una novela vienesa - editorial minúscula · (el libro de esther i: 22) obra publicada con el apoyo...

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UNA NOVELA VIENESA

Tour de force, 6

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David Vogel

Traducción de Gerardo Lewin

Una novela vienesa

editorial minúscula BARCELONA

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Título original: Román VinaíCopyright © the Estate of David VogelWorldwide translation copyright by the Institute for the Translation of Hebrew Literature.

© de la traducción: 2014 Gerardo LewinRevisión: Marta Hernández

© 2014 Editorial Minúscula, S. L. Sociedad unipersonal Av. República Argentina, 163 - 08023 Barcelona [email protected] www.editorialminuscula.com

Primera edición: enero de 2014

Diseño gráfi co: Pepe FarImagen de la cubierta: Egon Schiele, Muchacha de pie con cabello rojo óxido, vestido azul y boina, 1908.© 2014 Photo Austrian Archives/Scala Florence

«A cada pueblo conforme a su lenguaje.» (El Libro de Esther I: 22)

Obra publicada con el apoyo del Instituto para la Traducción de la Literatura Hebrea, de Israel, y el Departamento Cultural de la Embajada de Israel, Madrid.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Preimpresión: Addenda, Pau Claris, 92, 08010 BarcelonaImpresión: Romanyà Valls

ISBN: 978-84-941457-0-4Depósito legal: B-774-2014

Printed in Spain

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1

Michael Rost había aparecido hacía unos veinte años en una capital europea cuyo rey era ya anciano, estaba un poco tonto y se dejaba crecer la barba a ambos lados del afeitado mentón. Era una antigua ciudad con torres y cú-pulas de catedrales góticas que emergían de la bruma y un río que la recorría. Michael Rost tenía dieciocho años, era un muchacho alto y rubio, sin objetivo concreto ni dine-ro. Estaba varado a mitad de camino hacia un país del Cercano Oriente, una tierra yerma y abandonada hacía ya miles de años que un pequeño grupo de hombres de espí-ritu elevado y respetuosos del pasado intentaban resucitar mediante el esfuerzo de sus manos y la potencia del entu-siasmo que los poseía. Había dejado en su ciudad natal a su padre (un maestro), a su madre y algunas hermanas. Halló que la ciudad a la que por azar había llegado no era peor que otras y, de hecho, no encontró motivo para pro-seguir su viaje. Tanto daba afincarse allí como en cualquier otro sitio. Con las cinco coronas que le quedaron tras las peripecias del largo viaje pudo pagarse una semana de hos-pedaje en casa de la señora Shatzman, chinches y pulgas incluidas, y algunas comidas inconsistentes en un come-dor popular. Después la señora Shatzman, frotándose el pulgar con el índice, le dijo:

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—Dinero, pequeño, dinero. Aquí se paga por adelan-tado. ¡Menudo pájaro!

Rost no sabía con exactitud en qué clase de pájaros lo estaba incluyendo. Por toda respuesta le echó en la cara el humo de su cigarrillo y se fue de allí con su petate.

La ciudad ya se preparaba para la primavera. Los úl-timos bloques de hielo flotaban en la corriente del río. No obstante, en la fonda Unión del señor Stock (una mezcla de restaurante, bar, hospedería y cafetería del más estricto kosher) aún era posible tomarse una taza de té por cuatro céntimos y calentarse gratis, entre el humo del tabaco ba-rato, los aromas picantes de la cocina, los gritos y las dis-cusiones, durante todo el día. Aquí estaba Michael Rost, junto a una gran mesa. Sus vecinos bebían té humeante y comían torta con pasas. Un viejo judío de afilada barba había acabado su taza y se acomodó los quevedos sobre la nariz.

—¿Hacia dónde te diriges? —le preguntó a Rost—. ¿América?

—Quizá...—Veo que la agencia te ha estafado a ti también...

¡Que ardan en el infi erno! ¡Prometen llevarlo a uno desde la frontera hasta Róterdam y ahora lo abandonan aquí para que se gaste hasta el último céntimo! ¡Vaya usted ahora a perseguir todo el día al agente! Y tú, muchacho, ¿irás a Bos-ton o a Filadelfi a? ¿Tienes conocidos allí?

—No tengo a nadie allí.—Solo, pues.—Solo.—¿Cuándo zarpa tu barco?—Ya ha zarpado.

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—¿Ya ha zarpado? ¡¿Acaso pretendes atravesar a nado el gran océano?!

—No atravesaré el gran océano.—Entonces... ¿no vas a América? ¡Habla! ¿Por qué

callas? ¡Miren al insolente! Uno le habla como a una perso-na y él contesta como una bestia. ¿Qué? No irás a decirme que tu intención es quedarte aquí...

—¡Ha acertado! —rio Rost—. ¡Aquí me quedaré!—Así que te quedarás aquí... Ya puedes ir vendiendo

tus dientes... ¡Aquí ya no los necesitarás! ¡Esta ciudad es despiadada! Esto no es América, donde cualquiera puede enriquecerse si quiere. Ya lo verás. Te acordarás de estas pa-labras, yo sé lo que te digo. ¿Has oído mencionar alguna vez a Yankel Marder? ¿No? ¡Aquí está el hombre! —Se se-ñaló el pecho—. ¡Famoso desde Mogilev hasta Odesa, en cada rincón de Ucrania! ¡Cuando Yankel Marder afi rma algo, puedes estamparle tu fi rma con los ojos cerrados!

El ánimo de Yankel Marder no se apaciguaba.—¿Y qué piensas que podrás hacer aquí, por ejemplo?—Por ejemplo..., casarme con alguna mujer...—¿Te casarás, eh? ¿Qué dices a eso, Sheftel? —Le ha-

blaba a un joven alto que llevaba una camisa negra al estilo ruso. La nuez de Adán se le paseaba por el cuello; se lo veía concentrado en recortarse las uñas con una navaja de bolsi-llo—. ¡Te casarás con una mujer! ¿Cómo la conseguirás, tú, granuja?

—La conseguiré.—Déjate de tonterías. Es una lástima, un joven como

tú. ¡Aquí te echarás a perder! Te aconsejo que viajes a Amé-rica. ¡No te arrepentirás! ¡Verás mundo, vivirás como un príncipe, como un rey! ¿Acaso no sabes lo que es América? ¡Pregúntame y te lo diré! Allí los dólares fl uyen por las ca-

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lles. ¡No tienes más que estirar la mano y atraparlos! Los estúpidos yanquis arrojan el dinero por la ventana y tú lo recoges. ¡Eso es América!

—¿Cómo sabe eso? ¿Ya ha estado allí?—¿Qué tiene eso que ver? ¿Quién no sabe cómo es

América? ¡Un niño de pecho ya lo sabe! ¡Mira esto! —Se sacó una fotografía del bolsillo y la agitó frente a los ojos de Rost—. ¿Ves? ¡Este es mi hermano, sangre de mi sangre! ¡Rico como un sultán! —Era el retrato de un tipo con un bombín en la cabeza y un cigarro en los labios—. Hace solo tres años que se fue y ahora, ¡millonario! ¡Podría comprarte el palacio del zar, si quisiera!

—¿Qué es lo que está usted diciéndole de América, mister? —intervino uno, desde la mesa vecina. Tenía la na-riz en forma de patata y grandes ojos saltones, como de pez. Llevaba barba de unos cuantos días y su voz era muy ron-ca—. Yo he estado allí, en esa América suya, que se la tra-gue la tierra. ¡América, ja, ja, ja! ¡Se va a América! ¡Más le valiera enterrarse en lo más profundo de la tierra antes que ir a ese maldito país! Oiga mi consejo, mister : vaya a la agen-cia a que le devuelvan el dinero del pasaje del barco y re-grese al sitio de donde vino, sin mirar a un lado ni a otro. ¡Escape, le digo, tan lejos como se lo permitan los pies y no vaya a ese condenado país!

—¿Y qué hay de mi hermano? —Yankel Marder se enardeció—. ¡Mi hermano, el millonario! ¡Mire, mire la foto!

—¿Su hermano? ¡Pamplinas! —sentenció el hombre con un gesto de desprecio de la mano, sin siquiera contem-plar la fotografía—. ¡Su hermano, el millonario! ¡Un men-digo, un pobretón, un miserable buscavidas! ¡Si gana cincuenta céntimos al día ya es mucho! ¡Yes, mister ! ¡Cin-

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cuenta céntimos al día, ni un céntimo más, trabajando como un burro! ¡Ese es su hermano! ¡Pregúnteme a mí qué es América!

—Seguramente en América la suerte no le sonrió, amigo. Por eso ahora habla con tanta amargura.

—¡¿La suerte no me sonrió a mí, en América?! ¡Se ve que no tiene usted la menor idea de con quién está hablan-do, mister ! ¡Está usted frente al famoso cantante Arnold Kroin! ¡Preste atención al nombre: Arnold Kroin! ¡Famoso en todo el mundo! ¡Tenor heroico! ¡Primer tenor en todas las óperas de América! ¡Arias de Carmen, de La Traviata, de Tosca! ¿Que yo no tuve suerte en América?

El tipo alto de la camisa rusa negra terminó con sus uñas, plegó la navaja y dijo riendo:

—¿Tenor heroico, primer tenor? ¿Con esa voz?—¿Qué puede entender este de voces? ¡Vean al fl a-

mante especialista!—Está usted más ronco que un gallo viejo. ¡Arias,

Tosca, Carmen! ¿A quién cree que engaña? Si realmente fue primer tenor en América, es que en verdad ha de ser una tierra maldita.

—¡Miren al pescuezo fi losófi co! ¿De dónde ha salido? ¿Alguna vez ha escuchado a un auténtico cantante? ¡Toda-vía tiene que cambiar muchos pañales! ¿Tiene la menor idea de lo que signifi ca ser un tenor heroico? Do, re, mi, fa, sol... ¡Espere un par de días, hasta que se me pase este catarro, y oirá a Arnold Kroin!

—No tengo el menor interés.—Lo dicho: ¡este entiende de canto lo que un sapo

de fi losofía!—Debería donar su garganta de tenor heroico al mu-

seo... ¡Un ejemplar jamás visto aún!

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—Pierdo el tiempo hablando con una salmuera como usted... ¡Habría que ponerlo a ahumar!

—¿Qué puedes decir de este, Sheftel? —terció en ese momento Yankel Marder—. ¡Esta moneda falsa un cantan-te en América, la tierra de los más grandes cantantes del mundo! ¡Ver para creer!

—¡A usted, viejo chivo, ni siquiera le permitirían po-ner un pie en el continente! ¡Le enviarían de regreso en el mismo barco en el que hubiera ido! ¡Allí, a los de su calaña no los aceptan!

—Me da la impresión de que usted tampoco ha esta-do allí... ¿Qué opinas, Sheftel?

—No ha estado —dictaminó aquel, conciso.—Hablar con tipos como ustedes está por debajo de

mi categoría. ¡Arnold Kroin con semejantes bestias!—¡No, no, no hable! ¡Mejor conserve su registro líri-

co, antes de que se evapore por completo!Michael Rost no sabía aún dónde pasaría la noche.

Digamos que su mente no se ocupaba demasiado de res-ponder a esa pregunta. Tenía claro que algo surgiría. Había mucha actividad y gran barullo. Tres salones llenos de gen-te: distintos tipos, todos los ofi cios y las nacionalidades. De pie o en sus asientos discutían, charlaban, cerraban nego-cios turbios, decían tonterías, bebían té, cerveza o aguar-diente y generaban un ruido interminable.

Tras el mostrador, con una pulcra blusa, estaba Mal-vina, la hija del honorable señor Jaim Stock, el dueño del local. Llevaba una cinta de terciopelo negro en su oscura cabellera, en la que brillaban unos hilos dorados. Sus almen-drados ojos eran de color negro, su nariz delgada y aquilina, y su boca fi nísima, casi desprovista de labios, permanecía siempre fi rmemente cerrada. Cuando reía revelaba unos her-

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mosos dientes pequeños, pero al aparecer su madre en la puerta de la cocina, que daba a uno de los salones, todos tuvieron la clara visión de cómo sería Malvina dentro de cuarenta años: baja y rolliza, llevaba una peluca marrón que le llegaba hasta las cejas.1 Tenía la cara redonda como un plato y le brillaba con la extraña luz de la grasa de la coci-na. En las mejillas y el mentón le crecían algunos bucles grises. Se apostaba en la puerta y, esgrimiendo un gran ma-nojo de llaves que le colgaba de la amplia cintura como si fuera un arma terrible, proclamaba:

—¡Un poco de silencio, señores! ¡Me estallan los oídos!Se producía entonces un silencio total, pero apenas

regresaba a sus ollas, el barullo revivía. Entonces resurgía su quebrada voz desde la cocina, el sitio donde imponía su au-toridad sobre los pinches y los platos mediante gritos y re-proches en su alemán con acento polaco, o desde donde llamaba a voces:

—¡Malvina, ve a mirar dónde se ha metido tu padre!El padre, un respetable judío de blanca, larga y admi-

rable barba, estaba sumamente ocupado en ese mismo instan-te, en un oscuro rincón del restaurante o en algún cuarto que no estaba alquilado, en pellizcar a alguna de las criadas de rosadas manos y mejillas y cuyos rechazos ablandaba con algunas monedas. El decoroso señor Stock solía regresar de los pasillos con una de sus honorables mejillas encarnada, debido a algún oportuno cachete recibido. Por lo demás, su rostro no lo delataba: nadie sospecharía de su decencia ni de su honor. El solideo, que asomaba ahora bajo el sombre-ro, había regresado a su sitio, sus acuosos ojitos oteaban por

1. Se refi ere al hábito, en los judíos religiosos, de que las mujeres oculta-sen su pelo natural. (Todas las notas son del traductor.)

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detrás de los quevedos sujetos con un cordón negro al cha-leco y la barba ya había sido nuevamente compuesta en toda su gran dignidad. Sus movimientos eran comedidos y precisos como siempre y su charla tranquila y razonable. Solo la señora Stock, que conocía el talante de su esposo, le susurraba de modo que nadie más lo oyese: «¡Viejo crá-pula!», sin obtener respuesta.

Así transcurrían los días en aquel rincón del mundo, con la permanente rotación del personal doméstico, ya fue-ra por la suspicacia de la señora Stock o por la excesiva cor-dialidad del respetable señor Stock. Aun así Malvina, sin descuidar su puesto tras el mostrador, solía secretear larga-mente con Max Karp, un muchacho de Galitzia con una cabeza grande y redonda como una calabaza, ornada con una gorra verde de felpa cuyas anchas alas le caían sobre los rubios bucles. Se presentaba siempre en las comidas con un abultado portafolios bajo el brazo. Se entendían en secreto, Malvina y ese joven rubio. Ella esperaba el momento opor-tuno para casarse con él. Mientras tanto se dedicaba a ali-mentarlo en el cuarto especial para huéspedes ilustres con los manjares que él prefería: entrañas rellenas, pollo asado con cereales, hígado de ganso picado. Con voz llena de ad-miración, solía llamar al camarero:

—¡Alfred, una buena pata de gallina para el señor Karp! ¡Que esté bien frita!

Max Karp iba a la escuela nocturna y se preparaba en secreto para los exámenes de bachillerato. De acuerdo con el testimonio de su mejor amigo, expuesto con miradas afec-tuosas y en voz baja solo a los que eran dignos de saberlo, el hombre sabía componer magnífi cos poemas y estaba desti-nado a la grandeza. No había publicado ninguno hasta en-tonces porque el público aún no estaba preparado para ellos.

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—Porque, ajá, ya te lo explicaré en otra oportunidad —decía discretamente el amigo, en un tono reverencial.

El hombre destinado a la grandeza calzaba unos za-patos de cuero negro un poco gastados y calcetines verdes. Solía acodarse en el mostrador para hablarle en susurros a Malvina. Ella, con rostro radiante y atractiva sonrisa, se lo comía con los ojos mientras servía copas de aguardiente a los parroquianos. Él mantenía una tranquila dignidad, como si todo eso estuviera por debajo de él.

No todo estaba perdido para Michael Rost. En abso-luto. La suerte jugó a su favor y recibió una respuesta positi-va a su petición: halló un camastro disponible en el cuarto que compartían Sheftel y Yankel Marder en el primer piso de la posada Unión. Podría dormir allí unas cuantas noches con tal de que nadie lo viera al entrar o al salir. Más aún: lo convidarían a una taza de té y una porción de torta. La mejor hospitalidad.

Comenzaba a oscurecer y apareció Yasha, el de Odesa, con su mono blanco manchado de pintura. En los últimos tiempos, a falta de otras posibilidades, había comenzado a blanquear paredes con relativo éxito. Por las tardes, al aca-bar el trabajo, se cambiaba de ropa para ir al cine con la gorda Pritzi y llorar las desventuras de la pobre Hennie Porten,2 seducida y abandonada con su abultado vientre. Necesitaba un ayudante por unos días y no halló mejor can-didato que Michael Rost. Acordaron comenzar al día si-guiente por la mañana.

Yasha era un joven emprendedor, con un rostro hue-sudo que revelaba al mismo tiempo una expresión altanera

2. Hennie Porten (1890-1960), famosa actriz alemana de la época.

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e infantil. Imponía respeto a los hampones y rufi anes del barrio: todos lo temían. Había pernoctado más de una vez en la cárcel por haberle roto las coyunturas a alguno. Había llegado hacía unos meses; su pasado estaba envuelto en la neblina. Corrían acerca de él leyendas que referían su actua-ción como jefe de una banda de ladrones y se decía que se había cargado a más de uno. Eran dudosos rumores que ca-recían de pruebas claras, aunque a juzgar por su carácter resultaban del todo creíbles. Se decía también que durante los pogromos él y seis de sus camaradas batieron a los re-voltosos que trataban de irrumpir en el barrio Moldavanka.3

A Rost le prodigó un trato especial y lo puso bajo su pro-tección. A los pocos días, Rost se mudó a casa de Yasha. Limpiaba, cepillaba paredes y techos, mezclaba pintura, aca-rreaba baldes, aprendió a empuñar una brocha y arrastraba noche y día la carretilla con la escalera y el resto de los uten-silios. Yasha cantaba mientras trabajaba: Mein tate iz a sh-maravaznik 4 y otras por el estilo. Lo acompañaba el eco de los cuartos vacíos.

La primavera se abría paso en la ciudad e inundaba las casas a través de las ventanas abiertas. Las criadas y las nodrizas, con sus delantales blancos, emanaban íntimos aro-mas a labores domésticas y traían a la memoria la casa ma-terna, cuando la vida era abierta y transparente y todo estaba al alcance de la mano. Rost, sin darse cuenta, comen-zó también a cantar Mein tate iz a shmaravaznik y las otras canciones de Yasha. Una de esas tardes, sentado junto a Ya-sha y la gorda Pritzi en la sala del cine, sintió que ella alar-

3. Barrio de Odesa, centro histórico de la judería de esa ciudad. 4. En yídish en el original: Mi padre es un sucio obrero.

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gaba la mano hacia él. Rost la detuvo. No era conveniente tener ese tipo de asuntos con Yasha.

Volvió a dormir de contrabando en el cuarto de Sheftel y Yankel Marder. El trabajo cesó. Yankel Marder y Sheftel lograron, por fi n, proseguir el viaje a Róterdam. Rost había juntado un poco de dinero, por lo que pudo al-quilar un cuarto con Berl Kanfer, un joven de rasgos feme-ninos que se ganaba la vida gracias a su dedo machacado. Había trabajado unos cuantos meses en una fábrica cuando quiso el destino que le aplastaran un dedo. Desde entonces vivía a cuenta de la Caja de Salud, esperando el momento de recibir de sus antiguos patrones la indemnización por el accidente del dedo. Luego viajaría a Suiza para probar suer-te en el comercio. Por el momento, Berl Kanfer pasaba la mayor parte del tiempo en la posada Unión bebiendo té y discutiendo con Marcus Schwartz, el dramaturgo, que pen-saba, aparentemente, utilizarlo como personaje en algu-na de sus desconocidas obras. Marcus Schwartz estaba equipado con todo el armamento usual del dramaturgo: un amplio sombrero negro de alas anchas, pelo largo, barba en el mentón, gafas con montura de carey, una cinta por corbata, chaqueta de terciopelo, pantalones a rayas, zapatos de cuero negro, un anillo con la fi gura de un cráneo, un bastón, un portafolios repleto de obras, un lápiz negro, otro rojo y un grueso manual de dramaturgia. Solía pasearse por el jardín con el portafolios bajo el brazo y un libro abierto en la mano. Leía al tiempo que caminaba y cada tanto tra-zaba rayas con el lápiz rojo o dibujaba grandes signos de pregunta o admiración, según lo difícil o curioso que le re-sultara algún asunto. Mencionaba siempre a Sófocles, a Es-quilo, el Fausto de Goethe, a Shakespeare, Los tejedores de Hauptmann y otros nombres por el estilo. Los sacaba a re-

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lucir en toda conversación. Sus dramas estuvieron inconta-bles veces a punto de «subir a escena» en diversos teatros, en Berlín o incluso aquí... Así acostumbraba a contárselo a quien estuviera dispuesto a oírlo... El problema era que la censura buscaba permanentemente destruirlo.

Reinaba una discordia eterna entre él y Dios, y en sus dramas (que ninguno de sus conocidos había leído ja-más) se despachaba con tremendas frases contra el Altísimo y, por supuesto, en esos países tan oscurantistas la censu-ra... Hubiera podido decirse que él existía solo por la cen-sura, que esta constituía su demonio personal y que sin ella carecería de excusas... Ayer mismo se había entrevista-do con Forst, el director del Teatro Popular, que le había prometido que en dos meses, a más tardar, aquella mis-ma temporada... ¡Ya veréis! Esperaba no ser esta vez víc-tima de la censura... Y así seguía la cosa, eternamente. Con esta charla se granjeaba la simpatía de las niñeras con sus cochecitos y de las matronas de cierta edad, las cuales abrían sus ingenuos corazones para proteger a aquel joven y prolífico talento de tan prometedor futuro perseguido sin tregua por los censores.

Además, Marcus Schwartz tenía esa debilidad, tan frecuente entre las personas ignorantes, por los gruesos vo-lúmenes de difícil comprensión sobre cualquier rama de la ciencia, la crítica o la fi losofía. Donde los hallara, los com-praba: ejemplares caros encuadernados con gran lujo o pri-meras ediciones agotadas. Tenía una colección de varios cientos de tomos que constituía su mayor orgullo. Es pro-bable que no hubiera leído ninguno de principio a fi n, pero casi todos tenían sus garabatos en lápiz rojo en distintos pa-sajes, relevantes o no, para que se supiese que ya había es-tado «trabajando» en ellos. En todo caso, siempre llevaba

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consigo, junto al portafolios con sus dramas, un libro dis-tinto. Como quien cambia de camisa cada día.

Compartía una habitación con un muchacho de Odesa. La mitad del cuarto estaba llena de libros: en estan-tes, dentro de cajas o sobre la mesa. La otra mitad: cua-dros, dibujos, marcos, cajas de pinturas, paletas, pinceles y caballetes, hasta agotar el espacio. Así vivían, cada uno en su rincón, compartiendo el té que preparaban en el hor-nillo de queroseno.

Así que Michael Rost vivía con Berl Kanfer, el del dedo tronchado, conocido en la posada Unión como Berl la Virgen. El cuarto que habitaban, en el piso de abajo, era estrecho y alargado como un cuchillo, con una ven-tana en el extremo que daba a un patio de altos muros en el que un monótono y exangüe día gris se perpetuaba in-viernos y veranos. Ese patio estaba impregnado del olor de las mudas de cama, de los pañales puestos a secar, de la cocina, de los perros y los gatos, de los llantos de los niños, de los gritos de las mujeres, de las peleas, de la li-teratura del chisme que iba de ventana a ventana, en con-sonancia con el paso de las horas. Por las mañanas resonaban los golpes sobre las alfombras y las colchas, acompañados por nubes de polvo y pulgas, y por las tar-des se oía la voz de la sirvienta cantando tonadas de su juventud y de su verde aldea. A pesar de los cambios que el paso de las generaciones causaba en el mundo y también aquí, el tiempo en ese patio permanecía como congelado, detenido, y la vida con su constante actividad y mutacio-nes parecía estar a kilómetros de distancia, como en otro planeta. Y Michael Rost, al acercarse cada tanto a su ven-tana durante los mediodías en su intento de incorporar

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el idioma del país, con la habitación de la dueña repleta de muebles viejos, bebés, gritos y olores acechando en su puerta, alzaba en ocasiones la vista de su lectura pensando, sin que viniese a cuento y con sagrado placer, que en nin-gún caso permitiría que el aburrimiento de la rutina y de las formas fi jas le estropeara la vida. Supo en ese momento que no sentiría temor en ninguna circunstancia y que su futuro consistiría en extraer todo el jugo posible de cada emoción y astilla de emoción, en atravesar con ese cuerpo ahora erguido y fl exible cada una de las etapas de la vida, sin excepciones.

Al oscurecer regresó Berl Kanfer. Estaba de buen hu-mor: ese día había cobrado el dinero que le correspondía de la Caja de Salud, por lo que invitó a Rost a compartir la cena que traía: salchichas, manteca y queso.

Las mandíbulas de Kanfer estaban sonrosadas; mas-ticaba con evidente placer.

—Olvidaba contarte... —dijo con la boca llena—. Reizel ha preguntado por ti... Me ha dado un papelito para que te lo entregara.

—¿Reizel? —La pelirroja, la de Unión.Rost leyó el mensaje, escrito con errores: Reizel lo es-

peraría a las ocho en la esquina de la calle tal y cual.—No iré —dictaminó Rost.—¡Una chica de primera! ¡Ojalá me invitara a mí!—Si quieres, ve en mi lugar.—Estás de broma.—No bromeo. Dile que esta noche estoy ocupado.

Puedes decirle lo que se te ocurra, no me interesa.Berl Kanfer terminó apresuradamente de cenar. Se

cambió la corbata y se alisó los cabellos (en los que reful-

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gían algunas chispas rojas) con brillantina. Se cepilló la ropa y se puso el sombrero. Antes de que saliera Rost lo-gró sacarle, con indirectas, un suculento préstamo: en otras circunstancias le hubiera resultado imposible.

Después de ese episodio, el buen humor de Kanfer se prolongó dos días más. Luego, de repente, su expresión se volvió sombría y su andar bamboleante, como el de un marinero. Daba vueltas alrededor de Rost como queriendo decir algo, hasta que por fi n explotó:

—¡Asquerosa puta! ¡Debería denunciarla a la policía para que la encarcelaran!

Rost lo contempló durante un momento, en silencio. Luego rompió en una risa estridente.

—¡Bien hecho!—¡De qué te ríes, animal salvaje! ¡Eres el culpable de

todo esto!—¿Yo? ¿Cómo? ¡Si ni siquiera la conozco! ¡Jamás le

he dicho ni media palabra! ¡Tienes que consultar al médico de inmediato!

—Ya lo he hecho.—¿Y qué?—Me ha recetado un tratamiento para dos o tres meses.—¡Pues entonces el asunto no es tan grave! ¡Da las

gracias porque te ha salido barato!—¡Barato, barato! —lo imitó Kanfer con una mue-

ca—. ¡Tengo que sufrir por su culpa! ¡Es a ti a quien invitó, debiste haber ido tú! ¿Por qué envías a otros en tu lugar?

—Nadie te obligó. El que quiera celeste, que le cueste.Con esto, Berl Kanfer se arrojó sobre su cama, abatido.

Yasha, el de Odesa, contaba esta historia en la posada Unión, en una reunión con los amigos habituales y la gor-

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da Pritzi. Finalizó con estas risueñas palabras, dichas con su potente voz de barítono:

—¡Qué bastardo, el Rost ese! ¡Estaba predestinado a morir en el cadalso, ja, ja, ja!

Pasaron unos pocos días y Reizel perdió su puesto de criada en la Unión. El honorable señor Stock comenzó a escabullirse todos los mediodías a una hora fi ja. Sufría un «dolor estomacal» que lo obligaba a seguir un tratamiento de dos o tres meses.

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