pino68
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El preciso orden de las gotas de lluvia
Fabrizio Mejía Madrid
Una red de agujeros
La mañana del 19 de septiembre de 1968 apareció un auto negro, sin placas, con los vidrios
polarizados frente a la casa de mi abuela. La noche anterior, diez mil soldados del cuerpo
de paracaidistas, al mando del general José Hernández Toledo, habían tomado la Ciudad
Universitaria y detenido a cientos de estudiantes en huelga. Yo tenía apenas siete meses de
nacido pero el relato de mi abuela perpetuó ese momento durante décadas:
---Tu tío había salido corriendo de la Facultad de Ingeniería junto con un maestro que se
llamaba Heberto Castillo. Tu tío le dijo: “Hacia la barda del Paseo de las Facultades,
ingeniero”, pero él se fue hacia el otro lado. A la mañana siguiente apareció el coche negro
frente a nuestra casa. Había dos agentes de la secreta ahí adentro esperando día y noche a
que saliera tu tío para detenerlo. Entonces, tus tías y yo nos turnábamos para ir al mercado
y regresar. De noche no prendíamos las luces y hablábamos quedito. Tu tío no salió de la
casa en un mes. El coche se fue el primero de octubre, un día antes de la matanza en
Tlatelolco.
Para mí, ese automóvil que vigila la casa de una familia representa lo inexplicable de la
violencia del poder. Es un abismo.
Con el tiempo he logrado ir llenando los huecos del relato de mi abuela. Ahora sé, por
ejemplo, que la toma militar de la Ciudad Universitaria fue el mismo día que la muerte del
poeta León Felipe. En 1986 conocí a una mujer casi albina, vestida con camisas
chiapanecas que decía haber sido criada y novia de León Felipe. Se llamaba Alcira y era
uruguaya. Los cuentos sobre ella en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras
coincidían en que aquel 18 de septiembre, al ver que los tanques de asalto del ejército de
Díaz Ordaz llegaban a la explanada de Rectoría, Alcira tomó la decisión de encerrarse en
un baño. Vivió ahí durante las semanas que tardó el ejército en recibir la orden de
desocupar las universidades y concentrarse en la Plaza de las Tres Culturas para la masacre
del 2 de octubre. Yo veía a Alcira, con la piel pegada al hueso, casi sin dientes, recitando en
francés un poema de Rimbaud sobre los colores, pegando carteles con dibujos de cuadros
de Miró, y gritando consignas con nosotros en los días de la huelga universitaria de 1986, la
de nosotros, la de las cifras invertidas de 1968. Pero lo que veía en Alcira, además de los
rumores que corrían sobre ella ---que en algún tiempo había vivido en lo alto de la Rectoría
sin que nadie se diera cuenta, que los estudiantes se cooperaban para que comiera pero que
prefería comprar con ese dinero plumones y cartulinas para sus dibujos---, lo que veía en
esa boca desdentada era también un abismo. Era la otra cara del hueco dejado en casa de mi
abuela por el auto negro. Lo siniestro siempre es doble: lo oscuro de los victimarios y los
estragos de esa oscuridad sobre las víctimas. Nunca pude deslindar al auto negro de la boca
de Alcira. La contundencia de uno, lo desvariado de lo otro. La idea de asomarse hacia el
interior de aquel auto de la policía secreta que había acosado a mi familia y no encontrar
nada sino un abismo. La idea de platicar cada mediodía con Alcira y no lograr entender casi
nada de lo que decía. La locura del poder había bajado desde la silla presidencial y los
estudiantes la habían resistido con alegría, con relajo. Pero, casi veinte años después, las
huellas de la locura enfrentada seguían ahí, en ellos, con algo de incomprensible. Ni
siquiera Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, su novela sobre estos parajes, fue capaz
de atrapar el alma de Alcira. Repitió los rumores, contó el episodio del baño, pero jamás
logró asomarse al interior. Era un abismo. Y el vacío no puede escribirse más que por sus
contornos.
Creo que durante los treinta años que le siguieron, el 68 mexicano se pensó como asomarse
a un pozo para gritar y que el eco te devolviera tu nombre. El precipicio sin fondo podía ser
llenado con los nombres de las víctimas, de los muertos, de los desaparecidos, de los
encarcelados, de sus historias, del mismo modo en que se le podía atribuir el inicio de la
lucha democrática en México; la inauguración de lo universitario como único patriotismo
disponible ---la épica del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, encabezando a los
estudiantes y poniendo la bandera nacional a media asta desde el 29 de julio hasta que el
ejército la arreó en la toma militar de la Ciudad Universitaria, al profesor Heberto Castillo
dando “el grito” de independencia en lugar del Presidente Díaz Ordaz---; la disposición a
despojar al discurso oficial de los nombres de Villa y Zapata e internacionalizarlos
poniéndolos al lado del Che Guevara; la alegría de ese verano sólo entendible en obras de
teatro en las paradas de los camiones; la indignación que se queda sin palabras en La
Marcha del Silencio; los Zócalos llenos; el movimiento de resistencia como un medio de
comunicación alterno a la televisión, el que va de boca en boca, de pinta en pinta, de
volante en volante e, incluso, de perro en perro; la libertad de la minifalda, el cabello largo,
y el rocanrol; y, siempre, del otro lado, el del principio de autoridad, el disparo, el toletazo,
la detención, la frase para la Historia ---“queda esta mano tendida”---, la muerte, la cárcel,
el exilio. Ese pozo que nos sigue devolviendo nuestro propio eco.
Como el del relato asustado de mi abuela. Mi tío le dice a Heberto Castillo que corran del
ejército hacia el Paseo de las Facultades. El profesor, uno de los líderes de la Coalición de
Maestros, corre en sentido contrario hacia el Pedregal. Mi tío logra saltar la barda de
Copilco con dos compañeros, pero al tercero lo detienen los soldados mientras trata de
treparse por las piedras volcánicas. Detenido, el estudiante sin nombre ---en el recuerdo de
mi abuela--- arroja unas llaves por encima de la barda:
---Huyan en mi coche ---grita.
Mi tío toma las llaves y corre a todo pulmón seguido de los otros dos. Sobre Insurgentes se
separan. Mi tío abre la mano y mira las llaves por primera vez. ¿De qué coche son? ¿Dónde
está el coche? ¿Cómo se llamaba quien se las aventó del otro lado de una barda?
Heberto Castillo corre en sentido contrario, hacia el pedregal. Son las diez y media de la
noche y duerme ahí con el calor que las piedras volcánicas guardan del sol. Sin agua, sin
comida, deambula, enloquecido por el miedo a que lo detengan.
---Si te agarran, te van a matar ---le había advertido una tarde en su casa el general Lázaro
Cárdenas.
Y, en medio de la bruma, en un hueco de la memoria, Heberto ve al escritor José Revueltas
sentado en una piedra, con las piernas cruzadas y fumando. Él se acerca, lo quiere tocar,
pero es sólo un espejismo. Está solo y el abismo sólo le devuelve su propio nombre.
El pozo de nuestros futuros
El 13 de febrero de 1987, un grafiti apareció sobre el letrero de la Facultad de Filosofía y
Letras: “Ay José, cómo me acuerdo de ti en estas Revueltas”. Era la primera vez, desde
1968, que los estudiantes cerraban la Universidad Nacional y todo tenía el ánimo de “lo
histórico”. El referente a la mano era el 68 o lo que sabíamos de él: la escucha como algo
democrático y casi imposible (el diálogo público) y, sobre todo, la posibilidad de la
represión. Como fuera, “lo histórico” era el presente porque el 68 lo respaldaba con sus
rituales. En casi veinte años, el 68 había llegado a colmar los contornos de su propio
precipicio convirtiéndose en el inicio abortado de la lucha democrática en el país, y en el
símbolo de todos los sesentas, con sus distintas rupturas, vanguardias, y manías. La
consigna de “2 de octubre no se olvida” había ayudado a ritualizar cada año la
conmemoración de la matanza de Tlatelolco y filtrado en la cultura una suerte de prestigio
dentro de la injusticia.
¿Qué era el 68 para mi generación, además de episodio fundacional de algo que nunca
había llegado? Era un épica colectiva, por ejemplo. Sin caudillos, lograba en el imaginario
las dos caras de la dignidad: la de que todos son iguales porque son fines en sí mismos y la
que define lo ético, no por los resultados, sino por sus motivos. Cuando me topaba a alguno
de ellos, los del 68 ---a Eduardo Valle, “El Buho”, moviéndose como zancudo, en 1984 o a
Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca cantando más que hablando en una melodía
pausada, en 1985--- lo que pensaba era en la dignidad del 68: no podía medirse por sus
resultados ---la represión, la cárcel, la tortura--- sino por sus motivos: las libertades. Y esa
aura de dignidad me resultaba épica. Miles de estudiantes luchando por motivos, no por
resultados.
Pero los sesentas habían pasado y ahora eran los ochentas y la vida cotidiana estaba
llenándose de cálculos individuales, del uso pragmático de los demás en beneficio propio,
de no ver al otro como un fin en sí mismo y como un igual, sino como un medio y algo
desechable. Muy pronto a los movimientos sociales se les acusaría de no ser realistas y el
utopismo sería tildado de locura. Pero el 68 y, en general, los años sesentas siguen siendo
nuestra Grecia clásica a la mano en la que se experimentó con todo, se cuestionó todo, y se
destruyó todo. Nos siguen abismando porque se movieron masivamente por causas, no por
cálculos. Por inspiraciones, no por consecuencias. Hicieron lo que hicieron sin pensar en
los beneficios, sino porque, en sí mismo, estaba bien hacerlo. Era como protestar contra una
tempestad saliendo a gritarle, desnudo. No sirve de nada pero hay motivos para hacerlo.
Eso era pues, “lo histórico” a la mano en 1986 durante la siguiente huelga estudiantil de la
Universidad Nacional tras el 68. Yo me paseaba por las escuelas y facultades de la UNAM
con un cuaderno tratando de apuntar los grafitis que generaba el movimiento. Me acuerdo
todavía de algunos: “No hay movimiento sin cocina” (Ciencias Políticas), “El boteo es un
éxito. El Flaco ya fuma con filtro” (Medicina), “Cuando una discusión dura más de media
hora, se convierte en Ontología” (Filosofía y Letras), “Queremos que nos ausculten, nos
insaculen, pero, mientras, que nos oigan” (Derecho).
La huelga duró sólo 21 días (del 28 de enero al 17 de febrero de 1987). Las comparaciones
con el 68 lo hacen su doble en más de un sentido: en 1968, el rector no era el enemigo, sino
el aliado; en 1986 nos pudimos manifestar sin tanques persiguiéndonos; las interminables
discusiones del CEU no eran sobre el país y la democracia y la libertad y la justicia, sino
sobre la Universidad, punto de equilibrio en la marea alta de las desigualdades. En 68, los
estudiantes se defendían de la policía. En 86 de la posibilidad de no poder seguir siendo
universitarios. Podría decirse que una fue una rebelión por derechos democráticos y, la otra,
por derechos universitarios. Los sesentas y los ochentas.
Pero fue más que un movimiento reactivo a medidas restrictivas. En el conflicto de menos
de medio año, el CEU es una generación que aprende a sentirse la mejor parte de la
Universidad Nacional, cuando sus autoridades distinguían a los institutos de investigación
científica y buscaban segregar a la parte “masificada”. Es una generación que, al verse
como unos 300 mil alumnos inscritos, no se mira como parte de un monstruo sino con el
orgullo de ser la más grande de América Latina, dueña de dos barcos en cada océano ---
alguien propone que al Justo Sierra que navega en el Pacífico se le rebautice como Ché
Guevara---, y capaz de llenar el Zócalo de la ciudad de México armado tan sólo de su
peculiar universitarismo. Porque lo que exhibe el movimiento de 1986-87 es una forma
estudiantil de ser parte de una Universidad “masificada”, que es producto, en gran medida,
de la Revolución mexicana: sin ella, muchos no hubiéramos estudiado, no tendríamos a qué
pertenecer, de qué estar orgullosos. El título de licenciatura se devaluaba desde 1986 frente
a nuestros ojos pero no la experiencia universitaria que se saturó con los “diálogos
públicos” ---una exigencia al aire del 68 que Díaz Ordaz respondió con “la mano tendida”,
es decir, con la prepotencia del que sabe que te estás ahogando--- y la huelga. El cierre de la
UNAM en 1987 es la posibilidad de recorrerla a pie ---se aprende que Ciencias está más
cerca de Medicina de lo que aparece en el mapa. Cientos se trasladan a asambleas en Prepa
4, ENEP Acatlán, y FES Cuautitlán, cuyas instalaciones tienen establos con vacas. Con la
huelga, la Universidad se protegía de sus autoridades que querían hacerla más chica,
rentable, gobernable. De alguna forma, la dignidad de los motivos frente a los resultados
sigue ahí.
La idea estudiantil del CEU es contraria a la rentabilidad: la UNAM es un lugar donde
intercambiar ideas, libros, y estados de ánimo entre medio millón de personas, no con los
treinta de tu salón. La experiencia habitual del estudiante de la mal llamada “universidad de
masas” ---¿300 mil en un país de 80 millones califica como una masa? ¿Pues no Elías
Canetti decía que era una “disposición” y no un simple número?--- era un ir y venir de su
casa al salón. Con el CEU la experiencia se satura: para ser universitario es requisito haber
ido a la ENEP Aragón a ver cómo iba la huelga, regresar al Vivero, y comer tortas ---la
primera semana de huelga--- y arroz ---las siguientes dos--- en Ciencias Políticas. Y más:
saber qué es la currícula oculta en un plan de estudios, cómo se elige la Junta de Gobierno,
y leer a Darcy Ribeiro. La de 1987 es una UNAM que ya no discute el marxismo, sino la
posmodernidad. Eso es lo contemporáneo del CEU: las dos revistas que circulan durante el
movimiento llaman a la legalización de las drogas y a leer a Charles Bukowski como si
fuera Jacques Derridá, La Guillotina de CCH-Naucalpan y Moho, de Ingeniería.
Con el Goya como himno y el debate sobre qué ha sido la Universidad ---en el sesenta
aniversario de la autonomía, el CEU es el único que se acuerda y lo celebra con el líder del
movimiento de 1929, Alejandro Gómez Arias, el novio épico de Frida Kahlo, quien devela
una placa que bautiza el Aula Magna de Filosofía y Letras como “José Revueltas”--- el
CEU fabrica una comunidad universitaria para la “universidad de masas”. La idea de la
Universidad se modifica en los diálogos públicos, las marchas al Zócalo, la huelga y la
aceptación de ganar: los estudiantes son hábiles en los argumentos contra la burocracia; la
burocracia no es sólo “la Universidad de saco y corbata” ---como dice un cartel de la
época---, sino que son capaces de organizar a los alumnos anti-huelga que amagan con
retomar las instalaciones en los primeros días de la huelga; que la autoridad es capaz de
ceder cuando tiene a cien mil estudiantes en las calles, recibiendo apoyos de todos los que
se acuerdan del silencio después de 1968 ---el 10 de febrero, fuera de la UNAM, se reúne el
Consejo Universitario y aprueba el Congreso y el fin de “plan Carpizo”, que terminarán con
la huelga del CEU--- y que los propios estudiantes tienen debates sobre qué son, y qué
debe ser la Universidad.
Lo esencial ya había sucedido: estaba ahí en los muros de la UNAM, antes de que los
trabajadores les pusieran una capa de pintura encima: “Ay José, cómo me acuerdo de ti en
estas Revueltas”.
Paisaje después de la lluvia
Lo perdido se queda para siempre en nosotros. En lo individual se llama melancolía, en lo
colectivo, historia. La melancolía procesa lo ausente en forma de engaño nostálgico de lo
que no ocurrió. La historia lo hace en forma de testimonio. En el lenguaje Ibo, que se habla
en Nigeria, prestar testimonio se dice, literalmente, “decir dónde han caído las gotas de
lluvia”. El ejercicio parece imposible: mientras alguien ve llover, sólo puede atender a una
parte del aguacero y le sería difícil recordar en qué parte de la tierra se ha precipitado cada
gota. Por eso, para prestar testimonio en Nigeria se necesitan las versiones de todos los
moradores de la aldea. Eso, también le sucedió al 68. Para llenar el hueco de silencio que
con el que la autoridad trató de desvanecerlo, se necesitaban todas las voces.
Mientras los diarios, cuyo papel controlaba la Presidencia de la República, hablaban de “la
respuesta” armada del ejército mexicano a los estudiantes-conspiradores-comunistas-
internacionales disparando desde el edificio Chihuahua, las fotografías de Enrique
Metinides en La Prensa y las de Jesús Fonseca en El Universal jamás aparecieron
publicadas: cadáveres apilados frente al edificio de Relaciones Exteriores en Tlatelolco,
miles de zapatos dejados en la estampida de los balazos, los dirigentes desnudos y mojados,
con las bocas y narices rotas, recargados contra los muros de la iglesia de Santiago
Tlatelolco. En un país acostumbrado a la censura, Abel Quezada, tras ensayar seis cartones
distintos, decide, junto con el director de Excélsior, Julio Scherer, publicar un recuadro en
negro debajo de la pregunta “¿Por qué?”. Es el 3 de octubre, esa fecha, en la que, como ha
dicho José Emilio Pacheco: “Fuera de Tlatelolco todo era/ de una tranquilidad insultante”.
Lo inexplicable fue el signo de un ocultamiento que creyó tener más poderes que la
experiencia de la gente. El presidente Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis
Echeverría –pero, también, no lo olvidemos, la policía política del oscuro Fernando
Gutiérrez Barrios, los soldados de García Barragán, y los policías de los dos Alfonsos,
Martínez Domínguez y Corona del Rosal– creyeron escenificar un enfrentamiento entre el
ejército y los estudiantes subversivos –un batallón, el Olimpia, constituido para cuidar los
Juegos de la Paz de México 68– cuyo dato sería que el primer herido fuera un militar,
Hernández Toledo, el “héroe” diazordacista del 68 y que tiene el delicado premio de ser el
primero en encabezar el primer plan contra el narcotráfico en Sinaloa, con las
consecuencias que ya tan bien conocemos.
Después, sobrevino la otra fase del ocultamiento: la confiscación de rollos fotográficos, la
presión sobre los periodistas –Julio Scherer, entonces director de Excélsior, recuerda la
llamada del secretario de Gobernación, Luis Echeverría: “Nos dispararon, ¿entiendes? Ellos
nos dispararon primero”– y la tortura a los dirigentes estudiantiles para que declararan que
estaban armados, que querían hacer una revolución socialista, y que les pagaba la soviética
KGB con el entonces nada mítico “oro de Moscú”.
Todo el plan del priismo diazordacista –una mezcla de anticomunismo sin comunistas,
catolicismo recalcitrante sin poder saludar al Papa en público, y autoritarismo sin dar
explicaciones “porque así me lo permite la investidura presidencial”, aunque no las
elecciones democráticas porque no hay; es decir, la hipocresía oligarca– se viene abajo por
un equívoco: la gente sabe lo que experimentó y no puede ser convencida de lo contrario.
Cada uno sabe donde cayó su propia gota de lluvia, en medio del aguacero. José Emilio
Pacheco, de nuevo, acierta en la poesía que no está obligada a relatar los hechos sino en
llenar los huecos entre ellos: “Y el olor de la sangre mojaba el aire”.
No solo el Estado mexicano con todas sus fuentes de información nunca entiende el
movimiento del 68 –ahora, en los archivos, Fernando Gutiérrez Barrios se exhibe como
alguien que jamás supo qué era el Consejo Nacional de Huelga y que jamás infiltró los
Comités de Lucha ---sino que es incapaz de enfrentarlo como sistema juvenil, relajiento,
precario, de base, pequeño, oral, de consigna y obra de teatro improvisada, en la calle, en la
esquina, en el café de la Zona Rosa. Los diseñadores detrás del último acto –la matanza del
2 de octubre en Tlatelolco– jamás pensaron en que el movimiento ya había ganado como
sistema de comunicación. Se dijeron: “Finjamos un enfrentamiento con los estudiantes, los
encarcelamos, los enterramos en el Campo Militar Número Uno, y la gente disfrutará de las
Olimpiadas.” La apuesta era por el olvido. Por el hueco.
En su informe de gobierno, en 1969, Díaz Ordaz se atreve a decir que “los sucesos del año
pasado” serán recordados como “vergonzosos” porque una turba de universitarios trató de
envilecer al país delante de las demás naciones aprovechando las Olimpiadas. Se
equivocaba el señor presidente que inició su campaña besándole la mano a su padre, don
Ramón, y se insertaba en la ironía: lo vergonzoso sería el 2 de octubre, aquel del cuadro
negro y el “¿Por qué?”. Acostumbrados a la huelga del sindicato que no era de la
Confederación de Trabajadores de México (la CTM del Partido Único) o a la protesta
estudiantil manipulada por un precandidato a la gubernatura o a una presidencia municipal
o de la república demasiado fogosos, Díaz Ordaz y Echeverría jamás entendieron que el
país había cambiado sin ellos y que ellos habían masacrado a ciudadanos nuevos, libres y,
sobre todo, éticos. Ellos mismos, negando al movimiento en su contra, habían colaborado a
volverlo, también, épico.
Elena Poniatowska, entonces una experimentada periodista que en Excélsior y Novedades
tenía la encomienda autoimpuesta de hacer una entrevista por día, entendió que el
testimonio debe ser sobre cada gota de lluvia. En sus pesquisas para tratar de encontrar una
explicación de lo que es México, había buscado a sus artistas plásticos. Y se encontró con
un David Alfaro Siqueiros encarcelado –por Díaz Ordaz, como secretario de Gobernación,
y un López Mateos como presidente ciego y acabado por siete aneurismas cerebrales–, y
sentenciado por uno de los diez delitos que, luego, les imputarían a los estudiantes del 68:
“Disolución Social”, un término que piensa a toda crítica como un ácido que “disuelve” la
tranquilidad y la paz perpetua de los mexicanos: ir del trabajo a su casa.
Cuando escuchó que una de las consignas del movimiento del 68 era contra ese extraño
delito “líquido” –disolver lo sólido–, alistó su grabadora, documentó lo que se decía y
acabó convirtiendo su vida en ir a las crujías “políticas” de la cárcel de Lecumberri para
captar las voces de los estudiantes presos del 68. El resultado fue La noche de Tlatelolco,
un testimonio “coral” –se usa ese término, pero los movimientos sociales carecen de
partituras, a menos que se piense que la lluvia contiene un patrón musical único– de lo que
significaron los 131 días en que unos estudiantes que vivían plenamente los años sesenta se
enfrentaron a una clase política y –hay que decirlo– a una buena parte de la población que
seguían pensando que México era alemanista: un Estado del presidente, sin rupturas, hacia
la felicidad posible que sólo garantiza la corrupción. Porque –también hay que decirlo– la
Revolución mexicana , a esas alturas o bajezas, ya era sólo una retórica cantinflesca, un
abuso tolerado, un agandalle legal, sin más narrativa de futuro que seguir igual a ver si algo
resulta, si este sexenio sí se nos hace justicia algo, alguien, o nos ponen dónde. Ya es sólo
la creación, desde el poder, de familias que detentan monopolios en la televisión, la
cerveza, el vidrio, el cemento.
La economía testimonial de La noche de Tlatelolco es la contraparte: entusiasmada consigo
misma, segura de que la transmisión de las voces puede ser más verdadera que la versión
oficial. Para el otro lado, el poder, con su mensaje unívoco, los ciudadanos son peligrosos:
Los de abajo, que no saben por qué luchan. El imaginario de la rebelión para los gobiernos
de la posrevolución era un conjunto de generales con tropas manipulables. El 68 mexicano
elimina esa idea a partir de que se plantea no como una organización, sino como un sistema
de comunicación. Pero los gobernantes tratan, en vano, de encontrarle cabecillas dentro del
PRI o en la Cuba de la crisis de los misiles. Se equivocan, pero siguen adelante en un plan
que es el 2 de octubre de 1968.
Elena Poniatowska transmite el ánimo del movimiento sin líderes ni financiamientos, con
soltura: aquí estamos unos ciudadanos insultando al Estado mexicano porque somos libres
y nada, realmente, nos va a suceder. Mientras los políticos de copete –Gutiérrez Barrios– o
los calvos –todos los demás– lidiaban con una rebelión que no atinaban a fijar como
cuartelazo, conspiración, o grilla pre-presidencial –ah, cómo les preocupaban el rector
Barros Sierra y el ya entonces ex presidente del PRI, Carlos Madrazo o Heberto Castillo y
Lázaro Cárdenas en contra de Kennedy por la invasión en Bahía de Cochinos–, la gente en
las calles sabía lo que estaba haciendo: ejercía sus libertades. Era anónima, sin partido
comunista, sin leer a Marx, sin ser vanguardista por recitar a Allen Ginsberg, sin filosofar
sobre Joan Baez, sin importarle que al presidente le ofendieran las referencias a su nula
ortodoncia. Para las generaciones que no lo vivieron, el 68 mexicano es La noche de
Tlatelolco de Poniatowska. No es la conmiseración que vino después de la tragedia: la
cárcel, los presos políticos, la “regularización política” de algunos de sus líderes, las
investigaciones en archivos depurados por los mismos que los ocultaron durante cuatro
décadas. Es la fiesta de las libertades.
Y Echeverría lo huele años después, cuando hace una guardia de honor a “los caídos” del
68 y, cuando vuelve a la Universidad Nacional, recibe sólo un piedrazo en plena calva. Lo
entiende Echeverría cuando le quiere otorgar un premio a Elena Poniatowska en 1971 y ella
lo rechaza. Y es que ella sola, menuda, flaquita, expulsada y huyendo por el nazismo en
Polonia, había escrito la memoria de la gente, la que se opuso durante décadas al
ocultamiento que Díaz Ordaz fraguó en algún momento de agosto de 1968, cuando ideó la
escenografía de un enfrentamiento entre militares y una conspiración, en la que el ejército
mexicano salvaba a La Patria del comunismo, el libertinaje, y la locura. Ella sola, Elena
Poniatowska, se había puesto la piel de la gente, de sus testimonios, a cuestas, y su libro es
la prueba de que las víctimas –en este país, todos, aunque ahora seamos “daños
colaterales”– cuentan –contamos– una historia que quizás sea la verdadera, simplemente
porque cada gota de la lluvia cuenta mejor la historia de su aguacero.
Cuento esto porque el 68 es sus testimonios. Son palabras que, como la lluvia, llenarán un
pozo de silencio. Treinta años después, el 2 de octubre de 1998 era viernes, así que
decidimos hacer una lectura de La Noche de Tlatelolco dos días después, el domingo, a cien
voces. Se cumplían 30 años del 68, es decir, 30 años de luchar contra la versión oficial que
quiso hacer pasar la matanza de estudiantes como un enfrentamiento. 30 años de no pensar
que lo “normal” era “moral”. 30 años en los que el texto de Elena Poniatowska se convirtió
en la verdad colectiva de las víctimas.
Hacía frío y Elena tenía gripe. Pero fui por ella a su casa, a media cuadra del parque donde
había muerto asesinado el General Álvaro Obregón. Entrapajada en un chal amarillo, Elena
llegó a leer el primer párrafo de su libro: “Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo”, con la
voz mormada. Por ese mismo parque circularían cien actores, pintores, ex líderes del 68,
escritores y hasta uno que otro político que, luego, me hizo pensar: “¿Pero cómo fui a
invitar a ese miserable?” (era del PAN). La lectura, de la primera hasta la última sílaba
duró catorce horas. El momento culminante fue ya casi a las once de la noche, en que, entre
velas, Carlos Monsiváis leyó el final aguantando, con mucha dificultad, el llanto: “No se
espanten, no corran, compañeros, es una provocación”. Nunca había visto a Monsiváis
llorar en público. Entre las sombras, las lágrimas no se pudieron apreciar, pero las páginas
finales de mi ejemplar de La noche de Tlatelolco quedaron impactadas por tres o cuatro
gotas.
El libro todavía nos conmovía a todos, hubiéramos vivido o no el 68. Le compré flores a
Elena y, por razones que no recuerdo ya, también a la actriz Diana Bracho. Instantes
después, un dedo me tocó el hombro. Volteé y era el pintor José Luis Cuevas que me dijo
sin ruborizarse:
---Veo que regalas flores. ¿Y las mías?
Elena se regresó a su casa después de firmar cientos de libros. Ya dije que tenía gripe y el
día estuvo frío, melancólico, histórico. La Noche de Tlatelolco se leyó con indignación, con
risas, con muerte, sin ella presente. Recuerdo que esa media noche, después del aplauso
final y todavía sacudido por las lágrimas de Monsiváis, empecé a recoger, junto con
Alejandro Aura, las veladoras que habíamos usado para dramatizar el final de la lectura.
Recogimos muy pocas porque el público había decidido llevárselas como recuerdo. El 68
era así de inaprehensible: un episodio, un presente que todos hubiéramos querido vivir, a
pesar de sus consecuencias prácticas, pero cuyos motivos simbólicos flotan salidos del
pozo. Una utopía que ya no estaba en el futuro sino en el pasado, treinta años antes. Algo
que se nos iba entre los dedos, como lluvia y del que sólo teníamos unas llaves de un coche
de alguien, guardadas en un cajón junto con los boletos de avión de nuestro primer viaje, el
recuerdo de una pinta sobre Revueltas, una veladora en la medianoche del Parque de la
Bombilla.
En todo en lo que podía pensar era en que Elena, su libro, existía para todos,
independientemente de que ella avalara nuestras lecturas, nuestras emociones. Más de cien
artistas y activistas habían acudido a leerla en voz alta sólo movidos por una llamada
telefónica. Hasta ahí había llegado una mujer de negro que se me acercó sin que yo supiera
quién era.
---Soy La Nacha ---me informó.
Yo había visto su foto en La Noche de Tlatelolco, entonces una guapa al estilo de Joan
Baez, al lado de La Tita y José Revueltas con cara de preocupación, en una audiencia de los
juicios a los estudiantes después del 2 de octubre de 1968. A La Nacha la incluimos en la
lectura colectiva. Cuando bajó del escenario, le dije a José Luis Cuevas:
---Ándele, maestro: regálale tus flores a ella.
Señalé al aire. Ya se había ido.
La vida con el hueco
Cuando suena mi teléfono a las nueve de la mañana suelo dejar que la contestadora trabaje.
Pero la noche anterior al 18 de agosto de 2011 había sido de insomnio, pesadillas de caídas
a un precipicio, sudoraciones, así que levanté el auricular:
---¿Fabrizio Mejía? Habla Gustavo Díaz Ordaz.
Normalmente vuelvo a la cama y me duermo hasta las doce, pero esa mañana no pude. En
pantuflas salí a la calle a dar vueltas. Por supuesto no era el Gustavo Díaz Ordaz que había
ordenado masacrar a los estudiantes en 1968 sino su hijo, un ingeniero que había dicho:
---No me parece adecuado que usted se atreva a hablar de la vida íntima de mi padre.
A lo que se refería era a una novela que yo acababa de publicar unos meses antes: Disparos
en la oscuridad. Le di tres vueltas a mi cuadra, abismado. Había relatado la vida del
minotauro dentro del laberinto de la soledad, del villano de tres generaciones de mexicanos,
y su hijo se preocupaba de sus novias, en especial, supongo ---no lo dijo--- de la amante
durante los días del verano de 1968: Irma “La Tigresa” Serrano.
Yo había empezado a escribir la vida de Díaz Ordaz como se empieza cualquier
investigación o novela. Escribir es siempre plantear una pregunta lo más claramente
posible. En este caso era sobre el tipo de ideas que debían existir en la cultura política
mexicana para que algo como el 2 de octubre fuera no sólo pensable, sino aceptable.
Porque la matanza de estudiantes desarmados en Tlatelolco no había sido sólo apoyada por
el gabinete de Díaz Ordaz sino también por la cabeza del empresariado de Nuevo León,
Juan Sánchez Navarro, por los obispos, la televisora monopólica de “El Tigre” Azcárraga,
el PRI con sus sindicatos, diputados y senadores. Lo que me parecía alucinante era que
Díaz Ordaz había sido aplaudido en el Congreso el primero de septiembre de 1968 cuando
anunció que lo que seguía era la represión contra los estudiantes:
---Todo tiene un límite y no podemos permitir que se siga quebrantando irremisiblemente el
orden jurídico, como a los ojos de todos ha venido sucediendo. Tenemos la ineludible
obligación de impedir la destrucción de las formas esenciales, a cuyo amparo convivimos y
progresamos. Agotados los medios que aconsejen el buen juicio y la experiencia, ejercitaré
la facultad constitucional de disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente, o sea:
del ejército, terrestre, de la marina de guerra y de la fuerza aérea para la seguridad interior.
No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos pero que tomaremos
si es necesario. Lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos y hasta donde estemos
obligados a llegar, llagaremos (sic).
¿Qué tipo de poder hablaba así? Esa había sido mi pregunta que resultó en una novela sobre
la vida de Díaz Ordaz. Pero sus familiares no fueron los únicos en hablarme. Se comunicó,
desde Cuernavaca, por ejemplo Eduardo del Río, “Rius”, el caricaturista a quien Díaz
Ordaz en 1969 secuestró y sometió a un fusilamiento simulado.
---Fue el 29 de enero de 1969 ---me explicó con su voz cascada de emérito de los moneros
que resisten a la censura--- y fue en el Nevado de Toluca, no en Cuernavaca. Y habían
excavado dos tumbas. Dispararon y me caí desmayado. Ahí me dejaron. Desde entonces
padezco del corazón.
Por la línea telefónica desfilaron un cura que había hecho explotar la estatua de Díaz Ordaz
en Ciudad Serdán, Puebla ---haciéndole un túnel donde, ahora, juegan los niños---, la novia
del nieto del médico oculista del ex presidente, y decenas que querían contarme, una vez
más, qué habían hecho en 1968. Una mujer de Monterrey me confesó:
---Acá en el norte nos dio mucha vergüenza no habernos enterado de nada del 68. Aquí ya
sólo sufrimos los atentados de la Liga 23 de Septiembre ---dijo, refiriéndose al secuestro
fallido de 17 de septiembre de 1973 del empresario Eugenio Garza Sada---. No lo aprobé,
pero sí estuve de acuerdo.
Y, de nuevo, el vocerío en los contornos de ese hueco que el mismo Gustavo Díaz Ordaz
describió en su conferencia de prensa en la Secretaría de Relaciones, justo frente a la Plaza
de Tlatelolco el 12 de abril de 1977:
---Sabrá ---le responde a un reportero--- que es muy fácil ocultar y disminuir. Que se
hicieron desaparecer cadáveres, que se sepultaron clandestinamente, se incineraron. Eso es
fácil. No es fácil hacerlo impunemente, pero es fácil hacerlo. Pero los nombres no se
pueden desaparecer. Si hay un nombre corresponde a un hombre, a un ser humano que dejó
un hueco en una familia. Hay una novia sin novio, una madre sin su hijo, un hermano sin
hermanos, un padre sin hijos. Hay un banco en la escuela que quedó vacío, hay un taller en
una fábrica, en el campo, que quedó vacío. Vamos a comprobar donde está el hueco porque
un hueco no se puede destruir. Cuando se trata de destruir un hueco de esos, se agranda.
Porque, para que no quede hueco en una familia, habría que acabar con la familia entera.
El poder, después de todo, sólo es la forma en que hacemos a los demás obedecer.
Cotidianamente se ejerce contra los que tienen menos poder que uno. Y rara vez contra los
que tienen más. A la primera le llamamos gobierno y a la otra, resistencia. El 68 fue
exactamente un choque entre ambos tipos de uso del poder. Pero, a nivel cultural, el
silencio, el hueco que cavaron los funcionarios, los militares, los policías, los agentes
secretos permitió que, del otro lado ---del nuestro--- llenáramos ese azar con una trama.
Que el hueco se llenara con historias y con una indignación que contempla su venganza
como un quebrantamiento de su propio motivo. “Te impondría un castigo grave si no
estuviera tan furioso contigo”, le dice Arquitas de Tarento al gobernante de Siracusa a
quien combatía, Dionisio II. No en balde Arquitas fue, al mismo tiempo, el modelo de
Platón para su rey-filósofo y el inventor de la primera máquina para volar, “La Paloma”.
La última llamada sobre Díaz Ordaz es de mi tío, el del 68. Le pregunto si conserva las
llaves de aquel coche que no supo de quién era cuando huyó de la toma de Ciudad
Universitaria en 1968.
---Claro ---me contesta impávido.
---¿Por qué? ---le pregunto tras más de cuarenta años del episodio de la barda.
---Es de las pocas cosas que tienen que ver con mi vida y con la del país entero---responde.
Y, al rato, colgamos.
Esa tarde también llovió.