pío baroja. zalacaín el aventurero-158508

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Zalacaín el aventurero Pío Baroja Prólogo CÓMO ERA LA VILLA DE URBIA EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX Una muralla de piedra, negruzca y alta rodea a Urbia. Esta muralla sigue a lo largo del camino real, limita el pueblo por el Norte y al llegar al río se tuerce, tropieza con la iglesia, a la que coge, dejando parte del ábside fuera de su recinto, y después escala una altura y envuelve la ciudad por el Sur. Hay todavía, en los fosos, terrenos encharcados con hierbajos y espadañas, poternas llenas de hierros, garitas desmochadas, escalerillas musgosas, y alrededor, en los glacis, altas y románticas arboledas, malezas y boscajes y verdes praderas salpicadas de florecillas. Cerca, en la aguda colina a cuyo pie se sienta el pueblo, un castillo sombrío se oculta entre gigantescos olmos. Desde el camino real, Urbia aparece como una agrupación de casas decrépitas, leprosas, inclinadas, con balcones corridos de madera y miradores que asoman por encima de la negra pared de piedra que las circunda. Tiene Urbia una barriada vieja y otra nueva. La barriada vieja, la calle, como se le llama por antonomasia en vascuence, está formada, principalmente, por dos

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  • Zalacan el aventurero

    Po Baroja

    Prlogo CMO ERA LA VILLA DE URBIA EN EL LTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX Una muralla de piedra, negruzca y alta rodea a Urbia. Esta muralla sigue a lo largo del camino real, limita el pueblo por el Norte y al llegar al ro se tuerce, tropieza con la iglesia, a la que coge, dejando parte del bside fuera de su recinto, y despus escala una altura y envuelve la ciudad por el Sur. Hay todava, en los fosos, terrenos encharcados con hierbajos y espadaas, poternas llenas de hierros, garitas desmochadas, escalerillas musgosas, y alrededor, en los glacis, altas y romnticas arboledas, malezas y boscajes y verdes praderas salpicadas de florecillas. Cerca, en la aguda colina a cuyo pie se sienta el pueblo, un castillo sombro se oculta entre gigantescos olmos. Desde el camino real, Urbia aparece como una agrupacin de casas decrpitas, leprosas, inclinadas, con balcones corridos de madera y miradores que asoman por encima de la negra pared de piedra que las circunda. Tiene Urbia una barriada vieja y otra nueva. La barriada vieja, la calle, como se le llama por antonomasia en vascuence, est formada, principalmente, por dos

  • callejuelas estrechas, sinuosas y en cuesta que se unen en la plaza. El pueblo viejo, desde la carretera, traza una lnea quebrada de tejados torcidos y mugrientos, que va descendiendo desde el Castillo hasta el ro. Las casas, encaramadas en la cintura de piedra de la ciudad, parece a primera vista que se encuentran en una posicin estrecha incmoda, pero no es as, sino todo lo contrario, porque, entre el pie de las casas y los muros fortificados, existe un gran espacio ocupado por una serie de magnficas huertas. Tales huertas, protegidas de los vientos fros, son excelentes. En ellas se pueden cultivar plantas de zona clida como naranjos y limoneros. La muralla, por la parte interior que da a las huertas, tiene un camino formado por grandes losas, especie de acera de un metro de ancho con su barandado de hierro. En los intersticios de estas losas viejas, y desgastadas por las lluvias, crecen la venenosa cicuta y el beleo; junto a las paredes brillan, en la primavera, las flores amarillentas del diente del len y del verbasco, los gladiolos de hermoso color carmes y las digitales purpreas. Otros muchos hierbajos, mezclados con ortigas y amapolas, se extienden por la muralla y adornan con su verdura y con sus constelaciones de flores pequeas y simples las almenas, las aspilleras y los matacanes. Durante el invierno, en las horas de sol, algunos viejos de la vecindad, con traje de casa y zapatillas, pasean por la cornisa, y al llegar Marzo o Abril contemplan los progresos de los hermosos perales y melocotoneros de las huertas. Observan tambin, disimuladamente, por las aspilleras, si viene algn coche o carro al pueblo, si hay novedades en las casas de la barriada nueva, no sin cierta hostilidad, porque todos los habitantes del interior sienten una obscura y mal explicada antipata por sus convecinos de extra-muros. La cintura de piedra del pueblo viejo se abre en unos sitios por puertas ojivales; en otros se rompe irregularmente, dejando un boquete que por das se ve agrandarse. En algunas de las puertas, debajo, de la ojiva primitiva, se hizo posteriormente, no se sabe con qu objeto, un arco de medio punto. En las piedras de las jambas quedan empotrados hierros que sirvieron para las poternas. Los puentes levadizos estn substitudos por montones de tierra que rellenan el foso hasta la necesaria altura. Urbia ofrece aspectos varios segn el sitio de donde se le contemple; desde lejos y viniendo desde la carretera, sobre todo al anochecer, tiene la apariencia de un castillo feudal; la ciudadela sombra, envuelta entre grandes rboles, prolongada despus por el pueblo con sus muros fortificados que chorrean agua, presentan un aspecto grave y guerrero; en cambio, desde el puente y un da de sol, Urbia no da ninguna impresin fosca, por el contrario, parece una diminuta Florencia, asentada en las orillas de un riachuelo claro,

  • pedregoso, murmurador y de rpida corriente. Las dos filas de casas baadas por el ro son casas viejas con galeras y miradores negruzcos, en los cuales cuelgan ropas puestas a secar, ristras de ajos y de pimientos. Estas galeras tienen en un extremo una polea y un cubo para subir agua. Al finalizar las casas, siguiendo las orillas del ro, hay algunos huertos, por cuyas tapias verdosas surgen cipreses altos, delgados y espirituales, lo que da a este rincn un mayor aspecto florentino. Urbia intra-muros se acaba pronto; fuera de las dos calles largas, solo tiene callejones hmedos y estrechos y la plaza. Esta es una encrucijada lbrega, constituida por una pared de la iglesia con varias rejas tapiadas, por la Casa del Ayuntamiento con sus balcones volados y su gran portn coronado por el escudo de la villa, y por un casern enorme en cuyo bajo se halla instalado el almacn de Azpillaga. El almacn de Azpillaga, donde se encuentra de todo, debe dar a los aldeanos la impresin de una caja de Pandora, de un mundo inexplorado y lleno de maravillas. A la puerta de casa de Azpillaga, colgando de las negras paredes, suelen verse chisteras para jugar a la pelota, albardas, jquimas, monturas de estilo andaluz; y en las ventanas, que hacen de escaparate frascos con caramelos de color, aparejos complicados de pesca, con su corcho rojo y sus caas, redes sujetas a un mango, marcos de hojadelata, santos de yeso y de latn y estampas viejas, sucias por las moscas. En el interior hay ropas, mantas, lanas, jamn, botellas de Chartreuse falsificado, loza fina... El Museo Britnico no es nada, en variedad, al lado de este almacn. A la puerta suele pasearse Azpillaga, grueso, majestuoso, con su aire clerical, unas mangas azules y su boina. Las dos calles principales de Urbia son estrechas, tortuosas y en cuesta. La mayora de los vecinos de esas dos calles son labradores, alpargateros y carpinteros de carros. Los labradores, por la maana, salen al campo con sus yuntas. Al despertar el pueblo, al amanecer, se oyen los mugidos de los bueyes; luego, los alpargateros sacan su banco a la acera, y los carpinteros trabajan en medio de la calle en compaa de los chiquillos, de las gallinas y de los perros. Algunas de las casas de las dos calles principales muestran su escudo, otras, sentencias escritas en latn, y la generalidad, un nmero, la fecha en que se hicieron y el nombre del matrimonio que las mand construir... Hoy, el pueblo lo forma casi exclusivamente la parte nueva, limpia, coquetona, un poco presuntuosa. El verano cruzan la carretera un sin fin de automviles y casi todos se paran un momento en la casa de Ohando, convertido en Gran Hotel de Urbia. Algunas seoritas, apasionadas por lo pintoresco, mientras el grueso pap escribe postales en el hotel, suben las escaleras del portal de la Antigua, recorren las dos calles principales de la ciudad y sacan fotografas de los rincones que les parecen romnticos y de los grupos de alpargateros que se dejan

  • retratar sonriendo burlonamente. Hace cuarenta aos la vida en Urbia era pacfica y sencilla; los domingos haba el acontecimiento de la misa mayor, y por la tarde el acontecimiento de las vsperas. Despus, en un prado anejo a la Ciudadela y del cual se haba apoderado la villa, iba el tamborilero y la gente bailaba alegremente, al son del pito y del tamboril, hasta que el toque del ngelus terminaba con la zambra y los campesinos volvan a sus casas despus de hacer una estacin en la taberna. Libro primero: La infancia de Zalacan Captulo I CMO VIVI Y SE EDUC MARTN ZALACAN Un camino en cuesta baja de la Ciudadela pasa por encima del cementerio y atraviesa el portal de Francia. Este camino, en la parte alta, tiene a los lados varias cruces de piedra, que terminan en una ermita y por la parte baja, despus de entrar en la ciudad, se convierte en calle. A la izquierda del camino, antes de la muralla, haba hace aos un casero viejo, medio derrudo, con el tejado terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca de sus paredes desgastada por la accin de la humedad y del aire. En el frente de la decrpita y pobre casa, un agujero indicaba dnde estuvo en otro tiempo el escudo, y debajo de l se adivinaban, ms bien que se lean, varias letras que componan una frase latina: Post funera virtus vivit En este casero naci y pas los primeros aos de su infancia Martn Zalacan de Urbia, el que, ms tarde, haba de ser llamado Zalacan el Aventurero; en este casero so sus primeras aventuras y rompi los primeros pantalones. Los Zalacan vivan a pocos pasos de Urbia, pero ni Martn ni su familia eran ciudadanos; faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa. El padre de Martn fu labrador, un hombre obscuro y poco comunicativo, muerto en una epidemia de viruelas; la madre de Martn tampoco era mujer de carcter; vivi en esa obscuridad psicolgica normal entre la gente del campo, y pas de soltera a casada y de casada a viuda con absoluta inconsciencia. Al morir su marido, qued con dos hijos Martn y una nia menor, llamada Ignacia. El casero donde habitaban los Zalacan perteneca a la familia de Ohando,

  • familia la ms antigua aristocrtica y rica de Urbia. Viva la madre de Martn casi de la misericordia de los Ohandos. En tales condiciones de pobreza y de miseria, pareca lgico que, por herencia y por la accin del ambiente, Martn fuese como su padre y su madre, obscuro, tmido y apocado; pero el muchacho result decidido, temerario y audaz. En esta poca, los chicos no iban tanto a la escuela como ahora, y Martn pas mucho tiempo sin sentarse en sus bancos. No saba de ella ms si no que era un sitio obscuro, con unos cartelones blancos en las paredes, lo cual no le animaba a entrar. Le alejaba tambin de aquel modesto centro de enseanza el ver que los chicos de la calle no le consideraban como uno de los suyos, a causa de vivir fuera del pueblo y de andar siempre hecho un andrajoso. Por este motivo les tena algn odio; as que cuando algunos chiquillos de los caseros de extramuros entraban en la calle y comenzaban a pedradas con los ciudadanos, Martn era de los ms encarnizados en el combate; capitaneaba las hordas brbaras, las diriga y hasta las dominaba. Tena entre los dems chicos el ascendiente de su audacia y de su temeridad. No haba rincn del pueblo que Martn no conociera. Para l, Urbia era la reunin de todas las bellezas, el compendio de todos los intereses y magnificencias. Nadie se ocupaba de l, no comparta con los dems chicos la escuela y huroneaba por todas partes. Su abandono le obligaba a formarse sus ideas espontneamente y a templar la osada con la prudencia. Mientras los nios de su edad aprendan a leer, l daba la vuelta a la muralla, sin que le asustasen las piedras derrumbadas, ni las zarzas que cerraban el paso. Saba dnde haba palomas torcaces intentaba coger sus nidos, robaba fruta y coga moras y fresas silvestres. A los ocho aos, Martn gozaba de una mala fama digna ya de un hombre. Un da, al salir de la escuela, Carlos Ohando, el hijo de la familia rica que dejaba por limosna el casero a la madre de Martn, sealndole con el dedo, grit: Ese! Ese es un ladrn. Yo! -exclam Martn. T, s. El otro da te vi que estabas robando peras en mi casa. Toda tu familia es de ladrones. Martn, aunque respecto a l no poda negar la exactitud del cargo, crey no deba permitir este ultraje dirigido a los Zalacan y, abalanzndose sobre el joven Ohando, le di una bofetada morrocotuda. Ohando contest con un puetazo, se agarraron los dos y cayeron al suelo, se dieron de trompicones, pero Martn,

  • ms fuerte, tumbaba siempre al contrario. Un alpargatero tuvo que intervenir en la contienda y, a puntapis y a empujones, separ a los dos adversarios. Martn se separ triunfante y el joven Ohando, magullado y maltrecho, se fu a su casa. La madre de Martn, al saber el suceso, quiso obligar a su hijo a presentarse en casa de Ohando y a pedir perdn a Carlos, pero Martn afirm que antes lo mataran. Ella tuvo que encargarse de dar toda clase de excusas y explicaciones a la poderosa familia. Desde entonces, la madre miraba a su hijo como a un rprobo. De dnde ha salido este chico as! -deca, y experimentaba al pensar en l un sentimiento confuso de amor y de pena, solo comparable con el asombro y la desesperacin de la gallina, cuando empolla huevos de pato y ve que sus hijos se zambullen en el agua sin miedo y van nadando valientemente. Captulo II DONDE SE HABLA DEL VIEJO CNICO MIGUEL DE TELLAGORRI Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de Arcale a su hijo Martn, le sola decir: Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo, respndele a todo que no. Tellagorri, to-abuelo de Martn, hermano de la madre de su padre, era un hombre flaco, de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de barro siempre en la boca. Punto fuerte en la taberna de Arcale, tena all su centro de operaciones, all peroraba, discuta y mantena vivo el odio latente que hay entre los campesinos por el propietario. Viva el viejo Tellagorri de una porcin de pequeos recursos que l se agenciaba, y tena mala fama entre las personas pudientes del pueblo. Era, en el fondo, un hombre de rapia, alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo y en el interior de su alma bastante violento para pegarle un tiro a uno o para incendiar el pueblo entero. La madre de Martn presinti que, dado el carcter de su hijo, terminara hacindose amigo de Tellagorri, a quien ella consideraba como un hombre siniestro. Efectivamente, as fu; el mismo da en que el viejo supo la paliza que su sobrino haba adjudicado al joven Ohando, le tom bajo su proteccin y comenz a iniciarle en su vida. El mismo sealado da en que Martn disfrut de la amistad de Tellagorri, obtuvo tambin la benevolencia de Marqus. Marqus era el perro de Tellagorri, un perro chiquito, feo, contagiado hasta tal punto con las ideas, preocupaciones y maas de su amo, que era como l; ladrn, astuto, vagabundo, viejo, cnico, insociable independiente. Adems, participaba del odio de Tellagorri por los

  • ricos, cosa rara en un perro. Si Marqus entraba alguna vez en la iglesia, era para ver si los chicos haban dejado en el suelo de los bancos donde se sentaban algn mendrugo de pan, no por otra cosa. No tena veleidades msticas. A pesar de su ttulo aristocrtico, Marqus, no simpatizaba ni con el clero ni con la nobleza. Tellagorri le llamaba siempre Marquesch, alteracin que en vasco parece ms cariosa. Tellagorri posea un huertecillo que no vala nada, segn los inteligentes, en el extremo opuesto de su casa, y para ir a l le era indispensable recorrer todo el balcn de la muralla. Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero l deca que le vena de familia y que los higos de sus higueras eran tan excelentes, que por nada del mundo vendera aquel pedazo de tierra. Todo el mundo crea que conservaba el huertecillo para tener derecho de pasar por la muralla y robar, y esta opinin no se hallaba, ni mucho menos, alejada de la realidad. Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones colorados, y este consonante, entre el mote de su familia y su nombre haba servido al padre de la sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo a una cancin que hasta los chicos la saban y que mortificaba profundamente a Tellagorri. La cancin deca as: Tellagorri Galchagorri Ongui etorri Onera. Ostutzale Erantzale Nescatzale Zu cer. (Tellagorri, Galchagorri, bien venido seas aqu. Aficionado a robar, aficionado a beber aficionado a las muchachas, eres t.) Tellagorri, al or la cancin, frunca el entrecejo y se pona serio. Tellagorri era un individualista convencido, tena el individualismo del vasco reforzado y calafateado por el individualismo de los Tellagorris. Cada cual que conserve lo que tenga y que robe lo que pueda deca. sta era la ms social de sus teoras, las ms insociables se las callaba. Tellagorri no necesitaba de nadie para vivir. l se haca la ropa, l se afeitaba y se cortaba el pelo, se fabrica las abarcas, y no necesitaba de nadie, ni de mujer ni de hombre. As al menos lo aseguraba l. Tellagorri, cuando le tom por su cuenta a Martn, le ense toda su ciencia. Le explic la manera de acogotar una gallina sin que alborotase, le mostr la manera de coger los higos y las ciruelas de las huertas sin peligro de ser visto, y le ense a conocer las setas buenas de las venenosas por el color de

  • la hierba en donde se cran. Esta cosecha de setas y la caza de caracoles constitua un ingreso para Tellagorri, pero el mayor era otro. Haba en la Ciudadela, en uno de los lienzos de la muralla, un rellano formado por tierra, al cual pareca tan imposible llegar subiendo como bajando. Sin embargo, Tellagorri di con la vereda para escalar aquel rincn y, en este sitio recndito y soleado, puso una verdadera plantacin de tabaco, cuyas hojas secas venda al tabernero Arcale. El camino que llevaba a la plantacin de tabaco del viejo, parta de una heredad de los Ohandos y pasaba por un foso de la Ciudadela. Abriendo una puerta vieja y carcomida que haba en este foso, por unos escalones cubiertos de musgo, se llegaba al rincn de Tellagorri. Este camino suba apoyndose en las gruesas races de los rboles, constituyendo una escalera de desiguales tramos, metida en un tnel de ramaje. En verano, las hojas lo cubran por completo. En los das calurosos de Agosto se poda dormir all a la sombra, arrullado por el piar de los pjaros y el rezongar de los moscones. El foso era lugar tambin interesante para Martn; las paredes estaban cubiertas de musgos rojos, amarillos y verdes; entre las piedras nacan la lechetrezna, el beleo y el yezgo, y los grandes lagartos tornasolados se tostaban al sol. En los huecos de la muralla tenan sus nidos las lechuzas y los mochuelos. Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martn. Tellagorri era un sabio, nadie conoca la comarca como l, nadie dominaba la geografa del ro Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este viejo cnico. Guardaba, en los agujeros del puente romano, su aparejo y su red para cuando la veda; saba pescar al martillo, procedimiento que se reduce a golpear algunas losas del fondo del ro y luego a levantarlas, con lo que quedan las truchas que han estado debajo inmviles y aletargadas. Saba cazar los peces a tiros; pona lazos a las nutrias en la cueva de Amaviturrieta, que se hunde en el suelo y est a medias llena de agua; echaba las redes en Ocin beltz, el agujero negro en donde el ro se embalsa; pero no empleaba nunca la dinamita porque, aunque vagamente, Tellagorri amaba la Naturaleza y no quera empobrecerla. Le gustaba tambin a este viejo embromar a la gente: deca que nada gustaba tanto a las nutrias como un peridico con buenas noticias, y aseguraba que si se dejaba un papel a la orilla del ro, estos animales salen a leerlo; contaba historias extraordinarias de la inteligencia de los salmones y de otros peces. Para Tellagorri, los perros si no hablaban era porque no queran, pero l los

  • consideraba con tanta inteligencia como una persona. Este entusiasmo por los canes le haba impulsado a pronunciar esta frase irrespetuosa: Yo le saludo con ms respeto a un perro de aguas, que al seor prroco. La tal frase escandaliz el pueblo. Haba gente que comenzaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los causantes de la impiedad moderna. Cuando no tenan, el viejo y el chico, nada que hacer, iban de caza con Marquesch al monte. Arcale le prestaba a Tellagorri su escopeta. Tellagorri, sin motivo conocido, comenzaba a insultar a su perro. Para esto siempre tena que emplear el castellano: Canalla! Granuja! -le deca-. Viejo cochino! Cobarde! Marqus contestaba a los insultos con un ladrido suave, que pareca una quejumbrosa protesta, mova la cola como un pndulo y se pona a andar en zig-zag, olfateando por todas partes. De pronto vea que algunas hierbas se movan y se lanzaba a ellas como una flecha. Martn se diverta muchsimo con estos espectculos. Tellagorri lo tena como acompaante para todo, menos para ir a la taberna; all no le quera a Martn. Al anochecer, sola decirle, cuando l iba a perorar al parlamento de casa de Arcale: Anda, vete a mi huerta y coge unas peras de all, del rincn, y llvatelas a casa. Maana me dars la llave. Y le entregaba un pedazo de hierro que pesaba media tonelada por lo menos. Martn recorra el balcn de la muralla. As saba que en casa de Tal haban plantado alcachofas y en la de Cual judas. El ver las huertas y las casas ajenas desde lo alto de la muralla, y el contemplar los trabajos de los dems, iba dando a Martn cierta inclinacin a la filosofa y al robo. Como en el fondo el joven Zalacan era agradecido y de buena pasta, senta por su viejo Mentor un gran entusiasmo y un gran respeto. Tellagorri lo saba, aunque daba a entender que lo ignoraba; pero en buena reciprocidad, todo lo que comprenda que le gustaba al muchacho o serva para su educacin, lo haca si estaba en su mano. Y qu rincones conoca Tellagorri! Como buen vagabundo era aficionado a la contemplacin de la Naturaleza. El viejo y el muchacho suban a las alturas de la Ciudadela, y all, tendidos sobre la hierba y las aliagas, contemplaban el extenso paisaje. Sobre todo, las tardes de primavera era una maravilla. El ro Ibaya, limpio, claro, cruzaba el valle por entre heredades verdes, por entre filas de lamos altsimos, ensanchndose y saltando sobre las piedras, estrechndose despus, convirtindose en cascada de perlas al caer por la presa

  • del molino. Cerraban el horizonte montes ceudos y en los huertos se vean arboledas y bosquecillos de frutales. El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los enrojeca y los coloreaba con un tono de cobre. Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que corra junto a las aguas claras del Ibaya. Cerca del pueblo, algunos pescadores de caa, se pasaban la tarde sentados en la orilla y las lavanderas, con las piernas desnudas metidas en el ro, sacudan las ropas y cantaban. Tellagorri conoca de lejos a los pescadores. -All estn Tal y Tal, deca-. Seguramente no han pescado nada. No se reuna con ellos; l saba un rincn perfumado por las flores de las acacias y de los espinos que caa sobre un sitio en donde el ro estaba en sombra y a donde afluan los peces. Tellagorri le curta a Martn, le haca andar, correr, subirse a los rboles, meterse en los agujeros como un hurn, le educaba a su manera, por el sistema pedaggico de los Tellagorris que se pareca bastante al salvajismo. Mientras los dems chicos estudiaban la doctrina y el catn, l contemplaba los espectculos de la Naturaleza, entraba en la cueva de Erroitza en donde hay salones inmensos llenos de grandes murcilagos que se cuelgan de las paredes por las uas de sus alas membranosas, se baaba en Ocin beltz, a pesar de que todo el pueblo consideraba este remanso peligrossimo, cazaba y daba grandes viajatas. Tellagorri haca que su nieto entrara en el ro cuando llevaban a baar los caballos de la diligencia, montado en uno de ellos. Ms adentro! Ms cerca de la presa, Martn! -le deca. Y Martn, riendo, llevaba los caballos hasta la misma presa. Algunas noches, Tellagorri, le llev a Zalacan al cementerio. Esprame aqu un momento -le dijo. Bueno. Al cabo de media hora, al volver por all le pregunt: Has tenido miedo, Martn? Miedo de qu? Arrayua! As hay que ser -deca Tellagorri-. Hay que estar firmes, siempre firmes.

  • Captulo III LA REUNIN DE LA POSADA DE ARCALE La posada de Arcale estaba en la calle del castillo y haca esquina al callejn Oquerra. Del callejn se sala al portal de la Antigua; hendidura estrecha y lbrega de la muralla que bajaba por una rampa en zig-zag al camino real. La casa de Arcale era un casern de piedra hasta el primer piso, y lo dems de ladrillo, que dejaba ver sus vigas cruzadas y ennegrecidas por la humedad. Era, al mismo tiempo, posada y taberna con honores de club, pues all por la noche se reunan varios vecinos de la calle y algunos campesinos a hablar y a discutir y los domingos a emborracharse. El zagun negro tena un mostrador y un armario repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino largas que podan levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina. Arcale era un hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista. Tena cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias, chalaneaba, gitaneaba, y los das de fiesta aada a sus oficios el de cocinero. Siempre estaba yendo y viniendo, hablando, gritando, riendo a su mujer y a su hermano, a los criados y a los pobres; no paraba nunca de hacer algo. La tertulia de la noche en la taberna de Arcale la sostenan Tellagorri y Picha. Picha, digno compinche de Tellagorri, le serva de contraste. Tellagorri era flaco, Picha gordo; Tellagorri vesta de obscuro, Picha, quiz para poner ms en evidencia su volumen, de claro; Tellagorri pasaba por pobre, Picha era rico; Tellagorri era liberal, Picha carlista; Tellagorri no pisaba la iglesia, Picha estaba siempre en ella, pero a pesar de tantas divergencias Tellagorri y Picha se sentan almas gemelas que fraternizaban ante un vaso de buen vino. Tenan estos dos oradores de la taberna de Arcale hablando en castellano un carcter comn y era que invariablemente trabucaban las efes y las pes. No haba medio de que las pronunciasen a derechas. Qu te farece a t el mdico nuevo? --le preguntaba Picha a Tellagorri. !Ps! --contestaba el otro--. La frtica es lo que le palta. Pues es hombre listo, hombre de alguna portuna, tiene su fiano en casa. No haba manera de que uno u otro pronunciaran estas letras bien. Tellagorri se senta poco aficionado a las cosas de iglesia, tena poca apicin, como hubiera dicho l, y cuando beba dos copas de ms la primera gente de quien empezaba a hablar mal era de los curas. Picha pareca natural que se indignara y no slo no se indignaba como cerero y religioso, sino que azuzaba a su amigo para que dijera cosas ms fuertes contra el vicario, los coadjutores, el sacristn o la cerora.

  • Sin embargo, Tellagorri respetaba al vicario de Arbea, a quien los clericales acusaban de liberal y de loco. El tal vicario tena la costumbre de coger su sueldo, cambiarlo en plata y dejarlo encima de la mesa formando un montn, no muy grande, porque el sueldo no era mucho, de duros y de pesetas. Luego, a todo el que iba a pedirle algo, despus de reirle rudamente y de reprocharle sus vicios y de insultarle a veces, le daba lo que le pareca, hasta que a mediados del mes se le acababa el montn de pesetas y entonces daba maz o habichuelas siempre refunfuando insultando. Tellagorri deca: --Esos son curas, no como los de aqu, que no quieren ms que vivir bien y buenas profinas. Toda la torpeza de Tellagorri hablando castellano se trocaba en facilidad, en rapidez y en gracia cuando peroraba en vascuence. Sin embargo, l prefera hablar en castellano porque le pareca ms elegante. Cualquier cosa llegaba a ser graciosa en boca de aquel viejo truhn; cuando pasaba por delante de la taberna alguna chica bonita, Tellagorri lanzaba un ronquido tan socarrn que todo el mundo rea. Otro, haciendo lo mismo, hubiese parecido ordinario y grosero; l, no; Tellagorri tena una elegancia y una delicadeza innata que le alejaban de la grosera. Era tambin hombre de refranes, y cuando estaba borracho cantaba muy mal, sin afinacin alguna, pero dando a las palabras mucha malicia. Las dos canciones favoritas suyas eran dos hbridas de vascuence y castellano; traducidas literalmente no queran decir gran cosa, pero en sus labios significaban todo. Una, probablemente de su invencin, era as: Ba dala sargentua Ba dala quefia. Erreguien bizcarretic Artzen ditu cafia. (Ya sea sargento, ya sea jefe, a costa de la reina, toma su caf). Esto, en boca de Tellagori, quiera decir que todo el mundo era un pillo. La otra cancin la tena el viejo para los momentos solemnes, y era as: Manuelacho, escasayozu Barcasiyua Andres. (Manolita, pdele perdn a Andrs). Y haca, al decir esto Tellagorri, una reverencia cmica, y continuaa con voz

  • gangosa: Beti orrela ibilli gabe majo sharraren igues. (Sin andar siempre, de esa manera, huyendo de un viejecito tan majo). Y despus, como una consecuencia grave de lo que haba dicho antes, aada: Napoleonen pauso gaiztoac ond dituzu icasi. (Los malos pasos de Napolen, bien los has aprendido). No era fcil comprender qu malos pasos de Napolen habra aprendido Manolita. Probablemente Manolita no tendra ni la ms remota idea de la existencia del hroe de Austerlitz, pero esto no era obstculo para que la cancin en boca de Tellagorri tuviese muchsima gracia. Para los momentos en que Tellagorri estaba un tanto excitado o borracho, tena otra cancin bilinge, en que se celebraba el abrazo de Vergara y que conclua as: Viva Espartero! Viva erreguia! Ojal de repente ilcobalizaque Bere ama ciquia! (Viva Espartero! Viva la reina! Ojal de repente se muriese su sucia madre!). Este adjetivo, dirigido a la madre de Isabel II, indicaba cmo haba llegado el odio por Mara Cristina hasta los ms alejados rincones de Espaa. Captulo IV QUE SE REFIERE A LA NOBLE CASA DE OHANDO A la entrada del pueblo nuevo, en la carretera, y por lo tanto, fuera de las murallas, estaba la casa ms antigua y linajuda de Urbia: la casa de Ohando. Los Ohandos constituyeron durante mucho tiempo la nica aristocracia de la villa; fueron en tiempo remoto grandes hacendados y fundadores de capellanas, luego algunos reveses de fortuna y la guerra civil, amenguaron sus rentas y la

  • llegada de otras familias ricas les quit la preponderancia absoluta que haban tenido. La casa Ohando estaba en la carretera, lo bastante retirada de ella para dejar sitio a un hermoso jardn, en el cual, como haciendo guardia, se levantaban seis magnficos tilos. Entre los grandes troncos de estos rboles crecan viejos rosales que formaban guirnaldas en la primavera cuajadas de flores. Otro rosal trepador, de retorcidas ramas y rosas de color de t, suba por la fachada extendindose como una parra y daba al viejo casarn un tono delicado y areo. Tena adems este jardn, en el lado que se una con la huerta, un bosquecillo de lilas y sacos. En los meses de Abril y Mayo, estos arbustos florecan y mezclaban sus tirsos perfumados, sus corolas blancas y sus racimillos azules. En la casa solar, sobre el gran balcn del centro, campeaba el escudo de los fundadores tallado en arenisca roja; se vean esculpidos en l dos lobos rampantes con unas manos cortadas en la boca y un roble en el fondo. En el lenguaje herldico, el lobo indica encarnizamiento con los enemigos; el roble, venerable antigedad. A juzgar por el blasn de los Ohandos, estos eran de una familia antigua, feroz con los enemigos. Si haba que dar crdito a algunas viejas historias, el escudo deca nicamente la verdad. La parte de atrs de la casa de los hidalgos daba a una hondonada; tena una gran galera de cristales y estaba hecha de ladrillo con entramado negro; enfrente se ergua un monte de dos mil pies, segn el mapa de la provincia, con algunos caseros en la parte baja, y en la alta, desnudo de vegetacin, y slo cubierto a trechos por encinas y carrascas. Por un lado, el jardn se continuaba con una magnfica huerta en declive, orientada al medioda. La familia de los Ohandos se compona de la madre, doa gueda, y de sus hijos Carlos y Catalina. Doa gueda, mujer dbil, fantica y enfermiza, de muy poco carcter, estaba dominada constantemente en las cuestiones de la casa por alguna criada antigua y en las cuestiones espirituales por el confesor. En esta poca, el confesor era un curita joven llamado don Flix, hombre de apariencia tranquila y dulce que ocultaba vagas ambiciones de dominio bajo una capa de mansedumbre evanglica. Carlos de Ohando el hijo mayor de doa gueda, era un muchacho cerril, obscuro, tmido y de pasiones violentas. El odio y la envidia se convertan en el en verdaderas enfermedades. A Martn Zalacan le haba odiado desde pequeo cuando Martn le calent las

  • costillas al salir de la escuela, el odio de Carlos se convirti en furor. Cuando le vea a Martn andar a caballo y entrar en el ro, le deseaba un desliz peligroso. Le odiaba frenticamente. Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente, alegre y muy bonita. Cuando iba a la escuela con su carita sonrosada, un traje gris y una boina roja en la cabeza rubia, todas las mujeres del pueblo la acariciaban, las dems chicas queran siempre andar con ella y decan que, a pesar de su posicin privilegiada, no era nada orgullosa. Una de sus amigas era Ignacita, la hermana de Martn. Catalina y Martn se encontraban muchas veces y se hablaban; l la vea desde lo alto de la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o aprendiendo a hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas de Martn. Ya est ese diablo ah en la muralla --deca doa gueda--. Se va a matar el mejor da. Qu demonio de chico! Qu malo es! Catalina ya saba que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referan a Martn. Carlos alguna vez le haba dicho a su hermana: No hables con ese ladrn. Pero a Catalina no le pareca ningn crimen que Martn cogiera frutas de los rboles y se las comiese, ni que corriese por la muralla. A ella se le antojaban extravagancias, porque desde nia tena un instinto de orden y tranquilidad y le pareca mal que Martn fuese tan loco. Los Ohandos eran dueos de un jardn prximo al ro, con grandes magnolias y tilos y cercado por un seto de zarzas. Cuando Catalina sola ir all con la criada a coger flores, Martn las segua muchas veces y se quedaba a la entrada del seto. Entra si quieres --le deca Catalina. Bueno --y Martn entraba y hablaba de sus correras, de las barbaridades que iba a hacer y expona las opiniones de Tellagorri, que le parecan artculos de fe. Ms te vala ir a la escuela! --le deca Catalina. Yo! A la escuela! --exclamaba Martn--. Yo me ir a Amrica o me ir a la guerra.

  • Catalina y la criada entraban por un sendero del jardn lleno de rosales y hacan ramos de flores. Martn las vea y contemplaba la presa, cuyas aguas brillaban al sol como perlas y se deshacan en espumas blanqusimas. Ya andara por ah, si tuviera una lancha --deca Martn. Catalina protestaba. No se te van a ocurrir ms que tonteras siempre? Por qu no eres como los dems chicos? Yo les pego a todos--contestaba Martn, como si esto fuera una razn. ...En la primavera, el camino prximo al ro era una delicia. Las hojas nuevas de las hayas comenzaban a verdear, el helecho lanzaba al aire sus enroscados tallos, los manzanos y los perales de las huertas ostentaban sus copas nevadas por la flor y se oan los cantos de las malvices y de los ruiseores en las enramadas. El cielo se mostraba azul, de un azul suave, un poco plido y slo alguna nube blanca, de contornos duros, como si fuera de mrmol, apareca en el cielo. Los sbados por la tarde, durante la primavera y el verano, Catalina y otras chicas del pueblo, en compaa de alguna buena mujer, iban al campo santo. Llevaba cada una un cestito de flores, hacan una escobilla con los hierbajos secos, limpiaban el suelo de las lpidas en donde estaban enterrados los muertos de su familia y adornaban las cruces con rosas y con azucenas. Al volver hacia casa todas juntas, vean cmo en el cielo comenzaban a brillar las estrellas y escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa nota de flauta en el silencio del crepsculo... Muchas veces, en el mes de Mayo, cuando pasaban Tellagorri y Martn por la orilla del ro, al cruzar por detrs de la iglesia, llegaba hasta ellos las voces de las nias, que cantaban en el coro las flores de Mara. Emenche gauzcatzu ama (Aqu nos tienes, madre.) Escuchaban un momento, y Martn distingua la voz de Catalina, la chica de Ohando. Es Catali, la de Ohando --deca Martn. Si no eres tonto t, te casars con ella --replicaba Tellagorri. Y Martn se echaba a rer.

  • Captulo V DE CMO MURI MARTN LPEZ DE ZALACAN, EN EL AO DE GRACIA DE MIL CUATROCIENTOS Y DOCE. Uno de los vecinos que con ms frecuencia paseaba por la acera de la muralla era un seor viejo, llamado don Fermn Soraberri. Durante muchsimos aos, don Fermn desempe el cargo de secretario del Ayuntamiento de Urbia, hasta que se retir, cuando su hija se cas con un labrador de buena posicin. El seor don Fermn Soraberri era un hombre alto, grueso, pesado, con los prpados edematosos y la cara hinchada. Sola llevar una gorrita con dos cintas colgantes por detrs, una esclavina azul y zapatillas. La especialidad de don Fermn era la de ser distrado. Se olvidaba de todo. Sus relaciones estaban cortadas por este patrn: Una vez en Oate... (para el seor Soraberri, Oate era la Atenas moderna. En Espaa hay veinte o treinta Atenas modernas.) Una vez en Oate pude presenciar una cosa sumamente interesante. Estbamos reunidos el seor vicario, un seor profesor de primera enseanza y...--y el seor Soraberri miraba a todas partes, como espantado, con sus grandes ojos turbios, y deca:-- En qu iba?... Pues... se me ha olvidado la especie. Al seor Soraberri siempre se le olvidaba la especie. Casi todos los das el exsecretario se encontraba con Tellagorri y cambiaban un saludo y algunas palabras acerca del tiempo y de la marcha de los rboles frutales. Al comenzar a verle acompaado de Martn, el seor Soraberri se extra y miraba al muchacho con su aire de elefante hinchado y reblandecido. Pens en dirigirle alguna pregunta, pero tard varios das, porque el seor Soraberri era tardo en todo. Al ltimo le dijo, con su majestuosa lentitud: De quin es este nio, amigo Tellagorri? Este chico? Es un pariente mo. Algn Tellagorri? No; se llama Martn Zalacan. Hombre! Hombre! Martn Lpez de Zalacan. No, Lpez no --dijo Tellagorri. Yo s lo que me digo. Este nio se llama realmente Martn Lpez de Zalacan y ser de ese casero que est ah cerca del portal de Francia.

  • S, seor; de ah es. Pues conozco su historia, y Lpez de Zalacan ha sido y Lpez de Zalacan ser, y si quiere usted maana vaya usted a mi casa y le leer a usted un papel que copi del archivo del Ayuntamiento acerca de esa cuestin. Tellagorri dijo que ira y, efectivamente, al da siguiente, pensando que quiz lo dicho por el exsecretario tuviese alguna importancia, se present con Martn en su casa. Al seor Soraberri se le haba olvidado la especie, pero record pronto de qu se trataba; encarg a su hija que trajese un vaso de vino para Tellagorri, entr l en su despacho y volvi poco despus con unos papeles viejos en la mano; se puso los anteojos, carraspe, revolvi sus notas, y dijo: Ah! Aqu estn. Esto --aadi-- es una copia de una narracin que hace el cronista Iigo Snchez de Ezpeleta acerca de cmo fu vertida la primera sangre en la guerra de los linajes, en Urbia, entre el solar de Ohando y el de Zalacan, y supone que estas luchas comenzaron en nuestra villa a fines del siglo XIV o a principios del XV. Y hace mucho tiempo de eso?--pregunt Tellagorri. Cerca de quinientos aos. Y ya existan Zalacan entonces? No slo existan, sino que eran nobles. Oye, oye --dijo Tellagorri dando un codazo a Martn, que se distraa. Quieren ustedes que lea lo que dice el cronista? S, s. Bueno. Pues dice as: Ttulo: De cmo muri Martn Lpez de Zalacan, en el ao de gracia de mil cuatrocientos y doce. Ledo esto, Soraberri tosi, escupi y comenz esta relacin con gran solemnidad: Enemistad antigua sealada avya entre el solar d'Ohando, que es del reino de Navarra, el de Zalacan, que es en tierra de la Borte. E dcese que la causa della foe sobre envidia a cual vala mas, ficieron muchos malheficios los de Zalacan quemaron vivo al senyor de Sant Pedro en una pelea que ovyeron en el llano del Somo porque no dexo fijo el dicho senyor de Sant Pedro casaron una su fija con Martn Lpez de Zalacan, home muy andariego.

  • E dicho Martn Lpez seyendo venido a la billa d'Urbia foe desafiado por Mosen de Sant Pedro, del solar d'Ohando, que era sobrino del otro senyor de Sant Pedro que haba fecho muchos malheficios, acechanzas rrobos. E Martn Lpez contestole a su desafiamiento: Como vos sabedes yo so contado aqu por el mas esforzado ome y ardite en el fecho de las armas en toda esta tierra y paresce que los d'Ohando a vos han trado por la mejor lanza de Navarra por vengar la muertte de mi suegro que foe en la pelea peleada con lealtad en el Somo como el cuibdaba matar a mi, yo a el. E por ende si a vos pluguiese que nos probemos vos yo, uno para otro, fasta que uno de nos o ambos por ventura muramos, a mi plasera mucho aqu presto. E respondiole Mosen de Sant Pedro que le plasia se citaron en el prado de Sant Ana. En esta sazon venya dicho Martn Lpez encima de su cavallo como esforzado cavallero antes de pelear con Mosen de Sant Pedro foe ferido de una saeta que le entr por un ojo cayo muertto del cavallo en medio del prado. E lo desjarretaron. E preparo la asechanza armo la ballestta la disparo Velche de Micolalde, deudo amigo de Mosen de Sant Pedro d'Ohando. E los omes de Martn Lpez como lo veyeron muertto eran pocos enfrente de los de Ohando, ovyeron muy grant miedo comenzaron todos a fugir. E cuando lo supo la muger de Martn Lpez fu la triste al prado de Sant Ana, cuando vido el cuerpo de su marido, sangriento y mutilado, se afinoj, prsole en sus brazos comenz a llorar, maldiciendo la guerra su mala fortuna. E esto pataba en el ao de Nuestro Senyor de mil cuatrociensos y doce. Cuando concluy el seor Soraberri, miro a travs de sus anteojos a sus dos oyentes. Martn no se haba enterado de nada; Tellagorri dijo: S, esos Ohandos es gente palsa. Mucho ir a la iglesia, pero luego matan a traicin. Soraberri recomend eficazmente a su amigo Tellagorri que no hiciera nunca juicios aventurados y temerarios, y con este motivo comenz a contar una historia, precisamente ocurrida en Oate, pero al ir a especificar los que haban intervenido en su historia, se le olvid la especie, y lo sinti, verdaderamente lo sinti, porque, segn dijo, tena la seguridad de que el hecho era sumamente interesante y, adems, muy digno de mencin. Captulo VI

  • DE CMO LLEGARON UNOS TITIRITEROS Y DE LO QUE SUCEDI DESPUS Un da de Mayo, al anochecer, se presentaron en el camino real tres carros, tirados por caballos flacos, llenos de mataduras y de esparavanes. Cruzaron la parte nueva del pueblo y se detuvieron en lo alto del prado de Santa Ana. No poda Tellagorri, gaceta de la taberna de Arcale, quedar sin saber en seguida de qu se trataba; as que se present al momento en el lugar, seguido de Marqus. Trab inmediatamente conversacin con el jefe de la caravana, y despus de varias preguntas y respuestas y de decir el hombre que era francs y domador de fieras, Tellagorri se lo llev a la taberna de Arcale. Martn se enter tambin de la llegada de los domadores con sus fieras enjauladas, y a la maana siguiente, al levantarse, lo primero que hizo fu dirigirse al prado de Santa Ana. Comenzaba a salir el sol cuando lleg al campamento del domador. Uno de los carros era la casa de los saltimbanquis. Acababan de salir de dentro el domador, su mujer, un viejo, un chico y una chica. Slo una nia de pocos meses qued en la carreta-choza jugando con un perro. El domador no ofreca ese aire, entre petulante y grotesco, tan comn a los acrbatas de barracas y gentes de feria; era sombro, joven, con aspecto de gitano, el pelo negro y rizoso, los ojos verdes, el bigote alargado en las puntas por una especie de patillas pequeas y la expresin de maldad siniestra y repulsiva. El viejo, la mujer y los chicos tenan slo carcter de pobres, eran de esos tipos y figuras borrosas que el troquel de la miseria produce a millares. El hombre, ayudado por el viejo y por el chico, traz con una cuerda un crculo en la tierra y en el centro plant un palo grande, de cuya punta partan varias cuerdas que se ataban en estacas clavadas fuertemente en el suelo. El domador busc a Tellagorri para que le proporcionara una escalera; le indic ste que haba una en la taberna de Arcale, la sacaron de all y con ella sujetaron las lonas, hasta que formaron una tienda de campaa de forma cnica. Los dos carros con jaulas en donde iban las fieras los colocaron dejando entre ellos un espacio que serva de puerta al circo, y encima y a los lados pusieron los saltimbanquis tres carteles pintarrajeados. Uno representaba varios perros lanzndose sobre un oso, el otro una lucha entre un len y un bfalo y el tercero unos indios atacando con lanzas a un tigre que les esperaba en la rama de un rbol como si fuera un jilguero. Dieron los hombres la ltima mano al circo, y el domingo, en el momento en que la gente sala de vsperas, se present el domador seguido del viejo en la plaza

  • de Urbia, delante de la iglesia. Ante el pueblo congregado, el domador comenz a soplar en un cuerno de caza y su ayudante redobl en el tambor. Recorrieron los dos hombres las calles del barrio viejo y luego salieron fuera de puertas, y tomando por el puente, seguidos de una turba de chicos y chicas llegaron al prado de Santa Ana, se acercaron a la barraca y se detuvieron ante ella. A la entrada la mujer tocaba el bombo con la mano derecha y los platillos con la izquierda, y una chica desmelenada agitaba una campanilla. Unironse a estos sonidos discordantes las notas agudsimas del cuerno de caza y el redoble del tambor, produciendo entre todo una algaraba insoportable. Este ruido ces a una seal imperiosa del domador, que con su instrumento de viento en el brazo izquierdo se acerc a una escalera de mano prxima a la entrada, subi dos o tres peldaos, tom una varita y sealando las monstruosas figuras pintarrajeadas en los lienzos, dijo con voz enftica: Aqu vern ustedes los osos, los lobos, el len y otras terribles fieras. Vern ustedes la lucha del oso de los Pirineos con los perros que saltan sobre l y acaban por sujetarle. Este es el len del desierto cuyos rugidos espantan al ms bravo de los cazadores. Slo su voz pone espanto en el corazn ms valiente... Od! El domador se detuvo un momento y se oyeron en el interior de la barraca terribles rugidos, y como contestndolos, el ladrar feroz de una docena de perros. El pblico qued aterrorizado. En el desierto... El domador iba a seguir, pero viendo que el efecto de curiosidad en el pblico estaba conseguido y que la multitud pretenda pasar sin tardanza al interior del circo, grit: La entrada no cuesta ms que un real. Adelante, seores! Adelante! Y volvi a atacar con el cuerno de caza un aire marcial, mientras el viejo ayudante redoblaba en el tambor. La mujer abri la lona que cerraba la puerta y se puso a recoger los cuartos de los que iban pasando. Martn presenci todas estas maniobras con una curiosidad creciente, hubiera dado cualquier cosa por entrar, pero no tena dinero. Busc una rendija entre las lonas para ver algo, pero no la pudo encontrar; se tendi en el suelo y estaba as con la cara junto a la tierra cuando se le acerc la chica haraposa del domador que tocaba la campanilla a la puerta.

  • Eh, t qu haces ah? Mirar --dijo Martn. No se puede. Y por qu no se puede? Porque no. Si no qudate ah, ya vers si te pesca mi amo. Y quin es tu amo? Quin ha de ser? El domador. Ah! Pero t eres de aqu? S Y no sabes pasar? Si no dices a nadie nada ya te pasar. Yo tambin te traer cerezas. De dnde? Yo s donde las hay. Cmo te llamas? Martn, y t? Yo, Linda. As se llamaba la perra del mdico --dijo poco galantemente Martn. Linda no protest de la comparacin; fu detrs de la entrada del circo, tir de una lona, abri un resquicio, y dijo a Martn: Anda, pasa. Se desliz Martn y luego ella. Cuando me dars las cerezas? --pregunt la chica. Cuando esto se concluya ir a buscarlas. Martn se coloc entre el pblico. El espectculo que ofreca el domador de fieras era realmente repulsivo.

  • Alrededor del circo, atados a los pies de un banco hecho con tablas, haba diez o doce perros flacos y sarnosos. El domador hizo restallar el ltigo, y todos los perros a una comenzaron a ladrar y a aullar furiosamente. Luego el hombre vino con un oso atado a una cadena, con la cabeza protegida por una cubierta de cuero. El domador oblig a ponerse de pie varias veces al oso, y a bailar con el palo cruzado sobre los hombros y a tocar la pandereta. Luego solt un perro que se lanz sobre el oso, y despus de un momento de lucha se le colg de la piel. Tras de ste solt otro perro y luego otro y otro, con lo cual el pblico se comenz a cansar. A Martn no le pareci bien, porque el pobre oso estaba sin defensa alguna. Los perros se echaban con tal furia sobre el oso que para obligarles a soltar la presa el domador o el viejo tenan que morderles la cola. A Martn no le agrad el espectculo y dijo en voz alta, y algunos fueron de su opinin, que el oso atado no poda defenderse. Despus todava martirizaron ms a la pobre bestia. El domador era un verdadero canalla y pegaba al animal en los dedos de las patas, y el oso babeaba y gema con unos gemidos ahogados. Basta! Basta! --grit un indiano que haba estado en California. Porque tiene el oso atado hace eso --dijo Martn--, sino no lo hara. El domador se fij en el muchacho y le lanz una mirada de odio. Lo que sigui fu ms agradable, la mujer del domador, vestida con un traje de lentejuelas, entr en la jaula del len, jug con l, le hizo saltar y ponerse de pie, y despus Linda di dos o tres volatines y vino con un monillo vestido de rojo a quien oblig a hacer ejercicios acrobticos. El espectculo conclua. La gente se dispona a salir. Martn vi que el domador le miraba. Sin duda se haba fijado en l. Martn se adelant a salir, y el domador le dijo: Espera, t no has pagado. Ahora nos veremos. Te voy a echar los perros como al oso. Martn retrocedi espantado; el domador le contemplaba con una sonrisa feroz. Martn record el sitio por donde entr y empujando violentamente la lona la abri y sali fuera de la barraca. El domador qued chasqueado. Di despus Martn la vuelta al prado de Santa Ana, hasta detenerse prudentemente a quince o veinte metros de la entrada del circo. Al ver a Linda le dijo: Quieres venir?

  • No puedo. Pues ahora te traer las cerezas. En el momento que hablaban apareci corriendo el domador, pens sin duda en abalanzarse sobre Martn, pero comprendiendo que no le alcanzara se veng en la nia y le di una bofetada brutal. La chiquilla cay al suelo. Unas mujeres se interpusieron impidieron al domador siguiera pegando a la pobre Linda. T lo has metido dentro, verdad? --grit el domador en francs. No; ha sido l que ha entrado. Mentira. Has sido t. Confiesa o te deslomo. S, he sido yo. Y por qu? Porque me ha dicho que me traera cerezas. Ah, bueno --y el domador se tranquiliz--, que las traiga, pero si te las comes te hartar de palos. Ya lo sabes. Martn, al poco rato, volvi con la boina llena de cerezas. La Linda las puso en su delantal y estaba con ellas cuando se present el domador de nuevo. Martn se apart dando un salto hacia atrs. No, no te escapes --dijo el domador con una sonrisa que quera ser amable. Martn se qued. Luego, el hombre le pregunt quin era, y l al saber su parentesco con Tellagorri, le dijo: Ven cuando quieras, te dejar pasar. Durante los dems das de la semana, la barraca del domador estuvo vaca. El domingo, los saltimbanquis hicieron dar un bando por el pregonero diciendo que representaran un nmero extraordinario interesantsimo. Martn se lo dijo a su madre y a su hermana. La chica se asustaba al escuchar el relato de las fieras y no quiso ir. Acudieron solo la madre y el hijo. El nmero sensacional era la lucha de la Linda con el oso. La chiquilla se present desnuda de medio cuerpo arriba y con unos pantalones de percal rojo. Linda se abraz al oso y haca que luchaba con l, pero el domador tiraba a cada paso de una cuerda atada a la nariz del plantgrado. A pesar de que la gente pensaba que no haba peligro para la nia, produca una horrible impresin ver las grandes y peludas garras del animal sobre las

  • espaldas dbiles de la nia. Despus del nmero sensacional que no entusiasm al pblico, entr la mujer en la jaula del len. La fiera deba estar enferma, porque la domadora no hall medio de que hiciese los ejercicios de costumbre. Viendo semejante fracaso el domador, posedo de una rabiosa furia, entr en la jaula, mand salir a la mujer y empez a latigazos con el len. Este se levant enseando los dientes, y lanzando un rugido se ech sobre domador; el viejo ayudante meti, por entre los barrotes de la jaula, una palanca de hierro para aislar el hombre de la fiera, pero con tan poca fortuna, que la palanca se enganch en las ropas del domador y en vez de protegerle le inmoviliz y le dej entregado a la fiera. El pblico vi al domador echando sangre, y se levant despavorido y se dispuso a huir. No haba peligro para los espectadores, pero un pnico absurdo hizo que todos se lanzasen atropelladamente a la salida; alguien, que luego no se supo quin fu, dispar un tiro contra el len, y en aquel momento insensato de fuga resultaron magullados y contusos varias mujeres y nios. El domador qued tambin gravemente herido. Dos mujeres fueron recogidas con contusiones de importancia, una de ellas, una vieja de un casero lejano que haca diez aos que no haba estado en Urbia, la otra, la madre de Martn, que adems de las magulladuras y golpes, presentaba una herida en el cuello, ocasionada, segn dijo el mdico, por un trozo del barrote de la jaula, desprendido al choque de la bala disparada por una persona desconocida. Se traslad a la madre de Martn a su casa, y fuera que las contusiones y la herida tuviesen gravedad, fuera como dijeron algunos que no estuviese bien atendida, el caso fu que la pobre mujer muri a la semana del accidente de la barraca, dejando hurfanos a Martn y a la Ignacia. Captulo VII CMO TELLAGORRI SUPO PROTEGER A LOS SUYOS

  • A la muerte de la madre de Martn, Tellagorri, con gran asombro del pueblo, recogi a sus sobrinos y se los llev a su casa. La seora de Ohando dijo que era una lstima que aquellos nios fuesen a vivir con un hombre desalmado, sin religin y sin costumbres, capaz de decir que saludaba con ms respeto a un perro de aguas que al seor prroco. La buena seora se lament, pero no hizo nada, y Tellagorri se encarg de cuidar y alimentar a los hurfanos. La Ignacia entr en la posada de Arcale de niera y hasta los catorce aos trabaj all. Martn frecuent la escuela durante algunos meses, pero le tuvo que sacar Tellagorri antes del ao porque se pegaba con todos los chicos y hasta quiso zurrar al pasante. Arcale, que saba que el muchacho era listo y de genio vivo, le utiliz para recadista en el coche de Francia, y cuando aprendi a guiar, de recadista le ascendieron a cochero interino y al cabo de un ao le pasaron a cochero en propiedad. Martn, a los diez y seis aos, ganaba su vida y estaba en sus glorias. Se jactaba de ser un poco brbaro y vesta un tanto majo, con la elegancia garbosa de los antiguos postillones. Llevaba chalecos de color, y en la cadena del reloj colgantes de plata. Le gustaba lucirse los domingos en el pueblo; pero no le gustaba menos los das de labor marchar en el pescante por la carretera restallando el ltigo, entrar en las ventas del camino, contar y or historias y llevar encargos. La seora de Ohando y Catalina se los hacan con mucha frecuencia, y le recomendaban que les trajese de Francia telas, puntillas y algunas veces alhajas. Qu tal, Martn? --le deca Catalina en vascuence. Bien --contestaba l rudamente, hacindose ms el hombre--. Y en vuestra casa? Todos buenos. Cuando vayas a Francia, tienes que comprarme una puntilla como la otra. Sabes? S, s, ya te comprar. Ya sabes francs? Ahora empiezo a hablar. Martn se estaba haciendo un hombretn, alto, fuerte, decidido. Abusaba un poco de su fuerza y de su valor, pero nunca atacaba a los dbiles. Se distingua tambin como jugador de pelota y era uno de los primeros en el trinquete.

  • Un invierno hizo Martn una hazaa, de la que se habl en el pueblo. La carretera estaba intransitable por la nieve y no pasaba el coche. Zalacan fu a Francia y volvi a pie, por la parte de Navarra, con un vecino de Larrau. Pasaron los dos por el bosque de Iraty y les acometieron unos cuantos jabales. Ninguno de los hombres llevaba armas, pero a garrotazos mataron tres de aquellos furiosos animales, Zalacan dos y el de Larrau otro. Cuando Martn volvi triunfante, muerto de fatiga y con sus dos jabales, el pueblo entero le consider como un hroe. Tellagorri tambin fu muy felicitado por tener un sobrino de tanto valor y audacia. El viejo, muy contento, aunque hacindose el indiferente, deca: Este sobrino mo va a dar mucho que hablar. De casta le viene al galgo. Porque yo no s si vosotros habris odo hablar de Lpez de Zalacan. No? Pues preguntadle a ese viejo Soraberri, ya veris lo que os cuenta... Y qu tiene que ver ese Lpez con tu sobrino?-- le replicaban. Pues que es antepasado de Martn. No comprendis nada. Tellagorri pag caro el triunfo obtenido por su sobrino en la caza de los jabales, porque de tanto beber se puso enfermo. La Ignacia y Martn, por consejo del mdico, obligaron al viejo a que suprimiese toda bebida, fuese vino o licor; pero Tellagorri, con tal procedimiento de abstinencia, languideca y se iba poniendo triste. Sin vino y sin patharra soy un hombre muerto --deca Tellagorri--; y, viendo que el mdico no se convenca de esta verdad, hizo que llamaran a otro ms joven. ste le di la razn al borracho, y no slo le recomend que bebiera todos los das un poco de aguardiente, sino que le recet una medicina hecha con ron. La Ignacia tuvo que guardar la botella del medicamento, para que el enfermo no se la bebiera de un trago. A medida que entraba el alcohol en el cuerpo de Tellagorri, el viejo se ergua y se animaba. A la semana de tratamiento se encontraba tan bien, que comenz a levantarse y a ir a la posada de Arcale, pero se crey en el caso de hacer locuras, a pesar de sus aos, y anduvo de noche entre la nieve y cogi una pleuresa. De esta no sale usted --le dijo el mdico incomodado, al ver que haba faltado a sus prescripciones. Tellagorri lo comprendi as y se puso serio, hizo una confesin rpida, arregl sus cosas y, llamando a Martn, le dijo en vascuence:

  • Martn, hijo mo, yo me voy. No llores. Por m lo mismo me da. Eres fuerte y valiente y eres buen chico. No abandones a tu hermana, ten cuidado con ella. Por ahora, lo mejor que puedes hacer es llevarla a casa de Ohando. Es un poco coqueta; pero Catalina la tomar. No le olvides tampoco a Marquesch; es viejo, pero ha cumplido. No, no le olvidar --dijo Martn sollozando. Ahora --prosigui Tellagorri-- te voy a decir una cosa y es que antes de poco habr guerra. T eres valiente, Martn, t no tendrs miedo de las balas. Vete a la guerra, pero no vayas de soldado. Ni con los blancos, ni con los negros. Al comercio, Martn! Al comercio! Venders a los liberales y a los carlistas, hars tu pacotilla y te casars con la chica de Ohando. Si tenis un chico, llamadle como yo, Miguel, o Jos Miguel. Bueno --dijo Martn, sin fijarse en lo extravagante de la recomendacin. Dile a Arcale --sigui diciendo el viejo-- dnde tengo el tabaco y las setas. Ahora acrcate ms. Cuando yo me muera, registra mi jergn y encontrars en esta punta de la izquierda un calcetn con unas monedas de oro. Ya te he dicho, no quiero que las emplees en tierras, sino en gneros de comercio. As lo har. Creo que te lo he dicho todo. Ahora dame la mano. Firmes, eh? Firmes. El pobre Tellagorri se olvido de decir Pirmes, como hubiera dicho estando sano. A esa sosa de la Ignacia --aadi poco despus el viejo-- le puedes dar lo que te parezca cuando se case. A todo dijo Martn que s. Luego acompa al viejo, contestando a sus preguntas, algunas muy extraas, y por la madrugada dej de vivir Miguel de Tellagorri, hombre de mala fama y de buen corazn. Captulo VIII

  • CMO AUMENT EL ODIO ENTRE MARTN ZALACAN Y CARLOS OHANDO Cuando muri Tellagorri, Catalina de Ohando, ya una seorita, habl a su madre para que recogiera a la Ignacia, la hermana de Martn. Era sta, segn se deca, un poco coqueta y estaba acostumbrada a los piropos de la gente de casa de Arcale. La suposicin de que la muchacha, siguiendo en la taberna, pudiese echarse a perder, influy en la seora de Ohando para llevarla a su casa de doncella. Pensaba sermonearla hasta quitarla todos los malos resabios y dirigirla por la senda de la ms estrecha virtud. Con el motivo de ver a su hermana, Martn fu varias veces a casa de Ohando y habl con Catalina y doa gueda. Catalina segua hablndole de t y doa gueda manifestaba por l afecto y simpata, expresados en un sin fin de advertencias y de consejos. El verano se present Carlos Ohando, que vena de vacaciones del colegio de Oate. Pronto not Martn que, con la ausencia, el odio que le profesaba Carlos ms haba aumentado que disminuido. Al comprobar este sentimiento de hostilidad, dej de presentarse en casa de Ohando. No vas ahora a vernos --le dijo alguna vez que le encontr en la calle, Catalina. No voy, porque tu hermano me odia --contest claramente Martn. No, no lo creas. Bah! Yo s lo que me digo. El odio exista. Se manifest primeramente en el juego de pelota. Tena Martn un rival en un chico navarro, de la Ribera del Ebro, hijo de un carabinero. A este rival le llamaban el Cacho, porque era zurdo. Carlos de Ohando y algunos condiscpulos suyos, carlistas que se las echaban de aristcratas, comenzaron a proteger al Cacho y a excitarlo y a lanzarlo contra Martn. El Cacho tena un juego furioso de hombre pequeo iracundo; el juego de Martn, tranquilo y reposado, era del que est seguro de s mismo. El Cacho, si comenzaba a ganar, se exaltaba, llevaba el partido al vuelo; en cambio, desanimado, no tiraba una pelota que no fuese falta. Eran dos tipos, Zalacan y el Cacho, completamente distintos; el uno, la

  • serenidad y la inteligencia del montas, el otro, el furor y el bro del ribereo. Semejante rivalidad, explotada por Ohando y los seoritos de su cuerda, termin en un partido que propusieron los amigos del Cacho. El desafo se concert as; el Cacho Isquia, un jugador viejo de Urbia, contra Zalacan y el compaero que ste quisiera tomar. El partido sera a cesta y a diez juegos. Martn eligi como zaguero a un muchacho vasco francs que estaba de oficial en la panadera de Archipi y que se llamaba Bautista Urbide. Bautista era delgado, pero fuerte, sereno y muy dueo de s mismo. Se apost mucho dinero por ambas partes. Casi todo el elemento popular y liberal estaba por Zalacan y Urbide; los seoritos, el sacristn y la gente carlista de los caseros por el Cacho. El partido constituy un acontecimiento en Urbia; el pueblo entero y mucha gente de los alrededores se dirigi al juego de pelota a presenciar el espectculo. La lucha principal iba a ser entre los dos delanteros, entre Zalacan y el Cacho. El Cacho pona de su parte su nerviosidad, su furia, su violencia en echar la pelota baja y arrinconada; Zalacan se fiaba en su serenidad, en su buena vista y en la fuerza de su brazo, que le permita coger la pelota y lanzarla a lo lejos. La montaa iba a pelear contra la llanura. Comenz el partido en medio de una gran expectacin; los primeros juegos fueron llevados a la carrera por el Cacho, que tiraba las pelotas como balas unas lneas solamente por encima de la raya, de tal modo que era imposible recogerlas. A cada jugada maestra del navarro, los seoritos y los carlistas aplaudan entusiasmados; Zalacan sonrea, y Bautista le miraba con cierto mal disimulado pnico. Iban cuatro juegos por nada, y ya pareca el triunfo del navarro casi seguro cuando la suerte cambi y comenzaron a ganar Zalacan y su compaero. Al principio, el Cacho se defenda bien y remataba el juego con golpes furiosos, pero luego, como si hubiese perdido el tono, comenz a hacer faltas con una frecuencia lamentable y el partido se igual. Desde entonces se vi que el Cacho Isquia perdan el juego. Estaban desmoralizados. El Cacho se tiraba contra la pelota con ira, haca una falta y se indignaba; pegaba con la cesta en la tierra enfurecido y echaba la culpa de todo a su zaguero. Zalacan y el vasco francs, dueos de la situacin, guardaban una serenidad

  • completa, corran elsticamente y rean. Ah, Bautista --deca Zalacan--. Bien! Corre, Martn --gritaba Bautista--. Eso es! El juego termin con el triunfo completo de Zalacan y de Urbide. Viva gutarrac. (Vivan los nuestros!) --gritaron los de la calle de Urbia aplaudiendo torpemente. Catalina sonri a Martn y le felicit varias veces. Muy bien! Muy bien! Hemos hecho lo que hemos podido --contest l sonriente. Carlos Ohando se acerco a Martn, y le dijo con mal ceo: El Cacho te juega mano a mano. Estoy cansado --contest Zalacan. No quieres jugar? No. Juega t si quieres. Carlos, que haba comprobado una vez mas la simpata de su hermana por Martn, sinti avivarse su odio. Haba venido aquella vez Carlos Ohando de Oate ms sombro, ms fantico y ms violento que nunca. Martn saba el odio del hermano de Catalina y, cuando lo encontraba por casualidad, hua de l, lo cual a Carlos le produca ms ira y ms furor. Martn estaba preocupado, buscando la manera de seguir los consejos de Tellagorri y de dedicarse al comercio; haba dejado su oficio de cochero y entrado con Arcale en algunos negocios de contrabando. Un da, una vieja criada de casa de Ohando, chismosa y murmuradora, fu a buscarle y le cont que la Ignacia, su hermana, coqueteaba con Carlos, el seorito de Ohando. Si doa gueda lo notaba iba a despedir a la Ignacia, con lo cual el escndalo dejara a la muchacha en una mala situacin. Martn, al saberlo, sinti deseos de presentarse a Carlos y de insultarle y desafiarle. Luego, pensando que lo esencial era evitar las murmuraciones, ide varias cosas, hasta que al ltimo le pareci lo mejor ir a ver a su amigo

  • Bautista Urbide. Haba visto al vasco francs muchas veces bailando con la Ignacia y crea que tena alguna inclinacin por ella. El mismo da que le dieron la noticia se present en la tahona de Archipi en donde Urbide trabajaba. Lo encontr al vasco francs desnudo de medio cuerpo arriba en la boca del horno. Oye, Bautista --le dijo. Qu pasa? Te tengo que hablar. Te escucho --dijo el francs mientras maniobraba con la pala. A ti te gusta la Iasi, mi hermana? Hombre!... s. Qu pregunta! --exclam Bautista--. Para eso vienes a verme? Te casaras con ella? Si tuviera dinero para establecerme ya lo creo. Cunto necesitaras? Unos ochenta o cien duros. Yo te los doy. Y por qu es esa prisa? Le pasa algo a la Ignacia? No, pero he sabido que Carlos Ohando la est haciendo el amor. Y como la tiene en su casa!... Nada, nada. Hblale t y, si ella quiere, ya est. Nos casamos en seguida. Se despidieron Bautista y Martn, y ste, al da siguiente, llam a su hermana y le reproch su coquetera y su estupidez. La Ignacia neg los rumores que haban llegado hasta su hermano, pero al ltimo confes que Carlos la pretenda, pero con buen fin. Con buen fin! --exclam Zalacan--. Pero t eres idiota, criatura. Por qu? Porque te quiere engaar, nada mas. Me ha dicho que se casar conmigo.

  • Y t le has credo? Yo! Le he dicho que espere y que te preguntar a ti, pero l me ha contestado que no quiere que te diga a ti nada. Claro. Porque yo echara abajo sus planes. Te quiere engaar, y quiere deshonrarnos, y que el pueblo entero nos desprecie porque me odia a m. Yo no te digo ms que una cosa, que si pasa algo entre ese sacristn y t, te despellejo a ti y a l, y le pego fuego a la casa, aunque me lleven a presidio para toda la vida. La Ignacia se ech a llorar, pero cuando Martn le dijo que Bautista se quera casar con ella y que tena dinero, se secaron pronto sus lgrimas. Bautista quiere casarse?--pregunt la Ignacia asombrada. S. Pero si no tiene dinero! Pues ahora lo ha encontrado. La idea del casamiento con Bautista no sol consol a la muchacha, sino que pareci ofrecerle un halagador porvenir. Y qu quieres que haga? Salir de la casa? --pregunt la Ignacia, secndose las lgrimas y sonriendo. No, por de pronto sigue ah, es lo mejor, y dentro de unos das Bautista ir a ver a doa gueda y a decirla que se casa contigo. Se hizo lo acordado por los dos hermanos. En los das siguientes, Carlos Ohando vi que su conquista no segua adelante, y el domingo, en la plaza, pudo comprobar que la Ignacia se inclinaba definitivamente del lado de Bautista. Bailaron la muchacha y el panadero toda la tarde con gran entusiasmo. Carlos esper a que la Ignacia se encontrara sola y la insult y la ech en cara su coquetera y su falsedad. La muchacha, que no tena gran inclinacin por Carlos, al verle tan violento cobr por l desvo y miedo. Poco despus, Bautista Urbide se present en casa de Ohando, habl a doa gueda, se celebr la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del pas vasco francs. Captulo IX

  • CMO INTENT VENGARSE CARLOS DE MARTN ZALACAN Carlos Ohando enferm de clera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no poda soportar la humillacin de ser vencido; slo el pensarlo le mortificaba y le corroa el alma. Al intentar seducir Carlos a la Ignacia, casi poda ms en l su odio contra Martn que su inclinacin por la chica. Deshonrarle a ella y hacerle a l la vida triste, era lo que le encantaba. En el fondo, el aplomo de Zalacan, su contento por vivir, su facilidad para desenvolverse, ofendan a este hombre sombro y fantico. Adems, en Carlos la idea de orden, de categora, de subordinacin, era esencial, fundamental, y Martn intentaba marchar por la vida sin cuidarse gran cosa de las clasificaciones y de las categoras sociales. Esta audacia ofenda profundamente a Carlos y hubiese querido humillarle para siempre, hacerle reconocer su inferioridad. Por otra parte, el fracaso de su tentativa de seduccin le hizo ms malhumorado y sombro. Una noche, an no convaleciente de su enfermedad, producida por el despecho y la clera, se levant de la cama, en donde no poda dormir, y baj al comedor. Abri una ventana y se asom a ella. El cielo estaba sereno y puro. La luna blanqueaba las copas de los manzanos, cubiertos por la nieve de sus menudas flores. Los melocotoneros extendan a lo largo de las paredes sus ramas, abiertas en abanico, llenas de capullos. Carlos respiraba el aire tibio de la noche, cuando oy un cuchicheo y prest atencin. Estaba hablando su hermana Catalina, desde la ventana de su cuarto, con alguien que se encontraba en la huerta. Cuando Carlos comprendi que era con Martn con quien hablaba, sinti un dolor agudsimo y una impresin sofocante de ira. Siempre se haba de encontrar enfrente de Martn. Pareca que el destino de los dos era estorbarse y chocar el uno contra el otro. Martn contaba bromeando a Catalina la boda de Bautista y de la Ignacia, en Zaro, el banquete celebrado en casa del padre del vasco francs, el discurso del alcalde del pueblecillo... Carlos desfalleca de clera. Martn le haba impedido conquistar a la Ignacia y deshonraba, adems, a los Ohandos siendo el novio de su hermana, hablando con ella de noche. Sobre todo, lo que ms hera a Carlos, aunque no lo quisiera reconocer, lo que ms le mortificaba en el fondo de su alma era la superioridad de Martn, que iba y vena sin reconocer categoras, aspirando a todo y conquistndolo todo. Aquel granuja de la calle era capaz de subir, de prosperar, de hacerse rico, de

  • casarse con su hermana y de considerar todo esto lgico, natural... Era una desesperacin. Carlos hubiera gozado conquistando a la Ignacia, abandonndola luego, pasendose desdeosamente por delante de Martn; y Martn le ganaba la partida sacando a la Ignacia de su alcance y enamorando a su hermana. Un vagabundo, un ladrn, se la haba jugado a l, a un hidalgo rico heredero de una casa solariega! Y lo que era peor, esto no sera ms que el principio, el comienzo de su carrera esplndida! Carlos, mortificado por sus pensamientos, no prest atencin a lo que hablaban; luego oy un beso, y poco despus las ramas de un rbol que se movan. Tras de esto, se vi bajar un hombre por el tronco de un rbol, se vi que cruzaba la huerta, montaba sobre la tapia y desapareca. Se cerr la ventana del cuarto de Catalina, y en el mismo momento Carlos se llev la mano a la frente y pens con rabia en la magnfica ocasin perdida. Qu soberbio instante para concluir con aquel hombre que le estorbaba! Un tiro a boca de jarro! Y ya aquella mala hierba no crecera ms, no ambicionara ms, no intentara salir de su clase. Si lo mataba, todo el mundo considerara el suyo un caso de legtima defensa contra un salteador, contra un ladrn. Al da siguiente, Carlos busc una escopeta de dos caones de su padre, la encontr, la limpi a escondidas y la carg con perdigones loberos. Estuvo vacilando en poner cartuchos con bala, pero como era difcil hacer puntera de noche, opt por los perdigones gruesos. Ni en aquella noche, ni en la siguiente, se present Martn, pero cuatro das despus Carlos lo sinti en la huerta. Todava no haba salido la luna y esto salv al salteador enamorado. Carlos impaciente, al oir el ruido de las hojas, apunt y dispar. Al fogonazo, vi a Martn en el tronco del rbol y volvi a disparar. Se oy un chillido agudo de mujer y el golpe de un cuerpo en el suelo. La madre de Carlos y las criadas, alarmadas salieron de sus cuartos gritando, preguntando lo que era. Catalina, plida como una muerta, no poda hablar de emocin. Doa gueda, Carlos y las criadas salieron al jardn. Debajo del rbol, en la tierra y sobre la hierba hmeda, se vean algunas gotas de sangre, pero Martn haba hudo. No tenga usted cuidado, seorita --le dijo a Catalina una de las criadas--. Martn ha podido escapar. La seora de Ohando, que se enter de lo ocurrido por su hijo, llam en su

  • auxilio al cura don Flix para que le aconsejara. Se intent hacer comprender a Catalina el absurdo de su propsito, pero la muchacha era tenaz y estaba dispuesta a no ceder. Martn ha venido a darme noticias de la Ignacia, y como saben que no le quieren en la casa, por eso ha saltado la tapia. Cuando Carlos supo que Martn estaba solamente herido en un brazo y que se paseaba vendado por el pueblo siendo el hroe, se sinti furioso, pero por si acaso, no se atrevi a salir a la calle. Con el atentado, la hostilidad entre Carlos y Catalina, ya existente, se acentu de tal manera, que doa gueda, para evitar agrias disputas, envi de nuevo a Carlos a Oate y ella se dedic a vigilar a su hija. Libro segundo: Andanzas y correras Captulo I EN EL QUE SE HABLA DE LOS PRELUDIOS DE LA LTIMA GUERRA CARLISTA Hay hombres para quienes la vida es de una facilidad extraordinaria. Son algo as como una esfera que rueda por un plano inclinado, sin tropiezo, sin dificultad alguna. Es talento, es instinto o es suerte? Los propios interesados aseguran ser instinto o talento, sus enemigos dicen casualidad, suerte, y esto es ms probable que lo otro, porque hay hombres excelentemente dispuestos para la vida, inteligentes, enrgicos, fuertes y que sin embargo, no hacen ms que detenerse y tropezar en todo. Un proverbio vasco dice: El buen valor asusta a la mala suerte. Y esto es verdad a veces... cuando se tiene buena suerte. Zalacan era afortunado; todo lo que intentaba lo llevaba bien. Negocios, contrabando, amores, juego... Su ocupacin principal era el comercio de caballos y de mulas que compraba en Dax y pasaba de contrabando por los Alduides o por Roncesvalles. Tena como socio a Capistun el Americano, hombre inteligentsimo, ya de edad, a quien todo el mundo llamaba el americano, aunque se saba que era gascn. Su

  • mote proceda de haber vivido en Amrica mucho tiempo. Bautista Urbide, antiguo panadero de la tahona de Archipe, formaba muchas veces parte de las expediciones. Lo mismo Capistun que Martn, tenan como punto de descanso el pueblo de Zaro, prximo a San Juan del Pie del Puerto, donde viva la Ignacia con Bautista. Capistun y Martn conocan, como pocos, los puertos de Ibantelly y de Atchuria, de Alcorrunz y de Larratecoeguia, toda la lnea de Mugas de Zugarramurdi. Haban recorrido muchas veces los caminos que hay entre Meaca y Urdax, entre Izpegui y San Estban de Baigorri, entre Biriatu y Enderlaza, entre Elorrieta, la Banca y Berdriz. En casi todos los pueblos de la frontera vasco-navarra, desde Fuenterraba hasta Valcarlos, tenan algn agente para sus negocios de contrabando. Conocan tambin, palmo a palmo, las veredas que van por las vertientes del monte Larrun y no haba misterios para ellos hacia el lado Este de Navarra en esas praderas altas, metidas entre los bosques de Irati y de Ori. La vida de Capistun y Martn era accidentada y peligrosa. Para Martn, la consigna del viejo Tellagorri era la norma de su vida. Cuando se encontraba en una situacin apurada, cercado por los carabineros, cuando se perda en el monte, en medio de la noche, cuando tena que hacer un esfuerzo sobre s mismo, recordaba la actitud y la voz del viejo al decir: Firmes! Siempre firmes! Y haca lo necesario en aquel momento con decisin. Tena Martn serenidad y calma. Saba medir el peligro y ver la situacin real de las cosas sin exageraciones y sin alarmas. Para los negocios y para la guerra el hombre necesita ser fro. Martn comenzaba a impregnarse del liberalismo francs y a encontrar atrasados y fanticos a sus paisanos; pero, a pesar de esto, crea que don Carlos, en el instante que iniciase la guerra, conseguira la victoria. En casi todo el Medioda de Francia se crea lo mismo. El gobierno de la Repblica, los subprefectos y dems funcionarios de la frontera espaola dejaban pasar a los facciosos; y en los coches de Elizondo, por los Alduides, por San Estban de Baigorri, por Aoa, viajaban los jefes carlistas, con sus uniformes insignias de mando. Martn y Capistun, adems de mulas y de caballos, haban llevado a diferentes puntos de Guipzcoa y de Navarra, armas y materias necesarias para la fabricacin de plvora, cartuchos y proyectiles, y hasta llegaron a pasar por la frontera un can, de desecho de la guerra franco-prusiana, vendido por el Estado francs. Los comits carlistas funcionaban a la vista de todo el mundo. Generalmente, Martn y Capistun se entendan con el de Bayona, pero algunas veces tuvieron que relacionarse con el de Pau. Muchas veces haban dejado en manos de jvenes carlistas, disfrazados de

  • boyerizos, barricas llenas de armas. Los carlistas montaban las barricas en un carro y se internaban en Espaa. Es vino de la Rioja --solan decir en broma, al llegar a los pueblos golpeando los toneles, y el alcalde y el secretario cmplices los dejaban pasar. Tambin solan cargar en carros, que cubran de tejas, plomo en lingotes, que haba de servir para fundir balas. La alusin a la guerra prxima se notaba en una porcin de indicios y seales. Curas, alcaldes y jaunchos [Nota: Jaunchos-caciques.] se preparaban. Muchas veces, al cruzar un pueblo, se oa una voz aguda como de Carnaval, que gritaba en vasco: Noiz zuazt? (Cundo os vais?) Lo que quera decir: Cundo os echis al campo? Se cantaba tambin en Guipzcoa una cancin en vascuence, que aluda a la guerra y que se llamaba Gu guer (Nosotros somos). Era as: UNA VOZ Bigarren chandan aditutzendet ate joca _dan dan_. Ale onduan norbait dago ta galdezazu nor dan. (Por segunda vez oigo que estn llamando a la puerta, _dan, dan_. Junto a la puerta hay alguno. Pregunta quin es.) VARIAS VOCES Ta gu guer Ta gu guer gabiltzanac gora ber etorri nayean onera. Ta gu guer Ta gu guer Quirlis Carlos Carlos Quirlis Ecarri nayean oner. (Nosotros somos, nosotros somos los que andamos de arriba a abajo queriendo venir aqu. Nosotros somos, nosotros somos Quirlis Carlos, Carlos Quirlis, querindole traer aqu.)

  • Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra feroz y sangrienta, en Madrid, polticos y oradores se dedicaban con fruicin a los bellos ejercicios de la retrica. Un da de Mayo fueron Martn, Capistun y Bautista a Vera. La seora de Ohando tena una casa en el barrio de Alzate y haba ido a pasar all una temporada. Martn quera hablar con su novia, y Capistun y Bautista le acompaaron. Salieron de Sara y marcharon por el monte a Alzate. Martn contaba con una de las criadas de Ohando, partidaria suya, y sta le facilitaba el poder hablar con Catalina. Mientras Martn qued en Alzate, Capistun y Bautista entraron en Vera. En aquel mismo momento, don Carlos de Borbn, el pretendiente, llegaba rodeado de un Estado Mayor de generales carlistas y de algunos vendeanos franceses. Se ley una alocucin patritica, y despus don Carlos, repitiendo el final de la alocucin, exclam: Hoy dos de Mayo. Da de fiesta nasional! Abaco el extranquero! El extranquero era Amadeo de Saboya. Capistun y Bautista anduvieron entre los grupos. Se deca que uno de aquellos caballeros era Cathelineau, el descendiente del clebre general vendeano; se sealaba tambin al conde de Barrot y a un marqus navarro. Cuando lleg Martn a Vera se encontr la plaza llena de carlistas; Bautista le dijo: La guerra ha empezado. Martn se qued pensativo. Volvieron Martn, Capistun y Bautista a Francia. Bautista gritaba irnicamente a cada paso: --Abaco el extranquero! --Zalacan pensaba en el giro que tomara aquella guerra as iniciada y en lo que podra influir en sus amores con Catalina.

  • Captulo II CMO MARTN, BAUTISTA Y CAPISTUN PASARON UNA NOCHE EN EL MONTE Una noche de invierno marchaban tres hombres con cuatro magnficas mulas cargadas con grandes fardos. Salidos de Zaro por la tarde, se dirigan hacia los altos del monte Larrun. Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar. Los tres hombres eran Martn Zalacan, Capistun el gascn y Bautista Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes. El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogeran los carlistas. Despus de cenar en la borda, los tres hombres sacaron las muas y continuaron el viaje subiendo por el monte Larrun. Era la noche fra, comenzaba a nevar. En los caminos y sendas, llenos de lodo, se resbalaban los pies; a veces una mula entraba en un charco hasta el vientre y a fuerza de fuerzas se lograba sacarla del aprieto. Los animales llevaban mucho peso. Era preciso seguir el camino largo, sin utilizar las veredas, y la marcha se haca pesada. Al llegar a la cumbre y al entrar en el puerto de Ibantelly, les sorprendi a los viandantes una tempestad de viento y de nieve. Se encontraban en la misma frontera. La nieve arreciaba; no era fcil seguir adelante. Los tres hombres detuvieron las mulas, y mientras quedaba Capistun con ellas, Martn y Bautista se echaron uno a un lado y el otro al otro, para ver si encontraban cerca algn refugio, cabaa o choza de pastor. Zalacan vi a pocos pasos una casucha de carabineros cerrada. Eup! Eup! --grit. No contest nadie. Martn empuj la puerta, sujeta con un clavo, y entr dentro del chozo. Inmediatamente corri a dar parte a los amigos de su descubrimiento. Los fardos que llevaban las mulas tenan mantas, y extendindolas y sujetndolas por un extremo en la choza de los carabineros y por otro en unas ramas, improvisaron un cobertizo para las caballeras.

  • Puestas en seguridad la carga y las mulas, entraron los tres en la casa de los carabineros y encendieron una hermosa hoguera. Bautista fabric en un momento, con fibras de pino, una antorcha para alumbrar aquel rincn. Esperaron a que pasara el temporal y se dispusieron los tres a matar el tiempo junto a la lumbre. Capistun llevaba una calabaza llena de aguardiente de Armagnac y, mezclndolo con agua que calentaron, bebieron los tres. Luego, como era natural, hablaron de la guerra. El carlismo se extenda y marchaba de triunfo en triunfo. En Catalua y en el pas vasco-navarro iba haciendo progresos. La Repblica espaola era una calamidad. Los peridicos hablaban de asesinatos en Mlaga, de incendios en Alcoy, de soldados que desobedecan a los jefes y se negaban a batirse. Era una vergenza. Los carlistas se apoderaban de una porcin de pueblos abandonados por los liberales. Haban entrado en Estella. En las dos orillas del Bidasoa, lo mismo en la frontera espaola que en la francesa, se senta un gran entusiasmo por la causa del Pretendiente. Capistun y Bautista sealaron sus conocidos alistados ya en la faccin. La mayora eran mozos, pero no faltaban tampoco los viejos. Los fueron citando. All estaban Juan Echeberrigaray, de Espeleta; Toms Albandos, de Aoa; el herrero Lerrumburo, de Zaro; Echebarra, de Irisarri; Galparzasoro, el alpargatero de Urrua; Mearuberry, el carnicero de Ostabat, Miguel Larralde, el de Azcain; Carricaburo, el mozo de un casero de Arhamus; Chaubandidegui, el hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade y Lafourchette, los dos mozos del bazar de Hasparren. Valientes granujas!--murmur Martn, que escuchaba. Capistun y Bautista siguieron su enumeracin. Estaban tambin Bordagorri, el de Meharn; Achucarro, de Urdax; Etchehun, el versolari de Chacxu; Gaecoechia, de Osses; Bishio, de Azparrain, Listurria, de Briscus; Rebenacq, de Pourtals; el propietario de Saint Palais con el barn Lesbas d'Armagnac, de Mauleon; Detchesarry, el sacristn de Biriatu; Guibeleguieta, de Barcus; Iturbide, de Hendaya; Echemendi, el minero de Articuza; Chocoa, el cantero de San Estban de Baigorri; Garraiz, el cazador de palomas de Echalar; Setoain, el leador de Esterensuby; Isuribere, el pastor de Urepel; y Chiquierdi, el de Zugarramurdi. Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. As haban peleado en la antigedad contra el romano, contra el godo, contra el rabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva. Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo, crea en aquel Borbn, vulgar extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco.

  • Los legitimistas franceses se lo figuraban como un nuevo Enrique IV; y como de all, del Bearn, salieron en otro tiempo los Borbones para reinar en Espaa y en Francia, soaban con que Carlos VII triunfara en Espaa, acabara con la maldita Repblica Francesa, dara fueros a Navarra, que sera el centro del mundo y, adems, restablecera el poder poltico del Papa en Roma. Zalacan se senta muy espaol y dijo que los franceses eran unos cochinos, porque deban hacer la guerra en su tierra, si queran. Capistun, como buen republicano, afirm que la guerra en todas partes era una barbaridad. Paz, paz es lo que se necesita --aadi el gascn--; paz para poder trabajar y vivir. Ah, la paz! --replic Martn contradicindole--; es mejor la guerra. No, no --repuso Capistun--. La guerra es la barbarie nada ms. Discutieron el asunto; el gascn, como ms ilustrado, aduca mejores argumentos, pero Bautista y Martn replicaban: S, todo eso es verdad, pero tambin es hermosa la guerra. Y los dos vascos especificaron lo que ellos consideraban como hermosura. Ambos guardaban en el fondo de su alma un sueo cndido y heroico, infantil y brutal. Se vean los dos por los montes de Navarra y de Guipzcoa al frente de una partida, viviendo siempre en acecho, en una continua elasticidad de la voluntad, atacando, huyendo, escondindose entre las matas, haciendo marchas forzadas, incendiando el casero enemigo... Y qu alegras! Qu triunfos! Entrar en las aldeas a caballo, la boina sobre los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en la iglesia. Ver, al huir de una fuerza mayor, cmo aparece, entre el verde de las heredades, el campanario de la aldea donde se tiene el asilo; defender una trinchera heroicamente y plantar la bandera entre las balas que silban; conservar la serenidad mientras las granadas caen, estallando a pocos pasos, y caracolear