sobre las obras de arte como forma de conocimiento
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Sobre las obras de arte como forma de conocimiento.
María Gabriela Gentiletti
La Filosofía ha reflexionado a lo largo de su historia sobre el arte y lo bello,
aunque ha sido bastante tardíamente que esta reflexión se ha sitematizado; recién en el
Siglo XVIII se consolida como disciplina la Estética, con el advenimiento del
Racionalismo y el definitivo deslinde del arte del campo de las actividades utilitarias. A
partir de este siglo se producirán las grandes reflexiones sobre la naturaleza de la
creación artística y sus relaciones con la belleza: la estética kantiana con su idea de
belleza libre que implica un placer desinteresado e involucra una finalidad sin fin; la
estética hegeliana que, si bien presagia “la muerte del arte” en su concepción clásica,
anuncia el despliegue de formas más elevadas de conciencia cuya manifestación es bella
pues es nacida como verdad del espíritu. Ya en el Siglo XX, ha sido Heidegger quien ha
pronunciado una concepción de la obra de arte que la relaciona definitivamente a la
verdad, relación en la que la belleza entra como una forma de su manifestación. Al
entrar en el campo de la reflexión estética la verdad como categoría filosófica que
define a la experiencia y a la creación artística queda evidenciada la potencialidad de la
obra de arte en los procesos cognoscitivos. Claro que para comprender esto habrá que
redefinir la verdad, salir de su acepción de corrección, de adecuación a lo real como
copia representativa. Ya, en la proximidad de nuestro tiempo, Gadamer retomará una
categoría fundamental de su maestro Heidegger: la de símbolo, y expandirá su
concepción para reafirmar la naturaleza y el poder cognoscitivo del arte. El arte será
presentado en su obra “La actualidad de lo bello” como juego, como símbolo y como
fiesta.
Ya desde la antigüedad nos llegan las voces de Platón y Aristóteles. Incluso
desde la perspectiva platónica, el lugar más inesperado, por su fama de recurrente
acusador de los poetas, viene con su Fedro y la historia de la completud perdida del
humano. En esa obra sobrevuela la identidad entre la belleza, su percepción espiritual y
la manifestación de la verdad en el ideal. “La función ontológica de lo bello,
manifestación sensible del ideal, consistiría en cerrar el abismo abierto entre éste y lo
real” (Argullol, en Gadamer; 2005: 15).
Así podemos encontrar una recurrencia en la historia de la reflexión filosófica
sobre el arte, que genera resonancias de aquella concepción aristotélica de la posibilidad
de la obra de arte de producir “efectos de verdad”, formas especiales de conocimiento
que pueden hacer ver y experimentar lo universal en lo particular. El artista es capaz de
producir un artificio, una ficción que sea verosímil y, con ello, permite el
reconocimiento en el espectador de algo universal, que lo hace sentirse identificado con
la obra. La capacidad creadora de un gran artista mantiene una relación directa con la
verdad, pues se mantiene dentro de las reglas de la probabilidad y la verosimilitud; por
esto mismo es que alcanza el consenso de los espectadores con su creación. Además
otorga a la creación poética niveles de verdad superiores que la propia Historia. Más
próxima a la Filosofía, alcanza la Poesía, su estatuto en Aristóteles: …la poesía es más
filosófica y más elevada que la historia; la poesía tiende a expresar lo universal
mientras que la historia tiende a expresar lo particular.” (Cap. X, supra)
Pero será Heidegger quien intensificará el análisis de la relación entre obra de
arte y verdad. Así, en “El origen de la obra de arte” demostrará la posibilidad de la
creación artística de “establecer un mundo” y que “en la obra de arte se ha puesto en
operación la verdad del ente”.
Heidegger demuestra magistralmente lo que quiere significar esa cercanía de la
obra de arte con la verdad, de la que la belleza es una de sus manifestaciones. Realiza su
exposición a partir de un ejercicio descriptivo de una cosa útil: un par de zapatos. Para
ello se propone auxiliarse con una reproducción pictórica, pues como afirma, ésta puede
“facilitar la representación intuitiva”.
En ese objeto particular, nos enseña (mediante su capacidad poética de percibir)
a descubrir lo universal. Y no es un concepto lo que extrae, mucho menos una
abstracción que pierda su sustrato empírico. La obra de arte no es, en sí, ni apariencia
pura o materialidad, ni pensamiento o idea. Si a Heidegger, la visión de “Un par de
zapatos” de Van Gogh, le permitió tener una experiencia de lo universal y expresarlo, es
porque la obra de arte otorga un conocimiento que está en el medio de lo sensorial y lo
ideal. En sus Lecciones de Estética, Hegel dilucidó que “…la obra de arte se halla en el
medio entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal. No es todavía
pensamiento puro, pero, a pesar de su sensibilidad, ya no es mera existencia material,
como las piedras, las plantas y la vida orgánica. Más bien, lo sensible en la obra de
arte es a su vez algo ideal, que, sin embargo, no siendo lo ideal del pensamiento, se da
todavía externamente como cosa.” (s.n.e.)
¿Por qué elige Heidegger un par de zapatos para describir? Porque construyó su
definición de la obra de arte estableciendo una comparación con la mera cosa (una
piedra) y un útil (un hacha, un zapato, un cuenco). En las relaciones comparativas que
establece, encuentra parentescos entre las tres categorías de objetos: útiles y obras de
arte se parecen entre sí por haber sido creados por la mano del hombre, pero la obra y la
mera cosa se parecen porque no tienen una finalidad de uso.
Heidegger busca el camino para desprenderse de toda una tradición filosófica
que, al usar las categorías de materia y forma para la comprensión de toda cosa
(sustancia) impidió la distinción entre la naturaleza de una mera cosa, un útil y una obra
de arte. En este proceso de diferenciación pueden hallarse respuestas a las preguntas que
enuncia: “¿Qué camino conduce a lo que el útil tiene precisamente de útil? ¿Cómo
experimentar lo que en verdad es el útil?” (Heidegger, 2005: 58) La posibilidad de
deslindar un objeto cualquiera de una obra de arte se hará más urgente con la
irreverencia de las vanguardias. Así realiza su tarea:
“…Un par de zapatos de labriego y nada más. Y, sin embargo…
En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos
laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta
marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada, sobre la que
sopla un ronco viento. En el cuero está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo.
Bajo las suelas se desliza la soledad del camino que va a través de la tarde que cae. En
el zapato vibra la tácita llamada de la tierra, su reposado ofrendar el trigo que madura
y su enigmático rehusarse en el yermo campo en el baldío del invierno. Por este útil
cruza el mudo temer por la seguridad del pan, la callada alegría de volver a salir de la
miseria, el palpitar ante la llegada del hijo y el temblar ante la inminencia de la muerte
en torno. Propiedad de la tierra es este útil y lo resguarda el mundo de la labriega. De
esta resguardada propiedad emerge el útil mismo en su reposar en sí. (Ib:59 60)
“La obra de arte nos hizo saber lo que es en verdad el zapato.” (Ib:62)
Así, las grandes representaciones artísticas, las más sublimes, han conseguido
“asentar establemente” un mundo.
Heidegger transforma así la relación clásica que se establecía entre el arte y la
belleza o lo bello (como campo reservado a la estética) por la correspondencia esencial
que existe entre el arte y la verdad (reintegrada para la estética, esta última, del área de
la lógica). Luego demostrará que la belleza es una de las formas de las manifestaciones
de la verdad.
La puesta en operación de la verdad del ente en la obra de arte no hace referencia
a la copia o imitación (mímesis) que el arte haría de la realidad. Dice Heidegger “…en
la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al
contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas.” (Ib: 64)
La obra de arte hace acontecer la verdad y establece un mundo sobre la tierra.
Este mundo es creado por la obra de arte y la tierra es concebida como aquello que lo
alberga. Mundo y tierra que son esencialmente diferentes, entran en relaciones íntimas,
se constituyen mutuamente en una lucha que cada vez más los auto-afirma y define
singularmente.
La pregunta por la verdad, por su esencia, lleva a Heidegger a plantear una
nueva idea que supere el círculo en queda encerrada la verdad cuando se la liga a lo real.
Esa relación circular se produce cuando se considera verdadero aquello que se
corresponde con lo real, es decir cuando se concibe a la verdad como corrección, como
lo correcto. Heidegger propone pensar la verdad como “desocultación del ente”. Esta
propuesta implica analizar qué se oculta en el ente o qué es esa ocultación.
“Este ocultarse es un disimulo. Que el ente como falsa apariencia puede
engañarnos, es la condición para que nos podamos equivocar, y no al contrario.
La ocultación puede ser un negarse o disimularse… La ocultación se oculta y se
disimula ella misma… La desocultación del ente no es jamás tan sólo un estado
existente, sino un acontecimiento.” (Ib: 87, 88)
Relaciones del arte con otras formas cognoscitivas
El entramado del arte con otras formas de conocimiento, sobre todo con los
productos del conocimiento científico y, especialmente con los contenidos de la
Historia, vuelve memorable a estos últimos; les otorga un nivel mayor de
significatividad en tanto los deja entrelazados a formas representacionales diferenciales.
La significatividad y la memorabilidad son cualidades que se agregan a
categorías teóricas más abstractas y, también a meros datos, hechos o fenómenos,
porque los productos del arte hacen resplandecer algo de lo universal, invadiendo con su
luminosidad los acontecimientos o fenómenos particulares y dotando de imágenes a las
abstracciones conceptuales.
Hegel ha dicho en sus Lecciones “…la obra de arte nos presenta los poderes
que actúan en la historia…” pues más allá del relato contingente que pueda realizar un
cronista o un historiador sobre las acciones de un General guiando a su ejército o una
anécdota en la vida cotidiana de una labriega; además de la pormenorizada descripción
de un fenómeno que pudiera hacer un científico; de la fundamentación de la institución
de nuevos órdenes sociales o los principios de funcionamiento de un sistema (por
enumerar algunas formas representacionales de las ciencias), la representación artística
instaura un orden simbólico, una nueva “conformación”, en el decir de Gadamer, que
cuando puede ser descifrada es presencia ineludible. La representación simbólica que
nos brinda la obra de arte no debe pensarse como un sustituto, como algo que ocupara
impropiamente el lugar de la cosa representada, sino que:
“Antes bien, lo representado está ello mismo ahí y tal como puede estar ahí en
absoluto. En la aplicación del arte se conserva algo de esta existencia en la
representación. Así, por ejemplo, se representa en un retrato una personalidad
conocida que ya goza de una cierta consideración pública. El cuadro que cuelga en la
sala del ayuntamiento, en el palacio eclesiástico, o en cualquier otro sitio, debe ser un
fragmento de su presencia. Ella misma está, en el papel representativo que posee, en el
retrato representativo. Pensamos que el cuadro mismo es representativo.”(Gadamer,
Op.cit:91)
Al establecerse relaciones entre una creación artística y otros formas
representacionales del conocimiento, la primera, liga o transmite ese nuevo nivel de
verdad de lo simbólico, su presencia del objeto representado, ese exceso de sentido
producido por la mostración de lo universal en lo particular.
Tomemos dos obras pictóricas, por ejemplo del realismo social europeo de la
segunda mitad del Siglo XIX: “La huelga” de Robert Koelher de 1886 y “El vagón de
tercera clase” de Honorée Daumier de 1863-1865. Si se observan detenidamente ambas
pinturas presentifican esos tiempos difíciles y convulsionados, que había dejado como
herencia la Revolución Industrial.
Nosotros podemos compartir vicariamente las postergaciones sociales, el
empobrecimiento, en ese agotamiento y desencanto que acompaña a esos viajeros del
vagón de tercera clase. Daumier creó imágenes de crudeza y amargura, fue capaz de
engendrar representaciones universales de las afecciones humanas, que nos traen hasta
nuestros días su verdad. Koelher establece, en su pintura, la presencia de las tensiones y
conflictos de intereses de clases que pone de manifiesto una huelga; hace evidente las
diferentes actitudes de los sujetos sociales implicados en esa lucha, los indicios de
pertenencia de clase patentes en los lugares que ocupan, en sus gestualidades y
expresiones, en sus vestimentas, en las urgencias, inquietudes, temores, malestares que
se pueden reconocer en cada uno de los sujetos representados.
Ambas obras aportan al conocimiento de este tiempo histórico ese otro tipo de
saber del que habla Heidegger al pensar en la contemplación de una obra:
“La contemplación de la obra significa estar dentro de la patencia del ente que
acontece en la obra. Pero la estancia dentro de la contemplación es un saber. Sin
embargo, el saber no consiste en mero conocer y representarse algo. Quien
verdaderamente sabe del ente, sabe lo que quiere en medio del ente…Querer es el
escueto estado de resolución del existente ir-más-allá-de-sí-mismo, que se expone a la
patencia del ente como puesta en la obra… Así la contemplación de la obra como saber
es el sereno estado de interioridad en lo extraordinario de la verdad que acontece en la
obra.” (Heidegger, op. Cit:105)
Lo simbólico de la obra de arte se vuelve memorable y hace significativo y
memorable a cualquier otra forma del conocimiento que se entrame con él, porque nos
pone ante lo inhabitual, lo desconocido, lo no pensado, que irrumpe como presencia. La
obra nos conmueve al sacarnos del lugar común, generando una diferencia que impacta
en el umbral de la percepción, sobre el fondo habitual de la experiencia cotidiana que
espera la repetición de lo conocido. La obra de arte, en su novedad, instaura en nosotros
una pregunta que abre el camino hacia el conocimiento y la verdad, entendida ésta como
desocultación del ente, como nueva perspectiva de mirada.
Arte y procesos cognoscitivos
Terminamos de exponer uno de los procesos de conocimiento que propicia la
obra de arte en su dimensión simbólica. Esto es, al instalar un mundo extraordinario,
nos hace salir de nosotros mismos, de nuestra egocéntrica perspectiva, y abrirnos a una
nueva realidad.
Ahora bien, en Gadamer, el que recepciona la obra, entre en un juego con ella y
debe realizar un trabajo muy activo de construcción. Así, podemos comprender,
retomando aportes de la Psicología Cultural, que los procesos perceptivos son ellos
mismos “artefactos terciarios”. Esto es así, debido a que en estos procesos, la obra de
arte genera un desafío a quien la percibe, en tanto ella significa algo que debe ser
entendido (ni sólo conceptualmente, ni sensorialmente). El trabajo perceptivo implica el
desciframiento y la lectura de la identidad de la obra que se entrelaza con la variación y
la diferencia.
“La determinación de la obra como punto de identidad del reconocimiento, de la
comprensión, entraña, además, que tal identidad se halla enlazada con la variación y con
la diferencia. Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que tiene que
rellenar…En las artes plásticas ocurre algo semejante. Se trata de un acto sintético.
Tenemos que reunir, poner juntas muchas cosas. Como suele decirse, un cuadro se «lee»,
igual que se lee un texto escrito…Siempre es verdad que hay que pensar algo en lo que se
ve, incluso sólo para ver algo. Pero lo que hay aquí es un juego libre que no apunta a
ningún concepto. Este juego conjunto nos obliga a hacernos la pregunta de qué es
propiamente lo que se construye por esta vía del juego libre entre la facultad creadora de
imágenes y la facultad de entender por conceptos.” (Gadamer, op. Cit: 73, 74, 75)
Así, en la contemplación de la obra de arte se produce un completamiento del
movimiento que ella misma inicia en su juego abierto. Los procesos perceptivos
generan ellos mismos mundos autónomos, pues cada quien tiene una vivencia
diferencial a partir de estas cogniciones que implican tanto los mecanismos de la
imaginación como los pensamientos. Por lo tanto, cuando un sujeto realiza un trabajo
cognitivo genuino en la contemplación de una obra de arte genera él mismo un artefacto
terciario, en tanto es producto de la imaginación y sigue los caminos del libre juego.
Resumiendo las ideas desarrolladas, podemos decir que la obra de arte nos
demanda en su contemplación, ese salirnos de nuestra mismidad cerrada; según
Heidegger “ir-más-allá-de-nosotros-mismos” y abrirnos a la transformación que va a
producirnos esa verdad extraordinaria que establece la obra. Por otro lado, la obra,
espera ser correspondida, de acuerdo a Gadamer, en el juego abierto desde el que nos
interpela. Activa subjetivamente, en quien la percibe, un proceso constructivo que no es
mera respuesta conceptual sino una producción en la intersección de la fantasía creadora
y el pensamiento conceptual, generando actividad creadora y nuevos artefactos
terciarios.
Quedan dos nociones breves por considerar, una de ellas proviene de Gadamer y
la última de Hegel; ambas pueden decirnos algo más sobre la relación entre el arte y los
procesos perceptivos.
Gadamer piensa al arte en una relación directa con la fiesta. En el proceso
perceptivo de una obra de arte ha de concedérsele una última condición a su siempre
provocativa presencia: hay que salir del tiempo ordinario, abandonar por el período
necesario la sucesión ordenada del tiempo del trabajo, para poder participar en el tiempo
de la fiesta. Ésta posee, según Gadamer, un tiempo propio, un tiempo que requiere de
nosotros que nos detengamos y nos entretengamos en la multiplicidad de las
experiencias inhabituales que puede ofrecernos una fiesta.
Como en la fiesta, en los procesos perceptivos de una obra de arte, debemos
cambiar el tiempo, o mejor “el tempo”, el ritmo habitual, salir del ritmo que la historia
ha acelerado y lentificar nuestra percepción, en palabras de Elliot Eisner.
“Así pues, toda obra de arte posee una suerte de tiempo propio que nos impone, por así
decirlo. Esto no sólo es válido para las artes transitorias como la música, la danza o el
lenguaje. Si dirigimos nuestra mirada a las artes estatuarias, recordaremos que
también construimos y leemos las imágenes, o que «recorremos» y caminamos por
edificios arquitectónicos. Todo eso son procesos-de-tiempo... en la experiencia del arte,
se trata de que aprendamos a demorarnos de un modo específico en la obra de arte. Un
demorarse que se caracteriza porque no se torna aburrido. Cuanto más nos
sumerjamos en ella, demorándonos, tanto más elocuente, rica y múltiple se nos
manifestará. La esencia de la experiencia temporal del arte consiste en aprender a
demorarse.” (Ib: 110, 111)
Es preciso demorarse y privilegiar una u otra facultad sensorial, que reunida con
el pensamiento, nos dejará estar con la obra, escucharla hablar, leerla, para comenzar
ese juego transformador que nos provoca la presencia de una verdad extraordinaria y
termina por hacernos hablar con ella, de ella.
Por último, si es preciso salir del ritmo habitual del tiempo y necesario abrirse a
las nuevas experiencias que la obra de arte va a provocarnos, está faltando hacer
mención a otra propiedad cognoscitiva que nos otorga el arte: la de sensibilizarnos,
despertar los sentimientos dormidos, hacernos sentir y experimentar solidariamente
todas las pasiones y afectos que es el ser humano capaz de vivir. Hegel, reflexiona sobre
la importancia de esta cualidad que reúne más que cualquier otra esa mezcla a la vez de
imaginación, sensibilidad y pensamiento:
“…De ahí que su fin quede cifrado en despertar y vivificar los dormidos
sentimientos, inclinaciones y pasiones de todo tipo, en llenar el corazón y en hacer que
el hombre, de forma desplegada o replegada, sienta todo aquello que el ánimo humano
puede experimentar, soportar y producir en lo más íntimo y secreto, todo aquello que
puede mover y excitar el pecho humano en su profundidad y en sus múltiples
posibilidades, y todo lo que de esencial y elevado tiene el espíritu en su pensamiento y
en su idea, en ofrecer al sentimiento y a la intuición para su disfrute la gloria de lo
noble, eterno y verdadero. Igualmente, el arte ha de hacer comprensible la desdicha y
la miseria, el mal y el delito, tiene que enseñar a conocer en lo más mínimo todo lo
detestable y terrible, así como todo agrado y felicidad, y debe hacer que la imaginación
se regale en la fascinación seductora de las deliciosas intuiciones y percepciones
sensibles. El arte, por una parte, ha de aprehender esta omnilateral riqueza del
contenido, para complementar la experiencia natural de nuestra existencia exterior; y,
por otra parte, ha de excitar las pasiones mencionadas a fin de que las experiencias de
la vida no nos dejen intactos y cultivemos nuestra receptividad para todos los
fenómenos.” (Hegel, s.n.e)
Esta cualidad del arte tendrá como doble movimiento intrasubjetivo, tomar
distancia de las pasiones que dominan irreflexivamente al humano; el arte permite
“suavizar la rudeza de las pasiones” porque le propone a cada ser humano reconocer lo
que le pasa en los distintos estados que lo arrebatan y tomar conciencia, a partir de un
distanciamiento de su propio Yo, considerándolos mediante el pensamiento. Pero
también le permite comprender lo que puede llegar a sentir otro y, en general, las
pasiones y las acciones de lo que es capaz el ser humano universalmente hablando. Por
lo tanto, el arte promueve todos los movimientos cognoscitivos de descentración; ya sea
para salir del encierro e inmediatez de las pasiones que lo encadenan y enceguecen, ya
sea para poder ponerse en el lugar del otro que goza o padece o, en general, para
alcanzar una más amplia comprensión de las múltiples naturalezas de la humanidad.