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Hans Christian Andersen

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seleccion de cuento, apto para la gente con ganas de leer

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Hans Christian Andersen

Una celebridad olvidada

Hans Christian Andersen es una gran celebridad. Es uno de los escritores más leídos del mundo. Sus historias y cuentos han sido traducidos a 146 idiomas, y es uno de los pocos grandes artistas que ha logrado inventar historias, expresiones e imágenes que hoy en día forman parte integral de muchas culturas.

Acuérdate sino de “El Traje nuevo del emperador”, el cuento en que el niño es el único que se atreve a decir la verdad, es decir, que el Emperador en realidad no llevaba nada puesto.O del cuento de “Juan el Simple”, que a pesar de todo acaba por ganarse a la princesa y la mitad del reino.

Hans Christian Andersen nació hace 200 años. Vino al mundo el 2 de abril de 1805 en la ciudad de Odense, en Dinamarca.

Su madre se llamaba Anne Marie y trabajaba como mujer de la limpieza. Su padre se llamaba Hans y era zapatero. No eran, desde luego, una familia rica. H.C. Andersen creció en una casita en el centro de la ciudad. Esta casa acoge actualmente el famoso Museo Hans Christian Andersen.

El padre de Hans Christian murió en 1815, cuando Hans Christian sólo contaba 10 años. Pero aunque la familia Andersen era pobre, había libros en casa: La Biblia, “Las mil y una noches”, y las comedias del escritor danés Holberg, que el padre de Hans Christian leía en alto. Además Odense tenía un teatro en el que el pequeño Hans Christian se colaba para ver las funciones. Y quedó hechizado por el ambiente de la farándula.

Cuando Hans Christian recibió la Confirmación, se marchó de casa rumbo a Copenhague. Estaba decidido a convertirse en alguien importante dentro del mundo del arte. Llamó a las puertas del Teatro Real con la esperanza de que le dejaran entrar. Durante tres años luchó por ser admitido en el teatro. Como bailarín de ballet, como actor y como cantante, pero no tuvo éxito en ninguna de las tres cosas. No le querían.

Sin embargo no se rindió, él quería ser artista. Así que a la edad de 17 años escribió dos obras dramáticas y las envió al teatro. Tampoco éstas fueron bien acogidas, pero uno de los directores del teatro, Jonas Collin, creyó en el talento del joven Hans Christian. El problema era que Hans Christian no había aprendido casi nada durante sus años de colegio en Odense. Por ejemplo no sabía ortografía.Así que Collin envió a Hans Christian Andersen de vuelta al colegio.

El primer triunfoTras haber aprobado sus exámenes y haber hecho el servicio militar, Hans Christian Andersen escribió su primera novela, “Un paseo por el Canal de Holmen hasta el Punto Este de la isla de Amager en los años 1828 y 1829”, que cosechó un gran éxito. Finalmente salían a la luz su talento y su voluntad. En aquel momento Hans Christian Andersen tenía 24 años.

Se hizo famoso en Dinamarca y un poco también en Alemania.

”Un paseo.” Y el resto de las obras que escribía en aquel entonces eran para adultos. Y escribió de todo: novelas, poemas y obras de teatro. También pintaba mucho, esto es, cuando no estaba viajando.A Hans Christian Andersen le encantaba viajar. Viajó por toda Europa: Suecia, Alemania, España, Bulgaria, Turquía, y sobre todo Italia. Le encantaba Italia. En toda su vida hizo 29 viajes al extranjero, y en total pasó 9 años de su vida fuera de Dinamarca.

Cuando se publicó su primer libro de cuentos para niños Hans Christian Andersen tenía 30 años. Fue entonces cuando empezaron a pasar cosas.

Escribió más de cien cuentos, y llegó a alcanzar toda la fama que en aquel entonces era posible alcanzar. Un señor muy sabio le dijo a Hans Christian Andersen que sus obras para adultos quizá le habían dado algo de fama, pero que sus cuentos para niños le harían inmortal. Y eso fue lo que ocurrió.

Aquí tienes una pequeña lista de los cuentos más célebres de Hans Christian Andersen:

La cajita de yescaClaus el Grande y Claus el PequeñoLa princesa y el guisantePulgarcitaLa sirenitaEl soldadito valienteEl porquerizoEl ruiseñorEl patito feoLa reina de las nievesLa pastorcita y el deshollinadorLa cerilleritaLa sombra

Hans Christian Andersen escribió otros 180 cuentos e historias tan buenas como sus obras más conocidas.Descúbrelas.

Hans Christian Andersen murió el 4 de agosto de 1875 a la edad de 70 años.Está enterrado en el cementerio Assistens Kirkegård de Copenhague.

Para esta antología hemos seleccionado dos de sus cuentos más bellos: El soldadito de plomo y La sirenita.

El Soldadito de Plomo

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.

“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.”

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta

del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y -¡crac!- se abrió la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.

-¡Soldadito de plomo! -gritó el duende-. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

-Está bien, espera a mañana y verás -dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.

-¡Qué suerte! -exclamó uno-. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.

"Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro."

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.

-¿Dónde está tu pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!

Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.

-¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:

¡Adelante, guerrero valiente! ¡Adelante, te aguarda la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

-¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes.

Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.

ACTIVIDADES:

La sirenita

En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba

el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.

-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!

Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se

balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!", pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”

A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

-¡Cuidado! ¡El mar...! -en vano la Sirenita gritó y gritó.

Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.

El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.

Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.

-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito...! ¡Ha sido la tormenta...! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda...

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.

-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.

La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.

Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.

-¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.

-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él!

¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.

Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?

Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.

-Te llevaré al castillo y te curaré.

Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas

le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.

Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.

Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.

La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.

Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.

Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!

-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están?

-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.

La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban:

-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.

-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.

Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.

Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.

ACTIVIDADES

Hermanos Grimm

Érase una vez…

Decir Érase una vez nos evoca, en muchas ocasiones, a los Hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm Grimm (los mayores de seis hermanos), nacidos en Hanau, Alemania, en 1785 y 1786 respectivamente. Vivieron en Kassel, donde fueron al colegio y más tarde trabajaron juntos de bibliotecarios en la biblioteca de Hesse. Jacob era soltero y vivió siempre en la casa de su hermano (que estaba casado), donde trabajaban juntos.

En la biografía realizada por un hijo de Wilhelm, Herman Grimm, describe la relación tan estrecha que mantenían su padre y su tío con la naturaleza. Todo aquello que floreciera y creciese los alegraba; en las ventanas de sus estudios siempre estaban sus flores preferidas. Los dos tenían la costumbre de volver de sus paseos con flores y hojas, que luego colocaban en los libros que más utilizaban y sobre sus mesas había piedras minerales de todas clases como pisapapeles.Otra gran pasión de Jacob y Wilhelm eran los libros, que tenían cuidadosamente colocados y a los que trataban con gran respeto.

En 1803 empezaron a recopilar y elaborar los cuentos de la tradición oral en el entorno burgués de Kassel. A los hermanos les interesaba sobre todo sacar a la luz esas joyas que formaban parte de la riqueza nacional y, sin embargo, habían permanecido en la sombra hasta entonces. El primer volumen de estos Cuentos para la infancia y el hogar se publicó el 18 de octubre de 1812, es decir, este 2012 celebramos los 200 años de su publicación.

En uno de los ejemplares del primer volumen, Wilhelm anotó los nombres de los informantes y entre ellos está su mujer, Dorothea, que entonces tenía 16 años, a la que escuchó alrededor de una docena de cuentos, entre ellos "Hänsel y Gretel" (aunque en él aparecía la nota "según diferentes relatos de Hesse"). Otras personas a las que recogió cuentos para ese primer volumen fueron una hermana de Dorothea, Gretchen, la madre de estas y, sobre todo, la vieja Marie (que era quien contaba las historias a Gretchen y Dorothea). Además Jeanette Hassenplug, amiga de Dorothea, era una magnifica narradora y de ella provienen también algunos de estos cuentos, entre ellos "Barba Azul" y "El gato con botas", que recuerdan a Francia (la madre de Jeanette era de origen francés).En 1815 se publicó el segundo volumen de los Cuentos para la infancia y el hogar en la que escriben en su prólogo "fue una feliz coincidencia trabar conocimiento con una campesina de Zwebren, gracias a la cual conseguimos una parte considerable de estos cuentos auténticos de Hesse... con qué precisión cuenta siempre esta mujer y cómo se esmera en narrar con rigor; por más veces que lo repita, nunca cambia nada y, si se confunde, lo corrige sobre la marcha".

Los cuentos en un principio estaban destinados a un público adulto, pero cuando los Hermanos Grimm descubrieron que interesaban (y mucho) a un público infantil se dedicaron a refinar y suavizar sus cuentos. La colección ha sido traducida a 160 idiomas.

En 1896 se colocó la doble estatua a los hermanos de Hanau. Wilhelm está sentado en un sillón con un libro abierto sobre las rodillas, mira a lo lejos pensativo. Jacob, de pie junto a él, apoya una mano en el respaldo del sillón e inclina la cabeza para mirar el libro, como si tratara de leer su contenido (en algún momento Herman Grimm habla de que Wilhelm escribe con una visión de poeta y pretende que las escenas sean como imágenes mientras que Jacob se basa en una aguda reproducción de lo sucedido en la realidad, trabajo intelectual que transmitiría de manera sencilla y elocuente la estatua erigida a los hermanos).

Para esta colección hemos seleccionado dos cuentos: Juan, mi erizo, La cenicienta y Los doce hermanos siendo el segundo, el más famoso de todos.

Juan, mi erizo

Érase una vez un rico campesino que no tenía ningún hijo con su mujer. A menudo cuando iba con los demás campesinos a la ciudad éstos se burlaban de él y le preguntaban por qué no tenía hijos. Una vez se puso muy furioso y cuando llegó a su casa dijo:

-¡Yo quiero tener un hijo! ¡Aunque sea un erizo!

Su mujer entonces tuvo un hijo que era de mitad para arriba un erizo y de mitad para abajo un niño, y cuando vio a su hijo se asustó mucho y dijo:

-¿Lo ves? ¡Nos has echado encima una maldición!

Entonces dijo el marido:

-Ya no sirve de nada lamentarse, tenemos que bautizar al niño, pero no podemos darle ningún padrino.

La mujer dijo:

-Y tampoco podemos bautizarlo más que con el nombre de Juan-mi-erizo.

Cuando estuvo bautizado dijo el cura:

-A éste con sus púas no se le puede poner en una cama como es debido.

Así que le prepararon un poco de paja detrás de la estufa y acostaron allí a Juan-mi-erizo. Tampoco podía alimentarse del pecho de la madre, pues la hubiera pinchado con sus púas. Así, se pasó ocho años tumbado detrás de la estufa, y su padre estaba ya harto de él y deseando que se muriera; pero no se moría, y allí seguía acostado. Ocurrió entonces que en la ciudad había mercado y el campesino quiso ir. Entonces le preguntó a su mujer qué quería que le trajera.

-Un poco de carne y un par de panecillos que hacen falta en casa -dijo ella.

Después le preguntó a la criada y ésta le pidió un par de zapatillas y unas medias de rombos. Finalmente dijo también:

-¿Y tú qué quieres, Juan-mi-erizo?

-Padrecito -dijo-, tráeme una gaita, anda.

Cuando el campesino volvió a casa le dio a su mujer lo que le había traído: la carne y los panecillos; luego le dio a la criada las zapatillas y las medias de rombos, y finalmente se fue detrás de la estufa y le dio a Juan-mi-erizo la gaita.

Y cuando Juan-mi-erizo la tuvo dijo:

-Padrecito, anda, ve a la herrería y encarga que le pongan herraduras a mi gallo, que entonces me marcharé cabalgando en él y no volveré jamás.

El padre entonces se puso muy contento porque iba a librarse de él e hizo que herraran al gallo, y cuando estuvo listo Juan-mi-erizo se montó en él y se marchó, llevándose también cerdos y asnos, pues quería apacentarlos en el bosque. Una vez en él, sin embargo, el gallo tuvo que volar con él hasta un alto árbol, y allí se quedó, cuidando de los asnos y los cerdos, y allí estuvo muchos años, hasta que el rebaño se hizo grandísimo, y su padre no supo nada de él. Y mientras estaba en el árbol tocaba su gaita y hacía una música muy hermosa. Una vez pasó por allí un rey que se había perdido y oyó la música; entonces se quedó muy asombrado y envió a un criado a que mirara de dónde procedía la música. Este miró por todas partes, pero lo único que vio fue, arriba en el árbol, un pequeño animal que parecía un gallo con un erizo encima y que era el que tocaba la música. Entonces el rey le dijo al criado que le preguntara por qué estaba allí y si no sabría cuál era el camino para volver a su reino.

Juan-mi-erizo se bajó entonces del árbol y le dijo que le enseñaría el camino si el rey le prometía por escrito que le daría lo primero con lo que se encontrara en la corte real cuando llegara a casa. El rey pensó: «Eso puedes hacerlo tranquilamente, pues Juan-mi-erizo no entiende y puedes escribir lo que tú quieras.» El rey entonces cogió pluma y tinta y escribió cualquier cosa, y una vez hecho esto Juan-mi-erizo le enseñó el camino y llegó felizmente a casa. Pero a su hija, que le vio llegar desde lejos, le entró tanta alegría que salió corriendo a su encuentro y le besó.

Él se acordó de Juan-mi-erizo y le contó lo que le había sucedido y que le había tenido que prometer por escrito a un extraño animal que iba montado en un gallo y tocaba una bella música que le daría lo primero que se encontrara al llegar a casa, pero que como Juan-mi-erizo no sabía leer, lo que había escrito realmente era que no se lo daría. La princesa se alegró mucho y dijo que eso estaba muy bien, pues jamás se hubiera ido con él.

Juan-mi-erizo, por su parte, siguió apacentando los asnos y los cerdos y siempre estaba alegre subido al árbol y tocando su gaita. Y sucedió entonces que pasó por allí con sus criados y sus alfiles otro rey que se había perdido y no sabía volver a casa porque el bosque era muy grande. Entonces oyó también a lo lejos la bella música y le preguntó a su alfil qué sería aquello, que fuera a mirar de dónde procedía.

El alfil llegó debajo del árbol y vio arriba del todo al gallo con Juan-mi-erizo encima. El alfil le preguntó qué era lo que hacía allí arriba.

-Estoy apacentando mis asnos y mis cerdos. ¿Qué se les ofrece?

El alfil dijo que se habían perdido y no podrían regresar a su reino si él no les enseñaba el camino. Entonces Juan-mi-erizo se bajó con su gallo del árbol y le dijo al viejo rey que le enseñaría el camino si le daba lo primero que se encontrara en su casa delante del palacio real. El rey dijo que sí y le confirmó por escrito a Juan-mi-erizo que se lo daría. Una vez hecho esto Juan-mi-erizo se puso al frente montado en el gallo y le enseñó el camino, y el rey regresó felizmente a su reino. Cuando llegó a la corte hubo una gran alegría. Y el rey tenía una única hija que era muy bella y salió a su encuentro, se le abrazó al cuello y le besó y se alegró mucho de que su viejo padre hubiera vuelto. Le preguntó también que dónde había estado por el mundo tanto tiempo y él entonces le contó que se había perdido y a punto había estado de no volver jamás, pero que cuando pasaba por un gran bosque un ser medio erizo, medio hombre, que estaba montado en un gallo subido a un alto árbol y tocaba una bella música le había ayudado y le había enseñado el camino, y que él a cambio le había prometido que le daría lo primero que se encontrara en la corte real, y que lo primero había sido ella y lo sentía muchísimo.

Ella, sin embargo, le prometió entonces que, por amor a su viejo padre, se iría con él si iba por allí. Juan-mi-erizo, sin embargo, siguió cuidando sus cerdos, y los cerdos tuvieron más cerdos y éstos tuvieron otros y así sucesivamente, hasta que al final eran ya tantos que llenaban el bosque entero.

Entonces Juan-mi-erizo hizo que le dijeran a su padre que vaciaran y limpiaran todos los establos del pueblo, que iba a ir con una piara de cerdos tan grande que todo el que supiera hacer matanza tendría que ponerse a hacerla.

Cuando su padre lo oyó se quedó muy afligido, pues pensaba que Juan-mi-erizo se había muerto ya hacía mucho tiempo. Pero Juan-mi-erizo se montó en su gallo, condujo los cerdos hasta el pueblo y los hizo matar. ¡Uf, menuda carnicería! ¡Se podía oír hasta a dos horas de camino de distancia! Después dijo Juan-mi-erizo:

-Padrecito, haz que hierren de nuevo a mi gallo en la herrería y entonces me marcharé de aquí y no volveré en toda mi vida.

El padre entonces hizo que herraran al gallo y se alegró mucho de que Juan-mi-erizo no quisiera volver. Juan-mi-erizo se fue cabalgando al primer reino; allí el rey había dado orden de que si llegaba uno montado en un gallo y con una gaita, dispararan todos contra él y le golpearan y le dieran cuchilladas para que no llegara al palacio.

Cuando Juan-mi-erizo llegó se abalanzaron sobre él con las bayonetas, pero él espoleó a su gallo, pasó volando sobre la puerta del palacio y se posó en la ventana del rey y le dijo que le diera lo que le había prometido o de lo contrario les quitaría la vida a él y a su hija.

El rey entonces le dijo a su hija con buenas palabras que tenía que marcharse con él si quería salvar su vida y la suya propia. Ella se vistió de blanco, y su padre le dio un coche con seis caballos y unos magníficos criados, dinero y enseres. Ella se montó en el coche y Juan-mi-erizo se sentó con su gallo a su lado; luego se despidieron y se marcharon de allí, y el rey pensó que no volvería a verlos.

Pero no sucedió lo que él pensaba, pues cuando estaban ya a un trecho de camino de la ciudad Juan-mi-erizo la desnudó y la pinchó con su piel de erizo hasta que estuvo completamente llena de sangre.

-Éste es el pago a la falsedad de ustedes. Vete, que no te quiero -le dijo, y la echó de allí a su casa, y ya estaba ultrajada para toda su vida.

Juan-mi-erizo, por su parte, siguió cabalgando en su gallo con su gaita hacia el segundo reino, a cuyo rey le había enseñado también el camino. Éste, sin embargo, había dispuesto que si llegaba alguien como Juan-mi-erizo le presentaran armas y le dejaran franco el paso, lanzaran vivas y le llevaran al palacio real. Cuando la princesa le vio se asustó, pues realmente tenía un aspecto extrañísimo, pero pensó que no quedaba más remedio, pues se lo había prometido a su padre. El rey entonces le dio la bienvenida a Juan-mi-erizo y éste tuvo que acompañarle a la mesa real, y ella se sentó a su lado, y comieron y bebieron. Cuando se hizo de noche y se iban a ir a dormir a ella le dieron mucho miedo sus púas, pero él le dijo que no temiera, que no sufriría ningún daño, y al viejo rey le dijo que apostara cuatro hombres en la puerta de la alcoba y que encendieran un gran fuego, y que cuando él entrara en la alcoba y fuera a acostarse en la cama se desprendería de su piel de erizo y la dejaría a los pies de la cama; entonces los hombres tendrían que acudir rápidamente y echarla al fuego y quedarse allí hasta que el fuego la hubiera consumido.

Cuando la campana dio las once entró en la alcoba y se quitó la piel de erizo y la dejó a los pies de la cama; entonces entraron los hombres y la cogieron rápidamente y la echaron al fuego, y cuando el fuego la consumió él quedó salvado, echado allí en la cama como una persona normal y corriente, aunque negro como el carbón, igual que si se hubiera quemado. El rey envió allí a su médico y le limpió con buenas pomadas y le untó con bálsamo, y entonces se volvió blanco y quedó convertido en un joven y hermoso señor.

Cuando la princesa lo vio se alegró mucho, y se levantaron muy contentos y comieron y bebieron y se celebró la boda, y el viejo rey le otorgó su reino a Juan-mi-erizo.

Cuando habían pasado ya unos cuantos años se fue de viaje con su esposa a la casa de su padre y le dijo que era su hijo; el padre, sin embargo, le contestó que no tenía ninguno, que solamente había tenido uno una vez, pero que había nacido con púas como un erizo y se había marchado por esos mundos. Él entonces se dio a conocer y el anciano padre se alegró mucho y se fue con él a su reino.

ACTIVIDADES

La cenicienta

Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin,

llamó a su hija única y le dijo:

-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.

Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.

-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.

Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.

-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del fuego, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le llamaban la Cenicienta.

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían que les trajese.

-Un bonito vestido -dijo la una.

-Una buena sortija, -añadió la segunda.

-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo.

-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.

Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de

su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.

Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y la dijeron.

-Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del Rey.

La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra que se lo permitiese.

-Cenicienta -le dijo-: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?

Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:

-Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras:

-La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.

Mas viendo que lloraba, añadió:

-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.

Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras.

Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.

En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:

Arbolito pequeño,dame un vestido; 

que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo que estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el hijo del Rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:

-Es mi pareja.

Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:

-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar.

Entonces aguardó el hijo del Rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.

Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:

Arbolito pequeño,dame un vestido; 

que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba aguardando le cogió la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del Rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cuál colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:

-La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.

Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:

Arbolito pequeño,dame un vestido; 

que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del Rey había mandado untar toda la escalera de pega y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; lo levantó el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:

-He decidido que sea mi esposa a la que venga bien este zapato de oro.

Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño. Al verlo le dijo su madre, alargándole un cuchillo:

-Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.

La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.

No sigas más adelante,detente a ver un instante, 

que el zapato es muy pequeño y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:

-Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.

La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:

No sigas más adelante,detente a ver un instante, 

que el zapato es muy pequeño y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:

-Tampoco es esta la que busco -dijo-. ¿Tienen otra hija?

-No -contestó el marido- de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscas.

El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:

-No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.

Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:

-Esta es mi verdadera novia.

La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.

Sigue, príncipe, sigue adelantesin parar un solo instante,

pues ya encontraste el dueñodel zapatito pequeño.

Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.

Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.

ACTIVIDADES

Los doce hermanos

Éranse una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con

sus doce hijos, todos varones. Un día, el Rey dijo a su esposa:

— Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.

Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la Reina, con orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.

Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como en la Biblia, le dijo, al fin:

— Madrecita, ¿por qué estás tan triste?

— ¡Ay, hijito mío! -respondióle ella-, no puedo decírtelo.

Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:

— Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y seréis enterrados en ellos.

Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:

— No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.

Respondió ella entonces:

— Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver todos; pero si es una niña, pondré

una bandera roja. Huid en este caso tan deprisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me levantaré a rezar por vosotros: en invierno, para que no os falte un fuego con que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.

Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque. Montaban guardia por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en la torre.

Transcurridos once días, llególe la vez a Benjamín, el cual vio que izaban una bandera. ¡Ay! No era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía que debían morir. Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:

— ¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre. Adentráronse en la selva, y en lo más espeso de ella, donde apenas entraba la luz del día, encontraron una casita encantada y deshabitada:

— Viviremos aquí -dijeron-. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar comida.

Y fuéronse al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la verdad es que el tiempo no se les hacía largo.

Entretanto había crecido la niña que diera a luz la Reina; era hermosa, de muy buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente. Un día que en palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su madre:

— ¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.

Le respondió la Reina con el corazón oprimido:

— Hijita mía, son de tus doce hermanos.

— ¿Y dónde están mis doce hermanos -dijo la niña-. Jamás nadie me habló de ellos:

La Reina le dijo entonces:

— Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo. Y, llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y le mostró los doce ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:

— Estos ataúdes -díjole- estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron al bosque antes de nacer tú -y le contó todo lo ocurrido. Dijo entonces la niña:

— No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.

Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso bosque.

Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al entrar en ella encontróse con un mocito, el cual le preguntó:

— ¿De dónde vienes y qué buscas aquí? -maravillado de su hermosura, de sus regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.

— Soy la hija del Rey -contestó ella- y voy en busca de mis doce hermanos; y estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul, hasta que los encuentre.

Mostróle al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era su hermana.

— Yo soy Benjamín, tu hermano menor- le dijo. La niña se echó a llorar de alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después dijo el muchacho:

— Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos tenido que abandonar nuestro reino.

A lo que respondió ella:

— Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.

— No, no -replicó Benjamín-, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta que lleguen los once restantes; yo hablaré con ellos y los convenceré.

Hízolo así la niña.

Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaron a la mesa. Mientras comían preguntaron a Benjamín:

— ¿Qué novedades hay?

A lo que respondió su hermanito:

— ¿No sabéis nada?

— No -dijeron ellos.

— ¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me he quedado en casa, sé más que vosotros? -replicó el chiquillo.

— Pues cuéntanoslo -le pidieron.

— ¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?

— Sí -exclamaron todos-, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.

— Entonces dijo Benjamín:

— Nuestra hermana está aquí -y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda y delicada que nunca ¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello, besándola con toda ternura!

La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar lo que traían.

Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner siempre el puchero en el hogar a tiempo, para que al regresar los demás encontrasen la comida dispuesta. Ocupábase también en la limpieza de la casa y lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y blanquísimas. Los hermanos hallábanse contentísimos con ella, y así vivían todos en gran unión y armonía. He aquí que un día los dos pequeños prepararon una sabrosa comida, y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.

Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían doce lirios de esos que también se llaman «estudiantes». La niña, queriendo obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores, para regalar una a cada uno durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín. La pobre niña se quedó sola en plena selva oscura, y, al volverse a mirar a su alrededor, encontróse con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:

— Hija mía. ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas?

Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos. A lo que respondió la muchachita, llorando:

— ¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?

— No -dijo la vieja-. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan difícil que no podrás libertar a tus hermanos: pues deberías pasar siete años como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases, aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu sacrificio habría sido inútil: aquella palabra mataría a tus hermanos.

Díjose entonces la princesita, en su corazón: «Estoy segura de que redimiré a mis hermanos». Y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.

Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un Rey, que iba de cacería. Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de morada a la princesita y se puso a saltar en derredor, sin cesar en sus ladridos. Al acercarse el Rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su esposa. Ella no le respondió de palabra; únicamente hizo con la cabeza un� leve signo afirmativo. Subió entonces el Rey al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio. Celebróse la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase ni riese una sola vez. �

Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del Rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven Reina, diciendo a su hijo:

— Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera podría reír; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.

Al principio, el Rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y de tantas maldades la acusó, que, al fin, el Rey se dejó convencer y la condenó a muerte.

Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada. Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues seguía queriéndola a pesar de todo. Y he aquí que cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de los siete años de su penitencia.

Oyóse entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos, que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa. Apresuráronse a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y la abrazaron y besaron tiernamente.

Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar, contó al Rey el motivo de su mutismo y de por qué nunca se había reído. Mucho se alegró el Rey al convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta su muerte. La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue condenada. Metida en una tinaja llena de aceite hirviente y serpientes venenosas, encontró en ella una muerte espantosa.

ACTIVIDADES

Charles Perrault

…Desde hace cinco siglos atrás

Difícilmente los cuentos de “Caperucita Roja” y del “Gato con botas” no hayan formado parte de tu infancia, porque desde hace más de cinco siglos atrás estos relatos han pasado a ser parte de la

enseñanza sistematizada de padres, abuelos, tíos y hermanos mayores cuando de contarle cuentos a los más chiquitos se trata la cosa…

Ambas historias son el fruto de la tradición oral que las hizo permanecer siglos y siglos, y si bien no ha sido el autor de las mismas, el escritor francés Charles Perrault ostenta el prestigio de haber sido el primero que les dio una entidad literaria y que les dio una orientación hacia el público infantil al suprimir lo más escabroso del cuento oral y además al añadirle una serie de metáforas y enseñanzas…

Perrault nació un 12 de enero del año 1628 en la ciudad de París, en el seno de una familia perteneciente a la burguesía acomodada. Aunque Perrault no llegaría solo a este mundo sino junto a su gemelo François.

La holgada situación económica de su familia le permitió estudiar en las mejores instituciones de la época. Estudió derecho y desde temprana edad dejó asomar su especial inclinación hacia las letras.

Su actividad como autor la compaginó con una actividad como funcionario de gobierno. Participó de la creación de la Academia de las ciencias, en la restauración de la Academia de pintura y su cercanía con la monarquía le sirvió para llevar una existencia en la que no le faltó nada a él ni a su familia.

En el año 1697, Perrault, retoma la tradición del cuento sobre Caperucita Roja y lo incorpora a un volumen de cuentos que se publicaría ese año. Perrault se encargó de aportarle a la historia una moraleja que tiene la intención de advertirles a las niñas respecto de evitar encuentros con personas extrañas por la peligrosidad que tal cuestión podría revestir. Por el lado del Gato con botas sucedió más o menos lo mismo que con el cuento de Caperucita Roja, Perrault, tomó la historia de este popular cuento y la incluyó en una recopilación en el año 1697 también.

Estuvo casado con Marie Guichon con la cual tuvo varios descendientes.

El 19 de mayo del año 1703, a los 75 años de edad, Perrault, fallece en París.

Para esta colección hemos creído pertinente la selección de dos de sus relatos, uno no tan conocido y el otro más famoso que cualquiera: Riquet, el del Copete y La bella durmiente del bosque.

Riquet, el del Copete

Había una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y tan contrahecho que mucho se dudó si tendría forma humana. Un hada, que asistió a su nacimiento, aseguró que el niño no dejaría de tener gracia pues sería muy inteligente, y agregó que en virtud del don que acababa de concederle él podría darle tanta inteligencia como la propia a la persona que más quisiera.

Todo esto consoló un poco a la pobre reina que estaba muy afligida por haber echado al mundo un bebé tan feo. Es cierto que este niño, no bien empezó a hablar, decía mil cosas lindas, y había en todos sus actos algo tan espiritual que irradiaba encanto. Olvidaba decir que vino al mundo con un copete de pelo en la cabeza, así es que lo llamaron Riquet-el-del-Copete, pues Riquet era el nombre de familia.

Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos hijas. La primera que llegó al mundo era más bella que el día; la reina se sintió tan contenta que llegaron a temer que esta inmensa alegría le hiciera mal. Se hallaba presente la misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquet-el-del-Copete, y para moderar la alegría de la reina le declaró que esta princesita no tendría inteligencia, que sería tan estúpida como hermosa. Esto mortificó mucho a la reina; pero algunos momentos después tuvo una pena mucho mayor pues la segunda hija que dio a luz resultó extremadamente fea.

-No debe afligirse, señora -le dijo el hada- su hija tendrá una compensación: estará dotada de tanta inteligencia que casi no se notará su falta de belleza.

-Dios lo quiera -contestó la reina-; pero, ¿no había forma de darle un poco de inteligencia a la mayor que es tan hermosa?

-No tengo ningún poder, señora, en cuanto a la inteligencia, pero puedo todo por el lado de la belleza; y como nada dejaría yo de hacer por su satisfacción, le otorgaré el don de volver hermosa a la persona que le guste.

A medida que las princesas fueron creciendo, sus perfecciones crecieron con ellas y por doquier no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor. Es cierto que también sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se ponía cada día más fea, y la mayor cada vez más estúpida. O no contestaba lo que le preguntaban, o decía una tontería. Era además tan torpe que no habría podido colocar cuatro porcelanas en el borde de una chimenea sin quebrar una, ni beber un vaso de agua sin derramar la mitad en sus vestidos.

Aunque la belleza sea una gran ventaja para una joven, la menor, sin embargo, se destacaba casi siempre sobre su hermana en las reuniones. Al principio, todos se acercaban a la mayor para verla y admirarla, pero muy pronto iban al lado de la más inteligente, para escucharla decir mil cosas ingeniosas; y era motivo de asombro ver que en menos de un cuarto de hora la mayor no tenía ya a nadie a su lado y que todo el mundo estaba rodeando a la menor. La mayor, aunque era bastante tonta, se dio cuenta, y habría dado sin pena toda su belleza por tener la mitad del ingenio de su hermana.

La reina, aunque era muy prudente, no podía a veces dejar de reprocharle su tontera, con lo que esta pobre princesa casi se moría de pena. Un día que se había refugiado en un bosque para desahogar su desgracia, vio acercarse a un hombre bajito, muy feo y de aspecto desagradable, pero ricamente vestido. Era el joven príncipe Riquet-el-del-Copete que, habiéndose enamorado de ella por sus retratos que circulaban profusamente, había partido del reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.

Encantado de encontrarla así, completamente sola, la abordó con todo el respeto y cortesía imaginables.

Habiendo observado, luego de decirle las amabilidades de rigor, que ella estaba bastante melancólica, él le dijo:

-No comprendo, señora, cómo una persona tan bella como usted puede estar tan triste como parece; pues, aunque pueda vanagloriarme de haber visto una infinidad de personas hermosas, debo decir que jamás he visto a alguien cuya belleza se acerque a la suya.

-Usted lo dice complacido, señor -contestó la princesa, y no siguió hablando.

-La belleza, replicó Riquet-el-del-Copete, es una ventaja tan grande que compensa todo lo demás; y cuando se tiene, no veo que haya nada capaz de afligirnos.

-Preferiría -dijo la princesa-, ser tan fea como usted y tener inteligencia, que tener tanta belleza como yo y ser tan estúpida como soy.

-Nada hay, señora, que denote más inteligencia que creer que no se tiene, y es de la naturaleza misma de este bien que mientras más se tiene, menos se cree tener.

-No sé nada de eso -dijo la princesa- pero sí sé que soy muy tonta, y de ahí viene esta pena que me mata.

-Si es sólo eso lo que le aflige, puedo fácilmente poner fin a su dolor.

-¿Y cómo lo hará? -dijo la princesa.

-Tengo el poder, señora -dijo Riquet-el-del-Copete- de otorgar cuanta inteligencia es posible a la persona que más llegue a amar, y como es usted, señora, esa persona, de usted dependerá que tenga tanto ingenio como se puede tener, si consiente en casarse conmigo.

La princesa quedó atónita y no contestó nada.

-Veo -dijo Riquet-el-del-Copete- que esta proposición le causa pena, y no me extraña; pero le doy un año entero para decidirse.

La princesa tenía tan poca inteligencia, y a la vez tantos deseos de tenerla, que se imaginó que el término del año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía.

Tan pronto como prometiera a Riquet-el-del-Copete que se casaría con él dentro de un año exactamente, se sintió como otra persona; le resultó increíblemente fácil decir todo lo que quería y decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde ese mismo instante inició con Riquet-el-del-Copete una conversación graciosa y sostenida, en que se lució tanto que Riquet-el-del-Copete pensó que le había dado más inteligencia de la que había reservado para sí mismo.

Cuando ella regresó al palacio, en la corte no sabían qué pensar de este cambio tan repentino y extraordinario, ya que por todas las sandeces que se le habían oído anteriormente, se le escuchaban ahora otras tantas cosas sensatas y sumamente ingeniosas. Toda la corte se alegró a más no poder; sólo la menor no estaba muy contenta pues, no teniendo ya sobre su hermana la ventaja de la inteligencia, a su lado no parecía ahora más que una alimaña desagradable. El rey tomaba en cuenta sus opiniones y aun a veces celebraba el consejo en sus aposentos.

Habiéndose difundido la noticia de este cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos se esforzaban por hacerse amar, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella encontraba que ninguno tenía inteligencia suficiente y los escuchaba a todos sin comprometerse. Sin embargo, se presentó un pretendiente tan poderoso, tan rico, tan genial y tan apuesto que no pudo refrenar una inclinación hacia él. Al notarlo, su padre le dijo que ella sería dueña de elegir a su esposo y no tenía más que declararse. Pero como mientras más inteligencia se tiene más cuesta tomar una resolución definitiva en esta materia, ella luego de agradecer a su padre, le pidió un tiempo para reflexionar.

Fue casualmente a pasear por el mismo bosque donde había encontrado a Riquet-el-del-Copete, a fin de meditar con tranquilidad sobre lo que haría. Mientras se paseaba, hundida en sus pensamientos, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de gente que va y viene y está en actividad. Escuchando con atención, oyó que alguien decía: "Tráeme esa marmita"; otro: "Dame esa caldera"; y el otro: "Echa leña a ese fuego". En ese momento la tierra se abrió, y pudo ver, bajo sus pies, una especie de enorme cocina llena de cocineros, pinches y toda clase de servidores como para preparar un magnífico festín. Salió de allí un grupo de unos veinte encargados de las carnes que fueron a instalarse en un camino del bosque alrededor de un largo mesón quienes, tocino en mano y cola de zorro en la oreja, se pusieron a trabajar rítmicamente al son de una armoniosa canción.

La princesa, asombrada ante tal espectáculo, les preguntó para quién estaban trabajando.

-Es -contestó el que parecía el jefe- para el príncipe Riquet-el-del-Copete, cuyas bodas se celebrarán mañana.

La princesa, más asombrada aún, y recordando de pronto que ese día se cumplía un año en que había prometido casarse con el príncipe Riquet-el-del-Copete, casi se cayó de espaldas.

No lo recordaba porque, cuando hizo tal promesa, era estúpida, y al recibir la inteligencia que el príncipe le diera, había olvidado todas sus tonterías.

No había alcanzado a caminar treinta pasos continuando su paseo, cuando Riquet-el-del-Copete se presentó ante ella, elegante, magnífico, como un príncipe que se va a casar.

-Aquí me ve, señora -dijo él- puntual para cumplir con mi palabra, y no dudo que usted esté aquí para cumplir con la suya y, al concederme su mano, hacerme el más feliz de los hombres.

-Le confieso francamente -respondió la princesa- que aún no he tomado una resolución al respecto, y no creo que jamás pueda tomarla en el sentido que usted desea.

-Me sorprende, señora -le dijo Riquet-el-del-Copete.

-Pues eso creo -replicó la princesa- y seguramente si tuviera que habérmelas con un patán, un hombre sin finura, estaría harto confundida. Una princesa no tiene más que una palabra, me diría él, y se casará conmigo puesto que así lo prometió. Pero como el que está hablando conmigo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura que atenderá razones. Usted sabe que cuando yo era sólo una tonta, no pude resolverme a aceptarlo como esposo; ¿cómo quiere que teniendo la lucidez que usted me ha otorgado, que me ha hecho aún más exigente respecto a las personas, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquella época? Si pensaba casarse conmigo de todos modos, ha hecho mal en quitarme mi simpleza y permitirme ver más claro que antes.

-Puesto que un hombre sin genio -respondió Riquet-el-del-Copete- estaría en su derecho, según acaba de decir, al reprochar su falta de palabra, ¿por qué quiere, señora, que no haga uno de él, yo también, en algo que significa toda la dicha de mi vida? ¿Es acaso razonable que las personas dotadas de inteligencia estén en peor condición que los que no la tienen? ¿Puede pretenderlo, usted que tiene tanta y que tanto deseó tenerla? Pero vamos a los hechos, por favor. ¿Aparte de mi fealdad, hay alguna cosa en mí que le desagrade? ¿Le disgustan mi origen, mi carácter, mis modales?

-De ningún modo -contestó la princesa- me agrada en usted todo lo que acaba de decir.

-Si es así -replicó Riquet-el-del-Copete- seré feliz, ya que usted puede hacer de mí el más atrayente de los hombres.

-¿Cómo puedo hacerlo? -le dijo la princesa.

-Ello es posible -contestó Riquet-el-del-Copete- si me ama lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dude, señora, ha de saber que la misma hada que al nacer yo, me otorgó el don de hacer inteligente a la persona que yo quisiera, le otorgó a usted el don de darle belleza al hombre que ame si quisiera concederle tal favor.

-Si es así -dijo la princesa- deseo con toda mi alma que se convierta en el príncipe más hermoso y más atractivo del mundo; y le hago este don en la medida en que soy capaz.

Apenas la princesa hubo pronunciado estas palabras, Riquet-el-del-Copete pareció antes sus ojos el hombre más hermoso, más apuesto y más agradable que jamás hubiera visto. Algunos aseguran que no fue el hechizo del hada, sino el amor lo que operó esta metamorfosis. Dicen que la princesa, habiendo reflexionado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, ya no vio la deformidad de su cuerpo, ni la fealdad de su rostro; que su joroba ya no le pareció sino la postura de un hombre que se da importancia, y su cojera tan notoria hasta entonces a los ojos de ella, la veía ahora como un ademán, que sus ojos bizcos le parecían aún más penetrantes, en cuya alteración veía ella el signo de un violento exceso de amor y, por último, que su gruesa nariz enrojecida tenía algo de heroico y marcial.

Comoquiera que fuese, la princesa le prometió en el acto que se casaría con él, siempre que obtuviera el consentimiento del rey su padre.

El rey, sabiendo que su hija sentía gran estimación por Riquet-el-del-Copete, a quien, por lo demás, él consideraba un príncipe muy inteligente y muy sabio, lo recibió complacido como yerno.

Al día siguiente mismo se celebraron las bodas, tal como Riquet-el-del-Copete lo tenía previsto y de acuerdo a las órdenes que había impartido con mucha anticipación.

MORALEJA

Lo que observamos en este cuentomás que ficción es verdad pura:En quien amamos vemos talento,todo lo amado tiene hermosura.

 

OTRA MORALEJAEn alguien puede la naturalezahaber puesto colorido y belleza

que jamás el arte logrará igualar.Mas para conmover a un corazón sensible

menos puede ese don que la gracia invisibleque el amor llega a detectar.

ACTIVIDADES

La bella durmiente del bosque

Había una vez un rey y una reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo se ensayó sin resultado.

Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo; fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron encontrarse en la región (eran siete) para que cada una de ellas, al concederle un don, como era la costumbre de las hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de todas las perfecciones imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde había un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas habían colocado un magnífico juego de cubiertos en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, adornado con diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a una hada muy vieja que no había sido invitada porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre y la creían muerta o hechizada.

El rey le hizo poner un cubierto, pero no había forma de darle un estuche de oro macizo como a las otras, pues sólo se habían mandado a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que se hallaba cerca la escuchó y pensando que pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita, fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse tras la cortina, a fin de hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la princesita. La primera le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo, la siguiente el de tener el alma de un ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar a las mil maravillas, la quinta el de cantar como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda clase de instrumentos musicales a la perfección. Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando la cabeza, más por despecho que por vejez, que la princesa se pincharía la mano con un huso*, lo que le causaría la muerte.

Este don terrible hizo temblar a todos los asistentes y no hubo nadie que no llorara. En ese momento, el hada joven salió de su escondite y en voz alta pronunció estas palabras:

-Tranquilos, rey y reina, la hija de ustedes no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer por completo lo que mi antecesora ha hecho. La princesa se clavará la mano con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá en un sueño profundo que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a despertarla.

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato un edicto, mediante el cual bajo pena de muerte, prohibía a toda persona hilar con huso y conservar husos en casa.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el rey y la reina habían ido a una de sus mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa, correteando por el castillo, subiendo de cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla donde una anciana estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer no había oído hablar de las prohibiciones del rey para hilar en huso.

-¿Qué haces aquí, buena mujer? -dijo la princesa.

-Estoy hilando, mi bella niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! qué lindo es -replicó la princesa-, ¿cómo lo haces? Dame a ver si yo también puedo.

No hizo más que coger el huso, y siendo muy viva y un poco atolondrada, aparte de que la decisión de las hadas así lo habían dispuesto, cuando se clavó la mano con él cayó desmayada.

La buena anciana, muy confundida, clama socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le golpean las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el rey, que acababa de regresar al palacio y había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y pensando que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, hizo poner a la princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada en oro y plata. Se veía tan bella que parecía un ángel, pues el desmayo no le había quitado sus vivos colores: sus mejillas eran encarnadas y sus labios como el coral; sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta. El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegase su hora de despertar.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero en un instante recibió la noticia traída por un enanito que tenía botas de siete leguas (eran unas botas que recorrían siete leguas en cada paso). El hada partió de inmediato, y al cabo de una hora la vieron llegar en un carro de fuego tirado por dragones.

El rey la fue a recibir dándole la mano a la bajada del carro. Ella aprobó todo lo que él había hecho; pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa llegara a despertar, se sentiría muy confundida al verse sola en este viejo palacio.

Hizo lo siguiente: tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina), ayas, damas de honor, sirvientas, gentilhombres, oficiales, mayordomos, cocineros. Tocó también todos los caballos que estaban en las caballerizas, con los palafreneros, los

grandes perros de gallinero, y la pequeña Puf, la perrita de la princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Junto con tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen todos listos para atenderla llegado el momento; hasta los asadores, que estaban al fuego con perdices y faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante: las hadas no tardaban en realizar su tarea.

Entonces el rey y la reina, luego de besar a su querida hija sin que ella despertara, salieron del castillo e hicieron publicar prohibiciones de acercarse a él a quienquiera que fuese en todo el mundo. Estas prohibiciones no eran necesarias, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y espinas entrelazadas unas con otras, que ni hombre ni bestia habría podido pasar; de modo que ya no se divisaba sino lo alto de las torres del castillo, y esto sólo de muy lejos. Nadie dudó de que esto fuese también obra del hada para que la princesa, mientras durmiera, no tuviera nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo de un rey que gobernaba en ese momento y que no era de la familia de la princesa dormida, andando de caza por esos lados, preguntó qué eran esas torres que divisaba por encima de un gran bosque muy espeso; cada cual le respondió según lo que había oído hablar. Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos los brujos de la región celebraban allí sus reuniones. La opinión más corriente era que en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuanto niño podía atrapar, para comérselo a gusto y sin que pudieran seguirlo, teniendo él solamente el poder para hacerse un camino a través del bosque. El príncipe no sabía qué creer, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una princesa, la más bella del mundo; que dormiría durante cien años y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.

Al escuchar este discurso, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin a tan hermosa aventura; e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante de qué se trataba.

Apenas avanzó hacia el bosque, esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinas se apartaron solos para dejarlo pasar: caminó hacia el castillo que veía al final de una gran avenida adonde penetró, pero, ante su extrañeza, vio que ninguna de esas gentes había podido seguirlo porque los árboles se habían cerrado tras él. Continuó sin embargo su camino: un príncipe joven y enamorado es siempre valiente.

Llegó a un gran patio de entrada donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de temor. Reinaba un silencio espantoso, por todas partes se presentaba la imagen de la muerte, era una de cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían muertos. Pero se dio cuenta, por la nariz granujienta y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún quedaban unas gotas de vino, mostraban a las claras que se habían dormido bebiendo.

Atraviesa un gran patio pavimentado de mármol, sube por la escalera, llega a la sala de los guardias que estaban formados en hilera, la carabina al hombro, roncando a más y mejor. Atraviesa varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos durmiendo, unos de pie, otros sentados; entra en un cuarto todo dorado, donde ve sobre una cama cuyas cortinas estaban abiertas, el más bello espectáculo que jamás imaginara: una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo luminoso y divino.

Se acercó temblando y en actitud de admiración se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el término del hechizo, la princesa despertó; y mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera vista parecía permitir:

-¿Eres tú, príncipe mío? -le dijo ella- bastante te has hecho esperar.

El príncipe, atraído por estas palabras y más aún por la forma en que habían sido dichas, no sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus discursos fueron inhábiles; por ello gustaron más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se llega lejos. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece (aunque la historia no lo dice) que el hada buena, durante tan prolongado letargo, le había procurado el placer de tener sueños agradables. En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no habían conversado ni de la mitad de las cosas que tenían que decirse.

Entretanto, el palacio entero se había despertado junto con la princesa; todos se disponían a cumplir con su tarea, y como no todos estaban enamorados, ya se morían de hambre; la dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a la princesa que la cena estaba servida. El príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio que estaba toda vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera; no por eso se veía menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendido por los servidores de la princesa; violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas: durmieron poco, la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana temprano para regresar a la ciudad, donde su padre debía estar preocupado por él.

El príncipe le dijo que estando de caza se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El rey: su padre, que era un buen hombre, le creyó, pero su madre no quedó muy convencida, y al ver que iba casi todos los días a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches afuera, ya no dudó que se trataba de algún amorío; pues vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron el Día porque parecía aún más bello que su hermana.

La reina le dijo una y otra vez a su hijo para hacerlo confesar, que había que darse gusto en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto; aunque la quería, le temía, pues

era de la raza de los ogros, y el rey se había casado con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba incluso que tenía inclinaciones de ogro, y que al ver pasar niños, le costaba un mundo dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de modo que el príncipe nunca quiso decirle nada.

Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos años, y él se sintió el amo, declaró públicamente su matrimonio y con gran ceremonia fue a buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento magnífico en la capital a donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra durante todo el verano, y apenas partió, la reina madre envió a su nuera y sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí algunos días más tarde y le dijo una noche a su mayordomo.

-Mañana para la cena quiero comerme a la pequeña Aurora.

-¡Ay! señora -dijo el mayordomo.

-¡Lo quiero! -dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que desea comer carne fresca)-, y deseo comérmela con salsa, Roberto.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo se echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos, y se fue al corral a degollar un corderito, cocinándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la pequeña Aurora donde su mujer para que la escondiera en una pieza que ella tenía al fondo del corral.

Ocho días después, la malvada reina le dijo a su mayordomo:

-Para cenar quiero al pequeño Día.

Él no contestó, habiendo resuelto engañarla como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en la mano, practicando esgrima con un mono muy grande, aunque sólo tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño Día, sirvió un cabrito muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo:

-Quiero comerme a la reina con la misma salsa que sus hijos.

Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla nuevamente. La joven reina tenía más de 20 años, sin contar los cien que había dormido: aunque hermosa y blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la reina, y subió a sus aposentos con la intención de terminar de una vez. Tratando de sentir furor y con el puñal en la mano, entró a la habitación de la reina. Sin embargo, no quiso sorprenderla y en forma respetuosa le comunicó la orden que había recibido de la reina madre.

-Cumple con tu deber -le dijo ella, tendiendo su cuello-; ejecuta la orden que te han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos tan queridos -(pues ella los creía muertos desde que los había sacado de su lado sin decirle nada).

-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no morirás, y tampoco dejarás de reunirte con tus queridos hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la reina, haciéndole comer una cierva en lugar tuyo.

La llevó en seguida al cuarto de su mujer y dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con ellos, fue a preparar una cierva que la reina comió para la cena, con el mismo apetito que si hubiera sido la joven reina. Se sentía muy satisfecha con su crueldad, preparándose para contarle al rey, a su regreso, que los lobos rabiosos se habían comido a la reina su mujer y a sus dos hijos.

Una noche en que como de costumbre rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear alguna carne fresca, oyó en una sala de la planta baja al pequeño Día que lloraba porque su madre quería pegarle por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón por su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, a primera hora de la mañana siguiente, ordenó con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran al medio del patio una gran cuba haciéndola llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a la reina y sus niños, al mayordomo, su mujer y su criado; había dado la orden de traerlos con las manos atadas a la espalda.

Ahí estaban, y los verdugos se preparaban para echarlos a la cuba, cuando el rey, a quien no esperaban tan pronto, entró a caballo en el patio; había viajado por la posta, y preguntó atónito qué significaba ese horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando de pronto la ogresa, enfurecida al mirar lo que veía, se tiró de cabeza dentro de la cuba y en un instante fue devorada por las viles bestias que ella había mandado poner.

El rey no dejó de afligirse: era su madre, pero se consoló muy pronto con su bella esposa y sus queridos hijos.

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