van derWeyden, que parece pintado en medio deuna visión. Mi tía Margarita, regente delos Países Bajos en nombre de mi padre,organizaba en el palacio de Binche unasfiestas según los relatos del Amadís queconvertían en juegos infantiles los

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ingenuos torneos de Castilla. Pero alentregarme a las mayores dulzuras de lavida, porque las damas de aquella Cortepracticaban las artes amatorias delAmadís de forma mucho menosalambicada, no descuidé nunca examinarcon mis consejeros las noticiassemanales que venían de España. Asíme enteré, por ejemplo, de cómo lamoneda de plata arrinconaba, gracias ala regularidad de las flotas de Indias, alpropio oro; y de los progresos de laorden fundada por nuestro antiguocapitán Ignacio de Loyola, que seríaprincipal colaborador de mi padre parala defensa de la fe en Alemania, y quesegún las noticias de mis consejeros «se

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había hecho lenguas del hálito debondad y santidad que emanaba deljoven príncipe de España». Unapiadosa exageración que sin duda deboa los informes de mi amigo Francisco deBorja; y menos mal que el finadogeneral y fundador de los jesuitas nosupo de mi conducta entre los festejosde los castillos del Hainaut.

En abril de 1549, cuando lasimpresiones favorables que suscitó millegada terminaron de convencer a mipadre, recibí el juramento de fidelidadcomo sucesor por parte de los EstadosGenerales de Flandes. Maduraba mipadre su política matrimonial comoprincipal instrumento de su estrategia.

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Quería para mí, como segunda esposa,una princesa de Francia; para su hijaMaría un entronque imperial; y para mihermana Juana la corona portuguesa.Logró todos esos propósitossucesivamente; porque entonces nada seresistía a su poder. Sin embargo cuandodecidió investirme como heredero deFlandes, contra las apetencias de lanueva dinastía imperial que iba aencabezar su hermano Fernando, ya teníameditada una nueva orientaciónestratégica para el conjunto de nuestrascoronas. Comprendía de lejos, cada vezcon mayor claridad y hondura, la fuerzainmensa de las Indias para el futuro delmundo; y por eso, sin abandonar por ello

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la defensa de la fe en Europa y en elMediterráneo, quiso construir, mirandomás a Occidente, un imperio del océano.Por eso me quiso entregar Flandes, queno sería la fachada imperial, sino laavanzada de España en el mar del Norte.Por eso, sobre todo, pretendió y logródespués que yo fuera, antes de ceñir lacorona de España, rey de Inglaterra.Creía que entre Madrid, Londres yBruselas (con la posibilidad siempreacariciada de Lisboa) podría tenderseun solidísimo pilón de puente sobre elmar para enlazar con las Indias al otrolado. Quizá por eso estalló su cólera deforma terrible cuando le contábamos,como una broma del viaje, los mareos

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del almirante de Castilla. Al tomarcuerpo en su mente y su corazón estemaravilloso proyecto, aflojó un tanto suindomable presión sobre los príncipesprotestantes en la Dieta de Augsburgo,el año 1550, cuyo Interim trataba deatraerles, sin resultado, mientras loscatólicos lo tomaron a claudicación.

Plenamente logrados por mi padrelos fines de mi viaje a Europa, regresé ami regencia de España en 1551, pero yacon otro aire. No era más un aprendizsino un gobernante pleno. Me prestaronjuramento de fidelidad las Cortes deNavarra en Tudela como ya lo habíanofrecido, desde mi infancia, las deCastilla y luego las de Aragón. Desde

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mi regreso de Flandes establecí, con mipadre, un sistema de cogobierno quefuncionó admirablemente. Le consultabalas decisiones más graves que admitíanespera; y tomaba personalmente lasurgentes, tras oír a mis consejos ydespachar con los secretarios de talesconsejos. Se logró, con esteprocedimiento, una identidad casiabsoluta de criterios y políticas entre mipadre y yo, lo cual hizo revertir sobremí todo el inmenso prestigio delEmperador.

Sin embargo el mismo año de miregreso a España el Emperador sederrumbó por dentro ante la degradaciónreligiosa del Imperio, que cundía como

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la peste. Fueron años de sequías ycatástrofes que no lograban compensarni de lejos las flotas de Indias, másescasas y menos provistas que nunca. Sevaciaron las arcas imperiales y Castilla,esquilmada, no era capaz de responder amis insistentes peticiones ni pagaba losimpuestos con la facilidad de lostiempos de abundancia. Mi padre tuvoque retrasar los proyectos sucesorios enel Imperio, licenció a la mayoría de sustropas, con excepción de los Terciosmás selectos; y se tuvo que encerrar enla fiel ciudad de Innsbruck, mientras lospríncipes herejes, acaudillados por eljoven elector Mauricio de Sajonia, queera un gran soldado, se unían en la Liga

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de Chambord con el también joven yambicioso rey de Francia, Enrique II,que con olvido de las obligacionessagradas de su fe aportó a la coyundauna alianza pérfida: la del Gran Turco.La política más rastrera pasaba sobre lareligión, por primera vez en laCristiandad; herejes e infieles se uníanal Rey cristianísimo para eliminar a laCorona del Sacro Imperio. Más afectadomoral que militarmente, mi padre quedócomo paralizado cuando la infame ligarecuperó, tras algunas victorias, elcontrol de Alemania central. CarlosQuinto, por primera vez en su vida, tuvoque huir a uña de caballo para no caerprisionero de sus súbditos rebeldes y

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perjuros. Salió silenciosamente deInnsbruck y tuvo que refugiarse en lafortaleza de Milán, desde dondecontemplaba, sin medios, la catástrofede su Imperio, el hundimiento de sussueños.

Pero en el momento más difícil de suvida le salvó España gracias a midecisión sobre la paz en Nueva Castilla.Mi enviado, el licenciado Lagasca,calmó las guerras civiles del Perú, y nosremitió con toda felicidad el oro y laplata de varios años, incluido el que losconquistadores habían tomado en eltemplo del Sol, en la ciudad del Cuzco,capital de los incas. Nunca tanta riquezahabía cruzado el océano. El oro y la

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plata de España devolvieron la savia alImperio acosado y el ánimo alEmperador, que salió de Milán paraconvocar la Dieta de Passau, dondeentre firmezas, amenazas y sobornosrecuperó la obediencia y la iniciativasobre los príncipes. Dios nos bendijocon la muerte de Mauricio de Sajonia y,restablecida la situación imperial, mipadre volvió a su designio oceánico,respaldado ahora por la opulencia de lasnuevas minas abiertas por nuestrosvirreyes en Zacatecas de la NuevaEspaña y Potosí, en el Alto Perú. Se hadicho en Amberes que la riada de platapasaba por España sin fecundarla. Perono es cierto; por esos años los quince

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mil telares de Sevilla tenían encargospara tres temporadas, y se amasaban allíenormes fortunas en manos españolas.Cierto que nuestros incipientesbanqueros no lograron llegar siquiera ala suela del zapato de los flamencos ygenoveses, pero Génova y Amberes erantambién ciudades de nuestros reinos.

Dominados los príncipes díscolosdel Imperio, mi padre se revolvió contraFrancia, la impúdica aliada del Turco.Logró brillantemente la recuperación deEstrasburgo pero fracasó en el asedio deMetz y tuvo que defendersepersonalmente, con valor y éxito, de lacontraofensiva francesa sobre Namur.Mi padre atribuyó el fracaso de Metz a

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que su salud, muy resentida, le impidióllegar a tiempo para ordenar el asalto; yal ver que yo no servía para soldadotomó secretamente la decisión deretirarse. Para frenar la osadía francesaordenó a nuestra caballería de tresnaciones —España, Flandes, Italia— ladevastación de Champaña. Desde 1553mi padre residía en los Países Bajos,donde proyectaba mejor sus planes queya eran más oceánicos que continentales.Ruy Gómez de Silva leyó en uno de misconsejos una sentencia de Hernán Pérezde la Oliva sobre el cambio de España yPortugal en el conjunto del mundo:«Antes estábamos en un cabo del orbepero ahora en el centro de él». Como

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para corroborar estas gloriosaspalabras, que hice inmediatamente mías,el Señor se llevó al pobre rey dolientede Inglaterra, Eduardo, y subió al tronoMaría Tudor, con la idea firmísima dereconciliar a Inglaterra con Roma.Entonces mi padre vio el cielo abierto,improvisó con los agotados franceses latregua de Vaucelles, para tener lasmanos libres, y me propuso un segundomatrimonio con nuestra pariente la reinaMaría de Inglaterra, que aceptó la ideano solamente con satisfacción, sino converdadero frenesí, en cuanto susenviados le informaron con exageraciónasombrosa sobre mis imaginadasperfecciones. Cuando vio que tan

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providencial proyecto se encauzaba, mipadre creyó cumplida su misión en laTierra y con esa magnanimidad yserenidad que ningún otro monarca de laHistoria había poseído como él,comenzó a preparar minuciosamente suretirada gradual, y me encargó acelerarlas obras de su pequeño palacio enYuste.

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EL RETRATO DEL JOVENREY DE NÁPOLES

Mi mejor retrato se debe al mejorpintor de nuestro siglo, Tiziano, pero elque llevaron de España a la reina Maríade Inglaterra, y que según ella me dijoluego encendió su amor y su deseo sobretodas las cosas, debía proceder de unartista, cuyo nombre nunca indagué, másadulador que sincero. Después denuestra boda en Inglaterra, la reinaMaría, sabedora de mi gusto irresistiblepor toda clase de papeles, me dejórepasar el legajo de los informes ydescripciones que había recabado sobre

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mí antes de decidirse no sólo a casarsesino a enamorarse de un príncipeespañol. Ahora reproduciré algunas deestas informaciones con nostalgia, queexcluye, Terrones, toda complacencia.Estoy ante la muerte próxima, que sóloes un principio para nuestra resurreccióncon los mismos cuerpos y almas quetuvimos.

John Elder, un enviado secreto de lareina María que no sé si llegó a vermeen persona, pero desde luego hubo deconocer el favorable retrato que porentonces me había hecho Tiziano, medescribía así:

«De rostro es bien parecido, confrente ancha y ojos grises (yo me los

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veía más azulados), de nariz recta ytalante varonil. Desde la frente alextremo de la barbilla, su cara seafina; su forma de caminar es digna deun príncipe. Y su porte tan erguido queno desperdicia una pulgada de altura.Pelo y barba son rubios. En resolución,su cuerpo está perfectamenteproporcionado, así como los brazos,piernas y los demás miembros, deforma que la naturaleza no parececapaz de labrar modelo tan perfecto».

Otras observaciones alababan miforma de sonreír, si bien algunosinformantes menos benévolos advertíanque mi sonrisa cortaba como espada,aunque yo no recuerdo haber sonreído

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jamás por ironía, sino por felicidad. Esverdad, como dice otro billete, que meacariciaba la barba puntiaguda, y que,sobre todo en mis conversaciones ydespachos de estado, hablaba en vozbaja y miraba fijo a mi interlocutor;siempre desconfié de los hombres queno se atrevían, por falsa modestia, amirarme a los ojos, al menos alguna vez.Todos los informes citan miminuciosidad, unos como virtud, otroscomo defecto; y es verdad que mepreocupé siempre de los detalles, perosiempre traté de no perder la visión delconjunto. Otros dicen que receléhabitualmente de los fuertes —Alba,Farnesio, mi hermano Juan— y en

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cambio me confié a los aduladores ysinuosos, como Ruy Gómez o los Pérez.Algo hay de verdad; pero nunca temíelevar a personas de valía, y ante los decarácter más enérgico sólo me opuse asus intentos de imposición, jamás a sufirmeza. Unos exaltaban mi prudencia,otros criticaban mi timidez, como sihubiera en mí dos naturalezas; elapocamiento natural y la conciencia demi enorme poder. Nunca me sentíapocado sino responsable; muchas vidasy haciendas podrían depender de unalejana decisión mía, y por ello tardaba aveces demasiado en resolver. Pero enmis diez o doce horas diarias de trabajodespaché, alguna vez, más de trescientas

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cédulas o asuntos, que me venían bienpreparadas de los consejos. Laexperiencia del terrible desánimo de mipadre en el 51 me enseñó a dominar, afuerza de voluntad sin límites,abatimientos semejantes que mesobrevenían cuando se cerraban todoslos horizontes a la vez. Poco a poco, alcomprobar que Dios me enseñaba lasalida de las situaciones más difíciles,renació la confianza en mi destino y enmi misión.

María de Inglaterra se admiraba demi amor a los papeles, porque ella noleía apenas alguno; se limitaba a firmarlo que le ponían delante las personas dequienes se fiaba. Yo creo en los papeles;

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no sólo porque los archivos ydocumentos son la memoria del pasadoy yo, que jamás temí al juicio de laHistoria, quiero dejarlo bien abastecido;sino sobre todo porque ante un escrito sepuede meditar más profunda yeficazmente que en medio de una nubede palabras, en las que interviene el artede la persuasión y del engaño.

A María le agradaba mi escrúpulopor la limpieza y el aseo y la sobriedadde mis vestidos, casi todos de terciopelonegro sin más adorno que el Toisón denuestra familia. Y le admiraba micompleto descuido por mi seguridad enuna Europa convulsa donde se producíancon tanta frecuencia atentados, a veces

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mortales, contra los reyes. Quizá yoprolongaba indebidamente fuera deEspaña mi certeza absoluta de que jamáslevantaría contra mí su mano un español;y que jamás permitirían los españoles,presentes hoy en toda Europa, que unextranjero me amenazase. Tambiéncomprendía mi esposa inglesa, quehabía sido una gran solitaria, mi gusto ymi culto por la soledad, que siemprecompensé con un intensoacompañamiento interior. Se divertíacon mi afición a plantar árboles desombra y ornato, más que frutales, entodos los palacios donde residía más deuna semana. Esto lo aprendí en Flandes,donde viven los mejores jardineros del

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mundo, si bien de Inglaterra saqué paratoda mi vida un gran amor a los bosques,que abundan allí como en parte algunafuera de las montañas alemanas. Quisesembrar también de bosques a España,donde por ventura no faltaban; yprohibir la torpísima tala de los árbolesmejores, porque los que vinierandespués de nosotros han de tenermucha queja de que se los dejemosacabados. Me admiré de que con esosbosques y esos árboles Inglaterracareciera de una buena escuadra deguerra; pero mi enigmática cuñadaIsabel, de quien he de hablar luegodetenidamente, debió recordar luego misconfidencias sobre este punto, y

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convirtió a su isla en la peor enemiga denuestros mares. Ya su padre Enrique VIIIhabía empezado a aficionar a lossedentarios nobles ingleses con lasaventuras de la mar, y empezaban acundir entre ellos buenos navegantes,que aprendían de nuestros vascos ycántabros.

Cuando gracias al consejo y ejemplode mi padre, tras mi viaje del 48,recuperé un vivir ordenado, casi nuncame salté las normas que entonces meimpuse. Me despertaba, casi sin ayudaajena, sobre las ocho, y pasaba leyendoen la cama una hora. Entonces melevantaba y con la ayuda de un solomayordomo me afeitaba y vestía.

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Después de la misa y el almuerzodespachaba con mis consejeros ysecretarios por turno riguroso, y luegorecibía varias audiencias hasta el breverefrigerio del mediodía. Nunca dejé lasiesta, ni en mis viajes, tras de la cualpasaba ocho horas sobre mi escritorio,con la ayuda de mis secretarios.Cenábamos a las nueve y durante mivida de matrimonio solía visitar a laReina en sus aposentos o antes de misa,que me apetecía más; o después de lacomida o bien antes de retirarme.

María de Inglaterra quiso comersiempre conmigo y adaptógenerosamente las costumbres de suCorte a mis preferencias. Apenas

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tomábamos nada fuerte en el refrigeriode mediodía. Las comidas de verdad,con casi los mismos manjares, eran elalmuerzo y la cena. Allí se servíaninvariablemente pollo frito, perdiz opaloma; piezas de caza, pollo asado yfiletes de vaca de cuatro libras, casicrudos; excepto los viernes, en que nosveíamos forzados a tomar pescado, hastaque obtuve del Papa dispensa paratomar también carne los viernes, exceptoel Viernes Santo, donde ayunaba casipor entero. También gustaba de lassopas variadas y el pan blanco, y en lacena venían frutas y ensaladas, por másque recelaba de frutas y verduras, comodel pescado, por miedo a corrupciones

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que alguna vez me pusieron en gravepeligro, como ya relaté. Con frecuenciase me producían atascos que remediabacon trementina y otros vomitivos. Exigísiempre que se cambiase el orinal en elexcusado cada dos semanas; y que seguardase en tal lugar una limpiezaexquisita, sin que nadie, ni siquiera lareina, pudiera compartirlo conmigo.Casi siempre padecí de almorranas, ymal de estómago. A veces los catarrosse prolongaban durante semanas, y noparaba de toser incluso cuando habíadesaparecido la fiebre. Desde que ceñíla corona sentí dificultades en lasarticulaciones, que luego degeneraron enesta terrible gota que me tiene ya

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postrado sin remedio. Ya maduro se medeclararon un verano tremendas ansiasde beber y comer a todas horas, signo dehidropesía que logré contener, por elacierto de mis médicos, con una fuertereducción en las comidas y un ejerciciocorporal menos violento pero mássistemático. No hace mucho se mealborotó la bilis, caí varios veranos confiebres recurrentes que se me curabancomo por milagro con las aguas de estasierra; hasta que la hidropesía y la gotase combinaron para postrarme comoveis desde hace ya más de mes y medio.

No me obsesioné, aunque sí meapasioné con mi salud, sobre todo antesde conseguir un heredero de la Corona

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que no se me muriera en la cuna; nuncallegué a imaginar qué sería de estosreinos sin mi sangre para regirlos. Másde una vez pedí el diario que llevabanmis médicos y consulté con ellosproblemas de mi salud. Aquí veo, porejemplo, un inventario de mi pequeñabotica particular, que ordenabapersonalmente: Cuerno de rinoceronte,coral, ámbar, bálsamo, coco, tressortijas de hueso que dicen ser buenaspara las almorranas, un limpiador dedientes de ébano, con dos engastes deoro esmaltado; una boseta de platadorada, pequeña, para tener polvos dedientes; un palo de oro con las cabezasvueltas para dar cauterio a los dientes;

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un punzón y una paletilla para lasorejas, y otra pieza para raer lalengua, todo de oro; una escobillachiquita para limpiar los peines; dosdedales de plata para guarda de lasuñas; un vaso de plata para tomarpurgas.

El cuidado por mi salud se extendíaa la de mis esposas e hijos, de quienesya os hablaré. La impasibilidad aparenteque nacía de mi dominio interior, que yafue completo tras la muerte de mi amadaesposa Isabel de Francia, encubría missentimientos, que de haber encontradocauce sensible me hubieran destrozado.Me pasaba las tardes, y a veces granparte de la noche, clavado sobre mi

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escritorio y en ocasiones graves me traíalos papeles a la cama. Flaqueé muchasveces en la aplicación pero jamás se meoscureció la norma ni la guía interior.Procuré huir de la arbitrariedad ycultivar la justicia, sin mengua de mipoder real absoluto que me transmitiómi padre tanto en la práctica como en laidea; pero ese poder estuvo siempre alservicio de una misión, que identificabala defensa de la fe y el prestigio de laCorona. Amé a España sobre todas lascosas de este mundo, quise al pequeño,cómodo y alegre Madrid, aunque notanto como a esa Lisboa abierta alocéano; y sobre todo me encontré encasa aquí, en el palacio del Monasterio,

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que yo quise levantar como prueba no yade mi victoria sobre Francia sino de micontinua preocupación por ella. DeFrancia me han dicho algunos hugonotesque estoy en San Lorenzo del Escorialcomo la araña en el centro de la tela,pero las principales vibraciones quellegan hasta las mallas de esa tela hansido siempre los gritos de angustia deesa Francia auténtica en tan gravepeligro de abandonar la Cristiandad. Siyo he contribuido, como creo, a evitarlopara siempre, mi vida tiene ya unajustificación.

Muchos de los detalles que aquírecuerdo los conocía, tan bien como yo,la reina de Inglaterra, María Tudor.

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Nunca nadie había estudiado mipersonalidad, por dentro y por fuera,con semejante cúmulo de datos, a vecesreales, a veces fantásticos comoaderezados por su ardorosa ilusión.Hora es ya de que relate mi jornada deInglaterra, que, oscurecida porenemistades posteriores, casi nadieconoce en España.

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INGLATERRA: MARÍA EISABEL

Para presentarme dignamente enInglaterra, mi padre me cedió enpropiedad el reino de Nápoles, aunqueya era duque de Milán. Ceñí pues miprimera corona, que no acepté sólosimbólicamente; porque Nápoles era laretaguardia española en Italia y la cunade nuestros Tercios; y Sicilia,comprendida en el reino, se habíaconvertido ya, para los años difíciles, enel granero de España. Salí pues de LaCoruña con espléndida escuadra en laque destacaban por su maestría y

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dominio de aquel mar bravío las navesvizcaínas y cántabras; desembarcamosen Southampton el 20 de julio del 54 ycelebré el siguiente día de Santiago, enla catedral de Winchester, mis bodas conla reina de Inglaterra. Yo teníaveintisiete años, ella treinta y ocho.Aunque ella era la propietaria, yo era elRey, no simplemente el consorte, segúnla costumbre elemental de aquel país.María no era bella pero tampoco tandesagradable como me la habían pintadoquienes pretendieron, en la Corte,deshacer la boda por motivos que no seme alcanzan; en todo caso por nocomprender el plan atlántico delEmperador. Su amor por mí era tan

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desbordante que llegaba, en la soledadde nuestra alcoba, a parecermeatractiva. Usaba en el lecho, conespontaneidad y sin que nadie se hubieraatrevido a aleccionarla, artes amatoriasun tanto bárbaras que me sorprendieronagradablemente. Con ello su pasión seencendió hasta el paroxismo y sólo miretraimiento ante aquellas costumbrespolíticas que casi parecían ritos, aunquejamás se escribieron, me impidió tomarabiertamente el poder como María meinsinuaba por apoderarse más de mipersona. Por lo demás allí me sucedióalgo curioso; las damas de la Corte seme mostraron esquivas, pero cuandodecidí perderme con brevísimo séquito

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por las calles de Londres y los pueblosque rodeaban a la Corte itinerante, lasmozas —muy garridas— disputaban porofrecerme sus favores, que yo aceptélargamente. Sabedoras de lo cual,algunas damas de honor llegaron aasediarme por las estancias de palacio,y yo hube de ceder más de loconveniente. Cuando mi padre lo supome reprendió por deber, peroparticularmente me confesó que enAlemania tuvo, al principio, parecidaexperiencia.

María resplandeció en su boda conun diamante y un rubí gigantescos que yola ofrecí como presente, que todo lohabía bien menester para suplir la

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hermosura que le faltaba; pero comodigo, la majestad y la pasión hicieron elmilagro de cambiar su color y tensar sucuerpo hasta donde nunca ni ella ni suscortesanos habían soñado. Pese a ellosólo pudo retenerme a su lado quincemeses durante los cuatro años de nuestromatrimonio; pero en las capitulacionesse había estipulado que yo jamás lasacaría de Inglaterra y pronto losasuntos de Estado y la sucesión de mipadre me reclamaban en España y enFrancia. No tuvimos hijos; ella nopodía, y una vez confundió un gravetumor con un embarazo.

Más que el cuerpo de María Tudorme atraía, y cada vez más, su espíritu.

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Su madre, Catalina de Aragón, habíasabido infundirle la fe profunda einquebrantable de nuestra familia ycifraba toda su misión en la vida y en eltrono en devolver plenamente la fecatólica a la Inglaterra pervertida por supadre Enrique VIII, con la complicidadabyecta de una Corte servil, ansiosa deapoderarse de los bienes de la Iglesia; yde una parte del episcopado, que tomóel título regio de Defensor de la Fe —concedido precisamente por el Papa aEnrique por su libro contra la nuevaherejía de Europa— como un dogmaautónomo que permitía traspasar a laCorona la primacía sobre la Iglesia delreino. Fortalecida con nuestra boda, que

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le garantizaba la protección imperial,María hizo aprobar en el Parlamento,institución posterior a nuestras Cortespero generalmente más levantisca, elrestablecimiento pleno del catolicismo.Yo procuraba informarme más queintervenir en los problemas interiores deInglaterra, pero mientras estuve allírecomendé vivamente a María que nocediese a las presiones de susconsejeros fanáticos, quienes pretendíanahogar en sangre a la herejía acorralada.Pero yo había prometido también en lascapitulaciones mantener íntegramente lasleyes del reino —empresa difícil ya quemuchas veces pedí el texto de tales leyesy nadie supo dármelo, pese a lo cual

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juraban sobre su existencia y validez—;prometí también limitar mi séquitoespañol, y que nuestro primogénito seríarey de Inglaterra y de los Países Bajos.Si además iba a ser, como yo pensaba,Rey de España, el proyecto de mi padresería la más grande realidad de laHistoria.

Durante sus largos años de reclusióny soledad, María, que fue declaradabastarda al anularse, por coacciones desu padre bárbaro, el matrimonio de sumadre, había meditado profundamentesobre el carácter de su nación y lasdificultades y posibilidades de sucorona y su familia, los Tudor. En misconversaciones de estado con ella pude

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comprobar hasta qué punto su madre, lareina repudiada Catalina, habíaconseguido identificarse con su nuevapatria, como es norma invariable en lasmujeres de nuestra Casa de Austria y deEspaña. María me insistió en que losrepresentantes del estado llano y lasciudades de Inglaterra, reunidos en elParlamento, habían observado conaprensión, y aprendido con recelo laslecciones del comportamiento de laMonarquía en Francia y en España,donde los Estados Generales y lasCortes habían cedido gran parte de susatribuciones al poder absoluto de losmonarcas. Los Tudor eran por naturalezaautoritarios, pero el Parlamento se cuidó

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de que no pudieran formar un ejércitopoderoso y fomentó por el contrario laconsolidación y armamento de lasmilicias concejiles y populares, con loque el rey no pudo nunca independizarsede la institución representativa. Lafamilia real comprendió el carácter desu nación y aceptó los límites de supoder. El padre de María, el desbocadoEnrique, consolidó su rebeldía frente aRoma por el reparto de los cuantiososbienes de la Iglesia entre quienessecundaron su cisma tanto en el Estadocomo en la Iglesia, pero las raíces delcatolicismo seguían vivísimas entre elpueblo y una parte de la nobleza, yMaría confiaba en restablecer la

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verdadera religión. Muchos herejes denuevo cuño habían emigrado a losterritorios protestantes de Europa peromientras se impidiera su regreso lasnuevas ideas quedaban fuera de todaexpansión concreta en Inglaterra porfalta de método.

El recuerdo, todavía intenso, de losdesenfrenos del rey Enrique favorecíalos propósitos de restauración de miardiente esposa, que me explicó con fríaprecisión los graves sucesos del cisma,cuyo único fundamento, según ella, eranlos nuevos intereses materialesprocedentes de la confiscación de losbienes de la Iglesia. Me alarmó sinembargo su entrega a los consejos del

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obispo Gardiner, un fanático vengativo,que nos había casado en Winchester yque rezumaba en sus consejos para elgobierno el odio contra quienes lehabían humillado durante la rebeldíareligiosa de Enrique; quería sobre todotomar venganza contra el arzobispoCranmer, encerrado en la Torre, cosaque yo conseguí impedir mientras estuveen Inglaterra.

No puedo explicarme, después de ladetallada narración de María, cómo estepueblo altivo e independiente soportólas aberraciones y los crímenes deEnrique VIII; a no ser porque suspredecesores no hicieron a Inglaterra elinmenso servicio de mis bisabuelos los

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Reyes Católicos a España, y ni porasomo emprendieron una reformaprofunda de la Iglesia, que yacía en suscorrupciones y su degradación,desvinculada ya espiritualmente de todosentimiento de unidad con la Iglesia deRoma y de Europa. Al repudiar aCatalina y bastardear a su hija María,Enrique VIII tomó por mujer y reina auna dama de la más alta nobleza inglesa,Ana Bolena, de la que también se hartóhasta el punto de decapitarla poradulterio, que no hubo tal, y declararigualmente bastarda a su hija Isabel.Diez días después de la ejecuciónEnrique se casó con Jane Seymour,después con Ana de Cleves y luego con

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Catalina Howard, a la que tambiéndecapitó pese a su inocencia y a suextrema juventud. A los cincuenta y dosaños hizo reina a la muy experimentadaCatalina Parr, y cuando murió enWhitehall, en medio de sus espantososremordimientos, que se le desbordaronpor el cuerpo, le sucedió su único hijo,el enfermizo Eduardo. María me contabacon horror, porque pese a todo no logréarrancarle una sola condena contra supadre, cómo al dejar solo su féretro enla iglesia se reventó y esparció susangre por el suelo, que fue lamida porlos perros, lo cual los obispos quehabían permanecido fieles ante el cismainterpretaron como una nueva versión

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del castigo de Ahab, por el repudio a lareina legítima Catalina. María teníaentonces 31 años y seguía soltera, peroEnrique había hecho jurar a susconsejeros que si faltaba alguna vez elheredero varón, le sucederían por ordende edad sus dos hijas María e Isabel,por encima de toda consideraciónreligiosa. El grupo de noblesprotestantes que pretendían mantener elcisma destinaba como esposa del pobreheredero Eduardo a una damita de laCorte, Jane Grey, delicada y bellísima,hija de los duques de Suffolk. Perocomo se esperaba por su mala salud,Eduardo murió en 1552 y entonces elduque de Northumberland declaró

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heredera a Jane Grey, con la intenciónde casarla con su hijo. Sin embargo elpueblo aclamó a María, designada parala sucesión por Enrique VIII y los noblesfieles al trono de los Tudor, sindistinción de religiones, encerraron enla Torre de Londres a Jane y a sufrustrado suegro Northumberland.

Entonces subió María Tudor al tronode su padre. La nueva reina habíaintimado, durante su común bastardía,con su hermana Isabel, hija de AnaBolena que, aunque parecía favorable alos cismáticos, no se había declaradoexpresamente infiel a la Iglesia deRoma. Cuando mi padre quisoentroncarme con la dinastía de

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Inglaterra, Enrique II de Francia pensóen casar a su heredero el delfín con lareina de los escoceses María Estuardo,permanentemente fiel a su fe católica,para intervenir por su medio en losasuntos de las islas británicas; MaríaEstuardo pretendía también, y no sinderechos, la sucesión a la Corona deInglaterra. María nombró ministroprincipal al obispo Gardiner y obligó aIsabel a que asistiera a la misa solemnepor el alma de Enrique VIII. Después dehacerlo, sin mucho entusiasmo, laprincesa, que todo el mundo decía queera igual a su padre, se retiró al campo.Desde su voluntaria reclusión se fueconvirtiendo poco a poco en el ídolo y

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la esperanza de los protestantes deInglaterra contra la restauración queimpulsaba, sin desmayo, la reina María.

Mi esposa me convenció porcompleto de la verdad y la justicia de sucausa, cuando se empeñaba en que yoasumiese con mayor decisión lasfunciones de Rey de Inglaterra; pero demomento, mientras me informaba condetalle, yo le aconsejaba prudencia ysosiego, sin adoptar por mi parteposturas que pudieran enconar más el yagravísimo pleito religioso. Apenasasentada en el trono, María hubo deenfrentarse con la rebelión de unaventurero protestante, Thomas Wyatt,que conspiraba con un gigante rubio,

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Edward Courtenay, heredero único de laanterior y venerada dinastía inglesa delos Plantagenet, a quien pretendía casarcon la princesa Isabel para continuar larebelión religiosa de Enrique VIII. Wyattmarchó sobre Londres con cuatro milhombres, que eran para la Inglaterra deentonces un contingente militarirresistible, pero no contaba con queMaría le iba a dar pruebas inesperadasde su temple. La reina invocó al puebloen nombre de su padre y de su familia,provocó un alzamiento armado y derrotóal rebelde Wyatt que ingresó en la Torre.Entonces la reina, con fundadassospechas sobre la complicidad de suhermana Isabel en la maniobra (aunque

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ella pudo probar que había rechazadouna visita de Wyatt) trajo a Isabel aLondres y la encerró en la Torre trashacerla pasar por la Puerta del Traidor,por lo que ella protestó airadamente.Los consejeros de María insistían paraque con este motivo ordenase laejecución de la pobre Jane Grey,acusada también (falsamente) decomplicidad con Wyatt, pero ella senegó. Isabel fue encerrada en la torre dela campana y de momento se salvó delverdugo por la intercesión de variosnobles protestantes y católicos: el condede Arundel, Pembroke, Sussex y elalmirante William Howard, con todoslos cuales departí largamente durante mi

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estancia. Arundel sobre todo, que era uncatólico ferviente, pero no fanático, meconvenció de que deberíamos llamar aIsabel a la Corte, y me contó maravillasde su inteligencia, su prudencia y sualtiva belleza inglesa.

En cambio el obispo Gardiner hizolo imposible para lograr que la reinaMaría ordenase la ejecución de suhermana, a quien suponía renegada ytraidora, cuando realmente no eraentonces más que una joven aterrada eindecisa; aunque con una sorprendente feen su destino personal. A los dos mesesde vivir Isabel en la Torre de LondresMaría ordenó que la trasladaran aRichmond, donde habló con ella y por

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sugerencias de la Corte imperial lepropuso el matrimonio con un príncipecatólico y aliado nuestro, ManuelFiliberto de Saboya. Isabel se negó enredondo no ya a Filiberto en particular,sino a todo matrimonio. «He nacido —dijo a su hermana— en la cámara de lasVírgenes bajo el signo de Virgo». Y aldarle su hermana a elegir entre elmatrimonio y la cautividad, escogió sinvacilaciones la cautividad. Entonces lallevaron al castillo de Woodstock y allíestaba, en prisión atenuada, cuando yollegué a Inglaterra.

Durante las celebraciones de la bodaconocí, por las confidencias de María,todos estos detalles y encargué por mi

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parte a mi mejor diplomático, RuyGómez de Silva, que ampliase miinformación sobre la vida y lospropósitos de la princesa Isabel, cuyomisterio me fascinaba desde que tuvenoticia de ella. Ruy Gómez, que habíallevado a la reina María de mi parte lasjoyas que lució en la catedral deWinchester, y que desde entonces no selas quitaba ni para dormir, intimó prontocon el principal valedor de Isbael en laCorte de María, el conde de Arundel,quien por su parte me había ofrecido, ennombre de la reina, la Orden de laJarretera y un precioso caballo queluego me traje a España. Con motivo dela Navidad, cuando estábamos en la

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Corte de Hampton, cerca de Londres,conseguí que María llamase a Isabel.Asistí a la entrevista de las dos detrásde unas cortinas, pero la princesa loadvirtió. En vista de ello me permitíirrumpir al final de la conversación yentonces pude conocerla, aunque miesposa no nos quiso dejar solos nientonces ni en ningún otro momento.Debo resumir mis impresiones en unasola palabra: Isabel me fascinó, y creoque yo también le causé una impresiónprofunda y duradera.

Isabel Tudor, princesa de Inglaterra,recordaba, según toda la Corte, a supadre Enrique por su pelo rojizo y susojos de azul acerado. Trataba de

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aparecer tímida pero realmente poseíaun carácter firmísimo y decidido, conuna gran seguridad en sí misma quenadie se explicaba. Desde el primermomento surgió una corriente desimpatía entre ella y yo, como pudodemostrar en el enojoso asunto deMagdalena Dacre, una dama de la Corteque rechazó mis insinuaciones y que aljactarse de ello ante Isabel recibió unareprimenda terrible. Cuando pudimoseludir la vigilancia de Marea, que no ladejaba junto a mí ni a sol ni a sombra,me expresaba sus dudas sobre larepresión de su hermana contra losprotestantes, a quienes creía muyarraigados por el despego de Roma que

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había mostrado la Iglesia de Inglaterradesde un siglo antes. Llegó a confesarmeque lo que más temían los ingleses,incluso los católicos, era laimplantación de un tribunal como laInquisición en Inglaterra, y que desde lalejanía de sus islas consideraban alPapa, por encima de todo, como unsoberano temporal que había abdicadode su misión espiritual. Me confesó quedurante su encierro en la Torre deLondres había creído próxima la muerte,pero que una fuerza misteriosa le hablasostenido por dentro. Se mostróagradecidísima a mi solicitud por ella, ycuando me atribuía su restablecimientoen la Corte después de mi llegada me

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besó en la frente como una hermanaverdadera. Muchas cosas nos unían:amaba a Inglaterra como yo a España,sobre todas las cosas; y creía en sudestino sin adivinarlo por entero.Cuando yo le insistía en que aceptase elmatrimonio de Saboya, me indicó, conelegancia, que las experienciasmatrimoniales de su padre la hicieronconcebir un rechazo instintivo a todacoyunda con un hombre: aunqueadmiraba y comprendía el desbordanteenamoramiento de su hermana por mí.Me preguntó muchas cosas sobre Españay sobre los proyectos de mi padre, y medio abundantes muestras de su sentidocomún y de su prudencia. Se divertía

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con mis aventuras por los barrios deLondres, de las que se mostrósorprendentemente informada. Meindicó veladamente que algún familiarmayor había intentado abusar de ella, loque le provocó desde entoncesaborrecimiento a los hombres.

Cuando a poco yo hube deabandonar la Corte y la isla, María miesposa ordenó que Isabel se retirase alcastillo de Hatfield, aunque no encondición de prisionera. Desencadenóentonces la persecución abierta contralos protestantes, y durante todo un añose encendieron para ellos las hoguerasde Smithfield, a la salida de Londres.Isabel, temerosa, accedió a asistir

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habitualmente a misa y abrazóostensiblemente la religión católica,pero sus confidentes dejaban entrever,sin llegar a comprometerla, sucomprensión y simpatía por losprotestantes perseguidos. Los consejerosde María ordenaron la ejecución deNicolas Ridley, obispo de Londres;Hugo Latimer de Winchester, JohnHooper de Gloucester y sobre todo elarzobispo Thomas Cranmer, que habíaabjurado por temor de la hoguera peroque después murió patéticamente,agitando los brazos en señal de protestay aferramiento a la herejía. Cuando en elsiguiente mes de febrero,preocupadísimo por estas noticias

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trágicas y estas medidas inoportunas,pude regresar a Inglaterra, María, aquien sus enemigos apodaban ya Maríala Sanguinaria, pareció humanizarse ybuscó desesperadamente un heredero ensus efusiones conmigo. No pareció felizcuando me empeñé en que Isabelregresara a la Corte, donde solíarefugiarse en mi conversación como unapaloma perseguida. Me vi obligado ainsistirle en el matrimonio saboyano,que volvió a rechazar con una extrañadeterminación interior; y no hubo más,porque yo tuve que abandonar Inglaterra,pese a la debilidad creciente de María,que nada bueno presagiaba, cuando mipadre decidió acelerar sus proyectos

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sucesorios.Ya no pude volver. El sordo rechazo

de los ingleses, incluso muchoscatólicos, contra mi persona no meinvitaba a obedecer a María, empeñadasiempre en que yo actuase másdirectamente como Rey a su lado. Prontofui plenamente Rey de mi propiaCorona, y dudo que alguien puedallamarse alguna vez, como yo hicedurante dos años, Rey de España y deInglaterra simultáneamente. María y yotratábamos de enlazar por cartas quecada vez fueron más sentidas y sincerasel destino de nuestros dos tronos. Isabelnos observaba en silencio lejano desdesu retiro de Hatfield, mientras la salud

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de María se apagaba inexorablemente.Yo conocía su aversión, hasta física, a lamisma idea de matrimonio y por esodesengañé a mi padre que ante lasnoticias e informes de nuestroembajador, el conde de Feria, sobre lasalud de María, trató de convencermepara que repitiese el intento matrimonialcon Isabel, a sabiendas de que ella nome era indiferente, ni yo a ella y sinparar mientes en el fracaso de nuestra tíaCatalina con los dos hermanos Tudor,sucesivamente. Pero los ingleses, sindistinción de religiones, clamabancontra España y el Imperio porquedurante nuestra guerra con Francia, elduque de Guisa, les había arrebatado su

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último enclave francés, Calais, al queconsideraban la perla de su reino, o paradecirlo con el realismo militar delduque de Alba, su cabeza de puente enEuropa continental. Me reprochaban elque yo, como Rey de Inglaterra, nohubiera sabido defender la plaza con losdiez mil soldados de Inglaterra que,como explicaré, me había enviadoMaría para mi guerra contra Francia, yno les faltaba razón.

Dos embajadas llegaron entonces alcastillo de Hatfield, donde Isabel, querecibía cada vez más adhesiones de todaInglaterra, esperaba la consumación desu destino. Una de su hermana María, yacasi desahuciada, que le ofrecía una

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declaración de heredera a su favor si secomprometía a completar elrestablecimiento de la religión católica.Isabel respondió con firme respeto quela decisión sucesoria había sido yaadoptada por Enrique VIII, y dio unarespuesta evasiva a la exigencia de suhermana. La segunda embajada fue la deFeria, que movido directamente por mipadre, sin consultarme, insinuó a Isabella posibilidad de casarse conmigo a lamuerte de su hermana. La princesa sedeshizo en elogios, que Feria creíasinceros, porque seguramente lo eran,pero le repitió que no se casaría jamás,ni siquiera con el Rey de España. Mipadre me lo escribió desde Yuste poco

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antes de morir en ese mismo año 58;podía haberse ahorrado la gestión, si mehubiera consultado. Dos meses despuésde mi padre murió mi esposa MaríaTudor, y cuando apenas había expirado,el consejo en pleno, incluidos los noblescatólicos, voló hasta el castillo deHatfield no para ofrecerle la Corona,sino para reconocer unánimemente aIsabel Tudor como reina de Inglaterra.Jamás he olvidado desde entonces aMaría la Atormentada, tan españolacomo inglesa. Ninguna reina deInglaterra amó así a España; ningunaotra mujer me amó tanto a mí, porencima de la razón de Estado, y por mipropia persona.

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REY DE ESPAÑA Y LASINDIAS

Ante el estancamiento de misucesión y de mi propia misión enaquella Inglaterra con la que, pese a misesfuerzos, y los de mi esposa María, nolograba congeniar, mi padre decidióacelerar el proceso de su sucesión y el 8de septiembre del 55 me llamó conurgencia a Bruselas. Allí, en ceremoniasde solemne abdicación, que discurrieronentre una emoción inmensa y compartidapor el pueblo, fui primero investido, el25 de octubre, como soberano de losPaíses Bajos; y el 16 de enero de 1556,

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como Rey de España con las Indias,Nápoles y Sicilia. Yo recibía así, en elcorazón de Europa, tres de las cuatroherencias de mi padre —la castellana, laaragonesa y la borgoñona—, junto conla garantizada amistad y alianza familiardel Sacro Imperio, por más que el nuevoimperio atlántico en que mi padretodavía soñaba comprendía, a uno y otrolado del océano, a cincuenta millones dehombres regidos desde España. Despuésde mi proclamación como Rey, mi padresiguió dirigiendo, por su gigantescaautoridad moral e histórica, a mis reinosdesde Bruselas; pero según el sistemade cogobierno que habíamos convenidodesde mi regreso del gran viaje a

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Europa, y por vía de consejo más que deimposición, aunque yo siempreconsideré, mientras vivió, sus deseoscomo órdenes, de lo que nunca mearrepentí; porque suya fue la idea de lacampaña militar en el norte de Francia ala que yo me opuse, y que luego terminóen el éxito decisivo de San Quintín. Mipadre permaneció en Bruselas hastafinales de 1556, cuando emprendió suúltimo viaje, su peregrinación hasta suretiro de Yuste. Me embargaba laemoción y la responsabilidad al ceñir laCorona de España y las Indias, por másque ya la costumbre de su gobierno mehabía preparado para aceptarla condecisión.

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Desde mi gran viaje a Europa seperfilaban ya entre mis consejeros dosgrupos que la Corte llamaba partidos:uno, que pretendía llamarse imperial,como si alguien pudiera ser másimperial que yo, reclamaba líneas durasde actuación en el gobierno y obedecíacomo jefes al duque de Alba y al obispoGranvela, a quien la experiencia iríaluego aconsejando mayor flexibilidad.El otro partido, que quería llamarsepartido del Príncipe, se agrupaba entorno a Ruy Gómez de Silva, trataba deatender mejor nuestras relaciones deamistad con las Cortes europeas y losmétodos de tolerancia y ecuanimidad enel gobierno. Pero lo que dividía sobre

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todo a los dos partidos eran lasincompatibilidades personales, quedegeneraban en calumnias y toda clasede maledicencias para desbancar alcontrario. Desde que asumí la Coronaprohibí que nadie se jactara depertenecer al partido del. Rey, que lo esde todos; pero subsistieron las dostendencias hasta el final de mi reinado,guiadas por los mismos motivospolíticos y sobre todo personales. Youtilicé las divergencias para reafirmarmi predominio sobre todos, y para haceraceptables ante la gente los relevos enmi gracia y en el gobierno, sin repudiarpor ello a unos cuando exaltaba a otrospara el servicio de España y de la

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religión. La diversidad dé los partidosse notaba en las controversias de losconsejos, que yo reformé según laspautas iniciadas ya por mi padre.Delimité con claridad las competenciasdel Consejo de Castilla, para lagobernación del reino, losnombramientos personales y la supremainstancia de la justicia; del Consejo deEstado, que entendía de los asuntosexteriores y las cuestiones de altaorientación política; y de los demásconsejos generales, entre los queconcedí especial importancia a los deHacienda y Guerra, sin descuidar a losde órdenes, Cruzada e Inquisición, nisobre todo a los territoriales, que eran,

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junto al de Castilla, el de Aragón, y losde Italia, Flandes e Indias y luegoPortugal, cuando incorporé aquel reino.Asistido por mis dos secretariosprincipales y permanentes yodespachaba periódicamente con elsecretario de cada consejo; y ordenéinstalar en los semisótanos del Alcázarmadrileño, que las gentes llamabancovachuelas, todas las oficinas de laadministración. Con ello logré tener enuna mano, y a mi alcance diario, todoslos resortes y las conexiones delgobierno, que se movían a golpe de misfirmas. Sólo de esta forma creí posiblela coordinación de grandes empresas ycampañas que alguna vez llegaron a

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abarcar a todo el mundo, cosa que ni entiempos de mi padre había sucedidojamás. Para ello yo necesitaba vivirjunto a los centros de administración ycoordinación, sin perseguiralocadamente a los problemas pormedio de viajes incansables. Noprescindí totalmente de los viajes deEstado, para que la Monarquía estuvierafísicamente presente en mis reinos; perohabitualmente preferí la eficacia de mipresencia moral, mediante la sensaciónque todos adquirieron de sentirsegobernados a distancia como si yoviviera entre ellos. Cuando yo estabalejos, como durante la primera época demi reinado, ordené a los secretarios de

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los consejos que me resumieran conpuntualidad el despacho de los asuntosque encomendé a mis consejerosprincipales en España. Y para evitar quecada consejo tratara los asuntos deforma independiente de los demás,establecí un sistema de juntasinterconcejiles dirigido por missecretarios y orientado por mí en últimainstancia para las decisiones, asabiendas que con este procedimientoaumentaría la influencia de lossecretarios, convirtiéndoles enverdaderos ministros, e incitándoles alvalimiento, que traté siempre decontrapesar evitando los excesos de sucompetencia. Pero al final de mi vida he

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de reconocer que no tuve para laelección de mis más altos consejeros lamisma mano que mi padre; porque elmás importante de todos me traicionóvilmente, y me complicó en sus manejoshasta que me sentí atrapado y hube deromper sin temor a las consecuencias,que fueron terribles.

Otros consejeros, es cierto, sobretodo los que pertenecieron a la Iglesiacomo Espinosa y Granvela, me sirvieroncon generosidad y lealtad absoluta, y asu acción debo en buena parte laseguridad y estabilidad de mi reinado.Pero ni siquiera ellos acertaron aencontrar respuestas para el principalproblema de mi gobierno: la asignación

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y administración de los recursos, y lareducción de los crecientes gastos quenos iban ahogando nuestras grandesempresas. Todo el minucioso orden queyo implanté en la desordenadaadministración de mi padre, cuyosministros gastaban según lo que el erariorecibía, resultó inútil ante la carga deresponsabilidad universal que creí mideber echar sobre mi Corona, ypreferentemente sobre las anchasespaldas de Castilla. Cuando yo ceñíesa Corona los gastos del Estado sehabían triplicado desde la llegada de mipadre a España en 1517. La situación seagravó durante mis ausencias para laempresa de Inglaterra, y sobre todo

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cuando, por exigencia de mi padre,concentramos toda nuestra fuerza militarcontra el norte de Francia, lo que meobligaba a operar lejos del centro de mireino. Al repasar las cuentas de mipadre para poner en orden mi nuevaHacienda comprobé que de lasseiscientas operaciones de crédito queconcertó en su reinado, más dequinientas recayeron, con sus vales eintereses, sobre las arcas de Castilla,mientras los demás reinos rehuían, conmotivos cambiantes, su participación.Por eso hube de estrenar mi propioreinado con la suspensión de pagos quedecreté en 1557, aunque luego tuve querepetir tan denigrante medida en 1575 y

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el año pasado, del 97. Ahora mearrepiento de que las urgencias delmomento me impidiesen hacer caso a lasrecomendaciones, bien tempranas, de micontador mayor en Castilla, Luis Ortiz,que me pedía la abolición de las trabasaduaneras para la salida de mercancíasde Castilla, cuando toda Europa lasdemandaba por su abundancia y calidad.Luego la creciente demanda de lasIndias encareció los productoscastellanos que nadie se atrevía acomprar y los mercaderes de Flandes eItalia inundaron España con los bienesbaratos que producía nuestra plata deIndias al llegar a sus naciones encondiciones tan favorables para ellos

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como onerosas para nosotros. Nosupimos mantener en funcionamiento lostelares de Sevilla ni aficionamos aFlandes y a Alemania con nuestros vinosde Rueda y de Jerez, que nosarrebataban los adelantados yconquistadores. No estudiaron misconsejeros refrenar, a la muerte de mipadre, la largueza de dinero quedenunció el doctor Martín de Azpilcuetay que se tomaba funestamente en Españacomo signo perenne de prosperidad.Nos bastaba nuestra plata y nuestro oropara comprar en Europa los mejoresproductos sin que nos tuviéramos quemolestar en fabricarlos. Y ese dinero,que debió remansarse en Sevilla, y allí

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conseguimos que se quedara alprincipio, volaba después demasiadopronto a Génova y Amberes, dondesupieron fecundarle. La rígidareglamentación de nuestros gremios, quebuscaban por encima de todo limitar lacompetencia, desanimó a quienesprefirieron librarse, fuera de España, desus imposiciones y gozar de mayorlibertad para sus establecimientos.

Pero sobre todo fue la guerra, que mipadre abrazó como un deber continuotras su ideal, y yo continué como untributo necesario a mi sentido de misión,la que consumió nuestros recursos deCastilla y de Indias. Una campañamediana de verano costaba, al comenzar

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mi reinado, seiscientos mil ducados; ydesde 1580 la guerra de Flandesdevoraba tres millones de ducados alaño. A mí me costaba cien ducadossituar un arcabucero en el Artois, y alrey de Francia solamente diez. Losgastos de guerra consumieron la mitadlarga de nuestros recursos, y aun así nopudimos evitar los amotinamientos denuestro ejército cuando dejábamos depagarle. Casi todo, no me cansaré derepetirlo, recaía sobre Castilla; losdemás reinos querían que lesdefendiéramos gratuitamente.

La traición del Papa

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Hago estas consideraciones, quepueden parecer áridas, porque sin ellasno se entiende la principal dificultad demi gobierno y de mi reinado, que seinició, simbólica y realmente, con lagran campaña de Francia. Semanas antesde mi investidura como Rey de Españael influyente partido francés del SacroColegio, bien provisto del oro deFrancia, eligió al peor enemigo denuestra Casa, el napolitano Gian PietroCaraffa, como Papa Paulo IV. Era unsúbdito nuestro, partidario de la Casa deAnjou, que no había digerido elgobierno español en Nápoles, ochentónresentido y atrabiliario que hizo la vidaimposible a los jesuitas de Ignacio de

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Loyola simplemente por su origenespañol y por su identificación con lacausa de España. Desde el primermomento de su pontificado se empeñóen echar a los españoles de Nápoles yde toda Italia con la complicidad deFrancia. Concertado secretamente con elPapa, el rey de Francia Enrique II pensóque el agotamiento de mi padre en suúltima campaña fronteriza contra él lepermitía una iniciativa contra mí yordenó cruzar los Alpes al ejército delduque de Guisa. Pero ante la firmeresistencia de nuestros Tercios en Milán,el francés no se atrevió a plantarlesbatalla abierta y cometió el error dedejarles atrás sobre su retaguardia para

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lanzarse sobre Nápoles con la bendicióny la ayuda del Papa. Para intimidar anuestros soldados, Paulo IV, que habíarevocado las concesiones sobre rentaseclesiásticas otorgadas a mi padre,publicó mi solemne excomunión alcomprobar mi orden tajante deresistencia a nuestras tropas •de Italia;pero mis teólogos convocados enconsejo extraordinario acordaron porunanimidad que una medida de alcanceespiritual tan grave contra el más altoRey de la Cristiandad no podía serválida al venir de un Papa que actuabade forma partidista como soberanotemporal. Lo cierto es que mi concienciano se alteró un instante, aunque me

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preocupaban las consecuencias que parael Pontífice pudiera tener la actuaciónde nuestras tropas despechadas. Midestino, que hizo coincidir minacimiento con el saco de Roma, meobligó a que la primera decisión militarde mi reinado fuera ordenar al duque deAlba la marcha sobre Roma.

En una campaña tan difícil ycomplicada por tantos factores brillócomo de él se esperaba el talento militarde nuestro primer general. La confianzaque mi padre y yo teníamos en él nospermitió abandonar a su iniciativa elteatro de operaciones en Italia mientrasyo me concentraba en deparar al rey deFrancia la sorpresa de su vida:

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organizarle un ataque desde Flandescontra la zona más poblada y sensible desu reino, en dirección a París. Yo dirigíesta campaña en todos sus preparativosy me mantenía atento a las noticias deItalia. Encomendamos el mando en jefede nuestro ejército del norte a otroexperto capitán afecto a nuestra Casa, elduque Manuel Filiberto de Saboya,desposeído arbitrariamente de su feudopor el rey de Francia. Cuando losmovimientos de Enrique II contra Italia ysu alianza con el Papa hicieron saltar latregua de Vaucelles, pedí a mi esposa lareina María de Inglaterra el envíourgente a nuestras costas de Flandes deun cuerpo militar inglés, y María

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respondió con generosidad digna de suamor por mí; despachó inmediatamente auna división formidable de diez milhombres a las órdenes de lordPembroke, uno de los grandes amigosque yo tenía en aquel reino. Con losTercios como fuerza y batalla principal,el duque de Saboya avanzó en flecha porPicardía, después que nuestra caballeríaamagase de nuevo en Champaña, lo quedesorientó por completo al ejércitofrancés, dividido en varios cuerposcuyos jefes no se entendían, ya que suprincipal estratega, el duque de Guisa,se había alejado imprudentemente haciael centro de Italia. Yo establecí mi realen Cambrai, desde donde salía para

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reunirme a veces con Manuel Filiberto,vigilaba la puntual recepción de lossuministros y enviaba órdenes a lordPembroke y a nuestros destacamentos deLuxemburgo para que emprendieranacciones de flanco que desconcertaronpor completo a los franceses. Mepreocupaba personalmente, además, demantener contacto con los lugartenientesdel duque de Alba en Milán, medianteun sistema de postas que me permitíasituar al juego de fuerzas en Italia dosveces más rápidamente que en la cortede Francia, donde jamás se consiguióuna compenetración tan directa entre susdos ejércitos. Mi padre había fracasadoen su desembarco en Provenza por no

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conseguir la coordinación entre variosteatros de operaciones, que yo dominabapor completo desde nuestro campamentoen Cambrai. Así que el 2 de agosto losTercios de Manuel Filiberto, cubiertospor la caballería saboyana y flamenca, yprecedidos por los jinetes ligeros deEspaña, viraron bruscamente desde laruta de Picardía y establecieron porsorpresa un cerco de hierro en torno deSan Quintín, bastión del reino deFrancia sobre el alto Somme, llave deParís. Era San Quintín ciudad másgrande que Madrid con sus barriosextremos y capaz de pagar cien milducados de impuestos anuales. Nuestromovimiento dividió a los franceses. El

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almirante Coligny, gobernador dePicardía, había pensado hasta últimahora que nuestro objetivo era suprovincia y para defenderla se habíaencerrado en la plaza de Lens,completamente fuera de juego. El jefedel cuerpo principal, veintiocho milhombres mandados por toda la noblezade Francia, era el condestable Anne deMontmorency, que acampó en La Férepara socorrer desde allí a los defensoresde San Quintín que le reclamabanauxilio desesperadamente.

A todo esto el duque de Alba hacíamaravillas en Italia. Dejó Milán con unejército breve pero selectísimo, marchósobre Roma que, temerosa de un

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segundo saco, obligó al Papa a avenirsea una tregua con España, tras dejar sinefecto la excomunión contra mí; yreforzó una por una las guarniciones deNápoles quedándose sólo con unpequeño cuerpo móvil que se apoyó enlas montañas, para hostigar el avance delos franceses. En esta incursión sobreRoma nuestro general neutralizó ademása las fuerzas del Papa, mediante lacaptura del puerto de Ostia. Elhabilísimo sistema defensivo de Albafuncionó perfectamente, con excepciónde la pérdida de Ostia a manos delejército francés. El duque de Guisa,animado por esa victoria sobre lostemibles castellanos, se adentró

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imprudentemente en Nápoles, paratropezar con una decidida resistencia denuestras bien guarnecidas plazas. Albamaniobró con notable rapidezapoyándose en la cadena de losAbruzzos, y burló a Guisa cuantas veceslo deseó. Tuvieron los franceses noticiade que nuestras fuerzas de Milán estabana punto de recibir nuevos contingentesdel Imperio y Guisa temió verseencerrado en una ratonera. Sus jefes decuerpo se desanimaron y empezaron atemer otra Ceriñola, u otra Pavía.Nuestros jinetes ligeros les mordían laretaguardia y nuestro duque no aceptójamás el reto de una batalla en campoabierto, consciente de la abrumadora

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inferioridad de sus fuerzas. Cuando lasde Guisa entraban ya en ladesesperación, su general recibiónuevas de la catástrofe sufrida por elejército del rey de Francia junto a SanQuintín. Entonces Guisa levantó elcampo, sorteó con maestría lapersecución de nuestras fuerzas entenaza, desde sus bases de Nápoles yMilán, y gracias a la protección delPapa consiguió volver a suelo francés,donde se presentó como el salvador delreino y su única esperanza militar. Albahabía ganado una guerra sin librar unasola batalla.

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Una promesa en San Quintín

Manuel Filiberto de Saboya llevabatodo un mes sin quitarse la armadura nipara dormir el día en que cercamos SanQuintín. Sólo dejó sin cerrar la ciénagaque formaba el río Somme al lamer lasmurallas junto al camino de La Fère, conla esperanza de atraer por allí a losfranceses del exterior a una trampamortal. El almirante Coligny, indignadopor su propio error, fue el primero encaer en esa trampa, y mientras losnuestros preparaban el asedio seintrodujo por allí en la plaza con unconvoy de socorro custodiado porcuatrocientos hombres, que protegieron

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a sus zapadores mientras ahondaban uncanal que permitiese el paso de barcazascon suministros. Nuestro generalsaboyano dispuso a sus cuerpos en tornoa la ciudad, divididos por naciones paramayor estímulo; los ingleses apoyándosesobre el Somme, después de la laguna;los lansquenetes del Imperio y lacaballería flamenca del conde deEgmont, a uno y otro lado del camino deCambrai; y el campamento de losTercios españoles, al mando de nuestromejor maestre de campo, Julián Romero,otra vez sobre el río, aguas arriba, porencima de la laguna. Julián, que habíaaprendido de los capitanes veteranos deGonzalo de Córdoba el uso perfecto de

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las armas de fuego, situó dos compañíasde arcabuces de forma que batieran elcanal construido por los franceses.

El condestable de Francia decidióreforzar ante todo la guarnición de laplaza y socorrer a su población quemoría de hambre por una totalimprevisión antes del asedio. Cuandoamanecía el 10 de agosto de 1557, díade san Lorenzo que se grabó a fuego yesperanza en mi alma, un larguísimoconvoy de gabarras bajaba por elSomme y se adentraba en el canaltrazado en la laguna. Julián Romero lesdejó avanzar, y cuando la primeragabarra ya tocaba suelo firmedesencadenó el infierno con sus

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arcabuces a cincuenta pasos, escondidosentre los matojos. No llegó un solobarco, ni quedó con vida un solotripulante a bordo; sólo algunos que searrojaron al agua. Por entonces elejército del condestable ya estaba enRouvray, al otro lado del Somme, yentonces Manuel Filiberto, al ver elestrago y la desesperación de losfranceses, cruzó con su caballería y laflamenca por el puente de Rouvray yseparó a la caballería francesa, mandadapor Condé, un noble de la Casa deBorbón, del grueso francés que seacercaba en orden de columna.Entonces, mientras la caballeríasaboyana batía a la francesa, los jinetes

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flamencos envolvieron a la infanteríadesprotegida del condestable, y lapusieron en fuga, sin dar tiempo a que seemplazase la temible artillería francesa.Los arcabuceros españoles aseguraronel flanco derecho de la acción y losarqueros ingleses el izquierdo mientraslos lansquenetes alemanes impedíancualquier intento desesperado de salidadesde la plaza. Aniquilados doscontingentes de infantería francesa, losarcabuceros de Julián Romero y losarqueros de Pembroke compitieron conahínco en sus tiros largos sobre laretaguardia enemiga en desbandada; y sibien nuestras armas de fuego resultabanmás mortíferas desde cerca, las flechas

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salvajes de los ingleses llegaban aldoble de distancia con fuerza mortal. Lacaballería de Filiberto se apoderó deochenta banderas de Francia, y casitodos los cañones. Quedó prisionero, alrematarse la batalla con la conquista dela plaza, el almirante Coligny; y tantoCondé como el condestableMontmorency fueron heridosgravemente. Cuando el duque de Neverstomó el mando del ejército derrotado,sólo pudo reunir en aceptable estado dosmil hombres. Renuncié a perseguirlos yaniquilarlos; nunca en mi vida consideréque Francia era un enemigo a hundir,sino un aliado en potencia quedeberíamos primero neutralizar y luego

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atraer. En San Quintín no vencimossolamente al ejército principal del reyde Francia; derrotamos también adistancia al ejército francés de Italia.

Al recibir a uña de caballo lasnoticias de tan señalado triunfo, queinauguraba mi reinado bajo la mejorestrella, escribí inmediatamente a mipadre, ordené la libertad inmediata delos prisioneros franceses, comoreconocimiento a su valor —exceptuando a los gascones, medioespañoles, que hice internar en prisionesde Flandes— y ordené a ManuelFiliberto que no marchara, como mehabía pedido, sobre París. Nunca quiseaplastar ni menos humillar a Francia;

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solamente ponerla en su lugar dentro denuestro nuevo concierto imperial. Mipadre que al principio se mostrabaimpaciente y preguntaba con insistenciasi yo había entrado ya en París, cuandoningún ejército podría defenderla, acabópor comprender y aprobar mis razones.Al encontrarme con el victorioso duquede Saboya, quiso besarme la mano, peroyo le alcé. «Soy yo quien debe besar lamano vuestra —le dije— después deuna batalla tan gloriosa». Al acatar midecisión y detener por el momento lacampaña, dio a los mercenariosalemanes un escudo de oro a cada unopara que volvieran honestamente a sutierra.

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Pero al comprobar la magnitud deesa victoria tomé una de las grandesdecisiones de mi vida. Prometí al Señoredificar, en honor a san Lorenzo que asínos había protegido y amparado en sudía, un templo y monasterio de piedraviva junto a las saludables montañas deEl Escorial, a diez leguas de Madrid,donde pensaba instalar el centroespiritual de mis reinos. Hice losprimeros bocetos allí mismo, cuandoaún no se habían disipado los ecos de labatalla en que Dios confirmaba micamino. En ellos, que luego entregué amis arquitectos, aparecía ya, comohomenaje al santo, la planta en parrillaque les exigí como patrón de la gran

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obra.

La victoria de Gravelinas y la pazcatólica

Así que ni por un momento se meocurrió perseguir al ejército francés niapoderarme de la persona del vencidorey Enrique II, al que tenía atrapado y ami merced en Compiégne. Mi esposaMaría Tudor agradeció vivísimamentemis cartas de felicitación por elcomportamiento ejemplar (que fuecierto) y la ayuda decisiva (que exageréun tanto) de sus caballeros en torno alord Pembroke, y sobre todo de sus

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arqueros legendarios, aunque yo,después de comprobar su eficacia envarios ejercicios que organizó JuliánRomero, me incliné definitivamente porel perfeccionamiento de los arcabuces.Regresado a toda prisa de Italia, ybastante mohíno por el fracaso de sucampaña, el duque de Guisa se presentóante todo el reino como su salvador, porestar al mando del único ejército capazde enfrentarse al nuestro. Tras un otoñode preparativos febriles comprobé queel orgullo herido de Franciacontrarrestaba mi generosa política depaz. El 8 de enero de 1558, y comorepresalia por la ayuda inglesa en SanQuintín, Guisa atacó por sorpresa a la

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guarnición de la reina María en Calais yrecuperó la plaza del canal paraFrancia, lo que suscitó en toda Inglaterraun terrible movimiento de indignacióncontra María y contra mí, del que seaprovechó con habilidad desde su retiromi cuñada Isabel, apoyada cada vez máspor los protestantes ávidos de venganza.Pero no tenía tiempo para preocuparmepor los problemas de Inglaterra, aunqueseguía siendo nominalmente rey deInglaterra; las noticias de misinformadores seguros sobre ladecadencia de la salud de María veníancada vez más alarmantes. Y es que elduque de Guisa, ensoberbecidoexplicablemente por una victoria que

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resonó con fuerza de siglos en todaFrancia, se atrevió a hostigar nuestrafrontera de Flandes al apoderarse de laplaza de Thionville. Iban a cumplirselos once meses de nuestra victoria enSan Quintín, aparentemente decisiva, yel reino de Francia se había rehecho porcompleto; yo conocía ya esa colosalcapacidad de recuperación y por esocontuve a Filiberto cuando mereclamaba respetuosamente el avancesobre París. En cambio nosotrosentrábamos en dificultades horrendas.La guerra prolongada en el norte deFrancia resultaba insufrible para nuestroerario. Hube de incautarme de todas lasremesas de plata y oro que venían de

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Indias, sin contentarme con el quintoreal; lo que provocó una terribleindignación en los burladosdestinatarios y en los banqueros, aunqueéstos acabaron quedándose con la plata.Mis consejeros hubieron de declarar labancarrota del Estado, aunque conpromesa de resarcir a los deudores; sibien no pudimos indicar dónde, nicuándo, ni cómo.

Con los recursos allegados así, amano airada, conseguí preparar, ahora alas órdenes de mi mejor capitánflamenco, el conde de Egmont, un nuevoejército que se opusiera a las maniobrasde Guisa sobre Flandes. Sus dosvictorias en Calais y Thionville le

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habían valido el concurso de millares devoluntarios procedentes de toda Francia,y el rey Enrique II puso a su disposiciónrecursos sin límite. Amagó Guisa sobretoda la frontera de Flandes; un díaaparecía sobre Cambrai, otro parecíalanzarse sobre nuestra guarnición de SanQuintín. Yo no podía permitir queperdiéramos tan pronto, sin lucha, laplaza que había hecho interiormentesímbolo de mi vida. Pero Guisa parecíaomnipresente. Situó al mariscal deThermes en su nueva base de Calais, yle ordenó salir de ella por la ruta de lacosta, con un cuerpo de doce milinfantes, dos mil caballos y excelenteartillería. Cuando comprobé que esta

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tropa, aguerrida y orgullosa, habíalogrado cruzar las zonas fangosas del ríoAa y se había apoderado al primerasalto de nuestra ciudad de Dunkerquereaccioné inmediatamente. Envié pormar correos urgentes a nuestro puerto dePasajes y a la corte de Inglaterrapidiendo el envío más rápido posible deflotillas ligeras bien artilladas, que tantolos vascos como los ingleses solíantener siempre disponibles para protegerel comercio con Flandes y el mar delNorte. Tuve la suerte de que, alconocerse las incursiones de losfranceses por las zonas costeras delcanal de la Mancha, tanto los vascos,como los Cántabros de Laredo, como

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los ingleses de Southampton habíanaprestado ya esas flotillas con finescomerciales, que ahora pude aprovecharen apoyo de nuestro ejército.

Con audacia que nos asombró, elmariscal de Thermes siguió por la costahasta Nieuport, que también tomó porasalto con facilidad. Entonces, tras dejarguarnecida su conquista, se revolviótierra adentro, y marchó contra Saint-Omer, pero interrumpió el avancecuando supo que el conde de Egmontcon nuestras tropas hispano-flamencas,precedidas por su famosa caballeríavencedora en San Quintín, le salía alencuentro. El mariscal de Francia tratóentonces de cruzar el río Aa y tropezó

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de nuevo con sus márgenes pantanosas.Quería llegar cuanto antes al amparo delos muros de Calais, pero Egmont no ledio tiempo. No dudó en dejar atrás suartillería para lanzar sus jinetes contrael francés, que desplegó sobre el ánguloque forma el río con el mar del Norte,entre la plaza de Gravelinas y la costa.La infantería se apoyaba en la seguridaddel mar; la artillería francesa, muy bienmanejada, se plantó entre losescuadrones, a vanguardia. Entoncescomprendió el conde de Egmont sufunesto error al adelantarse a laartillería. Puso en vanguardia a loscaballos ligeros por los flancos, y a lospesados hombres de armas, con sus

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armaduras que les derretían al calor dejulio, en el centro. Detrás, en línea decolumna, formaron las infanterías deAlemania, de Flandes, de Sajonia, y dosde nuestros mejores Tercios. Laartillería francesa mantenía a raya anuestros caballos, que dudaban enavanzar; aunque lograron enzarzarse enalgunas escaramuzas victoriosas contralos del mariscal. Egmont, con valorsuicida, cargó al frente de sus mejorescaballeros y perdió su caballo. Pero laprecisión de las culebrinas francesasdesequilibraba el conjunto, y lacaballería enemiga logró arrebatarnosuna buena franja de terreno.

Al conseguirlo, dejaron demasiado

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hueco hasta las formaciones de lainfantería, que se resistía a perder laprotección del mar. Lo vioinmediatamente nuestro maestre decampo Julián Romero, que mandaba elala derecha de nuestro ejército y saltó,con unas bandas de sus arcabuceros, porencima de la barrera de carros que losfranceses habían instalado para cerrar suflanco por el lado del río. Nuestroshombres habían cruzado con el agua alcuello, y se habían plantado entre losjinetes franceses y los infantes sin quenadie les creyera capaces de tal milagro.Desde allí dispararon a cuerpodescubierto contra los imprudentesjinetes del mariscal, que se retiraron en

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desorden, seguidos por la caballeríaespañola que trataba de envolver losflancos, ahora abiertos, de la francesa.

El conde de Egmont me relatabadespués, con elogio nobilísimo, estahazaña increíble de los arcabucerosespañoles, entre los que figuraba elgrupo de los Abuelos, que ya habíanluchado a las órdenes del Gran Capitány debían ser llevados en carro a labatalla, pero cuando empuñaban elarcabuz superaban a todos los jóvenessin apenas poderse mover. El mariscal,frenado, reorganizaba sus tropas ante elacoso de nuestra caballería, cuando depronto, con el viento del mar,aparecieron casi a la vez dos flotillas

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nuestras, una de Guipúzcoa y otra deInglaterra, que por el corto calado desus naves rápidas consiguieronadentrarse hasta seis brazas de la playa,formada como casi todo el campocostero, por arenas y dunas revueltaspor el aire. Los tripulantes, avezados enla lucha contra los piratas que siempreamenazaban las rutas de Amberes,empezaron a disparar inmediatamentecon falconetes, los de Pasajes; conculebrinas plateadas, quizá por excesode estaño en su aleación, los de la reinaMaría. El ataque del mar desbarató porcompleto a la infantería francesa, quepidió parlamento sin contar con su jefe.El mariscal, que trató de resistir a toda

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costa, cayó gravemente herido y fuehecho prisionero. Murieron tres milfranceses; mil quinientos escaparonentre la polvareda de las dunas; losdemás quedaron en nuestro poder. Era el13 de julio de 1558, y esta vez Franciamostró, antes que nosotros, sus deseosde paz. Retiramos, de común acuerdo, elejército de Egmont, tras premiarespléndidamente a la tropa, a nuestrasfortalezas de la frontera, mientras losnegociadores se reunían primero enCercaps y luego en Cateau-Cambresis.Dejé bien claro a mis plenipotenciarios—Alba, Granvela, el príncipe deOrange y Ruy Gómez de Silva— queante la situación de nuestras finanzas,

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estábamos imposibilitados paracontinuar la guerra; y so pena deperderme —dije— no puedo dejar deconcertarme. Pero las bazas de nuestrasdos victorias —San Quintín yGravelinas— pesaban mucho ante eldesánimo militar del rey de Francia, queordenó a sus representantes —Montmorency, el cardenal de Lorena, elmariscal de San Andrés— que lograsenuna paz digna sin extremar lasreclamaciones; al fin y al cabo elloseran los vencidos. Como obsequiopóstumo a mi lejana esposa María, queacababa de morir, forcé la devoluciónde Calais a Inglaterra, lo que meagradeció con muestras casi

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desbordantes de afecto, increíbles en sufrialdad, mi cuñada Isabel, reina ya deInglaterra, pese a que Francia aúnretendría la fortaleza del canal por ochoaños. Los Albret de Navarra,desposeídos de su trono por mibisabuelo el Católico, renunciaban a éldefinitivamente, con lo que cerré a losBorbones, que ya se inclinabanpeligrosamente a la herejía, los caminosdel Pirineo. Nuestro general y duque deSaboya recuperaba sus dominiospatrimoniales usurpados por Francia.Devolvíamos conquistas, yrenunciábamos a un sueño de mi padre,la retención de los obispados fronterizosde Metz, Toul y Verdun. Fortalecíamos

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en cambio nuestra frontera con Franciaen Flandes, y asegurábamos nuestrodominio en Italia del norte y del sur.

Sin embargo yo cifraba mayoresesperanzas en Venus que en Marte dentrode todos estos convenios. Habíamosacordado la boda de dos princesas deFrancia con príncipes de nuestra Casa yalianza. Margot de Valois, la bella einteligente hermana de Enrique II,casaría con Manuel Filiberto de Saboya;y la delicada princesita Isabel, hija delrey, con mi hijo el príncipe don Carlos.Manuel Filiberto, sin embargo, seenamoró de las gracias que adornaban aIsabel, hasta que la decisión y laexperiencia de Margot, cuya belleza

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tampoco era despreciable, le quitó talilusión de la cabeza. Sobre el enlace deIsabel, que en todo caso sería dentro denuestra Casa, me reservé la decisión porlo que luego explicaré. Así convenidotodo firmamos las paces el 3 de abril de1559.

Pero mi preocupación por todo loque se relaciona con Francia, queconstituye una de las constantes de mivida, secreta para casi todo el mundo —y sospecho que así será después de mimuerte también—, me ha hecho retrasarhasta este momento la mención a las dospersonas más próximas a mi vida quenos dejaron mientras yo consagrabatodos mis esfuerzos a un acuerdo

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duradero con Enrique II. En el mes deseptiembre del año anterior, 1558, moríaen su modesto palacio junto almonasterio de Yuste mi padre Carlos, elCésar, Emperador de Europa, y Rey deEspaña que creó nuestro nuevo Imperiodel océano, con reinos nuevos muchomás vastos y ricos para nuestra fe quelos que la Cristiandad había perdido enEuropa. Su último estertor le hizoapretar el crucifijo de mi madre Isabel,y su última mirada acarició la Gloriadel Tiziano que le introdujo, sin sentir,en su premio eterno. Me lo había dadotodo, me lo había enseñado todo. Creoque jamás un hijo Rey estuvo tancompenetrado con su padre en toda la

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historia de nuestra Casa, donde abundanlos desvíos y fosos insalvables entrehijos y padres, como el que yo no mesiento capaz de franquear hasta la mentey el corazón de mi heredero. A poco, el17 de noviembre del mismo año, Diosllamó a mi esposa María Tudor, reina deInglaterra, sin que mi sangre hubierasido capaz de fecundar sus entrañasansiosas. Con la desaparición de los dosquedé solo en el mundo ante mi misión ymi destino. Antes de morir, mi padre meconfió su gran secreto; el más hermosode sus pajes, Jeromín, era realmente suhijo Juan, que había tenido en unahermosa moza de Ratisbona, BárbaraBlomberg, con las últimas fuerzas de su

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virilidad en retirada, y al que habíaotorgado nuestro apellido de Austria. Ensu voluntad última me encomendaba quevelase por ese hijo de su amor tardío, decuya educación se había ocupadosecretamente. Así me prometí hacerlo.Sentí por otra parte, más de lo que habíaimaginado, la muerte de María, a la queno supe comunicar un amor digno delque ella había sentido siempre por mí;sobre todo cuando supe que durante sularga agonía sólo acertaba a repetir minombre.

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ISABEL DE FRANCIA

Europa tardó mucho tiempo ensospechar mis verdaderos designiosdurante las negociaciones para la pazentre 1558 y 1559. Porque con mi padreretirado y agonizante, y mi esposa Maríade Inglaterra sumida en el lejanoconformismo de su mortal enfermedad ysu fracaso, todos los hilos estaban enmis manos, por primera vez… y en lasmanos blanquísimas y alargadas deIsabel Tudor. Para perplejidad de misnegociadores —sólo el de Albasospechaba algo que su lealtad leimpedía comentar— yo lo confundía

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todo y lo retrasaba todo. Insistí con elconde de Feria en mis gestiones paraque Isabel Tudor, que había rechazadodefinitivamente a Manuel Filiberto deSaboya, me aceptase a mí como esposo,pero mi solicitud era formularia, comoun homenaje póstumo a mi padre, quehabía muerto soñando en nuestroImperio atlántico. Cuando comprobé queel rey de Francia conseguía enlazar aldelfín con María la reina de Escocia, yconfirmé la cerrazón absoluta de IsabelTudor, encaprichada según me decíaFeria con un hermoso y atrevidocaballero de su reducida corte secreta,no recuerdo ahora su nombre pero creoque habían sido además por un tiempo

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compañeros de cautiverio en la Torre deLondres, hice saber que mi hijo elpríncipe Carlos no estaba aún en sazónde matrimoniar, lo quedesgraciadamente era cierto; y mereservé a la princesa Isabel de Francia,lo que según pude saber con gravepreocupación, causó terribleresentimiento a mi heredero, que porprimera vez profirió contra mí palabrasde odio. Para asegurar mi decisiónsobre la princesa, que acababa decumplir sus trece años, y no solamenteera virgen sino impúber, envié a París amis dos grandes consejeros rivales, RuyGómez de Silva y el duque de Alba. Elportugués, príncipe de Éboli y mi mejor

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diplomático, se encargó de cortejar enmi nombre a la princesita de Francia,que se mostró encantada con la simpatíay el mundo del suplente; pero fue elsevero general, don Fernando de Toledo,quien vestido de negro riguroso por lamuerte, reciente aún, de la reina Maríade Inglaterra, llevó al altar en NuestraSeñora de París, y en mi nombre, a miesposa-niña. Era el 22 de julio de 1559y yo había cumplido ya los treinta y dosaños. Después del baile en palacio,Alba acompañó a la nueva reina deEspaña hasta sus aposentos, donde enpresencia de un séquito escogido pusoun brazo y apoyó la pierna sobre ellecho, para probar solemnemente que

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su señor el Rey tomaba posesión deltálamo nupcial. Luego reverenció a lasoberana y a la comitiva y se retiró.Mas lo que iba a ser el claro principiode mi felicidad intima se mudó, para lapobre Isabel, en tragedia. En una de lasjustas celebradas a las afueras de Paríspara festejar las bodas la lanza delcapitán Montgomery, jefe de la guardiaescocesa del rey de Francia, chocó conla coraza de Enrique, resbaló contra elyelmo y le astilló uno de los ojos,produciéndole la muerte casiinstantánea. El reino de Francia quedóen manos de un pequeño rey impotente,regido sin embargo por una de lasmujeres más hábiles de Europa, la

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florentina Catalina de Médicis. Pese asu fuerte personalidad, yo, que acababade emparentar con los Valois, sentí bajomi corona también la responsabilidadsobre el destino de Francia en suaspecto más delicado; la permanenciadel reino en nuestra santa fe, amenazadapor el crecimiento de los hugonotes y elamparo que les prestaba la Casa deBarbón, ansiosa del trono y enemiganuestra desde que los desposeímos deNavarra. Así que a fines de 1559regresé a España para hacer frente sin laayuda de mi padre a la tremenda cargade mis reinos.

Al margen de todo halago, pudecomprobar bien pronto en mis consejos

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que mi retorno había marcado elprincipio de una recuperación material ymoral. «Ya Europa descansa —pudeanunciar a las Cortes reunidas en Toledo— sobre la paz que le han procuradomis armas». Y como un eco de laspromesas de mi padre, que losespañoles veían plenamente cumplidasen mí, continué: «A todos os prefiere miamor y estimación». Para consolidar losbuenos augurios lo primero que procuréfue la regularización de nuestroprincipal aporte material, la plata deIndias. La flota salía todas lasprimaveras, rumbo a las Antillas yVeracruz en la Nueva España; y conlíneas de treinta a cien barcos, los

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galeones zarpaban en verano haciaNombre de Dios, en el istmo central delcontinente, para enlazar con la flotillaque por el mar del Sur llegaba al Perú.Las Indias ya no eran una aventura a lodesconocido, sino una empresa deCastilla para la evangelización ycivilización de aquellas tierrasinmensas; y para extraer de ellas conregularidad la plata que permitía misproyectos en Europa y el Mediterráneo.Esto produjo naturalmente el auge deSevilla, que con sus 150 000 almassuperaba diez veces a mi nueva capital,Madrid, donde decidí establecerdefinitivamente la Corte en 1561, porlas razones que ya dije; y porque, sin

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saber cómo, aprendí a amar a estaciudad encastillada por un lado sobre elfoso de su riachuelo, y abierta por elotro a todos los caminos de mi nuevoImperio.

El ambiente era de paz en Europa, ymientras emprendía mis meditadasoperaciones de cruzada en nuestro mar,me dejaba guiar por la intuición pacíficade Ruy Gómez, que promovía latolerancia y el respeto mutuo entre losreinos de la Cristiandad, pese a lasnubes que insistentemente se formabanen el horizonte, sin que llegaran a cuajarde momento, gracias a Dios. Pero latolerancia se volvió intransigenciaabsoluta, infranqueable, frente a los

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peligros de la fe. Cuando el Papa Pío IVsubió a la sede de Pedro, pude lograr deél la inmediata reanudación del Conciliode Trento, que se abrió en 1562. Loshugonotes de Francia procuraronentorpecer la misión del concilio yconvencieron a la reina regente Catalinapara que convocase en Poissy unconciliábulo que pretendía lareconciliación con el segundo heresiarcadespués de Lutero, el maestro Calvinoque había establecido una tiraníadiabólica en Ginebra. Entonces ejercípor vez primera la tutela que para casosde vida o muerte me había atribuidosobre el reino de Francia y amenacé conenviar desde Cataluña un ejército a las

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órdenes del duque de Alba. Catalinacomprendió que la amenaza no era envano y los teólogos y obispos francesesacudieron a Trento, donde hasta 1563mis dominicos y mis jesuitas españolesdefinieron la fe y la reforma de laIglesia católica. En la sesión final, losespañoles impusieron, por su sabiduríay por el lejano reflejo de mi poder,definiciones claras, sin ambigüedades,inequívocas. La Iglesia, guiada por laclaridad de España, rechazó el diálogocon el error, y emprendió sin desmayosu reforma interior.

Regresé a España a finales del 59por otra razón que me tocaba al fondodel alma. Pese a la vigilancia y el celo

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de mis inquisidores, la herejía seinfiltraba en lo más hondo de mis reinos,y habían aparecido brotes inicuos deluteranismo en Valladolid y en Sevilla.El español siente muy dentro laindependencia personal, y esto favorecíala indisciplina que proclamaban losherejes, al dejar a cada cual lainterpretación de la Escritura. Creo sinembargo que nuestros ocho siglos delucha contra el infiel, y la reforma quemis bisabuelos y Cisneros llevaron acabo antes que otra corona de Europa,atajaban el mal junto a su raíz, pese a locual quise estar personalmente en eldescuaje, como explicaré después.

Sin embargo mi principal recuerdo

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de aquellos años de paz católica, ycomo decían los humanistas de mi Corte,de paz hispánica, es el de mi felicidadpersonal, asegurada por esa pequeñaflor de Francia que era mi esposa niña, yno enturbiada más que en algunosaccesos, que tuve siempre la esperanzade encauzar, por parte de mi hijo elpríncipe Carlos. Ya dije que Isabel llegóniña a su reino de España. Hube derespetarla hasta que en agosto del 61, yacumplidos los quince años, se hizomujer, y prolongué mi respeto hasta quecomenzó el mes de enero del 62, porconsejo de mis médicos. Tras mi viaje aAragón volví a Castilla y tuve con ellauna segunda luna de miel en Aranjuez.

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Cuando en julio del 64 se confirmó suembarazo, todo Madrid se iluminó; laciudad amaba a Isabel, que seencontraba muy a gusto en su nuevaCorte, donde se sospechaba que suconsejo me había decidido a convertir ala pequeña ciudad en capital de misreinos. Pero después de un acceso que latuvo sin sentido durante horas y horas deangustia, Isabel abortó en agosto; nuncahabía yo pasado tanto tiempo sin dormir,y sin apartarme del lecho de un enfermo.En febrero del 66, cuando ya se cerníannubes negras sobre los horizontes deEspaña, Isabel de Francia nos trajo denuevo la esperanza de su gravidez.Durante días y noches no supe soltar su

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mano, que me pedía ayuda. Dios nosbendijo con una niña como su madre,por eso la pusimos Isabel Clara. Y alaño siguiente me dio otra hija, CatalinaMicaela. Mis dos hijas del alma.

En medio de sus afanes por darme unheredero varón, porque mis reinos, apesar del milagroso precedente de otraIsabel, la Católica, no aceptarían ahorauna mujer a su frente como los deInglaterra o de Francia, Isabel no sólofue la paz de Europa, sino la alegría deMadrid que se espejaba en el Alcázar.Nunca bullió tan feliz e inocentemente laCorte como cuando ella la presidía. Yno por falta de seriedad ni conciencia desu deber; Isabel impuso para nosotros el

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tratamiento de majestad que ya se habíanatribuido su padre Enrique de Francia ymi antigua cuñada Isabel de Inglaterra.En su entrevista de Bayona pocodespués de su aborto, Isabel convenció asu madre Catalina de Médicis para queatajase los progresos de la herejía enFrancia y contase en ello con todanuestra ayuda; el duque de Alba, que lahabía acompañado a la frontera, se hacíalenguas después de la discreción yfirmeza que demostró frente a suexperimentada madre la reina deEspaña, hasta el punto que measeguraba: «No se notó en Bayonavuestra falta, señor». En mayo del 68Isabel sufrió un nuevo aborto; y esta vez

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estuve tres días y tres noches abrazado aella, hasta que su vida se me escapó deentre las manos. Durante quince días meencerré en los Jerónimos, sobre el Pradode Madrid, para ofrecer a Dios mi penay huir de la desesperación. Gracias alpríncipe de Éboli que se encargó dedespachar los asuntos ineludibles casinadie notó, fuera de la Corte íntima, mienajenación que se prolongaba durantevarios meses. Yo sólo tenía cuarenta yun años y había perdido ya a tresesposas. Y ésta no era más que una delas tragedias que Dios enviaba sobre míen ese año fatal de mi vida, 1568,cuando comprendí a mi padre, y deseéalgo más difícil que morir: un hijo que

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pudiera aliviar mi desesperación.Y sin embargo la presencia angelical

de Isabel de Francia había comunicado alos españoles de aquí, a los quedominaban en Europa y organizaban lasIndias, una identificación con su propiodestino que ellos cifraban en lafidelidad a mi Corona y a la misión quesabían yo alentaba. La nobleza ya no eraenfeudada como en los tiempos antiguoso como aún se mantenía en Inglaterra,Francia y Alemania, sino que trataba derivalizar en el servicio directo de laCorona. Aumentó de forma visible lapresencia de los hidalgos, que se hacíancaballeros en la ciudad, nutrían losTercios y los claustros, poblaban las

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Indias y esgrimían con afán la pluma enexaltación, muchas veces, de nuestracausa. Nueve universidades enviabansus mejores alumnos a mis consejos ysus dependencias de España, Europa eIndias, tras las huellas de quienes sehabían formado en las cuatrouniversidades primordiales presididaspor la gloria de Salamanca y Alcalá. Escierto que una gran parte de losespañoles eran pobres, pero sentíancomo propia la nueva riqueza y el nuevopoder de España, donde un cuidador depuercos podría terminar comoadelantado y marqués en las Indias, ocomo maestre de campo en Milán; y porsupuesto como cardenal arzobispo de

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Toledo. Pese a las crecientesexpediciones a las Indias aumentaba lapoblación de mis reinos de España.Aquélla no era una España triste, sinomás bien lo contrario. Estoy seguro deque entre los que han de venir alguiennos verá alguna vez como somos: «elespañol modesto y anónimo pasahambre, se divierte, hace gala de una fede piedra y una piedad acendrada —nosiempre muy de acuerdo con su vidaprivada— y participa, de una formamás menos implícita, en los altosideales de sus dirigentes».

Con Isabel a mi lado yo meacostumbré a mirar al norte mientras meocupaba de luchar por nuestra fe a

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levante. Entonces comencé, para cumplirmi promesa de San Quintín, el granempeño en El Escorial, en 1563.Atraído irresistiblemente por los pinaresoceánicos de Segovia, que yo replanté yextendí, inauguré junto a ellos el palaciodel Bosque. Hice cavar en lo alto de lasierra pozos de nieve con la quemantenía frescos alimentos y bebidas enel Alcázar. Jamás cedí en nombrarpersonalmente a todos los personajes ypersonajillos de la Corte, hasta el últimoenano, juglar o bufón; exceptoMagdalena Ruiz, la enana lunática quetrajo una vez Isabel Clara. No eranmuchos tres payasos, diez enanos y diezbufones para la Corte más poderosa del

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mundo, y las impertinencias de todos,dirigidas por las de Magdalena, queeran hirientes, nos hacían descansar delas que adivinábamos entre las gentesnormales. Toda esta alegría se fue parasiempre con Isabel de Francia, y luegoya no me quedó más que el consuelo demis hijas, cada vez más parecidas a ella,y el contacto con mis encinares yjardines que rodeaban a mis palacios.La inspiración de Isabel y la paz deEuropa me permitieron además combatiren el mar por nuestra fe durante esosaños felices; ahí estaba realmente elenemigo.

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LA SALVACIÓN DEMALTA

Cuando hube regresado a España afines de 1559 y puesto mi orden en lasflotas de Indias y la marcha de losconsejos, emprendí la cruzada en elMediterráneo. Mi designio, madurado entantas conversaciones con mi padre —que volvía a la guerra en nuestro marcuando la agitación de Europa se lopermitía— está muy claro. Deberíamosprimero expulsar a los infieles delMediterráneo occidental, para alejartoda amenaza sobre nuestras costas deEspaña y de Nápoles y Sicilia. Luego

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habríamos de avanzar sobre elMediterráneo oriental, para dominar alenemigo junto a sus propiasmadrigueras. Para uno y otro objetivotendríamos que asegurar nuestrasposiciones en los estrechamientoscentrales del Mediterráneo, cuyodominio se disputaban dos bastiones: elde la isla de Malta, por nuestra parte; elde Trípoli, amparada en la isla de losGelves, por la del Turco. Nuestros dospoderes ejercían su autoridad sobreterritorios y bases propias, y tambiénsobre protectorados o gobiernosaliados, como el de Argel para el Turco,y el de Venecia para nosotros. Pero miidea principal no consistía en garantizar

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a los venecianos sus rutas comercialesde Oriente, comprometidas por el augede los turcos, sino en frenar la amenazade la que ellos llaman Sublime Puerta,que había inundado a Europa en elreinado de mi padre y ahora, contenidados veces por nuestros Tercios frente aViena, se concentraba sobre el mar. Elsultán y yo disponíamos de excelenteinformación suministrada por enjambresde comerciantes y renegados; por ellasupe que los turcos aumentaron susescuadras desde sesenta a trescientascincuenta galeras en diez años, señalque se preparaban para una campañadecisiva bajo el cetro de nuestromáximo enemigo, Solimán, a quien sus

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reinos llamaban el Magnífico. Yo puse atrabajar con toda su capacidad anuestros astilleros de levante, sobretodo a las Reales Atarazanas deBarcelona, famosas en Europa entera.

Nuestros esfuerzos, dirigidosambiciosamente a la conquista deTrípoli, no pudieron obtener comienzomás nefasto. Una flota que habíamosarmado con el máximo secreto y quellegó frente a la isla de los Gelves en1560 bajo los mejores auspicios, seapoderó fácilmente de la isla enemiga,pero su general, confiado en exceso, nohabía apercibido la necesaria vigilanciaexterior y sufrió el ataque por sorpresade una escuadra turca muy superior, que

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había contado con información precisaenviada desde Trípoli —la plazaamenazada— por su gobernador, eltemible renegado Uluch Alí, que comonos iba a demostrar muchas veces era elmejor navegante y el más arrojado piratadel Mediterráneo. Nuestra escuadrahubo de retirarse desordenadamente, yel destacamento de infantería queocupaba ya la isla al mando del capitánÁlvaro de Sande prolongó inútilmentesu resistencia durante meses, hasta quehubo de rendirse y pasar al cautiverio.No le pudimos socorrer porque elgrueso de nuestra flota, que pudoregresar a duras penas, se estrelló porun temporal contra las costas de la

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Herradura en el reino de Granada. Elsultán animó al vencedor de los Gelves,Piali Pachá, a que amagase contranuestras costas, que durante dos añosestaban inermes frente a los infieles. Loshabitantes organizaron, afortunadamente,aguerridas milicias concejiles yconstruyeron una red de castilletes paraseñalar con humo y fuego la presenciade las naves enemigas, mientraspatrullas de caballería recorríanincesantemente las playas. No medesanimé por este primer fracaso yordené intensificar la actividad de lasatarazanas. Los turcos no supieronaprovechar su inmensa ventaja deaquellos dos años largos y en 1563 mi

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escuadra se hizo de nuevo a la mar conmayor prudencia y no menor decisión.Socorrimos con gran eficacia a nuestrasguarniciones asediadas en Orán yMazalquivir; y al año siguiente, 1564,don García de Toledo, marqués deVillafranca y virrey de Cataluña, ocupóel Peñón de Vélez de la Gomera, nidode piratas, y lo fortificó contra losataques de mar y tierra, ya que casipuede accederse a él por una lengua dearena. Fortaleció también la muralla deIbiza, nuestra isla más adelantada sobreBerbería.

Para el próximo choque nuestrainformación sobre los propósitos delenemigo era mucho más completa y

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temprana. Supimos que la última ordendada por Solimán el Magnífico antes dedescender a los infiernos fue laconquista de Malta, desde la que susnaves podrían dominar todo el sur deItalia y amenazar directamente al Papa.Por ello designé a don García de Toledocomo general de la mar y dirigípersonalmente todos los trabajos para elsocorro a la isla defendida por loscaballeros de su orden, que esperabanfirmes el asalto del infiel. En efecto, el20 de marzo de 1565 la mayor escuadraque surcara el mar nuestro en lostiempos modernos —doscientas naves,casi todas galeras, y cincuenta milsoldados para el desembarco— salía de

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los estrechos, nidal del Turco, a laconquista de Malta. Nuestro general dela mar había coordinado perfectamentetodos los recursos y ayudas de ladefensa, y la sorpresa turca falló porcompleto. Cuando nuestra escuadra, quehabía incorporado a las naves aliadas,se acercó a la isla, el jefe de los turcosordenó inmediatamente la retirada sobrela isla de Chipre. Socorrimosabundantemente a los caballeros deMalta y el Mediterráneo occidentalquedó ya libre de las grandesincursiones enemigas, aunque noconseguimos de momento eliminar lapiratería aislada.

La experiencia de esa campaña me

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aconsejó establecer nuevascoordinaciones en el sistema degobierno. Creé varias juntas queenlazaran la acción de los consejos, y sededicasen a asuntos urgentes que noconvenía dejar de la mano. Durante losmomentos de mayor necesidad, estasjuntas se reunían a diario en misestancias, y sus decisiones teníanprioridad absoluta una vez confirmadaspor mí. Con ello aumentó el poder demis secretarios, que se encargaban de lacoordinación.

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SAN LORENZO DE ELESCORIAL: LABIBLIOTECA

Ya dije que durante mis años defelicidad con Isabel de Francia inicié laobra de mi vida, que tuviera lagrandeza de los monumentos antiguos,sobre las faldas del pico de Abantos,donde muere la principal armazón de lasierra entre las dos Castillas: el templo,monasterio y palacio que soñé y prometítras la victoria de San Quintín en honorde san Lorenzo y junto a la villa de ElEscorial. Tanta energía y amor puse en

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esta obra, que dirigí personalmente, ycuyas perspectivas cuidé desde ladistancia justa en una silla tallada sobrela piedra del bosque, que estoy segurose me recordará sobre todo por ella, yaque no creo del todo exageradas lasopiniones de mis cortesanos quepensaban halagarme —y bien pensaban— al calificarla, después de suterminación, como la octava maravilladel mundo. Los frailes jerónimos,enamorados como yo del monasterio, sehan encargado de preparar y escribir lahistoria de su construcción, sin la que nose comprenderán ni mi vida ni mireinado. Yo hice, como en todas misedificaciones, los esbozos, que discutía

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después con los arquitectos; y mepresentaba a veces entre los obrerospara urgirles puntualidad y diligencia, ypara dirimir sus querellas cuandoamenazaban a la continuidad opuntualidad de la obra, que rematé enonce años, para fines del 84. Enterré allícasi seis millones de ducados, que meparecen pocos y fueran muchos más si elproyecto hubiese de abordarse ahora. En1568, para confortarme por un año tanterrible, traje aquí los restos de mipadre el Emperador, y no pude trasladarlos de mis bisabuelos, los ReyesCatólicos, por su completadescomposición, que quise respetar enel lugar de su primer descanso, pero

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recubriéndoles con nuevos sarcófagosde plomo. Tuve la suerte de contar, paraesta magna obra, con los mejoresarquitectos del mundo: Juan Bautista deToledo, que había aventajado a sumaestro Miguel Angel, y Juan deHerrera, que además de artíficemaravilloso, era matemático relevante yposeía la suficiente afición a la magiacomo para realizar mis sueños. Herreratenía en su imaginación las pautas deltemplo salomónico, que por algovivíamos tras las costas de dondepartieron para el rey de Jerusalén lasnaves de Tarsis; colocó las piedrasangulares en los momentos marcadospor las estrellas favorables y reverenció

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el color negro, por respeto a mipreferencia y por influencia de Saturno,que era también mi planeta protector ytemido, al que no supe conjurar ante lascontinuadas muertes de mis pobreshijos. Para la construcción colaborarontodas las regiones de España: el granitodel Guadarrama, los hierros forjados deZaragoza, las maderas de Valsain yCuenca, los jaspes de Burgos, losmármoles de Aracena en Huelva. Peroaquel monumento sería, además, mi casay mi refugio. Yo gobernaba desde allí elmundo, y me escondía del mundo. Traje,como mi padre para el monasterio deYuste, a la Orden Jerónima, cuyareforma había sido verdadera

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resurrección, y residí en el palacio,desde 1566, cuando proseguían lasobras fuera de mi recinto, para queIsabel de Francia viviese mi sueño.

Pero, alejado del mundo, le metí allídentro para mejor dominarlo. ElEscorial era un enorme libro de historiay un inmenso mapa militar del mundo.Cuando me instalé en el nuevo palacio,encargué al matemático Pedro deEsquivel que levantase planos de todaEspaña con el máximo detalle, y recibíde los lugares más diversos seiscientasrespuestas con esquemas y datos querepasaba yo mismo; creo que ningún reyde Europa había emprendido semejantetrabajo. Fui instalando pausadamente

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allí mis colecciones, entre viaje y viaje.Mis cinco mil monedas; mis casi 150relojes y astrolabios; mis cien estatuas,pero no quise privar de su armería, queya era famosa, al Alcázar de Madridaunque me llevé a El Escorial variaspiezas destacadas. También dejé en elAlcázar la mayor parte de mis cuadros,como los del Bosco, Van der Weyden,Brueghel y Tiziano, que instalé en latorre nueva construida para ellos; perotambién me traje a El Escorial algunospreciadísimos de todos ellos. Allíexaminé algunas cosas del maestroDomenico, a quien llamaba Greco porsu primera patria, con figuras ardientesque se escapaban de la tela; pero no me

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convenció su Mauricio, donde habíadespreciado mis instrucciones, aunqueordené reservarlo por si mi desvíonecesitase de corrección futura. Le dejésin embargo en El Escorial; donde quiseguardar también los prodigiosos retratosque Pantoja nos hizo a mi padre y a mí.Quise que el monasterio incluyeratambién talleres y laboratorios dondepudiera seguirse la evolución de laastronomía y las nuevas ciencias que seanunciaban en Europa, sin que, por mipresencia, se despertasen las sospechasde la Inquisición, y seguí de cerca lainstalación de un pequeño taller para ladestilación de humores y esencias, quesorprendió primero pero después agradó

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sobremanera a los jerónimos, entre losque pude formar algunos expertosrealmente estimables. En el palacioinstalé a algunos de mis pájaros másqueridos, y traje otros animales.Dispuse, a la vez que la obra, lasexplanadas para los jardines, en los queconseguí flores para los doce meses delaño. Pero sobre todo allí fui situandopoco a poco mi tesoro más preciado:mis libros, con la esperanza de que nosólo me sirvieran a mí y a los frailes,sino a cuantos estudiosos quisieranllegarse para profundizar en la cienciadesde aquel rincón, el más seguro yapacible de mis reinos y de todo elmundo.

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Compré mis primeros libros cuandocumplí los trece años, y ya no interrumpíjamás la costumbre, que se convirtió enpasión. Aquellos tres primeros fueronLa guerra judía de Flavio Josefo, lasMetamorfosis de Ovidio, y una Biblialatina en cinco tomos, más un libro dehojas grandes para pintar en él. En el53 tenía ya en la torre nueva del Alcázarmadrileño 821 libros, más que reyalguno en toda la tierra; en 1576 llegué a4545, de ellos unos dos mil todavíamanuscritos; y ahora, cuando Dios me vaa llamar, tengo aquí en la biblioteca delmonasterio más de catorce mil, de ellosmuchos en griego, 94 en hebreo, y 500códices arábigos, por los que vino a

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Occidente la ciencia de la antigüedad.Aquí creé, con tan espléndido apoyo dedocumentación y saber, una escuela deartes y teología que no ha florecidocuanto yo quisiera. Uno de los momentosmás gratos de mi vida familiar fue laexplicación detallada de mi biblioteca ami cuarta esposa, la reina Ana. Aquí, enestos estantes, guardo otro de missecretos; el libro que yo mismo escribíen 1560 junto con algunos poemas queno me he atrevido a enseñar nunca.Durante toda mi vida conservé mislibros de juventud, hasta edificar sobreellos esta biblioteca vastísima. Mimaestro Calvete de Estrella era elencargado de comprar en Salamanca

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libros para mi formación. De allá setrajo las fábulas de Esopo en latín ygriego; el tratado de geometría yarquitectura de Durero, que me bebí; ElElogio de la Locura, los Adagios y laQuerella de la paz del maestro Erasmode Rotterdam, súbdito nuestro, que nonos amaba. Luego compré por 144maravedises una edición del Corán, enValencia; y entre mis notas del 45 veo laadquisición de la Arquitectura deVitruvio, las obras completas de Erasmoen diez volúmenes, el tratado sobre lainmortalidad del alma del maestro dehumanistas, Pico de la Mirandola; y creoque mi ejemplar del libro de Copérnico,De revolutionibus orbis terrarum fue el

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primero que llegó a mis reinos en 1543.Dos años después ordené una compraimportante en la imprenta de Aldino:135 libros de música, matemáticas,astrología, historia, geografía, magia,teología y filosofía; de ellos 115 engriego, 7 latinos, como la HistoriaNatural de Plinio; y 13 italianos con elPetrarca y el Dante. Hasta la Inquisicióntomó cartas en el asunto cuando creyósaber que mis libros sobre magiasuperaban ya los doscientos y hube deexpurgar mi biblioteca para evitarsuspicacias.

No fue, por tanto, el temor por lacultura, incluso la más avanzada, la queme impulsó a ordenar en 1559, cuando

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se descubrieron en España los primerosbrotes de la herejía, el cierre de nuestrasfronteras no a todos los libros deEuropa, como dicen falsamente misenemigos para tacharme de bárbaro,sino los que se adquirían sin licencia ycon peligro para nuestra fe. Tambiénhice que se vigilara la estancia deestudiantes españoles en algunasuniversidades europeas donde podríancorrer peligro de contaminación. ¿Perose atreverá alguien a argüir quesemejantes medidas, exigidas por elservicio de Dios, redundaron endescrédito de nuestras letras ydecadencia de nuestros saberes? Muy alcontrario, nunca se estudió, ni se pensó,

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ni se escribió tanto y tan bien en España,mientras se fundaban las primerasescuelas, bibliotecas y universidades enlas Indias, sobre las ruinas de aquelloscultos salvajes y bárbaros. Baltasar delAlcázar y Francisco Herrera el Divinoalegraban y sobrecogían a toda Españadesde Sevilla, con sus sátiras y cantosde triunfo. Florecía entre las disputas ylas tempestades de Salamanca fray Luisde León que elevó nuestra lenguacastellana al plano de la perfecciónhumanística; hube de ampararle contrasus envidiosos, y le recibí en el 83,cuando restaurada ya su honra y suprestigio vino a pedirme protección parasu universidad. Seguí con admiración la

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carrera del maestro Arias Montano, conquien correspondían los grandeshumanistas de Europa. Apoyé en susluchas y tribulaciones a la madre Teresade Jesús, cuyo libro escrito en loscaminos leí tras arrebatárselo a laprincesa de Éboli que lo repasaba porpura frivolidad. Comprendí que Diosprotegía a España cuando permitía quevivieran a la vez sobre nuestro suelohombres como Ignacio de Loyola, elmaestro Juan de Ávila y el maestro Luisde Granada. Me llegaban noticiasconfusas sobre una pléyade de escritoresjóvenes y audaces que honrarán, sinduda, el reinado de mi hijo; como unMiguel de Cervantes que tras su herida

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en Lepanto clamaba en hermosos versospor su liberación del cautiverioargelino; y un poeta que se enroló en laInvencible para ambientar sus versosheroicos, Lope Félix de Vega, cuandohubo de huir de la Corte y susmentideros por sus amoríos de rompe yrasga. Los trabajos y la ciencia de misteólogos dominaron, como ya dije, lassesiones de Trento; y toda Europa leyócon asombro las obras del maestro deSalamanca, Francisco de Vitoria, queencontraba nuevos caminos para elderecho de gentes en sus libros quefueron publicados después de su muerte.Aquí alzaron Melchor Cano, DomingoSoto y los jesuitas como Diego Laínez

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un baluarte teológico ante el que hubo deretirarse la herejía en toda Europa; peromis hebraistas de Salamanca, como elpropio maestro León, demostraron quesu fe genuina no temía ni elahondamiento en la Escritura ni suversión en lengua vulgar, que dejaba deserlo con sus traducciones magistrales.Es cierto que no me agradaba el teatroramplón, pero amparé personalmente lossaberes auténticos; la nueva historia deJerónimo Zurita, las investigacionesbíblicas de Arias Montano, los estudiosnaturales de Alonso de Santa Cruz conla piedra imán y Juan Plaza en labotánica. Quise fundar en el 82 unaacademia matemática en el Alcázar de

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Madrid para el cultivo de la nuevaciencia europea; y promoví la iniciativagenerosa de Juan de Herrera cuandopretendió instaurar en todas las ciudadesimportantes seminarios para el estudiode la matemática y la ciencia natural;cuando las ciudades votaron en contrapor sus procuradores en Cortes, y portemor a un gasto de que podría resultartanto provecho, lo lamentéprofundamente.

Sin embargo el cuidado del saber yel fomento de la ciencia no medistrajeron de la naturaleza. Quisefundar mi monasterio de El Escorial,mis casas del Bosque y de Aranjuez, enmedio de ella. Me gustaba vivir en el

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Pardo en otoño, y cazar durante laprimavera en Aranjuez. Nunca me opusea que mis cortesanos se divirtieran en laCorte, que mis enemigos pintanenvarada y aburrida. En mi Corte secompuso el famoso libro de juegos queluego recorrió Europa, con los sesenta ytres cuadros que son los años de la vida,entre ellos el 26, la Casa del Privado; el32, el Pozo del Olvido; el 40, cambio deMinistros de donde se retornaba al 10,Casa de la Adulación; y el 42, Muere TuPatrón, que hacía retroceder las fichas alcomienzo. Cuando en el 83 llegó deFlandes un volatinero que entretenía atoda la Corte, le hice mi mayordomopara retenerle y divertirme. Reproduje

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en Aranjuez una recua de camellos, quellegaron a cuarenta; instalé refugiosabiertos en la Casa de Campo deMadrid para avestruces, leones deÁfrica, y otros animales feroces. Miprincipal cuidado era la construcción delagos artificiales, como los de Ontígolay Aranjuez o el de la Casa de Campojunto a Madrid. Los poblé de cisnes,percas y carpas, que luego me gustabapescar con caña, aunque ningún placermayor para mí que el de pescar truchasen el alto Eresma. En el año 70 organicéun combate de galeras en el lago de laCasa de Campo para estupefacción detoda la Corte, con motivo de mi últimaboda; con tanta expectación que hube de

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repetirlo, cuando sanaron los heridos,para el pueblo. Mis jardinerosflamencos renovaron los parques quehabía empezado a construir en losReales Sitios y enseñaron a losespañoles el uso del agua. Sólo enAranjuez hice plantar 223 000 árboles.Tengo aquí un papel sobre las lagunasque allí mandé represar y alimentar:«Que se haga una laguna muy grandeen el arroyo de Ontígola y otras dos otres pequeñas en el que va a Ciruelos,para que vengan a ellas aves para laaltanería». Este papel es del 53; tengoaquí otro del 62: «Informaros cómoestán los faisanes que tiene la Casa deCampo, y si es menester algo para ellos

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y si será mejor soltarlos todos o parte,o tenerlos allí, y avisadme dello. Y siha apedreado algo a la huerta de lasposturas y simientes, y cómo va esto. Ya Aranjuez escribid que avisen de lomismo y de las hayas y si se oyen losfrancolines».

Practiqué, en un tallercito delmonasterio, el arte de la tapicería y lacostura. Introduje en aquella Corte eljuego de los tejos, que venía deAlemania, con la modalidad de echarunos sacos de arena sobre la mesa, y deahí viene el dicho de tirar los tejos alpropio Rey. En fin, que la solemnidad delas grandes fiestas, y la seriedad de mitrabajo diario se explayaban después en

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la vida cotidiana de la Corte que sóloquienes gozaban de ella conocían yapreciaban. Aunque todo ello seenturbió primero y luego se llenó deterror y angustia con los hechos, cadavez más degenerados de mi primer hijo,el príncipe Carlos. Hora es ya de queaborde esta sima negra de mi dolor y mirecuerdo, sobre la que se ha cebado lafuria vengativa de mis enemigos.

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EL PRÍNCIPE DONCARLOS

La segunda tragedia que debo relataral fijarme en ese año nefasto del 68 es lamuerte airada de mi hijo el príncipe donCarlos, que mis enemigos hanaprovechado para cubrirme de odio y desangre, sin el menor respeto a mi dolormás íntimo. Ya dije cómo al nacer enjulio de 1545, provocó la muerte deMaría Manuela, mi primera esposa. Casiinmediatamente se notaron en su personalos primeros signos de desquiciamiento,lo que me hizo pensar, aterrado, en subisabuela Juana, enajenada en

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Tordesillas; en la abuela de Juana,muerta en 1496 dentro de su prisión enArévalo; en su primo desequilibrado, elrey Sebastián de Portugal. Hay unaterrible amenaza en la concentración denuestra sangre familiar; mi hijo teníasólo cuatro bisabuelos en vez de ocho;sólo seis tatarabuelos en vez dedieciséis. Sin embargo sus accesos nonos alarmaban excesivamente en loscomienzos; los creíamos pasajeros yremediables. Hasta mi jornada deInglaterra para mi segundo matrimoniomantuvimos la esperanza; le aficioné ala caza y a veces conseguía hablar conél casi normalmente sobre sus cosas deniño. Mi ausencia pareció desquiciarle y

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hubo de retrasarse su aprendizaje de lasprimeras letras. Me alarmaba ver que sujuego predilecto consistía en degollarlentamente los gazapos que leentregaban cazadores serviles.Encomendé su educación, con resultadoscada vez más decepcionantes, a los másclaros varones de Castilla. Su abueloCarlos Quinto, cuyo nombre llevaba, yque le conoció en Valladolid camino deYuste, se llevó a la tumba mi mismapreocupación.

Pero tanto mi padre como yoesperábamos el milagro; y las Cortes deToledo juraron a Carlos de Austria, asus catorce años, como heredero de lamás alta corona de la Cristiandad.

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Aprovechó el príncipe la ceremoniapara increpar brutalmente al duque deAlba que la dirigía; por lo que hube deobligarle a pedir disculpas. Ya porentonces sólo parecía mostrar interéspor el vino, las mujeres y la comida, quedevoraba en cantidades excesivas. Enlas negociaciones para la paz conFrancia se había pensado casarle conIsabel, que era de su edad; y de la que lehabían hablado tanto que se encaprichófatalmente por ella. Cuando las másaltas razones de Estado me inspirarontomarla por esposa advertí en mi hijo;como ya indiqué, una primera mirada deodio, que tomé por una de sus maníaspasajeras. Y creía acertar; porque luego

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Carlos se hizo muy amigo de Isabel,feliz por tener en la Corte alguien de suedad, con quien compartía juegos ychanzas, sin que él me demostrase en esetrato íntimo desviación alguna como meinformó la austera duquesa de Alba queles vigilaba. Desde poco después, elaño 60, contrajo Carlos una largaenfermedad febril, por tercianas, quenunca le desaparecieron totalmente yparecían desesperarle.

Sin embargo le envié a launiversidad de Alcalá en 1562, donde sesentía humillado por los progresos,mucho más notorios, de sus compañerosde estudios, Juan de Austria y AlejandroFarnesio. Allí cayó malamente por una

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escalera mientras perseguía a una mozade la servidumbre, y quedó tanmalherido en la cabeza que según laconsulta de médicos sólo podríasalvarle una operación a vida o muerte.Para que asesorase a mi junta llamé aldoctor Vesalio, que aconsejó latrepanación; pero mi cirujanoresponsable, el doctor Dionisio DazaChacón, que se encargaba de hacerla,comprobó la ausencia de lesionesinternas, según me explicabadetenidamente a la misma cabecera delenfermo, y se limitó a un legrado delcráneo pese a las protestas de Vesalio.Cuando yo daba ya por muerto a mi hijo,vi con alegría que se recuperaba

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rápidamente e incluso parecía sentar lacabeza. Por desgracia se trataba de unamejoría pasajera. Pronto se agravó yreincidió en sus locuras. Perdía agrandes ratos la memoria y la facultadde hablar; se abalanzó puñal en manocontra mi principal consejero deentonces, Diego de Espinosa, presidentedel consejo de Castilla; y después contrael duque de Alba, que se despedía parareprimir la rebelión en Flandes. Y esque los nobles de aquel reino queempezaban a alimentar en su corazón larebeldía contra mi dominio, como elconde de Egmont, mi valiente general deSan Quintín y Gravelinas, y el barón deMontigny, más espía que embajador

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cerca de mi Corte, habían advertido yaque mi propio hijo era el punto másdébil en medio de mi firmeza y desde elaño 63, cuando la rebelión se propagababajo tierra, halagaban al príncipe, quetramó con ellos salir de la Corte ypresentarse en Flandes como libertador.Desde que lo supe le puse bajo estrechavigilancia secreta, que él nunca advirtió,porque me creía exclusivamentepreocupado con su matrimonio. Era elnovio de Europa, y después de sufracaso con Isabel de Valois tampocopudo prosperar su enlace con María lareina de Escocia, ni luego con laprincesa Ana de Austria; porqueentretanto crecía la magnitud de sus

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aberraciones y ya exteriorizaba sinrecatarse su aborrecimiento contra mí.En el 67 ya medité la posibilidad deencerrarle y apartarle de la sucesión. Enel otoño de ese mismo año supe que elpríncipe allegaba dinero y preparaba suviaje secreto a Flandes, paracontrarrestar la actuación represiva delduque de Alba. Reveló a sus íntimos quesu mayor deseo era matar a un hombre; ylo decía por mí. Mi hermano Juan deAustria me hizo saber los detalles parala huida de mi hijo a Flandes.

Hasta que el 13 de enero del añonefasto, 1568, pedí a todas lasparroquias y conventos de mis reinossufragios públicos por mi intención

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secreta, que no era sino la luz del Señorpara el terrible paso que pensaba dar.Cuatro días después volví al Alcázardespués de unos días en pleno campo yreuní a mis principales consejeros conun grupo de mis mejores teólogos, quecomprendieron mi dolor y mi deber. Enla tarde del día siguiente, 18 de enero, elmás triste de toda mi vida, me calé elyelmo, ceñí la espada y condujepersonalmente a mi guardia para deteneral príncipe de Asturias en sushabitaciones del Alcázar. Parecíaesperarme, y su mirada fría y torva fuemi mayor prueba, pero no vacilé.Ordené su confinamiento en el castillode Arévalo, donde estuvo también

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encerrada una reina de España. No meconsolaban los últimos disparates de mihijo, que había tirado a un paje por laventana, mataba caballos por puroplacer de verles sufrir e hizo comerse asu zapatero, en su presencia, unas botasque no le habían gustado. Era mi propiasangre la que encerré entre rejas, lejosde mi presencia.

Sus carceleros, a partir del duque deLerma a quien primero confié sucustodia, me rogaban por Dios que lesrelevase. Pedí al archivo de mi Coronade Aragón los papeles del proceso delrey Juan II contra el príncipe de Viana.Designé un alto tribunal para estudiar elcaso y volví a solicitar luz y consejo a

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mis principales teólogos. Escribí, al díasiguiente del encierro del príncipe, atodas las autoridades de mis reinos, alPapa Pío V, a los reyes de laCristiandad. Expliqué mi trágicadecisión en el nombre de Dios y de misreinos: «No parecía haber —era elresumen de esas cartas— otro remedio».Mientras tanto Carlos, encerrado, dejóque su locura se desbordase. Buscaba lamuerte, noche tras noche. Bebía aguahelada después de sudar, y regaba conella su lecho antes de acostarse desnudo.No se dejaba atender ni curar. Pasabasemanas enteras sin probar bocado.Adelgazó hasta no parecer quien era; lesaltaban los ojos. Tragaba luego de

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pronto lo que veía más cerca; su anillo,las piezas de su escritorio. Murió lavíspera de Santiago, el año de suprisión. Mis médicos me dieronexplicaciones generales; pero miscriados acosaron a los suyos y supe conseguridad que había muerto de hambre.

La reina Isabel, mi esposa, pasóllorando dos días con sus noches, hastaque hube de prohibirle el llanto. Corté elluto de la Corte después de la primerasemana, aunque yo lo llevé durante unaño entero. Obligué a mi hermano Juande Austria a que abreviase su propioluto, que pretendía prolongar como elmío. A poco, sin dejarlo escrito, hicecorrer la prohibición de mencionar al

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príncipe en las conversaciones de laCorte. Era mi propia sangre que mehabía querido traicionar; mi propiadebilidad que se alzaba contra mí.Busqué entonces ciegamente otro hijo, alque en un momento de locura quisetambién llamar Carlos. Pero mi esposaIsabel no se recuperó de la muerte deCarlos. Murió en Aranjuez, el 3 deoctubre, dos meses largos después de mihijo. Dejándome solo en la noche másnegra de mi vida, donde sus dos hijasmantenían una leve esperanza. Desdeaquel verano espantoso mis enemigos nohan dejado de agitar ante toda Europa elespectro ensangrentado de mi heredero.Saben herirme donde más duele.

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Sospecho que al correr los años y lossiglos el rencor duradero de esosenemigos querrá vengarse de mí, sabeDios con qué artes, tal vez en este mipropio monasterio del Escorial, elsantuario de mi dolor y mi renovadasoledad. No faltarán tampoco quienes,con mi corazón en su mente, sabrándefenderme en ese trance, con la fuerzaque Dios dejará manar a mi tumba.

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LA REBELIÓN DEFLANDES

Las desventuradas negociaciones demi hijo el príncipe don Carlos con losrebeldes de Flandes, que aunaparentando fidelidad dinástica ya mehablan traicionado en su corazón,revelan la gravedad que había alcanzadoya, durante los años 60, ese problema,que sin embargo no estalló con toda suvirulencia hasta ese año 68 de malaestrella, donde parecieron entrar enconjunción todas mis adversidades.Cuando yo creía tener asegurada la pazde Europa después de nuestras victorias

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sobre Francia en el 59, a las que tandecisivamente habían contribuido losprimeros nobles de Flandes y los PaísesBajos —el conde de Egmont, el príncipede Orange— empezó a agitarse pordentro, de manera misteriosa y pormotivos de religión, esa barbacana deEspaña frente al mar del Norte, que mipadre había querido desgajar de laherencia imperial para asegurar elflanco más delicado de su nuevoimperio oceánico. Mis capitanes deFlandes, que sabían mezclarse con elpueblo, me repitieron después que losorígenes y el dinero de la agitaciónvenían de los banqueros judíos ennuestras ciudades de Amberes y de

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Ámsterdam, entre los cuales habíaalgunas familias expulsadas de Españapor mis bisabuelos los Reyes Católicos,y que ahora pretendían tomar venganza.Yo siempre consideré la duradera guerrade Flandes, cuyos orígenes se remontana las agitaciones del 61, como una deesas partidas de ajedrez que tantoapasionan también en la Corte durantelas tardes de invierno. Yo soy el reynegro, mi color, con mi hermanaMargarita de Parma, seis años mayorque yo, como reina que se mueve sobretodo el terreno. Mi padre la había tenidoen Juana van der Gheyust, hija de unpróspero fabricante de tapices;Margarita llevaba por tanto como mi

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padre la sangre de Flandes. Habíacasado primero con Alejandro deMédici, a quien asesinaron por laespalda, y luego con Octavio Farnesio,nieto del Papa Paulo III. Regía en minombre los Países Bajos, unconglomerado de feudos quecomprendía un reino costero, el deFrisia; dos ducados, el de Brabante conBruselas y el de Limburgo con Amberes,la capital financiera de Europa junto conGénova; otros dos ducados, sietecondados, cuatro señoríos y unobispado. El rey del bando contrario,aunque nunca quiso asumir la corona,fue mi archienemigo el príncipe deOrange, Guillermo de Nassau el

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Taciturno; ayudado a distancia por sureina, que no era sino Isabel deInglaterra. Mi principal alfil era elobispo de Arras, Antonio Perrenot deGranvela, que mantuvo hasta la muertesu fidelidad a nuestra Casa. En el 61 sehace notar por vez primera eldescontento en Flandes. Los nobles,seducidos por la independencia de lospríncipes alemanes, sus vecinos, seoponían sordamente a los proyectosunificadores de mi hermana la regenteMargarita, inspirada en su consejero elobispo Granvela; enviaron emisarios aMadrid que me forzaron, por bien depaz, a la destitución del consejero, quienpese al disgusto me guardó fidelidad

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completa, que supe luego retribuirlargamente. En la inquietud del puebloinfluían desde luego los problemas de laescasez provocada por la guerra entrelos reinos del Báltico, que cortaba lademanda de telas, principal mercancíade Flandes; y se insinuaba ya ladisidencia protestante, mediante ladifusión del calvinismo porpredicadores de Ginebra, cada vez másosados. Yo me empeñé en atajar esainfección aplicando con rigor losdecretos del Concilio de Trento a travésde la creación de catorce nuevasdiócesis; los motines que se organizaroncontra estas medidas no afectaron ni acinco de cada cien habitantes. La

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amenaza contra la fe parecía lejana;pero cundió rápidamente, como el fuegodevorador.

Así las cosas los nobles másinquietos de Flandes enviaron a Madrid,para negociar conmigo, al conde deEgmont, de quien yo estaba agradecidopor su valeroso comportamiento en lacampaña de Francia. Pero consideréinoportuna su visita porque toda laatención del gobierno se volcaba porentonces en la campaña para el socorroa la isla de Malta asediada por losturcos; y para que se fuera de una vez lehice creer que consideraríafavorablemente sus peticiones desupremacía para el consejo de los

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Países Bajos sobre la propia regente, yencomendaría a un consejo de teólogostolerantes la modificación de las durasleyes sobre la herejía. Pero a poco deregresar, y gloriarse entre suscompañeros de su capacidad deconvicción, le desengañé con durascartas dictadas en mi refugio delBosque, en Segovia, en cuanto tuvenoticias sobre nuestra gran victoria deMalta, en octubre de ese año 65.Entonces el grupo de nobles que seguíaa Guillermo de Orange y al propioconde de Egmont se sintieron burladospor mí, sin que les faltase del todo larazón, y firmaron a fin de año uncompromiso de la nobleza que ya

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incidía en la rebelión; rechazaban dasmedidas inquisitoriales y exigíancambiar las leyes sobre la herejía, parano enfrentarse con sus súbditos que laabrazaban. Guillermo de Orange dimitióde todos sus cargos y el 5 de abril del66 treinta levantiscos se presentaron consus armas ante la regente y la forzaron aadmitir sus peticiones. Los predicadorescalvinistas invadieron entonces lasiglesias y las plazas públicas, lograronauditorios enormes, destrozaronimágenes y devastaron los templos. Enmedio de peticiones de auxilio, mihermana Margarita hubo de concederuna tolerancia casi completa. Pero suhabilidad se puso de manifiesto en que

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logró dividir a los nobles del puebloagitando ante aquéllos los peligros deuna guerra contra los privilegios. Casitodos la apoyaron y sofocaron larebeldía, menos Guillermo de Orangeque se convirtió al protestantismo, tratóde ayudar a los rebeldes del pueblo yante la total insolidaridad de los demásnobles eligió el camino del destierro.

Para ganar tiempo hube de ratificar,salvada en confesión y ante un consejosecreto de teólogos mi conciencia, losdecretos de tolerancia arrancados a mihermana. En mi Consejo de Estado sealzaron dos banderías, virulentamente;los duros que con el duque de Alba alfrente reclamaban una acción ejemplar

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contra los rebeldes y los herejes; losdiplomáticos con el príncipe de Ébolique sugerían contemporizar, en vista deque la gobernadora parecía hacerse conla situación. En septiembre del 66 arribóla flota de Indias con millón y medio deducados para mi real hacienda y murió,Dios sea loado, Solimán el Magnífico,mientras varias sediciones parecíanamenazar la unidad del imperio turco.Tomé las dos noticias como señales deDios y deshice el empate de votos en elConsejo de Estado a favor del duque deAlba, para quien empecé a levantar unejército de sesenta mil infantes y docemil caballos, que hubiera sidoirresistible en Flandes. Retrasé sin

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embargo la expedición hasta laprimavera siguiente, porque queríaponerme al frente de ella, como una granexcepción militar en mi vida deorganizador. Durante ese invierno losrebeldes, sin apoyo popular, no lograronlevantar un ejército que oponer a losnuestros; y Margarita, con la carta decrédito por trescientos mil ducados queyo había puesto a su disposición mesesantes, reclutó una fuerza selecta queaplastó al contingente rebelde enOosterweel.

Las ciudades sublevadas se lesometieron y entonces yo reduje elejército de Alba a diez mil hombres.Cometí entonces dos errores terribles.

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Primero, desistir de mi viaje, ante mipreocupación por lo que tendría quehacer con mi hijo Carlos y ante laprecaria salud de la reina Isabel.Segundo, no recortar, en vista de miforzada ausencia, los amplísimospoderes que había otorgado al duque deAlba, que iba a caer sobre un Flandes yavirtualmente pacificado con sed dejusticia que allí pareció venganza.Ahora veo con claridad que si yohubiera llegado a Bruselas al frente delos Tercios el resultado hubiera sido lapacificación definitiva, como en el 81conseguí en Portugal, también con Albaa mi lado como jefe militar. Margaritahabía entrado solemnemente en la

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rebelde ciudad de Amberes el 28 deabril del 67; y recuperó poco despuésotro centro peligroso, Ámsterdam,donde la herejía había hecho estragos.Reprimió la insolencia de lospredicadores calvinistas y mantuvo lafidelidad de la nobleza. Pero dossemanas antes de la reconquista deAmberes, que ponía virtualmente fin albrote de rebeldía, el duque de Alba sehabía despedido de mí en Aranjuez,donde le entretuve dos días para dejarlebien claras mis instrucciones, que luegoél se saltó como quiso, llevado de surigor; a poco se embarcó en Cartagena yorganizó rápidamente a su ejército enItalia.

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El 2 de junio revistaba a sus tropasen Alessandria y se ponía en marcha pornuestros territorios soberanos y aliados,el que llamaban en Europa caminoespañol. Su fuerza principal erannuestros cuatro Tercios de Infantería deNápoles, Sicilia, Cerdeña y Lombardía,ocho mil españoles, los mejoressoldados del mundo; flanqueados poronce mil caballos alemanes y españoles.Con el Tercio de Nápoles en vanguardia,cruzaron el monte Cenis y se plantaronen Borgoña después de catorce jornadasde marcha. El marqués de Brantóme, queles veía pasar desde su castillo escribióa un amigo suyo de mi Corte: «Ibanarrogantes como príncipes y los

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soldados parecían capitanes». Elejército, que puso admiración enFlandes, rindió viaje en Bruselas el 22de agosto del 67. Hube de aplazar lacontinuación de la cruzada en elMediterráneo, porque mi fuerzaprincipal se trasladaba al mar del Norte.Mi ejército de Flandes se organizabasegún mis ordenanzas de 1560: cadatercio con tres mil hombres a lasórdenes de un maestre de campo,dividido en compañías de a trescientos;con cien caballos ligeros deacompañamiento. A las órdenes delgeneral, un maestre general preparabalos planes de campaña y se encargabade la información y los suministros.

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Don Fernando de Toledo no perdióel tiempo. Lo primero que hizo al llegarfue reparar y asegurar las fortificacionesde las principales plazas. Detuvo a loscondes de Egmont y de Horn, pero nopor sus actividades políticas sino envirtud del fuero militar; se habíannegado, en efecto, a colaborar en elejército español, contra lo que Egmonthabía hecho toda su vida. Implantódespués, manu militari, las catorcenuevas diócesis establecidas por mí deacuerdo con el Papa; y urgió elcumplimiento de los decretos delConcilio de Trento. Ordenó ladepuración de los maestros herejes;veintidós sólo en Amberes. Reorganizó

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la hacienda de aquel reino, obligándolea sufragar los gastos de su propiadefensa; aumentó los impuestos de 750000 ducados en el 67 a cuatro millones ymedio en el 70. Pero lo hizo según elpatrón castellano de las alcabalas, quepareció intolerable a los burgueses delas ciudades. Endureció, ante laresistencia, la represión. Al comenzar laCuaresma del 68 detuvo de golpe en unasola noche a los principalessospechosos de rebeldía; Orange y suhermano Luis de Nassau ya habíanescapado. Instituyó el Conseil desTroubles que los flamencos apodaronTribunal de la Sangre, que decretó entodo su mandato unas mil ejecuciones y

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nueve mil confiscaciones. Entre los másilustres condenados a muerte figuraronlos condes de Horn y de Egmont,convertidos inmediatamente en mártiresde la rebeldía. El general Lamoral deEgmont, uno de los mejores jefes decaballería que entonces tenía Europa,subió al cadalso con suprema dignidad,entre el consejero Granvela y el maestrede campo Julián Romero, que leconfortaban entre lágrimas mientras lascompañías presentaban sus picas yarcabuces. Para convencerme de queAlba seguía una política equivocada, losnobles leales de Flandes me enviaron albarón de Montigny, que era unMontmorency, sobrino del condestable

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de Francia. Venía en nombre deMargarita, mi hermana, pero al cruzarpor Francia pactó a mis espaldas con sutío, lo que mis consejeros reputaronunánimemente como traición; lo que a míme alarmaba más es una posibleintervención de Francia, donde loshugonotes acrecían su poder, en nuestropleito interior de Flandes, que habíasido antaño nuestra base de operacionespara dominar a Francia. Quizá por esono puse reparos para que Montigny fueraejecutado secretamente en el castillo deSimancas el 16 de octubre de 1570;aunque anunciamos públicamente sufallecimiento por enfermedad. Nuncapensé que se trataba de un crimen de

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Estado, como sospecharon y difundieronaños después mis enemigos, sino de unacto especial de justicia al que yo teníapleno derecho. Mi confesor estuvo detotal acuerdo.

La represión del duque de Albafavoreció los propósitos de los Nassau,que levantaron un ejército pero sin quegozaran todavía de apoyo popularimportante; era una tropa de mercenariosalemanes. En julio del 68 el duque deAlba maniobró contra el ejército deOrange según el sistema que habíaacreditado en Italia contra los francesesde Guisa, y cuando creyó tenerle a sumerced le envolvió junto a Groninga ypermitió a los Tercios y la caballería

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que prolongaran durante dos días lapersecución y la matanza. Enrojecieronlas aguas del Ems con la sangre de sietemil alemanes enemigos; los Tercios,gracias a la terrible precisión de losarcabuces, sólo tuvieron siete bajas. Fueuna de las mayores victorias de mireinado.

Después de ella, el duque de Albaera dueño de los Paises Bajos,sometidos por el terror del tribunal ypor el prestigio de los Tercios en labatalla; y tanto la nobleza como losburgueses de las ciudades no sabíancómo convencerme para que licenciaseal terrible duque y restituyese la plenitudde poderes a Margarita. Sin embargo los

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barcos que llevaban a Flandes la pagade mis tropas se perdieron. La reina deInglaterra, con quien hasta entonceshabla mantenido relaciones de lejanorespeto, cedió a la avidez y laagresividad de sus consejeros y seincautó de toda la plata de un galeónnuestro que llegó a Plymouth de arribadaforzosa. Entonces fue cuando Alba sevio obligado a intensificar su sistema dealcabalas con el diez por ciento sobretoda compraventa; el cinco sobre lashipotecas; el uno sobre el patrimonio. Laprotesta fue tan sorda como tremenda enla población; y más cuando nuestrossoldados, presos de indisciplina,trataban de cobrar por su cuenta. En

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estos desmanes se distinguieron losmercenarios del Imperio mucho más quenuestros soldados españoles, que sinembargo llevaron para siempre la famade las vejaciones y rapiñas. Pero laactitud de Inglaterra no era, de momento,más que una iniquidad aislada, y lavictoria de Groninga me aseguraba unosaños de paz en Flandes. Mantuve allí aAlba con su ejército y volví toda miatención a nuestro mar, dondeamenazaba otra vez el Turco a quiendecidí frenar para siempre. Este nuevocambio de estrategia tenía ademásmucho que ver con la última de lasdesgracias que se habían abatido sobremí en el año fatídico del 68: la rebelión

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de los moriscos de Granada, que paso arecordar.

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LOS MORISCOS

Cuando mis bisabuelos los ReyesCatólicos incorporaron el reino deGranada a la Corona de Castilla yterminaron los siglos de lucha denuestros mayores contra los infieles,muchos moriscos falsamentecristianados quedaron allí, y seconvirtieron en grave fuente deinquietudes y problemas como losnúcleos de sus hermanos en el valle delEbro y en el reino de Valencia, donde sedistinguían por el excelente cultivo delas tierras, pero no acababan de fundirsecon la población de cristianos viejos. Al

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recrudecerse bajo el reinado de mipadre la lucha contra los sarracenos enla mar, los moriscos se agitaban cadavez más sospechosamente, y tuvimosnumerosas pruebas de queintercambiaban emisarios con Berbería,e incluso con el gran Turco. Por eso mipadre, dos años antes de nacer yo, lesconcedió con generosidad que ellos noagradecieron un largo plazo de cuarentaaños para que abandonarandefinitivamente sus infames prácticasreligiosas. En vista de que muchospersistían en sus errores y falseaban suconversión a nuestra santa fe, comencé apresionarlos inmediatamente después demi regreso a España ya ceñida la

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Corona, y les impuse, por vía de aviso,diversas gabelas y confiscaciones quesurtieron efecto en la ciudad deGranada, pero no en sus vegas ymontañas. Mi presidente de Castilla,Diego de Espinosa, tomó como suyo esteproblema y reforzó la petición del Papaal arzobispo de Granada para queurgiese la conversión efectiva de losdíscolos, que por entonces, además deintensificar sus contactos con losmusulmanes de África, entablaban otros,contra naturam, con los rebeldes deFlandes, con quienes pretendíanconcertar sus movimientos subversivos.En el 67, para atajar tanta osadía,ordené que los moriscos de Granada

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(porque los de las demás regionesparecían tranquilos) abandonasentajantemente sus vestidos y costumbres,aunque Ruy Gómez y el capitán generalde aquel reino, marqués de Mondéjar,insistían en mantener la tolerancia, sinduda porque no creían en la informaciónpuntual que me llegaba. Desde laprimavera de mi año nefasto, 1568, alcomprender el cúmulo de problemas quesobre mí se abatían, los moriscos deGranada tramaron su alzamiento, queestalló en Navidad. El tintorero delAlbaicín, Farax ben Farax, trató desublevar a esa populosa barriadagranadina, en combinación con lospueblos donde dominaban los moriscos.

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Ciento ochenta y dos de ellos selevantaron en armas contra mí.

El revoltoso Farax fracasó en laciudad de Granada cuando los moriscosmás pudientes, que ya habían enlazadocon familias castellanas, se mantuvieronfieles a su fe y a su Rey y cortaron enseco la rebelión. Entonces escapó a laVega, donde atizó la revuelta, en la quellegaron a participar nada menos queciento cincuenta mil moriscos, armadosde todas las formas imaginables. Losrevoltosos pidieron auxilio a Berbería, ypronto les llegaron algunos jefesmilitares, a quienes se añadierondespués otros venidos de Turquía. Parael sultán, recientemente humillado por

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mi escuadra en el socorro a la isla deMalta, surgía una inesperada ocasión devenganza dentro de mis reinos. Pero elcapitán general Mondéjar manejó biensus escasas fuerzas castellanas y ahogóla rebelión en la Vega, por lo que losmoriscos se refugiaron en las casiinaccesibles Alpujarras, dondeentablaron una tenaz guerra de partidas.Allí eligieron por rey a un caballero deCórdoba, Fernando de Válor, que tomóel nombre de Aben Humeya. El marquésde Mondéjar con el apoyo del marquésde los Vélez, que tenía su solar junto alas ramblas de Granada que van al reinode Murcia, salió en campaña contra losrebeldes de las Alpujarras y consiguió

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empujar al flamante rey morisco hastalas montañas resecas de Almería.Celebré Cortes en Córdoba por entoncesy decidí actuar más enérgicamente. Paraello destituí, con gran disgusto suyo, almarqués de Mondéjar, que era unMendoza, y también a Vélez; y consatisfacción de todo el reino de Españanombré nuevo capitán general a mihermano Juan de Austria. Era su primeramisión; y su presencia demostraba, sinmás, la importancia que yo concedía a lapacificación del reino de Granada.Llegó don Juan a la ciudad y fuerecibido con inmenso entusiasmo por lapoblación que desde entonces se sintiócompletamente segura. Yo confiaba

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plenamente en mi hermano, a quien veíasediento de gloria, pero enteramente fiela mi persona, aunque luego consejerosaviesos lograron infundirme, con falsostestimonios, una desconfianza que él nomereció jamás, y que tal vez aceleró sumuerte. Ya empezaban entonces talesconsejeros a destilar sus insidias, comocuando me referían algunasexclamaciones del pueblo en Granada alver a mi hermano: «Este sí que es el hijodel Emperador», como si ello pudieramolestarme; me halagaba.

A poco de llegar mi hermano aGranada, se le incorporó don Luis deRequesens con dos mil veteranos de losTercios de Italia, base de nuestro

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ejército, que así guiaban de nuevo a susbanderas por las sierras abruptas dondehabía nacido, bajo mis bisabuelos, estanueva forma de guerrear a pie. El infelizrey morisco quería la paz con mihermano, y por ello fue asesinado porconsejo de los turcos que dominaban ensu ridícula corte. Les sustituyeron porotro cabecilla más decidido, AbenAboo, que reclamó la ayuda deberberiscos y otomanos, pero sóloconsiguió refuerzos muy escasos ante lavigilancia creciente de nuestras miliciascosteras y nuestras patrullas de la mar.Mi hermano decidió acertadamentetomar la villa fortificada de Galera,desde donde cortó todos los contactos

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de los moriscos de Granada con los deMurcia y Levante y con las calas de lacosta por donde venían los refuerzos deÁfrica. El nuevo reyezuelo fue,asesinado también por los suyos y a lolargo del año 1570 todos los focosenemigos de resistencia en lasAlpujarras fueron aniquilados. Ordenéla expulsión de los moriscos de toda laVega de Granada y su dispersión por losdiversos campos de Castilla donde senecesitaba su mano de obra. Me negué alas medidas de expulsión de mis reinosque me proponían algunos consejerosdel partido de Alba. Intenté, por elcontrario, que tras el escarmiento de losgranadinos pudiéramos someter de

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corazón a los moriscos de Aragón y alos de Valencia, para lo que sedistinguió el sabio fray José de Acosta(antes de pasar a las Indias) bajo ladirección del virrey de Valencia,marqués de Denia, al que tanto seinclina ya mi hijo y sucesor el príncipeFelipe. Cuando los infieles de Argel,sometidos al sultán, lograron larecuperación de Túnez en enero del 70,yo sentí que la memoria de mi padre,que con tanto trabajo había conquistadoesa llave del Mediterráneo central, serevolvía contra mí, por haber permitidoque se perdiera. Infatuado por estavictoria, el propio sultán escribió a losúltimos jefes moriscos para brindarles

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su ayuda en fuerza. Pero cuando losemisarios, disfrazados de mil maneras,consiguieron llegar a su destino, losúltimos núcleos rebeldes organizados sehabían rendido ya a mi hermano en mayodel 70, si bien algunas partidas cada vezmás acosadas lograron sobrevivirerrantes hasta mayo del 71, en que losúltimos rebeldes fueron ahorcados. Mihermano estableció con diligenciaochenta y cuatro fuertes dotados de unapequeña guarnición y enlazados porseñales de fuego en las Alpujarras, yaceptó de buen grado mi idea de crearun consejo para la repoblación de aquelreino, del que se habían sacado cien milmoriscos en las operaciones de

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dispersión por toda Castilla.Conseguimos así en los años siguientesinstalar a sesenta y cinco mil cristianosviejos en 259 pueblos y lugares delreino de Granada, reconquistado de estaforma por segunda vez, y para siempre.Pero la intromisión del sultán en lasrebeldías interiores de mi reino, y lagravísima pérdida de Túnez coincidíancon la preparación de una poderosa flotade guerra según me relataban, con lujode detalles, mis espías en Argel yTrípoli, y los propios comerciantesvenecianos que con disfraz de renegadosy grave riesgo de sus vidas me hacíanllegar puntualmente sus informes cadavez más alarmantes. Así fue como, a

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instancias del Papa, y en vista de que lapresencia de mi ejército en Flandesmantenía allá una paz precaria peroefectiva aun después de las represionesanteriores, decidí concentrar de nuevomis fuerzas en nuestro mar para humillaral Turco, recuperar el dominio de Túnezy alejar definitivamente el peligro denuestras costas.

Ana de Austria, la cuarta esposa

Tantas preocupaciones agolpadassobre mí, en forma de rimerosinterminables de papel sobre mi mesa dedespacho, repercutieron sobre mi salud,

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que hasta entonces había resistido, y meenvenenaron la sangre que reventó pormis junturas y me produjo el primerataque de gota en ese mismo año de mispesares, 1568, con dificultad paramover los miembros y proliferación dellagas y pústulas por varias partes delcuerpo, que difundían a veces un hedorinsoportable para mis próximos, aunqueyo no lo podía sentir. Tengo por acáalgunas apostillas de esa época en lasque me desahogaba sobre mi exceso depapeles. Dije una vez al secretarioHoyo: «Aunque estoy con cien milpapeles delante, me ha parecidoacordaros lo que aquí diré». Recuerdoque en una sola jornada firmé, tras

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leerlas detenidamente, cuatrocientascédulas; no me acosté hasta llegar a esenúmero. En un billete de entonces anoté:«Hasta agora no he podidodesenvolverme destos diablos depapeles, y aún me quedan algunos parala noche y aún llevo otros para leer enel campo adonde daremos una vueltaahora». Me iba a Aranjuez, y hasta en lafalúa que me llevaba por el Tajocayeron los papeles. Llevaba en ella unbufete en que iba firmando ydespachando negocios, que me traíaJuan Ruiz de Velasco, mi ayudante decámara entonces. Pero después de misabatimientos que se agudizaron en el 69,por el vaivén de las tempestades del año

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anterior en mi alma, la completa victoriasobre los moriscos al año siguiente mepareció aurora de tiempos mejores, y lofue, gracias a Dios. Retrocedió la gotatras su primer ataque; recuperé el vigorcon los proyectos contra el Turco sobrelos que ya trabajaban a fondo misconsejeros más inteligentes; y sentí otravez las fuerzas necesarias para procurarque Dios me diera el hijo varón que misreinos reclamaban. Yo tenía cuarenta ytres años, y me sentía capaz de ello.Buscamos en toda Europa una princesacuya familia pareciera garantizar lafecundidad, y la encontramos en laprincesa imperial Ana de Austria, miparienta, que aceptó inmediatamente mis

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proposiciones.Era otra vez mi sangre que se iba a

mezclar con mi sangre, pero los médicosno vieron en ello inconveniente alguno.Ana ya había estado prometida, comoIsabel de Francia, a mi hijo eldesgraciado don Carlos; parece como siDios me echase sobre los hombros, queya se empezaban a cansar, lasresponsabilidades que él no pudodesempeñar. Ana era la mayor de lasdos hijas de mi primo hermanoMaximiliano II y mi hermana María, hijadel Emperador y hermana delarchiduque Alberto, el marido de mi hijaIsabel Clara por lo que la nueva reina,que había nacido cerca de Valladolid

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veintidós años después que yo, eravarias veces mi prima, y me hacíacuñado de mi propia hija. Luis Venegasde Figueroa me representó en la bodapor poderes que se celebró en Spira el24 de enero de 1570. A primeros deoctubre desembarcó en Santander lanueva reina de España, y consumamos elmatrimonio en el Alcázar de Segovia el14 de noviembre.

Ana cumplió abnegadamente sumisión y me dio cinco hijos; entre elloscuatro varones, de los que solamentesobrevive Felipe. Pero consiguió algoque para mí resultaba tan importantecomo asegurar mi descendencia; mesupo proporcionar, por vez primera

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desde la muerte de Isabel de Francia, ytodavía más que ella, una verdaderavida familiar. Se encargó como sihubiera sido su propia madre de laeducación de mis hijas Isabel Clara yCatalina, que a ella deben la rectitud yla alegría profunda de sus almas. Meanimaba a que comprase para mis hijose hijas soldados y muñecas, y a que lesaficionase a mis paseos por el campo ya cuidar de mis pájaros. Logró levantarmi espíritu y me hizo superar misaprensiones; durante la primeraprocesión del Corpus después de minuevo matrimonio me sentí tan bien apleno sol y destocado que hube dereplicar al príncipe de Éboli: «El sol no

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me hará daño hoy». Tal vez porqueentre el cariño de Ana, y el calor de mifamilia redescubierta, que parecíaresucitar después de mi terrible soledad,adivinaba yo al sol de Lepanto, queestaba, sin que nadie lo pudierasospechar, tan próximo.

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LA VICTORIA DELEPANTO

Ya he explicado cómo la insolenciadel sultán al intervenir en la rebelión delos moriscos, y su gravísima amenazasobre la cuenca más íntima de nuestromar después que sus escuadras mearrebataron la plaza de Túnez,presagiaban una amenaza directa por elMediterráneo contra España desdedonde su designio diabólico le hacíasoñar con tomar de revés otra vez aEuropa, como hicieron sus mayores enreligión en tiempos de don Rodrigo. Alasegurarse tan importante base como era

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Túnez, el Turco pretendía, sin la menorduda, la destrucción de mi escuadra,como estuvo a punto de lograr en lajornada triste de los Gelves. Elvencedor de Túnez, donde depuso anuestro vasallo el rey Hamida, era UluchAlí, que había dirigido ya a la escuadradel sultán en los Gelves, y ahoraoperaba desde Argel con una flota ligeraque era el terror de nuestras costas deEspaña e Italia. En la primavera de esemismo año 70 la escuadra turca seapoderaba de la isla de Chipre,expulsaba de allí a los venecianos y larepoblaba con infieles de la propiaTurquía, como para señalar su voluntadde permanencia. Es cierto que el nuevo

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sultán Selim II, perezoso y displicente,no supo hacerse digno de su predecesorel gran Solimán que había llevado pordos veces su amenaza hasta las murallasde Viena, de donde le habían ahuyentadonuestros Tercios de Italia. Pero suministro, Mehmet Sokobí, era unfanático de la supremacía naval yconstruyó una poderosa escuadra con laque estaba seguro de aniquilar a lanuestra. Acreció la importancia y elnúmero de los jenízaros, hijos deesclavas cristianas en su mayoría, conlos que instituyó una verdadera noblezamilitar ansiosa de dar su sangre por suseñor y su fe. Todo el mar nuestro sellenó con su nuevo terror.

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La repercusión de la caída de Chipreen todo Occidente fue enorme. Las rutascomerciales de Venecia con Orientequedaban a merced de los turcos, que yaplaneaban apoderarse de Malta, despuésde su fracaso en el 65. El Papa Pío V,que siempre me pareció un santo,enarboló el ideal y la bandera de laCristiandad después de las liviandadespartidistas de algunos predecesores, y alsentir la amenaza del infiel en varioszarpazos sobre las costas de Italia,convocó a rebato una Santa Liga detodos los príncipes cristianos a la queme adherí inmediatamente. Después demí lo hicieron las repúblicas navales deGénova y Venecia, mientras Francia,

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celosa ya de nuestra supremacía enEuropa, se negó primero y luego quisopensarlo mejor cuando ya era tarde. ElPapa se consagró ardientemente a laformación y consolidación de la SantaLiga, que se formalizó en la primaverade 1571; y como nuestra era la principalfuerza en la mar, hubo de aceptar, conalgún leve recelo de los aliadositalianos, la jefatura suprema de donJuan de Austria, a quien yo había yahecho previsoramente general de la mardesde 1568, cuando tuve los primerosinformes sobre la presencia deemisarios del sultán y de Berbería entrelos moriscos que por entoncespreparaban su alzamiento. Entre mayo y

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septiembre de 1571 mis juntas decoordinación entre consejos funcionarona pleno rendimiento, y en la resoluciónde tan variada cantidad de problemas sedistinguió un joven secretario que habíasabido ganar mi confianza, y luego miprivanza, desde mi mal año 1568, y queahora consiguió mi sincera admiraciónpor su diligencia y eficacia: su nombrees Antonio Pérez y siento tener queimplicarle tan favorablemente, dada suespantosa traición posterior, en misrecuerdos de tan gloriosa jornada, lacumbre de todo mi reinado, pero estoyante la muerte y me debo sencillamente ala verdad.

Para dejar bien claro ante mis reinos

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y todo el mundo que para mí la rebeliónde los moriscos y la cruzada contra elTurco eran una y la misma guerra,designé —como digo— general de lamar a mi hermano Juan de Austria en1568, cuando ya tuve noticias de que sefraguaba la conspiración de los rebeldesgranadinos con el Turco y sus gobiernosvasallos de África; y le mantuve elcargo cuando le di el mando de lasfuerzas, y luego el gobierno del reino deGranada en los años siguientes. Laorden a fuego y a sangre que lecomuniqué personalmente, de palabra ypor escrito, contra los moriscosrecalcitrantes, servía también para lacampaña marítima contra el Turco al

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frente de la Santa Liga. En lasinstrucciones para que desempeñaserecta y eficazmente el generalato de lamar —que firmé en Aranjuez el 23 demayo de 1568—, le advertí que antetodo había de tener ante sí la devocióny el temor de Dios, de cuya mano ha deproceder todo bien y buenos yprósperos sucesos de vuestrasnavegaciones y empresas y jornadas; leadoctriné sobre la justicia; le recomendéque eligiese bien sus consejeros, pero aninguno considerase como valido,consejo que yo me estaba empezando asaltar con Pérez; le insté a que nopermitiese jamás en sus galeras lablasfemia y el pecado nefando de la

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sodomía, que debería castigarinapelablemente con la hoguera; lemostré cuál debería ser sucomportamiento en la batalla. Ni en esasinstrucciones ni después quise concedertodavía a mi hermano el tratamiento dealteza, silla y cortina, que él mesolicitaba insistentemente; era hastapoco antes título de reyes solos y yoquería refrenar su justificada ambición.

Gracias a la acertada coordinaciónde mis consejos por medio de las juntasad hoc se empezaba a reunir en el puertode Messina, desde el final del inviernodel 71, la flota de la Santa Liga, sin quenadie de momento, fuera de mi hermano,supiera su verdadero destino, mientras

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mis espías diseminados por toda lacosta enemiga confundían a las gentesdel sultán con informacionescontradictorias. El 6 de junio don Juande Austria salió de Madrid tras lasúltimas conversaciones conmigo, cuandoya los últimos rebeldes de lasAlpujarras habían prácticamentedepuesto su resistencia. Llegó a Nápolesel 9 de julio y desde allí urgió a losdemás aliados de la Santa Liga quecumpliesen los acuerdos, para lo quefavoreció mucho el celo ardiente delPapa Pío V. Allí también se entretuvo mihermano más de la cuenta en fiestas ydevaneos, que yo comprendí por su edady mi propia experiencia en anteriores

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momentos de tensión; y don Juan sabíabien que la suerte de la Cristiandadpodía estar en sus manos. Llegó aMessina ya entrado septiembre, recabóinformaciones sobre los planes de laescuadra turca que navegaba entre laisla de Chipre y sus costas delAdriático, como una directaprovocación a la República de Venecia,dueña entonces de aquel mar entranteque separaba dos mundos; y después devarios consejos de guerra en que fijó,como si hubiera andado toda la vida encosas de la mar, la formación de marchay los diversos proyectos para laformación de batalla, revistó, con todoel pueblo de Messina en las atalayas y la

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costa, a sus trescientos quince barcos,que zarparon el 15 de septiembre haciael Mediterráneo oriental. Nuestra era lafuerza principal, noventa galeras conmayor acompañamiento de buquesmenores que las ciento seis de Venecia,la república que se jugaba en el envitesu propio existir; las galeras de Génovanavegaban bajo mi bandera, como las deSaboya. Yo tenía gran esperanza,después de mis conversaciones con unmarino tan experto como don Álvaro deBazán, en nuestros barcos más ligeros,veinticuatro naves y cincuenta fragatasque triplicaban a las de Venecia ypodrían maniobrar mejor con buenviento. Para hermanar a los aliados, mi

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hermano dispuso tras vencer algunasresistencias venecianas que no sedividieran por naciones en el orden denavegación para marcha; y así procedíantodos mezclados. Tras la vanguardia —alas órdenes de Cardona—, el futurocuerno derecho, con gallardete azul, almando de Juan Andrea Doria, nuestrofiel genovés; el centro, con distintivocarmesí, a las órdenes directas de mihermano en la galera real, flanqueadapor las capitanas de Venecia, conSebastián Veniero, Génova con HéctorSpínola, la del Papa con Marco AntonioColonna, y la de Saboya con monseñorde Ligny. Detrás, con bandera amarilla,el que sería en combate cuerno

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izquierdo, a las órdenes de Barbarigo; ycerraba la marcha, con gallardeteblanco, la reserva de socorro que dirigíadon Álvaro de Bazán, marqués de SantaCruz. Tan imponente escuadra, quejamás había conseguido reunir laCristiandad, embarcaba treinta milsoldados de infantería con todas susarmas, entre ellos más de ocho milespañoles. De acuerdo con misinstrucciones y la recomendación delPapa todos oyeron devotamente la misaantes de zarpar, donde casi todoscomulgaron como quien se prepara a lamuerte; y lo mismo hicieron en su últimarecalada italiana, en nuestro puerto deReggio Calabria. El 24 de septiembre

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fondeaban junto a la isla de Corfú,desde donde don Juan despachó a variosbergantines para localizar a la escuadraturca, que algunos cristianos de la costa,en sus barcas, nos habían señalado comopróxima.

Como luego concluí al estudiardetenidamente los informes de losconsejos que mi hermano manteníadiariamente a bordo de la Real, todosaccedieron a que se adoptase, como porfin hizo mi hermano con su autoridad, latáctica recomendada por el anteriorgeneral de la mar, don García de Toledo,el vencedor en el socorro a Maltadurante la campaña del 65, que ahora,con la grandeza de su lealtad, había

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accedido a entregar el mando a mihermano y actuaba como su principalconsejero. Suponía este experimentadomarino que los turcos adoptarían unaformación en línea y querrían decidir elencuentro trabando con garfios anuestras galeras para convertir la batallanaval en un choque terrestre deinfantería; mientras intentaban accionesde flanco para alejar a nuestros cuernosy envolver después mejor al centro quemandaba don Juan. Supo preveracertadamente don García de Toledo queel objetivo principal del enemigo era lapersona de mi hermano; el cual, con suarrojo ya célebre después de susarriesgadas (e imprudentes)

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descubiertas en la guerra morisca,decidió que si ése era el propósito delos infieles, aceptaría su reto y trataríade devolver la amenaza al generalenemigo, Alí Pachá, mejor capitán deinfantería que marino. Doria yBarbarigo, que eran grandes navegantes,recibieron instrucciones para no dejarsealejar en las acciones de flanqueo, ySanta Cruz, que ya era el mejor marinode Europa, se encargaría, con su reservarápida, de remediar las dificultades quepudieran surgir en cualquier parte; y delograr, con su sentido y rapidez de lamaniobra y al adecuado manejo de laartillería, que aquella batalla casiterrestre, como las que se venían

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librando en nuestro mar desde lacreación de la escuadra romana contraCartago, tuviese aires de una verdaderabatalla naval. Yo confiaba sobremaneraen las dotes y el equilibrio militar ynaval de Bazán; y no me equivoqué.

Tuvo noticias don Juan sobre laentrada de la escuadra enemiga en elgolfo de Lepanto, y hacia allí se dirigióanimosamente cuando comprobó, porobservaciones de sus propiosbergantines, que no se trataba de unengaño. Con la primera luz doblaba elcabo que cierra ese entrante por el nortey a poco descubría a la escuadraenemiga, que ya desplegaba en medialuna, como para recabar la protección

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de su falso profeta, que parecíaconfirmada por el suave e insistenteviento de popa que les traía hacianosotros, con otra ventaja considerable:el sol a sus espaldas, que a nosotros yanos deslumbraba. En cumplimiento delas previsiones de don García deToledo, a quien mi hermano, alcomprobarlo, dirigió un gesto dereconocimiento, el general turco Alí Beyhabía reforzado extraordinariamente sucentro de batalla con 87 galeras;mandaba las 61 de su izquierda elrenegado de Trípoli Uluch Alí, y elcuerno derecho Sirocco con 54. Pordarnos el golpe decisivo en torno a donJuan, Alí Bey navegaba sin más reservas

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que las ocho galeras de Dragut, muypronto engullidas en la batalla. Elmarqués de Santa Cruz lo advirtióinmediatamente e impuso algo más dedistancia con su retaguardia. No tuvimosdificultad alguna en transformar enbatalla nuestro orden de marcha: ynuestros cuatro núcleos formaron, frentea la inmensa media luna del enemigo,una gran cruz, con el grueso envanguardia, precedido por las temiblesgaleazas de Venecia, recién repostadasde cañones nuevos y de alcance hastaentonces desconocido. Barbarigo elveneciano tomó posiciones a nuestraizquierda frente a Sirocco, por el ladode la costa norte del golfo; hacia allí

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parecía que se iba a vencer el combate.Para evitarlo, Uluch Alí maniobró haciafuera, sobre la costa sur, y Doria lesiguió algo encelado; quería dirimir conel renegado el viejo pleito sobre cuál delos dos era el mejor capitán delMediterráneo, y tal pasión hizo alejarsedemasiado a nuestro gran genovés, quealternaba con su rival una serie demovimientos envolventes hastadespegarse de la batalla principal.

Eran las once de la mañana, sin unanube en el cielo del golfo, cuando elSeñor intervino claramente en nuestrofavor y mudó el viento de frente a popa,tras breves momentos en que calmóprimero y roló después, rápidamente. La

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flota turca, muy desconcertada, tuvo queaferrarse a los remos y emprender laciaboga, que nuestros esclavoscristianos dificultaron todo lo posible,pese al castigo salvaje que sufrieron desus cómitres; tal vez nuestros remeros,que eran casi todos cristianos, tuvieranmayor parte de la que se cree en ladecisión de la batalla, porque libres desus grilletes trabajaron y luegocombatieron como soldados leales. Loscaudillos se buscaban, ostensiblemente.Las galeazas de Venecia hicieronestragos en la formación enemiga desdeque la tuvieron a tiro hasta que lasrebasó; y entonces la sorprendieron consus piezas de popa, todavía más

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mortíferas. En cambio la galera de AlíBey logró mejor entrada que la de donJuan, que se abatió ligeramente por laproa. Pero García de Toledo habíaordenado derribar los castilletes paradejar claro el tiro de nuestrosarcabuceros, situados en la popa, que sehabía elevado, desde la que barrieronlos intentos enemigos de abordaje.Sebastián Veniero, el general veneciano,con olvido de sus anteriores obstáculosy enojos, se pegó por un costado a laReal, para proteger a don Juan, y lomismo hizo el general del Papa, MarcoAntonio Colonna, por el otro. Aun asíuna galera turca, en un movimiento quecomo luego supimos se había ensayado

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mil veces, logró abordar por la popa ala Real y ya saltaban sus jenízaros sobrenuestros arcabuceros, que hubieron derecurrir a la espada, cuando el marquésde Santa Cruz llegó de atrás como unrayo, aferró a la galera enemiga, laseparó y la incendió. La batalla delcentro duró dos horas, en las que mihermano Juan asombró a todoslanzándose espada en mano sobre losenemigos que conseguían saltar a laReal. Ante tal ejemplo, nuestroscapitanes terminaron de arrojarles alagua, saltaron sobre la galera de Alí Beyy a poco izaban en su palo mayor laenseña de la Santa Liga y ofrecían a donJuan la cabeza arrancada del almirante

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turco, arrojada a sus pies junto alpendón de la que llaman Sublime Puerta.Un clamor tremendo se alzó desde todaslas naves del centro trabadas, y ningunaenemiga consiguió huir; todas fueronhundidas, apresadas o incendiadas.

Con grave peligro de encallar en losbajíos de la costa norte, Barbarigo habíaguiado mientras tanto a sus galerascontra el cuerno derecho enemigo quemandaba Sirocco, y que no habíacontado con la audacia de las fragatasvenecianas que parecían, desde elcentro, andar sobre la tierra, de lo quese acercaban a ella. Cuando Santa Cruzvio despejado el centro, acudió anuestra ala izquierda, no sin dejar un

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fuerte retén para cubrir a don Juan antecualquier sorpresa; y terminó de decidirel combate por ese cuerno, no sin queBarbarigo entregase a Dios su vida enmedio de su victoria. Esto empañónuestra alegría, pero no la gloria delgran capitán de Venecia.

Entonces pudieron los nuestrosprestar la debida atención a la particularbatalla que, al margen de la general,habían entablado Uluch Alí y AndreaDoria, en el centro del golfo, y hacia elsur. El renegado venció al prior deMalta y trató de apresarle, pero lasfragatas del marqués de Santa Cruz, aladvertir tan grave suceso, llegaron atiempo para impedirlo. Ya concertaban

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sus esfuerzos Bazán y Doria cuando elviento empezó a rachear, amenazótemporal y Uluch Alí prefirióaprovechar tan feliz circunstancia y huircon parte de su flota, únicossupervivientes de la catástrofe enemiga,de lo que se jactaría después vanamenteante el sultán. Sólo lograron escapar, sinembargo, cincuenta barcos infieles,contra veinte que perdimos en combate.Las cinco sextas partes de la poderosaescuadra enemiga se habían hundido,navegaban a remolque de susvencedores o terminaban de incendiarseen medio de las ráfagas del viento, queazuzaban de esta forma las luminarias denuestro triunfo.

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Toda Europa y las Indias vibraroncon la gloria de Lepanto. Guillermo deOrange, mi archienemigo, que habíabrindado por los primeros alardes delos moriscos, ahora se encerró abatido,después de negarse, durante semanas, aaceptar mi triunfo, que afirmaba mipoder sobre toda Europa. Es cierto quela campaña del año siguiente norespondió a victoria tan trascendental, yque la Santa Liga acabó por disolverseante los recelos y la pequeñez dealgunos de sus miembros. Pero en lacampaña de 1573 nuestra escuadrarecuperó la plaza de Túnez,reconquistada en otro momento dedejadez, por Uluch Alí, el superviviente

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de Lepanto, al año siguiente, por lo quereprendí severamente a mi hermano y alcardenal Granvela, virrey de Nápoles.Un dicho popular atribuyó la derrota a lapaleta de don Juan, por su inclinación alos juegos, y a la bragueta de Granvela,y no le faltaba razón. Parecía rehacersela flota turca, que con este motivovolvió a Lepanto, y formó, a las órdenesdel renegado de Trípoli, con la mismadisposición que en la jornada del 71. Ytambién es verdad que en 1576 losemisarios del sultán conseguían lasumisión de los reyezuelos deMarruecos, lo que algunos interpretaroncomo una amenaza a mis costasandaluzas y hasta como el prólogo de

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una nueva invasión sarracena de España.Pero todo eran apariencias. Si a mí seme enconaban los problemas de Europa,al sultán le ardía, desde 1577, lafrontera de Persia. Pese a los vanidososdespliegues de Uluch Alí, Lepanto habíasido un golpe de muerte para el Turco,que ya no volvería jamás a intentar unaoperación ofensiva de envergadura ennuestro mar, y pareció iniciar, desdeentonces, una decadencia irreversible.Tan es así que en 1580 me solicitó lafirma de una tregua, que acordamos yluego prolongamos hasta hoy. Estoyseguro de que quienes han de venirverán la jornada de Lepanto como lamás decisiva para Occidente desde que

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los atenienses derrotaron a la escuadrapersa en Salamina; y el Papa, al instituirla fiesta de Nuestra Señora del Rosario,consagró la salvación de la Cristiandad.Ahora, en medio de mis males demuerte, revivo todavía el gozo profundoque me invadió aquí al lado, cuando enplena misa un mensajero que apenaspodía hablar de emoción y cansancio mecomunicó la victoria. «Sosegaos —ledije— ya lo veremos cuando hayaacabado aquí». Pero pasé recado alcelebrante de que rematase la misa conun tedéum, que todos mis reinos repetíanya. A poco encargué a mi admiradoTiziano por medio del maestro SánchezCoello (que solía plasmar mis deseos

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mucho mejor que Domenico el Greco),un cuadro que llamó La ofrenda deFelipe Segundo, y luego el más famosode España en auxilio de la Religión.Felicité de corazón a mi hermano, perole prohibí que aceptase, después de suvictoria, el ofrecimiento de la corona deAlbania y de Morea que le prometían,sin la menor garantía, los cristianos deaquellas costas que habían visto suvictoria. Y cuando por su negligencia seperdió Tunez en el 74 le mandé venir aMadrid donde se sinceró cumplidamentey atribuyó el desastre a la emulación deGranvela. Creo que tenía razón.

Después de Lepanto la fama de donJuan se extendió por todo el mundo, y de

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todas partes le buscaban para verle yhonrarle. Cuando se deshizo la SantaLiga, y en vista del agravamiento de lasituación en Flandes, le llamé paraencomendarle esa nueva misión. Peropor más que yo me tenía que labrar aúnmi lugar en la Historia, mi hermano yaestaba en ella desde el 7 de octubre de1571. Las mejores plumas de España,sobre todo las jóvenes, cantaban sugloria con una nueva perfección denuestra lengua. Mis enemigos, al ver queno acabábamos de aprovechar los frutosde tan insigne triunfo trataron derebajarle. Pero yo sé que será inútil. Alsalvar a Italia, preservar la Santa Sede yarrojar para siempre a la fuerza naval

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del infiel, para grandes amenazas, de lacuenca occidental de nuestro mar, yosentía cada vez más que había logradocumplir una de las grandes misiones demi vida, por la que mi padre descansaríatranquilo en su nueva tumba delEscorial. Para colmo de bienes, pocoantes de cumplirse los dos meses deLepanto nacía en Madrid mi hijoFernando, a quien juraron príncipe deAsturias las Cortes de Castilla el 31 demayo del 73. Luego se hundiría esaesperanza, que en mi gran año parecíasegura.

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ESPAÑA EN DEFENSA DELA RELIGIÓN

Acabo de aludir al cuadro deTiziano que más estimo: España endefensa de la Religión, donde, trasescuchar detenidamente mi idea, miartista preferido plasmó perfectamente,a propósito de la victoria de Lepanto, loque había sido el ideal de mi vidaentera: la defensa de la fe, amenazada ennuestro tiempo más que en otro alguno.La fe es para mí como una segundanaturaleza; sentí desde mi infancia queDios me entregaba la continuación delmilagro de España, que estaba siendo un

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milagro de fe; y cuando mi padre merelataba las hazañas de nuestro primerejército de Italia, en tiempo de misbisabuelos Isabel y Fernando, repetíatambién con gratitud y respeto elcomentario unánime que los italianos deaquel tiempo difundían por toda Europa:Dios se ha hecho español. Ese reino deEspaña que forjaron mis bisabuelos seveía ya entonces más unido y compactodesde fuera que desde dentro; aquíseguimos distinguiendo entre castellanosy portugueses y aragoneses y catalanes,pero desde Europa se nos vesencillamente como españoles. Y comosoldados de la fe que combatimos, porencima de cualquier otra causa, por la

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causa de Dios. Creo que el ejemplo demis mayores, que condujo a mi padre asu combate con la herejía y a su triunfode Mühlberg, ha penetrado también en lamente y el corazón de mis reinos deEspaña e Indias, cuando comprobaronen San Quintín y Gravelinas que Diosseguía siendo español en Europa y enlos comienzos de mi reinado; y sobretodo cuando las victorias de Malta y deLepanto consagraron la primera cruzadaque España dirigía en la otra cuenca denuestro mar después de las aventurascatalanas de otros tiempos antiguos, quemás parecen libros de caballerías quecosas reales y religiosas.

Ante Dios que me ha de juzgar

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pronto, veo con toda claridad en losúltimos días de mi vida que acerté aldistinguir, para mis decisiones a vecesmuy graves y dolorosas, la causa deDios de la causa de los Papas, que nosiempre se han comportado en estostiempos como vicarios de Dios. Minacimiento coincidió con el terriblesaco de Roma, y tuve que inaugurar mipropio reinado con otra guerra contra elPapa Paulo IV, que odiaba a España ytrató de excomulgarme, pero sin validezalguna porque lo hizo como soberanotemporal y no como vicario de Cristo.El Papa Gregorio XIII pretendió impedirla más íntima de mis conquistas, la dePortugal, y luego Sixto V no quiso

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ayudarme en mi segunda jornada deInglaterra, cuando el objetivo principalde la Armada Invencible era recuperaraquel reino del cual yo había sido Reypara la Santa Iglesia. Termina mireinado con el apoyo de otro Papa,Clemente VIII, a una Francia que se mevuelve enemiga; de tantos Papas sólo unsanto, Pío V, quiso ser mi aliado en lacruzada contra el infiel. Pero lo que másme dolió en estas tensas relaciones conla Santa Sede es que los Papas me hayandejado solo en mi lucha agotadora parapreservar la fe en mis Países Bajos.Tengo aquí la carta que dirigí aGranvela, que era un cardenal de laIglesia además de mi consejero

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principal, en 1581 a este propósito:«Yo os certifico que (los Papas) me

traen muy cansado y cerca deacabárseme la paciencia, por muchaque tengo… Y veo que si los EstadosBajos fueran de otro, hubieran hechomaravillas porque no se perdiera lareligión en ellos, y por ser míos creoque pasan porque se pierda, porque lospierda yo». Y es que si no tuviera yo lafe que mis padres y mayores meesculpieron en el alma, desde hace milaños que rigen reyes a España, mepararía a pensar si a estos reinos no leshubiera convenido mucho másabandonar esa fe, como han hecho losdel norte, que aferrarse a ella por

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mandato de Dios para que los vicariosde Dios nos lo agradeciesen tan mal, ypor criterios tan poco divinos.

Pero que Dios me perdone estedesahogo, que no será ni malpensamiento porque jamás llegué apensarlo. Y es que mi reinado seestrenaba en 1556 con el desvío y lahostilidad del Papa justo cuando laherejía triunfante en Europa sepreparaba para el asalto a mis reinos deEspaña. Aún vivía mi padre cuando mihermana Juana de Portugal, que durantemi jornada de Flandes había quedadopor regente de estos reinos, noscomunicaba que se estabandescubriendo los primeros focos de la

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herejía en los puntos más sensibles deellos. En el 57 se hallaron dos tonelesrepletos de libros heréticos que élarriero Juan Hernández trataba deintroducir en Sevilla; sirvieron para quenuestro inquisidor Fernando Valdésampliara el Indice de libros prohibidos,ya aparecido en 1551.

Supimos que todo ese venenoimpreso llegaba de Ginebra, donde unnuevo heresiarca todavía más fanático,Juan Calvino, había sucedido a Luterocomo máximo enemigo de la fe enEuropa, y amenazaba cada vez más conla extensión de la herejía al reino deFrancia, al de Escocia y a los PaísesBajos. En ese mismo año la reina Juana

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nos detallaba el descubrimiento decentros recién formados para el cultivoy la difusión de la herejía en Valladolid,Palencia, Logroño y Zamora, además delde Sevilla; y por orden nuestra elinquisidor Valdés se dedicó con todadiligencia a su extirpación. Mi padre noquería morir en Yuste sin la seguridadde que el corazón de España quedabalibre de convertirse en una nuevaAlemania, lo que hubiera supuesto elfinal de esa Cristiandad de la quenosotros éramos el más firme apoyo. El6 de septiembre del 58 escribía a Valdésque extremase el rigor para que secumpliesen los deseos de mi padre, quemurió confortado con nuestra decisión; y

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una semana más tarde dicté mi ley desangre, por la que intimé la muerte aquienes introdujeran en España librossin licencia de mi consejo. Todas estasnoticias aceleraron mi regreso a Castillapara dirigir desde aquí la gobernaciónde mis reinos y la lucha contra la herejíaen cuanto hube atajado la insolencia delrey de Francia gracias a mi campaña delnorte. Conseguida, como dije, la paz enEuropa, regresé sobre todo para extirparlos brotes de herejía que ya Valdéshabía aislado y reducido.

El más peligroso era, sin duda, el deValladolid, promovido por un veronés,Carlos de Seso, que había llegado acorregidor de la ciudad de Toro entre

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1554 y 1557, y que, inficionado deherejía antes de venir a España en 1550,consiguió seducir a Pedro de Cazalla,párroco del Pedroso, con quien formó ungrupo luterano que logró infiltrarse en laCorte, por entonces en Valladolid.Desde allí se pusieron en contacto conmi consejero Bartolomé Carranza,recién designado arzobispo de Toledo,quien defendió la verdadera fe en susconversaciones con ellos, pero no lesreprimió como era su deber. Este curaCazalla, vástago de judíos conversos,inficionó a toda su familia, sobre todo asu madre y a su hermano, el doctorAgustín, que había sido predicador demi padre el Emperador y empezó a

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negar abiertamente la existencia delpurgatorio. La madre convirtió su casade Valladolid en cenáculo de la herejía,que se extendió a varios centenares depersonas en el 58; pronto empezaron aburlarse de la misa y los sacramentos,por lo que supimos distinguirles de lasbandas de alumbrados que tanto habíanpreocupado a Valdés en la épocaanterior.

Valdés actuó con la eficacia que deél se esperaba. Se trasladó a Valladolidmientras sus colaboradores proseguíanla investigación del foco protestantesevillano, y consiguió que midesgraciado hijo el príncipe don Carlospresidiera el primero de los autos de fe

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celebrados en España contra la nuevaherejía, junto a la reina Juana. Tras unsermón del teólogo Melchor Cano, queinterpretó perfectamente mipensamiento, la Inquisición entregó a losreos convictos al brazo secular, que losejecutó; y derribó la casa de la familiaCazalla. El hecho de ver quemado vivoa un predicador imperial junto a lasotras trece hogueras con que concluyóeste primer auto restalló por todaEspaña y no extrañó demasiado enEuropa que ya estaba acostumbrada atales espectáculos tanto en el campocatólico, como en las hogueras deSmithfield prendidas por orden de miesposa María Tudor contra mis

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consejos; como en las ejecuciones deJuan Calvino en su reducto herético deGinebra. Poco después fueroncondenados en Sevilla otros veintidósreos a la hoguera, el 24 de septiembre; ypude llegar a tiempo para presidir enValladolid, el 8 de octubre, el segundoauto que se celebraba en esa ciudad,donde terminaron las vidas y daños dePedro Cazalla y Carlos de Seso. Coneste motivo la familia real en pleno juródefender nuestra santa fe y apoyar entodos sus trabajos al Santo Oficio.Cuando el corregidor Carlos de Seso seatrevió a increparme en medio de mipueblo por dejarle quemar a pesar de sualcurnia, hube de replicarle

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serenamente: «Yo traeré leña paraquemar a mi hijo si fuera tan malocomo vos».

Castigos tan inmediatos y ejemplaresahogaron de raíz la difusión de laherejía en España, espero que por lossiglos. Durante todo mi reinado, fiel ami juramento de Valladolid, apoyé alSanto Oficio que instruyó unas cuarentamil causas, mil por año más o menos;aunque los condenados a la hoguerafueron, por supuesto, muchísimos menos.Luego, desde la década siguiente, losemisarios secretos de Juan Calvinotrataban de crear focos de su secta enEspaña por lo que Valdés hubo depublicar una declaración especial contra

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él. En los años 63 y 64 implanté enEspaña una segunda reforma religiosacuando hice promulgar y cumplir losdecretos del Concilio de Trento, queluego quise extender a los Países Bajoscon el resultado que ya expuse. LaInquisición, apoyada en todo momentopor mí y por mi correspondienteconsejo, había incluido quinientos librosen su Índice de 1559, y los elevó a dosmil quinientos en el último de 1583; laprohibición resultó efectiva, y sólo enlos archivos reservados del SantoOficio, fuera de algunas universidadesdonde se necesitaban para ilustración yrefutación y se conservaban en losinfiernos dentro de las bibliotecas,

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podían consultarse tales produccionesdel error herético que asolaba a Europa.

Pero ni en mi antiguo reino deInglaterra la persecución religiosa,primero de María y luego de Isabel,ahogaron la libertad creadora de unanueva y pujante lengua vulgar, ni midefensa de la verdadera fe en mis reinosde España e Indias agostó la mismafloración, fecundada por los nuevosmodelos que venían sobre todo de Italia.Mis hombres de pluma comprendieronantes que nadie mi esfuerzo y cuandocaían bajo las sospechas del SantoOficio no era casi nunca por auténticosmotivos de fe dudosa, sino por rencillaspersonales y celos universitarios

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disfrazados de denuncias teológicas. Lafirme defensa de la verdadera fe jamásatenta al contenido de la verdaderalibertad interior. Nunca ha brillado másalto la teología española que en mireinado; y nunca España ha ofrecido a laIglesia semejante pléyade de hombres ymujeres que la Iglesia ya empieza aproponer al mundo como ejemplos desantidad. Ahí están algunos que ademásme han sido, sin excepción,personalmente devotísimos: Ignacio deLoyola y Francisco de Borja; fray Pedrode Alcántara y el maestro Juan de Ávila;Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; Juande Ribera y José de Calasanz. Es ciertoque tuvimos que afirmar nuestra

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intransigencia religiosa, pero no antesque los herejes declaraseninsolentemente la suya; y nosotros, mipueblo y yo, lo hacíamos con quincesiglos de historia y de tradición detrás,mientras que ellos emprendían guiadospor su soberbia un camino jamáshollado. Y cuando alguien pretendíaseñalar un camino intermedio, hube decortarlo en seco, ya que no cabencompromisos entre la verdad y el error.Ni los herejes los aceptaban ni yo podíahacerlo. Por eso, tras continuameditación y consulta, no dudé enproceder con dureza en uno de los casosmás delicados de todo mi reinado: el defray Bartolomé de Carranza.

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El proceso del arzobispo Carranza

Acababa yo de elevar a Carranza ala silla primada de Toledo, porquequería ver esta sede, la más grande ypoderosa de la Cristiandad después dela de Roma, en manos de gentesmeritorias nacidas del pueblo, y nocomo feudo para las ambiciones ydisputas de la nobleza. No queríaarzobispos de Toledo que pudieranllamarse, con razón o sin ella, tercerosreyes de España, como aquel Mendozade mis bisabuelos, de quien vinodespués la fiebre de soberbia y deintriga a su familia que procedía de unpecado que a mi bisabuela Isabel hacía

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gracia, pero que yo he debido purgar.Carranza era un sabio dominico connotables dotes para la controversia y lapolítica, que me había acompañado enlas jornadas de Inglaterra y de Flandes,durante las que se había distinguido porsu acérrima y, sin embargo, amabledefensa de nuestra fe. Había enseñadoteología con universal aplauso en SanGregorio de Valladolid, y le designé porsucesor de tan altos primados como mimaestro Siliceo y el regente cardenalTavera. Volvió a España al comenzar elaño 58, después de su consagración porel cardenal Granvela, y nada más llegarlos herejes de Valladolid, Seso yCazalla, trataron de implicarle en sus

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insidias. Casi a la vez que frayBartolomé entraban en España algunosejemplares de su Catecismo cristiano,impreso en Amberes con licencia mía yde mi consejo. Tan fulgurante carreraatrajo algunas emulaciones y envidiascomo es moneda corriente entreteólogos, más que en otra profesiónalguna; y el obispo de Cuenca denuncióal Catecismo de Carranza ante el SantoOficio, por varias proposiciones queestimaba dudosas, aunque mi consejo lashabía pasado por alto. Mi confesorChaves, que para este asunto parecía aveces como poseso contra Carranza, meinstó a que no interfiriera en su favor, ypreferí que fuesen sus propios hermanos

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en religión quienes informaran sobre él.Dos grandes teólogos de Trento,Melchor Cano y Domingo de Soto,dominicos como Carranza, encontraronen su Catecismo «proposicionesoscuras y peligrosas», y por orden delSanto Oficio que yo había previamenteaprobado, el arzobispo fue preso enTorrelaguna durante la noche del 21 al22 de agosto de 1559. Era un granteólogo y se defendió con maestría; elPapa, que no quiso solidarizarse con laacusación, avocó la causa a su autoridady en 1562 un selecto grupo de teólogostridentinos manifestó su apoyo expresoal Catecismo cristiano comoplenamente ortodoxo y, a la vez, cauce

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para el diálogo con los herejes, quetambién lo admiraban. No puderesistirme a la insistencia del Papa PíoV, y le entregué al preso, que fueconducido a Roma el mayo del 67. Peroeste Papa santo, que según mi embajadortenía ya decidido absolver al arzobispode Toledo y reponerle en su sede, muriócuando no se había cumplido todavía elaño de nuestra común victoria deLepanto y su sucesor, Gregorio XIII,hizo revisar todo el proceso y al findictó sentencia en la primavera de 1576;fray Bartolomé de Carranza eraintensamente sospechoso de herejía endieciséis de sus proposiciones, que seenumeraban circunstanciadamente; aun

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así el Papa no le privó de su sede, sinoque se limitó a suspenderle en ella porcinco años, que debería pasar enreclusión. Carranza, que se había vistoreivindicado por el Papa anterior, nopudo resistir este golpe que reputabainjusto y murió de dolor pocas semanasdespués de la sentencia.

Desde 1559 el Catecismo cristianode Carranza estaba incluido en el Indicede libros prohibidos, junto con otroslibros que después fueron exonerados,como el Audi filia del maestro Juan deÁvila, corregido despuéssatisfactoriamente por él; la Guía depecadores de fray Luis de Granada,jamás lo pude entender después de

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leerla; e incluso algunos escritos, que élnegó fuesen suyos, de Francisco deBorja. La lucha religiosa se habíaenconado en toda Europa y Carranzacayó víctima de sus deseos de paz, y desu ingenuidad al admitir tratos con losCazalla que lograron envolverle envísperas de ser descubiertos por elSanto Oficio. No se puede servir a dosseñores cuando la herejía se alzabacontra mí como secta de poder más quecomo vía religiosa; y tuve que permitirque el Santo Oficio aplicase a mipiadoso consejero la terrible disyuntivade que quien no está conmigo está contramí. Las vacilaciones de los Papasmuestran con toda claridad las

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dificultades del enrevesado asunto, peroen circunstancias tan críticas yo tambiénme incliné por extremar la ejemplaridady demostrar que en punto a herejía ni unpredicador real ni un arzobispo deToledo quedaban libres deinvestigación, sospecha y castigo.

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LA MADRE TERESA

El trato con varones y mujeres dereconocida santidad me confirmaba enla lucha por la religión en medio de tanenojosos problemas como el quesuscitaba en mi conciencia, durante añosenteros, el proceso de todo un arzobispode Toledo. Podría explayarme sobre lossantos hombres y mujeres que llegué aconocer, y en algunos casos íntimamente;pero en espera de la muerte me inclinopor recordar, en nombre de todos, a lamadre Teresa.

La única vez que hablamos frente afrente fue en el Alcázar de Madrid.

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Cuando quise confirmarla en suspropósitos y viajes incansables para lareforma del Carmelo, me contó, cuandoconseguí disipar en parte su turbación, yno era mujer fácil de turbar ante lamajestad humana quien tal familiaridadalcanzara con la divina, que me vio porvez primera junto a mi madre en nuestropaso por Ávila, cuando en improvisadarecepción de Corte me quisieron vestirya de príncipe joven y descartar misropajes de niño. Había entrado a losveinte años, poco después de eseencuentro, en el famoso convento de laEncarnación, donde durante muchosarios llevaba, según ella, una vidavulgar que se transformó

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milagrosamente ya en vísperas de mireinado, ante una imagen de Cristo en supasión. Francisco de Borja, que volvió aÁvila cuando ya había abrazado laCompañía de Jesús, fue de los primerosen comprender a la madre Teresa, de laque me habló muchas veces. Ella mismame dijo que cuando en el año 60 pedíoraciones a todos los conventos ysacerdotes de mis reinos para que Diosme ayudase en su defensa, esa llamadaresonó en su alma como una nuevaexigencia de perfección y entrega aDios, lo que también me corroboródespués el santo fray Pedro deAlcántara, que la conoció ese mismoaño, y a quien ella describe como

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hombre hecho de raíces de árboles.Dos años después, cuando yo meempeñaba en fomentar la segunda granreforma de la Iglesia y las religiones enEspaña, la madre Teresa fundaba elprimero de sus conventos del Carmeloreformado, San José de Valladolid.Recibí en el 66 al general de loscarmelitas, padre Rubeo, que venía aEspaña por orden del Papa parainspeccionar la Reforma, que por finautorizó Pío V al año siguiente, por losfavorables informes de Rubeo y por midecidida protección. Poco después lamadre Teresa inició su rosario defundaciones por toda España, a partir dela que instauró en Medina del Campo,

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donde encontró a su gran colaboradorpara la reforma del Carmelo masculino,fray Juan de Santo Matía que se llamóluego fray Juan de la Cruz. A la vista demi abierta protección, toda la noblezaespañola se empeñó en procurarse unconvento de la madre Teresa en sus daminios. Y precisamente los frutos de lareforma carmelitana, por estar en tanbuenas manos, me animaron a procurarcon mayor energía desde el año 68,cuando hube de enfrentarme con laherejía en Flandes y con todos losgravísimos problemas que en ese añocayeron a la vez sobre mí, la reforma detodas las religiones de España, porquepensaba y pienso que sin ellas toda la

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Iglesia se despeñaría en el caos; que noen balde la herejía en Europa habíasurgido por inspiración diabólica en elcorazón torcido de un fraile alemán.

La proximidad y la identificación dela nueva orden religiosa de nuestrotiempo, la Compañía de Jesús, con lamadre Teresa y su reforma, era uno delos principales argumentos que yoesgrimí con mi maestro Siliceo y losdominicos de Trento en favor de lamilicia de Ignacio de Loyola, a la queFrancisco de Borja, que por ella habíadejado su título y sus tierras de Gandía,gustaba llamar siempre ante mí lacaballería ligera del Papa, como lahabía concebido su fundador. Mi antiguo

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ayo Diego de Zúñiga y un consejero taninfluyente como don Luis de Requesensanularon, por mi propia convicción, lasmaniobras de Siliceo y los dominicoscontra una orden que fijaba ya en elcentro de Europa las fronteras de laIglesia. Mientras tanto la madre Teresaproseguía incansable sus fundaciones,como la de Malagón en ese mismo añotriste del 68, y la de Toledo, a instanciasde doña Luisa de la Cerda, en el 69. Fueentonces cuando Ana de Éboli, parientade doña Luisa, se empeñó en que lamadre Teresa fundara en Pastrana, conlo que dio lugar a un episodiotragicómico que define mejor que otroalguno el carácter de tan estrepitosa

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dama, y por ello lo relatará luego,cuando reúna mis recuerdos en torno aella. Fundó también, tal vez me dejealgún jalón, la madre Teresa en Alba deTormes, el año de Lepanto; y un. Zapata,el conde de Barajas, jefe de esa familiatan oscuramente vinculada a misrecuerdos, quiso ayudarle para fundar enSevilla, donde todo salió mal y la madreTeresa tuvo que vérselas con el SantoOficio, absurdamente. No era alumbradaaquella santa, sino que reflejaba lamisma luz.

Tanto que en el 80, por iniciativamía, el Papa Gregorio XIII firmaba unabula para consagrar la reforma de lamadre Teresa, que ya contaba con

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veintidós conventos, trescientos frailes ydoscientas monjas en el Carmendescalzo. El propio Papa concedía a lareforma la necesaria independenciafrente al Carmen calzado, y la madreTeresa otorgó a los frailes reunidos alaño siguiente en el capítulo de Alcalá sutestamento espiritual para queconservasen, como hicieron, lainspiración con que Dios la habíamovido. Cumplida ya su misión y suscaminos, entregó su santa alma a Dios ensu convento de Alba de Tormes enoctubre del 82, donde había llegadopara morir en un supremo esfuerzo decaridad y gratitud para con la duquesade Alba. Me ha dicho quien lo sintió que

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el alma de la madre Teresa voló al cielocomo una paloma.

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PASIÓN Y MUERTE DEJUAN DE AUSTRIA

Después de los triunfos y lasrepresiones del duque de Alba enFlandes, mi victoria de Lepanto provocóel abatimiento de los rebeldes ytraidores en aquellos Estados, que sinembargo encontraron pronto uninesperado apoyo en los reinos deFrancia y de Inglaterra, temerosos deque la gloria que ganamos contra elTurco revirtiera en nuestra completahegemonía sobre toda Europa. Losburgueses de Holanda armaron muchasnaves ligeras corsarias, que dieron en

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llamarse mendigos del mar. Empezarona merodear por aquellas aguas, yencontraron seguras madrigueras en lospuertos de Inglaterra, hasta queconsiguieron colaboracionesimportantes en las propias costas de supatria, sobre todo después que ocuparonel puerto de Brielle en abril del 72. Larebelión se afianzaba en Holanda, y lasmedidas represoras de Alba noconseguían dominar el despertar de unanueva nación, cada vez másdiferenciada, por el norte, de Flandes yla zona sur más adicta a las tradicionescatólicas. Las plazas costeras de Frisiaayudaban descaradamente a loscorsarios, hasta que Francia e Inglaterra

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firmaron ese mismo año contra mí laimpúdica alianza de Blois, en que lasventajas políticas primaron sobre lasconsideraciones religiosas. Firmementesostenido por los hugonotes de Francia,Luis de Nassau invadió nuestrasfronteras de Flandes desde el territoriofrancés, y con un ejército hugonote tomóValenciennes y amenazó a Mons. A todoesto Isabel de Inglaterra, sin declararmela guerra, alentaba las piraterías de sucorsario Drake en las Indias.

Dos reinas se concertaban contra mípor la envidia de Lepanto. Reclaméenérgicamente ante Isabel de Inglaterraque prometió castigar a sus piratas,aunque luego les enalteció, por lo que

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respondí con la ayuda cada vez menosdisimulada a los rebeldes de Irlanda,para quienes fundé un florecientecolegio en Salamanca. Me resultó másfácil convencer a la regente de Francia,Catalina de Médicis, que había sido misuegra anterior, de los peligros quepodrían acarrearle la tolerancia con loshugonotes, hasta que hizo caso de susconsejeros católicos y permitió unamatanza terrible de herejes ese mismoverano en la noche de san Bartolomé,que toda Europa me atribuyó sin razón.De esta forma desapareció de momentoel apoyo principal de Francia a losrebeldes de los Países Bajos, pero elduque de Alba no supo ver esta

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oportunidad de pacificación e irritó aaquellos Estados con renovadasexigencias de impuestos de tipocastellano y además se estrelló durantemás de medio año en el asedio deHaarlem, de la que por fin se apoderó asangre y fuego, con más de mildoscientos muertos en el asalto denuestros Tercios hambrientos de dinero,comida, mujeres y sangre. Esta vez,sobre todo en los Estados Bajos delNorte, el pueblo abrazó ya la rebeliónde los nobles y los burgueses y entoncesAlba, que acertó a comprenderlo conclaridad, desguarneció el norte que fueocupado de forma estable por Guillermode Orange y sus mercenarios alemanes y

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se concentró en la defensa de las plazasy territorios del sur. Aunque así sesalvaba el sur para España y para la fe,el príncipe de Éboli logró convencermede que la política de mano dura seguidapor Alba había resultado un fracaso ydespués de una inútil misión a Flandesdel duque de Medinaceli, a quien Albano se dignó hacer el menor caso, ledestituí y nombré en su lugar a un héroede Lepanto que formaba en el partidodiplomático, don Luis de Requesens, enel verano de 1573. Ruy Gómez muriópor entonces, pero su partido mantuvo lahegemonía en mis consejos durante lasiguiente etapa: sus principales jefes defila, junto a Requesens, eran el marqués

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de los Vélez, el arzobispo de Toledo conquien sustituí al proscrito Carranza,cardenal Quiroga y sobre todo elsecretario Antonio Pérez. En aquellaprimavera del 73, cuando por el fracasode Alba, a quien pronto confiné en sucastillo de Uceda con el pretexto de nohaber solicitado mi permiso para laboda de su heredero, pero en realidadpara mostrarle mi desagrado por suactuación sangrienta, decidí guiarme porel partido creado por el príncipe deÉboli, un antiguo secretario del cardenalEspinosa, el clérigo Mateo Vázquez, mepropuso que le nombrase secretarioparticular, y desde entonces compartiómi confianza con Antonio Pérez, de

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quien ya empezaba a sospechar cosasextrañas. Durante los dieciocho añossiguientes Mateo Vázquez me sirvió confidelidad y eficacia, y sustituyó cada vezmás a Pérez en el despacho de losasuntos ordinarios. Puse en sus manos lacoordinación de las diversas juntas queaceleraban la resolución de los asuntosempantanados en los consejos. Megustaba de Mateo Vázquez su falta deambición y de brillo, que contrastabacon la ostentación de que Pérez hacíagala con auténtico impudor eimprudencia. Pronto me dio Vázquezdiscretas muestras de su odio mortalcontra Pérez, pero desgraciadamente loshechos vinieron muy pronto a darle la

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razón. Sólo un día se extralimitó minuevo secretario, cuando al comentarleyo las rencillas y maledicencias de unosconsejeros contra otros, se permitiósugerirme el remedio: Vuestra Majestaddebe saber confundirles a todos paragobernar sobre todos. Le miré de formaque cortó en seco sus palabras, quizáporque habían sido demasiado certeras.

Tras el esfuerzo total que hicimospara la campaña de Lepanto, seretrajeron las remesas de plata quevenían de Indias. En las Cortes del año73 pretendí triplicar las alcabalas enCastilla y cuando al año siguiente meotorgaron un aumento en la cuota delencabezamiento, sobrevino la catástrofe.

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Los corsarios de Inglaterra y Holandacerraban en el canal de la Mancha desdeel 72 la ruta de la lana, vital para lasexportaciones de Castilla. En el 74quebraron las más importantes casas decomercio en Sevilla, y la quiebra seextendió a las ferias de Medina delCampo en el 75. La industria y laartesanía de España se hundieron;muchos nuevos burgueses abandonaronsus nuevos trabajos. El comercio lanerose recuperó bastante por obra y graciade la victoria de Lepanto y Génovasustituyó a Amberes como principalcentro financiero de mis reinos, lo queprodujo nuevas indignaciones ydeslealtades en Flandes. Pero cuando

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llegaba Luis de Requesens a Bruselas ennoviembre del 73, no podía esperarleuna circunstancia más desfavorable.Suprimió el Tribunal de los Tumultos yconcedió una amnistía que Guillermo deOrange interpretó como debilidad; eltraidor ofreció el trono de los PaísesBajos a la reina Isabel de Inglaterra queno lo aceptó pero confirmó su alianzacontra España. Nuestro maestre decampo general Sancho Dávila trituró alrebelde Luis de Nassau en Muokerbeide,cerca de Nimega, cuando con diez milhugonotes de Francia trataba de enlazarcon el príncipe de Orange; pero no pudoreprimir el motín de nuestros Tercios ynuestros auxiliares alemanes en

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Amberes, donde trataron de tomarse lajusticia por su mano y de cobrarsedirectamente sus salarios de aquellos aquienes defendían. Sancho Dávila salvóa nuestro ejército, al que condujo avictorias increíbles en la campaña delas bocas del Escalda, a veces despuésde vadear con el agua casi al cuello pormás de cuatro millas. Pero abrumadopor su responsabilidad, por el fracasode su política de paz y por su falta demedios murió Luis de Requesens en laprimavera del 75 y poco después,Cuando los burgueses de Amberessecundaron una rebelión contra España,los Tercios, desmandados, ocuparon ysaquearon la ciudad, donde hicieron dos

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mil quinientos muertos y una cantidadincontable de atropellos y rapiñas. Laregente, sobre quien recayó la plenitudde los poderes en Flandes, a falta de ungobernador extraordinario, hubo deacceder, muy a su pesar, en loscomienzos del 76 a la Pacificación deGante, que permitía la tolerancia decultos y accedía de forma humillante alextrañamiento de las tropas españolasde aquellos Estados. La situación enFlandes había caído en tal abismo quedecidí, como remedio supremo, enviarallá a mi propio hermano Juan deAustria, con quien hablé detenidamenteen Madrid al comenzar el año 75, conmotivo de exigirle responsabilidades

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por la pérdida de Túnez. Quedamosentonces conformes en que iría aFlandes, y trataría desde allí de lograr,con mi apoyo, la mano de la reina deEscocia, María Estuardo.

He de reconocer aquí, con la certezay lucidez de la muerte próxima, que micomportamiento con mi hermanodespués de su gloriosa victoria deLepanto hasta su temprana muerte enFlandes ha sido el mayor error de todami vida. Cuando después de su muerteintervine sus papeles más secretos y losestudié personalmente con detenimiento,pude comprobar que jamás había sentidodon Juan la más mínima emulación, nimucho menos la más insignificante

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tentación contra mí. Era joven,ambicioso y sediento de gloria; queríacoronar su empresa de Lepanto con unreino en territorio arrebatado a losturcos, o en el norte de África, o luegoen Escocia, y méritos le sobraban paraello. Pero fue el vil Antonio Pérez quienaño tras año falsificó y ocultódocumentos, amañó testimonios falsos yno paró hasta generar en mi corazón laduda y la sospecha contra mi hermano,lo que desembocó en el asesinato delsecretario de Juan, el desgraciadoEscobedo, que fue idea y trama dePérez, aunque luego me lo atribuyó a mí,por más que fui realmente cómplice porengaño, cuando solamente pretendí ser

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ejecutor por razones de Estado.Se incorporaba don Juan a su mando

de Flandes al comenzar el año 77 porlos días en que se promulgaba el EdictoPerpetuo donde se ratificaba lapacificación de Gante. Poco antesllegaba Escobedo a Luxemburgo, dondeaún se hallaba don Juan, coninstrucciones mías dadas en Madrid.Extremó don Juan en Flandes la políticade tolerancia, que los rebeldesinvalidaron con su propia insolencia.Consideraban a mi hermano no como unpacificador, ni como gobernante en minombre, sino como un rehén. Yo, queestaba entonces engañado por Pérez, leescatimaba mi apoyo y desatendía sus

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angustiosas llamadas de auxilio; aquéllafue la pasión con que Dios preparabapara la muerte próxima al vencedor deLepanto. Don Juan decidió apoyarse enlas plazas del sur, donde la fe seguíaincontaminada, y sentó sus reales enNamur, defendido solamente por susfieles voluntarios de Valonia.

Entonces, cuando Flandes iba aperderse como ya se había perdidoprácticamente Holanda, Dios vino aayudarnos y no quiso permitir que elvencedor de Lepanto desapareciese deeste mundo sin una gran victoria en susbanderas. El 18 de agosto del 77 unainmensa flota de cincuenta y cincobarcos llegaba a Sevilla con dos

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millones de ducados para el erario de laCorona. Era la mayor remesa de lasIndias desde que fueron descubiertas.Don Juan, asegurado por mis correosurgentes sobre la inmediata llegada delos fondos, y provisto de cartas decrédito, prescindió del Edicto Perpetuoque los rebeldes se saltaban a diario,reclamó a los Tercios que llegaron denuestros territorios al mando deAlejandro Farnesio, príncipe de Parma,hijo de la regente Margarita e íntimo demi hermano. Don Juan reunió así quincemil infantes y dos mil jinetes con los queel último día de enero de 1578 derrotóal ejército rebelde en la batalla deGembloux.

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Había enviado poco antes a Madrida su fiel secretario Escobedo parainsistir en la empresa de Inglaterra, y fueentonces cuando Antonio Pérez llegó aconvencerme de que don Juan bordeabala traición. Así interpretaba Pérez lascartas de mi hermano, como la del 7 deabril en que recomendaba, conclarividencia, que sólo después supecomprender, que «conviene amputar laparte podrida de los Países Bajos», esdecir, Holanda y Zelanda, parapreservar la parte católica y fiel.Cuando los esbirros de Pérez asesinarona. Escobedo el 31 de marzo del 78, mihermano reclamó inútilmente luz yjusticia. Ahora sus cartas de aquellos

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meses pesan sobre mi alma como unalosa, que sólo se alivia al creer quepronto podré verme con él allá arriba,por más que él ya sabe la verdad detodo.

Instigado por Pérez, volví a regateara mi hermano los recursos necesariospara su supervivencia. No pudo explotarsu gran éxito de Gembloux, y en agostolos rebeldes le derrotaron, aunque no deforma decisiva, y le obligaron aencerrarse en su fiel ciudad de Namur,que se preparó para defender hasta lamuerte. Murió en su campamento deBouges, junto al Mosa, el 1 de octubrede 1578, cuando iban a cumplirse sieteaños de la más alta victoria de la

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Cristiandad, dirigida por él. Su mejorvictoria fue precisamente la muerte; loscatólicos del sur de los Países Bajos, laque Julio César había llamado fortísimanación de los belgas, levantaron susbanderas, expulsaron a los herejes y, lasespaldas vueltas a Holanda, semanifestaron por don Juan y por Españaen toda Valonia y en todo Flandes.También al sur de la herejía estabanaciendo, dentro de la fidelidad, unanación nueva.

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ANTONIO PÉREZ

Ahora llego en estas confesiones,maestro Terrones, al momento másdifícil: mi relación, que fue íntima, conlas dos personas más enrevesadas ynefastas con que jamás comunicó reyalguno; y que sin embargo lograronengañarme sutilmente, y atraparme hastaque me decidí a cortar por lo sano, sinatender a las consecuencias porque sudominio sobre mí rebasaba ya todos loslímites de la indignidad. Comprenderéisque estoy hablando de mi secretarioAntonio Pérez y de mi amiga Ana deMendoza, princesa de Abolí, a quienes

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un destino infausto unió duraderamentecontra mí, cuando yo les perdonabadurante años porque les creía, en mediode sus miserias, devotísimos a miservicio.

«Antonio Pérez —así le retratabaquien de mi Corte mejor le llegó aconocer— estaba en gran privanza,ayudado del marqués de los Vélez, yusaba mal del favor, derramado, novirtuoso, demasiadamente suntuoso ycurioso en el vestir, rico y odorífero, ypomposo en su casa; y superior,trataba con los demás secretarios fiadoen la necesidad que juzgaba tenía de élel Rey, por su experiencia yparticipación de secretos y por la

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mucha mano que le había dado y éltomado de los negocios. Al fin teníafama y nombre por aparienciassemejantes a virtudes. Favorecía amuchos, usaba de liberalidad con losamigos, cortés y apacible en lasconversaciones y cuando se ocupabacon ellos. Tenía las dotes casuales denaturaleza, gentil hombre de cuerpo,buen rostro, como a varón convenía;mas estaba muy lejos de poseergravedad de costumbres o templanza enlos deleites y pasatiempos; dado alregalo y magnificencia y algunas vecesa vicio y superfluidad, mereciendograves y vivos aborrecimientos, aunqueera aprobado de muchos, que en tanta

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dulzura de deleites herían al supremoimperio, no demasiado estrecho ni muyriguroso». Había nacido en Madrid elaño 1540, hijo ilegítimo, aunque luegolegitimado por el Emperador, delclérigo Gonzalo Pérez, colaborador delsecretario de mi padre Francisco de losCobos, y después, por recomendaciónde mi padre, secretario mío durante miregencia de España en 1543. Meacompañó en mi gran viaje a Europa y ala jornada de Inglaterra, donde mellevaba los mensajes de mi cuñadaIsabel, recluida en su castillo, y quedemandaba mayores anchuras, que yo leprocuré. Gonzalo me había enseñado afirmar como un rey; en el 55 le nombré

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secretario de Estado. Me gustaba suafición a los libros, y le compré subiblioteca para la del monasterio.

Me había presentado Gonzalo variasveces a su hijo Antonio, joven de granmérito que se había formado en nuestrasuniversidades y también fuera, y pocodespués de morir Gonzalo en el 66admití a Antonio en mi servicio, comosecretario para el despacho del Consejode Estado y el de Castilla. Tuvo que seren mi año aciago de 1568 cuandoAntonio Pérez empezó a trabajardefinitivamente a mi lado, y a lograr miprivanza. Se adscribió, como habíahecho su padre Gonzalo, al partido delpríncipe de Éboli, y de momento se

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comportaba con discreción hasta lamuerte de su protector en 1573, cuandoya se sentía seguro de mi apreciodespués de los elogios que le dediquéante mis consejos por su eficaz labor decoordinación que condujo a la victoriade Lepanto; tal vez llegó a atribuirsesecretamente aquella gloria. Con elmanejo de tantos proveedores y dineros,se enriqueció ostensiblemente, aunque alprincipio me engañaba diciendo quetodo era herencia de su padre ydonaciones de sus amigos, hasta quesuperé mi ceguera y averigüé que granparte de esa fortuna provenía delcohecho y de la venta en almoneda delos más graves secretos de Estado.

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Poseía Pérez dos casas en Madrid; unajunto al Alcázar, en la plaza del Cordón,en el solar de Puñonrostro; y otra, decampo, que llamaba «La Casilla», juntoal llano de Atocha, donde luego hicefundar el convento de Santa Isabel. Losmás ilustres visitantes de la Corte iban aver las curiosidades de dicha casacomo cosa señalada; allí guardabacuadros de Lepanto, como un retrato deAndrea Doria, que confirman misospecha anterior; de Tiziano un Adán yEva y una Adoración de los Reyes; unafuente de oro de mil ducados, y unbrasero de plata, regalo de mi hermanoJuan que decían valer ochenta mil. Suatuendo, cada vez más rico y lustroso,

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contrastaba con el mío, mucho mássevero, por lo que alguna vez hube deextrañarme ante él, y se corregía hastaque me pasaba el enfado. Su caballerizaera la más suntuosa de la Corte. Corríantoda suerte de rumores sobre suspartidas de juego en compañía de la másalta nobleza: el almirante de Castilla,Octavio Gonzaga y otros grandes hacíantimba en su casa, dicen que con veintedoblones de saca, y Pérez no solíaperder. Mantenía a su lado a unastrólogo como Pedro de la Hera, quesegún parece acertó bastante en suspronósticos. Era gran bebedor, y expertoen lides amorosas, sin limitarse amujeres, que se desvivían por acostarse

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con él, no sé si por su poder o por sugalanura y capacidad de seducción.Cuando las cosas se le torcieron, tres desus criados extranjeros fueron ahorcadospor, ejercitar con su amo la sodomía, yla Inquisición procedió contra él poreste motivo. Y no me extraña, porque ami costa experimenté que, en el planomoral y político, Antonio Pérez eratambién un seductor de hombres.

Pero necesitaba una coberturarespetable y en el 67, inmediatamenteantes de entrar a mi servicio directo,casó con su amante, doña Juana deCoello, tan noble como poco agraciada,a la que él desdeñó cumplidamente paraobtener a cambio una fidelidad ejemplar

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en medio de la desgracia.Este listo, diabólico hombre, como

le llama mi maestro Juan Ginés deSepúlveda, tomó posesión efectiva de susecretaría en noviembre del 68, cuandola pérdida del príncipe don Carlos y demi esposa Isabel de Francia se abatíansobre mí en aquel año de misdesventuras. Supo tomarme la medida ydevolverme el gusto por los asuntos deEstado hasta embarcarme con el alma yla vida en la campaña del Mediterráneo.Durante diez años ejerció en forma deprivanza su seducción sobre mí, hastaque su comportamiento encanallado altramar el asesinato de Escobedo,apartarme de mi hermano Juan e

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interferir para su provecho en mi granempresa de Portugal me quitaron lavenda de los ojos y decidí terminar conél. Pero el que Antonio Pérez pasara losdías de diez años enteros junto a mí, conlas manos en medio de mis secretos ymis confidencias, que anotabacuidadosamente por si alguna veztuviese que esgrimirlas en mi contra, esla equivocación más estúpida, ciega einexplicable de mi vida. Tuvo quecombinarse mi decepción y midesilusión hacia él con la no menosgrave que sentí hacia Ana de Mendoza—cuando los dos decidieron unir contramí sus esfuerzos y sus destinos— paraque yo advirtiese la profundidad del

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abismo a que uno y otra me habíanconducido entre los más viles engañosque sufriera rey alguno en la historia deEspaña.

Ruy Gómez de Silva, máximoprotector de Antonio Pérez, murió enMadrid el 29 de julio de 1573. Privadode su sombra y su ejemplo, AntonioPérez se desmandó. Casi estaba calienteel príncipe de Éboli cuando Pérez lesustituyó en el lecho de la princesa.

Sin embargo no debo flagelarmemorbosamente por mi error con Pérez,cuando medio mundo se equivocóconmigo. Es cierto que el duque de Albay su partido se consideraron enemigossuyos, sobre todo el conde de Chinchón,

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Diego de Cabrera y Bobadilla, y elconde de Barajas, Francisco Zapata deCisneros, sobrino-nieto del grancardenal, que de la presidencia delConsejo de Órdenes pasó a la deCastilla después de Pazos. Pero estosdos personajes estaban plagados decorrupciones, que Pérez me denunciabapara encubrir las suyas, y terminé porretirarles mi gracia y destituirles de suscargos. En cambio estaban con Pérez, yle mantuvieron su apoyo incluso cuandoyo se lo negué y les comuniqué laspruebas y fundamentos de mi enojo, laSanta Sede y la Iglesia de España,especialmente el arzobispo de Toledo,cardenal Quiroga, que fue su principal

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valedor en la desgracia; el obispoAntonio Pazos, presidente de Castilladesde el 77; su protector máximodespués de Éboli, Pedro Fajardo,marqués de los Vélez, letrado ypacífico, yerno de Luis de Requesens ycómplice de Pérez en el asesinato deEscobedo; el duque de Sessa, de quienunos extraños papeles dicen que fuefundador en 1563 de una cofradíasimbólica de albañiles inspirada en lossecretos perdidos de la Orden delTemple; el almirante de Castilla, LuisEnríquez de Cabrera y Mendoza, duquede Medina de Rioseco, que jamás pisóbarco alguno; otro Mendoza, ÍñigoLópez, quinto duque del Infantado, la

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primera fortuna del reino, que casireinaba en Granada; otro Íñigo López deMendoza, tercer marqués de Mondéjar,capitán general en Granada y virrey deNápoles; y otro Mendoza más, DiegoHurtado, el historiador, que había sidoembajador de mi padre en Roma. El clande los Mendoza, como llamaban a susfamilias los nobles de Escocia durantemi estancia en Inglaterra, estaba enpleno con Pérez, quien al contemplar elenjambre de clérigos y nobles que seservían pudo decir sin rebozo alguno: Atodos los llevo de la barba, y eradesgraciadamente verdad. Volveré sobrePérez; ahora debo hablar de la Mendozaque lo envenenaba todo, Ana, princesa

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de Éboli.

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ANA

No sé cómo abordar, Terrones, lahuella que Ana de Mendoza dejó en mivida. Su relación con Antonio Pérez loenfangó después todo; y yo mismo, porseguir mi habitual táctica de confundir aquienes conspiraban contra mí, hesembrado de pistas falsas mi relacióncon esta mujer, a quien el obispo Pazos,presidente del Consejo de Castilla,conoció como nadie, sin haberla tocadojamás, al decir: «la hembra es lalevadura de todo esto». En una Cortecon tantas princesas ella era laprincesa; en un Madrid con las mujeres

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más bellas de Europa, ella erasimplemente la hembra. Durante años yaños Ana lo llenaba todo; lo dominabatodo. Incluyéndome a mí, el monarcamás poderoso de la tierra.

Ana de Mendoza y de la Cerda,descendiente de los primeros linajes deCastilla, con la sangre de mi antecesorFernando el Santo, bisnieta del cardenalque fue tercer rey de España con misbisabuelos los Reyes Católicos, por donDiego, a quien el cardenal hubo en unadama de doña Juana de Portugal,hermana del rey Enrique IV de Castilla,y tan casquivana como su dueña. Condede Mélito al casar con Ana María de laCerda, engendraron a otro don Diego de

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Mendoza, príncipe de Mélito y duque deFrancavilla, casado con Catalina deSilva, hermana del conde de Cifuentes.De ellos nació Ana de Mendoza comoúnica hija que heredaría su enormepatrimonio, el año 1540, bajo la mismaestrella que Antonio Pérez. Ardía en susvenas toda la sangre heroica y levantiscade los Mendoza; toda la sangre altaneray vesánica de los Medinaceli. Su abuelaAna de Mendoza, famosa por sumegalomanía, compró Pastrana dondequiso edificar una pequeña corte.Llevaba Ana la marca de otra Mendoza,la rebelde María de Padilla, alma de larebelión comunera; y su bellezaperfecta, ya notoria en su adolescencia,

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quedó desfigurada cuando perdió un ojoen duelo a espada con un paje de supadre. Pero convirtió el defecto enatractivo, al ocultar su ojo dañado, queno perdido del todo, con un juegocambiante de parches y tafetanes queeran, cada mañana, el comentario de laCorte. Su nombre y sus rentas lehicieron pensar que su familia reservabasu mano para muy altos destinos; yalguna vez me confesó cuandointimamos que se soñó reina de Españaa mi lado, y si España fuera Inglaterraasí habría sucedido. Pero mi padre laquiso dar a su consejero más estimado,el caballero portugués Ruy Gómez deSilva, quien por mi medio se desposó

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con Ana cuando acababa de cumplir ellalos doce años, y él los treinta y seis.Hubieron de esperar siete —más por losviajes de Ruy Gómez que por lasimpaciencias de Ana— para consumarsu enlace. Mi regalo de boda fue elprincipado de Éboli para Ruy Gómez,por lo bien que me había servido enInglaterra; y para ella, que ya armabarevuelos en la Corte, el ducado dePastrana.

¿Cómo podría yo describir a laprincesa de Éboli, sin recaer en lanostalgia que luego ella arrastró por elodio y la traición? Antonio Pérez, quienal poseerla luego para hollarme comohombre no llegó a amarla más que como

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supremo recurso y fuente de poder, laretrató mejor que nadie en esas frasesque andan por toda Europa en sushabladurías: «Joya engastada —escribió— en tantos y tales esmaltes dela naturaleza y de la fortuna». Eramenuda pero formada tanarrebatadoramente, que al moverse unpunto prendía de envidia a las mujeres yde deseo a los hombres. Su belleza eraperfecta, pero no única; lo que resultabaúnico era su gracia, su forma demoverse y de atender, la elegancia conque se sentaba, la profundidad con queaprendió, de niña, a mirar a los ojos.Era su figura alargada, su cabello negroque gustaba de recoger sobre la frente,

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pero que dejaba caer, en la intimidad,sobre los hombros, todo hacia un lado,aunque luego lo adelantaba paraproteger su pecho incitante. Claro que laamé, cuando ella aprovechó un momentode soledad para decir cómo me habíaesperado. Fue cuando Ruy Gómez, sumarido, hubo de salir para un viaje deEstado a las tres semanas de que tomaseposesión de ella; tras dejarla, como meconfesó, más insatisfecha de lo que yatemía. Yo acababa de perder a misegunda esposa María de Inglaterra, yaún no había recibido a Isabel deFrancia, a quien hube de respetar por noquebrarla durante dos años. Aquéllosfueron mis dos años con Ana de

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Mendoza, mis últimos pecados de lacarne, que ya dejé para siempre cuandocomprendí lo que Isabel me amaba; peroninguna mujer me turbó tanto, ni me hizodesearla tanto como Ana, cuyas artes deseducción, increíbles a sus diecinueveaños, semejaban cosa de brujería yseguramente lo eran. Ahí está nuestrohijo, que es el primogénito de ella, aquien cedió su título de Pastrana; eseRodrigo de Silva que fue de joven mivivo retrato, capitán de juerga y troníoque gustaba de cortar, borracho, lasnarices a sus alféreces, como si quisieradar rienda suelta a mis propiasrepresiones; pero a quien perdoné una yotra vez en espera de que floreciera el

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heroísmo de su sangre, mi sangre, comopor fin ocurrió cuando dirigía, con valorsobrehumano, las cargas de caballeríaen el ejército de Farnesio, que mepropuso su nombramiento de maestregeneral. Vino después a España, dondepude hablar a solas sin que jamássospechase nada; salvo en susconfidencias a Pérez, Ana me guardócon todo el mundo una extrañadiscreción sobre nuestros amores, queno me echó jamás en cara. ContribuyóRodrigo a mi enojo con la Casa de Albaal intervenir en un arreglo de boda queyo no deseaba, pero volvió a lavar suserrores en la batalla, y murió en sucampamento de Luxemburgo hace ahora

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dos años. Todo Madrid sospechaba queera mi hijo; yo jamás lo admití, ni lodesmentí. Miente Pérez, o quizá leengañó antes Ana, cuando atribuye mienojo contra él a celos por habermesucedido en el amor y el lecho de Ana.Dice en cambio verdad el conde deBarajas cuando en un papel muydifundido en la Corte señala que Pérezamó a la misma mujer a quien el Reyamó, pero mi amor con Ana viviócuando ella no se había corrompido aúnpor el poder, y el amor de Pérez fuesolamente para utilizarla.

Mi confesor Chaves, que la odiaba,hizo que toda la Corte la apellidaseJezabel, aunque algunos preferían

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llamarla, por recuerdos de una famosacriminal, la Canela, y ella aceptaba elapelativo de la Tuerta, como con cariñola escribía mi propio hermano Juan. Enel fondo le encantaba que las damas dela Corte discutieran sobre si cubría hoyel ojo con el parche de bayeta o el deanascote, sobre si veía o no algo por elojo herido, que sí distinguía las figuras,aunque quería disimular su aspectolechoso y repulsivo. Se sentía felizcuando sus criados venían a traerle loschismes de la Corte, que siempre lamantenían como figura principal en lossalones y los mentideros; ningunaconversación acababa o empezaba sinmencionarla. Como casi todas las damas

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de la casa de Mendoza afectaba usar elhabla del pueblo, que parecía salirlecomo cosa propia: cuando Escobedo leamenazaba con revelarme sus amoríoscon Pérez, de los que yo estaba al cabode la calle, le contestó en jarras: «Másquiero el trasero de Antonio Pérez quetodo el cuerpo del Rey». Lo cual fuemuy celebrado en la Corte cuandoEscobedo, que era indiscreto, lodivulgó.

En 1569, cuando yo acababa deperder a Isabel de Francia, Ana deMendoza, que había sido dama joven dela reina durante sus primeros años enMadrid, quiso verme para expresarmesu dolor, pero yo solamente se lo permití

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cuando vino al Alcázar con su marido.Aquel amor nuestro habla terminadopara siempre y yo solamente queríaacercarme a una mujer para lograr unheredero; Ana seguía, además,ofreciendo a Ruy Gómez de Silva unhijo casi cada año. Al ver que su vidaentre Pastrana y la Corte se volvía tanmonótona, ya que mientras vivió elpríncipe de Éboli no se atrevía AntonioPérez, como criado suyo, ainconveniencia alguna con la princesa,Ana sufrió una especie de accesomístico y se empeñó en imitar a otrasgrandes damas de la Corte y de sufamilia que entonces cifraban su máximailusión en fundar un convento de

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carmelitas para la madre Teresa. Elencuentro de dos mujeres tan disparesfue pronto la comidilla de toda la Corte,y contribuyó a que yo olvidase a ratosmis penas por las tragedias del añoanterior.

A fines de mayo de ese año, loscriados de Ana esperaban en Toledo aque la madre Teresa rematase allí sufundación para conducirla a Pastrana,donde por fin llegó a fines de ese mes,tras un breve paso por mi nueva capital,Madrid, que ya había crecido hasta lacifra de treinta y cinco mil almas. Allírecibí, por medio de mi hermana Juana,un mensaje de la santa viajera, con estasmisteriosas palabras: «Me ha dicho el

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Señor: Teresa, di al Rey que se acuerdedel Rey Saúl». Mi confesor meinterpretaba que tal vez la madre sequería referir a mi desvío por mihermano Juan, empeñado entonces en laguerra contra los moriscos, contra quienya empezaba a destilar veneno AntonioPérez; por ello no llamé a la madreaunque me pregunté muchas veces: ¿Novería yo a esa mujer? Pero AntonioPérez no influía aún demasiado sobremí, y además traté de colmar los deseosde honra y ayuda que mi hermano meexponía, aunque no le concedí elprivilegio de silla y cortina que mereclamaba. Pensé que no estabaalimentando el resentimiento de un

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David a mi lado, y no me equivocaba.Sin verme, pues, llegó a Pastrana la

madre Teresa por no seguir recibiendolas cartas apremiantes con que Ana,invocando mi nombre, le instaba a talfundación, y a las pocas horas ya sehabía arrepentido. Toda su infinitapaciencia fue necesaria para aguantarlos caprichos y las imposiciones de laprincesa de Éboli, que pretendía atraer ala madre al partido de su marido,cuando ella se mostraba exquisitamenteneutral entre Éboli y Alba, porque sucausa no era de este mundo. Ana pidióentonces, con la insistencia que lacaracterizaba, el Libro de su vida que lamadre Teresa llevaba consigo; y luego

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lo dio a los criados, que hicieron burla,con risotadas, de lo que su amallamaba embelecos y visiones. En fin,que la madre fundó en Pastrana, y alcabo de mes y medio pudo marcharse,sin demasiada esperanza sobre elporvenir de aquella casa. Hubo devolver allí en el año 70, para apaciguaruna revuelta de los frailes descalzos,pero la princesa la sorprendió con unaextraña visita, la ermitaña Catalina deCardona, que vestía hábitos de fraile ytuvo allí en Pastrana una visión sobrenuestra victoria de Lepanto en la mismamañana en que sucedía, de lo que laprincesa me dio inmediatamente cuenta.Las visiones de la madre Teresa eran de

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otra luz, y cuando consiguió marcharsede Pastrana empezó a prepararlo todopara librar a sus monjas de la terribleduquesa.

En éstas murió Ruy Gómez de Silvaen el verano del 73 y su viuda sintió talarrebato que se presentó después de losfunerales en Pastrana con la pretensiónde hacerse monja carmelita. Las pobresmonjas no se pudieron negar y toda laCorte no paraba de reír cuando supieronlos desmanes que la princesa perpetrabaen el convento, donde pretendiódirigirlo y mangonearlo todo. Unmensaje de la priora a la madre Teresalo decía mejor que nadie: La princesamonja: doy la casa por deshecha. Ana

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suprimió la clausura. Exigió cuatrocriadas. Vejaba a las monjas. Reveló enoctubre del 73 que estaba preñada decinco meses, donosa noticia para unconvento de carmelitas descalzas. Tuveque intervenir ante el escándalo, apetición de la madre Teresa; y medianteun acuerdo de mi consejo ordené a laprincesa que abandonase el convento.Poco después la madre Teresa envió denoche a un grupo de frailes descalzoscon buen tren de mulas, que sinadvertirlo Ana rescataron a las monjas ylas condujeron a otros conventosseguros. Al levantarse, la princesa enviógente armada para devolverlas a sufundación pero no las pudieron haber.

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Toda la Corte, y toda España, celebróeste ridículo de la princesa de Éboli,que desde entonces no recataba su odiopor la santa madre fundadora. Pero Anarespondió a la general rechifla con unasimprudentes palabras: ella podía más ysabía más que nunca. Agostada su furiamística, interrumpida su serie continuade maternidades, ya solamente viviópara el poder. Y el poder tenía para ellaentonces un solo nombre en España:Antonio Pérez.

En 1576, cuando se había aquietadoel escándalo de Pastrana, la princesa deAbolí, con mi licencia, volvió a laCorte, y se instaló en su palacio próximoal Alcázar, no lejos de la casa de

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Puñonrostro donde vivía Pérez cuandono estaba en «La Casilla». Volviócuando su padre, el anciano príncipe deMélito, encontró la muerte en susardientes efusiones de amor con sujoven esposa, doña Magdalena deAragón, a la que hizo un heredero con elfin primordial de quitarle a su hija Ana,a la que aborrecía, el mayorazgo. El hijomurió, y Ana supo la noticia por unbillete de Antonio Pérez en que lafelicitaba, después de ofrecer unasespléndidas albricias al confidente quese la había comunicado. Supeinmediatamente todas estascuriosidades, que revelaban unaextraordinaria intimidad y alianza entre

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Pérez y la princesa; quienes, en efecto,se hicieron primero amicísimos y prontoamantes en cuanto ella vino tras lamuerte de su padre a hacerse cargo de laherencia y a instalarse en Madrid. Ya enel año siguiente, 1577, el secretario demi hermano Juan de Austria, Escobedo,vino a Madrid para recabar ayudaurgente y como se había educado en lacasa de Ruy Gómez tuvo accesopermanente al palacio de la princesa.Amigo de Antonio Pérez durante muchosaños, no pasó demasiado tiempo sin queprimero sospechase, y luego reuniesepruebas de que Ana y Pérez se entendíandemasiado. Una vez les sorprendiócuando, sin advertir su presencia,

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trataban del envío a Italia de ciertospapeles de Estado a mis espaldas. Otranoche, cuando vino a casa de la princesacon una carta de su amo Juan de Austria,la encontró en la cama con AntonioPérez. Entonces cometió un errorinconcebible: en vez de contarme todo,o escribírselo a mi hermano, prefirióamenazarles con revelarme tanescabrosa y traidora intimidad. Reiteródespués la amenaza y el silencio:firmaba con ello su sentencia de muerte.

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LA EJECUCIÓN DEL«VERDINEGRO»

Combinaron, pues, Antonio Pérez yAna de Mendoza su información y susinfluencias, que eran muchas, paraperder a Juan de Escobedo al versedescubiertos por éste, cuando lesamenazó con delatarles en vez dehacerlo inmediatamente; y es que elprincipal colaborador en la ejecución deEscobedo fue Escobedo mismo, por suambición y su imprudencia, quedesbordaban por todas partes su lealtada mi hermano; y porque, criado en laprivanza de Ruy Gómez, de quien había

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sido secretario predilecto muy porencima de Antonio Pérez, pretendiójugar a dos barajas y aprovechar en sufavor, y tal vez en favor de mi hermano,su familiaridad de toda la vida con Anay con Antonio Pérez. Provenía Juan deEscobedo de una familia hidalga deSantander, y se hizo nombrar alcaide delcastillo de San Felipe, defensa principalde aquel puerto de Castilla, y de lasCasas Reales, para mantener suinfluencia en su solar; alardeaba de esainfluencia y llegó a decir, y sobre todo aescribir, que todo lo escribía, que poraquel portillo entraría alguna vez suamo don Juan para ser rey de España,lo cual jamás pasó por las mientes a mi

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hermano, por más que Antonio Pérez melo comunicó como ensueño de mihermano y no alucinación de Escobedo,a quien por su carácter, endiablado yaltanero, subido de bilis, llamábamosAna, Pérez y yo en nuestros billetesreservados el Verdinegro.

Durante el verano de 1576 mihermano, como creo ya he recordado,paró una temporada en Madrid paraconcretar conmigo su mando y gobiernoen Flandes y su arriesgada empresa deEscocia, que le tenía poseída el alma, yse hospedó con este motivo en «LaCasilla» de Antonio Pérez, con granenvidia de la Corte. Entonces concibiómi hermano la idea de formar en Madrid

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un partido suyo, que Escobedo gestionóen sus viajes, alentado por Pérez, quienluego me venía a mí con el cuento paradesacreditar a don Juan. Otra de lascalumnias que me vertía lentamentePérez, como veneno, eran los tratos demi hermano con los pretendientescatólicos de Francia, los Guisa, que enrealidad, como supe después, seredujeron a contactos militaresnecesarios para combinar las campañasdel norte. En febrero del 77 AntonioPérez me enseñó con muchos misterios yaspavientos una imprudentísima carta deEscobedo, que ya había vuelto junto a suamo, en la que, a propósito de la malasalud de mi heredero, sugería «que el

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Rey tuviera en quien descargar; y quehabiendo visto con la sagacidad,prudencia y cordura con que Su Alteza—don Juan— gobierna estos negocios,parece que es sujeto en quien cabe estelugar; y que como dice la Escritura,fue Dios servido por su cristiandad dedársele (al Rey) para báculo de suvejez». A los pocos días don Juan, queparecía en esto secretario de Escobedo,repetía las mismas expresiones a Pérez yle encomendaba cariños para la quellamaba mi Tuerta. Don Juan se ofrecíade verdad como ayuda generosa en mistrabajos; Escobedo pretendía aliarse conPérez para jubilarme, y de momento mellamaba viejo cuando yo no había

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cumplido todavía cincuenta años y habíademostrado mi renovada capacidad deengendrar. A Pérez no le costó muchotrabajo convencerme de que don Juan ysu secretario conspiraban contra mí.

En éstas Juan de Escobedo volvió—para no regresar ya junto a su señor—a Madrid en la primavera del 77, con elfin de gestionar conmigo la reanudaciónde las hostilidades en Flandes ante lainsolencia de los rebeldes. Movido yconvencido por Antonio Pérez entretuvea Escobedo durante todo aquel verano,con lo que pudo dedicarse a la intrigapolítica dentro de lo que él creía alianzacon Pérez, y juntos los dos quemaron suspapeles más comprometidos del uno

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para el otro, aunque mi secretario sequedaba con copia fehaciente de cuantofingía destruir. Fue entonces cuandosorprendió a los amantes y amenazó condenunciarlos; mientras, en vez dedirigirse a mí, osaba enviarmememoriales que rozaban la grosería, porlo que Antonio Pérez y yo leconfirmamos el apodo del Verdinegro.Se permitió, además, cortejarabiertamente a doña Brianda deGuzmán, dama de la Corte que era mujerdel castellano de Milán, Sancho dePadilla, y amiga de Ana, que me hacíallegar con todo detalle semejante desliz.Con esto llegaron noticias a Madrid,antes que acabase febrero del 78, sobre

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la gran victoria que mi hermano Juanobtuvo en Gembloux al frente de losTercios contra los rebeldes de Flandes,y Pérez acertó a volverme de nuevo elgozo en sospecha, por decirme que silogran extirpar la rebelión de Flandes elpoder de don Juan se haría irresistible,lo que corroboraba con nuevasimprudencias de Escobedo. Fueentonces cuando, tras madurameditación, consentí en la muerteviolenta del secretario.

Mi confesor, el dominico Chaves,perfectamente informado por mí y por elmarqués de los Vélez de todas lascircunstancias del asunto, me comunicóante Dios vivo que «graves teólogos

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católicos, doctos y píos, enseñaban queel Rey, aun no siendo, como no lo es,dueño absoluto de vidas y haciendas desus súbditos, podría, en calidad de juezsupremo, dispensar de los trámiteshumano-civiles de los tribunales dejusticia, y con carácter grave,sentenciar privadamente, condenandoa muerte a aquellos súbditos queconozca con certeza ser reos decrímenes merecedores de ella».Reunida secretamente mi junta deteólogos, se declararon por unanimidadfavorables a esta doctrina común, quepor entonces aplicaban todos los reyesde Europa, y que yo mismo habíautilizado en la ejecución del traidor

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Montigny cuando tuve por demostradossus tratos con Francia. No tengo, portanto, nada que achacar a mi concienciapor la ejecución de Escobedo; sí tengoque arrepentirme de mi credulidad,porque fui, para autorizarla, vilmenteengañado por Antonio Pérez, por laprincesa de Éboli y por el marqués delos Vélez.

Así aprobé, en presencia del de losVélez, la propuesta que me hizo AntonioPérez para eliminar a Juan de Escobedopor el procedimiento del bocadillo, queél consideraba seguro ante laexperiencia de uno de sus criados enItalia. Pérez encargó la operación a susecretario Diego Martínez, aragonés que

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reclutó a un grupo de matones dispuestosa todo por dinero y un salvoconductoque les condujera a Italia, donde se lesgarantizó un empleo en el ejército. Unode ellos era otro aragonés, AntonioEnríquez, un jaque rubicundo a quienapodaban el Ángel Custodio, querecibió de Martínez una lista de venenoscon la que salió para la huerta deMurcia, famosa por sus hierbas letalesque luego destiló y mezcló en Madrid untal Muñoz, boticario de Molina. Quedópreparado el tósigo para los carnavales,y lo probaron en un gallo que no murió.Descartaron las hierbas murcianas ypoco después trataron de envenenar aEscobedo con una nueva fórmula durante

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una cena en «La Casilla». AntonioPérez, según me relató, comprobó lapreparación de la copa para Escobedoal salir de la estancia con excusa demear pero tras ingerirlo, el asícondenado no pareció ni enterarse. Unosdías después se repitió el intento, ahorapor la vía segura del arsénico, en la casade Antonio Pérez, plaza del Cordón.Escobedo se sintió mal pero vomitó y aldía siguiente despertó con perfectasalud. Se puso realmente muy mal latercera vez, cuando le hicieron ingeriren el vino polvos de solimán, por lo quese detuvo y ahorcó a una esclavamorisca que nada tuvo que ver en elasunto. Con esto quedó descartado el

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veneno, al que Escobedo parecíainmune, y nuevamente hube de acceder aque se le acabase de una estocada. Yotenía tan serena mi conciencia por haberdecretado secretamente la ejecución queno me importó declararlo en el posteriorproceso de Antonio Pérez: «Sabe muybien la noticia que yo tengo de haberhecho él matar a Escobedo, y lascausas que me dijo había para ello»,dije entonces a los jueces por escrito. Ylos jueces entonces «exigieron a Pérezque declarase las causas que habíanhabido para que Su Majestad diese suconsentimiento a la muerte delsecretario Escobedo». Insisto en que,nadie se extrañó de mi decisión; la

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regente de Francia Catalina de Médicishabía consentido en la noche de sanBartolomé, en la ejecución de Gaspar deColigny; el rey Enrique Darnley deEscocia, marido de María Estuardo,mató por su mano a David Rizzio poracusaciones de adulterio, y luegoBothwell y la propia María decidieronla eliminación de Darnley. Sobre lasmuertes que impusieron a sus consejosmi esposa María y mi cuñada Isabel deInglaterra no hay ahora que añadir nadamás, así como las que a diarioordenaban los príncipes de Italia, muchomás expertos que mis hombres en el usodel tósigo.

Una vez que se prescindió del

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bocadillo, el secretario de AntonioPérez envió a Barcelona por unaballesta chica, capaz de hacer, disparadade cerca, un hueco en el pecho por elque podría introducirse un arcabuz.Vinieron con la ballesta el mismo día enque ahorcaban a la criada morisca y elpropio Pérez dio instrucciones al grupode sayones que se encargarían de laejecución, entre los que destacaba unvasco muy hábil en el manejo de laespada, Insausti. Todo arreglado yconvenido, Pérez se fue hasta Alcalá deHenares a esperar noticias y procurarseuna buena excusa cuando se conociera lamuerte. Anochecía el lunes de Pascua,31 de marzo del 78. Escobedo salió

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para visitar a la princesa de Éboli, quecreyó advertir una lumbre de sospechaen sus ojos, y de allí a casa de suquerida doña Brianda, que estabapróxima.

Todo aquel barrio a mediodía delAlcázar parece girar en torno a laiglesia de Santa María, sobre la que sellega de todas partes. A las nueve de lanoche, que ya cerraba, Escobedo salióde doña Brianda, montó a caballo ymarchó al paso precedido por una breveescolta con antorchas. Los tres valientesatacaron al corto grupo, y tal vez loscriados de Escobedo estaban tocadospor Enríquez porque huyeron sin resistir.Junto a los muros de Santa María el

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vasco Insausti le atravesó con la espadade parte a parte, sobre el mismocorazón. Murió con los ojossaltándosele de la sorpresa, y allí leabandonaron los asesinos, a los que lesfue facilitada la huida hasta Italia, trasmantenerles, con mi conocimiento yburla de la justicia, ocultos en la Corte.

Esa misma noche Antonio Pérez,avisado con urgencia, regresaba aMadrid y desde casa de la princesa deÉboli me envió de madrugada un billeteen que me daba cuenta de la ejecución.Pero tres horas antes ya me habíaenterado de todo por otro billete deMateo Vázquez, que me amplió micaballerizo don Diego de Córdoba

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recién venido del lugar de los hechos.Engañado como estaba, la ejecución dela secreta sentencia no me displació. Yentonces empezó un duelo a muerte entremis dos secretarios, Antonio Pérez yMateo Vázquez, que desde el primermomento sospechó la verdad y lascausas de la instigación de Pérez sobremí.

Caída y prisión de Pérez y la Éboli

En una carta casi desesperada, mihermano Juan de Austria me reclamabajusticia por el asesinato de su secretario.Pronto le empezaron a fallar a Pérez sus

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seguridades. Murió en mi desgracia,camino de su palacio del Almanzora yrecién destituido por mí, el principalvaledor de Pérez, marqués de los Vélez.Ese mismo verano su astrólogo Pedro dela Hera le vendió, por insistencia de loshijos de Escobedo, y denunció a suseñor ante la justicia. La viuda deEscobedo logró de mí una audiencia enla que acusó muy firmemente a AntonioPérez y a la princesa de Éboli deasesinar a su marido. Al poco tiempomurió junto a Namur mi hermano Juan,seguramente de frustración y de pena, yal repasar sus papeles comprendí —como dije— toda la enormidad de miequivocación, y toda la maldad de Pérez

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y de Ana que me habían envuelto en loque ya miraba no como una ejecución,sino como un crimen. Como escribí —aquí tengo el papel— al margen de unaconsulta de Castilla, el 20 de septiembrede 1590, todas las cosas que Pérez diceen su traición, dependen de las que medecía a mí, tan ajenas a la verdad,aunque con las cartas de mi hermanoque descifraba tan falsamente que melas hacía creer, con lo que respondía yoalgunas veces conforme con lo que meengañaba. A fines de ese mismo año lascosas se precipitaron. Mateo Vázquezacusó formalmente a Antonio Pérez dehaber asesinado a Juan de Escobedo yme pidió por mi conciencia y honor que

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arrestase a quien por diez años habíasido mi secretario principal. Comomostré ciertas vacilaciones, MateoVázquez, apoyado ya por el partido deAlba que conocía toda la situación,abandonó la Corte en silenciosaprotesta. Entonces, por temor a que,como había dejado escapar la princesade Éboli, Pérez me traicionara ypublicase los documentos máscomprometedores de mi reinado, cuyascopias tenía a buen recaudo donde jamássupimos, le ofrecí insistentemente miembajada en la República de Venecia, oaquella que más le gustase. Seguro desus secretos, incapaz de comprender quehabía perdido ya mi gracia para

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siempre, se negó en redondo ycontinuaba despachando conmigo comosi tal cosa. Yo ya le odiaba; más que porlo que me había hecho, porquecomprendí que me hallaba en medio desus redes.

Mateo Vázquez era la contrafigurade Antonio Pérez. Bajo, frugal,rechoncho, casto, enfundado siempre ensu traje talar medio gastado, no habíaolvidado su infancia en Argel, dondenació de madre cristiana cautiva y porello le apodaban el Moro. Había hechosu carrera en casa del cardenalEspinosa, y se adscribió al partido durodel duque de Alba. Le escogí comosecretario de Estado junto a Pérez en

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este año aciago en que murieronEscobedo y don Juan y le mantuve hastasu muerte en el 91. Él me ofreció laspruebas de que Pérez y su amantevendían en Italia secretos de Estado, yademás hacían pechería, y almoneda,en Madrid, de las mercedes regias,como una sociedad mercantil de lacorrupción. Pérez se había vinculadocon la casa bancaria genovesa de losSpínola, que operaba en todos misreinos. También me presentó Vázquezlas pruebas de que Pérez manteníacontactos traidores con los rebeldes deFlandes y con el Papa, por dinero.Cuando mi confesor Chaves conociótodos estos detalles quedó aterrado, y

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me enfrentó con mi conciencia comocómplice, aunque engañado einvoluntario, de un crimen. Pero en elverano del 78 había muerto en su locaaventura africana el rey don Sebastiánde Portugal, y yo hice valer desde elprimer momento mis derechos sobreaquel reino, que creía seguros yfundados. Hasta entonces el temor a quePérez y Ana revelasen sus secretoscontuvo mi ira creciente; pero cuandoVázquez me probó que con sus malasartes estaban interfiriendo en misproyectos sobre Portugal, mi pacienciase colmó y decidí que ya no podíaconvivir con la indignidad por mástiempo, al precio que fuere. En efecto,

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los traidores amantes tramaban la bodade un hijo de la princesa con una hija delos duques de Braganza, remotospretendientes al trono de Lisboa, con elsecreto designio de favorecer sucandidatura contra la mía, y entretantovendían a los Braganza mis planessecretos sobre Portugal. Entonces decidíromper el juego y ordené al cardenalGranvela, que estaba sin ocupaciónespecial en Roma, que se presentara conurgencia en Madrid para tomar lasriendas del gobierno, por encima de losdos partidos que se lo disputaban. Alventear mi decisión, Antonio Pérezfingió retirarse por ver si yo mealarmaba, pero me mantuve como de

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hielo, por lo que quedó totalmentedesconcertado. Y en la Semana Santa miinfiel secretario se encerró con laprincesa de Éboli en el palacio dePastrana, desde donde solicitó vermepara un último y desesperado intento.Por primera vez en once años me neguéa recibirle y le reprendí en durísimacarta sus indiscreciones, sin aludirtodavía a sus traiciones para noprovocar su huida. Ya era el mes dejunio cuando Ana de Mendoza,despechada por el desvío que yo lesmostraba a ella y a su amante, se atrevióa dirigirme una dura misiva que yoguardé como prueba de cargo contraella. El día de Santiago ofrecí por

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última vez a Antonio Pérez la embajadaen Venecia, que volvió a rechazar;definitivamente había medido mal susfuerzas contra mí. Como presagio decuanto iba a suceder, al día siguientecayó sobre toda Castilla una espantosatormenta de agua y granizo, que produjoinnumerables muertes de hombres yanimales, y desbordó los ríos y lasramblas. Para encontrar fuerzas en midecisión, ya tomada, esa mañana confeséy comulgué en la capilla del Alcázar. El28 de julio, por la tarde, llegó a Madridel cardenal Granvela, mi nuevo ministrouniversal, y sin apenas poderse cambiarle llamé a mi presencia. Oyó misinstrucciones y las cumplimentó

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inmediatamente. Esa misma noche, sobrela hora en que había muerto Escobedo,dos destacamentos de mi guardiadetuvieron en sus palacios, de donde nose habían atrevido a salir, a AntonioPérez y a Ana de Mendoza. El secretarioquedó retenido allí mismo, en la plazadel Cordón, con centinelas a la puertaprincipal y la excusada; la princesa deÉboli, presa en Pastrana, fue llevada pormis soldados a la torre de Pinto que leiba a servir de cárcel. En su informe, elcapitán que la condujo expresaba suasombro por la indignación y laintemperancia de la princesa, que tratóde seducirle sin el menor éxito. Conestos dos terribles enemigos a buen

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recaudo quedó restablecida la justicia,aunque tardíamente para Escobedo y suamo don Juan, y yo quedé libre paradedicarme con el alma y la vida a lagran empresa de Portugal.

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FARNESIO Y LASALVACIÓN DE BÉLGICA

Desde el verano del 78, al moriralocadamente el rey don Sebastián dePortugal en medio de su ensueñoafricano, yo no tenía ojos ni corazón másque para aquel reino, que deseaba hacermío para completar así el designioespañol de mis bisabuelos los ReyesCatólicos y de mi padre el Emperador.Pero, en tregua virtual primero y luegoformal con el Turco, y retenida demomento por su prudencia congénita laagresividad de Isabel de Inglaterra, miúnica preocupación importante era

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Flandes, porque la noche de sanBartolomé había descabezado la herejíaen Francia por unos años, como no lareintrodujeran con sus ambiciones eintrigas el duque de Anjou y luegoEnrique de Borbón, príncipe de Navarray pretendiente cada vez más descaradoal trono de Francia. Menos mal que bienpronto pude dedicarme con relativososiego al asunto de Portugal, que meobsesionaba, gracias a uno de losgrandes aciertos de mi vida; elnombramiento, a la muerte de mihermano don Juan, de AlejandroFarnesio, príncipe de Parma y misobrino, como gobernador y general enjefe de los Estados Bajos.

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Él era de aquella tierra, y la conocíamejor que nadie, tras vivir por tantosaños en ella. Me era fidelísimo, porqueespejaba la lealtad de su amigo,compañero y tío Juan de Austria.Cuando llegó para tomar el mando delos Tercios y las tropas leales sólo eradueño del terreno que pisaba, pero yadije que supo aprovechar felizmente enservicio de España la oleada desimpatía por don Juan de Austria que sesuscitó en aquellas tierras al conocersesu prematura e injusta muerte encampaña. Era bien sabedor de que aquelterritorio no tenía ya un alma sino dos;divididas por la religión, la lengua y lafidelidad a España y a mí. Al norte, las

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Provincias Unidas, Holanda, noparecían ya recuperables, por la fuerzade su unión, el apoyo de Inglaterra y sunueva potencia naval militar, que nosempezaba a amenazar en los siete maresy comprometía nuestras rutas del Caribey las de Portugal en Oriente. Al sur, lasprovincias y ciudades de mayoríacatólica, lengua romance y másinclinadas a Francia que a Alemania: losbelgas de Julio César. Farnesio, con altosentido político y real, decidió ganarse aBélgica para defenderse de Holanda; yde esta forma infundió a los estados delsur un alma de nación que ya alentabavigorosamente en el norte. Si algún díasurge allí un reino de Bélgica junto a los

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estados de Holanda, a Farnesio, bajo mipatrocinio, se lo deberá principalmente.

Esta profunda división, que meparece definitiva, aunque no piensojamás renunciar formalmente en vida ala unidad de aquellos territorios, sematerializó en las dos agrupacionespolíticas que se formaron a poco detomar Alejandro Farnesio posesión desu gobierno: La Convención de Arras,creada por las ciudades de Bélgica paradefender la fe y la Corona; y la Unión deUtrecht, que reunía a los estados delnorte bajo la dirección del príncipeGuillermo de Orange.

Alejandro Farnesio era entonces elmejor general de Europa, junto al duque

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de Alba. No era solamente un táctico deprimer orden sino un asombrosoestratega, que preparaba sus campañasdentro de un diseño general de susobjetivos a diverso plazo. Su proyecto,que ejecutó puntualmente en los añossucesivos, consistía en introducirprimero una cuña entre Holanda yAlemania, para evitar los suministros yayudas directas de los príncipesprotestantes a Guillermo de Orange, ypara mantener a la defensiva a lasciudades holandesas. Luego, en unsegundo movimiento, trataría de avanzarhacia la costa, recuperar las grandesciudades del sur caídas en poder delenemigo, ante todo Bruselas y Amberes;

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para revolverse luego sobre la costa deFlandes, y privar así de la ayuda inglesaa los focos rebeldes que quedasen en elsur. Este plan lo realizó Farnesio puntopor punto, como una máquina, en la quecobró por primera vez en la historiamilitar después de Roma una especialimportancia el cuerpo de zapadores eingenieros, con los que consiguióverdaderos milagros.

De acuerdo con este designio,dispuso en primer lugar el cerco de ladecisiva plaza de Maastricht, que cayótras durísimos esfuerzos. Al comprobarel peligro, Guillermo de Orange pidióayuda a Isabel de Inglaterra, que fuepreparando el envío de un ejército al

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mando del conde de Leicester, peronuestro gobernador maniobró con sumahabilidad y desconcertó completamenteal enemigo. Tomó la plaza de Tournai, yno se inmutó cuando Guillermo deOrange decidió el nombramiento delduque de Anjou como conde de Flandesy duque de Brabante para atraerse elapoyo de los hugonotes franceses que yaquerían levantar cabeza. Al frente de losTercios y de las demás tropas leales, elpríncipe de Parma recupero su capital,Bruselas, y luego el puerto deDunkerque. Con su causa virtualmenteperdida en el sur, tanto el nuevopretendiente francés a los Estados Bajoscomo el architraidor Guillermo de

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Orange murieron en el verano del 84.Orange había difundido por toda Europadesde la sesión de los EstadosGenerales en 1581 su repugnanteApología, que como pronto supe no sedebía a su mal cortada pluma, sino alservilismo y el espíritu calumniador desu capellán, el libelista hugonoteHuberto Languet. Todos mis enemigosrepiten desde entonces sus engañoscomo si se tratase del quinto evangelio.Orange murió violentamente pero ni yoni mis consejeros tramamos sudesaparición, por más que estuvierajustificadísima.

Farnesio había hecho posible, con suacertada estrategia, mi gran victoria de

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Portugal, que luego relataré. Justo fueque recibiera a los Tercios de aquellacampaña, llenos de fama y entusiasmo,para su mayor empresa militar, con laque pensaba cumplir todos sus objetivosen Flandes: la reconquista de Amberes,fortísimamente defendida por elenemigo, a las órdenes de uno de losprecursores de la rebeldía, FelipeMarnix de Sainte Aldegonde. Loszapadores de Farnesio construyeron unenorme puente de casi dos mil pies, amedia milla aguas abajo del Escalda, ylo defendieron con dos castillosinexpugnables a cada orilla. Contra elpuente de barcazas se estrellaron losbarcos y los brulotes que enviaban los

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holandeses para socorrer a la ciudad,aunque hubo que taponar por dos vecesuna efímera brecha en tan gigantescaobra, que ahogó a la plaza rebelde. El27 de agosto de 1585, tras nueve mesesde asedio implacable, los Terciosentraron en Amberes; es otra de lasfechas clave de mi reinado. Allí sehabía coronado el duque de Anjou comoduque de Brabante y allí habíaanunciado su compromiso con la reinaIsabel de Inglaterra.

Entonces fue cuando Isabel secomprometió a ayudar a los rebeldes delos Países Bajos hasta el fin. Envió aHolanda un poderoso cuerpo de seis milinfantes y mil caballos a las órdenes de

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su favorito el conde de Leicester.Encargó al corsario Francis Drake que,con una flota de veinticinco barcos,hostilizase a nuestras rutas y plazas deIndias. Recibí estas graves noticiassobre la enemistad activa de Inglaterracuando me hallaba en Aragón conmotivo de la boda de mi hija, CatalinaMicaela, con el duque de Saboya.

Pero el caballerizo de mi antiguacuñada Isabel no era rival paraAlejandro Farnesio, que en octubre del86 conseguía derrotar a Leicester entoda la línea y arrojar al mar al cuerpoinglés con su flamante jefe, que tambiénhabía soñado con una corona enFlandes. En la campaña siguiente

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Farnesio, asegurados sus objetivos,tomó el puerto de La Esclusa y sepreparó para colaborar, según misdetalladas instrucciones, en el granproyecto de la Armada Invencible.

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LA CORONA DEPORTUGAL

Portugal, jamás gocé tanto unavictoria; jamás deseé así a una Corona,yo que tenía la de España e Indias yposeí, sin dejar de ser un extraño, la deInglaterra. Entre mis títulos está elefectivo de Rey de Nápoles y Sicilia, yel simbólico de Jerusalén, que mepareció realizable después de Lepanto,hasta que me atacaron por la espalda losreinos cristianos. Pero desde el 16 deabril de 1581 soy Rey de Portugal, ycumplo los más ardientes deseos de misdos Casas, la de Austria y la de España,

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que desde cinco generaciones atráshabían volcado su sangre en esaesperanza.

Yo dije mis primeras palabras enportugués, leo y hablo esa hermosalengua universal como el castellano. Mimadre y mi primera esposa fueronprincesas de Portugal antes que reinasde España. Quise acompañar a miejército a la campaña de Portugal, loque no hacía desde los comienzos de mireinado en San Quintín, porque enPortugal no me sentí jamás un extraño;porque iba a mi tierra y a mi lengua y ami casa y a mi horizonte, y al quedespués de Lepanto era, antes que elpropio Mediterráneo, mi mar. Yo

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necesitaba a Portugal; tanto comoPortugal, como bien comprendieron susnobles y sus comerciantes —en contrade su pueblo— me necesitaba a mí. Loscorsarios y las flotas de Inglaterra y deHolanda no distinguían para sus rapiñasen Indias y en Oriente entre portuguesesy españoles; y ante el enormecrecimiento de los gastos necesariospara la guerra, Portugal y España, consus imperios y sus fuerzas navalescombinadas, podrían anular cualquieramenaza. Los intereses de España yPortugal no eran concurrentes sinocomplementarios; aunque el pueblo, muyapegado a su dinastía de Avis, pensabacon el corazón más que con la cabeza y

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mantenía, como por un sexto sentidohistórico y político, su hostilidad contraEspaña y su inclinación por Inglaterra,su perenne aliada.

Sobre algunas de estas cosas eintereses comunes hablé con mi sobrinoel rey don Sebastián, un mozo impetuosoe imprudente, que celosísimo de migloria de Lepanto —como me confesócon su característica ingenuidad ynobleza— pretendió revivir en tierra deinfieles las hazañas de su antepasadoAlfonso el Africano y quiso establecerun amplio territorio de obedienciaportuguesa en Marruecos, sincontentarse con los fuertes y factorías dePortugal en aquellas costas infieles.

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Hablamos largamente en el 76 sobre tanaltos ideales, que no parecían meditadosproyectos, durante nuestra entrevista enel monasterio de Guadalupe, tras de locual hube de comentar con uno de misconsejeros: «Vaya enhorabuena, que sivenciera buen reino tendremos y sifuera vencido buen reino nos vendrá».Yo conocía perfectamente a miimpulsivo sobrino portugués, por lasconfidencias de su madre, mi hermanamenor la reina Juana, que se ahogaba enaquella Corte y, siendo muy niño su hijo,se vino a vivir a la nuestra. Ni por suscondiciones físicas ni por sudesequilibrio podría terminar bien eseardiente mancebo, que sin medir sus

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fuerzas ni menos las del poderosoenemigo africano, buscó y halló lamuerte, con lo más florido de sunobleza, en la batalla de Alcazarquivir,dos años después de nuestra entrevista,el 4 de agosto de 1578. Le sucedió en eltrono el último príncipe legitimo de laCasa de Avis, que había hecho lagrandeza y la gloria de Portugal: elcardenal don Enrique, anciano de 67años, achacoso, sin posibilidad algunade obtener descendencia, y cuya muerteno podía estar lejana. Yo recibí en SanLorenzo de El Escorial la noticia sobrela derrota y muerte de mi sobrino el 13de agosto; y esta vez nadie me pudoacusar de dilación ni vacilación. Lo

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tenía ya todo bien meditado, me trasladéinmediatamente a Madrid, reuní a misconsejeros y preparamos la campañapolítica y la militar, sobre todo cuando alos pocos días nos llegaron nuevasnoticias de Lisboa, según las cuales elpobre cardenal-rey experimentó ataquesmás intensos de su habitual epilepsiadesde que se vio forzado, muy a supesar, a la aceptación de la Corona.

Mientras estudiábamos la situacióncon rigor y con prisa, mis agentes enPortugal, dirigidos por el más leal demis servidores en aquella tierra, donCristóbal de Moura, se ganaban a lamayoría de los estamentosprivilegiados, la nobleza y el clero, en

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las Cortes de Almeirim, y luego a tresde los cinco miembros del Consejo deRegencia, que gobernaban prácticamentetodo en nombre del anciano donEnrique. El oro de Indias cambiómuchas lealtades, y don Cristóbal deMoura poseía —con mi endoso— cartasilimitadas de crédito entre los banquerosgenoveses de Lisboa, bien conectadoscon los de Sevilla. Desde este momentoactuó para apoyar mis pretensiones congran diligencia y generosidad el duquede Medina Sidonia, yerno de la princesade Éboli, que además comprendióperfectamente las razones que lecomuniqué para el prendimiento yprisión de su suegra, de lo que por

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cierto no dio excesivas muestras depesar. Yo sabía que el duque era elprimer experto de Europa en la captura ysalazón de los atunes, que luego vendíacon notable provecho; pero ahoracomprobé con satisfacción sus dotespolíticas y su capacidad de organizaciónpara mi servicio diplomático y militaren la empresa de Portugal.

Sin embargo el pueblo portuguésseguía apegado a su dinastía, recelabade los españoles y se declarabafavorable a la sucesión bastarda, en lapersona de don Antonio, prior de Crato,hijo ilegitimo de don Luis, que a su vezera también hijo ilegítimo de donManuel el Afortunado y Violante

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Gomes, esa judía bellísima a quienapodaron la Pelícana. Don Antonio,pese a su doble ilegitimidad, había sidoaceptado como personaje principal en lacorte de mi sobrino don Sebastián, aquien acompañó en su loca aventura deÁfrica. Por indicación mía fue liberadode la prisión, tras la derrota, por elduque de Medina Sidonia, pero conorden de retenerle en España sin dejarlepasar a Portugal, donde muchos seagitaban en su favor. Surgieron otroscandidatos, entre los que sólo teníafuerza la duquesa de Braganza, Catalina,hija de don Duarte y nieta de donManuel, mi abuelo; por eso encerré aAntonio Pérez y a la princesa de Éboli

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que trataban de soliviantar a los duquesde Braganza contra mí. Los demáspretendientes sólo querían utilizar sucandidatura como una baza política ensus tratos conmigo, y nunca pensaronacceder realmente al trono de Portugal:Alberto Ranuccio de Parma, ManuelFiliberto de Saboya y la regente deFrancia Catalina de Médicis. En elfondo, nadie dudaba de que misderechos superaban a los de todos losdemás: yo era hermano de Juana, lamadre del último rey don Sebastián; ymi madre, Isabel la emperatriz, era hijadel gran rey don Manuel, el Afortunado.Era imposible enfrentarse conmigodesde una doble bastardía, y tanto la

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Iglesia como la nobleza y losmercaderes de Portugal locomprendieron así desde el primermomento. Sobre todo cuando empleétodo mi poder y mis recursos pararescatar generosamente a losochocientos nobles cautivos en Áfricatras la derrota de Alcazarquivir, entreellos a dos posibles rivales, Crato yBraganza.

Los acontecimientos se precipitaron,de acuerdo con mis previsiones. Enenero de 1580 el cardenal-rey donEnrique convocó a las Cortes dePortugal para decidir su sucesión envida, y tanto él como las Cortes parecíaninclinarse claramente en mi favor; pero

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antes de que la decisión se tomasefalleció el buen anciano el 31 de enerode ese año. Entonces, mientras donCristóbal de Moura removía desdeLisboa a mis partidarios que cada díaengrosaban, ordené la movilización deun ejército en Castilla para respaldarpor la fuerza mis derechos indudables ymi deseo, que ya se desbordaba, poraquella Corona. Dispuse, para asegurarla campaña y evitar con nuestra rapidezcualquier injerencia extranjera, lapreparación de tres cuerpos: uno enGalicia, al mando del conde deBenavente; otro en Huelva, de cuyoreclutamiento, preparación y mando seencargó el duque de Medina Sidonia, y

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el cuerpo principal, al que yo pensabaacompañar, irrumpiría por Extremaduraa las órdenes del duque de Alba, quetendría, además, el mando de todo elconjunto. Don Fernando Álvarez deToledo seguía recluido en su castillo deUceda, desde que cayó en mi desgraciapor casar a su hijo sin mi licencia, porsus excesos en Flandes y sus amargascríticas a mi política de paz. Ahora, consu irreconciliable enemigo AntonioPérez encerrado, accedióinmediatamente a tomar el mando de lacampaña de Portugal, como me habíaaconsejado insistentemente el cardenalGranvela, mi nuevo ministro; primeroporque es timbre de su casa acudir sin

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dilación a la llamada del Rey; segundoporque Alba era por encima de todo unmilitar, a quien se ofrecía la gloria deganar para España un nuevo reino.Enfermo como estaba se pusoinmediatamente en camino aExtremadura, tras aprobar yo losnombramientos que hizo de SanchoDávila para maestre general del ejércitoy de su propio hijo para maestre de lacaballería. Sabedor de que eladiestramiento de mis tres cuerposprogresaba favorablemente me puse encamino y llegué a fines de mayo aMedellín, desde donde cursé órdenes almarqués de Santa Cruz para que contoda la flota de guerra cubriese nuestras

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operaciones desde el mar. El marqués,que siempre tenía a punto sus barcos,estableció inmediatamente un enlacepermanente de información con el duquede Alba y dio fin con prontitud a suspreparativos.

Después de unos años de relativoestancamiento, España reanudaba deesta forma su política exteriorexpansiva. Ya he referido losvictoriosos proyectos de Farnesio enFlandes, tras salvar la dificilísimasituación que allí encontró aldesaparecer don Juan de Austria. Eléxito del príncipe de Parma facilitó minueva etapa de intervención directa enFrancia, de la que luego hablaré, así

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como el planteamiento de una guerratotal contra Inglaterra, mientras nuestrosreinos de Indias ampliaban por todaspartes su horizonte. Ahora me tocaba amí inaugurar personalmente esta nuevaépoca de iniciativa militar y expansiónimperial con la campaña portuguesa.Poco antes de mi llegada a Medellínsupe que las Cortes de Portugal dabanlargas a mi sucesión, movidasseguramente por la presencia de donAntonio, el prior de Crato, a quien ya nohabía podido retener más MedinaSidonia sin sospecha, y que se habíapresentado en Lisboa para soliviantar alpueblo y preparar la resistencia contramí, para la que solicitó la ayuda urgente

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de Francia y de Inglaterra. Así queordené acelerar los preparativos y el 13de junio del 80 pasé revista, con elduque de Alba, a las tropas de nuestrocuerpo central, que rebasaban los veintemil hombres. Allí desfilaron ante mitribuna, ocupada por lo más granado dela Corte, «doce compañías de hombresde armas, jinetes con sus pesadasarmaduras; cinco de arcabuceros acaballo y otras tantas de jinetes de lacosta de Granada; variosdestacamentos de los antiguos terciosde españoles, tres de italianos, losalemanes de Lodrón, sesenta piezas deartillería, mil trescientos gastadores,tres mil quinientos carros y casi otras

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tantas acémilas. Al frente de cadaagrupación venían Fadrique de Toledocon la caballería, Mendoza con lainfantería española, Médici con laextranjera, Francisco de Mave con loscañones, y jefe supremo del conjunto,el gran Duque de Alba, de azul yblanco, que eran los colores de susarmas. Del acto había dispuesto conbuen orden Sancho Dávila, en forma debatalla, por armas y vestidos, porcolores y bordados, que hacían floridoel campo verde y más lustroso el solque hería en los arneses. Jamás hizotan vistoso lienzo un pintor enFlandes».

Tan lúcido ejército se puso

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inmediatamente en orden de marcha, y lomismo hicieron, desde sus bases departida, los cuerpos de Andalucía y deGalicia. Una semana más tarde lavanguardia del duque de Alba estaba yaen Villaviciosa, el 27 cruzaba elGuadiana y el 28 se apoderaba de Elvas,frente a Badajoz. Pese a las falsedades,difundidas por el prior de Crato, portodas partes la mayoría del pueblosaludaba con entusiasmo a nuestrossoldados, que se comportaronadmirablemente. El 18 de julio el duquede Alba, llevado en litera por suenfermedad, pero sin resignar el mandoni por un momento, se plantaba ante laciudad de Setúbal, donde estableció

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contacto con la escuadra del marqués deSanta Cruz.

En una arriesgada maniobra, donÁlvaro de Bazán logró dominar elestuario del Tajo y trasladó hastaCascaes al grueso del ejército. Antes dedisponer el asalto a Lisboa encargué alduque que negociar en lo posible con elprior de Crato, pero el pretendiente senegó. Debo reconocer que el prior y sustropas leales se batieron contra nuestroejército, que era muy superior, con labravura que de portugueses se esperaba.Alba adelantó a su ejército paraenvolver a la capital, y entonces eladversario tuvo que presentar batallapara no quedar encerrado por tierra y

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río dentro de sus muros. Apoyándose enellos trataron de frenar nuestro avanceen la batalla de Alcántara, pero losarcabuceros de Sancho Dávila, que sehabían infiltrado en el campo contrario,decidieron la victoria al enviar desdeatrás sus mortíferas descargas. El priorde Crato consiguió escapar, pero suejército y la ciudad de Lisboa cayeronen nuestras manos. En un barco flamencoeludió Crato el bloqueo del marqués deSanta Cruz y trató de organizar laresistencia en el norte del reino. Pero elduque de Alba envió hacia Oporto unfuerte destacamento que combinó susmovimientos con el cuerpo de Galicia almando del conde de Benavente. Allí la

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resistencia fue todavía menor y elpretendiente tuvo que huir a las islasAzores, que se habían declarado por él,mientras nuestros cuerpos completaban,casi sin lucha, la ocupación delterritorio.

Yo entré en Lisboa rodeado por elrespeto y el afecto de mis nuevossúbditos, y desde entonces he pensadomuchas veces trasladar allí, al menosperiódicamente, la Corte y capital detodos mis reinos. Se reunieron enThomar las Cortes, que me proclamaronRey de Portugal el 16 de abril de 1581.Allí prometí mantener las leyes dePortugal, no crear nuevos impuestos y noinundar a Lisboa de castellanos; por el

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contrario fueron muchos los portuguesesque desde entonces medraron en España,donde llegaron a los más altos puestosde la administración y del ejército.Juntas nuestras escuadras éramos muysuperiores a las de Inglaterra y Francia.Para demostrar a los portugueses cuántoestimaba mi nueva Corona, a la quenunca fundí con la de Castilla y la deAragón, viví y goberné mis reinos,antiguos y nuevos, desde Lisboa durantemás de dos años. Desde allí renové enfebrero del 81 por tres años la treguacon el sultán, mientras aumentaban lasremesas de plata desde las Indias:treinta millones de ducados habíanafluido para la Corona a Sevilla en los

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años 60, sesenta y cuatro millones en los80, ochenta y tres millones en los 90hasta hoy. El Imperio de Portugal seincorporó sin la menor dificultad a minueva Corona, sobre todo cuando elmarqués de Santa Cruz, en una campañanaval fulgurante, desalojó de las Azoresal prior de Crato y a sus protectores dela marina inglesa durante el año 82.Consumada esta forma mi posesión detan alta Corona, que se extendía, comola de España, por todo el mundo,permanecí en Lisboa cuanto tiempopude, porque allí me encontraba en casatanto como en El Escorial; y porque defrente al océano sentía más viva lapresencia de las Indias, que tanto

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contribuían al sostenimiento de misempresas, y donde entre mi padre y yoganamos para la fe mucho mayoresreinos que los perdidos en Europa por elembate de la herejía. Viví, pues, ygoberné en Lisboa hasta el 83, cuandolos problemas de mi reino, atizadosdesde sus prisiones por el traidorAntonio Pérez, y la cada vez másineludible empresa de Inglaterrareclamaban mi presencia en España,junto a la administración que hastaentonces había desempeñado el cardenalGranvela con diligencia notable.

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LAS TUMBAS PEQUEÑAS

En ese año glorioso de 1580 en queabordé y consumé la gran empresa dePortugal, me acompañaba al principiohasta rendir viaje en Badajoz, mi cuartaesposa Ana de Austria, que unos mesesantes, el 14 de febrero, me había dado aMari a, última de todos mis hijos. Apoco, el primero de marzo, las Cortes deCastilla juraban príncipe de Asturias ami hijo Diego, y la sucesión, tantasveces comprometida, parecía otra vezencauzada, aunque no era buena susalud. Pero sin que nadie lo hubierapodido imaginar murió mi esposa el 26

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de octubre, y me dejó viudo por cuartavez, a mis cincuenta y tres años, tal vezcon algún vigor todavía, pero ya sinánimos para buscar más descendencia,cuando la sucesión parecía aseguradacon Diego y Felipe, además de mis hijasmayores, que me dio Isabel de Francia,Isabel Clara y Catalina; y la pequeñaMaría, que apenas conocí y que nospreocupaba por su condición enfermiza,sobre todo después de morir su madre.Entonces decidí encomendar a Dios lasalud de mis hijos, más que siempre lohabía hecho; y confiar en que nuestrasangre de Austria les hiciera vivir, comoa mis hijas la de Valois.

Cuando entré en Portugal tenía ya

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Isabel Clara catorce años, y era el vivoretrato de su madre; un año menosCatalina Micaela. Todas las princesasde su edad soñaban en casarse, peroellas sólo pensaban sostenerme adistancia con el cariño que vertían ensus cartas. Desde que entré en mi nuevoreino de Portugal detenía durante unashoras los asuntos de Estado todos loslunes, hubiera lo que hubiere, paraescribir a las dos; y luego me dijeron lasdos que guardaban mis cartas como untesoro. En esas cartas pude por vezprimera en toda mi vida escribir decorazón, sin preocuparme por posiblesaprovechamientos o traiciones de missecretarios.

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«Acá han escrito —dije a mis hijasuna vez— que vuestro hermano chico,Felipe, le había salido un diente;paréceme que tardaba mucho, por tenerya tres años, que hoy los cumple, que sebautizó, como sos acordará; estoy enduda si son dos o tres, y creo que tres yque debe estar lindo como decís.También estoy en duda cuántos cumpleel mayor en julio, aunque creo que sonseis. Avisadme lo cierto de ello, y Diosos guarde a vosotras y a ellos comodeseo». Animaba a mis hijas para quecumplieran con sus deberes religiosos, yles pedía que fueran a misa en lasdescalzas de Madrid, porque yo lo hacíaen las de Lisboa y así imaginaba estar

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con ellas en el mismo lugar. Envié unrosario a mi hijo Diego, que en efectotenía seis años, para que comience arezarle, y varias imágenes, entre ellas unAgnus Dei recién llegado de las Indias,que podríais dar a vuestra hermana lachiquita —escribí a Diego— que no hamenester ahora perdones, para que lesirviera de piadoso juguete. Pedí a mishijas que enseñaran a bailar al príncipede Asturias, e intercambié con Diegoletras de colores para el alfabeto ydibujos de caballos. Expliqué a mishijas un original método para que miheredero aprendiese a leer: medianteunas letras vacías que debería colorear.«Haced que las vaya hinchando, pero

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poco a poco, de manera que no secanse, y también haced que algunasveces las vaya contrahaciendo, que deesta manera aprenderá aún más, yespero que con esto ha de hacer buenaletra. Y hasta que la haga buena mejores que no escriba, porque el juntardespués las letras mejor lo aprenderádespués cuando haya quien se lomuestre bien». Mientras en laantecámara esperaba el duque de Albapara darme cuenta de los problemas delejército, o el marqués de Santa Cruzpara someter a mi aprobación lacampaña de las Azores, o los enviadosde Farnesio para informarme sobre losmanejos de Isabel de Inglaterra, yo

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prefería consagrar esas horas del lunes aanunciar a mis hijas la llegada de ungaleón de Indias con una insólita carga:

«No sé lo que traerán; sólo hesabido que viene en esta nao unelefante que envía a vuestro hermano elvirrey que envié a la India desdeThomar, que era ya llegado allá y llegóa buen tiempo, porque era muerto elque allá estaba, digo el virrey que alláestaba. Decid a vuestro hermano estodel elefante y que le tengo de enviar unlibro en portugués, para que por él leaprenda, que muy bueno sería que losupiese ya hablar; que muy contentovino don Antonio de Castro de laspalabras que le dijo en portugués, que

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fue muy bien si así fue. Y ya ésta es muylarga para convaleciente y flaco. YDios os guarde como deseo, vuestrobuen padre». Me preocupaba si lasviruelas habían dejado huella en elrostro de Catalina, y si ya era mujerIsabel, lo que me parece que tarda ya,le escribí; y quiso Dios que tardasepoco. Conseguí infundir a todos mishijos, desde tan lejos, mi amor por lamúsica, y me alegré cuando supe queCatalina e Isabel ya tocaban el laúd, ylos chicos empezaban con la viola. Elmaestro Tomás Luis de Victoria dirigióla composición de unos cantorales deque cada príncipe tenía un ejemplar paraconcertar bien sus cantos, que parecía

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cosa de ángeles cuando formó un corocon ellos y varios pajes de la Corte.

Por eso fue tan irresistible mi dolorcuando, ya a punto de remate laincorporación de Portugal, sus islas y suimperio a mi Corona, recibí a fines denoviembre del 82 la más terriblenoticia: mi heredero Diego, Príncipe deAsturias, acababa de morir en elAlcázar de Madrid. Viudo de cincuentay cinco años, me quedaba un solo hijovarón, Felipe, y enfermizo por demás.Escribí a Felipe, que poco iba acomprender a sus cuatro años, y a mishijas mayores:

«Es un golpe terrible, viniendo tanpronto como viene después de los

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demás, pero alabo a Dios por todo loque ha hecho, sometiéndome a sudivina voluntad y rezando para queacepte este sacrificio. A NuestraSeñora del Pilar de Zaragoza que sehaga oración continua por la salud yvida de los niños que quedan. Que portodos los caminos que se pueda seprocure aplacar la ira que con tantarazón Nuestro Señor debe tener contranosotros». Ordené que Diego fueraenterrado también en las tumbaspequeñas de San Lorenzo de ElEscorial, que testimonian el terriblefracaso de mi sangre para sobrevivir.

Allí había trasladado en el año 73 ami amada esposa Isabel de Francia y a

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mi primogénito el desgraciado príncipedon Carlos, para que estemos juntos enla muerte ya que no lo pudimos lograr envida. Allí estaba Carlos Lorenzo, misegundo hijo con la reina Ana, que almorir sin haber cumplido los dos añosen julio del 75 provocó el partoprematuro de Diego, que no pudosuperar tan aciago entrar en la vida. Allíllegó mi segundo príncipe de Asturias,Fernando, primer hijo que me dio Anade Austria, muerto a los seis años en el78, el mismo año en que perdí a mihermano Juan. El tercero, Felipe, fuejurado príncipe de Portugal el 1 defebrero del 83, y gracias a Dios me va asobrevivir, pero a poco de esa jura, el 4

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de agosto, murió mi pobre hija, lainfantita María. Felipe fue juradopríncipe de Asturias en Castilla el 11 denoviembre del 84, heredero de laCorona de Aragón en el 85 y de Navarraen el 86. Antes de morir, sólo heconocido a los nietos que me ha dado mihija Catalina Micaela, a quien casé enmarzo del 85 con Carlos Manuel deSaboya, hijo de Manuel Filiberto, migeneral de San Quintín, y de Margot deFrancia. Esa sangre mía sí que haflorecido en diez nietos, que viventodavía casi todos desde el nacimientodel mayor, Felipe Manuel príncipe delPiamonte, en el 86. Pero no su madre, miamadísima Catalina Micaela, que nos

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dejó el año pasado en Turín, agotada porsu maternidad. Ahora, ante mi muertepróxima, quiero pedir a Dios perdónporque al saber esta muerte de mi hijaperdí por vez primera la resignaciónante mis desgracias; la queríademasiado. Me enfurecí, lloré a lágrimaviva ante el estupor de mis criados, mequejé a Dios con los acentos de Job, ycon tan poca conformidad como él.Ahora, cuando voy a encararme con lamuerte, no está a mi lado ninguna de miscuatro esposas, que ya me precedieron;y viven solamente dos de mis ochohijos, Isabel Clara y Felipe, cuyosmatrimonios dejo ya concertados en laesperanza de que Dios les bendiga más

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que a mí; ella con el archiduque Albertode Austria, al que lleva como dote losEstados de Flandes; el príncipe Felipecon su prima Margarita de Austria.Quiero así concentrar de nuevo misangre en nuestra Casa, ya que lamaternidad de mi esposa Ana y miadorada hija, Catalina Micaela, tantonos parece prometer. Un secretopresentimiento me dice que volverá agerminar mi sangre por varias coronasde Europa, y que nunca faltará supresencia en el trono de España. Bien lomerecen esas pobres sombras que Diosquiso llevarse en flor, y que ahoraaguardan esa vida, que casi no tuvieron,en las tumbas pequeñas del monasterio.

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DE LAS INDIAS A LASFILIPINAS

En Lisboa, capital de mi nuevaCorona portuguesa, me parecía estartocando con la mano y con el alma lasIndias de Castilla y las de Portugal: quejuntas formaban el mayor imperio de lostiempos, y que junto con mis dominiosde Europa y África dejaban al recuerdodel Imperio de Roma como si de unpatio mediterráneo, interior y domésticose tratase. La conquista de las Indias fue,por supuesto, obra principal de mi padreel Emperador, porque hasta su llegada aEspaña sólo habíamos ocupado las

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Antillas y el istmo de Darién, mientrasque durante el reinado de mi padre, y enlos años que van de 1520 a 1540, Cortésconquistaba Nueva España con 416hombres, y cuando volvió a la Cortesalía Francisco Pizarro para la empresadel Perú, que logró con 170 soldados.De allí arrancó Belalcázar que atravesólas tierras del Ecuador y topó en lassabanas de Bogotá con Jiménez deQuesada. Hacia el sur Valdivia con sietehombres inició la conquista de Chile ypor nuestro océano otras expedicionesasentaron nuestro dominio por las tierrasdel Río de la Plata. Jamás tan pocosbrazos ganaron tantos y tales reinos parauna corona. Desde entonces las Indias

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han entregado a España un millón delibras de oro y setenta millones de librasde plata, el mayor tesoro de la historiadel que al menos dos quintas partesrevirtió a la Corona y permitió que mipadre y yo emprendiéramos nuestrasgrandes campañas y proyectos enservicio de la fe y honra de nuestraCasa.

Durante mi reinado he consolidado yacrecentado ese nuevo e inmensopatrimonio, que forma al otro lado delos océanos una España nueva y joven,cuyo futuro imprevisible está en lasmanos de Dios. Allí quise hacer, antetodo, la obra de Dios. Laevangelización de las Indias fue el gran

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objetivo de nuestra Casa en aquellastierras nuevas, y por eso cuando hice enel año 1570 el recuento de mis recursosreligiosos allá, vi que ya trabajaban enlas Indias mil sacerdotes para cien milespañoles y diez millones de indios,gran parte de los cuales habían abrazadoya nuestra verdadera fe. Santosmisioneros llevaron la luz de Cristo aesos pueblos perdidos en la idolatría ydedicados a los bestiales sacrificioshumanos. Toribio de Mogrovejorecorrió miles de millas y bautizó de sumano a decenas de millares de paganos.Francisco Solano conquistó los espíritusde los habitantes del Chaco y de laPampa con un crucifijo y un violín,

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mucho antes de que llegasen lossoldados tras sus huellas. Fray José deAcosta, tras darme en España sabiosconsejos sobre la reintegración de losmoriscos a la vida común, pasó a lasIndias donde convenció a lasautoridades para que no destruyeran nidejaran perderse la lengua y la culturade los indios, sino que las utilizasencomo llave maestra para iluminar susalmas. En vísperas de dejarme porregente de sus reinos en España e Indias,mi padre el Emperador había convocadouna junta de sabios en Valladolid, paraque resolviesen acerca de sus dudasmorales ante la conquista y debatiesenlas leyes nuevas que pensaba otorgar

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para humanizarla. Dos grandesadversarios, fray Bartolomé de lasCasas, que criticaba con dureza y unapunta de exageración los abusos de losespañoles, y mi maestro Juan Ginés deSepúlveda, que justificaba (comotambién hacia las Casas) la presencia deEspaña por derecho de conquista y porvocación evangelizadora, me dedicaronsucesivamente sus apologías porqueconocían bien por mí mismo el interésque siempre sentí por las Indias y susproblemas. Yo no tuve jamás las dudasde mi padre sobre las Indias; porquenací convencido de que las Indias eranparte no sólo del horizonte, sino delmismo ser de España, y no podría yo

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negar mi propio ser, ni dudar de él.Durante todo mi reinado se

exploraron y ampliaron las Indias pordentro y por fuera, gracias a que anuestros adelantados les entró la extrañafiebre de descubrir las tierras del oro ylas fuentes de la vida y la juventud. Envísperas de mi regencia Francisco deOrellana bajó por el río Napo y a travésdel gran río de las Amazonas, a las queno conseguimos encontrar desde quedicen que las vislumbró Colón,desembocó en el océano. Un locofurioso, Lope de Aguirre, hizo famosa ala segunda expedición por el gran río,donde dicen que trató de proponer laindependencia de las Indias. Hubimos

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de defender aquellas costas y nuevasciudades de la rapiña de los ingleses yfranceses que trataban de implantarseallí. John Hawkins y su compañero depiraterías Francis Drake nos dieronmuchísima guerra desde que estuvimos apunto de colgarles en Veracruz por1558, que malo fue no hacerlo, y en el62 nombré adelantado mayor de laFlorida a Pedro Menéndez de Avilés queechó de aquellas costas a los hugonotesfranceses dirigidos por el almiranteGaspar de Coligny que pretendíanestablecerse con sus apostasías enaquella reserva de Dios y MaríaSantísima. El adelantado fundó la ciudadde San Agustín, la primera de España en

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tierras del norte; luego le siguieronnumerosas expediciones desde NuevaEspaña que hallaron lo que parecía unnuevo continente por encima del yadescubierto, mientras desde el Perú y elRío de la Plata descubrían nuestroshombres islas infinitas al sur.

En 1564 zarparon de Nueva España,por el mar del Sur, los galeones de uncapitán vascongado ya famoso, MiguelLópez de Legazpi, que llevaba comopiloto a quien mejor conocía aquelvastísimo océano, otro vasco llamadoAndrés de Urdaneta, que ya era fraileagustino pero fue incorporado a laexpedición por orden mía yrecomendación de sus superiores.

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Llegaron a las islas de San Lázaro quehabía descubierto, para morir en ellas,Fernando de Magallanes en la empresaque, bajo el mando de Juan SebastiánElcano, dio la primera vuelta al mundo.Poco antes de asumir yo la regencia,Ruy López de Villalobos llamóFilipinas, en mi honor, a esas islas, másde mil, que luego conquistó Legazpi, quese apoderó de un gran pobladocomercial donde instalamos el gobiernoy el arzobispado, la ciudad de Manila,en el mismo año de la victoria deLepanto. Le había dado yo órdenesexpresas de que penetrara pacíficamenteen aquellas islas y lo cumplió: hacepoco me ha llegado el primer catecismo

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impreso allá en aquella lengua quellaman tagalo. Urdaneta se dejó guiarpor su intuición y al regresar descubriólos vientos y las corrientes que hacíanposible el tornaviaje por el mar del Sur,por lo que las Filipinas quedaron desdeentonces enlazadas con Nueva Españapor rutas regulares, y enriquecieron conlas especias y los tesoros de la China yde Asia nuestro comercio de las Indias.Fundamos allí un colegio y variasimprentas; y establecimos relacionescon la China, el Japón y todas las costase islas orientales del Asia. Mi últimacampaña en las indias fue dirigida porun capitán sobrino del gran Íñigo deLoyola, Martín García, contra la heroica

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nación de los araucanos en Chile, queme parece no hemos logrado aúndominar del todo.

Pero si a mi padre compitió lamayor parte de la conquista, yo esperopasar a la historia como el fundador delas Indias. Las grandes conquistas fueronobra e iniciativa de particularesarrojados, bajo el patrocinio y lavigilancia de la Corona; pero yo fuisustituyendo por funcionarios seguros alas familias levantiscas de aquellosvalientes. El gobernador empezó asustituir al conquistador. Completé elestablecimiento de las audiencias quehabía iniciado mi padre; y a las de SantoDomingo, México, Panamá, Lima y

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Guatemala añadí la de Nueva Galicia enel 47, la de Santa Fe en ese mismo año,la de Charcas en el 59, la de Quito en el63 y la de Santiago de Chile en el 65.Ante las quejas universales sobre eldeterioro del gobierno en las Indias creéen 1566 una junta especial dirigida porJuan de Ovando, quien descubrió yanalizó más de un millar de fallos y losresumió en dos principales: eldesconocimiento de la legislación porlas autoridades de Indias y laindiferencia que mis consejos sentíanpor aquellos reinos. Entonces fortalecíla institución de las audiencias, dicté laordenanza de 1573, redactada porOvando, y sobre todo consagré

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definitivamente la institución delvirreinato, gracias al acierto en ladesignación de dos grandes virreyes:Martín Enríquez en Nueva España yFrancisco de Toledo en Nueva Castilladel Perú. Los dos ejercieron susfunciones desde el 68 al 80 y, aldejarlas, las Indias eran ya una Españaal otro lado del océano. Desde 1538 losdominicos habían creado en las Indiasnuestra primera universidad de aquellosreinos, la de Santo Domingo, a la quesiguieron, en 1553, las de México yLima. Pedro de Gante fundó en Méxicolos primeros institutos de enseñanza yevangelización, con especial atención alas culturas y lenguas indígenas. Los

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focos de cultura y de ciencia quecreamos en las Indias al amparo de esasuniversidades actuaron como baluartespara la implantación y defensa de la fe,y para la organización del gobierno,como si de Salamanca y Alcalá setratase.

La grandeza y prosperidad de lasIndias repercutieron en el crecimientode Sevilla, que ahora, con sus cientocincuenta mil almas, es una de las máspobladas y ricas ciudades del mundo. Lesiguen en España Barcelona, Valencia yGranada con cincuenta mil; Zaragoza,Córdoba, Málaga y Valladolid concuarenta mil; y mi pequeña Corte deMadrid que ya se va acercando a esas

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cifras grandiosas. Surgen en las Indiasciudades como la de México, que ennada tienen que envidiar a las de aquí.Lisboa está en el centro de todo; hubierasido la realización del sueño de mipadre para su imperio del Atlántico.Desde ella vi con toda claridad lo queera principal misión de España en lahistoria; el establecimiento de nuestrareligión y mi Corona a uno y otro ladodel océano, de los océanos. A estedesignio supremo de Dios se oponía, enlas Indias y en Flandes, a través de suspiratas, una reina hereje, Isabel deInglaterra. Terminada la empresa dePortugal, reafirmado nuestro dominio enel sur del Flandes, juzgué llegada la

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hora de abatir su insolencia.

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ENTRE ISABEL TUDOR YMARÍA ESTUARDO

Al relatar ahora los antecedentes dela empresa de Inglaterra debo recordar,ante todo, que yo he sido Rey deInglaterra y que en aquellas islas elmarido de la reina propietaria no es unsimple rey consorte o simbólico, comotampoco lo había sido en Castilla mibisabuelo Fernando de Aragón. Deaquellos tiempos yo conservé enInglaterra algunas lealtades entre loscatólicos, y sobre todo unos hilosexcelentes de información, que ahora mevenía a través de mercaderes flamencos

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con casa en aquellas islas, y múltiplescontactos en ellas. De esta formasiempre tuve cumplida noticia, ademásde los informes de mis embajadores, quefueron de variado mérito, sobre la vida,problemas y propósitos de la reinaIsabel Tudor, a la que un día quisesinceramente hacer mi esposa, y no sólopor razones de Estado y por obedecer eldesignio de mi padre sobre el imperiodel Atlántico, sino porque me atrajerondesde el principio su elegancia y sumisterio.

Cuando sucedió a su medio hermanaMaría en el trono de Inglaterra según lavoluntad dinástica de su padre EnriqueVIII, que los nobles y el Parlamento

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respetaron de nuevo, como habían hechoen el caso de María, Isabel actuó confirmeza y prudencia desde el primerinstante, sin un solo fallo de su sentidopolítico, con lo que demostró ser unaverdadera Tudor. Nombróinmediatamente a un protestante que deantiguo se había ganado su aprecio, lordCecil, secretario de Estado e introdujo avarios herejes en su consejo, peromantuvo en él a algunos católicos comolord Howard y el conde de Arundel.Para no verse comprometida con lapresencia de obispos cismáticos en lasprimeras fases de su gobierno, y paraalejar de él a los obispos católicos,prescindió de unos y otros para el

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consejo con general aplauso del puebloy los nobles, que se inclinaban engeneral hacia el restablecimiento de laherejía, pero recelaban tanto de laIglesia católica como de la instauradapor Enrique VIII. Isabel había sabidoconvivir durante largos años con laambigüedad, y le resultó muy fácilcultivarla durante breve tiempo, hastaque se sintió segura en el trono. Antes desalir de su medio retiro, medio encierrode Hatfield, cedió para un solo caso a sucorazón de mujer y designó caballerizomayor a un apuesto noble de la Corte,ahora sí recuerdo su nombre, RobertDudley, quien la adoraba secretamentedesde que compartieron los dos la

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prisión en la Torre de Londres por brevetiempo; toda Inglaterra interpretó queIsabel quería de esta forma tener cerca asu favorito, pero casi nadie sabía, comoyo, que también consiguió mantenerle araya muy en su papel de reina virgen,nacida, como tantas veces dijo a miembajador, y ya he dicho aquí, en lacámara de las vírgenes bajo el signo deVirgo. Los ingleses, tan propensos aidealizar todos los actos de sus reyes,mucho más que mis súbditos españoles,se creyeron esta historia de lavirginidad, sobre la que yo no estoy tanseguro; porque durante mi estancia enInglaterra supe por ella misma queIsabel había sufrido nada más hacerse

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mujer una vil agresión libidinosa de unviejo noble de la Corte, lo que junto concierto impedimento cuya naturaleza nome explicaron con el necesario acuerdolos médicos de mi esposa María, le hizosentir cierta repulsión física, al menosinicial, hacia todos los hombres, queella disfrazó altaneramente de virtudvirginal. Mis informes dicen que se la havisto más de una vez en trance deabrazar a Robert Dudley y aceptaremocionadamente sus caricias, aunqueno acabo de fiarme de quienes measeguran, quizá para mi satisfacción,haberla visto con él más de una vez en lacama. Lo que cuenta es que ella no haquedado jamás encinta, que no se ha

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querido casar nunca, pese a haber sido,antes que mi propia hija Isabel Clara, lanovia de Europa; y que el pueblo inglésha creído siempre a pies juntillas esahistoria de la virginidad.

Isabel, que se había declaradoforzadamente católica por imposición desu hermana, nada más empezar lasejecuciones de Smithfield, presidió elfuneral católico por ella, pero ordenó ala salida que encerrasen en la torre alobispo que había pronunciado unaoración fúnebre imprudente yprovocativa: todo el mundo, incluso loscatólicos, lo comprendieron porquenadie tenía derecho a aleccionarpúblicamente a una reina sobre lo que

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debía hacer y lo que estaba obligada aevitar. Con motivo de su solemnecoronación en la abadía de Westminster,Isabel adelantó ciertos tanteossospechosos en la liturgia. Ya dije cómoa la muerte de mi esposa María ofrecími tálamo a Isabel, y cómo ella rechazóamablemente las propuestas de miembajador. Se corrió insistentementepor la Corte de Londres que la reinasólo se casaría con un príncipe o nobledel reino, lo que casi convirtió a todosen pretendientes a su mano y al trono.Quien más se llegó a creer susposibilidades fue el conde de Arundel,además de Robert Dudley quien,despechado por el rechazo de la reina,

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que se limitaba a jugar con sus ansias, secasó sin permiso de ella con una damade noble familia, Amy, y al interpretarDudley la indignación de Isabel comocelos, procuró —según me tiene escritola reina de Escocia— que su mujer,Amy, recluida en el campo, murieselentamente mientras él, para librarse desospechas, estaba en la Corte donde, almorir Amy, pretendió casarse con lareina. El escándalo rugió con tal fuerzaque Isabel hubo de confinarle lejos deLondres. Y entonces el despechadonoble entró en negociaciones con miembajador, y le ofreció la vuelta deInglaterra a la iglesia católica si yoapoyaba su matrimonio con la reina. Mis

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informes sobre Dudley eran tannegativos, y temí tanto a su veleidad yegoísmo que nunca quise comprometeruna causa tan sagrada en favor de unambicioso tan deleznable.

María Estuardo, la reina católica deEscocia, que por su dignidad y culturamás parecía mujer del continente que deaquella tierra semibárbara, casó en 1558con el delfín de Francia, cuando Isabelsubía al trono de Inglaterra; y el reyEnrique de Francia soñó, mientras lequedó vida, en reunir para su hijo lasdos coronas. Enrique II nunca reconocióa Isabel, protestante y bastarda; y envísperas de casar a su hija Isabel deValois conmigo, declaró a María

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Estuardo, y por tanto a su hijo el delfín,herederos legítimos de la Coronainglesa, sin mi aprobación ni menosrespaldo; porque yo, que acababa de serrey de Inglaterra, conocía íntimamente elapego de aquel pueblo a la Casa de losTudor, ahora representada por Isabel. Lacual, para asegurarse en el trono,decidió por consejo de lord Cecileliminar a cuantos pretendientespudieran aducir mejor derecho que subastardía; y así hizo decapitar a ladyJane Grey, de la primera noblezainglesa, que estuvo prometida a suhermano Eduardo, el enfermizo herederoanterior de Enrique VIII cuya muertefranqueó primero a María y luego a

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Isabel el camino del trono. Murióentonces el rey Enrique II de Francia, ysubió a su trono Francisco, el delfín yesposo de María Estuardo, que prontomurió también, con lo que su madre,Catalina de Médicis, quedó por regentey dueña de los destinos de Francia,mientras la animosa María de Escociaconsiguió regresar a su reino por mar,burlando a la escuadra de Isabel. EraMaría bellísima y ardiente, y necesitabamarido para su cuerpo y sus empresas.Isabel, que por entonces estuvo a puntode morir de viruelas, quiso someter aMaría por ese matrimonio y decidiócasarla con su propio favorito ypretendiente Robert Dudley, a quien

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honró para la ocasión con uno de losprimeros títulos de Inglaterra, elcondado de Leicester, que llevaba anejauna inmensa fortuna en tierras y rentas.Pero la reina de Escocia se negó aconvertirse en juguete de Isabel pormedio del favorito de Isabel, y desafió asu poderosa vecina, que la envidiabacomo sólo una reina puede envidiar aotra, al elegir por marido y rey deEscocia a un hermoso noble de la corteescocesa, lord Enrique Darnley,borracho, pendenciero y disoluto, con elcual tuvo un hijo: Jacobo Estuardo, quellevó al paroxismo el odio de Isabel.Los católicos y el clero de Escocia,donde ya la herejía empezaba a hacer

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estragos, repudiaron al nuevo rey porsus costumbres y su inseguridad enreligión, y perdieron poco a poco elamor por su reina, quien harta de sumarido le hizo asesinar por otro noble,lord Bothwell, con quien a poco se casó.Pobre María de Escocia, débil y sola enmedio de tantas pasiones salvajes. Elpueblo de Escocia no pudo ya tolerartales comportamientos en el castillo deEdimburgo y se alzó contra su reina, aquien no quedó otro remedio, parasalvar la vida, que huir al sur, cruzar lasmontañas de la frontera y entregarse a lamisericordia de su peor enemiga, Isabelde Inglaterra, que de momento la recibióamablemente y la recluyó en una dorada

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prisión. Fiada por este recibimiento,María entró en contacto con miembajador, al que comunicó susproyectos: aceptar como esposo al parde Inglaterra que más se distinguía porsu catolicismo intrépido, el duque deNorfolk; y junto a él, luchar por el tronode Inglaterra con la ayuda militar de unejército español que yo deberíaenviarle, a las órdenes del duque deAlba. Una vez en el trono de Londres,María recuperaría fácilmente su reino deEscocia y dominaría en toda la gran isla,sometida de nuevo a la Iglesia de Roma.

Para contrarrestar este posibleacercamiento entre Inglaterra y yo, lareina de Francia, Catalina de Médicis, a

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quien no faltaba la audacia propia de suestirpe florentina, se atrevió a proponera Isabel de Inglaterra, que ya pasaba delos treinta años, el matrimonio con suhijo el duque de Anjou, de inclinacioneshugonotes a sus diecinueve. Pero lareina de Francia permitió después laejecución en masa de hugonotes en lanoche de san Bartolomé e Isabel, quepor un momento había acariciado la ideadel matrimonio francés (yo creo quepara ganar tiempo y apartar a Catalinade mi protectorado) volvió a proclamarsu destino virginal. Y la traición —ellaasí la consideraba— de la reina deFrancia la decidió ya a eliminar a suprisionera la reina de Escocia. Y eso

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que por entonces Isabel departiólargamente con un prisionero de la torre,el jesuita Edmundo Campion, profesoren la Universidad de Oxford, que habíaentrado clandestinamente en Inglaterraenviado por el Papa para proponer a loscatólicos perseguidos un nuevo camino:acatar a Isabel como su reina, peromantenerse firmes en la fe. Nuestrosproyectos para casar a María Estuardocon don Juan de Austria acabaron porsuscitar un odio implacable de la reinade Inglaterra contra nosotros, y cuandomi gobernador y general de Flandes, elpríncipe Alejandro Farnesio, venció yexpulsó al cuerpo de ejército inglés quehabía enviado Isabel para auxiliar a los

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rebeldes al mando de su favorito elconde de Leicester, supe por mis agentesque los días de la reina de Escociaestaban contados. Por mi parte, di ordena mis consejos para que empezasen apreparar la empresa de Inglaterra.

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LA EMPRESA DEINGLATERRA

Mis proyectos sobre Inglaterradataban de antiguo. Después de habertenido en mis manos aquella Corona, yhaber empezado a realizar el designiode mi padre sobre el imperio delAtlántico, jamás me resigné al fracasode esa misión histórica, que deseécumplir por varios medios. En julio de1570 mi Consejo de Estado acordó porunanimidad que la Corona de Españatenía una misión divina sobre Inglaterra,que no era simplemente de orden yambición humana, sino mucho más

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elevada: devolver aquel reino, perdidopor sus reyes, al seno de la verdaderareligión. Movido por ese dictamendecidí ayudar a la conspiración delflorentino Roberto Ridolfi para derribara Isabel del trono e instalar en él aMaría Estuardo, con el apoyo de losTercios del duque de Alba. Pero unassemanas antes de nuestra victoria deLepanto la reina Isabel descubrió laconspiración y también mi participaciónen ella, cuando sometió a tormento a losconjurados. Yo lo negué siempre; peroella jamás me creyó. Por dos veces, enesa década y en la siguiente, yo creíescuchar una voz interior que meanimaba a recuperar para la fe el reino

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de Inglaterra. Cuanto hice fue paracumplir ese destino, no por animosidadcontra ese reino, que un día fue mío, ydel que guardaba los más profundosrecuerdos.

Cuando dimos remate a la empresade Portugal, y comprobamos que la reinaIsabel nos hostigaba continuamente, aunsin declaración de guerra, en las Azores,de donde hubimos de arrojar a susbarcos que apoyaban al prior de Crato;en Flandes, de donde también echamosal conde de Leicester que pretendíaapoyar a los herejes de Holanda, y enlas Indias, donde los piratas de Isabel sehabían convertido en la pesadilla denuestros puertos y nuestras flotas,

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comprendimos que para la tranquilidady prosperidad de España, sus dominiosde Europa y la expansión de las Indiasera preciso abatir el orgullo y elcreciente poderío de Inglaterra. El másrespetado y ecuánime de mis consejerosmilitares, don Álvaro de Bazán, mepropuso formalmente la empresa deInglaterra en 1583, tras su victoria sobreuna escuadra inglesa en las Azores. Elmarqués de Santa Cruz, a quien encarguélos primeros proyectos, pretendíainvadir el sur de Inglaterra con unaescuadra que partiera directamente de lapenínsula, sin recalar en Flandes,porque conocía perfectamente lasdificultades de aquella escala. Para la

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primavera del 85 teníamos ya firmenuestra decisión de invadir Inglaterra, yel Papa Sixto V, que al principio sehabía mostrado de pleno acuerdo, alllegar la hora de la verdad remoloneó ynos dejó solos ante esa misión divina.Ya en el mes de enero del 86 pedí almarqués de Santa Cruz, a quien designéjefe de la expedición, un plan detalladoque él me entregó con esa competencia ypuntualidad que nunca le fallaron. Enese plan se distinguían perfectamentedos aspectos militares; las fuerzas dedesembarco, que habrían de ser muyselectas, pero no excesivas, por loreducido del ejército inglés, cuya fuerzaprincipal no dependía de la Corona sino

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de las milicias populares y concejiles; yla estrategia naval, que exigía barcosmuy diferentes a los de Lepanto, por lasdificultades del mar del Norte y lacapacidad maniobrera y artillera de losingleses, que conocíamos bien despuésde la campaña de las Azores. Desdeoctubre del 85 creé la Junta de Nochepara articular el plan militar de laempresa de Inglaterra; la formaban mifiel Juan de Zúñiga, tan adicto comohabía sido su padre; el portugués que mehabía dado aquel reino, Cristóbal deMoura, encargado de que suscompatriotas consideraran suya a esaempresa que debería prepararse enLisboa; y el conde de Chinchón, con

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Mateo Vázquez como secretario yencargado del enlace con el marqués deSanta Cruz.

A media noche del 23 de febrero de1587 recibí un escrito urgente de miembajador en París, don Bernardino deMendoza, en que me comunicaba ladecapitación de María Estuardo pororden de la reina Isabel de Inglaterra. Elpapel quedó sin abrir hasta la mañanasiguiente, por exceso de trabajo mío, ypor ello mi dolor e indignación cuandoMateo Vázquez me lo leyó a la mañanasiguiente no tuvieron igual. Aquellareina mártir habla sido asesinada por lareina hereje en el castillo deFotheringday, en plena sazón de sus

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cuarenta y cuatro años, y al llegar hastael patíbulo envuelta en su manto negro,mientras lloraba hasta el último de lossoldados que custodiaban su muerte, lodejó caer para ofrecerse al verdugo enun espléndido vestido rojo de Corte. Porsi no bastara ese desafío, el pirata inglésDrake se presentó por sorpresa ennuestros arsenales de Cádiz a las pocassemanas y los destruyó, lo que no alterólo más mínimo mis planes, corroboradosahora por mi deber de vengar a la reinade Escocia. La Junta de Noche habíadestinado una cifra enorme, sietemillones de ducados, para la empresa deInglaterra y don Álvaro de Bazánsupervisaba los preparativos en el

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estuario del Tajo.Pero a fines de aquel invierno,

cuando más falta nos hacía, murió donÁlvaro de Bazán, artífice principal de lavictoria de Lepanto y el mejor marinodel mundo, seguramente abrumado porla responsabilidad de una empresa en laque advertía demasiados fallos. Semostraba en desacuerdo con el cambioque yo había introducido en su proyectoinicial; cuando le exigí que además delos soldados que se embarcasen en laarmada, recalaran los barcos en lospuertos de Flandes para recoger adiecisiete mil hombres de aquellosTercios, con los que podríamosfácilmente desembarcar en las costas de

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Kent, ocupar rápidamente la ciudad deLondres y provocar, con la cooperaciónde nuestros agentes, una sublevación delos católicos contra la reina Isabel, a laque se sumarían muchos compatriotasindignados por el asesinato de MaríaEstuardo. Había escrito a Santa Cruz,que me expresaba sus dudas: «Aunquelas fuerzas que ahora tenemos aquí yallí, en Flandes, son insuficientes, porsí solas, juntas, si podemos juntarlas,ganarán». Creo que no me faltabarazón. Los Tercios, apoyados por loscuarenta y ocho cañones de asedio quetransportaba sobre carros la Armadaterminarían con toda resistencia enInglaterra, como habían aniquilado al

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cuerpo inglés de Leicester en Flandes.Mis informes referían que losconsejeros de la reina Isabel andabandesconcertados ante nuestra amenaza: noexistía capacidad de aguante niestrategia de defensa; unos queríanrepeler el desembarco en la propiacosta, otros esperar a nuestra infanteríaen Canterbury. Por fin los consejeros deIsabel decidieron concentrar al ejércitoen Essex junto a Tilbury, y no enMargate, del ducado de Kent, que era ellugar idóneo. Todo estaba a nuestrofavor: solamente era necesario llegar ala costa.

Para sustituir al marqués de SantaCruz en tan dificilísimo mando, decidí,

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tras madura deliberación de mi consejo,nombrar a don Alonso Pérez de Guzmánel Bueno, duque de Medina Sidonia yyerno de la princesa de Éboli. Nadie enel consejo puso la menor objeción, pormás que en toda la Corte cundieronrumores y pasquines contra el duque. Metrajeron cuando ya era tarde uno quedifundió un monje del Escorial: «Si asísupiera el duque de cosas de guerracomo de vender atunes, no saliera tanpoco soldado como salió». A la vista delos resultados creo que me equivoqué, ysobre todo que me obstiné; porqueMedina Sidonia era, como yo, unorganizador más que un jefe encampaña, y yo pensaba que para aquella

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empresa, en que tan excelentes capitanesde mar se reunían bajo su mando, lo quehacía falta era ante todo un coordinador.Medina Sidonia respondió a misexpectativas; su eficacia para ultimar lospreparativos de la flota resultófulminante. Llegó a Lisboa para hacersecargo del mando a mediados de marzodel 88 y se hizo a la mar con lasdotaciones y pertrechos completos en elmes de mayo. Después, durante el viajey los diversos encuentros en el canal, nose comportó siempre como un mal jefeni como un mal soldado, sino todo locontrario. Su decisión de seguir elviento huracanado y tratar de volver porel norte de Inglaterra fue recomendada

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por los mejores marinos de su consejo.Y sobre todo, Medina Sidonia, quereconocía su falta de experiencia naval ymilitar, se opuso enérgicamente a sunombramiento y cuando advirtió lasdificultades de la empresa, me ladesaconsejó en aquellas circunstanciasuna y otra vez. No era cobardía, nitemor; él era un grande de España. Y seavino disciplinadamente cuando yo leordené en agosto: «Yo tengo ofrecido aDios este servicio. Alentaos, pues, en loque os toca». Yo fui pues el responsabledel fracaso de la Armada Invencible; nopretendo a estas alturas sacudir en otrosmi responsabilidad.

Alejandro Farnesio, que preparaba

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el embarque de sus Tercios en lospuertos de Flandes, advirtió también lasdificultades de la empresa y trató dedisuadirme de ella. Los galeonesnecesitaban para embarcar a las tropasde Flandes un calado de treinta pies, yninguno de nuestros puertos los ofrecía.La nueva escuadra holandesa, muchomás ligera, nos hostilizabacontinuamente desde las mismasbocanas, y podía comprometer laoperación de embarque y de traslado.Farnesio creía imprescindible que laarmada despejase por entero el canal debarcos ingleses, y luego protegiese latravesía de los Tercios enembarcaciones ligeras que él podría

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apercibir. Pero yo me mostré inflexible;y persistí en mis proyectos de que fuerala propia armada quien se encargase deltransporte. Farnesio se opuso contenacidad; hasta que le hice callar pordisciplina. Al final hube de reconocerque tenía razón; en aquellos mares laconexión de los barcos pesados y lastropas de tierra tenía poquísimasprobabilidades de éxito.

En las instrucciones finales queenvié al duque insistí en «no debilitar elconjunto hasta no haber derrotado alenemigo; no buscar batalla hasta nohaber enlazado con el duque de Parma;y no olvidar que los barcos inglesesson más rápidos y están mejor

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artillados que los españoles».El 9 de mayo de 1588, con marejada

y poca vela, salió del estuario del Tajohacia Inglaterra la Armada Invencible.Constaba en realidad de diez escuadrasque en conjunto se hallaban bienabastecidas de material y dearmamento. Don Diego Flórez deValdés mandaba la de Castilla, concatorce galeones y dos pataches; donJuan Martínez de Recalde la deVizcaya, con diez galeones y cuatropataches; don Miguel de Oquendo lade Guipúzcoa, con diez galeras, dospataches y cuatro pinzas; don Martínde Bertendone la de Italia, con dieznavíos de diversas clases. Don Antonio

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Hurtado de Mendoza disponía deveintidós pataches; don Hugo deMoncada tenía cuatro galeazas, y donDiego de Medrano cuatro galeras. A loque habría que añadir serviciosespeciales, convoyes ordinarios y otrosefectivos. Eran en total cientocincuenta barcos bien dotados, contreinta mil hombres de guerra, doce miltripulantes y cuatro mil aventureros,entre los que sólo destacaremos unnombre: Lope de Vega. Navegaban allígaleazas y galeones de seiscientastoneladas, galeras de cuatrocientas,navíos pequeños, fragatas,corchapines, pataches, zabras,chalupas venaqueras… y hasta

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carabelas. Cincuenta y seis miltoneladas en total; y como ya no estabaSanta Cruz, los capitanes de MedinaSidonia pensaban aferrar a los barcosingleses y convertir el encuentro en unabatalla de infantería, como la del sectorcentral en Lepanto.

La salida resultó en falso. Surgió depronto un temporal de noroeste, presagiode toda una época tormentosa, y laArmada hubo de regresar a Lisboa, dedonde volvió a partir el 28 de mayo.Todo fue bien, hasta que a los dos díassaltó de nuevo un fuerte viento norte-nordeste, que Medina Sidonia trató deeludir a fuerza de bordadas, pero a laaltura de Finisterre quedó clavado

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cuatro días, sin poder avanzar. Entoncesel 19 de junio ordenó la arribadaforzosa a La Coruña, donde sóloentraron parte de los barcos; el resto sedispersó por varios puertos de Galicia.Recalaron allá por un mes; hasta querecibieron a dos de las escuadras que,sin conocer la orden, habían seguidoviaje hasta el canal, donde llegaron adivisar a la escuadra enemiga. Pero alverse solas, regresaron. Y el 21 de juliola Armada Invencible se hizo de nuevo ala mar desde Galicia. Ahora sabía queel enemigo la estaba esperando.

El 30 de julio la Armada Felicísima,como alguien la llamó, entraba por elcanal de la Mancha, en formación de

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inmensa media luna. Al día siguientesurgió a retaguardia la escuadrabritánica, al mando de lord CharlesHoward of Effingham, con sir FrancisDrake como subordinado más famoso.Medina Sidonia se negó a forzar eldesembarco en Plymouth, como lerecomendaban sus jefes más osados, ycuando divisó al enemigo que se habíacolocado detrás en una maniobrafantástica, le plantó cara con sus barcosnuevamente en media luna después deuna virada magistral. Los ingleses teníantreinta barcos más que nosotros, aunquegeneralmente más ligeros, y mejorartillados, a base de culebrinas. PeroMedina Sidonia se obstinaba en buscar

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un combate por abordaje, de tipoterrestre; y lord Effingham, que habíaestudiado a fondo la acción de SantaCruz en Lepanto, quiso combatir deescuadra a escuadra, como un marino.En el primer encuentro, la división deLeiva, que cerraba el saliente norte deEspaña, resistió briosamente laacometida del navío almirante inglés, elArk Royal, que con sus escoltas venía afavor de viento, pero evitabacuidadosamente la excesiva proximidada los garfios españoles. Frustrados en suprimera ofensiva, los ingleses seretiraron.

Para recorrer las cien millas queseparan el meridiano de Weymouth del

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de Calais, las dos flotas, que navegabanlentamente a unas dos millas por hora,emplearon cuatro días. Sólo libraronalgunos encuentros parciales con variafortuna; en uno de ellos Francis Drake, abordo del Revenge apresó al Rosariocon Valdés. Pero, aunque muylamentable, no se trataba más que de unaincidencia. De acuerdo con misinstrucciones, el duque de MedinaSidonia logró fondear sin mayoresproblemas frente a Calais, plaza queseguía en poder de Francia, que nosabrió sus almacenes bien repletos. LaArmada estaba pues a un paso deDunkerque donde Farnesio habíaconcentrado a los Tercios y a su flotilla

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ligera de transporte. La flota inglesa sesituó en vigilancia de la nuestra, a tiroeficaz de culebrina para impedir quenuestros barcos abandonaran laprotección de Calais. Creía lordHoward of Effingham haber evitado yael peligro de que la Armadadesembarcara en Inglaterra.

A bordo de su pinaza, el capitánRodrigo Tello, enviado de MedinaSidonia, burló el bloqueo inglés deCalais y llegó a Dunkerque, de dondepartió en busca de Farnesio que sehallaba en Brujas. Una de misinstrucciones esenciales se habíacumplido; la Armada enlazaba ya con elpríncipe de Parma. Farnesio respondió

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al emisario del duque de MedinaSidonia que sus tropas podrían estardispuestas para zarpar en seis días; peroque antes la Armada tendría que anular ala escuadra inglesa y luego proteger latravesía frente a los cuarenta barcosholandeses que, como habíacomprobado el emisario español,vigilaban ante Dunkerque y Ostendepara impedir la operación. Esto venía asignificar que la conexión entre laArmada y los Tercios se hacía imposiblesin que antes Medina Sidonia sedeshiciese de los barcos de Effingham yDrake en una batalla frontal. Eso es loque decían mis instrucciones; y eso es loque nos impidieron, no los hombres,

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sino los elementos.Por la tarde del 7 de agosto una

fuerte brisa de mar y una intensa mareaentrante —las que llaman en aquellasaguas mareas de cuadratura—facilitaron el ardid de los inglesescontra nuestros barcos que se amparabanen Calais; el envío de brulotes, barcazasde unas ciento cincuenta toneladas bienrecubiertas y cargadas con toneles depez y brea, remolcadas por chalupashasta cerca de su objetivo, y luegoabandonadas al viento, que lasarrastraba hacia nosotros comogigantescas teas incendiarias. MedinaSidonia, con buen acuerdo, ordena quelas naves se abran, a fin de que pasen

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los bajeles de fuego; la galeazacapitana y la nao «San Juan» de Siciliaasí lo hicieron. El duque disparó unapieza para que todos hicieran lomismo. Pero el disparo no se oyó, yesto fue causa de que la jornada seperdiese.

El recuerdo de los brulotes quelanzaron los holandeses contra el puentetendido por Farnesio cerca de Amberes,y que además de las teas embreadasllevaban cargas de pólvora, inspiró aMedina Sidonia una decisión fatal. Envez de alentar a algunos oficiales ymarinos osados, que habían conseguidoagarrar a uno de ellos y amarrarlo sindaños, temió las explosiones, que no se

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produjeron, y ordenó a los barcos picarlas anclas y hacerse a la mar, dondemuchos entrechocaron, y otros cayeronbajo el fuego de los cañones ingleses,que alcanzaban más que los nuestros.Murieron en esa desgracia Francisco deToledo y Hugo de Moncada; pero laArmada se rehízo frente a Dunkerque yal día siguiente trató desesperadamentede forzar el abordaje, que casi logró.Del 10 al 12 de agosto se trabaronvarios combates de artillería, sin gravespérdidas para nadie, y la escuadrainglesa, tan agotada como la nuestra,volvió a puerto para descansar yabastecerse. Parecía difícil, ante losvientos, volver a ganar la costa, donde

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tan mal nos había ido; por lo queMedina Sidonia reunió en consejo a suscapitanes para consultarles si deberíanforzar el retorno por el canal, o comoalgunos sugerían, rodear las islasbritánicas, en vista de que la conjuncióncon los Tercios y la eliminación de laescuadra enemiga, que combatía a unpaso de sus bases, resultaba inviable.Pero en ese momento, en que hablaterminado la verdadera batalla, nuestraspérdidas eran mínimas y no alcanzabanni al diez por ciento de nuestrosefectivos; lo que se había arruinado,ante las indecisiones del mando, era lamoral de nuestras gentes, que ya sóloansiaban volver.

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Farnesio, sabedor de la situación,envió a Medina Sidonia un consejoatinado. Le parecía una locura rodearlas islas y en cambio garantizaba labuena acogida a los barcos de laArmada en los puertos del Imperio y dela Liga Hanseática, con lo cual la flotapodría anular a la naciente escuadraholandesa y luego preparar la campañacontra Inglaterra para el año siguiente,tras la invernada.

El 3 de septiembre llegó una cartamía para Farnesio, en que trataba deanimarle para que embarcase en laArmada y arrollase a los soldados deLeicester, que ya había muerto paraentonces. El temporal, que no amainaba,

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se llevaba a nuestros barcos hacia lassalvajes islas del norte, carentes de todorefugio. Rodearon milagrosamente lascostas nórdicas de Escocia y algunoscapitanes, fiados de la religión yamistad de los irlandeses, encallaron susbarcos allá, donde los ingleses lesesperan y les acribillan; dejamos en esteempeño más de mil muertos. El duque,mareado y acatarrado tras tan insólitatravesía, dio por fin con sus huesos enNoja, cerca de Santander, el 15 deoctubre, cuando yo había ordenadorogativas en toda España para que sesalvara la Armada perdida. Yo no lahabía enviado a luchar contra las irasde la mar sino contra los ingleses. El

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duque llegó a España sólo con oncevelas; se salvaron en total setenta ycinco. Una catástrofe completa, quearruinaba a nuestra flota y nos dejaba amerced de la venganza inglesa. Al finalsupimos que se habían perdido la mitadde los barcos, y los dos tercios de loshombres.

Sin embargo no me amilané. Seguíaconvencido de mi misión y de la justiciade mi causa; y la Armada no había sidovencida por los hombres. Rechazamosun desembarco inglés en La Coruña ylos portugueses expulsaron a Drake y aNorris que llegaban como libertadores.Volvimos a vencer en las Azores a losingleses, y allí apresamos al navío de

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Drake, el famoso Revenge que trajimosa Cádiz para averiguar los secretos de laconstrucción naval inglesa. Ordené quese rehiciese nuestra flota sobre la basede barcos más ligeros y dotados demejor artillería. Ahora, cuando ya séque no podré ejecutarlo, tengo ya dadaen principio mi aprobación para otraempresa de Inglaterra que sepaaprovechar las lecciones del granfracaso. Confío en que mi hijo y sucesorla tome por suya, como le herecomendado vivamente; porque hastaque no domeñemos el poder navalinglés, ni nuestros estados de Flandes, ninuestras rutas de Indias, ni nuestrascostas podrán considerarse seguras. De

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ello depende la futura grandeza omiseria de España.

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LA TRAICIÓN FINAL DEPÉREZ Y LA REVUELTA

DE ARAGÓN

Había dejado el relato de la vida ytraiciones de mi secretario AntonioPérez y su amante y cómplice, Ana deMendoza, en aquella noche del 28 dejulio del 79 cuando ordené su detenciónal comprobar que sus intrigascomprometían ya mis preparativos parala empresa de Portugal, que pude iniciary terminar felizmente por tenerlesrecluidos e incomunicados. El escándaloque desde la Corte se extendió a toda

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España desde la mañana siguiente,cuando se supo la noticia, fue enorme yno desfavorable para mí; que nada gozatanto el pueblo español como la ruina delos poderosos. Sin embargo, aunque notuve ya más tratos con la princesa, ni videsde entonces jamás a Pérez, no quisedestituirle de momento, sino sólosuspenderle, y admití recibir algunoscomunicados y consejos suyos, porquetemía que revelase alguna vez lospapeles secretos que había conseguidoesconder nunca supimos dónde, pese atantos registros como ordenamos en suscasas y las de sus deudos. Bajo lapresidencia de mi nuevo ministro, elcardenal Granvela, el nuevo poder de la

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Corte estaba formado con él por elsecretario Vázquez, vencedor de Pérez;mi confesor Chaves, los condes deBarajas y de Chinchón y el nobleportugués don Cristóbal de Moura.Pérez estaba tan seguro de su privanzaque atribuyó su caída no a mi decisiónsino a intrigas de otros y por eso sepermitió seguir enviándome consejos; yoprefería mantenerle en su error hastahacerme con sus papeles. Le dejéademás cierta libertad de movimientos,sin prescindir de la vigilancia; y nombréjuez para procesarle a Rodrigo Vázquezde Arce, conocido por su severidad. Enel 81 tanto Pérez como Ana me enviaroncartas de felicitación por mi gran

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victoria y corona de Portugal. Erantiempos para la generosidad y ordenéque se trasladara a la princesa primerodesde la torre de Pinto a una residenciamás confortable en Santorcaz; y comoallí llegó a las puertas de la muerte,ordené su retorno en el 81 a su palaciode Pastrana, donde más de una vez lavisitaba Antonio Pérez para yacer conella. Entonces, para hacerse con fondos,Pérez vendió a la princesa su palaciomadrileño de «La Casilla», que ella nopudo disfrutar jamás porque nunca lalevanté su riguroso destierro enPastrana. Por un emisario seguro le exigíque para recobrar mi gracia pidiera ellamisma la revisión del proceso por la

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muerte de Escobedo y renunciara porsiempre jamás a entrevistarse conAntonio Pérez. Su amor y obstinaciónfueron más fuertes que mis deseos depaz con ella, y por ello hube de ordenardesde Portugal su muerte civil y suencierro entre rejas dentro de su propiopalacio, desde donde sólo podíacomunicar a través de un torno con elexterior. Su hija Ana, que luego se hizomonja, y una cuñada escogieronacompañarla mientras viviera.

En la primavera del 83 regresé dePortugal para preparar la empresa deInglaterra y di la orden de incoar contrami infiel secretario el proceso de visita,en el que trató de defenderse con

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papeles y testimonios que me podríancomprometer. En junio del 84 el criadosuyo que organizó la ejecución deEscobedo, Antonio Enríquez se llamaba,me escribió desde Barcelona, sobornadopor la familia del muerto, ofreciendorevelarme cuanto sabía a cambio de unsalvoconducto. Salí entonces de viaje alas Cortes de Monzón, cuando empezabael año 85, porque me preocupaba laagitación de aquel reino de Aragón, enel que pasé más de un año después deasistir a las bodas de mi hija CatalinaMicaela con el duque de Saboya. Allíme enteré de que el último día de enero,cuando el juez comunicaba a AntonioPérez la sentencia condenatoria por el

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proceso de visita, el condenado saltópor una ventana de su casa y huyó a lavecina iglesia de San Justo, de donde lesacaron tras encontrarle en un desván,sucio de telarañas. Fue encerrado en elcastillo de Turégano de donde le mandédevolver a Madrid y luego en Torrejónde Velasco, por ver si podía hacermecon sus papeles. Le traje de nuevo aMadrid en marzo del 88, entregándole ala custodia de Pedro Zapata en su casade Puerta Cerrada, donde me dicen sealegró por el desastre de la Invencibleque proclamaba —en su soberbia—como castigo de Dios por mi injusticiapara con él. En vista de ello le recluí enla torre de Pinto, donde había estado

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Ana, y ordené de nuevo su traslado aMadrid, a las casas de Cisneros, cuandoen el verano del 89 insinuó que meentregaría los papeles. Entonces mepasó Mateo Vázquez un billete donde medecía que un poeta salvado de laInvencible, y llamado Lope de Vega, seinteresaba y tomaba muchas notas sobrelas aventuras y desventuras de Pérez, nosé lo que pretenderá con ello; pareceque ensaya algunas comedias… Yotengo prohibido que aparezcan figurasde reyes en el teatro.

En diciembre de ese mismo año 89dije al juez Rodrigo Vázquez queprosiguiese sin vacilar el proceso contraAntonio Pérez; sin amilanarse ante las

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acusaciones que el infiel insinuabacontra mí, ya que yo tenía tranquila laconciencia de no haber sido en tan tristecaso culpable sino engañado por elpropio Pérez, quien ante mi actitud senegó a confesar cuanto sabía, lo que yaprobaba su doblez. El 4 de enero de1590 le ordené formalmente y porescrito que declarase todo; y se negó aobedecerme. Entonces no me opuse aque según las leyes se le diera tormento,lo que ocurrió el 23 de febrero con ladureza que tal procedimiento comporta;pero aun en medio de sus gritos ydescoyuntamientos centró toda suacusación sobre mí, sin confesar enningún momento sus engaños contra mí

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en el asunto de mi hermano. Contra loque ha dicho después en susmaledicencias, el tormento no fue tanterrible, porque a las pocas semanas, el19 de abril de 1590, consiguió huir denoche desde su prisión, ayudado por sumujer doña Juana, y camino de Aragónde donde decía proceder y tenía muchospartidarios. Tuvimos noticia de que alsalir de Castilla fue bien acogido enSanta María de Huerta.

La huida de Antonio Pérez provocóun verdadero pánico en la Corte, portemor a mis represalias contra la lenidadde la justicia y la incompetencia de susguardianes. Redacté personalmente lasinstrucciones para prender a los

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alguaciles que le habían dejado escapary para montar una red hasta la fronterade Francia por si trataba de evadirse delreino. Me llegaron fundadas sospechasde que el proscrito, en su huida, se habíaatrevido a desviarse por Pastrana parairrumpir en la prisión de Ana deMendoza y despedirse de ella, por loque ordené la reclusión total de laprincesa, casi emparedándola a cal ycanto, con doble llave para la únicaentrada en sus aposentos, porque lo quesí es seguro es la complicidad de ella enla preparación de la fuga de Pérez. Elcual fue recibido en Aragón conuniversal simpatía, cuando lasautoridades se sintieron en la obligación

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de ingresarlo, con toda suerte deconsideraciones, en la cárcel de losmanifestados, que hay en la ciudad deZaragoza, bajo la protección del justiciade aquel reino. El 1 de julio sepublicaba en Madrid, firmada por eljuez Rodrigo Vázquez, la sentencia demuerte contra Antonio Pérez porrebeldía y traición; «le condenaban a lahorca, y a que primero fueraarrastrado por las calles públicas en laforma acostumbrada. Y después demuerto le sea cortada la cabeza con uncuchillo de hierro y acero y sea puestaen lugar público». En Aragón nadiepensó en ejecutar tan justa sentencia;más aún en su atenuada cárcel empezó

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Pérez a divulgar mediante treinta copias,un escrito en que me acusaba deinstigador de la muerte de Escobedo,con estas palabras que efectivamente yohabía pronunciado y escrito: «Convieneabreviar lo del “Verdinegro”». Claroque no explicó cómo yo había sidoarrastrado a tan infausta decisión.

Harto por tanto cinismo, y por unelemental sentido de la dignidad realque Pérez desafiaba tan abiertamente enZaragoza, el 18 de agosto de ese mismoaño 1590 declaré a mi consejo, con laorden de que lo hiciera público, que miinfiel secretario era «el hombre que másgraves delitos había cometido contraRey alguno», y que por ello yo dejaba

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las manos enteramente libres a lajusticia y me apartaba personalmentecomo parte del proceso. Al cardenalQuiroga y otros dignatarios que seguíanempeñados en gestionar mi clemenciacon Pérez, les dije, con las pruebas en lamano: «Pues tomad estos papeles yveréis cómo os engaña este hombre, ymi razón hallaréis en ellos». Deboreconocer que Quiroga quedóenteramente convencido, y desdeentonces participó en el proceso contoda la fuerza que le daba su cargo deinquisidor general. Entonces, porconsejo de mi confesor Chaves, procuréque la Inquisición, en efecto, tomasecartas en el asunto y persiguiera a Pérez

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por sospecha de herejía y poracusaciones, bien fundadas, de sodomíacon sus criados flamencos. Esto nospermitió exigir en Zaragoza que se letrasladase a la cárcel de la Inquisición,mucho más dura y segura, pero cuandose efectuaba el traslado se produjo unmotín popular bien preparado por lospartidarios del traidor. Los familiares dela Inquisición hubieron de devolver alpreso, que regresó en triunfo a la cárcelde manifestados, pero en medio deltumulto fue arrastrado y muerto por lasturbas mi representante en Zaragoza, elmarqués de Almenara. La presenciamaldita del renegado había soliviantadocontra mí aquella ciudad fidelísima y

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aquel reino, al que excitaba como si yopretendiera abolir sus fueros yprivilegios.

Todo parecía aquietado cuando el 9de septiembre del 91 Antonio Pérez, queya tenía acreditada experiencia en fugas,trató de escapar de la cárcel; al intentarmi gobernador de nuevo su traslado alugar seguro se produjo un nuevo motínque obedecía a un extraño grito urdidopor el propio Pérez: «Fueros y libertad,viva la libertad», que jamás se habíaescuchado antes en mis reinos deEspaña, ni siquiera durante la rebeliónde los comuneros y los agermanadoscontra mi padre. Amparado en elescándalo, Antonio Pérez huyó aquella

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misma tarde de la cárcel, peroperseguido por el Santo Oficio, quehabía tomado por indicación mía todoslos caminos, tuvo que volver a Zaragozallamado por un fanático de los fueros,don Martín de Lanuza, que se atrevió aocultarle en su casa. Tras este nuevomotín las autoridades de Aragónhicieron dejación de su deber; el virrey,que era el obispo de Teruel; elinquisidor, Molina de Medrano; y otros,por lo que asumió toda la autoridadDiego de Heredia, que trataba decontemporizar entre mi autoridad y losrebeldes. Por todo ello juzgué necesarioterminar con aquella anarquía y el 15 deoctubre anuncié la marcha sobre Aragón

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de un ejército castellano bajo lasórdenes del maestre Alonso de Vargas:Hice mi anuncio a las ciudades y lasuniversidades del reino de Aragón, y ala diputación de aquel reino, explicandolas poderosas razones que me asistían.Supe en efecto que se organizaba por losrebeldes la resistencia armada enZaragoza, y que enviaban emisarios aCataluña y Valencia para sublevarlascontra mí, sin excluir a los moriscos deaquel reino. Envié entonces al marquésde Lombay para que mediase en minombre con los rebeldes antes de lallegada del ejército.

Alonso de Vargas, jefe de aquelejército, acampó para adiestrarlo,

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porque disponía de pocos veteranos,junto al monasterio de Veruela, para dartiempo, además, a que los rebeldesentrasen en razón. Era un jefe capaz, quehabía ascendido al mando supremodesde soldado raso, y tan afamado porsu inteligencia y capacidad deinformación que cundió sobre él eldicho Averígüelo Vargas. Loscampesinos de Aragón y casi toda lanobleza abandonaron, en efecto, a losmás exaltados fueristas, guiados por elduque de Villahermosa y el conde deAranda, que también trataron de abrazarmi causa cuando se vieron perdidos y yaera demasiado tarde. Quedaron entoncespor jefes de la rebelión Diego de

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Heredia y el justicia Lanuza. En vista deello, enviada ya mi carta justificativa,Vargas ordenó a su pequeño ejército,cuya fuerza mayor era un grupo deochocientos veteranos de la Invencible,que enmarcaban a una multitud debisoños, que saliera de Veruela el 8 denoviembre del 91. Dividido en dosdestacamentos se aproximaron aZaragoza sin encontrar resistencia.Lanuza trató de hacerles frente en Uteboel 9 de noviembre con una huesteheterogénea ante la que enarbolaba elpendón de san Jorge con gritos delibertad. Pero cuando Vargas dispusosus filas, los rebeldes huyeron sinatreverse a combatir. El 12 de

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noviembre Vargas entraba con su tropaen Zaragoza y terminaba con la rebelión.

Dos días antes, y por la noche comosolía, Antonio Pérez había huido deZaragoza camino de Salient, y logrócruzar la frontera en la noche del 23 al24. El día antes de la entrada de Vargas,Villahermosa y Aranda, con el justicia,organizaron en Apila una manifestacióna favor de la resistencia pero luegoregresaron a la capital de Aragón, dondefueron habidos por mis tropas cuandoentraron al día siguiente. Ordené unadura represión; el 20 de noviembre fuedecapitado el justicia pero con todorespeto a su jerarquía; los capitanes delejército real llevaron a hombros su

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féretro. Ordené que se encerrara aVillahermosa en Burgos y a Aranda enMedina del Campo, de donde fuerontrasladados el primero a Coca, elsegundo a Miranda de Ebro, dondemurieron al año siguiente, dijeron quepor veneno.

Entretanto Antonio Pérez, con suspapeles milagrosamente preservados,estaba seguro en Francia, a sus cincuentay dos años, dispuesto a envenenar lo queme quedara de vida, y a fuer que loconsiguió. Se refugió en la ciudad dePau, corte de la hereje Catalina deBéarn, hermana de Enrique, pretendientede Francia, que se hallaba, como luegocontaré, en guerra con la Liga Católica y

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conmigo. Pérez la sedujo y la azuzócontra mí para que organizase lainvasión de Aragón con una fuerzafrancesa a la que ayudarían, según él,los rebeldes recién vencidos y hasta losmoriscos. «Solía comentar AntonioPérez que iría a Madrid y tomaría alRey por los cabezones». Enrique deBorbón, acosado por Farnesio en elnorte de Francia, dio su aprobación alos proyectos de Pérez, a quien apoyabaMartín de Lanuza, tío del justiciadecapitado. Pero una joven navarra,dama de la regente, Agueda de Arbizu,informó a nuestro virrey de Navarra ypor su medio a mí de los proyectos deinvasión, que se produjo, en efecto, por

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la garganta de Biescas el 5 de febrero de1592. Los aragoneses reaccionaronunánimemente en mi favor tanto en Jacacomo en Huesca y nuestras miliciasinfligieron al ejército hugonote unatremenda derrota en los altos dePanticosa. Los jefes rebeldes quedaronpresos y fueron ejecutados; AntonioPérez, desacreditadísimo por su malainformación y peor consejo, fueencerrado en la torre de Pau. Allí lellegó la noticia de que su amante, Anade Mendoza, había muerto en suencierro de Pastrana el 12 de febreroanterior. No le dedicó, en sus cartas ydemás escritos, el menor recuerdo.Nadie en España se inmutó tampoco por

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esta muerte; Ana no era más que unaleyenda antigua. No para mí, que llorédurante varias horas mi amor perdido, ysu desventura. Nuestro hijo, el duque dePastrana, se portaba por entoncesheroicamente al frente de la caballeríade Alejandro Farnesio, y celebró enBruselas un gran funeral a la memoria desu madre, de lo que me alegré. Fuera desu ducado de Pastrana no hubo másrecuerdo a su agitada vida.

Fracasada la ridícula invasiónprotestante del Pirineo, juzgué necesarioretornar al reino de Aragón pararestablecer personalmente mi autoridady la concordia. Liquidé en efecto endiciembre de 1592, durante las Cortes

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celebradas en Tarazona, la largaagitación que había conmovido a aquelreino. De camino recorrí variasciudades de Castilla, por Segovia,Medina del Campo, Valladolid,Palencia, Burgos, Logroño, Pamplona yTudela. En todas ellas pude advertir ladecadencia que sufrían desde lainterrupción del comercio por los maresdel norte. En Aragón promulgué el 3 dediciembre un, edicto general de gracia yen las Cortes reduje el ámbito de losfueros, pero no se me ocurriósuprimirlos. Eso sí: a petición de laspropias Cortes prohibí bajo severaspenas el absurdo grito de Viva lalibertad, que nadie supo, además,

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explicarme.Poco después supe que Antonio

Pérez había conseguido viajar aInglaterra con permiso de mi enemiga lareina Isabel. Allí en las casas de Etonconvivió con otro desterrado, el prior deGrato don Antonio, pero no le pudoazuzar eficazmente contra mí porque elantiguo pretendiente de Portugal murióen París poco más tarde. De caminopara Inglaterra Pérez había encontradoen Tours a Enrique de Francia. Cuandolos monjes del Escorial supieron losmovimientos de Pérez en Londres lellamaron en un sermón y en mi presenciael basilisco, de lo que no poco me reí.Isabel de Inglaterra, que andaba ya por

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los sesenta, ordenó al conde de Essex,su nuevo favorito de veintiséis años, quealojase a Pérez con el boato que por lovisto merecía su traición, y querespetase su religión católica. Pero supepor mis informadores secretos en aquelreino que Isabel no se interesaba por losservicios de Pérez, sino que lepreguntaba reiteradamente por detallesíntimos de mi vida, con gran sorpresadel traidor. Los informes contra Españase los dejaba la reina a los secretarios.Parecía gozar Isabel con esasconfidencias, y se sorprendió al saberque yo había renunciado al amor de todamujer cuando murió mi última esposa.En Francia había publicado el traidor

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las Relaciones de Rafael Peregrino queahora se vertieron al inglés y sepublicaron a cargo del conde de Essex,y por mandato de Isabel. Con ellas y laApología de Guillermo de Orange yatengo bien servida la literatura decalumnias contra mi persona, que no mepreocupa, y contra mi misión, que Diosconoce. Por eso estoy completamenteseguro de que en los próximos tiempos ysiglos no habrán de faltar quienes mereconozcan y defiendan.

Supe que en la primavera del 95Enrique de Francia, convertido dos añosantes a nuestra fe, reclamaba losservicios de Antonio Pérez. Volvió ypropuso al rey de Francia una campaña

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naval contra nuestras Indias, pero nocuajó. Cuando en abril del 96 nuestroejército de Flandes a las órdenes delarchiduque Alberto tomó la ciudad deCalais, Antonio Pérez trató de negociaruna alianza de Francia y de Inglaterracontra España. La expedición que eseverano lanzaron contra las costas deCádiz Howard, Essex y Raleigh fueimpulsada desde Francia por losconsejos y los informes del traidor, alque tratamos de eliminar con variosatentados en Londres y en París, desdeque nos falló el de Pau. Pero su recelodiabólico le ha librado hasta ahora de lavenganza de España.

Pese a la protección que le

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dispensan mis enemigos, Antonio Pérez,que se alegrará con mi muerte, aunquesegún mis informes se ve cada vez enmayores dificultades para sobrevivir, yrecibe en todas partes la repulsaprofunda que merece su traición a su reyy a su patria, quedará ante mis reinos yante la historia de Europa como elprototipo del traidor venal, y delcortesano corrompido. Como aún, queyo sepa, no ha abjurado de su fe, esaconciencia será en los años que le restensu mayor castigo.

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LA SALVACIÓN DEFRANCIA

Llego ya con este capítulo al final deestas confesiones, en las que he queridopasar revista a toda mi vida delante dequien representa al Dios que me ha dejuzgar, con la misma sinceridad yconfianza con que espero el juicio de loshombres que comulguen con mi fe y misideales, y comprendan mi misión enmedio de los defectos y pecados que soyel primero en reconocer y lamentar.Nuestra fe es signo de contradicción ytambién lo será, en un plano mucho máshumilde, mi propia vida, de la que ahora

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terminaré de dar cuenta. Con una certezaque tal vez ni mis futuros amigoscompartan: para muchos esta últimadécada de los años 90 con que va aterminar este gran siglo de España, enque hemos vivido y reinado misbisabuelos Católicos, mi pobre abuelaatormentada por un amor imposible, mipadre y yo mismo, es un largo momentode frustración y decadencia; pero yocreo precisamente lo contrario. Nuncaprofundizó tanto la fe en nuestras Indias;nuestras victorias en Europa fueron tanaltas como siempre; y mi nueva escuadrase prepara ya para una nueva empresade Inglaterra que vengue tantas afrentasy rapiñas. Pero, después de haber

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cuajado ya la salvación de Flandes paranuestra fe, aun arrancándola de laherejía holandesa, en esta década delsiglo que termina conseguí seguramenteel logro más importante de mi vidadespués de Lepanto: la salvación deFrancia. Alguna vez espero que lapropia Francia, con todo su orgullonacido de su admirable pujanza, terminepor comprenderlo.

Después de la paz con Francia queconcertamos en Cateau-Cambrésis en el59, tras las victorias de San Quintín yGravelinas, y mediante los matrimoniosde las princesas de Valois conmigo ycon el duque de Saboya, ejercí unacierta tutela sobre el vecino reino, a

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través de mis grandes embajadorescomo don Francés de Álava y donBernardino de Mendoza, que llegaron aser los personajes de mayor influenciaen la corte de Catalina de Médicis, laesposa de Enrique II y a su muerte —conmotivo de las fiestas por mi boda con suhija Isabel— regente de Francia, lesucedió su delfín, Francisco II, quienpor su matrimonio con María Estuardofue proclamado en París rey de Francia,de Escocia y de Inglaterra. Murió alpoco tiempo, su viuda María regresó aEscocia donde le esperaba, como yarelaté, un destino trágico, y le sucedió suhermano menor Carlos IX bajo laregencia de su madre Catalina, a quien

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apoyé cuanto pude para evitar la caídade Francia en la herejía, que sobre todopor influencia de Juan Calvino, esefrancés renegado, había hecho estragosdesde su nidal de Ginebra. A partir de1562, hasta este año de 1598, es decirdurante casi todo mi reinado, Franciafue sacudida por una terrible sucesiónde guerras religiosas que amenazaroncon desintegrarla, y sólo sus grandesriquezas y el espíritu de unidad quesupieron infundirle sus reyes lamantuvieron en pie, mientras yoconsagraba mis mejores esfuerzos yvaciaba mis recursos en un objetivosupremo: la salvación de Francia paranuestra verdadera fe, que estaba en tanto

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peligro de perder como Inglaterra, laAlemania del norte y los reinos delBáltico. Isabel de Inglaterra trataba deexorcizarme desde lejos como eldemonio del mediodía; pero losespañoles sabíamos que el verdaderodemonio de nuestro tiempo devastabalas almas y los reinos en el norte deEuropa.

En vista de que el rey adolescente,Carlos IX, parecía inclinarse a la Casade Borbón, cuyo príncipe, Enrique deNavarra, había abrazado la herejía,Francisco de Lorena, duque de Guisa ytío de la reina María de Escocia, se alzócon su casa en defensa de la religión, ypese a que antes había hecho armas

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contra nosotros, se ganó mi más sinceray fiel alianza para conseguir eseobjetivo sagrado que marcó, más queotro alguno, mi vida. Enrique de Borbónera hijo de la última reina de Navarra,Juana de Albret, desposeída por mibisabuelo el Católico, pero que jamás sehabía resignado a la pérdida de su trono.Ella murió el 9 de junio del año 72, y suhijo Enrique, que usurpaba el título derey de Navarra, se presentó en París deacuerdo con el partido hugonote paracelebrar sus esponsales y afianzar suspretensiones a la sucesión. Miembajador advirtió claramente a la reinaCatalina de Médicis sobre losgravísimos peligros que acarrearía tal

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provocación, y ella, fiándose de susconsejeros católicos, autorizó con estemotivo la general matanza de hugonotesen la noche de san Bartolomé, esemismo año. Y como dos años más tardefalleció sin descendencia el indeciso reyCarlos IX, hubo de sucederle suhermano Enrique III, que sería el últimode los Valois. En vista de ello, los Guisaintensificaron las actividades de la LigaCatólica, porque si el rey Enrique IIImoría, como era de prever, sindescendencia, la corona de Franciapodría recaer en el hugonote Enrique deNavarra, jefe de la Casa de Borbón,libertino famoso a quien por susaficiones y colorido de sus libreas se

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conocía como el Verde Galante, que nodejaba tranquilo con sus aventuras yrequerimientos un solo tálamo deFrancia y que, poseído de una energíadesbordante, guiaba en el combate a suscaballeros en una temible línea conquince de frente por seis de fondo; loque me obligó a modificar las tácticasdefensivas de mis infantes, y a crearescuadrones de arcabuceros a caballo,que frenaron con facilidad laspenetraciones valerosas, peroelementales, y las cargas de la nuevacaballería francesa. En el fondo Enriquede Borbón, que se creía tan moderno,era un retrógrado no solamente enreligión sino hasta en el arte militar.

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Tuve la gran satisfacción dedemostrárselo en uno y otro terreno,cumplidamente. Otro enemigo de laCasa de Guisa, el duque de Anjou, sepuso al frente de los hugonotesdesmantelados, apoyó a los rebeldes deFlandes y pretendió, como vimos, elmatrimonio con Isabel de Inglaterra. Suaparición, que había asombrado aEuropa, terminó abruptamente con sumuerte en 1584, el año en que yo firmésolemnemente el acuerdo con la Casa deGuisa para mantener la religión enFrancia, como gracias al sacrificio demi hermano Juan de Austria y a lasvictorias de Farnesio ya habíaconseguido hacerlo en Flandes. Enrique

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III de Valois oscilaba entre el apoyo a laLiga Católica de los Guisa y laseducción a que le sometía Enrique deBorbón. En septiembre del 85, cuandoyo había acrecentado ya el prestigio dela Corona con la incorporación dePortugal y su imperio, el Papa Sixto V,por fin, decidió apoyar mi política parala salvación de Francia, declaró hereje aEnrique de Navarra y por tantoincompatible con tan cristiana Corona.Estalló con este motivo, bajo mi atentavigilancia, la última de las grandesguerras de religión en Francia, la guerrade los tres Enriques: Enrique III deValois, rey de Francia; Enrique deBorbón, el hugonote y falso rey de

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Navarra; Enrique de Guisa, elabanderado de la causa católica y mialiado. Enrique de Borbón consiguió, demomento, vencer al ejército de losGuisa el 20 de octubre de 1587, y todaFrancia, como toda Europa, contuvo elaliento mientras se preparó y desarrollómi empresa de Inglaterra. El desastre dela Armada Invencible alcanzó unainmediata repercusión en Francia; eldébil Enrique III de Valois se acercó alpretendiente de Navarra. El 23 dediciembre de 1588 citó a Enrique deGuisa con engaño en el castillo deBlois, donde la propia guardia del reyde Francia, sobornada por el oro delBorbón, asesinó al pretendiente

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católico, y dos días después gentes delmismo bando acabaron con la vida deotro Guisa, el cardenal. Tal iniquidad nopodía quedar impune y al veranosiguiente, el 1 de agosto de 1589, unfanático partidario de los Guisa mató aEnrique III de Francia, y dejó al reinosumido en la más espantosa anarquía.Entonces declaré solemnemente que «elcorazón del Imperio español está enFrancia» y me lancé a una guerra denueve años para salvar allí a la religiónamenazada.

Enrique de Borbón, a quien suspartidarios, entre los que no faltabanmuchos católicos, habían proclamadorey Enrique IV de Francia de acuerdo

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con la torcida voluntad de los dosúltimos reyes de la Casa de Valois, yque pese a su herejía, que ahora tratabade atenuar, se había ganado una granpopularidad entre las gentes por suinnegable arrojo y hasta por sus mismasdesgarradas aventuras, se alié con Isabelde Inglaterra y a poco de su exaltaciónacampó junto a la ciudad de Rouen paraesperar a un cuerpo inglés enviado aDieppe por su aliada hereje. Pero elmenor de los Guisa, duque de Mayenne,enarboló la bandera de la Liga Católicay desde París, que favorecía su causa,salió a su encuentro y fue vencido.Enrique, que ya se hacía llamar rey deFrancia, le venció nuevamente en la

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batalla de Ivry el 14 de marzo de 1590.En vista de ello di orden a AlejandroFarnesio para que socorriese con todassus fuerzas a los Guisa en gravísimopeligro. Farnesio, que ya se habíapreparado, y ansiaba sacarse la espinade su escasa colaboración a mi empresade Inglaterra, voló en socorro del duquealiado nuestro. El 22 de agosto ya estabaen Meaux; burló después fácilmente aEnrique de Borbón en una serie demarchas y contramarchas que leacercaban cada vez más a París, ciudada la que socorrió cumplidamente hastaque entró por ella en triunfo. Era laprimera vez que un ejército españolentraba victorioso en la capital de

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Francia; yo no lo había logrado despuésde nuestra victoria en San Quintín.

Pero la coalición enemiga, alentadapor el desastre de la Invencible, nocejaba. Mientras Farnesio socorría a losGuisa en su fantástica marcha sobreParís, nuestra ciudad de Breda enFlandes se entregaba al general rebelde,Mauricio de Nassau, el 3 de marzo de1590. Farnesio regresó de manerafulminante y logró contener el ímpetu delos holandeses pero recibió mi orden depenetrar de nuevo en Francia parasocorrer a la plaza de Rouen, amenazadapor Enrique de Borbón. Así lo hizo alcomenzar el mes de marzo del 92, y trasuna nueva serie de maniobras volvió a

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Flandes para asegurar su defensa. Sinembargo yo confiaba en la capacidad deresistencia de los católicos en Flandes,y fiel a mi objetivo principal ordené aFarnesio que entrase en Francia para unatercera campaña. Obedeció cuandoterminaba el mes de octubre hasta que,agotado en mi servicio, murió en Arrasel 2 de diciembre de 1592. Había sidosin duda el primer general de su tiempo,y su pérdida resultó, para nosotros,irreparable.

El agotamiento de Castilla y del Rey

Después del desastre de la Armada

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Invencible yo rebuscaba en miconciencia las causas del que interpretécomo seguro castigo de Dios; peroencontré, ante el Señor, micompensación en mi entrega a lasalvación de Francia. Veo ahora que enese último retrato implacable que mehizo Pantoja de la Cruz en el 90, sinocultar el fondo sombrío de mi vida, niel sillón de inválido al que con másfrecuencia cada vez me arrojaba la gota,se describe con realidad la terriblecarga que soporto, de la que misrecuerdos no son la parte menor, peroaflora también la decisión de vivir hastaque Dios me llame consagrado al mismoideal que, entre tantos errores, ha guiado

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siempre mi vida. De la propia Inglaterrame vienen, a veces, compensaciones,como este reconocimiento que pudopublicarse allí mismo: «El Rey deEspaña es el monarca más poderoso dela Cristiandad, que tiene en sus manoslas riendas de la guerra y posee tangrande poder que en sus dominios elsol ni se levanta ni se pone». Perotambién es verdad que, en estos añosfinales de mi reinado, Castilla, agotadaen hombres y recursos, ya no podía más.Los campesinos entregaban la mitad desus ingresos en diezmos, alcabalas yotros tributos, como el de los millonesque hube de reclamar en el 89 parasufragar los gastos terribles de la

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Armada perdida, y preparar la quehubiera de sustituirla. Sin embargo en el91 declaré públicamente mis razonespara persistir en mis empresas: por ir loque va de la religión en ello, que se hade anteponer a todo. Cada año losintereses de mi deuda pública absorbíanla mitad de los ingresos de la Corona.Las pésimas cosechas desde 1590mermaban esos ingresos y los recursosde mis súbditos. Ahora, cuando me veoasí postrado, se abate una gran pestesobre Castilla que diezma su población.El impuesto nuevo de los millones noresultó suficiente y hace dos años hubede consentir en la tercera bancarrota demi reinado, que resolví a duras penas

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con el ofrecimiento de nuevos juros.Cuando regresé de mi viaje pacificadoral reino de Aragón en la Navidad del92, aún me duraban las consecuenciasdel ataque de fiebre y de flujo y elpueblo de mi capital contemplaba ensilencio mi paso por las calles,arrebujado en el coche, sin ánimo nipara saludarme. Pero no interrumpí porello el ciclo de mis estancias en losReales Sitios: El Escorial en verano,Aranjuez y sus jardines en mayo, latemporada de caza de otoño en ElPardo. Me, atenazaban cada vez más lagota y las fiebres recurrentes. Se meretrasaba el despacho de los asuntos, acuyo detalle no he querido renunciar

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hasta esta postración final. Procuréatender a todos mis requerimientos conuna renovación de las juntas, entre lasque concedí mayor importancia e influjoa la Junta Grande. Me apoyé sobre todo,en el archiduque Alberto de Austria, quehabía desempeñado con acierto elvirreinato de Portugal, pero desde que leenvié a Flandes en el 95 asumió lasprincipales funciones de gobierno mihijo el príncipe Felipe, que a susdiecisiete años no parecía inclinado enexceso a su nueva responsabilidad, queprefería descargar sobre otros. Desdeseptiembre del año pasado mi hijo meva sustituyendo en la firma de casi todoslos papeles. Aquí tengo un dictamen de

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mis médicos que ya en 1595 dicen quemi cuerpo está tan consumido y débilque es casi imposible que un serhumano en tal estado pueda vivirmucho tiempo. Durante mi viaje deverano al Escorial, en agosto del 96, unatormenta me sorprendió en Galapagar,donde instalaron mi pesada litera en unahabitación baja que se inundó y a puntoestuve de ahogarme, porque no pudieronsacarme de allí. Pese a todo aúnencontré fuerzas para viajar a Toledo enjunio y julio del 96, donde ordené lareconstrucción de la plaza deZocodover, medio destruida por unincendio. Convencido de que todas lasherejías que ha habido en Alemania,

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Francia y España las habían sembradodescendientes de judíos amenacé condestituir al gobernador de Milán si noprocedía a la expulsión de las setenta ydos familias judías que allá quedaban,sobre cuyas actividades antiespañolasse había concluido un voluminosoexpediente. Firmé mis últimosdocumentos el 5 de agosto de este año98, antes de ponerme en camino paraacá, como todos los años. Quise saldarde alguna forma mi cuenta con algunosfantasmas del pasado, y en 1592 fundéen la antigua «Casilla» de Antonio Pérezy la princesa de Éboli, que había sidomerecidamente expropiada, el conventode descalzas agustinas que dediqué al

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nombre más evocador de toda mi vida:Santa Isabel, y allí fui a visitarlo, y arecordar, con los hijos que mequedaban. Supe, cada vez más lejos, queIsabel de Inglaterra pensaba ya endecapitar al último de sus favoritos, elconde de Essex, no sé si lo habrárealizado ya. Pero mi verdaderaobsesión en estos últimos años fue,además de aconsejar a mi hijo elpríncipe Felipe, rematar mi obra para lasalvación de Francia, comprometida denuevo por la muerte de AlejandroFarnesio en 1592.

Las instrucciones al príncipe Felipe

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Al conocerse su desapariciónempeoró la situación en Flandes, dondedos fidelísimos capitanes, el conde deFuentes y el conde de Mansfeld, sehicieron cargo del ejército y delgobierno. Puse todas mis esperanzas enlos. Estados Generales de Francia,convocados en el Louvre por el duquede Mayenne para 1593. Mi embajador,el duque de Feria, propuso allí lacandidatura de mi hija queridísima,Isabel Clara, a la corona de Francia,pero los franceses, incluso casi todoslos católicos, querían en el trono de sanLuis a un príncipe francés. Entonces, enjulio de ese mismo año, Enrique deBorbón, movido por las pretensiones de

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mi hija, que por su madre Isabel deValois era nieta del gran Enrique II,tomó una decisión que había preparadoya con sus últimos gestos: abjuró de laherejía y abrazó solemnemente lareligión católica de sus mayores. Comoun símbolo, este suceso trascendentalocurrió el 25 de julio, día de Santiago,patrón de España, que desde tiempoinmemorial enlaza con su camino celestelos dos reinos hacia su tumba enGalicia. Yo me había ilusionado con vera Isabel en el trono de Francia pero laconversión de Enrique aseguraba elcumplimiento del principal objetivo demi vida. Cuando entró en París,aclamado por el pueblo que antes le

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había rechazado por hereje, acudió arendir homenaje y ratificar su nueva feen la catedral de Notre Dame. El honorde mis armas me obligó a continuar laguerra contra él pero desde esemomento, cumplida mi principal misión,yo deseaba la paz tanto como él y comonuestros dos pueblos. No tardaría esapaz: buscábamos bazas para ella.

El 20 de enero de 1594 llegaba aFlandes mi nuevo gobernador y capitángeneral, el archiduque Ernesto deAustria, sustituido por el conde deFuentes cuando murió a los pocosmeses. El veterano general, que ya habíacumplido setenta años, presionó sobre lafrontera de Francia, para cobrar ya

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bazas que nos asegurasen una pazhonrosa, y tomó la ciudad de Cambrai,desde donde yo dirigí la campaña deSan Quintín. Conseguido, en el fondo, miprincipal designio en Francia, yo mepreocupaba por entonces de que mi hijoel príncipe Felipe asimilase bien lasinstrucciones que le había dadopersonalmente, en presencia de misconsejeros y de los nobles, como elmarqués de Denia, al que le veía másinclinado, y en quien seguramentedescansaría cuando tomase la plenituddel gobierno que ya ensayaba a misombra. Aquí tengo esos papeles en queprocuré verter «toda mi experiencia detantos años de monarca dé tantos y tan

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crecidos Estados y dominios como osdejaré»:

«Si queréis ser buen príncipe —erami primer consejo— habéis de serprimero buen cristiano, pues el únicocamino para bien reinar es el de lavirtud. Como rey cristiano deberéis oírla misa todos los días, para pedir aDios rendidamente que os ilumineaquel día para que acertéis en cuantosnegocios pongáis mano, y que ya queha puesto en vuestros hombros todo elpeso del gobierno de un pueblocristiano, ponga en vuestroentendimiento luz para que acertéis entodas las providencias ydeterminaciones que deis. Habréis

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asimismo frecuentar los sacramentosde la penitencia y la eucaristía, almenos una vez a la semana, pues heleído en San Jerónimo que quienfrecuenta estos altísimos y santossacramentos no puede ser muy malo.Debíais también, siempre que losnegocios de Estado le den tiempo paraello, recogeros en la meditación doshoras cada día y hacer examen deconciencia todas las noches. Os insistoen que vuestro primer deber serádefender la religión, aun a costa deperder el trono: muchas coronas degloria hallaréis si la terrena que osdejare perdierais en esa demanda;porque si campeón esforzado os

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presentáis a la batalla por defendernuestra religión sagrada, aunqueperdáis el reino os dará Dios la gloriaque es lo fijo y lo único que debemosdesear. Así corresponderéis a vuestrotítulo de Rey Católico, para que todosvean y conozcan que no solamente lotenéis por herencia sino por particularmerecimiento».

Esta era la primera y principal demis instrucciones para mi hijo, aunquemás que de mis palabras insistentes mefiaba de mi continuado ejemplo para quela cumpliese.

Establecido este principiofundamental, donde se formulabaclaramente la misión de mi vida,

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aleccioné a mi hijo sobre la esencia ylos deberes de la realeza, según lostratadistas más eminentes de nuestrotiempo, que yo había meditado hastahacer mía su doctrina. «El hombrebueno jamás temió al rey malo; laMonarquía no es de origen divino sinohumano, y existe en los pueblos elderecho de acabar con el tirano. Elcarácter de los reyes y su corona laestablecieron, la dieron y la dan loshombres. Hay que tener cuidado conlos peligros que acarrean los vicios ydesórdenes de un rey; por esto se hanquitado ignominiosamente algunosreyes de sus tronos, sujetándolos a unencierro. Aún más fuerte fue la

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institución que puso en su repúblicaaquel tan celebrado Solón ateniense,pues formó una ley muy excelente yprovechosa, en la cual se ordenaba ypreveía que al rey bebedor se le quitaseluego la vida, pues era más justo y másconveniente que antes pereciese unhombre en la república que no que porsu mal ejemplo se ensuciase ycorrompiese toda, perdiendo paramuchos siglos una buena fama yreputación».

Dije a mi hijo que seleccionase a susministros como lo había hecho su abueloel Emperador; y con más tino que supadre, el cual junto a excelentesservidores llamó junto a sí a algún

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inepto, y algún traidor vil. «Si tú,cuando seas rey, te apartares, Dios nolo permita, de los consejos de tusministros buenos, despreciándoles yguiándote sólo por tus deliberanzas,sin preguntar para saber y sin saberpor otros más que por ti mismo, másque rey querrás parecer un cierto Diosentre los hombres, o a lo menos (que meparece más razonable) serás tenido porun rey muy temerario y nada digno dela Corona, como en cierto modoenemigo declarado del bien público detus vasallos, pues si las cosas másgrandes que se consultan y tratan entremuchos y muy prudentes varones y condespacio y mucha madurez, se yerran y

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se equivocan, ¿qué podría esperarse deun rey, que al fin es un hombre sujeto apasiones, a yerros y a equivocaciones,que para nada tome consejo, para nadapregunte, y para todo desprecieacertados y maduros pareceres, y sóloquiera prevalezca y se siga en todo ypor todo el suyo, sea tuerto oderecho?»

Ante las tendencias de dominioexcesivo que creí notar en el príncipeFelipe, aunque las paliaba con suindolencia en el despacho de losnegocios, que prefería encargar a otrosantes de tomar sobre sí la principalresponsabilidad, hube de advertirle aldefinir desnudamente la función de la

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Corona:«El rey es el primer servidor del

reino. El ser rey, si se ha de ser comose debe, no es otra cosa que unaesclavitud precisa, que le trae consigola Corona. Por tanto debe buscar laperfección en todo, y principalmente enla justicia, de tal manera que el malo teexperimente terrible y el bueno,generoso. No puede el rey pasar poralto los delitos, porque todo es uno,hacer el delito o permitir o noremediar, pudiendo, el que se haga».

Para ello deberá elegir bien a suscolaboradores, y además tenerles envigilancia y razón, no se desmanden. «Atal efecto, tendrás gran cuidado en

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elegir a tus ministros y gobernadores,sin dejarles por ello en absolutalibertad e impunes si se descarriaban,por lo que siempre habrán de sentirsevigilados por la autoridad real.Ordenarás a los de tu consejo ypresidente formen carta a tu nombre atodas las ciudades, plazas, villas ylugares de tus reinos, advirtiendo atodos tus vasallos se quejen libre yciertamente y reciban de susrespectivos jueces, para tomar contraellos la providencia rígida que pidansus excesos, y que esto lo hagan pormedio de sus escritos justificativosdirigiéndoles al presidente del mismoconsejo, el cual deberá hacer presentes

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todas las quejas que tú le consultes contu consejo secreto y se determine lo queconvenga; bien que toda han de sabermuy bien te precias mucho de recto yjusticiero, y que aun los mismosconsejeros no estarán tan libres de tudescontentamiento si algo dicen ydeterminan injustamente; y enhaciendo algunos fuertes ejemplaresestás cierto que serás respetado muchoy la justicia estará autorizada como sedebe». Dejé para uso del príncipe unasnotas reservadas acerca de mi juiciosobre mis consejeros, entre los queelogié, como mejores, al cardenalEspinosa y al presidente Pazos.

En un mundo en que reinaba la

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arbitrariedad, que por desgracia yohabía usado alguna vez aunque nuncaconsciente sino engañado por falsosconsejos, me interesaba inculcar a miheredero una idea muy elevada de lajusticia, sin acepción de personas:

«Como rey deberás siempre recibira tus vasallos, para que libremente teexpongan sus quejas, tanto para hacerjusticia a sus demandas como parainformarse de sus bocas de algunascosas que no suelen llegar por vía yconductos regulares a los oídos del rey.La recta justicia pide que todo súbditosea oído, ya agraviado, ya acusado, yarico, ya pobre. Cuidarás mucho de queno se quite a nadie la facultad que

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señalan las leyes de poderse defender,ni dejarás que en todos tus tribunales ychancillerías se oiga con tantaatención y cuidado al muy pobre comoal muy rico, dándote por muy malservido de los que en contrario de estoobraren».

Aunque por naturaleza y experienciame inclinaba a la severidad, pedí a mihijo que no se olvidase de la clemencia,incluso en las ofensas de carácterpersonal. Y recomendé a mi hijo que entodo caso evitara la crueldad:

«Y porque se halla un cierto linajey manera de hombres tan fiero y taninhumano que de ningún castigo y penaque impongan a los delincuentes se

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satisfacen, si no va envuelto en sangre,los cuales, desnudos de todahumanidad y blandura, en los delitos ycosas livianas inventan y buscannuevos géneros y maneras de castigos,y a puras fuerzas del tormento hacenconfesar al triste que cogen entre lasmanos, lo suyo y lo ajeno, lo hecho ypor hacer, teniendo por gran gloria yhonra la miseria y desventura que amuchos infelices causaron, te adviertomucho que a semejante linaje de jueceslos apartes y arrojes de semejantescargos, pues su inhumanidad ycrueldad es más propia para vivir entrefieras que para servir a un rey ygobernar unos vasallos católicos».

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Durante mi vida hube de enfrentarmemás de una vez con la responsabilidadde enviar hombres y mujeres a lamuerte. Pero como lo hice por exigenciaimplacable de la justicia, puderecomendar a mi hijo en favor de la vidaestas cosas:

«Hete, hijo, traído estas cosas a tuconsideración para que jamás llegues aconfirmar la condenación a muerte decualquier hombre sino de mala gana ycontra tu voluntad, y forzada por elmiramiento de la justicia y buenadisposición de las leyes».

Fijada como principal instrucción ladefensa de la fe aun a costa de laCorona, instruí también a mi hijo para

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que en las guerras y alianzas buscase nosólo la justicia de su propia causa, sinola justicia de los demás, para que no lecomprometieran los errores ajenos. Yaunque mi secretario Juan de Idiáquezme ayudó en la preparación de estasinstrucciones, quise yo repasarlas yluego volverlas a escribir todas por mimano, y así las firmé y entregué alpríncipe cuando se hizo cargo de midespacho, el 30 de julio de 1595.

La muerte del Rey

En la campaña del año siguiente ydespués de un nuevo saqueo de Cádiz

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por una flota inglesa, ordené que searmasen varias expediciones de castigocontra Inglaterra para ayudar a loscatólicos de Irlanda, y reuní nuevainformación para los preparativos deotra gran Armada, después de variasvictorias parciales importantes queaseguraron la feliz llegada de las flotasde Indias y la defensa de las Azores yotras dependencias de mis dos coronas.Pero ese año se formó contra mí, comoterrible amenaza, la coalición deInglaterra, Francia y Holanda quepretendía arrebatarme la hegemoníacontinental en Europa y el dominio delocéano. Entonces concerté elmatrimonio de aquella que más amé

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entre los ocho hijos que tuve, IsabelClara, con el archiduque Alberto deAustria, a quien encomendé el gobiernoy luego la soberanía de los Países Bajos—la dote espléndida y envenenada demi hija— con la cláusula de que, simuriesen sin sucesión, esa soberaníatendría que revertir a la Corona deEspaña. Tuve noticia de que estadecisión sentó bien entre mis súbditoscatólicos de aquellos estados, que así sepodrían preservar para la religión y parala alianza española frente a Inglaterra.Cuando se estaba terminando depreparar en Flandes una ofensiva contrael rey Enrique IV de Francia, elgobernador de la plaza de Doullens,

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Hernán Portocarrero, consiguió, cualnuevo Ulises, introducirse con engañoen la plaza enemiga de Amiens, cuyaspuertas abrió luego a mis tropas, que seapoderaron de la ciudad y cobraron ensus repletos almacenes un botín enorme.El rey de Francia, herido en lo más vivode su orgullo, recuperó poco después laplaza, y Portocarrero, sin recibir auxiliode Flandes, murió en su defensa. Pero latoma de Calais por el archiduqueAlberto, y el fracaso de otra flotainglesa ante las Azores, además deproducir el descrédito definitivo deltraidor Antonio Pérez que habíaaconsejado la aventura, desmoralizó alos aliados del norte, que comprobaron

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una vez más mi capacidad de resistenciay la tenacidad de España en la defensade la causa de Dios. En esta mismaprimavera pasada de 1598, cuando yalas fuerzas me iban abandonando díatras día, el rey de Francia, la reina deInglaterra y yo sentimos el clamor depaz y prosperidad y reconstrucción quebrotaba de todos nuestros pueblos, y,aunque Inglaterra se reservó continuarlas hostilidades, que sin embargoamortiguó de nuevo bajo los límites desus habituales piraterías, el rey Enriquede Francia, que ya había demostrado laconstancia de su fidelidad a la Iglesia,quiso firmar conmigo la paz, quenuestros plenipotenciarios sellaron en

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Vervins el pasado día 2 de mayo. Estapromesa de paz, que hasta hoy dura,parece la bendición de Dios sobre laúltima gran empresa de mi vida, quizá lamás importante de todas para el futurode la Cristiandad: la definitivasalvación de Francia para nuestra santafe. Insisto tanto en ello porque ha sidomi última empresa, mi última victoria.Sin mi presión constante jamás hubieracambiado Enrique IV por una misa,como dijo, la ciudad de París.

Con esto, querido maestro Terrones,he terminado para el Señor y para vos ypara el príncipe Felipe, a quienentregaréis copia de vuestras notascuando os parezca mejor, este recuerdo

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de lo que ha sido mi vida. Acercadme,para tenerlas al lado cuando acabe devenir mi hora, las disciplinas que usóhasta su última enfermedad mi padre elEmperador, en las que las huellas de susangre se mezclan con la mía; y el Cristoque primero mi madre, y luego mi padretuvieron entre las manos mientrasmorían en la paz del Señor, y que luegoentregaréis a mi hijo. Dadle tambiénesas instrucciones de san Luis deFrancia para el hijo suyo que se llamaríatambién, como el mío, Felipe Tercero,que las he venido traduciendolentamente durante estas semanasfinales. Acercaréis a mi lecho el ataúdque tengo preparado tras esas cortinas, y

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cuando parezca que dormito meaplicaréis, después de la unción, lassagradas reliquias que me hanacompañado toda la vida. Repasadmedespacio la minuta de mi funeral, perono vuestra oración fúnebre, dondeescatimaréis el elogio para insistir,sobre todo, en la esperanza que meanima. No olvidéis instruir al prior «porqué puerta me he de meter y por cuálsacar, que no voy a morir sino a lafiesta que, purgadas con tanto dolor ysufrimiento mis culpas siento que Diosme depara. He pedido al Señor moriren plena conciencia y sé que me lo va aconceder».

[Hay una nota manuscrita sobre el

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blanco de la última página que dice:]Yo, maestro Francisco Terrones,

predicador de su majestad, terminé conestas palabras la transcripción de surelato que me hizo, por términosvariables, durante las horas que viviódespierto en medio de su letargo, desdeel 1 al 12 del mes de septiembre de esteaño 1598. Cuando rezaba a su lado en lamadrugada del día 13 de septiembre,sentimos los dos que el Señor leconcedía su último deseo, y ledespertaba para llevárselo en plenalucidez. Sonrió por ello con sonrisa queno era de este mundo. Afirmó sus manosen el crucifijo de sus padres, y escuchóunos instantes el primer cántico de la

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misa que se celebraba junto a su cámara,en el altar mayor del monasterio. Nocerró los ojos. Musitó sólo, mirándomesuavemente como brindándome suúltimo secreto, estas palabras:

«Mis barcos, Isabel, Isabel, Isabel,Isabel Clara».

Después se fue acabando poco apoco, de suerte que con un pequeñomovimiento dando dos o tresboqueadas salid aquella santa alma.Dos horas después los concejales delmunicipio creado por su majestad, sereunieron en sesión urgente y acordaronconcederse seis ducados por personapara encargar en honor del Rey untraje digno.

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NOTA DE FUENTES

Los recuerdos escritos por la manofirme del maestro Francisco Terronesestán corroborados por la admirablesíntesis del profesor J. L. Comellas ensu Historia de España moderna ycontemporánea, tomo I, Madrid, Rialp,1974; los dos tomos monumentales deldoctor Gregorio Marañón, AntonioPérez, Madrid, Espasa-Calpe, 1977; lasorprendente biografía intima,documentadísima sobre fuentes hastaahora inéditas, de Geoffrey Parker,Felipe II, Madrid, Alianza Editorial,1985; varias obras del profesor

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Fernández Álvarez, entre las que destacaPolítica mundial de Carlos V y FelipeII, Madrid, CSIC, 1966; la definitivahistoria militar del reinado —esecapítulo sobrecogedor sobre laInvencible, con referencias a fuentesespañolas y británicas— escrita por elgeneral Carlos Martínez de Campos ensu España bélica, siglo XVI, segundaparte, Madrid, Aguilar, 1966; las obras,clásicas y documentadísimas, deCabrera de Córdoba y el padreMontaña; y desde el lado inglés, laevocadora biografía de Jean PlaidyQueen of this realm, Londres, PanBooks, 1985, además del marco clásicosobre los Tudor trazado inimitablemente

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por Macaulay en su History of England,vol. 1, Londres, Everyman’s library, ed.1980. Podría citar aquí, naturalmente,una eternidad de títulos y de fichasacumulados de forma dispersa durantetoda una vida de devoción por Felipe II;pero de lo que se trata es de presentarcon toda su fuerza original el manuscritodel doctor Francisco Terrones.

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RICARDO DE LA CIERVA Y HOCES.(Madrid, España; 9 de noviembre de1926) es un Licenciado y Doctor enFísica, historiador y político español,agregado de Historia Contemporánea deEspaña e Iberoamérica, catedrático deHistoria Moderna y Contemporánea porla Universidad de Alcalá de Henares

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(hasta 1997) y ministro de Cultura en1980.

Nieto de Juan de la Cierva y Peñafiel,ministro de varias carteras con AlfonsoXIII. Su tío fue Juan de la Cierva,inventor del autogiro. Su padre, elabogado y miembro de Acción Popular,el partido de Gil Robles, Ricardo de laCierva y Codorníu, fue asesinado enParacuellos de Jarama tras haber sidocapturado en Barajas por la delación deun colaborador, cuando trataba de huir aFrancia para reunirse con su mujer y susseis hijos pequeños. Asimismo eshermano del primer español premiadocon un premio de la Academia del Cine

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Americano (1969), Juan de la Cierva yHoces (Oscar por su laborinvestigadora).

Ricardo de la Cierva se doctoró enCiencias Químicas y Filosofía y Letrasen la Universidad Central. Fuecatedrático de Historia ContemporáneaUniversal y de España en la Universidadde Alcalá de Henares y de HistoriaContemporánea de España eIberoamérica en la UniversidadComplutense.

Posteriormente fue jefe del Gabinete deEstudios sobre Historia en el Ministeriode Información y Turismo durante elrégimen franquista. En 1973 pasaría a

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ser director general de Cultura Popular ypresidente del Instituto Nacional delLibro Español. Ya en la Transición,pasaría a ser senador por Murcia en1977, siendo nombrado en 1978consejero del Presidente del Gobiernopara asuntos culturales. En laselecciones generales de 1979 seríaelegido diputado a Cortes por Murcia,siendo nombrado en 1980 ministro deCultura con la Unión de CentroDemocrático. Tras la disolución de estepartido político, fue nombradocoordinador cultural de Alianza Popularen 1984. Su intensa labor política le fuemuy útil como experiencia para suslibros de Historia.

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En otoño de 1993 Ricardo de la Ciervacreó la Editorial Fénix. El renombradoautor, que había publicado sus obras enlas más importantes editorialesespañolas (y dos extranjeras) durantelos casi treinta años anteriores, decidióemprender esta nueva editorial porrazones vocacionales y personales. Almargen de ello, sus escritos comenzabana verse censurados parcialmente, congran disgusto para el autor. Por otraparte, su experiencia al frente de laEditora Nacional a principios de losaños setenta, le sirvió perfectamente eneste apartado.

De La Cierva ha publicado numerosos

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libros de temática histórica,principalmente relacionados con laSegunda República Española, la GuerraCivil Española, el franquismo, lamasonería y la penetración de lateología de la liberación en la IglesiaCatólica. Su ingente labor ha sidopremiada con los premios periodísticosVíctor de la Serna concedido por laAsociación de la Prensa de Madrid y elpremio Mariano de Cavia concedido porel diario ABC.

Ideológicamente, Ricardo de la Ciervase define a sí mismo como «un claroanticomunista, antimarxista yantimasónico, y desde luego porque soy

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católico, español y tradicional en elsentido correcto del término». Afirmaque «siempre he defendido al GeneralFranco, y su régimen y los principiosdel 18 de julio, pero también era capazde ver los errores que había dentro y dedecírselos al propio Franco».