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SELECCIÓN DE CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN OCTAVO BÁSICO 2014 EL ASESINO (RAY BRADBURY. LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL) La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio. La radio pulsera zumbó. -¿Sí? -Es Lee, papá. No olvides mi regalo. -Sí, hijo, sí. Estoy ocupado. -No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera. Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso: -El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve. Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas. -Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo. La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes. -Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño. Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió. -Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés. Violento, pensó el doctor. El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave. -No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta. -¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino? Brock asintió agradablemente. -Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así. El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato. -Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo. -No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa! El hombre tarareó. -¿Empezamos?-dijo el psiquiatra. -Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medi o. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor. -Mmm-dijo el psiquiatra. -Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso. -Linda imagen. -Gracias, siempre soñé con ser escritor. -¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono? -Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo

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SELECCIÓN DE CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN OCTAVO BÁSICO 2014

EL ASESINO (RAY BRADBURY. LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL) La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio. La radio pulsera zumbó. -¿Sí? -Es Lee, papá. No olvides mi regalo. -Sí, hijo, sí. Estoy ocupado. -No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera. Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso: -El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve. Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas. -Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo. La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes. -Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño. Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió. -Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés. Violento, pensó el doctor. El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave. -No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta. -¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino? Brock asintió agradablemente. -Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así. El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato. -Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo. -No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa! El hombre tarareó. -¿Empezamos?-dijo el psiquiatra. -Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medi o. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor. -Mmm-dijo el psiquiatra. -Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso. -Linda imagen. -Gracias, siempre soñé con ser escritor. -¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono? -Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo

salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe , eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno! -¿Cómo se sentía durante la semana? -Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina. -¿Qué fue? -Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta -¿Y el sistema se apagó? -¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión! -¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh? -¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera! -¿Se sintió mejor aún, eh? -¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pens&;eacute ; que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No,señor!» ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche. -¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato? Brock pensó un momento y sonrió. -Es mi helado favorito. -Oh-dijo el doctor. -Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor. -¿Y por qué echar helado en la radio? -Hacía calor. El doctor calló un momento. -¿Y qué vino luego? -Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas. -Parece que le gusta mucho el helado. -Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad! -Continúe. -Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro,

aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal! -¿Se lo llevó la policía? -El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén. -Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia. -Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar. -Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda. -Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa. -¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro? -Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo! -Cálmese-sugirió el psiquiatra. -¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a lacocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy! Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo. -¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro? -Lo haría otra vez, que Dios me proteja. El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa. -¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?

-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia! -Mmm. El psiquiatra parecía pensativo. -Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna»,dijeron. «Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Una alza repentina en las ventas de helado de chocolate! -Entiendo-dijo el psiquiatra. -¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses? -Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material e n las orejas. -Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta. -Saludos-dijo el señor Brock. -Sí- dijo el psiquiatra. Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, E1 paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso: -¿Doctor? -Acabo de terminar con Brock. -¿Diagnóstico? -Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas. -¿Pronóstico? -Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible. Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera... EL PEATÓN (RAY BRADBURY. LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL) Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera decemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nadale gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidasiluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente noimportaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que sedecidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas deventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz deluciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en lasparedes interiores de un cuarto,

donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unosmurmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin quesus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear denoche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír elruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el pasode la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto.Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como unárbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible.El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbabaquedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando elesqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta nocheen el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya lacaballería de los Estados Unidos por aquella loma?La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en elcampo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura,un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otracompañía que los cauces secos de los ríos, las calles.—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media.¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía,como la sombra de un halcón en el campo.Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos,las calles. —¿Qué pasa ahora?—les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes?¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna. Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metálica llamó: —Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! Mead se detuvo. —¡Arriba las manos! —Pero...—dijo Mead. —¡Arriba las manos, o dispararemos! La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así?Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas. —¿Su nombre?—dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres. —Leonard Mead—dijo. —¡Más alto! —¡Leonard Mead! —¿Ocupación o profesión? —Imagino que ustedes me llamarían un escritor. —Sin profesión—dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead,como una pieza de museo travesada por una aguja. —Sí, puede ser así—dijo. No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente. —Sin profesión—dijo la voz de fonógrafo, siseando —¿Qué estaba haciendo afuera? —Caminando—dijo Leonard Mead. —¡Caminando! —Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara. —¿Caminando, sólo caminando, caminando? —Sí, señor. —¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué? —Caminando para tomar aire. Caminando para ver. —¡Su dirección! —Calle Saint James, once, sur. —¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead? —Sí. —¿Y tiene usted televisor? —No. —¿No? Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación. —¿Es usted casado, señor Mead? —No. —No es casado—dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. —Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa. —¡No hable si no le preguntan! Leonard Mead esperó en la noche fría. —¿Sólo caminando, señor Mead? —Sí. —Pero no ha dicho para qué. —Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. —¿Ha hecho esto a menudo? —Todas las noches durante años.El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente. —Bueno, señor Mead —dijo el coche. —¿Eso es todo?—preguntó Mead cortésmente. —Sí—dijo la voz. —Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par. —Entre. —Un minuto. ¡No he hecho nada! —Entre. —¡Protesto! —Señor Mead...Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho.Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche. —Entre. Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico;olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando. —Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada...—dijo la voz de hierro— Pero... —¿Hacia dónde me llevan?El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos. —Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad. —Mi casa—dijo Leonard Mead. Nadie le respondió. El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento e n todo el resto de la helada noche de noviembre. EL RUIDO DEL TRUENO (RAY BRADBURY. LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL) El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA. Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. -¿Este safari garantiza que yo regrese vivo? -No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta. Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano. -¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente. -Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es... Eckels terminó la frase: -Matar mi dinosaurio. -Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado. -¿Trata de asustarme? -Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo. El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. -Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición. Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. -¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels. -Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. -Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois. El sol se detuvo en el cielo. La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. -Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido. Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. -Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos. -Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos. -¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre. -No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies. -No me parece muy claro -dijo Eckels. -Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende? -Entiendo. -¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones! -Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels. -¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce

nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera! -Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba. -Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarl o sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera. -¿Cómo sabemos qué animales podemos matar? -Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales. -¿Para estudiarlos? -Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos? -Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos? Travis y Lesperance se miraron. -Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. Eckels sonrió débilmente. -Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando. -¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma... Eckels enrojeció. - ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus? - Lesperance miró su reloj de pulsera. -Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero! Se adelantaron en el viento de la mañana. -Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún. -¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer. -He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.

- Ah -dijo Travis. -Todos se detuvieron. Travis alzó una mano. -Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real. La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta. Silencio. El ruido de un trueno. De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex. -Jesucristo -murmuró Eckels. -¡Chist! Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire. -¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. -¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio. -No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. -¡Cállese! -siseó Travis. -Una pesadilla. -Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero. -No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme. -¡Nos vio! -¡Ahí está la pintura roja en el pecho! El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla. -Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí. -No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí. Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza. -¡Eckels! Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no! El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes. El trueno se apagó. La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente. En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero . -Límpiense. Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos. Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final. -Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo? -¿Qué? -No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que que darse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado. Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros repti les y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura. Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. -Lo siento -dijo al fin. -¡Levántese! -gritó Travis. Eckels se levantó. -¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera... -¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! -Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. -¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! Eckels buscó en su chaqueta. -Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió. -Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva. -¡Eso no tiene sentido! -El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas! La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. -No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance. -¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. -Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812. Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos. -No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. -¿Quién puede decirlo? -Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece? -Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil. -Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999, 2000, 2055. La máquina se detuvo. -Afuera -dijo Travis. El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor con rapidez. -¿Todo bien aquí? -estalló. -Muy bien. ¡Bienvenidos! Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta. -Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. -¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira? Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco... Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera. De algún modo el anuncio había cambiado. SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA. Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando. -No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No! Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta. -¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels. Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca: - ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer? El hombre detrás del mostrador se rió. -¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa? Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...? No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba. El ruido de un trueno. LA SONRISA DEL CYBORG (ISAC ASIMOV) Johnson estaba rememorando del modo en que lo hacen los viejos y me habían advertido de que hablaría acerca de los cyborg -esas personas que cruzaron velozmente la escena de los negocios a comienzos de este siglo XXI nuestro. Aun así, había tomado una buena comida a su cargo y estaba listo para escuchar. Y, como sucedió, fue la primera palabra que salió de su boca. -Los cyborg -dijo- no estaban regulados en aquellos días. Hoy en día, su empleo está tan controlado que nadie puede obtener ningún beneficio de ellos, pero hace un tiempo.. . Uno de ellos hizo a esta compañía el negocio de diez mil millones de dólares que ahora es. Yo lo elegí, ¿sabe? -Me dijeron que no duraron mucho -dije. -No en esos días. Se extinguieron. Cuando uno agrega microchips en puntos clave del sistema nervioso, luego, en diez años a lo sumo, el cableado se funde, por así decirlo. Luego se retiraron... -una pequeña laguna- conformes, ¿sabe? -Me extraña que alguien se sometiera a eso. -Bueno, los idealistas estaban horrorizados, por supuesto, y es por eso que llegó la regulación, pero no fue tan malo para los cyborg. Solo ciertas personas podían hacer uso de los microchips -cerca del ochenta por ciento de ellos eran varones, por alguna razón- y, para el tiempo en que estuvieron activos, vivieron vidas de magnates navieros. Después de eso, siempre recibieron el mejor de los cuidados... no diferente del que recibían los atletas de primera línea, después de todo; diez años de vida joven activa, y luego el retiro. Johnson sorbió de su trago. -Un cyborg no-regulado podía influenciar las emociones de otras personas, ¿sabe?, si estaban bien instalados los chips y tenían talento. Podían emitir juicios sobre la base de lo que percibían en otras mentes y podían reforzar algunos de los juicios que estaban haci endo los competidores, o despertarlos para bien de la compañía local. No era injusto. Las otras compañías tenían a sus propios cyborg haciendo lo mismo -suspiró-. Ahora, ese tipo de cosas es ilegal. Es una pena. -Escuché que esa ilegal colocación de chips sigue haciéndose -le dije, confidente. Johnson gruñó. -Sin comentario -dijo, y lo dejé pasar-. Pero incluso hace treinta años -continuó-, las cosas estaban todavía a la vista de todos. Nuestra compañía era solo un punto insignificante en la economía global, pero habíamos localizados dos cyborg que deseaban trabajar para nosotros. -¿Dos? Nunca antes escuché eso. Johnson me miró ladinamente. -Sí, nosotros lo arreglamos. No es ampliamente conocido en el mundo exterior, pero devino en un reclutamiento inteligente y eso era ligeramente -sólo una pizca- ilegal., incluso entonces. Por supuesto, no pudimos contratarlos a los dos. Conseguir que dos cyborg trabajen juntos es imposible. Son como los grandes maestros de ajedrez, supongo. Póngalos en la misma habitación y automáticamente se desafiarán mutuamente. Competirían continuamente, cada uno intentando influir y confutar al otro. No se detendrían -realmente no podrían- y se fundirían el uno al otro en seis meses. Varias compañías lo averiguaron, a gran costo, cuando los cyborg entraron en operación. -Puedo imaginarlo -murmuré. -De modo que ya que no podíamos tener a los dos, y solo a uno, queríamos al más poderoso, obviamente, y eso solo podía ser determinado oponiendo el uno al otro, sin permitir que se arruinaran. Me dieron a mí ese trabajo, y estaba bastante claro que si escogía a uno que, al final, resultara inadecuado, también sería mi final. -¿Cómo lo hizo, señor? Sabía que había tenido éxito, por supuesto. Una persona no puede convertirse en el presidente del consejo de una firma de nivel mundial por nada. -Tuve que improvisar -dijo Johnson-. Primero, investigué a cada uno por separado. Los dos eran conocidos por sus códigos, para decir la verdad. Es esos días, sus verdaderas identidades tenían que estar ocultas. Un cyborg que se supiera que era un cyborg era medio inútil. Ellos eran C-12 y F-

71 en nuestros registros. Ambos estaban al final de los veinte. C-12 no tenía compromisos; F-17 estaba comprometido para casarse. -¿Casarse? -dije, un poco sorprendido. -Por cierto. Los cyborg son humanos, y los cyborg masculinos son muy buscados por las mujeres. Es seguro que serán ricos y, cuando se retiren, sus fortunas estarán habitualmente bajo el control de sus esposas. Es un buen partido para una joven... Entonces los puse juntos, con la novia de F-71. Deseaba ansiosamente que ella fuera guapa, y lo era. Encontrarme con ella fue casi un impacto físico para mí. Era la mujer más hermosa que hubiera visto jamás, alta, de ojos oscuros, con una figura maravillosa, y apenas algo más que una insinuación de ardiente sexualidad. Johnson pareció perderse en sus pensamientos por un momento, luego continuó. -Le digo que tuve la fuerte inclinación de ganar a la mujer para mí mismo pero no era posible que cualquiera que tuviera un cyborg lo transfiriera a un simple ejecutivo novel, que es lo que yo era en esos días. Transferirse ella misma a otro cyborg sería otra cosa... y pude ver que C-12 estaba tan afectado como yo. No le podía quitar los ojos de encima. De modo que permití que las cosas evolucionaran para ver quién terminaba con la joven. -¿Y quién fue, señor? -pregunté. -Llevó dos días de intenso conflicto mental. Cada uno debía haber consumido un mes de sus vidas laborales, pero la joven salió con C-12 como su nuevo novio. -Ah, entonces usted escogió a C-12 como el cyborg de la firma. Johnson me miró fijo con desdeño. -¿Está loco? No hice tal cosa. Elegí a F-71, por supuesto. Ubicamos a C-12 en una pequeña subsidiaria nuestra. No sería bueno para nadie más, ya que le conocíamos, ¿sabe? -Pero, ¿me perdí de algo? Si F-71 perdió a su novia, y C-12 la ganó... seguramente C-12 era superior. -¿Lo era? Los cyborg no muestran emociones en casos como este; no emociones obvias. Es necesario para los propósitos comerciales que los cyborg escondan su poder, de modo que la cara de póquer es una necesidad profesional para ellos. Pero yo estaba observando muy de cerca -mi propio trabajo estaba en riesgo- y, cuando C-12 salió con la mujer, noté una pequeña sonrisa en los labios de F-71, y me pareció que había un brillo de victoria en sus ojos. -Pero perdió a su novia. -¿No se le ocurre que quería perderla y que no sería fácil disimular su entrega? Tuvo que trabajar sobre C-12 para que la quisiera, y sobre la mujer para que quisiera ser querida... y lo hizo. Ganó. Pensé sobre el asunto. -Pero, ¿cómo pudo estar seguro? Si la mujer era tan guapa como dijo que era... si estaba radiante de sexualidad, seguramente F-71 habría querido retenerla. -Pero F-71 estaba haciendo que ella se viera deseable -dijo Johnson con tono grave-. Apuntó a C-12, por supuesto, pero con tanta fuerza que el exceso fue suficiente para afectarme drásticamente. Después de que todo pasara, y que C-12 se quedara con ella, no estuve más bajo la influencia y pude ver que había algo duro y podrido en ella... una especie de brillo egoísta y depredador en sus ojos. De modo que escogí a F-71 inmediatamente y fue todo lo que podíamos desear. La firma está ahora donde usted ve, y soy el presidente del consejo. LOS ARGONAUTAS DEL AIRE (H.G. WELLS) El aparato volador de Monson podía verse desde las ventanas del tren que pasaba por la línea principal del sudoeste o por la línea que corría entre Wimbledon y Worcester Park; para ser más exacto, podían verse las enormes estructuras que delimitaban el vuelo del aparato. Éstas se elevaban sobre las copas de los árboles, era un imponente callejón de hierro y vigas entrelazados y una enorme madeja de cuerdas y aparejos que se extendían a lo largo de casi dos millas. Desde al ramal de Leatherhead este callejón estaba escorzado y parcialmente escondido por una colina con villas; pero desde la línea principal se veía de perfil un complejo entrelazado de vigas y barras curvadas, muy impresionante para los excursionistas que llegaban desde Portsmouth, Southampton y el oeste. Monson había reanudado el trabajo donde Maxim lo dejara; al principio la prosiguió con un absoluto desprecio hacia las opiniones de la prensa y hacia la ignorancia que tanto habían irritado a su predecesor, y se decía que había gastado más de la mitad de su inmensa fortuna en sus experimentos. Los resultados, para una generación impaciente, parecían insignificantes. Aproximadamente unos cinco años después del crecimiento de aquella colosal arboleda de hierro en Worcester Park, Monson había fracasado también al producir un inmenso alboroto en Trafalgar Square; incluso los turistas de la isla de Wight se sentían autorizados para sonreír. Y las personas suficientemente inteligentes como para no considerar a Monson un loco afectado por la manía de inventar, le denunciaban (sin ninguna razón en particular) como un charlatán callejero. Sin embargo, de vez en cuando un tren matinal, con su carga de personas provistas de billetes de

abono, podía ver a un monstruo blanco precipitarse impetuosamente a través del armazón aéreo de guías y barras y oír las detenciones, el chasquido de los amortiguadores, el rechinar y el gemido junto con el impacto del golpe. Se producía entonces una aparición de rostros oscuros bordeados de blanco en los costados del tren y los periódicos de la mañana eran abandonados en beneficio de una vigorosa discusión sobre la posibilidad de volar (sobre lo que nunca se decía nada nuevo), hasta que el tren alcanzaba Waterloo y su cargamento de pasajeros provistos de abono se dispersaba por todo Londres. O bien los padres y las madres, en alguno de esos trenes multitudinarios cargados de fatigados excursionistas que volvían tras un día de descanso a orillas del mar, encontraban la oscura fábrica que destacaba en el cielo alardeado de utilidad para distraer la atención de niños irritables, sobresaltándose repentinamente por el tránsito veloz de una enorme figura negra aleteante, que se deslizaba sobre las guías. Era un hecho superior e imponente, mas allá de cualquier disputa, y excelente como motivo de conversación; de todos modos, como volaba suspendido de los cables, la mayoría de los que lo presenciaban raramente lo comentaban cómo un auténtico vuelo. Parecía más un entretenimiento para el pueblo que un ingenio para elevarse. Al principio, como decía, Monson no se molestó demasiado por las opiniones de la prensa Pero muy posiblemente se había hecho una idea equivocada sobre el tiempo que le costaría perfeccionar las tácticas de vuelo, ajustar de una forma rápida y segura la elevación veloz en el aire del ingenio, en el caso de encontrar una ráfaga o cualquier movimiento fortuito del viento. Tampoco había calculado con exactitud el dinero que le costaría ese prolongado esfuerzo de ir en contra de la gravedad Además, no era tan duro y paquidérmico como parecía. Periódicamente, y en secreto, Romeike le enviaba los recortes; periódicamente también su banquero se lo recordaba a su manera. Y si bien al principio no le importaba el ridículo inicial y el escepticismo, empezó a sentir un creciente abandono a medida que pasaban los meses y el dinero iba menguando. Había pasado cierto tiempo desde que Monson ignórasela aquel periodista emprendedor deseoso de información. Cuando el periodista dejó de molesta? Monson se sintió satisfecho en el fondo de su corazón. Día a día el trabajo continuaba, y la multitud de sutiles dificultades en la dirección iba disminuyendo en número. Día a día también el dinero iba desapareciendo hasta que el balance llegó a descender de cientos de miles a decenas de miles. Finalmente llegó un aniversario. Monson, sentado en el pequeño estudio de dibujo, de repente se percató de la fecha en el calendario de Woodhouse. —Hoy hace cinco años que empezamos —dijo a Woodhouse súbitamente. —¿De verdad? —replicó Woodhouse. —Las modificaciones nos están jugando una mala pasada —comentó Monson mordiendo un sujetapapeles. Los dibujos de los nuevos propulsores posteriores descansaban sobre la mesa ante él mientras hablaba. Arrojó el mutilado pasador metálico a la papelera y tamborileó con los dedos—. ¡Estas modificaciones! ¿Es que los matemáticos nunca serán lo suficientemente inteligentes como para ahorramos tanto remiendo y tanta experimentación? Cinco años… aprendiendo en la práctica cuando cabía suponer que se puede calcular todo de antemano. ¡Y lo que cuesta! Podía haber contratado a tres pendencieros de por vida. Pero sólo han desarrollado algunos preciosos teoremas sobre neumática sin ninguna utilidad. ¡Menudo tiempo ha pasado, Woodhouse! —Estas molduras tardarán tres semanas en estar listas —dijo Woodhouse—. A precios especiales. —¡Tres semanas! —se lamentó Monson sentándose y volviendo a tamborilear sobre la mesa. —Sí, tres semanas —dijo Woodhouse, que resultaba excelente como ingeniero pero no tan bueno para dar consuelo. Recogió las hojas y se puso a sombrear una barra. Monson cesó de teclear y empezó a morderse las uñas mientras miraba fijamente la cabeza de Woodhouse. —¿Cuánto tiempo llevan llamando a esto la tontería de Monson? —preguntó de repente. —¡Oh!, creo que un año o así —respondió Woodhouse sin ningún cuidado y sin levantar la vista. Monson aspiró aire por entre los dientes y se acercó a la ventana. Las robustas columnas de hierro que soportaban los carriles elevados de la salida de la máquina se alzaban en las cercanías; la máquina quedaba oculta por el marco superior de la ventana. A través del bosquecillo de pilares de hierro pintados de rojo y adornados con hileras de tornillos se tenía una visión fugaz del hermoso escenario que se extendía hacia Esher. Un tren se desl izaba silenciosamente a lo lejos; su traqueteo quedaba ahogado por el martilleo de los trabajadores en lo alto. Monson se imaginó las expresiones sarcásticas de la gente desde las ventanas de los vagones. Juró ferozmente en voz baja y golpeó con fruición a un moscardón que, de repente, se había vuelto ruidoso en el cristal de la ventana. —¿Qué pasa? —preguntó Woodhouse sorprendido mirando fijamente a su patrón. —Estoy harto de todo esto. Woodhouse se rascó la mejilla.

—¡Oh! —dijo tras una pausa de recapacitación. A continuación apartó el dibujo de sí. —Esos estúpidos… Estoy intentando conquistar un nuevo elemento, intentando crear algo que revolucionaria la vida, y en vez de interesarse inteligentemente se ríen y hacen chistes estúpidos poniendo motes a mis utensilios y a mi mismo. —¡Burros! —exclamó Woodhouse dejando caer de nuevo su mirada sobre el dibujo. El epíteto, curiosamente suficiente, hizo retroceder a Monson. —Estoy harto de todas formas, Woodhouse —dijo después de una pausa. Woodhouse se encogió de hombros. —Sólo se precisa paciencia, supongo —dijo Monson metiéndose las manos en los bolsillos—. Yo he empezado, he hecho la cama y he tenido que descansar en ella. Ahora no puedo retroceder. Lo llevaré a cabo y gastaré cada penique que tenga y cada penique que se me preste. Pero te digo. Woodhouse, que estoy infernalmente harto a pesar de todo. Si hubiera pagado una décima parte del dinero que llevo gastado a ciertos políticos, ya hace tiempo que habría llegado a ser barón. Monson esperó. Woodhouse le miró de hito en hito con la expresión desinteresada que utilizaba siempre para indicar simpatía y golpeó su caja de lápices, que estaba sobre la mesa. Monson le miró fijamente durante unos segundos. —¡Oh, tonto! —exclamó Monson de repente, y salió precipitadamente de la habitación. Woodhouse continuó rígido quizá durante medio minuto mas. Entonces suspiró y reanudó el sombreado de sus dibujos. Algo había molestado de forma evidente a Monson. Buen muchacho, y generoso, pero era difícil llevarse bien con él. Sucedía lo mismo con todos los principiantes relacionados con la ingeniería… querían terminar todo de buenas a primeras. Pero Monson generalmente tenía la paciencia de los expertos. Sólo que era muy irritable. ¡Qué redonda y bonita le parecía la barra de aluminio ahora! Woodhouse echó la cabeza hacia atrás poniendo el dibujo primero a un lado y luego a otro para apreciar bien la pizca de brillo. —Señor Woodhouse —dijo Hooper, el capataz de los trabajadores, asomando la cabeza por la puerta. —¡Hola! —saludó Woodhouse sin volverse. —¿Ha pasado algo, señor? —preguntó Hooper. —¿Algo? —inquirió Woodhouse. —El jefe acaba de subir a los raíles jurando como un tornado. —¡Oh! —exclamó Woodhouse. —Eso no es normal en él, señor. —¿No? —Y estaba pensando que quizá… —No piense —contestó Woodhouse, admirando al tiempo sus dibujos. Hooper conocía a Woodhouse y se fue cerrando la puerta con un fuerte estruendo. Woodhouse miró fijamente frente a sí, insensiblemente durante unos segundos, y después realizó un esfuerzo inútil intentando limpiar los dientes con el lápiz. De repente desistió, y arrojando a aquel viejo y fatigado servidor a través de la habitación, se levantó, se desperezo y salió tras Hooper. Había perdido la calma; se evidenciaba en cualquier trabajador que se encontrara. Cuando un millonario que se ha estado gastando grandes sumas en experimentos que dan empleo casi a un pequeño regimiento de personas dice de repente que está harto de su empresa, aparece casi invariablemente cierta fricción mental en las filas del pequeño ejército por él empleado. E incluso antes de que muestre sus intenciones hay especulaciones y murmuraciones, rostros escrutados y un profundo estudio de las cosas más insignificantes. Centenares de personas supieron antes de que el día acabara que Monson estaba irritado, Woodhouse estaba irritado y Hooper estaba irritado. Incluso la esposa de un trabajador cualquiera (a quien Monson nunca habría visto) decidió conservar su dinero en la caja de ahorros en vez de comprarse un vestido aterciopelado. Monson halló cierta satisfacción en irse con los trabajadores y mostrar su desacuerdo con la mayor cantidad de gente posible. Mas tarde incluso esto le molestó y se marchó cabalgando, para alivio de todos, a través de las sendas hacia el sureste, hacia los problemas infinitos de su mayordomo en Cheam. La causa inmediata de todo ello, el pequeño grano de incomodidad que había precipitado de pronto todo ese descontento por el trabajo de su vida, fueron —¡ésas son las cosas triviales que dirigen todas nuestras grandes decisiones!— media docena de observaciones desconsideradas, formuladas por una bonita chica elegantemente vestida, con una preciosa voz y algo más que belleza en sus ojos grises. Y de esa media docena de observaciones, cuatro palabras especialmente: «la tontería de Monson». Ella sentía que había sido encantadora con Monson: al día siguiente pensó cuan excepcionalmente efectiva había sido y nadie estaría mas asombrada que ella del efecto que había ejercido en la mente de Monson. Supongo, considerándolo todo, que ella nunca llegó a enterarse. —¿Cómo le va con su máquina voladora? —preguntó ella. («Me pregunto si alguna vez he

conocido a alguien con el buen sentido suficiente como para no preguntarlo», pensó Monson). —Será muy peligrosa al principio, ¿verdad? —(«Ella piensa que tengo miedo.») —Jorgon va a cantar dentro de poco. ¿Le ha oído alguna vez? —(«Al hacer caso de mis manías, volvemos a la conversación racional») Despliegue de entusiasmo acerca de Jorgon; declive gradual de la conversación, acabando con: —Hágamelo saber cuando su aparato volador esté terminado, señor Monson, y entonces consideraré la posibilidad de comprar un billete. —(«Cualquiera pensaría que todavía estoy jugando a inventos en el parvulario.») Pero lo mas amargo que ella dijo no llegó a los oídos de Monson. Para Phlox, el novelista, ella era siempre conscientemente brillante. —He estado hablando con el señor Monson; ese hombre no puede pensar más que en su máquina voladora ¿Sabe que todos sus trabajadores llaman a ese sitio el lugar de la «tontería de Monson»? Es bastante estrafalario. Es muy, muy triste. Yo siempre le observo como si fuera un tesoro hundido; el millonario perdido, ya sabe. Ella era guapa y bien educada; en realidad había escrito una novela corta epigramática; pero la amargura era algo típico en ella Resumía lo que pensaba el mundo del hombre que trabajaba de una forma sana, firme y segura hacia una tremenda revolución de los medios de la civilización, una modificación del progreso de la humanidad como nunca se había realizado desde el principio de la historia El mundo no se tomaba en serio a ese hombre. En poco tiempo, él sería proverbial. «Debo volar ahora», se dijo de camino hacia su casa experimentando un sentimiento de fracaso social absoluto. «¡Debo volar pronto! ¡Si no lo hago pronto, por Dios, me arruinaré!» Dijo esto antes de haber examinado su libreta de ahorros y sus papeles desordenados. Parece que fueron la voz y la expresión de los ojos de la chica lo que precipitó su descontento. Pero, evidentemente, el hallazgo de que ya no tenía mas de cien mil libras en propiedades y valores que le respaldaran fue el veneno que le hirió de muerte. A partir del día siguiente a su explosión con Woodhouse y con sus trabajadores, y como consecuencia de ella su porte fue firme y ceñudo durante tres semanas y reinó la ansiedad en Cheam y Ewell, Maldon, Morden y Worcester Park, lugares que habían prosperado muchísimo gracias a sus experimentos. Cuatro semanas después de aquella primera maldición se encontraba con Woodhouse j unto a la máquina reconstruida, al lado de la línea elevada de carriles por medio de los cuales obtenía su ímpetu inicial. El nuevo propulsor brillaba con un blanco más luminoso que el del resto de la máquina, y un trabajador obediente a los caprichos de Monson pintaba con oro las barras de aluminio. Mirando la larga avenida por entre las cuerdas (doradas entonces por el ocaso) se veían señales de color rojo, y a dos millas de distancia un hormiguero de trabajadores atareados que cambiaban los últimos tramos del recorrido para darle mayor pendiente. —Lo conseguiré —dijo Woodhouse—. Lo conseguiré como sea, pero le digo que esto es infernalmente temerario. Solo con que usted me diera un año más… —Se lo digo ahora no se lo daré. Le digo que el ingenio funciona Le he dedicado suficientes años… —No es eso —dijo Woodhouse—. Estamos de acuerdo en cuanto al aparato, pero la dirección… —¿No he estado yo trabajando día y noche arriba y abajo, con esa caja de ardillas? Si el ingenio se puede dirigir bien aquí, se dirigirá del mismo modo a través de Inglaterra Eso es sólo cobardía te lo digo yo, Woodhouse. Podríamos haberlo conseguido hace un año. Y además… —¿Y bien? —preguntó Woodhouse. —¡El dinero! —le espetó Monson por encima del hombro. —¡Un momento! Yo nunca he pensado en el dinero —contestó Woodhouse; y entonces, hablando con un tono muy diferente al que acababa de utilizar, repitió—: Lo conseguiré. Confíe en mí. Monson se giró apresuradamente y vio todo lo que Woodhouse no había tenido la destreza de decir brillando en su cara Le miró por un momento y entonces, impulsivamente, extendió su mano. —Gracias —dijo. —De acuerdo —dijo Woodhouse estrechándole la mano, con una curiosa suavización de sus rasgos—. Confíe en mi. Los dos hombres se volvieron para ver el enorme aparato que descansaba con las alas planas extendidas sobre su soporte; lo miraron pensativos. Monson, guiado quizá por un estudio fotográfico sobre el vuelo de los pájaros y por los métodos de Lilienthal, había ido variando gradualmente desde las formas de Maxim nuevamente hacia las formas de pájaro. El ingenio, sin embargo, era impulsado por un colosal propulsor colocado detrás, en la parte de la cola; así, la suspensión, que necesitaba un ajuste casi vertical de la cola plana, se había vuelto imposible. El cuerpo de la máquina era pequeño, casi cilíndrico y puntiagudo. Hacia la popa, en los extremos agudos, había dos pequeños motores de petróleo para el propulsor, mientras que los pilotos se sentarían en el fondo de un hueco como el de una canoa; el motor principal y conductor de la nave estaba protegido del ímpetu cegador del aire por una pantalla baja con dos ventanas de cristal. A

cada lado había un monstruoso armazón plano con el borde frontal curvado que podía ajustarse para estar horizontal o moverse hacia arriba o hacia abajo. Estas alas trabajaban juntas con toda precisión; o, liberando una clavija, podía moverse una en cierto ángulo independientemente de su compañera. El extremo frontal de cada ala podía ser también modificado hasta disminuir su área en su sexta parte. La máquina no solo estaba diseñada para flotar en el aire, sino que incluso lo conseguía sin vibraciones. La idea de Monson era entrar en contacto con el aire gracias al ímpetu inicial del aparato, y entonces planear manteniendo el impulso con el propulsor del extremo de la nave. Los grajos y las gaviotas vuelan enormes distancias de esa forma con un escaso movimiento de las alas El pájaro realmente conduce a b largo de una vía aérea Planea inclinándose hacia abajo durante unos segundos hasta que obtiene una cantidad de movimiento considerable, siendo entonces cuando altera la inclinación de sus alas y planea de nuevo hacia arriba hasta recuperar su altura original. Cualquier londinense que haya visto los pájaros en la pajarera del Regent ’s Park sabe esto. Pero los pájaros practican este arte desde el momento en que dejan sus nidos. Ellos no sólo tienen el aparato perfecto, sino también el instinto para su uso. El hombre, caminando sobre sus pies tiene escasa habilidad para equilibrarse. Incluso el simple deporte del ciclismo cuesta algunas horas de trabajo hasta llegar a dominarlo. Los ajustes instantáneos de las alas, la rápida respuesta a una brisa momentánea, la veloz recuperación del equilibrio, los movimientos vertiginosos y en remolino, que requieren una precisión absoluta, todo esto deben aprender, aprender con un trabajo infinito e infinito peligro para conquistar al arte de volar. La máquina voladora que se pondrá en marcha algún día afortunado, impulsada por pequeños pero compactos elevadores, con un bonito puente descubierto como un gran barco y cargado de granadas y armas, es el sueño fácil de un hombre literario. En vidas y en dinero, el coste de la conquista del imperio del aire puede exceder incluso a todo lo que el ser humano ha dedicado a la conquista de los mares. Indudablemente, será más costoso que la mayor guerra que nunca haya devastado el mundo. Nadie conocía mejor estas cosas que aquellos dos hombres prácticos. Y sabían que se hallaban en la vanguardia del ejército que avanzaba. Aun así, hay esperanza incluso en una empresa desesperada Unas veces los hombres son asesinados salvajemente en las reservas, mientras que otras, otros hombres que han sido condenados a muerte logran escaparse y sobrevivir. —Si echamos de menos estas praderas… —dijo Woodhouse al poco rato, a su manera característicamente lenta. —Mi querido muchacho —dijo Monson, cuyo espíritu había estado sublevándose intermitentemente durante los últimos días—, no debemos echar de menos estas praderas. Tenemos la cuarta parte de una milla cuadrada para batir, sacar las vallas, nivelar las zanjas… Bajaremos, puedes estar seguro. Y si no lo hacemos… —¡Ah! —exclamó Woodhouse—. ¡Si no lo hacemos! Antes del día de la puesta en marcha, el periódico del pueblo aireó las modificaciones realizadas en el extremo norte del armazón, y Monson fue alentado por un decidido cambio en los comentarios que Romeike le dirigía. «Acabarán algún día», decían los periódicos. «Acabarán algún día», se decían entre sí los usuarios de billete-abono del suroeste; los excursionistas playeros, los viajeros de fin de semana de Sussex y Hampshire, de Dorset y Devon, la gente eminentemente literaria de Hazle mere, todos comentaban impacientemente entre sí, «Acabará algún día», a medida que iba apareciendo el ya familiar armazón. Y, de hecho, una mañana luminosa, a la vista del tren de las diez y diez de Basingstoke, el aparato volador de Monson empezó su viaje. Vieron el soporte corriendo velozmente a lo largo de su carril, y el propulsor blanco y dorado dando vueltas en el aire. Oyeron el rápido retumbar de las ruedas y el golpe sordo cuando el soporte alcanzó los amortiguadores al final de su recorrido. Y a continuación un rechinar a medida que la máquina voladora era proyectada fuera de la red. Todo lo que la mayoría había visto y oído antes. El aparato volador atravesó con un vuelo descendente el armazón y volvió a elevarse, y entonces, cada espectador gritaba o vociferaba o daba alaridos o chillaba a su manera Pero en lugar de la habitual sacudida y detención, la máquina voladora voló lejos de la que había sido su jaula durante cinco años como una flecha desde su ballesta y, moviéndose en forma oblicua y ascendente en el aire, viró un poco como para cruzar la línea y se remontó en dirección a Wimbledon Common. Parecía suspenderse momentáneamente en el aire y hacerse pequeña, y luego se zambulló y desapareció sobre las apiñadas y azuladas copas de los árboles hacia el este de Coombe Hall, y nadie cesó de mirar fijamente y de admirarse hasta mucho después de que hubo desaparecido. Eso fue lo que vio la gente desde el tren de Basingstoke. Si hubieran dibujado una línea en medio de aquel tren, desde la locomotora hasta el furgón de equipajes, no habrían encontrado a nadie en el lado opuesto al del aparato volador. Fue un loco ímpetu de ventana a ventana a medida que el ingenio cruzó la línea. El maquinista del tren y el fogonero en ningún momento apartaron los ojos de las bajas colinas cercanas a Wimbledon, y en ningún momento se percataron de que habían

corrido sin parar a través de Coombe, Malden y Raynes Park, hasta que, con recobrada animación, se encontraron entrando a una marcha desacostumbrada en la estación de Wimbledon. Desde el momento en que Monson había puesto en marcha el soporte con un «¡Ahora!», ni él ni Woodhouse hablan articulado palabra. Ambos permanecían sentados con los dientes apretados. Monson cruzó la línea con una curva demasiado aguda y Woodhouse abrió y cerró sus labios blancos, pero tampoco habló. Woodhouse simplemente se agarró a su asiento y respiró profundamente por entre los dientes mientras miraba el campo azul hacia el oeste, y abajo lejos de él. Monson se arrodilló en su asiento delantero y sus manos temblaron sobre la palanca del timón que movía las alas. No podía ver ante sí mas que una masa de nubes blancas en el cielo. El aparato fue inclinándose hacia arriba, viajando a enorme velocidad todavía, pero perdiendo movimiento por momentos. La tierra huía por debajo con la disminución de la velocidad. —¡Ahora! —dijo Woodhouse al fin, y con un violento esfuerzo Monson torció el timón alterando el ángulo de las alas. El aparato pareció quedarse suspendido durante medio minuto, inmóvil en medio del aire, y entonces vio el azul brumoso, los tejados de las casas de las colinas de K ilburn y Hampstead sallar ante sus ojos y ascender firmemente hasta que el soleado edificio majestuoso del Albert Hall apareció por sus ventanas. Por unos instantes, apenas entendió el significado de su impetuoso avance por encima del horizonte, pero a medida que las casas iban acercándose cada vez más, se dio cuenta de lo que había logrado. Había invertido demasiado las alas y estaban descendiendo excesivamente hacia el Tamesis. El pensamiento, la pregunta y la realización fueron cuestión de un segundo. —¡Demasiado! —dijo con voz entrecortada Woodhouse. Monson dio media vuelta a la rueda del timón hacia atrás con una sacudida e inmediatamente los cerros de Kilburn y Hampstead cayeron de nuevo al extremo inferior de sus ventanas. Habían estado a mil pies sobre Coombe y la estación de Malden; cincuenta segundos después volvían a ir a gran velocidad por el aire, a una velocidad vertiginosa, a no mas de ochenta pies sobre la estación de East Putney, en la línea District del metropolitano, sobre la gente atónita que gritaba en el andén. Monson movió la parte anterior contra el aire y sobre Fulham remontaron de nuevo su camino atmosférico excesivamente, demasiado. Los autores avanzaban torpemente a través de Fulham Road mientras la gente daba alaridos. Y luego de nueves hacia abajo, demasiado inclinados todavía; los árboles y las casas de la zona de Primrose Hill saltaban a través de la ventana de Monson; y entonces, de repente vio ante sí el verdor de los jardines de Kensington y las torres del Instituto Imperial. Se dirigían hacia South Kensington. Los pináculos del Museo de Historia Natural aparecieron de repente a la vista. A continuación un segundo fatal de pensamiento veloz, un momento de vacilación. ¿Debía intentarlo y salvar las torres o desviarse hacia el este? Hizo un intento dudoso de liberar el ala derecha, dejó la palanca casi libre y dio un frenético apretón a la rueda. El morro del aparato pareció brincar frente a él. La rueda aprisionó su mano con una fuerza irresistible y empezó a dar sacudidas fuera de control. Woodhouse, agazapado junto a él, emitió un áspero lamento y se abalanzó sobre Monson. —¡Demasiado lejos! —gritó aferrándose a la borda para salvarse, Monson se había movido a sacudidas por encima y ahora caía sobre él. Tan repentino fue todo que apenas una cuarta parte de la gente que iba y venía por Hyde Park, Brompton Road y Exhibition Road vió algo de la catástrofe aérea. Una forma distante y alada había aparecido sobre un grupo de casas del sur, había caído y había vuelto a elevarse; se había precipitado repentinamente hacia el Imperial Institute y una amplia extensión de las alas había barrido la cuarta parte de un círculo; luego se movió súbitamente hacia el este y entonces, de repente, se precipitó verticalmente en el aire. Un objeto negro se desprendió de él, y cayó. ¡Un hombre! ¡Dos hombres agarrados! Cayeron en remolino y se separaron al chocar contra el techo del club de estudiantes, yendo a parar sobre los arbustos de la parte sur. Quizá durante medio minuto, el tronco puntiagudo del gran aparato siguió todavía una trayectoria ascendente, el propulsor giraba desesperadamente. Durante un breve instante, que pareció una eternidad a todos los que estaban observando, se quedó inmóvil en el aire. Entonces saltó una llamarada del motor de popa. Y veloz, más veloz, velocísimo, fulgurante como un cohete, se desplomó sobre la sólida masa de albañilería que fue anteriormente el Royal College of Science. El gran propulsor, blanco y dorado, tocó el parapeto y se aplastó como si fuera de blanco lino. Entonces el cuerpo llameante en forma de huso se estrelló y se hizo astillas en su caída sobre al ángulo noroeste del edificio. Pero el estruendo, la llamarada de parafina que salió disparada hacia el cielo de los motores destrozados del aparato, los horrores de los aplastados que se encontraron en el jardín, junto al club de estudiantes, las masas de parapeto amarillo y de ladrillos rojos que cayeron

impetuosamente en la carretera, las carreras de la gente como hormigas en un hormiguero destrozado, los motores, la acumulación de muchedumbres… Todas esas cosas no pertenecen a esta historia, que sólo ha sido escrita para relatar cómo se realizó el primer vuelo con éxito de la máquina voladora. Aunque fracasó, y fracasó desastrosamente, el récord de Monson se mantiene —un monumento suficiente— (para guiar al próximo de ese grupo de galantes experimentadores que tarde o temprano dominaran el gran problema que constituye volar. Y entre Worcester Park y Malden todavía existe aquella portentosa avenida de hierro, hoy día oxidada y peligrosa, testigo del primer esfuerzo desesperado del hombre en su derecho de viajar por el aire. UN EXPRESO DEL FUTURO (JULIO VERNE) -Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón! Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar. -Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación. -¿Una estación? -Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool. Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia. Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto. ¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí. Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina. Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París. Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso. Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento. Así que aquella “Utopía” se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra! A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás! -Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión. -Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se util izan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada,

propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el v iaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos. -¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé. -Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso. Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente? -Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos! -¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración? Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado. -¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre! Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición. A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba. Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal. Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia: -Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar? -¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado! Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia. ¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro! Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara. Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente. Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada. ¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de profundidad? Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.