selección de cuentos-julio ramon ribeyro

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Literatura Peruana

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JULIO RAMON RIBEYRO

Seleccin de cuentos

Los merengues1Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/los_merengues.htm el da 4 de Mayo de 2015

[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

Apenas su mam cerr la puerta, Perico salt del colchn y escuch, con el odo pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanz hacia la cocina de kerosene y hurg en una de las hornillas malogradas. All estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, cont una por una las monedas -haba aprendido a contar jugando a las bolitas- y constat, asombrado, que haba cuarenta soles. Se ech veinte al bolsillo y guard el resto en su lugar. No en vano, por la noche, haba simulado dormir para espiar a su mam. Ahora tena lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Despus no faltara una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre estn entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustndose los zapatos, sali desalado hacia la calle.

En el camino fue pensando si invertira todo su capital o slo parte de l. Y el recuerdo de los merengues blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. Cunto tiempo haca que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvacin amarga en la garganta? Haca ya varios meses que concurra a la pastelera de la esquina y slo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conoca y siempre que lo vea entrar, lo consenta un momento para darle luego un coscorrn y decirle:-Quita de ac, muchacho, que molestas a los clientes!Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.l recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un seor, al percatarse un da de la ansiedad de su mirada, le pregunt su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tena pap y por ltimo le obsequi una rosquita. l hubiera preferido un merengue pero intua que en los favores estaba prohibido elegir. Tambin, un da, la hija del pastelero le regal un pan de yema que estaba un poco duro.-Empara!- dijo, aventndolo por encima del mostrador. l tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cay el pan al suelo y, al recogerlo, se acord sbitamente de su perrito, a quien l tiraba carnes masticadas divirtindose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraa: l slo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensucindose los corbatines. Desde aquel da, los merengues constituan su obsesin.Cuando lleg a la pastelera, haba muchos clientes ocupando todo el mostrador. Esper que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir ms, comenz a empujar. Ahora no senta vergenza alguna y el dinero que empuaba lo revesta de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Despus de mucho esfuerzo, su cabeza apareci en primer plano, ante el asombro del dependiente.Ya ests aqu? Vamos saliendo de la tienda! Perico, lejos de obedecer, se irgui y con una expresin de triunfo reclam: veinte soles de merengues! Su voz estridente domin en el bullicio de la pastelera y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaa comprar tan empalagosa golosina en tamaa proporcin. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinici. Perico qued algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repiti, en tono imperativo:-Veinte soles de merengues!El dependiente lo observ esta vez con cierta perplejidad pero continu despachando a los otro parroquianos.-No ha odo? insisti Perico excitndose- Quiero veinte soles de merengues!El empleado se acerc esta vez y lo tir de la oreja.-Ests bromeando, palomilla?Perico se agazap.-A ver, ensame la plata!Sin poder disimular su orgullo, ech sobre el mostrador el puado de monedas. El dependiente cont el dinero.-Y quieres que te d todo esto en merengues?-S replic Perico con una conviccin que despert la risa de algunos circunstantes.-Buen empacho te vas a dar coment alguien.Perico se volvi. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sinti abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repiti:-Deme los merengues- pero esta vez su voz haba perdido vitalidad y Perico comprendi que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.-Va a salir o no? lo increp el dependiente -Despcheme antes.-Quin te ha encargado que compres esto?-Mi mam.-Debes haber odo mal. Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.Perico qued un momento pensativo. Extendi la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a travs de la vidriera, renaci su deseo, y ya no exigi sino que rog con una voz quejumbrosa:-Deme, pues, veinte soles de merengues!Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repiti conmovedoramente:-Aunque sea diez soles, nada ms!El empleado, entonces, se inclin por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareci que esta vez llevaba una fuerza definitiva.-Quita de ac! Ests loco? Anda a hacer bromas a otro lugar!Perico sali furioso de la pastelera. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos hmedos, vagabunde por los alrededores.Pronto lleg a los barrancos. Sentndose en lo alto del acantilado, contempl la playa. Le pareci en ese momento difcil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, hacindolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valan en sus manos, y en ese da cercano en que, grande ya y terrible, cortara la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pasteleras y hasta de los pelcanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

El banquete2Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/el_banquete.htm el da 4 de Mayo de 2015

[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

Con dos meses de anticipacin, don Fernando Pasamano haba preparado los pormenores de este magno suceso. En primer trmino, su residencia hubo de sufrir una transformacin general. Como se trataba de un casern antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Con dos meses de anticipacin, don Fernando Pasamano haba preparado los pormenores de este magno suceso. En primer trmino, su residencia hubo de sufrir una transformacin general. Como se trataba de un casern antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y as sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del saln hasta el ltimo banco de la repostera. Luego vinieron las alfombras, las lmparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecan ms grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardn, fue necesario construir un jardn. En quince das, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardn rococ donde haba cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rstico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.Lo ms grande, sin embargo, fue la confeccin del men. Don Fernando y su mujer, como la mayora de la gente proveniente del interior, slo haban asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razn sus ideas acerca de lo que deba servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidi hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y as pudo enterarse de que existan manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avin a las vias del medioda.Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constat con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistiran ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, haba invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le pareca pequeo para los enormes beneficios que obtendra de esta recepcin.-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaa rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (deca a su mujer). Yo no pido ms. Soy un hombre modesto.-Falta saber si el presidente vendr (replicaba su mujer).En efecto, haba omitido hasta el momento hacer efectiva su invitacin.Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptara. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovech su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincn y comunicarle humildemente su proyecto.-Encantado (le contest el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmar por escrito mi aceptacin.Don Fernando se puso a esperar la confirmacin. Para combatir su impaciencia, orden algunas reformas complementarias que le dieron a su mansin un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su ltima idea fue ordenar la ejecucin de un retrato del presidente (que un pintor copi de una fotografa) y que l hizo colocar en la parte ms visible de su saln. Al cabo de cuatro semanas, la confirmacin lleg. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la ms grande alegra de su vida. Aquel fue un da de fiesta, sali con su mujer al balcn par contemplar su jardn iluminado y cerrar con un sueo buclico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, pareca haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se vea a s mismo, se vea en chaqu, en tarro, fumando puros, con una decoracin de fondo donde (como en ciertos afiches tursticos) se confundan lo monumentos de las cuatro ciudades ms importantes de Europa. Ms lejos, en un ngulo de su quimera, vea un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegora de la sensualidad, vea una figura femenina que tena las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.El da del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzndose por guardar un incgnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distrados y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempean oficios clandestinos.Luego fueron llegando los automviles. De su interior descendan ministros, parlamentarios, diplomticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abra la verja, un ujier los anunciaba, un valet reciba sus prendas, y don Fernando, en medio del vestbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.Cuando todos los burgueses del vecindario se haban arremolinado delante de la mansin y la gente de los conventillos se haca una fiesta de fasto tan inesperado, lleg el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetr en la casa y don Fernando, olvidndose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le ech en los brazos con tanta simpata que le da una de sus charreteras.Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardn, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la ms grande, decorada con orqudeas, fue ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenz a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ngulo del saln, trataba de imponer intilmente un aire viens. A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin haban sido honrados y los tintos del Mediterrneo comenzaban a llenar las copas, se inici la ronda de discursos. La llegada del faisn los interrumpi y slo al final, servido el champn, regres la elocuencia y los panegricos se prolongaron hasta el caf, para ahogarse definitivamente en las copas del coac.Don Fernando, mientras tanto, vea con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, segua sus propias leyes, sin que l hubiera tenido ocasin de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestnicos y l, en su papel de anfitrin, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas. Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se haba visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logr conducir al presidente a la salida de msica y all, sentados en uno de esos canaps, que en la corte de Versalles servan para declararse a una princesa o para desbaratar una coalicin, le desliz al odo su modesta.-Pero no faltaba ms (replic el presidente). Justamente queda vacante en estos das la embajada de Roma. Maana, en consejo de ministros, propondr su nombramiento, es decir, lo impondr. Y en lo que se refiere al ferrocarril s que hay en diputados una comisin que hace meses discute ese proyecto. Pasado maana citar a mi despacho a todos sus miembros y a usted tambin, para que resuelvan el asunto en la forma que ms convenga.Una hora despus el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la maana quedaban todava merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningn ttulo y que esperaban an el descorchamiento de alguna botella o la ocasin de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la maana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festn. Por ltimo se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeo haba tirado con ms gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad. A las doce del da, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un peridico abierto entre las manos. Arrebatndoselo, ley los titulares y, sin proferir una exclamacin, se desvaneci sobre la cama. En la madrugada, aprovechndose de la recepcin, un ministro haba dado un golpe de estado y el presidente haba sido obligado a dimitir.

Los gallinazos sin plumas3. Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/los_gallinazos_sin_plumas.htm el da 4 de Mayo de 2015

[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

A las seis de la maana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmsfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que estn hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los prticos de las iglesias. Los noctmbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancola. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve tambin obreros caminando hacia el tranva, policas bostezando contra los rboles, canillitas morados de fro, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por ltimo, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos1 sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentndose en el colchn comienza a berrear:-A levantarse! Efran, Enrique! Ya es hora!Los dos muchachos corren a la acequia del corraln frotndose los ojos legaosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse giles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.-Todava te falta un poco, marrano! Pero aguarda no ms, que ya llegar tu turno.Efran y Enrique se demoran en el camino, trepndose a los rboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo an la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecn.Ellos no son los nicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartn, a veces slo basta un peridico viejo. Sin conocerse forman una especie de organizacin clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios pblicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hbitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.Efran y Enrique, despus de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura estn alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos ntegramente y luego comenzar la exploracin. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos slo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predileccin por las verduras ligeramente descompuestas. La pequea lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extraas salsas que no figuran en ningn manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un da Efran encontr unos tirantes con los que fabric una honda. Otra vez una pera casi buena que devor en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.Despus de una rigurosa seleccin regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el prximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre est al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botn. Pero, con ms frecuencia, es el carro de la Baja Polica el que aparece y entonces la jornada est perdida.Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas estn sumidas en xtasis, los noctmbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mgico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.Don Santos los esperaba con el caf preparado.-A ver, qu cosa me han trado?Husmeaba entre las latas y si la provisin estaba buena haca siempre el mismo comentario:-Pascual tendr banquete hoy da.Pero la mayora de las veces estallaba:-Idiotas! Qu han hecho hoy da? Se han puesto a jugar seguramente! Pascual se morir de hambre!Ellos huan hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruir. Don Santos le aventaba la comida.-Mi pobre Pascual! Hoy da te quedars con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engren como yo. Habr que zurrarlos para que aprendan!Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le pareca poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse ms temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de ms desperdicios. Por ltimo los forz a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.-All encontrarn ms cosas. Ser ms fcil adems porque todo est junto.Un domingo, Efran y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Polica, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecn, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retir aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetr hasta sus pulmones. Los pies se les hundan en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploracin. A veces, bajo un peridico amarillento, descubran una carroa devorada a medios. En los acantilados prximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efran gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacan desprenderse guijarros que rodaban haca el mar. Despus de una hora de trabajo regresaron al corraln con los cubos llenos.-Bravo! -exclam don Santos-. Habr que repetir esto dos o tres veces por semana.Desde entonces, los mircoles y los domingos, Efran y Enrique hacan el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraa fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudndoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.Fue al regresar de una de esas excursiones que Efran sinti un dolor en la planta del pie. Un vidrio le haba causado una pequea herida. Al da siguiente tena el pie hinchado, no obstante lo cual prosigui su trabajo. Cuando regresaron no poda casi caminar, pero don Santos no se percat de ello, pues tena visita. Acompaado de un hombre gordo que tena las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.-Dentro de veinte o treinta das vendr por ac -deca el hombre-. Para esa fecha creo que podr estar a punto.Cuando parti, don Santos echaba fuego por los ojos.-A trabajar! A trabajar! De ahora en adelante habr que aumentar la racin de Pascual! El negocio anda sobre rieles.A la maana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despert a sus nietos, Efran no se pudo levantar.-Tiene una herida en el pie -explic Enrique-. Ayer se cort con un vidrio.Don Santos examin el pie de su nieto. La infeccin haba comenzado.-Esas son patraas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.-Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.Don Santos medit un momento. Desde el chiquero llegaban los gruidos de Pascual.-Y a m? -pregunt dndose un palmazo en la pierna de palo-. Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta aos y yo trabajo... Hay que dejarse de maas!Efran sali a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora despus regresaron con los cubos casi vacos.-No poda ms! -dijo Enrique al abuelo-. Efran est medio cojo.Don Santos observ a sus dos nietos como si meditara una sentencia.-Bien, bien -dijo rascndose la barba rala y cogiendo a Efran del pescuezo lo arre hacia el cuarto-. Los enfermos a la cama! A podrirse sobre el colchn! Y t hars la tarea de tu hermano. Vete ahora mismo al muladar!Cerca de medioda Enrique regres con los cubos repletos. Lo segua un extrao visitante: un perro esculido y medio sarnoso.-Lo encontr en el muladar -explic Enrique -y me ha venido siguiendo.Don Santos cogi la vara.-Una boca ms en el corraln!Enrique levant al perro contra su pecho y huy hacia la puerta.-No le hagas nada, abuelito! Le dar yo de mi comida.Don Santos se acerc, hundiendo su pierna de palo en el lodo.-Nada de perros aqu! Ya tengo bastante con ustedes!Enrique abri la puerta de la calle.-Si se va l, me voy yo tambin.El abuelo se detuvo. Enrique aprovech para insistir:-No come casi nada..., mira lo flaco que est. Adems, desde que Efran est enfermo, me ayudar. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.Don Santos reflexion, mirando el cielo donde se condensaba la gara. Sin decir nada, solt la vara, cogi los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.Enrique sonri de alegra y con su amigo aferrado al corazn corri donde su hermano.-Pascual, Pascual... Pascualito! -cantaba el abuelo.-T te llamars Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingres donde Efran.Su alegra se esfum: Efran inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchn. Tena el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos haban perdido casi su forma.-Te he trado este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompae... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejar y los dos jugarn todo el da. Le ensears a que te traiga piedras en la boca.Y el abuelo? -pregunt Efran extendiendo su mano hacia el animal.-El abuelo no dice nada -suspir Enrique.Ambos miraron hacia la puerta. La gara haba empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:-Pascual, Pascual... Pascualito!Esa misma noche sali luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta poca el abuelo se pona intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corraln, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tena miedo y cada vez que lo vea se acurrucaba y quedaba inmvil como una piedra.-Mugre, nada ms que mugre! -repiti toda la noche el abuelo, mirando la luna.A la maana siguiente Enrique amaneci resfriado. El viejo, que lo sinti estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presenta una catstrofe. Si Enrique enfermaba, quin se ocupara de Pascual? La voracidad del cerdo creca con su gordura. Grua por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corraln de Nemesio, que viva a una cuadra, se haban venido a quejar.Al segundo da sucedi lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Haba tosido toda la noche y la maana lo sorprendi temblando, quemado por la fiebre.-T tambin? -pregunt el abuelo.Enrique seal su pecho, que roncaba. El abuelo sali furioso del cuarto. Cinco minutos despus regres.-Est muy mal engaarme de esta manera! -plaa-. Abusan de m porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. De otra manera los mandara al diablo y me ocupara yo solo de Pascual!Efran se despert quejndose y Enrique comenz a toser.-Pero no importa! Yo me encargar de l. Ustedes son basura, nada ms que basura! Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya vern cmo les saco ventaja. El abuelo est fuerte todava. Pero eso s, hoy da no habr comida para ustedes! No habr comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!A travs del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora despus regres aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Polica lo haba ganado. Los perros, adems, haban querido morderlo.-Pedazos de mugre! Ya saben, se quedarn sin comida hasta que no trabajen!Al da siguiente trat de repetir la operacin pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo haba perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer da qued desplomado en su colchn, sin otro nimo que para el insulto.-Si se muere de hambre -gritaba -ser por culpa de ustedes!Desde entonces empezaron unos das angustiosos, interminables. Los tres pasaban el da encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusin forzosa. Efran se revolcaba sin tregua, Enrique tosa. Pedro se levantaba y despus de hacer un recorrido por el corraln, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A medioda se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecan verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propsito de excitar su apetito creyendo as hacer ms refinado su castigo.Efran ya no tena fuerzas para quejarse. Solamente Enrique senta crecer en su corazn un miedo extrao y al mirar a los ojos del abuelo crea desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresin humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, coga a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se cea la pierna de palo y sala al corraln. A la luz de la luna Enrique lo vea ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puos, atropellando lo que encontraba en su camino. Por ltimo reingresaba en su cuarto y se quedaba mirndolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.La ltima noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique haba odo decir que los cerdos, cuando tenan hambre, se volvan locos como los hombres. El abuelo permaneci en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no sali al corraln ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchn miraba fijamente la puerta. Pareca amasar dentro de s una clera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenz a desteirse sobre las lomas, abri la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanz un rugido:Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. A levantarse haraganes! Hasta cundo vamos a estar as? Esto se acab! De pie!...Efran se ech a llorar, Enrique se levant, aplastndose contra la pared. Los ojos del abuelo parecan fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Vea la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartn. Al fin pudo reaccionar.-A Efran no! l no tiene la culpa! Djame a m solo, yo saldr, yo ir al muladar!El abuelo se contuvo jadeante. Tard mucho en recuperar el aliento.-Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...Enrique se apart, cogi los cubos y se alej a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacan trastabillar. Cuando abri la puerta del corraln, Pedro quiso seguirlo.-T no. Qudate aqu cuidando a Efran.Y se lanz a la calle respirando a pleno pulmn el aire de la maana. En el camino comi yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo vea a travs de una niebla mgica. La debilidad lo haca ligero, etreo: volaba casi como un pjaro. En el muladar se sinti un gallinazo ms entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendi el regreso. Las beatas, los noctmbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.Al entrar al corraln sinti un aire opresor, resistente, que lo oblig a detenerse. Era como si all, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corraln una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Pareca un rbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movi.-Aqu estn los cubos!Don Santos le volvi la espalda y qued inmvil. Enrique solt los cubos y corri intrigado hasta el cuarto. Efran apenas lo vio, comenz a gemir:-Pedro... Pedro...-Qu pasa?-Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogi la vara... despus lo sent aullar.Enrique sali del cuarto.-Pedro, ven aqu! Dnde ests, Pedro?Nadie le respondi. El abuelo segua inmvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acerc al viejo.-Dnde est Pedro?Su mirada descendi al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. An quedaban las piernas y el rabo del perro.-No! -grit Enrique tapndose los ojos-. No, no! -y a travs de las lgrimas busc la mirada del abuelo. Este la rehuy, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenz a danzar en torno suyo, prendindose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.-Por qu has hecho eso? Por qu?El abuelo no responda. Por ltimo, impaciente, dio un manotn a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde all Enrique observ al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festn de Pascual. Estirando la mano encontr la vara que tena el extremo manchado de sangre. Con ella se levant de puntillas y se acerc al viejo.-Voltea! -grit-. Voltea!Cuando don Santos se volvi, divis la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pmulo.-Toma! -chill Enrique y levant nuevamente la mano. Pero sbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, mir al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogindose el rostro, retrocedi un paso, su pierna de palo toc tierra hmeda, resbal, y dando un alarido se precipit de espaldas al chiquero.Enrique retrocedi unos pasos. Primero aguz el odo pero no se escuchaba ningn ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tena la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se haba refugiado en un ngulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se haba aproximado. Probablemente el abuelo alcanz a divisarlo pues mientras corra hacia el cuarto le pareci que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que l nunca haba escuchado. A m, Enrique, a m!...-Pronto! -exclam Enrique, precipitndose sobre su hermano -Pronto, Efran! El viejo se ha cado al chiquero! Debemos irnos de ac!-Adnde? -pregunt Efran.-Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!-No me puedo parar!Enrique cogi a su hermano con ambas manos y lo estrech contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corraln. Cuando abrieron el portn de la calle se dieron cuenta que la hora celeste haba terminado y que la ciudad, despierta y viva, abra ante ellos su gigantesca mandbula.Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.

La molicie4. Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/la_molicie.htm el da 4 de Mayo de 2015

[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

Mi compaero y yo luchbamos sistemticamente contra la molicie1. Sabamos muy bien que ella era poderosa y que se adueaba fcilmente de los espritus de la casa. Habamos observado cmo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodas lnguidas de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanacin de un pebetero.Haba, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; haba que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitacin estaba prevenida, dirase exorcizada contra ella. Habamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponan al estudio. Habamos coloreado las paredes con extraos dibujos que da a da renovbamos para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusin de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistricos, y mi compaero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegoras que constituan para m un enigma indescifrable. Tenamos, por ltimo, una pequea radiola en la cual en momentos de sumo peligro ponamos cantigas gregorianas, sonatas clsicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibracin de ballet.A pesar de todas esas medidas no nos considerbamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivn de las horas. Pero estimulndonos recprocamente con gritos y consejos, saltbamos semidormidos de nuestros lechos y corramos a travs del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibamos la primera cura de emergencia. Ella nos permita pasar la maana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo tambin de la molicie, como nosotros. Despus del almuerzo, sin embargo, sobrevenan las horas ms difciles y en las cuales la mayora de nuestros compaeros sucumban. Del comedor pasbamos al saln y embotados por la cuantiosa comida caamos en los sillones. All pedamos caf, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetamos el caf, fumbamos, hojebamos por centsima vez los diarios, hasta que la molicie haca su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminua el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendan, el humo iba desvanecindose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiracin sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compaero y yo huamos torpemente por las escaleras y llegbamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos reciba con los brazos abiertos y nos haca brevemente suyos.A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un da en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y ms an, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonmbulo. Pero esto no volvi a repetirse por el momento. An ramos fuertes. An ramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenan la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.A veces, hartos de razonar, nos aproximbamos a la ventana que se abra sobre un gran patio, al cual los edificios volvan la intimidad de sus espaldas. Veamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, haca suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicndose con peridico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos vea a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que poda interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, beba lentos jarros de agua y, envuelto en sus sbanas como en su sudario, prosegua su descomposicin. Este cuadro al principio nos fortaleca porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huamos de ese espectculo como de un mal presagio. Habamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o ms bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia -aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta- haban perecido estrepitosamente.La poca gente que dispona de recursos -nosotros no estbamos en esa situacin- se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no poda sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, tenamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoo para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del esto. A veces, sin embargo, el otoo se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayora de nosotros estbamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.Las siete de la noche era la hora ms benigna. Dirase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reuna fuerzas en la pradera, preparndose para el asalto final. Este se produca despus de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular haba cesado y en el cielo brlllaban estrellas implacablemente lcidas. A esta hora eran tambin, sin embargo, mltiples las posibilidades de evasin. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayora, en cambio se refugiaba en los cinematgrafos del barrio, despus de intoxicarse de caf. Los preparativos para la incursin al cine eran siempre precedidos de una gran tensin, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutan las pelculas y pronto sala la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenan dinero ni para eso y mendigaban plaideramente una invitacin, o la exigan con amenazas a las que eran conducidos fcilmente por el peligro en que se hallaban. En las incmodas butacas veamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un inters excesivo, y que en otras circunstancias no tendra explicacin. Nos reamos de los malos chistes, estbamos a punto de llorar en las escenas melodramticas, nos apasionbamos con hroes imaginarios y haba en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una comn hipocresa. A la salida frecuentbamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperbamos en peripatticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.Al promediar la estacin la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos das opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumtica. No corra un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba srdidamente entre las cosas. En estos das, mi compaero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valan ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad csmica que atacaba hasta a los seres inorgnicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dndoles una blanda apariencia de cosas vivas e intiles. La residencia, piso por piso, haba ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonera, fue la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba -pilas de carbn vegetal, vveres malolientes- fueron presas fciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadveres. Nosotros, que ocupbamos el ltimo piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeo y annimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalent, las palmas se secaron y de las frutas slo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomndonos en nuestras camas, oyendo cmo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulacin. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, quin lo taeria?), la cuenta de los das, pero pronto perdimos toda nocin del tiempo. Vivamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. ramos fardos de materia viva, desposedos de toda humanidad.Cuanto tiempo durara aquel estado? No lo s, no podra decirlo. Slo recuerdo aquella maana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovi a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, qued un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una rfaga de aire fresco abri de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmsfera de toda la habitacin se renov en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastr hacia la ventana. Entonces vimos que llova copiosa, consoladoramente. Tambin vimos que los rboles haban amarilleado y que la primera hoja dorada se desprenda y despus de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto -un dedo en llaga gigantesca- la tierra despert con un estertor de inmenso y contagioso jbilo, como un animal despus de un largo sueo, y nosotros mismos nos sentimos partcipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las hmedas gotas del otoo.

La insignia5. Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/la_insignia.htm el da 04-05-2015

[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecn divis en un pequeo basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agach y despus de recogerlo lo frot contra la manga de mi saco. As pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la ech al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regres a mi casa. No puedo precisar cunto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Slo recuerdo que en una oportunidad lo mand a lavar y, con gran sorpresa ma, cuando el dependiente me lo devolvi limpio, me entreg una cajita, dicindome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo". Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovi a tal extremo que decid usarla. Aqu empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraos que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librera de viejo. Me hallaba repasando aejas encuadernaciones cuando el patrn, que desde haca rato me observaba desde el ngulo ms oscuro de su librera, se me acerc y, con un tono de complicidad, entre guios y muecas convencionales, me dijo: "Aqu tenemos libros de Feifer". Yo lo qued mirando intrigado porque no haba preguntado por dicho autor, el cual, por lo dems, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido aadi: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero termin con un tono de revelacin, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. S, lo mataron de un bastonazo en la estacin de Praga". Y dicho esto se retir hacia el ngulo de donde haba surgido y permaneci en el ms profundo silencio. Yo segu revisando algunos volmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmticas del librero. Despus de comprar un libro de mecnica sal, desconcertado, del negocio. Durante algn tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acab por olvidarme de l. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarm sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz heptica y angulosa, me abord intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dej una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, slo tena una direccin y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirig a la numeracin indicada. Ya por los alrededores me encontr con varios sujetos extraos que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendi, tenan una insignia igual a la ma. Me introduje en el crculo y not que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa sealada y en una habitacin grande tomamos asiento. Un seor de aspecto grave emergi tras un cortinaje y, desde un estrado, despus de saludarnos, empez a hablar interminablemente. No s precisamente sobre qu vers la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niez anduvieron hilvanados con las ms agudas especulaciones filosficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo mtodo expositivo que a la organizacin del Estado. Recuerdo que finaliz pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo. Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen xito de la charla. Yo, por condescendencia, sum mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me dispona a cruzar el umbral, el disertante me pas la voz con una interjeccin, y al volverme me hizo una sea para que me acercara. -Es usted nuevo, verdad? -me interrog, un poco desconfiado. -S -respond, despus de vacilar un rato, pues me sorprendi que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.-Y quin lo introdujo?Me acord de la librera, con gran suerte de mi parte.-Estaba en la librera de la calle Amargura, cuando el...-Quin? Martn?-S, Martn.-Ah, es un colaborador nuestro!-Yo soy un viejo cliente suyo.-Y de qu hablaron?-Bueno... de Feifer.-Qu le dijo?-Que haba estado en Pilsen. En verdad... yo no lo saba.-No lo saba?- No -repliqu con la mayor tranquilidad.-Y no saba tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estacin de Praga?-Eso tambin me lo dijo.-Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!-En efecto -confirm- Fue una prdida irreparable.Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extraas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un mnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operacin de las amgdalas, l, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nrdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dej de llamarme la atencin. -Trigame en la prxima semana -dijo- una lista de todos los telfonos que empiecen con 38. Promet cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurr con la lista. -Admirable! -exclam- Trabaja usted con rapidez ejemplar. Desde aquel da cumpl una serie de encargos semejantes, de lo ms extraos. As, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni ms volv a ver. Ms tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que tambin me ocup de arrojar cscaras de pltano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente sealadas, de escribir un artculo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jams le o espiar a mujeres exticas que generalmente desaparecan sin dejar rastros. De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideracin. Al cabo de un ao, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro crculo, abrazndome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocucin, en la que me refer en trminos vagos a nuestra tarea comn, no obstante lo cual, fui aclamado con estrpito. En mi casa, sin embargo, la situacin era confusa. No comprendan mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evad las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un da que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues haba recibido dicho encargo de mi jefe. Esta beligerancia domstica no impidi que yo siguiera dedicndome, con una energa que ni yo mismo podra explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organizacin aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupacin de fabricantes de paos. A los tres aos me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo ms intrigante. No tena yo un cntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos haba siempre alguien que me reciba y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. As me vincul con otros cofrades, aprend lenguas forneas, pronunci conferencias, inaugur filiales a nuestra agrupacin y vi cmo extenda la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regres, despus de un ao de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingres a la librera de Martn. Han pasado diez aos. Por mis propios mritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de prpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dlares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a m por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer da y como siempre, vivo en la ms absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cul es el sentido de nuestra organizacin, yo no sabra qu responderle. A lo ms, me limitara a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicacin que se funda inexorablemente en la cbala. 1952

Por las azoteas6. Recuperado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ribeyro/por_las_azoteas.htm el da 4-5-2015


[Cuento. Texto completo.]Julio Ramn Ribeyro

A los diez aos yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacficamente mi reino de objetos destruidos.Las azoteas eran los recintos areos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servan para nada: se encontraban all sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbn, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso pstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Poda ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdi su paja. Nada me estaba vedado: poda construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presida la ejecucin capital de los maniques. Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campaas, que no iban sin peligros -pues haba que salvar vallas o saltar corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algn objeto que se aada a mi tesoro o con algn rasguo que acrecentaba mi herosmo. La presencia espordica de alguna sirvienta que tenda ropa o de algn obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nmades o poblaciones trashumantes. En los linderos de mi gobierno, sin embargo, haba una zona inexplorada que siempre despert mi codicia. Varias veces haba llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impeda seguir adelante. Yo no poda resignarme a que este accidente natural pusiera un lmite a mis planes de expansin. A comienzos del verano decid lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegu al borde de la empalizada y constru una alta torre. Encaramndome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio slo distingu una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me dispona a saltar en esa tierra nueva, divis a un hombre sentado en una perezosa. El hombre pareca dormir. Su cabeza caa sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distraccin, como la barba de los nufragos.Probablemente hice algn ruido pues el hombre enderez la cabeza y quedo mirndome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpret como un signo de desalojo, y dando un salto me alej a la carrera. Durante los das siguientes pas el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparndome para lo que yo imaginaba que sera una guerra sangrienta. Me vea ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tas escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma ms grande y en vano pas horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel. En vista de ello decid efectuar una salida para cerciorarme con qu clase de enemigo tena que vrmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algn fugitivo que peda tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventur fuera de mi fortn y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorne la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqu el ojo y observ: el hombre segua en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras. Yo hubiera pasado toda la maana all, entregado con delicia al espionaje, si es que el hombre, despus de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero. -Pasa -dijo hacindome una sea con la mano-. Ya s que ests all. Vamos a conversar.Esta invitacin, si no equivala a una rendicin incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trep por el perchero y salt al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pauelo blanco del bolsillo -era un signo de paz?- se enjug la frente. -Hace rato que estas all -dijo-. Tengo un odo muy fino. Nada se me escapa... Este calor!-Quin eres t? -le pregunt. -Yo soy el rey de la azotea -me respondi. -No puede ser! -protest- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son mos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aqu fue porque estaba muy ocupado por otro sitio. -No importa -dijo-. T sers el rey durante el da y yo durante la noche. -No -respond-. Yo tambin reinar durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos estn dormidos, caminar por los techos.-Est bien -me dijo-. Reinars tambin por la noche! Te regalo las azoteas pero djame al menos ser el rey de los gatos. Su propuesta me pareci aceptable. Mentalmente lo converta ya en una especie de pastor o domador de mis rebaos salvajes. -Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo dems es mo. -Acordado -me dijo-. Acrcate ahora. Te voy a contar un cuento. T tienes cara de persona que le gustan los cuentos. No es verdad? Escucha, pues: Haba una vez un hombre que saba algo. Por esta razn lo colocaron en un plpito. Despus lo metieron en una crcel. Despus lo internaron en un manicomio. Despus lo encerraron en un hospital. Despus lo pusieron en un altar. Despus quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no saba nada. Y slo entonces lo dejaron en paz. Al decir esto, se ech a rer con una risa tan fuerte que termin por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio. -No te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho ms fcil: Haba una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de cartn, sala al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. El avestruz! deca la gente, sealndolo, y se mora de risa. Su imitacin del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante aos repiti su nmero, haciendo gozar a los nios y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo ms triste y en el momento de morir llam a sus amigos a su cabecera y les dijo: Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario. Esta vez el hombre no ri sino que qued pensativo, mirndome con sus ojos indagadores. -Quin eres t? -le volv a preguntar- No me habrs engaado? Por qu ests todo el da sentado aqu? Por qu llevas barba? T no trabajas? Eres un vago? -Demasiadas preguntas! -me respondi, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia m- Otro da te responder. Ahora vete, vete por favor. Por qu no regresas maana? Mira el sol, es como un ojo lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del infierno. Yo mir hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueci. Camin, vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distingu al hombre que se inclinaba sobre sus rodillas y se cubra la cara con su sombrero de paja. Al da siguiente regres. -Te estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he ledo ya todos mis libros y no tengo nada qu hacer. En lugar de acercarme a l, que extenda una mano amigable, lanc una mirada codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distingua al otro lado de la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacas. -Ah, ya s -dijo el hombre-. T vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que quieras. Lo que hay en la azotea -aadi con amargura- no sirve para nada. -No vengo por los trastos -le respond-. Tengo bastantes, tengo ms que todo el mundo. -Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A m me gustan las ciudades fras, las que tienen all arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeo roco que apenas mata el polvo. Por qu no inventamos algo para protegernos del sol? -Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad. -Eso es, una sombrilla que tenga un gran mstil, como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. As estaramos todos para siempre en la sombra. Y no sufriramos. Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiracin corra por sus barbas y humedeca sus manos. -Sabes por qu estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de pronto-. Porque les haban dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos crean haber cambiado de destino, cuando slo se haban mudado de traje. -La construiremos de tela o de papel? -le pregunt. El hombre quedo mirndome sin entenderme. -Ah, la sombrilla! -exclam- La haremos mejor de piel, qu te parece? De piel humana. Cada cual dar una oreja o un dedo. Y al que no quiera drnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza. Yo me eche a rer. El hombre me imit. Yo me rea de su risa y no tanto de lo que haba imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate- cuando el hombre se contuvo. -Es bueno rer -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los nios se llenaran de larvas y que la casa del maestro ser convertida en cabaret por sus discpulos. A partir de entonces iba a visitar todas las maanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comenc a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones. l me escuchaba con atencin, me interrumpa slo para darme crdito y alentaba con pasin todas mis fantasas. La sombrilla haba dejado de preocuparnos y ahora idebamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas. A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo saba poco o nada de l. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras: -Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez vers cmo me crece un rabo, cmo se afilan mis uas, cmo se encienden mis ojos y cmo todos los gatos de los alrededores vienen en procesin para hacerme reverencias.O deca:-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada ms, nunca lo olvides: un trasto.Otro da me dijo:-Yo soy como ese hombre que despus de diez aos de muerto resucit y regres a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de l. Luego se hicieron los que no lo reconocan. Luego lo admitieron pero hacindole ver que ya no tena sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardn, despus al camino, despus al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tenda a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron. A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derreta el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las maanas a la playa en los tranvas atestados, llegaba a casa arenoso y famlico y despus de almorzar suba a la azotea para visitar al hombre de la perezosa. Este haba instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de peridico. Sus mejillas se haban ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permaneca silencioso, agrio, lanzando miradas colricas al cielo.-El sol, el sol! -repeta-. Pasar l o pasar yo. Si pudiramos derribarlo con una escopeta de corcho! Una de esas tardes me recibi muy inquieto. A un lado de su sillona tena una caja de cartn. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada. -Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. Sabes lo que es tener treinta y tres aos? Conocer de las cosas el nombre, de los pases el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeo, tan pequeo -que la ua de mi dedo meique sera un mundo a su lado. Pero no deca un escritor famoso que las cosas ms pequeas son las que ms nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa? Ese da me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendi los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrs de cada ventana teatina.Cuando me retiraba, el hombre me dijo:-Pronto terminarn las vacaciones. Entonces, ya no vendrs a verme. Pero no importa, porque ya habrn llegado las primeras lloviznas. En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivamos vidamente esos ltimos das calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas. El hombre de la perezosa pareca consumirse. Bajo su parasol, lo vea cobrizo, mudo, observando con ansiedad el ltimo asalto del calor, que haca arder la torta de los techos. -Todava dura! -deca sealando el cielo- No te parece una maldad? Ah, las ciudades fras, las ventosas. Cancula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.Al da siguiente me entreg un libro:-Lo leers cuando no puedas subir. As te acordars de tu amigo..., de este largo verano.Era un libro con grabados azules, donde haba un personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubri en el velador. Yo le dije que me lo haba regalado el hombre de la perezosa. Ella indag, averigu y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura. -Por qu no me habas dicho que hablabas con ese hombre? Ya vers esta noche cuando venga tu pap! Nunca ms subirs a la azotea.Esa noche mi pap me dijo:-Ese hombre est marcado. Te prohbo que vuelvas a verlo. Nunca ms subirs a la azotea.Mi mam comenz a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuacin el empapelado del comedor -una manzana, un pltano, repetidos hasta el infinito- u hojeaba los lbumes llenos de parientes muertos. Pero mi odo slo estaba atento a los rumores del techo, donde los ltimos das dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos. Se abrieron las clases en das aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba maanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Per con mis lpices de cera. Me parecan lejanas las vacaciones, ajenas a m, como ledas en un almanaque viejo. Una tarde, el patio de recreo se ensombreci, una brisa fra barri el aire caldeado y pronto la gara comenz a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoo. De inmediato me acord de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos abiertas esa agua cada del cielo que lavara su piel, su corazn. Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, sub a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo pareca distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se meca y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniqus parecan cuerpos mutilados. Yo atraves, angustiado, mis dominios y a travs de barandas y tragaluces llegu a la empalizada. Encaramndome en el perchero, me asom al otro lado. Slo vi un cuadriltero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Camin un rato por ese reducto fro, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitacin. Cerca de la sillona haba una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, suba la luz, el rumor de la vida. Asomndome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos. Entonces comprend que la lluvia haba llegado demasiado tarde.

El profesor suplente7


[Cuento. Texto completo.]

Julio Ramn Ribeyro

Hacia el atardecer, cuando Matas y su mujer sorban un triste t y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpi el doctor Valencia, bastn en mano, sofocado por el cuello duro.-Mi querido Matas! Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante sers profesor. No me digas que no... espera! Como tengo que ausentarme unos meses del pas, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnfica ocasin para iniciarte en la enseanza. Con el tiempo podrs conseguir otras horas de clase, se te abrirn las puertas de otros colegios, quin sabe si podrs llegar a la Universidad... eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador... No seor, eso no est bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto est en el magisterio... No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta... Y abrzame, Matas, dime que soy tu amigo!Antes de que Matas tuviera tiempo de emitir su opinin, el doctor Valencia haba llamado al colegio, haba hablado con el director, haba abrazado por cuarta vez a su amigo y haba partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.Durante unos minutos, Matas qued pensativo, acariciando esa bella calva que haca las delicias de los nios y el terror de las amas de casa. Con un gesto enrgico, impidi que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acerc al aparador, se sirvi del oporto reservado a las visitas y lo palade sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.-Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no poda quedar sepultado en el olvido.Despus de la cena se encerr en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolv sus viejos textos de estudio y orden a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.A las diez de la maana, Matas abandonaba su departamento, la leccin inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo segua por el corredor de la quinta, quitndole las ltimas pelusillas de su terno de ceremonia.-No te olvides de poner la tarjeta en la puerta -recomend Matas antes de partir-. Que se lea bien: Matas Palomino, profesor de historia.En el camino se entretuvo repasando mentalmente los prrafos de su leccin. Durante la noche anterior no haba podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, haba descubierto el epteto de Hidra. El epteto perteneca al siglo XIX y haba cado un poco en desuso pero Matas, por su porte y sus lecturas, segua perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde haca doce aos, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no haba vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitacin al apetito un poco lnguido de su espritu. l siempre achac sus fracasos acadmicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisin cada vez que tena que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no haba podido optar al ttulo de abogado, haba elegido la prosa y el corbatn del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los lmites de la profesin.Cuando lleg ante la fachada del colegio, se sobrepar en seco y qued un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indic que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareci poco elegante y resolvi que bien vala la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divis un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.En la esquina del parque se detuvo, sac un pauelo y se enjug la frente. Haca un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trat en vano de identificar. Se dispona a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las once- cuando detrs de la vidriera de una tienda de discos distingui a un hombre plido que lo espiaba. Con sorpresa constat que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observndose con disimulo, hizo un guio, como para disipar esa expresin un poco lbrega que la mala noche de estudio y de caf haba grabado en sus facciones. Pero la expresin, lejos de desaparecer, despleg nuevos signos y Matas comprob que su calva convaleca tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caa sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.Un poco mortificado por la observacin, se retir con mpetu de la vidriera. Una sofocacin de maana estival hizo que aflojara su corbatn de raso. Pero cuando lleg ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asalt: en ese momento no poda precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitolgico o una invencin de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abri su maletn para revisar sus apuntes, cuando se percat que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despert en su conciencia de pequeo contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosigui su marcha hasta la esquina opuesta.All se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda haba arrastrado otras muchsimo ms urgentes. Ahora en su cabeza todo se confunda. Haca de Colbert un ministro ingls, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginacin, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansn. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, gir los ojos locamente en busca de una pulpera. Una sed impostergable lo abrasaba.Durante un cuarto de hora recorri intilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial slo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvi a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matas lo examin: alrededor de los ojos haban aparecido dos anillos negros que describan sutilmente un crculo que no poda ser otro que el crculo del terror.Desconcertado, se volvi y qued contemplando el panorama del parque. El corazn le cabeceaba como un pjaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matas se mantuvo rgido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un rbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.Un campanazo parroquial lo hizo volver en s. Matas se dio cuenta de que an estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equvocas como la terquedad, logr componer algo que podra ser una conviccin y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanz al colegio. Con el movimiento aument el coraje. Al divisar la verja asumi el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se dispona a cruzarla cuando, al levantar la vista, distingui al lado del portero a un cnclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composicin -que le record a los jurados de su infancia- fue suficiente para desatar una profusin de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escap hacia la avenida.A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo segua. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.-Por favor -deca- No es usted el seor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo estn esperando. Matas se volvi, rojo de ira.-Yo soy cobrador! -contest brutalmente, como si hubiera sido vctima de alguna vergonzosa confusin.El portero le pidi excusas y se retir. Matas prosigui su camino, lleg a la avenida, torci al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbal en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cay finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.Cuando los nios que salan del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despert de su letargo. Confundido an, bajo la impresin de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorpor y tom el camino de su casa. Inconscientemente eligi una ruta llena de meandros. Se distraa. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginacin. Pensaba que algn da sera millonario por un golpe de azar. Solamente cuando lleg a la quinta y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tom conciencia de su enorme frustracin. No obstante se repuso, tent una sonrisa y se aprest a recibir a su mujer, que ya corra por el pasillo con los brazos abiertos.-Qu tal te ha ido? Dictaste tu clase? Qu han dicho los alumnos?-Magnfico!... Todo ha sido magnfico! -Balbuce Matas-. Me aplaudieron! -pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclin con violencia la cabeza y se ech desconsoladamente a llorar.

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