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Un cristal de Río de Piedras

Cipriano Alberto Moreno

Fundación Editorial El Perro y La RanaRed Nacional de Escritoras y Escritores Socialistas de Venezuela

Imprenta de Miranda, 2011Colección Francisco Tosta García - CrónicasSerie Santiago Navas Morales - Anecdotario

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Un cristal de Río de Piedras© Cipriano Alberto MorenoColección de Crónica “Francisco Tosta García”Serie de Anécdotario “Santiago Navas Morales”

© Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la ranaSistema Nacional de ImprentasRed Nacional de Escritoras y Escritores Socialistas de Venezuela Depósito Legal: (en proceso)ISBN: 978-980-14-2090-3

Ilustración de portada: Fotografía de la carretera hacia Quiripital, al sur Ocumare del Tuy, extraída de www.panoramio.com

Correción y Diagramación: Isaac Morales Fernández

Impresión: Julio Valderrey

[email protected]://imprentademiranda.blogspot.com

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UN CRISTAL DE RÍO DE PIEDRASAutobiografía novelada

El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tie-ne como objeto fundamental brindar una herramienta esen-cial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos.

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9Un cristal de Río de Piedras

AL LECTOR

Para el autor de un libro escrito en los términos que sean, escribir constituye un esfuerzo de alta magnitud dentro del vasto campo de la literatura y del conocimiento filosófico sobre todas las cosas a referir. Una obra es una aportación positiva a la sociedad. En la recepción de la obra, el escritor debe dejar a un lado las referencias familiares, como también hacer abstención de alarde personal. Basta su autoría. Que sea el lector quien saque sus ideas y conclusiones respecto a la obra.

En esta obra se refleja una reseña de lo antes mencionado referente a la escritura de cualquier obra literaria. En este texto, la descripción es distinta porque es una autobiografía de mis andanzas, juveniles y de lo que más embellece las páginas de este impreso: el amor. Esta obra es mi vida, mis locuras, mis correrías, transcurridas en lo más bello de la vida, en esa fase o ciclo del tiempo cuando todo es ilusorio y esperanzador, cosa muy natural y frecuente en la juventud, que después que se va no regresa jamás, dejando todo expandido en las praderas del recuerdo. Por eso, considero a esta novela fuera de mi literatura y estilo de mis otras novelas, aunque aquí narro con lujo de detalles el verdadero amor de mi vida.

Todas las personas que me permití nombrar en esta obra, no los habitantes y fundadores del caserío Río de Piedras, me refiero a las personas que de una u otra forma formaron parte de mis correrías, andanzas y travesuras, tanto amorosas como festivas, y que los hice partícipes en el desarrollo dramático y romántico de esta novela, lo hice sin su consentimiento, pero sin siquiera un ápice de difamación o mentira en perjuicio

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personal, únicamente su participación verdadera y sana. Al mencionarlos aquí, me siento disculpado por cada uno de ellos, porque todos saben que verdaderamente formaron parte de ese pasado de mi vida. Por eso busqué la mejor forma de perfección, ajustándome dentro de un marco de conocimientos técnicos y sicológicos de acuerdo al tiempo en que vivieron estas personas. La insinuación o referencia que hago de cada una de estas personas, es con el más sano concepto y respeto que merecen. Por eso: antes de disculparme, van mis más sinceros elogios y agradecimientos por embellecer las páginas de este libro con sus nombres y referencias.

PRÓLOGO

Si yo hubiese escrito esta novela en aquellos años dorados de mi juventud… cuando todo es alegría, ilusión, pujanza, y sobre todo el brillante aureólico más bello que tiene la vida: el amor; cuando las locuras juveniles de la vida son como cadenetas que se desandan en la mente, como algo volátil, cuando el tropel alborozado del laberinto alegre de la vida retumba en los corazones, cuando no hay pensamiento que aturda la mente ni situación comprometedora, ni obligaciones a cumplir. Todo lo que nos rodea es hermoso y bello, y por eso se cifran las más bellas aspiraciones e ilusiones que nos trae esa época… Hoy no me causara tanta melancolía. Añoranzas y reminiscencias de recuerdos inconscientes que atormentan la tranquilidad hasta más allá del alma. Pero nunca las cosas son como se quiere que sean si no como son, y por eso, así es la ironía de la vida, siempre contraria. Me dispuse a escribir esta novela ya en el ocaso de los años, cuando aflora inevitablemente la sombra de la vejez. Cuando ya no hay mañana sino sólo tarde, cuando la sensibilidad nos da el toque en lo más hondo del sentimiento, cuando el hombre ya en la edad madura, entra en la etapa de las reflexiones y la conciencia exacta, y se vuelve selectivo y meticuloso. Es cuando ese análisis de la conciencia nos da ese contragolpe por los malos actos hechos, en ese arrebato pujante de eso tan bello que después que pasa no vuelve jamás, y que

se llama “juventud”. Lo más sublime y profundo para mí, y que me estremece el más hondo sentimiento, es que la persona que dramatiza las páginas de esta obra jamás podrá leerla porque la muerte tormentosa se encargó de arrebatarle la vida. Y quizás cuando mis hijos pasen sus ojos en estas líneas que hoy escribo con tanto amor, ternura, cariño y sinceridad, para la mujer que quise y quiero todavía, porque sólo en el letargo eterno que me dé la parca morirá para siempre ese recuerdo en mi mente, para ese momento yo estaré paseándome por los prados silenciosos de la muerte. Allá la buscaré en esa pradera misteriosa que se llama “el más allá”, en donde según dicen los vivos es donde van los que se ausentan de este mundo.

ABRIL

Abril, cuarto mes del año, en término figurado, la primera juventud, el abril de la vida. 15 abriles son 15 años de juventud. Calificativo bello en todos los términos. Mes próximo al mes de las flores de mayo. Vientos invernales de abril, finalización del invierno. Síntomas primaverales por los raudales de las aguas cantarinas. Abril, cuando las florestas campestres entran en florescencia y la abeja rumorosa buscando el capullo cuando abre para desflorar, el polen diseminado. Cuando en el campo todavía la maleza en retoño no ha intrincado la vegetación, y por los claros del monte se distingue a lo lejos la curvatura de las lomas y ensenadas, y en el remonte topográfico se divisa allá en la lejanía un horizonte de montañas, línea limítrofe del cielo y la tierra. En el mes de abril, en la soledad del campo y su serranía, el resplandor lamperino del astro rey, que ya muriendo en brazos de la tarde da un rojo carmesí que lentamente se extingue, con la proximidad de la apacible noche, trayendo con su lóbrego manto la tranquilidad y el silencio sobre los campos soñolientos, y en las frondas quietas se abren las flores nocturnas, brindándoles su fragancia a la intimidad de la noche, para así esperar el nuevo día y languidecer al embate del sol matutino.

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12 13Un cristal de Río de PiedrasCipriano Alberto Moreno

EL VIAJE DE CACERÍA AL RÍO MEMO

Un 26 de abril de 1946, salió un grupo de cazadores del caserío El Manguito (mi lugar de nacimiento), hacia el río Memo. Este río nace en el lindero de Guárico y Miranda, y vierte sus aguas en el río Orituco, que nace en la misma colonia de la fila maestra, cordillera del interior. Yo era un infante de 11 años, pero desde edad muy temprana me ha gustado y me gusta la caza. A las 2 de la mañana de ese día, partió la caravana hacia lo que en aquella época, en aquel campo se decía que era el llano, lo cual no era ni el principio, mucho menos la orilla del verdadero llano. Yo iba de lo más contento porque me hacía la ilusión en mi mente de niño que iba a conocer el llano, que tantas veces oía hablar de él. Iba en compañía de Cipriano Moreno (mi padre), Heriberto Cordero, Luis Ávila, Alejandro Ravelo y un muchacho de mi edad de nombre Nicolás Zerpa. Estas personas todas murieron, yo soy el único sobreviviente. Aquella madrugada que no olvidaré nunca, era la primera vez que yo salía a distancia lejana, la madrugada tachonada de luceros ya con su opaca luz, advertía el nuevo amanecer. Sobre los altos cerros, una penumbra vaga e indecisa, dejaba ver siluetas flotantes emergiendo de la envoltura de la neblina. La vibración sonora de la brisa mañanera se perdía hacia el cielo nacarado de color violáceo, cuando las estrellas, con su tenue luz, daban paso a la luz radiante del rey astro. Los ranchos campesinos a la orilla del camino, semejaban bultos negros diseminados en toda la trocha caminera. En algunos ranchos, una ráfaga de luz por la hendidura de la pared anunciaba el fogón encendido para hacer el aromático café, o el tradicional cerrero, devoción del viejo campesino. Bien avanzada la madrugada, pasamos por el Río de Piedras. El tercer canto del gallo anunciaba el alba de un nuevo día, y ya en ese caserío había gente levantada. Fue la primera vez que conocí al Río de Piedras, donde años después conocí a Juana Cristina Fernández, la mujer que embellece a las inolvidables páginas de esta novela. Fue la mujer de mi vida, la razón de mi más sagrada querencia, la que despertó en lo más hondo de mi corazón el verdadero amor. Amor de juventud que no se olvida

nunca porque estremece el más hondo sentimiento. Esa pasión abrumadora me estremeció a mí, a un hombre que se reía del amor, y que no era fácil de doblegar con pasiones sencillas ni argumentaciones baratas. Pero el amor es la potencia grande del mundo entero, y yo caí en él cuando menos lo pensaba ni lo esperaba… Así es eso que llaman amor.

EL RÍO DE PIEDRAS

Nombre, palabra que existe para designar o distinguir cosas, lugares, animales y cualidades. Aquí en Venezuela desde la época “precolombina”, existían distintos nombres, no de pueblos ni ciudades, ni caseríos, porque no se habían fundado, pero los nombres de tribus, montañas y ríos dieron luego a distintos nombres existentes hoy, por ejemplo los indios Teques, dieron su nombre a la ciudad de Los Teques. La planta Caracas a nuestra ciudad capital. Los Quiriquires a Quiripital. La tribu de los indios tutunguare, atutuguare, los tumuzas, mariches, chupagire y cúpiras, casi todos los nombres de los pueblos del estado Miranda y de toda Venezuela, dependen de donde existieron poblaciones indígenas. Después de la colonia, fue quedando el gentilicio de los pueblos principalmente de España, en honor a muchas ciudades españolas. Los nombres de los caseríos en los campos venezolanos fueron puesto de igual forma, unos de acuerdo al linaje, y otros de acuerdo a su ubicación, o por algunas distinciones naturales. Así nace esta de nombre El Río de Piedras. Este pequeño río tiene su cabecera o nacimiento en el centro de una zona montañosa, que se denominan Las Marías y Cerro Azul, a una altura que mide aproximadamente 2800 metros, dentro del sistema montañoso de Guatopo y Barlovento. Desde las montañas de Las Marías nace una vertiente que se llama la Quebrada de Las Marías. Del pie de Cerro Azul nace otro riachuelo que desliza sus aguas, tan puras como el rocío, por pequeñas hendiduras de piedras como especies de túneles y cantidades de cascada que forman laderas, donde por lo empinado y elevación, forman grandes lloviznas como fuentes naturales que embellecen la

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soledad de aquel extasiante paraje, donde el silencio dentro del despeñadero espera la llegada de algún ser humano para romper su mutismo. Este último riachuelo, por ser más caudaloso que la Quebrada de Las Marías, es el verdadero Río de Piedras.

Después de la confluencia de estas vertientes, y siendo ya mayor el curso de sus aguas, se forma el Río de Piedras. La cristalinidad y las temperaturas de sus aguas son incomparables, ya que al punto del medio día, cuando el sol está en meridiano, el agua está mucho más fría que en horas de la mañana. Por lo puro y cristalino, dan el más claro espejismo desde el fondo de sus arenas. Este río, desde su desembocadura en las aguas del río Lagartijo, hasta su nacimiento, es un solo arrecife de gigantescas piedras, de ahí se deriva su nombre. En medio de una topografía montañosa, y desde una loma que baja desde el cerro de Piedras Blancas, denominada, Alto del Río de Piedras, se alcanza a ver un lejano horizonte de intrincadas montañas que forman en la quietud vesperal de la tarde en agonía. Un paisaje encantador con manchas de neblina que asemejan una manta blanquecina sobre la ceja de un alto monte. En la hora divina del ocaso, en plena agonía de un día que se va, allá en la montaña de Las Marías, la gracia adolescente de las palmeras y palmiches forman como un cortinaje en la pendiente de las escarpadas laderas. Un rumor de aguas cantarinas que bajan con rapidez, y en la transparencia acuática se ven hermosas orquídeas y mil variaciones de flores multicolores, y parásitas enredaderas que reverdecen en la orilla de aquel arrollo abrumador. La tranquilidad en aquel campo recrea la vista del visitante, y cuando el ramaje removido por el viento se entreabre entre el boscaje, se siente el corretear de la soysola amorosa, buscando su compañía porque nació peregrina y solitaria. Cuando mueren los últimos rayos solares, una sombra grisácea envuelve el paisaje en la hora maternal para darle paso a la silenciosa noche que extiende sus alas misteriosas. En aquel montañoso campo sólo se oye el canto de los pajarracos nocturnos cuando empiezan su místico ensayo. Alrededor de todas estas bellezas naturales, en una pequeña planicie en los márgenes de este cristalino río, con una latitud más extensiva

hacia el lado oeste, ahí fue fundado el caserío Río de Piedras. La altura de más elevación que sirve como guardián de Río de Piedras, es Cerro Azul. Y le sigue el cerro de Piedras Blancas. En una ensenada donde empieza la elevación y el acceso hacia la cumbre del cerro de Piedras Blancas, hay una laguna en un paraje solitario que sólo el silencio y la soledad dialogan y disfrutan sin que nadie los interrumpa en esta belleza natural. Está rodeada en sus orillas de mil bonituras de flores silvestres, donde las aves montañeras dejan oír su melodioso canto, donde las ondinas guardianes eternas de las aguas se sumergen en sus cristalinas aguas, en las horas místicas del atardecer. Esto es un verdadero paraíso en medio de la espesura de la montaña. Este cerro es accesible por el lado de la laguna. Por el otro lado, que da hacia el Río de Piedras, por ser un planchón de piedras que llega hasta las profundidades del río, desde que el mundo es mundo, el hombre no ha podido poner un solo pie en ese lugar.

Después de que dejó de ser transitable el camino de la independencia, que pasa por Quiripital y La Democracia hacia los llanos, se abrió un nuevo camino que parte de Quiripital hacia El Manguito - El Limón. Este fue aproximadamente del año de 1890 en adelante. Este nuevo camino seguía su curso hasta llegar a una altura antes de este cristalino río, se desviaba por una loma que se llama La Cebadilla, hasta caer a la confluencia del Río de Piedras con el Río Lagartijo, subiendo río arriba hasta La Bocaina, vía Altagracia de Orituco. Después, en los años siguientes, empezó a fundarse este caserío. Se abrió el camino directo por el Río de Piedras, La Yuca, El Altar, La Bocaina y Altagracia de Orituco. Esta vía, se convirtió en la arteria vial más importante de aquellos años, desde Valle de La Pascua y Altagracia hasta Caracas. Todo el ganado que salía de Guárico y parte de Apure, venía por este camino hacia el estado Miranda y Caracas. El comercio de esos pueblos de las partes este y sur de Guárico, se surtían de Caracas y los Valles del Tuy. La mercancía era trasladada en arreos de recuas por este mismo camino. Desde la esquina de San Jacinto, en el centro de Caracas, hasta el Valle de La Pascua, el recorrido de esta distancia era de 13 días, y viceversa. El pueblo de Altagracia de Orituco, que debe su nombre al valle de Orituco

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y a su caudaloso río, cuando era pueblo indígena, pertenecía a Cumaná. Después de 1777, siendo Caracas el centro del gobierno, perteneció a Ocumare del Tuy. Cuando se inició la división política territorial de la nación, pasó a pertenecer, hasta la actualidad, al estado Guárico, hoy municipio Monagas.

FUNDACION DE RÍO DE PIEDRAS

El caserío Río de Piedras, fue fundado en las márgenes del Río de Piedras, al cual debe su nombre. En la totalidad de las fundaciones de pueblos y caseríos, como lo mencioné antes, eran en asientos de tribus indígenas, poniéndoles el nombre de dichas tribus. Las tribus que estuvieron más cercanas a este caserío, o mejor dicho a este río, porque quizás cuando la colonia este caserío no se había fundado, eran las tribus de los indios Quere, en las cercanías de Altagracia de Orituco, que por trochas y veredas se comunicaban con los indios Quiriquires de los Valles del Tuy, y con los indios Aragua, por la vía de los Pilones y Memo. El caserío Río de Piedras estaba situado en la parte este de La Democracia, Distrito Lander, Ocumare del Tuy, Estado Miranda. Los primeros fundadores de Río de Piedras fueron: José del Carmen Barazarte, Juan Barazarte, Juan Espinoza, José Rodil y Domingo Gámez. Estos hombres buscando siempre la buena tierra productora, y siendo esa zona montaña virgen, buscando a la buena de Dios, se encontraron con ese sitio paradisíaco, con un río cristalino y puro, con las aguas que emanan de las fuentes más claras de la tierra, y decidieron hacer sus asientos ahí y fabricaron sus ranchos. Yo conocí una de las primeras casas de Río de Piedras, que para ese entonces era la casa de la familia de Diego Álvarez. Estaba situada muy cerca del río, a orillas del camino real hacia Altagracia de Orituco. Como dije antes, este camino al principio no pasaba por Río de Piedras. Los Caseríos, Las Bestias y El Guácimo, pertenecientes al Estado Guárico, La Bocaina, Los Rastrojos y Cambural en Miranda, fueron fundados primero que Río de Piedras. Estos eran caseríos muy esparcidos y de pocos habitantes. Con el transcurrir del tiempo, a través de los años fue

llegando gente de otros lugares, principalmente de Guatopo, Altagracia de Orituco, La Democracia y de otros lugares, como de los mismos caseríos adyacentes. En poco tiempo se pobló totalmente el caserío Río de Piedras en medio de un ambiente climatológico de lo más acogedor y conservacionista, con un sinfín de recursos naturales que propician la más sana y encantadora recreación. Llegaron muchos hombres solos en ese peregrinar de la vida y su ventura, en busca de la tierra promisora y productora. Llegaron muchas familias, tales como: Lino Córdoba Ascanio y su esposa Julia Ramírez, Diego Álvarez, Segundo Flores, la familia Carpio (Elías y Antonio), Vicente Mirabal, Encarnación Manaure, Agustín Castillo, Tomaza Malavés, Leonardo González, la familia Arias Barón, Felipe Alzuru, Ramón Mijares y su esposa Rosa Tovar, Concha Tovar, la familia Báez, Delfín Lugo y su esposa María Barrios, los hermanos Pacheco (Benigno, Ricardo, Apolonia, Senovia, Virginia y Miguelina), Lázaro Mirabal, José del Carmen Barazarte hijo (“Carmito”), Nina Gómez, Remigio Flores y familia, Pedro Tovar, Cástulo Bolívar y su esposa Marcelina Hurtado, Julio Rondón y su esposa Toribia de Rondón, Marciana García, Rosendo López, Octavio Boullón, Juan Infante, Rosa Manaure, los hermanos Burgos, Fidel Rodríguez, y no sé cuantas familias más que también vivían en este caserío. El motivo de las migraciones en Venezuela de pueblos y caseríos a otros, era en busca de nuevos horizontes y de un futuro mejor, eran por la causa de las tantas revoluciones y alzamientos, epidemias y plagas que azotaban al país. El alzamiento de Emilio Arévalo Cedeño, en la hacienda La Elvira de San Francisco de Macaira, la plaga de langosta del año ‘14, la epidemia del año ‘18, el paludismo que acabó muchos pueblos venezolanos, todos estos acontecimientos motivaban a la gente a buscar nuevos rumbos en pos de la ventura del Todopoderoso, donde un nuevo día y un nuevo sol radiante apareciera en los tintes de la aurora, y que les brindara nuevas esperanzas y nuevas energías, y así empezar una nueva vida en un ambiente distinto, sano y acogedor. A este caserío llegaron muchas y distintas familias de pueblos y caseríos lejanos, en diferentes fechas y años. Dentro de ese éxodo, en el año de 1942, llegó una familia, no sé si de

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Guatopo arriba o del caserío El Tiano, una familia que estaba integrada por Eduvigis Arias y su esposa Paulina Fernández (hija del General Antonio Fernández), una niña de 2 años de nombre Juana Cristina Fernández, y un hermano de Eduvigis de nombre Juan Fernández, de 12 años de edad. La niña Juana Cristina había nacido en Altagracia de Orituco el 24 de Junio de 1940. Esta familia vino a vivir al caserío Los Rastrojos. Cierto tiempo después se mudaron definitivamente para El Río de Piedras. Ya fundado este caserío, llegó a tener 110 casas habitadas, un acueducto hecho por la C.V.P. que abastecía al vecindario, una línea telefónica, con una oficina auxiliar en El Río de Piedras, donde se procesaban llamadas para Altagracia de Orituco y Anaco, de Anzoátegui, y para Quiripital y Ocumare del Tuy; una escuela primaria también, y quedaron hechas las bases para una capilla, decreto hecho por el cura párroco de San Francisco de Yare, pero todo esto terminó desapareciendo por el decreto del Parque Nacional Guatopo1.

LA VACUNACIÓN

Retomando de nuevo el mes de Abril, signo Tauro, el mes de la firmeza y la honestidad, influencia zodiacal, para los que nacen en este mes. Pareciera que este mes tiene como finalidad influenciar este libro. El 20 de Abril de 1954, salí desde Quiripital en compañía de un médico de apellido Ramírez y una enfermera de nombre Lucrecia Rondón, en una campaña de vacunación contra la fiebre amarilla. Iba yo como secretario para llevar el control de los vacunados, sexo, fecha de nacimiento y edad. El primer punto de vacunación, el caserío El Manguito, en la finca de mi padre. El segundo caserío, El Copey. Y el tercero, Río de Piedras. El jefe civil de la parroquia La Democracia le había pasado un oficio con anterioridad a cada caserío, indicándoles la fecha en que deberían reunir a la gente del lugar. Llegamos a Río de Piedras el 23 de Abril a las 10 de la mañana. De inmediato improvisaron un corredor 1 El decreto del Parque Nacional Guatopo es del 31 de marzo de 1958. N. del E.

con mesas y sillas y se procedió a formar la cola para la masiva vacunación. La mañana parecía sonreír bajo la abrumadora brisa que expandía ricos olores a remoción de follaje desde la montaña de Las Marías, Piedras Blancas, Monte Oscuro, y El Altar. Donde la vista y la mente no alcanza a valorar ni a comparar en la quietud soñadora la grandeza del paisaje, rostros de muchachas campesinas sin más adornos que la tersura de su epidermis angelical, con su franca sonrisa, sin más atavío que sus peinetas de colores y sus alpargatas dibujadas, y una que otra con zapatos de moda corriente. La inquietud de la vista y la curiosidad son infalibles en todo ser humano. Revisando ocularmente como una rutina la larga cola de gente en espera de su turno para su inoculación, fijé la vista en una adolescente recién salida de la niñez, de facciones moderadas, labios carnosos de comisuras bien demarcadas, de baja estatura y de mirada triste y profunda. Aquella adolescente me motivó tanto que no soporté aquel impulso que da el llamado de la sangre pasionaria que llega al corazón a través de esa onda fervorosa que da el amor. Sin resistir aquel misterioso dardo punzador, me paré de mi asiento acercándome hacia ella. Con el cariño y la amabilidad más grande, con aprecio y cortesía, le pregunté: “¿cómo te llamas?”. Contestándome de inmediato, entre rubor y vergüenza, “Cristina Fernández”. Después de un pequeño diálogo, le exigí que saliera de la cola para hacerla vacunar. Después de darme las gracias, le busqué un asiento y esperó la vacunación de sus demás familiares, los cuales yo no conocía. Fue la primera vez que vi a la mujer que más tarde sería la madre de mis hijos, que son la razón más poderosa para yo vivir. La conversación fue breve pero muy animada y de gran sinceridad. Cuando alguien se interesa por el pasado o presente de una persona, o es curiosidad o le interesa mucho. Eso me sucedió con aquella adolescente. Brevemente, le hice un pequeño interrogatorio que quizás en otras circunstancias la hubiese enojado, pero le hablé con amabilidad, de forma decorosa y educada, cosa que me ha caracterizado siempre para con las damas, y por supuesto que ella sabía a qué me refería, porque seguro estaba yo que ella había sentido el mismo punzaso del amor que yo sentí. Le pregunté en el

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instante cuántos años tenía, en dónde vivía, quiénes eran sus padres, lo que con un desenvolvimiento absoluto, en voz dulce y clara, me contestó a cabalidad. El tiempo transcurrió y marcó su distancia, porque el tiempo es como el río, que todo lo que nace se lo lleva en su corriente y lo anota en la misma agenda. En mis momentos de soledad y abstracción, la imagen de aquella adolescente campesina se alzaba en mí como el Cristo ante María Magdalena en el valle del Cedrón. Me parecía oír su voz dulce y cariñosa cuando se despidió de mí, y le dije: “nos veremos pronto”, contestándome enseguida: “está bien nos veremos”. Esa palabra me repercutía mas allá de los sentidos sin sosegar ni un momento en mi mente enamorada. Varios días estuve oyendo el rumor de esa bella frase cautivadora, sencilla y pura como el amor y como las aguas del Río de Piedras. A través de la distancia, la sugestión de todo aquello acontecido ese día lo sentí con más persistencia, repotenciada por la lejanía, con el recuerdo y el pensar que nos da la ausencia.

La distancia indefinida y la ausencia prolongada causan olvido, más cuando nos acompaña esa bella aureola de la juventud y cuando en el camino interminable de la vida se presentan nuevas aventuras amorosas, y siendo la debilidad el único defecto que no se puede corregir, y como también la memoria es frágil, ahí está la tentación. Hay personas firmes y de espíritu que el recuerdo y el agradecimiento anidan en ellos como una devoción. Esa clase de seres humanos que nacen constantes, de amor y de corazón puro, ni el tiempo ni la distancia mellan sus sentimientos, mas la quemadura del primer beso no sana nunca. Así era ella, de sentimientos nobles y profundos, y de convicción firme. Pasó el mes de la primavera y la juventud, el abril de los 15 abriles, y no volví a ver aquella enigmática flor de aquel campo otoñal que me narcotizó el corazón. Ese sentimiento amoroso, esa pasión devoradora estaba ahí como la larva de la cigarra, esperando el trueno de marzo para brotar de las profundidades de la tierra. Así es el amor. Transcurrieron estos amores en una constante contrariedad, entre distancia y ausencia. Pasaron dos años, sin verla, y retrospectivamente me afloraba en la mente aquel recuerdo lejano, y sentía como una sensación molestosa y

penetrante, y luego me serenaba y me pasaba aquella congoja. Por casualidad, un día cualquiera, me encontré en un camino con un familiar de ella y le pregunté que si estaba bien. Me dijo que si lo estaba, pero que se había ido para Caracas a trabajar. De momento me invadió un hondo pesar, pero rápidamente volví a la serenidad. Muchos críticos le aconsejaron que no me hiciera caso, que por ella se burlarían de mi persona, que no era de mi altura, que mi esfera social era otra. Esta mujer se guió por su conciencia y no declinó en nada. Mujer enamorada respecto a mi persona, mi condición de poeta, como hombre de talento y de capacidad superior, esto no me hace apto para la sociedad, porque esta alta y gran sociedad la hicieron para tormento de los humildes, sin reconocer su honestidad y su honradez. A pesar de mis admiradoras y amigas, y pasajeros romances amorosos de juventud que ostentaban mi persona, siempre aquella muchachita de rostro angelical y de franca sonrisa estaba en mi mente. Como perdido en las nociones del tiempo pasado, una tarde de vagas claridades, y en la aproximación veranera que amarillea los campos en las lomas cercas del caserío El Manguito, ya los últimos rayos de un sol decadente que ya no daba su lumbre, y en la sombra visual del horizonte, una policromía de lampos multicolores ya casi sin reflejos, se extiende en los cerros del Charo, Pueblo Nuevo y el tope de las muchachas. Me encontraba yo en mi casa de campo, en la finca de mi papá, cuando en el camino que llega al primer paso de la quebrada de Mecía alcancé a ver a un hombre y a una mujer quitándose el calzado para cruzar por el agua. Me acerqué hacia ellos, y al ver aquel rostro tantas veces soñado, la reconocí en el acto. Era Cristina Fernández y su papá que venían de Caracas para su casa de Río de Piedras. Tenía un traje color violáceo muy ceñido al cuerpo, con zapatillas doradas que dejaban ver unos pies diminutos y la perfección maravillosa de sus piernas. Apenas un saludo apresurado, después un sonrojo entre ambos, sin decirnos más nada porque siempre todo enamorado se cohíbe de muchas cosas por respeto a los padres. Inmediatamente, ensillé mi caballo, me fui a todo galope por una vereda que salía más adelante al mismo camino, y me regresé a encontrarlos de

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nuevo, solamente por verla. Estaba bella y fragante como una mañana de pascua ¡Qué bonito es estar enamorado!

LA COMISIÓN

Siempre para los enamorados, los velorios de cruz, las reuniones festivas, las celebraciones de índole que sean, han sido y son momentos precisos para reencuentros, para hacer las paces, o aunque sea verse y hablar. Siendo comandante de la parroquia La Democracia un amigo mío de nombre Manuel Salvador Herrera, en una noche en horas tempranas, se presentó en mi casa y me dijo que iba en una comisión al levantamiento del cadáver de un hombre que había muerto repentinamente en su conuco, más allá de Río de Piedras, donde llaman El Altar, y quería que lo acompañara. Inmediatamente ensillé mi caballo y nos pusimos en marcha. La noche clara y serena, con un cielo tachonado de luceros, semejaban miles de luciérnagas en lo más profundo de una montaña. A la vera del camino, uno que otro rancho de los vecinos del caserío El Manguito, El Limón, El Espejito, La Unión, Cambural, y La Lagunita, con sus lámparas de kerosén encendidas que a lo lejos simulaban hoyos de carbón en cocimiento o bultos grandes en la oscuridad de la noche cuando no hay plenilunio. Y el campesino, al oír ladrar su perro a esa hora de la noche, sale a la puerta a ver quién pasa, cuando ya es la hora para ellos acostarse para estar temprano en su faena cotidiana de sus labranzas. La corriente cantarina de la quebrada de Mecía y el Río Lagartijo parecían voces lejanas como venidas del oriente. Apenas se divisaba el horizonte lejano, detrás de la montaña de Cerro Azul, el caserío La Bocaina y el sistema montañoso de la Fila Maestra que se presenta a nuestra vista, imponente y majestuosa, siempre orillando su cuesta por la margen izquierda del Río Lagartijo hasta llegar a nuestro destino. Aproximadamente serían las once de la noche cuando llegamos. Ya habían traído el cadáver por orden del comisario de campo y lo estaban velando en su casa. Nos recibieron como recibe la gente de campo a la autoridad, con una atención única, respeto y

humildad. Rápidamente buscamos a la autoridad del lugar, y nos dio datos personales del difunto. Al entrar a la sala mortuoria, tomamos asiento y allí vi a Cristina Fernández, que religiosamente acompañaba al velatorio. Nos miramos de frente y en su mirada vi algo como tristeza y azoramiento a la vez, como si quisiera explicarme algo. El que no entiende una mirada, menos entiende una explicación. Me fijé en su cuerpo y en el encanto de sus formas, y estaba perfecta. Una pequeña delgadez la hacía lucir más esbelta, la curvatura de las caderas le daban la forma de un busto moderado y cadencioso, y en aquel pecho inmaculado por el vaivén de la respiración, se movían dos mamilas como dos palomas blancas en plumón, no aptas todavía para el vuelo del amor. Los familiares del muerto nos atendían muy bien, como gente de campo siempre benevolente y hospitalaria. Después de recabar todos los datos necesarios, me puse a hablar con Cristina. Tratamos de su estadía en Caracas, del trabajo, de algún proyecto, y me dijo que pensaba volverse a ir porque había quedado en el trabajo que en un corto tiempo volvería. Al insinuarle lo nuestro, me respondió que para eso había tiempo, que yo tenía que esperar, que me había desinteresado mucho, que no me preocupaba por ella, que tenía otras novias… Había llegado al punto que tenía que llegar, al celo y la contrariedad de las mujeres con las otras mujeres. El celo en la mujer es un instinto. El amor y el celo, en la mujer, son su cruz, su horizonte, su ideal y su vida, fuera de eso no hay nada para ella. El celo en la mujer la hace agresiva, irracional y hasta asesina. El celo en el hombre es la peor necedad. Buscando de hilvanar a mi favor y diciéndole la verdad a aquella mujer, consideré que en realidad no merecía ser engañada, y entonces le dije: “es cierto que he tenido y tengo varios amoríos y conquistas, cosas propias de la juventud, pero aún siendo así no he dejado de pensar en ti ni un solo momento de mi vida desde aquel día que te vi en la cola de la vacunación. Aunque no me creas, tú estás en mi pensamiento como una idea fija en la mente de un loco que de repente se le va y rápidamente le vuelve la lucidez, y sinceramente eso es una realidad”. Aquella muchachita de cara angelical y ojos tristes, desde el primer día de nuestro encuentro, estaba ausente

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y conmigo a la vez. No contestó nada. Apenas me dijo: “eso lo veremos algún día, si eso es verdad”. Yo sabía que ella también se moría por mí, igual que yo por ella, porque el no en la mujer es una forma decir que sí, y cuando se le persigue, huye, y cuando se le huye, persigue. Ya era media noche y teníamos que regresar a Río de Piedras, en donde dormiríamos por esa noche en casa de un señor llamado Felipe Alzuru. Nos despedimos de aquella gente y emprendimos el regreso en compañía de Cristina, su hermana María y su hermanito menor. En el trayecto le ofrecí mi caballo para que lo montara y lo rechazó, únicamente me aceptó la linterna para alumbrar el tortuoso camino. Veníamos en fila india Manuel Salvador, los tres de pie, y yo de último, en aquella noche oscura como el limbo, en aquella travesía, le canté varias canciones mexicanas a Cristina. Lleno de regocijo, no me percaté de cuando llegamos al paso de Río de Piedras, donde se apartaba el camino hacia la casa de Cristina. Me desmonté del caballo para despedirme de ella. El cielo estaba oscuro, lleno de nubes grisáceas. De la corriente del río se oía una música suave como un órgano lejano que deja oír sus notas, a través de una noche silenciosa. En sus facciones de mujer enamorada, la dulzura de sus ojos semejaba estanques profundos en una intricada selva. Llegó el momento de la despedida y surgió la tristeza que siempre acecha en toda despedida. Le agarré la mano y le di un beso en la mejilla, y se marchó cuesta arriba hacia su residencia. Me quedé un rato extasiado con una tristeza infinita viendo como se alejaba la mujer de mis ensueños de amor, perdiéndose entre las sombras de la noche cómplice de mi tristeza y sin poder seguirla y alcanzarla. A la mañana siguiente partimos temprano. Por fuerzas mayores del comandante de la policía, que tenía que estar temprano en su trabajo, no pudiendo por eso, despedirme de Juana Cristina, la mujer que nació para dominar con su humildad, sus cualidades honestas y sobre todo con su amor puro y sincero, a mi corazón tan rebelde para el amor.

DICIEMBRE EN EL MANGUITO

Otra separación, otra distancia, otra ausencia, como si el tiempo o destino impusiera una prueba como penitencia. Pero la perseverancia es la madre del triunfo. Así como le dijo Jesús Cristo a Satanás cuando lo llevó al desierto para tentarlo ofreciéndole todos los tesoros de la tierra, y Jesús le dijo: “retírate, Satanás, porque lo que está escrito, escrito está”. Así también hay cosas que parecen estar escritas en el libro de la vida, porque aunque tarden, se cumplen. Como las grandes profecías, que si no se cumplen en el lugar anunciado, se cumplen en algún otro lugar del planeta. En el mundo hay seres que nacen uno para el otro, la sangre los llama, y aunque algo se interponga entre ellos, contrariedades o problemas, es en vano quererles cortar los lazos, porque la constancia, cuando el amor es fuerte, llega hasta la muerte. Transcurría un año, doce largos meses sin ver a la mujer amada. En la tramitación del pensamiento, la veía frente a mí, en imagen y semejanza, y poco a poco se me extinguía como una nube pasajera. Llegó diciembre, el mes de la alegría, mes de cantos y celebraciones. En la gloria de ese mes todo es amor, se podría decir que es el mes de los enamorados, y no febrero 14 día de San Valentín. Es el mes de los adornos bonitos y de los grandes regalos. En fin, diciembre es el mes de los mitos y las fábulas, de todas las tradiciones emanadas desde Palestina, Judea, Galilea hasta aquí, y especialmente el mes de la pascua de navidad, de la paz y el amor. Yo era maestro de escuela en el caserío El Limón. Me hallaba en Ocumare del Tuy, pasando las vacaciones del mes de diciembre de 1956. El día 24 me trasladé a El Manguito a pasar navidad y año nuevo con mis padres. Tenía la firme idea de llegar a Río de Piedras. Ya era como una costumbre pensar en ella, y la costumbre es la mitad de la pasión. Como aves revoloteando sobre un árbol con frutas en maduración, así me revoloteaban los recuerdos en mi mente de aquel paseo casual, la noche de la comisión, desde el caserío El Altar, hasta Río de Piedras. Ese viaje al Río de Piedras no lo realicé. Me estacioné en El Manguito, donde fui recibido por mis amigos y amigas con una gran manifestación de aprecio y cariño, en

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26 27Un cristal de Río de PiedrasCipriano Alberto Moreno

especial por la servidumbre de mi casa, que eran seis personas de ambos sexos, a quienes yo respetaba y apreciaba mucho, aunque siendo hijo del dueño de la finca y pudiendo imponer mi autoridad. La pulpería de mis padres estaba totalmente llena de gente comprando los preparativos para las hallacas. Aquella gente, entre palos de aguardiente, esperaba con entusiasmo la venida del Mesías. Las parrandas aguinalderas, entonaban sus instrumentos musicales para salir a cantar de casa en casa, donde eran recibidos con brindis de cualquier licor, hallacas y dulces. Esa noche buena, la tradición campesina, casi a cabalidad, en la mayoría de las casas, esperaban la hora del nacimiento a las doce para cenar en reunión y darle hallacas a todo aquel que llegaba. De todas formas se comía hallacas y dulces desde tempranas horas del día 24. A la llegada del Mesías, no faltaban las detonaciones del bambú con carburo y cochinas de cañón corto atascadas con pólvora. Veinticinco de diciembre, día de pascua, la celebración en todo el mundo de la llegada del Mesías. El caserío El Manguito era un solo grito de bullanguera alegre, porque la navidad es todo eso: desesperación, calma, lágrimas, llanto, abrazos y besos. Era un solo laberinto festivo, repartición e intercambio de hallacas y dulces de lechoza, batata, toronja y pepinillos de monte. Siendo la mayoría del campesinado, gente humilde y pobre, en ningún rancho campestre faltaba la hallaca y el dulce de lechoza. En los campos venezolanos, nuestra prole pasaba siempre tiempos difíciles porque la encomia del país era muy escasa, pero el campesino esperaba la navidad con fiel devoción y con su cosecha y sus animales domésticos solventaban esos gastos, que eran solamente una vez al año. Ese día tomé algunas copas. La fecha era propicia. Una muchacha amiga mía me invitó a su casa. Se llamaba Julia Días y era hija de un compadre. En esa casa se efectuaba una reunión bailable a pleno día. Al llegar, les di un cordial saludo a los compadres Eusebio Ravelo y Luisa Días. En seguida me sirvieron dos suculentas hallacas y un plato de dulce de lechoza de lo más delicioso. Ahí estuve hasta bien avanzada la noche, libando licor con unos amigos: Lázaro Madera, José Días, Tomas Jiménez, Juan Medrano y por supuesto mi compadre Eusebio. Llegó el 31 de

diciembre, noche buena de año nuevo, y otra noche de fiesta y alegría en El Manguito. Bailamos en la casa de José Castro y era igual el derroche de hallacas y dulce. A las doce de la noche, había una gran confusión de abrazos y besos, y de casa en casa dando el feliz año. Era 1º de Enero de 1957. Cantos y gritos de alegría se oían en toda la extensión del vecindario por la llegada del nuevo año. Después de la pascua de reyes, justamente el 7 de enero, me incorporé a mi trabajo en la escuela que funcionaba en el caserío El Limón. En las orillas del Río Lagartijo que pasaba a 250 metros de mi escuela. En una tarde estival, cuando el sol inclinaba sus últimos lampos allá en el lejano horizonte, cuando las aves cantoras con su jolguear presuroso me arrullaban, en aquel solitario paraje de la ribera del río, surgió algo en mi mente, como cuando se guarda algo y de repente se acuerda que lo dejó en algún sitio. Así vino a mi mente el viaje que iba a hacer a Río de Piedras. Eso a veces pasa cuando las cosas tienen tantos tropiezos, equivocaciones, encuentros fallidos y contrariedades. Se va formando en el yo personal como un desinterés y abandono por lo que se anhela, y no se ve la posibilidad de obtenerlo. Pero siempre aquel recuerdo melancólico estaba presente y por más que trataba de desentenderme, siempre me acechaba el mismo pensamiento y la añoranza.

EL BAILE DEL MANGUITO

Vuelve a aparecer el mes de abril en el contenido de este impreso. Signo Tauro (el toro), compatible con virgo y capricornio. La semana santa en ese año cayó en este mes, y el sábado santo era el día 14 de abril. Para esa fecha tenía proyectado un baile un vecino del caserío El Manguito, de nombre Juan Benito Peña. Este señor tenía una bodega surtida con todo lo necesario para la venta. Entre ese hombre y yo había una fraternal amistad y un trato respetuoso y firme. En una ocasión en que estuve en su negocio, me mencionó lo del baile y me dijo que contaba con mi presencia. Cuando se oía decir en el vecindario que había un baile donde fulano de tal,

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la gente estaba pendiente y compraban sus alpargatas nuevas, y preparaban su muda de ropa dominguera para ese día. Esa semana mayor, la pasé en Ocumare. Ya de buena fuente me habían informado que el dueño del baile había invitado al papá de Cristina y María para que las trajera para ese baile. Se trataba, como decían en los campos, de un baile familiar. Ese sábado santo llegué a mi casa temprano en medio de un gran entusiasmo y alegría campesina. Toda aquella gente estaba en movimiento, esperando la hora del baile. Todo el resto del día, estuve compartiendo con mis amigos y amigas, entre copas y sancochos que se hacían en los patios de las casas, con esa frase o dicho popular: “para quebrar la olla”. A las diez de la noche llegué al baile donde me recibieron las muchachas del lugar con sus adornos sencillos y sus alpargatas de motas, con zapatos de moda corriente, demostrándome una valorada estimación, amigas y conquistas que yo tenía. Me estuve por un momento en el corredor, pasando luego al salón de baile, y ahí estaba Cristina, su hermana María y su papá, a quien saludé respetuosamente. Me acerqué a Cristina, y con una esmerada atención y caballerosidad le di mi mano a ella y a su hermana. Ella tomó asiento y yo me retiré un poco entre el ir y venir de la gente en agrupación, y me puse a hablar con su papá. Después de que el baile entró en su mejor momento, bailamos varias piezas. Esa noche me mostré un poco imparcial, por ciertas amigas mías que estaban ahí. No quería yo darle a Cristina ni un solo motivo de disgusto. Siempre las mujeres, en esos momentos, ostentan el llevar ventaja sobre la otra. Busqué el momento para hablar con ella con tranquilidad, observé en la mirada fija y triste de aquellos ojos y de aquellos labios temblorosos, donde se veía el combate de los latidos como un deseo de decir algo que callaba. Me di cuenta de movimientos extraños que estremecían sus carnes intocadas. Al fin se sosegó de aquella agitación creciente de su cuerpo virginal. El pudor en la mujer a veces puede más que su inocencia. Esta incidencia fue en cuestión de minutos, y solamente yo, que hablaba con ella, pude darme cuenta. Después, calmada totalmente, me dijo: “tú me tienes confusa y casi loca. Ve pronto a Río de Piedras para que aclaremos todo”. Y rápidamente me dijo:

“vamos a bailar”. Por mi parte, yo simulaba una indiferencia, pero por dentro la llama ardiente de esa pasión abrasadora me estaba quemando. Después de bailar otras tantas piezas, me puse a tomar licor con mis compañeros de andanzas hasta el amanecer. Terminada la fiesta, un breve hasta luego y un iré pronto fue toda la despedida. Ellos abordaron una camioneta que iba hacia Río de Piedras, propiedad de un isleño amigo mío de nombre Manuel Ortega, y yo regresé a mi casa, a dormir el trasnocho de esa noche inolvidable de bellos momentos de la vida que no volverán jamás.

MAESTRO DE RÍO DE PIEDRAS

A los nueve días de haber pasado la semana mayor, pasión y muerte del más grande profeta, venido al planeta tierra, el galileo Jesús de Nazaret, entró el mes de mayo, el mes de los velorios a la Santísima Cruz, el mes de las flores, el mes cuando se ven reventar troncos y plantas y la nueva fronda pone en tupición la maleza de los campos agrestes. Mes del signo de Géminis, los gemelos. El mes en que el campo florece, y un altar en el estero en el invierno parece. En medio de esa bella floración y envueltos en suaves olores, perfumes puros de nuestra madre naturaleza, salí de mi casa rumbo al Río de Piedras. Siempre las tentaciones están en el camino. Al llegar al plan de Copey, donde era mi sitio de trabajo porque ahí funcionaba la escuela a mi cargo, me puse a jugar bolas criollas con unos amigos. Una mujer amiga mía, de nombre Francisca Cordero “Panchita”, y otra de nombre Obdulia Simeón Martínez y Dimas Cordero, en medio de un animado diálogo, me convencieron de que me quedara para un baile que había donde Blasito Martínez. Por su insistencia, me quedé con ellos para acompañarlos a la fiesta, no pudiendo así seguir para Río de Piedras. Siempre la contrariedad entre Cristina y yo. Después de bailar hasta la madrugada, regresé a mi casa en El Manguito. Todos los días, Dios mediante, salía de mi casa a las seis de la mañana a trabajar en mi escuela, en el caserío El Copey. Era un recorrido entre pasos de quebradas de

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30 31Un cristal de Río de PiedrasCipriano Alberto Moreno

aproximadamente tres kilómetros de distancia. En esa escuela trabajé hasta finalizar el año escolar. Para el nuevo año escoñar 1957-1958, en el mes de septiembre había recibido la escuela unitaria de Río de Piedras. Estaba yo donde quería estar y en donde debía estar, en medio de una abundante fauna y clima maravilloso y puro, donde el campo y su aroma puro expanden ricos olores purificados por el disco iluminador con sus rayos color de rosa, hacia el fondo del miraje de aquel pequeño valle pensativo de Río de Piedras, donde el visitante recrea la vista con embeleso, en aquella creación mística y dogmática de la corriente pura y cristalina que cruzaba el caserío, cual Tíber de Roma.

Ya residenciado en Río de Piedras, los vecinos, que me eran conocidos todos, me brindaban su atención y su confianza. Revisé la inscripción matricular y había 60 alumnos inscritos, de los cuales asistían de 20 a 25 alumnos. En esos mismos días, convoqué a una reunión de padres y representantes en donde les expliqué el gran daño que les hacían a esos niños al no mandarlos a la escuela. Inmediatamente puse la asistencia diaria en un setenta por ciento de la población escolar. A los tres días de mi llegada, no había visto a Cristina, que era la motivación más grande de mi trabajo en Río de Piedras. Ella sabía que yo era el nuevo maestro. La cohibición en la mujer es una apariencia y el remedio es la indiferencia. Yo sí estaba muy pendiente de ella, pero me hacía el desentendido. Pasaron los días y al fin pude verla desde lejos cuando buscaba agua en el río para su casa. En los caseríos, como en los pueblos pequeños, los sucesos, cuentos y chismes se riegan como pólvora. Ya había sabido, por los charlatanes y comentaristas de oficio, que Cristina estaba pedida en matrimonio para casarse. En repetidas ocasiones me lo dijeron, a lo cual no le hice caso, únicamente decía que fuera muy feliz. Por esa costumbre, vicio o como se llame de la gente que le gustaba la habladuría, no solamente en Río de Piedras, también en otros caseríos y pueblos existen los desocupados que se ocupan de la vida ajena. Por eso se creó un refrán que se hizo popular y llegó hasta otros caseríos que decía: “está más enredado que un cuento en Río de Piedras”. En una tarde que iba hacia el otro lado del río a visitar una familia

amiga, repentinamente me encontré con Cristina. Casualidad o me esperaba. No lo sé. El saludo fue el mismo, siempre cordial, alegre y cariñosa. Ella siempre buscando llevar le delantera, sin vacilación me dijo: “¿Por qué no has ido a visitarme?”. No le expliqué nada. Solamente le dije que había estado muy ocupado en el arreglo de la escuela, pero que pronto iría. Al día siguiente, después de despachar a mis alumnos, fui a la bodega a comprar una cajita de cigarrillos y emprendí el camino hacia su casa. El recibimiento no podía ser mejor, de lo más elocuente, con dulzura y amabilidad. Su mama salió de la cocina a saludarme cariñosamente. Su papá no estaba. Afuera en el patio hablamos largamente. Me dijo que sabía que yo era el nuevo maestro y que se alegraba mucho por eso. Había querido bajar a verme y saludarme pero que no sabía explicarme qué le paso que no quiso bajar a la escuela. Le contesté, que yo sí sabía el porqué de no bajar. Insistió en que se lo dijera, le dije que después se lo decía. Estaba bonita, tenía un vestido verde como la esperanza, el pelo recogido hacia adelante. En sus movimientos se dibujaban las rimas perfectas de sus curvaturas bajo aquella tela verde oscura, donde aquel cuerpo adorable dejaba entrever su majestuosa divinidad corporal. Ya el sol moría en las colinas de lo alto de Río de Piedras, y la noche con su avance arropaba las montañas de Las Marías y Piedras Blancas, y faltaba poco para que la sombra con su invasión abarcara toda aquella pequeña comarca. En esa hora de ensoñación, cuando todo lo que se piensa es amor, le dije: “llegó la hora de partir”. Y dando medio vuelta hacia el centro de la sala, dijo: “espera el café, que lo están colando”. Después de saborear el sabroso y aromático café, me despedí de sus familiares, y cuando me despedí de ella, repentinamente me habló en tono dulce y suave: “tengo que contarte algo que ya tú debes saber, pero de todas formas soy yo la que tiene que decírtelo a ti solo”. Eso tan importante para ella, que tenía que contarme, yo lo había sabido antes y después de mi llegada a Río de Piedras: que había estado en amores con un muchacho amigo mío de nombre Miguel Rondón, y que la había pedido en matrimonio para casarse, pero que después, por causas que no me interesé en averiguar, todo había terminado entre ellos.

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Parece que hasta la había llevado a ver la casa en donde iban a vivir, y después todo se derrumbó. Ante aquella afirmación, aunque le di poca importancia, no dejé de sentir lo que siente todo ser humano, ante cualquier desventaja. En épocas anteriores cuando se trataba de matrimonio, lo primero en que pensaba el hombre era en la casa donde iba a vivir con su mujer. Lo contrario de hoy que las parejas se casan contando con una urbanización que van a hacer en tal parte en que ni siquiera han compactado el terreno para empezar el trabajo. Mientras tanto, el ladito para vivir en casa de los padres quién sabe hasta cuándo. En los campos, las mujeres lavan en las quebradas, ríos y manantiales cercanos a donde viven. En Río de Piedras, el caserío se fundó en ambos márgenes, como decir que el río era el centro del vecindario. Las mujeres lavaban en varias partes, en el paso de arriba, por la parte del camino real, frente a la casa de Diego Álvarez, en el pozo de las mujeres, y en el paso de los aguacates. La familia Fernández acostumbraba a lavar en el paso de arriba, hacia el otro lado del río. En ese paso, hay una piedra grande y semiplana que era el lavandero de Cristina. Esa piedra está y estará ahí mientras el mundo sea mundo. Está incrustada en medio de la corriente sin que se sepa cuál es su profundidad. No sé cuantas veces me senté en otra piedra al lado de Cristina a hablar con ella. Esa piedra es testigo eterno del palabreo necio pero bello del amor, que aunque cambien las lenguas y los idiomas, siempre es el mismo. Si las aguas se llevan las palabras en su cantarina corriente, en la parte del mar donde desaguan las aguas del Río de Piedras deben haber miles de folios de la historia de ese amor que tan sólo lo terminó la muerte. Un medio día, después de trabajar en el turno de la mañana, salí para la casa de Delfín Lugo, que gustosamente me había invitado a que almorzara con ellos ese día. La señora María Barrios y sus hijos Víctor, Antonia, Rosalía, Celestina, y los otros que no recuerdo su nombre, todos por igual me tenían respeto y un gran aprecio. Al llegar al paso del río, vi a Cristina en su quehacer cotidiano, lavando. Fui hasta ella y me senté en la piedra de siempre. Todo lo que se quiere y se ama, siempre se encuentra bello. Tenía una pañueleta de color morado lila, amarrada en la cabeza, que daba la impresión de

una peregrina de la antigua Grecia, una toalla tipo ruana ceñida al cuerpo, que por lo empapada que estaba, parecía recién salida de un baño reparador. No hay cosa que intrigue más que las incógnitas del amor, aunque sabía yo lo que tenía que decirme, toqué el tema, simulando no saber ni estar interesado: “¿Cuándo me cuentas aquello que mencionaste en tu casa?” Guardó silencio por un instante, salió del agua y, acercándose a mí, me dijo: “no debe ser aquí, en el medio del río. Debe ser en mi casa”. Noté que se sonrojó, diciéndole yo: “no te disgustes que no es para tanto”. Con la mirada profunda y penetrante, me preguntó: “¿puedes ir mañana al mediodía a mi casa?”. “Por supuesto que sí puedo. Espérame seguro”. Después de cambiar la forma y el semblante, me dijo con cariño: “eso me tiene mal y quiero salir de eso. Para que veas que las cosas no son como tú las oyes ni como se ven”. Después de un fuerte apretón de manos y una respetuosa caricia, seguí para el almuerzo donde ya, impacientes, creían que yo no iba. Como cosas casuales de la vida, seguía la contrariedad. Ese día no me fue posible ir al mediodía a su casa y fui por la tarde. Al llegar, surgió el reclamo del porqué no fui al mediodía: “Ahora no podemos aclarar nada. Mi papá está en casa”. De inmediato salió Eduvigis, saludándome cariñosamente. Después, Cristina y yo hablamos de todo un poco sin tocar el tema que estaba pendiente.

LA CONFESIÓN

Corría el mes de noviembre, signo Sagitario, el arquero, el mes del otoño, principio de la estación de verano. En este mes ya las rosas de octubre languidecieron y empieza la coloración amarilla del espacioso campo y sus labrantías. Los caudalosos ríos acortaban sus corrientes, y sus aguas se tornaban cálidas por la evaporación. El Río de Piedras tiene la particularidad de que en la estación de verano conserva sus aguas en su temperatura normal, fría como siempre. Habían transcurrido ocho días desde que había hablado con Cristina en las orillas del rio y no había podido ir a su casa como convine con ella. Era un día lunes, y llegué a las seis de la mañana desde mi casa en

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34 35Un cristal de Río de PiedrasCipriano Alberto Moreno

El Manguito, a empezar la semana de trabajo en mis labores de docente. Ese medio día fui a cumplir la cita. Apenado como el que incumple lo prometido, me mostré cabizbajo y silencioso, pero no pasó lo que yo esperaba. Me recibió cariñosa como siempre, con su habitual compostura y serenidad, su franca sonrisa que parecía salir de los jardines del ensueño. Sentados a la sombra de un árbol de guácimo, tranquilo y sereno, oí su explicación. Las palabras eran claras y precisas, se sabía que había meditado sobre el tema en referencia. Yo oía la expresión armónica de sus palabras, como una confesión eucarística: “quién sabe cuántas locuras y falsedades te habrán contado de mí, pero yo no le hago caso a chismes baratos. La única verdad que existió y ya pasó era que me iba a casar pero ya no. Yo sé que tú lo sabes, pero la gran verdad es que resolví rotundamente no casarme. Analiza este caso. Tú eres inteligente y sabes demasiado que la más grande aspiración de toda mujer es casarse, y yo he renunciado a eso por ti. Tú dices quererme mucho, que no has podido borrarme de tu mente desde el día en que me viste. Eso será o no será, que si es cierto, como sabes, que me voy a morir, es que yo... sí te quiero de verdad. ¿Sabes por qué había pensado casarme con ese hombre, que quizás me quiera en verdad? Porque yo soy una pata en el suelo para ti. Tú tienes posición, eres maestro de escuela, que no lo necesitas, porque tus padres tienen dinero. Los míos son gente humilde y pobre y yo no tengo nada. Pero desde ese día que te volviste a cruzar en mi vida, en aquel baile de El Manguito, se me borró todo. Entraste en mi corazón como una devoción, como un castigo, como el que tiene que cumplir algo. Yo no fui nacida para el engaño ni para mentir ni para distintos amores. Yo no puedo casarme con un hombre que en realidad gusta de mi, y cuando hablo con él estoy pensando en ti. Ese hombre no merece que yo lo engañe, y quizás la engañada soy yo, contigo. Yo sé que tienes distintas novias, que no te vas a casar conmigo, pero fíjate qué cosa tan grande tiene la vida. Hoy te voy a confesar que desde el día de la vacunación hasta esta parte, tú eres el único varón que ha despertado en mi cuerpo el estremecimiento brutal de la carne por el amor. Yo no sé nada de esas cosas del amor íntimo, pero desde ese día tú me hiciste

sentirlo. No sé cuantas veces he soñado, hasta despierta, con tenerte conmigo, pero yo no soy mujer de hoy para mañana, y por eso estoy en medio de una encrucijada que no sé por donde irme, y al final quizás me pase en la vida como a la mayoría de las mujeres, que terminan solas y abandonadas por querer tanto a un hombre sin ser correspondidas. Mi papá está disgustado conmigo por dejar yo a Miguel plantado, aunque no me ha tocado más ese tema. Ahora está más disgustado porque sabe de mis locuras de amor contigo, pero solo la muerte me apartará de ti, si es preciso llegar hasta allá”.

Aquella expresión de palabras toscas pero sinceras, la oí como la sentencia de Pilatos a Cristo, silencioso y cabizbajo. Pero las había oído más como una canción de amor y no como un reproche o reclamo. Pasaron por mi mente todos los inconvenientes y tropiezos surgidos entre los dos. Desde ese momento, renuncié a esa forma de procedimientos morbosos y malévolos en el amor. Esa mujer no merecía profanación del pensamiento para con ella. Cruzaron por mi mente tantas aventuras amorosas y momentos de placer, recuerdos de bellas carnes desnudas, de senos erectos, con caricias de mil besos. Había pensado poseerla aprovechándome de su enamoramiento, pero no. No podía. Yo sentía algo distinto por ella, por ese ser de amor y de franqueza, porque lo bonito y lo hermoso de esa mujer estaba en su sinceridad, su honestidad y sobre todo en su inocencia. Yo sentía por aquella mujer algo más que amor, un merecido respeto que aparte de estar enamorado de ella, sentía que mi conciencia me decía “no le hagas daño”. La mujer tiene dos etapas en la vida, confusas y peligrosas. La primera, cuando llega a la pubertad. Es cuando empieza a sentir ese ardor abrasador que creó al hombre, el llamado de la carne, de la dulce fuente del pecado. En esa edad, cualquier caricia por leve que sea, las incitaciones, la hacen perder el sosiego y se pone a un paso del primer encuentro con la vida. Como está empezando el tránsito por el largo camino de la vida y no sabe nada de sus pormenores... Más, si no es recatada, ahí está la tentación. La segunda etapa, es cuando la mujer llega a los cuarenta años. Por su madurez, se vuelve prosaica, y si ha sido noble, se doblega un poco por miedo

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de pasar sus últimos años en la soledad, ahí también está la tentación. En mi análisis mental, consideré que Cristina tenía razón. Yo no le atendía, siempre estaba ausente. Ella, quizás por evitar lo antes señalado, había resuelto casarse. Cuando se quiere y se ama con verdadera pasión suceden estas cosas. Mas yo venía de una agrupación más elevada, de esa sociedad donde no todo se sabe, pero se dice todo, a sabiendas que la sociedad grande de la creación humana no tiene distinción, ahí todos somos iguales. Había observado que mientras esta mujer hablaba, hacía esfuerzos para contener el llanto y en esa negación contra esa fuerza natural, se le humedecían los ojos, y de vez en cuando, en mis descuidos, se enjugaba las lágrimas que brotaban de aquellos ojos escrutadores y suaves que me veían con mirada melancólica y triste. Después de esta explicación, salí de mi meditación. Había pensado que cuando se tiene conciencia de las cosas es muy difícil engañar al ser amado que con tanta sinceridad y franqueza nos ha tratado. Aquello me oprimía el corazón y sentía algo así como compasión, que no fui capaz de decirle la verdad aunque ella sabía una parte de mis andanzas y travesuras de amoríos y rochelas propias de un hombre joven y parrandero. Una parte de estos acontecimientos era verdad, pero más verdad era que me había enamorado de esta mujer como nunca antes. Esa clase de presentimientos y desconfianzas se quitan con amor, y así fue. Ella jamás me reprochó ni mencionó nada de mis andanzas. Desde ese día, el más puro de los cariños y el más grande aprecio se apoderó de mí para con Cristina. Yo no había hablado casi nada, únicamente meditaba. Me puse a oír aquella explicación que hoy ya hace tantos años, y la estoy narrando aquí tal como fue. Ese mediodía, almorcé en su casa. Después de despedirme, le dije: “mañana hablamos”, y bajé a trabajar al turno de la tarde.

En una tarde otoñal, cuando el sol languidecía allá en el ocaso lejano de fulguraciones difusas, cuando ya el ancho crespón de la noche se aproxima y en las lomas cercanas se forman espirales alejándose paulatinamente de las curvaturas de las serranías, me hallaba en la casa de la mujer amada. Ya la apacible noche con sus alas misteriosas limitaba la visibilidad

de las altas serranías y del mirífico paisaje insondable por la oscuridad. Abordamos más o menos el tema anterior, exponiéndole yo, con mucha sinceridad, que no quería ni con el pensamiento ponerla como de juguete. Únicamente que fuera algo formal, como debía ser, y al menos un compromiso: mutuamente, concienciar entre los dos. Sinceramente yo no quería casarme todavía, tampoco un absurdo concubinato a medias sin tener una relación estable y responsable. Dejé a un lado las vacilaciones diciéndole claramente que no quería engañarla. Aunque sí la deseaba, porque el deseo es amor. Con voz temblorosa y en medio de ese estremecimiento que se siente cuando se está al lado del ser que se quiere con ardiente pasión, me dijo: “el principal motivo de no casarme fuiste tú, y el segundo motivo, fue que pensé que apenas tengo 17 años. No tengo preparación ni experiencia para enfrentar una obligación, y después llenarme de hijos tan joven. Justamente ahí está el problema indescifrable que me atormenta, que no quiero perderte, porque yo sé, de mi parte, que no te voy a fallar en nada, ni te voy a dar motivos para arrepentirte, pero yo sé que al tú irte de aquí, ¿cuándo te vuelvo a ver? Quizás más nunca. Vamos a hacer lo siguiente, porque quererse es lo más bello que hay en la vida y estar enamorada, como lo estoy yo, pero vamos a ver quién aguanta más, tú o yo”. Estábamos sentados en unos sacos que habíamos sacado para el patio, y tendido en el suelo, cuando de repente llegó de súbito su papá. Pasó por nuestro lado, saludó no muy cariñoso y entró a su casa. La conversación nuestra llegó a su fin. Mi reloj marcaba las ocho y media de la noche. Me despedí y me fui a mi escuela. Lo más doloroso y que me llegó hasta el alma fue al día siguiente cuando supe que el papá le había pegado por estar sentada conmigo en el patio de su casa. Sinceramente, no puedo explicar lo que sentí. Pensé que sería mi culpa aquel atropello injusto. Me llegó a la mente esa frase de campo y pueblo, “medirse de hombre a hombre”. Después, caí en mis cabales y me dije: “yo soy el que represento la moral y la educación en este caserío. Ese señor está en su casa y ella es su hija. Mejor es callar y sufrir en silencio”. Yo tenía un alto grado de culpabilidad en eso, porque ni siquiera había hablado nada

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con ese señor para visitarla en su casa, como era lo correcto. Pasaron varios días de aquel incidente, y estando un día ella en el lugar de siempre, lavando su ropa, me senté en la piedra de costumbre, y al preguntarle lo sucedido me dijo que no, que eso era mentira, pero yo sabía que era realidad. Para evitar más tropiezos, y porque ya sentía la necesidad de verla más a menudo, resolví hablar con el hombre, lo cual no me salió mal. Después de comunicarle todo, fue afectivo y cariñoso conmigo, diciéndome que podía ir cuando quisiera a su casa, y que él, estaba a mis órdenes, que él sabía lo de su hija conmigo, que eso era un problema sin remedio, interponerse ante las mujeres cuando se enamoraban. En fin, quedamos en buen entendimiento.

Soy y seré, mientras viva, un eterno enamorado del campo. El campo me inspira para mis composiciones y para escribir. La soledad del campo ha sido mi compañera en mis momentos de abstracción. Yo diría que los años más felices de mi vida fueron esos dos años que trabajé en Río de Piedras. Para mí fue un campo acorde con las cosas que yo admiro y que me gustan, montañas lobres, arrecifes, cascadas, confluencias de ríos, abundante fauna, vegetaciones extensas que embellecen miríficos paisajes, un selvático horizonte lejano donde el faro luminoso del firmamento se oculta en su recorrido orbital. Tantas cosas maravillosas de la madre naturaleza que no tienen comparación con nada, y sobre todo, la hermosura de sus mujeres campesinas y puras como las aguas del mismo río, nacidas en el seno de todas esas bellezas naturales del Río de Piedras. Después de legalizar mi noviazgo con Cristina, las visitas se hicieron frecuentes y distantes a la vez. Iba a diario, y a veces semanalmente. Hablábamos en su casa, en el río, en la piedra de siempre, en su trabajo cotidiano. El amor es como una esclavitud mental, todo lo que nos rodea es bello y hermoso, que debilidad tan grande se siente por el amor. Si los momentos más bellos y felices, son estar de novios o enamorados, no debería nadie casarse, para no romper esa felicidad. El amor, al más fuerte doblega, por eso hay hombres valientes y resueltos para lo que sea, y las mujeres tienen una influencia poderosa sobre ellos. Eso es como una ley natural. Primero, porque

nacemos de ellas; segundo, vamos a ellas por el amor, que es una gran debilidad y también esencia de la vida. Es muy difícil vivir sin una ilusión de amor. Pasaban las semanas y mi trabajo se desarrollaba con perfecta normalidad en medio de aquella gente humilde y hospitalaria, en un ambiente creador, entre crías de animales y labranzas agrícolas. A veces me quedaba los fines de semana, cuando había baile u otra reunión festiva, en casa de Ramón Mijares y Rosa, Cástulo Bolívar, o Juan Infante. Los sábados y domingos en Río de Piedras eran como un día de fiesta: juego de bolas criollas, boliches, se había organizado un club peloteril y se jugaba en el plan del vecindario, y el consumo de caña que no faltaba. Cuando se efectuaban desafíos de gallos, eran tres días de parranda, bailes y sancochos en los patios de las casas y a la orilla del río. Juegos de póquer y azar, y por su puesto las bullangueras peleas de gallos. Venían las cuerdas de Quiripital, Ocumare, Altagracia de Orituco y demás caseríos aledaños. Río de Piedras era un lugar delicioso para disfrutar a plenitud todo esto mencionado. En un día “festivo” de nuestra historia patria, un 12 de octubre, “día de la raza”, como le decían, resolví hacerles una piñata a mis alumnos. Compré los preparativos, luego hablé con Cristina para su elaboración. Esta piñata consistía en una tapara grande, adornada con papeles de colores con citas largas pegadas a los lados. Un día antes me la trajo a la escuela, me ayudó a ponerle los amarres y a llenarla de caramelos. Después de hablar un largo tiempo, la invité a la piñata para que vendara a los muchachos para el quiebre de la piñata aprovechando también de ponerle una cita, dándome como respuesta “está bien”. Puntualmente llegó a la hora de quebrar la piñata, pero a la cita no fue. Esta mujer era incomprensible, huidiza y esquiva. Al día siguiente, cuando nos vimos, la excusa fue que le dolía la cabeza... (disculpa de mujer). Pero el amor cuando es así, es más interesante. En el paso del río por la parte de arriba, está un pozo aislado de la corriente del río con un empedrado por las orillas, donde Cristina y yo, sentados en una piedra, nos veíamos los rostros en la transparencia de cristal de aquellas aguas, y como un entretenimiento de enamorados, yo señalaba el rostro de ella, y decía “esa no eres tú”, y ella decía igual a la

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imagen mía, “ese tampoco eres tú”. Ese era el cristal de Río de Piedras. En ese pozo nos dimos un baño en compañía de otras muchachas, donde la corriente cantarina se estremecía con la caricia de aquel cuerpo virginal que en su imaginaria desnudez astral semejaba la Venus de Milo, perfumando el ambiente con el sano olor de sus carnes juveniles. Esa noche en la intimidad de mi aposento, llegaba hasta a mí el débil sonido del río y me parecía percibir aquel cuerpo amado, que me perturbaba la tranquilidad de mis sentidos en aquella soledad. En ese mismo pozo, otro día, la encontré bañándose en compañía de otras muchachas amigas. Tenía puesta una bata de color jacinto que dejaba ver en su transparencia la airosa figura de su cuerpo hermoso. En aquel momento, le tomé una foto, rogándome después que al revelarla se la trajera porque no quería que nadie la viera. Esta foto la guardé tanto que, entre mis papeles de identificación, se me despedazó. Había salido en la foto sumergida en el agua, de brazos cruzados sobre el pecho y apoyados en la extremidad inmaculada del pezón, cubriéndose los senos, como melones en maduración. El tiempo transcurría entre cortos paseos, reuniones bailables y visitas de vez en cuando a su casa, sin llegar absolutamente a nada formal. Surgían pequeños reclamos por incumplimiento de parte mía o por celos, cosa muy común entre enamorados. En el caserío La Bocaina, a tres kilómetros de Río de Piedras, vivía una muchacha de nombre Carmen Hernández. Cariñosamente le decían “Circo”. El caserío estaba situado cerca del límite de Miranda y Guárico. En ese lejano rincón mirandino, a orillas del río Lagartijo, en una ribera atrayente y sugestiva en el campo abierto, en medio de una arboleda paradisíaca, cerca de la cristalina corriente, estaba la casa de Circo. Esta mujer, a pesar de vivir lejos de la civilización y del modernismo, vivía con decoro y una pulcritud natural. Tenía ese don natural de la elocuencia, era una delicia hablar con aquella mujer, de trato suave y esmerado. Tenía una facilidad de expresión asombrosa. Desde la puerta principal de la casa, se extendía un jardín de rosas encantadoras y una variedad de parásitas alineadas en troncos, que por su posición formaban una miniavenida hasta salir al patio. Contemplando aquel pequeño edén, se veía la

preocupación esmerada de aquella dama, tan amante de una de las cosas más bellas de la naturaleza como son las flores. Así era circo. Siempre yo visitaba a esta muchacha. En realidad me gustaba. Ella era comadre de Cristina. Circo sentía por mí algo más que cariño. Me tenía un gran aprecio, me recibía en su casa con una esmerada atención, su preocupación por mí me confundía. Cuando se presentan casos como este, de dos mujeres en la vida de un hombre, cual primera cada una quiere llevar la delantera. La insistencia de Circo era que, al llegar la tarde, me hacía esperar la cena, y después inventaba un partido de dominó, buscando siempre la tardanza de mi venida. Todo esto no pasó de ser amores pasajeros y sin fundamento. Siempre que iba a La Bocaina, Cristina lo sabía y pasaba días cautelosa conmigo, hasta que al fin me decía: “fuiste a La Bocaina. ¿Cómo está mi comadre Circo?”. Y Carmen por igual, cuando me despedía de ella, me decía: “saludos a mi comadre Cristina”. La estrategia de las mujeres sólo ellas se las conocen. Así es la vida. Hoy, las dos están muertas…

Durante mi estadía en Río de Piedras, en los primeros tiempos, me venía semanalmente para mi casa en el caserío El Manguito. A veces pasaba para Ocumare del Tuy. Últimamente, lo hacía cada 15 días. Como se aproximaban las vacaciones de Pascua y año nuevo, me aguanté más del tiempo usual, esperando así las vacaciones. Vuelve a llegar diciembre, el mes de la alegría. Esta vez, lo recibí en Río de Piedras. Llegado el tiempo, fui a despedirme de Cristina. Recuerdo todos los días cuando le dije: “me voy mañana de vacaciones”. Contestándome sin vacilación: “que te vaya bien. Yo me quedo aquí esperándote como siempre, quién sabe hasta cuándo”. Esta vez no hubo tristeza ni llanto. Únicamente, “que te vaya bien”. Esta era una mujer sin halagues. Era noble y firme, dos cualidades poco comunes en el ser humano. Ese día siguiente, a las 4 de la mañana, partí para mi casa a pasar las vacaciones en Ocumare. El año nuevo de 1958 lo recibí en El Manguito, como siempre, con mis padres, tradición que guardé mientras ellos vivieron. Los amores de Cristina y yo fueron unos amores sin mucho anhelo, pero constantes y firmes, porque amor con tanta pasión no es amor. En el transcurso de esas vacaciones,

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le mandé varios mensajes sin recibir respuesta. Pero ese amor estaba ahí, adherido como la playa al río. Terminadas las vacaciones, el 7 de enero de 1958 retorné a mi trabajo en Río de Piedras. Si triste es la separación, la venida y el reencuentro dan reacción emotiva y casi igual. Trabajé varios días sin verla, y me hacía el desentendido para no ir a su casa, pero el deseo de ver al ser amado es una llama que no se ve pero quema. No podía engañarme a mí mismo, la mentira es una forma gafa de fingir y de quedar bien. Eso lo estaba haciendo conmigo mismo, con esa forma vil de aparentar lo que no es. Sin más tardanza, se me acortó la distancia y subí hasta su casa. A veces el pensamiento deambula por los distintos caminos de la vida y vienen a la mente cosas imaginarias, que a veces son y no son... la indecisión de cuando no hay seguridad de las cosas, es mala. Eso me pasó a mí. Me había imaginado cosas. Era una tarde en que las nubes color de grana se entrelazaban como cortinajes entretejidos a la caída del rey astro sobre la raya visual del horizonte. El arrebol aureólico sublimaba la gloria de los cielos sobre el caserío de Río de Piedras, belleza que contemplábamos Cristina y yo después de haberme recibido, como se recibe el ser querido después de una larga o corta ausencia. Estaba delgada. Su blancura era opaca, una expresión ojeriza y descolorida. Aquello me preocupó, y me reproché la tardanza en no venir a verla. Cristina estaba enferma. No sé expresar lo que sentí, paro me conmovió el estado en que estaba. Rompí mi silencio preguntándole: “¿qué tienes Cristina?”. Me respondió: “será qué ‘tenía’ porque ya estoy bien. De casualidad no te halo por los pies avisándote mi muerte. En realidad me puse muy mal con una fuerte fiebre. Mi papa fue a la farmacia del señor Ramón Antonio Hernández, en Quiripital, y me mandó unos medicamentos que a Dios gracias, me hicieron bien. No te preocupes que ya no tengo nada”. Su recuperación fue satisfactoria y rápida. Después de esta información, me preguntó: “supongo que te divertiste mucho por Ocumare”. Yo sabía cuál era el hilo de aquella pregunta, y no entrando en detalles, le respondí que sí. Ocho días después, una noche en que animadamente hablábamos, me hizo una pregunta no extraña, pero si sorpresiva. Sin mucho

rodeo me dijo que pensaba que a mí, por nuestra relación, no me veía nada de interés ni de proyecto. Que iba y venía y ella siempre donde mismo, esperándome. Ambos guardamos silencio. Después de este intervalo, ella rompió el silencio, diciendo respecto a eso: “tengo que decirte algo que no sé como lo tomarás”. En mi silencio prolongado de la omisión de la palabra, me dije: “esta mujer si es complicada, ahora me presiona, me interroga, quiere explicaciones. ¿Qué será esto? ¿Será amor? ¿Será despido, terminación? ¿O será amor de verdad?”. Conociéndole su temperamento, me quedé tranquilo, y le dije: “¿por qué te contradices tanto en tus resoluciones. En realidad no te entiendo, por que quien se fue y no volvió fuiste tú. Justamente de eso quiero hablarte. Vamos al grano, dime de una vez lo que sea y punto”. “Por los momentos, no. Después te digo”. La conversación se tornó en contrariedad y sinsentido, y dándose cuenta ella de mi actitud silenciosa, con aire de resentimiento, me dijo: “no me hagas caso por lo que te dije. La confusión que tengo es grande. Sí tengo algo interesante que decirte, pero no te disgustes por eso. Tú sabes bien que mi amor por ti lo cambiará la muerte. Para decirte eso, el tiempo sobra”. El enigma de la mujer es indescifrable, como un abismo insondable y misterioso, el abismo atrae y es tentativo, y la mujer atrae al macho porque es la hembra, por eso el hombre es machista, y la mujer amor y placer, la eterna Eva del paraíso. Ese sábado siguiente hubo un velorio en la santa cruz del vecindario por una promesa hecha por vecinos devotos y creyentes de la fe cristiana. Fui invitado especialmente para cantar décimas y fulías. Esa noche, sería por presunción -porque siendo el velorio cerca de la casa de Cristina, la lleveé en un carro de un amigo mío hasta el velorio-, en el trayecto me pasó un pequeño incidente. Como en el vecindario no había calles, únicamente campo abierto, al pasar, me llevé por delante un botalón de amarrar ganado de propiedad de un señor llamado Lino Ascanio. Hubo murmuraciones, que nunca faltaban, pero al día siguiente lo mandé a poner en su mismo sitio. Llegó el mes de febrero, mes del rey Momo, signos acuario y piscis (los peces). Mes veranero, cuando los campos y sus montes botan la broza de la madera. Caminábamos Cristina y yo por el raido

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follaje de la hojarasca caída, en uno de esos cortos paseos, siempre apresurados, como todo enamorado. Llegamos a un sitio donde un olor perfumante como de varias flores, siempre nos embriagaba con sus espléndidos olores que venían de la distancia. Siempre buscamos su procedencia, pero jamás lo supimos. Ese sitio tiene una barranca peñascosa, cubierta de gigantescos árboles, parece ser de la altura de la ramazón de donde vienen esos olores. Lo raro es que eso era y es perenne. Sentados en dos gruesas raíces, insinué la sorpresa que tenía que decirme. Se puso trémula y evadió la pregunta. Repetidas veces insistí en que me dijera, pero todo fue en vano. Viéndole la angustia y el nerviosismo que la invadía, la dejé tranquila y compasivamente le dije: “está bien. Otro día me dices”. Ya más calmada, me dijo en tono suave, “¿tú recuerdas que yo te dije que íbamos a ver cuál de los dos aguantaba más? Entonces, aguárdame, que después te digo”. Me quedé esperando por qué no me dijo nada. En una de esas mañanas del mes de febrero que llegué desde mi casa a Río de Piedras, serían las cinco y media de la mañana, guardé el maletín en la escuela y pasé al otro lado del río para tomar café en casa de Antonia Barrios, que siempre la encontraba moliendo maíz. La primera noticia que recibí fue que Cristina se había ido para Caracas. Eso fue lo que estuvo por decirme pero no pudo. Quizás no halló la forma o una explicación adecuada al respecto. Se marchó y no tuvo el valor de despedirse de mí. Supe que lloró en silencio antes de partir. Ese llanto me decía mucho.

LA AÑORANZA

Llegó el mes de marzo, signo Aries (el carnero). En Venezuela, el mes de la propia estación de verano, y el comienzo de la primavera, de marzo a abril. Marzo, el mes del trueno sesentón, orientación o señal exacta para las siembras de labrantías en el campo proletario. Había trascurrido un año y medio, que había empezado a trabajar en Río de Piedras. Volviendo al encarrilamiento de mi habitual trabajo, aparte de mis labores docentes, gozaba del entretenimiento con las travesuras de mis

alumnos, a quienes apreciaba mucho, como ellos a mí. Me mantenía satisfactoriamente contento e indiferente a todo lo concerniente con lo señalado, tomando posesión completa de mi tranquilidad espiritual. Uno que otro comentario se dejaba oír en el vecindario referente a la ida de Cristina, que hasta mí llegaron díceres lejanos, “el maestro se quedó solo”, cosas a las que yo no hacía ningún caso ni prestaba atención. Una de mis alumnas me preguntó en su casa, por casualidad o interés: “maestro, ¿cuándo viene Cristina?”. Le respondí: “no lo sé”. Varios días estuve sin ir donde sus padres. No era por rabia ni resentimiento, no había tenido tiempo. En un atardecer de cielo azulino, con diáfana claridad, fijé la vista en el cerro de Piedras Blancas. Hacia el lado de la pendiente rocosa, con vista hacia las profundidades del río, fijé mi atención en un punto blanco que divise a la distancia. Para mí era una mata de hojas blancas y anchas que al secarse se tornaban de ese color, y a la distancia se veía un solo punto blanco. Daba impresión de ropas tendidas en aquella pared, cosa que era imposible, por ser aquel rocoso de difícil acceso. Aquel misterioso punto blanco en aquel lugar inaccesible, en algo me motivó. Sentí como un impulso y una sensación extraña, que de inmediato me encaminó hacia la casa de Cristina. Con la confianza de siempre, saludé, entré y tomé asiento. Después de preguntar a la señora Paulina por Eduvigis, y de hablar por largo tiempo, fui yo el primero en mencionar a Cristina, preguntándole si no sabían de ella. Simuladamente, hice varias preguntas respecto a su viaje, sin recibir una respuesta acorde con lo de mi interés. La señora, con la ingenua sinceridad que caracteriza a la gente de su clase, me dijo: “lo único que ella me dijo fue que si usted preguntaba por ella, o cuando venía, le dijera que venía pronto, que la espere, pero que no le diera nunca explicación”. Días después, hablé con su papá, tocando en partes ese tema, pero con mucha discreción. Otra noche que la agarré de parranda con mi suegro y otros amigos, nos comimos un sabroso sancocho donde una señora de nombre Marciana García, entre copas y música de guitarra tocada por Valentín Velásquez y cantada por José Aular. Así me pasaba el resto de mi tiempo en mis ratos de ocio en Río de Piedras, y cada día se

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opacaba más la imagen de la mujer amada, entre distancia y lejanía y viendo día y noche rostros distintos, menos el de ella. Reformar un rostro visualmente, después de un largo tiempo de ausencia, borrosamente se va extinguiendo en la vida interior del pensamiento. Conociendo bien de cerca aquella alma de mujer, mucha más pura de lo imaginado, en donde anidaba un mundo de virtudes y cualidades, propias de su temperamento y no fingidas, por eso, así como una tristeza, melancólica, como la sombra de un recuerdo lejano de algo bonito de tiempos pasados, buscaba de invadir mi campo de acción en mi forma de amar. Yo me dije: “a mi corazón de hombre libre le cuesta romper la coraza que lo bloquea. ¿Qué me pasa? Ella se fue, yo estoy aquí”. Aquella soledad era producto de una nueva ausencia, y ese ausentismo tentaba con volver un desastre el orden de mis ideas, me parecía oír su voz, la voz de aquella mujer de ideas tan altas y nobles, y repotenciada por el misterio de la distancia. Pero no. La tristeza no podía entrar en mí, en ese momento analítico de mi conciencia que estaba entrando en su estado de exactitud. Fue ella la que se fue, y se fue y punto. En lo avasallante y abrumador de los recuerdos, con más fuerzas, llegaban hasta mí otros amores pasados, y algunos presentes que en el vasto campo del amor también me hacían compañía desde la distancia. Una incertidumbre se apoderaba de mí. A veces me sentía como en un desierto estando rodeado de tanta gente que me apreciaba y de admiradoras secretas que acariciaban con la mirada al maestro de un caserío como Río de Piedras, en aquellos tiempos cuando había un tren de muchachas que no pasaban de veinte, casi todas de 14 y 15 años de edad... Tenía que ser, primero, respetuoso y reservado, discreto y sincero, y hacer como el mandato religioso, guardar el celibato. Siendo yo un hombre de apenas 22 años, me acechaba a cada paso la tentación del paraíso. Sincerándome conmigo mismo y con el lector, confieso que no dejaban de gustarme varias muchachas del caserío, que con mucho cariño y decoro las traté sin llegar a lo indecoroso, aunque toda mujer sabe que todo hombre ama esas formas y curvaturas de su cuerpo, y también ella se deleita en el pensamiento cuando sabe que el hombre se fija en ella. Esto no es un cuento, es

una historia de amor verdaderamente vivida y se quedará estampada en este libro como la imagen del Nazareno en el manto sagrado de Magdalena. En el resto del tiempo de mi estadía en Río de Piedras, disfrutaba de sus fiestas en desafíos de gallos y bailes aislados que ponían los vecinos. A veces salía de cacería con Lázaro Mirabal hacia Monte Oscuro y la montaña de Las Marías. Una noche me llevó Miguel Rondón, mi amigo incondicional, a conocer una muchacha de nombre Alejandrina Báez que vivía en el caserío de La Yuca. Un domingo lo pasé donde Encarnación Báez y en la tarde me traje un pollo que me regaló y unas verduras para un sancocho. Iba a La Bocaina a visitar a Circo, quien conmigo tenía un romance poético y amoroso, de cariño y de dulzura. La imagen de Cristina se me presentaba como en las tinieblas del campo lejano de los recuerdos. Lo que había empezado como un entretenimiento amoroso, ahora tendía a atormentarme. Recordar a una mujer, interesarse por su pasado, y hasta llegar a sufrir por ella, esa es una forma de amar. Ahí estaba mi dilema, no quería pasar por eso. En todo el mes de marzo, me venía semanalmente para mi casa. Desde el mes de abril de 1958 empecé a venirme cada 15 días. Se podía decir que esta historia es del signo Tauro, porque abril tiene que ver mucho en esta obra, desde su principio. Un 19 de abril, vino a visitarme un amigo que vivía en Quiripital, de nombre Otilio García. Ese día hicimos una pequeña ternera y un hervido con una chiva que le compré a Pedro Tovar. El precio de esa venta fue de Bs12. Otilio pasó dos días en Río de Piedras compartiendo con otros amigos: Valentín Velásquez, Lázaro Mirabal, Eduvigis Arias y Víctor Barrios. Nos bañamos en el Pozo del Candil. La cerveza la manteníamos en el medio de la corriente del río para que no se calentara. Se hizo una apuesta, midiéndonos el tamaño con un bejuco para ver quién lo tenía de mayor tamaño.

¡Qué tiempos tan buenos y sanos! Mi persona gozaba de una distinción considerable. Por eso, ciertos errores cometidos por mis locuras de juventud, me fueron criticados altamente por mucha gente que me apreciaba. No es igual una persona honesta, de honradez transparente y cumplidor de los deberes

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ciudadanos, que ese mismo error en una persona malvada. Mis actuaciones eran discutidas y cuestionadas por mis amistades y admiradoras. Eso a mí me molestaba, sin darme cuenta de que aquella gente me tomaba en cuenta y me tenía aprecio. En el caserío El Manguito, una admiradora y amiga, Rosa Amelia Rodríguez Alemán, a quien todavía aprecio mucho, en una ocasión me preguntó: “¿y que tienes una novia en Río de Piedras que te quiere mucho?”. Para no ahondar más en el asunto ni entrar en detalles, le dije: “sí”. Y rápidamente le cambié el tema. Cuando estuve haciendo el curso para normalista en el colegio “Francisco Pimentel”, en la esquina de Las Piedras en Caracas, unos de esos días salí mucho más temprano de la hora indicada. Decidí ir a saludar a Francisca Antonia Zamora, que trabajaba en la sede del partido URD, en la avenida San Martín. Esta muchacha fue compañera de colegio cuando estudié la primaria en Ocumare, por lo cual fuimos buenos amigos y compañeros inseparables. Al recibirme, y después de un afectuoso saludo, lo primero que me preguntó fue cómo iban los amores con la novia que tenía en Río de Piedras, y para más veracidad, me la nombró con nombre y apellido. Hasta allá había llegado la repercusión de esos polémicos amores de Cristina y yo. ¿Cómo lo averiguó? ¿Quién se lo dijo? No llegué a saberlo nunca. Seguía la contrariedad entre esa mujer y Cipriano Alberto. Para más complemento, Cristina se hallaba en Caracas, y ni siquiera sabía con exactitud en donde trabajaba. Supe mucho tiempo después que se desempeñaba en el trabajo doméstico en la urbanización “Delgado Chalbaud” de Coche y en Santa Mónica. Como el tiempo en su paso lento pero seguro no se detiene, vino el mes de julio, signo leo, el león. El mes de los niños. Es el mes cuando el campesino hace las primeras cachapas y la sabrosa mazamorra de jojoto. El 16 de julio, día del Carmen, al siguiente día, 17 de julio, se efectuó en mi escuela el examen final del año escolar de 1957-1958, con la presencia del jurado examinador. Después de la entrega de las correspondientes boletas, le hice una fiesta de fin de año al alumnado con un joropo tuyero, amenizado por el arpista Domingo Montoya y cantado por el cantador de todos los tiempos, Juan Onofre Machillanda, de Ocumare del Tuy.

Después de pasar tres días de vacaciones en Río de Piedras, y de una despedida no triste pero sí sentimental, me vine a mi casa en Ocumare del Tuy a pasar el resto de las vacaciones.

RETORNO Y DESPEDIDA

En una mañana sonriente del mes de septiembre, cuando el sol refulgente brillaba en el ancho cielo y los reflejos dorados acariciaban el fondo verde oscuro de aquel bosque casi amarillento por el embate del próximo verano; en aquel espacio misterioso, surgía la raya visual del horizonte como limitando el cielo de aquella serranía del Alto de La Gavilana, Cerro Grande, El Topo del Humo, la Loma de Las Maticas, más allá de La Bocaina, hora en que todas las cosas que rodean aquellos campos entran en confusión entre parajes, paisaje, panorama y serranía. Parece que entran en trance, bajo la mirada penetrante del cielo claro e imponente. La brisa abrumadora y acariciante reparte ricos olores en aquel espacioso campo. Regresaba yo a Río de Piedras, después de dos meses de ausencia, en compañía de Tiburcio Jaramillo y un bonguero de nombre Segundo Pagua. Estos amigos y compañeros de camino me acompañaban desde el caserío El Manguito. Al llegar a lo alto del Río de Piedras, en el fondo de aquel pequeño valle, se veían las primeras casas de aquel vecindario, con su río cristalino, que por la aproximación de su intrincada montaña parecía el valle bíblico de El Cedrón. Pálpitos extraños se apoderaron de mí, quizás por la saturación de aquel embate de esencias embalsamadoras, distintas al campo de donde yo venía. La belleza de los campos tiene poca distinción, pero los olores sí son diferentes, por la variedad de los árboles y matas florales que hay en los distintos campos venezolanos. De nuevo en Río de Piedras, visité varias familias amigas donde era recibido con atención y elogio esmerado. Cinco días después de mi llegada, visité a los padres de Cristina. No sabían nada de ella, ni por carta ni encomienda. Menos sabía yo. Pero ni el tiempo ni la ausencia habían matado el germen de aquel amor. Sobre todas mis cualidades y mis ideas firmes, tenía el prestigioso don del cariño, el recuerdo y el

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agradecimiento, y con ellos me llevaba una gran parte de esa gente que fue merecedora de mis cualidades. En la dirección de educación de Ocumare del Tuy me habían notificado que estaba transferido para la escuela Nacional Unitaria del caserío Los Cantones, cerca de Quiripital, y por supuesto, cerca de mi casa en El Manguito. Esta información no la divulgué hasta unos días antes de mi partida. Trabajé, mes y medio en espera de mi relevo, hasta que al fin llegó. A finales del mes de octubre le hice entrega de ese colegio a Juan Ramón Oropeza, un muchacho de Ocumare del Tuy, recién iniciado en la docencia. Mi despedida no fue conmovedora, no causó tristeza ni alegría, un solo decir: “se va el maestro”. De poca gente me despedí y con quien lo hice estaba la familia de Cristina, que estaba integrada por nueve personas. Eduvigis Arias, Paulina Fernández, Juana Cristina, María, Antonio, Gregoria, Expedito, Esteban, Hermes y Alberto, que nació en Ocumare del Tuy. Como el que parte del muelle de un puerto hacia lejanas tierras y fija la vista en un punto del horizonte que tantas veces lo ha mirado, así me sucedió en este viaje. Los recuerdos me hicieron fijar la vista y la mente en el alto de La Yuca, El Altar, Las Marías, y especialmente en el pozo cristalino donde nos veíamos los rostros y la piedra que servía de lavadero a Cristina y permanece en el mismo lugar testigo eterno de nuestras conversaciones. Habían transcurrido dos años de mi llegada a Río de Piedras, ahora me tocaba abandonarlo. Primero se fue Cristina, ahora me tocaba a mí. ¡Qué ironías tiene la vida! No era fácil contenerse sin sentir algo. El tiempo y la distancia son compañeros del que se ausenta, como es la tristeza para el que se queda, así como el silencio es hijo de la soledad y el odio hermano del amor. Me tocaba a mí la resignación, que es familia de la renuncia. Los horizontes de otros montes y los atardeceres de otros lares me traerán la reminiscencia de esos parajes que dejé atrás, que me sirvieron de inspiración para mis composiciones versificadas. Mis ideas se enrumbaron por otras travesías y los recuerdos ya mortecinos se fueron evaporando como las pocas aguas de un pozo en sequía cuando las embisten los radiantes rayos de un sol ardoroso. Así, tomé posesión de mi nuevo cargo en la escuela de Los Cantones.

DE LOS CANTONES A RÍO DE PIEDRAS

Del año escolar 1958-1959, había trabajado un mes y medio en Río de Piedras. El resto de ese período escolar lo trabajaría en Los Cantones, a donde fui transferido. Extrañando el temperamento climatológico y el ambiente de este caserío más tranquilo y solo. Este vecindario era esparcido completamente y totalmente árido. Escaso de agua por completo, el preciado líquido para el consumo diario era de manantiales y jagüeyes. La fuente más cercana era la Quebrada de Mecía, a dos kilómetros de distancia. Venía de trabajar de dos caseríos muy distintos, primero: del caserío El Limón, donde la población vecinal era más agrupada y se disfrutaba de la cristalinidad de las aguas del caudaloso río Lagartijo. Después, mi estadía en Río de Piedras no podía ser más satisfactoria y placentera, con su río cristalino y su cauce arrecifado que permitía andar por el centro del río de piedra en piedra, sin mojarse los pies. Siempre las cosas de la naturaleza, por una u otra razón, son iguales, lo que no hay en un lugar, lo hay de más en otro, de acuerdo a su ubicación geográfica o climatológica. El caserío Los Cantones, tenía un clima de lo más agradable, con una brisa zumbadora y acariciante que se oía como un rumor de lava en erosión. Desde el cerro de Pueblo Nuevo hasta la parte baja de Los Cantones, era un huracán de ráfagas de viento, noche y día, que permitían un sueño reparador. El desenvolvimiento laboral en esta escuela me era conveniente, porque me facilitaba estar y dormir en mi casa. Cerca de mi escuela vivía una honorable familia de mi entera confianza y consideración, en donde con una esmerada atención me servían todos los días un suculento almuerzo de lo más delicioso. Esta familia estaba compuesta por: Lucas Naguanagua, doña Aurora Terán de Naguanagua; sus hijos, Mercedes, Olivo, Modesto, Humberto y Celsa, que era el pensil delicioso del jardín de mis amores, y Elba Naguanagua, diminuto capullo de rosa pitiminí, con los cuales a través de tantos años comparto una sincera y transparente amistad de aprecio y de cariño. Por orden del Ministerio de Educación, había empezado un curso de alfabetización de adultos por seis meses, y todo maestro rural tenía que trabajar dos horas diarias

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de 7 a 9 de la noche, de lunes a viernes. Para este trabajo, condicioné un local en El Manguito donde trabajé esos seis meses. En el principio como en el final de todas las cosas, más en el amor, hay inconvenientes y secretos indescifrables. En el principio del amor, la querencia y la pasión se apoderan hasta de los sentimientos y aumenta como la levadura en la masa del pan. Todo es bello, adorable y alegre. En el final, por insignificante que sea el amor, siempre hay melancolía y tristeza que son hermanas de la alegría por naturaleza. Eso me sucedía por la ausencia de Cristina. Siendo joven y poeta, entrelazando a diario sonoras y dulces estrofas sin hemistiquios, no podía una mujer perturbar el imperio de mi razón, porque todo poeta es un profeta, y presiente y hasta sabe lo que puede depararle el destino. El poeta conoce bien a las mujeres, porque ellas han sido y son la primera inspiración de todo poeta. No hay en la historia de la vida de un hombre, o en cualquier novela del tema o drama que sea, en donde no participe la mujer. La mujer es amor, es pasión, es pecado, perdición del paraíso. La mujer es todo en la vida, por ellas nacemos, por ellas vivimos, por ellas sentimos lo más hermoso de la vida, el amor, y por ellas morimos. ¡Salve, la mujer!

Cuando se viaja, o se pasa por el sitio en donde empezó un amor, parece que se viajara a la peregrinación de los recuerdos. Es como un viaje en los ensueños del amor; más si se ha vivido como lo viví yo. Iba hacia el sitio en donde hacían ya cinco años había conocido a la mujer de mis perturbaciones amorosas. Aunque no quería pensar en eso, todo estaba ahí. El mismo río, el mismo pozo del cristal y los rostros, la piedra del lavandero, los mismos sitios de paseo, todo estaba ahí, lo único que no estaba era ella. ¡Qué cosas tiene la vida! No era fácil borrar de la memoria algo que se interpone entre la mente y el yo personal, y que está adherido a nosotros como la vida y la muerte. En alas del pensamiento, realicé ese viaje misterioso desde Los Cantones a Río de Piedras, donde recorrí cada uno de los lugares que me dejaron recuerdos inolvidables de ese viaje del amor que nunca termina sino con la muerte. Entre Cristina y yo parece que había un destino, por sobre todas las cosas.

Esto sucedió en los carnavales del año ‘58, los cuales pase en Río de Piedras en compañía de un amigo y compadre de nombre Filemón Alvarado. Aunque sentía la ausencia de esta mujer en los primeros momentos de mi llegada, después me sentí tranquilo. Nos divertimos de lo mejor y jugamos carnaval con varias muchachas amigas mías. El domingo de carnaval, bailamos hasta la madrugada, disfrutamos de reparadores baños en ese caudaloso río, regresando el miércoles de ceniza. Por lo dicho antes, y analizando detenidamente los tropiezos, inconvenientes, obstáculos, separaciones y ausencias, parece en realidad que había el predestino de haber nacido el uno para el otro, porque la contrariedad fue en vano, pues ese amor lo terminó fue la muerte. Todas mis aventuras amorosas y pequeños compromisos de juventud se desvanecieron con ese amor que empezó como un entretenimiento y terminó con un serio compromiso de ambas partes. Esto repercutió hasta en mi novia de adolescencia, a quien quise mucho y quiero todavía con todo el cariño y respeto que se merece, Virginia Belisario, la que despertó la glorificada aureola de aquel amor todavía tierno de mi vida, amores de estudiantes cuando en el aula de aquel colegio nació aquel amor inocente y puro, en el vasto campo del amor y del valle de la primera pasión de la vida. Virginia, que el Todopoderoso te dé la salud y te proteja, son mis deseos para contigo. Así como la palabra delata al pensamiento, me voy a delatar yo: decía y lo aseguraba, que me casaría a los 30 años, cosa que no cumplí. Me comprometí a los 24 años, no cumpliendo con la ley de Dios ni con la de los hombres: No me casé. Yo tengo un concepto de la vida que aunque según la aristocrática sociedad esté errado, es mi concepto: El amancebo, el concubinato, o como se llame, cuando existe el verdadero amor, entendimiento y comprensión, y sobre todo el respeto, es mejor que un matrimonio donde primero no se cumple el sagrado juramento que se hace ante Dios, pisoteando así la santa bendición en el altar mayor, violando la ley de Dios y de los hombres con la violencia, el irrespeto mutuo y la infidelidad. ¿Qué nombre tendrá eso, cuando se violan todos esos mandamientos? El verdadero y mejor matrimonio es el que está regido y gobernado por una verdadera pasión.

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Estando Cristina en Caracas, siempre iba yo, consecutivamente, a Río de Piedras, porque es muy cierto que cuando algo nos ha motivado en la vida, bien sea un recuerdo, un suceso o una pena, la nostalgia nos conduce a aquel sitio.

El éxodo emigratorio del campesinado hacia la capital de la República, empezó desde 1937 en adelante, en el gobierno del general Eleazar López Contreras. Recién salida Venezuela de la recia dictadura de Juan Vicente Gómez. El país había quedado completamente maltrecho, no había trabajo, el campesinado en un total abandono, en la miseria e insalubridad. Al incrementarse la mano de obra, y la servidumbre doméstica, muchos campesinos de ambos sexos y de pueblos alejados de la capital emigraron a la metrópolis en busca de nuevos horizontes. Quienes se iban para Caracas en aquellos años, venían a su lugar de origen, por lo menos cada dos años. En tiempos más recientes venían cada año en Pascua y Semana Santa a visitar a la familia.

Habían pasado todas estas festividades, la Pascua del año ‘58, y la mujer de mis sueños pasionales, la campesina del bello campo del amor, no llegaba. Qué grande, qué bello, y también que aflicción tan grande se siente en el alma cuando se espera el regreso del ser amado que nunca llega y no se sabe cuando lo hará. Dilucidando, el objetivo de haber pasado las fiestas carnestolendas en Río de Piedras era abrigando un átomo de esperanza de que en esos días de asueto pudiera regresar, cosa que no fue posible. Eso lo sabía y lo abrigaba yo, pero al populacho le hacía creer que había ido a disfrutar del carnaval únicamente.

No queriendo correr el mismo riesgo de la esperanza defraudada en ese carnaval, me abstuve de ir en esa Semana Santa a Río de Piedras. Esa semana mayor del año ‘59 cayó entre los meses de marzo y abril, el mes del signo de esta novela. Subyugando mi preocupación hasta llegar a mi serenidad, así fue transcurriendo el tiempo, después de saber por mensajeros camineros que venían de ese lado de Río de Piedras, y que eran gente de mi confianza, los cuales me informaban que no

había llegado. Cristina no regresó en esa Semana Santa. Desde entonces, mi tiempo libre lo pasaba en Ocumare del Tuy. No volví más por esos días a Río de Piedras.

En una tarde del mes de mayo, cuando el sol ya se ocultaba tras lejanas cumbres y la tarde en su arrebol purpureaba mechones de nubes esparcidas en los cerros de San Manuel, La Encantada y Los Cajones, cuando ya el campo florido recibía el último reflejo del disco iluminador, cuando las flores en conjunto languidecían con los primeros embates de la misteriosa noche, en el azul cambiante del cielo ocumareño, aparecía la luna como una paloma blanca en aquel espacio abierto y glorificado en toda su extensión. En medio de ese cromático ambiente del mes de mayo, iba yo para un velorio que se realizaba en la santa cruz de la Sabana de La Cruz de Ocumare del Tuy. Después de darle un saludo de poeta a la cruz de mayo, y de cantarle varias décimas, me encontraba entre tragos y halagos de gente conocida, no teniendo en ese momento ni la menor idea de Río de Piedras, y por la casualidad que es hermana de la tentación, me encontré con el maestro de Río de Piedras, Juan Ramón Oropeza. Después de dialogar un poco de nuestro trabajo didáctico, pasamos a otro tema, y fue cuando me informó que Cristina había venido, que le había hablado, y ella le comentó que lamentaba mucho que me hubiesen cambiado para otra escuela. En esa conferencia, me dijo una serie de cosas que yo creí a medias, por no estar seguro de su veracidad. Yo había hecho una poesía antes de venirme, como en forma de despedida, por cierto muy carente de rima y de métrica por no tener yo para esa época la cuadratura correcta en algo tan bello como la poesía, y que vive en mi estro con mi mayor estímulo:

Hoy me separa el destinoen brazos del sufrimiento.Ya mi mal no tiene alientoSi no es coger el camino.

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Así dejaba el tiempo para ver y oír los rumores en el campo del amor. El temperamento del hombre es malo por naturaleza, y los temperamentos en general son de reacciones distintas. Una cosa nos asusta, nos da pánico, y otra nos halaga, otra nos entristecen. Las cosas las vemos a nuestra manera, no como en realidad son. Los acontecimientos, por esa desigualdad de criterios, se ven de distintas formas. Así es la vida, una eterna contrariedad. Primero estuve con una gran preocupación, pero sí muy pendiente de su llegada. Ahora que sabía de muy buena fuente que sí estaba en su casa, sentía como una indecisión controversiva entre ir o no ir. Eso pasa en ciertas y determinadas personas que carecen de estabilidad y convicción. A veces tanto afán por algo en la vida desvanece las ideas en la mente, pero yo tenía que ir. Así pasaron no sé cuantos días que me parecieron años, sin saber de la mujer amada del cristal de Río de Piedras. El velorio de cruz celebrado en Ocumare había sido el tres de mayo, día de santa cruz. Ese próximo sábado, de fecha 10 de mayo, lo pasé en mi casa en el caserío El Manguito, con la idea de ir esa semana próxima a Río de Piedras.

Así como la cobardía de vivir quita hasta la vergüenza, y engendra el sentimiento y el sufrir, también la insistencia en el amor cuando es difícil e imposible engendra el dolor y la desesperanza. Aunque las cosas se vean fáciles, es un esfuerzo grande buscar el olvido cuando se ha querido con honda pasión. Ya lo dije antes, el hombre es malo por temperamento, y mal pensado referente a la mujer, porque hay cosas que parecen y no son, y otras que son y no parecen. Las mujeres nacieron para el amor y el placer, esa es su cruz, su meta, fuera de eso no tienen fronteras. Es la flor diseminadora del paraíso, es la hembra del varón, es un ser humano de amor y de cariño, es amante del buen trato y de las frases bonitas, y con iguales sentimientos a toda criatura humana. Entonces por qué reprocharla y censurarla con violencia por cualquier desliz en su vida. Y lo más insólito es que nosotros los seres humanos, nos empeñamos en hacer sufrir y hacerle daño a las personas que en realidad nos quieren. Esa es una de las ironías de la vida. Por mi mente habían pasado imaginariamente muchas cosas y dudas al respecto: ¿Por qué se había ido? ¿Por qué no me había

(1)Adiós, Río de Piedras, adiós.Me mataron tus recuerdos.

En mi corazón encierrolo que mi mente soñó.El que de ti se ausentó,

jamás te echará en olvido.En un llanto enternecidorecordaré tus praderas.

Aunque irme no quisiera,hoy me separa el destino.

(2)Te dice adiós el que ayer

recibiste con ternuray formó en tu tierra dura

la moral que has de tener.Debes de reconocer

que en ti fui un sueño o un cuentoy con el correr del tiempo

verás lo que significó.Hoy me marcho sin delitoen brazos del sufrimiento.

(3)Adiós, rincón mirandino

donde dejé mi esperanza.Hoy el tiempo me arrebataponiéndome en el camino.Tu nombre se va conmigo,no lo dejo ni un momento.

Lloro en silencio y por dentrollevo un dolor implacable.

Así trate de calmarmeYa mi mal no tiene aliento.

(4)Adiós, amigos de farra,

compañeros de esta tierra.Yo les diré “hasta que vuelva”

si mi pensar no me falla.Cuando me aleje mañanaLloraré como un chiquillo,

me cobijará el martiriocon el recuerdo de ayer.

¡Ya! No hay nada que hacerSi no es coger el camino.

Parece ser que alguien de Río de Piedras que se había aprendido esta poesía, se la recitó a Cristina, y ella, después de oírla con detenimiento dijo: “pobrecito, hallara yo con quién mandarlo a llamar”. No fue encomendando a Juan Ramón, que me lo dijera, pero más o menos insinuándoselo. Tampoco él vino directamente a traerme el mensaje, únicamente fue un comentario de lo sucedido. En mi análisis mental, me dije: “lo de esa mujer ¿será piedad, curiosidad o será amor verdadero?”. Puse el pensamiento en la combinación de las ideas, y en mi mente interior ese amor se levantó como el astro encantador en horas de la mañana. De todas maneras no me adelanté a los acontecimientos y esperé la veracidad de un llamado formal.

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escrito? ¿Qué haría en todo ese tiempo en Caracas? Siempre lo malo en la imaginación. En esos días pensaba viajar a Río de Piedras, pero esa misma semana llegó una muchacha que vivía en Caracas de nombre Ana Borges. Venía por temporadas y llegaba a casa de un familiar que tenía en El Manguito. Éramos buenos amigos. Al llegar, me buscaba, salíamos de pesca, de paseos, a veces me acompañaba a la escuela. Tenía una obsesión por las prendas, usaba una cadena con un medallón de oro puro, una sortija con una especial donosura para usarla, con una gran piedra de esmeralda en ambas manos, un reloj cromado, pendían de sus orejas un par de zarcillos de oro que emitían un leve sonido al menear la cabeza. Estos atavíos admiraban a la gente campesina, ya que casi nadie los usaba. Ana era de baja estatura, de ojos parpadeantes, bajo su vestidura se dibujaban las líneas enunciativas de la perfección de un cuerpo juvenil bien delineado y perfecto. Los senos semejaban dos rosas de montaña en botón, y los labios carnosos y sensuales. Toda una flor en la pradera del amor. Entre nosotros nada pasó de ser un simple romance. No sé como Ana obtuvo información de que yo tenía un viaje para Río de Piedras, empeñándose en que ella se iba conmigo, que le preparara un caballo, porque quería conocer ese lugar. Eso se convirtió en una insistencia tenaz. Barajándole el asunto, me vine a Ocumare, y al regreso le informé que motivado a que debía llenar unas planillas del Ministerio de Educación, había aplazado el viaje a Río de Piedras, que sí la llevaría pero en otra oportunidad. El 24 de mayo, día sábado, a las 4 de la mañana, salí hacia Río de Piedras en mi caballo. Una luna ya en los últimos días en su fase de cuarto menguante iluminaba los cielos de ese campo acogedor, alumbrándoles el camino a varios arrieros que venían hacia Quiripital y Ocumare del Tuy. Con el brillo mugiente del lucero del alba, empecé a bajar lentamente desde el alto Río de Piedras hacia el vecindario. Llegué directamente a casa de la familia Barrios: Delfín Lugo y doña María Barrios. Amarré mi caballo de una mata en el patio de la casa y después de tomar el aromático café, me puse a ayudar a Antonia a moler el maíz para hacer las arepas en el budare ya caliente. La casa de Cristina estaba en lo alto

del caserío, desde donde se divisaba parte del mismo, lo que llamaban El Plan, y las casas del otro lado del río. Las de Juan Infante y Máxima Gómez, Bernardo Romero y la de Delfín Lugo. Mi caballo permanecía amarrado en el patio de esta casa, mientras yo descansaba en una hamaca. En línea recta, desde la casa de Cristina, se veía a donde mi caballo estaba amarrado. Conociendo Cristina, ese caballo, por su color casi blanco, inmediatamente lo reconocería. Ya sabía, por supuesto, que yo estaba en Río de Piedras. Cuando se han vivido momentos tan hermosos en un lugar como Río de Piedras, es muy difícil que en el regreso la sensibilidad no conmueva el más mínimo recuerdo.

REENCUENTRO

Que bella mañana la del 24 de mayo de 1959 en que amanecí en Río de Piedras. A la distancia, un horizonte de montañas vírgenes, el Cerro Azul y Las Marías, en aquella hora matinal cuando reciben como una bendición de la naturaleza la caricia del sol. Cuando de sus cristalinas aguas, con la brisa bullanguera comienza a levantar la neblina hacia la cumbre del picacho más alto del Cerro Azul. En el cerro de Piedras Blancas, desde el fondo del miraje del caserío, se ve como desde una atalaya, guardián eterno desde no se sabe cuándo, de Río de Piedras. A la distancia se ven proyecciones como imágenes de santos en la cúpula del picacho pétreo. De las sinuosidades del río, por la accidentada topografía del terreno alto, y bajo la montaña, muestra un paisaje quebradizo por las curvaturas de las serranías que a la vista es difícil precisar la distancia de una loma a la otra. Las aves cantoras de la montaña dejaban oír sus melodiosos cantos que se oyen en el susurrar del viento, como un eco lejano y conventual que sale de la espesura de la montaña. Quien no haya visto algo bello de la naturaleza en el campo, no ha visto un amanecer en Río de Piedras. Indeciso como un viajero que avanza por un sendero del ayer en busca de algo que dejó a la deriva del tiempo, empecé a subir como por el camino de la ensoñación

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hacia la casa de Cristina. Pero tal vez el sueño más grande, por sobre todas las cosas, era verla. Mentalmente me preguntaba “¿Cómo me recibirá? ¿Qué pensaría después que vino?”. Deteniéndome en ciertas distancias, en el trayecto de la vereda, me hundía en mis pensamientos como el hombre de las cavernas, triste y solitario. En la reposición del camino, me dije “¿qué es tanta incertidumbre? La indecisión más grande es la del pesimismo”. Se despejó el pensamiento y avancé cuesta arriba hasta llegar a la casa, donde no sabía si era esperado, al menos sí recibido. Fui atendido por la señora Paulina y sus demás hijos, con su demostración habitual de aprecio y cariño. Sin formular pregunta, fui informado de que Cristina no estaba, pero que venía enseguida. En pocos minutos hizo su aparición, saludándome cordialmente. La sensación emotiva la hacía retener la turbación prisionera en su pecho ansioso de delatar todo lo que sentía en su alma de mujer enamorada. Después de pasar el torbellino removedor de las pasiones en los seres que se aman, y el destino los reencuentra después de una larga ausencia, con voz temblorosa y una agitación corporal, me dijo: “te he esperado toda la mañana y ahora es que llegas. A caso crees que no sé que llegaste en la madrugada, pero primero a casa de Antonia Barrios. Parece que ya no te intereso. Desde que llegué de Caracas te he mandado no sé cuantas encomiendas. No quise escribirte porque me gustan las cosas personales. Esperaste que yo me fuera para pedir el cambio para la escuela de Los Cantones. ¡Yo sé porqué lo hiciste! Parece que no tienes confianza en mí. Verdaderamente me fui, pero estoy aquí de nuevo esperándote como siempre”. Después de oír de labios de la mujer amada toda esa perorata no acorde con lo que yo esperaba, porque consideré que no era esa la forma de un reencuentro amoroso después de una prolongada ausencia, entre dos seres que en realidad se aman, me extrañó esa forma porque no era su modalidad. En mi deducción lógica, me dije: “ella no tiene una adecuada forma lógica para reclamar o decir las cosas”. Por eso, en todo momento, guardé silencio, contuve el dominio absoluto de mí mismo y le expliqué punto por punto todo lo de aquel improvisado reclamo, según ella, por mi “desprendimiento”. Todo ser humano, más la mujer, aunque

admita que no tiene la razón, busca tenerla y llevar siempre la delantera. Moderadamente y sin mostrar disgusto alguno, le expliqué que las cosas no era así: “primero, no he pedido cambio. Fue por disposición del director de educación del distrito Lander que fui transferido a la escuela de Los Cantones. Segundo, no he recibido ninguna encomienda. Llegué en horas tempranas de la mañana y me pareció ilógico molestarte tan temprano. Eso fue todo. Pero ten en cuenta una cosa. Yo vine a verte. En cambio, yo no supe ni cuando te fuiste y después de un año vine a verte, y sin mandarme a llamar, vine a verte. Al saber que habías regresado, vine a verte sin saber si me recibirías. Vine a verte aquí sentado en tu casa. Vine a ver si eres la misma que se fue y si vino como se fue, y si todavía me quiere como me lo dijo cuando se fue. Por todo eso vine a verte”.

Terminada la necia polémica que siempre se suscita entre enamorados, surgió otra explicación moderada y sonrojante con motivo del viaje a Caracas. Después de un breve silencio de ambas partes, empezó, se diría más triste que emocionada, una narración que poco me interesaba, porque de todas formas se había ido y había venido, y yo estaba ahí. Las cosas cuando se les da tanta importancia después que pasan, es más grande el lamento, y mejor es acatar lo que ya pasó. Por eso oí todo en silencio: “yo tenía tiempo con esa intensión volver a Caracas a trabajar, pero sinceramente no hallaba la forma de decírtelo. Así fue pasando el tiempo hasta que llegó el momento de irme y no tuve el suficiente valor para decírtelo, y preferí sufrir aquel silencio cruel y desgarrador. Eso no lo sabes tú. Me fui por necesidad, por no tener nada, y sería lo último que yo hiciera pedirte algo a ti. Me fui derrotada en mi amor, derrotada en mis sentimientos. Eso no lo sabes tú. No sabes cuánto lloré en Caracas por dejarte aquí, rogándole a mi Dios que me esperaras. Eso no lo sabes tú. Pendiente de que fueras a casarte con Berta, tu mujer, o con una de esas tantas novias que tienes y dejarme a mi sola para siempre. Eso no lo sabes tú. Cuando regresé y ya no estabas en Río de Piedras, sufrí el agudo dolor de la ausencia del hombre que uno quiere. Eso no lo sabes tú. Todo esto es porque estoy segura que te has imaginado qué se yo cuántas cosas que no son. Llegó la hora de decirte algo así

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como atrevido, una confidencia vergonzosa ante la humanidad, pero no me importa lo que pueda decir la humanidad, porque ante los ojos de Dios no tengo nada por qué avergonzarme. Querer a un hombre con amor puro, eso no da vergüenza, eso no es un crimen, ni un delito, ni seré la primera mujer en irse con un hombre, eso jamás ni nunca ha sido ninguna falta. Falta es la traición, ser deshonesta, la infidelidad, y esas cualidades no anidan en este cuerpo pecador. Soy una mujer mayor de edad y conozco algunas cosas de la vida, pero soy ignorante en el amor y en el placer aunque lo sienta. Tú eres un hombre de grandes conocimientos, conoces del amor, el engaño y el desengaño. No creo que tengas esa maldad en tu mente, de hacerme daño sin tomar en cuenta lo tanto que te quiero, y tú lo sabes. No te lo había dicho, pero óyelo de mis propios labios, después de pensarlo bien, me dispuse a darte mi vida a cambio de nada porque no te daré motivos que te hagan arrepentir. Yo te conozco, yo he analizado tus procedimientos y actuaciones, y sé que eres bueno, sentimental y con un corazón noble. Por eso te he esperado tanto, pero aquí estoy dispuesta a dar el primer paso en la vida como mujer. No creas que yo tenía pensado unirme al primero que encontrara a mi paso porque me pintara pajaritos. No. Eso no. Porque tú sabes que el amor rompe la vida. Aunque aspiraba casarme algún día, el matrimonio me llegó y lo dejé pasar. Y tú sabes por qué. Eso no quiere decir que me voy a lanzar al mundo sin ni siquiera un compromiso y sin un hogar. Yo te considero un hombre honesto y responsable, tú sabes mejor que yo lo que es un hogar y sabes muy bien por qué te lo digo”.

El hombre es como el tigre y el león, siendo dos fieras bravías, siempre son dominados. Así es el hombre ante la mujer. Enseguida sentí la debilidad, que es el mismo amor. Sentada frente a mí, pensé en sus formas, en aquel cuerpo virginal que me embriagaba con su olor de mujer joven, perfumada como por un anticuerpo natural y defensivo. En aquellos senos que a través de la transparencia de su vestidura contemplaba; no con lascivia, si no con respeto y admiración. Conversamos bajo del mismo árbol de guácimo en donde hacía más de un año que aquella acogedora sombra nos sirvió

de techo cuando hablábamos del mismo tema del amor, eterno amor que conduce al placer y al dolor. Mucho antes de que ella se fuera a Caracas, cuando ya teníamos amores, fui a Río de Piedras de paseo en compañía de una comadre de nombre Teresa Martínez, Francisca su hermana y Berta Fernández, la maestra de El Manguito, de quien siempre me hablaba Cristina. Fuimos en una camioneta de Juan José Martínez, quien estaba enamorado de María, la hermana de Cristina. Ni por todas esas locuras mías, y sabiendo ella la afinidad pasional entre Berta y yo, y que aún estaba latente, esta mujer no desmayó en su propósito. Se lanzó a la conquista, trazó una meta y la alcanzó. Se lanzó hacia un horizonte sin fronteras ni esperanzas, con el riesgo de irse al vacío.

Eso me lo confesó mucho tiempo después. De mis reflexiones, saqué mis conclusiones, y claramente comprendí que las resoluciones y los riesgos más grandes son influenciados por el amor. Fuera del amor no hay aventura posible. Cristina me había hecho pensar en hacer una serie de cosas que jamás las había pensado en hacer ni las tenía en mi mente. Primero, no había pensado en ninguna unión, ni en matrimonio, menos en concubinato. No deseaba ni necesitaba eso. Yo tenía todo. Y segundo, que a pesar de mi preparación pedagógica, me hallaba inmaduro en la preparación de la vida para compromisos hogareños. Cuando llega el verdadero amor, se pierde hasta la noción del tiempo, y no hay fecha ni juramento que se cumpla en las cosas trazadas en la vida y el tiempo. Después de que pasó esta tormenta de explicaciones y semireclamos, la conversación tomó el camino del tema verdadero. Desde un paraje cercano, el aire voluptuoso nos acariciaba el rostro como una felicitación nupcial de dos seres amantes.

Al día siguiente, me llegué hasta su casa a despedirme. La encontré jacarandosa y bonita como una rosa de otoño. Vestía una falda negra con escote al hombro, con su par de hoyuelos en las mejillas a causa de su franca sonrisa a flor de labios. Sentados ya en la sala, su hermana Gregorita me trajo un delicioso café. La insistencia en la mujer enamorada, es una pena grande. Rápidamente y sin preámbulos me dijo: “recuerda

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muy bien lo que hablamos. Principalmente lo que te dije. Recuerda también que yo estoy aquí y te espero pronto”. Sin ningún halago ni ceremonia, fui claro y conciso: “déjame hacer mis análisis y pronto me tendrás aquí”. Las angustias del amor no se pueden ocultar, y en momentos de despedida mucho menos. Tenía momentos de poca alegría, tristeza en los ojos, los labios temblorosos. Se le notaba un sacudimiento agitado en su pecho, le temblaban los senos como dos perdices desbandadas en una grama cubierta de rocío. Viéndole la angustia le dije: “tranquila. Yo no te miento. Vengo pronto. Recuerda lo dicho por ti misma, que mis sentimientos eran nobles, y así es”.

A los tres días de estar en mi casa en El Manguito, en una noche de insomnio, salí al patio y contemplé la luna a medio cielo, con su lívido velo y su tenue luz palidescente que alumbra la orgullosa inmovilidad del paisaje nocturno en la tiniebla brumosa. En mis meditaciones, retumbó en mi memoria la imagen de lo vivido en la sombra del guácimo allá en Río de Piedras con claridad reminiscente, que me parecía oír su voz cuando me dijo: “cuanto he llorado, eso no lo sebes tú. Por qué me fui, eso no lo sabes tú”. Eso me repercutía en el oído como el recuerdo de una música de antaño muchas veces oída en un lugar preferido. ¿Cómo oponerse al huracán devastador del amor? Qué fatalidad tiene el ser humano en la vida con el amor. Aquel que lo da todo por el amor a cambio de nada y se atreve a morir por el amor, esa si es la verdadera palabra “Amor”. ¿Cómo sería la vida sin ilusiones de amor?

EL APASIONADO RAPTO

El tráfico automotor se había hecho extensivo, reemplazando así casi en su totalidad los arreos de recuas que trasportaban la cosecha de esos campos hasta los pueblos, y que fue el primer trasporte de carga en Venezuela. A Río de Piedras llegaban pequeños camiones a recoger la producción agrícola. Había transporte de pasajeros hasta Quiripital y Ocumare del Tuy. Transitaban los carros de la compañía C.V.P. desde Ocumare, Quiripital, Río de Piedras, Altagracia de Orituco, para el

mantenimiento del gasoducto desde Anaco a Caracas. Como Jesús en el Monte de Los Olivos, me había retirado a pensar en el bosque del amor. Estaba yo a punto de entrar en la esclavitud del amor que es el matrimonio y el hogar. El amor es impulsivo, el amor es instinto doloroso y atracción hacia el abismo, y al castigo inoculado por el pecado. Me sentía retado por ese amor casi extraño en mí, porque hasta los momentos me había reído del amor. Valiéndome del trasporte colectivo, iba consecutivamente a Río de Piedras. No le había dado a Cristina una respuesta convincente, tal como ella esperaba. Lo que sí era cierto era que me había enamorado de esta mujer. Una mañana del mes de junio, bajo un cielo azul llamativo, a la vera de aquellos caminos coronados de flores silvestres y purificados por los albores del sol naciente, viajamos en un carro rústico con Lázaro Madera, el propietario del vehículo, Juan José Martínez, y yo, hacia Río de Piedras. Llegamos directamente a la casa de Cristina. Mandamos a preparar una carne que había comprado Lázaro. Dicha carne, por más que la cocieron no se ablandó. Servida la comida, los pedazos que yo comí fueron tragados enteros. Juan José Martínez era un hacendado de esa región y se había enamorado de María, la Hermana de Cristina. Pasaba lo que siempre pasaba en estos casos. Como este señor era mi amigo, mi compañía era el pretexto para ir a visitar a María, por eso casi siempre llegábamos juntos a esa casa. Ese día, no hablamos de la planificación que ella tenía ni la que yo estaba hilvanando con una coordinación exacta. Hablamos muchas cosas del amor, porque no hay diálogo más bello que el diálogo apasionado del amor. Las palabras suenan como la música de un arpa mágica en el fondo de un lago encantado.

La embriaguez de esa ventura pasional llega hasta las neuronas cerebrales como una serenata de amor en una noche de plenilunio. Ese día no hubo reclamos ni reproches, sólo se oía como un mensaje de amor de un castillo misterioso, traído por el aura acariciante desde los cerros cercanos. El tiempo transcurrido fue de lo mejor. Fuimos al río y a algunos sitios de antiguos paseos. Sentados en el patio de la casa, contemplábamos el paisaje encantador. Ya en la tarde arrebólica color clavel, con nubes esparcidas como mechones

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grises, se llegaba la hora de despedirse en medio de un ambiente de lo más armonioso, hasta que llegó el momento crucial y melancólico para los enamorados: la despedida. Con un apretón de manos, y un beso en la mejilla, simuladamente le dije a Cristina: “espérame el sábado, Dios mediante”. Tierna como una camelia que después languidece, con el embate del sol mañanero, aquel rostro que turbaba mis sentidos lo vi palidecer, y con una sonrisa como de un niño inocente, me dijo: “adiós”, y un “te espero” de esperanza y amor.

(ESCOLIO… OBSERVACIÓN)

Permítame, amigo lector, la inclusión en esta novela de una pequeña narración que pertenece a otro drama, pero de una u otra forma está relacionada con mi vida y las andanzas de la misma y directamente con el desarrollo de Un cristal del Río de Piedras; después del debate interno con mi yo personal, por mi inexperiencia en obligaciones hogareñas, porque saber del amor no es saber de la vida, mucho menos lo que es un hogar. La primera aventura de amor más seria y bella de mi juventud, que despertó en los albores de mi vida, la más linda aureola de amor, un amor inocente y puro, fue con mi maestra Berta. Lo puedo decir así, una aventura, porque jamás esa unión fue un hogar constituido, por mi inmadurez, mis locuras y arrebatos de juventud. No estaba capacitado para precisar correlativamente el grado de valoración que merecía una mujer de la talla de Berta Olimpia Fernández, a quien aprecio mucho todavía. Eso pasa cuando se llega demasiado temprano al amor, que es cuando se vive únicamente un mundo de ilusión y no se le da a las cosas el valor que merecen. Tampoco se cumple con el hogar, mucho menos con el deber de padre. Aprovecho la oportunidad remisiblemente, con toda la sinceridad que me caracteriza, que si mis hijos con Berta, Yoel y Zorely, y ella misma, tienen un sentimiento rencoroso conmigo, yo les doy la razón y lo reconozco, porque en la universidad de la vida aprendí que los hijos son la razón de vivir, son la protección, son el árbol de la vida, y son la base principal de la unión de la

familia, aunque tengamos que sufrir y llorar por ellos.

EL APASIONADO RAPTO (continuación)

Prosiguiendo el hilo dramático de Un cristal del Río de Piedras, ese sábado siguiente llegué a Río de Piedras, ya firme en mi convicción y seguro de mis actuaciones, me pareció poco prudente volver a hablar con su padre, ya que tenía pensado cometer una locura más en mi vida, producto siempre del amor: el rapto amoroso. Unido a esa admiración cariñosa y pasional que sentía por aquella alma inocente y pura que no merecía otra cosa que cariño, protección y amor. Decidí comunicarle todo a Cristina, porque la sinceridad en el amor es la base del entendimiento y el respeto en el hogar.

En ese ir y venir de pensamientos confusos y encontrados, la mujer amada se alzaba en mi imaginación como el Bautista ante Salomé en los pasillos de su solitaria alcoba. La intensidad de mis sensaciones las fui graduando dentro de mí como la delicadeza de un joyero ante el empate de una prenda frágil y fina. Cuando se está enamorado, las decisiones son premeditadas, pero en este caso era distinto. Yo había analizado muy bien el paso a dar, y aunque me hallaba inmaduro y no preparado para el asunto, había resuelto que, por sobre todas las adversidades, me uniría a esa mujer. Sin más preámbulo, ese día le expliqué todo a Cristina, quedando clara mi decisión. Pausada e inteligentemente le expliqué punto por punto todo lo que ella quizás esperaba. Durante mi explicación, esta mujer se mantuvo serena y en silencio. En su rostro se mostraba su firmeza y convicción al respecto. Oyó todo como la samaritana cuando, llena de amor por Jesús, oía aquel relato de su vida pasada que le reveló el apóstol en el pozo de Jacob. Temeroso por ese silencio de una nueva resolución, y sabiendo que la mente del ser humano, más en la mujer, es frágil y cambiante, pensé lo contrario de lo que me había asegurado con anterioridad, de que sólo la muerte la apartaría de mi.

En ese debate interno entre la duda y el amor, yo me dije:

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“así como el odio es un cierto modo de amar, y todo aquel que calla otorga, y un no en la mujer es otro modo de decir que sí, ratifiqué la veracidad y las ansias de ambos, y como punto final de todos esos pormenores, explicación, contrariedad, y silencio, le dije: “desconociendo y conociendo a la vez tu resolución y la mía, el 25 de junio, o sea, el lunes por la tarde, te vengo a buscar”. La abstracción de los pensamientos grandes y las cosas serias y de importancia conmueven al ser humano. Al oír esta frase, “te vengo a buscar”, se sobresaltó y brotaron de aquellos ojos, acostumbrados a verme con dulzura y complacencia, dos diminutas lágrimas que en mi dilucidación deduje que serían más de sentimiento que de emoción. La transfiguración de aquel rostro lánguido como una rosa en marchitez, tan querida y adorada por lo más puro de mi querencia, me conmovió y me acerqué a ella como el que acude ante el peligro más inminente del ser querido. “¿Qué te pasa?”. “Quédate tranquilo que no tengo nada”. Después de un breve silencio, el cual rompió ella en forma de interrogación, me preguntó: “¿me vienes a buscar el lunes? Si eso es así, supongo que hablaste con mi papá, si no lo has hecho ni lo vas a hacer, al menos déjame hablar con ellos. Parece ser que no has tomado en cuenta ni has tenido en mente los cinco años que llevamos de amores, o mejor dicho que llevo yo enamorada de ti desde el día de la vacunación, que no he podido sacarte de mi ser, ni he pensado ni pensaré en otro hombre que no seas tú, lo creas o no lo creas, eso es así, sabiendo yo demasiado que yo sola no te trasnocho. Tú has tenido y tienes tus aventuras, pero no puedes decir lo mismo de mí, porque muy a pesar de los contratiempos, viajes, ausencias y de rabietas que me has hecho pasar, yo estoy aquí. Ahora me dices que vienes no sé cuando por mí, a buscarme, como si yo fuera una maleta que se dejó olvidada en un lugar distante. Reconsidéralo y veras cómo te suena, o como lo ves. Tras de ser incorrecto lo que vamos a hacer, vamos a tener la cobardía de huir como los más perversos fugitivos, como si fuera eso de quererse un gran delito. Vamos a hacer aunque sea una cuarta parte buena, que sea algo convencional, al menos con mi familia, aunque no sea con los tuyos”.

Reconociendo el valor y la resolución de esta mujer, que

son pocas las de esta condición, y que no nacen ahora con ese temple de enfrentarse a sus padres en una situación como esta, comprometedora, riesgosa y contraprincipios de las reglas sociales, por mi parte, no me atreví a volver a hablar con su papá, y para eso que teníamos planificado menos. Ese señor era amigo mío y me había tratado siempre bien. Ante la iniciativa clara y transparente de esta mujer, mi experiencia de gran sapiencia de la vida se quedó truncada ante la reflexión de Cristina, lo más grande en la lógica era que tenía mucha razón en todo. Después de oír silencioso, como Adán en el paraíso ante Dios después del pecado, le dije: “acato tu decisión y arregla tu problema con tus padres. Yo hablé con tu padre una vez, y no veo lógico hablarle ahora una cosa diferente. Lo que sí es cierto es que este próximo lunes 25 de junio te vengo a buscar”. Ese procedimiento pasional no estaba acorde con mi condición de educador, y por más discreto que había sido, ya todo se sabía en mi medio ambiente social y familiar. Hubo críticas y comentarios, según críticos y criticonas, había diferencias sociales, cosa que me fue indiferente. El hombre de genio inteligente no da importancia a habladurías baratas, porque la hipocresía es la gran coraza que une a la sociedad, donde pasa de todo y es tapado por el manto de la mentira y de la misma hipocresía. Hubo blasfemias de señoras ancianas y religiosas, amigas de mi madre, que le comentaron que esa no era mi pareja, que yo era de otra “estirpe”. Nada de eso truncó mis ideas, porque el amor es la ceguedad del alma. En mis momentos de meditación, me dije: “esas señoras beatas que aseguraban dentro de su religión cosas que no se ven nunca, que las enseñan y no se explican... El remedio para esas necedades de grandeza, distinción y discriminación, es el amor sincero, que nunca muere ni sabe de distinción”. Como la llegada de un gran acontecimiento conmovedor y apoteósico, esperaba ese día 25 de junio, día del primer compromiso de una relación seria de amor y un encuentro de responsabilidad con la vida por el amor, dentro de las cuatro estaciones del año, entre los meses de junio y julio, en pleno invierno en Venezuela, más en los estados centrales. Dispuesto a dar cumplimiento a lo prometido, salí de mi casa en un carro de doble tracción rumbo

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a Río de Piedras, pero me fue imposible llegar porque ese día parece ser que las nubes, con su carga de agua, se concentraron en esa zona para precipitarse en aquellos campos y dejar caer un torrencial aguacero que inundó todo el camino. Ríos y quebradas no dieron paso para nada ese día. Ante esta inusitada inundación, fue inevitable mi regreso. Las inclemencias del tiempo lo quisieron así. Siempre con mi convicción de que el que no porfía no vence, me dije: “al hacer verano la voy a buscar”. Con el anhelo latente en mi corazón, llegué a mi casa, después de dejar al ser querido a la espera de algo concretado y tan sagrado como es el compromiso apasionado de dos seres que se aman, con esa fuerza potencial del corazón. Ese vendaval se prolongó por tres días consecutivos lloviendo. La vía, que de por si era mala, con la lluvia mucho peor. Yo había proyectado para el próximo 5 de julio, como fiesta nacional, hacerles una piñata a mis alumnos, para celebrar la Firma del Acta de nuestra Independencia, con invitación extensiva a los representantes. Esto, por supuesto, alargó más el asunto en referencia. A consecuencia de estos acontecimientos y compromisos didácticos, lo acordado con Cristina se había prolongado. Conociendo su franqueza y lealtad, sabía que ella me esperaba el tiempo que fuera. Mas esa idea en mi mente se fortificaba mucho más con esa tardanza. Estaban próximos los exámenes finales del mes de julio y esperaba el telegrama de aviso para la fecha de una reunión que se efectuaría en próximamente en Ocumare del Tuy. Aproximadamente había transcurrido un mes desde que no iba a Río de Piedras. Ese mismo tiempo, ni la había visto, ni habíamos hablado del proyecto en cuestión. En ese lapso de tiempo, los amores de María con el hacendado Juan José Martínez se habían incrementado muy apasionadamente, y este hombre estaba interesado en esa muchacha, aunque yo sabía que esos amores eran unos amores de ilusión pasajera. Un sábado por la tarde, cuando en la lejanía del Cerro del Paraguas, al oeste de Ocumare, con el avance de la apacible noche, mueren los paisajes sin esfuerzo, las nubes en la quietud profunda del miraje se remontan hacia el cielo purpurino y las serranías de La Encantada y San Manuel, reciben el reflejo montesino

que lentamente va desapareciendo en la calma armónica de los campos. Después de contemplar detenidamente estas maravillas naturales a través del tiempo, me hallaba entre copas con unos amigos en una fuente de soda que estaba ubicada al lado del Teatro-Cine, frente a la Plaza Bolívar de Ocumare. Repentinamente, a este lugar se presentó mi amigo Juan José Martínez, y después de la respectiva presentación personal a mis amigos y de ofrecerles un brindis, el cual él rechazó de inmediato ordenando enseguida un servicio para la mesa por su cuenta, no me extrañaba aquella búsqueda de Martínez para conmigo, puesto que éramos amigos y somos todavía.

Sabía yo el porqué y para qué me buscaba. Deseoso de hablar con este hombre, me disculpé por un momento con mis amigos, fui hacia afuera con Martínez y me informó que yo era esperado de urgencia en Río de Piedras. De una forma indirecta, para mí directa, en tono afirmativo, me dijo: “usted sabe quién lo espera”. Viéndole el interés por aquel mensaje, me imaginé la lógica de todo esto. Este hombre y la hermana de Cristina estaban en algo más que amores. Después de mis cavilaciones, le pregunté en el instante que cuándo iba para Río de Piedras. Enfáticamente me dijo: “mañana mismo”. Mi respuesta fue rápida y concisa: “pase a buscarme por mi casa cuando se vaya”. “En horas de la tarde paso a buscarlo”.

El 11 de julio de 1959, el rapto amoroso se cumplió inexorablemente. Cristina huyó conmigo, y María Simplicia con Juan José Martínez. Cristina abandonó su hogar por mí. El hogar donde fue niña, adolescente y joven, para tener el primer encuentro con la vida como mujer, junto al hombre que ella había elegido, porque no hay unión mas verdadera que la elegida por decisión propia y por mandato del corazón. Bajo los cielos ornamentados, el árbol de la noche ofrecía su ramaje como adorno nupcial al pasar la novicia, la prometida por el destino para ser la compañera de mi vida, bajo el juramento y la bendición de la paz de los campos en la tranquilidad de la noche. La luna, como un ave mitológica con su tenue luz, reflejaba en su fuente una corona mística de una princesa egipcia que marchaba en compañía de su príncipe bajo la

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embriaguez ardiente de aquella pasión devoradora que la hacía sentir la turbación de los sentidos. En esta unión no hubo más culto que el culto del amor, no hubo más testigo que la apacible noche y un cielo tachonado de luceros, que desde la inmensidad alumbraba el camino para que estos testigos de la naturaleza estamparan su firma en el libro de la vida y del amor. Firma que fue clara y legible hasta la muerte. Sin más atadura que los diez dedos de una mano con la otra en forma de juramento de un amor eterno. Los únicos cantos nupciales fueron las melodías sinfónicas de la brisa acariciante, y el jolguear armonioso de los pájaros nocturnos, la bendición más pura del altísimo firmamento claro y transparente, como blondas luminosas de un encaje floral. Había yo acondicionado una casa en el caserío Barro Negro, a orillas de una fuente pura y cristalina en donde llevé a mi amada. Después de llegar a aquel humilde aposento, y de empezar a compartir el triunfo que según dice tener el hombre sobre la mujer al recibir el primer beso de la hembra dominadora, ese es el beso que embriaga y encadena, empezamos a compartir nuestras vidas entre los placeres bellos de la fuente del amor, tan dulce como la miel, ignorando la gran responsabilidad y momentos amargos y difíciles que nos guardaba la vida. En las afueras de aquella casa, la brisa matutina traía desde muy lejos sonidos extraños y suaves melodías como salidas de un campo misterioso, como de instrumentos de cordajes, melódicos y diáfanos. Ya en la intimidad del lecho, ella me veía en silencio con un remordimiento vergonzoso causado por la debilidad del amor, cosa muy natural en su estado virginal, y la inocencia en la mujer de pudor. En la contemplación del varón enamorado, solemnemente extasiaba mi vista, en las líneas perfectas de su cuerpo encantador, porque entre el deseo inconfesable y la estimulación, el primero enciende la llama impura del amor, y el segundo, la querencia y la protección. Desde aquel mismo instante de amor y pasión, empezó sobre la faz de la tierra y en el más hondo sentimiento humano, la sólida base de un honesto hogar que sólo terminó con la muerte.

María Simplicia, lamentablemente no corrió la misma suerte. Lo de esta muchacha no pasó de ser una aventura de

amor pasajera, porque Martínez no volvió por ella. Para mitigar aquella pena de amor y soledad, optó por irse para Caracas y así olvidarse de todo aquello en otros horizontes. María para ese entonces era una muchacha de 17 años de edad, de estatura regular, tenía un talle de curvaturas ancólicas, una hermosa cabellera larga y lisa como una madeja de ramos en pimpollo de rosas de montañas, de facciones finas de un perfil bien modelado, unos ojos pequeños y vivaces, ni pardos ni negros, más bien de color glauco como una mezcla de vikingo e indio. María bailaba muy bien, tenía una desenvoltura cadenciosa, llevando el compás al son rítmico en el movimiento de piernas, parejas y bien formadas de color melocotón. Así era, o es, mi cuñada María Simplicia Fernández.

Cuatro meses vivimos Cristina y yo en Barro Negro. Después nos trasladamos al caserío Los Cantones, en donde yo había arrendado un local anexo a la escuela. Ya instalados en Los Cantones, fuimos de paseo dos veces a Río de Piedras. Que bello y satisfactorio es regresar al lugar de los recuerdos, en donde se han vivido tantos momentos gratos e inolvidables. Pareciera estar de regreso a la patria después de una larga ausencia en tierras lejanas, porque es muy difícil olvidar la arquitectura, la geografía, y los distintos caminos y travesías que se ha andado desde la infancia, de niño hasta la edad madura. Por la parte de la familia de Cristina, principalmente sus padres, fuimos muy bien recibidos. Muchos mimos consentidos para con la hija ausente, que de una u otra forma transcendían hasta mí. Sus amistades le demostraban sus elogios de aprecio y cariño, y por igual conmigo todas mis amistades.

Río de Piedras había aumentado de población, y socioeconómicamente, la escuela funcionaba a la perfección, se estaban haciendo las gestiones con las autoridades competentes en el ramo para la fabricación de un dispensario rural, se hicieron las bases en donde se haría la capilla del caserío para vivificar la fe cristiana de toda aquella gente devota y religiosa de Río de Piedras. Esta población estaba agrupada la mayor parte en Río de Piedras, y la otra parte de los pobladores estaban espaciados en caseríos aledaños como: Cambural, La

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Lagunita, Los Rastrojos, La Yuca, El Altar, La Bocaina, y parte del caserío La Fila, entre los estados Guárico y Miranda. En el caserío El Altar, vivían: Gustavo Castro, Pedro José, Elisa de Castro, Juan Belisario, Las hermanas Báez, Juan Llovera y Manuel Soto. En el caserío La Yuca vivían: Encarnación Báez, Rafaela López, Los hermanos Rondón (cariñosamente los “Caregatos”), Inocente López, y otras familias. En Río de Piedras: Eduvigis Arias, Paulina Fernández, Juan Arias, Patricio Velásquez, Reyes García, Teresa de García, Carmen Durán, Santiago García, Tomaza Cámpelo, Mariana García, Bernardo Romero, Olimpio Martínez, Rómulo Romero, Agustín Castillo, Félix Castillo, Juan Castillo, Pedro Tovar, Cástulo Bolívar, Marcelino Hurtado, Venancio Alzuru, Felipe Alzuru, Tomás Alzuru, Belén Alzuru, Emilia de Alzuru, Próspero Flores, Eduvigis Rodríguez, Diego Álvarez, Rosa Zambrano, Ramón Zambrano, Benigno Pacheco, Leonardo Gonzales, María Castillo, Ramón Mijares, Rosa Tovar, Concepción Tovar, Rosendo López, José López, Víctor Silvera, Juan Infante, José Castillo, Petra Aular, Martín Rondón, José Aular, Justino Rondón, Juan Ramón Durán, Julio Rondón, Toribia de Rondón, Miguel Rondón, Lázaro Mirabal, Miguelina Pacheco, José del Carmen Barazarte (“Carmito”), Nina Gómez, Dionisio Flores, Remigio Flores, Lorenzo Flores, Lino Ascanio, Julia Ramírez, Modesto Ramírez, Ignacio Manaure, Rosa Manaure, Encarnación Manaure, Delfín Lugo, Tomaza Malavé, María Barrios, Máxima Gómez, Simón Gómez, Eulalio Gómez, Juan Barrios, Ricardo Barrios, Rosalio Barrios, Víctor Barrios, Manuel Reina, Juan Vera, y los que escapan de mi mente. Esta era una parte de los fundadores y habitantes de Río de Piedras. La población juvenil femenina, bellas como los atardeceres crepusculares de esos campos agrestes, y frescas como una mañana en pascua. Flores tan puras y candorosas, que con su lozanía adornaban aquel precioso vergel, tales como: Sara Rondón, Amparo Rondón, Matilde Rondón, María Alfonsa Malavé, Bartola Malavé, Baldomera Rodríguez, Silvina Rodríguez, Huga Rodríguez, Santiaga García, Antonia Barrios, Justina Barrios, Senovia Pacheco, Toribia Gómez, Alfonsa Hurtado, María Hurtado, Graciela Hurtado, Carmen Martínez, Estilita Reina, Matilde Reina, María Reina, Esencia Gómez, Las

hermanas Fernández, principales protagonistas de este libro: Cristina, María, Gregoria, y Celestina Barrios. Si se hubiese hecho un certamen de belleza en Río de Piedras para esa época, entre estas dos adolescentes, Gregorita y Celestina, la decisión hubiese sido bien reñida, porque eran muy bonitas las dos muchachas. Del caserío El Cambural, los habitantes eran: Santiago Morales, Pompeyo Morales, Guillermo Melo, Martín Mirabal, Encarnación Martínez, Fortunato y Miguel Rondón, Estilita de Mirabal. Del caserío La Lagunita: Rosenda Silvera, Juan Melo, Jacinto Melo, Ángel Mirabal, Bartolo Carrasquel, Francisca Melo (“Pancha”) y Félix Melo. Los habitantes del caserío Los Rastrojos, todos se reubicaron en Río de Piedras. Hoy sólo queda un recuerdo triste de un pasado alegre de un caserío que existió y hoy sólo queda, para los que lo conocieron, el nombre Río de Piedras. Donde ayer reinaba la alegría, hoy impera la soledad y el silencio, por el decreto del Parque Nacional Guatopo. ¡Qué bello y encantador era Río de Piedras!

DILECCIÓN INSEPARABLE

La decadencia en su totalidad de casi todos los caseríos de la parroquia La Democracia fue por causa de dicho decreto presidencial, el del Parque Nacional Guatopo. Por cierto, muy beneficioso para un grupo y la ruina para la mayoría del proletariado labrador de esos campos quitándole la única fuente de trabajo para el pan de su familia. Es necesario haber vivido o transitado por los distintos caminos de esos caseríos, desde Quiripital hasta Altagracia de Orituco, para verificar la alusión de elogio y admiración que hago en esta obra de toda esa zona. Cuando estos caseríos estaban habitados, los días sábados y domingos por la tarde era un ir y venir en el seno de esos caseríos, aparte de los transeúntes que venían por esa vía desde Altagracia de Orituco hacia los Valles del Tuy y Caracas. Una gran algarabía por veredas y caminos, que se confundían entre gritos y cantos de trabajo, a la vera del camino y en labranzas y sembradíos campesinos. En una que en otra pulpería de las que

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había en esos campos, en donde tenían un radio de baterías, se agrupaban los vecinos para oír las noticias y alguna música alegre de su predilección. La mayoría del campesinado no tenía aparato de radio. El campesino de los estados centrales es muy adicto al joropo mirandino y aragüeño, y a la música mexicana. Se había inaugurado recientemente, el 28 de diciembre, día de los santos inocentes de 1959, la emisora de Radio Valles del Tuy, en Ocumare, la cual era muy sintonizada en esos campos, por los avisos, noticias y comentarios locales. A principios del mes de marzo del año 1960, monté un programa en la nueva emisora de música mirandina, con el arpista Dionisio Bolívar. Este programa saldría al aire de 6 a 7 de la noche, de lunes a sábado, con el nombre “Así canta el Tuy”. Dicho programa sería animado alternativamente por los locutores José Martínez Leal, Alberto Portillo y Oswaldo Silva Juanipa. Había grabado yo unos discos en Caracas, particularmente con el arpista Julián Istúriz, y para tal efecto llevé una grabación de esas a la emisora para la promoción del programa por una semana, mientras hacíamos los ensayos.

Habían transcurrido ocho meses desde que compartía mi vida con aquella mujer maravillosa. No diría mi vida de recién casado, pero si de soltero comprometido. Tampoco diría con la mujer de mis ensueños, sino de mis desvelos y contratiempos, también con la mujer de mis análisis bien seleccionados y concretos cuando la premeditación permite hacer las cosas seguro de sí mismo y con sentido. En aquel recién formado hogar, en el caserío Los Cantones, bajo la embriaguez enloquecedora de toda nueva unión amorosa, cuando el alma de los amores palpita en ambos pechos acrecentando aquel cuadro pasional en el camino de una nueva vida de dos seres inocentes y sensuales. Juntos los dos y llenos de alegría y entusiasmo, como cuando se espera para oír o ver un gran acontecimiento, oíamos sonar la grabación en la voz mía, desde la nueva emisora de los Valles del Tuy. Aquello le causaba a ella una desbordante emoción, oír la voz del hombre amado desde tan lejos, teniéndolo tan cerca. El anuncio de ese programa que yo empezaría en breve, había causado sensación muy emotiva no solamente en esos campos

en donde me conocían, también en pueblos y caseríos lejanos. Hasta el más apartado rincón, donde llegaba para ese entonces la señal de esta emisora, llegó el eco de este programa. La estadía en la escuela de Los Cantones fue corta, porque en el año 1961 fui trasferido a la escuela del caserío Las Palomas, en Caicita, del Distrito Lander, Ocumare del Tuy.

Con la premura del tiempo, y en el término de la distancia, trasladé a Cristina a la casa de sus padres, que ya se habían venido de Río de Piedras para Ocumare por el desalojo del Parque Nacional Guatopo. En corto tiempo acondicioné mi casa, que a Dios gracias todavía poseo en la Sabana de La Cruz de la población ocumareña, donde compartimos por 25 años nuestra vidas, en medio de un ambiente feliz, como también momentos críticos y difíciles, pero con mucho entendimiento, cariño y honestidad.

Un 19 de abril de 1970, volvimos de paseo con nuestros hijos a Río de Piedras. Once años hacían de aquel rapto de amor tan bien correspondido. Las mismas veredas y caminos, ya perdidos en la maleza por donde tantas veces paseamos hablando de cosas que promete el amor, ese amor de juventud que nunca se olvida. Estuvimos en el sitio donde ella vivía, donde fue niña, adolescente y joven. Ni siquiera el escombro quedaba de lo que fue su casa. Todo se había borrado así como el tiempo borra todo. La misma piedra de lavandero estaba ahí, eterna y solitaria. Cristina se acercó a ella corriente abajo, y parecía decirle: “¿Cuándo vienes a lavar?”. Los susurros del viento traían como ecos lejanos, como palabras indescifrables de la gente ausente de aquellos tiempos idos. El artesanal pozo del Cristal del Río de Piedras, con sus árboles gigantes y sus encantadoras guirnaldas, y sus bellísimos helechos que reverdecen en su orilla y aromatizan aquel acogedor ambiente paradisíaco como el sándalo de la antigua Palestina. El pozo se había reducido por el allanado arenisco y por la fuerza de la corriente. Como desafiando el pasado, nos bañamos en él. Después de revivir aquellos inolvidables momentos de tiempos idos, entre tristeza y alegría, ya en la tarde precursora de la noche que avanza, regresamos al caserío El Manguito, en

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donde me esperaban mis padres, para el día siguiente regresar a Ocumare del Tuy.

A pesar de pequeños inconvenientes que son comunes y corrientes en todo hogar, los años de nuestra unión fueron de un buen entendimiento. Desde el año ‘82 en adelante, se interpuso entre nosotros algo irremediable: el quebrantamiento de la salud. Habiendo en el tiempo y su transcurrir, por consiguiente, madurez personal, principalmente por los hijos que son la base fundamental de la familia en el hogar y en la sociedad, esta mujer había resultado ser la esposa cariñosa, cuidadosa y esmerada con sus hijos, la perfecta ama de casa, en todos los términos, cualidad con la que se nace. Del jardín de mis amores nacieron nueve capullos que fueron mi mayor alegría y hoy son la razón de mi existir, y creo en ese apoyo moral y espiritual que me dan mis hijos: Ramiro, Fe, Zoraida, Dalila, Roldán, Josefa, Zaray, Cristina y Mística, por ellos es que todavía conservo la fuerza de vivir. El ejemplo que nació en aquel lugar pobre y sin pomposidades, pero con amor y honestidad, todavía perdura, porque el hijo hereda de sus padres lo que los padres son.

LA FATALIDAD

La ley natural de la vida es nacer y morir, pero según un gran filósofo de la antigüedad, la muerte es el tormento de la humanidad, llevándose todo lo bueno adelante o primero. Ahora entramos en la ironía y la contrariedad de la vida. La vida sin la muerte no tendría ningún sentido, porque nacer es morir. La muerte es el regreso de donde vinimos, “de la nada”, es el descanso feliz de los que sufren. Nada de esto que menciono aquí la mayoría de los seres humanos lo compartimos, y a veces hasta decimos que es una injusticia la muerte, sabiendo que hasta el hijo de Dios murió por dar el ejemplo. Conociendo yo la afinidad entre la vida y la muerte, también caí en la dolorosa sensibilidad sentimental de todo ser humano al perder un ser querido. Después de una larga y penosa afección renal que duró desde el año ‘82 hasta el año ‘84. Un año repasando

recetas médicas, y un año en tratamiento en uno de los mejores centros de salud de este país, como lo es el Clínico Universitario de Caracas. El día de la intervención quirúrgica, los médicos encargados de la operación, después de abrirla, de inmediato la cerraron, diagnosticando que el mal ya se había pasado. Qué consuelo de aflicción tan grande recibí en ese momento. Seis meses duró ese Vía Crucis para mí, viendo ese ser tan querido como se le iba la vida por la corriente del tiempo. En ese trajín de intranquilidad y desespero, agoté hasta el último recurso diligente para la salvación de mi mujer, acudiendo a todo centro de curación espiritual, para ver si con la rogativa de la oración la curaba. En donde se decía que había un médico especializado en el ramo de la medicina que fuese, hasta allí fui, pero mis esfuerzos fueron vanos, y pudo más la fatalidad. En sus últimos momentos agónicos, yo me acercaba a su lecho y contemplaba aquel cuerpo que ya no era un cuerpo, sino lo que quedaba de un cuerpo, y ella con un gran esfuerzo único y propio, dejaba caer sus manos temblorosas y aquellos dedos torpes y huesudos que tantas veces acariciaron mi rostro, ahora sentía apenas una suave caricia sin tino alguno, sobre mis cabellos en desorden, y tener que aguantar aquello con el dolor más grande de mi alma. Tres días duró su estado comatoso. El día 26 de septiembre de 1984, a las once de la noche, rodeada de sus hijos y demás familiares, se apagó la luz que por 25 años resplandeció mi corazón. Voló hacia las praderas de la eternidad aquella alma caritativa y buena, mi fiel compañera de la juventud, la madre de mis hijos, la que dejó estampados en las alas de mi corazón el sello imborrable de su amor sano y puro que perdurará hasta el fin de mis días. Lo más sublime y profundo para mí y que me estremece el más hondo sentimiento, es saber que los ojos de la mujer que dramatiza las líneas de este libro no se posarán en él, porque la muerte atropelladora se encargó de arrebatármela. A los diez años después de la muerte de Cristina, volví a Río de Piedras y me rodearon tantos recuerdos como si el tiempo no hubiese pasado. Me parecía verla en aquellos parajes, santa y purificada, como venida del Olimpo. Los recuerdos bonitos, endulzan la paz del alma, y cuando la semejanza sale del pensamiento, y caemos en la realidad de las cosas, vemos

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que no es vivencia, sino imaginación, y es cuando la tristeza profunda y vil nos envuelve el corazón con la sombra de la melancolía, la hipocondría y el dolor, que es la esencia extraída por el amor de lo más profundo de nuestro ser.

MEJOR FUERA NO RECORDAR

Si por circunstancias de la vida yo me hubiese unido a otra mujer, seguro que mis últimos días de vida los hubiese pasado solo. Hoy comprendo y reconozco que yo era un joven difícil e inaguantable por mis locuras y travesuras de juventud. Aunque no eran travesuras vergonzosas ni deshonestas para la familia, pero eran tremenduras propias de ese comportamiento fogoso de la primera edad. Aunque fui y soy un hombre de rutina y equilibrio, yo asumo mis errores, y de no haberme encontrado con Cristina, todavía estuviera solo. Reconozco también su tolerancia, comprensión, honestidad y su forma de querer tan firme y pura. Esa mujer se amoldó tanto a mí, que mis costumbres, mis ideas, mis caprichos, mis procedimientos, y hasta mi forma de pensar, los analizó tanto que tenía el conocimiento perfecto y coordinado de todas mis cualidades para hacerme sentir bien. ¡Salve, Cristina! ¡Dios bendiga tu grandeza!

Cuando empecé ese examen reflexivo de la conciencia y el pensamiento, que es cuando el hombre honesto y de buenos principios empieza su retroactividad, sobre todas sus andanzas por los caminos de la vida, y ya cambiado totalmente, habíamos empezado una nueva vida en completa armonía, normalidad, y entendimiento, con amor y respeto, y fue cuando llegó la fatalidad, y todo terminó.

EPÍLOGO

En la narración de esta novela, sin salirme del hilo dramático de su contenido, me tomé la difícil tarea de la reconstrucción, mental y escrita del caserío Río de Piedras, en tiempos retrospectivos. Porque fue en ese caserío donde nació esta novela. Este caserío existió con todos sus pormenores narrados aquí. Hoy sólo quedan señales de que hubo vida, como en las ruinas de Palmira, la ciudad perdida en la maleza del tiempo, en donde todavía se ven trozos de columnas de alabastro de algún palacio que ayer fue poderoso. El sitio está sobre esa tierra promisora que albergó a tanta gente, en los caseríos de La Bocaina, El Altar, La Yuca, y Río de Piedras, que es el centro donde se desarrolla este impreso. Es difícil el hilvanamiento de los aconteceres y vivencias cuando se desmorona una agrupación vecinal, y que ya no quedan sobrevivientes que informen una detallada documentación. Se necesita que el escritor tenga claro conocimiento histórico, geográfico y social del lugar en cuestión. Los pocos habitantes que todavía viven, y que fueron vecinos de Río de Piedras, y los hijos de estos, y los hijos de los que murieron, al leer esta novela, ratificarán todo lo mencionado en los pliegues de este libro en mención de Río de Piedras, por su ubicación geográfica, por su latitud climatológica, ambiental y excepcional, y atravesado por un caudaloso río de lo más cristalino. Por esa serie de cosas tan agradables y bellas de la naturaleza, en los campos de La Democracia, como Río de Piedras no hay dos. Río de Piedras pertenecía a La Democracia de Ocumare del Tuy, Municipio Tomás Lander. Está ubicado en la parte sur del Estado Miranda, y al lado de La Democracia. Su situación geográfica es: por el norte, las montañas de Cerro Azul y Las Marías; por el sur, la Fila Maestra o Cordillera del Interior; por el este, el caserío de La Bocaina y el Estado Guárico; y por el oeste, el camino que conduce a Quiripital. Así terminó ese caserío de Río de Piedras. Terminó también la historia de un amor que nació allí y que se convirtió en casi toda la historia de mi vida, con la mujer que amé, y a pesar de su ausencia en la eternidad, la amo todavía, la que seleccioné para madre de mis hijos, y que

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en un día cualquiera, por casualidad de la vida, la conocí en ese rincón campestre y paradisíaco del sur mirandino.

Nota: En años anteriores existían centros educativos únicamente en los pueblos y se cursaba hasta el sexto grado de educación primaria. El bachillerato se estudiaba en la ciudad capital. Fue desde el año ‘39-’40 en adelante que el Ministerio de Educación empezó a fundar liceos en los pueblos más importantes del Estado Miranda. Fue en los últimos años del mandato del presidente Isaías Medina Angarita que empezaron a funcionar las escuelas rurales en los campos aledaños y más cercanos a los pueblos del Estado Miranda. Después del año 1948 en adelante, se empezaron a fundar otras escuelas unitarias en los campos más lejanos, en aulas improvisadas, con asientos de sillas de cuero y cajones que sirvieron de pupitres, con enseñanza hasta el tercer grado. Mucho antes de iniciarme como preceptor de educación en la escuela de Río de Piedras, esta escuela funcionó por primera vez en el caserío La Bocaina, mucho más allá de Río de Piedras, bajo la dirección de una maestra de nombre Olga Díaz, cariñosamente “la Musiúa”. Esta maestra fue reemplazada por un maestro de nombre Antonio Ulloa. Estando esta escuela bajo la dirección de este maestro, es trasladada al caserío Río de Piedras, y es cuando, en el año 1957, me encargo yo de la dirección de esta escuela, en donde pase los días más felices de mi vida, en aquel Edén placentero dotado por la gracia divina, de lo más bello y encantador que puede haber sobre el planeta tierra. A este caserío le pasó o corrió la misma suerte del paraíso terrenal que formó Dios en Palestina en medio de 2 ríos, el Tigris y el Éufrates. Hoy sólo quedan ruinas de lo que antes fue el más bello jardín del mundo y pareciera oírse la voz de Eva llamando a Adán a sentarse bajo del árbol del mal. En Río de Piedras, en aquella soledad, aún me parece oír la algarabía de los niños a la hora del recreo.

¡Río de Piedras, quién pudiera regresar a ti!

Ocumare del Tuy, 30 de Junio del 2002

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Los 500 ejemplares del libroUn cristal de Río de Piedras de Cipriano Alberto Moreno

se imprimieron durante el mes de diciembre de 2011en Santa Teresa del Tuy, en los talleres del

Sistema Nacional de Imprentas Sede Mirandade la Fundación Editorial El perro y la rana

y la Fundación Red Nacional de Escritoras yEscritores Socialistas de Venezuela.