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Los Cuadernos del Pensamiento PORT-ROYAL: LA PALABRA EN EL DESIERTO* Gabriel Albiac e uál puede ser la voz del ángel? -Silen- cio. Como silencio. es el lenguaje del dios. Y, sin embargo, en su búsqueda de la palabra angélica, Port-Royal no ha hecho otra cosa que enredarse en la maraña verbal de una polémica inacabable: porque tam- bién es palabra, fin, la reivindicación militante del silencio. * * * «Toujours des requetes! Toujours des paperas- ses! C' est le monastere de l' écritoire». El exa- brupto del Arzobispo Pereyre ante las mo�jas reunidas para escuchar la noticia de su excomu- nión, es, en la estupección misma que mani- fiesta, expresión fiel de paradoja, molica en un siglo modélicamente paradójico. Extraño fenó- meno, en verd, éste de Port-Roy. Y es el asombro del obispo de Pís, en buena parte al menos, el nuestro. Nie como sus gentes ha re- clamado, en el XVII, el abandono de toda pabra como residuo último y malévolo de lo mundano en el desierto ascético ... Nadie ha producido tam- poco tal acumulación literaria para defender su tesis. Las reliosas de Port-Royal, argumentando inacablemente · su obligación estricta de renun- ciar a toda argumentación en materia teológica, constituyen, sin duda, uno de los espectáculos más patéticamente hermosos que el siglo nos oece. Persistencia del clamor en lo hondo del desierto: hablar sólo de la necesid de renunciar a hablar. Hasta el agotamiento o la muerte. Esta situación no siempre induce una actitud estrictamente trágica (entendiendo por t, aquella que renuncia, por principio, a resolver el dilema y opta por incarse en el desgramiento mismo de la paradoja). Antaine Arnauld (como buen teólogo y buen cartesiano) apuesta decididamente por la palra académica. Como por el silencio apostara Mtin de Barcos. Oscila permanentemente Jac- queline Pascal, entre el silencio intransigente que desprecia toda componenda en el asunto de la firma del Formulario y la correspondencia apasio- nada en la que trata de ndamentar -con autén- tico horror por parte del propio Martín de Bcos- sus tesis; su muerte revela una pasión mucho más honda que lo que la impecable certeza de su vida parece querer dejar traslucir. Pero t vez sólo Blaise Pasc haya sido o querido llev a sus 44 últimas consecuencias la intuición misma que Phi- lippe de Champaigne proyectara sobre el espacio silencioso de lienzo: decisión de permanecer, hasta el final, en el seno de la contradicción sin buscar resolverla. Seguir hlando -seguir escri- biendo- contra toda pra -contra toda escri- tura. Pabra del desierto -tal vez, palra-desier- to. Por eso es Pasc -como lo es Chaaigne- metáfora privilegiada de un tiempo que vive en y de la tragedia. * * * En la noche del 23 de noviembre de 1654, Blaise Pascal -matemático célebre a sus 29 años y hom- bre mundano notorio- levanta acta de su decisión de acabar con el mundo del ser (con el mundo a secas) que, hasta ese día, ha sido el suyo. El texto del Memorial es bien conocido. Se abre con una invocación excluyente: «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob no de los filósos ni de los sabios... », para cerrarse con un proyecto claro: «... Renuncia tot y dulce» (1). ¡Renuncia total y dulce! No es tan asombroso, fin. Hace ya diecisiete años que las gas jan- senistas a la soledad han comenzado. Svo que, en este caso, es un filóso, uno de esos seres a destruir, el que toma el camino del desierto. Y es esto algo que va a complicar enormemente las cosas, al convertir la lminación en suicidio -y, ¿hay acaso, suicidio cristiano, suicidio jsenista? Goldmann ha puesto suficientemente al descu- bierto, en páginas que apenas si es preciso recor- dar, hasta qué punto la existencia de Blaise Pasc ha estado, como la del fenómeno jansenista en gener, marcada con todos los estigmas de un fin de época, de la lenta extinción del emero papel protagonista de la noblesse de rob en la gestación de la monarquía absoluta en Francia (2). Bástenos subrayar aquí cómo en el caso de la filia Pascal «el comportamiento ha sido anterior a la ideolo- gía. Mucho antes de conocer las ideas de Saint- Cyran, Etienne Pasc vendió en 1634 su cargo de Presidente del Tribunal de Ayudas de Montfe- rrand para retirarse a la vida priva e instalarse en París. Semos que en 1638 figuró entre los direntes de una manifestación contra los retrasos en los pos de las rentas y que se vio obligo a ocultarse a pesar del enérgico apoyo que los sedi- ciosos encontraron en el Plamento; sólo volvió a gozar del apoyo ofici aceptando una tea espe- cialmente penosa, por ser antiplamentaria, en la represión de los V-nu-pieds en Normandía. Puede comprenderse que en la filia Pascal estuviera abonado el terreno del jansenismo» (3). Blaise Pascal va a formarse en el interior de un sector social que ha perdido ya toda posibilid de intervención pública. Y, ¿qué queda sino el juego, cudo todo lo serio -todo lo que con el poder se relaciona- se esma inesperadamente? Desde el otro lado de la vitrina que nunca más volverán a

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Los Cuadernos del Pensamiento

PORT-ROYAL: LA

PALABRA EN EL

DESIERTO*

Gabriel Albiac

e uál puede ser la voz del ángel? -Silen­cio. Como silencio. es el lenguaje del dios. Y, sin embargo, en su búsqueda de la palabra angélica, Port-Royal no

ha hecho otra cosa que enredarse en la maraña verbal de una polémica inacabable: porque tam­bién es palabra, al fin, la reivindicación militante del silencio.

* * *

«Toujours des requetes! Toujours des paperas­ses! C' est le monastere de l' écritoire». El exa­brupto del Arzobispo Pereyre ante las mo�jas reunidas para escuchar la noticia de su excomu­nión, es, en la estupefacción misma que mani­fiesta, expresión fiel de paradoja, modélica en un siglo modélicamente paradójico. Extraño fenó­meno, en verdad, éste de Port-Royal. Y es el asombro del obispo de París, en buena parte al menos, el nuestro. Nadie como sus gentes ha re­clamado, en el XVII, el abandono de toda palabra como residuo último y malévolo de lo mundano en el desierto ascético ... Nadie ha producido tam­poco tal acumulación literaria para defender su tesis. Las religiosas de Port-Royal, argumentando inacabablemente · su obligación estricta de renun­ciar a toda argumentación en materia teológica, constituyen, sin duda, uno de los espectáculos más patéticamente hermosos que el siglo nos ofrece. Persistencia del clamor en lo hondo del desierto: hablar sólo de la necesidad de renunciar a hablar. Hasta el agotamiento o la muerte.

Esta situación no siempre induce una actitud estrictamente trágica (entendiendo por tal, aquella que renuncia, por principio, a resolver el dilema y opta por afincarse en el desgarramiento mismo de la paradoja). Antaine Arnauld (como buen teólogo y buen cartesiano) apuesta decididamente por la palabra académica. Como por el silencio apostara Martin de Barcos. Oscila permanentemente Jac­queline Pascal, entre el silencio intransigente que desprecia toda componenda en el asunto de la firma del Formulario y la correspondencia apasio­nada en la que trata de fundamentar -con autén­tico horror por parte del propio Martín de Barcos­sus tesis; su muerte revela una pasión mucho más honda que lo que la impecable certeza de su vida parece querer dejar traslucir. Pero tal vez sólo Blaise Pascal haya sabido o querido llevar a sus

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últimas consecuencias la intuición misma que Phi­lippe de Champaigne proyectara sobre el espacio silencioso de lienzo: decisión de permanecer, hasta el final, en el seno de la contradicción sin buscar resolverla. Seguir hablando -seguir escri­biendo- contra toda palabra -contra toda escri­tura. Palabra del desierto -tal vez, palabra-desier­to. Por eso es Pascal -como lo es Champaigne­metáfora privilegiada de un tiempo que vive en y de la tragedia.

* * *

En la noche del 23 de noviembre de 1654, Blaise Pascal -matemático célebre a sus 29 años y hom­bre mundano notorio- levanta acta de su decisión de acabar con el mundo del saber ( con el mundo a secas) que, hasta ese día, ha sido el suyo. El texto del Memorial es bien conocido. Se abre con una invocación excluyente:

«Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob no de los filósofos ni de los sabios ... »,

para cerrarse con un proyecto claro: « ... Renuncia total y dulce» (1).

¡Renuncia total y dulce! No es tan asombroso, al fin. Hace ya diecisiete años que las fugas jan­senistas a la soledad han comenzado. Salvo que, en este caso, es un filósofo, uno de esos seres a destruir, el que toma el camino del desierto. Y es esto algo que va a complicar enormemente las cosas, al convertir la fulminación en suicidio -y, ¿hay acaso, suicidio cristiano, suicidio jansenista?

Goldmann ha puesto suficientemente al descu­bierto, en páginas que apenas si es preciso recor­dar, hasta qué punto la existencia de Blaise Pascal ha estado, como la del fenómeno jansenista en general, marcada con todos los estigmas de un fin de época, de la lenta extinción del efímero papel protagonista de la noblesse de rob en la gestación de la monarquía absoluta en Francia (2). Bástenos subrayar aquí cómo en el caso de la familia Pascal «el comportamiento ha sido anterior a la ideolo­gía. Mucho antes de conocer las ideas de Saint­Cyran, Etienne Pascal vendió en 1634 su cargo de Presidente del Tribunal de Ayudas de Montfe­rrand para retirarse a la vida privada e instalarse en París. Sabemos que en 1638 figuró entre los dirigentes de una manifestación contra los retrasos en los pagos de las rentas y que se vio obligado a ocultarse a pesar del enérgico apoyo que los sedi­ciosos encontraron en el Parlamento; sólo volvió a gozar del apoyo oficial aceptando una tarea espe­cialmente penosa, por ser antiparlamentaria, en la represión de los V-nu-pieds en Normandía. Puede comprenderse que en la familia Pascal estuviera abonado el terreno del jansenismo» (3).

Blaise Pascal va a formarse en el interior de un sector social que ha perdido ya toda posibilidad de intervención pública. Y, ¿qué queda sino el juego, cuando todo lo serio -todo lo que con el poder se relaciona- se esfuma inesperadamente? Desde el otro lado de la vitrina que nunca más volverán a

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atravesar, los grandes señores caídos se aprestan a aceptar el reino de la absoluta gratuidad, en el que han sido benévolamente confinados. Enfren­tada a un sentimiento de hastío irreparable, el siglo va a ver una generación de grandes jugado­res, de libertinos o de matemáticos (al fin, la misma cosa). De hombres que apuestan. Y no olvidemos -Dostoyevski obliga- que el gentleman

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-o lo que es lo mismo, el verdadero jugador- sóloapuesta a perder.

Así andan las cosas, así está el «mundo», cuando el joven Blaise comienza a anunciarse precozmente como una luminaria con futuro. Más vale que retorne a casa (o que no salga de ella). Más vale volver la vista al juego con que llenar el ocio inevitable, el hastío previsible; volverla hacia

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esas distintas formas del divertissement, de las que el ex-magistrado Etienne Pascal le enseñara a considerar la más elevada, el juego inacabable de la matemática. El otro divertissement, vendrá a él ligado.

Pero nos hemos preguntado: «¿qué queda sino el juego?». No es una pregunta retórica, tiene una, aunque no sea ésta aún pensable por el joven Pascal: queda el desierto, la renuncia a todo juego, el abandono de la mesa (Jacqueline Pascal la encontrará muy pronto). Pues bien, es precisa­mente a eso a lo que venimos llamando janse­nismo .

El primer encuentro con la doctrina de Port­Royal se ha producido hacia 1646, y aún cuando sus efectos tardarán aún en manifestarse, cabe imaginar los efectos que, sobre el joven científico, han debido producir las palabras de J ansenius, que parecen hechas a la medida de su propia con­dición:

«Aquel que haya vencido la concupiscencia de la carne ... se verá atacado por otra tanto más engañosa cuanto más honesta parece.

Se trata de esa Curiosidad siempre in­quieta, que ha sido llamada con ese nombre a causa del vano deseo que tiene de saber, y que se ha enmascarado bajo el nombre de ciencia.

Ella ha puesto la sede de su imperio en el espíritu, y allí es donde, habiendo reunido un gran número de diferentes imágenes, lo per­turba mediante toda suerte de ilusiones ...

Si queréis reconocer qué diferencia hay en­tre los movimientos de la Voluptuosidad y los de esta pasión, no tenéis más que considerar que la Voluptuosidad carnal no tiene más fi­nalidad que las cosas agradables, mientras que la curiosidad recae incluso sobre aquellas que no lo son, divirtiéndose en intentar alcan­zar, experimentar y conocer todo aquello que ignora.

El mundo está tanto más corrupto a causa de esta enfermedad, cuanto que ella se desliza bajo el velo de la salud, es decir, de la cien­cia ...

De ahí viene la búsqueda de los secretos de la naturaleza que en nada nos conciernen, que es inútil conocer y que los hombres desean saber tan sólo por el placer de saber. .. (4)

En la meditación de tales textos, Pascal ha co­menzado a sospechar algo extremadamente radi­cal: el hundimiento de todos sus proyectos juveni­les. Y, cuando un mundo se acaba, fuerza en buscar otro, antes de optar definitivamente por el vacío. Una intuición clara se va abriendo paso: la de que nada podré comprender que no sea mi incapacidad intrínseca para comprender nada, nada me será dado vivir que no sea mi propia muerte. La palabra va a ser muy pronto dicha y la derrota aceptada. Comienza ahora el largo vía crucis final. Y, en el inicio de esa larga noche, el

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libertino que no pudo o no supo ser hasta el fin, lentamente va quedándose a solas en la frontera del derrumbe. «Es indispensablemente necesario que el alma se vea despojada de todo objeto de felicidad» (5). La angustia y la desesperanza lo van ganando. «No puede ya el alma gozar con tranquilidad de las cosas que le resultaban encan­tadoras. Un continuo escrúpulo la combate en ese gozo, y esa visión interior no le hace encontrar aquella acostumbrada dulzura entre las cosas a las que se abandona con plena efusión de su co­razón. Y aún mayor amargura encuentra en los ejercicios piadosos que en las vanidades del mundo. Por una parte, la presencia de los objetos visibles la afecta más que la esperanza de los invisibles, y, por otra, la solidez de los invisibles la afecta más que la vanidad de los visibles. Y así,

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la presencia de los unos y la solidez de los otros excitan su aversión; de tal modo que nacen en ella un desorden y una confusión que apenas puede ella desentrañar» (6). Todo se esfuma en el hori­zonte de un pasado muy cercano, parece ya per­dido en el infinito hastío: ... todo perdido en vano, como en vano perdido fuera el tiempo aquel otor­gado al juego de la ciencia. A su alrededor la muerte ha tejido un círculo del que él mismo se sabe geómetra certero. «Yen la visión cierta de la aniquilación de todo cuanto ama, se estremece ante esta consideración y, viendo que cada ins­tante le arranca el goce de su bien y que lo que le es más querido huye a cada momento, y que fi­nalmente llegará, con certidumbre, el día en que se encuentre despojado de todas las cosas en las que puso su esperanza» (7). El horror que Blaise Pascal ha sentido ante su obra (porque obra suya es, al fin, esta catástrofe), al ver desaparecer bajo sus propios golpes, una tras otra, las últimas cer­tidumbres, sus últimas esperanzas, ha sido, desde luego, mucho más explícito que el de Philippe de Champaigne; así hay, en efecto, que apreciarlo, a poco que nos tomemos en serio ese su propio testimonio, en que nos es narrado cómo el alma del pecador arrepentido «entra ante la visión de las grandezas de su Creador y en humillaciones y adoraciones profundas. Se aniquila consiguien­temente y, no pudiendo formarse de sí misma una idea lo suficientemente baja, concebir una lo sufi­cientemente elevada del soberano bien, hace nue­vos esfuerzos por rebajarse hasta los últimos abismos de la nada» (8).

En esta sistemática rigurosa de la desesperanza terrena, que Port-Royal acabará encarnando, va a cifrar, paradójicamente, Pascal su última y más desmedida esperanza: la de «adorar a Dios como criatura, rendirle gracias como deudor, satisfa­cerlo como culpable y rogarle como indigente» (9). Y así, en el momento mismo en que parece querer abandonar el juego, Blaise Pascal em­prende la última y más fuerte de sus apuestas. Port-Royal será su última pasión. Y las puertas del desierto se abren, y la tentación del silencio co­mienza a invadirlo todo.

* * *

«C' est une chose horrible de sentir s' écouler tout ce qu'on possede» (10). La larga crisis ini­ciada en la noche del 23 de noviembre del 54, provisionalmente diferida por el entusiasmp mili­tante de las Provinciales, irá horadando el espíritu pascaliano. Toda ruta de esperanza se cierra; el abismo se abre de nuevo a los pies de Pascal. Port-Royal incluso, va a aparecer desprovisto, ahora, de la catártica serenidad soñada. En el silencio del retiro, lejos del calor -a fin de cuen­tas, mundano- de las grandes polémicas públicas, las certidumbres van perdiendo consistencia, la voluntad misma de hablar va cobrando el tinte de una empresa vana y temeraria. Ultima huella de la

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soberbia y del orgullo. ¿Por qué hablar mejor que guardar silencio? ¿Para qué discutir, discu­rrir ... ? Todo hasta aquí no habría sido más que palabra, divertissement, feroz huida, inacabable fuga hacia delante, para escapar a la presencia insufrible de lo más espantoso: la imagen de mi rostro, que es imagen de mundo. Todo habrá sido intentado. La matemática, el mundo, Port-Royal incluso, no han sido más que los juegos con que traté de ocupar un tiempo que me distrajera de este momento ahora inevitable. Todo no habrá sido, al fin, más que paréntesis torpemente con­denado al fracaso. Fin del juego, pues. El mo­mento irreparable se ha producido. No quedan ya recursos, no hay huida posible; sólo desvelar la trama: decir que se ha jugado, y decir a qué y por qué. Dar muerte al juego, explicitándolo.

¿Por qué el juego? -Por miedo a lo más insopor­table. «Nada es tan insoportable para el hombre como el hallarse en un absoluto reposo, sin pa­siones, sin negocios, sin diversiones, sin aplica­ción. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incontinente sacará del fondo de su alma el hastío, el pesimismo, la tristeza, la melancolía, el despecho, la desesperación» (11). Porque la con­dición del desterrado es en sí misma intolerable, perfectamente insufrible, y porque, frente a ella «el único bien de los hombres consiste en ser distraídos de pensar en su condición, bien sea por una ocupación que los aleja de ella, bien por

cualquier pasión amable y nueva que los ocupe, bien mediante el juego, la danza, cualquier espec­táculo atractivo, y, en definitiva, por todo aquello a lo que se llama divertissement ... Y así se nos va la vida toda. Buscamos el descanso, combatiendo algunos obstáculos determinados; y, una vez que los hemos superado, el descanso se nos hace in­soportable» (12). En la batalla ineludible contra la muerte, vanamente el divertissement trata de es­fumar, mediante el juego, la sombra permanente del hastío. «No habiendo podido los hombres re­mediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido, para ser felices, no pensar en ello ... La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es la distracción, y es ella, sin embargo, la más grande de nuestras miserias. Puesto que es ella principalmente quien nos impide pensar en noso­tros y nos hace perdernos insensiblemente. Sin

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ella, nos hallaríamos sumidos en el hastío, y este hastío nos empujaría a buscar un medio más só­lido de salir de él. Pero la distracción nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte» (13). Permanentemente empeñados en abolir la imagen de nuestro propio drama, «corremos des­preocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos colocado delante de él algo que nos impida verlo» (14).

Violentamente instalado en la rigurosa paradoja, el hecho religioso mismo es, para Blaise, más pa­tético que consolador, su incertidumbre, no me­nos paradójica que el drama del jugador mundano. «El conocimiento de Dios sin el de la miseria es

fuente de orgullo. El conocimiento de ta propia miseria sin .el conocimiento de Dios es causante de desesperación» (15).

En realidad, la paradoja planteada es rigurosa­mente insalvable y, a fin de cuentas, expresión, perfectamente plástica, del drama pascaliano en el momento de redactar Pensées. Expresión lúcida de una rigurosa desconfianza hacia la palabra, frente a la cual no parece caber más alternativa que la del silencio invocado en el fragmento 102: «Es necesario mantenerse en silencio siempre que sea posible» (16). Ese silencio que Martín de Bar­cos esgrimiera como único argumento cuando el affaire de la signature, y que Jacqueline llevará hasta su consecuencia última. Jacqueline ha sa­bido escoger, como lo supo Barcos: Dios contra conocimiento, silencio contra palabra, oración contra razonamiento, muerte contra mundo. Apo­líneos a su manera y seguros de sí mismos, carte­sianos, al fin, en forma paradójica, su decisión ante los términos de la oposición está siempre de antemano tomada. Pero, ¿y Blaise? -Blaise Pascal pertenece a una raza muy diferente; la tragedia no es nunca en él simplemente metódica, y la contra­dicción no se agota jamás, ni en sus textos ni en su vida apasionada y rigurosa, en simple artilugio retórico; dionisíaco en esto como en tantas otras cosas, decir, para Pascal, A contra B, no significa optar entre A y B, sino adoptar el juego mismo que la contradicción genera, estar en A y en B, estar en la imposible conjugación de los contradic­torios, y con ellos desgarrarse en este universo imposible y necesario, imposiblemente necesario que es el del Barroco: ser silencio y palabra, pala­bra de silencio, mundo y muerte, razón contra razón, Dios contra hombre y hombre contra to­dos. «Deseamos la verdad y no hallamos más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no halla­mos más que miseria y muerte. Somos incapaces de no desear la verdad y la felicidad, y somos incapaces para la certidumbre y la felicidad. Este deseo nos es permitido, tanto para castigarnos como para hacernos sentir hasta dónde hemos caído» (17). Pensamiento de continuo bailando sobre la navaja de su propio vacío, lucidez de la locura más alta, más perfecta, la de «querer no estar loco», la de pensar, con loca voluntad de consumir hasta la llama última de todo pensa-

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miento. Ultima y patética arrogancia de una razón desmedida en su pasión, ésta que quiere que el largo y sistemático camino final hacia la autodes­trucción sea racionalmente planificado y ejecu­tado, que nada quepa en él de arbitrario. Destruir, con lucidez absoluta, las bases de toda lucidez. «La razón nos rige mucho más imperiosamente que un amo; porque, al desobedecer a un amo, uno es desdichado, y, al desobedecer a la razón, estúpido» (18).

De las fórmulas frecuentes con las que Pascal invoca la humillación de la razón ( «¡Cómo me gusta ver a esa soberbia razón humillada y supli­cante!») (19), conviene no sacar conclusiones de­masiado precipitadas; porque, no lo olvidemos, es la razón la que procede a la humillación de su propia soberbia, es ella misma quien se fustiga y se impone una disciplina que no hace, en cierto modo, sino culminar su arrogancia más desmesu-

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rada. Y si el cristianismo de Pascal viene a resu­mirse en «sumisión y uso de la razón» (20), su sentido último resulta mucho menos sencillamente humilde de lo que pueda aparecer a una lectura piadosa, si lo releemos a la luz, infinitamente más compleja, del fragmento 465, texto que encierra, el solo, todo lo más profundo de la trayectoria de ese racionalismo anticartesiano que define el espí­ritu trágico: «Nada hay de más conforme a la razón que la desautorización de la razón» (21).

Asentado sobre la angustia metódica, Pascal va lentamente tejiendo el horizonte de un pensa­miento que trata sistemáticamente de autodisol­verse en el seno de una muerte que se dibuja en filigrana como horizonte último. No es difícil la pasión un tanto horrorizada que esta tarea suicida y rigurosa habría de producir en Nietzsche. Todo en ella anuncia ya, en efecto, un horizonte nuevo, un horizonte que exige acabar con Descartes, para poder pasar a ser verdaderamente racionalistas, acabar con la ingenuidad del universal geome­trismo, para entrar de lleno en el barroco, y con él en el umbral de nuestro propio universo discur­sivo.

Y, ante todo, consideremos que si algún efecto ha inducido la experiencia de Port-Royal, en el terreno de la filosofía, sobre Pascal éste ha sido la clara enseñanza del carácter imaginario, y por tanto irresolublemente odioso, de eso a lo que llamamos yo. «Le moi est haissable» (22). La fórmula puede parecer chocante o excesiva para un lector cartesiano: en el siglo del cogito, en el siglo del descubrimiento del sujeto, ¿qué puede querer significar esta invocación abrupta del odio hacia el yo? -Tal vez, precisamente, la más alta profundización del tema mismo del sujeto en cues­tión: la comprensión de su carácter fantasmático, imaginario, mil veces camuflado y mimado por nuestra ilusoria pretensión de autoconsciencia. «Incesantemente trabajamos en el embelleci­miento y conservación de nuestro ser imaginario y dejamos de lado el verdadero» (23).

La práctica religiosa puesta en funcionamiento concreto por Port-Royal, es aquí esencial para comprender lo sucedido. Esa testaruda sistemati­cidad con la que Port-Royal ha ido rechazando toda forma de compromiso con el mundo, esa búsqueda ardiente del desierto, de la lenta e im­placable disolución de sí mismo en la espera y la escucha del Señor, ante la cual toda autonomía del individuo cae, en la cual no queda ya lugar más que al silencio y a la espera de la muerte, es ya, mucho antes de su teorización, la ejemplificación más detallada y rigurosa del odio radical hacia ese yo, en cuya identidad el mundo intenta un último asalto de penetración en el propio desierto. En la soledad del convento, el yo no es otra cosa que el otro nombre que recibe el mundo. Por lo demás, «¿dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? Y ¿cómo amar el cuerpo o el alma, si no es en función de las cualidades que no son lo constitutivo del yo, puesto que son perecederas?

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... No amamos jamás a persona alguna, sino tan sólo cualidades» (24).

De otro modo dicho: llamo yo a la costumbre, a esa pereza remolona de la identidad en que soñar y soñarme; en que jugar a perder de vista el caos inevitable de un ser trágicamente desgarrado por la contradicción.

El yo es, pues, odioso. Disolver la estabilidad del yo cartesiano ha sido, para Pascal, un radical esfuerzo (cuyos referentes biográficos e históricos no son, por lo demás, excesivamente difíciles de delimitar) por destrozar sistemática y racional­mente, razonada y rigurosamente, todo lo que configura el universo sistemático y razonable del sujeto, mediante la apertura a la apuesta, al juego, a través del cual me sea dado ver las cosas «no desde otras perspectivas, sino con otros ojos»: ojos en que la indigencia primera de la filosofía parece culminar (¡ extraña pirueta socrá­tica!) en ese punto en que -como se formula en el fragmento 24- «burlarse de la filosofía es la ver­dadera forma de filoso! ar».

Y, en la autodestrucción final de la razón a la que Pascal aboca a la filosofía, la propuesta inicial de la deleznabilidad del yo halla, finalmente, su paralelo correlato en la ruina de la razón por la filosofía cumplimentada. «Toda la filosofía no me­rece más de una hora de esfuerzo» (25).

El hombre pascaliano, así, más allá de todos sus ensueños y esperanzas de roseau pensant, queda, de pronto, enfrentado a la radical constatación de

la hecatombe de su esfuerzo por autofundamen­tarse. «Descripción del hombre -anota con cruel­dad lúcida-: dependencia, deseo de independen­cia, necesidad» (26). Frustración y muerte, nada hay en el hombre que no sea ilusoria imagen de sí mismo. Nada es su vana pretensión de ser sí mismo que no derive del implacable peso de una ineludible sumisión en la que es configurado y aplastado. No es el sujeto humano un punto de partida, tan sólo de llegada; un constructo de fuerzas incontrolables, regidas, a fin de cuentas, por el peso remolón de la costumbre. Porque «es la costumbre una segunda naturaleza que des­truye la primera. Ahora bien, ¿qué es esta natura­leza? ¿Por qué no es natural la costumbre? Mu­cho me temo que esta naturaleza no sea a su vez, más que una primera costumbre, al modo en que

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la costumbre es una segunda naturaleza» (27). La costumbre (a la que, un par de siglos más tarde, Marx llamará historia) tal vez sea, en verdad, nuestra única naturaleza, y ello hasta el punto de ser la verdadera gestora de aquello que para Pas­cal aparece como la más alta de las actividades humanas: incluso el hecho religioso es un fruto cálido de la costumbre. Del poder humano al di­vino, toda creencia es sumisión, automatismo dulce de un hábito consagrado. ¿ Queréis creer?, se pregunta Pascal. -Haced comme si. Fingirse enamorado, es ya, muy profundamente, estarlo (28), «tomar agua bendita, hacer decir misas», repetir incansable los mil ritos que acompañan al ser religioso, es ya, muy estrictamente, serlo: tal vez todo ser no sea otra cosa que el conjunto articulado de sus máscaras, de sus superficies li­sas y brillantes, de su liturgia perfecta y autosufi­ciente. Uno son el actor y su máscara; no hay más ser del actor que la serie inacabable de sus másca­ras. Toma, pues, ese papel, esa careta, abrázalos sin miedo, «cela vous faira croire et vous abé tira» (29). Y, en el final, el yo odiado, definitivamente quedará relegado en el subsuelo del olvido. Por­que «quien se acostumbra a la fe cree en ella y no puede ya dejar de temer el infierno y no cree en cosa otra alguna» (30). Sorprendente lucidez -casi materialista- en la delimitación del ámbitodel saber como constructo de poder y persuasión.La sombra nocturnal de la pesadilla spinozistasobrevuela nuestras cabezas en el momentomismo de releer a Pascal. Porque, si, en efecto,las tesis morales y religiosas que sobre tal arte­facto trata de asentar el jansenista francés, sonestrictamente opuestas a las que soñará, en larepublicana Holanda, el cauteloso tallador de len­tes ( liberación radical en éste, donde en aquélsumisión absoluta), no disminuye ello un ápice lafundamental identidad formal del descubrimientofascinante de ambos: el momento, crucial para laHistoria de la Filosofía Moderna en que conoci­miento pasa a ser pensado como momento de po­der, como constructo imaginario de poder, lugarprivilegiado de la elaboración sumisa de esa ruinade penosa grandeza a la que llamamos sujeto hu­mano. «No hay que engañarse: somos autómata,tanto como espíritu» (31). Las cartas están echa­das. Insalvable es, pues, la servidumbre. Y tantomás amarga cuanto que «sólo el señorío y el impe­rio hacen la gloria, la servidumbre sólo la ver­güenza» (32).

De la esperanza de victoria sobre el olvido, que la propia actividad literaria pudiera aún encerrar en el espíritu de un Pascal atrapado en el callejón sin salida de la proximidad de la muerte, no va a quedar, al final, sino ese último resquicio de seño­río que se encierra en el acto de aceptar la inso­portabilidad misma de la condición humana. Fin de toda esperanza. Aceptación de la miseria y de la densa noche oscura. Nada queda ya que hacer, que no sea aguardar la llamada del ángel, que vendrá a fulminar mi torpe intento de haber sido

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imagen mundana suya. Con el espíritu quebran­tado y marchito. Con el horror inevitablemente delante de la vista. Y no cerrar los ojos, y callar, callar ... «Miserias de un rey desposeído» (33).

¡Por qué camino tan largo y tortuoso ha llegado, finalmente Pascal a la vieja palabra platónica, que dice que filosofía no es más que muerte y aprendi­zaje de muerte!. La muerte, «una muerte inevita­ble, que nos acecha a cada instante» (34), es la compañera inseparable del filósofo. Esa presencia dulce y resignada, que hace de la escritura el juego más arriesgado. Ese suave atardecer de la palabra hacia el silencio. ¿La vida misma? -No otra cosa que «un ensueño apenas una pizca me­nos inconsistente» (35) . . . ¡ Por qué camino tan largo y tortuoso!

Page 8: PORT-ROYAL: LA PALABRA EN EL DESIERTO* · la paradoja). Antaine Arnauld (como buen teólogo y buen cartesiano) apuesta decididamente por la palabra académica. Como por el silencio

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«Imaginemos una multitud de hombres en­cadenados, todos ellos condenados a muerte, varios de los cuales son degollados a diario a la vista de los demás, los que quedan ven su propia condición en la de sus semejantes, y, contemplándose unos a otros con dolor y sin esperanza, esperan su turno. Tal es la imagen de la condición humana» (36).

La Caverna se cierra. La historia ter­mina. Un mundo acaba.

NOTAS

e

* El presente artículo es parte de un proyecto más ampliode investigación sobre la temática port-royalina, en la actuali­dad en curso de realización.

(I) Mémorial, en Oeuvres Completes. Texte établi, pré­senté et annoté par Jacques Chevalier; Paris, Gallimard, Co­llection de la Pléiade, 1954 (en adelante, OC), pp. 553-554.

(2) Goldmann, L.: Le Dieu caché; Paris, P. U .F., 1955. Hay traducción castellana: El hombre y lo absoluto; Barce­lona, Península, 1968. Cfr. igualmente, del mismo autor, la documentada Introducción a su edición de la correspondencia de Martin de Barcos, París, P.U .F., 1955.

(3) El hombre y lo absoluto, ed. cit., p. 178.(4) Jansenius, C.: De la reformation de /'homme (Traduc-

ción al francés de Arnauld d'Andilly, libro II, c. VIII. (5) oc, p. 550.(6) [bid., p. 548.(7) [bid., p. 549. (8) [bid., p. 551. (9) [bid., p. 552. (10) Pensées, Ch. 350, B. 212, L. 757. (En las citas de

Pensées, daré si'empre sucesivamente las numeraciones Cheva­lier, Brunschvicg y Lafuma).

(11) /bid., Ch. 201, B. 131, L. 622.(12) /bid., Ch. 205, B. 139, L. 136.(13) /bid., Ch. 213 y 217, B. 168 y 171, L. 134 y 414.(14) Ibid., Ch. 226, B. 183, l. 166.(15) /bid., Ch. 75, B. 527, L. 192.(16) Ibid., Ch. 102, B. 536, L. 99.(17) /bid., Ch. 270, B. 437, L.(18) /bid., Ch. 266, B. 345, L. 768.(19) /bid., Ch. 381, B. 388, L. 52.(20) lbid., Ch. 463, B. 269, L. 167.(21) /bid., Ch. 265, B. 272, L. 182.(22) /bid., Ch. 136, B. 455, L. 597. (23) /bid., Ch. 145, B. 147, L. 806. (24) /bid., Ch. 306, 324, L. 101. (25) Ibid., Ch. 192. (26) /bid., Ch. 160, B. 126, L. 78. (27) lbid., Ch. 120, B. 93, L. 126. (28) Cfr. OC., p. 540. (29) Pensées, Ch. 451, B. 233, L. 418.(30) /bid., Ch. 449, B. 89, L. 418.(31) /bid., Ch. 470, B. 252, L. 821.(32) /bid., Ch. 267, B. 160, L. 795.(33) lbid., Ch. 269, B. 398, L. 116.(34) /bid., Ch. 8, B. 766, L. 607.(35) lbid., Ch. 341, B. 199, L. 434.(36) /bid., Ch. 341, B. 199, L. 434.

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