tema 10. de roma a lisboa

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TEMA 10 DE ROMA A LISBOA 1. LA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA El Tratado de Niza había ampliado todo lo posible los efectos del Tratado de Maastricht. Pero, como quedó demostrado por la insatisfacción que generó en muchos ámbitos, no logró acercar a la naciente Unión Europea a los niveles de supranacionalidad que requería un proyecto de integración que, para cubrir sus objetivos, tendría que ser básicamente federalista. Por otra parte el Tratado de 1992 había empezado a funcionar en una estructura de quince miembros. Y, como la cuestión de la mayoría cualificada en el Consejo había puesto crudamente de relieve, en la Europa de los Veintisiete las condiciones de juego serían muy distintas. A la altura del año 2001, el corpus legislativo de la UE se encontraba repartido en ocho tratados, elaborados entre 1951 y 2000, y en más de medio centenar de protocolos independientes, lo que complicaba extraordinariamente cualquier avance en la integración continental. La Conferencia Intergubernamental que preparó el Tratado de Niza había elaborado una Declaración en la que se expresaba «la necesidad de mejorar y supervisar permanentemente la legitimidad democrática y las transparencia de la Unión y de sus instituciones, con el fin de aproximar éstas a los ciudadanos de los Estados miembros». Los miembros de la CIG proponían la apertura de un proceso de reflexión y de negociación post-Niza, que 1

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TEMA 10 DE ROMA A LISBOA

1. LA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA

El Tratado de Niza había ampliado todo lo posible los efectos del Tratado de

Maastricht. Pero, como quedó demostrado por la insatisfacción que generó en muchos

ámbitos, no logró acercar a la naciente Unión Europea a los niveles de

supranacionalidad que requería un proyecto de integración que, para cubrir sus

objetivos, tendría que ser básicamente federalista. Por otra parte el Tratado de 1992

había empezado a funcionar en una estructura de quince miembros. Y, como la cuestión

de la mayoría cualificada en el Consejo había puesto crudamente de relieve, en la

Europa de los Veintisiete las condiciones de juego serían muy distintas. A la altura del

año 2001, el corpus legislativo de la UE se encontraba repartido en ocho tratados,

elaborados entre 1951 y 2000, y en más de medio centenar de protocolos

independientes, lo que complicaba extraordinariamente cualquier avance en la

integración continental. La Conferencia Intergubernamental que preparó el Tratado de

Niza había elaborado una Declaración en la que se expresaba «la necesidad de mejorar y

supervisar permanentemente la legitimidad democrática y las transparencia de la Unión

y de sus instituciones, con el fin de aproximar éstas a los ciudadanos de los Estados

miembros». Los miembros de la CIG proponían la apertura de un proceso de reflexión y

de negociación post-Niza, que llevara a una refundición de los diferentes tratados en

uno sólo, que formase un verdadero código constituyente de la UE. Era el punto de

arranque de lo que conocemos, desde 2004, con la ambigua denominación de Tratado

estableciendo una Constitución para Europa o, simplemente, Tratado Constitucional

Europeo (TCE).

1.1. El proceso de elaboración

La propuesta de reforma y refundición de los tratados fue acogida por el Consejo

Europeo en su reunión en la localidad belga de Laeken, el 14 y el 15 de diciembre de

2001. En una Declaración sobre el futuro de la Unión Europea, o Declaración de

Laeken, anunció la convocatoria de una Convención Europea, la Convención sobre el

futuro de Europa, un foro de debate destinado a «examinar las cuestiones esenciales

que plantea el futuro desarrollo de la Unión e investigar las distintas respuestas

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posibles», sobre temas como la política exterior y de seguridad, las competencias

exclusivas de la Unión y las de los países miembros, el papel de los parlamentos

nacionales en la construcción europea, o la conveniencia de fundir todos los tratados

comunitarios en un único texto constitucional. Las conclusiones de la Convención

serían el documento de trabajo de una nueva CIG que prepararía el Tratado

Constitucional. La Convención, presidida por Valey Gircard d'Estaing e integrada

por representantes de los quince gobiernos, de los parlamentos nacionales, del

Parlamento Europeo y de la Comisión Europea, asesorados por un amplio «foro de

organizaciones sociales», inició sus sesiones el 28 de febrero de 2002 y las culminó en

Salónica el 18 de julio del año siguiente, momento en que Giscard entregó al Consejo

Europeo sus conclusiones.

La CIG inició los trabajos en octubre de 2003. Fueron unas sesiones complicadas, en las

que a los motivos de disenso entre los quince gobiernos que habían condicionado los

tratados de la década anterior, se sumaron las aportaciones de los diez nuevos miembros

que se integraron en la UE en pleno período de debates. La primera propuesta de la CIG

no obtuvo el apoyo de un dividido Consejo Europeo en diciembre de 2003. Pero, una

vez más, los gobiernos advirtieron el desastre que supondría la ruptura de las

negociaciones sobre el Tratado y se concertaron para aprobar un texto que, sin satisfacer

a ninguno, pudiera ser asumido por todos.

Uno de los puntos más controvertidos del TCE fue la mención de herencia cultural

europea en el Preámbulo. El primer proyecto de la CIG hacía referencia a los valores

laicos de la Ilustración como base del patrimonio cultural común y fundamentación de

la democracia en Europa. Pero los ministros democristianos y conservadores —con

polacos y alemanes a la cabeza— protestaron por lo que consideraban una visión «atea»

y exigieron que ese patrocinio cultural de lo europeo se le atribuyese al Cristianismo. El

veto del Gobierno francés, defensor del laicismo, evitó una mención confesional que

enervaba a las restantes confesiones religiosas presentes en el territorio de la UE. En su

redacción final, el Preámbulo se refería en abstracto a «la herencia cultural, religiosa y

humanista de Europa».

Por otra parte, la cuestión de la naturaleza del Tratado desató una intensa polémica

jurídica, tras la que existía un importante trasfondo político. La Unión Europea era

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más que una organización internacional, pero menos que un Estado federal. Sus

instituciones básicas parecían representar un marco federal, o al menos confederal, con

poderes legislativo, ejecutivo y judicial de carácter comunitario. Pero el TUE había

resultado bastante ambiguo, o insuficiente, respecto a los rasgos definitorios de la

Unión. Esta era presentada como un espacio geográfico en el que un conjunto de

estados sometidos a convenios vinculantes delegaban parte de sus políticas de

gobernanza, y de su soberanía, en instituciones supranacionales que actuaban, sin

embargo, con un carácter básicamente subsidiario. Además, esas instituciones y su

ámbito de actuación se ceñían, en lo fundamental, al pilar comunitario, es decir, a la

Comunidad Europea (CE), que poseía naturaleza jurídica propia y que, a diferencia de

la naciente UE, estaba condicionada por la vigencia de cuatro tratados sucesivos (1957,

1965, 1986 y 1992). La naturaleza de la relación UE-CE era, para muchos, un problema

que había que resolver con urgencia.

Si el Tratado de Roma, de 1957, había dado vida a una comunidad económica con

vínculos bastante laxos entre sus socios, y el TUE de 1992 había establecido tres líneas

de integración disímiles e independientes —los famosos pilares— los europeístas

defendían que el TCE de 2004 debía ser una auténtica Constitución, que dotase a la

Unión de la tantas veces postergada estructura federativa. Latía la cuestión de si la

Unión Europea sería en el futuro un Estado de derecho, con la forma que se le diera, o

permanecería como un vínculo confederal de la «Europa de las patrias».

En su reunión de Bruselas, el 19 de junio de 2004, los jefes de Estado y de Gobierno de

Los Veinticinco —la ampliación se había producido un mes antes— aprobaron la

segunda propuesta de la CIG, el Tratado estableciendo una Constitución para Europa.

Era un título ambiguo, que no aclaraba si aquello era ya una auténtica Constitución o si

lo que hacía era fundir los tratados existentes y posibilitar redactarla más tarde como

una Carta propia de un Estado federal. El TCE fue firmado por los veinticinco jefes de

Estado o de Gobierno de la Unión Europea el 29 de octubre de 2004, en la capital

italiana, por lo que a veces se le define como Tratado de Roma II. Las previsiones

eran que, tras la ratificación en los países miembros, entrase en vigor el primer día de

noviembre de 2006, a tiempo para la segunda ampliación de la Unión. De hecho,

firmaron el Acta en calidad de observadores Rumania, Bulgaria y Turquía, país este

último que entonces parecía un firme candidato al ingreso.

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1.2. Contenido del Tratado

El TCE, un largo texto de 482 páginas en su versión española, constaba de siete Títulos,

con 448 artículos y 36 protocolos adicionales. Sus principales novedades y avances en

el proceso de integración eran las siguientes:

Refundía en un solo texto los diversos tratados comunitarios y terminaba con la

dualidad de Maastricht, al atribuir a la Unión Europea las competencias de la

Comunidad Europea, que desaparecía como ente jurídico.

Creaba una estructura de representación y gestión de la UE que se acercaba al

concepto de organización de un Estado democrático. Así, la presidencia del

Consejo Europeo dejaba de ser asumida, en forma rotatoria y por períodos de seis

meses, por los jefes de Estado y de Gobierno que integraban el Consejo. El puesto

se «profesionalizaba» y pasaba a ser electivo en la figura de un presidente sin cargo

político alguno en su país, elegido por mayoría cualificada del Consejo por un

período de dos años y medio, con la posibilidad de renovar una sola vez.

Respecto a la Comisión Europea, el Tratado limitaba, con vistas a las sucesivas

ampliaciones, el número de comisarios europeos, hasta un máximo de dos tercios

de la cifra de países miembros. Eso significaba que la Comisión, que en 2004 tenía

30 comisarios —los de los países recién llegados compartían comisaría con los

veteranos— contaría sólo con 19 tras producirse la segunda ampliación, en 2007.

En cuanto a la Política Exterior y de Seguridad Común, el Tratado no entraba a

definir ámbitos de competencia comunitaria, ya que se limitaba a señalar que los

estados miembros evitarían en su actuación internacional «toda acción contraria a

los intereses de la Unión». Sin embargo, el TCE sentaba las bases de una

diplomacia comunitaria al colocar la PESC bajo la dirección del presidente del

Consejo Europeo y sustituir la figura del alto representante por la de un ministro de

Asuntos Exteriores de la Unión, elegido por el Consejo Europeo, que asumiría la

dirección de un auténtico aparato diplomático de la Unión y la coordinación de los

asuntos de Defensa de sus miembros.

El Parlamento Europeo aumentaba su número de escaños y del máximo de 736

previstos en Niza se pasaba a los 750, reequilibrando la composición nacional para

compensar a los países medianos y pequeños. El Tratado reforzaba la capacidad

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legislativa del Parlamento al convertir el procedimiento de codecisión con el

Consejo de Ministros en el sistema habitual de elaboración de la legislación

europea.

El Consejo de Ministros, o Consejo de la Unión Europea, aumentaba sus

competencias con decisiones de política interior, relaciones internacionales o

política monetaria, que hasta entonces pertenecían en exclusiva al Consejo

Europeo. Para estas cuestiones se reforzaría la exigencia de mayoría cualificada en

doble votación, que sería del 75% de los estados y del 65% de la población. El

derecho de veto se mantenía, aunque se reducía su ámbito a asuntos relacionados

con la fiscalidad y la política exterior y de defensa que afectaran a intereses

concretos de los países miembros.

El Tratado incorporaba plenamente al ámbito jurídico de la Unión la Carta de

los Derechos Fundamentales aprobada en la Cumbre de Niza, de 2000, con lo que

dejaba de ser una mera Declaración y vinculaba a los estados, que se someterían en

los pleitos sobre su aplicación a la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la Unión

Europea.

Finalmente, en la cuestión de la unión monetaria, el Tratado abordaba la

presencia institucional del euro en el Fondo Monetario Internacional y otros

organismos financieros. Rechazaba la propuesta de la Comisión para que asumiera

tal competencia el presidente de esta y encomendaba a la Presidencia del Consejo

Europeo el establecimiento de «las medidas oportunas para contar con una

representación única» en los foros económicos internacionales, pero no entraba a

definirlas.

1.3. El fracaso de la ratificación

Como sucediera con sus predecesores, el Tratado Constitucional se enfrentaba a su

auténtica prueba de fuego con la ratificación en los países miembros. Los sectores

euroescépticos se movilizaron como nunca, alertando que el TCE representaba una

pérdida de soberanía nacional irreversible y mayor que en ningún tratado

anterior. Quizás previendo las dificultades, el Parlamento Europeo aprobó, el 12 de

enero de 2005, una moción recomendando a los ciudadanos de la UE que refrendasen el

proyecto. Una vez más, la ratificación se orientó hacia la votación parlamentaria en

algunos países y hacia la consulta popular en otros. En los parlamentos nacionales era

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de esperar que no hubiese grandes problemas. Durante seis meses, en efecto, el Tratado

Constitucional tuvo un recorrido triunfal. El Parlamento lituano fue el más temprano, el

11 de noviembre de 2004, con el 95% de votos a favor. El húngaro, el 20 de diciembre,

lo aprobó con el 96%. En 2005 votaron a favor los parlamentos de Eslovenia (1 de

febrero, 95%), Italia (6 de abril, 94%), Austria y Eslovaquia (11 de mayo, 99% y 81%,

respectivamente) y ese mismo día Bulgaria y Rumania, futuros miembros (100% en

ambos casos), Alemania (12 de mayo, 95%) y Letonia (2 de junio, 71%).

Paralelamente, otros países iniciaban sus consultas populares. Sabedores de lo que se

jugaban, varios de los gobiernos comprometidos establecieron que los resultados del

referéndum no serían vinculantes para ellos, sino orientativos, por lo que el Parlamento

nacional tendría la última palabra. El primero país en organizar el referéndum fue

España, el 20 de febrero de 2005. La opinión pública se movilizó poco ante una

consulta no vinculante: apenas un 42% votaron y dieron el triunfo al «sí» con un 76,7%

de los sufragios emitidos. Pero luego todo se torció. El 29 de mayo votaron los

ciudadanos franceses, ganando el «no», por lo que el primer ministro, Jean-Pierre

Raffarin, dimitió. Tres días después, Holanda votaba también, con un mayor porcentaje

de sufragios en contra. Tanto si el referéndum no era vinculante (Holanda) como si lo

era (Francia) se trataba de algo más que un tropiezo. El 6 de junio, el Gobierno británico

anunció que suspendía su referéndum. El 10 de julio, la ciudadanía de Luxemburgo

ratificó el Tratado en las urnas (57%).

Como ya sucediera con el Tratado de Maastricht, los europeístas se empeñaron en

completar la ratificación, con la esperanza de que Francia y Holanda rectificaran

su voto negativo. El 20 de junio votó el Parlamento chipriota, pero sólo con un 55% de

votos favorables. Para incrementar la impresión de crisis institucional generalizada,

aquel mismo mes, el Parlamento Europeo rechazó el Presupuesto comunitario elaborado

por la Comisión por las fuertes disensiones surgidas en cuestiones siempre polémicas,

como las subvenciones de la PAC o el cheque británico.

Un año después, en mayo de 2006, Estonia y Finlandia pasaron el trámite de ratificación

parlamentaria sin dificultades y lo mismo hizo Malta en julio. Pero luego debían

celebrar referendos populares el Reino Unido, Polonia, Chequia, Irlanda, Dinamarca y

Portugal, países en los que era muy posible que triunfase el «no» euroescéptico a un

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Tratado cuyo impacto favorable en la opinión pública se había ido difuminando. Por lo

tanto, en el verano de 2006 el proceso de ratificación quedó detenido. Formalmente,

el Tratado Constitucional seguía abierto a su tramitación a través de los cinco

referendos pendientes y la consulta al Parlamento sueco, más la posibilidad de que

franceses y holandeses rectificaran su negativa. Pero para entonces nadie parecía

decidido a reactivar un proceso que podía conducir a un nuevo desastre político para el

europeísmo. Catorce años después de su creación, la Unión Europea entraba en vía

muerta.

2. LA UNIÓN EUROPEA OCCIDENTAL

La Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), establecida por los tratados de

Maastricht y Ámsterdam, estaba destinada a dar a la UE una auténtica estructura

supranacional de diplomacia y defensa. Frente a la falta de un serio compromiso de

coordinación que había presidido la Cooperación Política Europea (CPE) y el débil

método Davignon de consultas colectivas, la PESC implicaba, en principio, la aparición

de unas reglas comunes y de unos mecanismo comunitarios de supervisión, que

obligaban a los estados a seguir unas líneas conjuntas de política exterior y a coordinar

sus aparatos militares. La creación, en 1999, de la figura del Alto Representante para

Asuntos Exteriores y de Seguridad Común —popularmente conocido como Mr.

PESC— venía a reforzar la idea de que la UE se proponía asumir competencias en

materia diplomática y militar que hasta entonces se reservaban los estados. Para el

puesto, que se correspondía con el de secretario general del Consejo Europeo, fue

designado el socialista español Javier Solana, quien como secretario general de la

OTAN había dado pruebas de notable capacidad política en la coordinación

supranacional.

Si en el terreno diplomático la CPE había permitido un mínimo nivel de coordinación

en la respuesta de los estados comunitarios a las grandes crisis internacionales, la

política común de defensa ni siquiera había logrado ese nivel. Tras el fracaso de la

CED, los gobiernos de la CEE habían confiado a la Alianza Atlántica la defensa

conjunta, básicamente orientada entonces a contener la «amenaza soviética». Desde

octubre de 1954 existía la Unión Europea Occidental (UEO), heredera de la

Organización del Tratado de Bruselas y que durante décadas actuó como un organismo

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subordinado a la estrategia general de la OTAN. Al ponerse en marcha las primeras

iniciativas de creación de la Unión Europea, los dirigentes del Mercado Común

apreciaron la necesidad de impulsar una política de seguridad propiamente

europea. En octubre de 1984, en plena escalada de la «segunda guerra fría», se reunió

en Roma una Conferencia de Ministros de Defensa que acordó revitalizar la UEO. La

Declaración de Roma establecía «la necesidad de reforzar la seguridad occidental», por

lo que la activación de la alianza europea contribuiría a la seguridad de Europa

Occidental y a una mejora de la defensa común de todos los países de la Alianza

Atlántica.

En octubre de 1987, el Consejo de Ministros de la UEO estableció la Plataforma de

Intereses de Seguridad Europeos, que afirmaba que la construcción de la Unión

Europea sería incompleta si no incluía un «pilar» de asuntos de seguridad y defensa.

Con la entrada de España y Portugal en la UEO, en 1990, esta abarcó

prácticamente todo el territorio de la naciente UE, con excepción de Dinamarca, y

de Grecia, que se incorporó en 1995. Conforme a la voluntad de impulsar la alianza

militar en el seno del segundo pilar de Maastricht, el eje franco-alemán puso en marcha

una ambiciosa iniciativa, el Euroejército. Se creó, en el marco del acuerdo de

cooperación bilateral, en la Cumbre de La Rochela, en mayo de 1992. Al año siguiente

se adhirieron Bélgica y España y, en 1996, Luxemburgo. La idea, heredera de la CED,

era constituir un Ejército europeo permanente, de 55.000 hombres, integrado en la

UEO y nutrido con contingentes de los ejércitos nacionales, que actuase como

fuerza de choque para hacer frente a cualquier amenaza de seguridad que surgiera

en suelo europeo. Pero la iniciativa no llegó a traducirse en la práctica.

Por entonces, la UEO comenzaba a estar presente en determinadas situaciones

internacionales en las que los estados de la CEE/UE querían hacer valer su acción

común. Tal fue la vigilancia naval en el Golfo Pérsico durante la guerra irano-

iraquí de 1988 y, sobre todo, el conflicto de los Balcanes, entre 1991 y 1999.

Las sucesivas etapas del conflicto que llevó a la disolución de la Federación Yugoslava

constituyeron un bautizo y, a la vez, una prueba de fuego para la Política Exterior y de

Seguridad Común de la UE. La naciente diplomacia comunitaria se aplicó en la

búsqueda de sucesivos alto-el-fuego y proyectos de pacificación. Tales fueron las

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gestiones de mediación del Consejo Europeo a través de la troika comunitaria, que

lograron los Acuerdos de Brioni, en octubre de 1991; la labor de la Comisión de

Arbitraje, o Comisión de los Cinco, que elaboró en noviembre de 1992 el llamado

Informe Badinter —por su presidente, el francés Robert Badinter— proponiendo

soluciones a los diversos conflictos en curso; o la iniciativa conjunta con los Estados

Unidos que se plasmó en el Plan Owen-Vance, en enero de 1993, que ofrecía una

salida confederal a Bosnia-Herzegovina. Fueron todas gestiones bienintencionadas,

pero fracasadas, que desprestigiaron la incipiente diplomacia comunitaria y no

sirvieron, además, para detener el copioso caudal de refugiados civiles que huían desde

las zonas en conflicto hacia el territorio de la Unión. Finalmente, las resoluciones de la

ONU y la decisión norteamericana de implicar a la OTAN en intervenciones armadas

contra la República de Serbia y las comunidades serbias en Bosnia-Herzegovina (1994 y

1999), pudieron ir zanjando los conflictos, lo que implicó una prolongada ocupación

militar de Bosnia y de Kosovo bajo el paraguas legal de Naciones Unidas.

Aunque relativamente marginales, la UEO tuvo algunas actuaciones en las guerras

yugoslavas, las llamadas misiones Petersberg, en junio de 1992, que apuntaban líneas

de lo que más tarde sería la Política Europea de Seguridad y Defensa. Así, en 1992-93

participó en misiones aéreas y navales en el Adriático y el Danubio para garantizar el

embargo decretado contra la Federación Yugoslava (operación Sharp Guard); en

octubre de 1993 destinó un pequeño contingente en la ciudad bosnia de Mostar, en

misión policial; en 1999 sostuvo una misión de desminado en Croacia; y ese mismo año

cubrió la información por satélite para la intervención militar de la OTAN en la

provincia serbia de Kosovo.

El estallido de la guerra en Yugoslavia aumentó las preocupaciones en las

cancillerías de la Unión sobre la estabilidad de los PECO, integrantes hasta poco

antes del Pacto de Varsovia. En los años centrales de la década se multiplicaron las

iniciativas, en las que llevaban la voz cantante París y Berlín. En mayo de 1994 se

reunió en la capital francesa una Conferencia sobre la estabilidad de Europa, que

puso de relieve la urgencia de atender las expectativas de ingreso en la UE de los países

ex-comunistas como forma de eliminar los contenciosos entre ellos, casi siempre por

cuestiones fronterizas o de minorías étnicas, y para prevenir la recuperación de la

hegemonía sobre la zona de una Rusia que estaba reconstruyendo el espacio geopolítico

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soviético a través de la Confederación de Estados Independientes (CEI). Una

iniciativa más concreta, a partir de 1992, fue el establecimiento del llamado triángulo

de Weimar, que relacionaba directamente al eje franco-alemán con Polonia mediante

contactos políticos privilegiados y proyectos de cooperación militar.

Sin embargo, la perspectiva de implicación de los PECO en la PESC, con anterioridad a

su entrada en la Unión Europea, estaba estrechamente vinculada a su ingreso en la

Alianza Atlántica. De hecho, fueron en paralelo. En enero de 1994, en su Cumbre de

Bruselas el Consejo Atlántico propuso a los miembros del antiguo Pacto de Varsovia

una «Coparticipación por la Paz», que suponía la cooperación en determinados

ámbitos militares y la integración de contingentes de tropas de esos países en las

«misiones de paz» que la OTAN comenzaba a asumir dentro y fuera de Europa. La

cooperación de Rusia, donde el presidente Boris Yeltsin alentaba una política

marcadamente pro-occidental, animó a los PECO a acercarse a la UEO en busca de vías

más rápidas de integración en la UE. Y en mayo de ese año, nueve países ex-comunistas

se integraron en el pacto militar europeo.

3. LA POLÍTICA EUROPEA DE SEGURIDAD Y DEFENSA

En la segunda mitad de los años noventa, parecieron afirmarse las esperanzas de que la

UEO se convirtiera en un pacto militar realmente operativo. En noviembre de 1996 se

crearon en su seno dos organismos orientados a coordinar el rearme de sus miembros: la

Organización del Armamento de Europa Occidental, constituida por los miembros

de la alianza, y el Organismo de Cooperación en Materia de Armamento, que

agrupaba a Alemania, Francia, el Reino Unido e Italia. Y en 1999, Javier Solana, el

alto representante de la PESC, se convirtió en secretario general de la UEO, uniéndola

aún más estrechamente a la faceta diplomática de la UE.

Pero para entonces, y especialmente tras la crisis de Kosovo, la visión de una gran

política exterior europea que requiriese autonomía en materia de defensa respecto a los

Estados Unidos había perdido fuerza en aras de la convicción de que las políticas de

seguridad exterior de la UE que implicaran el uso de la fuerza debían descansar en la

OTAN, a la que Washington aportaría los grandes recursos económicos y militares que

los gobiernos europeos no estaban en condiciones de emplear. Aun manteniendo la

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capacidad de intervención armada en acciones puntuales, la UE se concentraría, por lo

tanto, en el ejercicio del denominado «poder blando», es decir, en las tareas de

mediación diplomática y de mantenimiento del orden, en las misiones

humanitarias, destinadas a paliar los efectos de los conflictos sobre la población y en

la reconstrucción de las zonas devastadas.

El Tratado de Ámsterdam, de 1997, definió una serie de actividades de la PESC que

se englobaban dentro de la denominada Política Europea de Seguridad y Defensa

(PESD): misiones civiles humanitarias y de evacuación, misiones de policiales de

«mantenimiento de la paz» y misiones militares de «gestión de crisis», es decir, lo que

desde 1992 se conocía como las misiones Petersberg. Junto a ello, a la PESD se le

atribuía un componente diplomático mediante la actividad de «prevención de

conflictos».

En la breve etapa de despliegue institucional de la UE transcurrida entre los tratados de

Ámsterdam y Niza, la PESD adquirió un creciente protagonismo en el seno de la

PESC. Mientras la UEO volvía a la inoperancia, el Consejo Europeo, y con él su

secretario general, que era Alto Representante de la PESC, asumió todo el protagonismo

a través de una estructura político-militar basada en cuatro organismos permanentes,

dependientes del Consejo:

El Comité Político y de Seguridad (COPS), creado en 1999 en sustitución del

Comité Político del Consejo, está presidido por un delegado del Alto Representante.

Orienta las políticas exterior y de seguridad y define sus líneas de aplicación,

especialmente las operaciones humanitarias, las de prevención de conflictos y las

militares de gestión de crisis, que quedan bajo su supervisión política.

El Comité Militar de la Unión Europea (CMUE), establecido en diciembre de

2000, está formado por los jefes de los Estados Mayores de los países miembros,

con competencias consultivas, de planificación y de control de las misiones

militares emprendidas en el marco de la PESD. De él depende el Estado Mayor de la

Unión Europea, creado en enero de 2001, que ejecuta las decisiones del CMUE

planificando las intervenciones militares en las operaciones de gestión de crisis, y

manteniendo una coordinación permanente con el Mando militar de la OTAN.

El Comité para aspectos civiles de gestión de crisis (CIVCOM) creado en 2000,

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se ocupa de los aspectos de cooperación civil (Justicia, reforma administrativa,

Sanidad) de las misiones PESD.

La nueva estructura político-militar de la UE estaba lejos de amparar el viejo proyecto

del Euroejército, sustituido por el concepto de los pequeños contingentes de las

Fuerzas Armadas Europeas (EUFOR). Pero poseía la suficiente flexibilidad como

para mantener la presencia internacional de la Unión en aquellos ámbitos de

interés para sus miembros en que se produjesen situaciones conflictivas, mediante

acciones puntuales de bajo riesgo y con la seguridad de que las situaciones realmente

comprometidas las abordaría la OTAN, con la imprescindible aportación de la

superpotencia americana. El Tratado de Lisboa vino, en este sentido, a cerrar una larga

etapa de esfuerzos poco satisfactorios de creación de una Alianza militar europea,

inaugurada en 1948 con la Organización del Tratado de Bruselas y que concluyó,

simbólicamente, el 30 de junio de 2011, cuando expiró el Tratado de la Unión

Europea Occidental. Pocos meses antes, la UE había puesto en marcha su Servicio

Europeo de Acción Exterior, dependiente del Alto Representante, en la idea de que la

diplomacia civil, el otro brazo de la PESC, alcanzase un nivel de desarrollo suficiente

para complementar, y anticipar en la medida de lo posible, las iniciativas del COPS.

A partir del año 2003, la PESD multiplicó sus misiones internacionales: operaciones

de policía (EUPOL) en Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Macedonia o Palestina, misión

EUJUST THEMIS de fortalecimiento del Estado de derecho en Georgia, misión de

observación en Aceh (Indonesia), etc. Por los días en que entró en vigor el Tratado de

Lisboa, a finales de 2009, la PESD estaba presente, con pequeños contingentes

policiales, militares y de técnicos civiles, en seis zonas conflictivas:

En Bosnia y Herzegovina, tras el final de la misión de policía, la Unión mantenía

la misión militar EUFOR-Althea, que sucedió al SFOR, el operativo de la OTAN,

en diciembre de 2004 y desplegó 2.200 efectivos, tropas procedentes de 24 estados

miembros de la UE.

La Misión de asistencia fronteriza en Moldavia y Ucrania (EUBAM) era

consecuencia del acuerdo entre la Comisión Europea y los dos gobiernos afectados

por un contencioso territorial en el llamado Transdniéster, en octubre de 2005. La

Misión tenía como objetivo regularizar los controles fronterizos entre los dos países.

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En Iraq se estableció, en julio de 2005, la misión EUJUST LEX, con el objetivo

de modernizar y adaptar a los procedimientos democráticos la Administración

judicial y policial del reconstruido Estado iraquí.

La EUPOL Afganistán se creó como misión de policía de la UE en Afganistán,

en junio de 2007, con 167 agentes dedicados a formar a las fuerzas policiales

afganas.

La UE-Reforma del Sector de Seguridad para Guinea-Bissau se estableció en

junio de 2008, con la misión de asesorar a las fuerzas policiales y militares de ese

país africano

En la República Democrática del Congo, escenario de una prolongada y

sangrienta guerra civil entre 1996 y 2002, la UE activó dos misiones: la UESEC

RD Congo, de junio de 2005, destinada a asesorar a las Fuerzas Armadas y la

EUPOL RD Congo, de julio de 2007, para la formación de la policía congolesa.

4. DE LOMÉ A COTONOU

Uno de los aspectos más solventes de la política exterior comunitaria era, desde sus

primeros tiempos, la relación comercial y de ayuda al desarrollo con aquellos países

surgidos de la disolución de los imperios coloniales europeos. Muchos de estos

nuevos estados habían firmado la convención euro-africana de Yaundé (1964) y

luego integraron el Grupo África Caribe Pacífico (ACP), que en febrero de 1978

firmó con la CEE la Convención de Lomé. Los países del Grupo, 46 en principio,

recibieron un estatuto de asociación comercial a la Comunidad, inversiones y ayuda

tecnológica y educativa a cambio del suministro regular y en óptimas condiciones

económicas de las materias primas que demandaba el Mercado Común. Lomé fue un

éxito, en la medida en que cumplió las expectativas de ambas partes, y tuvo

continuidad. Lomé II cubrió el período 1980-85, Lomé III, el comprendido entre 1985

y 1990 y Lomé IV abarcó dos lustros, hasta el año 2000. En este largo período, la

Comunidad Europea implemento políticas concretas, como el Stabex, que garantizaba

precios mínimos para las exportaciones del Grupo ACP, el Sysmin, que ofrecía ayudas

a los países exportadores de minerales en momentos de fuertes caídas de los precios, o

la política de defensa de los Derechos Humanos, incorporada en Lomé IV y mediante la

que Bruselas presionaba con medidas económicas a aquellos países ACP que no

respetaran los derechos establecidos por las cartas de la ONU y del Consejo de Europa.

13

En 1997, la Comisión Europea publicó un Libro Verde sobre la cooperación

internacional, que abrió paso a una nueva concepción de las relaciones con el Grupo

ACP. La Comisión constataba que las ventas de los países del Grupo, básicamente

materias primas, a las economías industrializadas de la CEE habían disminuido. Y el 60

por ciento de esas exportaciones se concentraban sólo en diez productos. En tal sistema,

el Africa subsahariana era la gran perjudicada. Su PIB, constataba la Comisión, había

crecido el 0,4% entre 1960 y 1990, mientras que el conjunto de países en desarrollo lo

había hecho un 2,3.

Al expirar el plazo de Lomé IV, el Grupo ACP y la UE lo sustituyeron por el Acuerdo

de Cotonou (Benín), de 23 de junio de 2000, que firmaron los 15 socios europeos y los

78 del Grupo. El Acuerdo de Cotonou —que sería renovado, con ligeras modificaciones

en 2005— ampliaba el ámbito de la cooperación, financiada por el Fondo Europeo de

Desarrollo, y lo modificaba en torno a cuatro principios:

Garantizaba el principio de igualdad entre los socios, permitiendo a los países

ACP mayor capacidad de decisión sobre las políticas de cooperación destinadas a su

desarrollo social y económico.

Abría las estrategias y los programas a la participación de agentes no

gubernamentales, como oenegés, sindicatos, o empresas del sector privado.

Se fortalecían el diálogo y la asunción de obligaciones mutuas, especialmente en

la defensa de los derechos humanos, estableciendo mecanismos de control y

seguimiento y foros específicos. Las ayudas al desarrollo se supeditaban al

cumplimiento de estas obligaciones y a los principios del desarrollo sostenible.

Se diversificaba y regionalizaba la cooperación a partir de la división del

Grupo ACP en siete subsistemas geográficos. La UE dirigiría su política de ayuda

al desarrollo en función de las necesidades específicas de cada socio ACP,

planificándola con él a largo plazo y primando a los países con menores estándares

de desarrollo, casi todos africanos.

5. EL PARLAMENTO EUROPEO 2004-2014

Tras la ampliación de mayo de 2004, la Unión Europea de los Veinticinco disponía

14

de un enorme cuerpo electoral, integrado por 342 millones de electores. El

Parlamento Europeo, tras sucesivos intentos, no había logrado que se estableciese

un Procedimiento Electoral Uniforme, en el que fueran las instituciones comunitarias

las que organizasen los comicios, a los que concurrieran listas auténticamente europeas.

Aunque se había avanzado mucho desde el establecimiento del sufragio universal, en

1979, en la armonización del procedimiento electoral, los comicios seguían poseyendo

una clave básicamente nacional, a cargo de los gobiernos y los sistemas de partidos de

los estados y las encuestas demostraban que la situación interior del país era, más que

las estrategias de integración continental, la que decidía el voto entre opciones

concretas.

A las elecciones de 2004 concurrían los electorados de diez nuevos miembros de la

Unión, que pocos años antes se habían volcado en el fervor europeísta durante las

consultas para la ratificación de la adhesión. La incógnita era si estos electorados con

poco más de una década de experiencia en consultas democráticas y que votaban a

sistemas de partidos jóvenes y, con frecuencia inestables, acudirían en masa a votar para

dar un giro espectacular a la composición de una Eurocámara que, de los Seis a Los

Quince, había estado controlada por opciones de centro-izquierda y centro-derecha. Los

conflictos étnicos alentados por un nacionalismo rampante, la carencia de tradiciones

democráticas —excepto en el caso checo— y el peso de neofascismo y el comunismo

en sociedades parcialmente desencantadas tras la experiencia de capitalismo salvaje que

trajeron las reconversiones de los años noventa, constituían otras tantas incógnitas sobre

la composición de una Asamblea como la de Estrasburgo, a la que la prevista

Constitución para Europa iba a dotar de considerable capacidad legislativa.

Los comicios de 2004, celebrados entre el 10 y el 14 de junio, vinieron a demostrar que

el electorado de los PECO apenas difería de las tendencias generales consolidadas en

los miembros más veteranos. Y esas tendencias se manifestaron en tres direcciones:

nuevo decrecimiento de la participación, derrota de los partidos gubernamentales

en la mayoría de los países y aumento moderado del euroescepticismo. La asistencia

a las urnas fue del 45,6%, frente al 49,8 de las anteriores, de 1999. Entre los miembros

antiguos fluctuaba entre el 90,8% de Bélgica y el 90,0 de Luxemburgo y el 38,8% de

Portugal o el 38,7 de Suecia —España estaba en situación intermedia, con el 45,1%.

Eran tendencias habituales, que los integracionistas pensaban serían compensadas por la

15

afluencia masiva del nuevo electorado. Pero los resultados fueron sorprendentes. En

Chipre y Malta, países periféricos y con poca población, se produjo la afluencia

esperada: 82,3 y 71,2%, respectivamente. Pero entre los PECO reinó el desinterés. La

participación en Lituania fue del 48,3%; del 41,3 en Letonia, 38,5 en Hungría, 28,3 en

Chequia y Eslovenia, 26,9 en Estonia, 20,9 en Polonia y 17,0% en Eslovaquia.

El Parlamento surgido de los comicios, con 732 eurodiputados, recogía en su

composición siete grupos. El más votado, con sólo un tercio de los escaños pero

notable crecimiento respecto a 1999, era el Partido Popular Europeo-Demócratas

Europeos, amalgama de grupos democristianos y conservadores, entre los que

destacaban la coalicion CDU-CSU alemana (49), el Partido Conservador británico (29)

y el Partido Popular español (24). El Partido de los Socialistas Europeos mantenía sus

posiciones de la anterior legislatura gracias a los escaños del PS francés (31), del PSOE

(24), del SPD alemán (23) y del laborismo británico (19). Los liberales, con 88

diputados, tenían sus principales apoyos en los liberal-demócratas británicos (12) y la

francesa UDF (11). El cuarto grupo (42 diputados) estaba constituido por los

ecologistas Verdes, especialmente fuertes en Alemania, y la Alianza Libre Europea,

integrada por grupos independentistas de izquierda: escoceses, flamencos, corsos,

catalanes, etc. La Izquierda Unida, con partidos comunistas y socialistas de izquierda y

41 escaños, tenía su representación principal en Alemania, Italia y Chequia. La derecha

euroescéptica, opuesta a la continuidad de la UE, duplicaba sus resultados de 1999 y se

hacía con 37 escaños, de los que más de la mitad correspondían a Polonia y al Reino

Unido. Y los radicales de derecha de la Unión por la Europa de las Naciones, con 27

puestos, tenían su principal fuerza en la Alianza Nacional italiana.

La Legislatura de 2004-2009, presidida por el socialista español Josep Borrell y luego

por el democristiano alemán Hans-Gert Pöttering, estuvo marcada por el fracaso de la

Constitución para Europa, que había recibido muchas críticas en la Eurocámara por su

timidez en abordar la vía federalista, y luego por el Tratado de Lisboa, que situó al

Parlamento en paridad legislativa con el Consejo de Ministros.

Las elecciones celebradas entre el 4 y el 7 de junio de 2009 incluían ya a parlamentarios

de Bulgaria y Rumania, países cuyos primeros eurodiputados había sido elegidos,

respectivamente, en comicios parciales en mayo y noviembre de 2007. Conforme a las

16

estipulaciones del Tratado de Lisboa, la Eurocámara redujo el número de sus diputados,

que con la proporcionalidad demográfica aportada por las sucesivas ampliaciones

habían llegado a 785 en 2007. Ahora serían 736.

El fiasco del Tratado Constitucional, con los referendos perdidos en Francia y

Holanda, no era el mejor argumento para movilizar el voto y otorgaba, en cambio,

un argumento de peso al euroescepticismo. La abstención en los comicios batió un

nuevo récord, el 56,5% aunque, a cambio, las campañas electorales de los partidos y el

interés de los electores se centraron como nunca en las cuestiones de la integración

europea, como correspondía al creciente peso de la Unión Europea —y muy

significadamente de la Comisión— en el panorama de las políticas nacionales.

Los resultados de 2009, por otra parte, vinieron a demostrar que se había consolidado

un sistema de partidos «europeos» basado en coaliciones estables por proximidad

ideológica o programática. El PPE-DE mantenía sus posiciones con el 36% de los

escaños (265), quedando como primera lista en 16 de los 27 países, y lo mismo hacía los

liberales (84), mientras que los socialistas continuaban su lento retroceso y sólo

conservaban el primer puesto en Dinamarca, Suecia y Grecia. Subían

considerablemente, dentro de unos valores relativos, los ecologistas y nacionalistas sin

Estado de LV-ALE (del 5,7 al 7,5%) y, de un modo espectacular (del 3,6 al 7,3%), los

nacionalistas conservadores —sobre todo británicos, polacos y checos integrados en el

Grupo de Conservadores y Reformistas. Retrocedían, en cambio, aunque muy

ligeramente, los euroescépticos de la Europa de la Libertad y la Democracia, grupo

formado, entre otros, por la Liga Norte italiana, el Partido de los Verdaderos

Finlandeses, el Partido de la Independencia del Reino Unido o el lituano Ley y Orden.

La etapa de la vida del Parlamento Europeo enmarcada por las dos legislaturas que

transcurren entre 2004 y 2014 constituye una época de consolidación interna de la

institución, con la ampliación de sus escaños y del cuerpo electoral europeo, la

estabilización de una serie de grupos parlamentarios con vocación de asumir roles

de partidos europeos y la asunción de mayores competencias en materia legislativa y

de control institucional en el seno de la UE, incluida la elección del presidente de la

Comisión Europea. En cambio, el crecimiento continuo de la abstención electoral y el

apoyo de un sector significativo de los votantes a las formaciones contrarias a la

17

continuidad de los procesos de integración, denotan la escasa sintonía de la ciudadanía

de la Unión con una institución como la Cámara de Estrasburgo, que es percibida por

muchos como un órgano caro y poco eficaz, poco más que un lujo democrático que no

puede competir en representatividad e influencia con los parlamentos nacionales.

6. EL TRATADO DE LISBOA

El abandono de los trámites de ratificación del Tratado Constitucional, a comienzos del

verano de 2006, había llevado al proceso de integración europea a un punto muerto. Sin

el TCE, seguían vigentes los ocho tratados anteriores, como si no se hubiera producido

el solemne acto de firma en Roma. Pero para la Unión Europea era un revés muy duro,

que fomentaba la imagen de que los dirigentes políticos y los «eurocratas» caminaban

en una dirección distinta a la de los intereses de los pueblos del Continente. Fuera de

Europa, la impresión era muy negativa, y afectaba al prestigio exterior de la Unión y de

sus estados miembros. Era necesario salir del impasse enseguida. En busca de una

solución, dieciséis prestigiosos políticos europeos —exjefes de Gobierno,

parlamentarios, comisarios europeos— crearon entonces el Comité de Acción para la

Democracia Europea, conocido como el Grupo de Sabios, o Grupo Amato, por el

nombre de su presidente, el italiano Giuliano Amato. El Comité, que tuvo su primera

reunión en Roma, en septiembre de 2006, trabajó hasta junio del año siguiente en el

texto de un Tratado Constitucional mucho más breve, y sobre el que fuese más fácil el

consenso.

Mientras, la alemana Ángela Merkel, había asumido la presidencia rotatoria del

Consejo Europeo con el propósito de impulsar un nuevo proceso constituyente. En

marzo de 2007, durante la celebración del cincuentenario de los Tratados de Roma,

Merkel y los presidentes de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, y del

Parlamento, Hans-Gert Póttering, suscribieron la Declaración de Berlín, que venía a

confirmar la voluntad de los Veintisiete de seguir adelante en la construcción de la

Unión Europea, y en la cual se daban un plazo de dos años para dotar a la Unión

Europea de fundamentos comunes renovados.

Dos años no era un plazo muy largo, sobre todo porque el proceso de ratificación podía

ser, una vez más, complicado. Quedaba claro que habría que seguir trabajando en

18

proyectos poco ambiciosos, a fin de evitar vetos gubernamentales y rechazos populares.

El Consejo Europeo, reunido en Bruselas el 21 de junio de 2007, acordó encargar a una

CIG el borrador de un Tratado que, en la línea del que acababa de elaborar el Grupo de

Sabios, permitiera salvar aquellos aspectos del fracasado Tratado Constitucional que,

como la concreción de la política exterior, era necesario sacar adelante con urgencia.

Pero, en ese mismo Consejo de Bruselas, el premier Tony Blair fue muy claro a la hora

de marcar su negativa a reducir la soberanía británica en ciertos temas, unas «líneas

rojas» que Londres no permitiría cruzar: No aceptarán un Tratado que permita que la

Carta de Derechos Fundamentales cambie la ley británica en ningún sentido; no darían

su acuerdo a algo que reemplace el papel de la política exterior británica y de su

ministro de Exteriores; no asumirán ceder en su capacidad de controlar su derecho

común y judicial y su sistema policial; no aceptarán nada que ponga bajo voto de

mayoría cualificada algo que afecte seriamente a su sistema de impuestos y subsidios;

debían de tener el derecho de decidir las cosas en estos aspectos por unanimidad.

La Conferencia Intergubernamental actuaría bajo una fuerte presión. Sus miembros no

tardaron en apreciar que, con tantas limitaciones, el empeño en sacar adelante el TCE a

base de reducir su contenido y despojarlo de los aspectos más polémicos, como

pretendía el Grupo Amato, llevaba a un callejón sin salida. Era preferible volver al

Tratado de Maastricht y a sus dos modificaciones de Ámsterdam y Niza, y proseguir su

desarrollo, sin las pretensiones de rango constitucional que alentara en su momento la

Convención Europea. El resultado fue un proyecto de Tratado de Reforma, que se

presentó al Consejo Europeo de Lisboa en octubre de 2007. Y el 13 de diciembre, en el

Monasterio de los Jerónimos de Belem, los mandatarios europeos signaron el Tratado

de Lisboa, oficialmente conocido como Tratado por el que se modifican el Tratado

de la Unión Europea y al Tratado constitutivo de la Comunidad Europea.

El Tratado modificaba, pero no sustituía, a los de 1957 y 1992, que siguen siendo los

textos fundamentales de la integración europea. Recogía, por otra parte, bastantes de las

aportaciones del fracasado TCE, aunque no las más conflictivas.

Con una estructura muy diferente al TEC, el Tratado de Lisboa tenía sólo siete largos

artículos, modificando partes concretas de los tratados de Roma y Maastricht, y trece

protocolos adicionales. Entre las principales modificaciones que aporta Lisboa se

19

pueden señalar:

Refuerza el papel del Parlamento Europeo, situándolo en paridad con el Consejo

de Ministros en el procedimiento de codecisión legislativa y reservándole la

aprobación de los miembros de la Comisión Europea. Da acceso a los parlamentos

nacionales a determinadas funciones de control de la acción de las instituciones

comunitarias en los asuntos sometidos a un régimen de subsidiariedad.

Reafirma la doble mayoría, de estados y de población, que iba a establecer el

TCE para las votaciones del Consejo de Ministros. Elimina la cláusula de

unanimidad y, con ello, el derecho de veto.

La Presidencia del Consejo Europeo deja de corresponder, por turno, a un jefe

de Estado o de Gobierno y su titular, denominado Presidente de la Unión

Europea, pasa a ser elegido por períodos de dos años mediante votación por

mayoría cualificada en el Consejo y sin que el Parlamento Europeo intervenga en el

proceso. Sus funciones, en el marco de la Unión, no son ejecutivas, sino

representativas y protocolarias y, en este sentido, es menos influyente que el

presidente de la Comisión Europea, que el Tratado de Lisboa presenta como a un

auténtico primer ministro de la Unión. El primer presidente electo del Consejo, en el

cargo desde el 1 de enero de 2010, fue el democristiano belga Hermán Van

Rampuy, un político discreto que se había dado a conocer a lo largo del año

anterior por su capacidad de negociación y consenso como primer ministro de un

país al borde de la ruptura por las divisiones etnolingüísticas.

Establece la iniciativa ciudadana, por la que al menos un millón de ciudadanos de

la UE, pertenecientes por lo menos a la cuarta parte de sus estados, pueden pedir a la

Comisión que promueva acciones legislativas en ámbitos de su competencia. El

Reglamento que desarrolla la iniciativa, concluido en febrero de 2011, es aplicable

desde abril de 2012.

Aborda los mecanismos para que un Estado abandone la Unión.

Establece el carácter jurídicamente vinculante de la Carta de los Derechos

Fundamentales, hasta entonces una mera Declaración, y encomienda sus criterios

de aplicación jurídica al Tribunal de Justicia Europeo. No obstante, un protocolo

opt-out libera al Reino Unido de la aplicación de este punto y de las restantes

«líneas rojas» de Blair.

Potencia la PESC con una acción institucional de mayor calado. A tal fin, y una

20

vez abandonada la idea de un ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, crea la

figura del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de

Seguridad, al que atribuye la condición de vicepresidente de la Comisión Europea.

El cargo recae, por primera vez, en la laborista británica Catherine Margaret

Ashton, hasta entonces comisaria de Comercio en la primera Comisión Barroso. En

torno a su figura se organiza un esbozo de cuerpo diplomático comunitario, al

margen de los estados, el Servicio Europeo de Acción Exterior.

Tras la firma del Tratado, los países comunitarios hubieron de abordar un nuevo proceso

de ratificación. Vistos los antecedentes, parecía recomendable evitar los referendos y

encomendárselo a los parlamentos estatales. Así lo hicieron 26 miembros de la Unión,

comenzando por Hungría, el 17 de diciembre de 2007, y finalizando Chequia, el 6 de

mayo de 2009. Las votaciones fueron ampliamente favorables al Tratado, siempre por

encima del 75%, con excepción del Reino Unido, donde en la Cámara de los Comunes

sólo votó a favor el 53% de los parlamentarios. También el Parlamento Europeo

ratificó, el 20 de febrero de 2008, con el 78,4% de votos favorables.

Había, sin embargo, un país donde era obligatorio celebrar el referéndum popular,

porque para asumir el Tratado de Lisboa tenía que reformar su Constitución. Era

Irlanda, y sus antecedentes no resultaban halagüeños. Aunque los principales partidos se

implicaron a favor del «sí», el 12 de junio de 2008 un 53,4% de los electores irlandeses

rechazaron la enmienda constitucional que debía permitir a su Gobierno aplicar el

Tratado. El Parlamento dublinés tuvo que redactar una nueva enmienda constitucional,

que se sometió a un segundo referéndum el 2 de octubre de 2009, fuera ya de los plazos

que en su momento trazara la Declaración de Berlín. Esta vez, los electores apoyaron la

enmienda con el 67,1% de los votos. Hubo que esperar a que la modificación

constitucional irlandesa entrara en vigor. Y sólo entonces, con fecha 1 de diciembre de

2009, el Tratado de Lisboa pasó a organizar la vida de la Unión Europea.

7. DESPUÉS DE LISBOA

En las últimas semanas de 2009 se cerró un decenio de historia de la Unión Europea,

marcado por las sucesivas ampliaciones de su ámbito territorial, por su creciente

influencia en las políticas de los estados y en la vida de los ciudadanos y, a la vez, por la

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frustración, labrada Tratado tras Tratado, de las expectativas de un avance definitivo

hacia la Federación continental a través de una Constitución europea.

En esos momentos eran muy patentes los efectos de la grave crisis económica

mundial desatada en agosto de 2007 por los excesos de algunas entidades que operaban

en el mercado financiero norteamericano (crisis de las hipotecas subprime). Tras un

par de décadas de intensa internacionalización de las actividades financieras y de

desregularización de los mercados por la debilitación del control de los estados, la crisis

llegó pronto a Europa y obligó a inyectar en el sistema bancario grandes cantidades de

dinero público para evitar el hundimiento de las entidades crediticias, que habían

asumido enormes riesgos. Ello, junto con la extensión del desempleo, consecuencia de

una rápida caída del consumo, aunque con impacto irregular en las distintas economías

de la UE, acrecentó el proceso de debilitamiento de las finanzas estatales.

Enfrentados a la amenaza de una merma irreparable de las partidas de gasto público

sobre las que se sostiene gran parte del modelo europeo de Estado de bienestar, los

gobiernos nacionales de la eurozona no podían recurrir, como en otros tiempos,

con las tasas de descuento o con los tipos de cambio mediante la devaluación

controlada de su moneda. Eso era imposible bajo el régimen de moneda única del euro

y con un organismo regulador, el Banco Central Europeo, presidido por un neoliberal

de fe monetarista, Jean Claude Trichet, que buscaba contener la inflación a costa de

mantener elevados tipos de interés, lo que traía efectos negativos sobre la

recuperación económica. Quienes, sobre todo desde la socialdemocracia, proponían el

retorno a políticas keynesianas de fomento del gasto como motor de crecimiento, apenas

eran escuchados. Y el Gobierno democristiano alemán, presidido por Ángela Merkel,

reproducía comportamientos de la crisis monetaria de 1992, asumiendo, en razón de

la creciente superioridad de la economía alemana y de su poder financiero, funciones de

gobernanza y arbitraje sobre las restantes economías de la UE. La crisis afectaba con

especial virulencia a un grupo de-países con mecanismos económicos poco eficientes:

Portugal, Irlanda, Grecia y, en menor medida, España.

A partir de 2010, la Unión hubo de plantearse el «rescate» de las finanzas públicas

de Portugal, Irlanda y Grecia, cuyo nivel de endeudamiento, favorecido por la intensa

especulación de los mercados financieros, era insoportable y que amenazaba con

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arrastrar al euro en su caída hacia la insolvencia. No tardaron en surgir voces que

proponían la liquidación de la moneda única y se planteó incluso la posibilidad de que

la abandonara algún país, sobre todo al producirse la segunda crisis de la Deuda griega,

en la primavera de 2011. Pero para entonces, como ya sucediera en otras ocasiones, una

seria amenaza a los mecanismos continentales de integración hacía reaccionar a los

gobiernos europeos en forma solidaria y abría expectativas de que abordaran juntos una

salida global. El llamado «pacto del euro», suscrito por los ministros de Economía del

eurogrupo en febrero de 2011, planificó una futura estabilización de las finanzas de

los países en graves dificultades mediante los préstamos de un Fondo de Rescate de

500.000 millones de euros aportados por los estados de la Unión, a los que se

sumarían las aportaciones del Fondo Monetario Internacional y, eventualmente, del

sector privado, a fin de renegociar y reducir la deuda del país rescatado. Pero, a

cambio, este tendrá que abordar una disminución drástica de su gasto público, que

afectará seriamente a las políticas sociales, como las pensiones o la cobertura del paro, y

obligará a reducir el tamaño del sector público mediante privatizaciones y supresión de

organismos administrativos.

Esta grave y prolongada crisis económica, que genera fuertes tensiones sociales y

políticas en los países más afectados, viene acompañada por otros signos de

agotamiento del vigente modelo de integración. Sobre todo en lo que afecta a la PESC,

donde los intereses particulares de los estados siguen predominando en demasiadas

ocasiones sobre los del conjunto de la Unión, el Servicio Europeo de Acción Exterior

tiene escasa presencia y la Alta Representante, Catherine Asthon, mantiene un perfil

público muy bajo frente al creciente protagonismo de algunos jefes de Estado y de

Gobierno.

Ello ha quedado patente con las revueltas populares que sacudieron a los países

árabes mediterráneos durante la primera mitad de 2011. La política al respecto de la

Unión y de los gobiernos, errática y descoordinada, basculó entre el apoyo inicial a

dictadores que podían aportar un currículo de colaboración con Occidente, hasta

el abierto apoyo manifestado a los pronunciamientos democratizadores de los

rebeldes, quienes ganaron rápidamente las simpatías de la opinión pública europea.

Mientras el asunto se mantuvo en un plano diplomático, es decir, sin acciones concretas,

no hubo mayores problemas, aunque se ponía en cuestión a la Unión para el

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Mediterráneo, lanzada por algunos países de la UE en 2007 con la colaboración de los

regímenes autoritarios árabes. Pero cuando algunos líderes europeos decidieron evitar el

triunfo del dictador libio, Muammar al- Gaddafi sobre los rebeldes de su país,

tuvieron que recurrir a los Estados Unidos para montar un espectacular operativo de

bombardeo aéreo «selectivo» sobre el territorio libio a fin de eliminar a Gaddafi. Como

sucediera poco antes con el reconocimiento de la independencia de Kosovo, o con el

«escudo antimisiles» que entre 2000 y 2009 pretendió desplegar Washington en las

fronteras orientales de la UE, dirigido contra Rusia, el asunto dividió a los países

comunitarios, que aplicaron criterios nacionales, y demostró que a la PESC le queda aún

un largo camino que recorrer antes de que sea una opción de poder, siquiera «blando»,

en el panorama mundial.

Y los sucesos de Libia han tenido una pequeña, pero muy significativa repercusión en el

interior de la UE. La gran afluencia de civiles libios a las costas italianas, que tras

obtener el estatuto de refugiados se pueden desplazar libremente por la Europa sin

fronteras, despertó temores y sentimientos xenófobos de considerables sectores de

las sociedades continentales, no necesariamente euroescépticos, pero sí críticos con el

multiculturalismo que preconiza Bruselas y tras el que ven un germen de graves

conflictos identitarios en el seno de la Unión, especialmente por parte de las crecientes

comunidades islámicas. La primera consecuencia fue la aplicación, a petición de

Francia e Italia, de un artículo de la Convención de Schengen que permite restringir la

libertad total de movimientos en el interior del territorio comunitario cuando se

considere que los desplazamientos masivos pueden constituir una «seria amenaza al

orden público o a la seguridad interior».

Cuando se escriben estas líneas el proceso de integración europea está en una

encrucijada. Ha avanzado espectacularmente en poco más de medio siglo,

conquistando espacios de libertad y progreso para los pueblos continentales que estos,

probablemente, no hubieran podido alcanzar en solitario. Pero ahora da síntomas de

agotamiento. Detenido el proceso constitucional mucho más atrás de lo que deseaban

los europeístas, enfrentados con distinta suerte los países de la UE a una dura crisis

económica que está pulverizando décadas de políticas de cohesión, con la imagen

exterior de la Unión muy debilitada, anunciada una nueva ampliación —Islandia,

Croacia, Turquía— sobre la que se amontonan los inconvenientes... el presente de la

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integración europea es muy complicado, y el futuro dista de estar despejado.

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