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1. Después de leer cada uno de los ensayos que siguen a continuación. a. Reflexione acerca de los ejes temáticos que transversalizan cada uno de los escritos. b. Consulte cada una de las técnicas de expresión oral y los procedimientos que se utilizan para el desarrollo de las mismas.(mesa redonda, debate, philis, foro, ponencia,conferencia…) c. Elabore un cuadro de ideas por cada documento teniendo en cuenta su esencia d. Socialización el dia 04 de octubre El viejo mal de Colombia Por: William Ospina ¿CÓMO HACERLES ENTENDER A LOS gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, “la mano dura y el corazón grande” ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes? 1La principal causa de delincuencia hoy en Colombia es la falta de un orden incluyente en el cual los jóvenes sientan que son tenidos en cuenta por la sociedad, que se les ofrece educación, salud, respeto, el horizonte de un empleo digno, estímulos para su talento y oportunidades para realizar sus sueños. Todos esos guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes que se desmovilizan y resurgen como hongos después de cada redada no son meras expresiones del mal, son la

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1. Después de leer cada uno de los ensayos que siguen a

continuación.

a. Reflexione acerca de los ejes temáticos que

transversalizan cada uno de los escritos.

b. Consulte cada una de las técnicas de expresión oral y los

procedimientos que se utilizan para el desarrollo de las

mismas.(mesa redonda, debate, philis, foro,

ponencia,conferencia…)

c. Elabore un cuadro de ideas por cada documento teniendo

en cuenta su esencia

d. Socialización el dia 04 de octubre

El viejo mal de ColombiaPor: William Ospina

¿CÓMO HACERLES ENTENDER A LOS gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, “la mano dura y el corazón grande” ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes?

1La principal causa de delincuencia hoy en Colombia es la falta de un orden incluyente en el cual los jóvenes sientan que son tenidos en cuenta por la sociedad, que se les ofrece educación, salud, respeto, el horizonte de un empleo digno, estímulos para su talento y oportunidades para realizar sus sueños. Todos esos guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes que se desmovilizan y resurgen como hongos después de cada redada no son meras expresiones del mal, son la evidencia de un orden social donde a los jóvenes no se les ofrece otro destino que las armas.

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Por la educación, por la salud, por la posibilidad de desarrollar sus talentos, tienen que pagar hasta el último peso, pero por la violencia todos les pagan: la guerrilla, las bandas criminales y hasta el propio Estado.

Despreciar los recursos que ofrece la civilización para prevenir y controlar el delito es la más antigua tradición de la sociedad colombiana. Aquí la educación debería ser gratuita, como en todos los países decentes. La identificación temprana de vocaciones y talentos debería ser una práctica corriente, la orientación de los jóvenes hacia la ciencia, la tecnología, los oficios, las profesiones, la productividad y las artes debería ser la primera prioridad del orden social. Pero basta comparar el presupuesto del Ministerio de Defensa con el presupuesto del Ministerio de Cultura: para nuestros gobiernos, el poder de las armas es doscientas veces más importante que el poder de las ideas, de las costumbres y de la convivencia. Si uno hace un rectángulo y lo divide en doscientos cuadros, dejando todos en blanco y llenando de color solamente uno, tendrá ante los ojos la desconcertante relación que existe en Colombia entre el presupuesto de la guerra y el presupuesto de la cultura.

De prevenir el delito no habla nadie; de castigarlo, hablan todos. Se les hace agua la boca diciendo “cero tolerancia con el delito”, y uno creería que están hablando de empleo, de educación, de prevención, de dignidad de las comunidades: no, están hablando de cárceles y a lo mejor de tormentos. Les parece más efectivo reprimir, perseguir, hacer redadas, encarcelar, dar de baja, porque todo eso puede hacerse en seguida, en tanto que la prevención, la recuperación y la reeducación requieren esfuerzo, generosidad y una conciencia profunda de la dignidad de los seres humanos.

Y como cada gobierno sólo dura cuatro años (y el siguiente período nunca está seguro), nadie se siente con el ánimo de emprender una profunda rectificación del modelo de convivencia, que tardará unos pocos años en dar sus frutos, y le apuestan todo a la ilusión del exterminio. Pero como ocurre con el narcotráfico: por cada jefe que cae, veinte se disputan en seguida su puesto, sus rutas, su ámbito de influencia; cada vez que uno de ellos es extraditado, ascienden las nuevas promociones; a rey muerto, rey puesto, y el negocio no deja de ser próspero porque se eliminen del escenario talentos tan fácilmente reemplazables como los de un jefe de mafias.

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Nos gobierna una idea de la humanidad basada en el resentimiento, en la lógica insana del furor y el castigo. Y lo que más debería hacernos pensar es que ese mal no es nuevo. Cuando yo tenía cinco años, hace medio siglo, nos decían que Colombia sería un paraíso en cuanto se diera de baja a Desquite y a Sangrenegra, los bandoleros que asolaban los campos. Yo mismo fui testigo del vuelo de los helicópteros que llegaban al norte del Tolima a pacificar la región. Hace veinticinco años me estremecía ver en fotografías de la prensa cómo sacaban cerca de Bogotá pendiendo de helicópteros los cadáveres de los guerrilleros dados de baja, o cómo hacían la exposición de sus cuerpos como de piezas de cacería. Hace veinte años sabíamos que bastaba eliminar a Rodríguez Gacha y a Pablo Escobar para que Colombia descansara por fin.

Hoy nos dicen que la guerra en los campos está terminando, pero que todos los días nacen nuevas bandas de delincuentes en las ciudades. Ahora se llaman “Los chicos malos”, “Los falsos”, “Los aguacates”, “Los Simpson”, “Los triana”, “Los chachos”. 145 bandas en Medellín, 44 en Cali, muchísimas en las otras ciudades, y panfletos amenazantes en 20 departamentos. No es irracional el temor de que, con esta manera absurda de enfrentar el delito sólo por la represión, con estas desmovilizaciones que no parecen estar acompañadas de serios procesos de recuperación de los combatientes, y sin un esfuerzo serio por cambiar la situación de los jóvenes en las barriadas, lo único que estemos haciendo es traer a las ciudades la violencia del campo.

Llegan nuevas oleadas de delincuentes, y empieza a hablarse otra vez de “limpieza social”, del terror en los barrios, “toques de queda” dictados por criminales anónimos. Y ¿no era de esperar que fuera así, cuando el Estado no tiene otro lenguaje para los excluidos que el de la violencia y de la guerra? Es urgente que se forme en Colombia una alternativa de civilización que rechace por igual todas las violencias, que no haga de la violencia la única respuesta a las bárbaras consecuencias de la injusticia. Los paños de agua tibia de una legalidad sin justicia no hacen más que demorar el caos que crece, y que puede acabar por arrastrarnos a todos.

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EL VIEJO REMEDIO POR WILLIAN OSPINA

YO SÉ QUE QUIEREN QUE NOS ALEGREmos con la muerte de Pablo Escobar. Yo sé que quieren que nos alegremos con la muerte del Mono Jojoy. Yo sé que quieren que nos alegremos con la muerte de Marulanda. Y que nos alegremos con la muerte de Desquite, de Sangrenegra, de Efraín González.

Yo no me alegro. No me alegra la muerte de nadie. Pienso que todos esos monstruos no fueron más que víctimas de una sociedad injusta hasta los tuétanos, una sociedad que fabrica monstruos a ritmo industrial, y lo digo públicamente, que la verdadera causante de todos estos monstruos es la vieja dirigencia colombiana, que ha sostenido por siglos un modelo de sociedad clasista, racista, excluyente, donde la ley “es para los de ruana”, y donde todavía hoy la cuna sigue decidiendo si alguien será sicario o presidente.

Tanto talento empresarial de ese señor Escobar, convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, y dedicado a gastar su fortuna en vengarse de todos, en hacerles imposible la vida a los demás, en desafiar al Estado, en matar policías como en cualquier película norteamericana, en hacer volar aviones en el aire: tanta abyección no se puede explicar con una mera teoría del mal: no en cualquier parte un malvado se convierte en semejante monstruo.

Y tanto talento militar como el de ese señor Marulanda, que le dio guerra a este país durante décadas y se murió en su cama de muerte natural, o a lo sumo de desengaño, ante la imposibilidad de lograr algo con su inútil violencia, pero que se dio el lujo triste de mantener a un país en jaque medio siglo, y de obligar al Estado a gastarse en bombas y en esfuerzos lo que no se quiso gastar en darles a unos campesinos unos puentes que pedían y unas carreteras.

Yo sé que quieren hacernos creer que esos monstruos son los únicos causantes del sufrimiento de esta nación durante medio siglo, pero yo me atrevo a decir que no es así. Esos monstruos son hijos de una manera de entender a Colombia, de una manera de administrarla, de una manera de gobernarla, y millones de colombianos lo saben.

Por eso Colombia no encontró la paz con el exterminio de los bandoleros de los años cincuenta. Por eso no encontró la paz con la guerra incesante contra los guerrilleros de los años sesenta. Por eso no encontró la paz tras la desmovilización del M-19. Por eso no conseguimos la paz, como nos

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prometían, cuando Ledher fue capturado y extraditado, y cuando Rodríguez Gacha fue abatido en los platanales del Caribe y Pablo Escobar tiroteado en los tejados de Medellín, ni cuando murieron Santacruz y Urdinola y Fulano y Zutano y todo el cartel X y todo el cartel Y, y tampoco se hizo la paz cuando murió Carlos Castaño sobre los miles de huesos de sus víctimas, ni cuando extraditaron a Mancuso y a Don Berna y a Jorge 40, y a todos los otros.

Porque esos monstruos son como frutos que brotan y caen del árbol muy bien abonado de la injusticia colombiana. Y por eso, aunque quieren hacernos creer que serán estas y otras mil muertes las que le traerán la felicidad a Colombia, los desórdenes nacidos de una dirigencia irresponsable y apátrida, yo me atrevo a pensar que no será una eterna lluvia de las balas matando colombianos degradados, sino un poco de justicia y un poco de generosidad , lo que podrá por fin traerle paz y esperanza a esa mitad de la población hundida en la pobreza, que es el surco de donde brotan todos los guerrilleros y todos los paramilitares y todos los delincuentes que en Colombia han sido, y todos los niños sicarios que se enfrentan con otros niños en los azarosos laberintos de las lomas de Medellín, y que vagan al acecho en los arrabales de Cali y de Pereira y de Bogotá.

Claro que las Farc matan y secuestran, trafican y extorsionan, profanan y masacran día a día, y claro que el Estado tiene que combatirlas, y es normal que se den de baja a los asesinos y a los monstruos. Pero que no nos llamen al júbilo, que no nos pidan que nos alegremos sin fin por cada colombiano extraviado y pervertido que cae día tras día en la eterna cacería de los monstruos, ni que creamos que esa vieja y reiterada solución es para Colombia la solución verdadera. Porque si seguimos bajo este modelo mental, no alcanzarán los árboles que quedan para hacer los ataúdes de todos los delincuentes que todavía faltan por nacer.

Más bien, qué dolor que esta dirigencia no haya creado las condiciones para que los colombianos no tengan que despeñarse en el delito y en el crimen para sobrevivir. Qué dolor que Colombia no sea capaz de asegurarle a cada colombiano un lugar en el orden de la civilización, en la escuela, en el trabajo, en la seguridad social, en la cultura, en la sana emulación de las ceremonias sociales, en el orgullo de una tradición y de una memoria. Yo, personalmente, estoy cansado de sentir que nuestro deber principal es el odio y nuestra fiesta el exterminio.

Construyan una civilización. Denle a cada quien un mínimo de dignidad y de respeto. Hagan que cada colombiano se sienta orgulloso de ser quien es, y no esté cargado de frustración y de resentimiento. Y ya verán si Colombia es tan mala como quieren hacernos creer los que no ven en la violencia del Estado un recurso extremo y doloroso para salvar el orden social, sino el único instrumento, década tras década, y el único remedio posible para los viejos males de la nación.

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LO QUE SE DA NO SE PIERDE.

Por Héctor Abad Faciolince *

Todo el mundo habla de las maravillas de la naturaleza; casi nadie recuerda sus horrores. El registro fósil y las investigaciones de los biólogos nos demuestran que de todas las especies que han existido sobre la tierra, más del 99% se han extinguido. En la extinción del cretácico todos los animales de más de 25 kilos desaparecieron. Las glaciaciones del paleolítico también fueron aterradoras y el frío terminó con miles y miles de especies; al hombre moderno le tocaron algunas; imagínense a la tierra cubierta por una costra de kilómetros de hielo; se helaron las plantas que comían los animales, se murieron los animales y las plantas que los hombres comían. La pelea por la supervivencia tuvo que ser aterradora y en algunas partes del planeta el ser humano, un animal frágil, sobrevivió gracias a su inteligencia, a su hoy tan denigrada inteligencia.

Millones de especies vegetales y animales han desaparecido. Y no por culpa del hombre, pues la inmensa mayoría de estas especies se extinguieron mucho antes de que el homo sapiens hiciera su aparición en África. La naturaleza es ciega y carece de piedad: una erupción destruyó a Pompeya, un terremoto acabó con Lisboa, el deslumbrante nevado del Ruiz borró del mapa a Armero. La armoniosa ciudad de San Francisco, se sabe, será un día tragada por el mar. Y no por culpa del hombre —insisto— sino a pesar de los esfuerzos del hombre por evitarlo. Todos estamos expuestos a los peores cataclismos naturales: catástrofes cósmicas como el choque con un inmenso meteorito; catástrofes terrenales como los virus y las bacterias.

Para el ser humano el estado de naturaleza es demasiado duro, casi terrible. Muchos hombres de hace 30 mil años eran ya unos ancianos a los treinta años: sin dientes, con caries espantosas, los huesos de la mandíbula carcomidos por los abscesos con rastros de infecciones aterradoras en el cráneo y en el tímpano.

Guardémonos de mitificar el pasado, olvidémonos de las pías historias que pretenden hacer pasar el estado de naturaleza por un paraíso. Al contrario. El hombre sin cultura, el hombre a la merced de los caprichos de la naturaleza, el hombre de la absoluta pobreza material y cultural, es un hombre, también, de una inmensa pobreza espiritual. La razón es muy simple y muy triste: el ser humano anterior a la agricultura y a la técnica (no se nos olvide que un hacha de piedra, un bumerang o una cerbatana son también tecnología), el hombre primitivo, se ve obligado a dedicar prácticamente todo su tiempo a una sola cosa: la consecución del alimento. Sin tiempo libre no

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florecen las artes, ni los inventos, ni la medicina, ni la magia, ni la culinaria, ni las herramientas, es decir, todos esos objetos no naturales que forman parte importante de lo que llamamos cultura.

Es cierto, tenemos el deber de conservar la naturaleza. Pero estamos obligados también a combatirla, a intentar contrarrestar sus efectos nocivos sobre el hombre, sobre las plantas, sobre los animales. Una especie de ecología mística —que un destacado filósofo español ha bautizado como ecolatría— ha hecho que la naturaleza se lleve toda la buena prensa. Esta misma ecolatría, mezclada con buenos sentimientos y con una excesiva atención a lo políticamente correcto, ha difundido también la idea de culturas naturales ingenuas, buenas e incontaminadas, que vivirían en perfecta armonía con la naturaleza. La palabra armonía suena bien, pero no siempre es conveniente. No siempre la incapacidad de intervenir en la naturaleza significa “respeto por la naturaleza”. En la naturaleza —por ejemplo— se dan, naturalmente, las pestes, los parásitos, las inundaciones y las sequías: oponerse a ellas mediante la medicina, los diques y el riego es un procedimiento cultural, antinatural, y benéfico. Los antibióticos producen matanzas inclementes de microbios, y se oponen al curso “natural” de la muerte por una infección.

Lo natural en un mamífero como el hombre es que las hembras queden embarazadas incesantemente desde la pubertad hasta la menopausia. Algunas culturas, con feliz pensamiento antinatural, consideran que no es conveniente que las mujeres se dediquen a parir toda la vida. Y afirman esto aunque a la aspiración de regular los nacimientos se opongan culturas milenarias como la de la Iglesia Católica que, curiosamente, acepta —como decía alguien— que las mujeres usen la aritmética (llevar la cuenta de los días) para evitar los hijos, pero no admite la física (los condones o la interrupción del coito) ni la química (los anticonceptivos artificiales).

Hay un rasgo natural del hombre, de todos los hombres, que es importante destacar. Todos los humanos tenemos un patrimonio común, el fundamental, el que nos hace tan distintos de las otras especies y tan asombrosamente parecidos entre nosotros: nuestro patrimonio biológico. La materia cerebral bioquímica es común a todas las personas; la herramienta que tenemos para pensar es muy parecida en todos. Judíos, quechuas, arios, mongoles, africanos, tenemos todos una maquinita biológica asombrosamente parecida: el cerebro de un niño de cualquier grupo humano está en condiciones de aprender cualquier lengua, de asimilar cualquier costumbre, de introyectar creencias y conocimientos de las más dispares culturas humanas. Ninguna teoría racista ha resistido los rigores de la prueba. El patrimonio genético de cualquier ser humano le permite asimilar los valores y costumbres de cualquier cultura. No hay razas ni culturas ni lenguas humanas puras, afortunadamente. La genialidad es escasa, pero se da en todas partes y tiene todos los colores de la piel. Hasta ahora ningún premio Nobel ha nacido en Antioquia o en el Chocó, pero hay premios Nobel indígenas, mestizos y negros. Con condiciones de educación y desarrollo adecuados podemos esperar que algún día los haya.

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Nuestra innegable unidad biológica, sin embargo, no garantiza que en todo tiempo y en todo lugar los seres humanos produzcan culturas equivalentes. El atraso comparativo e innegable que se aprecia en ciertas culturas, no es cuestión del patrimonio genético. Toda cultura tiene, sin duda, rasgos destacables, descubrimientos prácticos o artísticos o espirituales que pueden ser valiosos para los hombres de otras culturas en ciertas circunstancias. Cuando en el siglo XV la condesa Chinchón se curó de la malaria con la quina de los indios peruanos, y cuando luego divulgó los efectos curativos de esa planta en todo el Viejo Continente, los enfermos de los palúdicos pantanos de Italia curados por la planta no se quejaron de intromisión cultural quechua en sus costumbres. No, ellos sustituyeron sus medios autóctonos y mágicos de curación (como eran los rezos, los amuletos y las estampas de santos) por el más eficaz método de los prácticos indígenas americanos).

Hay culturas refractarias y culturas hospitalarias. Culturas que no se sienten despojadas cuando asimilan, imitan, copian logros de otras culturas. Como escribe un ensayista australiano, “hay culturas que viven gracias a su eclecticismo, su poder para la imitación lograda y su capacidad para absorber formas y estímulos extraños”. Pero hay también culturas que, con el renacimiento del localismo y con el auge, en algunas regiones, de la enfermedad moral del nacionalismo, se vanaglorian del encierro en sí mismos y tienen la tendencia a exaltar lo propio por el solo hecho de ser propio. No se puede exaltar lo propio por el mero hecho de serlo. Que algo sea autóctono no es garantía de su bondad. Tampoco somos pueblos bobos e inocentes a la merced de las influencias del norte. Por supuesto, como dice el mismo autor, no debemos caer en el “servilismo cultural (creer que nada en la cultura local tiene valor hasta que reciba el beneplácito exterior) ni tampoco en la descarada postura defensiva, el pavoneo cultural, en la que uno pretende que nada de lo que se hace fuera de aquí es relevante para nosotros”. En palabras corrientes: ni arrogancia ni complejo de inferioridad.

No todos los valores culturales, por arraigados, antiguos o tradicionales que sean, tienen que ser defendidos. Costumbres, creencias y objetos de mi cultura han desaparecido en los pocos años —pocos en términos históricos— que ha durado mi vida: desapareció por ejemplo la ruana, que yo mismo me ponía; ya no es obligatoria la costumbre de llegar vírgenes al matrimonio; el divorcio ya no es visto como un pecado mortal. No lloro por la ruana, ni por las vírgenes, ni por los ilusorios matrimonios perfectos. Me gustan estos cambios de la moral y de la indumentaria, y me gustan además porque no son obligatorios: es posible no divorciarse, nadie prohibe llegar vírgenes al matrimonio ni ponerse una ruana.

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Desaparecen las especies naturales. Y las culturas también. De la imponente y altiva civilización romana quedan apenas algunas ruinas ilustres y algunas normas del derecho civil. El latín es una lengua muerta, y ya casi nadie invoca los dioses a los que los romanos les rezaban. Así como el español es un latín mal hablado, tal vez el culto a la virgen sea también la transformación o el residuo de una divinidad femenina, celta o romana o indígena o todas a la vez. De los indios aburraes que alguna vez poblaron este valle no quedan ni las ruinas. Las costumbres sanguinarias de las tribus bárbaras del norte de Europa también se han extinguido. No todas las culturas son equivalentes ni todas sus costumbres —por auténticas que sean, y por arraigadas que estén— defendibles. La aterradora cultura del nazismo fue derrotada en la segunda guerra mundial por una alianza soviética, europea y americana. Los nazis fueron un cáncer de la cultura alemana, pero por fortuna con la caída de Hitler fue derrotada una de las peores pestes culturales que ha producido la humanidad.

El respeto por la diferencia no puede significar el absoluto silenciamiento de la crítica. La crítica de una cultura a otra no es una manifestación de intolerancia sino un intercambio de ideas y una disputa de valores. La intolerancia, así como el menosprecio y el paternalismo, se disfrazan muy a menudo de eufemismo, es decir, de buenas maneras, de corrección política. Así como al familiar bobo o loco ni siquiera lo contradecimos, no atacar ni contradecir ciertas costumbres de otras culturas equivale a tratarlas como si fueran bobas o locas, incapaces de resistir una crítica. Cuando un europeo o un latinoamericano criticamos la práctica de la extirpación del clítoris que se acostumbra en algunos pueblos, cuando una compañía aérea extranjera critica el hábito de los varones colombianos de emborracharse en los aviones o cuando un periodista africano critica a Europa por la ridícula y desquiciada fabricación de ídolos de la farándula o de la aristocracia que realizan los medios de comunicación occidentales, en todos estos casos, estamos haciendo un intercambio cultural enriquecedor.

Este intercambio crítico y creativo es más posible hoy que nunca. Hoy, ahora, en este siglo, en nuestro denigrado, pero maravilloso siglo XX. Alguna vez Karl Popper habló del deber del optimismo. Debemos acabar con esa costumbre cultural quejumbrosa, con ese catastrofismo desmoralizador que hace creer a los jóvenes que vivimos en la peor época de la humanidad. Nada más falso. Claro que no vivimos, ni viviremos nunca, en el mejor de los mundos posibles; pero tampoco vivimos en el peor de los mundos posibles. Nos ha tocado una época fascinante, rica, compleja.

Durante miles y miles de años la humanidad contó solamente con la fuerza de sus manos, de su cerebro y de su sensibilidad. Las herramientas son las extensiones de nuestras manos; y para los límites de nuestro cerebro la humanidad ha venido inventando maravillosos depósitos de memoria. Antes nuestros conocimientos y todo nuestro patrimonio cultural podía transmitirse tan solo de viva voz. Inventos como el alfabeto, el libro, la grabación de imágenes y sonidos, la

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transmisión a distancia de nuestras ideas y pensamientos, son extensiones de nuestra voz y de nuestra memoria. El patrimonio moral y cultural de numerosos pueblos pereció muchas veces cuando murieron quienes conservaban sólo en sus cabezas todo el pasado de su estirpe. Hemos inventado herramientas para que esto no pase. La voz de Homero ya no depende tan solo de la estupenda memoria de unos cuantos aedos, sino que se conserva en millones de bibliotecas del mundo.

En el siglo XX ha habido una explosión en nuestras posibilidades de movernos y comunicarnos. Ha habido también extraordinarios avances en el conocimiento de la realidad. No con nuestros ojos, pero sí con prótesis puestas a nuestros ojos, hemos logrado ver lo que nuestra inteligencia y nuestros sentidos no podían intuir: lo más pequeño, los quarks, y lo más grande, las distancias intergalácticas. La ciencia y tecnología ofrecen una ayuda preciosa a nuestros sentidos y a nuestra memoria: los medios de grabación más elementales o más sofisticados son amplificaciones del cerebro que ningún cerebro puede contener; ya no tenemos que estar expuestos a la eventualidad de que la muerte de un sabio represente una catástrofe cultural, la pérdida de todo un patrimonio colectivo almacenado en un solo cerebro.

Para nuestras culturas colombianas, para cualquier cultura sería gravísimo, incluso suicida, tratar de ignorar las posibilidades de intercambio y de enriquecimiento cultural que ofrece el siglo XX. No vayamos a desdeñar por superfluos la ciencia y el arte; cuidado volvemos la espalda con desdén a los logros de otros pueblos. En este gesto de desprecio revelaríamos temor, envidia, e incluso estupidez. Vivimos en un mundo mezclado, intercomunicado, deliciosamente impuro y sometido a múltiples influencias. Nadie quiere una humanidad uniformada y homogénea, ni siquiera las más imperialistas, y aunque la quisieran no la lograrían. Ahí está, afuera, adentro, en muchas partes, la cultura, las culturas, ofreciéndose para que nosotros tomemos algo de ellas, de cualquiera de ellas. Stravinsky toma ritmos de América, Picasso copia formas africanas, nosotros usamos computadores japoneses. Sin temor, sin complejos. No olvidemos lo que alguna vez dijo Antonio Machado: “La cultura no es caudal que se aminore al repartirse. Su defensa lleva implícita las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da”.

* Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958). Escritor y traductor. Ha publicado, entre otros, Asuntos de un hidalgo disoluto y Tratado de culinaria para mujeres tristes.

http://www.revistanumero.com/articu.htm

Cultura, medios, política y guerra

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Análisis de la crisis nacional, buscando salidas desde los medios, los empresarios y los actores de la guerra. Texto escrito a partir de la intervención del autor en el encuentro "La cultura le declara la paz a Colombia".

Por Guillermo González Uribe

¿ La guerra es la causa de la crisis nacional, o la guerra es consecuencia de problemas estructurales del país? Es ilustrativo para el tema comenzar con una reflexión sobre un párrafo del texto "Cultura para construir la paz", que envió el Ministerio de Cultura dentro de la convocatoria al encuentro en Santa Cruz de Mompox. Dice: "Las culturas locales y regionales están amenazadas, más que por la globalización y la expansión del capital, por fenómenos nacionales como el narcotráfico y el conflicto armado...". Como toda afirmación sacada de contexto, se presta para ser manipulada, pero sirve para ilustrar algo que repiten a menudo analistas y dirigentes: que el problema del país es el conflicto armado en sí, que los problemas se originan en la guerra y se dejan por fuera las raíces del conflicto.

Lo cierto es que sólo abordando las raíces profundas del conflicto podremos resolverlo, y que la labor de la cultura -en buena parte-, su papel en el momento actual, pasa precisamente por desentrañar los orígenes de la guerra, dado que para poderla superar es necesario saber de dónde viene, cuáles son sus causas, consecuencias y antecedentes.

LOS MEDIOS Y LA GUERRA

En su orientación, en sus contenidos y en sus figuras, los medios han sido representantes de los sectores más retardatarios de la sociedad. Hay excepciones que confirman la regla: la revista Alternativa a finales de los años setenta, el periódico El Espectador en los ochenta, la revista Cambio en los noventa, columnistas de revistas y periódicos, uno que otro programa de televisión o de radio, así como valerosos reporteros y periodistas de diferentes regiones que han arriesgado sus vidas en el ejercicio ético y profesional de su labor. Habría que resaltar también la apertura editorial del periódico El Tiempo en febrero pasado. Pero gran parte de los periodistas, columnistas y directores son figuras ligadas a la defensa del statuo quo que, consciente o

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inconscientemente, no cumplen un papel dinamizador ni se la juegan por cambios o reformas democráticas.

Hay otro factor atado a esa inercia del periodismo: los medios cada día son más esclavos de la pauta publicitaria, de las mediciones del rating. Sumisos y entregados a producir contenidos ligados a la banalidad y a lo superficial, han dejado olímpicamente a un lado el trabajo de investigación, reflexión, observación, seguimiento de procesos, manejo creativo de los lenguajes.

En momentos en que las culturas colombianas necesitan más que nunca conocerse a fondo a sí mismas y estar en interrelación con otras culturas, los medios registran mayoritariamente lo frívolo, lo intrascendente.

Cuando es prioritario conocer orígenes, raíces, causas, consecuencias de los conflictos, los medios pasan sobre ellos con estigmatizaciones, condenando o alabando, mostrando sólo esquemas, verdades a medias, voces que hablan en un solo sentido, tergiversando.

Los medios muestran la guerra aislada, fragmentada. Llevan a la pasividad, a la inacción. Reproducen esquemas que refuerzan la sinsalida, la intransigencia y el odio. Los noticieros de televisión son más programas de acción que de información: explosiones y sonidos de balas, que algunas veces son montajes de los medios realizados después de las acciones de guerra; bolsas negras en las que van cadáveres de seres humanos -pero no nos cuentan quiénes son, qué hacían, por qué los mataron-. Luego de esas imágenes y esos sonidos reproducidos y manipulados para impactar, no para orientar, vienen los balones de fútbol y, finalmente, tetas y culos. Eso es un noticiero de la televisión en Colombia hoy, a comienzos del siglo XXI, en un país semidestruido por la guerra, en el que apenas se salvan, por ahora, algunas de las ciudades principales, y dentro de esas ciudades, sus zonas más exclusivas.

Un diplomático salvadoreño decía hace algún tiempo que quienes llaman a la guerra desde Bogotá, con un vaso de whisky en las manos, no saben lo que es una guerra de verdad: barrios bombardeados, centros comerciales destruidos, colegios arrasados.

POSIBLES SALIDAS

El escenario es dantesco. Pero así mismo hay quienes opinan que de esta crisis, una de las más graves que afectan al planeta en estos tiempos, también pueden generarse nuevas salidas. Ser algo así como un laboratorio de ideas, experimentos y propuestas que contribuyan a encontrar soluciones a algunos de los temas candentes de la época: la crisis de la democracia, sus partidos y sus dirigentes; el pensamiento único y el neoliberalismo; el narcotráfico; la naturaleza y su destrucción; la corrupción; las más diversas formas de terrorismo, tanto de los gobiernos como de

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sus adversarios, y la forma de interactuar con el poder omnipresente de los Estados Unidos y con bloques en proceso de consolidación, como la Unión Europea.

El escenario posible más positivo para el país, sus habitantes y sus medios pasa por crear conciencia en el sentido de que con la guerra casi todos perdemos y con la paz todos ganamos. La guerra conviene sólo a los que sacan provecho directo de ella.

El escenario deseado en relación con cultura, medios y guerra es el de unos medios de comunicación críticos, activos, profundos, estéticos. Medios participativos en los que a diario esté presente la voz de diversas comunidades y de diferentes puntos de vista. De esta manera contribuyen a la formación de ciudadanos activos, interesados en el país y en sus comunidades; participantes, que analizan, crean y construyen en beneficio propio pero también común. Ciudadanos y medios que, unidos, logran formar políticos éticos que junto con comunidades, grupos organizados y actores armados pactan acuerdos y sacan adelante las reformas necesarias para que la educación y la riqueza beneficien a la mayoría de los colombianos; así se construyen las bases para un desarrollo armónico del país.

Aunque este es un escenario al que es difícil llegar, es necesario insistir en él. Encontramos que los intereses de cada sector prevalecen sobre el interés general de la sociedad. El altruismo y el trabajo por lo social pierden cada vez más terreno en estos tiempos de privatización acelerada y recorte de programas sociales y culturales, donde el mercado y sus leyes buscan ser implantados como norma única de comportamiento.

Aquel argumento que habla de la función social de los medios de comunicación, de su compromiso con la sociedad en el sentido de la educación, la cultura y la necesaria creación del espíritu crítico, es hoy sólo parte de una idea romántica de la que fácilmente puede burlarse un directivo de medios, o por lo menos recibirla con una sonrisa sarcástica.

Para no quedarse en el plano de las buenas intenciones, es necesario penetrar en la dinámica de cada uno de los actores del conflicto, y de los medios, para plantear alternativas en las que vean el beneficio propio y que, de paso, sirvan a la sociedad en su conjunto. Veámoslo en cada sector.

PROPIETARIOS Y DIRECTIVOS

Hay que mostrar a los propietarios de los medios que la paz los beneficia a ellos desde el punto de vista económico. En paz, en este país la producción se multiplicaría en todo sentido: un país rico en territorio, en fuentes de agua potable, en recursos naturales del suelo, el subsuelo y los mares, y poblado por gentes imaginativas y emprendedoras. Ese país en paz es un escenario ideal para la reactivación de todo el aparato productivo y, por ende, de la pauta publicitaria -la gasolina- de los medios de comunicación, que hoy por hoy atraviesan graves problemas económicos, provenientes

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precisamente del recorte de esa pauta, generado por la crisis económica que en parte tiene sus raíces en la guerra.

A los empresarios e industriales habría que recordarles que los países más desarrollados en el terreno de la producción tienen una clase media grande -Estados Unidos, los miembros de la Unión Europa, Japón- con poder adquisitivo, que precisamente es el sostén del ritmo productivo de sus industrias. Pero con una población crecientemente empobrecida, como en el caso colombiano, el consumo cae igualmente en forma progresiva y la producción tiene que andar a media marcha, al igual que los ingresos de las industrias. Es una verdad de a puño, además, que un país en guerra espanta la inversión, nacional e internacional, y que en un país en guerra nadie puede vivir tranquilo. Por tanto, a los empresarios en general, y en particular a los de los medios de comunicación, les convendría apostarle a la paz y a la creación de una sociedad más igualitaria, con mayor poder adquisitivo, en la que el capital y el poder no estén tan concentrados.

Para llegar a ese escenario ideal, el camino más cercano y la apuesta más barata para los empresarios de los medios es abrir sus canales para permitir la democratización del país. Es permitir que se exprese en los medios la gran diversidad de culturas que tiene Colombia -cosa que nos enriquecerá a todos en los más diversos terrenos, desde la creación hasta la producción. Es orientar los medios hacia materiales que se basen en la investigación, el análisis, el manejo creativo de los lenguajes. Es crear programas que no lleven a la pasividad sino que generen dinámicas. Es que los medios busquen entre los dirigentes las voces que le apuesten a ese nuevo país, que no está a la vuelta de la esquina sino que es necesario construir, poco a poco, con la participación de muchos.

También es necesario que los empresarios, conscientes de esta dinámica, pauten en medios y programas que trabajen por la construcción de ese nuevo escenario de país, y no sólo en los que buscan mayor rating a través de la vulgaridad, el facilismo y el maniqueísmo. Así sus productos serán identificados con propuestas serias; con un espíritu de país en desarrollo y crecimiento.

LOS PERIODISTAS

A los periodistas es necesario tocarles su autoestima, su realización personal. Las producciones frívolas, de consumo, banales, son desechables. De pronto pueden darles brillo momentáneo y llenar sus arcas por un tiempo. Pero el trabajo que de verdad vale la pena, el que perdura, el que los llena de orgullo, por el cual vale la pena jugársela, el que les dará prestigio permanente e ingresos estables, el que contribuirá a su crecimiento profesional, es el trabajo de fondo, el que parte de la reflexión, la observación, el seguimiento de orígenes, raíces, antecedentes; el que mira efectos, consecuencias, causas. El que trabaja lenguajes innovadores. Así presentados, estos trabajos de periodismo de investigación, literario, cultural, de fondo, verdadero periodismo o

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como se le quiera llamar, pueden sonar atractivos a los periodistas. Y de paso ellos contribuirían a la construcción de una sociedad mejor informada y más activa.

LOS CIUDADANOS

¿Qué es mejor: ser simples fichas de ajedrez, movidas a su antojo por el jugador, o ser el jugador que planifica y desarrolla el juego de acuerdo con sus propios criterios y conocimientos? La alternativa es entre ciudadano y consumidor. O soy un ser que tiene formación, sabe de dónde viene y para dónde va, juzga la información que recibe desde su propio criterio, toma decisiones, participa en la vida social de la comunidad y de su país, hace oír su voz y su opinión, escucha pero también habla y participa, sabe dónde está parado y escoge opciones para su vida familiar y social, o simplemente soy quien escucha pasivamente y obedece. Es necesaria la existencia de ciudadanos que además interactúen con los medios, aportándoles, criticándolos, apoyándolos, logrando tener influencia dentro de sus espacios y orientaciones.

LOS ACTORES ARMADOS

El sistema vigente es Colombia es injusto, corrupto, inequitativo y excluyente.

La guerrilla, sin embargo, no tiene razón ni justificación para sus acciones ni su proceder. La guerrilla no hace política, porque la mira con desprecio o porque no sabe hacerla. En el caso de las Farc, desperdiciaron más de tres años de tener corresponsales de medios nacionales e internacionales en la zona de despeje para presentar acciones políticas; sólo hicieron denuncias y amenazas. Desperdiciaron tener Señal Colombia los sábados para hacer política, y en su lugar presentaron unas charlas inacabables, esquemáticas, en lenguaje dogmático, cifradas y acartonadas. Son prepotentes y a la vez ingenuos: creen que el equilibrio mundial de poder y los ataques de septiembre pasado a los Estados Unidos no afectarán la situación interna de Colombia. Continúan con el secuestro. Asesinan. Boletean a pequeños comerciantes y campesinos. Arrasan pueblos, perjudicando en su mayoría a campesinos sin capital. Vuelan puentes, torres, oleoductos y acueductos. Ponen bombas. No saben, o no quieren, hacer política por otros medios. Si realmente buscan trascender, su fuerza no puede ser sólo la fuerza de las armas que respaldan unas ideas que parecen guardar ellos herméticamente, para sí mismos.

Las fuerzas armadas deben estar únicamente al servicio del Estado. Lo ideal para un Estado democrático es que el monopolio de las armas esté en manos de sus fuerzas regulares y que ellas actúen dentro de la Constitución y la ley protegiendo la vida y honra de todos los ciudadanos. Si el ejército colombiano no se ajusta a este proceder, y apoya el accionar de los grupos paramilitares, no será posible que muchos colombianos lo sientan como sus fuerzas armadas, e internacionalmente seguirá desprestigiado.

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Los paramilitares han tenido un crecimiento inaudito en los últimos años, al amparo de los desmanes de la guerrilla y con el apoyo de los sectores más reaccionarios de la sociedad, que pretenden perpetuarse sin importar los métodos utilizados para ello. También cuentan con el apoyo de sectores medios que los ven como protección en zonas donde la guerrilla los ha sometido a boleteo. Poderosos grupos les han prestado apoyo económico y sus medios de comunicación para limpiar su imagen, llegando a presentar a sus dirigentes como seres humanos sensibles, a los que lamentablemente les toca asesinar. Digamos que los paramilitares son los que mejor han utilizado los medios, y los medios a ellos, para justificar lo injustificable: masacres de campesinos, desplazamiento de miles y miles de personas, torturas en las que se llega a despedazar seres humanos con motosierras. Todo esto han logrado maquillarlo internamente con el apoyo o el silencio cómplice de medios de comunicación y de dirigentes de diversas esferas de la vida nacional, que incluso llegan a considerarlos los salvadores de sus privilegios, olvidando que muchas veces el monstruo termina devorando a sus creadores. Pero el repudio crece, tanto fuera como dentro del país. Y para jugar dentro de la apuesta de un país en paz, en el que quepamos todos y no sólo unos pocos, la propuesta paramilitar tendría que cesar sus desmanes y recurrir a acciones políticas pacíficas.

Claro que no hay que olvidar que a todos los actores de la guerra, por más que los acoja una amnistía nacional, la corte penal internacional los juzgará, en tal caso, por crímenes de lesa humanidad.

Los políticos tradicionales son en buena parte culpables directos del estado actual de las cosas. Al no actuar como servidores públicos, sino como agentes de privilegios propios o de quienes los financian, han permitido que unos pocos se beneficien de las riquezas del país y que la crisis cope todas las instancias de la vida nacional. Ellos manejan los hilos del poder apoyados en los dineros del erario y de los grupos económicos -legales o ilegales- que los apoyan. Con una parte de ellos, que logre entender la magnitud de la crisis, se trabajaría por un nuevo orden, en contravía de quienes siguen aferrados a viejas prácticas clientelistas.

El narcotráfico y los Estados Unidos. Habría que hacer relación de otros dos actores que participan en el conflicto: el narcotráfico y los Estados Unidos, cuyo accionar está estrechamente ligado. Los ciudadanos estadounidenses son los mayores consumidores de cocaína en el planeta, Colombia es el mayor productor de cocaína, el narcotráfico financia mayoritariamente la guerra en Colombia y los Estados Unidos están invirtiendo miles de dólares en agudizar la guerra en Colombia. Mientras, no se sabe de capos estadounidenses detenidos en su país, donde se queda la gran mayoría del dinero que produce el tráfico ilegal de drogas, aceitando la banca y una economía que da muestras de recesión, la cual probablemente se desplomaría en caso de no contar con lo que produce el comercio ilegal de drogas. Dos actores del conflicto difíciles de manejar, pero que son los que financian mayoritariamente la guerra.

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EPÍLOGO

Cultura, medios y guerra: la labor de la cultura, de investigadores y creadores pasa por analizar, dar luces, abrir horizontes, contribuir a formar ciudadanos y hacer énfasis en que la paz no es ausencia de conflictos sino esforzarse en la solución negociada y pacífica de esos conflictos, contando para ello con la participación activa, precisamente, de los ciudadanos.

Hay que ser conscientes de que estamos en el momento de mayor crisis que ha vivido el país en mucho tiempo. Que de esa grave crisis no salimos ni con prepotencia, ni con amenazas. Que de ella salimos si logramos ponernos en el lugar del otro. Si alcanzamos la generosidad, si somos conscientes de que sólo podremos vivir mejor si los que nos rodean lo pueden hacer también. Si logramos dejar el odio, la exclusión y el resentimiento a un lado. Si aceptamos cada uno ceder un poco. Si la guerrilla se concientiza de que en el mundo actual que vivimos no es posible llegar al poder por las armas. Si la guerrilla rectifica su actitud y asume los desafíos de hacer política y entramos todos, sociedad civil, actores armados, industriales y políticos, a trabajar en forma conjunta por un país más amable. Si empresarios y dirigentes reflexionan y actúan en el sentido de redistribuir riqueza construyendo empresas más humanas, con mejores condiciones para los trabajadores; si sus productos son mejores y los dan a precios razonables; si se controla o se autocontrola la banca para que gane, pero no a partir de la usura. Si en lugar de robar al Estado, los políticos y tecnócratas lo ponen a funcionar en beneficio de todos, y no sólo en provecho propio y de sus aliados.

Necesitamos una revolución mental y en la acción. Una revolución pacífica que posibilite una vida mejor, tanto a los poderosos que hoy viven por fuera o rodeados de rejas y guardaespaldas, siempre con el temor a cuestas, como de los sectores más deprimidos, para que tengan posibilidad de llevar una vida mejor sin necesidad de delinquir.

El otro camino es quedarse cada uno en su posición, no ceder y enfrascarnos en una guerra fratricida con imprevisibles consecuencias para todos. En los 85 años de García Márquez, Gossaín rescata historias inéditas

¿Cuánta plata tiene 'Gabo'?

Juan Gossaín reconstruye la curiosa relación del Nobel con el dinero.

Hace veinte años, la pregunta que más le hacían a un colombiano, cuando se encontraba con sus amigos en cualquier parte del mundo, era esta: "¿Cómo es Gabriel García Márquez?". Los tiempos han cambiado. La tabla de valores también.

Ahora lo detienen a uno en las esquinas para preguntarle: "¿Cuánta plata tiene García Márquez?".

La gente suele pensar que el dinero es una manera de medir el éxito de un hombre.

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Habría que preguntárselo a Dostoievski, que murió en la miseria. Lo cierto es que, cada vez que alguien me habla de ese tema, debo reconocer que no tengo la menor idea. Ni me importa. Esos vericuetos no son de mi incumbencia. Como si fuera poco, he tenido la fundada sospecha de que García Márquez sabe escribir pero no sabe sumar. Jamás le he visto un billete en la mano. Ni una billetera. Su mujer es la que ha manejado siempre los asuntos financieros de la casa.

-Desde el primer día -me confesó una vez el novelista- comprendí que Mercedes es mujer y árabe: son los únicos seres humanos que saben para qué es la plata.

Cuando se encerró a escribir Cien años de soledad, ella le hizo una advertencia terminante: -Tú no estás aquí para preocuparte por plata. Tú dedícate a escribir, que del resto me encargo yo.

Muchos tiempo después, su marido reconocería que nunca supo cómo hizo ella para mantener la casa en pie mientras él pasaba seis meses sin empleo, encerrado, peleando a trompadas con las palabras. La libreta de ahorros. Tras los interminables años de penurias, en los cuales siguió sembrando letras a pesar de las emboscadas que el hambre le tendía a cada paso, por fin llegó el día de recoger la cosecha.

Al comenzar la década del 70 sus obras se agotaban en los arrozales chinos o en las librerías de Nueva York. Lo primero que hizo fue abrir una cuenta corriente, a nombre de Mercedes, en un banco de Los Ángeles. Dio la orden de que solamente le consignaran en ella las cifras redondas, ya que los centavos los trasladaba a una cuenta secreta que abrió en México, a su propio nombre. Puso a Mercedes como beneficiaria.

Escondió la libreta de ahorros debajo del colchón, para que ella no descubriera que tenía una plata de consumo personal, que se gastaba a escondidas, tomando una botella de vino con los amigos.

Hasta el día en que abrió el periódico de la mañana. Allí estaba, en primera página, la noticia terrible: el banco mexicano se había quebrado.

Entonces empezaron las angustias del arrepentido. No podía dormir. Sudaba frío. Le remordía la conciencia. Sentía que los dioses lo habían castigado por engañar a su esposa. Hasta que no aguantó más y se dispuso a revelarle la verdad completa. Cerró el periódico, la llamó a la cocina y la hizo entrar al dormitorio.

-Tengo que hablar contigo -le dijo, al borde del llanto, mientras se sentaban en la misma cama donde había escondido la libreta.

Balbuceando, enredado en sus propias palabras, trató de contarle una historia coherente. Le pidió perdón en todos los idiomas. Hasta que Mercedes le interrumpió el parloteo.

-Para ahí -le dijo-. Para. Si me estás hablando de una libreta de ahorros que estaba debajo del colchón, yo la saqué el mes pasado y retiré toda la plata. Su marido sintió que el alma le volvía al cuerpo. Se puso de rodillas y le prometió que nunca más le ocultaría un centavo.

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Un cuento de hadas.

A pesar de los ríos de tinta que han corrido esta semana, al celebrarse los 85 años de su nacimiento, hasta el día de hoy nadie ha relatado lo que ocurrió con el episodio de la maleta llena de plata.

Corría el año de 1965. En esa época el futuro ganador del Nobel se rebuscaba la vida trabajando en una agencia de publicidad. Vivía en Ciudad de México con Mercedes y sus hijos, Gonzalo y Rodrigo, que eran unos niños.

Se acercaban las fiestas navideñas y la familia estaba sin un centavo. Casi tan pobres como en los tiempos en que el escritor cantaba vallenatos a grito pelado en los trenes de París, para que los pasajeros le regalaran unas monedas compasivas, mientras terminaba de escribir una novela titulada Este pueblo de mierda. Se la mandó a su amigo Guillermo Angulo, que estaba en Bogotá, para que la presentara a competir en el concurso Esso de Novela.

Los jueces la escogieron ganadora, pero el padre Félix Restrepo, académico de la Lengua que presidía el jurado, dijo que se negaba rotundamente a premiar un libro con semejante título. Llamaron a Angulo, que se dedicó a buscarlo de urgencia, hasta que lo localizó en un hotelito francés de mala muerte y le contó el problema en que estaban metidos. Gabo le contestó que le pusieran el nombre que más les gustara. -Yo lo único que quiero son los dolaritos del premio -le dijo-. Los necesito tanto... Fue el mismo Angulo quien le puso La mala hora. Siempre he creído que el título es lo mejor de esa novela.

Epílogo con maleta.

Pasaron como quince años desde entonces. Volvamos a aquella Navidad de 1965 en México.

-Este año no habrá regalos -les anunció el padre, con el corazón en la mano.

Gonzalo, que esperaba una bicicleta de aguinaldo, y algo de ropa, se puso a llorar.

-Pero un día de estos -prosiguió Gabo- llegará a casa un señor con una maleta llena de plata que nos sacará de

problemas. No lo olviden.

-Tú pareces escritor, papá -lo regañó Rodrigo-. Las bolsas de plata solo existen en los cuentos de hadas.

-Así es -respondió él-. Nuestra vida será un cuento de hadas.

Dos años después, en marzo del 67, se publicó Cien años de soledad, con su estruendo de terremoto en el mundo entero. El 23 de diciembre estaban en Barcelona y Gabo recibió una llamada telefónica del banco donde había abierto una cuenta.

-Le está llegando dinero de todas partes -le dijo el gerente-. Sus derechos de autor.

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Sin pensarlo mucho, y sin preguntar siquiera cuánto era el saldo, le pidió un favor.

-Convierta todo eso en pesetas, haga comprar de cuenta mía una maleta grande, meta en ella todo el dinero y mañana por la noche la manda a mi casa.

El banquero se quedó en silencio. "Estos escritores son muy extraños", debió pensar. "Y sudamericanos, además".

Al día siguiente, mientras la familia se hallaba reunida para la cena navideña, un mensajero del banco, disfrazado de Papá Noel, llamó a la puerta. Lo hicieron pasar. Puso la maleta en una silla. -Ábrala -le pidió Gabo.

Mercedes ocupaba la cabecera. Los niños miraban la escena con curiosidad, pero sin entender qué era lo que pasaba. Los fajos de billetes formaban unos montoncitos atados con cintas de caucho. Gabo despidió al mensajero con una propina. Entonces puso una cara de solemnidad, fingió que era un mago que hacía un truco, y exclamó: -Yo se los dije: un día de estos llegará a la casa una maleta llena de plata.

Rodrigo recordó de inmediato la historia que había ocurrido dos años atrás, en aquella Navidad de pobres, y se levantó de su silla.

Dando un rodeo por la mesa, fue adonde estaba su padre y le dio un beso en la frente.

-Papá -le dijo-, tú eres nuestro cuento de hadas.

Juan Gossaín

Especial para EL TIEMPO

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