ribera de nieblas

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Me llamo Oriol Ribera, pero mis amigos del instituto me llaman el Colgao. Todo un detalle, si tenemos en cuenta que son capaces de secuestrarme, implicarme en una red de narcotráfico, extorsionarme con fotografías comprometedoras o jugar al fútbol con mi cabeza por balón. Pero la cosa empeora cuando mi única amiga de verdad, Alba Romer, aparece muerta en un monasterio en ruinas sin que nadie sepa por qué... Hasta una semana y un día después, cuando todo se descubre gracias a la ayuda de un periodista y un forense. Y también porque, a veces, veo cosas que nadie más ve. Veo, por ejemplo, a mi abuelo Anselm, algo que no sería nada extraño si no le hubieran fusilado medio siglo antes de que yo naciera. Por eso me llaman como me llaman en este pueblo, donde hay nombres más propios que los nombres propios, secretos que se guardan durante siglos y cosas que no son lo que parecen ni siquiera cuando dejan de parecer lo que no son. Bienvenidos a mi vida. Bienvenidos a Alimara.

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Felip Tobar

Ribera de Nieblas

Edición de Ferran Bataller

Tria de Narrativa, 5

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¿Per què en diuen «literatura d’evasió»?Qualsevol literatura és evasió.

Joan P er ucho

I quan dic imaginació, vull dir imaginació de debò:imaginació de carn i ossos.

Sal vad or D alí

Nuestro recuerdo, nuestra historia,suena a cuento en la memoria.

Y es nuestro pueblo en el fondo del pantano,a través de las aguas susurrando sus relatos.

Cuentan historias de peregrinos,y tengo la fe que nunca tuvimos.

Chucho

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PRIMER VÉRTICE

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¿Os imagináis que salís de casa un domingo feliz y que de repente os tienden una emboscada, os a tan de p ies y m anos, os p onen una venda en los ojos, os endiñan un puñado de algodón en la boca, os sellan los labios con tres capas de cinta aislante para que no podáis escupirlo y os l levan a un lago? Pues me está pasando ahora mismo.

Me llamo Oriol Ribera, y mientras cruzamos el lago con una de las barcas pienso que es una suerte que no me hayan traído hasta aquí para ahogarme... pero, la verdad, no sé si lo q ue me tienen preparado será mejor. Una navaja me hace salir de la barca. Hemos llegado a la isla del balneario.

No he dejado de llevar la venda en los ojos todo este tiempo, pero sé dónde estamos. Casi puedo ver las almenas de la fachada sur –tan ampulosas que parecen a juego con el apellido del pode-roso terrateniente que ordenó construirlas–, el techo medio de-rruido de la torre más alta, el musgo que impregna algunas de las paredes grises y llenas de fisuras. He efectuado este trayecto más de una vez. El balneario es un edificio enorme, abandonado desde hace casi un siglo, y que esté en una isla no es ninguna casualidad ni un capricho del propietario: antes no había ningún lago, y lo

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que es la isla era la cima de una colina. Pero, durante la Guerra Civil, el valle se había visto inundado por el mar, el lago había nacido y el balneario había quedado completamente sumergido. La razón fue un bombardeo aéreo que causó el hundimiento de algunos relieves del litoral y acabó haciendo que, de todo el valle, sólo quedaran dos cosas por encima del líquido: los restos de lo que había sido un peñón, a partir de entonces convertido en una irregular línea de rocas que se iniciaba junto a la playa –con una forma de acantilados que la distinguía de toda la geografía de la provincia–, y un brazo de terreno más elevado al sur. Con el tiem-po el nivel del agua se había asentado, de modo que el balneario y sus inmediatos alrededores, transformados en yermos de un ba-rro amarillento, habían emergido hasta convertirse en el sitio al que acabamos de llegar: esta isla desierta justo en medio del lago. O quizá no tan desierta, según dicen desde hace unos días. Y al recordar eso empiezo a entenderlo todo.

—Teníamos que hacerlo, Colgao –dice D ani mientras me ata a un p ilar del sótano con el candado de su Yamaha–. Sabes que es la única forma de saber qué pasa aquí de noche.

—Ya –no dejo de mirar a Gemma, de pie y mordiéndose las uñas tras él–. Y habéis pensado que a lo m ejor secuestrándome me convencíais.

—No lo pongas más difícil –replica ella–. Eres el único que puede.

Me pregunto (otra vez) quién les meterá eso en la cabeza. De acuerdo, todo el mundo sabe que desde hace unos días pasa algo raro en el balneario. Al anochecer se oyen gritos desde la orilla –han llegado a decir que se ven luces–, incluso, según algunos, una melodía de piano que de vez en cuando se repite en el aire. Pero de ahí a pensar que «el único» capaz de descubrirlo soy yo, el loco de Ribera, «el Colgao» para los más íntimos... Por llamarlos

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de alguna forma, vaya. Y total me han puesto ese mote porque a veces hago... cosas. Es cierto que son cosas que nadie hace muy a menudo: hablo con mi abuelo Anselm, algo que sería compren-sible si no le hubieran fusilado medio siglo antes de nacer yo, y puedo ver un puente ferroviario que ya no existe como si estu-viera hecho de luz, cuando no me dedico a moderar las tertulias nocturnas entre una rana adicta a los puros Romeo y Julieta y un ratón cantaor de flamenco.

Si de algo sirve decirlo, todas las semanas apruebo con nota la visita al psicólogo que me obliga a sufrir mi padre, y todos los médicos que me han visto han coincidido en que soy «normal». Y, como esos episodios son bastante esporádicos, he podido tener una vida «normal» hasta ahora. Lo único que sigue fastidiándo-me es el hecho de no distinguir nunca unas cosas de otras: un día le hice un placaje a Doña Adelaida, la venerable bibliotecaria del instituto y una de las mujeres más ricas del pueblo, tratando de quitarle de encima un murciélago que nadie excepto yo veía en todo el pasillo. Otra vez, durante una excursión, casi caí al ba-rranco tratando de cr uzar aquel puente luminoso. El hecho de llevar una gabardina gris que perteneció a mi abuelo –porque me gusta– y unas gafas enormes de cristales redondos, además de es-tar más pálido que un muerto, son cosas que también me han ayudado a conseguir mi apodo.

—Tranquilo, Colgao –se acerca Júlia–. Vendremos a primera hora de la mañana, ¿verdad, Dani?

—Y tanto –se enciende un cigarrillo y se vuelve a meter el paquete en la chupa–. Pero tenemos que irnos ya si queremos que nos aclare algo.

Claro. No se va porque tenga miedo, aunque no deje de mi-rar su reloj. Lo hace por interés científico. La verdad es q ue lo tengo bien merecido, por haberles contado que papá está de viaje.

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No puedo ir por el mundo con tanta confianza. Si ya me lo dice mi abuelo, que espabile, pero yo ni caso.

Apenas hacen ruido al marcharse, aunque desde aquí abajo se oye todo: los p asos apresurados al subir los es calones, luego sobre la madera de la barca, el sonido de los remos contra el agua desvaneciéndose poco a poco y confundiéndose con unas gotas que no dejan de caer en algún lugar cercano. Un rayo de luz ana-ranjada que entraba por una grieta del techo acaba desaparecien-do. Después de un tiempo a solas, con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, me parece ver el resplandor de la luna entrando por el mismo lugar. Cada vez caen más gotas.

En unos instantes el agua ya me está empapando por debajo y me levanto como puedo, casi inmóvil por las cadenas. Recuerdo que el lago es una albufera, es decir, que se comunica con el mar. Seguramente nadie ha pasado aquí la noche desde la inundación. ¿Quizá las crecidas causadas por la lluvia, o incluso las leves ma-reas, sumerjan esta parte inferior del edificio sin que se haya sabi-do nunca? Al menos cuando me encuentren muerto ya se darán cuenta de que esto se llena de agua, y saldré en el periódico como artífice del descubrimiento. Sería un g ran consuelo, vaya, pero creo que preferiría seguir con vida.

Empiezo a luchar con el candado. Es inútil. Intento alcanzar la cerradura en vano, pero, aunque lo consiguiera, no tendría ni capacidad de maniobra ni objetos con los que abrirla. Cuando el agua me llega a las rodillas oigo la música. Es un piano, no sé si el mismo que dice la gente, porque me he mantenido lejos de aquí desde que empezaron las habladurías.

No creo que lo que me pasa tenga sentido, sigo pensando que se me va la olla y punto –entre otros motivos porque la misma gente del pueblo, incluyendo mis «amigos», no deja de repetírme-lo. El caso es que no me acercaba por aquí... por si acaso. Es como

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esa historia del avión negro que se lleva a los niños si se les ocurre entrar en el mar de noche (para que luego digan que el hombre del saco no tiene versiones pintorescas), que siempre conseguía que no lo hiciéra mos cuando éramos pequeños. O co mo la de los cazadores de pájaros que se mantienen lejos del cementerio a causa de otra historia de cazadores de pájaros. O como la del pasaje subterráneo, obra de filántropos anónimos y oscuros, que sirvió a tantos republicanos para huir de Alimara en secreto du-rante la posguerra y que tampoco ha aparecido nunca. Desgracia-damente, no tengo tiempo para recrearme en los mitos absurdos de nuestro folklore local, porque el agua ya me llega a la barbilla y estoy demasiado ocupado intentando ponerme de puntillas y aspirar la mayor cantidad de aire posible. El volumen de la música es más alto que nunca, las notas repetidas. Hay dos voces entre la melodía, y diría que pertenecen a la misma persona si no fuera porque son simultáneas: a una niña.

Antes de tener toda la cabeza bajo el agua me doy cuenta de que vienen de arriba, es decir, de la terraza o de a lgún lugar por encima de ésta. ¿No tuvo dos hijas el terrateniente? Claro que sí. ¿No murieron trágicamente antes de cumplir cinco años? Claro que también, y lo hicier on encerradas en la habitación más alta del edificio, durante la misma inundación del 39. Pero ojalá es-tuviera yo allí, con cualquier espectro, antes de tener una muerte tan estúpida como ésta: ahogado en un balneario abandonado y gracias a mis «amigos». ¡Qué desastre!

—Despierta –dice o tra voz, pero es im posible que la esté oyendo bajo el agua; entonces alguien me da dos patadas en la pierna, una leve y otra más fuerte–. Venga, Oriol. Despierta.

Conozco esa voz, la de la única chica que me llama Oriol. Abro los ojos. Sé que vuelve a ser de día, porque veo luz blanca a través de la grieta –incluso un escarabajo que se arrastra huyendo

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de ella–, y en todo el sótano no hay más agua que ayer por la tarde. ¿Qué ha sido del inmenso charco que estaba a punto de tragarme? O lo he soñado todo o bien ha sido otra de esas cosas que nunca distingo de lo que pasa «de verdad».

—Alba –digo frotándome el tobillo, tengo las piernas entu-mecidas–. ¿Has llegado tarde al secuestro?

—No lo sabía hasta hace un momento, idiota –se saca un al-filer del pelo y empieza a forzar la cerradura–. Gemma ha venido llorando a mi casa y me lo ha contado.

—¿De veras? Quieres decir en nombre de todos, ¿no? La han enviado para que vengas a ayudarme...

—Ha venido sola, a ver si te enteras –un clic indica que ha alcanzado su objetivo–. A veces parece que estés en otro mundo. ¿Crees que Dani o Júlia sienten algún remordimiento por esto? Es ella la que se ha preocupado, como siempre, por...

—Me ha parecido que entraba agua –la interrumpo ensegui-da, recordando la sensación de estar a punto de morir sin aire–. No puede ser, ¿verdad?

—Claro que no –empieza a deshacer la presa que las cadenas forman en torno a mi cuerpo–. Por lo menos le he roto eso a Dani. Seguro que ahora le preocupará mucho tener que comprarse otro –mira alrededor y responde–. No puede ser... La única vez que entró agua aquí fue cuando se inundó todo el valle, ¿no lo sabías?

—Sí, vaya... –intento no mostrar demasiado la alegría que me provoca el simple hecho de verla, esa sensación indescriptible de poder confiar siempre en ella que me invade cuando la tengo al lado, y le oculto de nuevo que siempre me ha parecido la única persona de mi edad con la que puedo hablar sin nervios: ser como tendría que ser con todo el mundo y sólo soy con ella–. Me lo con-tó mi abuelo, un día que le vi paseando en bicicleta.

Alba sonríe:

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—Y ahora te lo digo yo –se inclina ante mí, a punto de des-atarme del todo, pero entonces parece que se lo piensa mejor y, antes de retirar el último tramo de cadena, me da un beso en los labios–. No te preocupes tanto, ¿vale? –añade, y percibo su aliento tibio y suave en mi cara–. Volveremos a vernos, Oriol.

Y me despierto de verdad. Veo la misma luz blanca entrando por la misma grieta, y el

mismo escarabajo evitándola en pos de la oscuridad. Ahora sí que no entiendo nada.

Se oyen pájaros afuera. Y también unos pasos bajando al só-tano. Es Gemma.

—Has venido sola, ¿verdad?—Sí –intenta ocultármelo, pero se lo noto en los ojos: ha es-

tado llorando–. Los demás se han quedado en el funeral, ya habrá terminado.

—¿Qué funeral? –digo mientras abre la cerradura, intacta, con la misma llave que Dani había utilizado.

—No le dijimos nada de esto porque sabíamos que no que-rría... –ni siquiera me mira–. Y mientras estabas aquí la han en-contrado muerta –se le escapa un sollozo–, a la pobre Alba.

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1. Lunes, 15 de septiembre

A penas veo por dónde vamos, muerto de sueño y de frío. Gem-ma me ha cogido de la mano y atravesamos el pueblo. De vez en cuando se me abren los ojos y entreveo cosas, imágenes estáticas como las de una postal: las baldosas del paseo marítimo, el edifi-cio de la Luna, el breve camino entre naranjos que une las casas de la costa con las del interior, el león y el águila de piedra a las puer-tas de la mansión que hay entre los huertos, las banderas a media asta del ayuntamiento, la carretera vacía, los semáforos en verde contra el cielo gris, el colegio donde hemos pasado años en pupi-tres contiguos, los eucaliptos temblando en el parque, la entrada del instituto llena de gente que murmura cuando ya tendría que estar en clase. Son las nueve de la mañana y ha empezado a llover.

—¿No le da vergüenza? –me sacude alguien por los hom-bros–. Haber faltado al funeral... Debe de ser el único que se ha quedado en casa, durmiendo.

Abro la boca para defenderme, ignorando el malestar y las ganas de vomitar, pero entonces veo quién es y me lo ahorro: ¿por qué molestarme en r eplicar a D on Cristòfor? Con esa enorme barba blanca y la voz que pone, cualquier cosa que dice parece verdad. Incluso hace que parezca razonable que se haya celebrado

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un funeral con tanta rapidez, a estas horas, cuando es algo muy poco habitual. Sólo echo un vistazo alrededor, a ver si alguien abre la boca para justificar mi ausencia. Dani mira al suelo y Júlia man-tiene la cara apoyada en su brazo, sin dejar de gimotear. Gemma parece a punto de hacerlo, pero se queda en eso.

—Perfecto –murmuro cuando entramos en el aula–: empe-zamos este curso igual de bien que acabamos el pasado.

—¿Cómo lo acabasteis? –se me acerca Júlia.—Pregúntaselo.—¿Por qué no me lo quieres decir?—¿Y por qué no has pasado tú la noche en el lago? –camino

más deprisa para apartarme, hacia la última fila, pero aún puedo oír a Dani riendo por detrás de ella–. Que te lo cuente tu padre.

—Tampoco hace falta que me hables así.—¿Que te hable cómo? Es tu padre, ¿no? Supongo que ya

le costará lo suyo asimilarlo, al pobre hombre. Yo ya me habría hecho análisis...

—Como mínimo nos dirás lo que has visto en el balneario...—Sí: una pareja de imbéciles. Creo que se llamaban Dani y

Júlia.—Vete a la mierda –vuelve atrás, con él; ahora quien ríe es

Gemma–. Todos tienen razón, eres un colgao...De vez en cuando me gustaría que los demás vieran lo que

yo veo, sólo una vez. A lo m ejor así dejarían de burlarse tanto. Pero enseguida lo pienso mejor y mi conciencia acaba diciéndo-me: «mejor que no».

Que no fuera sólo una vez.

B artomeu Ferrer, Paratrenes, no solía rondar por las mon-tañas tan tarde: la noche que descubrió el cadáver de Alba fue una excepción. Siempre había vivido en aquella zona apartada, lejos

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de Alimara y de sus habitantes. Su casa era una alquería junto al río, frente a una central eléctrica cerrada hacía décadas. Y su vida había sido de o tra forma hasta aquella noche... y habría dado la otra mano para que las cosas hubieran seguido como antes.

Al amanecer esparcía sus rebaños por la sierra, dirigiéndo-los por el ancho camino polvoriento que había sido la vía cuando era niño. Entonces solía acompañar a su padre, pastor antes que él y después del abuelo, y esperar la llegada de la locomotora tras dejar un céntimo sobre los raíles. Le fascinaban las formas que el tren de aquella línea ya desaparecida, entre Alcoi y Gandia, era capaz de darle, siempre distintas. Los días perdían un p oco de peso con ello.

Ahora el camino apenas llegaba a serlo, porque a veces se su-mergía entre matojos intransitables que le obligaban a continuar por la zona más cercana al río, o llegaba a interrumpirse para dar paso al vacío, como en el caso de un tramo que, tras una subida de varios metros, acababa donde antes había habido un puente. Sólo quedaban las dos inmensas bases de piedra, que se elevaban desde abajo, sobre el río, sin sostener nada. Le gustaba sentarse en aquel risco, con las piernas por fuera, y mirarlas durante horas. A veces pensaba en el día que tuvo que detener a un niño del pueblo que, sin ningún motivo, parecía dispuesto a cruzar aquel puente que ya no formaba parte del paisaje. Había sido un día extraño, lleno de gente a causa de la excursión; el único tráfico que solía haber allí era el de los insectos y las aves.

Paratrenes, que se había ganado el mote justo donde estaba sentado, apenas solía bajar a A limara o mantener contacto con la gente. Las únicas personas por debajo de los t reinta años que conocía eran Gemma, la hija del dueño de la Luna –el único bar al que había entrado en su vida–, y el mismo chaval al que pudo salvar alertado por los gritos de ella, que precisamente iba tras él

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cuando estaba a punto de despeñarse. El hombre del matadero ni siquiera era del pueblo, pero a menudo le acompañaba a la Luna. Únicamente solía tratar con personas de s u edad, y l a mayoría había muerto o estaba a punto de hacerlo. Una de las pocas que quedaban era Lorenzo Alcázar, sargento de la guardia civil, con el que últimamente trataba de no coincidir para ahorrarse discursos sobre el crepúsculo de la institución. Pero aquella noche no había podido evitarlo:

—¿Y seguro que no viste a n adie más? Bartomeu... –dejó caer el tricornio, que todavía llevaba pese a que el nuevo regla-mento le obligaba a la gorra desde hacía años, y apoyó sus manos en la mesa–. Sabemos que había dos chicos más con Alba, habían salido juntos de excursión. También tenían previsto volver a casa el domingo por la tarde. No lo hicieron, y podrías ser la última persona que los vio con vida. Cualquier detalle es importante, ¿de verdad no recuerdas nada...?

—Ya te he dicho que no –se sacó un saltamontes aún vivo del bolsillo y empezó a arrancarle las patas con la única mano que tenía.

—No hagas eso delante de mí.—¿Quieres un poquito?—¡No!—¿Puedo irme ya? –sonrió mientras dejaba la última pata

sobre la mesa y empezaba a romperle las alas.—Sí, por favor –escarbó en su uniforme–, pero antes quiero

que me prometas algo –Paratrenes, que chupaba las entrañas del animal con cara de éxtasis, tan sólo asintió con la cabeza–. Éste era el móvil de Alba, lo encontramos en una de las mochilas –se lo tendió y é l lo cog ió con tacto pegajoso–. Sus padres me han autorizado a utilizarlo en la investigación, así que te lo doy para que, si ves algo sospechoso en las montañas, me llames enseguida.

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He añadido el número del cuartel al principio de la agenda, con la palabra Alcázar. Sólo tienes que pulsar la tecla verde. Supongo que no tendrás ningún problema.

Paratrenes, con evidente recelo, se lo guardó en el bolsillo del saltamontes. Se quedó mirándolo hasta el amanecer, sentado en el sitio de siempre, donde el camino acababa abruptamente, y con las piernas colgando en el vacío, mientras pensaba que entre el descubrimiento del cadáver y el relato de éste que le había con-tado a Alcázar faltaba algo que era incapaz de concretar.

Las únicas luces de la cordillera eran las primeras del sol, procedentes de un mar invisible desde allí, y las azules de los ve-hículos que rodeaban el monasterio allí abajo, cerca del río. Ha-bía sido un a luz en p lena noche y en p lena tormenta, recordó, lo que le había llevado al monasterio, una inmensa construcción gótica abandonada y en estado ruinoso desde hacía siglos: el res-plandor de una hoguera que le parecía haber visto en el claustro, desde el exterior, por las ventanas sin cristales. La cicatriz le dolía, como siempre que había humedad, y el diluvio que estaba cayen-do aquella noche le provocaba una sensación eléctrica, como si al antebrazo inexistente lo reemplazara una descarga constante, recordatorio de la ausencia de tantos años.

El dolor no pudo más que la curiosidad por ver qué pasaba dentro del edificio. Con su perro abriendo brecha y con la ayuda de una linterna que se había comprado en el último derroche que hizo, a finales de la dictadura, se fue acercando. De vez en cuando gritaba por si le oían desde el interior, pero la tormenta se tragaba su voz enseguida. Y entonces, sin saber por qué, empezó a recor-dar con nitidez una lluvia distinta, la lluvia leve que caía aquella tarde en que todo cambió por vez primera.

Empujó el portón de madera justo frente a la figura sin cabe-za del abad, Roderic d’Encens, que daba la bienvenida al recinto

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desde hacía casi cuatrocientos años. La barra que normalmente lo mantenía cerrado descansaba partida ante la entrada. Allí, en la parte opuesta de la nave del templo, estaban los últimos restos de la hoguera y, delante, una silueta tendida en el suelo, cerca de las mochilas apoyadas contra el muro más cercano. Al principio creía que era tan sólo una niña dormida junto al fuego. Su sonrisa desapareció al darse cuenta de que la lluvia, a través de la cúpula rota, caía sobre ella sin que se moviera.

Con el paso de sus días infantiles, las prisas por dejar mo-nedas sobre los ra íles se habían ido convirtiendo en una calma temeraria. Las últimas veces ni siquiera hacía caso de los silbidos de la locomotora y se apartaba de un s alto apenas segundos an-tes de tenerla encima. Se ganó el apodo un domingo, llevaba una chaqueta nueva que era un r egalo de cumpleaños –su madre se la había comprado para celebrar sus seis años de vida. Una de las mangas se quedó enganchada en la vía, bajo una traviesa, justo cuando él dejaba el céntimo en el raíl de la izquierda y se disponía a saltar, como siempre, en e l último instante. No pudo hacerlo. Aún tuvo suerte: se apartó lo máximo posible, de modo que la lo-comotora, tras haber cruzado el puente, sólo le seccionó el brazo por encima del codo, justo antes de descarrilar estrepitosamente en un campo de olivos.

La gente del pueblo habló de milagros porque no hubo nin-gún muerto y él sólo perdió la mitad de un miembro, algo que sin duda merecía. Aún no había vuelto de Valencia, con su primera prótesis de madera, cuando toda Alimara ya le h abía bautizado con su nombre de verdad, el que todo el mundo utilizaría para referirse a él hasta su muerte y más allá.

Las descargas del muñón crecían a medida que el anciano Paratrenes atravesaba el corredor del templo. La luz de los relám-pagos entraba por los huecos de las ventanas y le dejaba ver inter-

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mitencias de aquel cuerpo, ahora se daba cuenta, totalmente des-nudo y más incompleto que el suyo. No veía los trozos de cuerda dispersos por el suelo, cuyo número aumentaba a medida que se acercaba al ábside, ni las gotas de sangre también crecientes. Ni el círculo oscuro que había en medio de la hoguera, ni los orificios recientes en el muro opuesto y en la parte del techo que formaba la lonja del coro. El perro ladraba marcando los pasos cada vez más lentos y vaci lantes del viejo, que, cuando por fin llegó ante ella, apenas pudo hacer que sus manos dejaran de temblar para enfocarla. No hizo fa lta: el mayor relámpago de t odos iluminó la descomunal herida, un orificio en el pecho que había dejado a Alba sin corazón.

Un saltamontes se detuvo sobre el móvil y se quedó mirando a Paratrenes. Él despertó y sonrió al verlo. Ya hacía horas que era de día, pero sabía que no podría volver a cerrar los ojos nunca más sin revivirlo todo: la noche anterior y el domingo de la muti-lación unidos para siempre. Inició el gesto de coger el insecto, que ni siquiera se movía, pero se lo pensó mejor y acabó apartando su mano. El animal saltó y se perdió mucho más abajo, entre las rocas y el agua poco profunda.

C arteles fotocopiados con las caras de Gerard y Marina lle-nan todas las taquillas del corredor: un texto sobre las imágenes informa de su desaparición tras haberse ido con Alba, en algún momento del domingo o del lunes, y otro debajo explica qué pinta tenían antes de marcharse. Un teléfono de la policía, grandes nú-meros blancos sobre una franja negra, indica que llamemos para comunicar cualquier información.

Hago pedazos el que hay en mi t aquilla y los t iro al suelo: sólo me faltaba eso, tener que preocuparme por el rey del fútbol y por su novia, dos de las personas que más han disfrutado dedi-

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cándome bromas tan simpáticas como la del secuestro; de hecho, ahora que lo pienso, me extraña que no formaran parte de ella con su entusiasmo habitual. Al cerrar la taquilla, naturalmente, me encuentro a Don Cristòfor al lado:

—¿Cree que está por encima de es tas cosas? –me pregun-ta con todas sus ganas y con los trozos de papel apretujados en su puño furioso, sediento de justicia, pero enseguida ve que Júlia pasa por el pasillo aceptando un cigarro de Dani–. No se mueva, ahora vuelvo.

Mientras me mira no dejo de asentir con la cabeza, siguien-do todos los movimientos de su dedo, pero cuando se da la vuelta salgo corriendo.

—¡Ribera! –grita Toni afuera, cuando yo ya estaba huyendo por el parque y creía que todo el mundo me dejaría en paz: de ilusión también se vive–. Tengo una sorpresa para ti –lleva el fajo habitual de fotografías bajo el brazo, y sólo tiene que apartar una muy historiada, que parece un montaje de película romántica de serie zeta, para mostrarme la que quiere–. ¿Qué te parece?

Me quedo el doble de blanco de lo habitual. Intento quitarle la foto con un movimiento desesperado, pero no lo consigo. En todo caso, mantengo los ojos clavados en aquella escena imborra-ble. No puede ser cierto.

—Es un montaje, ¿no? –pero la cabeza de Toni lo niega y su sonrisa ya le roza las orejas–. Te aseguro que no soy yo.

Por supuesto que lo soy. Eso sí, ni siquiera recuerdo haber hecho aquello: besar con tanto entusiasmo a aquella chica en la playa, de noche, con el Rapa Nui al fondo. Una barra iluminada detrás, sombrillas de mimbre por todas partes y, entre las dos co-sas, un par de estatuas gigantescas que reproducen las de la Isla de Pascua, iluminadas por los focos que marcan las cuatro esquinas de los pedestales sobre los que se alzan, como guardianes de un

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umbral que separase el recinto y la arena impura donde retoza-mos mi espléndida amiga y yo.

Es absolutamente increíble, ella y la escena y todo lo demás. Si mi cabeza funcionara con el Windows, como cualquier orde-nador, ahora mismo se habría vuelto azul y habría mostrado con grandes letras blancas en mi f rente: «Error crítico del sistema». De hecho, tengo que reiniciarme a mí mismo para empezar a en-tender todo aquello.

No me considero el rey del chiringuito, precisamente. Ahora bien: es cierto que este verano, creo que un par de veces, había be-bido tanto como para despertarme solo, tirado en la playa cuando ya era de dí a y con lagunas considerables en mi m emoria. Para ser más exactos, me solía despertar algún simpático madrileño, de ésos que a las nueve de la mañana ya ocupaban la red de vo-ley para dedicarse a vivir allí prácticamente todo el día. Lanzaban el balón contra mí a una velocidad de unos cien kilómetros por hora, me daban de lleno en toda la cabeza y, por lo visto, la cosa tenía mucha gracia. No sería tan demencial, pues, que durante uno de aquellos agujeros negros de mi v ida hubiera pasado algo así. De hecho, la imagen es bastante esclarecedora respecto a mi estado en aquellos memorables momentos que no puedo recor-dar. Y me deja en muy mal lugar, teniendo en cuenta las circuns-tancias: es Marina.

—Estaba pensando que, si no me pagas el precio que le he puesto, la colgaré en el vestuario del equipo –la hace oscilar de-lante de mis ojos, que la persiguen totalmente subyugados–. Ya imaginarás que no se sentirán demasiado cómodos al saber que un desgraciado como tú los ha toreado así, con Gerard sin poder defenderse... y, claro, estarán dispuestos a defenderle ellos mis-mos. Los catorce. Y como siempre suelen hacerlo todo.

—Matándome a hostias.

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—Nos vamos entendiendo –me alarga la foto y siento la ten-tación de arrebatársela y escapar corriendo, pero sé que es inútil–. Ya que somos tan amigos y eso, te lo dejo en cincuenta euros.

—Es el dinero que mi padre me había dado para toda la se-mana, para comer –se lo ofrezco–. Estarás contento.

—Es un placer hacer negocios contigo –se los guarda en un bolsillo y, acto seguido, me entrega la prueba comprometedora y dobla la esquina que forman los árboles. No pasa de allí: el equipo de fútbol al completo, con uniforme y todo, tropieza con él y hace que frene en seco.

—Mira por dónde vas, Vidal –le em puja a un l ado Josep, que por lo visto, en ausencia de Gerard, es el macho dominante en funciones. Y Toni cae inmediatamente sobre mí. Y se me cae la foto. Y, naturalmente, va a parar a los pies de Josep:– ¿Se puede saber qué es eso? –ni siquiera se agacha a recogerla, como si fuera excesivo asimilar la imagen y mover el cuerpo a la vez.

Cuando por fin grita «¡Colgao!», una de las mejores deduc-ciones que debe de haber hecho nunca, ya estoy a cien metros de todos y no paro de correr. La verdad es que no hace falta ser un genio para saber qué está a punto de pasar, que es precisamente lo que pasa pero ya con la ligera ventaja de la distancia para mí: el equipo entero empieza a perseguirme al unísono, clamando ven-ganza, y todavía puedo ver de reojo como Toni sonríe al recoger la foto.

Mientras huyo como un co ndenado pienso en l a formu-lación de un t eorema que bautizaré, orgulloso, con mi nombre: «La velocidad de un ado lescente más lento que una tortuga ex-perimenta un aumento directamente proporcional al número de adolescentes mucho más rápidos que le persiguen con ganas de lincharle, y cualquier cosa que haga durante el trayecto es inver-samente proporcional al sentido común». Ya veis, son ideas tan

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brillantes como ésa las que me pasan por la cabeza cuando una turba está a punto de arrancármela. A lo mejor por eso hago algo que nunca me he visto capaz de hacer: saltar la verja de la escue-la –cerrada a mediodía– y entrar en el recinto para esconderme dentro del edificio.

Pensaréis que es fáci l, saltar una verja: intentadlo con una de cinco metros de altura, forjada en los años cuarenta y con sus extremos superiores en forma de puntas de lanza (parecidas a las del escudo de la falange pero peores, por decirlo de forma ilustra-tiva). El difunto empresario local Ricard Ricard había empezado a construir el edificio en 1936, pero los franquistas no tardaron en hacerlo suyo y en imprimirle su aspecto de fortaleza inexpugna-ble en detallitos así.

Sin aliento y sangrando por el codo, entro en el colegio por debajo de una arcada enorme que da directamente al patio que acabo de cruzar y enseguida busco algún lugar del vestíbulo don-de esconderme. Bajo las escaleras ascendentes hay medio abierta una puerta de madera que, cerrada, no se distinguiría de la pa-red... si no fuera por su minúscula cerradura, que parece hecha por la carcoma. Ya puedo oír a todos los futbolistas, rebosantes de entusiasmo viril, saltando la verja con mucha más facilidad que yo y entre alegres gritos como «¡De aquí ya no saldrá vivo!», etcétera.

No puedo hacer otra cosa: me lo juego todo con aquella ha-bitación minúscula y, sin mirar atrás, entro y cierro la puerta en el mismo segundo. Me siento al fondo, en un rincón que parece va-cío de los obstáculos que llenan este lugar ínfimo, invisibles en la oscuridad, y me quedo quieto con la esperanza de que los demás no sean capaces de ver la cerradura.

Al principio sólo distingo la franja de luz horizontal, raquíti-ca, que entra por debajo de la puerta. Después ya veo las sombras

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