tema 4. verdad y felicidad

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ANTROPOLOGÍA T 4 – VERDAD Y FELICIDAD TEMA 4 VERDAD Y FELICIDAD 1 1. La verdad y el bien La pregunta por la verdad es uno de los platos fuertes de toda reflexión filosófica, y lo primero que precisa es que nos aclaremos en los términos. De su importancia es imposible dudar: si al conocer no conseguimos saber lo que son las cosas, ¿podemos realmente hablar de que hemos conocido? Todos esos antiguos que sostenían que la tierra era plana, que en sus extremos aparecían barrancos pavorosos, ¿tenían acaso algún conocimiento? Hay conocimiento si, y sólo si, lo que tenemos en la cabeza coincide con lo que son las cosas. Quien piense que 2 + 2 son 5 no sabe sumar, ni lo que significa ‘2 + 2’, y no conoce. En razón de lo que sabemos, y del grado de identificación subjetiva (de convencimiento, si se quiere hablar así) que tenemos con el objeto de nuestra atención, podemos hablar de distintas actitudes del sujeto ante el conocimiento. Hay verdad si lo que conocemos coincide con lo que la cosa es. En expresión clásica: «La verdad es la adecuación entre la cosa y el intelecto». Si lo que hay en mi mente coincide (es adecuado con) lo real, podemos hablar de verdad, de ‘conocimiento que es verdadero’ y que por tanto es ‘verdadero conocimiento’. «Al definir lo verdadero decimos ser lo que es o no ser lo que no es» (Aristóteles). Esto, que sin duda como tantos asuntos filosóficos parece una perogrullada, tiene más contendido del que a primera vista parece. Usemos un ejemplo también de Aristóteles: «La frase 1 Seguimos a J. ARANGUREN, Verdad y felicidad, apuntes para uso del IESF. 1

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ANTROPOLOGÍA T 4 – VERDAD Y FELICIDAD

TEMA 4

VERDAD Y FELICIDAD1

1. La verdad y el bien

La pregunta por la verdad es uno de los platos fuertes de toda reflexión filosófica, y lo primero que precisa es que nos aclaremos en los términos. De su importancia es imposible dudar: si al conocer no conseguimos saber lo que son las cosas, ¿podemos realmente hablar de que hemos conocido? Todos esos antiguos que sostenían que la tierra era plana, que en sus extremos aparecían barrancos pavorosos, ¿tenían acaso algún conocimiento? Hay conocimiento si, y sólo si, lo que tenemos en la cabeza coincide con lo que son las cosas. Quien piense que 2 + 2 son 5 no sabe sumar, ni lo que significa ‘2 + 2’, y no conoce. En razón de lo que sabemos, y del grado de identificación subjetiva (de convencimiento, si se quiere hablar así) que tenemos con el objeto de nuestra atención, podemos hablar de distintas actitudes del sujeto ante el conocimiento.

Hay verdad si lo que conocemos coincide con lo que la cosa es. En expresión clásica: «La verdad es la adecuación entre la cosa y el intelecto». Si lo que hay en mi mente coincide (es adecuado con) lo real, podemos hablar de verdad, de ‘conocimiento que es verdadero’ y que por tanto es ‘verdadero conocimiento’. «Al definir lo verdadero decimos ser lo que es o no ser lo que no es» (Aristóteles). Esto, que sin duda como tantos asuntos filosóficos parece una perogrullada, tiene más contendido del que a primera vista parece. Usemos un ejemplo también de Aristóteles: «La frase ‘la nieve es blanca’ es verdadera porque la nieve es blanca».

Parece interesante fijarse en una serie de cuestiones. La primera, que la palabra verdad se está predicando no de la nieve, sino de la frase que se afirma. ¿Qué tipo de frase es esa? Un juicio. Si simplemente dijéramos ‘blanco’ no se podría hablar de verdad (excepto en el caso de que con el dedo señaláramos hacia la nieve, aunque entonces el juicio estaría implícito en nuestro gesto cargado de intención). La palabra verdad se usa cuando decimos algo acerca de algo, cuando el sujeto toma una determinada posición sobre de la realidad. La verdad se predica siempre de un juicio. ¿Significa esto que en la verdad la realidad no entra en juego? En absoluto, pues el juicio será 1 Seguimos a J. ARANGUREN, Verdad y felicidad, apuntes para uso del IESF.

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verdadero en la medida en que coincida (o no) con la cosa. Dicho de otro modo: si bien la verdad está en el juicio, la causa de la verdad está en la cosa. Por eso, en nuestro ejemplo, sólo hay verdad si es así que la nieve (real) es blanca. Aunque la verdad sea una característica de nuestra predicación (de nuestro hablar) acerca de la nieve.

¿Qué hemos dicho hasta ahora? Que lo que es verdadero está en la mente. Que la realidad no es verdad, sino causa de la verdad. De otro modo: cuando hablamos de verdad le estamos añadiendo a la realidad el hecho de ser conocida, y de que se establezca un determinado juicio (toma de postura, afirmación) acerca de ella.

La cosa causa la verdad, pero la verdad está en la mente, hay verdad en la medida en que se conoce. La verdad añade al ser (al ente) el ser conocido. Es decir, no es algo que pertenezca al ente por sí, sino en la medida en que entra en relación con aquellos sujetos capaces de conocer, y de realizar juicios sobre lo conocido. El problema de la verdad no tiene interés para el mundo animal: el gato, el perro o la medusa se limitan a ir viviendo sin plantearse ningún tipo de cuestión reflexiva sobre la idoneidad o no de su conocer. Sí es en cambio un problema radicalmente humano: “¿Qué conozco cuando conozco?” parece una pregunta que es pertinente que se la plantee un ser reflexivo.

¿Quiere esto decir que sin hombre no habría verdad? No necesariamente. Se ha señalado cómo la verdad está en la mente, si bien su causa se encuentra en la cosa. Se dice por tanto que las cosas son verdaderas en la medida en que pueden ser conocidas: una realidad tendrá más o menos verdad si está más o menos llena de contenido, si es más o menos cognoscible, significativa, interpelante. La verdad de una goma de borrar es menos intensa que la del genio de Cervantes. Los dos son ‘seres’, pero uno es un cacharro y el otro un artista.

Nos podemos preguntar por qué en la cosa está esa capacidad de ser conocida. O, lo que es análogo, ¿qué hace que la cosa sea lo que es, qué hace que sea aquello que luego los hombres podemos llegar a captar o entender? No se trata de nada que aportemos los seres humanos, que −quitando los entes artificiales− no damos el ser a las cosas (más bien somos los testigos de lo que las cosas son). La pregunta por la verdad de la realidad nos retrotrae a la cuestión por la causa de esa realidad, y por lo tanto nos lleva a la cuestión de Dios. Las cosas causan la verdad en el hombre, ¿qué es lo que causa las cosas?, ¿cuál es el origen de los seres del mundo? Si Dios es la causa de la realidad, también lo será de la verdad que causan las cosas en el intelecto humano, pues el autor del ser es el autor de lo que las cosas son, de su verdad y su bondad (de su carácter cognoscible o apetecible). Si Dios es el autor de las cosas, se puede decir que ‘las conoce’ pues la creación no es una emanación involuntaria, sino un acto libre del Dios Omnipotente que actúa porque quiere sabiendo lo que hace. De ese modo la verdad está presente en toda la realidad en la medida en que lo que las cosas son se encuentra en la mente de Dios, en que la realidad es fruto de una aprobación divina. Las cosas

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son verdaderas porque se adecuan al querer de Dios, el hombre tiene verdad en la medida en que su conocimiento es conforme con el ser de las cosas, y por lo tanto en la medida en que descubre el orden con el que Dios ha dotado al cosmos2.

Algo análogo ocurre con el bien: las cosas son buenas en la medida en que alguien las ama. Aunque a la vez son amadas porque en ellas existe lo amable. El mero hecho de ser ya es una razón de bondad, y por lo tanto hace que cualquier cosa pueda ser querida3. Dicho de un modo más radical: todo ser es porque es querido, no por el hombre, sino por el Hacedor, por Dios. Las cosas no existen por azar, fruto de una casualidad ciega, sino de un designio bajo el cual está la presencia de la libertad (la creación es tal con la condición de que sea libre), de la verdad (el Creador sabe lo que hace, no se limita a dar un pequeño empujón al inicio y que luego funcionen las cosas a su aire; tampoco deja un principio incontrolado por Él −materia prima, mal− que hace que lo oscuro esté presente en todo), y del bien que es huella del amor (las cosas son porque Dios las afirma en su ser, porque las quiere y al hacerlas ve que ‘es bueno que existan’).

2. Actitudes ante la verdad

Uno está en la verdad si dice de algo que es lo que es. ¿Cuáles son las posturas contrarias a la verdad? Una de ellas es la suspensión de todo juicio. Si una persona se niega a pensar, si ante la pregunta sobre el color de la nieve se limita a emitir un ruido básico («Unngh»), sencillamente se ha situado fuera del debate racional, de la relación humana, y no sólo ha perdido la verdad sino también la cabeza. Este argumento lo usa Aristóteles frente a la postura radicalmente escéptica: si alguien sostiene que no es posible el conocimiento de la realidad, y por lo tanto confunde las cosas y cuando habla de ‘zapato’ podría estar refiriéndose a ‘barco’ o ‘comida’, es como si esa persona no hablara en absoluto (como si nos dejaran un diccionario de un idioma que nos es desconocido y declamáramos palabras al azar).

¿Conocemos lo que son las cosas? Cuando hablamos, implícitamente al menos, sí, pues todos podemos distinguir significados y referentes de nuestras frases, y por eso nos entendemos entre nosotros y establecemos comunicación. Quien dice que va a Atenas es que no se dirige a Esparta: no todo depende, no todo da lo mismo. Si el tipo aparece en Esparta o bien es un mentiroso, o es que desconoce la geografía griega y tiene que aprender, o es

2 Estas ideas ya se encuentran en Platón, quien señalaba cómo el mundo es cosmos y no caos porque participa de ese orden imperante en el ‘Mundo de las Ideas’, que surge desde el Bien supremo. La carencia de Platón es la del carácter personal (libremente querido) de esa acción creadora, que en el griego se queda en emanación necesaria e impersonal. Igualmente, Aristóteles se sirve del orden de las cosas, de la racionalidad presente en el mundo, para ascender hacia el conocimiento de la existencia de Dios. Lo cristiano es una profundización de lo que ya estaba desarrollado −también explícitamente− en la gran filosofía griega. En ese sentido se puede afirmar también que lo cristiano es hondamente racional.3 El ser y el bien se convierten entre sí. Lo mismo ocurre con la verdad, el algo, la cosa, la unidad, la belleza. La llamada ‘Doctrina de los trascendentales del ente’ la presenta Santo Tomás de Aquino en Sobre la verdad, cuestión 1.

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que no sabe por dónde le da el aire. Entre nosotros nos hablamos porque podemos distinguir las cosas, porque sabemos que «no puede ser algo y su contrario al mismo tiempo y bajo el mismo respecto»4, que las cosas y las palabras y nuestra voz tienen algo estable que las sitúa más allá del capricho de la subjetividad, de la arbitrariedad pura del hablante5.

Cuando se enfrenta al escéptico radical («Nada es verdad, ni siquiera que nada es verdad») Aristóteles acaba señalando que eso es como escuchar hablar a una planta. Si al usar el lenguaje no digo nada determinado y compartible, entonces es que el lenguaje no existe, no es más que silencio (o ruido, inarticulación). Dicho del revés: en cuanto se pronuncia una frase (pongamos que ‘A’) ya se ha afirmado implícitamente la presencia de una verdad: que decir esa frase no es lo mismo que decir su contraria (‘no A’), y eso supone sostener que existe la verdad y que el ser humano es apto para captarla.

La gramática habla de objetividad más allá de nuestra apetencia subjetiva. Objetividad no sólo de nuestras reglas lingüísticas, sino también de la realidad que decimos con nuestras palabras: si nuestras frases fueran firmes pero la realidad cambiante, ¿cómo podríamos entendernos? Si lo que llamo “zapato” dentro de un rato, o para la persona con la que hablo, ya no es un objeto que me pongo en el pie sino la diadema de la cabeza de una princesa, ¿comunico una frase con sentido al decir “Tráeme un zapato”?, ¿me encontraré con una diadema en la mano?

Pensemos un ejemplo análogo con la palabra “matrimonio” y se podrá intuir la gravedad de la pretensión de ciertas leyes: ¿la realidad del matrimonio es la de un término cuyo significado determina el político o un colectivo de presión?, ¿se referirá a partir de entonces esa expresión a la realidad que significaba antes, o sencillamente ha pasado a tener otro contenido lingüístico distinto con el que ya no se pueden identificar las personas que hasta entonces se encontraban (en la realidad, ontológicamente) unidas en matrimonio6? ¿El 4 Ésta es la formulación clásica del principio de no contradicción que propone Aristóteles en Metafísica, libro IV.5 Que la gramática es una suerte de ley objetiva, como lo puede ser la ley natural en el comportamiento moral, lo señalaba Nietzsche cuando denunciaba que no nos podríamos liberar de Dios mientras no lo hiciéramos de la gramática. El pensador alemán veía con claridad que la racionalidad del lenguaje tenía que ver con la racionalidad del mundo, y que ésta se fundamenta en una razón superior, creadora, a la que todos llaman Dios. ¿Quizás por eso eligió escribir con aforismos? Y, aun así, en la medida en que quería comunicar contenidos necesitaba de la gramática, pues el ritmo (la pura pulsión, lo dionisiaco de la música o de las sustancias estupefacientes) apenas permite la transmisión de contenidos. Lo único que deja es que decaiga la razón, y por ello su imperio supone la abolición de lo humano.6 ¿Por qué no van a ser matrimonio, o familias, cualquier tipo de convivencia humana que se quiera llamar así, que defienda que de otro modo se siente ‘marginada’, como si el sentimiento fuera la fuente definitiva de valor de nuestras posturas y de nuestras palabras? Por ejemplo, una relación poligámica, poliándrica, la convivencia de varios hermanos o amigos, un piso de estudiantes o una madre que vive con su hija que la cuida, etc. ¿Son modelos de convivencia? Sí. ¿Son matrimonios? No. ¿La razón de que no lo sean es que −exceptuando la poligamia y la poliandria− no hay intercambio sexual entre esas personas? No, porque el matrimonio además de relación erótica en exclusividad de pareja supone apertura a la procreación, cosa en la que está incluida la heterosexualidad. ¿Hay uniones que no son matrimonios? Parece evidente que sí. En ese caso, ¿por qué no estudiarlas en lo que son, en vez de falsearlas desorientando a

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cambio de uso léxico de una palabra, haciéndola significar una realidad distinta, cambia por eso la realidad misma? Si no hablo español sino inglés, y en vez de “matrimonio” digo “marriage”, la referencia no ha cambiado nada si es que una palabra se puede traducir por otra. Del mismo modo el “azul” y el “blue” vienen a ser la misma cosa.

Pensar que cambiar el uso de una palabra lleva a que cambie la cosa misma es lo que pretendían las personas que apoyaban las brujerías y los conjuros: mal de ojo, mala fortuna, mutar el curso de los astros, esas eran sus pretensiones. Pero esto no parece lo más propicio en esta edad de la razón en que vivimos, en un mundo en el que e ha dejado de lado la creencia en lo mágico. ¿Por qué llamar matrimonio a una realidad distinta si su consecuencia no va a ser otra que la aparición de confusión? Podemos cambiar todos los usos del lenguaje, pero eso lo único que logrará es incomunicarnos, llevarnos a inventar un idioma nuevo en el que verdaderamente los términos signifiquen de un modo estable y que sustituya a este otro en el que ya nada significa nada de manera estable, obligarnos a callar no vayamos a romper la dogmática de lo políticamente correcto aunque en nuestro interior los pensamientos sean distintos.

Únicamente el Gran Hermano de la novela de G. Orwell, 1984, consigue que el protagonista acabe convencido de que 2 + 2 son 5 porque el Partido así lo decide. Ahí está el triunfo definitivo del Totalitarismo, y la derrota de la inteligencia: la fábula de Orwell no busca ser imitada, sino denunciar la propaganda, la manipulación del lenguaje que ha acompañado en Siglo XX a los movimientos de cualquier signo que se atrevieron a subordinar el ser humano a la ideología.

3. Error, falsedad, mentira

Contrarios a la verdad son el error o falsedad y la mentira. Lo primero consiste en equivocarse, decir de algo que es lo que no es (que no es lo que es) porque el juicio realizado es precipitado, por falta de datos, etc. Es la creencia equivocada de estar en la verdad. En principio no guarda una especial connotación moral, a no ser que responda a una falta de trabajo, a una actitud prepotente o poco reflexiva (como la que pudieron mostrar los creadores de la bomba atómica cuando se quejaron de las tremendas matanzas de Japón después de haber colaborado con el Proyecto Manhattan sin reflexionar sobre sus posibles consecuencias; como la que deberían mostrar aquellos científicos que no quieren plantearse los posibles problemas éticos que subyacen a ciertas investigaciones −en embriones, por ejemplo−). La mentira, por su parte, incluye siempre la intención del engaño: “decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar” es la definición clásica de esa posibilidad. Quien miente cree conocer la verdad pero la oculta, y encima procura confundir a quien escucha. Mientras que el problema del error muchas veces es de tipo técnico (no podemos dudar de la integridad como persona de un alumno que

propios y extraños?

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se confunde en la solución de una ecuación) el de la mentira siempre es moral.

Junto a esta tríada (verdad, error, mentira) está lo que corresponde al grado de confianza de la persona en su conocimiento. Hay gente profundamente convencida de sus errores, y otros no dejan de plantearse si lo que conocen será lo correcto o habrá que probar otra cosa (y así quien tenía bien la respuesta al problema matemático la corrige malográndola). La convicción profunda en la bondad del propio juicio recibe el nombre de certeza. Es una categoría fundamental en la filosofía desde Descartes, para quien el ideal de conocimiento coincidía con que fuera ‘claro y distinto’, es decir, que no diera lugar a ninguna incertidumbre. Evidentemente la certeza es una dimensión subjetiva: soy yo quien está convencido, si bien mi confianza puede responder tanto a una verdad como a un error. Así le ocurría a todos aquellos que escuchaban con asombro e hilaridad la propuesta de Colón de que la Tierra era redonda. Estar cierto de algo no quiere decir estar en la verdad. La certeza es del sujeto, la verdad hace referencia al conocimiento del ser de la cosa, tiene una pretensión plena de objetividad. La primera tiene una razón de ser psicológica, la verdad es ontológica.

Lo contrario de la certeza es la duda, esa situación en la que uno se plantea si lo que conoce es lo adecuado. Se puede dudar de algo verdadero, se puede estar cierto de lo falso. ¿Qué es mejor? La certeza plena parece poco humana: ¿quién está seguro de todo sino el presuntuoso o el ignorante? Por otro lado es algo necesario: los hombres excesivamente dubitativos paralizan por completo su acción. En cambio la duda responde a la actitud propia de la filosofía, la pregunta, el deseo de saber, la conciencia de la propia ignorancia. Gracias a la duda se abre nuestra capacidad de aprender, de mejorar, de crecer. Pero no es un fin: si la duda no lleva al conocimiento nos sume en la perplejidad, y eso es una situación penosa en un ser que está hecho para saber.

Hay otra posible posición, que surge ante aquellas cosas que de por sí no tienen verdad ni falsedad, la opinión. ¿Cuál es su campo de aplicación? En general las realidades humanas, aquellas que responden a la posibilidad del consenso, aquellas en las que se debe ejercer la actividad política. La opinión es la situación de aquel que se encuentra con un tema ante el que cabe más de una respuesta: por qué lado de la carretera conducir, límite de velocidad, carga impositiva que hay que aplicar a los solteros o a las familias numerosas, qué equipo de fútbol es sin duda el mejor, etc.

Como se ve, la opinión es por definición variable, pues depende tanto de las circunstancias (no es lo mismo conducir con las carreteras y coches de ahora que con los de hace treinta años) como a los intereses del sujeto (era de tal equipo hasta que cambió de ciudad). La opinión depende de la perspectiva, el punto de vista. Los gustos estéticos, culinarios, las preferencias en aficiones, los temas de conversación que más agradan, los mejores amigos, responden a opiniones, y no sólo son distintos de una persona a otra, sino que en el mismo individuo van cambiando a lo largo de la vida.

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¿Cuáles son los defectos frente a la opinión? Por un lado el fundamentalismo o tradicionalismo; por otro el relativismo. Fundamentalista es todo aquel que convierte algo opinable en definitivo y fuera de discusión. En realidad es toda persona que se niega al diálogo en los temas susceptibles de diálogo. De otro modo se podría decir que es aquel que no quiere ver la condición histórica que acompaña a tantos asuntos humanos y que provoca que por eso mismo sean variables, relativos, culturales. Hay cosas a las que no les corresponde una esencia inmutable, y por lo tanto pueden ser de muchas maneras.

Ahora bien, ¿quiere eso decir que quien considere que algo inmutable es inmutable cae en el fundamentalismo? O, lo que es lo mismo, ¿el amor a la verdad, su defensa, es una forma de fundamentalismo? En absoluto: decir que 2 + 2 (y perdón por reiterar un ejemplo tan trivial) son 4 es un modo de reconocer que los hombres también accedemos a realidades que ‘no cambian’, ‘que no son relativas a un contexto’. Quizás el caso más claro sea el de la dignidad humana: si hay una verdad del hombre que consiste en que éste no es nunca un medio sino un fin en sí mismo que tiene valor absoluto más allá de los designios del legislador o de la mayoría, no es fundamentalista enfrentarse a una ley que vaya contra este principio. Al contrario, es un acto de justicia. La defensa de la dignidad humana no pertenece al campo de la opinión, más bien es el fundamento de toda opinión7.

El relativismo responde al fenómeno contrario: fascinado por la presencia de lo opinable, de lo variable, se acaba afirmando que no hay nada definitivo, que todo puede cambiar, que ‘depende’. En este caso volveríamos a la postura insostenible del escéptico a la que ya hemos hecho referencia. Por otro lado parece evidente que no todo puede ser discutible. La convivencia humana se plantea siempre sobre unos límites que podemos llamar dignidad humana o derechos fundamentales: quien los niegue, los quiera cambiar o decida que, en su opinión, no se aplican a ciertos seres humanos, rompe la misma posibilidad de esa convivencia, de la política (Spaemann). Los límites no se deben traspasar: son estrictamente un tabú pues quien los rompa dejará a parte de los seres humanos (siempre a los más débiles) fuera de la convivencia, conduciéndoles con frecuencia a la muerte (embriones, aborto, eutanasia, eugenesia, etc.).

El equilibrio es delicado: afirmar lo fundamental sin caer en el fundamentalismo, defender la libertad de opinar sin perder toda orientación. En este sentido se entiende que Platón señalara que la tarea del filósofo es determinante para la buena marcha de la ciudad8.

La fe es el último modo de conocimiento al que haremos referencia. Resulta

7 Análogamente, la democracia sólo tiene posibilidad de supervivencia si reconoce unas leyes fundamentales, anteriores a las decisiones del gobierno, y que se constituyan en guías de esas decisiones. 8 Esto se puede trasladar a la situación familiar. Hay que distinguir lo fundamental de lo opinable. Hay modos de relación que siempre dañarán la convivencia en la familia (desprecio, instrumentalizar al otro, autoritarismo, mentira, etc.) y en cambio hay muchos otros que son perfectamente variables.

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clave para la convivencia, pues por la fe vivimos en un ámbito de confianza, porque no andamos pidiendo demostraciones de todo. Suponemos que quien lleva el autobús de línea se encuentra capacitado para esa tarea, que el afecto de los amigos no resulta fingido. Lo mismo nos pasa con la calidad de los alimentos que compramos (en principio serán buenos), o con la explicación que nos ofrece un hijo acerca de lo que ha hecho. Antes que de la certeza necesitamos de la confianza (la vida humana no es una de las ‘ciencias positivas’).

Evidentemente es algo clave también en la dimensión religiosa de la vida. La fe nos lleva a creer en la realidad que no se ve por la confianza que nos produce quien se nos revela, y por ella asuntos en principio tan curiosos como la Trinidad, o la presencia de Cristo en la Eucaristía, pueden ser hondamente significativos para la vida de la persona. Al mismo tiempo, al menos en el cristianismo, la fe no se opone a la razón, y se realiza un gran esfuerzo intelectual por comprender con más hondura los misterios que componen esa creencia. A eso se le llama teología.

La fe exige abandono, confianza en quien nos dice algo (en el profesor, en la amiga, en el sacerdote, la madre, Dios). La verdad en cambio supone un conocimiento directo: no se cree en ella, se tiene. Convertir objetos aptos para la verdad en contenidos de fe recibe el nombre de fideísmo, actitud que supone siempre cierta inmadurez, un problema por exceso. En cambio no confiar en nadie, tratar de que a uno le den pruebas irrefutables de todo, conduce a la desconfianza, a la increencia. No es sólo un problema sobre el contenido religioso. Por ejemplo es la actitud de fondo de quien se ve atrapado por el mal de los celos.

4. La verdad como inspiración

¿Vale la pena algo así como la verdad? Es ya un tópico insistir que en su nombre se han realizado toda suerte de abusos, que la tolerancia es mucho más respetuosa con el bien del ser humano y que sin la presencia de esa categoría la convivencia entre los hombres resultaría más sencilla: sin ningún ideal que defender, ¿quién podría insistir en luchar? Una convivencia sin verdad, sin convicciones fuertes, un mundo sin estridencias.

Pero en este planteamiento hay un fondo inquietante. Adouls Huxley, en su conocido libro Un mundo feliz, se plantea de algún modo esta posibilidad. En esa sociedad ya nadie cree en nada, ni siquiera en las relaciones interpersonales. No hay amigos, sino compañeros de trabajo; no hay amores, sino breves encuentros sexuales de no más de una noche; no hay literatura, sino volúmenes técnicos que evitan que el lector conduzca sus ojos hacia su interioridad (a descubrir su vacío). Cuando los personajes de la novela escuchan la historia de Romeo y Julieta no pueden contener la risa al enterarse del suicido de la chica: ¿no se daba cuenta de que había muchos más cuerpos que el de Romeo capaces de saciar su sed de placer? Y es que en una sociedad erótica como la que relata Huxley el amor no es nada más que sexo,

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y la fidelidad (palabra que en hebreo se dice con el mismo término que verdad) es una categoría completamente incomprensible. Sociedad sin verdad, ¿merecería la pena?

Un mundo de pensamiento débil no tendría tensiones, pero tampoco contenidos. No habría en él ninguna causa por la que mereciera la pena correr ningún riesgo: todo ideal acabaría reducido a las uvas verdes de la fábula de la zorra. En esa sociedad la tragedia como género literario resultaría incomprensible, y las epopeyas de los héroes también. A fin de cuentas sería una vida sin historias, sin tensión narrativa, y por eso seguramente resultaría indefiniblemente banal, aburrida, prescindible. Sócrates, Tomás Moro, Ghandi, no podrían ser sino fanáticos, bichos raros e imposibles de interpretar. Y, sin embargo, ¿no son personajes así los que nos permiten comprendernos mejor, los que nos ayudan a aceptar el pasar de nuestros días, los que nos elevan más allá de lo gris de la existencia?

La verdad no hace referencia únicamente a contenidos teóricos. El resultado de la suma 2 + 2 puede no ser determinante para la vida, las leyes de la termodinámica probablemente tampoco. Los seres humanos nos movemos gracias a nuestras convicciones profundas, en razón de aquello por lo que vivir es algo que merece la pena, por lo que valdría la pena dar la vida (un ideal, los propios hijos, el bien de los que amamos). Así ocurre con la vocación profesional (sin ideales el trabajo se convierte en un terreno para mercenarios o gente que escurre el bulto); con las convicciones religiosas y la vivencia de la conversión; con el encuentro con el amor o con el sufrimiento intenso que llevan al empeño de mejorar el mundo, de dejar huella y una realidad mejorada. La búsqueda de la verdad, de la realización del bien, de ayudar a los demás a ser lo mejor que pueden ser («Hacer de ti tu mejor tú», decía Pedro Salinas), llena de intensidad la vida, la biografía, y convierte a la verdad en la inspiración (la tarea, la misión, la esperanza) de la propia vida, dotándola de contenido, de significado.

Un espacio de indiferencia total, de ausencia de valores o referencias, imposibilita el compromiso y por lo tanto la conducta interpelante. Si el compromiso no se encuentra respaldado por el ser de las cosas se convierte en puro voluntarismo, de modo que se acabarían haciendo las cosas sin tener razones para hacerlas, por ideología o por ser un cabezota (y eso no está a la altura del animal racional, de quien busca el por qué de las cosas). Actuar sin verdad puede llevar al error de defender causas injustificables: no tendría ningún sentido la expresión «fue un mártir a favor de la causa del nazismo», del mismo modo que nos resultarían ridículas expresiones del tipo «lo dio todo por su Banco» −es un ideal sin duda pequeño− o «se empeñó hasta el último minuto en hacernos la vida francamente desagradable».

La entrega comprometida necesita de verdad, de un ideal proporcionado a la grandeza irrestricta del espíritu humano. La aparición de la verdad convierte la vida en una misión (algo así como el contenido de una historia). Al mismo tiempo despierta el carácter creativo: entusiasmo por lograr un mundo mejor,

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valoración positiva de las cosas, audacia. El amor proporciona alas al héroe, que pone la totalidad de sus fuerzas en realizar su gesta llena de sentido. Esto ya lo descubrió Homero con Ulises, el rico en argucias, a raíz de su determinación por volver a Ítaca y Penélope, las dos razones finales en torno a las cuales se teje la totalidad de su historia. Tal vez la postmodernidad prefiera la figura de los antihéroes (¿el Ulisses de Joyce?), personajes amargados que se sientan en rincones, que no pretenden actuar y que reaccionan con cinismo ante cualquier llamada. El nihilismo al que conducen quizás no sea la mejor de las razones para vivir.

5. Tipos de verdad: teórica y práctica

El deseo de saber que nos caracteriza tiene dos vertientes: la verdad teórica y la verdad práctica. El saber teórico se pregunta por la entraña de la realidad: qué puedo conocer, qué es tal cosa o la otra, cómo funciona el cuerpo, la gravedad, los ácidos y las bases. Cuando es de carácter eminentemente empírico y experimental (física, química, matemática, cálculo de estructuras, etc.) recibe el nombre de verdad científica. Puede ocurrir que se tenga la pretensión de sabiduría, y apuntar así a las preguntas esenciales sobre el ente y la realidad. Esto sería lo propio de la filosofía, teología, estética, la verdad sapiencial: saberes sobre el sentido que no necesariamente influyen sobre nuestra conducta (meditar sobre el acto de conocer o la crítica kantiana al argumento ontológico, no mejora necesariamente la vida del filósofo)9.

El saber práctico tiene dos posibles intereses: por un lado está la aplicación de los frutos de la ciencia y la capacidad de hacer cosas (uno será un verdadero pianista si domina el teclado, soldador si sabe usar el cortafríos, médico si acierta a cortar en el lugar adecuado). A esto se le llama verdad técnica, y con frecuencia se ha hablado así de arte (en el sentido griego de techné, que en castellano lo hemos transformado en artesano, lo que caracteriza a un individuo con capacidad para hacer algo (¿es a lo que se refieren tantos cantantes de origen televisivo que no paran de hablar de su arte’ y de sí como ‘artistas’, es decir, mediocres ejecutores de piezas musicales no demasiado exigentes?).

La verdad práctica tiene otro posible camino de interés, especialmente importante, que se podría resumir con la expresión vida lograda. A saber, ¿qué tiene que hacer alguien para hacer de su vida una obra de arte, para vivir una vida buena? Lo pertinente de la cuestión es algo que no admite duda: nos encontramos viviendo, por primera y última vez, en un tiempo que no hace sino

9 Desde luego para Sócrates esta afirmación no sería en absoluto tan clara: el verdadero sabio lleva una vida adecuada a su conocimiento. Del mismo modo no parece posible el ser un gran teólogo sin una experiencia ascética significativa. Sin eso se pueden elaborar teorías, ¿pero conocer a Dios? (C.S. Lewis discute con humor este problema en El gran divorcio). Sin embargo parece claro que no siempre estos conocimientos han influido en sus portadores: muchos alemanes del partido nazi podían interpretar con buen gusto a Bach, lo cual no les abrió los ojos para caer en la cuenta de la barbarie de sus crímenes.

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pasar, sin unas claras instrucciones de uso de la vida, y con todas las posibilidades de equivocarnos, de fracasar. Aquí se habla por tanto de verdad ética o moral, un tipo de conocimiento que sin duda necesita de lo sapiencial (si no se sabe quién es el hombre, ¿de qué modo se puede pretender acertar en su destino, en lo que le conviene?10). Del mismo modo la verdad técnica o científica pueden servir a esa tarea (mejorando las condiciones de vida o de trabajo, cuidando de la salud o las comunicaciones) o bien causarle un daño irreparable (por ejemplo, cuando la ciencia no se subordina a la ética, cuando se convierte al ser humano en servidor de la máquina o del mercado en vez de fomentar su dignidad, ese papel protagonista frente al resto de las cosas del mundo).

6. La vida lograda

La cuestión por la vida lograda es un asunto urgente para cualquier ser humano. Lo práctico se refiere a la actuación. Al hacer algo lo mejor es hacerlo bien: ganar el partido de fútbol, acertar con la respuesta al problema matemático, pasar un buen rato en el cine, triunfar con el negocio. La verdad práctica tiene que ver con el logro de la excelencia en aquellas cosas que hacemos: el verdadero hombre de negocios aprende las técnicas necesarias y prudenciales de toma de decisiones; el matrimonio que quiere salir adelante se toma a sí mismo como la gran misión de esa vida en común, en lugar de abandonarse a una actuación improvisada y carismática; lo mismo con la educación de los hijos, con cualquier aspecto de la vida.

En todos los casos la actuación práctica lo que pretende es el bien: el de la cosa hecha (bien hecha), el del agente, el de aquellos que reciben los efectos de la acción. Hasta el mal (por ejemplo, mentir) se hace bajo razón de bien. Se desfalca un ayuntamiento buscando dinero, se toma el jarabe espantoso en razón de la salud, se aguanta en la mesa de trabajo por el bien de la empresa o los aprobados que evitaran la bronca de los padres, etc.

Los ejemplos citados son todos de bienes parciales: ninguno de ellos da cumplimiento en su totalidad al ser humano. Alguien que por el estudio pierde los amigos, por los amigos el estudio, por el deporte ambas cosas, decimos que está desequilibrado, que ha llevado a cabo algo que no merece la pena. Las miopías son frecuentes, y nos sitúan de modo habitual entre Escila y Caribdis: un gran trabajo que absorbe la vida familiar y supone que los hijos no te dirigen la palabra, el esfuerzo por la asignatura más difícil que se salda en un suspenso en otras más asequibles, estar amable con alguien que nos necesita y ser malinterpretado. Y aunque consigas uno de esos bienes pretendidos se sabe que no basta, que la vida es mucho más compleja y estructurada que uno

10 De ahí la llamativa pobreza de planteamientos en exceso pragmáticos (tipo: “la filosofía hasta ahora se ha dedicado a pensar el mundo, lo que haremos a partir de ahora será cambiarlo”) que acaban resultando irreflexivos y pisotean a las personas. De ahí lo preocupante de la desaparición paulatina de las humanidades de la educación media y superior. La razón, la utilidad; la realidad: ausencia de reflexión, pobreza a la hora de argumentar, abandono acrítico en lo que indiquen los expertos.

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de sus aspectos.

Por ese motivo parece que es necesario que exista un bien principal en torno al cual se ordenen el resto. San Agustín hablaba del ordo amoris, el orden del amor. Amar se convierte en un arte que no consiste sino en saber darle a cada cosa, en cada momento, su importancia, su peso, la atención que merece. Evidentemente esto se relaciona con otro difícil arte: saber mirar, ver las cosas como son, acercarse a la realidad con una mirada benevolente11. La benevolencia nos lleva a respetar el ser de las cosas, admirándolo y defendiéndolo. La mirada benevolente a lo real nos sirve de guía a la hora de poner cada cosa en su sitio, de reconocer el valor objetivo de todo. De esa manera podremos ordenar la jerarquía de nuestros amores, de nuestras decisiones: entre fútbol o estudio puedo decidirme por lo segundo porque es mi obligación en este momento, o por lo primero, porque un amigo necesita distraerse y eso vale más que mi carrera profesional. Como se ve, no hay forma de dar recetas a priori: el orden del amor se relaciona con la virtud de la prudencia (la recta razón para lo que hay que hacer), en una dimensión que quizás podríamos llamar ya sabiduría (ordenar el mundo según el orden del ser, de la verdad, del amor).

De entre todos los bienes siempre se toma uno como el punto de referencia, como guía. Es este bien superior el que da sentido a la totalidad de bienes parciales, como el cedazo sobre el que se tejen los distintos hilos del tapiz. Aristóteles hablaba de la vida ética como de un arquero que está presto para disparar una fecha: parece importante no sólo que actúe, sino que también sepa hacia donde dispara, de modo que acierte en el blanco en vez de herir a nadie del público. La actuación sin reflexión es peligrosa, la inactividad es subhumana. Quien no crece está perdido (la persona nunca puede decir basta), y quien no sabe dónde va también, con el riesgo de hacerse daño y de dañar a otros12. En una frase breve se puede resumir: en la vida práctica el fin es el principio de la acción, se necesita una meta, un qué, en torno al cual edificar un proyecto de vida13.

La verdad práctica tiene que ver con el bien y con el fin. Ahora bien, ¿supone eso que todas las cosas que no son el fin se subordinan a él y sólo tiene razón de medio? Parecería que las cosas que no son ese fin son decorado, una necesidad inexcusable pero que por sí no interesa. De ese modo las cosas 11

12 ¿Cómo es posible que tantas personas dediquen decenas de años de estudio para su capacitación profesional y no gasten apenas tiempo para la tarea más complicada que van a emprender: el matrimonio, la convivencia continuada, la educación de los hijos, vivir? Es fácil ver en ámbitos educativos tantos padres que improvisan, se autoproclaman ‘expertos’ (en la vida de pareja, en educar niños o adolescentes) y van acumulando errores que al final estropean eso que ellos consideraban el más importante de los tesoros. La improvisación nunca funciona en lo importante.13 Cuenta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido cómo en los campos de concentración sobrevivían con más facilidad aquellos que tenían una razón, motivo, finalidad por la que hacerlo. En su caso era la posibilidad de que su mujer estuviera con vida y necesitara de él en caso de que la guerra terminara (como se ve, nada era seguro a esas alturas). Lo resumía con una excelente frase de Nietzsche: «Quien tiene un buen qué es capaz de resistir cualquier cómo».

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perderían valor en sí mismas, y si lo que nos importa es la familia el trabajo podría verse reducido a medio, como la amistad, de manera que carecerían de valor propio y se realizarían por un interés ajeno a ellas.

¿La prioridad del fin implica que hay que instrumentalizar los medios? Si lo trasladamos al ámbito religioso: ¿una persona que crea en la recompensa futura del Cielo necesariamente ha pasado al desprecio del mundo, de lo cotidiano? No parece plausible vaciar el mundo de significados, ponerlo como mero instrumento, como si no fuera lo que nos corresponde a nosotros, seres corpóreos que son también su cuerpo. El peligro del espiritualismo, la pérdida de sentido de las cosas, acecha a quien malogre la interpretación de cómo se relacionan fin y medios.

¿Se podría aceptar que se trate a los amigos porque son medios que ayudan al fin propio?, ¿o porque nos resultan más o menos agradables, entretenidos, porque nos compensen humana o económicamente? En ese caso el amante no saldría de sí mismo y por lo tanto no sabría querer a otras personas. Pero sin el amor a otros parece imposible poder cumplir con un fin feliz.

La conclusión es otra. El que algo sea medio no indica que necesariamente se pierda al llegar a la meta. Los medios para el fin también pertenecen al fin: ¿qué es una vida lograda sino la de aquel que es querido y sabe querer, aquella que incluye la alegría, prudencia, capacidad de ser justo, etc.? Los otros también pertenecen al bien que buscamos (¿será posible la felicidad de un solitario?), lo mismo que aquellas virtudes que nos han podido ayudar a abrir nuestro corazón a los demás. Cuanto más se cultiven los medios más rica será la vivencia del fin: quien ha aprendido a mirar sabrá querer mejor lo más grande, quien ha girado toda su vida en torno a su propia subjetividad no será capaz de abrir los ojos «ni aunque las piedras se conviertan en hijos de Abraham».

7. Elementos de la vida lograda

La palabra felicidad puede resultar engañosa. En el lenguaje ordinario ha perdido parte de su significado originario, y no es raro que nos traiga a la cabeza imágenes de familias ñoñas de serie televisiva norteamericana o la cara de alguno de los protagonistas del llamado ‘famoseo’. La felicidad no se refiere a la plenitud biológica del hombre sano (entre los 15 y los 35). Los griegos relacionan este concepto con el de vida plena: no les interesa tanto una situación determinada y contingente como la totalidad de eso que llamamos «mi vida». De ese modo la pregunta por la felicidad coincide con la que se hace sobre el sentido de la vida.

¿Coincide la felicidad en salud, dinero, honor, placer? Aristóteles responde: «vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz». ¿Eso qué significa?, ¿que quien quiera ser honrado en el negocio de la construcción deberá aceptar que su empresa no levante vuelo y decir que obra bien y que por tanto lleva una

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vida lograda?, ¿que quien tiene una familia llena de felicidad, y el trabajo funciona, y le adviene un cáncer cuando todavía es joven, puede ser considerado feliz?Una vida logada incluye el trabajo, un medio por el que lograr bienes para el propio sustento y el de las personas queridas, para mejorar el mundo y crear riqueza, para solventar injusticias sociales. Pero, ¿incluye también el estrés que le acompaña?, ¿las rupturas de matrimonios debidas a los horarios absurdos y absorbentes de tantas empresas de hoy en día? ¿Y perder un bien como la familia por vender bonos, seguros, grifería o lo que sea?, ¿merece la pena? El triunfo profesional no asegura el triunfo privado: Aquiles será un gran guerrero, pero no consigue que nadie le ame. ¿De qué le sirve entonces tanta lucha?

Una vida lograda incluye la familia: formar un hogar, ayudar a crecer a unos hijos. ¿Incluye eso también los problemas, los desencuentros en el matrimonio?, ¿el revés profesional del marido o la depresión de la mujer?, ¿la enfermedad o muerte de un hijo? ¿Pertenecen las sombras a la vida lograda?, ¿y la rutina?, ¿el aburrimiento?

Lo mismo con el amor: ¿dónde se experimenta la felicidad sino amando? Y, sin embargo, también es el lugar del dolor, y son las rupturas amorosas, y los celos, la fuente de mayores desengaños y tristezas. ¿Se podría dar la salvación sin riesgo, la felicidad sin llanto? Y surge lo que sabemos todos: que en esta vida nuestra debilidad y el carácter temporal, contingente, de todo lo que nos rodea, es un seguro de que la felicidad plena (aquella en la que uno puede establecerse) no es posible, sino anunciada, y que por eso mismo más que felices se nos podría llamar buscadores de la felicidad, unos pretendientes parecidos en parte a los que querían a Penélope pues nunca alcanzamos de modo definitivo lo que esperamos. ¿O no es así?

¿Y no será la solución lograr la indiferencia? No tener metas, ni preocupaciones, no depender de nadie y que nadie dependa de uno (sin amarras, sin riesgos), de modo que nada preocupe, que nada importe, que se impida así el sufrimiento. Quizás se pierdan momentos intensos de felicidad (la alegría del amante, la primera vez que una madre tiene a su hijo durmiendo en brazos), pero también se evita el dolor, ¿y no es la felicidad vivir sin que nada duela? El estoicismo ahonda este camino; en nuestros días quizás el lugar lo ocupan las doctrinas budistas. Pero es probable que la mayoría de los seres humanos no aceptaran esto como ideal de vida: vivir es algo más que durar, y no toda forma de supervivencia se puede considerar adecuada. Por otro lado, ¿puede el egoísmo −un defecto− provocar la felicidad −una virtud−? El hombre, por ser persona, tiene una capacidad donal, en la medida en que su apertura ‘al Otro’ le lleva a cuidar: quien no tenga a quien darse, quien no se sepa dar, quien no haya sido recibido, más bien parece un fracasado que un hombre feliz.

¿Qué clase de vida merece la pena ser vivida?, ¿qué es lo que constituye una vida rica frente a otra dedicada a trivialidades? ¿Cuál es el para qué de mi

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existencia?, ¿lo hay, o somos fruto de una casualidad y a nuestro alrededor no hay más que una indiferencia que podríamos denominar ‘cósmica’? ¿O, por el contrario, le importamos a alguien, y se nos ha encomendado una tarea que puede hacer significativo nuestro caminar, que puede dotarle de un sentido? Si lo que yo hago sólo me importara a mí, ya que acabaré desapareciendo, ¿qué más dará dedicar la vida a servir al necesitado, a buscar el propio interés o a hacer todo el daño posible a quienes más sufren? La vida sólo puede ser significativa si responde a una misión, si es posible encuadrarla dentro de un plan. Si la existencia no respondiera a un motivo sería completamente trivial (contingente, sin razón), de modo que nos veríamos obligados a tener que vivir en el sinsentido, pero eso ¿quién lo puede aguantar?

Descubrir la misión que se tiene es lo mismo que responder a la pregunta sobre «quién soy yo», pregunta que en el fondo se responde sabiendo dónde me encuentro, qué me preocupa, qué me indigna, qué me llena. Las respuestas pueden girar todas en torno al yo, al propio entretenimiento, a si cierro los ojos ante quien me necesita; o pueden referirse a los contrarios. ¿Me interesa el resultado de mi partida de cartas, el enfado porque he perdido al golf, la pobreza en África, la educación de mis hijos?

Bien es cierto que no hay que estar siempre preocupado por cuestiones serias y trascendentales, pero tampoco parece conveniente el refugio perpetuo en las cuestiones frívolas, en la fatuidad. Tal vez baste con saber responder a esto: ¿mi vida es significativa? (si podría contársela a alguien, si mis ideales son dignos de ser narrados), ¿vale la pena? (si me cambiaría por otro, si la envidia es una de mis circunstancias habituales, o si lo que tengo entre manos me apasiona porque me he animado a vivirlo intensamente), ¿tiene peso o es insustancial?, ¿tiene unidad o carece de propósito?, ¿todo es tiempo perdido, malgastado e irrecuperable, o por el contrario las cosas que hago tienen consecuencias en mí mismo, se dirigen hacia mi interioridad y me mejoran como persona? (Taylor).

Bibliografía complementaria

AQUINO, T., Suma Teológica, BAC, Madrid 1992, en especial I-II, cuestiones 1-5.

ARANGUREN, J., Antropología filosófica. Una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano, McGraw-Hill, Madrid, 2003, capítulos 4 y 8.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Gredos, Madrid 2002.

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LLANO, A., La vida lograda, Ariel, Madrid 2002.

MACINTYRE, A., Tras la virtud, Paidos, Barcelona 1987.

SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1990.

TAYLOR, Ch., Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidos

Básica, Barcelona 1996

YEPES, R.-ARANGUREN, Javier, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, Eunsa, Pamplona 2003, capítulos 2, 7 y 8.

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