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ORGANIZACIÓN Y GOBIERNO DEL MONASTERIO DE SANTA CLARA LA REAL DE MURCIA EN EL DIFÍCIL TRÁNSITO A LA CONTEMPORANEIDAD (1786-1878) ** JUAN B. VILAR Introducción Santa Clara la Real de Murcia, fundación de Alfonso X de Castilla y de su esposa Violante de Aragón tras la conquista cristiana de la urbe y reino murcianos mediado el siglo XIII, es la institución conventual femenina más antigua de la región. Acaso también la más significativa por ser referente de las surgidas posteriormente, y por su amplia y continuada proyección social. Aunque disponemos de diferentes aportaciones historiográficas sobre aspectos puntuales referidos a esta comunidad religiosa a cargo de noto- ** Trabajo realizado dentro del Proyecto de investigación Mujeres, Iglesia y Revolu- ción Liberal. El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia entre la tradición y el cam- bio. 1788-1874 (P.I.: 11843/PHCS/09), patrocinado por la Fundación Séneca de la Comuni- dad Autónoma de la Región de Murcia, del que es investigador principal J.B. Vilar, Univer- sidad de Murcia. Abreviaturas utilizadas ADC : Archivo Diocesano de Cartagena (Murcia) AMScC : Archivo del Monasterio de Santa Clara, Caravaca de la Cruz (Murcia) AMScM : Archivo del Monasterio de Santa Clara la Real (Murcia) ASV : Arcivio Segretto Vaticano (Città del Vaticano) BAC : Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid) EDES : Ediciones Escurialenses (El Escorial, Madrid) OFM : Orden de Frailes Menores Carth 26 (2010) 369-396 05 - Juan Bautista.qxp:sin titulo 02/12/10 11:11 Página 369

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ORGANIZACIÓN Y GOBIERNO DEL MONASTERIO DE SANTACLARA LA REAL DE MURCIA EN EL DIFÍCIL TRÁNSITO

A LA CONTEMPORANEIDAD (1786-1878)**

JUAN B. VILAR

Introducción

Santa Clara la Real de Murcia, fundación de Alfonso X de Castilla y desu esposa Violante de Aragón tras la conquista cristiana de la urbe y reinomurcianos mediado el siglo XIII, es la institución conventual femenina másantigua de la región. Acaso también la más significativa por ser referente delas surgidas posteriormente, y por su amplia y continuada proyecciónsocial.

Aunque disponemos de diferentes aportaciones historiográficas sobreaspectos puntuales referidos a esta comunidad religiosa a cargo de noto-

** Trabajo realizado dentro del Proyecto de investigación Mujeres, Iglesia y Revolu-ción Liberal. El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia entre la tradición y el cam-bio. 1788-1874 (P.I.: 11843/PHCS/09), patrocinado por la Fundación Séneca de la Comuni-dad Autónoma de la Región de Murcia, del que es investigador principal J.B. Vilar, Univer-sidad de Murcia.

Abreviaturas utilizadasADC : Archivo Diocesano de Cartagena (Murcia)AMScC : Archivo del Monasterio de Santa Clara, Caravaca de la Cruz (Murcia)AMScM : Archivo del Monasterio de Santa Clara la Real (Murcia)ASV : Arcivio Segretto Vaticano (Città del Vaticano)BAC : Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid)EDES : Ediciones Escurialenses (El Escorial, Madrid)OFM : Orden de Frailes Menores

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rios especialistas1, falta una conveniente y necesaria aproximación globala la misma. En tal dirección apunta el Proyecto investigador Mujeres, Igle-sia y Revolución liberal. El Monasterio de Santa Clara la Real de Murciaentre la tradición y el cambio, a cargo de quien suscribe en colaboracióncon los Dres. Francisco Víctor Sánchez Gil y María José Vilar, si bien cir-cunscrito fundamentalmente al periodo 1788-1874, cronología que, segúnveremos, se ajusta a la andadura interna de la institución estudiada (1786-1878), coincidente con la larga transición del Antiguo Régimen al libera-lismo. Etapa que es también angular en la historia del monasterio de refe-

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1 Véanse, entre otros títulos significativos: TORRES FONTES, J.: “El monasterio deSanta Clara la Real de Murcia (siglos XIII-XIV)”, Murgetana, 20 (1963), pp. 3-18; GALIN-DO ROMEO, P.: “Reconstrucción del Archivo del Monasterio de Santa Clara la Real deMurcia”, Paleografía y Archivística, vol. V de I Jornadas de Metodología Aplicada a lasCiencias Históricas. Santiago de Compostela, 1975, pp. 61-74; GARCÍA DÍAZ, I. yRODRÍGUEZ LLOPIS, M.: “Documentos medievales del Convento de Santa Clara la Realde Murcia”, Miscelánea Medieval Murciana, XVI (1990-1991), 197-207; SÁNCHEZ GIL,F.V.: “Santa Clara la Real de Murcia, siglos XIII-XIX. Documentos para su historia”, Archi-vo Ibero-Americano, t. LIV, nos. 215-216 (julio-dic. 1994), 847-78; GARCÍA DÍAZ, I. (ed.):Documentos del Monasterio de Santa Clara. Murcia, 1997; PEÑAFIEL RAMÓN, A.: “Con-ventos, novicias y profesas. Santa Clara la Real de Murcia (siglo XVIII)”, Historia y Huma-nismo. Homenaje al Prof. P. Rojas Ferrer. Universidad de Murcia. Murcia, 2000, pp. 459-73; Íd.: “Con los pies en la tierra. (Vida material de un convento en la Murcia del sigloXVIII)”, Littera Scripta in honorem Prof. Lope Pascual Martínez. Univ. de Murcia. Murcia,2002, pp. 837-51; VILAR, Mª. J.: “Las hermanas serviciales o legas en los conventos feme-ninos de clausura, ¿un colectivo marginado? El caso de Santa Clara la Real de Murcia en latransición de la vida particular a la común (1753-1851)”, Actas Simposium “La clausurafemenina en España”. Ediciones Escurialenses (EDES). El Escorial, 2004, pp. 99-118; Íd.,“La proyección social de un convento de monjas en una ciudad de provincias en la transi-ción del Antiguo Régimen al Liberalismo. El caso del Monasterio de Santa Clara la Real deMurcia”, en Mª. I. Viforcos Marinas y Mª. D. Campos Sánchez-Bordona (coords.): Funda-dores, fundaciones y espacios de vida conventual. Nuevas aportaciones al monacato feme-nino. León, 2005, pp. 465-83; Íd.: “Una aproximación a la gestión financiera de los monas-terios de Clarisas. El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia antes y durante la desa-mortización (1804-1837)”, Archivum Franciscanum Historicum. Grottaferrata-Roma, nº101 (2008), pp. 815-27; Íd.: “Devociones, hermandades y cofradías como instrumentos deproyección social de los institutos religiosos. El caso del Monasterio de Santa Clara la Realde Murcia (siglo XIX)”, El culto a los santos: Cofradías, devoción, fiestas y arte. EDES. ElEscorial, 2008, pp. 815-27. Los orígenes y evolución del instituto clariano, considerado glo-balmente, o bien en relación con España, puede verse en OMAECHEVARRÍA, I.: Las Cla-risas a través de los siglos. Apuntes para una historia de la Orden de Santa Clara. Ed. Cis-neros. Madrid, 1971, y GARCÍA ORO, J.: “Orígenes de las Clarisas en España”, ArchivoIbero-Americano, LIV, núms. 213-214 (enero-junio 1994), pp. 163-82, quienes remiten a lasfuentes existentes y a una bibliografía fundamental.

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rencia, por cubrir su nacimiento a la contemporaneidad, en el presentecaso marcada por el prolongado y complejo tránsito de la vida particular ala vida común en esta comunidad monástica, o lo que es igual a la estric-ta observancia de sus normativas institucionales bajo el impacto de la polí-tica secularizadora del naciente y pronto consolidado liberalismo, ofensi-va secularizadora especialmente incidente sobre el clero regular o conven-tual.

Culminante esa política con el decreto de exclaustración general de 8 demarzo de 18362, sin embargo de hecho, y por conveniencia de los propiosliberales, fueron exceptuadas las comunidades femeninas en torno a dosdecenas de religiosas profesas, si bien quedaron como instituciones a extin-guir. Esta situación perduró hasta que el Concordato de España con la SantaSede de 1851 posibilitó la plena reactivación de la vida monacal. Los con-ventos sobrevivientes en 1836 pasaron a la jurisdicción directa de los obis-pos de las correspondientes diócesis. Tal fue el caso de Santa Clara la Realde Murcia, perteneciente con anterioridad a la suprimida Provincia Francis-cana Observante de Cartagena, no restablecida hasta 1878 en virtud de unaReal orden de 10 de abril de ese año3.

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2 Gaceta de Madrid, 10 marzo 1836. Véase análisis del decreto y su aplicación enREVUELTA GONZÁLEZ, M.: La exclaustración (1833-1840). BAC. Madrid. 1976, pp.389-411. (Hay 2ª ed. revisada y actualizada: Madrid. 2010).

3 Vid. RIQUELME OLIVA, P.: “Restauración de la Provincia Franciscana de Carta-gena. El Colegio de Misioneros de Cehegín”, en P. Riquelme Oliva (dir.): Restauración dela Orden Franciscana en España (…). Historia y Arte. Ed. Espigas. Instituto TeológicoFranciscano de Murcia. Murcia. 2000, pp. 309-50.

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La presente aportación, dentro del expresado Proyecto, se centrará enlos aspectos referidos al diseño y funcionamiento del organigrama organi-zativo del monasterio, de acuerdo con el siguiente esquema:

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4 Regla Segunda de Santa Clara dada por Urbano IV a las Religiosas de Santa Clara.Traducida y anotada por el R.P. Francisco Manuel Malo (…). O.F.M. Santiago [de Com-postela]. 1868. Los contenidos y aplicación de esa normativa pueden verse en GARCÍAGARCÍA, A.: “La legislación de las Clarisas. Estudio histórico-jurídico”, Archivo Ibero-Americano (abreviamos AIa), vol. LIV, nos. 213-214 (enero-junio 1994), pp. 183-97.

1. Abadesas y “presidentas”: su elección, mandato y competencias

a) Elección

La elección canónica de prelada se hallaba regulada por el correspon-diente decreto disciplinar tridentino, la Segunda Regla de Santa Clara4 ylas constituciones y normas del propio monasterio sancionadas por la tra-dición.

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No podía ser elegida quien no fuera nacida de legítimo matrimonio, ofuese viuda por haber estado casada antes de su admisión a la vida religio-sa (en tal caso cabía hacerse excepción mediante licencia especial), comotampoco quien tuviera defecto físico que incapacitara para el cargo, aun enel caso de que la comunidad en su día la hubiese recibido como monja noobstante ese inconveniente, o bien el defecto se hubiera manifestado des-pués de la profesión religiosa. Tampoco quien tuviera su capacidad intelec-tual disminuida, y por supuesto quien en el presente o en el pasado notuviese acreditada conducta intachable, o bien estuviera excomulgada o enentredicho.

En cuanto a la edad, se requería los cuarenta años cumplidos y seis deprofesión. En la práctica, lo común era que pasaran el umbral de los cin-cuenta, y aun de los sesenta, al término de toda una vida en el monasterio,y después de haber desempeñado reiteradas veces la totalidad de los oficiosde comunidad y cargos de gobierno. La elección como vicaria solía anun-ciar el acceso a la prelatura en el trienio siguiente. Las no profesas, es decir,novicias y hermanas serviciales, no eran elegibles y ni siquiera electoras.Lógico en el caso de las primeras, por no hallarse plenamente integradas enla comunidad, no lo era tanto en el segundo, incluso manifiestamente injus-to por ser tan religiosas como las coristas o monjas de velo negro, a las quefinalmente fueron asimiladas (y recibidas como profesas) por presiones delos provinciales franciscanos, y luego de los obispos. Eso sí, de formaselectiva y escalonada, a lo largo de las décadas de 1820 y 1830.

Recomendaba la Regla que en la elección se primase la virtud y el ejem-plo sobre la experiencia y las cualidades de gobierno, por cuanto éstas po-dían ser adquiridas, pero aquellas lo son más difícilmente. Sin embargo, ala vista de la documentación consultada es evidente que en Santa Clara deMurcia eran preferidas las religiosas más ancianas, a las que por su edad seles suponía mayor saber, experiencia e incluso virtud, siempre que no estu-vieran inhabilitadas por algún inconveniente excluyente. Pero al declinarprogresivamente en torno a 1810 la generación de veteranas monjas siete-centistas con gran peso e influencia en el monasterio, se dio paso a unaserie de preladas cada vez más jóvenes, pero con notoria capacidad de ges-tión, por ser las conductoras adecuadas requeridas por la comunidad en lasconcretas circunstancias históricas que acompañaron y siguieron a la guerrade la Independencia, y muy especialmente a la liquidación del AntiguoRégimen en 1834.

Cada tres años se procedía a la elección de prelada, ceremonia presididapor el provincial franciscano o su representante hasta el decreto final deexclaustración de 1836, y después por el obispo, o en su nombre, el delega-do episcopal para religiosas, o visitador de conventos, designado por

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aquel5. Aunque el voto no podía estar comprometido previamente a la elec-ción, y mucho menos con el representante del instituto franciscano o delobispo, que actuaban como presidentes, y quienes deberían abstenerse depracticar cualquier tipo de presión sobre el cuerpo electoral, los resultadoscasi siempre se hallaban decantados antes de la preceptiva votación, comoresultado más de consenso intuitivo y silencioso que producto de consultas,negociaciones y pactos expresos. Solían presentarse (o ser presentadas)varias candidatas. En el caso de hacerlo una solamente no podía ser desig-nada por aclamación, siendo necesario procederse a hacer votación secretay el correspondiente escrutinio. De no obtener la candidata, o alguna de lascandidatas, los dos tercios de los votos emitidos, y habiéndose repetido laelección otras dos veces con resultados negativos en el mismo o sucesivosdías, era abierto un nuevo plazo electoral. La existencia fáctica de dos influ-yentes círculos conventuales con anterioridad a 1810 (Hernández-Celada ySalinas), que sin acaso pretenderlo funcionaban como grupos de presión,pero convergentes, restaban emoción e interés en esa época a los procesoselectorales6.

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5 En localidades más apartadas, después de la exclaustración algún párroco expresa-mente autorizado. Por ejemplo en Caravaca de la Cruz, 20 enero 1854, tuvo lugar la cere-monia de elección de abadesa del monasterio clariano local (sor Ana Josefa de San JuanBautista Fernández), “presidiéndola” don Juan Francisco de Moya, “del hábito de Santiago”,párroco de Santa María Magdalena de Cehegín, vicario interino y juez eclesiástico “verenullius” de la ciudad de Caravaca. Igual sucedió, y ante el mismo, al procederse a la elec-ción de sor Francisca de San Miguel Campos (AMScC, Libro de Tomas de hábito, Profesio-nes y Elecciones de Abadesas, 1853ss, fs. 2r-v). Sobre el párroco Moya, véase también:VILAR, J.B.: Cehegín, señorío santiaguista de los Borbón-Parma (1741-1756). Prólogo deJ. Pérez Villanueva. Univ. de Murcia-Ayunt. de Cehegín. Murcia, 1985, pp. 189ss.

6 Sobre el grupo aglutinado por las Hernández-Celada (o Zelada), sobrina y sobrinasnietas del murciano purpurado Francisco Javier Zelada Rodríguez, secretario de Estado conPío VI e hijo de Juan Jacinto Zelada, secretario y hombre de confianza en España y Romadel cardenal Luis Belluga, mitrado de Cartagena, véase VILAR, J.B.: El cardenal LuisBelluga. 2ª ed. Ed. Comares. Granada. 2005, pp. 2-28, 94, 281-86, 335, 377; CANDELCRESPO, F.: El cardenal don Francisco Javier Zelada y Rodríguez (1717-1802). Un ilustredesconocido murciano. Prólogo de J.B. Vilar. Tipografía San Francisco. Murcia. 2006, p.38ss. En cuanto al grupo aglutinado por la abadesa Francisca Salinas, hermana de AntonioJosé Salinas, comisario general de la O.F.M. en España y obispo de Tortosa, y de CarlosSalinas, dignatario murciano y cuñado del conde de Floridablanca, véase VILAR, Mª. J.:“Francisca Salinas (1726-1813), abadesa de Santa Clara la Real de Murcia. Una eficientegestora en las postrimerías del Antiguo Régimen. Sus conexiones al clan Floridablanca-Sali-nas”, Carthaginensia. Revista de Investigación (Instituto Teológico de Murcia OFM-Univ.de Murcia). En prensa.

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Otra cosa fue a partir de la contienda peninsular de 1808-1813 por ven-tilarse en ocasiones incluso la supervivencia misma del monasterio. Enestos casos solían darse intervenciones de provinciales y ordinarios a modode orientaciones y sugerencias. Unas presiones que, hay que decirlo, másque intrusiones movidas por intereses oscuros o extraños al monasterio,intentaban salvar situaciones de empate y moratorias siempre perjudicialespor el vacío que conllevaban, o bien intentar que el interés general prevale-ciera sobre otros particulares o coyunturales. Así sucedió, en efecto, en1868, cuando el obispo Francisco Landeira, con su intervención directa ypersonal, posibilitó la elección de Mª. del Rosario Orenes, experimentadareligiosa de 64 años, que desempeñaba el cargo de “presidenta” o abadesaen funciones, y cuya acertada gestión le valdría en 1871 la reelección paraotro trienio.

Conocemos en sus detalles el ritual y ceremonias observadas en el queera sin duda el más importante acontecimiento conventual, por el acta con-servada de la elección de la referida madre Orenes en 17 de septiembre delexpresado año 1868, acto presidido por el mitrado Landeira7. Al parecer lapropia madre Orenes, requirió la presencia del obispo encareciéndole laurgencia de elegir prelada, y demás cargos de Gobierno, por haber transcu-rrido “largo tiempo” desde el cese de la última titular.

La víspera, día 16, la comunidad había estado reunida mañana y tarde enla sala capitular, rellenando finalmente cada cual su voto para elegir abade-sa y confeccionando una lista consensuada de cargos. Dispuesta la elecciónpara el día siguiente, muy de mañana se presentó el obispo, quien exhortó ala comunidad, reunida en el coro bajo, a que en sus opciones y actuacióndieran prioridad “… a la importancia del acto, y la estrechísima obligaciónen que estaban de obrar con toda imparcialidad, echando abajo toda consi-deración y respeto humano, y llevándolas su religioso interés únicamente ala mayor honra y gloria de Dios, y al bien espiritual y temporal de la Comu-nidad”8. A esta plática siguió un cambio de impresiones con todas y cadauna de las religiosas, quienes expresaron sus respectivos pareceres “consencillez y franqueza” sobre la situación presente y las necesidades delmonasterio.

Todo estaba dispuesto para celebrar la elección a puerta cerrada en laiglesia conventual, “que es el sitio de costumbre para este acto”. Aparecíaexpuesto en el altar mayor el Santísimo Sacramento, invocándose así su

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7 AMScM, Acta de elección de Abadesa y demás Oficios [17 septiembre 1868].Addenda al Libro de Visitas.

8 Ibídem.

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patrocinio. A la izquierda, junto a la reja del coro bajo, lugar donde se halla-ba congregada la comunidad, se situaba el sitial del obispo. Y en el comul-gatorio del mencionado coro, una jarra a modo de urna para depositar losvotos. Todo de acuerdo con la Regla y constituciones de la orden, y las tra-diciones de la casa.

Celebrada la misa del Espíritu Santo, cada cual ocupó su puesto, y a lasnueve de la mañana comenzó la votación. Junto al mitrado, sentado en susitial, se situaban tres clérigos: el padre Antonio Maurandi, capellán deSanta Clara; don Valentín Leante, presbítero familiar del prelado, y donPascual Godínez, beneficiado de la catedral. Los dos primeros actuabancomo testigos y escrutadores, en tanto el último hacía funciones de secreta-rio de la pastoral visita al monasterio de que iría seguida esta ceremonia, yque a su vez debería levantar acta de la elección.

Godínez fue llamando a las religiosas por orden de antigüedad, las cua-les procedieron a depositar su voto, en tanto regresaban a sus puestos en elfondo de la sala. El secretario extrajo entonces las papeletas del jarro-urnaen presencia de los escrutadores, y las contó el obispo, quien comprobócoincidir su número con el de votantes. Y seguidamente fue leído y anotadosu contenido, y proclamada la ganadora. “Llamada por S.E.I. la Comunidad,que estaba retirada, según costumbre –concluye Godínez en el acta9-, se lehizo saber, aprobando y confirmando con palabras expresas la elección, noobstante la repugnancia natural de la elegida, y de las súplicas y razonesque alegó para no admitir [su elección], que no las consideró suficientespara dispensarla del cargo a que Dios la llamaba por medio de la elección.La Cantora entonó el Te Deum, que las Religiosas fueron cantando alterna-tivamente a coro, prometiendo entre tanto una por una respeto y obedienciaa su nueva Prelada, a quien se le entregaron los sellos en señal de posesión,e hizo seguidamente ante S.E.I. el juramento acostumbrado. Después pro-cedió S.E.I. a la aprobación de los nombramientos para los Oficios mayo-res y menores que les fueron presentados en lista por separado…”.

El acto concluyó con una exhortación de Landeira dirigida a la electaabadesa y a sus subordinadas para que cada cual cumpliera fielmente consus respectivas obligaciones, y viviera en la observancia y caridad más per-fectas de acuerdo con sus votos monásticos, lo cual –refirió- resultaría muygrato a Jesucristo, su esposo, y les valdría en recompensa la vida eterna.Acto seguido Landeira pasó a practicar la pastoral visita del monasterio,hallándolo todo a plena satisfacción, y despidiéndose de las monjas no sin

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9 Ibídem.

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antes impartirles su apostólica bendición. Cuando el obispo cruzaba el patioexterior, para salir a la calle, debía sentirse satisfecho. Aquella –pensaría-había sido una elección como Dios manda, en silencio y con decoro, que nocon la algarabía y bullicio que solían caracterizar los procesos electoralesen el siglo.

Concluida la visita, la comunidad se dirigió procesionalmente a la salacapitular, según costumbre en estos casos. Aquí ocuparía cada cual el sitioque le estaba señalado, y permanecería de pie en tanto la prelada tomabaasiento en el sillón abacial. Acto seguido desfilaban las religiosas ante ellade mayor a menor antigüedad para besar sus manos y recibir su bendición.

Para cualquier nueva superiora era este un momento de magnífica exal-tación, como no sintiera otro igual en su vida, pero también de humildad ymortificación, debiendo hacer en su interior un esfuerzo sobrehumano parasobreponerse a todo amago de soberbia y humana vanagloria. Un ejercicioque debería practicar con frecuencia en los tres años siguientes, tiempo desu mandato.

Y es que la altivez y la vanidad, e incluso la soberbia y la ambición, eranlos defectos propios de las abadesas mundanas, y por extensión podía serlotambién de quienes desempeñaran otros puestos de responsabilidad ygobierno. No en vano Santa Teresa apercibía a sus monjas contra la tenta-ción del poder, en su opinión uno de los principales males que acechan enlos conventos a las religiosas profesas10.

Desde luego la designación como prelada suponía para una monja unhonor imponderable, pero también una enorme responsabilidad. El cargodebería entenderlo como servicio, debiendo evitar que esa cruz que tomabapara sí terminara recayendo en los hombros de las otras religiosas. En con-trapartida, gozaba de amplias facultades para dirigir y gobernador elmonasterio, sin otras cortapisas que las señaladas por la Regla. Una libertadque no debería estar cercenada por compromisos previos, por suponerseque en su elección no habían mediado ruegos, promesas, ni manejo alguno.

Tras recibir el acatamiento de la comunidad, lo primero que hacía laelecta abadesa era recorrer todas las dependencias del monasterio, acompa-ñada de los equipos de gobierno entrante y saliente, y de las religiosas res-ponsables de cada sección. Visitaba celda por celda, examinaba sus conte-nidos, y autorizaba o desautorizaba su uso en todo o en parte, sin posibili-dad de la menor réplica. Esta inspección era repetida periódicamente enmomentos en que la religiosa afectada se hallaba ausente, retirando lo que

10 SANTA TERESA DE JESÚS [Teresa de Cepeda y Ahumada]: “Libro de su vida”, enObras completas. BAC. Madrid. (s.d.), p. 146.

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le parecía superfluo, y haciendo colocar lo que consideraba adecuado onecesario. Por estos indicios sabía la usuaria que había estado allí la abade-sa, por cuanto las otras monjas tenían expresamente prohibida la entrada enceldas que no fueran la propia sin autorización de la prelada, no obstantepermanecer aquellas siempre abiertas. Bien es cierto que toda esta normati-va no se aplicó de forma estricta hasta la plena implantación de la vidacomún en el monasterio, bien entrado el siglo XIX.

b) Mandato y competencias

Tres años, según queda referido, era el tiempo que mediaba entre unaelección y la siguiente. Naturalmente no todas cumplían necesariamente eltrienio en el desempeño del cargo. Bien, por muerte (las madres Caravaca,Pérez Díaz, Chico, Beltrán y García de Alcaraz fallecieron en 1833, 1841,1854, 1855 y 1862 siendo preladas)11 o por renuncia (enfermedad u otracausa grave), si bien no he podido datar ningún caso de dimisión, y que lamisma fuera aceptada por el provincial o el diocesano, lo cual no quieredecir que no se diera. Tampoco de destitución, prevista por la Regla y lasconstituciones conventuales, que permite a la comunidad, reunida en capí-tulo, y por causas de excepcional gravedad, revocar el mandato concedido.Una situación que nunca llegó a darse entre 1786 y 1878, bien es cierto quealgunas preladas de finales del XVIII y comienzos de la siguiente centuriafueron seriamente amenazadas de suspensión por los provinciales si noimponían de una vez por todas en el monasterio la preceptiva observanciade la vida común.

Por el contrario podían ser reelegidas una o más veces. En otros monas-terios de Clarisas, como el de Lorca, había un límite de cuatro trienios con-secutivos, pudiendo serlo la misma abadesa alguna otra vez siempre quemediara al menos un trienio entre mandato y mandato12. En Santa Clara deMurcia no parece que existiera otra limitación que la del buen sentido, quedesaconseja gobiernos indefinidamente prorrogables por cuanto suelengenerar relajación e incluso corrupción. Esto es cierto en religión como enpolítica, o en cualquier otra manifestación de la vida humana.

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11 Vid. VILAR, Mª. J.: Abadesas del Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia(1786-1878). En preparación.

12 Sobre el caso lorquino vid. MUÑOZ CLARES, M. (dir.): Monasterio de Santa Anay la Magdalena de Lorca. Historia y Arte. Prólogo de F. Henares Díaz. Ed. Espigas-Inst.Teológico OFM. Murcia. 2002.

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Aquí, en el período estudiado, con anterioridad a 1833 se detectan tansolo dos o más trienios en el haber de tres superioras. Francisca Salinas yMª. Luisa Sanz, que lo fueron dos veces cada una, aunque sin continuidad(1786-89, 95-98 y 1804-07, 13-16 respectivamente), y Mª. Antonia Marín,abadesa en 1816-1819, reelegida para el trienio 1823-26, y de nuevo en1826 y 1829 y en 1829-1832, con lo cual gobernó el monasterio durantecuatro trienios, de los cuales tres consecutivos entre 1823 y 1832. Unrecord batido por doña Mª. de la Encarnación Chico al frente de Santa Claradurante cinco trienios consecutivos entre 1841 y 1854, en que no pudocompletar el último por haber fallecido en julio de ese año. Ahora bien, nocomo abadesa sino como presidenta o superiora en funciones, dado quedesde el fallecimiento de la madre Caravaca en diciembre del 33 no volvióa ser elegida abadesa. En su lugar designaron el provincial (y luego losobispos) a su sucesora (con su equipo de gobierno), y a quienes siguieron aesta, hasta la referida elección como abadesa de Mª. del Rosario Orenes enseptiembre de 1868. Orenes fue reelegida en el 71 para otro trienio, despuésde haber sido presidenta entre 1865 y 1868, con lo que rigió Santa Claradurante tres trienios consecutivos13.

Antes de 1833 en este monasterio un 15 o 20% de las profesas, sin dudalas mejor preparadas y más cualificadas (pero también de superior extrac-ción social) se turnan en el desempeño de la prelacía y de los otros cargosde gobierno, a lo que coadyuva también la inercia de las demás, o si sequiere, las reticencias al cambio y a lo bueno por conocer. Después del añoapuntado, aunque la participación en los puestos de gobierno es mayor, elcargo de presidenta queda reservado a media docena de mujeres especial-mente dotadas, y por ello facultadas para desempeñarlo en tiempos de difi-cultades a su vez singulares.

Lo acaecido en Santa Clara de Murcia dista de ser excepcional. Hastadonde conozco, en los monasterios de Clarisas de Orihuela, Lorca, Mula,Caravaca, Cieza o Hellín, en mayor o menor grado, sucede otro tanto14. Pero

13 AMScM, Actas de elección de Abadesas y demás Oficios, a. 1786-1871.14 Vid. GONZÁLEZ CASTAÑO, J. y MUÑOZ CLARES, M.: Historia del Real

Monasterio de la Encarnación de Religiosas Clarisas de la ciudad de Mula (Murcia). Pró-logo de F.V. Sánchez Gil. Ed. Monasterio de la Encarnación - R. Academia Alfonso X elSabio. Murcia. 1993; MELGARES GUERRERO, J.A.: El Monasterio de Santa Clara, deCaravaca de la Cruz. Prólogo de J.F. Cuenca Molina. Ed. Ayunt. de Caravaca de la Cruz-Cajamurcia. Murcia. 1995; ROSA GONZÁLEZ, M. de la: El Monasterio de la InmaculadaConcepción de Cieza. Prólogo de A. Yelo Templado. Ed. Monasterio de la Inmaculada Con-cepción. Cieza. 1992; MUÑOZ CLARES, M. (dir.): Monasterio de … Lorca … op. cit.;MARTÍNEZ MORENO, Mª. L.: Santa Clara, de Hellín. Historia del Monasterio, 1253-

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también en los otros conventos de franciscanas de la propia urbe murciana(en el de Santa Verónica, por mencionar un caso, doña Rita de la Consola-ción Soler fue presidenta entre 1854 y 1866, es decir durante cuatro trieniosconsecutivos15), y por supuesto en los pertenecientes a los restantes institu-tos.

El caso del inmediato convento de dominicas de Santa Ana, a un tiro depiedra de nuestro monasterio clariano, nos orienta al respecto. Hubo priorasen el siglo XVIII (las madres Medina, Ramírez, Mesía, Rincón, Navarro)que rigieron la casa durante tres trienios cada una, cota superada por sorFrancisca Conejero con cuatro (de ellos tres consecutivos), designada pre-sidenta en 1769 por fallecimiento de la priora, hasta que en el siguiente añofue elegida como tal, siéndolo cuatro trienios consecutivos, hasta 1782, yuna vez más en 1790. En total 16 años de gobierno. En el siglo XIX suce-de otro tanto. Los nombres de las prioras Elena Sánchez, Mª. Eugenia Bui-trago y Ana Mª. Bonilla cubren la etapa de la Guerra de la Independencia,una parte estimable del periodo fernandino, y la fase comprendida entre1843 y 1861 respectivamente16.

El cargo de superiora requería desde luego cualidades poco comunes.Claro entendimiento, dotes de gobierno, ductilidad en el trato, conocimien-to de la condición humana y del mundo extraconventual, y una vivenciaespiritual intensa en que apoyarse, guiarse y reconfortarse. La abadesadebería procurar ante todo una fiel observancia de la Regla y constitucionesclarianas, y por tanto que fuera seguida la vida común, procurando darejemplo ella misma17. Debería atenerse estrictamente a lo preceptuado, y enningún caso derogarlo, aunque sí suspender temporalmente su observancia

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1953. Hellín. 1984. Sobre este monasterio y otros del ámbito albaceteño, vid. tambiénVILAR, Mª. J.: “Comunidades de monjas existentes en la provincia de Albacete y destino delos suprimidos conventos de frailes al término de la desamortización de Mendizábal (1834-1836)”, en La desamortización: el expolio del patrimonio artístico y cultural de la Iglesia enEspaña. Actas del Simposium. Ediciones Escurialenses. El Escorial. 2007, pp. 469-86. Final-mente con referencia a la comunidad de Clarisas de Orihuela, noticias diversas en VILAR,J.B.: Orihuela, una ciudad valenciana en la España moderna, t. IV, vol. I en J.B. Vilar: His-toria de la Ciudad y Obispado de Orihuela. Prólogo de S. García Martínez. Caja de Ahorrosde Alicante y Murcia. Murcia. 1981, pp. 474-78.

15 RIQUELME OLIVA, P. (Ed.): El Monasterio de Santa Verónica de Murcia. Histo-ria y Arte. Presentación de J. Monreal Martínez. Introducción de F.V. Sánchez Gil. Inst. Teo-lógico Franciscano-CAM. Murcia. 1994, p. 160.

16 BUENO ESPINAR, A.: El Monasterio de Santa Ana. Las monjas dominicas enMurcia. Murcia. 1978, p. 368ss.

17 Regla Segunda de Santa Clara… op. cit., cap. XXII, p. 30.

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en casos justificados y con las limitaciones previstas en esa normativa. Esdecir, podía interpretar ésta con mayor o menor literalidad o rigor, y segúnsu recto entender. De hecho era ella quien imprimía un ritmo determinadoal funcionamiento del monasterio, de acuerdo con su concreta visión de lavida religiosa, personalidad y carácter. Sobre todo en las cosas menudas,pero también en las importantes.

Por ejemplo, aplazando la profesión de una novicia, una vez transcurri-do el tiempo habitual para hacerla; levantando determinadas obligaciones oasignando otras nuevas; dispensando de tal o cual precepto en casos con-cretos; imponiendo correctivos por faltas, e incluso, llegado el caso, aislan-do temporalmente a una religiosa o hermana; tomando decisiones en rela-ción con obras, reparaciones o el gasto cotidiano, etc. Su poder no era ili-mitado por hallarse regulado por la normativa establecida, pero sí bastanteamplio, siendo ella quien custodiaba el sello y llaves del monasterio, quienpresidía el discretorio o consejo de gobierno, y a su vez el capítulo semanalde la comunidad que supervisaba su labor, en el cual de hecho era ella quientenía la última palabra. Incluso en cuestiones netamente espirituales o refe-ridas a la orientación de las conciencias de sus subordinadas. Sobre todo silos confesores o los directores espirituales eran “particulares” o subalter-nos, que no el general u oficial, o si éste (vicario o capellán) por alguna cir-cunstancia era individuo ajeno a la Orden de Frailes Menores, bajo cuyajurisdicción se hallaba el monasterio.

En teoría la autoridad del provincial venía a ser casi total, pero en lapráctica Santa Clara funcionaba con amplísima autonomía, de forma quelas anuales visitas pastorales o evangélicas, a juzgar por las actas del Librocorrespondiente, resultan ser más bien rutinarias. En ocasiones el visitadorpasaba por alto determinadas infracciones de la Regla, sobre todo las rela-cionadas con la pervivencia de manifestaciones de vida particular. Aunquesus admoniciones y emplazamientos los pusiera por escrito, no siempre secumplían fielmente, por entender tratarse de infracciones menores, apartede que los frailes en ocasiones no se sentían con fuerza moral suficientepara imponer coactivamente a las monjas lo que ellos no siempre cumplíana la letra en sus conventos.

Sea como fuere, la autoridad de la abadesa, mucha o poca, no era “perse” sino por delegación, dado que la propia, siquiera en Santa Clara deMurcia (uso del báculo, impartir públicamente la bendición a los fieles,etc.) era cosa de un pasado ya lejano. Pero conservaba el nombre y faculta-des de prelada, aunque tales competencias fueran delegadas por el provin-cial, el ordinario y por sus electoras, y tuviera que rendir cumplidas cuentasa unos y otras en las visitas (sobre todo al término de su mandato) y en lossemanales capítulos.

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Deberían ser de sereno juicio, y conjugar autoridad y rectitud, bondad yfirmeza, observancia y caridad. Cualidades éstas que se dieron desde luegoen algunas de ellas, como las madres Salinas, Sanz, Marín, Chico, Garcíade Alcaraz u Orenes, cuyo solo nombre llenan amplios periodos de la his-toria del monasterio. También deberían huir de novedades y autoritarismos,respetar las competencias inherentes a quienes desempeñaban los diferentesoficios de comunidad sin interferencias no justificadas, y no pretenderhacerlo todo por sí mismas sino confiar en las demás, dejándolas obrar unavez dadas a conocer sus instrucciones.

Sobre todo debería ser una madre para sus compañeras, sin mostrarfavoritismos que suscitan recelos, envidias, e incluso escándalo, interesán-dose por todas y cada una de ellas, animándolas, reconfortándolas y, en sucaso, corrigiendo con discreción y caridad. Si ello no fuera suficiente, recu-rriendo a su autoridad para no tolerar que, en su caso, las tibias continuasenen su mal ejemplo, debilidades e inobservancias.

Deberían evitar tomar decisiones importantes de espaldas al discretorioy al capítulo, o mezclarse personalmente (y mucho menos al monasterio) enasuntos familiares o de dinero. Pues, aun pretendiendo objetivos legítimos(herencias, donaciones, etc.), ello solía redundar en pérdida del necesariososiego espiritual, y la distracción en negocios mundanos en descuido delas obligaciones de comunidad. Un peligro apuntado ya por San Juan de laCruz18, para quien un excesivo cuidado de los asuntos terrenales no soloaparta de Dios, sino a Dios del monasterio.

En suma, la abadesa debería cuidar de marcar el camino a las demás consu propio ejemplo. Incluso en cosas y detalles aparentemente insignifican-tes. Como timonel del buque que le estaba confiado, era su deber conducir-lo a buen puerto con prudencia, modestia y firmeza.

2. El discretorio o equipo de gobierno. La compleja pero progresivatransición en el monasterio de la vida particular a la común

a) Vicaria, discretas y secretaria

Un discretorio o junta, a un tiempo cooperante, asesor y fiscalizador,colaboraba con la abadesa en sus funciones administrativas y de gobierno.

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18 “… De lo temporal de esa casa no querría que tuviese tanto cuidado”, escribiría a lapriora de las Descalzas de Córdoba (Madrid, 20 junio 1590). SAN JUAN DE LA CRUZ,Obras Completas. BAC. Madrid. s.d., p. 893.

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La Regla determina su composición: vicaria y tres consejeras o discretas,una de las cuales hacía funciones de secretaria. La dirección del monaste-rio se hallaba reservada por tanto a la prelada y su equipo rector o discre-torio, asistidas por las madres de comunidad, o religiosas que anteriormen-te habían sido abadesas, y supervisadas por la comunidad en pleno a travésdel capítulo o asamblea plenaria reunida semanalmente19.

Tanto la vicaria como las discretas eran elegidas en capítulo siguiendoun proceso similar al de la designación de abadesa. Sin duda este resultabaser más abiertamente consensuado, y de alguna forma contemplaba las pre-ferencias de la prelada electa, o presumiblemente elegible, con la que el dis-cretorio estaba llamado a colaborar, pero también buscando una cierta pre-sencia y equilibrio de la totalidad de la comunidad en el equipo de gobier-no. Como ya ha quedado referido, la designación como vicaria solía serpaso previo para la obtención de la prelatura en el siguiente trienio, o enotro posterior.

La vicaria, con tratamiento de doña y reverenda como la abadesa, seguíaen rango y responsabilidad a ésta, y en su caso la suplía como “presidenta”por enfermedad o defunción de aquella, hasta que se hiciera nueva elección,o bien el provincial (o el ordinario después de 1835) designara otra presi-denta, si es que la existente no era confirmada en el cargo. Sus funcioneshabituales se referían a la organización del trabajo (distribución de ofi-cios…, etc.), supervisión del cumplimiento de las horas canónicas y lasactividades de comunidad en general.

También y sobre todo asumiendo funciones de administradora o ecóno-ma. Como en el caso de Santa Clara de Mula, y demás monasterios obser-vantes de la misma Regla, la vicaria “… tenía a su cuydado la provission delas oficinas”20, supervisando las cuentas del mayordomo-administrador(ayudada por la secretaria), como también las compras encomendadas amandaderas y hermanas, las entregas de los proveedores, el gasto menudode todos los días, las despensas, cocinas y enfermería”, etc.21. Debería darejemplo a sus compañeras, y a cuantas personas tenía a su cargo, de recti-tud, entrega, diligencia y eficacia.

El manejo del dinero y de los recursos de la comunidad, como en el casode la abadesa, y si cabe en mayor medida, conllevaba para la vicaria riesgos

19 Regla Segunda de Santa Clara…, op. cit.20 CAMUÑAS, Mystico/candelero de oro (...) vida (...) de la (...) Virgen y Venerable

Madre Sor Juana de la Cruz. Jayme Mesnier, Imp. Orihuela. 1704, p. 192.21 Véase VILAR, Mª. J.: “Una aproximación a la gestión financiera (…) Santa Clara la

Real de Murcia…”, op. cit.

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y tentaciones. De un lado porque exigiendo mucho tiempo y dedicación losasuntos temporales del monasterio, ello redundaba inevitablemente en desa-tención de algunas de sus obligaciones como religiosa, eximiéndose en oca-siones de la asistencia al coro, etc., por no hablar del descuido de su vivifi-cación espiritual por hallarse su mente enfrascada en asuntos terrenales.

De otro porque, controlando ella los caudales del monasterio, incons-cientemente podía terminar considerando como propio el patrimonio de lacomunidad. Bien adoptando en solitario decisiones que no le concernían,favoreciendo ilegítimamente a sus familiares con préstamos, donativos ocontratas, o bien si era persona estrecha de mano y dura de corazón, morti-ficando a sus colaboradoras y dependientas (secretaria, depositaria, hospe-dera, sacristana, enfermera, refectoleras, cocineras, despenseras, etc.), eincluso condenando a estrecheces innecesarias a sus hermanas en religión,haciéndolas pasar necesidades, llevada de un afán excesivo de acumulacióny ahorro.

Ecónomas excelentes fueron, por el contrario, Antonia Cortés, que lofue en 1801-1804 y 1819-1822, en tiempos nada fáciles (una de las pocasvicarias no promocionadas a la prelatura, acaso por rechazarla). Y poste-riormente, Mª. Teresa Espinosa y Mª. de la Encarnación Chico, en los tiem-pos de la abadesa Marín, por mencionar sólo algunas de las más notorias.

Las discretas completaban el cuadro directivo conventual. Sin su apro-bación y firma no podía formalizarse compraventa alguna y demás opera-ciones importantes. Por ejemplo las comparecencias notariales para la otor-gación de poderes. Una de las tres discretas hacía funciones de secretaria, ypor tanto era quien llevaba realmente las cuentas a la vicaria, y hacía lascomprobaciones oportunas en las presentadas por el mayordomo. Huboalguna, como sor Mª. Josefa Rubí, experta contable, y por ello muy solici-tada para estas funciones22.

Ninguna religiosa que tuviera débitos con la comunidad podía acceder apuesto alguno de gobierno. Por ejemplo, si adeudaba al convento plazos desu dote, aunque fuese persona de reconocida capacidad y apta para el cargo.Tal sucedió con Mª. Rosa Dueñas, cuya dote, asumida por un hermanosuyo, cura de Catral, no llegó a ser abonada por entero. La religiosa se vioapartada de toda función directiva durante veinte años, hasta que, fallecidoel cura, sus herederos liquidaron la deuda. Esto acaeció en noviembre de1791. Un año después Mª. Rosa entraba como discreta en el equipo de doña

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22 Ibídem. Véase también AMScM, Libro de Cuentas Generales de Preladas [salien-tes], 1778-1816, s.f.

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Antonia Elgueta. En 1801-1804 volvió a desempeñar igual cargo, en el trie-nio siguiente fue vicaria, y en 1807 elegida abadesa.

Toda abadesa saliente pasaba a convertirse automáticamente en madrede comunidad. Quedaba incorporada así a un reducidísimo grupo de seis uocho personas, que en la práctica controlaba el monasterio y movía loshilos de la comunidad. De hecho se turnaban en el ejercicio de la prelaturatrianual, no volviendo a ocupar ya un puesto de rango inferior. Ni siquierael de vicaria.

En la década de 1790 tan selecta cofradía estuvo formada por las madresSalinas, Gozalvo y Elgueta, a la que se sumaba alguna sobreviviente de laépoca anterior. Las mencionadas en segundo y tercer lugar representaban elya mencionado círculo Hernández-Celada, que controlase el monasteriodurante gran parte del siglo XVIII. Salinas representaba la renovación gra-dual, aunque no el cambio. Por ello la paz del monasterio no se vio turbadaal ser ambos grupos convergentes.

Gozalvo, Elgueta y Salinas fallecieron en 1797, 1808 y 1812. Lo pro-pio aconteció con las madres Salazar, Podio y Caro, desaparecidas en1805, 1806 y 1816, poco después de concluir sus respectivos mandatos.En adelante doña Mª. Luisa Sanz, vinculada al círculo de Salinas, peroanciana y siempre respetuosa con las tradiciones, aglutinó a las religiosasmayores apegadas a la vida particular, en tanto doña Mª. Antonia Marín,sostenida en una nueva generación de monjas, postulaba por la vidacomún y por la estricta observancia, dando por tanto de lado a las tradi-ciones particularistas de la casa. Las madres Dueñas y López de Miranda,sin romper por entero con el pasado, con visión de futuro se inclinabanmás bien por la segunda opción. Miranda fue la primera en desaparecer(1825), siguiéndola Sanz, ya nonagenaria, en 1832. Dos años más tardeuna epidemia de cólera se llevó por delante a Dueñas y Marín, también deavanzada edad23.

Después de 1834, en Santa Clara las cosas ya no fueron igual. Fueimplantada la vida común plena, el monasterio perdió su patrimonio comoresultado de la desamortización de Mendizábal (1836-1837), y se le prohi-bió recibir novicias hasta 1851, y elegir abadesas hasta el 68. Por largotiempo la comunidad se contentó con sobrevivir, y el talante de sus supe-rioras en funciones (presidentas) fue bien diferente al de las engoladas yaltivas abadesas del pasado.

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23 AMScM, Actas de defunciones, a. 1797-1834.

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Atrás quedaron los tiempos en que media decena de señoras gobernóaquella república de mujeres, imponiéndose por su superioridad institucio-nal al solo número. Irreductibles en su adhesión sincera y sentida a la vidaparticular, su actitud era fruto de su origen social, conexiones familiares,educación pre-conventual, fortuna personal, y por su total identificacióncon el principio jerárquico, y con la desigualdad individual y social, paraellas realidad incuestionable. Pretender que una Gozalvo, Salinas o Elgue-ta representaba en el monasterio lo mismo que una labradora pobretona eignorante, o la hija de un tendero, era ir contra el orden natural de las cosas.Algo sencillamente aberrante.

Mientras vivieron lograron imponer una cierta etiqueta y protocolo con-ventual que, se mire como se quiera, contravenía no ya la Regla y constitu-ciones, sino los más básicos postulados franciscanos y evangélicos. Mante-nían distancias con el resto de las religiosas y permanecían casi todo el tiem-po en las habitaciones que les estaban reservadas. Allí vivían, rezaban ycomían, concurriendo irregularmente a los actos de comunidad. Visitaban yrecibían visitas de sus congéneres, y se comunicaban enviándose recadosunas a otras con las criadas del monasterio mientras las hubo, y luego con lashermanas serviciales, que eran también sus mandaderas particulares. Se afe-rraban a su estilo de vida de siempre, y encajaban mal, boicoteándolos en loposible, los graduales cambios impuestos por los visitadores franciscanoscon la colaboración de algunas abadesas, las menos, tachadas de novatoras.

En la memoria histórica de la casa permanecería por largo tiempo elrecuerdo de estas ancianas y aristocráticas preladas asimilado al de la últi-ma de ellas, doña Mª. Antonia de Elgueta. Ochentona, enjuta, achacosa yencorvada, pero siempre entera y autoritaria, profesas y novicias cuidabanmuy mucho en los recreos sus conversaciones y comentarios sobre lascosas de la casa y su gobierno, temiendo que de un momento a otro pudie-ra aparecer por algún corredor del claustro la madre Elgueta, siempre escru-tadora, aunque arrastrando trabajosamente su doliente humanidad con laayuda de dos bastones.

c) Capítulo conventual y organización del trabajo. Los oficios laborales

Institución básica de gobierno era el capítulo o asamblea plenaria de lacomunidad. La Regla preceptuaba uno por semana para tratar o informarsobre asuntos de interés común, pero sobre todo los relacionados con elbuen gobierno y la corrección de faltas y negligencias. En particular lasreferidas a toda la comunidad, debiendo aplicar seguidamente la prelada losoportunos correctivos con objetividad, justicia y misericordia. El capítuloentendía a su vez en los asuntos más importantes y trascendentes referidos

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al monasterio, y cada tres meses la superiora informaba sobre el estado delos asuntos administrativos, una vez revisadas por la vicaria y discretas, ypor ella misma, las cuentas presentadas por el mayordomo.

Las cuestiones propiamente laborales y de funcionamiento ocupabanuna parte considerable en las deliberaciones de los capítulos. En el monas-terio, entonces como ahora, la división del trabajo y asignación de funcio-nes viene marcada por la propia Regla y restantes disposiciones de gobier-no. En la etapa objeto de este estudio, las ocupaciones grandes y pequeñaseran precisadas por la superiora todos los domingos para la siguiente sema-na, procurando respetar un orden o turno. La supervisión también era com-petencia suya; pero delegaba en la vicaria y en las otras tres religiosas per-tenecientes al discretorio, quienes debían entenderse con la profesa respon-sable de cada sección (portería, sacristía, huerto, cocina…, etc.), pero nocon las subordinadas de ésta, al objeto de no interferir su labor ni herir sus-ceptibilidades.

Al término de la comida del sábado, las religiosas confesaban en vozalta y en presencia de toda la comunidad, las faltas que a su juicio hubierancometido durante la semana. Salvo que la abadesa indicara lo contario,debían postrarse en el suelo ante ella e implorar su perdón, debiendo per-manecer así en tanto le era señalada penitencia. Otros actos de humildad omortificación como flagelarse, caminar de rodillas, lavar y besar los pies desus compañeras como en su día hiciera Jesús con los apóstoles, etc., nopodían hacerse sin expresa autorización.

Por debajo de la prelada y su equipo de gobierno se hallaban los oficiosde comunidad. Podían ser mayores y menores. Los más importantes entrelos primeros sin duda los de vicaria de coro, maestras de novicias y de edu-candas, portera mayor, tornera mayor y sacristana 1ª. Los otros oficiosmayores eran los de cocinera 1ª, provisora 1ª, hospedera 1ª, refectolera 1ª,enfermera 1ª, depositaria 1ª, hortelana 1ª, maestra de sala 1ª y ropera 1ª.Todas ellas tenían ayudante o suplente; siendo dos en el caso de la tornera,portera y cocinera. Existía además una organista, una cantora, una celadoray cuatro escuchas para acompañar a las religiosas en el locutorio durante lasvisitas (véase tabla 2).

Después de 1835 los oficios se redujeron en número unas veces, en tantoen otras varios de ellos fueron desempeñados por una misma religiosa porhaber disminuido los efectivos de la comunidad y ser también menores susnecesidades. Todos esos oficios eran rotatorios, exceptuados aquellos que,por requerir una cierta especialización o existir una sola religiosa capacita-da para el mismo, obviamente se hacía estable (la organista y la cantorasobre todo). Pero aun en estos casos, de resultar factible, se hacía tambiénrotación.

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En cuanto a los oficios mencionados, las funciones de vicarias de coro,maestras de novicias y educandas, porteras, torneras y enfermeras, hablanpor sí mismas. Las competencias de las demás también quedan por lo gene-ral suficientemente explicitadas por su denominación. Acaso no sería ocio-so precisar que las depositarias auxiliaban a vicaria y secretaria en la custo-dia y control de caudales. Las provisoras tenían a su cargo cuanto se refie-re al aprovisionamiento y despensa. La refectolera gobernaba el refectorioy el servicio de comidas. Finalmente, la celadora auxiliaba a abadesa yvicaria en el control de llaves.

Mención especial merecen cocineras, maestras de sala, sacristanas,organistas y cantoras por la particularidad de sus funciones. Tanto la coci-nera 1ª, como las 2ª y 3ª cuando las hubo, eran profesas que tenían a sucargo a las auxiliares serviciales, pero que a su vez estaban supervisadaspor la vicaria, a quien rendían cuentas. Algunas vicarias se tomaban muy enserio su papel, como sucedió con la madre Juana de la Cruz (en el monas-terio de Mula), quien solía prestar bastante atención a las cocinas, que visi-taba todos los días: “… gustava los guisados, los sazonava y enseñava a lascocineras [a] darles el punto, que en esta gracia, como en las demás, eraextremada…”24. Tal asiduidad en la cocina y esos alardes de conocimientosculinarios que el apologético biógrafo de la religiosa ensalza como méritoy “gracia”, es probable que no fueran tales para la profesa de semana ysobre todo para las legas que hacían el trabajo todos los días. Nada másmolesto para una cocinera que gente extraña irrumpa entre sus pucheros, yademás enmendando la plana con pretensiones de enseñar el oficio. Talcosa sucedió alguna vez en Santa Clara de Murcia, con los efectos consi-guientes que son de suponer.

La maestra de sala (con su auxiliar) tenían a su cargo la sala de labor.Esta, con el coro y el refectorio, era lugar donde convergían las monjas, ypor ello la mayor o menor asistencia era un indicio cierto del grado deobservancia de la vida común en el monasterio. Aparte el planchado y repa-so de la ropa, las religiosas se ejercitaban en labores de aguja, confeccio-nando flores artificiales con tela y otros materiales, escapularios, símbolose imágenes de trapo o bordadas, y objetos de culto en miniatura, utilizadospor grandes y pequeños para invocar la protección sobrenatural, o para ale-jar al enemigo malo siempre acechante. Igual que en el caso de los dulces,estos artículos se hacían más que para consumo conventual, para obsequiara visitas, familiares y bienhechores, o simplemente por encargo.

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24 CAMUÑAS: Mystico/candelero…, op. cit., p. 192.

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Después de 1836, necesitada la comunidad de recursos para sobrevivir,fueron abordados en la sala de labor trabajos más prácticos (planchados,almidonados, bordados), sirviendo encargos más o menos bien remunera-dos. En esta época la maestra solía asumir también la supervisión del lava-dero, si tales funciones no eran atribuidas a otra religiosa.

Oficio de gran responsabilidad y confianza era el de sacristana, por tenera su cargo cuanto se refiere al buen orden, servicio y ornato de la iglesia,sacristía y culto, y la limpieza del templo. Tanto más por cuanto se hallababajo su custodia y cuidado la plata, vasos sagrados, ornamentos y objetosmás venerados y valiosos del monasterio, y porque la existencia de un tornoparticular le permitía comunicarse libremente con el exterior.

Debía cuidar además de los altares, cambiar sus frontales según el colorque pidiera el oficio (negro en misas de difuntos, morado en cuaresma, azulen los reservados a la Virgen, etc.), y otros mil detalles, aparte trabajos másduros como fregar los suelos, dar cera a reclinatorios, bancos y demásmobiliario, limpiar lámparas, candelabros y objetos de orfebrería, etc., etc.,tareas en las cuales la religiosa de semana contaba con la ayuda de otracompañera, por lo general también profesa, y de una o más hermanas ser-viciales, y en su caso, mujeres voluntarias de la calle, o asalariadas contra-tadas expresamente.

La sacristana era además, por delegación de la vicaria, la encargada deestablecer los turnos de confesión de las religiosas, y de vigilar para quenadie se los saltara o confesase con quien no le estaba asignado. Supervisa-ba además el trabajo del sacristán, un religioso franciscano antes de 1835,y después un exclaustrado o un seglar. Tarea esta también delicada por tenerque tratar asiduamente con un hombre, marcarle pautas a seguir y, en sucaso, corregirle. Para el cargo de sacristán se requería persona a un tiempoeficiente y muy piadosa, no fuera que sucediera como con ciertos sacrista-nes no excesivamente cuidadosos de las formas, que por la rutina del oficio,no obstante su impecable dominio del ceremonial, se prestan a ser tenidosun tanto arbitrariamente por algún puntilloso observador u observadoracomo gente irreverente.

Aunque la función de sacristana era de rotación semanal, como en losotros oficios de comunidad, solía suceder que la abadesa facultase a deter-minada religiosa para desempeñarlo indefinidamente. A veces hasta tres ymás años. Esto acontecía si la interesada, aparte reunir las condicionesapropiadas para el cargo, era de alta alcurnia y de posibilidades económi-cas, pues siendo suya la responsabilidad del culto, solían atraer donativosen metálico o generosos obsequios para mayor esplendor de aquel. Demodo que en ocasiones llegaba a establecerse un auténtico pugilato, porcierto poco o nada evangélico, de la entrante respecto a quienes la prece-

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dieron, o por mejor decir, entre las familias de las religiosas que pasabanpor el cargo, para ver cuál quedaba mejor.

Por ello suele trascender sus nombres en la documentación consultada25.Doña Rafaela Garcerán y Bocalandro, doña Presentación Rocamora y doñaJuana de la Cruz Fontes fueron acaso las sacristanas más generosas. Lamadre Sanz en el trienio 1804-1807 llegó a organizar verdaderos concursosentre ellas, en el que participaron otras varias religiosas, y cuyo resultadofue el equipamiento espléndido de iglesia y sacristía. La rica maltesa AnaMª. Caruana no se quedó atrás en los días de la abadesa Dueñas. Y de nuevoFontes, con las también sacristanas Mª. Manuela Pla y Mª. Josefa Gonzálezdurante la prelacía de doña Teresa Caro, en momentos en que, reciente elsaqueo del monasterio por las tropas francesas, faltaba hasta lo más necesa-rio. Quienes pasaron por la sacristía después de 1814 dejaron huella menosnotoria, dado que los empeños más reseñables corrieron por cuenta de laspropias preladas y las madres de comunidad.

Organistas y cantoras eran acaso las únicas religiosas que entraban en elmonasterio con una misión específica y de por vida. Tan importante quesolía excluírselas en la rotación de los otros oficios y prestaciones. Es cier-to que podían optar como las demás profesas a cargos de comunidad elec-tivos, pero raras veces lo hicieron, salvo que ello resultara ser imprescindi-ble, o excepcionalmente fuera solicitada su colaboración por la abadesa opor la comunidad en capítulo a título excepcional para maestra de noviciasu otro empleo afín a sus funciones específicas. Eso sucedía raras veces, porlos problemas que podían seguirse para la marcha normal del coro y el cultosi aquella carecía de sustituta.

Pero la temática referida a organistas y cantoras tiene entidad en símisma que sobrepasa con mucho las posibilidades de un estudio globaliza-dor como el presente, por lo que nos remitimos a una investigación especí-fica posterior. Igual sucede con cuanto se refiere a un necesario análisisindividualizado de las abadesas, hasta el momento solo realizado en rela-ción con la madre Francisca Salinas26. Falta también un estudio en profun-didad sobre novicias, profesas y educandas, similar al recientemente apor-tado por Mª. José Vilar sobre las hermanas serviciales o legas27, y porsupuesto una indagación puntual y detallada sobre vicarios, capellanes,confesores, predicadores, médicos, arquitectos, artistas, restauradores,

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25 AMScM, Libros de Cuentas Generales de Preladas [salientes], a. 1786ss.26 VILAR, Mª. J.: “Francisca Salinas (1726-1813), abadesa de Santa Clara la Real de

Murcia…, op. cit.27 Íd.: “Las hermanas serviciales o legas…”, op. cit.

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donadas, sirvientes, “señoras de piso”, benefactores, proveedores y demásclérigos y laicos vinculados a Santa Clara la Real de Murcia, en la línea dela también reciente aportación de la Dra. Vilar sobre los mayordomos oadministradores externos del monasterio, su gestión, y en su caso, “habili-dades” e irregular enriquecimiento28.

3. La periódica supervisión del monasterio por la jerarquía francis-cana, y por el obispo de la diócesis tras los decretos de 1835-1836

Un último aspecto a considerar en relación con las abadesas y sus dis-cretorios o equipos de gobierno es la supervisión y control a que su actua-ción era sometida por los provinciales franciscanos (y desde 1835 por losobispos), de cuya jurisdicción dependían. La mayoría de los monasterios yconventos de monjas adscritas a la orden seráfica, fueran Clarisas, terciariasregulares o concepcionistas, se hallaban bajo la “comisión y autoridad” delos guardianes del convento de franciscanos más próximo. “Estos –anota P.Riquelme29- ejercían sus funciones de asistencia espiritual como delegadosdel provincial, y debían velar por la ‘honestidad y clausura de los monaste-rios, y conservación y aumento de los bienes temporales’”.

En efecto, sobre 31 casas de franciscanas existentes en la expresada pro-vincia hacia 1800, 23 estaban bajo la jurisdicción del provincial, depen-diendo las demás del prelado diocesano. Aunque esta última vinculaciónera proporcionalmente más frecuente en el reino murciano (cinco casassobre las 11 existentes), Santa Clara de Murcia se hallaba entre las depen-dientes del ministro provincial de Cartagena, que no del obispo de la dió-cesis.

Siquiera en un plano teórico, las atribuciones jurisdiccionales del pro-vincial eran importantes. Riquelme30 las resume así: “Desde la reparaciónmaterial del monasterio, transgresión de la Regla, condiciones exigiblespara la recepción de novicias, hasta la clausura y supervisión de la econo-mía, incluso prohibiendo que ningún sacerdote, que no fuera franciscano,pudiera celebrarles la misa, y menos, ser confesor de ellas, so pena de sus-pensión de oficio de la abadesa por dos meses”.

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28 Id.: “Una aproximación a la gestión financiera…”, op. cit.29 RIQUELME OLIVA, P.: Iglesia y Liberalismo. Los franciscanos en el Reino de

Murcia, 1768-1840. Prólogo de M. Revuelta González. Ed. Espigas-Inst. Teológico Francis-cano. Murcia. 1993, p. 63.

30 Ibídem, pp. 63-66.

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En la práctica tal intervencionismo distaba de ser estricto, al menos encuanto se refiere a la vida de comunidad y asuntos internos del monasterio,en que la autonomía del mismo era amplia, y sin otra cortapisa importanteque “la general y evangélica visita” que tenía lugar anual o bianualmente, yen todo caso al término del mandato de cada abadesa, obligada a presentarcumplidas cuentas de su administración y gobierno. Llegado ese momento,y en el caso de que el visitador observase alguna irregularidad o signo derelajación dignos de ser corregidos, amonestaba verbalmente a las monjas,o hacía constar el hecho en el acta correspondiente, dejando las correccio-nes pertinentes a la responsabilidad de la superiora entrante. En el periodoobjeto de nuestro estudio, como queda apuntado, nunca se dio el caso de sersuspendida una prelada.

Hay que decir que las monjas se daban muy buena maña para tener con-tentos a los reverendos padres. Hasta el punto de privarse hasta de loimprescindible, si fuera necesario, con tal de que nada les faltase a ellos. Nosolo al vicario y los otros religiosos asignados a la atención pastoral delmonasterio, en cuyo parador anejo, aun en tiempos de estrechez, gozaronde todo lo necesario, sino a la propia comunidad conventual de San Fran-cisco, objeto por parte de Santa Clara de frecuentes donativos y limosnas,aunque hay que decir que correspondidas de igual forma en momentos dedificultades para las monjas. La devoción sincera y filial de éstas respectoa aquellos, y la entrega y dedicación de los religiosos a la comunidad que leestaba confiada, da las claves del clima cordial y amable que caracterizó entodo momento las relaciones de unos y otras.

La general visita del monasterio era realizada por el provincial o surepresentante (el guardián del murciano Convento de San Francisco porejemplo), acompañado por el secretario de la provincia, y en ocasionespor un tercer religioso. Recibidos en la puerta reglar por la abadesa, vica-ria y discretorio, traspasaban la clausura para dirigirse a la sala capitular,donde aguardaba el resto de la comunidad, allí congregada “a campanatañida” y “con la solemnidad acostumbrada”. El visitador dirigía a lasreligiosas una exhortación o plática, al término de la cual se procedía aformalizar la visita.

Esta tenía dos partes. La realizada a la iglesia y sus dependencias, y lapracticada en el monasterio. Lo primero en ser visitado era el templo con-ventual, comenzando por el Santísimo y la bufeta del óleo. Seguidamenteera supervisado todo lo demás: estado del edificio de la iglesia y sacristía,en general, así como su mobiliario, aseo, iluminación y adorno, altares unopor uno, imágenes, lienzos, relicarios, equipo (crucifijos, candelabros, lám-paras, etc.), ajuar de sacristía, joyas, ornamentos, inventarios, etc., levan-tando el secretario acta de todo, así como, en su caso, consignando las

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observaciones a cumplimentar. Esta parte de la visita concluía con unabreve ceremonia de culto al Santísimo, en que el visitador adoraba la Sagra-da Forma, en tanto las religiosas entonaban el Tamtun ergo.

Hecho esto, volvía a penetrarse en la clausura, para recorrer detenida-mente sus dependencias, y procurar que todo se hallase en la mayor seguri-dad “conforme a la honestidad del Monasterio”. Era visitada dependenciapor dependencia, mirando por la buena conservación de la fábrica y elestricto cumplimiento de la Regla por la comunidad. Se comprobaba enparticular el estado de los accesos al exterior, y su conveniente seguridad yvigilancia. Finalmente el visitador procedía al examen de los libros, y sobretodo el de cuentas generales, que en Santa Clara fueron aprobadas siempre,aunque insertando alguna vez observaciones más o menos críticas encami-nadas a la contención del gasto.

Entre 1788 y 1835 fueron practicadas 28 visitas, consignadas en el librocorrespondiente31. La primera en 12 de febrero de 1788 por el provincialDiego Molina, siendo abadesa doña Francisca Salinas. La última, en 23 deenero de 1832 por el también provincial José Maestre, durante la últimaprelatura de la madre Mª. Antonia Marín. La frecuencia aproximada fue portanto una por trienio. Los provinciales Ginés Navarro, Agustín José Alma-gro y Ginés Sáez practicaron dos en dos años consecutivos durante susgobiernos en 1794-1795, 1797-1798 y 1800-1801. Navarro, en un mandatoposterior, excepcionalmente realizó dos en un mismo año: marzo y sep-tiembre de 1807, si bien durante las prelaturas de abadesas diferentes. Porel contrario, entre noviembre de 1820 y febrero del 26 no son constatadasvisitas, como tampoco después de enero del 32 y hasta la exclaustración delclero regular masculino en 1835 (véase tabla 3).

Por lo general fueron meramente formularias, a juzgar por el rutinario einocuo contenido de las actas. Por excepción, el visitador Francisco Galle-go Torres en 1805, Ginés Navarro en sus dos visitas de 1807, Pedro Pina en1810 y Domingo Sánchez en 1819, dictarán reiteradamente normas para elpuntual seguimiento de la vida común, lo que indica que no era enteramen-te observada, y otros como Ginés Sáez en 1800, Pedro Blanes en 1827 yJosé Maestre en 1832, se esforzaron en introducir mejoras en el edificioconventual, así como otras de orden práctico y de funcionamiento.

Poco cabe añadir con referencia a las visitas de los obispos después de1835, una vez que les fuera transferida la jurisdicción sobre el monasterio,dado que las actas correspondientes no se han conservado, exceptuada la

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31 AMScM, Libro de Visitas. 1788-1832.

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que recoge la practicada por el mitrado Francisco Landeira en 1868 conocasión de la elección como abadesa de doña Mª. del Rosario Orenes, a quehago referencia por extenso más arriba.

Por otras fuentes consta que estas visitas fueron encomendadas al visita-dor de religiosas32. Entre sus competencias se incluía la supervisión de loslibros de cuentas, en los que eran anotados los ingresos por pensiones ylimosnas, y a partir de 1851 también las dotes de las profesas y las cortasrentas que el monasterio pudo allegar por conceptos diversos.

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32 Referencias a las mismas en diferentes expedientes del ADC, en particular en la Sec.Obispos. También en las preceptivas y periódicas visitas ad limina de los prelados de Carta-gena a Roma, personales o a través de representante, en cuyas Relaciones por escrito serefieren, entre otros apartados sobre la situación de la diócesis, a las comunidades religiosasfemeninas. ASV, Sacra Congregatio Concilii, 193A Carthaginen (in Spagna): Relationes adlimina, s. XVIII-XIX. Véase también IRIGOYEN LÓPEZ, A. y GARCÍA HOURCADE,J.J.: Visitas “ad limina” de la diócesis de Cartagena. 1589-1901. Universidad Católica deMurcia. Murcia. 2001.

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