páginas israelíticas – 10 – y, porque saben, pueden
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En portada, montaje con:
La adoración del becerro de oro (1633). Nicolas Poussin, National Gallery.
Cristo del Monte Calvario.
Derechos de autor registrados
2017 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
Páginas Israelíticas – 10 – Y, porque saben, pueden. Federico Salvador Ramón.
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
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PÁGINAS ISRAELÍTICAS
- 10 - Y, porque saben, pueden
Federico Salvador Ramón
Publicado en la revista mariana Esclava y Reina
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña Marzo/Abril
Guadix (Granada) – España
1925
Edición actualizada por
María Dolores Mira Gómez de Mercado
Antonio García Megía
Recopilación, actualizada, de los artículos del Padre
Federico Salvador Ramón, publicados bajo este título en la
revista Esclava y Reina de la Congregación de Esclavas de
la Inmaculada Niña.
Aparecen entre los número cuatro, de abril de 1917, y cien,
abril de 1925, con periodicidad más irregular que otras
series del mismo autor y publicación.
PÁGINAS ISRAELÍTICAS – Y, PORQUE SABEN, PUEDEN – GUADIX (GRANADA), 1925
FEDERICO SALVADOR RAMÓN
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PÁGINAS ISRAELÍTICAS
- 10 - Y, porque saben, pueden
Ni un momento se nos olvida el pueblo israelita.
Deseamos con todas las veras de nuestra alma, que esos hermanos nuestros, tan
desgraciados hoy como favorecidos en otros tiempos por las manos de Dios, vengan al
verdadero conocimiento de la divina economía habida por el Altísimo para redimir a la
humanidad, a fin de que, rectificando los procedimientos de la terrena economía en que
ellos son tan expertos, vengan a la postre a hermanar en sus corazones la economía del
cielo y de la tierra para que, haciendo bien a los hombres, según es la ciencia y riqueza de
que disponen, se santifiquen, siguiendo el ejemplo del Hijo de David, corona de la
humanidad toda, y de cada pueblo y nación en particular, y, muy especialmente, de las
comunidades israelíticas en donde quiera que se hallen cumpliendo la sentencia de vivir
errantes sobre la haz de la tierra, que pesa sobre ellos hace veinte siglos y de la que
desearíamos verlos ya libres por la divina misericordia del que tanta compasión tuvo,
durante su vida, de las turbas judías que lo amaban.
Pueblo tan grande como prevaricador, sufrió desde su principio, en el origen de
los siglos, grandes azotes, con los que el Señor de los ejércitos los llamaba a penitencia,
y el pueblo de Dios volvía al amor divino triunfando de sus enemigos, aunque, para
conseguirlo, hubieran de ser los reyes y naciones opresoras de ellos testigos de las más
asombrosas maravillas.
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Pueblo luchador por excelencia, de las luchas sacaba la fortaleza de los pueblos
héroes; de las vejaciones la dignidad y la nobleza; de los trabajo la robustez que lo hacía
capaz de las más arriesgadas empresas.
Y vencidos y vencedores, dice la Historia de los siglos, que eran temidos y
envidiados. Y no será imparcial el que afirme que no es hoy el mismo carácter el que
ofrece el pueblo hebreo, disperso por todo el mundo.
Odiado y adulado a la par, perseguido y temido, lo mismo se alza poderoso en las
más poderosas metrópolis del mundo, que en los pueblos que enerva y aniquila la miseria.
En los zocos del África, allí comercia o remienda babuchas el traficante y el laborioso
judío, y en Londres y Berlín, en París y en Viena, en Nueva York, y en toda la América,
en Madrid y en Roma, ellos son, por lo común, los que tejen la tupida red de las más
poderosas empresas fiduciarias.
Y, siendo escasísimo el número de los judíos, llenan el mundo para el que viven,
e infiltrados entre los casi mil ochocientos millones de habitantes que tiene el mundo, los
once millones de judíos jamás se confunden con los demás hombres. Ellos son siempre
judíos, aunque reconozcan la nación en que nacen o de donde son originarios; pero
ingleses, o alemanes, son judíos de cualquiera de esas naciones o de otra nación
cualquiera.
Y los hijos de judíos siguen siempre siendo judíos en las costumbres, porque
siempre son judíos en religión, ya vivan entre católicos, protestantes o mahometanos, ya
entre cismáticos o idólatras.
Y se acomodan en todas partes a las costumbres exteriores de todos los pueblos, y
utilizan sin reparo de cuantas necesidades sienten los pueblos para lucrar con todo, hasta
con lo que más odian. Por eso en Lourdes y en Roma venden objetos religiosos y ropas
para el culto católico, por ejemplo, haciendo competencia a los más fervorosos cristianos.
Y a los moros del Rif lo mismo les proporcionan un jaique que unos de aquellos rosariotes
que usan para hacer oración.
Esto no obstante, por rara maravilla, un judío se convertirá a cualquiera de las
religiones que profesan los pueblos en que viven.
Pueblo inconfundible con los demás pueblos, el israelítico es el testigo de la acción
de Dios entre los hombres desde el principio de los siglos.
Pueblo que pudiéramos llamar aborigen de todos los pueblos que han creído en la
unidad divina, porque él entronca con los más antiguos patriarcas de quienes, el mismo
Dios, se complacía en llamarse el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
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Pueblo que salió tan igual a sí mismo de la cautividad de Babilonia como de la de
Egipto, y que lo mismo entonces que ahora sueña con su amada Sion, y, añorándola, canta
en sus corazones nuevos y tristísimos trenos1 en los que lanza al mundo, en suspiros de
amor, las ansias de gozar de nuevo de las bellezas de su amada Jerusalén. Cánticos que
hace veintiséis siglos entonaban con amargos acentos los israelitas camino de la
cautividad de Babilonia colgando con pesar sus cítaras sonoras de los tristes sauces y que
repiten hoy, los descendientes de aquéllos, por boca de los sionistas actuales, mientras
preparan, con sabiduría y tenacidad insuperadas, las normas y los derroteros que han de
seguir cuando, de nuevo, vuelvan a la posesión de la Jerusalén perdida.
Pueblo que donde quiera que vive, se impone, y no es sólo por las riquezas que
aporta y multiplica, sí que también por su saber. La historia de nuestra edad media así lo
demuestra. Y las universidades de los Estados Unidos de América, al clasificar la calidad
de sus numerosos alumnos, demuestran también que, el puñado de judíos americanos, dan
más contingente a los más esclarecidos de esos centros que los muchos millones de
habitantes americanos.
Y porque saben, pueden, scientia est potentia, y porque saben, se imponen, y
seguirán imponiéndose donde quiera.
Pero no cabe duda que dominan para destruir moralmente a los individuos y a las
sociedades que hacen objeto de sus operaciones. Y si es verdad que saben, también lo es
que saben para fines que no son aceptables ni ante la ciencia puramente humana, cuanto
menos, si se estudia la influencia social israelítica en relación con la ciencia que tiene su
base en la revelación divina.
Para evitar esos males, y por la divina gloria que ellos acrecentarían notablemente
sobre la faz de la tierra, desearíamos que el espíritu de caridad de Jesucristo empezara a
iluminar a las Comunidades Israeliticas.
Quien de veras ama la gloria de Dios, ¿cómo podrá olvidarse del pueblo hebreo?
Salta a la vista la importancia de él en la divina economía para relacionarse con
los hombres, y en la historia de la humanidad desde Adán hasta nuestros días.
Grande en sus tribulaciones y excelso en su gloria, el pueblo judío, es el pueblo
de todos los siglos, es el pueblo de todos los pueblos.
Y hoy mismo, si por extraordinaria divina providencia, saliera de la sima en que
lo hundió su odio a Cristo, el pueblo judío sería el alma vivificadora de todas las naciones
y gran asentador de la paz entre los hombres, así como es hoy el excitador de todas las
1 N.E. Lamentaciones.
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revoluciones de todos los pueblos que se levantan en contra de Cristo y de su Iglesia.
Urge, pues, que los judíos reconozcan en el divino Jesús del Calvario, al Mesías, al gran
Rey, al Rey de reyes por ellos esperado y el que había de hacerlos señores de toda la tierra,
empezando por señorear el propio barro, las propias pasiones, para que así sean dignos de
poseer la tierra.
Mientras el pueblo de Israel no entienda que la codicia de los bienes terrenos es la
suprema flaqueza sirviendo de alma a la fingida fortaleza humana, mientras el pueblo de
las doce tribus, y muy singularmente el de la tribu de Judá, no se penetre de que, adorar
al Becerro de oro fue, es y será, su constante decadencia y ruina, y que el despreciable
cetro de caña con que él quiso burlarse del Rey divino, y que es cetro de terreno oro, y
todas las púrpuras y coronas con que quiera levantarse sobre base de barro, no basta a
resistir el más liviano empuje de la Piedra desgajada hace veinte siglos del Monte de las
Promesas, ciertos, certísimos deben estar de que jamás dominará a las naciones si no es
con ese yugo de oro, tan duro como pesado, que a todos agobia, cuantos se ven obligados
a soportarlo, y que, a la postre, es sacudido con fiereza todavía superior a la que lo impone,
y cuyo final se escribe con la propia sangre de los que pidieron que cayera sobre ellos la
sangre del Mesías Prometido.
Reciprocidad que se funda en una ley puramente humana que garantiza la historia
de todos los tiempos y naciones: los pueblos que sirven a los intereses mundanos, en ellos
encuentran el monstruo que los devora.
He aquí por qué el pueblo hebreo es como el fénix de la fábula que, en cada
momento histórico de su vida, es reducido a cenizas y nuevamente engendrado.
Condenado a vivir para andar errante, no puede morir ni confundirse con los demás
pueblos, ni perder siquiera su fisonomía; pierden el cielo por ganar la tierra, sacuden el
yugo suave del misericordiosísimo Redentor que derramó dulcísimas lágrimas porque los
suyos no quisieron cobijarse bajo sus alas, y, locos, se someten al yugo de todos los
césares que, más o menos tarde, los odian y detestan. No quisieron reconocer al
compasivo y sapientísimo defensor de la mujer adúltera por su Dios y, anhelantes, ebrios
e inquietos, buscan el oro del mundo por toda clase de industrias y de artes, buenas o
malas, justas o injustas, y, fingiendo un reposo de majestad que no hay en sus corazones,
vuelven a la insensata idolatría del Desierto. Y ante el dios oro y, teniéndolo en sus manos,
se agitan y se retuercen convulsos, y crispan los dedos, y lanzan miradas de fiereza ante
aquellos que menosprecian a tan menguado Dios y los miran a ellos compasivos.
¡Desgraciado pueblo!
¿Cómo no compadecerlo?
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¿Cómo no desear verlo adorando a Jesucristo, aunque no hubiera de reportar otra
ventaja que trocar su oro en instrumento de caridad fraterna, en vez de verlo servir de
arma demoledora de la paz social y de acicate para toda clase de corrupción?
¡Ah! En vuestras manos está la paz del mundo. De vosotros depende, comunidades
israelitas, que más o menos furtivamente, o a las claras, os ingerís entre la urdimbre de
los demás pueblos para roer sus entrañas y chuparles su sangre y, al fin, aniquilarlos.
Vosotros no podéis ser amigos del hombre, porque sois enemigos de Jesucristo,
que es el Hombre por excelencia, la Cabeza y corona de los hombres, el Hombre único
que debía morir por el pueblo para que no perecieran todas las gentes, el verdadero
amador de los hombres, el que supo dar su Preciosa Sangre para lavarnos de las
ignominias de los pecados y conducirnos, por la Calle de la Amargura y por la cumbre
del Calvario, hasta la inefable ascensión del monte Tabor, el más glorioso monte de la
Tierra, y si del Salvador de los hombres os empeñáis en ser enemigos, igualmente os
opondréis a los redimidos por Él.
Y pasados veinte siglos de lucha, ¿será ya hora de que depongáis vuestros odios y
vengáis a recibir el apretado y eterno abrazo que desea dar la Iglesia, la gran familia
cristiana, a los gloriosos hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob?
¿No es acaso Jesucristo el divino fundador de ese humilde y pobre rebaño, que
probó tener virtud sobrehumana con sólo resistir vuestros ataques, que en lo humano
serían insuperables?
¿Qué arma pudisteis usar que no esgrimierais en contra de Ella?
Conjurasteis a los reyes y poderosos y levantasteis a las turbas en contra de la
Santa Madre Iglesia, avivasteis sus cismas y os aprovechasteis de todas las herejías y del
odio de los herejes en contra del Vicario de Cristo, Sumo Sacerdote de supremo amor del
Corazón deífico de Jesucristo, empobrecisteis y corrompisteis cuanto estuvo de vuestro
alcance, el solar cristiano de la verdadera Iglesia, fundada por vuestro Jesús, el Hijo divino
de vuestra Inmaculada María, y, no obstante, la Iglesia se purifica en la pobreza y los
Papas ven desaparecer a herejías y cismas, y de toda nueva lucha sale siempre más fuerte
y cierta de la virtud divina que la asiste.
Y así, seguro de que Jesucristo es el Rey inmortal de los siglos, avanza siempre la
Iglesia más confiada en sus eternos destinos, sin temer a nada ni a nadie, y con la
ardentísima fe de que Dios triunfará siempre de todos sus enemigos, desafía toda acción
destructora, porque vive consciente de que, en sí misma, con la posesión de Jesucristo,
tiene la vida, la verdadera vida, que vivifica a todo hombre que viene a este mundo, y
convencida de que todo lo que vive sin Cristo es muerte, y de que todo lo que se muere
sin Él vive en tinieblas y sin la paz de los justos, verdaderos hijos libres de Dios, espera
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confiada la hora de la restauración universal que se ha de hacer de todas las cosas en
Cristo, creyendo firmemente que todos, incluso los judíos, han de venir al seno de la Santa
Iglesia Católica, Apostólica, Romana, en donde todos los pueblos formarán un solo redil
con un solo Pastor.
Entonces, el mundo judío, postrado ante la Hostia santa, adorará al divino Mesías
Sacramentado y convertirá toda su influencia en llevar a los reyes y naciones a honrar al
Pan vivo que ha bajado del cielo, y procurara suplir con sus fervorosos sacrificios los
siglos de adoración que antes les negara y, al fin, es de esperar que ellos sean los grandes
apóstoles de la humanidad regenerada y glorificada en Cristo y por Cristo.
¡Así sea!
¡Fiat, fiat!
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2017 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
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