un duende a rayas - maría puncel

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Todo el mundo sabe que hayduendes. Todo el mundo ha oídohablar seguramente de un DuendeAmarillo, de un Duende Verde o deun Duende Rojo… Lo que ya es másdifícil de encontrar es un duende dedos colores. Y, desde luego, lo queno hay son duendes a rayas…Bueno…, pues ésta es,precisamente, la historia de unduende a rayas.

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María Puncel

Un duende arayas

El Barco de Vapor - Serie Azul - 11

ePUB v1.0Siwan 06.09.12

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María Puncel, junio de 1982.Ilustraciones: Margarita Puncel

Editor original: Siwan (v1.0)ePub base v2.0

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Un duende a rayas

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ODO ELMUNDO sabeque hayduendes, y todoel mundo haoído hablarseguramente,

alguna vez, de un Duende Amarillo, deun Duende Verde o de un Duende Rojo.Son bastantes las personas que aseguranque en cierta ocasión vieron, o creyeronver, a alguno de estos duendes.

Lo que ya es más difícil de encontrar

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es un duende de dos colores. Y todossabemos que no hay duendes a rayas.

Bueno, pues ésta es, precisamente, lahistoria de un duende a rayas.

Era un duende como todos los demásduendes: pequeño de estatura, más biengordito, ágil e inquieto, curioso ypreguntón, tierno y arisco, descarado ygoloso… En fin, un duende comocualquier otro; excepto, claro está, queno se vestía de un solo color, ni siquierade dos, sino de muchos y a rayas. Y,naturalmente, su nombre era Rayas.

Y Rayas, como todos los duendes,disfrutaba haciendo disparates einventando mil fechorías para

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complicarles la vida a los demás. Y noes que Rayas tuviera mala idea o fueraun ser perverso, no. Es que, como todoslos duendes, necesitaba hacer picardíaspara llamar la atención y recordarcontinuamente a las gentes que losduendes existen.

Le encantaba imitar al Duende Rojoque cambiaba los huevos del nidal de lagallina al de la pata, y al revés. Luego,se divertía enormemente cuando mamápata se avergonzaba al ver que suspatitos no querían ni acercarse al agua, ocuando mamá gallina se horrorizaba alver a sus pollitos lanzarsedecididamente de cabeza al estanque.

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Lo pasaba en grande jugando, comoel Duende Gris, a formar remolinos depolvo en los días de calor y de tormenta,para meter chinitas de arena en los ojosde las personas y hacerlas llorar ycegarlas durante un buen rato.

Y pasaba tardes enteras ocupado encopiar al Duende Verde que hacía crecermalas hierbas en los surcos de lashuertas y en los planteles de los jardinesy, especialmente, en los canalones delalero de los tejados. Así, en los días delluvia, el agua se atascaba y no corríapor el desagüe, y en la casa habíagoteras.

¡Cómo disfrutaba Rayas!

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Claro que también le divertía muchofastidiar como lo hacía el DuendeMorado. Y se colaba las tardes de losdomingos en la habitación de cualquierniño que estuviera solo para hacerlepensar que todos los demás niños seestaban divirtiendo muchísimo, mientrasél estaba solo y triste. Y no le dejabacaer en la cuenta, hasta después demucho rato, de que uno que está tristeporque está solo y se aburre, debe saliren busca de otro que también esté triste,solo y aburrido, para empezar adivertirse los dos juntos.

Y le parecía estupendo copiar alDuende Negro. Y despertaba a las

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gentes a media noche para que pudiesenescuchar el crujido de las maderas delos viejos muebles, el rechinar de laspuertas mal cerradas y el ulular delviento en la chimenea. Y luego sesentaba en su almohada, sin que ellos sedieran cuenta, y les ayudaba a inventarhistorias de terror.

¡Ah! Y cuando Rayas se regocijabaverdaderamente en grande era cuandopodía jugar a que era un duende de doscolores. Amarillo-Lila, por ejemplo.¡Eso sí que era formidable! Los duendesde dos colores saben como ningún otrohacer que las cosas se pierdan.

—¿Pero dónde están mis tijeras? ¡Si

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las tenía ahora mismo aquí, encima de lamesa! —decía la Abuelita. Y se volvíaloca dando vueltas por la habitación sinencontrarlas. Y, cuando la pobre señoraestaba ya casi desesperada de tantobuscar las tijeras, ¡zas!, Rayas lascolocaba con todo cuidado junto aCarlitos, que estaba tranquilamentesentado en la alfombra jugando con suscromos.

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—¡Te he dicho mil veces que no mequites las tijeras! —gritaba indignada laAbuelita—. ¡Eres un niño insoportable!Me estás viendo buscar y buscar lastijeras y dar vueltas y más vueltas por lahabitación sin encontrarlas y no medices que las tienes tú…

—Pero, si yo… —empezaba a decirCarlitos.

Y la Abuelita se enfadaba muchomás todavía:

—¡No me repliques…! En cuantollegue tu padre le voy a contar las cosasque me haces y lo mal que te portas

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conmigo.Y Rayas se reía hasta tener que

agarrarse la barriga que le dolía detantas carcajadas y tener que secarse losojos que le lloraban de pura risa.

Y ocurrió un día, que Rayas estabasentado a la puerta de su casacomiéndose tranquilamente unas tortasde miel que acababa de sacar del hornoy que estaban riquísimas. Y, de repente,no se sabe muy bien por qué, se leocurrió mirar al calendario.

Y se quedó con la boca abierta, unatorta en la mano a medio camino entre elplato y la boca y una cara de sorpresatal que la urraca, que pasaba por allí en

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un vuelo de placer, se le quedó mirandoasombrada. Tan embobada se le quedómirando, que se le olvidó batir las alasy, naturalmente, se cayó al suelo degolpe, y se dio un porrazo que la tuvofastidiada del ala izquierda durantevarios días.

El estrépito de la caída de la urracasacó a Rayas de su ensimismamientofrente al calendario. Bueno, no fuesolamente el ruido de la caída; tambiéncontribuyó bastante el bordoneo devarias abejas, que se estabancongregando para servirse la miel quegoteaba de la media torta que Rayasmantenía en la mano, y que le estaba

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poniendo perdido el zapato derecho.El caso es que Rayas recuperó la

movilidad y lo primero que hizo fuedarse un buen guantazo en la frente:

—¡Zapatetas! ¡Si el miércoles queviene es mi cumpleaños!

Luego, se recostó de nuevo en lasilla y siguió comiendo tortas de miel;pero ya no con la misma tranquilidad deantes, claro. Ahora tenía por dentro elremusguillo emocionante del que tieneque preocuparse de los preparativos deuna gran fiesta.

Y el remusguillo de inquietud leduró bastante más que las tortas de miel.Le duró tanto que todavía le

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cosquilleaba en el estómago cuando sefue a la cama.

Y la cosa no era para menos. Rayasiba a cumplir setenta años ¡setentaañazos! Y ésta, que es una edadimportante para cualquiera, lo es muchomás para un duende.

Rayas puso la cabeza sobre laalmohada. Una cabeza llena deproyectos maravillosos: bocadillos devarias clases, bollos rellenos de crema,tortitas de miel, chocolate, naranjada,licor de moras, lista de invitados,servilletas de colorines, tarta convelas… Y, de repente, se quedódormido.

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LA MAÑANAsiguiente selevantó muytemprano y muycontento.

Prepararuna fiesta de

cumpleaños es siempre una cosa muydivertida y muy emocionante. Así que selavoteó con entusiasmo, se puso su ropade trabajo, desayunó su buen tazón dechocolate con pan tostado y mantequillay se bajó a trabajar a la huerta.

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Regó, cavó y abonó lo que había queregar, cavar y abonar. Pasó revista a suplantación de coles y encontró treshermosas orugas verdes en las hojas delos repollos. Las orugas estaban gordasy relucientes y mordían con verdaderoentusiasmo las crujientes hojas. Rayaslas tomó con todo cuidado y se las pusoen la palma de la mano:

—Yo comprendo que las hojas demis repollos os gustan muchísimo. A mítambién, por eso los he plantado en mihuerta. Y no estoy dispuesto a permitirque nadie se los zampe. Así que os voya dejar a la orilla del arroyo y allípodréis comer cualquier hierba que os

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apetezca.Y como lo dijo, lo hizo. Las orugas

no parecieron muy entusiasmadas con elcambio de comedero, pero no dijeronnada. Ya se sabe que son unosanimalillos más bien discretos ysilenciosos.

Rayas volvió a su trabajo.Inspeccionó las colmenas de las que

extraía la miel para sus tortas. Todoestaba en orden: la reina ponía huevos,las obreras trabajaban y los zánganosharaganeaban.

Paseó entre los frutales, enderezó elespantapájaros y le colgó dos cintajosmás de los brazos. En los últimos días

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habían aparecido unos grajosespecialmente atrevidos que se estabanacercando demasiado a los cerezos.

Después guardó sus herramientas.Fue a casa para lavarse las manos ycambiarse de sombrero y salió a lacalle. Tenía que ganar un poco de dineropara sus compras de la fiesta decumpleaños.

Estuvo un rato trabajando con elDuende Azul, el zapatero. Cortó suelas,clavó tacones y ordenó el estante de losmateriales. A cambio de su trabajorecibió dos monedas.

Luego, fue a casa de la DuendaTurquesa. Allí sacudió alfombras,

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limpió cristales y abrillantó los broncesde las puertas. Ganó tres monedas.

Más tarde, fue a casa del abueloAñil. Acarreó leña, barrió el jardín,bañó al perro y fue a la compra. En pagorecibió cinco monedas.

Volvió a casa rendido, pero feliz.Las monedas le cantaban en el

bolsillo y el corazón le tintineaba dentrodel pecho. ¡Qué fiesta de cumpleañosiba a organizar!

Cenó una ensalada con huevosduros; dos manzanas y un vaso de leche.Y casi no se enteró de a qué sabía cadacosa: ¡estaba tan ocupado pensando enlos preparativos…! Tendría que haber

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bocadillos de, al menos, cinco rellenosdistintos. Bollos de cuatro clases,tortitas de tres colores. Una tarta desiete pisos y siete gustos. Bebidas muydulces, menos dulces, dulces solamente,y amargas; porque no a todo el mundo legustan los mismos sabores. Mantelcalado, velas, adornos, flores… ¡ah!, ytarjetas rojas para las invitaciones.

Y ésta fue la segunda noche queRayas se fue a dormir con la cabezallena de cosas maravillosas.

Y hubo una tercera noche y unacuarta noche…

¡Y amaneció el gran día!Rayas pasó la mañana atareadísimo

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preparándolo todo. La casaresplandecía, el jardín resplandecía, lamesa resplandecía y Rayasresplandecía. Ya sé que a primera vistapuede parecer que es mucho resplandor,pero es que era exactamente así y no sepuede describir de otra manera.

La fiesta resultó espléndida. Rayasestaba guapísimo con su traje nuevo ytodos los invitados le trajeron regalosfantásticos. Algunos no sabía ni para quéservían y por eso le parecieron todavíamás fantásticos, naturalmente.

La tía Púrpura ayudó a servir lamerienda y todo el mundo opinó que lascosas estaban tan deliciosas que nada

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hubiera podido estar mejor.Y en el momento de los brindis, los

invitados dijeron frases preciosas:—¡Que vivas setecientos años!—¡Y que nos invites entonces a otra

fiesta tan estupenda como ésta!—¡Y que…!—Bueno, creo que ha llegado el

momento de que alguien te hable consentido común —dijo tía Púrpurainterrumpiendo los brindis y las risas.

Todos los invitados se callaron derepente. ¡Sentido común en una fiesta decumpleaños! ¡Eso solamente se le podíaocurrir a tía Púrpura!

—Muchacho, setenta años es una

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edad muy seria. Se supone que alalcanzar estos años has llegado a laedad de la razón y empiezas a ser unapersona responsable. Desde ahora enadelante ya no te puedes consentirciertas niñerías que hasta ahora hanpodido tener gracia porque eras unchiquillo… Eso de vestirte de colores,por ejemplo. Ya sé que no lo elegiste tú;que eso fue algo que te enseñó tu abuelaArco Iris que, por otra parte, era unaexcelente duenda, pero que tenía uncarácter muy especial y algunasocurrencias un tanto extravagantes. Y aldecidirte por un color determinadodeberás, naturalmente, limitarte a una

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única actividad duendil. Todosesperamos que no vuelvas a repetir esode actuar ahora como un Duende Verde ydentro de un rato como un DuendeGris… Esto es algo que debe terminarahora mismo.

Rayas estaba tan asombrado de loque estaba oyendo, que se le olvidórespirar. Y, de repente, sintió que seahogaba y tuvo que tomar aire con todassus fuerzas. Dio un gran suspiro y se lellenaron los ojos de lágrimas.

Miró a su alrededor para estudiarlos gestos de sus invitados y le parecióque todos le mirabandesacostumbradamente serios y que

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todos estaban muy de acuerdo con lo queacababa de decirle tía Púrpura.

Rayas volvió a suspirar hondo yparpadeó muy deprisa para que se lesecasen las lágrimas.

«¡No les gusto, no les gusto!»,pensó.

El abuelo Añil vino a ponerle unamano sobre el hombro:

—Deberías hacer un viaje,muchacho. No hay nada como vivir enotros ambientes, oír otras opiniones ycompararse con otras gentes para llegara conocerse uno mismo. Si yo fuera tú,me iría por ahí a ver mundo…

«¡Quieren que me vaya!», pensó

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Rayas.Rayas sintió frío de repente. Era

como si se hubiera tragado un pedazoteenorme de helado y lo tuviera allí, sobreel estómago.

Luego lo pensó mejor y se asombrómucho de lo que había oído. Y cuandovolvió a pensarlo se asustó bastante:¡dejar su casa, sus amigos! ¡Irse solo porel mundo…!

Los invitados seguían mirándolecariñosamente serios.

Rayas lo pensó mejor todavía yempezó a encontrarle gusto a la idea:salir de la rutina diaria, ver cosasnuevas, gentes distintas; podría

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curiosear, aprender, preguntar…—Me iré; viajaré para conocerme

mejor. En cuanto termine la fiesta haré elequipaje —decidió.

Y la fiesta acabó muy pronto, porquese habían terminado los bocadillos, losbollos, las tortitas, el chocolate, lanaranjada, la tarta y la cerveza. Tambiénse habían terminado los temas deconversación, porque la gente habíacharlado sin parar desde que llegó yahora ya nadie era capaz de pensar enotra cosa que no fuera el viaje de Rayas.

En cuanto el último invitado se hubodespedido, Rayas subió a su cuarto ypreparó su zurrón de viaje: calcetines,

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camisas, un jersey, un lápiz de doscolores y un cuaderno de apuntar cosas,galletas saladas, tortas dulces y unabotella de limonada.

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Preparó su traje de viajar y su capacon capucha. Y, tan pronto como todoestuvo dispuesto, se sentó en su sillónpara pensar con toda comodidad en si sehabría olvidado de meter en el zurrónalgo verdaderamente importante. Enseguida cerró los ojos para reflexionarmejor, y… se quedó dormido.

En cuanto se despertó, después deuna buena siesta, emprendió el camino.

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L CABO de unrato de marcha,llegó a unbosque deárbolesenormes.

—¿Quésois?

—Somos abetos.—Yo me llamo Rayas y soy un

duende.—Eres un duende muy pequeño.—Sí, soy un duende muy pequeño.

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Rayas sacó su cuaderno de apuntarcosas y se sentó en el suelo. Escribió loque acababa de aprender para que no sele olvidara. Y, al terminar, vio allí, juntoa él, tres hormigas que acarreaban ungranito de avena.

—¡Eh, cuidado! ¡No te muevas, quepuedes aplastarnos!

—Perdón, no os había visto, ¡soistan pequeñas!

—¡No somos pequeñas, somoshormigas! Lo que ocurre es que tú eresun gigantón…

—Sí, claro, lo siento —se disculpóRayas, y escribió otro poco en sucuaderno.

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Luego siguió andando y llegó a unrío. Era muy ancho y no había un puentepara cruzarlo; así que se detuvo un ratojunto a la corriente pensando cómo selas iba a ingeniar para pasar al otrolado. El río le habló:

—Yo no me detengo nunca. ¿No teda vergüenza estar ahí parado tanto ratosin hacer nada? Me pareces un perezoso.

—Pues… es que estaba pensando —explicó Rayas, y para hacer algo, sacósu cuaderno y apuntó.

Después se puso a recorrer el cursodel río corriente arriba. No encontró unpuente, así que empezó a removerpiedras bien grandes y las echó en el

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río, una tras otra, hasta que construyó unpaso. Estaba sudando y jadeaba cuandoterminó.

—Eres muy trabajador —comentóuna grulla que estaba metida en el agua yse sostenía con una sola pata, mientrasse tragaba todas las ranas que se poníana su alcance.

Rayas escuchó a la grulla con muchaatención y tomó buena nota de lo que lehabía dicho.

Cruzó la corriente del río y anduvopor el senderillo que ascendía por laladera de una colina.

—¿A dónde vas tan deprisa? —lepreguntó una voz.

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—¿Quién eres?—Soy un caracol.—Yo soy Rayas, un duende.—Eres un duende muy veloz.—¡Caramba, no lo sabía!—Te lo digo yo que soy un viejo

caracol sabio.—Muchas gracias.Rayas siguió andando a buen paso

hasta que llegó a la cima de la colina.Un relámpago negro cruzó por su lado.El milano se había lanzado en picadopara atrapar un conejo.

—¿Quién eres? —preguntó elmilano a punto de remontarse a los airescon el conejo entre las garras.

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—Soy Rayas, el duende.—Eres la criatura más lenta que he

visto en mi vida. Te he estadoobservando desde allá arriba. Hastardado cien eternidades en trepar hastaaquí. Hubiera podido atraparte milveces, si hubiera querido, pero no sé sieres comestible. Nunca he probadoduendes.

—Pues yo… yo creo que no… nodebo de ser muy… muy bueno paramilanos, la… la verdad —tartamudeóRayas, y se apresuró a refugiarse entrelos matorrales más próximos.

Estaba cansado después de laascensión a la colina y había terminado

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de dejarle sin aliento el susto que elmilano acababa de darle. Así que sesentó en el suelo y se recostó contra unmatorral de retama. La retama cedió yRayas se cayó de espaldas.

—¡Eres muy pesado! —se quejó laretama.

Cobijado en el matorral de retamaestaba durmiendo la siesta un erizo.Rayas se pinchó en la espalda con suspúas, dio un respingo y salió disparadohacia adelante.

El erizo se maravilló:—¡Cáscaras! ¡Qué ligero eres!Rayas se acarició la parte dañada y

fue a sentarse un poco más allá, sobre un

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lugar tapizado de suave musgo. Estabaserio y pensativo, que es comogeneralmente está casi todo aquel que seacaba de sentar sobre un erizo y quesabe, además, que ha hecho bastante elridículo delante de testigos.

—Es un duende muy aburrido —criticaron dos abubillas en lo alto de unarama.

Rayas se sintió ofendido por elcomentario; así que agarró una nuez quehabía en el suelo y se la tiró a lasabubillas. Como estaba muy enfadado yhabía tirado sin casi fijarse, le falló lapuntería. La nuez no dio a las abubillas,sino que rebotó en la rama en que

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estaban posadas. Las aves escaparondando aletazos indignados. La nuez,después de chocar contra la rama,volvió de rebote hacia Rayas y le pegóun buen golpe en la frente.

—¡Eres muy divertido! ¡Qué bien lohas hecho! ¡¡¡Hazlo otra vez, por favor!!!—aclamaron las ardillas quecorreteaban por las ramas del árbol.

Rayas sintió que la vergüenza y larabia se le subían a la cabeza: le ardíanlas mejillas y le parecía sentir que lechisporroteaban las puntas de las orejas.Miró con ojos de fuego a las ardillas,pero las vio danzar en tales cabriolaslocas y hacerle gestos tan

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disparatadamente divertidos que, apesar de lo que le dolía la frente y de loque le escocía el amor propio, acabóriéndose con ellas.

Luego sacó su cuaderno y apuntó.Y, antes de que le hubiera dado

tiempo a guardar el lápiz, una culebraasomó la cabeza entre dos piedras:

—¡Essstásss gordísssimo…! —silbó.

—Sí, sí… tienes razón —seapresuró a contestar Rayas, que sabíaque con ciertas gentes es mejor no entraren tratos y mantenerse siempre a unaprudente distancia.

Y se marchó a través del prado.

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Las vacas le vieron pasar cerca deellas, y sin dejar de masticar hierba,hablaron entre ellas:

—¡Qué pobre ser más flacucho! ¿Noes cierto que nos abochornaría tener enla familia alguien con ese aspecto?

Rayas empezaba a estar bastanteconfundido.

Se tumbó sobre la hierba del pradopara pensar con tranquilidad.

—¡Eres cortísimo! —le comunicóuna cuerda que estaba extendida a sulado.

—¡Qué largo eres! —exclamó alcabo de un rato la mariquita que habíarecorrido su cuerpo desde los pies hasta

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la frente.Un enorme ciervo vino hasta Rayas y

apoyó sus cuernos sobre la tripa delduende para saludarle.

—¡Eres muy blandito! —se burló.Rayas se incorporó para mirar al

ciervo de frente y una racha de airearrastró a una mariposa contra sucabeza.

—¡Eres durísimo! ¡Creo que me heroto en pedazos al chocar contra ti! —sefue gimoteando la mariposa.

Rayas se volvió para buscar elzurrón y sacar otra vez su cuaderno deapuntar cosas. Y no encontró el zurrónporque el ciervo se lo había llevado

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enganchado en la cornamenta.—¡Ciervo, eh, ciervo…! ¡Espérame,

que te has llevado mi zurrón!Rayas echó a correr detrás del

ciervo, pero el animal era mucho másveloz.

—Conque te atreves a hacer unacarrera conmigo, ¿eh…? —bromeó elciervo.

Y empezó a correr de verdad.Parecía que no tocaba el suelo con laspatas. Avanzaba a tal velocidad quesemejaba una mancha pardo-dorada quevolase dando elegantes saltos sobre laspiedras, los arroyos y los troncos caídosen el suelo…

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Rayas intentó alcanzarle, pero encuanto trató de saltar la primera piedratropezó y se cayó de bruces…

Y se encontró tirado en el suelosobre la hojarasca, sangrando por lanariz y completamente enfurecido.

Dio dos puñetazos contra unmontoncito de tierra que se alzaba a sulado y que resultó ser el pasadizosubterráneo de la morada de un topo.

—¡Es una fiera rabiosa! —dijo eltopo, aterrorizado. Y se mudó con todasu familia a una galería excavada unpoco más lejos y a mayor profundidad.

Rayas sacó su pañuelo paralimpiarse la nariz y, al hacerlo, saltaron

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fuera de su bolsillo unas cuantaspalomitas de maíz que se le habíanquedado allí olvidadas la tarde anterior.

Dos cuervos voraces pasaron envuelo rasante y las atraparon.

—¡Qué tipo más encantador! —comentaron antes de remontarse a laaltura de las nubes.

Rayas quiso apuntar en su cuadernolo que acababa de oír y no pudo.

El cuaderno estaba en el zurrón quese había llevado el ciervo.

Así que se quedó sentado dondeestaba y procuró apaciguar su ánimo. Sepuso a observar el lugar en que seencontraba.

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Un poco más allá empezaba elbosque a ser muy espeso, y desde allí lellegaban unos bramidos bastanteapremiantes.

—Está visto que nadie va a venir aecharme una mano para recuperar mizurrón. Tendré que arreglármelas yosolo; pero antes creo que voy a ir a verqué le ocurre a ése que grita tanto. A lomejor es alguien que necesita ayuda.

Y se levantó y se encaminó hacia lomás espeso del bosque.

Encontró al ciervo atrapado ybramando con todas sus fuerzas.

La correa del zurrón se habíaenredado en las ramas bajas de un arce y

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por más que el animal cabeceaba yforcejeaba no conseguía liberarse. Lacorrea era resistente y la rama muygruesa.

—Así que tú sólito te has amarrado,¿eh? —se burló ahora Rayas.

—Ayúdame a desengancharme —pidió el ciervo.

—Aguarda un ratito. Antes tengo quehacer algo importante —le contestóRayas.

Y se encaramó en las ramas del arcepara rebuscar en su zurrón y sacar sucuaderno de tomar notas y su lápiz.Luego se acomodó sobre el árbol con laespalda bien apoyada en el tronco y se

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puso a escribir.—¡Eres un tipo cruel! —bramaba el

ciervo allá abajo.Y Rayas seguía escribiendo en su

cuaderno sin hacerle ni pizca de caso,aunque el ciervo embestía y pateaba contanta fuerza que retemblaban las ramasdel árbol. A Rayas le estaban saliendolas letras completamente torcidas.

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Una palomita que estabaaprendiendo a dar los primeros saltos derama en rama, perdió el equilibrio y sefue al suelo. No le pasó gran cosaporque las palomas son animales fuertesy resistentes, pero se quedó bastantemareada por el golpe.

Rayas se apresuró a saltar al suelo ycolocó al pobre pichoncillo en susmanos:

—¿Te has hecho daño? ¿No?¿Seguro que estás bien? No te asustes,pequeñita. No hagas caso de losbramidos de ese bárbaro. ¡No puede

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hacerte nada! ¡Está bien atrapado!Rayas volvió a trepar a las ramas

del arce y depositó a la paloma con todocuidado en su nido.

—Será mejor que no te aventures aintentar pruebas mientras tus padres noestén cerca de ti, amiguita.

—¡Con qué delicada ternura hasabido consolar a la chiquilla! —comentaron dos viejos chorlitos que secolumpiaban en las ramas más altas deun pino.

Y Rayas volvió a sentarse y continuóescribiendo en su cuaderno.

Cuando terminó, desenganchó lacorrea del zurrón de los cuernos del

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ciervo y esperó a que el animal sealejase dando saltos hasta desapareceren la espesura. Luego, se echó el zurrónal hombro y descendió del árbol.

Le pareció que ya había viajadobastante y que había oído suficientesopiniones. Así que emprendió el caminode vuelta a casa.

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UE ALEGRÍAle dio volver asu pueblo yatravesar lascalles de subarrio!

Todo erancaras conocidas, y miradas curiosas enesas caras conocidas.

Y todavía no le había dado casitiempo a cambiarse de zapatos y alavarse las manos, cuando ya tenía lacasa llena de amigos que venían a saber:

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—Cuenta…—Di…—Explícanos…—¿Qué has hecho?—¿Dónde has estado?—¿Qué has aprendido?—¿Qué vas a hacer?Y Rayas estuvo, de repente, seguro

de que todos estaban realmenteinteresados por él y por su aventura, y sele puso el corazón calentito.

«Les importo, les importo deverdad», sé dijo. Y abrió su cuadernopara leerles las notas que había tomadodurante el viaje:

—He atravesado el bosque, he

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cruzado el río, he caminado por elprado… Y he aprendido que soypequeño, que soy un gigantón; que soyun perezoso, que soy muy trabajador;que soy muy veloz, que soy muy lento;que soy muy pesado, que soy muy ligero;que soy muy aburrido, que soy muydivertido; que estoy muy gordo, queestoy muy flacucho; que soy cortísimo,que soy muy largo; que soy muy blando,que soy muy duro; que soy una fierarabiosa, que soy un tipo encantador; quesoy muy cruel, que soy delicadamentetierno…

Todos los reunidos le mirabanmaravillados.

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—¡Has aprendido cosasextraordinarias, muchacho! —dijo elabuelo Añil—. ¿Y ahora qué vas ahacer?

—Pues… ¿qué harías tú en mi lugar,tía Púrpura? —preguntó Rayas con untonillo burlón y un poquito impertinente.

Y todos los ojos se volvieroninterrogantes a tía Púrpura, que se pusotoda ella del mismísimo color de suvestido.

—Bueno… quizás… la… la abuelaArco Iris… no… no… estaba… tanllena… de ideas… raras… raras comoyo… como… yo… como nosotros…creíamos…

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—Sí, seguramente la abuela ArcoIris tenía bastante razón —dijo ahora elabuelo Añil. Y volvió a preguntar—:¿Qué vas a hacer, Rayas?

Y Rayas sonrió abiertamente:—¡Creo que añadiré tres rayas más

a mi traje!

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Un Duende NegroArrugado

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1

AY DUENDESNEGROS,¡vaya si loshay! Todoshemos tenido enocasiones cercade nosotros a

alguno de estos duendes, y sabemos porexperiencia que su compañía no resultaagradable ni mucho menos.

Un Duende Negro en lasproximidades, y ¡brrr…!, seguro quesufrimos un mal rato: pasamos miedo,

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nos sentimos solos, estamos inquietos ytristes…

Claro que ya sabemos que ese malrato no durará mucho, porque losDuendes Negros, como casi todos losdemás duendes, no suelen detenersemucho tiempo en el mismo sitio.

Nos visitan. Se divierten jugándonosuna maliciosa mala pasada y, casi enseguida, se van lejos a seguirintranquilizando a otras gentes. Son así ylo mejor que se puede hacer esaceptarlos como son; soportarlos conpaciencia y desear con toda el alma quese larguen lo más pronto posible.

Por supuesto que hay Duendes

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Negros y Duendes Negros. Unos sonmás desagradables y más pelmazos queotros, pero todos son igual de inquietosy se van pronto, especialmente si nosven capaces de aguantar sus pesadasbromas con buen humor.

Y luego están los Duendes NegrosArrugados. Y éstos sí que son algoverdaderamente malo. Por fortuna haymuy pocos…

Un Duende Negro Arrugado es lamás espantosa de las calamidades.¡Traen la más terrible de las malassuertes…!

En realidad, ellos mismos son lapura mala suerte hecha duende.

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¡Un verdadero desastre!Ciertamente es estupendo que haya

tan pocos Duendes Negros Arrugados…Esta es la historia de uno de esos

pocos.

Todo empezó una noche deprimavera en que lucía en el cielo unaespléndida luna llena.

La bruja Vitriopirola atravesaba elbosque en su escoba voladora camino deuna reunión con otras brujas tanespecialmente malvadas como ella.Llevaba puestas, por pura casualidad,sus gafas mágicas de fisgonear y

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descubrió el envoltorio en que se estabaformando un nuevo duende.

Se hallaba escondido, como todoslos duendes en formación, en un lugarbien abrigado del bosque. Protegido delviento norte y de la lluvia bajo unaenorme roca, y rodeado de helechos y dehongos que debían ocultarlo a lasmiradas indiscretas y curiosas.

Pero la bruja Vitriopirola miró haciaaquel lugar y, gracias a los cristalesmágicos de sus gafas, lo vio. Su malignocorazón se regocijó al pensar en lamalísima maldad que podía cometer allímismo. Y decidió cometerla sin mástardar.

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Descendió hasta el suelo. Detuvo suescoba junto a la enorme roca y se apeóde su vehículo volador.

—¡Je, je, je…! —se riómalignamente.

Se acercó al tierno embrión deduende y, llena de crueldad, le arrancóel suave envoltorio que le protegía.

Este envoltorio es como un edredónen forma de saco de dormir que protegea todos los pequeños duendes mientrasse van desarrollando. Es un envoltoriosuave y calentito, mullido y perfumado.Está hecho de cariño, de sonrisas, decaricias, de amistad, de ternura, depicardía, de curiosidad, de cosquillas,

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de olor a pan tostado, de aroma debollos calientes, de perfume de cáscarade limón, de color de rayos de sol enprimavera, del suave vaho de la tierrahúmeda de lluvia, de la fragancia de lahierba recién cortada, de ricos saboresdulces y ricos sabores salados, de rumorde agua de fuente, de burbujas denaranjada y de otras mil cosasagradables por el estilo.

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Ya se comprenderá que crecerdentro de una envoltura así es algoextraordinariamente estupendo, y muynecesario para que un duende puedallegar a ser la criatura maravillosa quetodo el mundo espera que sea.

La perversa bruja Vitriopirola no secontentó con desnudar el cuerpecillo,quitándole su envoltura; además, sacó desu faltriquera un frasquito de vidrioverde y derramó una pócima negra ymaloliente sobre el duendecillo, y, almismo tiempo, palabra tras palabra,recitó toda una horrible retahíla de

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horrendos conjuros.El pequeño cuerpo desnudo tembló

de frío y de miedo. Se encogió y seacurrucó sobre sí mismo. Luego, poco apoco, se fue volviendo de un color másy más oscuro, y se le marcaronprofundas estrías allí donde la pócimade la bruja había resbalado sobre sutierna piel.

La bruja contempló satisfechísima elresultado de su obra.

—Esta noche sí que tengo unaformidable historia que contar en nuestrareunión de aquelarre. Las otras serecomerán de envidia y se van a llevarun disgusto de muerte.

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Seguro que ninguna de ellas hatenido jamás ocasión de hacer nada tanperverso… Soy una bruja lista… ¡Je, je,je…! Soy una bruja muy lista y conmucha suerte…

La bruja lanzó tres espantosas yescalofriantes carcajadas. Luego, montóde nuevo en su escoba, agarró laenvoltura por una punta y se alejóvolando por los aires.

El búho, que había presenciado laescena desde la rama más alta de suroble favorito, se quedó helado deespanto y todas las plumas de la cabezase le erizaron de pena y de compasión.

En cuanto la bruja desapareció, los

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helechos y los hongos se apresuraron ainclinarse sobre el desdichadoduendecillo. No, no estaba muerto.Estaba solamente ennegrecido,tembloroso y deformado.

Las plantas se apretaron contra élpara tratar de abrigarle y protegerle,pero claro, no era lo mismo. Unoshelechos y unos hongos, por muy buenavoluntad que pongan en su acción,resultan siempre fríos y húmedos y muy,muy diferentes de la envoltura que unduendecillo necesita para desarrollarsecompletamente bien.

El duendecillo sobrevivió a losmalos tratos a que la bruja le había

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sometido, pero ya antes de que hubieracrecido lo suficiente como para poderponerse en pie, se podía ver, sin ningúnlugar a dudas, que el nuevo ser se habíaconvertido, sin remedio, en un DuendeNegro Arrugado.

El búho sobrevoló la comarca yllevó la terrible noticia a sus buenosamigos los duendes. Y todos sufrieronun tremendo disgusto y se llenaron detemor. ¡Hacía muchos siglos que enaquella región no ocurría una desgraciasemejante!

—¿Qué podemos hacer? —preguntótía Púrpura, preocupadísima.

—De momento, nada. Esperar y

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vigilar —le contestó el abuelo Añil.El buen viejo quería aparentar

serenidad para tranquilizar a los demás,aunque también él estaba muyintranquilo.

Y encargó al búho que volviera a supuesto de observación y que avisase detodo cuanto ocurriese.

El búho volvió a su roble y vigilónoche tras noche el diminuto bultooscuro que iba aumentando de tamañolentamente.

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2

NA MAÑANA,entre la neblinadel amanecer,pudo ver cómoel nuevoDuende NegroArrugado

empezaba a moverse: se estiraba,bostezaba, rodaba por el suelo y, por fin,trabajosamente, se incorporaba y seponía en pie…

Las plantas que le rodeaban seenderezaron para dejarle más espacio y

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también para poder contemplarle mejor.En cuanto se puso en pie, Arrugado

abrió los ojos, frunció el entrecejo ylanzó una terrible, amenazadora yrencorosa mirada a su alrededor. Loshelechos y los hongos sintieron como unsoplo helado al recibir aquella mirada ytemblaron hasta las raíces.

El duende empezó a caminar. Alprincipio muy torpemente: se enredabaen sus propios pies, se balanceaba hacialos lados, parecía que iba a perder elequilibrio… Luego, fue ganandoseguridad con la práctica y avanzó porel camino del bosque.

El búho, volando silenciosamente,

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como sólo las aves de su especie sabenhacerlo, le siguió para observar sucomportamiento. Y los más gravestemores del sabio búho y de sus amigoslos duendes se confirmaron.

Arrugado avanzaba por elsenderillo, mirándolo todo con un airetan ceñudo, tan rabioso, tanencorajinado, tan terriblementeamenazador… ¡Tenía un aspectohorrible! Se adivinaba fácilmente suintención de fastidiar, y de fastidiar nadamás que por eso, por fastidiar…

Arrugado marchó un poco más por elsenderillo del bosque y llegó al bordedel lago. Allí se agazapó junto a la

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orilla para beber. Al hacerlo, secontempló en el agua sin querer. Y sevio tan feo, tan espantosamente feo, quededicó a su propia imagen una horriblemueca.

El sapo, que croaba alegrementeentre los juncos, le descubrió en aquelpreciso momento y se llevó tal susto quesaltó violentamente de costado. Fue aestrellarse contra el tronco de un sauce yse dio un tremendo golpazo en la cabezaque le hizo caer medio atontado entre lasaltas hierbas que crecían junto al agua.

Arrugado le vio caer y le mirófurioso.

¡Aquel Duende Negro Arrugado ni

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siquiera se divertía fastidiando! Todo locontrario, fastidiando se sentíafastidiado, y, al fastidiarse, se arrugabay se ennegrecía cada vez más y se volvíamás espantosamente feo.

Al búho le pareció comprender queaquél era un Duende Negro Arrugado dela peor especie. La verdad es que él nohabía visto antes a ningún otro duendede esta clase, pero temió que éste fuerael más negro y más arrugado que hubieraexistido jamás. Y que su presenciaatrajera sobre la comarca la mayor delas desgracias. Y le siguió observandolleno de la mayor preocupación.

Y vio que, bien escondido entre las

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ramas de un arbusto, estaba el nido delos mirlos. La mirla, que empollaba sushuevos, había oído el ruido del golpeque el sapo se había dado contra elsauce. Se asomó al borde del nido paratratar de averiguar qué había ocurrido.

—¿Qué te ha pasado, amigo sapo?Te has dado un golpe tremendo,¿verdad?

El sapo, que estaba todavía bastantemareado, solamente tuvo fuerzas paraseñalar hacia el sitio en que estabaArrugado.

—¡Huuuyyy…! —silbó la mirlaespantada al verle.

Y se cayó de golpe, sentada sobre el

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nido, porque las patas le temblaron depavor. ¡Plaf…! Dos huevos, de los cincoque incubaba la hembra, quedarondespachurrados.

—¡Ay, qué mala suerte! ¡¡¡Quéterrible y espantosa mala suerte!!! —selamentó la desdichada mirla.

El sapo pensó lo mismo mientras seacariciaba con todo cuidado el chichónque empezaba a hinchársele en la frente.

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Arrugado miró a los dos indignado yse alejó de allí gruñendo furiosamente.Y en el entrecejo se le marcó todavíauna arruga más.

Por el camino del pueblo se oía elchirrido de las ruedas de una carreta. Eltío Juan acarreaba una carga de leña ymarchaba contento, canturreando entredientes mientras guiaba sus bueyes.

De repente, y justo en el momento enque Arrugado pasaba cerca de lacarreta, el chirrido de las ruedas cesó yun tremendo chasquido quebró eltranquilo silencio del bosque: el eje de

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las ruedas delanteras de la carreta seacababa de partir en dos.

—¡Pero cómo ha podido ocurrirmeesto! ¡Si los dos ejes estaban nuevos…!¡Si son de la mejor madera de roble…!—se desesperaba el tío Juan tirándosede los pelos.

Arrugado le dedicó una mirada ferozy continuó su camino.

Pasó cerca de la casita de la abuelaRosalía, que se ganaba la vida bordandomanteles.

La pobre señora vio cómo, sin quenadie la tocase, su caja de costura sevolcaba. Hilos, botones, agujas,alfileres… todo el contenido se

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desparramó por el suelo.El dedal rodó y rodó hasta

deslizarse debajo de la cómoda y allí,en el rincón más oculto de la sala, secoló en el agujero del ratón ydesapareció en las profundidades.

La abuela Rosalía recogiótrabajosamente todos los enseres decostura, quejándose y resoplando cadapoco porque ya era bastante mayor y ledolían la cintura y las rodillas a causadel reúma.

Cuando se dio cuenta de que lefaltaba su querido dedal de plata sellevó un disgusto atroz. Lo buscó y lorebuscó hasta que ya no pudo más. Y

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cuando ya estaba tan cansada que lefaltaba el aliento, se sentó en sumecedora y rompió a llorardesconsoladamente.

—¡Mi dedal de plata! ¡Mi preciosodedal de plata! ¡Ya no podré coser sinél! ¡Ningún bordado me saldrá tan biencomo antes si no tengo ese dedal con elque he trabajado toda mi vida!

Y lloraba y lloraba sin podercontenerse.

Arrugado la miró lleno de rabia ysiguió su camino.

Entró en el pueblo y pasó pordelante de la pastelería.

Todos los bollos que estaban en el

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horno en ese momento empezaron aquemarse y un penetrante olor achamusquina llenó la calle.

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Julián, el pastelero, se apresuró asacar las bandejas del horno: los bollosestaban convertidos en carbones.

La mujer del pastelero se quejaba.—¿Qué ha podido pasar? ¡Si

acabábamos de meter los bollos en elhorno! ¡Jamás en los treinta años quellevamos de pasteleros nos habíaocurrido nada semejante!

Arrugado torció la boca en un gestode asco y se alejó calle adelante.

Se movía como una sombra entre laniebla de la mañana y nadie habíapodido verle todavía.

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Se detuvo unos segundos ante eltaller de Marta y Pedro, los tejedores.Le habían llamado la atención losbrillantes colores de las madejas de lanarecién teñidas y puestas a secar bajo elporche. Y en el mismo momento seoyeron los gritos asustados de Marta:

—¡Pedro, Pedro, mira lo que haocurrido! ¡Los hilos del telar se hanenredado solos, sin que nadie los tocara!¡Qué desastre! ¡Nos va a costar horas yhoras de trabajo volver a colocarlos enorden para poder continuar el tejido!

Arrugado hizo un visaje monstruoso,y tres surcos más se le marcaron debajode la boca.

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Siguió caminando. Quería encontrarun buen sitio en el que instalarse. Elpueblo no le había gustado nada.Deseaba un lugar tranquilo. Así quedecidió seguir buscando.

Se dirigió hacia las afueras, al otrolado del pueblo.

Pasó cerca de la Escuela. Casi almismo tiempo las minas de todos loslápices de la clase de la señorita Aliciase partieron.

—¡No podemos seguir haciendo lasdivisiones! ¡Nuestros lápices no tienenpunta! —dijeron los niños, todos a lavez.

Yla profesora exclamó:

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—¡Qué cosa más extraña! —pero noquiso que los niños se pusieran a sacarpunta a sus lápices y decidió quedejasen las cuentas para el día siguientey se dedicasen ahora a estudiar historia.

—¡Imbéciles! —exclamó Arrugado.Y salió del pueblo.Al otro lado del arroyo, sobre la

colina, vio los tejados rojos de lagranja. En seguida le pareció que aquélera un sitio que le iba a gustar y haciaallí se encaminó todo lo deprisa que susrugosas y torcidas piernecillas se lopermitían.

Cruzó el huerto, atravesó el corral,pasó ante el establo, entró en el

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jardincillo, se coló en la cocina y luego,por la puerta de atrás, salió para ir hastael otro lado del patio.

Alcanzó la escalera exterior y trepóhasta el henar.

Le agradó muchísimo aquel sitiolleno de heno seco y perfumado. Loencontró cómodo, silencioso y acogedor.Se tumbó sobre la mullida hierba, lanzóun par de gruñidos enfurruñados y sequedó dormido.

Y en todo el recorrido que habíahecho a través de los terrenos de lagranja, fue dejando detrás un rastro decalamidades: en el huerto se cayeron alsuelo un montón de manzanas que

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todavía no estaban maduras del todo. Enel corral se abrió un boquete en la vallay varios pollos se escaparon, con granalboroto de las gallinas madres, que nopudieron seguirles porque no cabían porel pequeño agujero. Los tres cubos deleche recién ordeñada que había en elestablo se agriaron. Todas las margaritasque crecían en el jardincillo setroncharon. En la cocina, el azucarerosaltó del vasar y se hizo mil pedazos alestrellarse contra el suelo…

Cuando Teresa y Jacobo, losgranjeros, vieron los desastres que lesestaban ocurriendo, comprendieron enseguida que aquello no eran solamente

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desgraciadas casualidades. Aquello era,con toda seguridad, algo más terrible.Así que llamaron a sus hijos, Catalina yJuan, y los cuatro juntos se fueron alpueblo para hablar con los otrosvecinos.

Allí, casi todos tenían algunacalamidad que contar:

—A mi carreta se le ha…—Pues yo he perdido mi…—A nosotros se nos han enredado

los…—Toda la hornada de bollos se ha…—En la Escuela los lápices se nos…Hablaron y hablaron durante más de

media mañana.

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Los más ancianos trataron derecordar viejas historias y, al final,llegaron todos a una tristísimaconclusión:

—Un Duende Negro Arrugado hadebido de pasar por el pueblo…

—¡Y eso no es lo peor! —selamentó Teresa—. Lo más horrible detodo es que en nuestra granja no haocurrido una sola y única calamidad…¡Los desastres se han sucedido unosdetrás de otros…!

—Eso quiere decir que el DuendeNegro Arrugado se ha quedado a vivircon vosotros —se compadeció el abueloAlberto, que tenía más de cien años y

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sabía de duendes casi todo lo que sepuede saber.

—¿Y qué vamos a poder hacer paralibrarnos de esta desgracia?

—Nada. No se puede hacer nada.Teresa escondió la cara en el

delantal y sollozó ruidosamente. Jacobole pasó el brazo por los hombros y tratóinútilmente de consolarla. Juan apretólos puños y los dientes; deseó con todassus fuerzas poder atrapar al duendeaquel para darle una buena paliza.

Catalina se limitó a cerrar los ojospara poder pensar mejor… aunque laverdad es que, así, de pronto, no se leocurrió ninguna buena idea.

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—¡Algo se debería poder hacer! —estalló Juan, furioso.

—Nada, hijo, no se puede hacernada —trató de apaciguarlo el abueloAlberto—. Aguantar y esperar. Quizá elduende se canse de vuestra casa y…

—¿Y si no se cansa?—Entonces aguantaremos en la casa

mientras haya algo que comer —le dijosu padre—. Luego, reuniremos nuestrascosas y nos iremos lejos…

—¡Pero es nuestra casa! ¡Ese duendeno puede…!

—Ahora nuestra casa es suya ypuede disponer de ella como mejorguste.

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—Si vosotros os vais de la granja,el Duende Negro Arrugado se mudará acualquiera de las nuestras y entonces…

—Entonces, la historia volverá aempezar y otra familia se verá en laruina —opinó el abuelo Alberto.

El miedo, un miedo terrible yangustioso se apoderó del corazón detodos los habitantes del pueblo. Cadauno temió por sí mismo y por su familia.Y como estaban llenos de terror a causadel Duende Negro Arrugado, que encualquier momento podía hacerles daño,empezaron a odiarle con todas susfuerzas.

Y el odio es algo verdaderamente

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dañino. No se ve, pero se siente de unamanera profunda y poderosa. Y tanprofundo y poderoso fue el odio que lasgentes del pueblo dedicaron al duendeque dormía en el henar, que Arrugadoempezó a sentirse muy mal. Gemía y seretorcía en su sueño y se volvía cadavez más negro y más arrugado.

Y las gentes del pueblo seguíanhablando:

—La región se despoblará.—Solamente los duendes podrán

habitar aquí.—Los duendes son malos…—Sí, son malos.—Disfrutan haciéndonos daño.

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—Eso es. Les gusta vernosdesgraciados…

—Son criaturas malvadas que sedivierten con nuestras desdichas…

Y los habitantes del pueblo, llenosde pavoroso recelo, se retiraron a suscasas, cerraron puertas y ventanas conllaves, cerrojos, pestillos y candados yse entregaron a sus más tristes ydesconsolados pensamientos.

Los padres y las madres no hablabany no trabajaban, los mozos y las mozasno cantaban y tampoco trabajaban, losniños y las niñas no jugaban y, a ratos,lloraban asustados al mirar las carasserias de los mayores.

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Los duendes se enteraron en seguidade lo que estaba sucediendo, y, claro, noles gustó absolutamente nada.

El abuelo Añil convocóinmediatamente una reunión generalextraordinaria.

En cuanto empezó a oscurecer,comenzó la asamblea.

—La situación es grave —explicó elabuelo Añil—. Hay que hacer algo y hayque hacerlo pronto. ¿Cómo vamos apoder seguir viviendo en lasproximidades de unas gentes que nosodian?

—¡Nosotros no somos como losDuendes Negros Arrugados!

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—¡Claro que no!, pero ahora, porculpa de este Arrugado, las gentes hanempezado a tenernos miedo a nosotros.

—Y porque nos temen, nos odian.—Nunca nos habían odiado antes los

humanos.—Es que nosotros nunca habíamos

hecho nada que les hiciese sentir miedode verdad. Ellos saben muy bien que loque a nosotros nos gusta es jugar…

—Arrugado no juega, hace cosashorribles.

—¡Y ni siquiera se divierte con nadade lo que hace!

—Y por eso tampoco se puedendivertir nada los humanos con las faenas

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que les hace…—Arrugado no hace bromas, comete

maldades…—Lo que él hace es completamente

distinto de lo que nosotros hacemos.—Cierto, completamente distinto.—Y por su causa los humanos tienen

ahora razón para temernos y odiarnos anosotros…

—Hay que hacer algo.—Sí, hay que hacer algo, pero ¿qué

se puede hacer?—Nada.—No se puede hacer nada. Los

Duendes Negros Arrugados son unadesgracia para todo el mundo porque

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son una desgracia para ellos mismos.Son así y no hay nada que puedahacerlos cambiar.

En este momento de la conversación,el búho, que había estado escuchandodesde la rama baja de un nogal, creyóque le había llegado el momento deintervenir. Miró con toda la fijeza eintensidad de sus ojos redondos alabuelo Añil y tosió discretamente:

—¡Ejem, ejem, ejem…!El anciano duende le comprendió

perfectamente:—Adelante, amigo búho. Dinos cuál

es tu opinión sobre todo este asunto.—Pues… ¡ejem! Veréis… habéis

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dicho que nada se puede hacer cuandoun verdadero Duende Negro Arrugadoaparece… Seguramente tenéis toda larazón al hablar así porque vosotrossabéis de eso mucho más que yo… Y,sin embargo, y aquí está el problema, seme ocurre pensar que quizás éste no seaun verdadero Duende Negro Arrugado…y si no lo es, en ese caso… quizá sí seaposible hacer algo… He pensado muchosobre ello y he llegado a la conclusiónde que estoy casi seguro de que sin lamalvada intervención de la brujaVitriopirola lo más probable es que eseduende hubiera llegado a ser un duendenormal: un Duende Rojo, un Duende

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Verde, un Duende Azul, o hasta unDuende a Rayas…

Todos los duendes de la asambleaescuchaban llenos de atención laspalabras del sabio búho.

—Es una teoría muy inteligente —murmuró el abuelo Añil.

—O sea que tú, amigo búho, opinasque es un Duende Negro Arrugado nadamás que porque la bruja lo maltrató —quiso puntualizar Rayas, muy interesadopor este detalle.

—Querido Rayas, yo lo único queme atrevo a sugerir es que es muyposible que, a causa de la malvadaactuación de la bruja, el pobre duende

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haya resultado… lo que es… —quisoconcretar el búho.

—La verdad es que no sabemosmucho acerca de por qué aparece decuando en cuando un duende de esos…—volvió a hablar el abuelo Añil para élsolo.

—No, no sabemos apenas nadasobre eso —confirmó tía Púrpura.

—Yo lo que digo —intervino Gris—es que es un duende muy jovencito.Apenas tiene un día de vida… Es muyposible que, después de todo, no fueratan difícil librarnos de él.

—¡Eso! ¿Y si intentásemos entretodos hacer algo para obligarle a que se

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fuera? —se entusiasmó Rayas, siempretan emprendedor.

—Nunca jamás se ha oído contarque un Duende Negro Arrugado hubierapodido ser obligado a salir de un lugarque le gustase —dijo tía

Púrpura moviendo la cabeza, llenade dudas.

—Bueno, tampoco hemos oídocontar nunca que todos los duendes deuna región se hubieran puesto a trabajarjuntos para conseguir que un Arrugadose largase de un lugar, ¿no? —replicóRayas.

—¡Claro, claro, eso es muy cierto!—asintieron varios duendes a la vez.

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Y todos siguieron deliberandodurante largo rato con las cabezas muyjuntas. Hablaron y hablaron y hablaron;cada uno expuso las mejores ideas quese le iban ocurriendo. Y, poco antes dela medianoche, Rayas exclamó depronto:

—¡Ya está! ¡Creo que ya lo tengo!—¿Sabes ya lo que hay que hacer

para librarnos de Arrugado?—¿Para que se vaya de aquí y no

vuelva jamás?—Creo que tengo una idea mejor.—¿Algo mejor que librarnos de él y

perderle de vista para siempre? —preguntó tía Púrpura incrédula.

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Rayas habló con sus amigos duranteun largo rato. Les expuso sus planes, sediscutieron los detalles, se distribuyeronlas tareas y todos quedaron de acuerdoen el trabajo que le iba a corresponder acada uno. Iban a hacer todos un esfuerzoduro y complicado, pero estaban segurosde que merecía la pena porque elresultado podía ser magnífico.

La asamblea de duendes se dispersóy cada uno de ellos marchó para hacersecargo de la tarea que le había sidoencomendada.

Rayas comprendió que debíareservar para sí mismo la misión másdifícil y delicada, porque para eso la

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idea había sido suya.Se llegó silenciosamente hasta los

terrenos de la granja, atravesó elpequeño jardín, trepó ágilmente por eltronco de la parra y se introdujo en eldormitorio de Catalina, que dormíahacía ya rato.

Rayas se sentó sobre la almohada dela muchacha y durante la primera partede la noche le transmitió sus planes,soplándole sobre la frente sueñosalegres, claros y agradables.

Después, fue a echar una mano en eltrabajo que Rojo y Gris estabanrealizando en el eje delantero de lacarreta que el tío Juan había tenido que

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dejar abandonada en el camino delbosque.

—¡Bien hecho, amigos!—Pues ya verás cuando esté

terminado. Va a quedar mucho mejor quecuando era nuevo. Este eje no volverá apartirse jamás…

—¡Lo estamos haciendo de hierro!Rayas se pasó luego por casa de la

abuela Rosalía.Amarillo-Lila se afanaba, trabajando

en equipo con el ratón que vivía bajo lacómoda, para rescatar el dedal de plataque se había hundido en lasprofundidades.

—Está bien que alguna vez juegues a

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encontrar cosas en vez de jugar aperderlas, ¿eh? —rió Rayas.

Y Amarillo-Lila, sin dejar detrabajar, se limitó a contestarle con unguiño amistoso.

Rayas se acercó a la pastelería.Tía Púrpura trajinaba cerca del

horno, y un delicioso olor a bolloscalientes envolvía la casa entera y seesparcía calle adelante.

Rayas sonrió: tía Púrpura siemprehabía sido una verdadera especialista enrepostería y esta noche estabatrabajando con un empeño especial.

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Rayas espió a través de las ventanasdel taller de Marta y Pedro. El DuendeMorado y el Duende Pardo habíantrabajado de firme para desenredar loshilos del telar. Ahora, Verde estabatejiendo a toda velocidad, con la mismarapidez y maestría con que hacía crecerhierbas y enredaderas. El resultado erael tapiz más bonito que se puedaimaginar.

Rayas hizo cuatro piruetas locaslleno de entusiasmo.

Y siguió su ronda de inspección.Al pasar por la Escuela se dio

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cuenta de que allí no había nada quehacer porque la propia maestra se habíapreocupado de sacar punta de nuevo atodos los lápices de los niños.

Rayas se limitó a colocar en elrespaldo de la silla de la maestra dospreciosas mariposas que encontródormidas sobre las ramas de un tilocercano.

Quería que, a la mañana siguiente,tan pronto como la maestra entrase en laEscuela, las mariposas volasen sobre sumesa. La señorita podría gozar de susbellos colores. Eso le gustaría.

Cuando Rayas llegó a la granja, devuelta de su gira por el pueblo, se quedó

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maravillado de lo que el abuelo Añil ysu nieta Blanca habían conseguido haceren tan poco tiempo.

Las manzanas caídas en el huertohabían sido recogidas y metidas en unsaco en el que se había colgado uncartelito que decía: «Manzanasespecialmente indicadas para prepararcompota».

La valla del corral había sidoreparada con todo cuidado.

Y Blanca, con ayuda del búho y detres de las más veloces ardillas delbosque, había conseguido encontrar alos siete pollitos perdidos y se los habíadevuelto a las madres gallinas, que los

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acomodaron llenas de contento bajo susalas.

La leche agriada había sidoconvenientemente tratada, escurrida ymoldeada, de forma que ahora estabaconvertida en toda una fila de apetitososmontoncitos de requesón.

En el jardincito, las margaritastronchadas habían desaparecido y, en sulugar, se alzaban varias hileras depequeñas matas de prímulas en flor,recién trasplantadas desde la parte másescondida del bosque.

Rayas se sentía tan feliz que lecostaba un trabajo inmenso no empezar adar saltos descomunales. Tenía unas

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ganas enormes de cantar a voz en cuello.En vez de hacer eso, se deslizó, otra

vez, hasta la almohada de Catalina. Y,por si acaso, volvió a soplarle en lafrente, con todo cuidado, lospensamientos que deseaba transmitirle.Y, por último, le repitió tres veces: «ElDuende Negro Arrugado está en elhenar… El Duende Negro Arrugado estáen el henar… El Duende NegroArrugado está en el henar…»

Poco después de que amaneciera,Rayas, al igual que todos los demásduendes, estaba ya de vuelta en su casa.Se sentía cansadísimo, peroextraordinariamente contento.

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Necesitaba descansar, después del granesfuerzo que había hecho durante lanoche; además, ya no quedaba más queesperar con paciencia el resultado detantos cuidados.

Así que se dio un baño calentito, sepreparó un delicioso desayuno ydespués se metió en la cama. Se quedódormido casi en seguida, pero antes tuvotiempo de sonreír una vez más: Catalinale había parecido una muchacha muylista y él estaba seguro de haberletransmitido el mensaje con todaclaridad. Estaba convencido de que ellahabía comprendido perfectamente.

Rayas comenzó a respirar suave y

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acompasadamente. Empezaba a disfrutarde unos maravillosos sueños de ciencolores distintos.

Y empezó el nuevo día.Catalina se despertó muy pronto,

contenta y llena de ganas de hacer milcosas. Se lavó y se vistió en unperiquete y bajó las escaleras de dos endos.

Un gozo tibio y bullicioso lerebrincaba por dentro y no tenía másremedio que canturrear a media vozmientras se movía por la cocina.

—¡Hija! ¿Cómo es posible quetengas ganas de cantar con la desgraciatan grande que nos ha caído encima? —

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le reprochó su madre.—Bueno, tampoco hay que exagerar.

Nada de lo que ha ocurrido es tan malo.—¿Ah, no? ¿Y qué me dices de las

manzanas caídas, y de la verja rota, y delos pollos perdidos, y de las florestronchadas? ¿Y qué me dices delazucarero hecho añicos?

—Era feo, madre.—Era un regalo de boda y yo lo

apreciaba mucho…—Aunque fuera un regalo de boda y

le tuvieras cariño, tendrás quereconocer, madre, que era feo. Si deveras ha sido el Duende NegroArrugado el responsable de que se haya

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roto, yo te aseguro que le estoy muyagradecida. Tan agradecida que le voy asubir, hasta el último peldaño de laescalerilla del henar, un platito congalletas de nata. Quizás le gusten, ¿nocrees?

—¿Cómo sabes que el duende estáen el henar?

—¡Ah, pues no estoy segura, perome parece que lo he visto en sueños…!

Y la muchacha no quiso decirle a sumadre, así, de pronto, que sus sueños lehabían llenado la cabeza, además, dealgunas otras buenas ideas.

Luego, eligió cinco galletas biendoradas y las colocó sobre un platillo de

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porcelana. Abrió la puerta trasera y seencaminó a través del patio hacia elhenar. Detrás de ella, su madre gritóindignada:

—¡Estás loca! ¡Mira que ofrecerlecosas ricas a ése…! Si no le gustaninventará alguna nueva maldad paraatormentarnos, y si le gustan decidiráquedarse a vivir para siempre connosotros…

Catalina subió las escalerillas delhenar y colocó el platillo con cuidado enlugar bien visible sobre el últimopeldaño. Después se volvió hacia sumadre y habló en voz alta:

—Estoy segura de que este duende

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nos ha traído buena suerte, madre, ya loverás, y me agradaría que se quedasecon nosotros mucho tiempo.

Arrugado la oyó hablar y se revolcófurioso entre el heno. Luego, cuando lamuchacha hubo entrado de nuevo en lacocina, se acercó al platito, lo agarrólleno de rabia y lo lanzó al corral. Cayósobre el gallo, que se llevó un sustoterrible. Soltó un indignado¡quiquiriquí…! y corrió a refugiarsedetrás del tronco de una acacia.

El platillo no se rompió, pero lasgalletas saltaron por los aires y sequebraron en cientos y cientos depedazos. Las gallinas y los pollitos se

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apresuraron a picotearlos. Tanta prisa sedieron, que hicieron desaparecer laúltima migaja en menos tiempo del queempleó el gallo en cantar pidiendo quele dejaran siquiera un pedacito paraprobar a qué sabían. Catalina dijo a sumadre:

—¿Lo ves? ¿No te lo había yoanunciado? Este duende nos trae suerte.El platillo ha caído desde allá arriba,pero ha sido guiado con tanto aciertoque ha chocado contra el gallo y no seha roto. Las gallinas y los pollos hanaprovechado hasta la última migaja delas galletas. Seguro que mañana lospollos habrán crecido y estarán más

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gordos, y que las gallinas pondrán todashuevos más hermosos…, ¡esas galletasson muy alimenticias!

En aquel momento Jacobo y Juanentraron en la cocina:

—¡Alguien ha recogido lasmanzanas!

—¡La valla del corral estáarreglada!

—¡Los siete pollos perdidos hanvuelto!

—¡En la ventana del establo hay unabandeja con veinte porciones derequesón fresco!

—¡En el jardín hay flores nuevas!Teresa solamente pudo poner la cara

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más incrédulamente asombrada quenadie pueda imaginar.

Catalina, en cambio, sonrió consuficiencia:

—Ya te había dicho yo, madre, queeste duende nos traería suerte…

Creo que deberíamos hacer todo loposible para que se encontrase a gustoentre nosotros… Mis galletas no le hanagradado, al parecer; a lo mejor tútienes más suerte si le ofreces un flan deesos tan ricos que sabes hacer.

Luego, la muchacha se echó sumantoncillo por los hombros y se fue adar una vuelta por el pueblo.

A todos los que se cruzaron con ella

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los informó de que el Duende NegroArrugado estaba en el henar de su casa yde que la familia estaba encantada de labuena suerte que les habíaproporcionado con su presencia.

Algunos no quisieron creerla deltodo: pero otros muchos no tuvieron másremedio que estar completamente deacuerdo con ella.

—¡Es cierto! Ese duende trae buenasuerte… El eje de mi carreta estámagníficamente arreglado.

—Hazme caso, demuéstrale alduende tu agradecimiento. Llévale unajarra de tu mejor cerveza… —aconsejóCatalina.

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—¡Sí que lo haré, ya lo creo! —prometió el tío Juan.

Catalina prosiguió su camino.—¡Mi dedal de plata apareció sobre

la mesa de la cocina! Si tu duende esgoloso, ya puede contar con un tarro demermelada de frambuesa.

—Seguro que le encantará.Catalina siguió dialogando con los

vecinos del pueblo:—¡Yo le llevaré media docena de

unos exquisitos bollos que encontré estamañana sobre el tablero del obrador!

—¡Hemos encontrado terminado deuna manera maravillosa el tapiz denuestro telar! Tu duende tendrá una

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buena fuente de natillas con canela.—En la Escuela volaban esta

mañana dos mariposas bellísimas…¡Seguro que es obra del duende! Tendrápastelillos de crema como muestra de miagradecimiento.

Arrugado, hecho un ovillo sobre lapaja del henar, empezó a sentir que algoextraño le estaba ocurriendo.

Notaba que no podía apretar losdientes tan rabiosamente como antes,que no podía fruncir el entrecejo contanta furia, ni mirar con la mismaferocidad.

—¿Qué me puede estar pasando? —rezongó.

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Y es que la gratitud es algomaravilloso. No se ve, pero se siente deuna manera profunda y poderosa. Y tanprofunda y poderosa era la gratitud quelas gentes del pueblo estaban empezandoa experimentar hacia Arrugado, que elduende empezó a sentir que algo muyagradable comenzaba a circular por elinterior de su arrugado cuerpecillo. Eracasi como sentirse a gusto, por primeravez, dentro de su propia piel. Le parecíaadivinar que la gente ya no le molestabatanto y que él ya no le resultaba tanfastidioso a la gente.

Y en aquel preciso momento vio elflan que Teresa acababa de colocar

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sobre el peldaño superior de laescalera.

Arrugado trató de despreciarlo, peroel tufillo que le llegó a la nariz resultabatan apetecible… que no tuvo másremedio que acercarse al plato¡solamente para ver qué podía seraquello! Luego, clavó un dedo en el flan¡solamente para desbaratarlo! Lo malo,mejor dicho, lo bueno, fue que se chupóel dedo y ya fue incapaz de resistir latentación de zamparse el flan en dosbocados: ¡estaba tan rico…!

Después, se volvió a su rincón y setumbó sobre el heno. Sentía todavía elregusto del dulce en la boca y una

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extraña sensación de calorcito en elestómago, y un poco más arriba, hacia laizquierda.

—¿Qué será esto que siento? —volvió a refunfuñar Arrugado.

Se hizo un ovillo sobre la mullidaalfombra de heno y se quedó dormido denuevo.

Y a lo largo de los días siguientes,cada vez que se despertaba, algoapetitoso le esperaba en la puerta delhenar. Y siempre que se acercaba a laventana que daba al corral podía oír uncomentario amable:

—Es un duende encantador.—¡Menuda suerte hemos tenido con

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su llegada!—¡Ojalá decida quedarse con

nosotros para siempre!Arrugado comía pastelillos de nata y

dormía. Escuchaba una frase amable,bebía cerveza y dormía. Tomaba unabuena ración de mermelada deframbuesa, oía alegres risas y dormía.Lamía un gran plato de natillas,escuchaba una bonita canción ydormía… El heno a su alrededorformaba un cobijo tibio, suave, blando yperfumado.

Y un atardecer, Arrugado descubrióuna cosa sorprendente.

Al principio casi no podía dar

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crédito a lo que estaba viendo. Se mirólas piernas, se miró los brazos, se mirólas manos… No pudo mirarse la caraporque eso nadie puede hacerlo sin laayuda de un espejo. Así que Arrugadodecidió acercarse al lago para podercontemplarse en el agua.

Era ya noche cerrada cuando sedecidió a salir. No quería que nadie sediese cuenta de que abandonaba elhenar.

La familia no le oyó moverse, peroel búho, que no había dejado devigilarle ni un solo momento, le vioaparecer. Y tan pronto como tuvocompleta certeza de la buena noticia,

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recorrió la comarca para llevar a todosel estupendo mensaje.

Arrugado llegó hasta la orilla dellago y se inclinó sobre el agua. Y encuanto vio su imagen reflejada en lasuperficie, pudo comprobar el enormecambio que se había producido en él…

La luz de la luna llena le iluminabade pleno. ¡No cabía la menor duda!¡¡¡Había dejado de ser un Duende NegroArrugado!!!

Seguía siendo un Duende Negro, esosí, pero ahora era un duende gordito ycon la piel lisa, estirada y lustrosa.

Continuó mirando su imagen,maravillado, durante un largo rato…

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Y antes de que hubiera pasadosuficiente tiempo como para que sehubiera podido dar cuenta del todo de sunuevo aspecto, se vio rodeado deduendes. Duendes que le saludabansonriendo amistosamente, llenos dealegría:

—¡Bienvenido, hermano!—¡Nos sentimos muy felices con tu

llegada!—¡Estamos muy contentos de tenerte

entre nosotros!—¡Mirad, es como yo! Mucho más

joven, claro, pero como yo —exclamó

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gozoso el Duende Negro.Arrugado, es decir, el nuevo Duende

Negro, descubrió otra nueva y agradablesensación, completamente desconocidapara él hasta ese momento: los ojos se leentrecerraron y la boca se le estiró hacialos lados…

—¿Qué me pasa?—¡Que estás empezando a sonreír,

hermano! —le explicó Rayas—.Todavía lo haces muy mal porque notienes práctica, claro; pero no tepreocupes, dentro de nada habrásaprendido a reírte estupendamente ¡y tevas a divertir mucho haciéndolo!

Los duendes se apretujaban

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alrededor del nuevo Duende Negroporque todos querían darle un fuerteabrazo de bienvenida. Hablaban todos almismo tiempo y armaban tal algarabíade gritos y de risas que el abuelo Añil ytía Púrpura tuvieron que apartarse a unlado para poder entenderse.

—La idea de Rayas ha sidomagnífica.

—Y todos han trabajado tan bien…—¡Todos hemos trabajado bien! No

te quedes fuera, tú también hascontribuido en mucho a que esto hayasalido tan estupendamente.

—¿Crees que todos los DuendesNegros Arrugados dejarían de serlo si

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se les aplicase el mismo tratamiento?—Pues… es muy posible. Yo espero

que no aparezca por aquí ningún otro desu especie, pero si apareciese…

—¡Oh, sí, desde luego! Siapareciese… —y tía Púrpura rióalegremente.

Su risa y la del abuelo Añil seconfundieron con el coro de carcajadasde los duendes más jóvenes, quecelebraban una divertida ocurrencia delmás gracioso y disparatado de losduendes: Rayas.