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El preciso orden de las gotas de lluvia Fabrizio Mejía Madrid Una red de agujeros La mañana del 19 de septiembre de 1968 apareció un auto negro, sin placas, con los vidrios polarizados frente a la casa de mi abuela. La noche anterior, diez mil soldados del cuerpo de paracaidistas, al mando del general José Hernández Toledo, habían tomado la Ciudad Universitaria y detenido a cientos de estudiantes en huelga. Yo tenía apenas siete meses de nacido pero el relato de mi abuela perpetuó ese momento durante décadas: ---Tu tío había salido corriendo de la Facultad de Ingeniería junto con un maestro que se llamaba Heberto Castillo. Tu tío le dijo: “Hacia la barda del Paseo de las Facultades, ingeniero”, pero él se fue hacia el otro lado. A la mañana siguiente apareció el coche negro frente a nuestra casa. Había dos agentes de la secreta ahí adentro esperando día y

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El preciso orden de las gotas de lluvia

Fabrizio Mejía Madrid

Una red de agujeros

La mañana del 19 de septiembre de 1968 apareció un auto negro, sin placas, con los vidrios

polarizados frente a la casa de mi abuela. La noche anterior, diez mil soldados del cuerpo

de paracaidistas, al mando del general José Hernández Toledo, habían tomado la Ciudad

Universitaria y detenido a cientos de estudiantes en huelga. Yo tenía apenas siete meses de

nacido pero el relato de mi abuela perpetuó ese momento durante décadas:

---Tu tío había salido corriendo de la Facultad de Ingeniería junto con un maestro que se

llamaba Heberto Castillo. Tu tío le dijo: “Hacia la barda del Paseo de las Facultades,

ingeniero”, pero él se fue hacia el otro lado. A la mañana siguiente apareció el coche negro

frente a nuestra casa. Había dos agentes de la secreta ahí adentro esperando día y noche a

que saliera tu tío para detenerlo. Entonces, tus tías y yo nos turnábamos para ir al mercado

y regresar. De noche no prendíamos las luces y hablábamos quedito. Tu tío no salió de la

casa en un mes. El coche se fue el primero de octubre, un día antes de la matanza en

Tlatelolco.

Para mí, ese automóvil que vigila la casa de una familia representa lo inexplicable de la

violencia del poder. Es un abismo.

Con el tiempo he logrado ir llenando los huecos del relato de mi abuela. Ahora sé, por

ejemplo, que la toma militar de la Ciudad Universitaria fue el mismo día que la muerte del

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poeta León Felipe. En 1986 conocí a una mujer casi albina, vestida con camisas

chiapanecas que decía haber sido criada y novia de León Felipe. Se llamaba Alcira y era

uruguaya. Los cuentos sobre ella en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras

coincidían en que aquel 18 de septiembre, al ver que los tanques de asalto del ejército de

Díaz Ordaz llegaban a la explanada de Rectoría, Alcira tomó la decisión de encerrarse en

un baño. Vivió ahí durante las semanas que tardó el ejército en recibir la orden de

desocupar las universidades y concentrarse en la Plaza de las Tres Culturas para la masacre

del 2 de octubre. Yo veía a Alcira, con la piel pegada al hueso, casi sin dientes, recitando en

francés un poema de Rimbaud sobre los colores, pegando carteles con dibujos de cuadros

de Miró, y gritando consignas con nosotros en los días de la huelga universitaria de 1986, la

de nosotros, la de las cifras invertidas de 1968. Pero lo que veía en Alcira, además de los

rumores que corrían sobre ella ---que en algún tiempo había vivido en lo alto de la Rectoría

sin que nadie se diera cuenta, que los estudiantes se cooperaban para que comiera pero que

prefería comprar con ese dinero plumones y cartulinas para sus dibujos---, lo que veía en

esa boca desdentada era también un abismo. Era la otra cara del hueco dejado en casa de mi

abuela por el auto negro. Lo siniestro siempre es doble: lo oscuro de los victimarios y los

estragos de esa oscuridad sobre las víctimas. Nunca pude deslindar al auto negro de la boca

de Alcira. La contundencia de uno, lo desvariado de lo otro. La idea de asomarse hacia el

interior de aquel auto de la policía secreta que había acosado a mi familia y no encontrar

nada sino un abismo. La idea de platicar cada mediodía con Alcira y no lograr entender casi

nada de lo que decía. La locura del poder había bajado desde la silla presidencial y los

estudiantes la habían resistido con alegría, con relajo. Pero, casi veinte años después, las

huellas de la locura enfrentada seguían ahí, en ellos, con algo de incomprensible. Ni

siquiera Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, su novela sobre estos parajes, fue capaz

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de atrapar el alma de Alcira. Repitió los rumores, contó el episodio del baño, pero jamás

logró asomarse al interior. Era un abismo. Y el vacío no puede escribirse más que por sus

contornos.

Creo que durante los treinta años que le siguieron, el 68 mexicano se pensó como asomarse

a un pozo para gritar y que el eco te devolviera tu nombre. El precipicio sin fondo podía ser

llenado con los nombres de las víctimas, de los muertos, de los desaparecidos, de los

encarcelados, de sus historias, del mismo modo en que se le podía atribuir el inicio de la

lucha democrática en México; la inauguración de lo universitario como único patriotismo

disponible ---la épica del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, encabezando a los

estudiantes y poniendo la bandera nacional a media asta desde el 29 de julio hasta que el

ejército la arreó en la toma militar de la Ciudad Universitaria, al profesor Heberto Castillo

dando “el grito” de independencia en lugar del Presidente Díaz Ordaz---; la disposición a

despojar al discurso oficial de los nombres de Villa y Zapata e internacionalizarlos

poniéndolos al lado del Che Guevara; la alegría de ese verano sólo entendible en obras de

teatro en las paradas de los camiones; la indignación que se queda sin palabras en La

Marcha del Silencio; los Zócalos llenos; el movimiento de resistencia como un medio de

comunicación alterno a la televisión, el que va de boca en boca, de pinta en pinta, de

volante en volante e, incluso, de perro en perro; la libertad de la minifalda, el cabello largo,

y el rocanrol; y, siempre, del otro lado, el del principio de autoridad, el disparo, el toletazo,

la detención, la frase para la Historia ---“queda esta mano tendida”---, la muerte, la cárcel,

el exilio. Ese pozo que nos sigue devolviendo nuestro propio eco.

Como el del relato asustado de mi abuela. Mi tío le dice a Heberto Castillo que corran del

ejército hacia el Paseo de las Facultades. El profesor, uno de los líderes de la Coalición de

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Maestros, corre en sentido contrario hacia el Pedregal. Mi tío logra saltar la barda de

Copilco con dos compañeros, pero al tercero lo detienen los soldados mientras trata de

treparse por las piedras volcánicas. Detenido, el estudiante sin nombre ---en el recuerdo de

mi abuela--- arroja unas llaves por encima de la barda:

---Huyan en mi coche ---grita.

Mi tío toma las llaves y corre a todo pulmón seguido de los otros dos. Sobre Insurgentes se

separan. Mi tío abre la mano y mira las llaves por primera vez. ¿De qué coche son? ¿Dónde

está el coche? ¿Cómo se llamaba quien se las aventó del otro lado de una barda?

Heberto Castillo corre en sentido contrario, hacia el pedregal. Son las diez y media de la

noche y duerme ahí con el calor que las piedras volcánicas guardan del sol. Sin agua, sin

comida, deambula, enloquecido por el miedo a que lo detengan.

---Si te agarran, te van a matar ---le había advertido una tarde en su casa el general Lázaro

Cárdenas.

Y, en medio de la bruma, en un hueco de la memoria, Heberto ve al escritor José Revueltas

sentado en una piedra, con las piernas cruzadas y fumando. Él se acerca, lo quiere tocar,

pero es sólo un espejismo. Está solo y el abismo sólo le devuelve su propio nombre.

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El pozo de nuestros futuros

El 13 de febrero de 1987, un grafiti apareció sobre el letrero de la Facultad de Filosofía y

Letras: “Ay José, cómo me acuerdo de ti en estas Revueltas”. Era la primera vez, desde

1968, que los estudiantes cerraban la Universidad Nacional y todo tenía el ánimo de “lo

histórico”. El referente a la mano era el 68 o lo que sabíamos de él: la escucha como algo

democrático y casi imposible (el diálogo público) y, sobre todo, la posibilidad de la

represión. Como fuera, “lo histórico” era el presente porque el 68 lo respaldaba con sus

rituales. En casi veinte años, el 68 había llegado a colmar los contornos de su propio

precipicio convirtiéndose en el inicio abortado de la lucha democrática en el país, y en el

símbolo de todos los sesentas, con sus distintas rupturas, vanguardias, y manías. La

consigna de “2 de octubre no se olvida” había ayudado a ritualizar cada año la

conmemoración de la matanza de Tlatelolco y filtrado en la cultura una suerte de prestigio

dentro de la injusticia.

¿Qué era el 68 para mi generación, además de episodio fundacional de algo que nunca

había llegado? Era un épica colectiva, por ejemplo. Sin caudillos, lograba en el imaginario

las dos caras de la dignidad: la de que todos son iguales porque son fines en sí mismos y la

que define lo ético, no por los resultados, sino por sus motivos. Cuando me topaba a alguno

de ellos, los del 68 ---a Eduardo Valle, “El Buho”, moviéndose como zancudo, en 1984 o a

Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca cantando más que hablando en una melodía

pausada, en 1985--- lo que pensaba era en la dignidad del 68: no podía medirse por sus

resultados ---la represión, la cárcel, la tortura--- sino por sus motivos: las libertades. Y esa

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aura de dignidad me resultaba épica. Miles de estudiantes luchando por motivos, no por

resultados.

Pero los sesentas habían pasado y ahora eran los ochentas y la vida cotidiana estaba

llenándose de cálculos individuales, del uso pragmático de los demás en beneficio propio,

de no ver al otro como un fin en sí mismo y como un igual, sino como un medio y algo

desechable. Muy pronto a los movimientos sociales se les acusaría de no ser realistas y el

utopismo sería tildado de locura. Pero el 68 y, en general, los años sesentas siguen siendo

nuestra Grecia clásica a la mano en la que se experimentó con todo, se cuestionó todo, y se

destruyó todo. Nos siguen abismando porque se movieron masivamente por causas, no por

cálculos. Por inspiraciones, no por consecuencias. Hicieron lo que hicieron sin pensar en

los beneficios, sino porque, en sí mismo, estaba bien hacerlo. Era como protestar contra una

tempestad saliendo a gritarle, desnudo. No sirve de nada pero hay motivos para hacerlo.

Eso era pues, “lo histórico” a la mano en 1986 durante la siguiente huelga estudiantil de la

Universidad Nacional tras el 68. Yo me paseaba por las escuelas y facultades de la UNAM

con un cuaderno tratando de apuntar los grafitis que generaba el movimiento. Me acuerdo

todavía de algunos: “No hay movimiento sin cocina” (Ciencias Políticas), “El boteo es un

éxito. El Flaco ya fuma con filtro” (Medicina), “Cuando una discusión dura más de media

hora, se convierte en Ontología” (Filosofía y Letras), “Queremos que nos ausculten, nos

insaculen, pero, mientras, que nos oigan” (Derecho).

La huelga duró sólo 21 días (del 28 de enero al 17 de febrero de 1987). Las comparaciones

con el 68 lo hacen su doble en más de un sentido: en 1968, el rector no era el enemigo, sino

el aliado; en 1986 nos pudimos manifestar sin tanques persiguiéndonos; las interminables

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discusiones del CEU no eran sobre el país y la democracia y la libertad y la justicia, sino

sobre la Universidad, punto de equilibrio en la marea alta de las desigualdades. En 68, los

estudiantes se defendían de la policía. En 86 de la posibilidad de no poder seguir siendo

universitarios. Podría decirse que una fue una rebelión por derechos democráticos y, la otra,

por derechos universitarios. Los sesentas y los ochentas.

Pero fue más que un movimiento reactivo a medidas restrictivas. En el conflicto de menos

de medio año, el CEU es una generación que aprende a sentirse la mejor parte de la

Universidad Nacional, cuando sus autoridades distinguían a los institutos de investigación

científica y buscaban segregar a la parte “masificada”. Es una generación que, al verse

como unos 300 mil alumnos inscritos, no se mira como parte de un monstruo sino con el

orgullo de ser la más grande de América Latina, dueña de dos barcos en cada océano ---

alguien propone que al Justo Sierra que navega en el Pacífico se le rebautice como Ché

Guevara---, y capaz de llenar el Zócalo de la ciudad de México armado tan sólo de su

peculiar universitarismo. Porque lo que exhibe el movimiento de 1986-87 es una forma

estudiantil de ser parte de una Universidad “masificada”, que es producto, en gran medida,

de la Revolución mexicana: sin ella, muchos no hubiéramos estudiado, no tendríamos a qué

pertenecer, de qué estar orgullosos. El título de licenciatura se devaluaba desde 1986 frente

a nuestros ojos pero no la experiencia universitaria que se saturó con los “diálogos

públicos” ---una exigencia al aire del 68 que Díaz Ordaz respondió con “la mano tendida”,

es decir, con la prepotencia del que sabe que te estás ahogando--- y la huelga. El cierre de la

UNAM en 1987 es la posibilidad de recorrerla a pie ---se aprende que Ciencias está más

cerca de Medicina de lo que aparece en el mapa. Cientos se trasladan a asambleas en Prepa

4, ENEP Acatlán, y FES Cuautitlán, cuyas instalaciones tienen establos con vacas. Con la

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huelga, la Universidad se protegía de sus autoridades que querían hacerla más chica,

rentable, gobernable. De alguna forma, la dignidad de los motivos frente a los resultados

sigue ahí.

La idea estudiantil del CEU es contraria a la rentabilidad: la UNAM es un lugar donde

intercambiar ideas, libros, y estados de ánimo entre medio millón de personas, no con los

treinta de tu salón. La experiencia habitual del estudiante de la mal llamada “universidad de

masas” ---¿300 mil en un país de 80 millones califica como una masa? ¿Pues no Elías

Canetti decía que era una “disposición” y no un simple número?--- era un ir y venir de su

casa al salón. Con el CEU la experiencia se satura: para ser universitario es requisito haber

ido a la ENEP Aragón a ver cómo iba la huelga, regresar al Vivero, y comer tortas ---la

primera semana de huelga--- y arroz ---las siguientes dos--- en Ciencias Políticas. Y más:

saber qué es la currícula oculta en un plan de estudios, cómo se elige la Junta de Gobierno,

y leer a Darcy Ribeiro. La de 1987 es una UNAM que ya no discute el marxismo, sino la

posmodernidad. Eso es lo contemporáneo del CEU: las dos revistas que circulan durante el

movimiento llaman a la legalización de las drogas y a leer a Charles Bukowski como si

fuera Jacques Derridá, La Guillotina de CCH-Naucalpan y Moho, de Ingeniería.

Con el Goya como himno y el debate sobre qué ha sido la Universidad ---en el sesenta

aniversario de la autonomía, el CEU es el único que se acuerda y lo celebra con el líder del

movimiento de 1929, Alejandro Gómez Arias, el novio épico de Frida Kahlo, quien devela

una placa que bautiza el Aula Magna de Filosofía y Letras como “José Revueltas”--- el

CEU fabrica una comunidad universitaria para la “universidad de masas”. La idea de la

Universidad se modifica en los diálogos públicos, las marchas al Zócalo, la huelga y la

aceptación de ganar: los estudiantes son hábiles en los argumentos contra la burocracia; la

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burocracia no es sólo “la Universidad de saco y corbata” ---como dice un cartel de la

época---, sino que son capaces de organizar a los alumnos anti-huelga que amagan con

retomar las instalaciones en los primeros días de la huelga; que la autoridad es capaz de

ceder cuando tiene a cien mil estudiantes en las calles, recibiendo apoyos de todos los que

se acuerdan del silencio después de 1968 ---el 10 de febrero, fuera de la UNAM, se reúne el

Consejo Universitario y aprueba el Congreso y el fin de “plan Carpizo”, que terminarán con

la huelga del CEU--- y que los propios estudiantes tienen debates sobre qué son, y qué

debe ser la Universidad.

Lo esencial ya había sucedido: estaba ahí en los muros de la UNAM, antes de que los

trabajadores les pusieran una capa de pintura encima: “Ay José, cómo me acuerdo de ti en

estas Revueltas”.

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Paisaje después de la lluvia

Lo perdido se queda para siempre en nosotros. En lo individual se llama melancolía, en lo

colectivo, historia. La melancolía procesa lo ausente en forma de engaño nostálgico de lo

que no ocurrió. La historia lo hace en forma de testimonio. En el lenguaje Ibo, que se habla

en Nigeria, prestar testimonio se dice, literalmente, “decir dónde han caído las gotas de

lluvia”. El ejercicio parece imposible: mientras alguien ve llover, sólo puede atender a una

parte del aguacero y le sería difícil recordar en qué parte de la tierra se ha precipitado cada

gota. Por eso, para prestar testimonio en Nigeria se necesitan las versiones de todos los

moradores de la aldea. Eso, también le sucedió al 68. Para llenar el hueco de silencio que

con el que la autoridad trató de desvanecerlo, se necesitaban todas las voces.

Mientras los diarios, cuyo papel controlaba la Presidencia de la República, hablaban de “la

respuesta” armada del ejército mexicano a los estudiantes-conspiradores-comunistas-

internacionales disparando desde el edificio Chihuahua, las fotografías de Enrique

Metinides en La Prensa y las de Jesús Fonseca en El Universal jamás aparecieron

publicadas: cadáveres apilados frente al edificio de Relaciones Exteriores en Tlatelolco,

miles de zapatos dejados en la estampida de los balazos, los dirigentes desnudos y mojados,

con las bocas y narices rotas, recargados contra los muros de la iglesia de Santiago

Tlatelolco. En un país acostumbrado a la censura, Abel Quezada, tras ensayar seis cartones

distintos, decide, junto con el director de Excélsior, Julio Scherer, publicar un recuadro en

negro debajo de la pregunta “¿Por qué?”. Es el 3 de octubre, esa fecha, en la que, como ha

dicho José Emilio Pacheco: “Fuera de Tlatelolco todo era/ de una tranquilidad insultante”.

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Lo inexplicable fue el signo de un ocultamiento que creyó tener más poderes que la

experiencia de la gente. El presidente Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis

Echeverría –pero, también, no lo olvidemos, la policía política del oscuro Fernando

Gutiérrez Barrios, los soldados de García Barragán, y los policías de los dos Alfonsos,

Martínez Domínguez y Corona del Rosal– creyeron escenificar un enfrentamiento entre el

ejército y los estudiantes subversivos –un batallón, el Olimpia, constituido para cuidar los

Juegos de la Paz de México 68– cuyo dato sería que el primer herido fuera un militar,

Hernández Toledo, el “héroe” diazordacista del 68 y que tiene el delicado premio de ser el

primero en encabezar el primer plan contra el narcotráfico en Sinaloa, con las

consecuencias que ya tan bien conocemos.

Después, sobrevino la otra fase del ocultamiento: la confiscación de rollos fotográficos, la

presión sobre los periodistas –Julio Scherer, entonces director de Excélsior, recuerda la

llamada del secretario de Gobernación, Luis Echeverría: “Nos dispararon, ¿entiendes? Ellos

nos dispararon primero”– y la tortura a los dirigentes estudiantiles para que declararan que

estaban armados, que querían hacer una revolución socialista, y que les pagaba la soviética

KGB con el entonces nada mítico “oro de Moscú”.

Todo el plan del priismo diazordacista –una mezcla de anticomunismo sin comunistas,

catolicismo recalcitrante sin poder saludar al Papa en público, y autoritarismo sin dar

explicaciones “porque así me lo permite la investidura presidencial”, aunque no las

elecciones democráticas porque no hay; es decir, la hipocresía oligarca– se viene abajo por

un equívoco: la gente sabe lo que experimentó y no puede ser convencida de lo contrario.

Cada uno sabe donde cayó su propia gota de lluvia, en medio del aguacero. José Emilio

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Pacheco, de nuevo, acierta en la poesía que no está obligada a relatar los hechos sino en

llenar los huecos entre ellos: “Y el olor de la sangre mojaba el aire”.

No solo el Estado mexicano con todas sus fuentes de información nunca entiende el

movimiento del 68 –ahora, en los archivos, Fernando Gutiérrez Barrios se exhibe como

alguien que jamás supo qué era el Consejo Nacional de Huelga y que jamás infiltró los

Comités de Lucha ---sino que es incapaz de enfrentarlo como sistema juvenil, relajiento,

precario, de base, pequeño, oral, de consigna y obra de teatro improvisada, en la calle, en la

esquina, en el café de la Zona Rosa. Los diseñadores detrás del último acto –la matanza del

2 de octubre en Tlatelolco– jamás pensaron en que el movimiento ya había ganado como

sistema de comunicación. Se dijeron: “Finjamos un enfrentamiento con los estudiantes, los

encarcelamos, los enterramos en el Campo Militar Número Uno, y la gente disfrutará de las

Olimpiadas.” La apuesta era por el olvido. Por el hueco.

En su informe de gobierno, en 1969, Díaz Ordaz se atreve a decir que “los sucesos del año

pasado” serán recordados como “vergonzosos” porque una turba de universitarios trató de

envilecer al país delante de las demás naciones aprovechando las Olimpiadas. Se

equivocaba el señor presidente que inició su campaña besándole la mano a su padre, don

Ramón, y se insertaba en la ironía: lo vergonzoso sería el 2 de octubre, aquel del cuadro

negro y el “¿Por qué?”. Acostumbrados a la huelga del sindicato que no era de la

Confederación de Trabajadores de México (la CTM del Partido Único) o a la protesta

estudiantil manipulada por un precandidato a la gubernatura o a una presidencia municipal

o de la república demasiado fogosos, Díaz Ordaz y Echeverría jamás entendieron que el

país había cambiado sin ellos y que ellos habían masacrado a ciudadanos nuevos, libres y,

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sobre todo, éticos. Ellos mismos, negando al movimiento en su contra, habían colaborado a

volverlo, también, épico.

Elena Poniatowska, entonces una experimentada periodista que en Excélsior y Novedades

tenía la encomienda autoimpuesta de hacer una entrevista por día, entendió que el

testimonio debe ser sobre cada gota de lluvia. En sus pesquisas para tratar de encontrar una

explicación de lo que es México, había buscado a sus artistas plásticos. Y se encontró con

un David Alfaro Siqueiros encarcelado –por Díaz Ordaz, como secretario de Gobernación,

y un López Mateos como presidente ciego y acabado por siete aneurismas cerebrales–, y

sentenciado por uno de los diez delitos que, luego, les imputarían a los estudiantes del 68:

“Disolución Social”, un término que piensa a toda crítica como un ácido que “disuelve” la

tranquilidad y la paz perpetua de los mexicanos: ir del trabajo a su casa.

Cuando escuchó que una de las consignas del movimiento del 68 era contra ese extraño

delito “líquido” –disolver lo sólido–, alistó su grabadora, documentó lo que se decía y

acabó convirtiendo su vida en ir a las crujías “políticas” de la cárcel de Lecumberri para

captar las voces de los estudiantes presos del 68. El resultado fue La noche de Tlatelolco,

un testimonio “coral” –se usa ese término, pero los movimientos sociales carecen de

partituras, a menos que se piense que la lluvia contiene un patrón musical único– de lo que

significaron los 131 días en que unos estudiantes que vivían plenamente los años sesenta se

enfrentaron a una clase política y –hay que decirlo– a una buena parte de la población que

seguían pensando que México era alemanista: un Estado del presidente, sin rupturas, hacia

la felicidad posible que sólo garantiza la corrupción. Porque –también hay que decirlo– la

Revolución mexicana , a esas alturas o bajezas, ya era sólo una retórica cantinflesca, un

abuso tolerado, un agandalle legal, sin más narrativa de futuro que seguir igual a ver si algo

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resulta, si este sexenio sí se nos hace justicia algo, alguien, o nos ponen dónde. Ya es sólo

la creación, desde el poder, de familias que detentan monopolios en la televisión, la

cerveza, el vidrio, el cemento.

La economía testimonial de La noche de Tlatelolco es la contraparte: entusiasmada consigo

misma, segura de que la transmisión de las voces puede ser más verdadera que la versión

oficial. Para el otro lado, el poder, con su mensaje unívoco, los ciudadanos son peligrosos:

Los de abajo, que no saben por qué luchan. El imaginario de la rebelión para los gobiernos

de la posrevolución era un conjunto de generales con tropas manipulables. El 68 mexicano

elimina esa idea a partir de que se plantea no como una organización, sino como un sistema

de comunicación. Pero los gobernantes tratan, en vano, de encontrarle cabecillas dentro del

PRI o en la Cuba de la crisis de los misiles. Se equivocan, pero siguen adelante en un plan

que es el 2 de octubre de 1968.

Elena Poniatowska transmite el ánimo del movimiento sin líderes ni financiamientos, con

soltura: aquí estamos unos ciudadanos insultando al Estado mexicano porque somos libres

y nada, realmente, nos va a suceder. Mientras los políticos de copete –Gutiérrez Barrios– o

los calvos –todos los demás– lidiaban con una rebelión que no atinaban a fijar como

cuartelazo, conspiración, o grilla pre-presidencial –ah, cómo les preocupaban el rector

Barros Sierra y el ya entonces ex presidente del PRI, Carlos Madrazo o Heberto Castillo y

Lázaro Cárdenas en contra de Kennedy por la invasión en Bahía de Cochinos–, la gente en

las calles sabía lo que estaba haciendo: ejercía sus libertades. Era anónima, sin partido

comunista, sin leer a Marx, sin ser vanguardista por recitar a Allen Ginsberg, sin filosofar

sobre Joan Baez, sin importarle que al presidente le ofendieran las referencias a su nula

ortodoncia. Para las generaciones que no lo vivieron, el 68 mexicano es La noche de

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Tlatelolco de Poniatowska. No es la conmiseración que vino después de la tragedia: la

cárcel, los presos políticos, la “regularización política” de algunos de sus líderes, las

investigaciones en archivos depurados por los mismos que los ocultaron durante cuatro

décadas. Es la fiesta de las libertades.

Y Echeverría lo huele años después, cuando hace una guardia de honor a “los caídos” del

68 y, cuando vuelve a la Universidad Nacional, recibe sólo un piedrazo en plena calva. Lo

entiende Echeverría cuando le quiere otorgar un premio a Elena Poniatowska en 1971 y ella

lo rechaza. Y es que ella sola, menuda, flaquita, expulsada y huyendo por el nazismo en

Polonia, había escrito la memoria de la gente, la que se opuso durante décadas al

ocultamiento que Díaz Ordaz fraguó en algún momento de agosto de 1968, cuando ideó la

escenografía de un enfrentamiento entre militares y una conspiración, en la que el ejército

mexicano salvaba a La Patria del comunismo, el libertinaje, y la locura. Ella sola, Elena

Poniatowska, se había puesto la piel de la gente, de sus testimonios, a cuestas, y su libro es

la prueba de que las víctimas –en este país, todos, aunque ahora seamos “daños

colaterales”– cuentan –contamos– una historia que quizás sea la verdadera, simplemente

porque cada gota de la lluvia cuenta mejor la historia de su aguacero.

Cuento esto porque el 68 es sus testimonios. Son palabras que, como la lluvia, llenarán un

pozo de silencio. Treinta años después, el 2 de octubre de 1998 era viernes, así que

decidimos hacer una lectura de La Noche de Tlatelolco dos días después, el domingo, a cien

voces. Se cumplían 30 años del 68, es decir, 30 años de luchar contra la versión oficial que

quiso hacer pasar la matanza de estudiantes como un enfrentamiento. 30 años de no pensar

que lo “normal” era “moral”. 30 años en los que el texto de Elena Poniatowska se convirtió

en la verdad colectiva de las víctimas.

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Hacía frío y Elena tenía gripe. Pero fui por ella a su casa, a media cuadra del parque donde

había muerto asesinado el General Álvaro Obregón. Entrapajada en un chal amarillo, Elena

llegó a leer el primer párrafo de su libro: “Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo”, con la

voz mormada. Por ese mismo parque circularían cien actores, pintores, ex líderes del 68,

escritores y hasta uno que otro político que, luego, me hizo pensar: “¿Pero cómo fui a

invitar a ese miserable?” (era del PAN). La lectura, de la primera hasta la última sílaba

duró catorce horas. El momento culminante fue ya casi a las once de la noche, en que, entre

velas, Carlos Monsiváis leyó el final aguantando, con mucha dificultad, el llanto: “No se

espanten, no corran, compañeros, es una provocación”. Nunca había visto a Monsiváis

llorar en público. Entre las sombras, las lágrimas no se pudieron apreciar, pero las páginas

finales de mi ejemplar de La noche de Tlatelolco quedaron impactadas por tres o cuatro

gotas.

El libro todavía nos conmovía a todos, hubiéramos vivido o no el 68. Le compré flores a

Elena y, por razones que no recuerdo ya, también a la actriz Diana Bracho. Instantes

después, un dedo me tocó el hombro. Volteé y era el pintor José Luis Cuevas que me dijo

sin ruborizarse:

---Veo que regalas flores. ¿Y las mías?

Elena se regresó a su casa después de firmar cientos de libros. Ya dije que tenía gripe y el

día estuvo frío, melancólico, histórico. La Noche de Tlatelolco se leyó con indignación, con

risas, con muerte, sin ella presente. Recuerdo que esa media noche, después del aplauso

final y todavía sacudido por las lágrimas de Monsiváis, empecé a recoger, junto con

Alejandro Aura, las veladoras que habíamos usado para dramatizar el final de la lectura.

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Recogimos muy pocas porque el público había decidido llevárselas como recuerdo. El 68

era así de inaprehensible: un episodio, un presente que todos hubiéramos querido vivir, a

pesar de sus consecuencias prácticas, pero cuyos motivos simbólicos flotan salidos del

pozo. Una utopía que ya no estaba en el futuro sino en el pasado, treinta años antes. Algo

que se nos iba entre los dedos, como lluvia y del que sólo teníamos unas llaves de un coche

de alguien, guardadas en un cajón junto con los boletos de avión de nuestro primer viaje, el

recuerdo de una pinta sobre Revueltas, una veladora en la medianoche del Parque de la

Bombilla.

En todo en lo que podía pensar era en que Elena, su libro, existía para todos,

independientemente de que ella avalara nuestras lecturas, nuestras emociones. Más de cien

artistas y activistas habían acudido a leerla en voz alta sólo movidos por una llamada

telefónica. Hasta ahí había llegado una mujer de negro que se me acercó sin que yo supiera

quién era.

---Soy La Nacha ---me informó.

Yo había visto su foto en La Noche de Tlatelolco, entonces una guapa al estilo de Joan

Baez, al lado de La Tita y José Revueltas con cara de preocupación, en una audiencia de los

juicios a los estudiantes después del 2 de octubre de 1968. A La Nacha la incluimos en la

lectura colectiva. Cuando bajó del escenario, le dije a José Luis Cuevas:

---Ándele, maestro: regálale tus flores a ella.

Señalé al aire. Ya se había ido.

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La vida con el hueco

Cuando suena mi teléfono a las nueve de la mañana suelo dejar que la contestadora trabaje.

Pero la noche anterior al 18 de agosto de 2011 había sido de insomnio, pesadillas de caídas

a un precipicio, sudoraciones, así que levanté el auricular:

---¿Fabrizio Mejía? Habla Gustavo Díaz Ordaz.

Normalmente vuelvo a la cama y me duermo hasta las doce, pero esa mañana no pude. En

pantuflas salí a la calle a dar vueltas. Por supuesto no era el Gustavo Díaz Ordaz que había

ordenado masacrar a los estudiantes en 1968 sino su hijo, un ingeniero que había dicho:

---No me parece adecuado que usted se atreva a hablar de la vida íntima de mi padre.

A lo que se refería era a una novela que yo acababa de publicar unos meses antes: Disparos

en la oscuridad. Le di tres vueltas a mi cuadra, abismado. Había relatado la vida del

minotauro dentro del laberinto de la soledad, del villano de tres generaciones de mexicanos,

y su hijo se preocupaba de sus novias, en especial, supongo ---no lo dijo--- de la amante

durante los días del verano de 1968: Irma “La Tigresa” Serrano.

Yo había empezado a escribir la vida de Díaz Ordaz como se empieza cualquier

investigación o novela. Escribir es siempre plantear una pregunta lo más claramente

posible. En este caso era sobre el tipo de ideas que debían existir en la cultura política

mexicana para que algo como el 2 de octubre fuera no sólo pensable, sino aceptable.

Porque la matanza de estudiantes desarmados en Tlatelolco no había sido sólo apoyada por

el gabinete de Díaz Ordaz sino también por la cabeza del empresariado de Nuevo León,

Juan Sánchez Navarro, por los obispos, la televisora monopólica de “El Tigre” Azcárraga,

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el PRI con sus sindicatos, diputados y senadores. Lo que me parecía alucinante era que

Díaz Ordaz había sido aplaudido en el Congreso el primero de septiembre de 1968 cuando

anunció que lo que seguía era la represión contra los estudiantes:

---Todo tiene un límite y no podemos permitir que se siga quebrantando irremisiblemente el

orden jurídico, como a los ojos de todos ha venido sucediendo. Tenemos la ineludible

obligación de impedir la destrucción de las formas esenciales, a cuyo amparo convivimos y

progresamos. Agotados los medios que aconsejen el buen juicio y la experiencia, ejercitaré

la facultad constitucional de disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente, o sea:

del ejército, terrestre, de la marina de guerra y de la fuerza aérea para la seguridad interior.

No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos pero que tomaremos

si es necesario. Lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos y hasta donde estemos

obligados a llegar, llagaremos (sic).

¿Qué tipo de poder hablaba así? Esa había sido mi pregunta que resultó en una novela sobre

la vida de Díaz Ordaz. Pero sus familiares no fueron los únicos en hablarme. Se comunicó,

desde Cuernavaca, por ejemplo Eduardo del Río, “Rius”, el caricaturista a quien Díaz

Ordaz en 1969 secuestró y sometió a un fusilamiento simulado.

---Fue el 29 de enero de 1969 ---me explicó con su voz cascada de emérito de los moneros

que resisten a la censura--- y fue en el Nevado de Toluca, no en Cuernavaca. Y habían

excavado dos tumbas. Dispararon y me caí desmayado. Ahí me dejaron. Desde entonces

padezco del corazón.

Por la línea telefónica desfilaron un cura que había hecho explotar la estatua de Díaz Ordaz

en Ciudad Serdán, Puebla ---haciéndole un túnel donde, ahora, juegan los niños---, la novia

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del nieto del médico oculista del ex presidente, y decenas que querían contarme, una vez

más, qué habían hecho en 1968. Una mujer de Monterrey me confesó:

---Acá en el norte nos dio mucha vergüenza no habernos enterado de nada del 68. Aquí ya

sólo sufrimos los atentados de la Liga 23 de Septiembre ---dijo, refiriéndose al secuestro

fallido de 17 de septiembre de 1973 del empresario Eugenio Garza Sada---. No lo aprobé,

pero sí estuve de acuerdo.

Y, de nuevo, el vocerío en los contornos de ese hueco que el mismo Gustavo Díaz Ordaz

describió en su conferencia de prensa en la Secretaría de Relaciones, justo frente a la Plaza

de Tlatelolco el 12 de abril de 1977:

---Sabrá ---le responde a un reportero--- que es muy fácil ocultar y disminuir. Que se

hicieron desaparecer cadáveres, que se sepultaron clandestinamente, se incineraron. Eso es

fácil. No es fácil hacerlo impunemente, pero es fácil hacerlo. Pero los nombres no se

pueden desaparecer. Si hay un nombre corresponde a un hombre, a un ser humano que dejó

un hueco en una familia. Hay una novia sin novio, una madre sin su hijo, un hermano sin

hermanos, un padre sin hijos. Hay un banco en la escuela que quedó vacío, hay un taller en

una fábrica, en el campo, que quedó vacío. Vamos a comprobar donde está el hueco porque

un hueco no se puede destruir. Cuando se trata de destruir un hueco de esos, se agranda.

Porque, para que no quede hueco en una familia, habría que acabar con la familia entera.

El poder, después de todo, sólo es la forma en que hacemos a los demás obedecer.

Cotidianamente se ejerce contra los que tienen menos poder que uno. Y rara vez contra los

que tienen más. A la primera le llamamos gobierno y a la otra, resistencia. El 68 fue

exactamente un choque entre ambos tipos de uso del poder. Pero, a nivel cultural, el

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silencio, el hueco que cavaron los funcionarios, los militares, los policías, los agentes

secretos permitió que, del otro lado ---del nuestro--- llenáramos ese azar con una trama.

Que el hueco se llenara con historias y con una indignación que contempla su venganza

como un quebrantamiento de su propio motivo. “Te impondría un castigo grave si no

estuviera tan furioso contigo”, le dice Arquitas de Tarento al gobernante de Siracusa a

quien combatía, Dionisio II. No en balde Arquitas fue, al mismo tiempo, el modelo de

Platón para su rey-filósofo y el inventor de la primera máquina para volar, “La Paloma”.

La última llamada sobre Díaz Ordaz es de mi tío, el del 68. Le pregunto si conserva las

llaves de aquel coche que no supo de quién era cuando huyó de la toma de Ciudad

Universitaria en 1968.

---Claro ---me contesta impávido.

---¿Por qué? ---le pregunto tras más de cuarenta años del episodio de la barda.

---Es de las pocas cosas que tienen que ver con mi vida y con la del país entero---responde.

Y, al rato, colgamos.

Esa tarde también llovió.

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