sepulveda, alfredo. - sangre azul

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     Sangre Az u l ALFREDO SEPULVEDA

    Por la recuperación de la identidad ymemoria histórica bullanguera. Con la

    autogestión como principio y horizontede consecuencia en rechazo a la empresa

    concesionaria de Azul Azul s.a. Viva laU libre, valiente y combativa. Los fondos

    irán en directa ayuda de camaradas enprisión

     PASION INFINITA EDICIONES

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    Sangre Azul.

      Más que un equipo de fútbol, esto es una pasión que se lleva adentro,

    compadre, algo que te toca las fibras más íntimas del corazón, algocon lo que nunca voy a permitir que me agarres para el hueveo; nosé si me voy dando a entender. Al principio eran las pichangas enel barrio, las primeras fiestas, toda esa cantidad de minas que nospescábamos juntos. Después cambiaste, después del noventa y unote convertiste en uno de ellos y hasta ahí llegamos juntos no más;yo no te pude seguir, tú no me pudiste seguir a mí, así es la vida.

    Me acuerdo, éramos los reyes de la jarana, las noches de fin desemana temblando a nuestro paso. Me acuerdo, compadre, cómola Gran Avenida se nos abría de piernas en las discotecas, comolos ingenieros de la Compañía de Cervecerías Unidas se quebrabanla cabeza ideando la forma de satisfacer nuestras gargantas.

    ¿Puedes recordar la liguilla del ochenta, compadrito? Los dos juntosen el estadio, pendejos todavía los dos, pero ahí, en donde todoquemaba con un calor que nadie más conocía, debajo del marcador,

    vibrando con el penal que el loco Carballo le atajaba al llorón delCarlitos Rivas y luego ese pase largo para el chico Hoffens quecorría solo por la derecha dejando atrás a los cogoteros, la pelotaque recibía el Turco Salah y el Turco enchufándola con tuti adentrodel arco, con Adolfo Nef y todo para adentro, rompiendo la red enel minuto ochenta y nueve. La “U” dos, Cogoteros uno, la “U” a laCopa Libertadores de América y nosotros más felices que la cresta.

    No podía saber entonces que lo que te gustaba a tu no erael sentimiento, la pasión, sino el gustillo a triunfo. No dijistenada cuando el Turco se fue de entrenador a Colo Colo; de apoco comenzaste a abandonar los estadios. Cuando bajamosa segunda, amenazaste incluso con abandonar el equipo.

    Lo pasábamos bien, sí, pero al mismo tiempo eras bien traidor,conchetumadre. Te pegaste al televisor viendo la Copa

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    Libertadores que ganó Colo Colo, me acuerdo clarísimo; yo saltécon el gol de Boca en Buenos Aires y tú ahí, sentado en el asiento,mudo, bebiendo tu cerveza como si te hubiese dolido.

    Ya todo estaba claro para entonces, a la semana siguiente, cuandote vi en la calle celebrando el triunfo ante Boca aquí en Santiago.

    Te pudiste haber ahorrado el discurso. “Necesito un equipo quesepa ser campeón, viejo”, dijiste, y entonces pensé que algunosseres humanos pueden llegar a ser más arrastrados que un gusanoincluso.

    Supe que fuiste al Monumental para la final, te vieron con unmantelito blanco amarrado a un palo; supe que en Plaza Italiasaqueaste tiendas de tan raja que estabas. Pero tu sello estaba ahí,viejo. Eras un palestino en medio de los milicos judíos, un yanquirodeado de norvietnamitas. Llevabas el sello invisible de la “U” ypor eso rompiste más vidrios que cualquier indio maricón.

    Ahora te veo allí a través del lente de acercamiento, en medio dela Garra Blanca, con la cara toda pintada, creyéndote un guerreromapuche antes de entrar en la batalla contra los españoles. Unacancha de fútbol nos separa y tú no te das cuenta que te observo,ni sospechas que estoy acá. Olvidaste todo el hueveo, el carrete de

    cuando chicos. Ahora trabajas en una oficina y te descargas en elestadio. Me da risa; necesitas un equipo que sepa ser campeón.

    Sale Colo Colo, sale la “U”. El ruido, los proyectiles y el papel picadoinundan el aire y la cancha. Pero hay un sonido que apenas escuchas,que no presientes que es para ti. Hay un proyectil que se te clavaen la mitad del pecho y entonces caes en medio de la Garra Blanca.Sólo entonces recuerdas que a la “U” nadie la traiciona.

    Y, mientras te observo a través de la mira telescópica, veo que delcorazón te brota sangre azul.

    Santiago, abril de 1992.

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    Ella decía que una vez viajamos.

    Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algoasí como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque

    nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamoscambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose

    en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy adentro, alláen regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la

    raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso,la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que

     fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! Se decía Bruno) esos hombresque la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones

    profundas, son tenues, inciertas y liviantísimas hojas arrastradas por el furioso y sinsentido viento del tiempo.

    Ernesto Sábato. Sobre Héroes y tumbas.

    Ella, es cierto, me decía Tokio, me lo nombraba como si nombrara unafruta, me contaba esta historia que ahora, después de los años y losaños, y sólo gracias a ella, a esa persistencia con la que me obligabaa repetir junto a sus labios “este esfuerzo que hago, esta porfía, sellama amor”, puedo relatar de memoria; pero yo le preguntaba qué

    era Tokio, qué era la “U”, por qué estaba ahí, conmigo, quién era ellaal fin y al cabo: una extraña al borde de la cama, desnuda, un par degrandes ojos azules pidiéndome algo que habían extraviado de ungolpe o de un accidente o de una impresión. ¿Yo mismo vestido depayaso? ¿De amarillo furioso?

    Ella decía que una vez viajamos a Tokio. Que fuimos a ver la final dela Copa Intercontinental de clubes. Que la “U” jugó contra el Milán.

    Al principio, en la época de sondas y de hospital, todas estas cosasque ella me decía caían en el cajón sin fondo de mi memoria. Y nosólo los nombres: la “U”, Tokio, el de ella misma, sino también lasotras palabras, los pájaros de la gramática que unen algo que debetener sentido, el yo-tu-él-nosotros-vosotros-ellos perdido comodos monedas de aluminio en el fondo de una piscina olímpica. Laveía sentada junto a mí la mayor parte del día; una extraña quelloraba, pero sus lágrimas también eran incomprensibles, como

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    lo era el hecho de que se hiciera de noche, o de que desde afuerade la ventana llegaran los sonidos de una ciudad en movimiento.Después, cuando regresé por primera vez al lugar que era sucasa y también la mía, cuando cada mañana ella dedicaba variosminutos a repetir la historia junto a mi boca para que se quedaraen mí recuerdo y no me abandonara, comencé de a poco a unir

    los sonidos, a sentirme ansioso cuando llegaba a una parte que nopodía comprender. Supongo que la miré a ella con otros, nuevosojos, y adivino que por primera vez, aunque ya me estuviera dando,le pedí. Como un abanico mi entendimiento se abrió para atraparcada una de sus palabras. Y la historia entró en mí.

    Esa noche las calles de Tokio tenían de todo, menos de ti. Santiago,México, Los Angeles, Tokio. Comprenderás cómo fue. Cada

    aeropuerto era como caer varios peldaños por la escalera, sangre enla nariz. En L.A. nos topamos con el equipo porque hubo tormentay el avión de ellos se atrasó mucho. La escala duró unas cinco horas,de ahí esa foto en que salimos tú, yo y el Lulo Socías. La puedes versi abres el álbum de fotos, está en la página del medio. Después,nuestros vuelos partieron casi simultáneamente. El Océano Pacíficoes azul, grande y magnífico. Se parece a la “U”.

    Cuando vas hacia el Oriente te da la impresión de que el día notermina nunca. Llegar a Tokio es tan raro, en las noches sí que hayluz en esa ciudad.

    La mayor parte del tiempo te dedicaste a tomar cerveza y vertelevisión en nuestra pieza, aunque no entendíamos absolutamentenada de lo que hablaban. Yo salía de compras. Pero no estabaenojada contigo, al contrario, te comprendía.

    Yo había llegado a la “U” por tu culpa, cuando te conocí, cuandome enamoré de ti. Tú, en cambio, llevabas toda tu vida esperandoalgo como lo que estaba pasando en Japón.

    Cuando no estabas en la pieza, paseando de un lado a otro comoun león enjaulado, en las mañanas y en la tardes íbamos al parqueque estaba detrás del hotel a ver el entrenamiento. El Turco noshacía rodear la cancha para usarnos de escudo contra periodistas

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    y soplones, nos formaba alrededor de manera que sólo nosotrosestábamos en contacto directo con el equipo. Hacía mucho, muchofrío, así que en esos momentos saltábamos y gritábamos como siestuviéramos en el estadio. Y cuando lo hacíamos, salía ese humode nuestras bocas y narices.

    Pasaron muchas cosas en esa ciudad. Tú, la primera, es decir laúltima, pero la más importante, claro. Pero también otras. En ciertomodo era como si, estando, no hubiéramos estado en esa ciudad. Dealguna forma el Bulla se transformó en una especie de celofán quenos envolvía y nos hacía inmunes a todo lo demás, a lo que estabalejos, ignorando y olvidando que nosotros mismos éramos todoslos días nosotros mismos. A veces pensaba que no nos habíamosmovido del sector sur, abajo, bien abajo del marcador, y que lo único

    que había alrededor era la sensación que nos encantaba, aunquealargada como chicle: esperar que el León saliera finalmente a lacancha.

    Sin embargo, lejos de lo que estábamos acostumbrados, en Tokiolos días antes del partido se parecían demasiado entre sí. El turcoestaba nervioso, me contaste que lo topaste en el ascensor unascuatro veces, siempre cambiando el cigarrillo por otro nuevo.

    Mariano se torció la pierna una tarde y al día siguiente estaba bien.Superman dijo un día que le dolía una muela, pero en la noche sele pasó. Tarde, en el bar del hotel, veíamos las notas que hacía latelevisión sobre el equipo. Algunas chicas japonesas se metieron alhotel y te confundieron con jugador y nos dio mucha risa porqueme pedían permiso a mí para acercarse a ti. Diste cinco autógrafos.

    Sí, una vez saliste con los demás, fueron al distrito no sé cuanto, lacalle de las putas y las discos. Entraron a una casa de geishas, perovolviste antes diciendo que era muy turístico y que no pasaba nada,puro gringo curado o italianos del Milán. Aunque en algún lugar deTokio hubo una pelea contra los italianos esa noche, no estuvisteahí, y un par de horas después que habías salido, regresaste y temetiste a la cama conmigo. Al otro día los que llegaron despuésque tú al hotel no opinaron que la vida nocturna fuera tan aburriday se rieron de ti, pero tú me abrazaste fuerte y los miraste con unos

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    ojos desafiantes.

    El día antes del partido el Turco ordenó fútbol para relajarse y jugamos –bueno, jugaste- un partido contra el equipo titular. Tereíste mucho con esa misma risa de antes, del principio, y yo meolvidé de varias cosas, menos de ti y de verte contento. El equipo

    formado por el Bulla se tiraba al suelo por cualquier cosa, les dejabala pelota sola a los del León, entre ustedes mismos se hacían foulsa propósito. Mariano les hizo un gol y ustedes corrieron y gritarony se tiraron encima para abrazarlo y después lo levantaron enandas y dimos todos la vuelta a la cancha con él. Los japoneses noentendían nada. Los periodistas se rieron. La risa vencía al frío.

    A la mañana siguiente, después de almuerzo, estuvimos en el lobbydel hotel, esperando los buses. Fumamos. Alguien dijo que nodejaban poner lienzos en el estadio. Para los japoneses lo normal eraque el Milán nos hiciera polvo. Lo sabíamos por lo que nos decían lostraductores, los guías, toda esa gente. Yo tenía que contenerte paraque no les pegaras cuando nos contaban estas cosas, convencertedurante varios minutos de que ellos simplemente repetían lo quedecía la prensa y la calle; pero tú no, dele con que eran ellas con quequé sabían ellos; estabas nervioso. Saltábamos en la recepción, los

    empleados dejaban de hacer lo que hacían para vernos. Nosotroséramos los raros, los que no deberíamos estar en Tokio. Peroestábamos.

    Desde el bus, las calles de Tokio parecían sacadas de esos dibujoscon que las empresas constructoras anuncian sus ofertas. Todoera sospechosamente limpio, la gente sospechosamente decente,el día –aunque helado- sospechosamente luminoso. Tú dijiste queen Tokio era como si una amenaza estuviera siempre presente,como si un monstruo gigantesco estuviera a punto de llegar desdeel espacio para llevarse todo esto que era el ejemplo de lo precioso.

    El estadio al que nos llevaban se parecía al nuestro, pero limpio.Veíamos las banderas rojinegras del Milán, escuchábamos susinsultos en italiano. Estuvimos saltando desde mucho antes delpartido, calentábamos el cuerpo. Tú empezaste a sudar casi desdeel comienzo. Entre ellos y nosotros había cientos de japoneses que

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    se divertían con el duelo de las barras. Por las graderías los italianoshacían volar un pájaro azul de peluche que no era un chuncho, peroque destrozaron igual. Los asientos del estadio eran de metal eindividuales, así que nos subimos a ellos y saltamos y los hicimossonar: los indios chilenos batían sus tambores, amenazantes.Entraron decenas de pequeños policías a la gradería nuestra.

    Llevaban caso y uniforme raro, mezcla de carabinero del tránsitocon árbitro. Esa policía amarilla, es que no deja ver, esa que tetorturaba, cuando estaba Pinochet… la risa empezaba a crecer en elBulla y el grito también. Un “¡Atención Los de Abajo!: ¡CE, HACHE,I…!!!” retumbó en un momento en que la barra del Milán estabaabsolutamente en silencio. Con un solo grito podíamos ordenarleal sol que saliera.

    Dijiste cosas raras antes de que los equipos salieran a la cancha;pude haber pensado que de algún modo estabas advirtiéndome loque venía, lo que pasaba dentro tuyo, pero no lo hice. Empezastea hablar de los estadios, dijiste que un estadio no es más que unestadio, donde lo pongas, y yo estuve de acuerdo, porque penséque el celofán funcionaba en Santiago y en Tokio y me alegré de noestar tan perdida, de que tú también pensaras como yo.

    Sólo la ciudad cambia, dijiste, pero ella está siempre atrás, escondida.Un estadio es como una isla, la misma isla, flotando en diferentespedazos de agua.

    El León salió con el Milán al mismo tiempo. Por los parlantes cantaronprimero el himno italiano. En el himno chileno el que ponía los discosse equivocó y colocó la parte de los milicos. Nos miramos sin saberqué hacer, sólo dejamos que en silencio terminara. Y cuando girépara comentarte lo del himno, no estabas, ni tus banderas, ni nada.

    No, no te imaginé en el baño. Te conocía demasiado como paraeso y tus señales previas podían quebrar todos los vidrios en veintecuadras a la redonda de tan fuerte que gritaban. Sin tener nada desentido, en ese momento todo encajó perfecto, y te supe en lascalles, lejos del estadio, nadando en ese mar que temías, cerrandolos ojos cuando lo que más amabas se te ofrecía sin ropa.

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    No son lacrimógenas.

    La “U” no tiene mala cueva, mijita, a la “U” se la están tratando de

    cagar, la quieren hacer desaparecer porque el fútbol lo manejanindios disfrazados. Antes tenían a Pinochet para que los ayudaray ahora están solos, así que la consigna es cagarnos por debajoarreglando árbitros como el que nos tocó esta noche. ¿Te aburreestar aquí, afuera del camarín, con frío, tanto rato? Espérate unpoco que este infeliz ya sale. Bueno, aguántate, qué culpa tengoyo. Sí, sí, no te preocupes, no vamos a salir por Grecia. Ya sé queestá quedando la cagada ¿Crees que soy sordo, mi amor? Yo te

    advertí que iba a quedar la escoba a la salida del estadio y tú medijiste que no te importaba, que te trajera igual pascual. No, alcontrario, me gustó haber venido contigo, no digas eso, pero ahorano molestes por favor. Ya, dame un besito. Uno no más. Esperemosal cabrón ese aquí, medio escondidos entre los periodistas. Así notenemos que salir al tiro a la calle y nos salvamos de la cagada queestá quedando afuera. A propósito, espero que hagamos recagara estos indios. Nos podrán robar en la cancha, pero en la calle vana ver con quién se están metiendo. ¿Me das un besito? Princesa,no me pongas esas caritas, que me da pena. Cuando salga eseárbitro, corazón, lo menos que haré será bailar como en el recitalde Metallica, pero sobre su hocico. ¿Te acuerdas del recital? ¿Ah, nofui contigo? ¿Cómo que no fui contigo? Fui contigo. ¿Cómo no mevoy a acordar?: Obey your master, master, characharacharacharán.¿Volado? ¿Y desde cuando que tú…? ¿Qué tiene que ver el pito,

    se puede saber? ¿Tú crees que empecé a fumar marihuana el añopasado? Ya, no te pongas así, no hay para qué, si igual no podemossalir todavía porque están los indios afuera y no quiero que te toquenel poto, no quiero matar a nadie. ¿A qué hora pensará salir esteinfeliz? ¡Apúrate, pos conchatumadre, que tengo que ir a sacarlela chucha a otros colocolinos como tú! Pero si se rieron, mi amor,mira cómo se rió la gente ¡Bueno ,si estamos en el estadio, quétanta huevá!¡Ya pos, sale conchatumadre! ¿Ves como agarra papa

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    la gente? Ya están tirando botellas. Ese árbitro va a tener quesalir antes de que se nos acaben, porque la verdad es que estoytan caliente que al primer indio que pase por mi lado le reviente lacara con esta botella. ¿No quieres tirarla tú, mi amor? Si, puede serque haya salido por otra puerta, pero conozco todo este estadiocomo si fuera mi casa y no creo que… Ya, vámonos no más. Vamos,

    vamos, vamos. Camine más rápido, mijita. Después te explico.Porque los pacos nos cacharon, mierda. Tantas preguntas quehaces. Hazme caso, no más. No, no corras, pero camina rápido.Ya, ahora mezclémonos con la gente que sale del estadio. ¡Meteteel mantelito blanco en el culo, indio conchetumadre! ¿Por qué novenís vos para acá y me la chupai, hijo de puta? ¡Se te hace, colizónculiado, sin el árbitro te cagai en tres tiempos! Ya, mi amor, yapasó, ya me tranquilicé. Oye, no tienes para qué estar tan nerviosa.¿Le tienes miedo a estos tipos? ¡Pero si son unas minas, qué miedoles puedes tener! Ya, tranquilízate, en serio. . No va a pasar nada.Colo Colo, a la cama, que el burro está en pijama. No, no es olor alacrimógena, mi amor, lo que pasa es que cuando estos picantestranspiran parece que llevaran un regimiento de cebollas en lossobacos. No te asustes, mi amor. Aquí tienes sal, póntela debajode la lengua. Aunque no venía preparado… Ja, ja. Guarda un poco

    en la cartera. Mírenla, con cartera en el estadio, toda cuida. Ya,ya, perdón. ¿Pero qué se ha imaginado esta policía verde? ¡Primeronos roban en la cancha y ahora nos quieren llevar al campo deconcentración! ¡Corre! Casi te mojaron, ¡por la chucha, tienes queestar más atenta! Bueno, es que me pongo nervioso. Si, ya vamos asalir de aquí. ¡Es que no quiero que te pase nada! ¡Porque te quiero,pos tonta, por eso te grito, porque no quiero que te pase nada!Confía en mí ¿ya? Dame un beso. ¡Cuñado de la conchetumadre,

    cogotero culiado! ¿Qué? Pero déjame irle a dar la dura a ese huevón,mijita, por favor. A ese indio apestoso y vuelvo, nada más. No, novoy a dejar que nos huevee cuando estamos besándonos. Es unahuevá de honor, por la chucha, ¿tanto cuesta que te entre? ¿Viste?Ya se escapó el indio, le dio miedo, se muere de susto. Chi…Le…Chi Chi Chi… Le Le Le… ¡Universidad de Chile!... y dale, y dale, y dalebulla dale. Grita también, pues linda. Sí, si a mí también me raspala garganta, no pensé que esta policía lanzara tantas lacrimógenas

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    Por la chucha, por eso ahora estamos tratando de salir de aquí ¿ya?No te me desmayes, un poco no más, un poquito más y salimos,aguanta. ¡Hijo de puta, la próxima rueda después que incendie tuestadio te quemo vivo a vos! Ya mi amor, ya voy, no me estires lasmangas de la camiseta de la “U”, pues reina, ¿no ves que quedantodas gualalientas y después parezco huevón? Sí, ¿no te prometí

    que no me iba a garrar con nadie? ¿Y me he agarrado con alguien?¿Viste? Puros gritos, nada más. Ningún cornete, ninguna patada.Limpio. Lo prometido es deuda, princesa, dame un beso largo,lengüita, así, así. Cuidado. ¡Corre! Esa lacrimógena cayó cerca, voya ir a devolvérsela a los pacos, quizás se les cayó por equivocación,voy a hacerles un favor. No te muevas de aquí, es sólo una patadaque le voy a dar, no me va a pasar nada. No te muevas de aquí.¡Pero suéltame! Yo también te quiero, yo tampoco quiero que tepase nada. Ahí viene otra, córrete. Pásame la sal, ¿te queda? Voyy vuelvo. . ¡Así se patean estas huevás!¡Tomen pacos culiadoscolocolinos! ¿Viste? Volví. ¿Te he mentido alguna vez? No, no teestoy preguntando eso, te pregunté si te he mentido alguna vez.Ah, ya. ¿Viste? ¡Chucha! ¿Qué te pasa? ¿Quieres vomitar? SI quiereshazlo ahora no más. Aquí estamos a salvo. ¡Una bomba muy cerca,compadre! ¡No, no hay problema, no se preocupe, gracias! ¡Grande

    la “U”, aunque pierda! ¡Eso, compadre! Ya pues, mijita, vomite, nove que estamos pintando el terrible mono aquí. ¡Por tu culpa, indioconchatumadre! Corre, mi amor. Más rápido.Y dale y dale y dale bulladale. ¿Todavía están detrás? ¡Están alzados estos indios infelices!No tengas miedo, no hay problema. Doblemos por acá. Eso, respirahondo. Uf, así está mejor, ¿o no? ¿Dónde, amigo? ¿Seguro? ¿Ya tesientes mejor tu? Sí, si sé que por acá no pasa la micro. Vamos aotra parte primero. No, no puedo dejar de ir. Ni cagando, tú no te

    separas de mí. No. ¡HEY, ESCUCHA! Tú no te separas de mí, ¿estáclaro? Sí, estás cagada, pero mucho menos que si intentas irte solaentre medio de todos esos cogoteros. Mírales las caras no más, miamor. Ya vas a ver donde vamos. Piolita, segurola. No te pongasasí, mi amor ¿ya? No, es que el olor a lacrimógena queda dandovuelta un rato, no es que estén tirando más. ¡Un fósforo, un fósforo!¿Tienes? Tienes pero no quieres prestar un fósforo todo cagón. Noimporta, ¿ves? Ahí el compadre tiene un fósforo. Gracias, socio.

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    Qué bonito se ve el neumático. ¡Ahora hagamos un asado! ¿Vescomo se ríe la gente? Coco Legrand, ya, bueno. Sí, soy Coco Legrand¿contenta? Ya estas enojada de nuevo, por la chucha. ¿Ves? Ahíestá. Por l que nos devolvimos, pues. Sí, es un bus, mi amor, perono cualquiera. Adivina quiénes son los que van adentro. ¡Cogoterosde la conchesumadre! ¡Hijos de puta! Ven, ven, ven, princesa. Un

    hueco, por favor, señores, gracias. Empuja mi amor. Así, ¿ves? Miralas caras de cagados de miedo de estos indios en las ventanillas.Ahí esta el Chancho Yáñez, tírale un escupo. Así mi amor. ¡Ajjj!Chancho…Chancho…¡Todo el cuerpo contra el bus mijita! No, nohay nadie en el otro costado, esa es la idea. ¡Quédate acá, no tevayas más lejos! Un segundo no más, Y va a caer, y va a caer. Unpar de rasmillones no más, qué les puede pasar a estas mierdas,corazón. ¡Puta la huevá heavy! ¡Un último esfuerzo! ¡Uf! ¡Eso!¡Bravo! Y ya cayóy ya cayó. ¿Dónde? ¡Chucha, trajeron al regimientoentero estos pacos! Corre, mi amor, no me sueltes la mano. Quizáspodamos pasar piola, caminemos no más, alejémonos un poco de lagente. ¡Cresta, las barricadas! Saltemos. ¿Se te ocurre algo mejor?¡Ya, rápido, pues! ¿Viste?, no fue tan terrible. Ya, ahora para la casa.Puta madre. . ¡Tírate al suelo! ¡Abrázame! No va a pasar nada.Aguanta no más. Ya va a pasar, mi amor, ya va a pasar. ¡Chucha!

    ¡Ahh! ¡Puta! Aguanta, aguanta, aguanta. Te quiero, te quiero, tequiero. Pasó, pasó, pasó. Ahí se van. Por suerte estábamos en elcamino y no donde era peludo de verdad. Mira esos resplandoresallá. A ver, ¿no te hicieron nada los pacos? ¡Qué! ¿Eso? ¿Esa hueváen mi brazo? Eso es un rasmillón todo cagón, mijita. ¡Ah, cresta!Nada. No, no duele. Sí, puedo ponerme de pie. Ayúdame un poco.Levántame de a poquito. Puta, la espalda. No, no es nada. Ya,vamos. Vamos ¿Tienes plata para taxi? Oye. Te quiero. ¡Bueno, no

    es culpa mía que no sea la ocasión! Quería decirte que te quiero.Bueno, aunque parezca lo contrario, ¿y qué? ¡Puta, pero déjamedecirlo! ¿Puedo decirlo? Te quiero más que la chucha. Dejémonosde huevear y casémonos. ¿Tengo cara de estar hueveando? Bueno,no es culpa mía todo esto. Casémonos, linda. En serio. Sí, me dueleun poco. Qué hospital, mi amor, vámonos a la casa, lo único quequiero es estar contigo. No, no es hueveo. Es en serio. No, no sonlas lacrimógenas. Eres tú misma. Tú solita.

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    Hammer vive.

    Carlos Hammer. La noche del 20 de diciembre, por primera vez en

    nuestra historia, abandonamos el estadio de Colo Colo antes deque terminara el partido. En el cielo estallaban los fuegos artificialesy el recentar de las luces se confundía con el sonido de algunasbalas disparadas al aire por frenéticos hinchas albos. Minutosantes de la retirada habíamos dejado de saltar y contemplábamosdespavoridos cómo Universidad de Chile dejaba que corrieranlos minutos caminando, equivocando los pases, observando conlas manos en la cintura cómo Colo Colo se ganaba el derecho a

    permanecer en Primera División y cómo la “U” lo perdía.Sólo ahora, ya que usted me pide hacer esta especie de gigantescamaqueta con mis recuerdos, ordenándolos uno a uno como enun rompecabezas de cinco mil piezas, puedo decir que habíamosenmudecido, que Los De Abajo habíamos capitulado y que nuestrosilencio, oculto esa noche por los gritos ensordecedores de loscolocolinos, era la mejor prueba de nuestra derrota. El núcleo, el

    centro, el corazón fundamental de la barra azul era prisionero deun silencio pavoroso. Contemplando como estatuas el estúpido ysin sentido pasto verde del Estadio Monumental, fijando nuestravista de tal manera que los jugadores azules y blancos que sedesplazaban por la cancha bien podían haber sido fantasmas,hombres imaginarios, caricaturas, figuras de taca taca, veíamoscómo el sueño se iba a la basura, por fin y para siempre.

    Pero a usted le interesa que hablemos de Carlos Hammer, ¿no esasí?¿Qué veía en esos instantes Carlos Hammer, me pregunta?Sueños, yo creo. Al contemplar su rostro impasible lo pensé por unsegundo en ese momento, y durante todo el resto de mi vida hetenido la seguridad de que era, de que fue así. ¿Qué sueños? No losé.

    En 1989, cuando la “U” bajó por primera vez a la Segunda División,

    Carlos Hammer, lejos de abatirse como todo el resto de las legiones

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    azules, vio pasión, multitudes, lágrimas, banderas, vio que la “U”podía ser una razón para vivir tan válida como la mejor. Era un sueñodel futuro. Pocas veces pasa, pero a él le pasó. Tuvo una visión delporvenir. Y así nacieron Los de Abajo. Pegados a la reja de contencióny lejos de la decadente Barra Oficial, ese primer año en el descensoéramos veinte, veinticinco personas que, cuando terminaba el grito

     ¡Universidad de Chile! , seguíamos de largo con el  y dale, y dale, ydale bulla y dale. Primero, (Carlos Hammer por supuesto que no, élnunca) lo tomábamos como una nueva entretención que nos hacíaolvidar el desastre de equipo que era la “U” y concentrarnos en algonuevo: la destrucción de la Barra Oficial, esa manga de ancianosfrustrados por la pérdida del campeonato de 1980, que cuandoel equipo perdía pifiaban y cuando ganaba decían “con su deberno más cumple”. Y no sé cómo esto pasó de diversión a pasión.Hammer, obviamente fue Hammer el que lo logró, pero no mepregunte cómo lo hizo; no lo sé. Su mano invisible estaba en todaspartes: en las banderas gigantescas, en los gritos, en el organizadocaos en que Los De Abajo simulaban chocar entre sí, subir y bajardesde lo más bajo a lo más alto de la galería y volver, en los rayadoscallejeros y en las inscripciones con plumón detrás de los asientos delos autobuses. Del país de la desesperación, Hammer nos llevaba a

    un territorio de esperanzas y promesas, donde había que darle todoal equipo, sin importar lo que el equipo daba a cambio. La camisetaazul y la “U” roja en el pecho valían más que cualquier gol, triunfo,punto, rueda o campeonato. Y era eso lo que nos diferenciabade los otros equipos, lo que explicaba la imbatible tenacidad conque año a año apoyábamos a la “U”, la persistencia heroica conque, torneo tras torneo, renovábamos nuestra fe en que esa vez sííbamos a ser campeones. La “U” funcionaba por sentimientos, no

    por resultados. Y, gracias a Dios, Carlos Hammer había entendidotemprano (acaso en esos instantes de revelación que sólo ocurrenen las peores situaciones) que sólo esa fe y esa pasión podían salvara la “U”. Porque si la “U” hubiese dependido de sus resultados parasobrevivir, habría desaparecido en pocos años o, en el mejor de loscasos, hubiese sido engullida en el pozo oscuro del tiempo, comoMagallanes o Audax Italiano, equipos que hoy en día agonizan y nohan muerto sólo a causa de las glorias ganadas en mil novecientos

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    treinta. Bueno, eso sin contar lo que pasó después. Pero en esetiempo fue gracias a Carlos Hammer que la “U” se transformó enalgo más que un equipo cuyo objetivo era ganar partidos; la “U” seconvirtió en un equipo con alma, en algo que podía trascender. Yeso era porque Los de Abajo le regalábamos el corazón y había sidoCarlos Hammer el primero en desprenderse de él. De esa manera,

    entonces, el paso de la “U” por la Segunda División había servidopara algo: para templarnos, para hacernos crecer en medio de laadversidad, como flores que asoman su cabeza en un depósito deestiércol.

    Comprenderás entonces hasta qué punto la derrota con Colo Coloesa noche de diciembre significó para nosotros el fin del sueño, ypor qué, a partir de esa ocasión, nuestros espíritus se secaron y

    nuestros cuerpos quedaron huecos como cantimploras vacías. Desopetón ingresábamos a una región donde se comprende que se harecorrido todo el camino, pero también, por eso mismo, se descubreque no hay vuelta atrás ni tampoco se puede andar hacia adelante,y por lo tanto la esperanza muere y los hombres quedan a merceddel viento y del óxido, como gastadas carrocerías de automóvilesgolpeadas por la lluvia. Como le he dicho, Carlos Hammer mirabala cancha esa noche de derrota con los ojos que se usan para mirar

    un cadáver que aún no se entierra pero que tampoco ha muertorecién: eran los ojos de alguien luchando por comprender, porentender, por habituarse; la mirada de una persona que gustosadetendría el reloj que marca el paso del tiempo y quién sabe si legustaría ponerlo en marcha otra vez.

    Le dije que nos fuéramos, que nos apuráramos, mientrasterminábamos de plegar la inmensa bandera de la “U” que habíamos

    llevado al Monumental, y que, de alguna manera, acaso recortaday con sus pedazos escondidos bajo nuestras sudadas camisetas,intentaríamos sacar del reducto albo.

    Los De Abajo, los originales De Abajo, los veinte que apoyamosa la “U” en el desastre de enero de 1989, repetíamos de nuevo laexperiencia del descenso, pero esta vez con un extraño y amargomiedo al futuro, miedo al futuro inmediato, no a los años venideros

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    sino a los próximos cinco minutos, y en verdad deseábamos queel temor pudiera endosarse como un cheque a fecha, que nadiepudiera cobrarlo inmediatamente. Los ya silenciados gritos de la“U” habían quedado rebotando dentro de nuestras gargantas y lashacían arder.

    Sin embargo, Carlos Hammer no se movía del lugar donde estaba.Parecía otro Carlos Hammer, acaso el mismo de antes de Los deAbajo; un anónimo hincha más de la “U” en la década del ochenta,la que comienza con esa estúpida pérdida del campeonato de 1980en Coronel y termina con la debacle frente a Cobresal, nueve añosmás tarde, como si el camino del equipo estuviera marcado poruna maldición que los dioses dieron a sus antepasados. Duranteunos minutos, los minutos en que debíamos decidir qué hacer, yo

    veía el rostro de Carlos Hammer que Los de Abajo no conocían, ytal vez por eso era un Carlos Hammer que nos daba miedo, inmóvilsobre las graderías del estadio de Colo Colo.

    -Vamos, Carlos- le insistí, y pareció que pasaron años antes de queme respondiera.

    -¿Qué pasa?

    -Tenemos que irnos.Creí que nos iba a detener, que diría que el partido aún no terminaba,que la “U” podía hacer dos goles en dos minutos, que iba a iniciar uncanto, que resucitaría de esa avalancha que le había caído encima.Pero Hammer dijo:

    -Bueno.

    Y se puso en movimiento, junto con la gran cantidad de hinchasde la “U” que dejaban desnudo el sector del Estadio Monumentalque les correspondía. Entonces, cuando ya estábamos afuera, sedetuvo y dijo:

    -Esperemos.

    Ahora todo el mundo cree saber la verdad, y es lógico; después detodo la policía culpó a esos pobres infelices, porque a nadie, ni a mí 

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    que era el lugarteniente de Carlos Hammer, que estuve junto a éldesde 1989, le podía caber en la cabeza que las cosas se hubierandado como realmente se dieron esa noche. Él, por supuesto queno. Yo creo que Hammer sabía cómo iba a terminar todo desdehacía meses antes; tal vez gracias a un rumor, una conversaciónescuchada al pasar en un baño, el rayado en un asiento de una

    micro. No sé cómo, pero Carlos Hammer sabía. Es que así son losverdaderos líderes, y en esta guerra que algunos consideran ridículapero que en verdad fue la última guerra entre la pasión y la abulia,entre el sentimiento y el dinero, entre la creatividad y el plagio,Carlos Hammer era el mejor general que podíamos tener; él sabíadónde estaba el verdadero enemigo.

    Por eso nos hacía detenernos; imagínese la estupidez, la jefatura

    de Los de Abajo esperando, dejando pasar los minutos en la puertadel Estadio Monumental la noche en que Colo Colo nos enviaba a laSegunda División. Era como si un grupo de vacas intentara colarseen la fila que conduce al matadero. Recuerdo que mandó de vuelta atres, mientras el resto nos parapetábamos sigilosamente detrás delas boleterías. Les dijo que cuando comprobaran que toda la gentede la “U” se había retirado, volvieran y nos lo hicieran saber. Ordenótambién que nos dispersáramos un rato, que escondiéramos las

    banderas.Mientras la marea de hinchas de la “U” salía del estadio, las pequeñasradios a pila que pasaban a nuestro alrededor nos regalabanráfagas de los últimos instantes del partido, de la histérica vozde los comentaristas diciendo cada dos segundos cuánto tiempoquedaba para el final, de las mil y una razones que justificaban lapermanencia de Colo Colo en Primera y el hundimiento de la “U”.

    Sobre el suelo yacían miles de banderas azules abandonadas, consus telas rajadas; había gorros, banderines, calcomanías.

    Feroz y horrible como era el abandono de las banderas, uno podíallegar a entenderlo, había que hacer un esfuerzo muy grande peroal final podía llegar a comprenderse. Y en estos momentos límites,usted sabe que la cabeza trabaja a mil, tratando de entender lo quepasa, porque frente a la desesperación, siempre el ser humano

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    precisará un salvavidas para no ahogarse. Por eso, en pocosminutos traté de convencerme de que nadie de la “U” podía arriarla bandera que flameaba en su alma y que por eso, al fin y al cabo,romper los símbolos del equipo era una furia abstracta y pasajera,pero irreal, como la de alguien que, frente a la muerte de un serquerido, maldice a Dios.

    La comprensión, la verdadera comprensión del fenómeno llegó mástarde y sin aviso. Obedeciendo la orden de Hammer de dispersarnosmomentáneamente, caminaba yo alrededor del sector en queestábamos, empinándome sobre las cabezas de los hinchas azulespara no perderlo de vista; aún podía ver su silueta confundida traslas rejas de las boleterías, y a la vez me mantenía pendiente delgrupo de avanzada que había ido a investigar el momento exacto

    en que toda la “U” hubiera abandonado el Monumental y tocarael turno de los colocolinos para retirarse. Y de pronto sorprendoun diálogo, dos tipos hablando en voz alta, concitando, además, laatención, la aprobación y los aplausos de la gente que los rodeaba.

    -Todo esto es culpa de Hammer.

    -Ese maricón nos engrupió a todos.

    -Todos estos años tras de un equipo que valía callampa.-¿Adonde está ahora ese chuchasumare?

    -¡Gozando de la palta que le pasaron los dirigentes!

    -Si lo vemos le damos la dura.

    -¡Hammer vale callampa!

    Sólo en ese momento el silencio, la resignación, la pasividad quepor primera vez descubríamos en Carlos Hammer adquirió unsentido para mí. Los de Abajo, la criatura que él había forjado caside la nada, esa multitud de personas a las que él había dado algopara creer, algo que les hiciera sentir que la vida no era, después detodo, un disparate, se transformaba luego del partido contra ColoColo en un animal furioso que buscaba a su padre para devorarlo.

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    Entonces la muerte de Carlos Hammer no fue, como se piensahasta el día de hoy, la consecuencia de una orden emanada desdela alta dirigencia de la Garra Blanca. Tampoco fue la primerademostración de que los numerosos grupos que componían la barrade Colo Colo se habían por fin unido. Todas esas son pamplinas,mera propaganda colocolina. La gente que fue arrestada esa noche

    en los amplios operativos que la policía desplegó en las poblacionesmarginales de Santiago, no negó su participación en el crimenporque haber dado muerte a Carlos Hammer representaba el sueñode cualquier bastardo de la Garra Blanca; y estoy seguro que ustedse ha documentado bastante y ha visto fotografías de los cientosde personas que habían fila para entregarse en las comisaríasasegurando haberlo asesinado. Incluso están esas poleras inmundas:YO MATÉ A CARLOS HAMMER. Bueno, qué importa eso ahora. Loque importa es la verdad. Y la verdad es que a Carlos Hammer lomató la misma gente de la “U”. Colo Colo no tenía agallas para eso.¿Le sorprende? El presentía su fin y hasta figuraba la forma en queéste ocurriría.

    ¿Por qué entonces, si no presentía la muerte vendría desde la esquinainesperada, nos obligaba a permanecer en el Estadio Monumental lamisma noche en que éramos más que nunca presa fácil de nuestros

    eternos enemigos?Seguí con la mirada durante un rato al grupo que vociferaba yamenazaba a Hammer hasta que se perdió entre la multitud,afortunadamente lejos del lugar en que él esperaba el regreso denuestros expedicionarios. Las luces rojas de la policía parecían brillarpor todas partes, pero eso no era garantía de nada, nunca habíamosconfiado en las fuerzas de la ley, menos en esos momentos en que

    la “U” se retiraba tranquila, pero no en silencio. De todas partespequeños coros de hinchas mencionaban el nombre de CarlosHammer. Hammer, jódete. Hammer, púdrete. Espontáneamentebrotaban de cientos de gargantas breves cánticos que pedían lamuerte del jefe de Los de Abajo, voces que lo acusaban de venderse,de lucrar con el descenso de la “U”. Cortas pero contundentesmelodías lo culpaban del fin del sueño y en cierto modo teníanrazón, él era el responsable de todo: sin Hammer jamás hubiera

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    Cuando las puertas del sector colocolino se abrieron y unverdadero carnaval de gente dichosa y ebria llenó la atmósfera, ladiscusión se tornó más ácida. Había partidarios de quedarse, deirse, de esconderse. Obviamente, nadie mencionó la posibilidad deconfundirse entre la masa colocolina. Pero, sorprendiéndonos atodos, de pronto Carlos Hammer botó el cigarro al suelo y empezó

    a caminar.-¿Adónde vas?

    -A Campo de Deportes- dijo.

    ¿Se ha dado cuenta que cuando alguien muere, los lugares pordonde caminó esa persona súbitamente tienen otro significadopara los que quedaron?

    Pasa algo parecido, por ejemplo, con la camiseta que empleó IvánZamorano en Cobresal o la pelota con que la “U” ganó la liguilla deCopa Libertadores en 1981. ¿No son esos artículos casi religiosos?¿Por qué, a lo largo de los siglos han acudido multitudes al cerroGólgota a rememorar la pasión de Jesucristo?

    En todas estas cosas he pensado para intentar explicarme la porfíacon que Carlos Hammer se dirigió esa noche a la sede de Universidad

    de Chile en la avenida Campo de Deportes. Empezó a alejarse denosotros como quien se aleja de un grupo de desconocidos con losque provisoriamente le ha tocado ir sentado en un bus. Comenzó acaminar con la mirada fija, imagino que frente a sus ojos se presentabaun paisaje imaginario que sólo él podía contemplar: un pasillo en elcual se abrían puertas y desde las puertas brotaban cuchillos que éldebía esquivar. Traté de disuadirlo para que volviera, o para que almenos nos dirigiéramos a un lugar más sensato. Ya todos nosotroshabíamos escuchado lo que se decía de él entre los de la “U”. Sinembargo, los colocolinos habían empezado a abandonar su estadioy pasaban al lado nuestro con los ojos inyectados de sangre. Nocrea usted que les teníamos, jamás tuvimos miedo de ninguno deesos cerdos, uno solo de nosotros valía más que cien de ellos. Peroel paso de una manada de elefantes al lado de uno es algo como sedebe tener en cuenta, y, como fuera, comenzamos a marchar

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     junto a Hammer.

    El camino fue una verdadera misión de guerra. Nos cuidábamos dela policía, de Colo Colo y de la “U”. Santiago de Chile, como tantasotras veces, era una ciudad sitiada, de movimientos controlados,de seres agazapados. Avanzábamos entre pequeñas casas, por

    calles muchas veces de tierra, alejados de las grandes avenidas. Enlas pequeñas ventanas resplandecía el fulgor de los televisores querepetían el partido, los goles, la vuelta olímpica de Colo Colo quecelebraba así su permanencia en la división de honor del fútbol. Enalgunas casas, oscuridad y silencio. En otras, gritos, aroma de vinoy carne asada.

    En cada esquina nos deteníamos, alguno de nosotros se asomabay chequeaba que no hubiera problemas para poder continuar. Lospostes de alumbrado público relejaban una mortecina luz blanca. Elrostro de Carlos Hammer era una luna haciendo guardia en la mitadde la noche, sus ojos estaban abiertos y su respiración ansiosa.

    A usted todo esto que le estoy contando le debe parecer unalocura. Y no crea que a mí, que a nosotros, entonces, no. La nochede ese veinte de diciembre también era una locura, y eso sirve paracomprobar que, al fin y al cabo, nada cambia tanto como dicen que

    cambia. Que el romanticismo de antes, que el espíritu práctico deahora. Idioteces que dice la gente que no sabe, formas de llenarel aire vacío de una conversación. ¿Cómo podían veinte hombresgrandes, que se afeitaban y pagaban cuentas, poner en peligro susvidas por el capricho de uno de ellos? Y sin embargo ahí estábamos,dirigiendo nuestros pasos hacia Campo de Deportes, que a esahora –sabríamos después- ya comenzaba a recibir los primerospiedrazos de los furiosos residuos humanos de la hinchada de la“U”.

    Las pequeñas calles que Hammer había elegido para llegar hastala sede de la “U” nos prestaban una protección momentánea ynada de segura. A medida que los canales de televisión volvían asus programas habituales y las radios terminaban sus despachos,ese terreno que durante las horas del partido había sido un pueblofantasma, se llenaba de gente que se apostaba a conversar en las

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    esquinas, de individuos que con banderas blancas y garrafas devino en la mano caminaban hacia un lugar donde parecía que ibana encontrar la felicidad. Realmente era como si COlo COlo fuese elúnico equipo del mundo. Al pasar éramos saludados por grupos deborrachos que festejaban y nos confundían, y debíamos arreglarnospara caminar frente a ellos lo suficientemente rápido como para

    que nuestro silencio y la tristeza en nuestras caras no nos delataran.Yo ahora me fijo en detalles, ahora que recuerdo me fijo en detalles,pero la verdad es que en esos momentos no creo que estuviésemosespecialmente preocupados de lo que los colocolinos nos fueran ahacer. Carlos Hammer estaba empecinado en llegar a Campo deDeportes y, aunque todos sabíamos que era un error que iba a pagarcaro, aunque ninguno de nosotros en el fondo quería acompañarlo,

    porque en esos momentos difíciles la cobardía se viene encimacomo un piano sobre una caricatura animada, y el que diga quenunca ha sentido el grito destemplado que la cobardía despliegaen los oídos en momentos así está mintiendo, porque en instantesdecisivos, importantes, de elecciones que determinan años de vidao la muerte, la cobardía tiene el par de piernas más bellas que unoha visto, la cobardía es el llamado que hace la vida para que no jueguen con ella, para que las cosas sigan su curso conocido, para

    evitar el fin. Y si bien ninguno de nosotros, a pesar del miedo quenos envolvía, estaba convencido de ir a la sede azul, ninguno denosotros tampoco iba a detener a Carlos Hammer. Íbamos a llegarcon él hasta el final.

    Porque lo queríamos; porque ese era el gesto final que nos estabapidiendo, atravesábamos con Carlos Hammer calles desconocidas,avenidas amenazantes. Porque si él no iba a presentarse a la gente

    de la “U”, algo iba a faltar: Los de Abajo, la “U”, la eterna búsquedadel campeonato, iban a ser actos ridículos y carentes de sentido.Pensemos en un tonto general extraviado que antes de la guerrafue humorista y que, quemando los mapas, intenta hacerle unabroma a la tropa. Imaginemos un niño que juega a los soldadosy de pronto los amigos crecen y el potrero donde se divertían seconvierte en un inmenso condominio de lujosos edificios. CarlosHammer se dirigía a cerrar un círculo, lo iba a cerrar de una manera

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    misteriosa, oligofrénica, sólo comprensible para él, es cierto, peromientras fuera así estaba bien, estaba bien que su mundo todavíase mantuviera en pie durante unas horas.

    Por mientras, el cielo de Santiago se salpicaba de fuegos artificialesque estallaban por todos lados. Aunque tratábamos de ir por los

    rincones más oscuros, nuestras figuras igual eran iluminadas conlos brillantes colores del artificio, de la celebración y la juerga. Latranspiración empapaba nuestros rostros, eran varias las horas quellevábamos caminando y, como tratábamos de evitar las grandesavenidas, nadie sabía a ciencia cierta cuánto faltaba para llegara Campo de Deportes. En estricto rigor era sólo Carlos Hammerquien parecía estar seguro de un rumbo, eran sus pasos los que, através de la noche, del silencio y del miedo, eran calcados por los

    demás.Llegó un momento en que las pequeñas casas, la tierra en las callesy la pobre iluminación blanca se acabaron. Estábamos frente auna avenida gigantesca, alumbrada por poderosos focos naranja,cruzada de buses y automóviles que iban agitando inmensasbanderas blancas. Creí que Hammer se detendría, que regresaría abuscar una nueva calle, por la que continuar. Para nosotros, en ese

    momento Santiago era un archipiélago en el delta de un inmensorío, Américo Vespucio un brazo de ese río, Vicuña Mackenna otro,y no había manera de pasar al otro lado sin mojarse. Pero CarlosHammer avanzó sin importarle que todo Colo Colo estuviera frentesuyo. Avanzó y se metió entre los buses que se movían a cincokilómetros por hora para no arrollar a la gente, avanzó caminandotranquilamente, encendiendo y dando una pitada a un nuevocigarro, sin mirar si lo seguíamos.

    Yo, que iba detrás de él, llevaba enrollada en mi estómago parte dela gigantesca bandera de la “U”. En otras circunstancias, los gritos afavor de Colo Colo a mi alrededor me hubieran dado náuseas, peroen esos momentos los sentía tan lejanos, distantes como si hubieratenido los oídos tapados durante años.

    Carlos Hammer se dio vuelta, me miró y me ordenó acercarme.

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    -¿Qué?- le pregunté.

    Se quedó callado y después hizo un gesto con la cabeza como deque no me preocupara, que todo estaba bien. Supongo que paraél no era esa la hora de los balances, eso que cuentan de que…ya sabe, que la película con toda la vida de uno vuelve a pasar en

    cosa de segundos. En el caso de él, por lo menos tenía más quesegundos para ver proyectada esa cinta, caminando hacia Campode Deportes, aun era algo lejano, algo que en esos minutos todavíapodíamos llamar “el futuro”. Quizás en medio de la revisión de suvida se topó conmigo, con 1989, y me llamó para decirme algo.Y creo –aunque quizás peco de falta de modestia- que en esesegundo Carlos Hammer me iba a preguntar si quería hacermecargo de Los de Abajo. ¿Ridículo? ¿Pero por qué no iba a poder

    él creerse un rey abdicando el trono en favor de su protegido,su favorito o lo que fuera? Es cierto que Carlos Hammer no eraDios, tenía fallas, ambiciones. Pero por esos mismos motivos teníaderecho a fallar y a ser ambicioso. Además, el poder no era algoque le desagradara. Sin embargo, antes de juzgar a Hammer poresas minucias, recuerde que los grandes hombres se miden con lavara de lo que hacen con ese poder que ambicionan. Dese cuentade lo que fueron Los de Abajo. ¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué yo,

    el sucesor? Supongo que porque, mal que mal, yo llevaba parte dela gigantesca bandera de la “U”, el símbolo de Los de Abajo; porquela transportaba enrollada a mi cuerpo, mezclando con las hordasde colocolinos que esa noche se tomaban nuestra ciudad.

    ¿Qué por qué se calló Hammer? ¿Y de qué me iba a dejar acargo, dígame usted? ¿De una ciudad entera que lo buscaba paraasesinarlo? ¿De un montón de amargados que, para no sentir dolor,

    habían decidido hacer como si Universidad de Chile no existiera?¿De traidores? Jamás vi lágrimas en los ojos de Carlos Hammer. Sinembargo, cuánto le debe haber dolido darse cuenta de que no mepodía dejar a cargo de nada, porque no había nada de lo que mepudiera dejar a cargo.

    No le pregunté por qué se había quedado en silencio. Simplementeseguí caminando junto a él, confundidos todos entre esa marea de

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    colocolinos, sin que nos importara un carajo.

    En un lugar la policía había dispuesto un desvío para evitar que lagente de la “U” que se agolpaba frente a la sede del equipo, seencontrara con la de Colo Colo que venía celebrando. Desde dondeestábamos podíamos escuchar el griterío de la desilusionada barra

    de Universidad de Chile. Bocinazos, quebrazón de vidrio, sirenas.Tantas veces desde Campo de Deportes habían partido los buses aprovincia, con las banderas azules colgando desde las ventanillas;tantas veces los gritos, los chistes, la noche que no terminabanunca. Tantas veces, a la entrada de las ciudades, la policía local,temerosa de lo que Los de Abajo pudieran hacer, disponía ferocesdispositivos de seguridad, interminables pasillos de radiopatrullas yfuncionarios que nos escoltaban hasta el mismo estadio. Campo de

    Deportes era nuestra ciudad capital, ahí comprábamos las entradascon días de anticipación, ahí interpelábamos a los dirigentes quellegaban en sus lujosos automóviles. Ahora toda la “U” era como silos habitantes de un planeta se hubieran disgustado con su mundoy se esmeraran en hacerlo trizas.

    Carlos Hammer nos miró, esperó a que llegáramos y trató deconvencer al policía para que nos dejara pasar.

    -Somos de la “U”.-¿Todavía?

    El carabinero nos miró y nosotros a él. Era casi un niño. Su miradahacía pensar que algún entraño mecanismo lo había depositado enla trinchera equivocada.

    -Tú eres Carlos Hammer-dijo de pronto.

    -Sí-

    -Ten cuidado- dijo levantando la cinta de plástico con la que habíancerrado la calle.

    Caminamos hacia el poniente. Aunque los fuegos artificiales de lacelebración colocolina se habían terminado, un resplandor rojizo sefiltraba hacia las estrellas algunas cuadras más allá. Hammer

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    respiraba nerviosamente, como si se hubiera venido corriendo atoda velocidad desde el estadio de Colo Colo. Y de pronto, de verasechó a correr. Fue sin aviso, como todo lo que él había hecho esanoche; pero esta vez fue tan sin aviso que tardamos varios minutosen darnos cuenta de que ya no estaba con nosotros. Era mucha lagente que parecía ir en dirección de Campo de Deportes. Gente

    sin distintivos, banderas, gorros, insignias, nada. Niños, lumpen,estudiantes que creían estar en medio de la fiesta más apasionantede sus vidas. Poleras sudadas, no necesariamente azules, y si eranazules lo eran por simple casualidad, eran el uniforme oficial de esaspersonas que corrían a Campo de Deportes, a ver o a participar delsaqueo e incendio de esa vieja casa donde la “U” había vivido tantosaños, desde donde se gestionaba su grandeza y su perdición.

    ¿Carlos Hammer corría a salvar la casona de Campo de Deportes?Su pregunta es difícil de contestar. En parte, porque ya en esemomento no volví a verlo con vida y, en parte, porque –aunqueusted puede ver que he estado cerca- ni siquiera puedo imaginarqué pensamientos recorren la geografía de la mente de un hombreen los instantes previos a morir, sobre todo cuando ese hombre sabeque va a morir. Ya le dije que él iba a cerrar un círculo. Sin embargo,no creo que haya estado pensando en cerrar un círculo mientras

    sus piernas corrían a toda velocidad, pisando el aún caliente asfaltode Avenida Grecia. Tal vez su vida seguía desfilando ante sus ojos:probablemente los requeríos de una playa en el litoral central, talvez los reflectores del estadio de Antofagasta, quizás el agrio pasodel pisco por su garganta, acaso besos, caricias, sábanas.

    Como sea, el espectáculo a medida que él se acercaba –y así locorroboramos nosotros minutos después- era dantesco: la sede

    de Campo de Deportes era ya una estructura negruzca, el humola envolvía como una grasa pegajosa y mortífera, llamaradasiluminaban cada una de sus ventanas y había gente, mucha genteen el exterior, vociferando cosas incomprensibles, cosas que noeran sino gritos aislados, individuales, un lenguaje desconocidoque la multitud paría por separado una serie de palabrasinconexas que nacían frente a las ruinas de la “U”: frustraciones,pequeñas y mezquinas iras personales. El gran grito de cuerpo,

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    la perfecta armonía y sincronización del y dale y dale y dale bulla y daleya era, entonces más que nunca, a sólo minutos de la desapariciónde la “U”, un asunto del pasado.

    ¿Sentimos un disparo, un alarido? No, no escuchamos ni sentimosnada. Durante todo ese rato éramos más que un ejército sitiado, más

    que un comando de espionaje infiltrado en el corazón de la Alemanianazi, seres tan patéticos como Abott y Costello en el planeta delas amazonas. Frente a nuestros ojos las personas se desplazabanen movimientos distorsionados o imposibles, como dentro de unapesadilla. El fuego se reflejaba en nuestros ojos, el humo se colabapor nuestras narices. Alguien que repartía piedras para terminar dedestrozar los vidrios depositó un pedazo de cemento en mi mano,que se abrió automáticamente como si me estuvieran haciendo un

    regalo; una vez que el tipo se fue, boté el proyectil. De pronto,estaba solo. Había perdido totalmente de vista a mis compañeros.Solo en medio de una multitud que estaba cambiando el curso deltiempo. ¿A qué equipos irían ahora? ¿Qué reemplazaría a la “U”?Esos que un día fueron parte de Los de Abajo, ¿serían, de ahí enadelante, mejores padres, amantes, esposos, novios, mejorestrabajadores, seres más inteligentes, sensibles, ahora que podíancanalizar sus energías hacia otros sueños, unos más privados y a la

    vez menos gloriosos?La agitación a mi alrededor, como un grupo de frenéticos virusmoviéndose en un charco de sangre, parecía envolverme de lamanera que lo hacen los besos de una mujer que ha estado conotro hombre y regresa. Cargas intermitentes de electricidadse desplazaban por mi espinazo. Cerraba y abría los ojos con laesperanza de que la pesadilla podía de esa manera terminar. Por

    todos lados, tal como un par de horas antes, en el estadio de ColoColo, había banderas azules en el suelo, abandonadas y pisoteadas,con la diferencia de que ahora muchas de ellas estaban reducidas acenizas.

    Qué piensa uno en momentos como ese? Nada. Sinceramente se lodigo. No pensaba en nada. No es por hacerme el que no me importanada, por mantener el mito de Los de Abajo: esa mentira de que

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    éramos tipos duros y todo eso. Los de Abajo éramos gente comocualquiera, tal vez la diferencia era que nuestro sueño era másreal que cualquier otro. Qué se yo. Piense en tener una parejapara toda la vida, por ejemplo, como los cisnes, como los abuelosde uno. Hubo gente que persiguió ese sueño y mire usted. Quémás le puedo decir. La democracia. Hubo gente que murió por

    ella, por la igualdad, por el Chile Libre. Fíjese usted. Nos llamabanpendejos, fanáticos, delincuentes. Pero éramos los únicos con unsueño que podíamos palpar semana a semana, que tenía un color,unos cánticos: un sueño del cual podíamos hablar de domingo adomingo. Eso era Universidad de Chile. Nuestro sueño despierto.

    No, no fui yo el que encontró a Carlos Hammer. Eso sólo pasa enlas películas. En las películas al jovencito le pasan las cosas. A mí, en

    la vida me han pasado algunas cosas, y yo le estoy contando una,la mejor, la más poderosa. Sin embargo, no encontré a Hammer.Supongo que algunos de Los de Abajo originales me avistó y seacercó y me dijo. Cuando llegué junto al cuerpo habían pasadounas tres horas desde que nos separamos, al menos eso me dijeronellos. Esto se lo cuento basándome en lo que ellos me relatarondespués, en el juicio, en los largos interrogatorios de la policía y delos abogados.

    De esa noche, de lo ocurrido en Campo de Deportes, sólo tengo enla retina la imagen de la sede destruida, en los tímpanos el eco delos bramidos de la multitud y en la nariz el penetrante hedor de losmateriales chamuscados.

    Supongamos que alguno de Los de Abajo se acerca, entonces, y medice que mataron a Hammer. Supongamos que llego hasta el cuerpoy que Carlos Hammer está de costado, como si el cansancio al finallo hubiera vencido y, para recuperar energías, está recostado en elantejardín de una casa cualquiera, con los ojos cerrados, como a lahora de siesta. Yo lo muevo, como para despertarlo. Mis amigos metoman del hombro y me hacen a un lado.

    Y eso es todo. No hay nada más, no hay última vez que le vi la cara,no hay ningún signo de la “U” frente a él, salvo ceniza e incoherentesrestos de seda azul que delatan que ese cuerpo perteneció alguna

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    vez a Carlos Hammer, el hombre que levantó del polvo a un equipo,a varios miles de personas; el tipo que entendió que el verdaderoheroísmo ya no estaba en las guerras, sino en el desprendimiento,en la generosidad que roza la idiotez. No sé por qué, por qué se leocurrió eso de darlo todo por un equipo. Porque si uno se pone aanalizarlo fríamente ¿qué le puede dar un equipo a un hombre? Una

    sonrisa una tarde de domingo. Nada más. Cierto nerviosismo queatraviesa los días de la semana, pero nada más. No hay familia, nohay paz en el espíritu. Y sin embargo, como si se tratara de la mujerde su vida, Carlos Hammer se entregó a Universidad de Chile, encuerpo y alma. Y no sé por qué lo hizo. Nunca fui a su casa, nuncasupe si era casado, si tenía hijos o sobrinos, si trabajaba o robaba omendigaba. Y eso que fui su lugarteniente durante más de veinteaños, fin de semana tras fin de semana, en Santiago o en provincia,donde quiera que vayas yo voy contigo, fumando marihuana ychupando vino, si no jalamos coca jalamos anfetas, si no agarramospoto agarramos teta. Participando de algo más allá de un equipo defútbol. Tal vez se lo enseñaron en el colegio. Dar, dar, dar, dar. Talvez fue lo único que se le quedó grabado.

    Si quiere, no me haga caso. ¿Por qué va a hacerle caso a un pobreviejo de mierda? ¿Qué sae usted de Universidad de Chile? Ni siquiera

    yo tengo esta historia del todo clara. Es muy probable que le hayamentido, que le haya estado mintiendo todo el tiempo, porqueese 20 de diciembre lo tengo casi entero borrado, los mecanismosde defensa, ya sabe, las explicaciones de los psicólogos. Todosestos años defendiéndose uno. Enfrentándose a las implacablesmentiras de la gente, aceptándolas para conseguir un poco de paz,alimentándose de los mendrugos de esta historia que no escribimosnosotros, que no es más que la suma de las faltas de ortografía queColo Colo ha garabateado en una hoja de papel. Hasta ahora, quehe hablado con usted. Aunque usted no exista, aunque usted nosea más que el reflejo en el espejo de un anciano que con el dedotraza sobre el aire letras, escurridizos signos que se desvanecen enel viento.

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    Lámpara.

    Un hombre sin familia no es un hombre.

    Marlon Brando en “El Padrino”.

    Se despertó con los gritos en la casa de los vecinos. Caminó hasta eldormitorio de su hija y, aunque desde arriba comprobó que todo enel resto de la casa marchaba bien –le bastaba escuchar, concentrarsu atención dos segundos en el silencio-, bajó la escalera en direccióna la cocina porque quería cerciorarse, porque tenía sed y porque leparecía que aún quedaba algo de jugo de naranjas.

    En el pasillo, al mirar por la puerta entreabierta del baño, se descubrióa sí mismo en el espejo. Abrió la puerta y se miró con atención.

    En su juventud casi había entrado al primer equipo de Universidadde Chile. Pero le fue mal en la prueba porque en realidad no estabadispuesto a sacrificar la Medicina, aunque era bueno para el fútbol,muy bueno, y a pesar de que cada año que pasó se fue haciendomenos bueno y más lento, siempre estuvo convencido – y loestaba incluso ahora- de que había algo en él que no cambiaba,que no podía cambiar, porque se negaba a aceptar las leyes de laZorro Álamos lo probó durante un entrenamiento del Ballet Azuly después le dijo que tenía que optar entre el fútbol y la carrera yél respetuosamente le dijo “mire don Luis, yo voy a ser doctor”, yel Zorro lo insultó e incluso le dio una patada en el trasero porque,bueno, así era el Zorro, tan así era el Zorro, tan de adentro le salían

    las cosas, que él jamás le guardó ningún rencor, sino al contrario:gracias a que el entrenador era así, la “U” de esos años era comoera.

    En ese tiempo en que Leonel Sánchez y Carlos Campos jugaban enla “U”, Claudio tenía el pelo negro y brillante y su espíritu parecíacorrer delante de él como una sombra huyendo de su dueño. Peroahora, frente al espejo, solo en medio de la oscuridad de su casa en

    Las Condes, se miraba y pensaba que todo era un desastre,

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    y negaba con la cabeza como si ese movimiento le fuera a devolverlo que un día había sido diferente.

    “Esto no soy yo”, pensó sin siquiera apretar el interruptor del bañopara mirar mejor su reflejo, le bastaba la mortecina luz que proveníade un farol en la calle y que se colaba por la ventana.

    Trató de agudizar el oído. Los vecinos seguían gritando. Aún sinlos vecinos –esos extraños que hacía poco se habían mudado a lacasa del lado- el tiempo lo había vuelto tan sensible a los ruidos dela noche como su mujer; pero Claudio solía esconder esta facultady reírse de Carmen, decirle que era una nerviosa, casi una histérica,que siempre esperaba lo peor y que por eso no descansaba nunca.

    Desde el baño del primer piso, Claudio exploró a su familia con sus

    oídos, adivinó cada movimiento y ronquido. Se concentró en los deNatalia. Natalia en la pieza de arriba, junto a la de ellos, a pesar deque hacía menos de un minuto había estado allí y comprobado quetodo estaba en perfecto orden.

    Pero con Natalia siempre era así, todo parecía marchar sobre ruedasy, de pronto, como un rayo, la epilepsia, y la hija de Claudio caía sinconciencia, sin que sus brazos pudieran reaccionar para evitar que

    la cabeza se azotara contra el suelo. Al principio, la primera vez,cuando Natalia tenía como cinco años, Claudio y Carmen habíansentido esa desesperación que tratan de imitar en las novelas, laverdadera angustia, y no había sido ningún chiste. Después vino lootro, con más pena pero con menos dramatismo fueron constatandolentamente que Natalia no era la de antes, que hablaba más lento,que le costaba más entender el mundo, que las palabras se le iban,que se quedaba callada en medio de las frases como si hubieran

    terminado solas. Después de eso, y durante un par de años, Claudioy Carmen estuvieron yendo a un psicólogo. Claudio, en realidad, fuea dos sesiones y después estimó que no servía, y pensó entoncesque lo realmente importante en la vida era que a Natalia nunca lefaltara nada, así que se abocó a ello.

    Para Natalia el colegio se puso cuesta arriba y los cursos se hicieronmás y más difíciles de pasar, y vinieron los años repetidos y las

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    búsquedas de colegios especiales que Natalia aborrecía porque (yera una teoría que Claudio tenía pero que jamás había compartidocon Carmen), en el fondo pasaba lo mismo que con él: acaso Nataliacreía que en algún sitio remoto y aislado de sí misma estaba laverdadera Natalia, la Natalia sin la estúpida enfermedad, tratandode salir de ahí, tal como el jugador de fútbol que en verdad era

    su padre aguardaba el momento propicio para saltar a la acción,como un reserva calentando al borde de la cancha, abandonandolas camas y la rutina.

    Salió del baño y entró en la cocina tratando de no meter ruido.“Todo el mundo tiene el sueño liviano en esta casa” pensó Claudiopara sí, mientras abría el refrigerador en busca del jugo de naranjasque quedaba. Todo el mundo tenía el sueño liviano como si temiera

    que durante la noche, cuando la guardia se relajaba, un hada oalgo que repartía felicidad a domicilio acudiera a su casa, golpearaa la puerta y, luego de un rato, se marchara riéndose de que nohubieran abierto por haber estado durmiendo. Por eso dormíanasí, a sobresaltos, pensaba Claudio, para abrirle la puerta a quienrepartía felicidad.

    Llenó un vaso whiskero con jugo de naranjas y volvió al dormitorio.

    Carmen lo esperaba despierta. Había encendido la televisión y laluz.

    -¿Llamaste a los carabineros? –preguntó ella.

    -No. Tenía sed. Fui a servirme un poco de jugo.

    -Deberías llamarlos. Ya no aguanto más.

    Claudio se sentó en el borde de la cama y de un sorbo acabó el

    vaso. Los gritos de los vecinos se hacían patentes en su habitación,como si fueran enanos saltando a los pies de la cama. Hablaban enun idioma extranjero que Claudio no entendía.

    Era raro que los vecinos estuvieran peleándose esa noche de esamanera, hasta el punto de despertarlos. Pese a vivir a menos deveinte metros de ellos, Claudio y Carmen habían tenido apenas unoo dos atisbos de sus figuras, que, en cuanto se sentían observadas,

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    se perdían dentro de las puertas o cerraban las cortinas.

    Eran extranjeros, árabes o indios o filipinos, a juzgar por las faccionesde un niño como de dos años que de vez en cuando se asomaba porel patio que se podía ver desde la habitación de Claudio y Carmen.

    -Llama a los Carabineros- insistió la mujer.

    -Démosle tiempo para que arreglen sus diferencias.

    -Dios mío.

    -Bueno, cálmate. No hacen esto todas las noches, ¿o sí?

    Claudio volvió a meterse dentro de la cama y apagó la luz. Carmense volvió dándole la espalda y se tapó la cabeza con la almohada.Claudio se quedó mirando el techo con los ojos abiertos e intentóponer atención a la pelea. Los gritos de los vecinos subían y bajaban.A veces eran un susurro. A veces, como si ese susurro llevara unamaldición, otra voz respondía fuerte, tan fuerte que la gargantase desagarraba. A veces, también, dejaban caer estrepitosamenteobjetos al suelo.

    -¿Qué dirán?- se preguntó Claudio.

    -Algo de pedir o no pedir no sé qué- respondió Carmen desdedebajo de la almohada-. Hoy hablaron algo de castellano también.

    -Estarán en bancarrota. Querrán un préstamo.

    -No. Es como si toda la familia tuviera que estar de acuerdo en algomuy rápidamente. Claudio…

    -Okey, okey. Voy a ir yo. Dejemos a los pacos fuera de esto.

    Por segunda vez se bajó de la cama. Fue hasta la silla que estaba enla esquina de la pieza y se puso los pantalones blancos que habíausado durante el día, en el hospital. Buscó los zapatos blancos y selos puso, pero sin calcetines. También se puso la camisa. La dejófuera del pantalón.

    -Vuelvo.

    -Pareces panadero.

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    En vez de bajar directamente la escalera, Claudio abrió la puerta deNatalia, que había encendido la luz y tenía los ojos muy abiertos.

    -¿Están peleando?- le preguntó asustada.

    Claudio sonrió.

    -Son los vecinos.-¿Y por qué pelean?

    -No sé.

    -¿Vas a hacerlos callar?

    -Voy a pedirles. Espero que me hagan caso.

    Claudio avanzó y llegó hasta el borde de la cama de su hija. Le dioun beso en la frente.

    -¿Quieres ir al baño?

    -No.

    -¿Quieres que venga la mamá?

    -No.

    ¿Todo está bien?-Sí.

    -Vuelvo.

    Claudio bajó la escalera, tomó las llaves de la reja y salió al jardín. Elfarol que estaba frente a la casa daba una potente luz naranja, quecaía sobre el techo de su auto estacionado. Miró hacia las ventanas

    de las otras casas para ver si había alguien más despierto, como él,a causa de los gritos. Pero todas las ventanas estaban a oscuras.Entonces abrió la reja de su casa, salió a la calle y tocó el timbre delvecino.

    Tenía que reconocer que desde la calle los ruidos se sentían muchomenos fuerte que desde su habitación. En realidad, ni siquiera podíadeterminar si los gritos habían cesado o no a causa de que él había

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    tocado el timbre. Esperó algunos minutos y volvió a apretar elinterruptor.

    -¿Sí?

    Una voz salía desde una de las ventanas. Claudio se sintió un pocoincómodo, por la hora que era de la noche, aunque los que lo habían

    despertado y los que estaban haciendo ruido eran, en realidad, losotros.

    -Buenas noches.

    ¿Qué quiere?

    -Soy el vecino.

    -Váyase dormir.

    -Yo no… ¿Puede salir usted un segundo, por favor?

    -Mierda. Ya ir.

    Se prendió la luz del living y con algo de impaciencia Claudio aguardóla aparición del vecino.

    Miró hacia su propia ventana, todavía iluminada, y se imaginó a

    Carmen tras la cortina apenas abierta, escrutando sus movimientos.La puerta de la casa se abrió y entonces Claudio pudo ver por primeravez al hombre que, desde la casa del lado, no lo dejaba dormir. Eraun tipo alto, con lentes redondos, extremadamente moreno, denariz muy aguileña. Sobre su cabeza llevaba un turbante gris quedejaba escapar algunos mechones de pelo.

    -Buenas noches- repitió Claudio.

    El hombre del turbante no respondió al saludo.

    -¿Usted vecino? ¿Qué chucha querer?

    Claudio se puso tenso. Pero se le ocurrió que tenía que ser firme,que su nerviosismo no debía notarse.

    -Escuche- dijo-. Este lugar antes era un barrio decente, donde losvecinos no se trataban con groserías.

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    -Anda lavarte raja- le respondió el vecino-. Maracos hay que tratarloscomo señoritas. Hombres aguantan todo.

    Había pocas cosas que lograban sorprender a Claudio. En casiveinticinco años trabajando en los servicios de urgencia de loshospitales públicos lo había visto casi todo. “Soy como taxista”,

    solía jactarse. Pero una de las cosas que siempre lo sorprendía era laviolencia verbal. Sobre todo cuando le tocaba recibirla a él. No eraque le molestara, exactamente. Cuando cosas así pasaban Claudiose sentía como prisionero dentro de una película estúpida, dondetodo el mundo sabía que estaba interpretando un papel, pero nadieiba a dejar de interpretarlo aunque eso implicara un incendio, unaexplosión o la tercera guerra mundial.

    -Escuche- dijo. Mi intención era arreglarme por las buenas conusted. Pero creo que voy a tener que llamar a los Carabineros.

    -Llama pacos no más. Llama mamita mejor.

    El vecino estaba imitando la voz de una mujer. Claudio no supo quéresponder, así que simplemente volvió sobre sus pasos y entró enla casa de nuevo.

    Carmen había bajado y lo esperaba en el comienzo de la escalera.

    -¿Qué haces aquí?- dijo él.

    -¿Qué pasó?

    -Anda a acostarte, te vas a resfriar.

    -¿Vas a llamar a los Carabineros?

    -Acuéstate primero.

    Carmen subió lentamente la escalera. Claudio la siguió.

    -¿Papá?

    Claudio entró en la habitación de Natalia. Su hija estaba de pie enmedio de la pieza como si estuviera esperando la llegada de un tren.

    -Acuéstate, princesa. ¿No ves que te puedes caer?

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    -No.

    -Hazlo, por favor –Claudio se acercó y la tomó suavemente de loshombros.

    -No puedo dormir con esos gritos.

    -Voy a llamar a los Carabineros. Pero primero métete en la cama.Natalia hizo lo que le pedía su padre. Natalia dormía con un perrode peluche que se llamaba Tobi. Ahora Tobi estaba en el suelo, asíque Claudio lo tomó y se lo entregó.

    -¿Hablaste con el señor del lado?

    -Sí. Pero no me hizo caso. Voy a apagarte la luz.

    Lo anunció desde el dintel de la puerta, y después se concentró enel espacio oscuro que se había generado en la habitación. Trató deubicar los ojos de su hija en la oscuridad.

    -Ya se van a tener que callar, hijita.

    -¿Están peleando por la lámpara?

    -¿Qué lámpara?

    -La lámpara. A veces pelean por una lámpara. Yo los he escuchadoantes. Pelean en las tardes.

    Claudio volvió a su habitación. Carmen estaba sentada en el bordede la cama. Se sentó junto a ella y tomó el teléfono.

    Lo atendió una mujer. Claudio dio las buenas noches y luego explicódetalladamente lo que pasaba, haciendo hincapié en lo grosero que

    su vecino había sido. Los gritos en la casa del lado parecían haberdisminuido algo, pero cuando Claudio estaba en el teléfono la vozdel hombre del turbante se elevó nítida y poderosa.

    -¿Qué fue eso?- preguntó la telefonista.

    Cuando colgó, Claudio miró a Carmen. Estaba muy pálida.

    -Mañana tengo que estar en el colegio con Natalia a las siete ymedia- dijo abriendo el cajón de su velador en busca de una cajetilla

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    de cigarros.

    -No te irás a poner a fumar ahora-le dijo Claudio-. No en el dormitorio,por favor. Creí que teníamos un trato.

    -¿Y qué quieres que haga? Estoy desvelada.

    -Yo también tengo que levantarme temprano mañana.Carmen se puso de pie.

    -Voy a ir a la cocina a fumar-dijo-. ¿Te dijeron cuánto se iban ademorar?

    -No- respondió Claudio.

    Ahora una voz de mujer respondía como ametralladora a los gritos

    del hombre. Claudio ya no podía distinguir muy bien si se tratabadel hombre que se había reído de él hacía algunos minutos o si setrataba de alguna otra persona.

    Claudio tuvo la sensación de que su mujer iba a repetir sus pasospor la casa sumergida en la oscuridad: que pasaría a ver cómoestaba Natalia, que bajaría la escalera, que la puerta entreabiertadel baño le revelaría un rostro del que no estaba conforme; que

    alguna especie de Ballet Azul también vendría a su cabeza.Claudio cerró los ojos. Los gritos en la casa del lado continuaban,pero ahora algo había cambiado. Los que metían ruido parecíanhaber abandonado la discusión y se concentraban ahora en reírse dealgo ajeno a ellos. Claudio estaba seguro que en su extraño idiomase estaban riendo de él. Que las palabras que en voz alta brillabanpor su sonoridad y se repetían una y otra vez por el aire nocturno

    equivalían a “pelotudo”, “tarado”, cosas así, que hacían referenciaa alguien que no podía arreglárselas solo en la vida, a alguien quedebía llamar a la policía para que vigilara su sueño.

    Cerró los ojos e intentó dormir. Al poco rato sintió que en los espacioslibres que dejaban los gritos podía conseguirlo, pero luego, cuandoel sonido inundaba el aire, su esperanza se desplomaba. Una vez jugando fútbol le habían dado una patada en la boca del estómago.Claudio permaneció tirado en el pasto varios minutos y desde ahí 

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    -La puertecita de la escalera estaba cerrada.

    Claudio suspiró.

    -De todas maneras- dijo.

    -No puedo dormir. ¿Alguien va a hacer algo?

    -Estamos esperando que lleguen los Carabineros.-¿Dónde está la mamá?

    -En la cocina.

    Natalia se quedó en la puerta, mirando a su padre en la oscuridad.

    -Siéntate en la cama.

    -¿Escuchaste lo que decían, papá?-Algo. Siéntate.

    -¡Déjame tranquila un rato!

    -Es por tu bien.

    Natalia dio media vuelta y regresó a su pieza tan rápido comohabía entrado en la de Claudio. Él tomó el control remoto y prendióla televisión. Comenzó a hacer un zapping rápido, el sonido delaparato no era nada comparado con la discusión del lado. En laTelevisión Española repetían un gol de Iván Zamorano. En ESPN jugaba Miami contra Detroit. Sonó el timbre. Claudio se levantó ymiró por la ventana. Aunque no podía ver el automóvil de la policía,sí alcanzaba a ver la luz roja proyectada en la calle, apareciendo ydesapareciendo como si fuera un espíritu. Volvió a ponerse la ropa y

    en el intertanto sintió cómo Carmen abría la puerta, intercambiabaun par de palabras con los carabineros y después subía la escaleraa buscarlo.

    -Son ellos- le dijo entrando. Van a hablar con los vecinosinmediatamente.

    -Ya voy- dijo Claudio poniéndose los zapatos.

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    Afuera había dos carabineros esperando junto a la reja del vecino.Claudio los saludó de mano y les contó lo que sucedía. Los gritosno habían disminuido. Incluso ahora, desde la calle, se escuchabanmás fuertes.

    -Es un tipo grosero- dijo Claudio-. Les advierto.

    -Peor para él- le respondió uno de los policías, el que parecía demayor rango.

    El carabinero apretó el timbre con fuerza, dos veces largas,sostenidas. Esperaron en silencio. De la radio de uno de ellos salíanvoces metálicas, palabras que Claudio no entendía, tan confusascomo el idioma que sus vecinos esparcían a los cuatro vientos.

    El vecino abrió la puerta de su casa y caminó hasta donde ellosestaban sin decir una sola palabra. Miraba a los carabineros, no aClaudio, con el rostro serio.

    -Yo dijo señor acá no llamar a policía, hombres grandes arreglansus cosas solo, pero señor aquí no entiende nada.

    -Cállese- le ordenó el carabinero que había tocado el timbre-.Cállese y dígame cómo se llama.

    El vecino se lo dijo.Claudio y los dos carabineros se miraron y se rieron.

    -Mejor me trae su pasaporte- le pidió el policía.

    El tipo se dio media vuelta, un poco ofuscado y volvió a entrar ala casa. Claudio miró hacia la ventana tras cuyas cortinas con todaseguridad estaba Carmen y le hizo un gesto con la mano que indicaba

    que todo iba a la perfección. Los policías lo miraron extrañados.-Mi señora- dijo Claudio con una risa nerviosa.

    Los carabineros asintieron. EL vecino regresó con su pasaporte enla mano. El carabinero que no había tocado el timbre lo recibió, loabrió y comenzó a anotar en su libreta.

    -Muy bien- dijo otro uniformado-, ¿Nos puede explicar ahora por

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    qué tanto ruido?

    -Yo no mucha castellana- dijo el vecino-. Pero señor acá pocohombre de llamar policía y no hacer las cosas solo. Eso pasa.

    -El señor dice que usted y su familia no han dejado de gritar entoda la noche.

    -Eso cosa privada oiga, nada de explicaciones aquí, país libre.

    -Pero no para despertar a todo el barrio a las cuatro de la mañana-intervino Claudio.

    -Único histérico despierta aquí es usted señor.

    -Bueno, basta ya- interrumpió el carabinero-. O nos da unaexplicación aquí y ahora o nos acompaña a la comisaría y explica alcapitán.

    -Tengo explicación- dijo el hombre-, pero no creerían.

    -Eso lo decidimos nosotros- le respondió el oficial.

    -Bueno, como quiera.

    Claudio se apoyó junto a su reja y puso atención. En el autopatrulla

    había otro carabinero más, que no se había bajado del asiento delconductor. Claudio pensó en su mujer y si acaso en algún momentopensaba bajar a ver qué pasaba.

    -Nosotros pocos años Chile- dijo el vecino-. Sólo semanas en estacasa. Antes Antofagasta. Antes India.

    -Siga- dijo el carabinero.

    -Mucho tiempo atrás pasear por Punjab con familia. Matrimonio deprimo. Niños no grandes entonces. Viaje de Madrás a Punjab. Noauto. Tren.

    Los carabinero lo miraron y se miraron como preguntándose sirealmente tenían que anotar todo eso en su libreta.

    -No fácil viaje. Largo. Aburre. Rieles malos y bajar en ciudad pequeñaa pasar noche.

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    El vecino no recordaba el nombre de la ciudad en que un día, hacealgunos años, había tenido que bajar de un tren con toda su familia.Recordaba sí, que habían llegado de noche, y que, a como dieralugar, se lanzaron por las calles repletas de gente a buscar un sitiodonde dormir. Y que, nadie nunca supo de donde, de pronto, elmenor de sus hijos tenía una lámpara dorada en las manos. El

    chico aún no aprendía a hablar, de manera que no pudo explicarlesbien cómo la había obtenido. Y, como estaban preocupados deencontrar hotel, tampoco le prestaron mucha atención al artefacto.Al niño lo dejaron jugar con la lámpara, le permitieron reflejarse ensu dorado, hicieron posible que las antorchas que iluminaban esaciudad perdida en la geografía de la India desfilaran ovaladamentepor la superficie de la lámpara.

    Consiguieron un hotel cuando la noche ya era profunda, cuandolos mendigos dormían. Un buen hotel –no eran la Santa Familiavagando de establo en establo hasta encontrar el menos indecente-.Desempacaron unas pocas cosas y se partieron las habitaciones.La mujer fue a acostar a su hijo menor y volvió con la lámpara a lahabitación que compartía con su marido.

    Se miraron de inmediato, directo a los ojos. No fue como en una

    película, donde una cosa así llega de sorpresa. En cuanto ella se diocuenta de la lámpara entre las manos de su hijo, supo. Y en cuantoél vio la lámpara entre las manos de su mujer, también comprendió.

    La lámpara estaba limpia ya, doradísima y brillante, como si suocupante recién hubiera cumplido un último deseo a alguien.

    No pudieron dormir en toda la noche, con los ojos fijos en elartefacto, sudando por todos los poros. Se preguntaban si alguien

    los había visto, si alguien podía haberlos seguido. Habían escuchadode mafias que mataban sin compasión por conseguir artículos deese tipo.

    El carabinero anotó algo en una libreta y se la alargó al vecino.

    -¿Qué esto es?- preguntó.

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    -Una citación al juzgado. Por mentiroso y por quitarle el tiempo alos carabineros. Y si este señor se vuelve a quejar de que usted nolo deja dormir, vamos a volver y lo vamos a llevar detenido.

    -Yo sabía ustedes no creer nada.

    -Buenas noches.

    Claudio y el vecino contemplaron en silencio cómo los carabinerosse subían a su radiopatrulla y, sin encender las balizas, se alejabanlentamente por la calle vacía, apenas perturbando el silencio de lanoche. Una vez que estuvieron solos se miraron.

    -Usted creer. Yo verlo en su mirada.

    -No sea imbécil- le respondió Claudio.

    -Último deseo ser el más difícil. Familia está poniéndose de acuerdo.Gritos seguir. Usted lo mismo haría. Última oportunidad. Despuésgenio ¡pum! Desaparece. Vuelta a la India quizás.

    -Cállese y déjeme dormir. Es mi última advertencia- dijo Claudio y,aunque el vecino intentó co