tryno maldonado Ácido bÓrico

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Un excelente cuento de un autor mexicano contemporáneo.

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Page 1: Tryno Maldonado ÁCIDO BÓRICO

Cuento Censurado por Calderón

Este cuento se publicó en la Gaceta del mes de julio del Fondo de Cultura Económica,

pero todos los ejemplares desaparecieron “por arte de magia”. Machetearte lo publica

como una forma de luchar contra la censura del gobierno de Felipe Calderón

Ácido Bórico

Tryno Maldonado

Para C.R.G.

01. Esa madrugada las cucarachas terminaron al fin por sacarme del departamento. Todo,

absolutamente todo, incluyendo mi matrimonio y la ciudad, se fue a la mierda.

02. Por la tarde tomé unos mezcales y me fui a nadar a un balneario de las afueras de

Oaxaca.

03. El departamento nos había sido recomendado por Martín Solares. El lugar era una casa

antigua y céntrica, pero remozada y dividida en departamentos amplios listos para recibir

la basura per cápita diaria en la que gozaban gringos jubilados durante las temporadas

altas, pero que, por el conflicto social que paralizó a la ciudad desde hace meses, se

encontraba vacío y a menos de mitad de precio, es decir, a un precio de pronto no

prohibitivo para un matrimonio mexicano joven y de clase media como lo éramos Claudia

y yo.

04. Esos días llevé un diario en una Moleskine. Un diario, diagramas y dibujos. Por eso lo

tengo tan claro. La primera cucaracha que vi fue una del tipo que días más tarde catalogué

en mi libreta como “obispo”, cucaracha-obispo, por la forma recta y recortada como una

capa que adquirían sus alas en la parte inferior, además de lo prieto de su pigmento.

Prieto como la mierda. O como los obispos, más exactamente. Eso es. Antes de aquel

episodio no conservo recuerdo de mayor contacto que el incidental, anecdótico o distante

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con cualquier clase de blátido. Cuando la vimos, Claudia, de temperamento claramente

más urbano y civilizado que el mío, dio visos de querer aplastarla por acto reflejo, pero la

sola idea de escuchar el estallido del esqueleto externo como el crepitar de una nuez bajo

la suela me movió a detenerla en el acto. El insecto aprovechó esos instantes de duda

para subir por su sandalia y trepar con una velocidad amenazante hasta su muslo interno

antes de que yo se la sacudiera de encima con un periódico. ¿Tocarla yo? ¡Ja! Ni hablar...

El animal fue a caer al suelo con un ligero chasquido, a perderse más tarde debajo de la

estufa como un cochecito de fricción enloquecido. Claudia pocas veces me había mirado

de esa manera.

05. Aunque nuestra estancia en Oaxaca tenía un propósito muy determinado y de

antemano fi nito, Claudia y yo no dudamos en darle a la casera un depósito equivalente a

la renta de un mes en signo de buena voluntad, creyendo con candor que podríamos

volver extensibles unas vacaciones posteriores bajo el subterfugio de una comisión de su

trabajo. Ninguno de los dos hubiera apostado un peso a lo contrario.

06. No me atreví a desempacar durante tres días.

07. Claudia debía viajar sin variedad todas las mañanas hasta un pueblo cercano para

hacer el trabajo que nos había traído desde el norte hasta acá. El Forum de las Culturas le

había consignado la documentación gráfica y escrita, día a día, del proyecto de cierto

artista plástico zapoteco mimado por la Fundación Rockefeller en lo que seguramente

sería una reivindicación por su conciencia de culpa blanca antes que por cualquier

parámetro estético. Y es que a decir verdad las estatuas eran naíf y horrorosas, sobre todo

horrorosas. La empresa consistía en crear dos mil quinientas un estatuas de barro de

tamaño real, representando a sendo número de emigrantes mexicanos fallecidos en la

frontera con Estados Unidos. Una locura y una pérdida de tiempo, si me lo preguntan.

Pero el caso es que, salvo las primeras veces que la acompañé al pueblo fantasma sitiado

por huestes de estatuas de barro, como regla general me quedaba en casa. A eso, en

resumen, y nada más, habíamos ido hasta allá. O al menos ella. Yo, por mi parte, fingía

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escribir una nueva novela, tal como he hecho en los últimos años para quitarle unos pesos

a mi agente e ir al día.

08. De la segunda y tercera cucarachas que pude ver en el departamento, una de ellas

pertenecía a eso que me dio por clasificar como del tipo “díazordaz”, cucaracha-díazordaz

, por las asombrosas similitudes que encontraba con el rostro de aquel ex presidente, no

sólo en facciones, sino en las maneras de desplazarse y, en general, en su forma expansiva

y campechana de ocupar el mundo. Su coraza era más pálida y traslúcida que la de una

cucaracha-obispo , su talla visiblemente más corta. Y lo sé porque en esa ocasión las vi

juntas. Había ido al supermercado a hacer nuestras primeras compras de víveres cuando

me las topé, justo en la línea imaginaria del vano de la puerta de la recámara. De inicio

creí que se trataría de alguna mutación oriunda de cucaracha como consecuencia lógica

de la abundancia de gases lacrimógenos y gas pimienta en la ciudad. Pero no. Un cuerpo

luengo y articulado se contorsionaba sobre sí mismo. Una pareja de cucarachas

apareándose, pensé luego. Pero sólo hasta que me puse en cuclillas y tuve a la pareja de

insectos a medio metro de mis narices, me pude percatar de lo que en realidad hacían. La

cucaracha-obispo devoraba a la cucaracha-díazordaz por la cabeza. La obispo era casi el

doble de talla que la primera que vimos, con la diferencia de que ésta mostraba una

especie de collarín parduzco que de alguna forma debería distinguirla o realzarla en

jerarquía selectiva frente a las otras. No lo sé. El caso es que la cucaracha-obispo detuvo

su cruel envestida contra la pobre díazordaz en el momento en que logró arrancarle al fin

la cabecita. Ni siquiera se la comió. Luego se marchó a toda velocidad zigzagueando por la

orilla de una pared para irse a perder en un orificio del registro de agua. Me puse de

rodillas, tirando al suelo las bolsas del supermercado sólo para poder recoger entre el

índice y el pulgar la cabeza cercenada de la cucaracha-díazordaz . Sus larguísimas antenas

aún se movían frente a mis ojos como látigos.

09. La primera vez que Claudia no volvió a casa por la noche ni siquiera me alarmé. Ni

tenía motivo. Cerca de la hora de la cena me envió un mensaje de texto para avisar que

pasaría la noche en el pueblo de las estatuas de barro, pues los taxis colectivos, el único

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medio para volver a la ciudad, habían dejado de circular hacía una hora. No dejó de

parecerme sospechoso su mensaje, pues en aquel pueblo no llega señal telefónica. Cené

corn-flakes, pan dulce con Coca-Cola y me fui a dormir. Al amanecer descubrí que las

cucarachas habían tenido una orgía magnífica sobre mi tazón. La hambruna había

terminado. Muchas, incluso, no pudieron abandonar el fondo por lo gordas que habían

quedado.

10. Le conté a Claudia el incidente pero ella, dentro de su pragmatismo insobornable,

adujo que era lo más normal que un departamento desocupado durante tanto tiempo

tuviera insectos, que sólo era cosa de días para que cedieran a nuestra presencia. Además,

ella sólo había visto la primera cucarachaobispo , una sola, y dijo que tampoco era para

tanto, que no fuera tan fresa. Juro que eso dijo.

11. En el mercado le conté mi problema a una vendedora de tlayudas. Me recomendó el

ácido bórico y compré tres frascos en una ferretería. Para ese tiempo habían trascurrido

dos semanas y no me había bañado siquiera por temor a que uno de esos insectos saliera

por la coladera y subiera hasta mis testículos para devorarlos tal como vi hacer a la

cucaracha gorda del collarín con la cabeza de una pobre cucaracha-díazordaz . Me veía

obligado a comer fuera sin variedad, pues no pretendía correr el riesgo de almacenar

sobrantes de comida, no iba a ponerles un banquete nunca más. Pero, sobre todo, lo que

me decidió a recurrir al ácido bórico fue la aparición de una tercer clase de cucarachas, la

más asquerosa, evolucionada y temible de todas. La cucaracha-calderón .

12. Antes de usar el ácido bórico por recomendación de la señora del mercado, le llamé

por teléfono a Martín Solares a París para pedirle un consejo. No se me ocurrió mejor idea

dado que fue él mismo quien me había recomendado el departamento, y en mi reducida

visión del mundo era él y no otra persona quien debería tener la respuesta que yo estaba

esperando escuchar. “Raid Max”, fue lo último que dijo Martín desde el otro lado del

Atlántico con una voz pastosa antes de volver al sueño del que mi llamada lo había

sacado.

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13. La segunda vez que Claudia no volvió a casa por la noche fue, según ella, por algo un

poco más serio. El movimiento popular había cerrado todas las vías de acceso por tierra.

Hubo helicópteros sobrevolando el centro y un olor agridulce impregnó el ambiente como

resabio de los gases y la pólvora. Encendí la tele y un tipo dijo que la policía federal estaba

en camino. Tres aviones Boeing. Una veintena de helicópteros. Una treintena de

tanquetas. Y ni un solo taxi para volver de aquel pueblo perdido, según Claudia. ¡Bah!

¿Quién va a creérselo? No las cucarachas, claro. Ellas se quedaron en la ciudad, al pie del

cañón.

14. Es asombrosa la cantidad de sensaciones auditivas y visuales que puede causar un

veneno para insectos en apariencia tan dócil como el Raid Max. En su tiempo jamás usé el

cloruro de etilo, “heroína rápida”, que de pronto se puso tan de moda entre los

adolescentes de clase media-baja con los que me inicié en muchas otras cosas durante la

prepa, pero intuyo que los efectos no deben de ser muy diferentes. La primera semana

rocié durante tres días, mañana y noche, cada rincón, cada orificio del departamento con

el spray. El resultado fue inmejorable. Al volver a casa encontraba el suelo tapizado de

decenas de cadáveres duros y crujientes. Sin embargo, bastaba que se emancipara la

concentración de Raid Max para que una nueva camada de insectos plagara el baño, el

clóset, la cocina y la recámara, sobre todo la recámara, donde estaba el registro del agua.

15. Cuando Claudia se dormía, me acostumbré a estar bien alerta, a encender las luces y a

estar atento sin pestañear con la vista clavada en las paredes, en las esquinas, en el techo,

en la alacena, en los resquicios más profundos y coladeras, con la botella de Raid Max en

mano. Apenas apretar el disparador y las muy culeras caerían muertas, retorciéndose

sobre sí mismas, con las seis patitas tiesas al aire. Muchas veces acerqué el oído hasta

ellas para intentar escuchar el sonido que deben de hacer cuando agonizan. Nunca obtuve

resultados.

16. A la tercera semana ya no dormía ni una hora. Alguien tenía que mantener la guardia.

Y no era yo quien iba a dar su brazo a torcer ni mucho menos a otorgar tregua. Fue

entonces cuando me recomendaron el ácido bórico. Me recomendaron hacer una

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preparación con manteca, azúcar, mucha azúcar, y cantidades generosas del ácido. El

resultado fue una pasta ambarina y rica como el dulce de leche, pero letal para los

insectos y su prole. A veces, durante las noches, cuando Claudia se quedaba dormida, la

untaba sobre pan tostado y la acompañaba con Coca-Cola y Red Bull para mantenerme

despierto ante cualquier eventualidad. Dejé de hacerlo cuando un buen día el dolor de

estómago no me permitió levantarme.

17. La cucaracha-calderón era la peor de todas las que logré clasificar en ese periodo. Era

la más golosa, sucia, torpe y lenta de todas. Nada que ver con la bravura y el arrojo de la

obispo , ni mucho menos con la astucia y la rapidez de la díazordaz . La cucaracha-

calderón era pertinaz, imbécil pero pertinaz y, sólo ahora lo creo, inmortal. Fue esa

especie la que terminó por sacarme del departamento. Cuando me daba a la tarea de leer,

por ejemplo, cosa que cada vez sucedía con menor frecuencia, tenía que mantener el

rabillo del ojo alerta para evitar sentir de pronto ese cosquilleo tan familiar bajando por

mi espina dorsal. Dejé de traer en definitiva comida a la casa y procuraba usar el baño lo

menos posible, mantenerlo aséptico con Cloralex y Pinol, tal como el resto del

departamento, que aseaba desde temprano, tres veces al día, pero que con todo y eso

parecía no ser suficiente.

18. La tercera noche que Claudia no volvió a la casa la radio local fue intervenida y una voz

agitada dijo que era momento de “una nueva revolución”. Juro que así lo dijo. Pasaron

tres noches más y Claudia seguía sin aparecer. Pensé en llamar a Martín Solares, pero

recordé que en París a esas horas la gente acostumbra dormir. En el pueblo donde Claudia

trabajaba no había teléfono ni Internet y su celular jamás recibía señal en ese sitio. El gas

pimienta se filtró por los vanos y afuera hubo bullicio y trasiego y crepitar y detonaciones.

Se cortó la energía eléctrica. Me encerré en el clóset abrazando una botella de Raid Max

para mantener a raya a las cucarachas-calderón , que insistían en buscar refugio alrededor

de mi calor corporal y de mis detritos. Alguien en esos días incluso entró al departamento

y se llevó todo lo que consideró de valor. Intentó varias veces forzar el clóset, sin éxito.

19. A Claudia nunca volví a verla.

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20. En mi Moleskine clasifiqué también los distintos tipos de muerte que pude distinguir.

Los cadáveres pasados por Raid Max sin variantes terminaban con el esqueleto exterior

tostado y crujiente. Las muy cabronas terminaban tiesas y desecadas como hojarasca.

Pero en cambio, las muertes producidas por ácido bórico variaban sutilmente,

dependiendo de la cantidad de veneno consumida así como de la talla, especie y edad del

insecto. Por lo general las cucarachas terminaban inflamadas y bañadas por su propia

humedad, como si hubieran fallecido por permanecer toda la noche en un tazón de corn-

flakes. Incluso, en los casos más drásticos, llegué a ver muertes por estallamiento de

órganos internos y profusas hemorragias. Una sustancia blancuzca y difícil de quitarse de

encima escurría por sus vientres y cabecitas formando burbujas plastificadas.

21. Cuando hizo su efecto, el ácido bórico que esparcí por todo el departamento me

regaló mis primeras horas de sueño en muchos días encerrado en el clóset, sin salir

apenas para ir al baño o tomar agua del garrafón en el que de todas formas nadaban los

insectos a sus anchas. Con todo esto, no tenía manera de saber que lo peor estaba por

venir con la segunda llegada de la cucaracha-calderón , que fingía estar muerta para

luego, aprovechando cualquier descuido, volver a la carga por entre los resquicios de la

puerta del clóset.

22. Un buen día en la calle volvió a reinar el silencio. Supe que no debía pensármelo dos

veces, que debía aprovechar la tregua o la escampada o cualquier cosa que ocurriera allá

afuera, para huir a toda prisa de ese culo del diablo en donde Claudia había ido a

meternos.

23. Ningún tipo de transporte público seguía funcionando. Sólo vehículos policiales y

tanquetas. Nadie que viera mi facha haciendo dedo en la carretera quiso llevarme. Debí

caminar varias decenas de kilómetros sin saber bien a bien hacia dónde me dirigía. Por la

tarde me fui a tomar varios mezcales en el primer antro que pude ver en las afueras de la

ciudad. Y más tarde a nadar en un balneario de San Agustín Etla, el lugar a donde sin

saberlo me habían guiado mis pasos. Cuando salí de la alberca, mientras me secaba con

una toalla clorada y tiesa, un hombre me preguntó lo siguiente: “¿Viene de la ciudad? ¿Es

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cierto que llegó la Policía Federal y que hubo decenas de muertos? Ya no hay señal de

radio...”. Al ver que no le respondía, unos minutos después insistió por otro cauce. “¿Y

cómo está el agua?”. “Deliciosa”, dije. G

Ciudad de Oaxaca, 2007