pmg (grande)

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Mis amigos que vivían en la playa me ofrecieron muy amablemente su casa mientras se iban de viaje. Habían ganado un concurso organizado por un periódico y una emisora locales para quienes llamaran a un pro- grama y contaran detalles escabrosos de su vida íntima. Ella llamó y contó cosas que ni quiero ni puedo repetir acá, pero los detalles fueron tan escabrosos y se levantó tal escándalo que la entrega del premio, que debía ser con bombos y platillos por tratarse de una maniobra publicitaria, se hizo de la forma más discreta posible en uno de los salones más pequeños y oscuros de un antiguo centro comercial de la ciudad, en la actualidad bastante venido a menos. El salón, llamado paradójicamente “Girasol”, estaba localizado en el sótano del edificio y, en vez de ventanas, tenía fotos de paisajes suizos pegadas con cinta en las paredes. A la premiación ambos llevaron gorros de lana con huecos para los ojos que, obviamente, no dejaban ver quienes eran. Esto en la costa Atlántica, en el sótano de un centro comercial nada elegante y sin aire acondicio- nado. O sea que sudaban a chorros debajo del gorro. Él llevaba camiseta y ella un esqueleto y el sudor que les bajaba del rostro, que se filtraba por la lana, les formaba un manchón amarillento en el cuello de los dos y los hacía ver como si hubieran urdido este plan en conjunto para verse simila- res en algo más que la máscara que llevaban en la cabeza. En realidad no fue intencional. Contaron que al final, cuando ya habían recibido el premio, se metieron juntos al baño, se juagaron el rostro y se agarraron a besos, lamiéndose el sudor y el agua de la frente y de las cejas, reemplazándola por la saliva de vencedores de concurso de periódico y radio, o sea de ellos. Después del premio durante un rato les dio por salir a fiestas nocturnas con los gorros con agujeros, y la gente los reconocía y se alegraban de ver estas figuras anacrónicas o míticas, mitad seres del mar y mitad de la montaña. Fueron ellos quienes me prestaron su casa. Yo quería descansar de Bogotá, de su esmog y de la pitadera de sus taxistas y otros conductores de automóviles. También quería descansar de las montañas, del cielo gris (era marzo, estábamos en invierno) y de la persona en que me convierto después de pasar demasiado tiempo en mi casa. Por eso, cuando me preguntaron, les dije que sí. Ellos sabían que yo tenía un horario flexible, que podía trabajar desde la casa sin importar dónde estuviera la susodicha casa, que a veces me rayaba el coco tanto asfalto y tanta pitadera, y que, además, yo era bueno con los animales y esto era fundamental porque en esta casa había dos perros, cuatro gatos y una tortuga. Yo conocía la casa y también a los perros, gatos y a la tortuga, y con todos me la llevaba bien. Afortunadamente no tenían un poni, porque con ellos no me la llevo tan bien. En mi infancia fui atacado por uno de estos animales traicioneros, que escondía, detrás de su aparente mansedumbre y de su melena lacia, un profundo resentimiento hacia los seres humanos. El poni, cuyo nombre jamás supe, me mordió traicioneramente mientras le daba la espalda, distraído como estaba al departir con algunos compañeritos de colegio. El animal me dejó una marca en el hombro derecho que conservo hasta el día de hoy (se nota más cuando me bronceo, ahí la dentadura del poni puede verse con un color un poquito más claro que el resto) igual que una duradera desconfianza hacia cualquier animal de apariencia excesivamente enternecedora. Ese, sin embargo, no era problema con los animales de mis amigos, que de tiernos no tenían nada. Los cuatro gatos habían sido recogidos de la calle y al parecer todos habían sufrido mucho antes de ser rescatados. Entre los cuatro había varias colas fracturadas o incompletas, incontables parchecitos sin pelo y un par de orejas rasgadas. Eran criaturas dóciles a quienes claramente la vida les había roto, además de ciertas partes del cuerpo, el orgullo y que recibían cualquier cariño con regocijo, como un náufrago acepta agradecido cualquier gaseosa así no esté fría ni sea de un sabor que le guste. Los perros eran un doberman grandote y flaco que vivía aturdido por el calor, resoplando en las esquinas y en cualquier parchecito de sombra que encontrara, y otro perro de raza indeterminada, bajito y amarillo, que miraba todo con desconfianza, como si supiera que el mundo estaba lleno de traiciones y mentiras y él sólo tuviera que esperar para ver confirmado su pesimismo. Sin embargo, gozaban de buen apetito. Con ellos mi relación no era muy compleja: yo les daba de comer y, a cambio, ellos me lamían las manos, las rodillas y la cera de los oídos. No más. Con la tortuga las cosas no eran tan simples. Tenía un rostro anciano y pedregoso, gris y arrugado. No sé qué edad tendría, pero había llegado a la casa hacía un año y medio. Al conocerla, lo primero que uno pensaba era que la famosa lentitud no tenía nada que ver con esta criatura. Esta tortuga caminaba rápido, aunque también un poco incómoda y furiosa. Era como si le hubieran puesto las patas al revés, la izquierda en la derecha y al revés, y que ese error de diseño la indignara hasta el frenesí días tras día tras día. Su venganza, me explicaron mis amigos, era hacerse popó justo frente a la puerta que daba al patio central de la casa, donde estaban los comederos de los animales, el lavadero, dos hamacas colgadas de unos árboles frondosos y las cuerdas para tender la ropa. Era una manifestación de descontento terriblemente efectiva porque la puerta abría hacia fuera (tenía las bisagras al revés). Entonces la acción de empujarla en la mañana creaba, por lo general, una boca triste mierdosa y ascendente en el piso de cemento. Pero no me explico bien. Digo que parecía una boca triste al verla desde adentro, desde donde uno abría; lateralmente, desde donde la veían la tortuga y dos de los gatos que no se perdían el espectáculo matutino, parecía una sonrisa. El viaje de mis amigos duraría dos semanas, en las que pensaba asolearme todos los días, chapotear en el mar día de por medio, y salir a bailar un par de veces a alguna discoteca con suficiente gente del interior como para no sentir vergüenza de expresarme corporal y musicalmente. Una de esas veces fue la noche de mi llegada y en la pista de baile conocí a una mucha- cha que estaba haciendo sus prácticas de comunicación social en la oficina de personal de una empresa de la ciudad. Recuerdo que bailamos reguetón, que nos dijimos generalidades entre gritos y que tomamos varias cervezas. Una cosa llevó a la otra y, al día siguiente, cuando mis amigos volaban hacia Machu Pichu (porque el premio era dos semanas en Perú, empe- zando en Machu Pichu), fue ella quien dibujó sorprendida, a primera hora de la mañana, la boca triste y mierdosa en el piso del patio con el regalo que la tortuga había dejado durante la noche. La desconcertó especial- mente encontrar, al subir la mirada del dibujo que había dejado la puerta, tres pares de ojos fijos en ella: los de la tortuga, que parecían sonreír, y los de dos de los gatos, que la miraban impasibles. No tardaron en llegar más ojos. Los del perro amarillo, al oírla gritar. Y los míos, que acudieron a la sonora invitación del can. Aparentemente la muchacha, que se llamaba Fernanda, trataba de salir discretamente pero su proyecto se dañó con la sonrisa de la tortuga, el grito de ella y el ladrido del perro amarillo. Así que se vio obligada a quedarse a desayunar. Ahí descubrí tres cosas. Primero, que hablando a un volumen normal, sin tener que gritar para hacernos oír, no nos caíamos especialmente bien. Segundo, que no le gustaba la marca de granola que mis amigos compraban. Y, tercero, que estaba muy contenta en su trabajo. Lo que hacía, dijo, era personalizar cartas de despedida para los obreros de una fábrica donde le ponían las tuercas finales a unos electrodomésticos genéricos (ella no sabía bien qué producían, “cosas para conectar”, dijo) en un galpón sin ventilación ni aire acondicionado en la zona industrial de la ciudad. La oficina de ella, aclaró, sí tenía aire acondicionado aunque lo ponían tan fuerte que debía llevar siempre un saco en su cartera para no resfriarse. Cuando se fue (sin mostrar interés en darme su número o en que yo le diera el mío, para alivio de los dos) yo fui al patio a cepillar la mierda de la tortuga con un poquito de clórox para que saliera más fácil y apestara menos. Ahí todos los animales me miraban, sospeché que tanto por hambre (era hora de su desayuno) como por verme limpiar la mezquina venganza de la tortuga. Les di de comer mascullando insultos y pensando en Fernanda en su oficina, con un suéter oscuro, mordisqueando un lápiz gastado, mientras personalizaba, muy ceñuda, las cartas de despido de los obreros en su computador. ¿Cómo se personaliza una carta de despido? Y, más importante, ¿para qué? ¿Sería como decirle a un obrero con una hija quin- ceañera que lo mejor sería no hacerle una fiesta? ¿Decirle a otro que suda demasiado que se mantenga hidratado en su búsqueda de otro empleo? ¿O recomendarle que tenga particular cuidado con su presentación personal en futuras entrevistas de trabajo? Luego pensé que no, que seguro era más sencillo. Su trabajo debía ser poner el nombre de cada quién en el encabezado, asegurarse con sus jefes de que de verdad quisieran echar al sujeto, verificar que la cédula y dirección concordaran con las que aparecían en las hojas de vida, imprimirla, ponerla en un sobre y entregársela al afectado. ¿Cómo podía alguien estar contento en un trabajo así? No sé, estar contento es muy raro. Como la tortuga, que parece estar contenta cagando frente a la puerta que da al patio. Le deseé a Fernanda lo mejor mentalmente, que consiguiera la granola de sus sueños, que, de ser posible, escribiera cartas de despedida brillantes que llenaran de esperanza a sus receptores y que no se agripara mortal- mente. Después de eso, dejé de pensar en ella. En cambio, lo de la caca de tortuga no pude sacármelo de la cabeza. Comencé a evitar el patio central, a pesar de ser el lugar más fresco de la casa y del llamado ondulante de las hamacas que me invitaban a recostarme en ellas a leer o a ver las nubes pasar por el cielo. La tortuga, pensé, está limitando mi mundo; yo debería, en respuesta, limitarle el suyo. Meterla en cajas cada vez más pequeñas hasta que que- dara encerrada en una de casi su mismo tamaño, dejando espacio apenas para ella y una de esas caquitas suyas. A ver qué pensaría el animal cuando cualquier movimiento suyo la hiciera untarse de mierda. También podría encerrarla en el horno microondas de la casa, donde cabría perfectamente. Podría decir que lo hice para protegerla de los depredadores que rondaban por el vecindario, de las babillas o cocodrilos, o, no sé, de los osos y los halcones. A ver qué tal le sentaba el microondas. Como dije, llegué con la idea de salir apenas un par de veces en esos quince días, pero terminé saliendo todas las noches. Me sentía ahogado en la casa, atrapado por la tortuga vengativa. En las noches de baile me encontré con Fernanda un par de veces pero no hablamos mayor cosa. Me hubiera gustado preguntarle sobre la personalización de las cartas, pero la música era atronadora y la pregunta no era como para hacerla a gritos. La casa se encogió para mí gracias a la tortuga. Abría la puerta al patio interior lentamente y con mucho cuidado para que sus regalos nocturnos no quedaran untados en el piso. La tortuga y los dos gatos me miraban como habían mirado a Fernanda: sonriendo ella e impasibles ellos. Creo que la tortuga y los gatos se dieron cuenta de una cosa que los perros jamás se podrán imaginar: que yo me estaba convirtiendo en un ser domesticado, alguien que había dejado atrás para siempre la libertad y la amplitud del mundo. Durante esos quince días yo fui, al igual que ellos, un prisionero, solo que no tenía una puerta con las bisagras al revés frente a la cual poder cagar mi manifestación de descontento. Mis amigos llegaron muy contentos después de sus dos semanas en Perú y la casa los esperaba limpia, bien barrida y ventilada. Los animales estaban saludables, los gatos sin nuevos parches calvos, colas rotas u orejas rasgadas. Aunque el perro amarillo parecía triste de verme partir, la tortuga y los gatos sabían que después de estas dos semanas yo era un hombre distinto, que me había acostumbrado a la idea de vivir en un mundo mucho menos grande que el de antes. Mis amigos me mostraron las fotos del viaje. Ahí estaban, con pasamon- tañas frente a las piedras milenarias de Machu Pichu. Luego con las mismas máscaras en unas playas amarillas y sin olas. En la última que vi, posaban en una plaza de pueblo, sin máscaras y besándose, frente a un poni disecado y con sombrero.

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Grande es la última parte del proyecto PMG.

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Page 1: PMG (Grande)

Mis amigos que vivían en la playa me ofrecieron muy amablemente su casa mientras se iban de viaje. Habían ganado un concurso organizado por un periódico y una emisora locales para quienes llamaran a un pro-grama y contaran detalles escabrosos de su vida íntima.

Ella llamó y contó cosas que ni quiero ni puedo repetir acá, pero los detalles fueron tan escabrosos y se levantó tal escándalo que la entrega del premio, que debía ser con bombos y platillos por tratarse de una maniobra publicitaria, se hizo de la forma más discreta posible en uno de los salones más pequeños y oscuros de un antiguo centro comercial de la ciudad, en la actualidad bastante venido a menos. El salón, llamado paradójicamente “Girasol”, estaba localizado en el sótano del edificio y, en vez de ventanas, tenía fotos de paisajes suizos pegadas con cinta en las paredes.

A la premiación ambos llevaron gorros de lana con huecos para los ojos que, obviamente, no dejaban ver quienes eran. Esto en la costa Atlántica, en el sótano de un centro comercial nada elegante y sin aire acondicio-nado. O sea que sudaban a chorros debajo del gorro. Él llevaba camiseta y ella un esqueleto y el sudor que les bajaba del rostro, que se filtraba por la lana, les formaba un manchón amarillento en el cuello de los dos y los hacía ver como si hubieran urdido este plan en conjunto para verse simila-res en algo más que la máscara que llevaban en la cabeza. En realidad no fue intencional.

Contaron que al final, cuando ya habían recibido el premio, se metieron juntos al baño, se juagaron el rostro y se agarraron a besos, lamiéndose el sudor y el agua de la frente y de las cejas, reemplazándola por la saliva de vencedores de concurso de periódico y radio, o sea de ellos.

Después del premio durante un rato les dio por salir a fiestas nocturnas con los gorros con agujeros, y la gente los reconocía y se alegraban de ver estas figuras anacrónicas o míticas, mitad seres del mar y mitad de la montaña.

Fueron ellos quienes me prestaron su casa.

Yo quería descansar de Bogotá, de su esmog y de la pitadera de sus taxistas y otros conductores de automóviles. También quería descansar de las montañas, del cielo gris (era marzo, estábamos en invierno) y de la persona en que me convierto después de pasar demasiado tiempo en mi casa.

Por eso, cuando me preguntaron, les dije que sí. Ellos sabían que yo tenía un horario flexible, que podía trabajar desde la casa sin importar dónde estuviera la susodicha casa, que a veces me rayaba el coco tanto asfalto y tanta pitadera, y que, además, yo era bueno con los animales y esto era fundamental porque en esta casa había dos perros, cuatro gatos y una tortuga.

Yo conocía la casa y también a los perros, gatos y a la tortuga, y con todos me la llevaba bien. Afortunadamente no tenían un poni, porque con ellos no me la llevo tan bien. En mi infancia fui atacado por uno de estos animales traicioneros, que escondía, detrás de su aparente mansedumbre y de su melena lacia, un profundo resentimiento hacia los seres humanos. El poni, cuyo nombre jamás supe, me mordió traicioneramente mientras le daba la espalda, distraído como estaba al departir con algunos compañeritos de colegio.

El animal me dejó una marca en el hombro derecho que conservo hasta el día de hoy (se nota más cuando me bronceo, ahí la dentadura del poni puede verse con un color un poquito más claro que el resto) igual que una duradera desconfianza hacia cualquier animal de apariencia excesivamente enternecedora.

Ese, sin embargo, no era problema con los animales de mis amigos, que de tiernos no tenían nada. Los cuatro gatos habían sido recogidos de la calle y al parecer todos habían sufrido mucho antes de ser rescatados. Entre los cuatro había varias colas fracturadas o incompletas, incontables parchecitos sin pelo y un par de orejas rasgadas. Eran criaturas dóciles a quienes claramente la vida les había roto, además de ciertas partes del cuerpo, el orgullo y que recibían cualquier cariño con regocijo, como un náufrago acepta agradecido cualquier gaseosa así no esté fría ni sea de un sabor que le guste.

Los perros eran un doberman grandote y flaco que vivía aturdido por el calor, resoplando en las esquinas y en cualquier parchecito de sombra que encontrara, y otro perro de raza indeterminada, bajito y amarillo, que miraba todo con desconfianza, como si supiera que el mundo estaba lleno de traiciones y mentiras y él sólo tuviera que esperar para ver confirmado su pesimismo. Sin embargo, gozaban de buen apetito.

Con ellos mi relación no era muy compleja: yo les daba de comer y, a cambio, ellos me lamían las manos, las rodillas y la cera de los oídos. No más.

Con la tortuga las cosas no eran tan simples. Tenía un rostro anciano y pedregoso, gris y arrugado. No sé qué edad tendría, pero había llegado a la casa hacía un año y medio. Al conocerla, lo primero que uno pensaba era que la famosa lentitud no tenía nada que ver con esta criatura.

Esta tortuga caminaba rápido, aunque también un poco incómoda y furiosa. Era como si le hubieran puesto las patas al revés, la izquierda en la derecha y al revés, y que ese error de diseño la indignara hasta el frenesí días tras día tras día.

Su venganza, me explicaron mis amigos, era hacerse popó justo frente a la puerta que daba al patio central de la casa, donde estaban los comederos de los animales, el lavadero, dos hamacas colgadas de unos árboles frondosos y las cuerdas para tender la ropa.

Era una manifestación de descontento terriblemente efectiva porque la puerta abría hacia fuera (tenía las bisagras al revés). Entonces la acción de empujarla en la mañana creaba, por lo general, una boca triste mierdosa y ascendente en el piso de cemento. Pero no me explico bien. Digo que parecía una boca triste al verla desde adentro, desde donde uno abría; lateralmente, desde donde la veían la tortuga y dos de los gatos que no se perdían el espectáculo matutino, parecía una sonrisa.

El viaje de mis amigos duraría dos semanas, en las que pensaba asolearme todos los días, chapotear en el mar día de por medio, y salir a bailar un par de veces a alguna discoteca con suficiente gente del interior como para no sentir vergüenza de expresarme corporal y musicalmente. Una de esas veces fue la noche de mi llegada y en la pista de baile conocí a una mucha-cha que estaba haciendo sus prácticas de comunicación social en la oficina de personal de una empresa de la ciudad. Recuerdo que bailamos reguetón, que nos dijimos generalidades entre gritos y que tomamos varias cervezas.

Una cosa llevó a la otra y, al día siguiente, cuando mis amigos volaban hacia Machu Pichu (porque el premio era dos semanas en Perú, empe-zando en Machu Pichu), fue ella quien dibujó sorprendida, a primera hora de la mañana, la boca triste y mierdosa en el piso del patio con el regalo que la tortuga había dejado durante la noche. La desconcertó especial-mente encontrar, al subir la mirada del dibujo que había dejado la puerta, tres pares de ojos fijos en ella: los de la tortuga, que parecían sonreír, y los de dos de los gatos, que la miraban impasibles.

No tardaron en llegar más ojos. Los del perro amarillo, al oírla gritar. Y los míos, que acudieron a la sonora invitación del can.

Aparentemente la muchacha, que se llamaba Fernanda, trataba de salir discretamente pero su proyecto se dañó con la sonrisa de la tortuga, el grito de ella y el ladrido del perro amarillo. Así que se vio obligada a quedarse a desayunar.

Ahí descubrí tres cosas. Primero, que hablando a un volumen normal, sin tener que gritar para hacernos oír, no nos caíamos especialmente bien. Segundo, que no le gustaba la marca de granola que mis amigos compraban. Y, tercero, que estaba muy contenta en su trabajo. Lo que hacía, dijo, era personalizar cartas de despedida para los obreros de una fábrica donde le ponían las tuercas finales a unos electrodomésticos genéricos (ella no sabía bien qué producían, “cosas para conectar”, dijo) en un galpón sin ventilación ni aire acondicionado en la zona industrial de la ciudad. La oficina de ella, aclaró, sí tenía aire acondicionado aunque lo ponían tan fuerte que debía llevar siempre un saco en su cartera para no resfriarse.

Cuando se fue (sin mostrar interés en darme su número o en que yo le diera el mío, para alivio de los dos) yo fui al patio a cepillar la mierda de la tortuga con un poquito de clórox para que saliera más fácil y apestara menos. Ahí todos los animales me miraban, sospeché que tanto por hambre (era hora de su desayuno) como por verme limpiar la mezquina venganza de la tortuga.

Les di de comer mascullando insultos y pensando en Fernanda en su oficina, con un suéter oscuro, mordisqueando un lápiz gastado, mientras personalizaba, muy ceñuda, las cartas de despido de los obreros en su computador. ¿Cómo se personaliza una carta de despido? Y, más importante, ¿para qué? ¿Sería como decirle a un obrero con una hija quin-ceañera que lo mejor sería no hacerle una fiesta? ¿Decirle a otro que suda demasiado que se mantenga hidratado en su búsqueda de otro empleo? ¿O recomendarle que tenga particular cuidado con su presentación personal en futuras entrevistas de trabajo?

Luego pensé que no, que seguro era más sencillo. Su trabajo debía ser poner el nombre de cada quién en el encabezado, asegurarse con sus jefes de que de verdad quisieran echar al sujeto, verificar que la cédula y dirección concordaran con las que aparecían en las hojas de vida, imprimirla, ponerla en un sobre y entregársela al afectado. ¿Cómo podía alguien estar contento en un trabajo así? No sé, estar contento es muy raro. Como la tortuga, que parece estar contenta cagando frente a la puerta que da al patio.

Le deseé a Fernanda lo mejor mentalmente, que consiguiera la granola de sus sueños, que, de ser posible, escribiera cartas de despedida brillantes que llenaran de esperanza a sus receptores y que no se agripara mortal-mente. Después de eso, dejé de pensar en ella.

En cambio, lo de la caca de tortuga no pude sacármelo de la cabeza. Comencé a evitar el patio central, a pesar de ser el lugar más fresco de

la casa y del llamado ondulante de las hamacas que me invitaban a recostarme en ellas a leer o a ver las nubes pasar por el cielo.

La tortuga, pensé, está limitando mi mundo; yo debería, en respuesta, limitarle el suyo. Meterla en cajas cada vez más pequeñas hasta que que-dara encerrada en una de casi su mismo tamaño, dejando espacio apenas para ella y una de esas caquitas suyas. A ver qué pensaría el animal cuando cualquier movimiento suyo la hiciera untarse de mierda.

También podría encerrarla en el horno microondas de la casa, donde cabría perfectamente. Podría decir que lo hice para protegerla de los depredadores que rondaban por el vecindario, de las babillas o cocodrilos, o, no sé, de los osos y los halcones. A ver qué tal le sentaba el microondas.

Como dije, llegué con la idea de salir apenas un par de veces en esos quince días, pero terminé saliendo todas las noches. Me sentía ahogado en la casa, atrapado por la tortuga vengativa. En las noches de baile me encontré con Fernanda un par de veces pero no hablamos mayor cosa. Me hubiera gustado preguntarle sobre la personalización de las cartas, pero la música era atronadora y la pregunta no era como para hacerla a gritos.

La casa se encogió para mí gracias a la tortuga. Abría la puerta al patio interior lentamente y con mucho cuidado para que sus regalos nocturnos no quedaran untados en el piso. La tortuga y los dos gatos me miraban como habían mirado a Fernanda: sonriendo ella e impasibles ellos.

Creo que la tortuga y los gatos se dieron cuenta de una cosa que los perros jamás se podrán imaginar: que yo me estaba convirtiendo en un ser domesticado, alguien que había dejado atrás para siempre la libertad y la amplitud del mundo. Durante esos quince días yo fui, al igual que ellos, un prisionero, solo que no tenía una puerta con las bisagras al revés frente a la cual poder cagar mi manifestación de descontento.

Mis amigos llegaron muy contentos después de sus dos semanas en Perú y la casa los esperaba limpia, bien barrida y ventilada. Los animales estaban saludables, los gatos sin nuevos parches calvos, colas rotas u orejas rasgadas. Aunque el perro amarillo parecía triste de verme partir, la tortuga y los gatos sabían que después de estas dos semanas yo era un hombre distinto, que me había acostumbrado a la idea de vivir en un mundo mucho menos grande que el de antes.

Mis amigos me mostraron las fotos del viaje. Ahí estaban, con pasamon-tañas frente a las piedras milenarias de Machu Pichu. Luego con las mismas máscaras en unas playas amarillas y sin olas. En la última que vi, posaban en una plaza de pueblo, sin máscaras y besándose, frente a un poni disecado y con sombrero.

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pág. 0 / Adriana Martínez

2 / Manuel Villa

4 / Leandra Plaza

6 / Giovanni Vargas

8 / Natalia Pérez

10 / Carlos Dussán

14 / Manuel Villa

16 / Linda Pongutá

18 / Ana Montenegro

26 / Camilo Ospina

28 / Mario Llanos

30 / Natalia Mantilla

32 / Paulo Licona

34 / Galia Ospina

38 / Héctor Ru

40 / Diana Marcela Cuartas

42 / Karen Ortiz

44 / Felipe Cortés

46 / Frank Minet

52 / Alejandro Martín

56 / Laura Zarta

64 / Camilo Bojacá

66 / Andrea Méndez

78 / Andrea Kratzer

80 / Leonardo Ochica

82 / Juan Carlos Calderón

86 / Francisco Toquica

90 / Natalia Salcedo

pág. 1 / Diana Marcela Cuartas

3 / Diana Sánchez

5 / Natalia Pérez

7 / Luis Miguel Bejarano

9 / Leandra Plaza

11 / Catalina Sierra

12 - 13 / Sebastián Cruz

15 / Daniel Acosta

17 / Catalina Rugeles

19 / Camilo Bojacá

20 - 21 / Mateo Pérez

22 - 23 / Mónica Naranjo U.

24 - 25 / Juliana Jaramillo

27 / Elkin Calderón

29 / Carolina Arciniegas

30 / Ícaro Zorbar

33 / Nicolás Vizcaíno

35 / Humberto Junca

36 - 37 / Eduardo Arias González

39 / Jeison Castillo

41 / Natalia Mantilla

42 / Santiago Vargas

45 / Alma Sarmiento

47 / Sebastián Mejía

48 - 49 / Andrea Méndez

50 - 51 / Alejandro Mancera

53 / Alejandro Mancera

54 - 55 / Sara Moreno

57 / Camilo Ospina

58 - 59 / Alejandro Mancera

60 - 61 / Vicky Ospina

62 - 63 / Francisco Toquica

65 / Andrea Kratzer

67 / Laura Ortiz

68 - 69 / Nobara Hayakawa

70 - 71 / Juan Carlos Calderón

72 - 73 / Ana María Zuluaga

74 - 75 / Andrés Fresneda

76 - 77 / Bárbara Santos

79 / Javieraron_bicefaliKo

81 / Javieraron_bicefaliKo

83 / Nobara Hayakawa

84 - 85 / Juan Carlos Calderón

87 / Andrea Kratzer

88 - 89 / Ximena Forero

91 / Mónica Páez

92 - 93 / Francisco Toquica

94 - 95 / Francisco Toquica

97 / Sara Moreno

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Page 100: PMG (Grande)

© De los autores de las fotografías© Revista Matera / PMG

isbn: 978-958-46-2408-62013

En el 2011, la revista bogotana Matera ganó la convocatoria de publicación periódica del iDARTEs con un proyecto especial titulado Pequeño, Mediano, Grande. La idea era hacer tres ediciones adicionales de Matera basadas en estos tres tamaños; los dos primeros títulos ya se realizaron y la última entrega es esta que tiene en sus manos. El comité de este proyecto estuvo conformado por Manuel Kalmanovitz y nicolás Consuegra.

La propuesta era hacer publicaciones de imágenes fotográficas exclusi-vamente, cada una de medidas distintas.

buscábamos que se hiciera una reflexión sobre cada una de esas ideas; que los interesados pudieran proponer, por ejemplo, imágenes de algo grande para la revista pequeña, o de algo pequeño que hiciera pensar en algo monumental, ¿por qué no? Todo era un experimento para ver cómo se relacionan los tamaños de las cosas con los de las imágenes que las reproducen y con los del medio impreso en donde se encuentran.

www.revistapmg.com

Cuento en portada de Manuel Kalmanovitz