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Page 1: Raymundo Mier - Maurice Blanchot:Literatura escritura y negatividad

[Ide@s CONCYTEG 6 (67): Enero, 2011] ISSN: 2007-2716

Cómo citar: Mier, R. (2011), “Maurice Blanchot. Literatura, escritura y negatividad”, Ide@s CONCYTEG, 6 (67), pp. 32-56.

32 ISBN: 978-607-8164-02-8

Maurice Blanchot Literatura, escritura y negatividad

Raymundo Mier 1

Resumen A través del pensamiento de Maurice Blanchot, se expondrá de manera puntual, que lo literario en la escritura se halla en los bordes mismos del lenguaje, negándolos pero regresando, siempre, de alguna forma a ellos; acto que transgrede la identidad misma del escritor, situándolo en la impersonalidad y la ruptura, y que en última instancia deviene, nace, de la escritura misma. Lo literario surge de la extrañeza del lenguaje y ahí la interrogación aparece también como una modalidad ambigua de ese acto. El lenguaje que ha devenido literatura es quizá una faceta de lo otro que impregna el acto literario, arrancado de sus propias determinaciones: al margen de la significación, ajeno a la verdad, exiliado de la comunicación. Palabras clave: escritura, lo literario, lenguaje, escritor, lectura. Summary Through Maurice Blanchot’s thinking, it will be exposed in a punctual manner that literary in writing, is found in the edges of language itself. Denying it but always coming back in some way. A behavior that breaks the writer self-identity and places him in the impersonality and rupture; so it arises and transforms from writing itself as a last resort. Literary comes from the strangely of language, thus the interrogation comes up as an ambiguous modality from this action. So the language that has become into literature is maybe one of the other sides that the literary act impregnates. Taken from its own determinations: into the margin of significance, away from the truth and exiled from communication. Keywords: writing, literary, language, writer, reading.

1 Antropólogo, filósofo del lenguaje. Profesor- Investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco. Profesor de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. [email protected]

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Lo literario como interrogación

a obra de Blanchot emerge como un

vuelco radical en la comprensión de

lo literario: la transfiguración del

objeto, ya no mediante una mera

comprensión de patrones, invariantes o

operaciones formales en la composición

textual de la obra, tampoco apelando a la

interpretación de condiciones históricas,

sociales o subjetivas, incluso biográficas, sino

a la interrogación del sentido singular de la

conjugación de la escritura y la lectura. La

escritura, tal como la asume Maurice

Blanchot, no admite ni la paráfrasis ni la

exégesis, elude asimismo la explicación o la

pedagogía. Se inscribe en los límites del

lenguaje, los hace patentes. Señala sus

confines pero sitúa lo literario en el gesto

extremo, en la negación de esos límites, en la

inscripción del acto del lenguaje en un

"afuera", más allá de los umbrales de la

significación. En una obra cardinal, temprana,

Blanchot escribe:

Admitamos que la literatura comienza en el momento en que la literatura se convierte en interrogación. Esta pregunta no se confunde con las dudas o los escrúpulos del escritor... una vez la página escrita, se hace presente en esta página la cuestión que, quizá inadvertida, no ha dejado de interrogar al escritor mientras que escribía (Blanchot, 1949: 293).

Este devenir interrogación no surge de un

acto expreso de lenguaje, ni aparece

formulado en los giros lingüísticos del texto.

Incluso es extraño a la subjetividad del autor.

Surge de la modalidad propia de lo literario,

de su calidad estética, como modo de

enunciar el texto en la escritura enteramente

constituido por una condición singular: la

alianza de ficción y extrañeza, en el filo

vertiginoso en que la luminosidad del

lenguaje abandona todo arraigo en la

conciencia, pero permanece gravitando en

torno de la promesa ilusoria de elucidación de

la identidad del sujeto, la condición humana,

la historia misma. El lenguaje, materializado

en la escritura, revela una voz extraña al autor

---el escritor, semblante equívoco del sujeto

de la escritura---, que anima el sentido mismo

de lo escrito, pero siempre como

inacabamiento, como figura en permanente

disipación. Lo literario desalienta la

interpretación. Rechaza las expectativas de

una hermenéutica que asume la escritura

desde una constricción de sentido extraña a

su propia existencia. Lo literario es lo que

desmiente los confinamientos derivados de

una tradición o de una historicidad destinada

a establecer los horizontes del lenguaje. Lo

literario surge de la extrañeza del lenguaje

que se propaga hasta el acto de su génesis y

las inclinaciones de su reconocimiento. La

interrogación es una modalidad ambigua del

acto del lenguaje: su fuerza es al mismo

tiempo perentoria, imperativa, y

perturbadora; al mismo tiempo acota y

cancela los límites: es apertura y lindero,

construye y vacía las identidades. La escritura

L

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Maurice Blanchot. Literatura, escritura y negatividad Raymundo Mier

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al devenir pregunta asume una condición

residual: vestigio y testimonio de esos

impulsos contradictorios:

Esto es lo que queda: una vez la página escrita, en ella está presente la interrogación que, quizá no ha cesado de interrogar al escritor mientras escribía; y ahora, en el seno de la obra, esperando el acercamiento de un lector ---de no importa qué lector, profundo o vacío--- reposa silenciosamente la misma interrogación, dirigida al lenguaje, imperceptible para el hombre que escribe o lee, formulada por el lenguaje en su devenir literatura (Blanchot, 1949: 294).

El tiempo del devenir literatura no es el del

acto de escribir: más allá de él, lo precede

como impulso y como proyecto, lo constituye

como composición, lo sucede como obra y

como invención de una lectura. Lo habita

como advenimiento de un mundo de sentido a

un mismo tiempo singular, propio, pero

también ajeno, irrecuperable. Lo literario

exacerba la potencia del lenguaje y lo vacía,

desborda y anula su fuerza comunicativa. Lo

literario radica en el devenir obra de lo

escrito; pero este devenir obra supone

también asumir el inacabamiento y una

opacidad insostenible de su sentido, su

apertura como disponibilidad a la espera

indeterminada, intemporal, irremisible de los

umbrales de la significación. El acto literario

carece de identidad como la incertidumbre,

en principio por el lenguaje mismo, pero

luego por la naturaleza de la voz y la escucha

alentadas en la escritura; es la pregunta como

huella del quebranto del devenir mismo del

acto de escritura. La interrogación de lo

literario surge de una voz inmaterial, sin autor

y sin destinatario: la voz que resuena en el

texto para dar cabida a su metamorfosis en

literatura, una voz nunca plena aunque

irremisible, que desmiente todo origen. No es

la voz del autor, sino otra, no es la voz de una

historia o de hábitos sociales, resuena, vacía

de toda certidumbre, capaz de distorsionar

hasta hacer irrecuperable el acto de lenguaje.

No obstante, esa voz sólo encuentra

existencia al desplegar su resonancia en la

lectura; se dirige también a otro, la escritura

instaura un modo de la mirada, un lugar

singular de reconocimiento, al margen de la

historia y sumido en ella, en una condición de

perpetua negación de sus imperativos. La

lectura engendrada por lo literario se abre

como un lugar vacío constituido por la propia

interrogación de una palabra que deviene una

pura evanescencia, una presencia al mismo

tiempo patente y vacía. Esta interrogación

que emerge de lo literario señala el lugar de

la lectura. El lector surge no como un sujeto

que interpreta o que lee, sino como una

potencia de devenir sentido del texto mismo,

un lugar más que un destinatario, el lugar

donde se arraiga, donde cobra fuerza

imperativa la interrogación sin alternativas,

pero también sin respuesta del enrarecimiento

del lenguaje. Es una interrogación que no se

formula en el lenguaje sino que emerge de él,

lo condiciona, lo determina en su propio

tiempo, en su devenir literatura.

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Lo literario no se puede explicar sino como

un gesto que se ha transfigurado en una señal

inscrita materialmente como obra, pero que

no se puede elucidar sin asumirla como un

grito o un estremecimiento, un impregnar la

propia voz con ese silencio radical de la obra.

El súbito silencio en el seno mismo del

lenguaje. Como lenguaje habitado por la

ficción, lo literario puede presentarlo todo,

devastarlo todo. Y, sin embargo, su

implantación en el dominio de la lectura no

puede destruir nada salvo las resonancias de

lo ausente en la evocación. La fuerza negativa

del lenguaje se finca en la invención de una

libertad propia.

Lo literario: límite y negatividad

La obra de Blanchot gira en torno de los

límites en acto de escritura. En esa

perspectiva, lo literario es siempre un acto de

lenguaje inscrito como residuo en los límites

de la significación; se engendra desde los

límites del lenguaje, contra los límites, en el

vértigo de los márgenes inherentes al acto

mismo de escribir. Es la afirmación, la

visibilidad, de experiencia de los límites y su

negación. Y, en esta doble condición, la

negatividad, la capacidad de rechazar el

imperativo de lo limítrofe, da lugar a la

experiencia de una libertad radical que cobra

su única posibilidad de realizarse como

sentido en el dominio de la escritura, en las

inflexiones limítrofes del lenguaje.

Se escribe, sin embargo. Se escribe. Y este

“se” es la huella de eso que interroga la

identidad del sujeto de la escritura. El sujeto

de la escritura es engendrado como un acto

impersonal desde la escritura misma. El

escritor no crea la escritura, no la antecede,

emerge con ella, de ella. Eso escribe. Pero el

"se" de Blanchot asume y desborda cualquier

mera noción subjetiva. No remite de manera

abierta y completa al ello del psicoanálisis.

Desborda toda subjetividad, emerge como

una voz propia del acto de escritura,

arrancada del cuerpo del autor, de su universo

psíquico, resonancia y residuo de las palabras

pero capaz de engendrar, desde su

devastación, el estremecimiento del sentido.

Para Blanchot, la mirada de Hegel ilumina en

principio ese impulso de la escritura con una

luz negativa: la obra participa del movimiento

dialéctico del hacer, de su drama de

reconocimiento, de su darse en las

encrucijadas de la desaparición y de la

muerte, pero también en el impulso de la

transformación del sentido. La obra aparece

como un destino de una acción singular,

participa plenamente de un proyecto, pero es

un proyecto que no antecede la acción y no la

orienta, sino al darse, define el acto mismo.

Exige su presencia como prefiguración, como

objeto, un objeto incalificable en la medida

en que su identidad no puede surgir sino de la

acción misma. Objeto al mismo tiempo

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privado de valor, pero creado en una libertad

radical sustentada por la potencia absoluta de

la palabra.

Por otra parte, el escritor, como tal, para

Blanchot, no confiere el valor a su escritura.

Es la obra realizada, objetivada más allá de

todo cálculo, más allá incluso de toda escala,

de toda magnitud, de toda relevancia

atribuible a lo engendrado, lo que define al

escritor. Engendra la identidad del autor, hace

posible su reconocimiento, pone en relieve el

nombre. "Supongamos la obra escrita: con

ella nace el escritor" (Blanchot, 1949: 297).

Pero la obra afirmada como proyecto, surge

de la disipación de todo valor y de toda

finalidad, en esa disipación deviene literatura,

deviene obra, encuentra su sentido. Doble

disipación, como desenlace del acto de

escritura y como condición de identidad.

Esta vacuidad como finalidad y como valor

hace posible la invención de una voz en la

escritura: esta voz invoca asimismo la

invención de una mirada, de un

reconocimiento, del lector. Ambos, escritor y

lector, son emanaciones espectrales del texto,

radicalmente extraños a las subjetividades en

acto. Es la imaginación del texto. Para

Blanchot, la literatura tiene, al fraguarse en

obra, esa fuerza de creación imaginaria de los

actos que le dan sentido: escritura y la

lectura. Voces y miradas intangibles,

interiores al texto, engendradas desde el

movimiento narrativo o poético, sin destino.

De ahí, la singular imposibilidad de la

escritura y su necesidad, su intransigencia:

silencio y vacío de identidades.

Los tiempos de la escritura son equívocos: la

escritura realizada, materializada en la obra

engendra en el escritor, por la otra, el escritor,

transfigurado como voz poética, engendra la

obra. Pero el tiempo de la acción material que

engendra la obra ---el tiempo del autor--- no

es el del escritor. El tiempo del escritor

adviene con la obra misma. El autor se asume

en un inexistir a la sombra de la identidad del

escritor, penumbra de la voz, intermediaria

entre las invenciones del narrar, su condición

esencialmente ficcional, y la faceta corporal y

subjetiva del acto de escribir. El escritor

permanece en los márgenes de la obra,

engendrado y excluido por la escritura

misma, vivo solamente en el devenir

literatura de la obra, pero al mismo tiempo,

condenado por ella al inexistir. "La obra,

finalmente, lo ignora [al escritor], se cierra

sobre su ausencia, con la afirmación

impersonal, anónima que es ella ---y nada

más." Esta separación es tajante, quebranta el

vínculo íntimo, reflexivo de la lectura. Se ha

dicho que el autor es el primer lector de su

obra. Blanchot desmiente esta creencia. Entre

ambos, la distancia es infranqueable. El

vínculo de extrañeza es indeleble e

invencible. La obra es ilegible para el propio

escritor. "La obra es para él un secreto,

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puesto que está separado de ella." Blanchot

pone el acento brutal sobre la separación.

Tajante, irreductible, el límite cierra la vía

entre uno y otro: la escritura es acción que

desemboca en la suspensión irreparable del

sentido, trayecto sin retorno. Funda el vínculo

de escritura como una barrera insalvable.

Ante la imposibilidad de la lectura, la

escritura no es otra cosa que un trayecto

fantasmal, trayecto de fuga, un deslizamiento

por una pendiente en que cada gesto es en sí

mismo una apuesta singular, sin antecedente,

sin retorno. Una libertad plena pero sin

consuelo, marcada de manera indeleble por la

incertidumbre y la insignificancia.

La soledad de la escritura, su confinamiento

en los límites de su propia invención, es

contradictoria. La obra reclama un doble

inacabamiento: el de la lectura y el de la

escritura.

El lector no es un simple lector, libre ante lo que lee. Es deseado, amado y quizá intolerable. No puede saber lo que sabe, y él sabe más de lo que sabe. Compañero que se abandona al abandono, que se extravía y que al mismo tiempo permanece en el borde del camino para mejor desentrañar lo que ocurre y que, por tanto, se le escapa (Blanchot, 1983: 43).

La escritura devuelve, en ese reclamo de una

lectura imposible de agotar, la imagen

perturbadora del otro: fantasmal e íntimo,

irrepresentable en el horizonte del deseo,

figura conjetural en el borde la escritura, pero

constituyéndola plenamente. La

multiplicación de las voces, de los gestos que

emanan de las facetas de la escritura, es

también la de sus tiempos, sus horizontes, sus

finalidades, pero también de los rostros del

otro, de sus universos de sentido. El otro de la

escritura se desdobla: no es sólo el otro del

escritor, acaso su público imaginario, sus

destinatarios sin nombre, sin número, una

pura escucha forjada por un deseo que emana

de la escritura misma, sin referencia y sin

identidad. Es también ese otro de la voz de la

escritura; la mirada de la lectura responde

como una voz inconmensurable a la voz que

emana de lo escrito. Esa escucha-lectura se

enlaza con la voz en un universo de silencio,

inaccesible, fundamento de todo

reconocimiento de sentido, pero al margen de

toda identidad. Ese otro de la lectura, la

escucha, habitan lo literario, sin ellas se

disipa.

Pero, contradictoriamente, es en ese punto, en

el momento de la lectura, cuando la potencia

significativa de la escritura se fija, se plasma,

se condensa y se precipita. Se precipita, como

significado, pero también como potencia.

Toma una fuerza propia. Se transforma en

una impregnación, capaz quizá de tener una

vida propia pero extraña a la escritura que la

dio vida. Es la turbulencia del lenguaje al

experimentar su metamorfosis en literatura lo

que abre la vía a esos procesos

inconmensurables: lectura y escritura se

originan en ese vórtice que es también el foco

de la turbulencia, de la potencia del sentido.

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Lo literario: totalidad e inacabamiento

Al comentar una frase enigmática de Kafka,

Blanchot admite la condición de totalidad del

lenguaje literario:

Cuando Kafka escribe al azar la frase: "él miraba por la ventana", se encontraba, según decía, en un género de inspiración tal, que esta frase es ya perfecta. Es que él es el autor, ---o más exactamente, gracias a ella él es el autor: es de ella que él toma su existencia, él lo ha hecho y ella lo ha hecho a él. Ella es él y él es enteramente lo que ella es (Blanchot, 1949: 297).

La perfección es un sentido parásito que

puntúa la escritura. Introduce en ella un

reposo, una conclusión ilusoria, una petición

imposible de consuelo. La imagen de lo

concluido emerge así de la experiencia muda

de totalidad. Esa experiencia de muerte y de

pasmo es también de clausura. Pero también

señala, paradójicamente, un lindero más allá

del cual se despliega una modalidad patente,

tangible, del inexistir. Esta tensión abre la

posibilidad de un extravío. Si bien la

perfección supone la plena correspondencia

de las identidades, el régimen de una

expresión plena, una mimesis perfecta: la

frase dice la naturaleza del sujeto y el sujeto

enuncia su propia identidad. El sujeto de la

escritura se funde con el escritor y éste a su

vez se reconoce íntegramente en la

elocuencia expresiva de la frase. Esta ilusión

se quebranta en la escritura literaria. Las

fisuras entre las identidades se ahondan hasta

hacerse infranqueables. No obstante, otra

experiencia de totalidad emerge: la que finca

la negatividad y hace de ella, por si misma,

un gesto absoluto, completo, total: es una

totalidad hecha de la calidad fragmentada del

lenguaje, de su disolución, de su autonomía.

No participa de la identidad integral del

mundo, sino que surge de la fuerza de la

desaparición. Devenir ausente. Mundo, obra y

autor se reconocen como radicalmente

inasimilables, señalados por una

imposibilidad de otra correspondencia que la

fincada en la desaparición. La exigencia de

expresividad se disipa. La frase es perfecta

porque no expresa nada, salvo a sí misma. La

experiencia de plenitud, la "inspiración",

corresponde al eclipse del autor, al momento

en que el lenguaje se retira del tiempo, para

desplegarse a partir de su propia fuerza, en su

propia autonomía, y se inscribe en el margen

de la historia y el tiempo del lenguaje, como

una voz otra, al mismo tiempo irreconciliable

con el acto literario y creadora del mismo. Es

una voz sin sujeto y sin cuerpo, que engendra

el lenguaje de la obra y su escritor. Todo se

cierra sobre sí mismo, se despliega como una

soledad radical.

Se perturba la aparente condición del acto del

lenguaje: su participación intrínseca del

vínculo del don.

La obra es solitaria: eso no significa que sea incomunicable, que le falte el lector. Pero

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quien la lee entra en esta afirmación de la soledad de la obra, como quien la escribe asume el riesgo de esta soledad (Blanchot, 1955: 11).

La soledad despliega la obra como una

anomalía. Una comunicación que se erige

sobre el derrumbe catastrófico de una

convención comunicativa. Y, sin embargo, la

donación subsiste como rasgo esencial del

acto literario, pero cobra otro sentido más

inquietante: el que emerge de su

inacabamiento expresivo del lenguaje y de su

autonomía radical: es sobre ese desastre del

lenguaje que se constituye el lazo entre el

autor y el destinatario del lenguaje. El vínculo

que funda el acto literario se engendra así en

la comunicación que surge del vértigo

comunicativo, de la extrañeza del lenguaje.

Ese don paradójico involucra para el acto

literario una condición ética radical: un lazo

de responsabilidad pura, sin materia, sin

sentido, sin acto identificable, ajeno a las

exigencias de reconocimiento. Escritor y

lector, irreconciliables, irreconocibles

recíprocamente, indiferentes en su historia y

en su destino, en su tiempo y en su deseo,

quedan atados en esa voz vacía de la

escritura. Obligados uno al otro, exigidos uno

por el otro, sometidos a un mutuo acto de

condena: la condena al vértigo de la

interrogación del acto literario.

Condenados a esta alianza en la soledad, en el

vacío de reconocimiento, la obra se ofrece

como un universo total y sin trascendencia,

funda una libertad extraña pero fundamental.

El lenguaje que ha devenido literatura es

quizá una faceta de lo otro que impregna el

acto literario, arrancado de sus propias

determinaciones: al margen de la

significación, ajeno a la verdad, exiliado de la

comunicación. Ese lenguaje en la obra

emerge del desmantelamiento mismo de la

lengua por la exploración de sus límites. La

escritura deviene literatura en esta

convergencia múltiple y disyuntiva de estas

facetas de lo otro: la obra se inscribe como

materia ---como libro--- ante los ojos del otro,

que a su vez se asume en la extrañeza de la

lectura como el destinatario inasible,

imposible, de esa escritura. Esa escritura me

nombra como lector pero me excluye como

sujeto, me compromete en la trama del

lenguaje como mera disposición pulsional,

inscrito en la obra arrancado de mi identidad

y exiliado de la propia historia. Y, no

obstante, los signos de la escritura ---que

desbordan intrínsecamente los sustentos del

lenguaje--- invocan otra inteligibilidad que

surge del abandono y las ruinas de los propios

hábitos de sentido. Fincan su negatividad en

el dislocamiento del lenguaje, en la

resonancia extrema, exorbitante, de las

significaciones, en las formas anómalas de

certeza que compromete la ficción o el vuelco

poético.

En esa concurrencia de las facetas de lo otro

se formula también un llamado y una

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promesa de fascinación propia de lo literario:

es un vértigo, nunca una seducción. El

vértigo surge de la intimidad con la

desaparición que reclama el texto literario.

"El derecho a la muerte", ha dicho Blanchot.

Ese derecho a la muerte surge de la libertad

súbita ante la soledad radical. "¿Qué puede

un escritor? Lo puede todo, en principio

todo... Niega todo lo que es para convertirse

en todo lo que no es" (Blanchot, 1949: 306).

Y ese desplazamiento entre un todo y otro,

apunta de manera inequívoca a lo absoluto.

Es la fuerza de lo imaginario, que define por

completo el régimen de la significación

literaria.

Lo imaginario emerge como una potencia

enigmática de la escritura:

La irrealidad comienza con el todo. Lo imaginario no es una extraña región situada más allá del mundo, es el mundo mismo, pero el mundo como una integridad, como un todo. Es por ello que no está en el mundo, porque es el mundo mismo, aprehendida y realizada en su conjunto por la negación de todas las realidades particulares que se encuentran ahí dentro, por su exclusión, su ausencia, por la realización de esta ausencia en sí misma, con la que comienza la creación literaria, y que se da la ilusión, cuando recae sobre cada cosa y cada ser, de crearlos, porque ahora ella los ve y los nombra a partir de ese todo, a partir de la ausencia de todo, es decir, de nada (Blanchot, 1949: 307).

Ese despliegue de lo otro en la escritura surge

de la negatividad inherente a la imaginación

como totalización y como síntesis. De ahí que

la fuerza negativa de lo literario propague su

extrañeza más allá de la escritura que lo

engendra. Funda un extraño vínculo, íntimo,

pero apuntalado en la extinción de sí, en la

intimidad con la soledad y la muerte. Es un

vuelco, una inflexión de la tragedia. Y la

tragedia se funda en la extrañeza del escritor

respecto de su propio lenguaje. La escritura

es una emanación de sí mismo pero, al

objetivarse, se revela como inaccesible: la

escritura conlleva, para Blanchot, las fases de

la conciencia de sí en la perspectiva de Hegel:

estoicismo, escepticismo, conciencia

desdichada. Ante los desafíos de la obra, el

lenguaje y la identidad se objetivan y se

trastocan, irrumpen desde esa esfera ajena. El

lenguaje en la obra no es un recurso de

comunicación pleno, tampoco es un

instrumento dócil o un recurso calculable

capaz de ser modelado para el rigor de la

expresión. Escribe Blanchot:

Escribir es romper el vínculo entre la palabra y yo mismo. Romper la relación que, al hacerme hablarte a "ti", me da la palabra en la comprensión que esta palabra recibe de ti, puesto que ella te interpela, es la interpelación que comienza en mí porque termina en ti. Escribir es romper ese vínculo. Es, además, retirar la lengua del curso del mundo, desprenderla de lo que hace de ella un poder por el cual, si hablo, es el mundo el que se habla, es el día que se edifica por el trabajo, la acción y el tiempo (Blanchot, 1955: 17).

La ruptura de la relación con el lenguaje, y

del lenguaje en la literatura con el otro y con

el mundo, instaura esa violencia íntima de la

literatura sobre la experiencia de sí y del

mundo. Pero instaura también un tiempo

propio de esa ruptura. El de la literatura

situada radicalmente en el tiempo del devenir

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y jamás en el de lo realizado. Surge entonces

de lo literario esa ruptura, pero no se

circunscribe a la obra. Impregna el lenguaje

mismo, se anida en el sujeto como la

experiencia de una distancia posible, de una

soberanía y de un límite que emerge del

silencio de la escritura. Lo escrito permanece

en una tensión sin nombre, sin sujetos, en una

existencia virtual en las fisuras abiertas de la

significación, en esa espera de la mirada, de

la lectura del otro que habrá de arrancarla de

su vacío, de su postergación, para inscribirla

en el universo ajeno, enrarecido, de sentido,

transformarla en Obra:

El escritor pertenece a la obra, pero lo que a él le pertenece es solamente un libro, un amasijo mudo de palabras estériles, que es algo de lo más insignificante en el mundo (Blanchot, 1955: 12).

Pero esta incertidumbre acarreada por la

insignificancia de lo escrito desemboca en el

enigma del impulso que lleva de la voluntad

de escritura, del deseo y la promesa de

sentido, a la interrogación de la expresividad

y a la experiencia de la vacuidad de las

palabras. Una incertidumbre también

inherente al encuentro en la obra con la

exigencia de la lectura, de la génesis de un

sentido otro, ajeno a la escritura misma, ajeno

al escritor, ajeno incluso al lenguaje.

Escribir es siempre asumir un proyecto

indeterminado. Antes de darse no es sino una

potencia pura. Escribir es precipitarse en un

movimiento que se trunca, que se quebranta

sin término, la restauración infinita de esta

recaída en los linderos de la significación. El

término de la escritura no surge de la

conclusión de un relato, de una anécdota. La

obra aparece siempre inacabada: su extinción

coincide íntimamente con la muerte. El

eclipse y la extinción del autor en la obra,

arrastra consigo el silencio absoluto de esa

escritura en su advenir singular, como el

aliento de un pulso en movimiento.

No obstante, la obra reclama su

reconocimiento como una esfera en sí misma,

como un proyecto concluido: reclama como

desenlace el trazo patente de un lindero

absoluto de silencio. Punto terminal que, sin

embargo, no puede ser sino la imposibilidad

de proseguir de esa escritura, la extenuación

absoluta de su voz. Ni el escritor ni el autor,

ni sus tiempos ni sus historias se hacen

reconocibles en el origen de ese acto literario.

Surgido de la oscuridad de un gesto puro,

imposibilitado para atribuir identidad alguna

a la escritura, la frase literaria se pliega sobre

sí misma para cifrar en un gesto inaccesible el

nombre de su autor y para asumir la fuerza de

la voz en la escritura desde un lugar, en una

posición, en un tiempo imaginario. Tiempo,

lugar fraguados por la escritura misma,

ajenos al tiempo del mundo, del sujeto, de la

lectura misma.

Y, no obstante, la obra existe. Surge en ese

mismo instante de clausura en que se exhibe

como totalidad, y con ella la extinción de

toda identidad; la obra, escribe Blanchot, es:

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Maurice Blanchot. Literatura, escritura y negatividad Raymundo Mier

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Eso que declara al ser en el momento único de la ruptura, ‘esa misma palabra’: 'es’, ese punto que ella hace brillar mientras que recibe de ella misma el resplandor que la consume (Blanchot, 1955: 45).

El momento en el que la obra "es" ella no es

sino distancia, ruptura, lo irrecuperable.

Clausura y apertura. Lo terminado y lo

interminable. No hay reposo en la escritura,

pero no hay tampoco continuidad sino el

estertor de la extinción del ser en el

resplandor que lo anuncia.

En la escritura, cada gesto es en sí mismo un

punto en el que se quebranta el sentido de la

letra. Queda la tarea extenuante de la

escritura infinita y siempre fragmentaria;

quien escribe puede tener la pretensión de

unidad, la pretensión de un relato integral, de

un gesto expresivo contenido en sí mismo,

dotado de sentido, de una fuerza de

iluminación. Sin embargo, la obra, no hace

sino engendrar una imagen precaria del

desconocimiento, poner en juego los silencios

que la desmembran. Blanchot quizá

recreando y punzando de una manera radical

la herencia hegeliana va a interrogar la

noción de esa totalidad que había sido ya

previamente interrogada ante la intensidad

del impulso romántico. La imagen de

totalidad abierta, inacabada, desembocará en

Blanchot en la interrogación sobre la

fragmentariedad del lenguaje, la violencia del

límite que separa la obra de todo lo que la

constituye; pero también capaz de alentar el

impulso de desconocer ese límite, de su

negación. Es decir, escribir no es sino

plasmar, dar cuerpo a esas palabras cuya

esterilidad para quien escribe aparece como el

fundamento mismo de la obra, como la

condición de todo reconocimiento, pero que

desalientan toda integridad.

Y, sin embargo, escribir como acción, como

génesis y transformación del mundo, es una

experiencia. El devenir de la literatura es

acogerse a la potencia negativa de esa

experiencia. La experiencia de ese súbito

silencio que alienta el impulso expresivo.

Encontrar la experiencia propia en la

negación misma de los límites y las

identidades del sujeto. Es la experiencia de

asumir como proyecto un silencio primordial,

retorno y desenlace, el silencio que precede y

que excede al lenguaje mismo, antes y más

allá del tiempo, de la historia, un lenguaje sin

memoria, inmemorial. Escribir la lengua del

desarraigo desde la soberanía del propio

silencio, de su propia posibilidad de

significación. Pero ese lenguaje marcado por

el silencio primordial, determinado por éste,

la escritura, no es una condición sino un

advenimiento que surge en el devenir de lo

literario.

Escritor y lector encuentran un vínculo en esa

escritura, pero no es mediante una

comprensión, como pretendería una vaga

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hermenéutica, sino en el encuentro en el

vértice de una experiencia de eso que aparece

como una negatividad del lenguaje, un no ser

del lenguaje como comunicación y que

emerge sólo del devenir literatura de la

palabra. Al adentrarse en la pregunta de la

escritura, Blanchot interroga simultáneamente

los alcances de las nociones de escribir, de

identidad, de sentido, de certeza, de verdad,

de sinceridad. Pero también explora las

condiciones de reconocimiento que llevan a

la génesis del escritor. La escritura entonces

se revela, en la obra de Blanchot, en relación

con lo que él mismo llamó una experiencia

límite, en la estela de la noción de

experiencia interior desarrollada por Bataille

(1954). Esta experiencia:

es la respuesta que encuentra el hombre cuando ha decidido ponerse radicalmente en cuestión; esta decisión que compromete todo el ser expresa la imposibilidad para detenerse jamás en cualquier consolación, en cualquier verdad, sea la que sea, ni en los intereses y los resultados de una acción, ni en las certezas de un saber o de la creencia (Blanchot, 1969: 304).

Paradójicamente, la escritura confiere una

identidad a ese gesto de la negación absoluta

de toda identidad, de toda verdad y, por

consiguiente, de todo sentido. Es una

identidad que asume abiertamente su propia

imposibilidad; se trata de un límite radical,

insuperable y al mismo tiempo incalificable;

una frontera privada, un horizonte que

quebranta el paisaje de la extrañeza. Esa

paradoja asume toda su violencia en el marco

de una historia y de una vida, que reclama

para su preservación la afirmación de una

identidad, nos reclama permanentemente

someterse a un mundo de certezas.

Así, Blanchot asume el lugar equívoco,

determinante, de la fuerza dual, afirmativa y

negativa de los límites, de su potencia

también dual: confinamiento y apertura, de su

presupuesto de totalidad y de cancelación de

la totalidad en la afirmación del "afuera", de

su cancelación y al mismo tiempo apertura a

un territorio más allá de los límites. El límite

supone una fuerza de afirmación tajante,

absoluta y, por consiguiente, vacía de toda

aprehensión simbólica. Es lo extraño a toda

simbolización y, sin embargo, lo que la

determina. Sin verdad, sin referencia, sin

identidad, sin certidumbre. La afirmación

radical del límite y aquello que lo desborda es

una apuesta inacabable en favor del

inacabamiento, aún ahí donde se advierten los

límites del propio ser: lo infranqueable de los

límites absolutos sólo señala la violencia de

la fuerza de su negación, de la instauración

del "afuera". Negar, violentar la frontera

involucra necesariamente transitar a una

esfera diferente de sentido, vacía de

identidades; el sentido emerge del gesto

negativo, de una existencia afirmativa de esa

negación que no es sino un acto descarnado,

arrancado a toda esperanza, pero también de

toda desesperación, privado de consuelo pero

también de ansiedad, privado de destino,

inscrito en la muerte, pero estremecido por la

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vida misma que surge de la potencia de su

negación. Un acto extremo: negar sin objeto,

un negar vacío que toma de esa vacuidad la

fuerza de su afirmación. Y este sentido

suplementario, surgido del vacío, excede el

lenguaje aunque lo puebla, lo constituye

desde esa potencia asumida de su

desaparición. El acto negativo, en sí mismo

recurso simbólico extremo, pero patente sólo

como silencio, engendra, sin embargo, la

palabra. No es posible reducir ese acto

negativo al lenguaje, tampoco es posible

proyectarlo sobre el universo de la regla.

Queda como una resonancia, más un

enrarecimiento que subyace a toda figura

reconocible o a todo significado relativo al

orden de las cosas o al régimen de lo

pensable. Aun llegando al borde, aun

encarando estos márgenes, aun enfrentando la

extenuación que acarrea la clausura radical

del horizonte de sentido, esta negación, esta

experiencia límite encara la exigencia del

silencio, una reflexividad impronunciable,

mate, con las latitudes del grito. Esa apuesta

anima el devenir literatura, su acontecer, esa

apuesta hecha sólo de la certidumbre

intolerable de la acción sin objeto, de la

negación sin otro sustento que el acto mismo

que ella constituye:

El hombre es ese ser que no agota su negatividad en la acción. [...] es preciso existir en un estado de ‘negatividad sin empleo’, y es la experiencia interior la manera en que se afirma esta negación radical que no tiene ya nada qué negar (Blanchot, 1969: 305).

Esa negación es un acto de transformación de

su propia condición limítrofe, pero no para

suprimir los límites sino para hacer patente la

condición absoluta de la negatividad, su

instauración como potencia suprema y como

acto radical, constitutivo de la conciencia. El

acto que niega los límites, que afirma la

ubicación de la propia voz en ese "afuera", no

puede ser sino un acto a la vez deliberado y

vacío. Una positividad sin referencia y sin

sentido, el lado absoluto de la negación de los

límites. El gesto de desbordar los límites es

sin duda un gesto negativo, es decir,

conducirse a sí mismo al extremo para poner

en cuestión lo que no es posible poner en

cuestión. Blanchot afirma:

La experiencia límite es la experiencia de lo que hay afuera de todo, cuando el todo excluye todo afuera, de lo que queda aún por esperar cuando todo se ha extinguido, y por conocer cuando todo ha sido ya conocido: lo inaccesible mismo, lo desconocido mismo (Blanchot, 1969: 305).

De ahí esa alianza de la experiencia límite y

la escritura, de su negatividad y el tiempo del

devenir literatura. Y quizás ese sea

precisamente el momento de máxima tensión

del pensamiento, cuando aquello de lo que no

es posible dudar puede ser objeto de una

pregunta irreparablemente brutal; es expresar

la pregunta que se revierte sobre la identidad,

la pregunta que surge de una voz desde el filo

de la inexistencia. Porque esa negación

radical no es sino la interrogación formulada

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ahí donde no tiene cabida. Es cancelar incluso

la calidad singular de la propia voz: un mero

gesto, un grito que emerge como testimonio y

como señal, como sedimentación de esa

revulsión inconmensurable. Y, no obstante, es

revolverse contra la muerte desde la

inexistencia misma. Afirmar radicalmente la

vida desde la extinción radical de toda

identidad. Es afirmar la vida, afirmando

también la insignificancia de la muerte, su

identidad limítrofe. Esta negación es la

consagración de una voz neutra, una pura

fuerza negativa.

La escritura, la muerte, lo incierto, lo neutro

Para Blanchot esa interrogación a la que él

alude se opone a la duda cartesiana. Interroga

ese último reducto del sujeto, del yo, incluso

del lenguaje de este yo ante el que Descartes

se detiene. En efecto, Descartes puede menos

que reconocer que en el “je pense, donc je

suis" [(yo) pienso, luego (yo) existo], se fija

un límite a la duda. La atribución a esta frase

de una condición apodíctica instaura así una

paradoja. Todo lo demás es cuestionable. Esa

frase no lo es. Esa frase emerge de la

imposibilidad de interrogación que define el

acto del lenguaje, la tarea del pensamiento.

Instaura un afuera del pensamiento, una

imposibilidad de asumirse como pensamiento

y de recobrar la naturaleza del pensamiento

como tal. Los términos de su formulación

son, sin embargo, frágiles. Supone la absoluta

certeza de la existencia misma del yo como

lugar, como origen y como agente del

pensamiento que se identifica y se confunde

integralmente con la identidad de quien lo

piensa. La fuerza reflexiva del pensamiento

se da desde la clausura especular de las

identidades, sin la interferencia del mundo,

del lenguaje mismo.

Blanchot desmiente la certeza cartesiana.

Exhibe su incapacidad para asumir el gesto

radical de interrogarse por el pensamiento

mismo y por la identidad misma del yo. Hay

incluso en Blanchot una afirmación más

radical. Ahí donde ya no puedo interrogar

más, donde el pensamiento ha sido vaciado

de sí mismo, donde afirma su propia

vacuidad, su imposibilidad para enfrentarse a

la representación del mundo, en ese punto, es

preciso admitir la vida como fuerza de

negación. Negar ese abatimiento, ese

cansancio, esa extenuación que lo doblega.

Así, llegado a ese punto, el pensamiento

puede interrogarse sobre la interrogación

misma, en un gesto extremo, pero cuyo valor

crucial es el de hacer visible la plenitud y los

contornos de una totalidad que resplandece en

ese instante.

A partir de Blanchot, la literatura no podrá

identificarse ya con el simple despliegue de

una escritura cuya vocación es la ficción. La

tarea del escritor no es cifrar en la materia

gráfica las disposiciones significativas del

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lenguaje, con una vocación comunicativa. La

literatura aparecerá nítidamente a partir de

esta forma violenta del reconocimiento de su

propia especificidad, de su conciencia, de sus

propios alcances a partir del enfrentamiento

entre las voces múltiples del lenguaje y las

modalidades de la desaparición. Será ese

lugar extremo de una interrogación que se

formula sin expectativas, Invoca todas las

facetas de la certidumbre para desmentirlas,

todos los juegos de saber para cancelar su

imperativo de verdad: “no es ese lugar donde

es posible expresar lo que se sabe, sino lo que

no se sabe”. Expresar el lenguaje desde el no-

saber es vaciarlo de toda pretensión de

verdad, pero también reduciendo a su

desempeño trágico la exigencia de sinceridad.

No se trata de reemplazar con las coartadas

de la ilusión las determinaciones del saber,

más bien se trata de sostener una

interrogación radical sobre la relevancia del

no saber en la constitución decisiva de la

experiencia y los límites de sí mismo y el

propio lenguaje. Blanchot nos enfrenta no a

una condición transitoria, reparable del no-

saber; un no saber que se presenta como la

promesa de un saber futuro. Por el contrario,

el no-saber en acto en la literatura es

absoluto. Es el horizonte de opacidad de toda

certidumbre y de sus lenguajes. El no-saber

de lo literario no es la fórmula de un vacío

provisional que habrá de ser colmado en el

futuro, no es la promesa de un saber futuro

más satisfactorio; es la de una interrogación

sin otro destino que su propia perseverancia.

El no saber de la literatura es el que surge de

la propia desaparición como escritor, de la

muerte de la voz y el acto de escritura como

condición del sentido autónomo de la obra.

Es un límite intrínseco en la escritura,

absoluto, pero que lleva al reinicio de la

escritura. Un reinicio sin duda paradójico:

carente de origen y cuyo proyecto vacío no es

sino devenir, existir. La escritura rechaza los

misterios equívocos de la doctrina, la

promesa de una develación futura en la

revelación, en la purificación y en la

redención. Contra los consuelos de la teología

y sus hermenéuticas: la literatura abandona

los consuelos del sentido, del conocimiento.

El no saber de la literatura no involucra así

una capacidad del sujeto, ni una posibilidad

de la conciencia. Alude a la confrontación

entre obra, lenguaje y escritura. Disipa toda

posibilidad de asumir ese no-saber desde las

pendientes y las opacidades del deseo o las

posibilidades de asumir subjetivamente las

categorías de la cognición. La experiencia

límite, la que se pone en juego en la escritura

literaria, surge del vínculo negativo entre

imaginación y totalización inherente a la obra

y a la violencia destructiva de su lenguaje. Es

el gesto de la única libertad radical asumida

desde esa totalización que alimenta la

escritura.

Blanchot formula esa interrogación extrema

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que libera a la palabra de sus apegos

teológicos: el acto literario al desalentar el

consuelo como exigencia de la escritura, al

marcar toda certeza con la fuerza desbordante

de la negación, hace de la escritura un acto

que asume la negatividad como modalidad de

la experiencia límite. La negatividad aparece

así como una tensión pura entre dominios de

sentido, capaz de desbordar la certeza;

instaura en la naturaleza misma de palabra la

creación como modalidad del desasosiego.

Para Blanchot aparece así, en la escritura, en

su silencio, lo insostenible de toda

trascendencia del existir, en la

correspondencia y al mismo tiempo la

irreductibilidad entre la vida y la muerte: el

impulso de lo literario. De ahí esta

proximidad entre el acto poético y lo

imposible como lo entiende Bataille: en su

correlato con la soberanía que ejerce del

ejercicio radical, irreductible de la

negatividad.

Es posible advertir en el texto de Blanchot

esos vasos comunicantes que llevan a

encontrar en eso que él había llamado el

espacio literario la huella de su reflexión

posterior sobre lo neutro. En su reflexión

sobre René Char (Blanchot, 1969: 439-446)

se hace patente una exigencia del acto

poético: nombrar la relación con lo

desconocido. Esta relación es irreductible al

no saber, revela la incidencia de la

negatividad, la hace patente, la lleva a una

expresión en un giro inaudito ---acaso

inaudible--- del lenguaje. El concepto de lo

neutro se refiere a este giro en el dominio del

no-saber expresado en el lenguaje poético.

Lo neutro es lo que no se distribuye en

ningún género: lo no general, lo no genérico,

tanto como lo no particular. Rechaza tanto su

pertenencia a la categoría de objeto como a la

de sujeto. Y eso no quiere decir solamente

que es indeterminado y como vacilante entre

ambos, quiere decir que supone otra relación

que no deriva ni de condiciones objetivas ni

de disposiciones subjetivas (Blanchot, 1969:

440).

Es, por consiguiente aquello que escapa a la

naturaleza del pensamiento, del lenguaje, del

sujeto y de la historia misma, y que, sin

embargo, se hace presente como una fuerza

disruptiva que reclama una nominación, una

integración oblicua, opaca, irrecuperable, en

el dominio de lo significable, una huella

reconocible de su irrupción como no-

presencia. "Lo no-conocido (lo neutro) no

será revelado sino indicado". Esa huella surge

de la perturbación de eso singular que emerge

en el lenguaje como un borde y como un tajo,

una suspensión constitutiva de lo

aprehendido, de lo significado, de lo

integrado en el régimen de los conceptos.

Ajeno a la presencia, lo es también a la

visibilidad. "Ni visible ni invisible, o, más

justamente, apartándose de todo lo visible y

lo invisible". La categoría de lo intangible

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que, sin embargo, desplaza, desorienta,

perturba, disemina en la trama de los signos,

la evidencia impalpable de la irrupción de

una potencia de sentido emanada desde un

afuera de la textualidad misma.

Hace patente algo extraño a la negatividad

misma: ésta, la negatividad, reclama un

momento de reconocimiento, una afirmación,

una presencia de la fuerza o de la identidad.

A partir de ahí la negatividad advierte la

fuerza constitutiva de la no-presencia.

Aparece como un no-saber que emana de las

ruinas, de la suspensión de lo prefigurable, de

lo decible. Lo neutro es un vuelco

suplementario a ese no-saber: es aquello

imposible incluso de vislumbrar en la

negatividad:

la relación con lo desconocido es una relación que no admite una iluminación, y que no vela la ausencia de luz. Relación neutra. Lo que significa que la calidad neutra del pensar o del hablar, es pensar o hablar al margen de todo lo visible o lo invisible, es decir, en términos que no derivan de ninguna posibilidad.... vivir poéticamente es tener una relación con lo desconocido y así poner en el centro de la vida, eso desconocido que no permite vivir desde la anticipación y que, además, retira de la vida todo centro (Blanchot, 1969: 444).

Vivir en el filo del tiempo, de lo

intempestivo, sin vislumbre ni reminiscencia,

sin otra sensación del vértigo del lenguaje

que se retira del tiempo y que deja,

solamente, el remanente de vacío. Y, sin

embargo, ajeno a la razón y al lenguaje, a las

pasiones y a las significaciones del tiempo, lo

neutro no es, como lo imposible, la señal de

la locura.

La experiencia literaria ceñiría su trayecto a

ese juego de la negatividad y esa sombra

ineludible de lo neutro. Irredimible, lo

literario, hace de la palabra esa inmersión en

un acontecer incesante, indócil, que reclama

una lucidez que prescinde de toda evidencia y

de toda fe, de toda certeza y de todo

consuelo. Que mantiene el lenguaje en ese

límite que mantiene la obra ahí donde no hay

ninguna respuesta; una lucidez sin concepto,

hecha de una negación vacía, que se confunde

con el extravío. Un extravío que no es sino

ese ejercicio de la lucidez que reclamaba

Bataille para el acceso a la experiencia

interior. Esa lucidez que adviene reclama una

disponibilidad a la disrupción de lo negativo,

a su resonancia neutra. Walter Benjamin

sintetizó con una figura elemental,

inquietante, esa intimidad cotidiana aunque

inusitada con lo neutro: “no es demasiado

difícil no orientarse en una ciudad. Pero

extraviarse en una ciudad, como se extravía

uno en un bosque, requiere aprendizaje.”

(Benjamin, 1992: 23). El extravío es así una

disposición abierta al acontecimiento que no

puede ser sino una preservación del extravío,

una intimidad con éste, un asumirlo a un

mismo tiempo como lo radicalmente

intempestivo y lo que nos acompaña sin

reposo. Esta exigencia del extravío, quiere

decir esta exigencia de la lucidez, se expresa

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no como signo, sino como la evidencia

elusiva de la tensión radical en el juego de lo

incalificable, de lo que elude nombre y

predicado, juicio y objetivación.

La escritura: insensatez y dolor. Olvido y an-arché. La vía de Artaud

La lucidez de la que habla Bataille reclama,

acaso, el negarse a la derrota del

pensamiento, es negarse al delirio, que es una

forma de la certeza, de una positividad sin

tiempo y sin referencia, sustentada en sí

misma. El espacio literario no es el mundo de

la locura. Quizá es el umbral que separa la

locura que la lucidez negativa llevada hasta el

límite del dolor exorbitante, arrebatado. Ese

dolor como límite, como huella de lucidez, es

ajeno a la locura tanto como a la razón

misma; lugar intersticial, es para Artaud el

lugar de la escritura poética. Esa escritura se

presenta en una zona irrecuperable para

ambas: lo otro de la razón, es también lo otro

de la locura. “La ‘locura’ es ausencia de

obra” ---subraya Blanchot. La escritura

poética en Artaud ilumina una faceta de lo

neutro, de lo imposible, Pone en juego, en la

noción de umbral una experiencia crucial: lo

intolerable. El dolor y el vacío, la falta se

hacen patente en la experiencia de una

palabra vacía que libra el combate en un

cuerpo quebrantado. Es ese cuerpo el que

despliega en el silencio la tensión de la

interrogación límite, también la exigencia de

lucidez. El cuerpo de Artaud es el teatro de

esa lucha.

Combate entre el pensamiento como falta y la imposibilidad de soportar esa falta ---entre el pensamiento como nada y la plenitud de la germinación que se oculta en ella---, entre el pensamiento como separación y la vida inseparable del pensamiento (Blanchot, 1969: 434).

Una devastación sin tiempo, precipitada en lo

intolerable que rechaza ya las figuras del

pasado, el presente y el porvenir. Lo

intolerable como esa intensidad puntual que

quebranta el cuerpo, lo fisura, lo fragmenta y

lo precipita en un instante incalculable,

infinito; y esa intemporalidad lejos de

devolver a la exigencia del vacío se precipita

en la exacerbación de un pensamiento que en

Artaud se inscribe ---se escribe--- en el

cuerpo, los trazos del dolor hasta el límite de

la redención ---la pureza implacable

(Artaud)---, de la confrontación y el vacío de

lo sagrado. La pureza como límite, su vacío,

su perfección, es el borde que lo separa y lo

incluye en la locura, se transfigura en efusión

verbal, en grito. Ese grito se inscribe en el

espacio literario como un reclamo de lucidez,

como un reclamo de una exigencia

irredimible de sentido devastado,

imposibilitado por el dolor. Ese sufrimiento

es otro que el que se experimenta en el

hundimiento radical en la locura. El desastre

del dolor ofrece una tentación suplementaria,

la de consumirse en el consuelo de la

exclusión. La experiencia de la exclusión es

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ya una restauración paradójica del orden. Por

el contrario, el de Artaud, es un sufrimiento

que se propaga con la exigencia de lucidez y

con la caída en la neutralidad que nos separa

del delirio, y con la aceptación de lo

incalificable que nos preserva del propio

abismamiento en la condena de la locura. El

tiempo de la escritura maraca el gesto

imposible que se cifra en la exclusión y el

sufrimiento. Para Blanchot:

el artista es el hombre destinado por excelencia a una obra, pero es también aquel a quien esta devoción compromete en la experiencia de lo que, de antemano, arruina la obra y siempre la atrae hacia la profundidad del vacío del desobramiento [desœuvrement], ahí donde se ha hecho nada del ser. (Blanchot, 1969: 297). La disolución de la obra es quizá un destino

de la escritura que atañe a esta modalidad

extrema de lo literario. Blanchot recobra para

asumir el peso de este eclipse de la obra

misma el peso de la frase de Mallarmé: "el

juego insensato de la escritura". Pero esa

insensatez no es la de la locura o la estupidez,

sino el compromiso de la lucidez en el juego

del extravío, siempre en la inminencia de la

sinrazón. Artaud quizá revela el caso radical,

la fusión que define un límite: ahí donde las

dos vertientes se conjugan para hacer

admisible el texto, para hacer reconocible el

fulgor del lenguaje poético. Los dos rostros

en tensión, ese rostro del desfallecimiento

cuando Artaud de alguna manera experimenta

la tentación de la locura, que es también la

tentación del consuelo, de un dolor y una

desesperación dotados de un sentido. La

locura como punto terminal de la

purificación. La escritura expresa esa

tentación de la locura. Pero se mantiene en el

margen, en la extrema tensión de un acto sin

sentido, pero siempre en la apertura, como

juego, de lo intempestivo, de lo intolerable: el

afuera de toda subjetividad, de toda identidad.

En Artaud, dice Blanchot:

habla un dolor que no deberíamos soportar. Aquí habla un dolor que rechaza toda ilusión y toda esperanza, pero que, en ese rechazo, ofrece al pensamiento ‘el éter de un nuevo espacio'.

Y añade unos párrafos más adelante:

que el hecho de pensar puede ser sobrecogedor; que lo que hay que pensar es, en el pensamiento, lo que se aparta de él y se agota inagotablemente en él; que sufrir y pensar están ligados de una manera secreta, puesto que si el sufrimiento, cuando se vuelve extremo, es tal que destruye el poder de sufrir, destruyéndose a antes que nada a sí mismo, en el tiempo, el tiempo en que podría ser recogido y terminado como sufrimiento, puede ser lo mismo con el pensamiento. Extra as relaciones. ¿Será que el extremo pensamiento y el extremo sufrimiento abrirían el mismo horizonte? (Blanchot, 1959: 62)

Ahí, en ese intersticio entre la locura, el

delirio, la razón, se inscribe la escritura sin

alternativas. Como un modo de ser de la

experiencia límite. Ahí donde la razón

rechaza la memoria, el tiempo, pero también

y con ello la repetición, la muerte misma

como el advenimiento de la extinción, del

límite radical, intransgredible. La escritura

será la afirmación y el desbordamiento de esa

muerte, su vaciamiento, su transfiguración en

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fuerza de creación. Escribir es privar a la

muerte de heroísmo, transformarla en acto

simple, en elección; escribir como el esfuerzo

de transformar la muerte en acto. Un acto en

el borde mismo de la ley, la ley de la vida, de

la voluntad. El acto estético radical.

Blanchot insinuará ese "otro orden", ese otro

del orden, que se dibuja ahí donde se realiza

la exigencia extrema de la experiencia límite:

el acto de escritura, como el lugar de la

anarquía. Esta an-arché no como un

deslizamiento superficial y escénico en un

radicalismo escénico, celebración de un

heroísmo de la bajeza, de una ostentación de

la farsa política y sus sometimientos.

Blanchot apunta a un an-arché como un

pensamiento que busca una exploración

radical de lo político, es decir, que busca

encontrarlo ahí donde es radicalmente

silencio. Anarquía habría que entender,

siguiendo a Blanchot, no como aquello que

carece de orden, sino de lo que no tiene

“arché”, lo que no tiene origen, fundamento,

quizá porque es en sí mismo siempre un

acontecer, que es al mismo tiempo el

desenlace de una acción como su olvido, un

desfondamiento del tiempo, su cancelación;

un fulgor en el que se disipa toda

temporalidad, toda memoria; an-arché será

entonces aquello que carece de archivo; que

lo ha destruido o ha asumido la vacuidad de

esa escritura arqueológica, de esa

acumulación de restos que suscita la tentación

de la Memoria, de la Narración, del Sentido.

Para Blanchot, la escritura está siempre en el

impulso imposible del comienzo como

realización de su propio devenir. Porque la

escritura tiene que realizarse como obra y es

en ese momento en que la escritura emerge

como lo imposible mismo. La obra es

siempre comienzo, comienzo como

inacabamiento, el movimiento crispado de un

trazo siempre inaugural, impulso sin el

arraigo de las reminiscencias, lo insostenible

mismo. La escritura surge siempre como esa

huella que no tiene posible arqueología, no

hay arqueología de la literatura. Hay

arqueología de la institución literaria, la

expresión política de su eclipse, su extinción

como escritura. Es la arqueología del tedio.

La literatura surge de la imposibilidad de

decir la identidad del pasado como

certidumbre y de enunciar con ello su

clausura. Leemos en Blanchot:

hablamos porque podemos olvidar y toda palabra que trabaja útilmente contra el olvido, corre el riesgo de hacer de la palabra algo menos hablante (Blanchot, 1969: 290).

La tensión entre habla y literatura se anuda en

la exigencia de olvido, en su interferencia

necesaria. No hay consuelo para el olvido.

Tampoco lo hay para las ilusiones de la

memoria. La certeza sobre el pasado se

extingue en el propio lenguaje,

ineludiblemente condenado a conjugar una

fuerza ostensiva sin objeto, una designación

vacía, la generalización inherente a la

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economía expresiva del lenguaje y a su

sustento en la repetición, y un sometimiento e

implantación de una regulación a un tiempo

intangible, indeterminado e imperativa.

Blanchot pone el acento sobre dos palabras

reveladoras: trabajar con el lenguaje, hacer de

él un instrumento útil. La utilidad extrema y

paradójica: cancelar el olvido que le es

inherente y, sin el cual, la palabra carecería

de sentido. Eficiencia y certeza participan en

la cancelación escenificada del olvido, en la

ficción de su disolvencia, en la invención

equívoca de los perfiles del pasado y su

reemplazo, eficiente, por las figuraciones de

la causalidad.

Cada giro de esa tentativa de relato, de esa

forma de designación narrativa orientada

hacia el pasado con la voluntad de restituir la

presencia figurada de lo extinto, lastra el

lenguaje, lo priva del fulgor de su

contemporaneidad, mina su disponibilidad a

las formas suplementarias, incalculables de la

significación. Paradójicamente tiñe con una

certeza crepuscular la fuerza de creación

imaginaria del acto de lenguaje. La historia

alguna vez emergerá como un continente,

cerrado, terminado, de narraciones

avasalladas por la exigencia imposible de

verdad. Plegarias del consuelo, emergen de

un lenguaje antagónico a la fuerza negativa

de la literatura. Marcan el lenguaje con un

pensamiento de la fatiga, el pasado ha

terminado ya. Se han fijado sus límites. Se da

testimonio de su fisonomía pétrea. Se apela

no a la vitalidad de la historia sino a su

clausura. La historia misma vive de la

mutación incesante de la memoria, de su

reinvención y su desbordamiento, de su

intimidad con la imaginación de la escritura y

la violencia negativa de lo literario:

Para todos, de una forma u otra, la historia toca a su fin: para el hombre de la gran razón, porque se piensa como un todo y porque trabaja sin descanso en volver el mundo razonable; para el hombre de la pequeña razón, porque, en una historia furiosa y privada de fin, el fin parecería en cada momento algo ya dado; para el hombre de la creencia, porque desde ahora el más allá da término a la historia, gloriosa y eternamente (Blanchot, 1969: 303).

Para la experiencia negativa este acabamiento

es imposible: lo admite, afirma Blanchot,

pero sólo para confrontarlo, para asediarlo

hasta en su último reducto. En el momento en

que la certeza aparezca, en cualquier

desfallecimiento de la negación, podremos,

sin embargo, ceder a la tentación de llevar la

certeza hasta su límite una vez más e

interrogar y abrir y quebrantar la identidad

inquieta, móvil, evanescente y espectral del

pasado.

La memoria abandona la literatura. Ajena a

toda tentativa arqueológica, la escritura

literaria no existe sin ese gesto radical que en

cada momento tiene que ser un impulso desde

nada, desde ninguna acumulación, desde la

exigencia irreparable de encontrarse ante un

límite que es siempre otro. No puede tener

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historia ni revelar la verdad de la historia. Su

realismo, de existir, no es otro que el de la

incidencia creadora de la fuerza misma de su

negatividad. No hay historia de esta exigencia

de lo que rehúsa el consuelo.

Pero la negatividad de lo literario, su

necesaria edificación desde un an-arché que

la constituye no celebra la transgresión, no la

instaura como proyecto ni como la "verdad"

de lo literario. Ante un lugar común que

exalta la literatura como transgresión ---

entendida como la mera ruptura de las leyes

del lenguaje, de la expresión, de las

condiciones de vida institucional, de las

convenciones o de las certezas consagradas

por los hábitos de los grupos sociales---

Blanchot nos advierte de la sospechosa

cercanía entre “trascendencia” y

“transgresión”:

¿No sería la transgresión una manera menos comprometedora de nombrar la ‘trascendencia’ dando la apariencia de alejarse de su sentido teológico? Ya sea moral, lógica, filosófica, ¿la transgresión no sigue haciendo alusión a lo que ella preserva de sagrado tanto en el pensamiento de los límites, como en la demarcación que en todo pensamiento introduciría el franquear el límite, nunca y siempre realizado? (Blanchot, 1973: 41).

La literatura como experiencia de la escritura

rechaza los dos polos: ni transgresión ni

trascendencia. Constituida desde la

singularidad, la experiencia de la escritura no

puede sino ofrecer la extrañeza, el desahucio

de la significación de todo régimen jurídico,

asediado por la imposibilidad de la verdad

normativa. La literatura es extraña a su propia

institucionalidad, es decir, a su propia

historia. Las catástrofes en la institución

literaria, sus mutaciones, sus corrientes, sus

consagraciones y sus cánones, sus

monumentos ejemplares, no son sino el

simulacro que busca cifrar bajo la figura

inerte de las transgresiones, la serie disruptiva

de los momentos intempestivos de la

escritura, de sus derrumbes sin tiempo y sin

historia, de sus enrarecimientos y los

abandonos del lenguaje, de las figuras tácitas

de la desaparición y de la muerte. Por el

contrario, Blanchot insistirá en el vínculo de

la escritura con la extenuante tensión del

lenguaje ante los límites. La transgresión,

asumida en su pleno sentido, no es sino otro

nombre de lo imposible:

La transgresión no es un acto del que los hombres y su dominio se mostrarían, en ciertas condiciones, todavía capaces. Designa lo que está más allá de toda tentativa: lograr el acceso a lo inaccesible, franquear lo infranqueable. Se ofrece al hombre sólo cuando en éste el poder deja de ser la dimensión última (Blanchot, 1969: 308).

La transgresión supone la afirmación y

confirmación de los límites; la violencia de la

transgresión radica en la proximidad entre el

nombre supremo de la trascendencia y la

forma inmaculada de la ley. De ahí el sentido

equívoco de la transgresión. Su fuerza de

negación es la confirmación de la fuerza, la

obligatoriedad y la legitimidad de la ley. Es la

instauración del acto mismo que niega la ley

como objeto de exclusión, como la visibilidad

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misma de lo incalificable, su figura, su

despliegue ejemplar, su verdad escénica, su

certeza, su serenidad.

Transgredir es ajeno a la experiencia de la

escritura: la vocación de la escritura por lo

neutro, la negatividad, la soberanía de la

disipación de las identidades, la exaltación de

la lucidez, la potencia corpórea de la

expresividad del dolor, los nombres de lo

imposible y lo intolerable no suponen escribir

en un no-lenguaje, quebrantar toda

legibilidad, desplegar la palabrería; mucho

menos asumir, para quebrantar, las

contradictorias regulaciones que hacen de la

transgresión un canon programático,

previsible: la fórmula ampulosa y trivial de

"la tradición de la ruptura", elegir la anomalía

calculada y calculable, el desobramiento de la

locura teatral o la soledad extrema, solipsista:

Sería ese lenguaje aberrante que no se sitúa en la realización de alguna lengua determinada, ni siquiera en la exigencia o la utopía de un lenguaje total o desnudo, sino en el pasaje infinito de un modo de decir a otro, tarea loca y completamente digna de encontrar su origen en la posibilidad de la locura (y no en la locura misma)2 (Blanchot, 1963: 875).

Así, la escritura apunta a ese violento

desprendimiento del lenguaje de su arraigo

lógico y nominativo. Blanchot lo formulará

de una manera lapidaria: “la escritura, dice,

es el lugar entre habla y silencio”, la

2 El fragmento citado aparece referido en (Colin, 1986: 58), pero no corresponde a la versión del mismo artículo incluida en L’entretien infini.

escritura, habitada por el silencio, es

irreductible a éste quizá porque constituye

quizás su exacerbación en la pendiente de la

escritura hacia su desaparición en la

desaparición misma de la obra como destino

de la escritura. En el momento en que la obra

existe, el lenguaje que le da cuerpo lleva la

marca de la desaparición misma de los

objetos que nombra. El mundo tiene un

nombre en la obra: desaparición. Una

desaparición paradójica que se anuncia en el

momento mismo en que la obra despliega

vivamente la irrupción del mundo en su

lenguaje.

La literatura: escribir desde la sombra de la muerte

Pero la desaparición del mundo parece

propagarse a la obra misma. Vaciar al mundo

de su ser es también revelar la vacuidad de la

escritura, su silencio, su insustancialidad. La

oscuridad del mundo anuncia el

desobramiento de la obra, su disipación, su

hundimiento en el silencio. Pero quizá lo más

radical de ese desobramiento de la obra es

que hace pleno, patente, el vínculo de la

palabra y la muerte en la escritura:

Porque el hombre muere, el hombre sabe, y la palabra más usual, como la más positiva, no habla sino porque la muerte habla en ella, negando lo que ella, la palabra, es, y, en esta negación, prepara el trabajo del concepto (Blanchot, 1969: 370).

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La muerte habla y se transforma en un acto

sin sujeto, impersonal. Habla en el lenguaje,

no en mi lenguaje, muere y anuncia la muerte

en la palabra; es el orden del mundo el que se

enuncia, con su finitud, en la trama finita y

truncada de las taxonomías, de las redes

consistentes del lenguaje. Así como la

literatura supone ese “se escribe”, supone

también “se muere”. No hay experiencia de la

muerte propia, es el otro quien muere. No hay

conocimiento de la muerte; su nombre es una

palabra vacía sostenida sobre la experiencia

íntima, constitutiva de la desaparición del

mundo y, con él, la experiencia del propio

eclipse, la propia finitud: “lo finito, como

finito se da siempre como un objeto en

desaparición”, escribe Blanchot.

Para Blanchot esta impersonalidad de la

muerte, este se que la define en su presencia

más íntima, ínfima y radical, este “se” que

disemina la muerte más allá de la identidad,

impregna también la propia experiencia, el

propio tiempo; la muerte del otro es un

sacudimiento que me quebranta, implanta la

huella tajante de los límites en la propia

experiencia, la revela así como la condición

de la escritura.

Pero esa presencia constitutiva de la muerte

funda una comunidad. La literatura participa

de esa comunidad. Una comunidad con

articulada en lo desconocido, en lo neutro.

Aquél para quien escribo es aquél a quien no

puedo conocer, es el desconocido, y la relación con el desconocido, aunque sólo lo fuera por la escritura, me expone a la muerte o a la finitud, esta muerte que no tiene en sí la manera de serenar la muerte (Blanchot, 1983: 44).

De ahí quizá una afirmación conmovedora de

Blanchot cuando habla de Kafka: “morir para

poder escribir, escribir para poder morir”,

habla también de esa exigencia de

comunidad, patente e imposible que se teje

con la literatura. Pero la presencia de la

muerte no es en absoluto un elogio del morir.

No es una celebración de la alianza entre

muerte y escritura, no es una restauración

renovada de una especie de fantasma

canónico que erige en mitos las figuras de los

escritores desde los albores del iluminismo y

que convierte precisamente a la literatura casi

en un ejemplo de elegía anticipada y

perpetua. No hay elegía en la escritura, no se

puede cantar a la muerte. Blanchot niega ese

gesto. En el momento en que la muerte

emerge como una imagen consagrada se

eclipsa la literatura. Se retorna al consuelo, se

extingue la escritura, se la torna en una

irrisión, una dignidad, es decir, una

capitulación.

Darle un nombre a la muerte, reivindicar su

sentido, atribuirle una significación, poblarla

de imágenes: apaciguamiento, propagación

de la mortandad; esa encarnación de la

muerte muestra asimismo otro rostro, la

violencia justificada ahí donde la vida se

equipara con las figuras adormecedoras y

amenazantes de la muerte. La escritura

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Maurice Blanchot. Literatura, escritura y negatividad Raymundo Mier

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rechaza el elogio de la muerte. Elogiar la

muerte es conferirle un sentido, recobrarla

para el universo de lo aprehensible, apostar

por la certeza de su fisonomía, de su

presencia. La imagen de la muerte como

presencia es un escándalo o una alegoría,

conduce a la apatía o al vértigo. Es la

presencia que conjuga la finitud con lo

absoluto, el umbral de la desaparición donde

el tiempo y los nombres se disipan.

Bibliografía Bataille, G. (1954), L'experience interieur, París:

Gallimard. Benjamin, W. (1992), Berliner Kindheit um

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Gallimard. Colin, F. (1986), Maurice Blanchot et la question

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