roger de taizé - la oración, frescor de una fuente

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LA ORACIÓN, FRESCOR DE UNA FUENTE Hno. Roger de Taizé | Madre Teresa de Calcuta 1. Ser uno con Cristo 1. Luz interior 2. Eres precioso a mis ojos 2. Hoy quisiera alojarme en tu casa 3. La oración es alegría 3. ¡Que se alegre el corazón sencillo! 4. Una oración muy sencilla 4. Como una voz interior 5. Dios es amigo del silencio 5. Paz del corazón 6. Siempre entre nosotros 6. Adorable presencia 7. Le miro y él me mira 7. Mirada de contemplación 8. Confianza absoluta 8. Si la confianza del corazón estuviera al comienzo de todo... 9. Un corazón limpio 9. La alegría de dios en la tierra de los hombres 10. Acogernos recíprocamente 10. Ir a las fuentes de la reconciliación 11. Cristo en su cuerpo, la iglesia 11. Misterio de comunión 12. Al servicio de los pobres 12. Solidaridades humanas Madre Teresa, de Calcuta Hermano Roger, de Taizé 1. SER UNO CON CRISTO Sólo tenemos una oración, muy precisa, fundamental: Jesucristo mismo. No hay más que una voz que se levanta de la tierra al cielo: la de Jesucristo. Orar significa ante todo ser uno con Cristo. Cuando llega el momento de orar y no conseguimos hacerlo, dejemos simplemente que Jesús ore al Padre en el silencio de nuestros corazones. Si no puedo hablar, él hablará. Si no puedo orar, él orará. Tendríamos que decirnos a menudo: «Jesús está en mi corazón. Creo en la fidelidad de su amor por mí». Somos uno con él y, cuando no tenemos nada que darle, démosle nuestra incapacidad. Pidamos a Jesús que ore en nosotros pues nadie conoce al Padre mejor que él. Nadie puede orar mejor que Jesús. Él envía su Espíritu para que ore en nosotros, pues no sabemos hacerlo como es debido. Y si mi corazón está limpio, si en mi corazón Jesús está vivo, si mi corazón es un tabernáculo del Dios vivo, Jesús y yo somos uno. Como escribe san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Cristo ora en mí, Cristo obra en mí, Cristo piensa en mí, Cristo mira con mis ojos, Cristo habla con mis palabras, Cristo trabaja con mis manos, camina con mis pies, ama con mi corazón. San Pablo escribe: «Pertenezco a Cristo y nada me separará de su amor». Así es su unidad con Dios en el Espíritu Santo. Es muy importante saber que Cristo vive en nosotros, que su presencia está en nosotros, allí donde estemos. Tanto nos ama Dios que entregó a su Hijo, Jesús, y ahora nos da el amor: por lo que a nosotros respecta, démosle carta blanca. No se trata de renunciar a todo —eso no es lo importante— sino de ser compasión y presencia. Permitirle vivir su vida en nosotros es orar. Y cuanto más se lo permitimos, más llegamos a ser semejantes a Cristo. La oración no es más que un total abandono, una total unidad con Cristo. Eso es lo que hace de nosotros seres contemplativos en el corazón del mundo; pues así estamos veinticuatro horas al día en su presencia con los hambrientos, con quienes no tienen vestido, quienes no tienen techo, quienes no son deseados, los no amados, quienes son rechazados. En efecto, Jesús dijo: «Lo que hacéis a los más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hacéis». Padre nuestro, heme aquí, tu hijo, a tu disposición para que tú me utilices para que tu amor continúe por el mundo, por el don de Jesús que tú me das y que a través de mí, haces a cada uno de los demás y al mundo. Oremos los unos por los otros para permitir a Jesús amar en nosotros y a través de nosotros, con el mismo amor con que el Padre le ama.

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LA ORACIÓN, FRESCOR DE UNA FUENTEHno. Roger de Taizé | Madre Teresa de Calcuta

1. Ser uno con Cristo

1. Luz interior

2. Eres precioso a mis ojos

2. Hoy quisiera alojarme en tu casa

3. La oración es alegría

3. ¡Que se alegre el corazón sencillo!

4. Una oración muy sencilla

4. Como una voz interior

5. Dios es amigo del silencio

5. Paz del corazón

6. Siempre entre nosotros

6. Adorable presencia

7. Le miro y él me mira

7. Mirada de contemplación

8. Confianza absoluta

8. Si la confianza del corazón estuviera al comienzo de todo...

9. Un corazón limpio

9. La alegría de dios en la tierra de los hombres

10. Acogernos recíprocamente

10. Ir a las fuentes de la reconciliación

11. Cristo en su cuerpo, la iglesia

11. Misterio de comunión

12. Al servicio de los pobres

12. Solidaridades humanas

Madre Teresa, de Calcuta

Hermano Roger, de Taizé

1. SER UNO CON CRISTO

Sólo tenemos una oración, muy precisa, funda-mental: Jesucristo mismo. No hay más que una voz que se levanta de la tierra al cielo: la de Jesucristo. Orar significa ante todo ser uno con Cristo.

Cuando llega el momento de orar y no conseguimos hacerlo, dejemos simplemente que Jesús ore al Padre en el silencio de nuestros cora-zones. Si no puedo hablar, él hablará. Si no puedo orar, él orará.

Tendríamos que decirnos a menudo: «Jesús está en mi corazón. Creo en la fidelidad de su amor por mí». Somos uno con él y, cuando no tenemos nada que darle, démosle nuestra incapacidad. Pidamos a Jesús que ore en nosotros pues nadie conoce al Padre mejor que él. Nadie puede orar mejor que Jesús. Él envía su Espíritu para que ore en nosotros, pues no sabemos hacerlo como es debido.

Y si mi corazón está limpio, si en mi corazón Jesús está vivo, si mi corazón es un tabernáculo del Dios vivo, Jesús y yo somos uno. Como es-

cribe san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí».

Cristo ora en mí, Cristo obra en mí, Cristo piensa en mí, Cristo mira con mis ojos, Cristo habla con mis palabras, Cristo trabaja con mis manos, cam-ina con mis pies, ama con mi corazón. San Pablo escribe: «Pertenezco a Cristo y nada me separará de su amor». Así es su unidad con Dios en el Es-píritu Santo.

Es muy importante saber que Cristo vive en nosotros, que su presencia está en nosotros, allí donde estemos. Tanto nos ama Dios que entregó a su Hijo, Jesús, y ahora nos da el amor: por lo que a nosotros respecta, démosle carta blanca. No se trata de renunciar a todo —eso no es lo im-portante— sino de ser compasión y presencia. Permitirle vivir su vida en nosotros es orar. Y cuanto más se lo permitimos, más llegamos a ser semejantes a Cristo.

La oración no es más que un total abandono, una total unidad con Cristo. Eso es lo que hace de nosotros seres contemplativos en el corazón del mundo; pues así estamos veinticuatro horas al día en su presencia con los hambrientos, con quienes no tienen vestido, quienes no tienen techo, quienes no son deseados, los no amados, quienes son rechazados. En efecto, Jesús dijo: «Lo que hacéis a los más pequeños de mis her-manos, a mí me lo hacéis».

Padre nuestro, heme aquí, tu hijo, a tu disposición para que tú me utilices para que tu amor continúe por el mundo, por el don de Jesús que tú me das y que a través de mí, haces a cada uno de los demás y al mundo. Oremos los unos por los otros para permitir a Jesús amar en nosotros y a través de nosotros, con el mismo amor con que el Padre le ama.

Madre Teresa

1. LUZ INTERIORSi supieras que Dios viene siempre a ti… Lo más importante es descubrir que él te ama, aunque tú creas no amarle.

Al final de este siglo XX, una luz de Evangelio, recubierta durante mucho tiempo por el polvo de los años, se ha puesto de manifiesto: para todo ser humano, incluso si lo ignora, el Resucitado está presente, «está unido a cada ser humano sin excepción».

De cada uno, Cristo espera una acogida. Si no llegaras a darle una respuesta, él respeta tu silencio. Cuando le acoges, crea dentro ti, por el Espíritu Santo, una comunión íntima con él.

En el asombro de una comunión, en lo recóndito de tu alma, él habita. Su presencia es tan clara como tu propia existencia.

¿Llegas a dudar de ello? ¿Se abrirán en ti grietas de incredulidad? Sin embargo, tu fidelidad está ahí. A veces la duda no es más que el revés de la fe.

En su invisible presencia, el Resucitado podría expresarse así: «Yo sé que llegas a conocer días mediocres y sombríos. Conozco tus pruebas y tu

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pobreza, sin embargo estás colmado: colmado por fuentes vivas, las fuentes de la fe, escondidas en lo más profundo de ti».

La sorprendente presencia de Jesús el Resuci-tado crea en ti un espacio de luz que permanece encendido, incluso cuando todo queda envuelto en la oscuridad; resplandece como la brasa bajo la ceniza.

A veces te dices: va a apagarse mi fuego. Pero no eres tú quien lo ha encendido. No es tu fe la que crea a Dios, no son tus dudas las que lo van a ar-rojar a la nada.

Recuérdalo: el simple deseo de Dios es ya el comienzo de la fe. Abriéndose a la vida de eternidad la confianza de la fe tiene un comienzo, pero no tendrá fin…

Y es así como una comunión con el Resucitado compromete a vivir a Cristo para los otros. Lucha y contemplación se encuentran. Un siglo después de Cristo, un creyente escribía: «La vocación del cristiano es tan hermosa que resulta imposible huir». ¿Huir de qué? Huir de las responsabili-dades hacia los otros.

¿Dónde estaríamos hoy si algunas mujeres, hombres y niños no se hubieran levantado cuando la humanidad estaba abocada hacia lo peor?

Fueron impulsados hacia la esperanza humana y a una invisible presencia… Supieron discernir un camino para vencer las desavenencias entre las personas y para atravesar las murallas que separan a las naciones, a las familias espirituales, a las razas. Descubrieron, alzándose desde las profundidades de los pueblos de la tierra, la aspiración a una plenitud de alegría, de paz, pero también la insondable pena de los inocentes.

¿Y tú? ¿Estarás sumido en una total indiferencia? ¿Acaso tus labios y tu corazón se habrán paralizado en los continuos «para qué, no podemos nada, dejemos las cosas como están»? ¿Te hundirás en el desaliento como Elías, aquel creyente de los tiempos antiguos que, convencido de no poder hacer nada más por su pueblo, se echó bajo un árbol para dormir y olvidarse de todo?

O por el contrario ¿estás bien despierto y serás del grupo de aquellas mujeres, hombres y niños que se alzaron en su momento?

A través de su existencia llena de paz interior, de compartir, de solidaridad, su vida nos impulsa hacia adelante. Hubo en ellos energías inesperadas para aceptar responsabilidades.

Ellos lo saben bien, la fe permite resistir a los peores tormentos, con el alma llena de esperanza y de amor. La fe permite salir de momentos de desconfianza y de sospecha para entrar en un tiempo de confianza y de reconciliaciones.

Con frecuencia los humildes de la tierra, sin apenas medios, han preparado los caminos. Ellos han llegado a encender la llama de una comunión con Cristo y la llama de la esperanza humana, hasta en la noche de los pueblos.

Hace años, invitado en Polonia con motivo de la peregrinación de los mineros de Piekary, cerca de Cracovia, les decía: «Los que determinan los cambios del mundo no son aquellos que, aparentemente, están en las primeras líneas. Mirad a la Virgen María. Tampoco ella pensaba que su vida fuera esencial para el futuro de la familia humana. Al igual que la madre de Dios, sois vosotros, los humildes de este mundo, los que preparáis los caminos de un porvenir para otros muchos a través de la tierra».

Cuatrocientos años después de Cristo vivía en África del Norte un creyente llamado Agustín. Había conocido desgracias, la muerte de los más próximos a él… Un día pudo decirle a Cristo: «Luz de mi corazón, no dejes que mis tinieblas me hablen». En sus pruebas, san Agustín lo había experimentado: la presencia del Resucitado no le había faltado nunca, ella era luz en medio de sus oscuridades.

Cristo Jesús, Luz interior, no dejes que me hablen mis tinieblas.

Cristo Jesús, Luz interior, concédeme acoger tu amor.

Hermano Roger

2. ERES PRECIOSO A MIS OJOS

Cada niño ha sido creado, como vosotros y yo, para un gran designio: el de amar y ser amado.

Las Escrituras nos traen las palabras de Dios a su profeta: «Te he llamado por tu nombre, eres mío, eres precioso a mis ojos, te amo». Ello quiere decir que a los ojos del mismo Dios, tenemos precio, que nos ama y quiere a su vez que le amemos.

«Mira, te he grabado en las palmas de mi mano.» Esto es lo que Jesús vino a hacer en la tierra: proclamar la Buena Noticia de que Dios nos ama, de que somos preciosos ante sus ojos.

Él me ama. ¿Y cómo me ama? Él lo dice: «Incluso si una madre llegara a olvidar a su hijo, yo no te olvidaré. Te tengo en la palma de mi mano». Estaba meditando este texto cuando me dije: «¡Cuántos millones de seres humanos en su mano! Y, sin embargo, me puede ver ahí, plenamente en su mano, una partícula pequeñísima, no obstante ahí me ve, pues él lo dice».

Resulta maravilloso pensar en ello cuando sufrimos, cuando nos sentimos solos, cuando somos víctimas de la inquietud. Recordad que estáis ahí, en su mano; y en el momento en que más sufrís, sus ojos están fijos en vosotros, sois preciosos a sus ojos.

Y todos tenemos precio a sus ojos:

— el hombre moribundo en la calle le es precioso

— el millonario le es precioso

— el pecador le es precioso porque él nos ama.

Necesitamos de la oración para comprender el amor que Dios nos tiene. Y si verdaderamente tenemos la intención y el deseo de orar, es bueno que nos pongamos en seguida a hacerlo y que

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esbocemos los primeros pasos; porque si no nos decidimos a dar el primer paso, nunca llegaremos al último que nos pone en presencia de Dios.

Madre Teresa

2. HOY QUISIERA ALOJARME EN TU CASACon mis hermanos, al acoger a lo largo del año a tantos jóvenes en nuestra colina de Taizé, llegamos a interrogarnos: ¿por qué Dios nos ha confiado una aventura de la fe tan hermosa? Al ver, semana tras semana, sus rostros, mediterráneos o escandinavos, portugueses o eslavos, africanos o asiáticos, nos preguntamos: ¿qué es lo que más deseamos para ellos?

Nosotros desearíamos que ellos descubrieran en el Cristo Resucitado un sentido a su vida. Quisiéramos que, en la oración común, la reflexión, la búsqueda de las fuentes de la fe… recibieran como una «descarga de sentido». Y a cada uno de ellos me gustaría decirles:

Si tu mirada se asombra al descubrir, incluso en tierras lejanas, a tantos jóvenes entregados al desánimo, tu mirada percibe también a multitud de jóvenes atentos a discernir el sentido de sus vidas; jóvenes que se atreven a decirse a sí mismos: «¡Anda! ¡Inténtalo de nuevo! ¡Abandona el desánimo! ¡Deja la desesperanza! ¡Que tu alma viva!»

¿Dónde encontrar este impulso? Tal impulso toma su fuerza cuando en la fe, en un sobresalto de confianza, se vive con intensidad el momento presente, el hoy de Dios.

Ese impulso no se adquiere de una vez para siempre. En toda edad, desde la infancia a la vejez, la audacia está en reemprender mil veces el camino. Hace 2.600 años, un creyente escribía: «Los designios de Dios para vosotros son designios de paz y no de desgracia. Él quiere ofreceros un porvenir y una esperanza».

Vivir intensamente cada hoy supone dejarse habitar por Cristo. Su palabra es bien clara: «Hoy quisiera alojarme en tu casa».

¿Quién es ese Cristo que nos da tal aliento? No sabiendo cómo hacerse comprender por los hombres, el mismo Dios vino a la tierra como un pobre, como un humilde. Vino a través de Cristo Jesús. Dios nos resultaría lejano si Cristo no fuera su transparencia.

Desde el principio Cristo estaba en Dios. Desde el nacimiento de la humanidad, él fue Palabra viva. Vino a la tierra para hacer accesible la confianza de la fe. Resucitado, hace su morada en nosotros, nos habita por el Espíritu Santo. Y descubrimos que el amor de Cristo se manifiesta, ante todo, por su perdón y por su continua presencia dentro de nosotros.

Cristo Jesús, Amor de todo amor, tú estabas siempre en mí y yo lo ignoraba. Estabas ahí y te olvidaba. Estabas en el corazón de mi corazón y te buscaba en otra parte. Incluso, cuando me situaba lejos de ti, tú me esperabas. Llega el día

en que puedo decirte: tú, el Resucitado, eres mi vida, yo soy de Cristo, pertenezco a Cristo.

Hermano Roger

3. LA ORACIÓN ES ALEGRÍALa alegría es oración, el signo de nuestra generosidad, de nuestro desinterés y de nuestra unión íntima y continua con Dios.

Se trata de tocar a Cristo con alegría bajo la máscara de miseria, pues la alegría es el amor. La alegría es una oración; la alegría es una fuerza; la alegría es una cesta hecha de amor en la cual se pueden recoger almas. Dios ama a aquel que da con alegría. Quien da con alegría da más. La mejor manera de mostrar nuestro agradecimiento a Dios y a los demás es aceptar todo con alegría. Un corazón alegre es el resultado normal de un corazón que arde de amor.

No utilicemos bombas ni cañones para vencer al mundo. Utilicemos el amor y la compasión. La paz comienza con una sonrisa, sonriamos cinco veces al día a una persona a quien no tengamos verdadero deseo de sonreírle. Hagámoslo por la paz. Irradiemos la paz de Dios, encendamos su luz, apaguemos en el mundo, en el corazón de todo ser humano todo odio y amor de poder.

El sufrimiento en sí mismo no es nada. Pero el sufrimiento compartido con la pasión de Cristo es un don maravilloso. Sí, es un don y un signo de su amor, pues así fue la manera en que el Padre demostró su amor por el mundo: dando a su Hijo para que muera por nosotros.

Si el sufrimiento es aceptado junto con la pasión de Cristo, si se lleva junto con ella, es alegría. No olvidemos que la pasión de Cristo se termina siempre con la alegría de la resurrección, de manera que cuando sintáis en vuestro corazón el sufrimiento de Cristo, recordad que la resurrección debe seguirle, que la alegría de Pascua debe surgir. Nunca os dejéis invadir por una tristeza que os haga olvidar la alegría de Cristo resucitado.

Todos nosotros esperamos con impaciencia el paraíso donde Dios se encuentra; pero tenemos a nuestro alcance estar con él en el paraíso a partir de ahora, ser felices con él en este preciso momento. Pero ello implica amar como él ama; ayudar como él ayuda; dar como él da; servir como él sirve; socorrer como él socorre.

Ayudar a un ciego a escribir una carta, o sencillamente estar cerca de él; sentarse, escucharle, echarle una carta en el correo, visitar a alguien, traerle una flor, es poca cosa, pero nunca es demasiado pequeña, es nuestro modo de poner en práctica nuestro amor por Cristo.

La oración es alegría… La oración es amor… La oración es paz… No es posible explicar la oración: hay que hacer la experiencia. No es imposible. Dios da a quien pide: «Pedid y recibiréis». Un padre sabe lo que debe dar a sus hijos, ¡cuánto más nuestro Padre celestial lo sabrá!

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Señor Jesús, haznos comprender

que llegamos a la plenitud de vida

al morir incesantemente a nosotros mismos y

a nuestros deseos egoístas.

Pues es únicamente al morir contigo

cuando podemos resucitar contigo.

Madre Teresa

3. ¡QUE SE ALEGRE EL CORAZÓN SENCILLO!

Desde hace muchos años, algunos de mis hermanos viven en Bangladesh, compartiendo la existencia de los más pobres. Uno de ellos me escribió: «Nuestra vida está marcada por el ciclón y las inundaciones. Algunos vecinos nos preguntan: ¿Por qué todas estas desgracias? ¿Habremos pecado?».

Con frecuencia el corazón humano está habitado por un temor secreto: Dios va a castigarme. Cuando mi pequeña ahijada Marie-Sonaly tenía cinco años, llegó un día llorando hacia mí. Su madre adoptiva estaba en el hospital y me dijo: «Mi mamá está enferma, es por mi culpa, yo la abracé demasiado fuerte». ¿De dónde procede este sentimiento de culpa, ya desde la infancia?

Pensar que Dios castiga al ser humano es uno de los mayores obstáculos para la fe. Cuando se ve a Dios como a un juez tiránico, san Juan recuerda en letra de fuego: «Dios es amor. No fuimos nosotros sino él quien nos amó. En lo que a nosotros respecta, amemos porque él nos ha amado primero».

Todo comienza por esto: dejarse amar por Dios. Pero no es tan sencillo… ¿Cómo es posible que algunos cristianos tengan tanta dificultad para saberse amados? Se dicen a sí mismos: «Dios perdona a los demás, pero a mí no». Atrapados en el vértigo de una incomprensible culpabilidad, querrían comenzar por perdonarse a sí mismos, pero al no lograrlo, procuran salir de su abatimiento acusando a los demás; haciendo uso de esa arma tan cruel de la culpabilización o de la sospecha.

Si tuviéramos que amar a Dios por temor a un castigo, ya no sería amarlo. Cristo no nos quiere ebrios de culpabilidad sino rebosantes de perdón y de confianza.

Los seres humanos a veces son severos. Dios no, él viene a revestirnos de compasión. Dios no es, nunca jamás, alguien que atormenta la conciencia humana. Él teje nuestra vida, como un hermoso vestido, con los hilos de su perdón. Entierra nuestro pasado en el corazón de Cristo y de nuestro futuro él se ocupa. La certeza del perdón es la más inaudita, la más inverosímil, la más generosa de las realidades del Evangelio. Ella nos hace incomparablemente libres.

Dios te ama antes de que tú le ames. Crees que no le esperas y él te espera. Dices «yo no soy digno» y él coloca en tu dedo el anillo del hijo pródigo. Aquí está el giro total del Evangelio.

¿Hijos pródigos? ¡Todos lo somos! Desde el fondo de tus servidumbres, volviéndote hacia él ya no

habrá más amargura en tu rostro. Su perdón se convierte en tu propio canto. Y la contemplación del perdón de Dios se vuelve resplandor de bondad en un corazón sencillo que se deja conducir por el Espíritu. Algunos se dicen que si Dios existiera no permitiría ni las guerras, ni la injusticia, ni la enfermedad. Hará pronto tres milenios que el profeta Elias se retiró un día al desierto para escuchar a Dios. Se desencadenó entonces un huracán seguido de un temblor de tierra y más tarde un fuego violento. Sin embargo Elias comprende que Dios no se manifiesta en estos estallidos de la naturaleza. Dios no se impone a través de medios poderosos que dan miedo. Dios no es el autor ni de los cataclismos ni de la guerra. Cuando todo recobra su calma, entonces Elias oye a Dios en el susurro de una brisa ligera. Y se le manifiesta esta realidad sobrecogedora: la voz de Dios llega en un soplo de silencio.

Un día en Calcuta, en el transcurso de una visita a una leprosería, realizada con la madre Teresa, vi a un leproso levantar sus brazos descarnados y ponerse a cantar: «Dios no me ha castigado, le canto porque mi enfermedad ahora es una visita de Dios». En su desgracia, este hombre tenía también esta intuición: el sufrimiento no viene de Dios.

Dios no es el autor del mal. Él ha aceptado un riesgo inmenso, ha querido que seamos creadores con él. No ha querido que el ser humano sea un autómata pasivamente insumiso, sino un ser libre para decidir personalmente el sentido de su vida, libre para amar o no amar.

Cristo jamás contempla pasivamente el sufrimiento de nadie. Resucitado, acompaña a cada ser humano en su sufrimiento hasta el extremo de que existe un dolor de Dios, un dolor de Cristo. Y, en su nombre, nos concede compartir la angustia de los que atraviesan por la incomprensible prueba y nos conduce a aliviar la pena de los inocentes.

Si bien la angustia humana no viene de Dios, hay quienes, después de lo sucedido, descubren que han sido como purificados por su prueba. Comprenderlo requiere adquirir una madurez y también haber atravesado desiertos interiores. Quisiera poneros un ejemplo.

En febrero de 1991 me encontraba en Filipinas con motivo del encuentro de jóvenes que mis hermanos preparaban desde hacía meses. Visité a una mujer anciana, Aurora Aquino. Muchos años antes, su hijo Benigno había pasado siete años en prisión y después en el exilio político. Cuando pudo volver a su país, fue asesinado al descender del avión. En aquel momento yo había visto una fotografía de Aurora Aquino en un periódico. Su rostro era el de una madre impregnada de compasión.

Conversando con Aurora Aquino descubrí que, a sus 81 años, no había en su corazón ninguna amargura. Ella pronunció incluso estas palabras sorprendentes: las pruebas purifican. No me asombró encontrar en ella una plenitud de amor

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desinteresado; es de las personas ancianas de las que se puede decir: para quien sabe amar, para quien sabe sufrir, la vida está llena de una belleza serena.

¿Estás turbado por algún acontecimiento que sientes, pasas por una gran prueba, la de una ruptura afectiva, o incluso desconsiderado o humillado, tus más límpidas intenciones son desfiguradas?

La humilde oración viene a curar la herida secreta del alma. Y se transfigura el misterio del dolor humano. El Espíritu del Dios vivo sopla sobre lo frágil y desprovisto. En nuestras heridas él hace surgir un agua viva. Por él, el valle de lágrimas se convierte en un lugar de manantiales.

¡Que se alegre el corazón sencillo! De la paz del corazón puede nacer, espontáneamente, una alegría de Evangelio.

Dios de todos los seres humanos, tú depositas en nosotros un don irreemplazable, ofreces a cada uno ser un reflejo de tu presencia. Por el Espíritu Santo has grabado, en cada uno, la voluntad de tu amor; no sobre tablas de piedra, sino en lo más profundo de nuestra alma. Y, por la paz de nuestro corazón, nos concedes hacer la vida hermosa a los que nos rodean.

Hermano Roger

4. UNA ORACIÓN MUY SENCILLAMi secreto es la sencillez misma: yo rezo.

Los apóstoles pidieron a Jesús: «Enséñanos a orar». Le veían tan a menudo orar… y sabían que él hablaba con su Padre. ¿Qué eran esas horas de oración?… Todo lo que sabemos de ello viene del constante amor de Jesús por su Padre. «¡Padre mío!» Y enseñó a sus discípulos una manera muy sencilla de hablar a Dios mismo.

Para que la oración dé fruto, ésta debe venir del corazón y tocar el corazón de Dios. Ved cómo Jesús enseñó la oración a sus discípulos. Llamad a Dios vuestro Padre, alabad y glorificad su nombre: «Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre».

Haced su voluntad, pedidle el pan espiritual y temporal para cada día: «Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día».

Pedid el perdón por vuestros propios pecados y la capacidad para perdonar a los demás, como la gracia de ser liberados del mal que está en nosotros y a nuestro alrededor: «Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal».

La oración perfecta no consiste en un gran número de palabras, sino en el fervor del deseo que animaba el corazón de Jesús.

Pasamos por altos y bajos, por la enfermedad y el sufrimiento. Esto forma parte de la cruz. Quien lo imita plenamente debe también participar en su pasión. Por eso necesitamos de la oración,

necesitamos del pan de vida, por eso tenemos la adoración y el arrepentimiento.

Complicamos la oración como lo hacemos con otras cosas. La oración es —para vosotros, para mí, para todos nosotros— amar a Jesús con un amor que compromete todo el ser. Y ese amor lo ponemos en práctica cuando hacemos como Jesús dice: «Amad como yo os he amado».

El amor es un fruto que es siempre del tiempo, está al alcance de la mano de cada uno. Cada uno puede alcanzarlo y no hay límite.

Antes de la venida de Jesús, Dios era grande en su majestad, grande en su creación. Y, después, con la venida de Jesús, se hizo uno de nosotros, porque tanto amó su Padre al mundo que dio a su Hijo. Y Jesús amó a su Padre, y quiso que aprendiéramos a orar amándonos unos a otros como el Padre le ha amado.

«Os amo», decía sin cesar. «Como el Padre os ha amado, amadlo.» Y su amor fue la cruz, su amor fue el pan de vida. Y él quiere que le recemos con un corazón limpio, con un corazón sencillo, con un corazón humilde. «Si no os hacéis como niños, no podéis aprender a orar, no podéis entrar en el cielo, no podéis ver a Dios.» Volverse un niño pequeño significa ser uno con el Padre, amar al Padre, estar en paz con el Padre, nuestro Padre.

Vengo a ti, Jesús, para que me acaricies antes de que comience mi jornada. Que tus o/os se posen un instante en los míos. Déjame que lleve a mi lu-gar de trabajo la certeza de tu amistad. Llena mi espíritu para que soporte el desierto del ruido. Que tu resplandor bendito recubra la cima de mis pensamientos. Y concédeme la fuerza para quienes necesitan de mí.

Madre Teresa

4. COMO UNA VOZ INTERIORPara rezar, Dios no pide prodigios extraordinarios, ni esfuerzos sobrehumanos. En la historia de los cristianos hay muchos creyentes que han vivido de las fuentes de la fe a través de una oración muy pobre en palabras.

¿Estarás desprovisto ante esta realidad de la oración que, a primera vista, te sobrepasa? Ha sido así desde el comienzo de la Iglesia. Pablo, el apóstol, escribía: «No sabemos cómo orar…» Añadía: «…pero el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra incapacidad y reza en nosotros». Tu corazón no es capaz de imaginarlo pero su Espíritu está en continua actividad dentro de ti.

Aspiras a sentir la presencia de Dios y tienes la impresión de una ausencia. Hace 700 años, un cristiano llamado el Maestro Eckhart lo recordaba: «Volverse hacia Dios… no es pensar constantemente en Dios. Sería imposible para la naturaleza humana tener siempre a Dios en el pensamiento, y por otra parte, no sería lo mejor. El ser humano no puede contentarse con un Dios en el que piensa, porque entonces, cuando el pensamiento se desvanece, Dios también se desvanecería… Dios está por encima de los

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pensamientos del ser humano. Y la realidad de Dios no se desvanece jamás».

Una sencilla oración, como un leve suspiro, como la oración de un niño, nos mantiene alerta. ¿No ha revelado Dios a los pequeños, a los pobres de Cristo, lo que los poderosos de este mundo no son capaces de comprender?

Algunos necesitan en la oración muchas palabras para formular lo que llena el corazón. ¿No sena preferible pronunciarlas en la soledad? Al expresarlo en presencia de otros, ¿no les obligará a escuchar lo que estaba reservado a la discreción de una intimidad con Dios?

Cuando Pablo, el apóstol, invita a «orar sin cesar» no significa únicamente expresarse con palabras. ¡La oración es tan amplia! Las palabras no son más que una pequeña parte. La oración encuentra múltiples expresiones, gestos como el signo de la cruz, símbolos como el de la ofrenda de sí, igual que al final del Evangelio de san Lucas: cuando Cristo se va, vemos que los discípulos se prosternan poniendo la frente en el suelo.

¿Cómo ignorar que algunas expresiones, repetidas incansablemente, han sostenido de forma incomparable una vida interior? Son la oración ininterrumpida del Nombre de Jesús o también la del Ave María, gratia plena. ¿Parecen no tener espontaneidad? ¡Algún día la oración brotará del interior!

Las realidades del Evangelio pueden llegar a ti a través de cantos sencillos, repetidos una y otra vez: «Jesús el Cristo, Luz interior, concédenos acoger tu amor». Cuando trabajes o cuando descanses, pueden continuar interiormente.

A veces la oración es combate interior, a veces abandono de todo el ser. En un momento dado se convierte en un simple reposo en Dios, en el silencio. Ahí quizá se ha alcanzado una de las cumbres de la oración.

Cristo Jesús, en nosotros se alza como una voz interior y esa voz es ya nuestra oración. Si nuestros labios permanecen en silencio, nuestro corazón te escucha y también te habla. Estamos a veces sorprendidos al saber que tú estás en nosotros, como una misteriosa presencia. Y tú, el Resucitado, dices a cada uno: «Abandónate con toda sencillez a la vida de mi Espíritu en ti, tu poca fe basta, nunca te abandonaré, nunca».

Hermano Roger

5. DIOS ES AMIGO DEL SILENCIO

En el comienzo de la oración se encuentra el silencio.

Si queremos orar, tenemos primero que aprender a escuchar, pues en el silencio del corazón Dios había. Y para poder vivir ese silencio y oír a Dios, nos es preciso un corazón limpio, capaz de ver a Dios, de oír a Dios, de escuchar a Dios. Así pues, sólo desde la plenitud de nuestros corazones podemos hablar a Dios. Y él escucha. Pero no podemos hablar a menos que hayamos

escuchado, a menos que estemos en contacto con Dios en el silencio de nuestros corazones.

La oración no tiene por qué torturarnos, incomodarnos, turbarnos. Es preciso regocijarse de antemano: hablar a mi Padre, hablar a Jesús, a aquel a quien pertenezco en cuerpo y alma, espíritu y corazón. Reflexionemos, pues, sobre el silencio del espíritu, de los ojos y de la lengua.

El silencio del espíritu y del corazón. La Virgen María «guardaba preciosamente todos sus recuerdos y los meditaba en su corazón». Ese silencio la aproximaba a nuestro Señor de manera que nunca lamentó nada. Recordad lo que ella hizo cuando san José fue perturbado. Una sola palabra de su parte hubiera disipado toda sospecha, pero ella no la pronunció y fue nuestro Señor mismo quien realizó el milagro que atestiguó su inocencia. ¡Si tan sólo estuviéramos también nosotros convencidos de la necesidad del silencio! Creo que entonces la senda hacia la unión íntima con Dios estaría bien despejada.

También tenemos el silencio de los ojos, que nos ayudará a ver siempre a Dios. Nuestros ojos son como dos ventanas por las cuales Cristo o el mundo llegan hasta nuestros corazones. Con frecuencia nos hace falta mucho coraje para mantenerlos cerrados. ¿No decimos a menudo: «¡Si no hubiera visto tal o cual cosa!»? Y, sin embargo, nos esforzamos tan poco para superar el deseo de verlo todo.

Mediante el silencio de la lengua aprendemos mucho: a hablar a Cristo, a permanecer alegres en todo tiempo y a tener cantidad de cosas que decir. Cristo nos habla por medio de otras personas y, cuando meditamos, nos habla directamente.

Dios es amigo del silencio.

Tenemos sed de encontrar a Dios pero él no se deja descubrir ni en el ruido, ni en la agitación. Ved cómo la naturaleza, los árboles, las flores y la hierba crecen en un profundo silencio. Cuanto más recibimos en una oración silenciosa, más podemos dar en nuestra vida activa.

El silencio nos ofrece una mirada nueva sobre todas las cosas. Necesitamos de ese silencio para tocar las almas. Lo esencial no está en lo que decimos, sino en lo que Dios nos dice y en lo que él transmite por medio de nosotros.

Es en silencio como Jesús siempre nos espera. En ese silencio él nos escuchará; es ahí donde hablará a nuestras almas y es ahí donde oiremos su voz. En ese silencio encontraremos una energía nueva y una verdadera unidad. La energía de Dios será nuestra para realizar bien toda cosa en la unidad de nuestros pensamientos con los suyos, la unidad de nuestras oraciones con las suyas, la unidad de nuestras acciones con las suyas, de nuestra vida con la suya.

Madre Teresa

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5. PAZ DEL CORAZÓNEl lenguaje humano apenas consigue expresar a Dios lo profundo de nuestro ser. Algunos días oramos con casi nada. Mantenerse junto a Cristo en este desprendimiento es ya orar. Él comprende nuestras palabras, comprende también nuestros silencios. Y el silencio es, a veces, el todo de la oración.

¿Sabrás acoger al Resucitado hasta en la aridez de esta tierra sedienta que es tu cuerpo y tu espíritu? Y el más pequeño acontecimiento, incluso muy escondido, de una espera, hace brotar las fuentes: la bondad del corazón, las superaciones personales y también esa armonía interior que nace de la vida del Espíritu Santo derramado en nosotros.

¿Permanecerás junto al Resucitado durante largos silencios en los que nada parece ocurrir? En ellos se toman las más importantes decisiones.

No se trata de lograr un silencio interior a cualquier precio, suscitando en sí como un vacío, acallando imaginación y reflexión. Es inútil proponer métodos para forzar el silencio interior. A quien se sorprenda diciendo: «Mis pensamientos se pierden, mi corazón se dispersa», el Evangelio responde: «Dios es más grande que tu corazón».

En la oración llegarás a preguntar a Cristo: «¿Qué esperas de mí?». Llegará el día en que sabrás que él espera mucho, espera que seas, para los otros, un testigo de la confianza de la fe, como un reflejo de su presencia.

No te preocupes por no saber rezar bien. Sumirse en la inquietud no ha sido nunca un camino de Evangelio. «Por sí mismo, nadie puede añadir ni un solo día a su vida… Mi paz os doy… Que tu corazón deje de turbarse y de temer.»

Los miedos y ansiedades van unidos a nuestra condición humana, inmersa en sociedades heridas, vapuleadas. Es en su seno donde todo ser humano, todo creyente, camina, crea, sufre y puede llegar a conocer pulsiones internas de rebeldía y a veces de odio y dominación.

Cuando oras, puede suceder que, entre Dios y tú, se interpongan una especie de nubes. Estas nubes tienen su nombre: rebeldía, frustración, pérdida de la estima de tu propia vida, sensación de ser indigno o no perdonado. Todas estas realidades subjetivas pueden levantar una barrera entre él y tú.

¿Gemir hasta llegar a olvidar su presencia? No. Abandonarte más bien en la confianza. Sea cual sea tu edad, puedes decírselo todo como un niño: lo que te aprisiona, lo que te hiere, lo que es una carga para los seres queridos. Deja que él allane el camino. Y comprenderás que el Resucitado te acompaña en todas partes: en la calle, en el trabajo, donde quiera que te encuentres.

Por medio de su Espíritu Santo, el Resucitado transfigura lo más desconcertante de ti. Alcanza lo inalcanzable. Los pesimismos que llevas sobre

ti se disuelven, puedes alejar las impresiones sombrías.

El imperceptible cambio interior, la transfiguración del ser, continúa a lo largo de la existencia. Ella hace de cada día un hoy de Dios. Ya en la tierra ella es el comienzo de tu resurrección, el inicio de una vida que no tiene fin.

Asombro de un amor sin comienzo ni fin… Te sorprenderás al decir: Jesús, el Resucitado, estaba en mí y sin embargo yo no sentía nada de él. ¡Tan a menudo lo buscaba en otra parte! Mientras huía de las fuentes asentadas por él en lo profundo de mi ser, por mucho que corriera a través de la tierra, yendo lejos, muy lejos, me perdía por caminos sin salida. Una alegría en Dios parecía imposible.

Pero llegó el día en que descubrí que Cristo nunca me había dejado. Aún no me atrevía a dirigirme a él y él ya me comprendía, ya me hablaba. El bautismo había sido la marca de una invisible presencia. Cuando el velo de la duda se alzó, la confianza de la fe vino a esclarecer mi propia noche.

Jesús, el Cristo, en tu Evangelio nos dices: ¿por qué os preocupáis…? ¡Con vuestras inquietudes no podéis hacer nada! Cada día tú nos concedes descubrir, en las fuentes de la fe, la paz del corazón, tan esencial para seguirte y para con-struirnos interiormente.

Hermano Roger

6. SIEMPRE ENTRE NOSOTROSLa Santa Comunión, como el propio término sug-iere, es la unión íntima de Jesús con nuestra alma y nuestro cuerpo. Si queremos tener la vida y tenerla en abundancia, tenemos que vivir de la carne misma del Señor. En la Santa Comunión encontramos a Cristo bajo la apariencia del pan. En nuestro trabajo, lo encontramos bajo la apari-encia de la carne y de la sangre de los humanos. Se trata del mismo Cristo.

Mirad a Jesús en el tabernáculo. Fijad vuestros ojos en aquel que es la luz. Acercad vuestros corazones a su corazón divino. Pedidle que os conceda la gracia de conocerle, el amor para amarle, el coraje para servirle. Buscadle con ter-vor. Todo momento de oración —particularmente en presencia del Señor en el tabernáculo— con-stituye un don incontestable.

¿De dónde nos vendrá la alegría de amar? De la Eucaristía, la Santa Comunión. El propio Jesús se hace pan de vida para darnos vida. Noche y día, se mantiene ahí. En nuestras comunidades, oramos una hora al día en presencia del Santísimo Sacramento. Y desde que comenzamos esta oración, nuestro amor por Jesús se ha vuelto más íntimo, nuestro amor mutuo más comprensivo, nuestro amor por los pobres más compasivo.

El mismo Jesús se hace pan de vida para asegurarse de que comprendamos lo que él dice, para saciar nuestra hambre de él, nuestro amor

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por él. E incluso eso no le basta: se hace el hambriento para que podamos saciar su espera con nuestro amor. Y, al hacer lo que hacemos por los pobres, saciamos el hambre que tiene de nuestro amor.

Madre Teresa

6. ADORABLE PRESENCIACristo se ofrece en la Eucaristía. Presencia adorable, está allí para ti que te encuentras desprovisto. Es recibida en el espíritu de pobreza y arrepentimiento de corazón, con un alma de niño y ello hasta el atardecer de la existencia.

«Mi reino está dentro de vosotros»: la Eucaristía actualiza a cada instante esta palabra de Cristo, aun sin resonancia sensible, e incluso para quien apenas se atreve a imaginarlo.

Permaneciendo durante mucho tiempo en presencia de la Eucaristía, muchos se han dejado alcanzar hasta lo más profundo de su ser. Para quien acepta las lentas maduraciones personales, poco a poco el ser interior se construye sin que él sepa cómo.

Quien se abandona al Espíritu del Dios vivo no fija su mirada en sus progresos o retrocesos. Como cuando se anda sobre la arista, él va hacia adelante, olvidando lo que hay detrás. No sabe cómo, pero día y noche la semilla germina y crece. Y por medio de la oración, siempre sencilla, se encuentra atraído hacia Cristo.

¿Quién es este Cristo, Amor de todo amor, de quien Juan, el apóstol, escribe: «Está entre nosotros "aquel" al que no conocéis»?

Es aquel que, Resucitado, se alegra con nosotros, hoy, mañana y siempre. En él las fuentes de la alegría nunca se agotan.

Es también aquel que nos ayuda a llevar las grandes penas de la existencia, las rupturas de la comunión… En su vida terrestre, Jesús, plenamente humano, llega a conmoverse profundamente, en lo más íntimo de su ser, por las pruebas de los demás. Llora la muerte de quien ama, llora la muerte de su amigo Lázaro.

Más accesible para unos, más escondido para otros, es como si le oyéramos decir: ¿No sabes que estoy muy cerca de ti y que por el Espíritu Santo vivo en ti? No temas. Estoy contigo siempre, hasta el fin del mundo. Nunca te abandonaré. ¡Nunca!

Por poco que percibamos del Espíritu Santo, él es vida para nosotros. Por poco que entendamos el Evangelio, él es luz en medio de nosotros. Por poco que comprendamos la Eucaristía, es presencia viva en medio de nosotros.

Y mientras permanecías lejos de Cristo Jesús, él ya te esperaba con estas palabras del Evangelio: «En ti he puesto mi alegría».

Jesús, el Resucitado, tú miras el corazón, no las apariencias. Desde el fondo de nuestro ser a ve-ces te llamamos: Jesús, el Cristo, no soy digno de ti, pero di una sola palabra y mi alma quedará pacificada, curada. Y tú, el Cristo, nunca pones

en nosotros el tormento ni la angustia sino que tu continua presencia viene a despertar la alegría de vivir en ti.

Hermano Roger

7. LE MIRO Y ÉL ME MIRAUna mirada de profundo afecto a Cristo constituye a menudo la oración más fervorosa. «Le miro y él me mira» es la más perfecta de las oraciones.

Hoy, donde tantas cosas son cuestionadas, regresemos a Nazaret. Jesús vino para salvar al mundo haciéndonos descubrir el amor de su Padre. ¿No resulta extraño que pasara treinta años en Nazaret sin hacer nada, como si perdiera su tiempo? No hizo valer su personalidad o sus dones, cuando sabemos que, a los doce años, redujo al silencio a los doctos sacerdotes del Templo que eran tan sabios. Pero cuando sus padres le encontraron, regresó con ellos a Nazaret y respetó su autoridad.

Durante treinta años, ninguna otra palabra se escuchó sobre él… de manera que la gente se asombró cuando se puso a predicar en público, él, un hijo de carpintero, ocupado en humildes tareas en un taller de carpintero, ¡durante treinta años!

Llevar una vida de contemplación es reconocer la continua presencia de Dios y la ternura de su amor por nosotros en las cosas más pequeñas de la vida; es estar constantemente disponibles para él con todo nuestro corazón y con toda nuestra fuerza, sin importar la forma bajo la cual él viene a nosotros. Jesús viene a nosotros bajo la forma de los pobres. A través de ellos, Jesús viene a vosotros, viene a mí, y muy a menudo pasamos de largo sin darnos cuenta.

Los dos modos de vida, acción y contemplación, en lugar de excluirse recíprocamente, se llaman mutuamente y se complementan. Para ser fructuosa, la acción necesita de la contemplación, y ésta, cuando alcanza un cierto grado de intensidad, vierte su excedente en la primera. Por medio de la contemplación, el alma retira directamente del corazón de Dios las gracias que la vida activa debe distribuir.

He aquí una oración que podemos difundir. Si llegáramos a dejarla pasar en nuestras vidas, se notaría la diferencia. Esta oración está llena de Jesús. Escrita por un creyente del siglo pasado, ha ejercido una gran influencia en la vida de las Misioneras de la Caridad:

Jesús, ayúdame a infundir tu perfume donde vayamos.

Inunda nuestras almas con tu Espíritu y con tu vida. Penetra y posee todo nuestro ser

de tal manera que nuestras vidas

no sean sino una irradiación de la tuya.

Resplandece a través de nosotros y

sé de tal manera en nosotros

que toda alma que tú nos harás encontrar

pueda sentir tu presencia en nosotros.

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Que puedan alzar los o/os

y mirar no a nosotros sino sólo a ti.

Permanece con nosotros y comenzaremos a

resplandecer como tú,

a resplandecer y a ser luz para los demás.

Que podamos alabarte del modo

que tú prefieras

resplandeciendo a quienes nos rodean.

Que hablemos de ti sin predicar,

no con palabras sino por nuestro ejemplo,

por la fuerza contagiosa,

por la influencia atractiva de lo que hacemos,

la evidente plenitud de amor

que nuestros corazones tienen por ti.

Madre Teresa

7. MIRADA DE CONTEMPLACIÓNEn la belleza de una oración común se desvela algo de lo inefable de la fe y de la indecible puerta de la adoración. La mirada mística descubre un reflejo del cielo en la tierra.

Una mirada contemplativa nos arranca del entumecimiento de las rutinas y percibe tesoros de Evangelio en los acontecimientos más sencillos. Discierne la presencia del Resucitado hasta en lo más abandonado de los seres humanos. Descubre en el universo la radiante belleza de la creación.

A imagen de Dios, los hombres son también creadores. La mirada contemplativa sabe admirar lo que el ser humano crea con sus propias manos, desde su infancia hasta la muerte. Hay artistas cuyas manos creadoras son capaces de hacernos vislumbrar rostros de Evangelio hasta el punto de que, con una simple mirada, se intuye el misterio de Dios.

La contemplación se percibe, a menudo, como lo opuesto a la acción. Así, conduciría a ser pasivo, a huir de las responsabilidades. Pero tenemos la respuesta de los hechos: cristianos que están comprometidos de forma arriesgada por los demás, sacan sus energías de las mismas fuentes de la contemplación.

Mantenerse ante Dios en la pasión de una espera no sobrepasa nuestra condición humana. Hay quienes se encuentran hundidos por el sentimiento subjetivo de una ausencia, de un silencio de Dios, como si la presencia de Dios estuviera ligada a lo que se puede experimentar. Él está también ahí, en el momento en que el fervor se disipa y las resonancias sensibles se desvanecen. Nunca estamos privados de su compasión.

Llegará el día en el que cada uno sabrá y quizá lo dirá: no era Dios quien se había alejado; era yo el que, a menudo, estaba ausente.

«Antes de que hubieras nacido, yo soñaba contigo», dice Dios. Cuando comprendemos que es Dios quien nos ha amado primero, antes incluso de que nosotros le amemos, no podemos

por menos de asombrarnos. La contemplación no es nada más que esta disposición en la cual la persona está completamente sobrecogida por el asombro de un amor.

Si en todos hay heridas, sobre todo hay, en cada uno, el misterio de su presencia.

En cada uno de nosotros yacen abismos de lo desconocido, de duda, de penas íntimas… y también un mar de culpabilidad que viene no se sabe…

de dónde. Pero poco a poco comprendemos que. en la profundidad de la persona, Cristo ora más de lo que suponemos. Si dejamos al Espíritu Santo orar en nosotros con la confianza de la infancia comprenderemos que los abismos son habitados. Y surgirán instantes en los que Dios lo es todo.

Junto a ti, Cristo Jesús, se hace posible conocer a Dios, dejando pasar a nuestra propia vida lo poco que hayamos comprendido del Evangelio. Y este poco es lo -suficiente para avanzar día tras día. Nunca haces de nosotros personas que ya han llegado, toda la vida seguimos siendo los pobres de Cristo que, con toda sencillez, se disponen a confiar en el misterio de la fe.

Hermano Roger

8. CONFIANZA ABSOLUTASi pertenecemos enteramente a Dios, tenemos que estar a su disposición y debemos poner nuestra confianza en él. No nos preocupemos nunca por el futuro. No hay razón para ello. Dios está presente.

En nuestras comunidades, no ha habido un solo día en el que hayamos tenido que rechazar a alguien, en el que no haya habido comida, en el que nos haya faltado una cama u otra cosa. Sin embargo, nos ocupamos de millares de personas. Tenemos 53.000 leprosos; y sin embargo ninguno de ellos ha sido despedido porque no tuviéramos lo necesario. Ese necesario está siempre presente, aunque no tengamos salarios, ni ingresos, ni nada: recibimos gratuitamente y damos gratuitamente. ¡Así ha sido siempre el hermoso don de Dios!

Nuestra dependencia con respecto a la Providencia divina está fundada sobre una fe vigorosa e inquebrantable con la que Dios puede y quiere ayudarnos. Que lo pueda, es la evidencia misma pues él es todopoderoso; que lo quiera, es cierto, porque lo ha prometido en tantos pasajes de las Santas Escrituras y porque siempre es infinitamente fiel a todas sus promesas.

Cristo nos anima a esa confianza por medio de sus palabras: «Lo que pidáis en oración, creed que lo habéis recibido y lo tendréis». El apóstol Pedro nos llama también a que descarguemos sobre el Señor toda nuestra inquietud, porque él cuida de nosotros. ¿Y por qué Dios no cuidaría de nosotros puesto que envió a su Hijo y, con él, todo? Como dijo san Agustín: «¿Cómo podéis dudar de que Dios os dará cosas buenas pues él mismo quiso asumir el mal en lugar nuestro?».

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Esto debe llevarnos a confiar en la Providencia de Dios que preserva incluso a los pájaros y a las flores. Si Dios alimenta a los polluelos del cuervo que gritan hacia él, si alimenta a los pájaros que no siembran ni cosechan ni almacenan, si reviste con tan hermosos vestidos las flores del campo, no puede prescindir de cuidar más aún a los seres humanos que ha hecho a su imagen y semejanza y a los que nos considera como hijos adoptivos, si actuamos como tales, si guardamos sus mandamientos y ponemos nuestra confianza en él.

No quiero que la obra se vuelva un asunto comercial sino que quiero que siga siendo una obra de amor. Tened una confianza absoluta en que Dios no nos dejará caer. Cogedle la palabra y bus-

cad primero el reino de los cielos; todo el resto os será dado por añadidura.

Señor crucificado y resucitado, enséñanos a afrontar las luchas de la vida diaria,

para que vivamos en una mayor plenitud. Tú has acogido humilde y pacientemente los fracasos de la vida humana, como los sufrimientos de tu crucifixión. Así pues, ayúdanos a vivir las penas y las luchas que nos trae cada jornada como ocasiones para crecer y asemejarnos más a ti. Haznos capaces de afrontarlas pacientemente y con coraje, llenos de confianza en tu apoyo.

Madre Teresa

8. SI LA CONFIANZA DEL CORAZÓN ESTUVIERA AL COMIENZO DE TODO...A veces te preguntas: ¿pero dónde están esas fuentes de una vida interior? Dichoso el que avanza no por lo que ve sino por la confianza de la fe.

Cuando buscas las fuentes, incluso en tu noche, la sed de una confianza te alumbra interiormente. Y quisieras decirle al Resucitado: «Escucha, escucha mi oración de niño, concédeme confiarte todo en cada instante, que me regocije por tu continua presencia».

Si la confianza del corazón estuviera al principio de todo... si ella precediera toda acción pequeña o grande... tú irías lejos, muy lejos. Percibirías personas y acontecimientos no con esta inquietud que te aisla y que no viene de Dios, sino desde una mirada interior de paz. Así llegarías a ser un fermento de confianza hasta en los desiertos de la familia humana, incluso allí donde se desgarre.

Si todo comenzara con la confianza en el cora-

zón, quién se preguntaría: «¿Qué hago yo en la tierra?».

Ocurre que la confianza de las profundidades es barrida por acontecimientos que nos sacuden. Toda criatura humana conoce el miedo. Dondequiera que estés, escucha este susurro de Cristo en ti: «Confianza del corazón... Reposa en paz sólo en Dios. ¿Tienes miedo? Estoy aquí».

Pero, tú dirás, mi medio de trabajo, un ambiente de duda, todo un pasado me llevan tan lejos de la fe en Dios...

La fe no es teoría. Incluso cuando Dios permanece incomprensible, lo esencial está en darle tu confianza.

A menudo retenida en las profundidades de ti mismo, esta confianza necesita escalar todo tu ser, como si tuviera que subir desde lo más recóndito hacia la conciencia clara.

En cada instante, encomiéndate al Espíritu Santo; y cuando lo olvides, abandónate de nuevo. En el silencio del corazón e incluso en tus desiertos, algunas veces a través de una sola palabra, el Espíritu Santo te habla.

Cuando tus esperanzas queden defraudadas, ¿te dejarás sumergir por el desánimo y la duda? El Resucitado está ahí. Conocido o no, en tus oscuridades enciende un fuego que nunca se apaga. Él quema tus propias espinas y con ellas, tus pruebas interiores. Incluso las piedras de tu corazón pueden, por él, volverse incandescentes.

Si fuera posible sondear un corazón, el asombro estaría en descubrir en lo más hondo la silenciosa espera de un amor. Puede ser rehusada, rechazada... ella siempre está ahí.

Cuando te crees poco amado o poco comprendido, Cristo Jesús te dice sin cesar «Te amo con un amor que no tendrá fin. Y tú, ¿me amas?». Y balbuceas tu respuesta: «A ti, Jesús, yo te amo, quizá no como quisiera, pero te amo».

Soplo del amor de Cristo, Espíritu Santo, tú depositas en cada uno la fe que es como un impulso de confianza vuelto a tomar mil veces en el transcurso de nuestra vida; una confianza muy sencilla, tan sencilla que todos pueden acogerla.

9. UN CORAZÓN LIMPIOPara poder orar, necesitamos un corazón limpio. Con un corazón limpio, es posible ver a Dios.

La oración da un corazón limpio. Ése es el comienzo de la santidad. La santidad no es un lujo reservado para algunos, es un don sencillo ofrecido a vosotros como a mí.

¿Dónde comienza la santidad? En nuestros corazones. Es por eso que tenemos necesidad de una oración continua para mantener nuestros corazones limpios, pues el corazón limpio se vuelve tabernáculo del Dios vivo.

Jesús se hace pan de vida para darnos su vida, para que lleguemos a ser como él. Seamos, pues, como Jesús, llenos de compasión, llenos de humildad los unos hacia los otros. Al amarnos unos a otros le amamos a él. Vosotros y yo tenemos siempre la ocasión de acercarnos a la santidad gracias a la oración, el sacrificio y el amor. Oremos unos por otros para que crezcamos, cada vez más, del mismo modo que Cristo.

Cristo Jesús nos ha dicho que deberíamos «orar siempre sin desfallecer», es decir, que no nos cansemos de hacerlo. San Pablo escribe: «Orad

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sin cesar». Dios llama a todos los hombres a esa disposición orante del corazón.

Dejad que el amor de Dios tome entera y absoluta posesión de un corazón; que ello llegue a ser para ese corazón como una segunda naturaleza; que ese corazón no deje entrar nada en él que le sea contrario; que se aplique continuamente a aumentar ese amor de Dios buscando complacerle en todo sin rechazarle nada de lo que él pida; que acepte como viniendo de la mano de Dios todo lo que le ocurra; que tome la firme resolución de nunca cometer falta deliberadamente y conscientemente o, si cae, pedir perdón y levantarse en seguida. Un corazón así rezará continuamente.

El conocimiento de Dios produce el amor y el conocimiento de sí produce la humildad. La humildad no es más que la verdad. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Si estamos convencidos de ello, nunca alzaremos la cabeza con orgullo. Si sois humildes, nada os conmoverá, ni alabanza ni oprobio, pues sabéis lo que sois. Si os censuran, no os desanimaréis por ello. Si os proclaman santos, no os pondréis sobre un pedestal. El conocimiento de nosotros mismos nos pone de rodillas.

Cambiad vuestros corazones...

No hay conversión sin cambio de corazón-cambiar de lugar no es la solución; cambiar de actividad no es la solución. La solución está en cambiar nuestros corazones. ¿Y cómo los cambiaremos? Orando.

Madre Teresa

9. LA ALEGRÍA DE DIOS EN LA TIERRA DE LOS HOMBRES

Desde muy joven me han impresionado las palabras que provienen de muchos siglos antes de Cristo: ¡Alabado sea el Señor y soy liberado del adversario! El Espíritu de alabanza nos saca de nosotros mismos para depositar en Dios lo que nos inquieta y agita. Y se transfiguran las resistencias de las profundidades.

El espíritu de la alabanza toma vida allí donde la oración transmite la alería de Dios en la tierra de los humanos.

En las iglesias rusas, la profundidad coral de los cantos, el incienso, los iconos —pequeñas ventanas abiertas a las realidades del reino de Dios—, todo llama a discernir «la alegría del cielo en la tierra». Todo el ser, en su globalidad, es alcanzado; no solamente en su inteligencia sino también en su mismo cuerpo.

¡Es tan esencial que la oración común deje presentir la adorable presencia del Resucitado!, especialmente por medio de la belleza del canto y de los himnos.

El violinista Yehudi Menuhin escribió: «Cuando las palabras se dicen cantadas llegan hasta lo más recóndito de nuestra alma. Estoy persuadido de que los jóvenes que hoy rehuyen las iglesias irían masivamente si encontrasen allí el misterio que debiera reinar en ellas».

Cuando un niño canta una oración alternativamente con los mayores, sostiene a todas las generaciones. Su presencia lleva a descubrir que Dios siempre renueva nuestras vidas. En Taizé, todos los días hay niños que participan en la oración de nuestra comunidad. En el transcurso de la celebración encienden una lámpara de aceite, símbolo de Cristo que es luz. Y un niño de nuestra aldea canta una oración.

Se pueden hacer las iglesias acogedoras con poca cosa: unas humildes luces, algunos tejidos, viejas alfombras sin valor... Es conveniente acondicionar una sacristía donde poder reunirse, para intercambiar y compartir un poco de comida.

Por minúscula que sea una morada, puede dejar entrever lo invisible por medio de algunos símbolos que recuerden la presencia de Dios, un icono ante el que haya una luz encendida... En el siglo IV, san Juan Crisóstomo escribía: «No es poca cosa hacer de su morada una pequeña iglesia». Cuando las sociedades se secularizan, una vivienda puede ser un lugar en el que, los que son acogidos, pueden despertar a las fuentes de la fe.

En cada bautizado el Espíritu Santo deposita una parte más o menos grande de don «pastoral», para transmitir a otros un misterio de esperanza. Lo poco que comprendamos del Evangelio alcanza su pleno desarrollo en nosotros cuando lo comunicamos, por tímidamente que sea.

En Taizé una pregunta nos habita: ¿son lo suficientemente conscientes los jóvenes que acogemos de sus recursos interiores para preparar los caminos del Señor en aquellos que Dios les confía?

Cuando los jóvenes comenzaron a llegar en gran número a Taizé, hacia el año 1957, no pensábamos que esto durase y les alojamos a tres kilómetros. Pero comprendimos enseguida que la hospitalidad, según el Evangelio, nos llamaba a recibirles muy cerca de nosotros. Ahora los jóvenes vienen cada semana del año. Es esencial acogerles con gran desprendimiento. Siempre hemos rehuido constituir un movimiento de jóvenes ligado a Taizé. Querríamos que ellos descubrieran a Cristo en su comunión, esa comunión única que es la Iglesia. Para avanzar, de vuelta a casa es bueno que creen pequeñas comunidades de cinco o seis. Pero para que no haya segregación de edades, sugerimos que estas pequeñas comunidades de jóvenes estén vinculadas a las comunidades locales, las parroquias, allí donde están todas las generaciones, desde los ancianos hasta los niños.

Tu, el Dios vivo, por el espíritu de la alabanza nos sacas de nosotros mismos y de nuestras indecisiones. A nosotros, los pobres de Cristo, nos has confiado un misterio de esperanza y nos concedes transmitirlo, ante todo, por medio de nuestras vidas

Hermano Roger

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10. ACOGERNOS RECÍPROCAMENTESonreíd mutuamente. No siempre es fácil. A veces me cuesta sonreír a mis hermanas. Entonces tenemos necesidad de orar. Debemos hacer un lugar para Jesús en nosotros pues es la condición para poder darle a los demás.

Si aprendéis el arte de acogeros recíprocamente, os pareceréis cada vez más a Cristo, pues su corazón no es sino bondad y él piensa siempre en los demás. Jesús ha pasado entre los hombres sólo haciendo el bien. Lo mismo que en Cana, su Madre pensó en las necesidades de los demás y se las dio a conocer a Jesús.

Jesús nos ha prescrito que aprendamos de él a ser mansos y humildes de corazón. Si lo somos, nos amaremos unos a otros como él nos ama.

Por todo el mundo hay una terrible sed de amor. Por eso tratad de introducir la oración en vuestra familia, llevad la oración a vuestros niños. Enseñadles a orar. Porque un niño que reza es un niño feliz.

Una familia que ora es una familia unida. Y para permanecer unidos, os amaréis unos a otros como Dios os ama y sabéis que os ama tiernamente.

Es muy importante que los niños oigan a sus padres hablar de Dios. Es preciso que los niños puedan hacer preguntas sobre Dios.

Una vez se me ocurrió dar una oración a un no-creyente; se la llevó a su casa y sus hijos se pusieron a orar. Cuando nos volvimos a ver, me dijo: «Madre Teresa, ¡no sabe hasta qué punto su oración y su imagen han cambiado a toda mi familia! Los niños quieren saber quién es Dios. Quieren saber por qué usted habla como lo hace».

Mediante la observación de sus padres, los niños aprenderán que la manera en que viven su vida no es indiferente.

Podemos decir a Dios:

Señor mío, yo te amo, Dios mío, te pido perdón, Dios mío, creo en ti, Dios mío, confío en ti. Ayúdanos a amarnos unos a otros como tú nos amas.

Madre Teresa

10. IR A LAS FUENTES DE LA RECONCILIACIÓN

¿Eres tú de los que abren caminos de pacificación y de reconciliación? ¿Construirás caminos de confianza en la familia humana y, con más razón aún, en esa única comunión que es el Cuerpo de Cristo, su Iglesia? Disponte para acoger el don. Y los dones del Espíritu Santo no se agotan nunca.

Al comenzar en Taizé, hace más de cincuenta años, me interrogaba: ¿cómo es que tantos cristianos, refiriéndose a Cristo que es amor, permanecen separados y llegan hasta romper esta comunión que es su Iglesia? i La reconciliación entre los cristianos es tan esencial para hacer visible a Cristo a los creyentes! Entonces yo me decía: intenta lo imposible para

crear una pequeña comunidad de hombres en la que, con algunos, busquemos cada día vivir en la confianza y la reconciliación.

Desde los años sesenta, con mis hermanos, vamos y venimos a los países de Europa del Este. Hemos comprendido que, tanto en el Este como en el Oeste, los cristianos reconciliados pueden ser un irreemplazable fermento para construir la familia europea, así como también toda la familia humana a través de toda la tierra.

Buscar reconciliación y confianza supone una lucha en sí mismo. No es un camino de facilidad. Nada amplio, nada que sea duradero se construye en la facilidad. El espíritu de reconciliación no es ingenuo sino que es ensanchamiento del corazón, profunda benevolencia; el espíritu de reconciliación no hace caso a la sospecha.

A mediados de este siglo, un hombre llamado Juan tuvo una clarísima intuición acerca de la reconciliación de los cristianos. Al anunciar un concilio, Juan XXIII decía en enero de 1959: «No haremos un proceso histórico, no buscaremos saber quién se equivocó o quién tuvo razón; diremos: ¡reconciliémonos!».

Hoy en día, el interés por la vocación ecuménica se ha modificado. Algunas promesas ilusorias han suscitado una decepción, un espasmo. Entonces, se hace más clara la llamada de Jesús, el Cristo, a reconciliarse «sin tardar», en el interior de su propio corazón, a reconciliarse por amor. ¿Hay luz más diáfana que esa llamada? ¿Quién querría despreciarla?

La reconciliación no es nunca diletante. Para el Evangelio, ella es inmediata. No puede perder el tiempo elaborando juicios de intención, procura no dramatizar nunca las situaciones.

Aunque tuviéramos el don de hablar en nombre de Dios, aunque tuviéramos una fe como para trasladar montañas, si nos falta el amor de nada nos sirve.

¿Amas sólo a aquellos que te aman? Esto cualquiera puede hacerlo, sin necesidad del Evangelio. Jesús, el Cristo, te llama a amar incluso a los que nos hacen daño, a orar por ellos.

Cuando oramos por ellos y parece que nada ocurre, ¿es acaso porque nuestra oración no es acogida? No hay oración sin respuesta. Cuando confiamos a Dios a quienes nos han lastimado, quizá algo se modificará en ellos y nuestro propio corazón ya va seguro por un camino de paz.

Herido, humillado, ¿quién llegará hasta el límite de sus fuerzas para perdonar y aún volver a perdonar? Ahí está el extremo del amor.

¿No hay milagros en la tierra? El amor que perdona es uno de ellos.

¿Tu perdón tropieza con el rechazo? El Evangelio no deja lugar a dudas, invita a perdonar hasta setenta veces siete, es decir, siempre, aunque no encuentres más que frialdad y distanciamiento.

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¿Se hace un uso abusivo de tu perdón? ¿El otro hace, desde tu punto de vista, este cálculo: «Yo puedo permitírmelo todo, incluso destrozar al que tengo frente a mí, él es creyente y acabará por perdonarme a causa de Cristo y del Evangelio»? El amor que perdona no es ciego, está impregnado de lucidez. Pero llega hasta a renunciar a saber lo que el otro hará con ese perdón.

Cuando se vuelven a abrir heridas del pasado ¿llegarás incluso a perdonar a aquellos que ya no están en la tierra?

Tú, Jesús, el Cristo, Luz interior, has venido no para juzgar al mundo sino para que por ti, el Resucitado, toda criatura humana sea salvada, reconciliada. Y cuando el amor que perdona llega a ser quemadura dentro, el corazón, incluso probado, puede comenzar a vivir de nuevo.

Hermano Roger

11. CRISTO EN SU CUERPO, LA IGLESIANo hay más que una voz que se alza en la faz de la tierra: la de Cristo. Esa voz reúne y coordina en sí misma todas las voces que se alzan en oración. Orar: un buen número de personas no sabe hacerlo, un buen número no se atreve a hacerlo y un buen número no quiere hacerlo. En la comunión de los santos, actuamos y oramos en su nombre.

Oramos en nombre de quienes no oran. La oración debería llegar a ser como una «profesión». Los apóstoles comprendían esto a la perfección: cuando percibieron que corrían el riesgo de perderse en un tropel de actividades, decidieron dedicarse a la oración continua y al ministerio de la Palabra.

Deseamos de tal manera orar como es preciso... y fracasamos. Nos desanimamos y abandonamos la oración. Dios permite el fracaso pero no quiere el desánimo. Quiere que seamos cada vez más como niños, más humildes, más agradecidos en nuestra oración, y que no tratemos de orar solos porque todos pertenecemos al Cuerpo místico de Cristo que siempre está en oración. No es cuestión de que «yo oro»; sino de que en mí y conmigo Jesús ora y, en consecuencia, es el Cuerpo de Cristo el que ora.

Muchos jóvenes desean la santidad, el don de su vida sin condición a Dios. Temen unirse a cristianos en los que no consiguen discernir ese don total de sí a Dios, cuando esperaban encontrarlo en sus vidas. Ese problema existe por todo el mundo.

La Iglesia hoy necesita santos. Y esto es una gran responsabilidad para nosotros. Estamos llamados a ser santos, no porque deseemos sentirnos santos, sino porque Cristo debe poder vivir plenamente su vida en nosotros. Ponemos en práctica nuestro amor sin medida por Cristo realizando lo que la Iglesia nos ha confiado.

En cuanto a nosotras, en nuestras comunidades, pronunciamos un cuarto voto: servir de todo

corazón y sin esperar nada a cambio a los más pobres entre los pobres.

El fruto de nuestra labor, la capacidad misma de realizarla deriva de la oración. El trabajo que hacemos es el fruto de nuestra unión con Cristo. A esto hemos sido llamados: dar a Jesús a los humanos por todo el mundo. Que puedan alzar su mirada y ver su amor obrando, su compasión y su humildad.

A través del mundo, la gente puede parecer distinta: tienen una religión, una educación o una situación distinta; ahora bien, todos son ¡guales entre

sí. Todos son gente para amar. Todos tienen hambre de amor. La gente que usted ve en las calles de la India o en Hong Kong sufre un hambre física, pero la gente de Londres o de Nueva York sufre también un hambre que pide ser saciada. Toda persona necesita ser amada.

Dios nos ha hecho para un designio superior, el de amar y ser amados. Lo que importa es que amemos. No podemos amar sin orar; en consecuencia, cualquiera que sea nuestra religión, debemos orar.

Madre Teresa

11. MISTERIO DE COMUNIÓN

Tú que aspiras a seguir a Cristo, te preguntas: ¿cómo descubrir la voluntad de su amor? Oyes resonar dentro de ti el eco de su voz: «Ven, yo te daré dónde descansar tu corazón, ¡ven y sigúeme!». . En el Evangelio, Cristo cuenta el relato de los dos jóvenes que son llamados a seguirle. Uno de ellos responde: «Sí, iré». Pero no va. Su sí ha sido un fuego de paja.

El otro joven responde: «No, no iré». Después se retracta y va. ¿Cómo comienza diciendo «no»? Al darse cuenta de que un sí comprometerá toda su existencia tiene ante él lo inmensamente desconocido. Puede preguntarse: ¿cómo voy a sostenerme? Y primeramente es el no... Después va a encender el sí de la fe.

Para el que quiere seguir a Cristo, a primera vista, puede haber una lucha entre el sí y el no. Toda opción implica una elección entre diversas posibilidades, y es propio de la naturaleza humana desear tenerlo todo, sin renunciar a nada.

¿Por qué duda el joven del Evangelio? Quizá piensa que, para decir sí a Cristo, hace falta tener cualidades excepcionales y que él no las tiene.

¿Lo sabemos suficientemente? Nadie está, por naturaleza, preparado para un sí que compromete toda la existencia. Todos somos pobres de Cristo. Todos nosotros podemos decir: mi fe es pequeña pero el Espíritu Santo está ahí, él me sostendrá hasta el final, me permitirá vivir una hermosa y vasta aventura de confianza en Dios.

Pero he aquí que un día sobreviene el asombro de encontrarse en marcha siguiendo a Cristo: un sí fue depositado por el Espíritu de Dios en lo

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más recóndito del ser. Al dejar ascender este sí desde las profundidades de uno mismo, es posible comprometerse para siempre. Este sí es el mismo que la Virgen María decía a Dios: «Hágase en mí según tu palabra».

Ya Jeremías, el profeta, escribía: «Me decía: no pensaré más en Dios, no hablaré nunca en su nombre. Pero había en mí, en lo más profundo de mi ser, como un fuego devorador. Yo quise retenerlo pero no pude».

¿El sí conlleva una parte de error humano? Etapa tras etapa, a lo largo de la existencia, Cristo viene a transfigurar lo que nace y aún renace por él. Y se hace clara la llamada del Evangelio: no hay amor más grande que el dar la vida por aquellos que Dios nos confía. Tú que querrías seguir a Cristo, descubrirás que es imposible detenerse durante el camino. A quien se compromete con él, Cristo le propone esta sugestiva imagen: quien pone la mano en el arado ya no puede mirar hacia atrás.

Tú que quieres seguir a Cristo sin dejarlo para más tarde, has de saber que no estás solo, vives en la Iglesia. Por el Espíritu Santo, la misteriosa presencia del Resucitado se hace concreta en una comunión visible, la de su Iglesia. Reuniendo a «mujeres y hombres de todas las naciones, ha hecho de ellos místicamente su Cuerpo».

Cristo es comunión. Él no ha venido a traer una religión más sino a ofrecer una comunión en él. Te saca del aislamiento y puedes incluso decirle: «Jesús, mi alegría, mi esperanza y mi vida, no mires mis pecados sino la fe de tu Iglesia. A imagen de los testigos de todos los tiempos, desde María y los apóstoles hasta los creyentes de nuestros días, haz que día tras día me disponga interiormente a confiar en el misterio de la fe».

En esta única comunión que es la Iglesia, Cristo te ofrece todo lo necesario para ir hacia las fuentes de la confianza: el Evangelio, la Eucaristía, la paz del perdón... y la santidad de Cristo ya no es lo inalcanzable, está muy cerca de ti. Ella desborda, ante todo, en la inagotable bondad del corazón humano, en un amor desinteresado.

Sin este misterio de comunión que es la Iglesia, ¿cómo habría sido transmitida la luz del Resucita-

do, a través de los tiempos, desde María y los apóstoles hasta hoy?

Y tú ¿te preguntas cómo preparar los caminos del Señor Cristo para otros? Es decir: ¿cómo permitir las continuidades de Cristo en la Iglesia, y por medio de ella, en la familia humana?

Has oído el «ven y sigúeme» de Cristo Jesús y, como el joven del Evangelio, después de haber dudado querrías responder con un sí para toda la-vida.

Éste sí te expone, no puede ser de otro modo.

Tú que buscas seguir a Cristo, recuérdalo: luz en tu oscuridad, él te ama como a alguien único, ahí está su secreto.

Jesús, el Resucitado, eres el Salvador de toda la vida, nosotros querríamos mantenernos siempre cerca de ti. Haz que nunca te abandonemos al borde de nuestro camino. Y que cuando descubramos nuestras fragilidades, aparezcan en nosotros recursos escondidos, una fuerza interior, un impulso que viene de ti.

Hermano Roger

12. AL SERVICIO DE LOS POBRESSi tenemos tanto amor por los pobres, es que en ellos encontramos a Jesús hoy, él que es la palabra hecha carne. Cuanto más unidos estamos a Dios, más crece nuestro amor por los pobres y nuestra disponibilidad para servirles con todo el corazón. El unísono de los corazones tiene tantas consecuencias.

No vayáis a buscar a Dios en países lejanos. Él está muy cerca de vosotros. Está con vosotros. Tened siempre vuestras lámparas encendidas y le descubriréis sin cesar. Velad y orad. Mantened constantemente vuestras lámparas encendidas y veréis su amor, y veréis la dulzura del Señor que os ama.

Jesús ofrece su amistad duradera, confiada, personal, a cada uno de nosotros; lo expresa con ternura y amor. Nos ha unido a él por siempre. Y ahora, por medio de nuestra presencia, ponemos en práctica ese amor. Jesús ha venido al mundo haciendo el bien. Y ahora tratamos de imitarle, pues creo que Dios ama al mundo a través de nosotros. Veo a tanta gente en la calle: gente a la que no queremos, a la que no amamos, de la que no nos ocupamos, gente que ansia amor. Ellos son Jesús. Pero ¿dónde estáis?

«Tengo sed», dice Jesús en la cruz. No habla de una sed física, sino de una sed de amor. Él, el Creador del universo, pide el amor de sus criaturas. Tiene sed de nuestro amor. Esas palabras, «Tengo sed», ¿resuenan en nuestras almas? El dinero no es útil sino para repartir el amor de Cristo. Puede servir para alimentar a Cristo que tiene hambre. Sin embargo, él no tiene sólo hambre de pan sino de vuestra presencia, de vuestro amor.

Para ofrecer un hogar al Cristo sin techo, tenemos que comenzar por hacer de nuestras casas lugares donde la paz, la felicidad y la caridad abunden, gracias a nuestro amor por cada uno de los miembros de nuestra familia o de nuestra comunidad. Una vez que hayamos aprendido a amar con un amor que llegará hasta doler, nuestros ojos se abrirán y estaremos en condiciones de dar ese amor. Tengamos, pues, un corazón lleno de amor, de alegría, de paz e irradiemos ese amor, esa alegría y esa paz asemejándonos cada vez más a Cristo.

Recordemos que, lo que hagamos por los demás —ofrecerles una sonrisa o un trozo de pan o de ternura, o darles una mano— será lo que Jesús considerará como algo hecho por él: «... A mí me lo

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hacéis». Pero que no haya orgullo ni vanidad en nuestra obra. La obra es de Dios, los pobres son de Dios. Pongámonos enteramente bajo la influencia de Jesús de manera que sean sus pensamientos los que llenen nuestro espíritu; hagamos su obra con nuestras manos y seremos todopoderosos con el que nos fortalece.

Estemos bien persuadidos de que lo que nacemos no representa más que una gota de agua en el océano. Pero si esa gota no estuviera allí, el océano estaría por ello disminuido.

Lo que nos importa es cada persona. Para llegar a amar, tenemos que estar en contacto con ella. Creo en la relación de persona a persona. Toda persona es para mí Cristo, y como no hay más que un solo Jesús, la persona con la que estoy en tal o cual momento es entonces la única persona en el mundo.

Gracias a mi oración, llego a ser una en el amor con Cristo y percibo que orarle es amarle, lo que quiere decir realizar sus palabras. Los pobres de los tugurios a través del mundo son como Cristo sufriente. En ellos el Hijo de Dios vive y muere y, mediante él, Dios me muestra su verdadero rostro. La oración significa para mí vivir veinticuatro horas al día conforme a la voluntad de Jesús, para vivir de él, por él y con él.

Luego, un día, iremos al encuentro de Cristo en el cielo. Nuestro Señor manifestará su agradecimiento diciéndonos: «¡Venid! Venid a mí, vosotros, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestísteis, sin techo y me cobijasteis».

Haznos dignos, Señor, de servir a los demás por todo el mundo: a quienes viven y mueren en la pobreza y en el hambre.

En este día, dales, por medio de nuestras manos, su pan cotidiano.

Y, por nuestro amor compasivo, dales alegría y paz.

Madre Teresa

12. SOLIDARIDADES HUMANASEl Evangelio no nos sitúa en el tiempo del temor sino en el de la confianza. No conlleva una mirada pesimista sobre el ser humano.

Feliz el que ponga en el Resucitado una confianza que no pasará, que no se desgastará. Lejos de huir de las solidaridades humanas, ella empuja a vivir a Cristo para los otros y a asumir responsabilidades.

A causa de Cristo y del Evangelio, ¿quién buscará reducir el sufrimiento allí donde hay enfermedad, hambre o una morada de miseria? ¿Quién mantendrá los ojos cerrados de cara a los que sufren la opresión, malos tratos, manipulación...? Allí donde la creación está herida ¿quién permanecerá indiferente?

Hacer de la tierra un lugar acogedor y más habitable supone, en particular, utilizar las enormes posibilidades de la ciencia y la técnica. Ellas consiguen aliviar los sufrimientos, suprimir

el hambre y permitir que viva sobre la tierra esa familia humana que crece en proporciones desconocidas hasta ahora.

Por indispensables que sean estos grandes medios, por sí solos no bastan.

Si amaneciéramos un día en una sociedad funcional, altamente tecnificada, pero donde se hubiera apagado la confianza de la fe, la inteligencia del corazón, una sed de reconciliación... ¿qué sería del futuro de la familia humana?

¿Quién estaría atento al sufrimiento de los inocentes, a los niños marcados por las rupturas familiares, a las personas ancianas que padecen una insoportable soledad?

Cuando los niños ven que las personas más cercanas se enfrentan o se separan, su corazón vive un desgarrón que permanece toda la vida. No es demasiado fuerte decir que las rupturas de afecto, los abandonos humanos son unos de los mayores traumatismos del fin del siglo XX. Si los jóvenes fueran al encuentro de estos niños que sufren rupturas familiares... Dándoles su tiempo, ellos pueden escucharles, intercambiar, quizá llevarlos a una oración común.

Algunos jóvenes están alcanzados por la duda y no llegan a poner su confianza en el Dios vivo, al haber sido abandonados por aquellos a quienes Dios les había confiado desde su nacimiento. En ellos se ha abierto un vacío que no pueden colmar.

Es como si quisieran correr y correr para encontrar un cambio de vida, una madre o un padre.

Cuando su corazón se muere, cuando sus profundidades gritan de soledad y sube de sus entrañas la última pregunta: «¿Dónde está Dios?», entonces, ¿quién les recordará que, para Dios «cada ser humano es sagrado, sí, consagrado, por la inocencia herida de su infancia»?

¡Hay tantas personas ancianas que viven en el aislamiento! A veces creen no haber sido nada, que no han hecho nada, y sin embargo hay muchos que saben escuchar desinteresadamente y comprenden los interrogantes de los jóvenes. A menudo van a las iglesias. ¿Por qué no ir a encontrarles? Ellos han hecho posible la continuidad de Cristo en la familia humana. ¿Quién besará sus manos gastadas para expresarles una gratitud?

Hablando de solidaridades humanas quisiera decir algunas palabras de mis hermanos. Desde el comienzo de nuestra comunidad hemos sido conducidos a mantenernos en el corazón de las situaciones de la familia humana con sus continuos flujos y reflujos. Nos preguntamos: ¿cómo comprender, sin dejarnos arrastrar por oleadas sucesivas? Y comprendimos que las solidaridades humanas necesitan alimentarse en las fuentes de la fe, en la vida interior.

Cuando veo a algunos de mis hermanos dar la vida por aquellos que le son confiados, en Taizé o

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en las duras condiciones de barrios desheredados a lo largo del mundo, me digo: el olvido de sí mismo, la entrega desinteresada, es uno de los soplos ardientes del Evangelio.

Nosotros hemos elegido el camino de una gran simplicidad de vida. Nuestra vocación nos compromete a vivir de nuestro trabajo sin aceptar donativos, ni herencias, ni regalos, nada en absoluto. Desde hace decenios, al acoger a los jóvenes del Oeste y ahora también del Este, ¿qué descubrimos? Con pocos medios materiales hemos podido realizar una acogida que parecía al principio irrealizable.

En todos los continentes son muchos los jóvenes, las mujeres, los hombres e incluso también los niños que disponen de todo lo necesario para curar situaciones heridas. ¿Serás tú también uno de ellos?

Un joven de Estonia que vino a Taizé decía: «Si hemos llegado a ser creyentes y si estamos en Taizé es gracias a nuestras abuelas y nos hubiera gustado traerlas con nosotros a Taizé. La mayor parte de nuestras abuelas fueron deportadas durante muchos años, quince, diecisiete... Allí, en la deportación, para sostenerse no tenían más que la confianza en Dios. Son mujeres sencillas. Ellas no comprendieron el porqué de tantos sufrimientos, por qué fueron destruidas sus casas y sus hijos y sus maridos asesinados. Algunas regresaron de los campos de Siberia. Son transparentes y no tienen amargura. Para nosotros ahora nuestras abuelas son santas».

Para que aumente la confianza por toda la tierra, al Este como al Oeste, en el Norte o en el Sur, es necesaria tu vida y la de una multitud. No hace falta la experiencia de toda la existencia para comenzar.

En estos años hay quienes se han levantado, y con sólo sus manos, han derribado murallas de miedos y humillaciones. Saben que no hay un pueblo más culpable que otro. Es esencial no humillar nunca a los miembros de una nación cuyos dirigentes hubieran cometido, en la historia, acciones de terror.

Son multitudes los que han dado lo mejor de sí mismos para ser fermento de confianza entre las personas, entre los pueblos. Se han erigido entre los hombres como signos de lo inesperado. Se han construido interiormente en las horas de la prueba incomprensible. Han perseverado contra toda esperanza. Muchos de ellos, por sus vidas, sin saberlo, han irradiado la santidad de Cristo.

¿Llegarás tú también a un don así de ti mismo? ¿Escucharás la llamada que Cristo Jesús dirige a cada ser humano: «¡Ven, sigúeme!»?

Quizá dices: yo no tengo esa valentía. Entonces, acuérdate de esta llamada: ¡desecha el desánimo, deja la desesperanza, que tu alma viva! Sí, en el nombre de Cristo ¡que tu corazón viva!

Jesús, el Cristo, tú no quieres para nadie la tribulación interior. Y vienes a esclarecer el profundo misterio del dolor humano. He aquí cómo, por medio de él, nos acercamos a una

intimidad con Dios. Espíritu Santo Consolador, concédenos aligerar la pena de los inocentes y estar atentos a los que, pasando por situaciones de prueba, irradian por su vida, la santidad de Cristo Jesús.

BIOGRAFÍAS

MADRE TERESA, DE CALCUTAMadre Teresa fundó en Calcuta una congregación de hermanas que se difundieron rápidamente por todos los continentes. Se consagran al servicio de los más pobres, material o espiritualmente.

La madre Teresa nació en 1910 en Skopje, Yugoslavia. Sus padres eran albaneses y le dieron por nombre Agnes Ganxhe Bojaxhiu. A los 18 años, convencida de que estaba llamada a ser misionera, entró en una congregación de hermanas que trabajaban en la India. Al mismo tiempo que enseñaba en un liceo de Calcuta, se preocupaba cada vez más por las necesidades patentes de los habitantes de los barrios de chabolas vecinas, y poco a poco comprendió que su lugar estaba «en medio de los más pobres de entre los pobres, los más pequeños entre los hermanos de Cristo».

Fue así como en 1948, vestida con un simple sari de algodón, se unió a los más pobres en las calles de la ciudad para vivir en medio de ellos, con la

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intención de fundar una congregación a su servicio. Comenzó abriendo una pequeña escuela en un barrio de chabolas. Escribía con un trozo de madera sobre el fango las letras del alfabeto bengalí para enseñar a sus alumnos.

Numerosos enfermos incurables se encontraban entonces abocados a morir en las calles porque los hospitales, ya demasiado repletos, no podían cuidarles. La gran aflicción de esas personas condujo a la madre Teresa a abrir en 1954 su primer «hogar para moribundos». Hindúes, musulmanes y cristianos eran acogidos allí sin distinción y podían morir con dignidad y en el respeto a su propia fe.

Poco a poco las hermanas de la madre Teresa llegaron a ser más numerosas. Ella las llama «misioneras de la caridad». Además de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, las hermanas toman un cuarto compromiso: «Estar libremente y de todo corazón al servicio de los más pobres entre los pobres».

Dondequiera que estén, las hermanas buscan cómo ir en ayuda de Cristo sufriente en los más pobres: quienes tienen hambre y sed, quienes están desnudos y sin techo, los niños huérfanos, los enfermos, los moribundos, los encarcelados, los mi-nusválidos, los leprosos, y también los alcohólicos y los drogadictos, aquellos que están en duelo o que no son amados, quienes se han vuelto una carga para la sociedad o que han perdido toda confianza en la vida.

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Viviendo también en países ricos, la madre Teresa y sus hermanas han descubierto que la pobreza espiritual, la soledad, la falta de amor, son problemas fundamentales, a veces más difíciles de resolver que la pobreza material.

HERMANO ROGER, DE TAIZÉAl fundar la comunidad de taizé, el hermano Ro-ger buscaba abrir caminos para curar los desgarrones entre cristianos y, a través de una reconciliación de los cristianos, superar ciertos conflictos en la humanidad.

Todo comienza por una gran soledad cuando, en agosto de 1940, a los 25 años, deja su país de nacimiento, Suiza, para vivir en Francia, país de su madre. Desde hace varios años, tiene el proyecto de crear una comunidad donde sea posible concretar cada día la reconciliación. Quiere realizar ese proyecto en el corazón de la aflicción del momento. En plena guerra mundial se establece en la pequeña aldea de Taizé, en Borgoña, a unos kilómetros de la línea de demarcación que divide a Francia en dos. Esconde a refugiados políticos, particularmente a judíos.

Poco a poco, unos cuantos hermanos se le unen. En 1949, siendo unos pocos, toman los compromisos de por vida: celibato, aceptación del ministerio del prior, comunidad de bienes materiales y espirituales. Si al inicio los hermanos eran de diversos orígenes evangélicos, no tardaron en integrarse a la comunidad hermanos católicos. En la actualidad, los hermanos son de unas veinte naciones.

La comunidad no acepta para sí misma ningún donativo, ningún regalo. Los hermanos tampoco aceptan sus propias herencias personales. Ganan la vida sólo por medio de su trabajo y comparten con otros.

A partir de los años cincuenta, algunos hermanos viven en lugares desfavorecidos del mundo, para ser allí testigos de paz, para estar al lado de quienes sufren. Hoy en día, en pequeñas fraternidades, hay hermanos que viven en barrios desheredados. Tratan de compartir las condiciones de vida de barrios pobres de Asia, África, América del Sur y del Norte. Desde 1962, algunos hermanos, y también jóvenes enviados por Taizé, con la mayor discreción, no dejaron de ir y venir continuamente a los países de Europa del Este, para estar cerca de quienes se encontraban inmovilizados en el interior de sus fronteras.

Desde 1957-58, los jóvenes acogidos en Taizé son cada vez más numerosos. De España o de Suecia, de Irlanda o de Rumania, o de otros continentes, participan semana tras semana en encuentros de jóvenes de 35 a 70 naciones. Algunas semanas, llegan a ser 6.000. Con los años, centenas de millares de jóvenes han pasado sucesivamente por la colina de Taizé en torno a un tema central: vida interior y solidaridades humanas. Buscan descubrir, en las fuentes de la fe, un sentido a su

vida y se preparan para tomar responsabilidades allí donde viven.

Desde 1966, algunas hermanas de San Andrés, comunidad católica fundada hace 750 años, viven en la aldea vecina y asumen una parte de la acogida.

Para sostener a los jóvenes, Taizé anima una «peregrinación de confianza a través de la tierra». Esta peregrinación no organiza a los jóvenes en un movimiento en torno a la comunidad, sino que les invita a ser creadores de paz, de reconciliación, en su ciudad, pueblo, iglesia local, con todas las generaciones, desde los niños hasta las personas ancianas. Como etapa de la peregrinación, a final de cada año un encuentro europeo de seis días reúne a decenas de millares de jóvenes en una ciudad del Este o del Oeste. Durante tales encuentros los jóvenes son acogidos por las parroquias. A finales de 1992 el encuentro europeo de Viena reunió a más de 100.000 jóvenes de toda Europa.

Hoy, por todo el mundo, el nombre de Taizé evoca la espera de una primavera para la Iglesia, una Iglesia que sea, más allá de las dificultades del presente, tierra de compartir y de comunión, fermento de reconciliación en el corazón de la humanidad.