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Estado, guerras internacionales e idearios políticos

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Estado, guerras internacionales e idearios políticos

en Iberoamérica

Carlos Alberto Patiño Villa Editor

EDITORIAL

Bogotá, D. C., abril de 2012

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© Universidad Nacional de Colombia© Editorial Universidad Nacional de Colombia© Carlos Alberto Patiño Villa Editor

Editorial Universidad Nacional de ColombiaMaría Belén Sáez de Ibarra

Directora

Comité editorialAlfonso Correa Motta

María Belén Sáez de Ibarra

Jaime Franky

Julián García González

Luis Eugenio Andrade Pérez

Salomón Kalmanovitz Krauter

Gustavo Silva Carrero

Primera edición, 2012

ISBN 978-958-761-151-9 (tapa dura)ISBN 978-958-761-152-6 (rústico)ISBN 978-958-761-153-3 (e-book)

Diseño de la Colección Obra SelectaMarco Aurelio Cárdenas

EdiciónEditorial Universidad Nacional de Colombia

[email protected]

www.editorial.unal.edu.co

Bogotá, D. C. Colombia 2012

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio

sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales

Impreso y hecho en Bogotá, D. C. Colombia

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia Estado, guerras internacionales e idearios políticos en Iberoamérica / ed. Carlos Patiño Villa. – Bogotá : Universidad Nacional de Colombia. Vicerrectoría Académica, 2012 276 p. : il. – (Colección obra selecta)

Incluye referencias bibliográficas ISBN : 978-958-761-151-9 (tapa dura). – ISBN : 978-958-761-152-6 (impresión bajo demanda). – ISBN : 978-958-761-153-3 (e-book)

1. Guerra y sociedad - América Latina 2. Estado 3. Violencia política 4. Relaciones internacionales 5. América Latina - Política y Gobierno I. Patiño Villa, Carlos Alberto, 1965- II. Serie CDD-21 303.66 / 2012

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Contenido

Introducción 11

Capítulo 1 Guerra y formación del Estado: un intento de releer a Tilly y Centeno desde Iberoamérica. Notas preliminares para una discusión a partir de la experiencia colombiana 17 Fernán E. González E.

Guerra y formación de Estados nacionales en Europa 18Guerra y Política: ciudadanía diferenciada 20La transición del gobierno indirecto al directo 22Hacia la civilidad 25Hacia la nacionalización de la vida 26El sistema internacional de Estados 28Militarización de los Estados del Tercer Mundo 30La evidencia contrafactual de España y Portugal 34¿Por qué las guerras no generan Estado en Iberoamérica? 36Las lecciones de Iberoamérica para la comprensión de la formación del Estado 41Guerras civiles y formación del Estado en el caso colombiano 44La aplicación del modelo en Iberoamérica 51Algunas ideas conclusivas 55Bibliografía 58

Capítulo 2 Las guerras de Independencia como guerras civiles: un replanteamiento del nacimiento de la modernidad política en Hispanoamérica 61 Tomás Pérez Vejo

Un problema histórico-político: guerra y configuración de los Estadosen Hispanoamérica 61¿Cómo convertir una guerra civil en guerra de independencia? 63¿Cómo convertir una guerra civil en revolución? 68Ni guerra de independencia ni revolución: guerra civil 81Bibliografía 87

Capítulo 3 La voluntad de orden: una genealogía histórica del pensamiento conservador iberoamericano 89 Francisco Colom González

Liberalismo, secularismo y construcción del Estado 92El tradicionalismo político español 95La sociedad como organismo 98El corporativismo autoritario 104Conclusiones 106Bibliografía 107

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Capítulo 4 La paradoja de la independencia de Brasil 109 Ángel Rivero Rodríguez

Bibliografía 122

Capítulo 5 Estado sin Estado de derecho: la reconstrucción autoritaria del Estado mexicano en el siglo XX 125 Jesús Rodríguez Zepeda

El discurso del Estado fuerte 125La interpretación materialista de la fortaleza del Estado 131Una concepción constitucional de la fortaleza del Estado 137Bibliografía 141

Capítulo 6 La fragua del Estado (o de cómo España ha sido, pese a todo, siempre Europa) 143 Pedro Rivas Nieto

A modo de introducción 143El punto de partida: aclaraciones pertinentes 145¿Por qué España es Europa? (¿y por qué su Estado también lo es?) 148Conclusiones 176Bibliografía 179

Capítulo 7 Guerras y conflictos civiles en la Primera República neogranadina 1810-1815 183 Ana Catalina Reyes

Introducción 1831810: soberanías en conflicto 186El mito del enfrentamiento entre federalistas y centralistas 189La disolución de la Primera República 191Bibliografía 193

Capítulo 8 Estado y guerras civiles en Colombia, 1839-1902 197 Luis Javier Ortiz

Introducción 197El Estado, perspectivas de análisis 198Las guerras civiles 1839-1902 199Guerras por la definición del sujeto político y por el surgimiento de los partidos políticos 201Guerras por el régimen federal y el papel de la Iglesia en la sociedad, 1859-1862, 1876-1877, 1885 212Guerras por la centralización y contra la exclusión 225Conclusiones 231Bibliografía 236

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Capítulo 9 Bicentenario de la excepcionalidad latinoamericana: la paradójica formación de los Estados modernos 241 Carlos Alberto Patiño Villa

Las guerras en el contexto latinoamericano 242La paz internacional, la guerra y la construcción del Estado 250Bibliografía 254

Índice temático 255

Índice onomástico 269

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Introducción

A partir del año 2010, en los diferentes países que conforman la América his-pana se ha comenzado a celebrar lo que algunos han denominado el bicente-nario de la Independencia. En diferentes países como Chile, México, Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia se ha dado lugar a muy diferentes celebraciones, con distintos niveles de compromiso institucional e incluso con diferentes alcan-ces discursivos y políticos. De hecho, parece existir una sensible diferencia con la celebración del centenario, en 1910, cuando en general predominó una exaltación de cierto carácter hispanista, marcada por una “reconciliación” con la “madre patria”, e incluso se hizo un fuerte énfasis en asuntos como los ele-mentos “civilizacionales” que unían a estos países con los de Europa, en los que se consideraba que habían surgido los elementos más importantes de la modernidad.

Cien años después, el ambiente político es un tanto distinto, empezando por el hecho de que si bien existe una retórica amplia de carácter afirmativo de cada Estado y de cada sociedad con las connotaciones internas respectivas, también existe una muy diversa posición política y cultural sobre lo que se considera la principal herencia de las independencias y del período colonial. De esta forma, mientras en algunos países se dio lugar la existencia de discur-sos anti-imperialistas fuertemente imbuidos de un discurso indigenista homo-geneizante, en otros países, como México, la celebración de la independencia se confundió con el centenario de la Revolución Mexicana, y en Chile, por el contrario, la celebración estuvo marcada por un esfuerzo político y diplomá-tico encaminado a modernizar gran parte de los servicios como salud, edu-cación y otros más, con base en un fuerte uso del concepto de “celebración” de la Independencia para conseguir que los socios comerciales y diplomáticos aportaran a la misma con donaciones y obras, las que en su mayoría fueron inauguradas por la presidenta Michelle Bachelet. En Colombia, la celebración del bicentenario tuvo una desteñida acción del Estado, y el grueso de las ce-lebraciones, conmemoraciones o actos de recuperación de la memoria fue de carácter académico.

Pero más allá de estas celebraciones y de las condiciones en las que se desarrolló, el período y la fecha marcan una oportunidad importante para

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iniciar una serie de análisis hasta ahora inéditos en la región: ¿cómo son los Estados que conforman la región de América Latina hoy?, ¿cuál es su evalua-ción estratégica, histórica y política como Estados?, ¿qué clase de institucio-nes han construido y qué reconocimiento y apoyo social tienen a su favor? Para empezar a responder esta preguntas hemos asumido diferentes caminos, pero todos con un elemento común: los Estados en América Latina parecen definirse por lo que se puede llamar la “paradoja latinoamericana”, es decir, muy pocas guerras internacionales registradas o en capacidad de emprender-se, pero una continua práctica de la violencia interna ante la cual los Estados se han mostrado incapaces de eliminarla o conducirla políticamente. Esta paradoja se complementa con una serie de características comunes: la mayo-ría de los Estados de la región no poseen un claro dominio de sus territorios, las instituciones se ven sometidas permanentemente a un cuestionamiento por sus incapacidades e ineptitudes. Incluso se puede preguntar si estas ca-racterísticas, vistas desde una perspectiva estratégica e institucional, se de-rivan de la forma en que aparecieron y se consolidaron a lo largo del siglo XIX: surgieron del producto de guerras civiles originadas tras la implosión de la Monarquía Católica, y en medio de esas guerras civiles el único marco político válido para la mayoría de las nuevas sociedades y Estados fueron las fronteras y las instituciones de la Colonia, que de hecho ya no podían ni tenían cómo responder a las exigencias de nuevas sociedades.

Estos puntos de vista, la necesidad de iniciar una descripción y análisis estratégico de los Estados y sus instituciones, e incluso de dar lugar al examen a su relación con la antigua metrópoli, llevan a la publicación de este libro que recoge las ponencias exploratorias y los debates iniciados por un grupo de investigadores inquietos por estos temas. Y como suele suceder en este tipo de aventuras intelectuales, el punto de partida está identificado, pero el de llegada aún no lo sabemos. Los puntos de vista, la calidad de las hipótesis y de las explicaciones —pero principalmente cómo se abren nuevos caminos de análisis que tienen, entre otras características, implicaciones políticas para los cambios contemporáneos— fueron discutidos durante un seminario desarrollado en dos fases en la Universidad Nacional de Colombia, en febrero de 2011. En la pri-mera fase se desarrolló un seminario con asistencia de profesores interesados

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en el debate, con estudiantes de diversas áreas e incluso con la asistencia de periodistas de diversos medios. En la segunda fase se desarrolló una discusión especializada en la que se evaluó la calidad y alcance de las hipótesis y de las explicaciones, y sobre todo las perspectivas de nuevos trabajos y debates.

Los capítulos que forman este libro son los siguientes: en el primero, Fernán González presenta los principales planteamientos teóricos e históricos sobre el papel de la guerra en la formación de los Estados modernos. Para esto utiliza dos trabajos fundamentales: por un lado, la obra de Charles Tilly, que muestra que el triunfo del Estado-nación como la principal forma de organi-zación política de la modernidad fue en gran parte el resultado de su mayor eficiencia en la movilización de hombres y recursos para la guerra. Y por el otro, el trabajo de Miguel Ángel Centeno, quien muestra que los Estados hispa-noamericanos, quizás con la excepción de Chile, se han caracterizado por una debilidad extrema y han sido incapaces no solo de hacer la guerra de manera eficiente sino también de ejercer funciones como el control del territorio, el monopolio de la violencia o la garantía de los derechos básicos de sus ciu-dadanos. La debilidad estatal hispanoamericana, según esta hipótesis, sería la causa, y a su vez consecuencia, del porqué los Estados latinoamericanos son incapaces de hacer la guerra. Las hipótesis de Tilly y Centeno permiten finali-zar el texto de Fernán González con una serie de notas preliminares que guían la discusión sobre el Estado moderno a partir de la experiencia colombiana.

En el segundo capítulo, Tomás Pérez Vejo no debate ni polemiza con las propuestas de Tilly y Centeno sino que, partiendo de ellas, propone la hipótesis de que el conflicto bélico que marcó el nacimiento de la modernidad política en los territorios de la Monarquía Católica no fue un conflicto internacional, españoles contra americanos, menos de españoles contra argentinos, perua-nos, mexicanos, etc., sino una guerra civil, americanos contra americanos, iniciada en 1808 y terminada en algún momento de mediados del siglo XIX, con fechas distintas para los diferentes países. Esto explicaría el hecho de que esta especie de guerra fundacional no solo no fortaleciera a los nuevos Estados sino que más bien los debilitara.

En la tercera parte, Francisco Colom González aborda la evolución ideo-lógica del tradicionalismo español a partir de las claves sociales y teóricas

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que configuraron su imaginario político y de su inserción en el espectro más amplio de los movimientos conservadores europeos. Este conservadurismo fue una de las posiciones dominantes durante la organización del Estado moderno español y tuvo amplia incidencia en el mantenimiento de fueros y poderes políticos legados desde el Antiguo Régimen. Comprender las ideas del tradi-cionalismo español es de suma importancia para la historia latinoamericana, pues diversos de sus rasgos fueron importados y se reflejaron en las disputas políticas y sociales de los nuevos Estados durante el siglo XIX, incluso algunos de esos rasgos fueron convirtiéndose en instrumentos de resistencia política.

En el cuarto capítulo, Ángel Rivero explica el proceso de independencia de Brasil, que tuvo un desarrollo diferente al de los países vecinos que surgieron con el colapso de la Monarquía Católica. Para Rivero, la verdadera paradoja de Brasil radica en que su unidad estuvo avalada por la potencia internacio-nal hegemónica —Gran Bretaña— y que fue resultado no de la ruptura con la monarquía, sino producto de la monarquía de los Bragança. Estos hechos explican la permanencia de Brasil en sus límites coloniales en el momento de la Independencia. En este contexto, Rivero intenta responder en su texto: ¿se puede hablar de independencia cuando no hay ruptura sino continuidad?, ¿por qué nos resulta paradójica la historia del Brasil frente a sus vecinos?, ¿dónde está la normalidad en la formación de estos Estados y dónde la anomalía?

En la quinta parte, Jesús Rodríguez Zepeda realiza una interpretación política acerca del lento proceso de contracción del Estado mexicano en el siglo XX. Su hipótesis es que el Estado posrevolucionario ha estructurado un perfil político orientado hacia un modelo de corte autoritario. Esta forma de autocracia parece ser la forma política que mejor conviene para explicar la forma organizacional que tomó la política mexicana tras la experiencia revo-lucionaria. Esta figura conceptual permite explicar el distanciamiento del ré-gimen político mexicano del siglo XX de las características institucionales de un régimen democrático estándar, además del protagonismo de la estructura gubernamental en la construcción del orden social vigente.

En el sexto capítulo, Pedro Rivas indaga sobre la posición de España en la historia del mundo: ¿son españoles, europeos o universales?, ¿o las tres? No en vano España no sólo es europea, sino que probablemente es el único país

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europeo que ha decidido ser europeo y occidental. Mientras que otros países europeos lo son porque la historia les ha llevado irremisiblemente a serlo, España optó por serlo. De ahí que España incluso intensifique lo europeo al obligarse a encaminarse a ese destino tras ocho siglos de influencia musulma-na y árabe, que podrían haberle llevado a una situación histórica distinta. Esta subversiva razón, que contradice la tesis integracionista de las tres culturas de Américo Castro, es el punto central de este artículo.

En la séptima parte, Ana Catalina Reyes propone un nuevo enfoque de análisis histórico sobre los conflictos del período que permitieron la crea-ción del Estado que emerge en la Nueva Granada en 1810. La revalorización de estos conflictos permite avanzar en la comprensión del difícil camino de construcción de Estado y nuevos sentidos de nación a partir de una sociedad colonial barroca. La profesora Reyes no se concentra únicamente en la Prime-ra República. Por el contrario, amplía el horizonte y se remite a la sociedad del tardío colonial, en donde se encuentran los antecedentes necesarios para entender la importancia de los acontecimientos políticos y militares que ini-ciaron en 1808. Igualmente, este capítulo es una invitación a abandonar los mitos historiográficos del siglo XIX que se concentran en las gestas emanci-padoras y en luchas revolucionarias que conducen al surgimiento del nuevo Estado nacional.

En el octavo capítulo, Luis Javier Ortiz se hace una pregunta central: ¿en qué medida las guerras civiles fueron o no constructoras del Estado colombia-no durante el siglo XIX? Para responder a este interrogante, el autor describe los principales conflictos de esta centuria (como la Guerra de los Supremos y la Guerra de los Mil Días) exponiendo las motivaciones políticas y sociales que las generaron, sus implicaciones para el sistema político y sus alcances para la construcción de la nación y el Estado colombiano. El autor separa las guerras en tres grupos. En el primero se encuentran las que se dieron por la definición del sujeto político y por el surgimiento de los partidos políticos; en el segundo, las que se iniciaron por el régimen federal y el papel de la Iglesia en la socie-dad; y en el tercero se clasifican los conflictos motivados por la centralización y contra la exclusión.

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En la última parte, y siguiendo las líneas teóricas de Charles Tilly y Mi-guel Ángel Centeno, Carlos Alberto Patiño Villa identifica la profunda am-bigüedad en la que se han construido los Estados latinoamericanos: de una parte se observa el mantenimiento de una “larga paz latinoamericana”, pero de otro lado experimentan una continua acción de la violencia colectiva. Para determinar las causas de esta paradójica formación, este artículo señala las principales diferencias en la formación de los Estados de América Latina, en el marco de la concepción clásica de la formación del Estado moderno europeo. De esta forma, se establece que, en general, en los países latinoamericanos el cobro de impuestos ha sido deficiente, no se han construido sistemas burocrá-ticos eficientes, no se ha logrado el control real de los territorios, el monopolio de la violencia ha sido parcial y no han existido proyectos políticos definidos y unificados.

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Capítulo 1

Guerra y formación del Estado: un intento de releer a Tilly y Centeno desde Iberoamérica. Notas preliminares para una discusión a partir de la experiencia colombiana

Fernán E. González G.1

En primer lugar, quiero agradecer la oportunidad que me brindan los orga-nizadores de este seminario para dialogar sobre el acercamiento de nuestras investigaciones a los temas centrales de la reflexión de Charles Tilly (1985, 1992, 1993 y 2003); además, por la posibilidad de explorar una comparación de la relación que él plantea entre coerción y capital en la formación de los Estados europeos con los procesos de formación estatal en los países del Tercer Mundo, en especial de Iberoamérica, y particularmente de Colombia. Dicha comparación mostraría las consecuencias internas de adoptar formas externas del Estado nacional en países donde no se daba la combinación exitosa de coerción y capital que llevó a los Estados nacionales de Francia e Inglaterra a imponer su modelo. Estas consecuencias tienen que ver con las negociaciones que los débiles poderes centrales debían emprender con los poderes regionales y locales previamente existentes, y con las acciones colectivas en condicio-nes de exigua nacionalización de la política. Esto permitiría comprender me-jor el funcionamiento de las organizaciones estatales y de las movilizaciones sociales en países donde siguen predominando concentraciones de capital o coerción.

En segundo lugar, quiero subrayar el carácter necesariamente preliminar de estas reflexiones, que son solo la expresión en voz alta de pensamientos y

1 Candidato a Ph. D. en Historia de América Latina de la University of California, Berkeley (1982). Se ha desempeñado como profesor de varias universidades del país, director del Cen-tro de Investigación y Educación Popular (Cinep); es el actual director de Odecofi (Observa-torio colombiano para el desarrollo integral, la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional en regiones fuertemente afectadas por el conflicto armado).

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análisis en proceso. En ese sentido, habría que pensar en un diálogo adicional con los trabajos de Miguel Ángel Centeno, que discuten la relación entre las pocas guerras entre naciones que se han presentado en América del Sur y la formación de los Estados de estos países, para insinuar que el poco desarrollo previo de sus instituciones estatales limitaban sus capacidades bélicas: los Estados limitados producen guerras limitadas.

Guerra y formación de Estados nacionales en Europa

Para iniciar esta reflexión conviene recordar, sucintamente, los planteamientos fundamentales del libro principal de Tilly, basado en su pregunta sobre por qué convergen los Estados europeos en torno al modelo de Estado nacional desde puntos de partida muy diferentes y por qué se expande ese modelo hasta configurar el actual sistema de Estados que rige casi universalmente. Para res-ponder a estos dos interrogantes, Tilly realiza un estudio comparado de las dis-tintas maneras y grados de combinación de las categorías de coerción y capital en los territorios que hoy componen a Europa. Esta comparación le permite concluir que el progresivo aumento de la complejidad y los costos de las gue-rras entre esos países hizo que los Estados que él caracteriza como de “coerción capitalizada” fueran imponiéndose militarmente a los Estados caracterizados por la sola “coerción” o el mero “capital”. Esta superioridad militar obedecía, básicamente, a la capacidad de estos países para reclutar ejércitos permanen-tes entre los pobladores de sus propias naciones y extraer suficientes recursos económicos para equiparlos y mantenerlos gracias al fácil acceso a los tributos y préstamos que proporcionaban las economías altamente comercializadas.

La originalidad de sus análisis reside en mostrar la relación de estos pro-cesos de combinación entre capital y coerción, desatados por los esfuerzos de preparación para la guerra, con la creación de organizaciones estatales como producto secundario e impremeditado de la guerra y su preparación. Las diferentes coaliciones de clase limitaban las posibilidades de acción de los gobernantes, porque las regiones con predominio temprano de ciudades, economías comercializadas y capitalistas produjeron variantes de Estado dife-rentes de aquellas caracterizadas por el predominio de grandes terratenientes y nobles guerreros en territorios poco comercializados y con pocas ciudades. Según Tilly, el modelo exitoso fue el de los Estados nacionales que mezclaban ambas cosas: grandes poblaciones susceptibles de ser reclutadas como solda-dos y grandes capitales que garantizaban el equipamiento y sostenimiento de los ejércitos con tributos y préstamos. Y los esfuerzos organizativos de prepa-ración para la guerra, como el reclutamiento de hombres, la consecución de armamentos, alimentos y vivienda, fueron creando la estructura organizativa central del Estado para el reclutamiento y el mantenimiento de los ejércitos, junto con mecanismos representativos de los que poseían hombres y dinero, que fueron el resultado de las negociaciones y compensaciones con los funcio-narios estatales, cuyo poder era equilibrado por esos mecanismos.

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La superioridad militar así alcanzada hizo que los demás Estados se so-metieran a la hegemonía de los Estados de Francia, Gran Bretaña y Prusia-Brandeburgo por su capacidad de reclutar soldados de su propia población y de obtener recursos para equiparlos y mantenerlos. Los crecientes costos y alcance de las guerras fueron obligando a superar a los ejércitos de mer-cenarios de las ciudades-Estado (como Génova, Ragusa y Florencia), de las confederaciones de ciudades como los Países Bajos y las ciudades-imperios marítimos (como Venecia y Portugal) y los imperios territoriales (como los dominios de los Habsburgo y Polonia). Estos ejércitos habían superado, a su vez, a los ejércitos reclutados entre las clientelas de los nobles y de los reyes y las milicias urbanas de los municipios, que eran financiados por los tributos y rentas personales que percibían los reyes.

Esta superioridad de los Estados nacionales sobre ciudades-Estado e im-perios no fue clara inicialmente, pero la creciente escala bélica y el sistema europeo de Estados, con su interacción comercial, militar y diplomática, ter-minaron por otorgar superioridad bélica a los Estados capaces de mantener ejércitos permanentes: esos Estados tenían acceso a la combinación de grandes poblaciones rurales, capitalistas y economías relativamente comercializadas, que permitían crear una amplia base social y acceder a créditos a largo pla-zo. Así, Prusia, Francia y Gran Bretaña unieron la cooptación de nobles y comerciantes, crearon ejércitos y armadas permanentes y masivos, con una burocracia central.

Estos ejércitos permanentes de pobladores del propio territorio se mos-traron superiores a los mercenarios de los imperios, ciudades-Estado y federa-ciones de ciudades. Las obligaciones puramente contractuales de esas tropas tenían los riesgos de falta de celo y poca confiabilidad cuando estaban mal pagados o los pagos se retrasaban; o de dedicarse al botín y a la rapiña cuando no estaban vigilados desde cerca; o al bandidaje, disturbios, rebeliones o moti-nes cuando eran desmovilizados. Incluso, sus jefes podían llegar a convertirse en rivales políticos de los gobernantes que los contrataban. En las guerras del siglo XVI y XVII, el botín podía complementar pero no bastaba para el autosostenimiento del ejército. En cambio, los ciudadanos, capitaneados por sus propios dirigentes, luchaban mejor que los mercenarios y eran más bara-tos y confiables. Pero, entre otras cosas, de manera paradójica, los ejércitos mercenarios crearon las condiciones que permitieron su eliminación al haber logrado incrementar el poder de los soberanos sobre sus poblaciones acabando con el peligro latente de sublevación que había hecho políticamente riesgoso el reclutamiento de la propia población hasta antes de la Revolución france-sa. A estas condiciones favorables se añadían los aumentos crecientes de los costos de la guerra, que superaban las posibilidades de los Estados pequeños, junto con las posibilidades alternativas de ocupación laboral que la expansión de la industria rural del siglo XVIII representaba a la exportación de soldados mercenarios y criados domésticos.

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Guerra y Política: ciudadanía diferenciada El cambio político producido por la movilización masiva de la población para las guerras de la Francia revolucionaria y el Imperio napoleónico significa-ba la puesta en armas de la nación para la defensa de la patria: la guerra se convierte así en asunto del pueblo, lo que la vuelve prácticamente ilimitada. Esto se concretaba en el reclutamiento general y el aumento de la extracción tributaria y extractiva del Estado. Pero tenía como contracara la ampliación de las exigencias de las poblaciones al Estado, que lo hacían tanto vulnerable frente a la resistencia popular como responsable ante las demandas populares. Así que el esfuerzo bélico terminó produciendo, como resultado secundario, la modificación sustancial de la relación entre guerra y política al obligar a los funcionarios estatales a negociar con las clases subordinadas y crear nuevas estructuras de oportunidad para su acción colectiva.

Desde la perspectiva a corto plazo de la gente común, lo que nosotros, en cómoda mirada retrospectiva, denominamos “formación del Estado” suponía el hostigamiento de campesinos y artesanos pobres por parte de despiadados arrendadores de impuestos, la venta forzada de anima-les, que habrían servido para la dote, con el fin de pagar los impuestos, el encarcelamiento de jefes locales como rehenes hasta que la comuni-dad local entregara los impuestos atrasados, el ahorcamiento de otros que se atrevían a protestar, el permitir que cayeran brutales soldados sobre la inerme población civil, la conscripción de jóvenes que eran la mayor esperanza de confort para sus padres en la vejez, la adquisición forzada de sal contaminada, la elevación de arrogantes propietarios locales a los puestos del Estado y la imposición de obediencia religiosa en nombre del orden y la moral pública (Tilly, 1992: 152-153).

Obviamente, esta resistencia variaba según el tipo de economía que pre-valecía en cada región: los Estados intensivos en coerción conseguían sus re-cursos mediante requisas y conscripción directas de la población, para lo cual otorgaban amplios poderes a terratenientes y jefes locales y obtenían algunos pocos ingresos de alcabalas y aduanas, dada la poca comercialización de la economía. En cambio, en las regiones intensivas en capital, los capitalistas y las organizaciones municipales limitaban a los gobernantes pero facilitaban el cobro de impuestos y el acceso al crédito. Y en una situación intermedia, en las regiones que Tilly (1992) caracteriza como de “coerción capitalizada”, los gobernantes dependían de la aquiescencia de terratenientes, pero lograban obtener rentas de la tierra y del capital. Por esas diferencias, sostiene el autor, las instituciones estatales, especialmente las tributarias, terminaron reflejando “la estructura de clases de la sociedad” mediante la interacción constante con la población en sus luchas y negociaciones: así, el dominio de terratenientes produjo estructuras estatales diferentes de las configuradas en regiones con-troladas por comerciantes capitalistas.

Frente a la resistencia o rebeldía de la población, los soberanos envia-ban inicialmente sus tropas y ejercían algunos castigos ejemplares como la horca de algún caudillo rebelde o la prisión de algún rico o prominente per-

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sonaje, pero terminaban por negociar con las poblaciones, razonando con los parlamentos, sobornando a los funcionarios de las ciudades con exenciones fiscales, confirmando los privilegios de los gremios a cambio de préstamos y ofreciendo mejorar la estimación de los impuestos a cambio de la disposición de pagar. Esas negociaciones, a pesar de ser siempre asimétricas (“cañones contra estacas”) crearon o confirmaron derechos individuales y colectivos, que reconocían obligaciones del Estado frente a las demandas de los ciudadanos. Incluso la represión violenta de las revueltas implicaba acuerdos con quienes colaboraban con la pacificación y estaba acompañada de la afirmación pú-blica de los medios pacíficos mediante los que se podía legítimamente buscar enmendar injusticias y errores cometidos por el Estado (recurso, juicio, repre-sentación de asambleas locales). Por eso, concluye Tilly (1992), el núcleo de lo que hoy llamamos ciudadanía es el resultado de “múltiples acuerdos configu-rados por gobernantes y gobernados en el transcurso de sus luchas en torno a los medios para la acción del Estado, en especial de la guerra” (157).

Pero esas negociaciones no producían resultados homogéneos, porque las diferentes situaciones de las poblaciones se reflejaban en los acuerdos conse-guidos, en la estructura fiscal y en los mecanismos de la coerción estatal, lo mismo que en las instituciones que representaban a los pobladores. En algunas regiones como Ámsterdam y Barcelona, los acuerdos llevaban a la incorpora-ción de las organizaciones preexistentes a la expansión estatal en la estructura de los gobiernos como instituciones representativas. En cambio, en Estados más grandes, la negociación con los magnates y sus clientelas llevó a la con-firmación de sus privilegios a cambio de su apoyo y a la creación de institu-ciones representativas no existentes previamente, como el Parlamento inglés.

En cambio, en los Estados caracterizados por la concentración de la coer-ción, las coaliciones de señores territoriales frente a enemigos comunes y sus luchas internas por la hegemonía terminaron por conceder al señor más po-deroso el control de la tierra y de sus hombres a cambio de su ayuda militar, dejando poco espacio a la burguesía capitalista de las pocas ciudades. Pero este proceso presentaba importantes diferencias: en algunas zonas como Polonia y Hungría, los nobles guerreros conservaban incluso el poder de deponer al mo-narca; en cambio, en otras como Suecia y Rusia, el monarca lograba imponer su preeminencia y construir una burocracia de Estado, pero otorgando grandes privilegios a nobleza y clero, que quedaban obligados al servicio de Estado. Finalmente, en el caso más interesante para nosotros, en regiones como Si-cilia y Castilla, la nobleza, cuyos miembros más ricos vivían en la capital a costa de sus ingresos obtenidos en sus posesiones y de las rentas del Estado, coexistía con una burocracia estatal que había penetrado en las provincias, que se apoyaba en la coerción de la nobleza y el clero locales para su control y tributación (Tilly, 1992: 214). En este caso, que preludia nuestro concepto de presencia diferenciada del Estado, los poderes locales siguieron ejerciendo la coerción en sus dominios pero negociando la creación de una burocracia y ejército nacionales a cambio de mantener sus privilegios. Este estilo indirecto de gobierno fue siendo superado por una dominación menos mediada por los poderes locales y regionales.

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La transición del gobierno indirecto al directoEste crecimiento de las actividades estatales como efecto de la nacionaliza-ción del poder militar trajo, según nuestro autor, otra consecuencia política de gran trascendencia: la institución del gobierno directo, caracterizado por la intervención no mediatizada del Estado en la vida de las comunidades locales, familias y empresas productivas. Antes del siglo XVII, el poder se ejercía me-diante el gobierno relativamente directo de pequeños principados, ciudades-Estado y obispados autónomos o, en los Estados mayores, por alguna forma de gobierno indirecto mediante la cooptación de los poderosos locales, cuyos privilegios eran confirmados, pero sin ser incorporados directamente al apara-to del Estado. El problema de este estilo de gobierno era que los intermediarios, aunque garantizaban el recaudo de los tributos y la docilidad de la población, gozaban de suficiente autonomía para obstaculizar demandas del Estado que no les convenían y beneficiarse del ejercicio delegado del poder del Estado. Obviamente, esto planteaba serios límites a recursos que los gobernantes po-dían extraer, pues los intermediarios podrían tener interés en impedir extrac-ción y llegar a veces a aliarse a la resistencia del pueblo llano. De ahí el interés de los gobernantes en minar el poder autónomo de los intermediarios y buscar coaliciones con segmentos importantes de la población subordinada.

Este estilo de gobierno indirecto caracterizó el estilo musulmán de do-minio de España, pero el ejemplo más claro es, según Tilly (1992), el caso del Imperio otomano, en el que los sultanes delegaban a sus guerreros el recaudo de sus impuestos y la administración civil a cambio de rentas propias, pero sin el derecho a enajenar la tierra y a transmitirlas a sus herederos. En Prusia, los junkers eran simultáneamente terratenientes, jueces, jefes militares y por-tavoces de la Corona; en Inglaterra, la gentry, nobleza y clero se repartían la administración local fuera de la capital.

Pero el gobierno indirecto tenía sus inconvenientes para súbditos y sobe-ranos: la rapacidad de los intermediarios suscitaba a veces la resistencia de los súbditos y su relativa autonomía regional mitigaba los efectos de la expansión del Estado sobre la organización social y la riqueza de los pobladores. Esta resistencia aumentaba cuando decaía el poder central, lo que producía mayor control y abusos de los terratenientes sobre la población local. Por otra par-te, la explotación de los intermediarios hacía atractiva la alianza con el rey distante y sus representantes, a cuyos tribunales se podía apelar frente a los abusos, pero la destrucción de la intermediación dejaba, por lo general, a los pobladores más expuestos a las exigencias bélicas del Estado.

Las limitaciones del estilo indirecto de gobierno para la organización y mantenimiento de ejércitos permanentes hicieron evidente la necesidad de pasar al gobierno directo para prescindir de los intermediarios y poder crear administraciones militares estables. Obviamente, esta reorganización militar implicaba mayores costos: los ejércitos de mercenarios no tenían pensión de retiro ni de incapacidad, mientras que los ejércitos permanentes tenían que responder por el retiro y la incapacidad de sus veteranos y otorgar beneficios a familiares de soldados muertos y heridos. Lo mismo que por el mantenimien-

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to de las guarniciones internas, la provisión de alimentos, vivienda, salud y educación para los soldados. En suma, la reorganización militar introdujo ex-pansión de actividad estatal en esferas locales y privadas, junto con las nece-sidades de cooptación de la población y de penetración estatal en la sociedad.

El ejemplo clásico es el de Francia, donde la Ilustración había iniciado ya la transición al gobierno directo, pero cuyos avances más notables se dieron con la Revolución y el Imperio. Antes de 1789, el Estado francés gobernaba in-directamente en el nivel local, mediante sacerdotes y nobles, pero la necesidad de fondos para pagar las deudas de la guerra de independencia norteamericana fue el detonante de la revolución: la coalición antigubernamental de los Parla-mentos evolucionó hacia la participación popular, impulsada por los reclamos de la población por su situación social. La radicalización de la confrontación reflejaba un ajuste atrasado de cuentas, dirigido en buena parte por la bur-guesía, que se confrontaba con los grupos cuya supervivencia dependía más directamente del Estado (nobles, empleados públicos y alto clero). En el nivel municipal, la revolución significaba la transferencia del poder a los enemigos de los antiguos intermediarios (nobles, funcionarios señoriales, empleados ve-nales, clero y oligarquías municipales), que fueron desplazados del poder por abogados, funcionarios y otros burgueses, coaliciones de patriotas basadas en milicias, clubes y comités revolucionarios, ligadas a activistas parisinos.

Pero en términos administrativos, la Revolución modificó las relaciones entre capital y localidades, que sufrieron la pérdida de libertades ancestrales de aldeas alpinas. Los revolucionarios parisinos fueron respondiendo al desa-fío de gobernar sin intermediarios ensayando diferentes experimentos como los comités revolucionarios y las milicias ciudadanas, que difícilmente podían ser controlados desde el centro. Y terminaron reconfigurando el mapa admi-nistrativo de Francia con un sistema de departamentos, distritos, cantones y comunas a los que se enviaban representantes encargados de promover la reorganización administrativa. Esta reorganización alteraba las relaciones so-ciales y políticas entre las ciudades, que quedaban en el mismo nivel, y pasaba por encima de la desigual distribución espacial de ciudades, comerciantes y capital.

Esto explica que la reacción federalizante de grandes centros mercanti-les (como Marsella, Burdeos, Lyon y Caen) haya producido la respuesta cen-tralizante de los revolucionarios jacobinos, que improvisaron tres sistemas paralelos de gobierno directo: comités y milicias, una jerarquía geográfica-mente definida de funcionarios y representantes por elección y comisionados itinerantes del gobierno central. Los tres se apoyaban en redes personales ya existentes de abogados, comerciantes y profesionales. Luego fueron haciendo rutinario el control y la contención de la acción independiente de los entu-siastas locales, eliminando gradualmente comités y milicias por cooptación y represión.

En otras regiones, que experimentaron transiciones más moderadas, la resistencia fue menos radical, en especial en las zonas donde el capitalismo agrícola había avanzado desde antes: allí los grandes agricultores, vistos

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inicialmente con desconfianza por las autoridades nacionales, recuperaron parte de su influencia en los puestos públicos, que habían perdido bajo el Terror y el Directorio, al entrar a hacer parte de los aliados de la burguesía. Pero en otras como en el Loira, se presentaron luchas intensas frente a la eliminación de los antiguos intermediarios locales, agravada por la torpeza administrativa de los nuevos dirigentes, especialmente en el descuido del abastecimiento alimentario, arbitrariedad y crueldad. En las regiones rurales poco comercializadas, el problema residía en que los nuevos administradores revolucionarios carecían de aliados burgueses locales: por esto, terminaron enfrentados a los antiguos intermediarios, que todavía contaban con muchos partidarios.

Estos cambios afectaron los sistemas fiscales, judiciales y obras públicas: uno de los cambios más importantes se produjo en la policía, casi inexistente fuera de París bajo el Antiguo Régimen y de carácter predominantemen-te reactivo frente a sublevaciones y delitos, que asume ahora una actitud más proactiva, encaminada a prevenir crímenes y evitar acciones colecti-vas peligrosas del pueblo. El Directorio concentró la vigilancia y el control de la población —que había quedado en manos de los comités populares, guardias nacionales y tribunales revolucionarios cuando se disolvieron las fuerzas policiales del Antiguo Régimen— en una organización centralizada: el Ministerio de Policía de Joseph Fouché (1799), que abarcaba toda Francia y los territorios conquistados.

Estos problemas y cambios, afirma Tilly (1992), muestran cómo la histo-ria local de la revolución obliga a superar la imagen tradicional de un pue-blo unitario que aplaudía reformas largamente esperadas al hacer evidente la resistencia popular a muchas de ellas y la necesidad del esfuerzo de los líderes revolucionarios para imponerlas, a veces a la fuerza. Generalmente, esa resistencia era indirecta por medio de la evasión, ocultación y sabotaje y solo se presentó rebelión abierta en las regiones donde los quiebres (clea-vages) eran profundos, como muestra la geografía de las ejecuciones bajo el Terror. Sin embargo, la regiones opuestas, especialmente en el occidente, terminaron por adaptarse a la experiencia del resto de Francia: las redes de burgueses fueron creando conexiones alternativas entre el Estado y las co-munidades al ir conteniendo o suprimiendo a sus turbulentos compañeros de la intensa movilización popular (clubes, milicias y comités), al tiempo que se iba elaborando, con tanteos, errores y luchas, un sistema de gobierno que llegaba directamente a las comunidades con administradores bajo el control jerárquico de sus superiores.

Estos cambios hacia el gobierno directo se vieron impulsados por las necesidades de la guerra, que obligaba a mayores exigencias de hombres e impuestos: precisamente, los gastos de la guerra de independencia norteameri-cana fueron la causa de la convocatoria de los Estados generales que desembo-có en la revolución; lo mismo ocurrió con la guerra contra Austria en 1792. La resistencia al reclutamiento general y al aumento de impuestos produjo mayo-res controles centralizados, que encontró mayor resistencia e incluso intentos

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de contrarrevolución por la eliminación de antiguas jurisdicciones territoriales (antiguas parroquias agrupadas en comunas), la abolición de diezmos y dere-chos feudales, la disolución de corporaciones y sus privilegios, la imposición de un sistema administrativo y electoral construido de arriba abajo, la amplia-ción y estandarización de la contribución, la requisa de propiedades de nobles emigrados e Iglesia, la disolución de órdenes monásticas, el sometimiento del clero al Estado con juramento de defensa de la nueva Iglesia nacional, la conscripción generalizada de jóvenes y la exclusión de nobles y sacerdotes del ejercicio automático del poder local.

Estas transformaciones revolucionarias, construidas gradualmente por ensayo y error, terminaron por suministrar un modelo centralizado de go-bierno directo que Francia impuso en los territorios conquistados. Incluso, de manera paradójica, muchos Estados alemanes adoptaron programas se-mejantes de centralización y penetración de políticas para su lucha contra el Imperio napoleónico. Y cuando cayeron los Estados marionetas de Napoleón, la reorganización administrativa de corte francés dejó fuerte impronta en las futuras Bélgica e Italia. Así, el sistema de gobierno directo sobrevivió a la re-volución y al Imperio en Francia y en otros lugares. Europa viró masivamente hacia gobierno directo centralizado, con un mínimo de representación de la población afectada.

Hacia la civilidad La especialización militar, iniciada con el reclutamiento masivo de 1789 en Francia y generalizado en Europa hacia 1850, trajo consigo, de manera para-dójica, la expansión no militar del Estado: los ejércitos fueron pasando de una posición dominante y parcialmente autónoma a una posición más subordinada en la estructura del Estado, bajo autoridad civil. La nacionalización del ejército y la necesaria negociación con la población para su mantenimiento implica-ba una invasión del Estado en las relaciones sociales cotidianas. Y un mayor control policivo sobre potenciales enemigos internos para prevenir eventuales movimientos contra la autoridad del Estado o intereses de sus clientelas, que suponía una enorme penetración de la policía en las comunidades locales.

A partir de 1850, los gobiernos fueron pasando a ser dominados por bu-rocracias y legislaturas civiles, que se convirtieron en un muro de contención para el poder político de los militares: la generalización del servicio militar obligatorio para todas las clases sociales y la ideología del profesionalismo militar restringía las posibilidades de participación de mandos militares en el gobierno civil, lo mismo que las de gobierno militar directo o de un golpe de Estado. Esta tendencia se evidencia en la pérdida de la importancia relativa del gasto militar y el aumento de las exigencias paralelas de la economía civil: la proporción entre el personal militar y el total de la población se esta-biliza mientras aumenta la proporción del resto de los funcionarios; el gasto no militar del Estado y la producción aumentan más que el gasto militar. Todo esto aconfluyendo en la separación de los militares del poder político y en su mayor dependencia frente a los funcionarios civiles: ellos, aunque

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no lograron contener el aumento del gasto militar y la aparición de guerras generales cada vez más destructivas, pudieron contener el poder militar hasta un grado inimaginable para un observador europeo del 900 o de 1490.

Y, más adelante, cuando las necesidades de la acción bélica hicieron necesaria la intervención estatal en la extracción de recursos y protección de aliados, el Estado debió asumir las funciones de arbitraje y distribución de los recursos, como en el caso de la seguridad alimentaria de las ciudades. Lue-go el Estado tuvo que intervenir en la producción cuando las demandas de obreros e intelectuales obligaron a ejercer algún control sobre los capitalistas para la corrección de los desequilibrios y escaseces locales. Las exigencias de los ciudadanos en materia de protección, arbitraje, producción y distribución obligaron a las legislaturas nacionales a ampliar su competencia más allá de la aprobación de impuestos para convertirse en destinatarias de peticiones de grupos organizados, en cuyos intereses incidía o podía incidir el Estado. Los Estados hicieron suyas o respondieron esas demandas, empleando a sus funcionarios en planes de seguros sociales, pensiones para veteranos, educa-ción y viviendas.

Todo esto significó aumentos presupuestales y mayor burocracia civil. Lo mismo que la necesidad de inspección de los conflictos laborales y condi-ciones de trabajo y de creación de sistemas regulados de educación nacional, de asistencia a pobres e incapacitados. Junto con esa intervención social, la necesidad de impulsar y proteger la producción llevó a los Estados a crear líneas de comunicación, infraestructura de transporte, aranceles aduaneros para proteger industrias nacionales. Para Tilly (1992), este proceso de ex-tensión del predominio estatal “en ciertos aspectos, no se ha interrumpido todavía” (173). Esta expansión estatal en la vida cotidiana tiene como contra-partida las transformaciones de la acción popular colectiva: según el autor, la formación del Estado influye en los ritmos y el carácter de la acción colectiva de acuerdo con “la estructura de oportunidades”. En las etapas iniciales del proceso, las exigencias estatales de dinero y hombres producían la resistencia de las poblaciones contra los funcionarios locales ligados al Estado, además de la expulsión de los recaudadores de impuestos, ataques a los arrendadores de impuestos, encubrimiento de los jóvenes reclutables y oposición al inven-tario de bienes. En cambio, cuando los Estados se nacionalizan y especializan sus actividades, la acción popular se hace nacional y más autónoma porque la política del Estado incide más directamente en la vida cotidiana: obreros, campesinos y pueblo llano se unen para presentar sus demandas al Estado y se configuran los partidos políticos, los movimientos sociales nacionales y las políticas de carácter popular. Por eso, Tilly concluye que “la guerra no solo impulsó el sistema de Estados, sino también la distribución del poder en el Estado” (273-274).

Hacia la nacionalización de la vida Esta ampliación del dominio estatal se veía fortalecida por las tendencias de la nacionalización de la política, que hacían depender el bienestar, la cultura

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y la rutina diaria europea de sus Estados. Además, Tilly (1992) señala que este viraje hacia el gobierno directo estaba acompañado por el intento de homoge-nización cultural de la población: antes se consideraba que la homogeneidad lingüística, religiosa e ideológica representaba el riesgo de servir de base a la posibilidad de un frente común que neutralizara la política de los soberanos de “dividir para reinar”. Pero ahora se enfatizaban más sus posibles ventajas: facilitaba una mayor identificación de la gente común con sus autoridades, especialmente en la lucha contra el enemigo externo; permitía una comunica-ción más eficiente y facilitaba la réplica de las innovaciones administrativas exitosas. Para crear esa unidad cultural, los Estados acudieron primeramente a la unificación religiosa como instrumento de gobierno: España ofreció a musulmanes y judíos la opción entre conversión y emigración, que dio como resultado la diáspora comercial de sefardíes en toda Europa; la Reforma pro-testante fue una oportunidad para la homogenización de naciones frente a los grandes imperios y la cooptación del clero y su aparato administrativo al servicio de la Corona: Suecia deposita parte de administración pública en pas-tores luteranos, mientras que Enrique VIII crea la Iglesia anglicana.

Esta tendencia hacia la homogenización se vio reforzada luego por la imposición y unificación de idiomas nacionales, la creación de sistemas na-cionales de educación, la nacionalización del servicio militar nacional y la vigilancia y limitación de derechos de forasteros. Se buscaba así homogenizar la vida dentro de los Estados y hacer resaltar la heterogeneidad entre Estados mediante la creación de símbolos nacionales y la organización de mercados nacionales. La misma experiencia de la guerra era homogeneizante de la gue-rra, porque soldados y marinos representaban a la totalidad de la nación y la sociedad civil nacional soportaba privaciones y responsabilidades comunes frente al enemigo. Además, se subrayaban los elementos comunes hacia aden-tro y las diferencias hacia afuera.

Esas tendencias a la homogenización interna y la diferenciación externa produjeron, en las etapas tardías de la formación del Estado, dos fenómenos dispares que denominamos conjuntamente como “nacionalismo”, pero que cubre sentidos diferentes: en primer lugar, se habla de nacionalismo como la movilización de poblaciones sin Estado propio encaminada hacia la indepen-dencia política (palestino, armenio, galés o franco-canadiense); en segundo lugar, se lo entiende como la movilización de una población de un Estado ya existente en torno a una fuerte identificación con él (argentinos y británicos en las Malvinas, 1982). El primer significado surgió a lo largo de toda la his-toria europea, cuando los soberanos conquistaban a un pueblo con religión y lenguaje distinto del suyo. El segundo significado, como intensa adhesión a la estrategia internacional de un Estado, surgió solo en el siglo XIX, al calor de la guerra, y fue fomentado por la homogenización de la población y el go-bierno directo. La conversión de regiones de soberanías fragmentadas, como Alemania e Italia, en Estados nacionales y la agrupación de Europa en 25 o 30 territorios mutuamente excluyentes, hizo que los dos nacionalismos se refor-zaran uno al otro. La conquista suscita ambos tipos de nacionalismo, porque

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los conquistados la perciben como una amenaza contra su independencia, y los pueblos sin Estado, pero cohesionados, ven posible su extinción o su au-tonomía. Por ejemplo, la invasión napoleónica hizo crecer el nacionalismo de Estado tanto en Francia como en los países invadidos por ella y su administra-ción imperial suscitó bases para los nacionalismos ruso, prusiano y británico, por un lado, y polaco, alemán e italiano, por otro.

En el siglo XX, los dos nacionalismos se han entrelazado e incitado mutuamente: los intentos de gobernantes por comprometer a sus súbditos en una causa nacional suscitan la oposición de las minorías no asimiladas y la aspiración a la autonomía política de estas fomentan la adhesión de las mayorías al Estado que las representa. Este contraste entre los dos tipos de nacionalismo, como identificación de la mayoría de los pueblos con los obje-tivos del Estado y como oposición de la minoría de los grupos subordinados frente a los intentos de uniformidad e integración, hizo surgir realidades políticas que hoy se consideran naturales: la omnipresencia del Estado, las pugnas en torno a los gobernantes y sus políticas, la competencia de secto-res distintos de los militares por los presupuestos. Sin embargo, insiste Tilly, esta convergencia de los Estados europeos en torno al modelo de burocracia, intervención y control solo se presentó en la segunda mitad del siglo XIX. Y solo se generalizó al resto del mundo en el siglo XX, con la descoloniza-ción que se produjo después de la Segunda Guerra Mundial.

El sistema internacional de Estados La generalización del modelo se produce cuando las potencias comenzaron a dividir el resto del mundo en Estados con fronteras mutuamente excluyentes, a pesar de sus grandes diversidades internas. Esa división suponía el acuerdo implícito de la exclusión de la guerra para modificar las fronteras existentes entre los Estados, que solo permitiría el acceso de los nacionalismos minorita-rios a la estatalidad a partir de la subdivisión de los Estados existentes. Ade-más, ponía a los nuevos Estados bajo la influencia de la acción concertada de los grandes Estados, que terminaron reorganizando, directa o indirectamente, a todos los pueblos de la tierra bajo un solo sistema, ratificado hoy por las Naciones Unidas. Esto significó que la formación de los Estados pasó de ser un proceso relativamente “interno” a uno “externo”, porque la adopción de algún modelo occidental y de estructuras organizativas similares se convirtió en prerrequisito virtual para ser reconocido en el sistema internacional. Esta ratificación externa de los nuevos Estados tuvo una consecuencia importante: la decreciente flexibilidad de fronteras por la no aceptación internacional de conquistas o anexiones territoriales, lo que alejaba el peligro de guerra exte-rior y obligaba a los ejércitos a concentrarse en el control interno.

Esta transformación es resultado de un proceso de pactos entre Estados poderosos, a lo largo de últimos tres siglos, que han estrechado progresiva-mente los límites dentro de los cuales puede surgir toda lucha nacional por el poder: sea por la imposición de acuerdos internacionales de paz, la organiza-ción de colonias, la difusión de modelos estandarizados de ejércitos y burocra-

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cias, la creación de organizaciones internacionales encargadas de cuidar del sistema de Estados y garantizar colectivamente las fronteras nacionales o la intervención directa para mantener el orden interior. Este estrechamiento ha ido restringiendo las vías alternativas de la formación del Estado, que quedan reducidas a “la construcción, más o menos deliberada, de Estados nacionales siguiendo los modelos ofrecidos, subvencionados e impuestos por las grandes potencias” (Tilly, 1992: 267). Los tribunales internacionales, los ejércitos y las escuelas de las antiguas colonias funcionan según los preceptos europeos. Todas las ayudas internacionales quedan sujetas a que las reformas se hagan a la manera europea y la mayoría de los dirigentes, militares y técnicos, son educados el estilo de Europa.

Pero esa ampliación del modelo europeo al resto del mundo, concluye Tilly, no implica una asimilación total de la experiencia histórica previa: la semejanza es solo superficial, aunque la adopción del sistema europeo ha pro-ducido cambios en el mundo entero, particularmente en la relación entre acti-vidad militar y formación del Estado. Para él, su reflexión sobre la experiencia europea tiene sentido en cuanto contribuye “a percibir algunas peculiaridades preocupantes del mundo contemporáneo” (Tilly, 1992: 279). Ellas tienen que ver con cómo los nuevos Estados se mueven dentro del sistema mundial de Es-tados: en primer lugar, el fin de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo una transformación del carácter de la guerra, ya que prácticamente desaparecen las guerras entre las potencias, las guerras de conquista y las luchas por territorios fronterizos. Los límites entre naciones no son ya definidos por la guerra, sino por los tratados y los arbitrajes de las naciones más poderosas. Esta situación modifica el carácter de las fuerzas armadas, que ya no se piensan como una defensa contra el ataque de un enemigo externo, sino que se concentran en el control de la población civil y la lucha antisubversiva. La contraparte de este cambio es el aumento de las guerras civiles entre grupos étnicos, religiosos, lingüísticos y territoriales y la letalidad de los combates, que afectan en gran medida a la población civil.

En segundo lugar, otro resultado de estas transformaciones fue la con-solidación del poder de militares en América Latina, Asia y Oriente Medio, que fue en contravía de la paradójica evolución de Europa, donde la guerra produjo Estados nacionales bajo el predominio civil y formas democráticas. No obstante, la coincidencia del surgimiento de regímenes fascistas en Esta-dos nacionales tardíamente consolidados plantea ciertos interrogantes que se contraponen al caso de las independencias tardías de Finlandia, Noruega y las repúblicas bálticas, donde se pudieron crear democracias sólidas.

Es claro entonces que la expansión del modelo de Estado nacional en los países del Tercer Mundo no parece continuar el proceso de conversión civil que la experiencia europea permitiría esperar, sino que produjo un masivo incremento de Estados controlados directa o indirectamente por militares, con escasos regresos a gobiernos civiles. Esto aparece frecuentemente ligado a los numerosos golpes de Estado, casi todos sin intervención extranjera, es-pecialmente en África, América Latina, Oriente medio y Asia. Y se presentan

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intervenciones de las potencias para garantizar el triunfo de facciones sim-patizantes en Angola, Burundi, Camboya, Guatemala, Irán, Jordania, Líbano, Nicaragua, Pakistán, Filipinas, Rodesia y Sri Lanka.

Para Tilly (1992), la creciente militarización de los Estados del Tercer Mundo puede ser efecto de la creación de un sistema bipolar, incipientemente tripolar, que intensificó la competencia por la lealtad de estos Estados y la negativa a permitir neutralidad: potencias como USA y URSS proporcionan armas, entrenamiento y asesoramiento militar a cambio de petróleo y respaldo político. Esto hizo que los Estados del Tercer Mundo terminaran atrapados en las luchas entre las superpotencias y forzados a las alianzas de los Estados poderosos con los recién llegados al sistema de Estados, que se vio modificado con estos nuevos participantes. Por esas alianzas, en los países con renta de exportación y ayuda militar de las potencias, los nuevos Estados no necesitan negociar la adhesión de la población subordinada, y la carencia de vínculos entre sus instituciones y los pobladores los hace más vulnerables a los golpes militares. En respaldo de su hipótesis, Tilly aduce los ejemplos de las dos Co-reas y de Taiwán y de los países satélites de la URSS en Europa Oriental, lo mismo que la tutela militar de Estados Unidos en el Caribe y América Central, a donde enviaba marines para sostener o restaurar regímenes. Por eso, opina Tilly (1992) que la conversión de estos Estados a la civilidad pasaría por redu-cir la competencia entre las potencias o proteger a esos Estados de esa compe-tencia. Sin embargo, el desarrollo del golpe militar de Libia, que se produce a pesar de la presencia de bases norteamericanas, y la importancia de la presión estadounidense en materia de derechos humanos para el debilitamiento de los militares del Brasil en el poder, lleva a Tilly a concluir que la intervención externa directa juega un papel secundario.

Militarización de los Estados del Tercer Mundo

La combinación entre la adhesión al modelo de Estado nacional y la inserción en las contradicciones del sistema mundial de naciones en el contexto bipolar de la Guerra Fría, lleva a Tilly a concluir su libro con un capítulo sobre las tendencias hacia la militarización del Estado, presentes particularmente en los países del llamado Tercer Mundo. El aumento proporcional del gasto militar, la presencia de militares en puestos políticos directivos, la preponderancia de la ley marcial, la autoridad extrajudicial de militares y la falta de control político sobre las fuerzas armadas indicarían esa tendencia a la militarización.

Entre los países bajo cierto control militar, Tilly ubica a Colombia al lado de Chile, Salvador, Guatemala, Haití, Nicaragua, Panamá y Paraguay en His-panoamérica; y al lado de Irak, Irán, Jordania, Líbano, Siria y Yemen en el Oriente Medio. Aunque no en todos ellos haya gobierno propiamente militar, la mayoría de los países latinoamericanos se ubican en la zona gris entre democracia formal y poder militar. En cambio, los Estados africanos tienden a un personalismo autoritario con ejércitos poco institucionalizados. En con-

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secuencia, Tilly concluía que 40% de los Estados vivían bajo control militar y que la proporción aumenta sobre todo en África (64%) y Medio Oriente (60%); mientras que en América Latina 38% de los gobiernos eran militares, pero con tendencia a disminuir. Para él, el poder militar se ha convertido en la forma habitual de gobierno para buena parte del Tercer Mundo, especialmente a par-tir de la descolonización.

Para explicar por qué esta militarización creciente contradice las expec-tativas de un fortalecimiento de los gobiernos civiles, el autor comienza por criticar la idea del “desarrollo político”, que suponía que los Estados del lla-mado Tercer Mundo iban simplemente a reproducir la experiencia occidental de formación del Estado siguiendo un proceso lineal de etapas hasta llegar a un término de democracia y participación, y el cual tomaba como punto de referencia a los Estados desarrollados de Occidente. Esta idea, dominante entre algunos politólogos, inicialmente no parecía absurda, ya que la mayoría de las ex colonias de los países occidentales adoptaron organizaciones formales inspiradas en el modelo occidental, mientras que sus líderes, educados en Oc-cidente, proclamaban sus intenciones “modernizantes”, para cuya realización los países desarrollados proporcionaban expertos y modelos. Solo algunos po-cos se mostraban preocupados por el posible surgimiento de tendencias auto-ritarias, a pesar del compromiso explícito y entusiasta de los dirigentes para la construcción instituciones democráticas y modelos productivos.

Muy pronto la realidad política hizo entrar en crisis la confianza optimis-ta de los desarrollistas al ver surgir los modelos alternativos de China, Japón, Corea y Cuba, mientras el desarrollo concreto de los Estados no correspondía a las fórmulas de los expertos occidentales, cuyos consejos encontraban el rechazo o la resistencia de los dirigentes y analistas de los nuevos Estados. A esto se añadía el giro de las grandes potencias hacia una política más prag-mática frente al Tercer Mundo en el contexto bipolar de la Guerra Fría y las discusiones de los mismos analistas occidentales sobre la interpretación de sus propios procesos (Tilly, 1992: 280).

Según Tilly (1992), el desarrollismo político presentaba dos problemas: en primer lugar, suponía que existía un solo proceso-tipo de formación del Esta-do, que había alcanzado su final en la experiencia de los países europeos con-temporáneos, prolongados por Estados Unidos. Y, en segundo lugar, se basaba en una interpretación errónea del modelo occidental, que se pensaba como un proceso consciente y voluntario, que había atravesado por una serie de etapas comunes hasta llegar a una meta final. En ambas suposiciones se pensaba la solución en términos de “ingeniería social a muy gran escala”, pero las fallas que los ensayos de “modernización”, inspirados en ellos, encontraban en los Estados concretos de África, Asia, América Latina y Oriente Medio mostraban que el problema era infinitamente más complejo.

Esos ensayos fallaban básicamente por no tener en cuenta la capacidad de los poderes previamente existentes para oponerse o distorsionar las organi-zaciones políticas modernas en su propio beneficio: era obvio que en entornos étnica o religiosamente heterogéneos, los partidos políticos se podrían con-

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vertir en expresión de esos grupos diversos; y que en un ambiente caracteri-zado por lazos jerárquicos de lealtades y patronazgos, el sistema político se caracterizaría por el clientelismo. Y que en ausencia de instituciones políticas y sociales consolidados, los caudillos carismáticos iban a suprimir la política electoral de corte occidental para imponer sus autoritarios personalismos.

Es por ello que Tilly (1992) insiste en señalar la diversidad de trayecto-rias de construcción estatal en Occidente para mostrar que el proceso en el Tercer Mundo puede ser diferente, pero que la combinación entre coerción y capital puede ofrecer claves, lo mismo que la importancia de la competencia entre Estados. Subraya también que muchos Estados del Tercer Mundo, como China, Japón, Siam-Tailandia, son más antiguos que los europeos y que los Estados hispanoamericanos son formalmente independientes desde comienzos del siglo XIX, a partir de las guerras napoleónicas. A esta diversidad se añaden los Estados surgidos desde la descolonización, a partir de 1945, en los que la experiencia colonial impuso rasgos similares en las estructuras organizativas, pero sin lograr crear una homogeneidad en las relaciones entre ciudadanos y Estados, las cuales muestran la impronta de situaciones previas de poder y organización social.

Por eso, las estructuras comunes no operan de la misma manera, sino que el funcionamiento de tribunales, congresos, escuelas y agencias guberna-mentales varía según la relación con los ciudadanos. En Europa, las formas estatales mediaban entre las exigencias de la guerra y las de la población subordinada, adaptándose a la situación social y económica particular. En los Estados del Tercer Mundo, la adaptación local se produjo en las relaciones entre ciudadanos y el Estado: la diferencia entre situaciones intensivas en ca-pital y coerción no se refleja en la estructura formal de los Estados sino en las relaciones entre Estado y ciudadanos.

Esa transformación puede ser iluminada por la experiencia de Euro-pa, cuya comparación puede servir para desechar ideas defectuosas sobre la formación del Estado, en vez de intentar aplicarlas a la realidad actual, y agudizar el sentido de lo que es diferente y lo que es conocido en los procesos de formación estatal del Tercer Mundo. Según Tilly, la experiencia europea permite extrapolar la influencia de la distribución relativa de capital y coerción, la función diferenciadora de la presencia o ausencia de grandes agrupaciones de ciudades en la dirección del cambio, los efectos de la guerra y de su preparación para la creación y transformación de la estructura del Estado, la intervención de esos efectos en la estructura fiscal y las fuentes de armas y personal militar, la conversión civil del poder del Estado mediante la creación de burocracias centrales, recurso al crédito e impuesto para obtener medios para la guerra y la negociación con la clase subordinada en torno a esos medios y la continuación de la tendencia de una determinación interna a otra externa de las formas organizativas del Estado.

Es obvio que la preocupación central de Tilly (1992) se concentra en los nuevos Estados creados por los procesos de descolonización posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Es claro que los nuevos Estados, a pesar de

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la adopción de las instituciones formalmente democráticas, seguían general-mente vías intensivas en coerción, ya que las potencias coloniales no dejaron mucho sino fuerzas militares que provenían de los estamentos encargados de mantener el orden de sus propias administraciones locales. Estos grupos, rela-tivamente bien armados y disciplinados, estaban especializadas en el control de la población subordinada y lucha contra la subversión, pero no en la lucha entre Estados. Una vez desmantelada la administración colonial, los ejércitos, las iglesias y las corporaciones occidentales quedaban como las organizacio-nes más fuertes. Entonces los mandos subordinados de las tropas coloniales ascendieron a los rangos superiores del ejército, que empezaron a reclutar a sus soldados siguiendo la pauta colonial de preferir una etnia, región, religión o lengua. Esto era fuente potencial de tensiones étnicas y regionales, como sucedió en varias de las sangrientas guerras civiles del continente africano. Además, esos mandos promovidos se sentían mejores conocedores de las nece-sidades de los nuevos países: por eso normalmente se opusieron al control de los civiles, excepto en los países gobernados por líderes carismáticos.

En cambio, en Hispanoamérica, la militarización de los Estados tiene poco que ver con las tensiones étnicas, regionales o religiosas: a lo largo de dos siglos de historia se ha venido consolidando una tradición de interven-ciones militares, pero de formas diferentes: el personalismo de Stroessner y Somoza era muy distinto del control institucionalizado del ejército en Ar-gentina y Brasil después de Perón y Vargas. Y las presiones externas directas por parte de las potencias parecen menores: hay mucha penetración militar, política y económica por parte de los Estados Unidos, pero sin participación directa en los frecuentes golpes, aunque fue innegable su apoyo indirecto en casos como el golpe de Pinochet en Chile y el apoyo a dictadores militares en Centroamérica. Con la Revolución Cubana y la cooperación con Rusia, la ayuda militar de los Estados Unidos se hizo más institucionalizada, con mayores relaciones con los ejércitos, asesoría, préstamo o venta de equipo militar. Sin embargo, la presión en derechos humanos condujo a cierta con-tención del poder militar en Centroamérica, Brasil y Argentina.

No obstante, la tendencia de retorno a la civilidad era todavía muy leve en 1990, cuando Tilly escribía su libro. Desde entonces hasta hoy han des-aparecido las dictaduras de Pinochet y Stroessner, que en ese momento empe-zaban ya a debilitarse. De todos modos, Tilly (1992) ya señalaba una parcial reducción de poder militar en Latinoamérica a partir de 1980, después del período de mayor militarización (1945-1960) y de la estabilización de los go-biernos militares (1960-1970), que significaba el descenso de la frecuencia de los golpes de Estado.

Esta disminución del poder militar en Latinoamérica contrasta con la es-tabilización de los gobiernos militares en Asia, África y Medio Oriente, que muestra qué tan equivocadas estaban las viejas suposiciones sobre la “ma-duración” de los Estados nacionales. En regiones como África y sur de Asia predomina la disyunción entre ejércitos modernos de corte occidental y una política militar de estilo del Renacimiento, entre aparatos de gobierno repre-

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sentativo y el uso arbitrario del poder estatal, entre burocracias aparentemente convencionales y el uso de la organización gubernamental para el lucro indi-vidual. El control militar va unido en muchos casos a la violencia de Estado, con uso frecuente de la violencia oficial contra ciudadanos, torturas, brutali-dad, secuestros y asesinatos políticos. Por eso, Tilly reafirma en el post scríp-tum de su libro que es necesario tomar conciencia de que el ascenso del poder militar en el Tercer Mundo no es simplemente una fase natural de la formación del Estado, que se iría superando gradualmente cuando maduren los Estados.

No encuentra el autor una única causa de la militarización de los Estados en el Tercer Mundo ni uniformidad en los regímenes militares. Muchos ejérci-tos del África subsahariana son solo un montón de cuerpos armados ligados por lealtad clientelista a oficiales que compiten entre sí, cuyas rivalidades los impulsa a intentos de golpe. Para otros, la toma militar en los países africanos respondía a la exclusión de las etnias distintas a la gobernante. En el caso de Latinoamérica, se habla de la percepción de crisis por parte de los militares, que reaccionan frente a la amenaza de desórdenes públicos o amenaza co-munista: aunque cuentan las ambiciones personales, se trata normalmente de una decisión institucional de los altos mandos. Algunos combinarían la falla frecuente de las instituciones civiles con el apoyo de las grandes potencias a las organizaciones militares a cambio de subordinación política o económica. Otros aducen la combinación de autonomía militar y crisis económica, la res-puesta militar a la movilización o la competencia entre facciones de las fuerzas militares.

Sin embargo, Tilly (1992) concluye que ninguno de estos factores arroja luz suficiente para explicar la vulnerabilidad a los gobiernos militares: las rupturas dentro de cada Estado varían considerablemente, y hacen variar las alianzas entre militares ambiciosos y población civil. Y se pregunta si los cambios mundiales desde 1945 han hecho más viable y atractiva la interven-ción militar, dejando claro que todo régimen militar e intento de apropiación militar del poder del Estado depende de la estructura social local y la historia anterior. Para el caso de Iberoamérica es necesario entonces remontarse a la historia de España y Portugal, de las que el autor toma algunas referencias útiles.

La evidencia contrafactual de España y Portugal

El caso de España representa una evidencia contrafactual a favor del argu-mento de Tilly, porque las rentas coloniales de América permitieron seguir financiando las guerras europeas sin crear el poderoso sistema tributario y administrativo que lograron sus rivales, ni tener que someterse a los proce-sos de negociación con las clases dominantes de regiones y localidades para conseguir hombres y recursos, que generaron las instituciones representativas (Tilly, 1992: 147). El crédito de los comerciantes, a los que se reembolsaba con las rentas coloniales de América, permitía contratar fuerzas terrestres, algunas

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de ellas por fuera de España. Las posesiones de España en Italia y Países Bajos también habían producido importantes contribuciones para financiar las gue-rras hasta mediados del siglo XVI, lo que hizo que Carlos V y Felipe II tuvieran que recurrir a Castilla y América, porque las Cortes de Cataluña, Aragón y Valencia resistieron exitosamente a las exigencias de los reyes. En cambio, los monarcas habían sido más eficaces en el sometimiento de la nobleza, el clero y las ciudades de Castilla, especialmente desde la derrota de los comuneros. En el pasado anterior, los municipios castellanos habían logrado bastante poder gracias a la función que las milicias municipales habían desempeñado en las guerras de reconquista.

Esta situación hacía muy problemático hablar de la España de entonces como una “entidad nacional”: en las guerras de la década de 1630, Felipe IV, que nominalmente era el soberano de los reinos ibéricos, no logró convencer a Cataluña, Valencia y otros de sus dominios para que se unieran al esfuerzo bélico que Castilla capitaneaba (Tilly, 1992: 252). Incluso, el conflicto de su ministro, el conde-duque de Olivares, con las Cortes de Cataluña por su peti-ción de mayores impuestos para la guerra produjo la rebelión y secesión tem-poral de Cataluña, que pidió a Luis XIII asumir su soberanía cuando el ministro envió tropas para obligar a pagar bajo el chantaje de la amenaza de pillaje: solo se reintegró al dominio real cuando el rey juró respetar las libertades tradicionales de Cataluña.

Por eso, sostiene Tilly (1992) que incluso las desviaciones que España y Portugal representaban para la secuencia idealizada de su argumento con-firman su lógica, porque sus rentas coloniales permitían seguir cubriendo el gasto militar y mantener a sus funcionarios en las colonias y provincias, y su estructura social los hacía capaces de seguir reclutando los mandos del ejército dentro de la aristocracia y soldados entre las clases humildes. Estos factores minimizaron la necesidad de negociar recursos con la población subordinada, que en otros países impulsó el reconocimiento de derechos para las poblacio-nes y la restricción del poder real. Para Tilly también existe la posibilidad de que España y Portugal hayan caído en la “trampa territorial”, consistente en que los costos administrativos del gobierno de tantos territorios conquistados terminaran consumiendo los beneficios del dominio colonial de los medios de extracción. Además señala que esto puede estar sucediendo actualmente en los Estados bajo gobierno militar (189).

Por eso, Tilly (1992) se vio obligado a aclarar, en el prólogo de la edición española de su libro, que el caso de España e Iberoamérica era otra variable del proceso: los orígenes del Estado español en la reconquista contra los moros, con su conglomerado de pequeños Estados con costumbres y privilegios, junto con la explotación de rentas de las colonias de Indias y las guerras contra los países vecinos, marcaron su desarrollo histórico posterior. Así, la combinación de una estructura relativamente centralizada con obstáculos serios para la acción unitaria, rasgo característico de la historia española, no es, en palabras del autor, una patología, sino la consecuencia previsible de las negociaciones entre reyes y poderes previos de ciudades y nobles para intentar crear una

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estructura centralizada. Así, las negociaciones para obtener recursos para la guerra otorgaban tal poder a esos intermediarios que podían desafiar a la Co-rona para nuevas exigencias (16).

Tilly insiste, entonces, en que la experiencia española es muy compren-sible en sus propios términos, aunque no se adaptara a las generalizaciones de los analistas, basadas en los casos de Inglaterra, Francia y Prusia. Además, sostiene que la comparación de esta experiencia con la de esos países europeos ayuda a explicar “la gran autonomía que han gozado los jefes militares y los grandes terratenientes en gran parte de este continente. En el sistema latino-americano de Estados, vemos aún los cadáveres decapitados de los Imperios ibéricos” (Tilly, 1992: 17).

Por ello, Tilly relaciona la ampliación del modelo de Estado nacional a Iberoamérica con la crisis del Imperio español a comienzos del siglo XIX, pro-ducida por las guerras napoleónicas, que encuentra alguna correspondencia con lo que pasaría en el siglo XX con los imperios austro-húngaro, otomano y ruso, lo cual sigue el modelo de la historia de las revoluciones europeas anteriores:

Todas las grandes revoluciones europeas, y muchas de las pequeñas, comenzaron con tensiones creadas por la guerra. La Revolución inglesa se inició con los esfuerzos de Carlos I por marginar al Parlamento en la percepción de fondos para la guerra en el continente, en Escocia y en Irlanda. La deuda acumulada por la monarquía francesa durante la Guerra de los siete años y la Guerra de independencia norteamericana precipitó la Revolución francesa. Las pérdidas rusas en la Primera Gue-rra Mundial desacreditaron al gobierno zarista, alentaron las desercio-nes de militares e hicieron patente la vulnerabilidad del Estado; a ello siguió la Revolución de 1917 (1992: 273).

¿Por qué las guerras no generan Estado en Iberoamérica?

La relación que plantea Tilly entre guerras internacionales, formación de las instituciones estatales y civilidad en Europa, en contraste con las tendencias autoritarias de los Estados en el Tercer Mundo, llevan a Miguel Ángel Centeno a preguntarse por el posible impacto de las escasas guerras entre las naciones iberoamericanas en la configuración de sus respectivos Estados. Para este au-tor, las limitadas capacidades organizacionales resultantes de sus procesos de independencia las hicieron normalmente incapaces del ejercicio organizado de la violencia requerido por las guerras entre naciones. La poca frecuencia de las guerras entre ellas no significa que no sean violentas, como se hace evidente por los altos niveles de violencia interpersonal e intergrupal que en ellas se presentan, sino que la ausencia de un Estado centralizante les impide embar-carse en un conflicto de envergadura internacional. Esta ausencia de Estado y su creación tardía se refleja en la incapacidad estatal para la resolución y el solo intermitente control de los conflictos internos de la sociedad, que hace

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que sus ejércitos tengan que concentrarse en los asuntos internos (Centeno, 2002: 262-263).

Como excepción a esta regla, Centeno señala que la mayor capacidad administrativa de Chile le permitió derrotar militarmente a Perú y Bolivia, mientras que la autocracia centralizada del Paraguay logró suficiente capaci-dad estatal para embarcarse en la Guerra de la Triple Alianza. Y la temprana toma del poder por Rodríguez Francia en Paraguay, antes de 1820, produjo la exclusión o casi eliminación de las élites que competían entre sí y limitaban al poder central: esto se vio favorecido por la homogeneidad relativa de la población, pequeña y compacta, que integraba a españoles y guaraníes, y la amenaza compartida de la dominación de Argentina.

Pero tampoco esas guerras produjeron el esperado crecimiento adminis-trativo que la hipótesis de Tilly nos haría esperar, porque son demasiado cortas y requieren pocos apoyos logísticos. Para Centeno, se trata de “guerras limita-das” que producen “Estados limitados” (o, en mi opinión, también es cierto lo inverso: Estados limitados pelean guerras limitadas). Así, la victoria de Chile sobre la Confederación Peruano-Boliviana no produjo ese crecimiento admi-nistrativo esperado, sino otros logros, como la consolidación del consenso entre la élite y de la legitimación necesaria para el Estado central. Además de la consolidación de su élite, Chile fue el único país de América Latina capaz de crear un servicio militar que creara vínculos entre el Estado y una élite ampliamente definida: la Guardia Nacional resultó del consenso de la élite, lo que permitió incluir los estratos altos de la sociedad y excluir a los que no se consideraban calificados para el reclutamiento; en cambio, en el resto del con-tinente, los puestos honoríficos estaban reservados, de hecho o a veces de de-recho, para unos pocos. Ese reclutamiento chileno, posible por el consenso de la élite, era obviamente más conducente para la construcción de Estado: fuera de la guerra civil de 1851, la élite chilena, pequeña y concentrada geográfica-mente, mantuvo casi 70 años de relativa paz, a pesar de las diferencias sobre el papel del Estado, especialmente en materia religiosa. Y el régimen de Portales en la década de 1830 logró resolver la brecha entre liberales y conservadores que desgarraron a otras naciones. Según Centeno, esta consolidación elitista es la causa de la excepcionalidad chilena, pues en las otras naciones no había una naciente clase política lista y apta para encargarse de las nuevas adminis-traciones políticas, ni intereses nacionales que vieran nuevas oportunidades económicas en la formación de los Estados. A esta excepcionalidad chilena, el autor añade el caso del Brasil, donde la familia imperial y sus seguidores, en 1820, también representan grupos sociales que identifican su supervivencia con la del Estado central (2002: 270-271).

En cambio, otras guerras entre naciones, como las de México y Estados Unidos (1846), y la Guerra del Pacífico simplemente ejemplifican situaciones en que los vecinos más poderosos aprovechan las oportunidades que les brin-dan los más débiles. Centeno considera casi inexplicable la Guerra del Chaco, donde las naciones más pobres del continente se enfrentan por un territorio prácticamente sin valor para empujarse mutuamente al colapso. El fracaso de

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López de Santana en la guerra con los Estados Unidos y la pérdida de buena parte de su territorio original influyen en la formación del sentimiento na-cionalista mexicano. Este nacionalismo se verá reforzado por los gobiernos de Juárez y Porfirio Díaz después de la victoria sobre Maximiliano y sus alia-dos, tanto franceses como mexicanos: el triunfo del Estado mexicano en esta guerra, al mismo tiempo internacional y civil, terminó con la eliminación del adversario, en contraste con la mayoría de desenlaces de las guerras civiles latinoamericanas. Esto dotó al Estado mexicano de un monopolio ideológico y organizacional, casi único en el continente. Este conflicto, como continuación del de 1850, implicó buena parte de la población en ambos lados del conflicto: los veteranos (del liberalismo) fueron la base de la temprana consolidación del Porfiriato.

En resumen, Centeno sostendría que la entrada de los Estados iberoame-ricanos en guerras internacionales tendría una condición previa: la existencia de una élite relativamente consolidada y cohesionada, con cierta capacidad administrativa y organizacional, que tuviera cierto control general del territo-rio y permitiera organizar y abastecer a un ejército. Para que la guerra inter-nacional produjera los efectos positivos de administración civil que creó en los Estados de coerción capitalizada de Occidente, debía previamente existir cierta centralización del país impuesta por una élite relativamente cohesionada. Y este resultado solo fue alcanzado por el resto de los países iberoamericanos en las décadas finales del siglo XIX, cuando la inercia del sistema mundial de naciones a favor de la paz hacía ya impensable la guerra, porque ella per-judicaría los intereses de las potencias. Por eso, una de las más importantes conclusiones de este autor llevaría a que sería necesario repensar la noción de que las guerras crean Estados para afirmar que, más bien, pueden servir para acelerar procesos que ya se habían originado antes.

Esta constatación lleva a Centeno (2002) a preguntarse si la escasez de guerras en Iberoamérica, producida por el subdesarrollo de sus Estados, estaría señalando los lados oscuros del desarrollo político: la guerra, la racionalidad burocrática y la política de masas llevaría a insertar mayor cantidad de pobla-ción en los conflictos y a crear infraestructuras que capaciten a las naciones para la mutua destrucción masiva. América Latina sería un modelo interesan-te, pues el poco desarrollo de sus Estados y su incapacidad para reducir sus pugnas internas representaría ciertas ventajas, a pesar de sus desigualdades y violencias internas. El autor concluye señalando una paradoja: el vacío de poder estatal produce injusticias y el fortalecimiento institucional del Estado produce guerras terribles (263-264).

Además, las guerras externas se produjeron en el tiempo inoportuno; sur-gieron antes del establecimiento de los Estados nacionales: el mayor conflicto, que diferenció a “nosotros” de “ellos” se presentó en la conquista del siglo XVI; ni entonces ni en el siglo XIX los problemas fronterizos produjeron amenazas que obligaran a intervenir al Estado ni espacios para la expansión y el creci-miento interno del Estado. Y a finales del siglo, cuando se han consolidado los Estados, ya han terminado las guerras en Europa. Para Centeno, si los 100

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años de paz del siglo XIX se hubieran producido en el siglo XVIII, Europa no habría desarrollado las instituciones políticas que logró. De ahí que conclu-ya que el bajo nivel de competencia entre los Estados iberoamericanos y la virtual desaparición de la guerra después de 1890 impidió que se consolidara una dinámica desarrollista: las guerras no ocurrieron porque los Estados no estaban preparados para ellas y se mantuvieron poco preparados porque la guerra nunca llegó.

Para desarrollar su argumento, Centeno recuerda por qué las guerras pro-ducen más Estado: ellas proporcionan los medios económicos e incentivos para centralizar el poder y pasar del dominio indirecto al directo; ellas cons-truyen naciones al crear nexos de pertenencia e identidad, que cohesionan a las poblaciones frente al enemigo externo. Esto produce mayor cooperación con el Estado al tiempo que amplía los derechos ciudadanos, porque el Estado tiene que ofrecer compensaciones a sus pobladores para que se dejen reclutar para la defensa de un Estado nacional abstracto; como contraparte, los ejérci-tos se convierten en escuelas de la nación y del nacionalismo. En cambio, en América Latina, el carácter limitado de las guerras hizo innecesario el recluta-miento masivo y la ampliación de la capacidad administrativa del Estado para lograr un recaudo fiscal para financiar la guerra. Tampoco las amenazas de enemigos externos produjeron una autoidentificación con una nación abstrac-ta que superara las divisiones internas, sino que terminaron por agravarlas, separando a las élites de la mayoría de la población, que permanecía excluida de la ciudadanía. Por esto, las guerras produjeron efectos negativos para los Estados, que terminaron endeudados o quebrados, y al borde del caos político. Solo ocasionalmente produjeron nuevas rentas y los efectos positivos logra-dos, como la mayor centralización política, estuvieron normalmente acompa-ñados por gobiernos autoritarios y casi nunca por el aumento de participación popular (2002: 265-266).

Las guerras internas en IberoaméricaPara explicar este contraste, Centeno (2002) señala, en primer lugar, que la misma escasez de guerras incide en sus pocos efectos: es más bien la ame-naza de guerra lo que produce efectos positivos para la construcción de los Estados. Luego afirma que las guerras son ocasionales y no producen efectos acumulativos en Iberoamérica, porque sus naciones no surgen en un entorno geopolítico competitivo de largo plazo. En segundo lugar, Centeno muestra las diferencias de las guerras civiles de América Latina con la de Estados Unidos y las de Europa: en ellas rara vez se enfrentan entidades políticas bien orga-nizadas y territorialmente cohesionadas, sino desorganizadas, multipolares y geográficamente dispersas. Además, casi nunca se resuelven con el triunfo definitivo de una de las partes, sino que terminan por exacerbar las divisio-nes internas. Esto se debía a los obstáculos permanentes que representaba el regionalismo de sus entornos rurales, empeorado por las guerras civiles, que sobrepasaban las capacidades administrativas y políticas de sus gobier-nos. Pero, paradójicamente, la aparente homogeneidad de las naciones y la

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correspondiente ausencia de fuertes subidentidades regionales hicieron que no fuera prioritario el esfuerzo por imponer identidades nacionales sobre las diferencias étnicas y sociales. Además, el hecho de contar, desde el comienzo, con bastante territorio, previamente delimitado por la administración colonial española, hizo que los Estados iberoamericanos no tuvieran que aprovechar los conflictos internos para un proceso más orgánico de desarrollo estatal, como sucedió en los Estados Unidos, Canadá y los equivalentes europeos, que crecieron dentro de sus fronteras (y fuera de ellas, habría que agregar).

A esto se añadía la escasez de recursos para obtener la necesaria infra-estructura: mientras que los países iberoamericanos se empobrecieron por los conflictos de la Independencia (exceptuando a Chile en la década de 1880 y tal vez Argentina y Brasil en la de 1870), en Estados Unidos el norte contaba con grandes recursos en la guerra de secesión de 1860. Además, en Iberoamérica la facilidad para conseguir préstamos externos o vender bienes no sofisticados de consumo era una alternativa más fácil que el esfuerzo de construir mercado interno o infraestructura nacional. Tampoco la economía de estos países requería del apoyo estatal como en los Estados europeos, sino que se asemejaba algo al África, donde la población era más valiosa que la tierra, aunque sin llegar a esos extremos; solo en las Pampas de Argentina, la tierra era importante. Pero, en general, era más importante el control del puerto principal y el acceso a los bienes exportables que el control de remo-tos entornos rurales: esta situación no llevaba a conflictos geopolíticos (Cen-teno, 2002: 267-270). Estos problemas más estructurales se veían reforzados por el ambiente ideológico dominante hacia la tercera parte del siglo, ya que el liberalismo federalizante no era la filosofía ideal para construir un Estado autoritario: el conservatismo hubiera sido más útil para establecer una auto-ridad centralizadora.

Centeno se pregunta entonces cuál sería el papel de Estados incapaces de control interno y que no necesitan defender a sus países de amenazas exter-nas: en el período de la Independencia y su continuación, encuentra eviden-cias de sentimientos antiespañoles pero casi nada que indique la necesidad de construir Estados nacionales; no hay una clase política capaz de encargarse de nuevas administraciones y cuyos intereses se vieran favorecidos por la formación de Estados: tal vez en Chile (hacia 1830) y en Brasil (1820) puedan encontrarse grupos sociales cuya supervivencia estás asociada a la del Estado central. Tampoco encuentra Centeno un sentido de cohesión nacional en Ibe-roamérica, porque las divisiones de castas y clases producían fisuras internas que impedían la consolidación de la autoridad, la creación de una mitología nacionalista unificadora y la incorporación masiva de la población al ejército. Y nos recuerda que la jerarquía racial, que estos países heredan del Imperio español, es un obstáculo para la formación del Estado.

Las excepciones confirman la regla, según Centeno (2002), como mues-tran las guerras fronterizas de Argentina, México y Chile contra sus indígenas, “sus otros”, que fueron clásicas guerras de conquista, con pocas de las com-plicaciones de otras guerras, y que produjeron beneficios para las élites y, en

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menor grado, para otras partes de la población. Los requerimientos de estas guerras no sobrepasaban las capacidades de los Estados (271-272).

Es difícil explicar las excepciones a los hallazgos sobre el nacionalismo a partir de una única variable: Bolivia podría ser el caso más débil hasta el siglo XX y XXI, porque parecía (antes de Evo Morales) un imperio interno, dominado por una jerarquía étnica que excluye a buena parte de la población de la vida política, pero que usó la pérdida de la Costa Pacífica como un elemento central de su mitología nacional. Y lo mismo ocurre con la pérdida del territorio ama-zónico para Ecuador, donde también una parte considerable de la población estaba excluida de la vida política por razones étnicas. Aquí la guerra crea bases para cierto sentido de nacionalidad oficial, pero no impulsa una mayor inclusión social: en ambos países permanece el conflicto sobre qué nación es representada por el Estado. Otra vez, la no centralidad de las fronteras territo-riales y la inclusión de una población cohesionada dentro de ellas, concluye Centeno (2002), puede ser el reflejo o la causa de esta situación (273-274).

En cambio en los países de Europa, donde los Estados también ayudaron a crear su propia soberanía, era posible identificar núcleos centrales que tra-taban de expandir su autoridad para formar un Estado nacional. Además, las divisiones de casta y raza ocurrían por fuera de la nación: la expansión trans-marina de sus imperios creó “un nosotros”, que pretendía llevar la civilización (occidental) al resto del mundo, al tiempo que produjo guerras externas para distraer a la población de sus conflictos internos.

Las lecciones de Iberoamérica para la comprensión de la formación del Estado

En resumen, la primera lección que deduce Centeno es que el proceso de for-mación de los Estados nacionales no es necesariamente inevitable: el éxito de la creación de una autoridad política sobre un extenso territorio es más la excepción que la regla, como también sucede en la África actual, debido a las particulares historias previas de esas sociedades. El problema es el “ciego eurocentrismo empírico”, que universaliza su caso particular y confunde “se-rendipia” con inevitabilidad, para considerar como normativo su caso, que es casi excepcional. Por eso concluye que es necesario problematizar con mayor profundidad la contribución de la guerra a la creación de los Estados, porque en los casos de los Balcanes, América Latina y Europa Oriental, ni las guerras civiles ni las internacionales han logrado crear Estados nacionales sólidos. Por eso, la excepcionalidad del caso europeo y estadounidense debe llevar a tratar de re-entender el caso de América Latina en sus propios términos y no en comparación implícita con otra historia. Así, la historia comparada permitiría aislar y definir las condiciones que den mejor cuenta del desarrollo diferencia-do de sus estructuras políticas.

En segundo lugar, estos casos contrafácticos “negativos” mostrarían que el ciclo belicista de formación estatal requiere de tres condiciones básicas: en primer lugar, se necesita que exista previamente un centro institucional y

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administrativo, cuyo desarrollo posterior pueda ser estimulado por la guerra; si no existe, la guerra solo profundiza las divisiones sociales; sin la lenta construcción de instituciones estatales, es imposible crear Estados. En segun-do lugar, que buena parte de la élite dominante considere que la expansión de la autoridad estatal coincide con sus propios intereses, porque muchas de sus facciones pueden contentarse con su poder regional y una administración básica de sus políticas. Finalmente, que esta élite del futuro Estado tenga clara la definición de su nación y posea la voluntad política para desarrollar las acciones conducentes para su construcción, pues este proceso no siempre es atractivo, pues supone la conquista, la erradicación de otras culturas, la lim-pieza racial y el genocidio. No es posible construir una nación que excluya a una significativa parte de su población, como intentaba hacer el nacionalismo blanco de Suráfrica en los años noventa.

A diferencia de los casos africanos, afirma Centeno (2002), los Estados iberoamericanos se ubican en un punto intermedio entre la ideología inclu-yente de la Ilustración y sus excluyentes estructuras sociales, como muestran los casos excepcionales de México y Chile, que trazan claras líneas divisorias frente a “sus otros” (como los mapuches chilenos) (274-276). El rasgo que diferencia a estos casos excepcionales es la importancia crucial del apoyo de la élite, que puede ser comprada, sobornada, destruida, cooptada o conven-cida por los funcionarios del Estado central: este apoyo puede ser reforzado con ocasión de la preparación para la guerra, pero debe existir de antemano.

Por eso concluye Centeno (2002) que es necesario repensar la idea de que las guerras crean Estados para afirmar que ellas pueden servir, más bien, como aceleradoras de un proceso de formación estatal que se había originado pre-viamente. Para ello habría que reconsiderar los problemas de la relación entre violencia personal o grupal de nivel micro, la violencia organizada, la guerra y la consolidación de la autoridad política. En América Latina se han producido muchas investigaciones sobre la capacidad humana para la violencia de nivel micro, pero hace falta estudiar mejor cómo esa violencia micro, de carácter in-dividual y personalizado, se convierte en violencia política organizada, como sucedió en el caso de las guerras europeas. La falta de esta organización en Latinoamérica permite ligar la poca frecuencia de las guerras con la debilidad de los Estados, excepto en Chile; la capacidad para la violencia individual en Iberoamérica permite descartar cualquier explicación basada en la predis-posición cultural y decir que el problema reside en la falta de organización disciplinaria asociada con la construcción del Estado, que caracteriza la expe-riencia de Europa y Estados Unidos.

Y lo mismo se puede afirmar con relación a las formas de cohesión y so-lidaridad sociales: en la Europa de los inicios del siglo XVII, las comunidades cuajaron a lo largo de líneas isoculturales definidas por la lengua, religión y concentración, que se engranaron con los Estados relevantes o fueron con-quistados por ellos. Estas identidades mostraban una cierta congruencia entre Estado y nación, porque los Estados tenían suficiente poder para someter a las pequeñas minorías a su dominio centralizante, o eran suficientemente débiles

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para separarse en pedazos. En cambio, en América Latina, las identidades centrales no fueron la cultura y nacionalidad, sino la raza, la casta y luego la clase, a finales del siglo XIX. La diferencia no obedece a la falta de rasgos que produjeran identidad nacional, sino a distintos procesos históricos, por eso se puede afirmar que en América se desarrollaron los procesos de asociación, coagulación y organización que conducen al Estado nacional, pero de manera diferente al estándar europeo (Centeno, 2002: 277-278).

Estos argumentos hacen que este autor dude sobre la utilidad de mode-los generales de desarrollo estatal, no porque descalifique las ventajas de un análisis teórico que permita la generalización, sino porque considera que es mejor aumentar los ejemplos relevantes. Por eso se opone a adaptar un modelo abstraído de las ciencias sociales en los estudios de historia comparada, porque de ellos es imposible deducir una vía única de construcción del Estado, pues es necesario preservar el carácter incierto y no lineal de la historia para lograr una mejor combinación de modelo y narración y una mejor comprensión de la relación entre estructuras sociológicas y eventos históricos. Para el caso de América Latina, habría que hablar de la interacción de una estructura sub-yacente, las iniciales condiciones sociales y políticas del continente, con los eventos de las guerras, dentro de la meta estructural del sistema internacional de naciones. Y distinguir diferencias críticas en cada uno de esos ámbitos para la comparación entre Europa y América Latina.

Según el autor, puede entonces hablarse de “causación espiral”, histori-cismo o ruta de dependencia (path dependence), pero sin reducirse al simple relato de las historias: hay que identificar condiciones estructurales que de-terminen las posibilidades relativas de unos resultados sociales e institucio-nales, junto con una apreciación de la manera como esas condiciones operan bajo distintos constreñimientos relacionados con las condiciones iniciales y las secuencias históricas. Para ello, hay que acumular suficientes secuencias y posibles explicaciones para luego clasificar los nexos causales y analizar las respectivas probabilidades y, finalmente, comprometerse con una hibrida-ción o cruzamiento positivista (positivist hybris). No se trataría entonces de establecer una lista de prerrequisitos, sino de analizar sistemáticamente las condiciones de una estructura social particular y de sus diferentes resultados: esto podría frustrar nuestra fascinación profesional por la construcción de modelos, pero podría mejorar nuestra comprensión de los caminos históricos que condujeron hacia la vida contemporánea y nuestra conceptualización de los modelos que observamos en esa historia.

El énfasis en la historia muestra la importancia crucial del orden cronoló-gico: para América Latina no solo hay que recalcar la inexistencia de algunas cosas, como las guerras internacionales, sino señalar que las pocas existentes ocurrieron en el momento equivocado (antes de la consolidación de los Esta-dos). También hay que aceptar la lógica inherentemente circular de causación: la relación entre guerras y Estados no ocurre solo en un ciclo sino en series de giros espirales y cambiantes, donde uno causa al otro, cuya dirección y velo-cidad dependen de las condiciones iniciales, pero donde es crucial el comienzo

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del ciclo. En América Latina, la causación circular entre guerras y Estados comienza en el lugar y tiempo equivocados.

Según Johan Huizinga, las diferencias de perspectiva entre sociólogos e historiadores residen en que los primeros investigan el resultado de lo que ya está determinado, mientras que los segundos deben estar abiertos a la posibili-dad de resultados diferentes. Y Centeno insiste, por su parte, en que mucho del camino de América Latina estaba ya determinado por su herencia, pero que el orden secuencial de los eventos revistió mucha importancia en estos países y en los europeos

La historia no es un juego de dados donde se pueden calcular las po-sibilidades históricas, porque los desarrollos pueden ser lanzados por eventos específicos. En la búsqueda de explicar el pasado y sus relacio-nes con el presente, necesitamos mantener constantemente la atención sobre ambos lados (…) Al final, me gusta la metáfora del cuento de hadas. Hay que notar que los mejores de ellos requieren dos elementos que se encuentran frecuentemente divorciados en las ciencias sociales: una narrativa y una gran moraleja. América Latina posee millones de grandes historias. Y es el tiempo preciso para que empecemos a apreciar las inmensas lecciones que tiene para ofrecer (Centeno, 2002: 278-280).

Guerras civiles y formación del Estado en el caso colombiano

Antes de analizar la pertinencia de los comentarios de Centeno para la com-prensión de los procesos de formación de los Estados en Iberoamérica y Co-lombia, quiero resumir los posibles aportes de Tilly para nuestros países:

a. La guerra internacional y la posterior interacción entre Estados obligaron a los diferentes Estados a adoptar las formas externas del modelo de Estado nacional, a pesar de sus diferentes trayectorias previas.

b. En ese sentido, la guerra entre las naciones modificó las relaciones entre los poderes centrales en vías de construcción y los poderes de hecho existentes en las regiones y localidades al forzarlos a aceptar un cierto grado de centralización estatal, cuya medida varió según la correlación previamente existente entre esos poderes.

c. Sin embargo, la correlación entre esos poderes y las diferentes trayectorias previas, que reflejaban diversas combinaciones entre las concentraciones de coerción y capital, siguieron influyendo en la configuración posterior de los diversos Estados, a pesar de su adhesión formal al modelo de Estado nacional.

Ahora deseo añadir los matices que sugieren los análisis de Centeno: las escasas guerras internacionales no produjeron necesariamente esos efectos positivos sino cuando existía previamente una élite internamente cohesionada e interesada en la formación del Estado, junto con un centro administrativo e institucional, cuyo desarrollo ulterior podría ser estimulado por la guerra. Sin esa institucionalidad y élite centralizantes, la guerra no produce Estado sino

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que profundiza las divisiones sociales y étnicas. Y a la carencia de ellas se debe la escasez de guerras: los Estados iberoamericanos eran demasiado limitados para embarcarse en guerras externas y se veían obligados a luchar contra sus enemigos internos.

A partir de eso, habría que afirmar que las repúblicas iberoamericanas adoptaron el modelo de Estado nacional como producto indirecto de una gue-rra internacional, cuando la invasión napoleónica de la Península hizo entrar en crisis al Imperio español, lo que reactivó la mentalidad autonomista de las municipalidades castellanas de la época de los Reyes Católicos y los Austria en contra de las reformas centralizantes de los Borbones. En primer lugar, hay que tener en cuenta que estas reformas tuvieron como motivación, al menos parcial, la derrota de España en la llamada guerra de los Siete Años (1755-1763), que hizo consciente a los gobernantes españoles de que el país era ya una potencia de segundo orden, atrasado con respecto a Francia e Inglaterra.

Pero, en segundo lugar, hay que tener en cuenta las situaciones previa-mente existentes en regiones y localidades (diferentes concentraciones de ca-pital y coerción) que suavizaban, modificaban o rechazaban el impacto de las reformas. De ahí que los intentos de los gobernantes borbónicos para cen-tralizar y hacer más eficiente su gestión, que implicaba una explotación más sistemática de las colonias americanas2, despertaban la resistencia tanto de los poderes formales como los informales. Por ejemplo, los intentos de establecer el sistema de intendencias despertaron la resistencia de los virreyes, mientras que los esfuerzos de mejorar y ampliar los recaudos tributarios produjeron una serie de motines y revoluciones antitributarias en todo el continente. Para el caso de la actual Colombia, los movimientos comuneros del Socorro, Tunja, Rionegro, los Llanos Orientales y Pasto evidencian la reacción de los pueblos, basadas en las llamadas “constituciones no escritas” según John L. Phelan (1980), frente a las mayores exigencias económicas de la Corona, al tiempo que las tensiones internas entre ciudades y villas en ascenso (Socorro, San Gil, Girón y Tunja).

Estas tensiones, que se prolongan en el momento de la independencia y en los primeros años de las repúblicas, son normalmente dejadas de lado en los estudios comparados sobre el influjo de las escasas guerras internacionales en la configuración de los Estados iberoamericanos. Si se analiza el momento fundacional de esos Estados puede evidenciarse cómo la crisis internacional del Imperio español se combina con las tensiones entre los poderes realmente existentes en las localidades para adoptar paulatinamente formas republicanas de gobierno, pero que ocultaban unas formas previas de poder. En esa doble crisis, la mentalidad autonomista y la existencia de esas tensiones previas pro-dujeron la explosión de los movimientos juntistas tanto en la Península como en Hispanoamérica, donde la reasunción de las soberanías de sus ciudades-repúblicas mezclaba el fidelismo a la Corona española con la reivindicación de

2 Véase el texto de Mcfarlane (1997), especialmente la parte tercera, sobre la política del co-lonialismo de los Borbones y su intento de reconstruir el Estado colonial.

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sus autonomías tradicionales3. Esta ambigua mezcla explica las luchas entre ciudades y regiones, divididas entre regentistas, autonomistas, realistas e in-dependentistas, que van evolucionando hacia la independencia absoluta4. La incapacidad para superar esas divisiones internas explica el éxito de las fuer-zas realistas de reconquista, que produce como reacción la formación de ejér-citos nacionales, “pueblos y naciones en armas”5, que terminan imponiendo el modelo francés de Estado nacional. En ese sentido, la guerra de reconquista de Morillo y Sámano en Venezuela y Nueva Granada hace manifiesta tanto la incapacidad de las ciudades-repúblicas para coaligarse frente al enemigo común como la necesidad de crear ejércitos nacionales, con base en las guerri-llas locales y un embrión de ejército profesional, inspirado en el modelo de la Legión Británica, compuesta por mercenarios escoceses e irlandeses.

Sobre las relaciones y tensiones entre los poderes previamente existen-tes y las rivalidades entre ciudades y villas, que hacen fracasar los intentos de confederación de Cundinamarca y de las Provincias Unidas centradas en Tunja y conducen a las derrotas de Nariño en el Sur y a la fácil reconquista de Morillo, se puede confrontar el libro clásico de Indalecio Liévano Aguirre (2002) , de corte revisionista, con los hallazgos de la historiografía más re-ciente, como es el caso del libro reciente de Daniel Gutiérrez Ardila (2010), el cual muestra los contrastes entre el proyecto expansionista de Cundinamarca —que reivindicaba la centralidad de Bogotá— y el de la confederación de las provincias unidas —que se negaba a aceptarla—. Sobre las continuidades entre las tensiones internas del mundo colonial, se pueden consultar los trabajos de Ana Catalina Reyes (2006 y 2010) para el conjunto del país, Adelaida Sourdís (1994 y 2009) para la Costa Caribe y Zamira Díaz (2007) y Oscar Almario (2009) para el Cauca.

Las contradicciones internas entre las ciudades-repúblicas de esos años son evidenciados por los fracasos de los esfuerzos de Cartagena para someter a Santa Marta; las resistencias de las regiones del Patía y Pasto frente al avance de las ciudades del valle del Cauca y Popayán; las luchas entre federalistas, centralistas y regentistas en el centro oriente del país; el fracaso del intento conjunto de las provincias “patriotas”, bajo el mando de Nariño en el Sur, y el fracaso de las tropas de la confederación de las provincias, al mando de Bolí-var, frente a Cartagena y Santa Marta. Esta situación, que prepara la exitosa reconquista de Morillo y Sámano, ilustra las resistencias que encontraban los nuevos intentos republicanos en el contexto de los poderes realmente existen-tes en la red de ciudades coloniales y sus respectivos hinterland rurales. Sería interesante indagar cuáles de esas ciudades podrían considerarse intensivas en coerción o en capital.

3 Sobre el sentido de las tensiones internas y transformaciones del movimiento juntista, es muy útil el texto de François-Xavier Guerra (2001).

4 Sobre los movimientos juntistas en la actual Colombia se puede consultar la extensa pro-ducción de Armando Martínez Garnica (2002, 2004, 2005, 2007a, 2007b y 2009).

5 Para la evolución de los ejércitos nacionales en Venezuela y Colombia, la referencia más útil es Clément Thibaud (2003, 2007).

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En el contexto antes descrito, Clément Thibaud (2003, 2007) destaca la importancia de la derrota militar para la creación de un ejército nacional y de un Estado centralista: el ejército de Bolívar buscaba crear una administración calcada del modelo napoleónico, pero dentro del horizonte representativo de corte liberal. Esto implicaba la paradoja de la creación de instituciones civiles provenientes del poder de facto de los ejércitos bolivarianos, que les daban su base sociológica y moral. Así, en el Congreso de Angostura, el pueblo fue suplantado por el ejército: de los 30 miembros, 20 eran militares y los civiles eran criaturas de los caudillos. En una carta a Santander, Bolívar sostenía que el pueblo estaba en el ejército, lo que reflejaba implícitamente una crítica a una ciudadanía basada en lazos contractuales y voluntarios a favor de una relación orgánica con la colectividad: la libertad de los antiguos, no de los modernos. El énfasis en las virtudes cívicas y la necesidad de educar polí-ticamente al pueblo por medio del poder moral llevaban a la exaltación del ejército libertador. Pero, paradójicamente, la reflexión sociológica que hacía el propio Bolívar de sus soldados concretos subrayaba el salvajismo que amena-zaba con llevar a la “pardocracia” y al caudillismo como respuesta a ella. Para Thibaud es paradójico que las críticas de autores contrarrevolucionarios como Burke, De Maestre y Bonald, contra el carácter del poder moderno terminaron reforzando las tendencias criptojacobinas y centralistas de los militares (Thi-baud, 2007: 212-217).

Las victorias de Boyacá (1819) y Carabobo (1821) convirtieron la repúbli-ca imaginada en una realidad estatal y reflejaron el tránsito de un ejército de guerrillas a un ejército regular, la adopción del derecho de gentes y el fin de la “guerra a muerte” entre españoles y patriotas para inscribirse en un formato de guerra clásica entre Estados, sujeta al derecho público internacional. La nueva situación fue consagrada en el Congreso de Cúcuta, donde se impuso la urgencia de la guerra de Independencia, defendida por los centralistas, sobre la insistencia de los federalizantes sobre la necesidad de resguardar los derechos frente a los posibles excesos de los gobernantes. La victoria de los centralistas produjo una movilización masiva de la sociedad, a veces por levas forzosas, para la conformación de un ejército de 30.000 soldados en una población de dos millones de habitantes. Pero, después de alcanzado el triunfo definitivo de las tropas bolivarianas en Ayacucho, a fines de 1824, la evolución de la situa-ción evidenció la fragilidad política y la carencia de bases sociales del Estado militar bolivariano (Thibaud, 2007: 217-219).

Esta fragilidad y escasez de bases sociales se vieron acrecentadas por los problemas políticos en torno a la financiación del gran ejército continental de Bolívar, que superaba las capacidades fiscales del nuevo gobierno, en manos del vicepresidente Santander. Siguiendo las pistas, sugeridas por Tilly, sobre la relación entre la financiación de los ejércitos y el funcionamiento de la bu-rocracia, es importante referirse a las consecuencias políticas de este esfuerzo. Para ello, es útil retornar al trabajo pionero de David Bushnell (1996) sobre el primer régimen de Santander. Este autor señalaba que el esfuerzo fiscal nece-sario para sostener un gran ejército más allá de las fronteras de las actuales

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Colombia y Venezuela parecía superar las posibilidades económicas de las nacientes repúblicas. Además de la escasez de fondos para pagar y aprovisio-nar al ejército, la dificultad para conseguir tropas y provisiones en la cantidad que requería Bolívar para su campaña en Perú se acrecentaba por la profunda impopularidad del servicio militar, la población se resistía al reclutamiento y los reclutas se amotinaban o fugaban. Por eso, Bushnell (1966) sostiene que la situación de bancarrota latente producida por el esfuerzo bélico contribuye tanto al colapso del régimen santanderista como a la posterior dictadura de Bolívar (95).

Las dificultades para recaudar contribuciones directas, la desigualdad de sistemas tributarios en Venezuela, Ecuador y la Nueva Granada, la inveterada tradición de evasión fiscal, la corrupción e inexperiencia de algunos funcio-narios, la difícil comunicación entre las regiones, el tradicional contrabando hacían muy difícil el sostenimiento de un ejército continental y de un apa-rato estatal mucho más caro que el colonial. Obviamente, el rendimiento de la tributación era insuficiente para pagar completos los sueldos militares: el desequilibrio crónico de las finanzas hacía que la Cámara de Representantes se acostumbrara a discutir los temas fiscales en sesión secreta para no atemorizar a los amigos ni animar a los enemigos del país. Esto obligaba a expandir la deuda nacional, externa e interna, lo que a veces hacía que el remedio fuera peor que la enfermedad.

Para Bushnell era claro que las limitaciones financieras dificultaban la contratación de funcionarios capacitados y daban al ejército la sensación de que era menospreciado por el gobierno, lo que llevó a los militares a procurar autónomamente sus intereses en materia de pensiones. En algunos casos, las pensiones de viudas fueron cubiertas por los salarios personales de los mis-mos Bolívar y Santander. Frecuentemente, las críticas al sistema tributario se extendían a la crecida burocracia republicana como un conjunto de parásitos inútiles, que se comparaba con la supuesta austeridad del régimen colonial. A esto se añadía la escasa experiencia de los congresistas en materia fiscal, que se combinaba con la falta de funcionarios capaces, especialmente en el nivel local, para que congresistas y políticos se dedicaran a buscar un chivo expia-torio en los funcionarios del ejecutivo.

Esta pérdida de ecuanimidad se hizo evidente en las discusiones sobre el empréstito de los banqueros ingleses, reseñadas ampliamente por Bushnell: rumores y acusaciones sobre las negociaciones, las comisiones y el empleo de los fondos del empréstito caldearon el ambiente político y produjeron una corriente de escepticismo frente a las prácticas fiscales del gobierno. Lo mismo que el manejo de los fondos dedicados a materiales bélicos, aunque Bushnell opina que las ganancias ilícitas fueron de parte de los proveedores extranje-ros y no de los funcionarios nacionales. En general, Bushnell (1966) no cree que Santander y sus colaboradores se hubieran beneficiado personalmente, si bien cree que se pudo presentar cierto favoritismo y clientelismo al decidir cuáles deudas deberían pagarse y cuáles no, como se ve en los reclamos de los

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acreedores insatisfechos y el cabildeo de los que lograban ser reembolsados (96-133).

Este ambiente político caldeado entre amigos y enemigos del vicepre-sidente Santander aumentaría con el regreso de Bolívar al país, la discusión sobre la propuesta de constitución de Bolivia, el manejo de la rebelión de Páez y el resurgimiento del nacionalismo venezolano en contra de la dependencia de Bogotá. En esos problemas se hacían evidentes las diferencias entre Bolívar y Santander en las relaciones con los caudillos regionales como Páez y los oficiales militares, casi todos nacidos en Venezuela, que habían acompañado a Bolívar en sus campañas del Sur, algunos de los cuales eran muy impopulares entre la sociedad civil de la Nueva Granada por su comportamiento arbitrario (Lynch, 1999).

Pero había otras razones de discordia, que tenían que ver con las con-cepciones políticas de ambos: el proyecto de Constitución boliviana, con una cámara alta compuesta por caudillos militares y miembros de las familias tra-dicionalmente dominantes en las regiones, al lado de una cámara baja elegida popularmente, reflejaba un intento de reunir los liderazgos surgidos en la guerra con los tradicionales, de la mano de los representantes elegidos po-pularmente (González, 1997b y 1997c). Además de este proyecto híbrido de Constitución, inspirado en el bicameralismo inglés, la propuesta de presidente vitalicio, que elegiría como sucesor a su vicepresidente, despertaba la oposi-ción de Santander y sus partidarios. En la Convención de Ocaña, Santander se encontró con unos aliados inesperados en los venezolanos más radicalmente separatistas, que no habían sido ganados por Bolívar y Páez, y con la coopera-ción de diputados moderados, liderados por Joaquín Mosquera, que se suma-ron a sus partidarios elegidos popularmente, gracias a la burocracia que había creado en la capital y las regiones. Se hacía evidente la fragilidad política del proyecto bolivariano y sus precarias bases sociales (Safford, 2004).

Según Bushnell, Santander y su grupo habían sentado las bases para el desarrollo futuro del liberalismo colombiano (1966: 392-394). Sin embargo, los análisis de Frank Safford (1977, 1983) han mostrado que los procesos de adscripción política de estos años fueron bastante más complejos, mientras que Marco Palacios (1986a, 1986b) hizo evidente la fragmentación regional de las élites en los primeros años de la República, que se vería compensada por el surgimiento de los partidos tradicionales como confederaciones de redes regionales y locales de poder (González, 1997a; Jaramillo, 1989).

En la conformación de esas confederaciones jugaron un papel muy im-portante las guerras internas: el primer momento de formación de los partidos aparece en torno a los gobiernos posteriores a la Guerra de los Supremos, que giró en torno a la participación en el gobierno de Márquez de los antiguos jefes militares bolivarianos, algunos de los cuales habían participado en la dictadura del general venezolano Rafael Urdaneta, que quería el regreso de Bolívar al poder. La guerra de los Supremos fue la lucha de los jefes militares de las regiones que habían derrotado a Urdaneta, como Salvador Córdova y José María Obando, contra el gobierno de Márquez, antiguo santanderista

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moderado, que enfrentaba la oposición de Santander y sus partidarios más radicales y que recibió el apoyo militar y político de los antiguos bolivarianos, como Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán. En torno al gobierno triunfante se fue estructurando una coalición de grupos y personas que darían lugar al Partido Ministerial o protoconservador, mientras que las facciones derrotadas se coaligarían en el Partido Liberal como fuerza de opo-sición (González, 2010).

El resultado de esa guerra fue la integración, desde arriba, de élites en-frentadas en regiones y localidades y sus respectivas poblaciones, con un Esta-do central que dominaba indirectamente el territorio mediante la articulación de los poderes en torno a una dirigencia y unos programas del ámbito regio-nal. Esta coexistencia de lógicas, que Tilly ha señalado en España, se refleja en una presencia diferenciada de las instituciones estatales según su relación con la estructura de poder dominante en las regiones. Además de esta integración de los grupos de poder, la guerra propició la comunicación física entre las regiones e integró a la población subordinada por medio de lazos clientelistas.

Frente a esta coalición gobernante, que de alguna manera integraba a los militares que habían acompañado el proyecto continental de Bolívar y man-tenía muchos nexos con la jerarquía de la Iglesia católica, la oposición liberal criticaba el uso de la religión como instrumento de gobierno, la centralización estatal, la burocracia seleccionada por el ejecutivo y la existencia del ejérci-to permanente. Según Florentino González, no es cierto que la paz dependa de los ejércitos permanentes, que no hacen sino amenazar a los ciudadanos indefensos creando “un estado de guerra permanente entre el Gobierno y el pueblo”. La paz que reina en Inglaterra, Estados Unidos y Bélgica no depende de la fuerza de los soldados sino de la opinión pública. Por eso concluye que es necesario eliminar el ejército permanente y “crear una fuerza civil, no acos-tumbrada a derramar sangre, ni al dominio del sable, que preste mano fuerte a la ley cuando ella lo necesite; y no servirse de la fuerza militar sino ocasio-nalmente para la guerra exterior”. Se consideraba que el ejército permanente constituía un fermento de privilegio y jerarquía en una sociedad que pretendía ser igualitaria y democrática (Molina, 1970: 17-34).

Las siguientes guerras civiles del siglo XIX profundizarían las adhesiones de la población a los partidos Liberal y Conservador: las guerras de 1851 y 1854 se centraron en torno al alcance de la inclusión de las clases subordi-nadas en la vida política y el papel de la Iglesia católica en la sociedad; la de 1854, caracterizada por la movilización autónoma de los artesanos urbanos y de los militares veteranos que quedaban de las guerras de Independencia, provocó la respuesta de los grandes jefes militares de ambos partidos, al man-do de las tropas de sus clientelas y haciendas, y la renuncia explícita de los dirigentes del partido Liberal a cualquier tipo de organización de las masas subordinadas (González, 2006a).

Las guerras siguientes, en 1861, 1876 y 1885 se centran en la definición del régimen político, federal o centralista, y las relaciones entre centro, regio-nes y localidades, y en el papel de la Iglesia en la sociedad. El régimen federa-lista radical, consagrado en la Constitución de Rionegro en 1863, consagra el

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debilitamiento del Estado central y del ejército nacional, que queda reducido a un pequeño contingente de la guardia nacional. Sin embargo, este cuerpo intervino con frecuencia en la vida interna de los Estados federados, cuyas escasas tropas no podían competir con las del ejecutivo central. Solo con la derrota del liberalismo radical en 1885, la nueva Constitución centralizante de 1886 pondrá las bases para la creación de un verdadero ejército nacional, que solo se desarrollará a comienzos del siglo XX, bajo el gobierno de Rafael Reyes, quien buscará el desarme de la población civil después de la desastrosa Guerra de los Mil Días (1899-1901), la cual demostró que las tropas colecticias y las guerrillas campesinas de las regiones no podían ya competir con un ejército nacional (González, 2006a: 69-191).

En resumen, el recorrido histórico por las guerras civiles de Colombia durante el siglo XIX muestra el papel de las confrontaciones bélicas para la integración territorial y social del territorio, lo mismo que para marcar las relaciones entre centro y periferia y entre elites y clases subordinadas, que caracterizan tradicionalmente los procesos de conformación de los Estados nacionales en Occidente. El caso colombiano, con sus tensiones internas ocul-tas detrás de las luchas de Independencia y la necesidad de formar ejércitos nacionales y supranacionales para la creación del Estado nacional mostraría, de manera cercana a la de Tilly, cómo las situaciones de poder previamente existentes siguen subyaciendo a los modelos formales de Estado que la coyun-tura del país y del continente imponía en el momento de la crisis del Imperio español. Y la ampliación de este análisis a otros países iberoamericanos de-bería considerarlos diferentes momentos y rasgos de los movimientos de in-dependencia, para ilustrar cómo las guerras napoleónicas afectan la situación del Imperio de manera diferenciada según la historia previa de las unidades coloniales que se convertirían en las nuevas naciones.

La aplicación del modelo en Iberoamérica

Esos diferentes desarrollos de las naciones de Iberoamérica podrían darnos pistas para comprender la relativa ausencia de confrontaciones entre los Esta-dos iberoamericanos en sus dos siglos de historia, señalada por Centeno. Para comenzar, habría que considerar la existencia o ausencia de ejércitos colo-niales en la época borbónica, que en sentido estricto solo se dan en México y Perú, aunque los estudios de Christon Archer (1977) y Leon Campbell (1978) sostienen que los militarismos de México y Perú no se originan bajo los go-biernos borbónicos sino durante los comienzos de la República, porque en el período colonial el poder del ejército estaba equilibrado por otros sectores de la burocracia borbónica. Para el caso de Nueva Granada, la actual Colombia, Allan Kuethe (1978) muestra las dificultades que el intento de formar un ejér-cito colonial encontraba en el país por la resistencia de los cabildos, especial-mente los de Santafé de Bogotá y Popayán.

A esto habría que añadir la importancia de la existencia de milicias ciu-dadanas, como en Venezuela (Gilmore, 1964: 99) y Argentina (en este último

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caso debe subrayarse la importancia de la creación de esas milicias para recha-zar la invasión inglesa), la presencia de verdaderas guerras de Independencia, diferenciando los casos de Venezuela, Chile, Colombia y Ecuador de los casos de Perú, México y Brasil. En el caso peruano, habría que destacar la importan-cia de los ejércitos “extranjeros” de Argentina y Chile primero y luego de la Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador), que superan los límites entre las unidades administrativas de las antiguas colonias y de las futuras naciones en proceso de formación.

Además, habría que diferenciar los diferentes impactos de las guerras de Independencia en las sociedades y entre las guerras de Independencia en cada nación: la ferocidad de la guerra sociorracial en Venezuela, las guerras entre ciudades-naciones de la Nueva Granada, y las diferentes relaciones entre cen-tro y periferia que se presentan en cada caso. Por ejemplo, la falta de centra-lidad de Santafé de Bogotá en el conjunto del territorio de la Nueva Granada es evidenciada en las guerras internas entre ciudades. El caso de las luchas de Buenos Aires con las provincias del interior y las coaliciones laxas de caudi-llos regionales enmarcan el surgimiento y la caída de Juan Manuel Rosas en Argentina (Halperin, 1972: 80 y 409; 1981: 199). Antes, habría que analizar los fracasos de Buenos Aires y Bogotá para mantener intacta la unidad admi-nistrativa de los antiguos virreinatos: las tropas bonaerenses son derrotadas en el Alto Perú (actual Bolivia) y la Banda Oriental (actual Paraguay), mientras que el Brasil se apodera del actual Uruguay (la provincia cisplatina); por su parte, la Colombia de Bolívar se disgrega en Venezuela, Ecuador y la Nueva Granada. Los nuevos Estados tienden a coincidir más con las jurisdicciones de las Audiencias que con las de las unidades de los virreinatos.

Convendría también analizar el peso de los ejércitos coloniales e inde-pendentistas en los primeros años de las repúblicas suramericanas: es claro el papel preponderante de Paéz en Venezuela, Flórez en Ecuador, Santacruz en Perú y Bolivia, Iturbide y Santana en México, en relación con las clases dominantes de sus respectivas naciones. Este protagonismo contrasta con el fracaso de las dictaduras de Bolívar y Urdaneta en Colombia y la deposición de O’Higgins en Chile. Esta ausencia o presencia del caudillismo en los diferentes países tiene probablemente que ver con el protagonismo de los jefes militares en el período posterior a la Independencia, que a su vez está relacionado con la manera como ellos interactúan con las élites dominantes de sus países y con la relación que el poder central tiene con las regiones que los componen. La comparación obligada se da entre Venezuela (donde el caudillismo de Paéz, aliado de las clases altas de Caracas, es heredado por Cipriano Castro y Guz-mán Blanco en el siglo XIX y Juan Vicente Gómez a comienzos del siglo XX), y Colombia (donde la coalición bipartidista de los poderes regionales logra bloquear los intentos caudillistas de Mosquera y Obando para mantener al país bajo el control de gobernantes civiles en una historia casi ininterrumpida de elecciones). Y también con el ascenso de Juan Manuel Rosas en Argentina, que se inserta en la lucha entre Buenos Aires y las provincias, que solo logró formar una laxa confederación de provincias y caudillos. Y se podría prolon-

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gar la serie de comparaciones hasta el siglo XX para analizar la presencia o ausencia de líderes populistas, ligados o no al poder militar (González, 1982).

En esa comparación del papel de los militares de la Independencia, puede ser muy útil retomar los análisis de David Brading (1997) sobre los orígenes del nacionalismo mexicano (pp.96-138). El autor sostiene que la manera como logró su independencia cada país de la América española mar-có profundamente su historia inicial. Compara los casos de los ejércitos de Bolívar y San Martín, que se desintegraron o fueron deliberadamente des-truidos después de su triunfo, con los casos de los países andinos y México. En Buenos Aires y Venezuela, a los militares profesionales formados en la guerra continental se les negó el acceso al poder, que quedó en manos de caudillos, “agentes políticos de la clase propietaria, que contaban con mi-licias reclutadas en sus propios distritos”. En cambio, en Colombia y Chile predominó el poder civil (en Colombia por las razones antes señaladas) y solo en el área andina se impusieron los militares profesionales como Gamarra, Castilla, Santacruz y Ballivían, antiguos oficiales del ejército de Goyeneche.

Según Brading, el caso mexicano se asemeja al de Perú y Bolivia: en México, los insurgentes perdieron la guerra; después de la derrota y ejecución de Hidalgo y Morelos, los rebeldes se retiraron a las montañas y al campo, en bandas difícilmente diferenciables de los bandidos sociales, perseguidos por un ejército reclutado mayoritariamente en el mismo país. Los oficiales criollos, que adoptaron el ethos de soldados profesionales, apoyaron la declaración de independencia del Plan de Ayutla y al imperio mexicano de Iturbide. Y des-pués de la caída de Vicente Guerrero, todos los presidentes que gobernaron el país hasta la reforma habían combatido a los insurgentes: Bustamante, Barra-gán, Herrera, Paredes, Arista y López de Santa Anna hicieron que los rasgos iniciales del sistema político mexicano quedara marcado por el predominio de los militares profesionales, aunque en la periferia montañosa estaba controla-da por antiguos insurgentes como Juan Álvarez o jefes indios como Lozada; por su parte, las capitales provinciales estaban dominadas por políticos loca-les, respaldados por considerables ingresos estatales y una milicia cívica capaz de desafiar la hegemonía de la Ciudad de México.

Dentro de este complejo panorama, el ejército, independiente del poder civil, logró restringir el dominio de caciques y jefes locales a las montañas y a la periferia e impedir la consolidación de feudos políticamente autónomos en la región central. Sin embargo, los militares se apoyaban en un grupo ideo-lógicamente amorfo de conservadores liberales, liberales moderados y parti-darios de Santa Anna, que contribuyó al estancamiento político de México entre 1824 y 1853. En ese entorno se destaca Santa Anna, único general con electorado propio, como el hombre providencial capaz de levantar ejércitos y derrotar al enemigo extranjero. Obviamente, la derrota en la guerra contra Estados Unidos minó el prestigio del ejército, pero los liberales moderados se mostraron incapaces de crear un núcleo permanente de poder: incluso la re-forma del ejército, la reducción de su tamaño, su composición voluntaria y la profesionalización de sus mandos, terminaron recreando su organización para

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hacerla capaz de enfrentar al poder civil en la guerra de los tres años (1858-1860) (Brading, 1997: 96-100).

Para Brading, estos grupos liberales no formaban un partido homogé-neo, sino que representaban una coalición amplia de caciques rurales y go-bernadores estaduales progresistas, antiguos insurgentes y nuevos radicales, en contra de un enemigo común, compuesto por la alianza de la Iglesia católica, el ejército y los españoles. Los liberales querían borrar el resultado de las guerras de Independencia, que habían perpetuado un sistema colonial consagrado por el Plan de Iguala, y contrarrestar la amenaza permanente de la dictadura de Santa Anna. Pero, además de la lucha de los liberales contra la Iglesia y el ejército, la guerra representaba también un enfrentamiento de los Estados conservadores de México y Puebla (sede del Imperio azteca y la Nueva España) con la media luna liberal, que abarcaba Guerrero, Michoacán, Jalisco, parte de Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí y Veracruz. De estas zonas procedían casi todos los jefes liberales, exceptuando a Juárez (nacido en Oaxaca). La zona liberal representaba los territorios al margen de los im-perios azteca y tarasco y de la sede del virreinato, tal vez con un proceso más avanzado de mestizaje, con la obvia excepción de los Tarascos y los indios de la Huasteca.

Al parecer, en contraste con el sistema familiar de los valles centrales, que mostraban una dicotomía de peones sujetos a las haciendas por endeu-damiento perpetuo e indios de los pueblos, independientes pero sin tierras y obligados al trabajo estacionario en las haciendas o a la renta de propiedades adyacentes, en la región liberal era posible encontrar una estructura social con un amplio segmento de pequeños propietarios y arrendatarios relativamente acomodados, y debajo de ellos, un gran estrato amorfo de arrendatarios anua-les, jornaleros, medieros y arrimados, muchos de los cuales vivían al margen de la sociedad, que representaban un potencial humano “disponible” para toda clase de revolución. Y, especialmente en el Bajío, existían muchos centros urbanos, desde capitales estaduales hasta pueblos grandes, que albergaban artesanos, trabajadores textiles, mineros, arrieros y pequeños comerciantes. En esta compleja sociedad, rural y urbana, algunos estratos sociales encontraron en el liberalismo “un vehículo para la expresión de sus ambiciones, aspira-ciones y resentimientos”. Para Brading, los pequeños agricultores y artesanos, “agraviados por la superioridad social de los ricos”, representaban algo pare-cido a “la composición típica del radicalismo europeo”: sus deseos de igualdad social y su rechazo al Antiguo Régimen, que los había condenado a un estatus inferior por su clasificación étnica, encontraban su expresión en el libera-lismo. Además, sus lazos de parentesco y amistad, y su mayor cercanía con los sectores marginados, les otorgaban mayor influencia que la que poseían los terratenientes ausentistas para reclutar seguidores contra los españoles, la Iglesia y el ejército (Brading, 1997: 135-138).

Después de la guerra de los Tres Años y del papel desempeñado por las luchas contra Estados Unidos y la consiguiente pérdida de buena parte de su territorio, habría que añadir la importancia de la lucha de liberación nacional

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contra el imperio francés de Maximiliano de Habsburgo en la consolidación de su Estado nacional. Pero curiosamente, como señala Laurens Ballard Perry (1978), fueron las maquinarias políticas creadas por Juárez y Porfirio Díaz las que ayudaron a recrear el Estado mexicano por medio de la combinación de la burocracia de un fuerte ejecutivo central con poderosos gobernadores estadua-les y caciques distritales. Fernando Escalante (1993) retoma este estudio para hablar de los “ciudadanos imaginarios de México”. Mientras que François-Xavier Guerra (1988) analiza la necesidad del papel de los caciques e interme-diarios políticos para traducir el lenguaje republicano a la realidad mexicana, a partir de su papel en el Porfiriato, comparado con la previa organización de la sociedad. La guerra contra los franceses termina produciendo un régimen de lenguaje republicano, pero basado en las sociabilidades previamente exis-tentes: el resultado es “una ficción democrática”.

Algunas ideas conclusivasComo conclusión de estos contrastes, habría que ir más allá de la pregunta inicial de Tilly de por qué el modelo de Estado nacional terminó por imponerse en Europa a pesar de los diferentes puntos de partida, y al que concibe como resultado espontáneo de las guerras y de los subsiguientes arreglos de paz entre las naciones, para plantearse una segunda, que también se desprende de su obra: ¿por qué las guerras internacionales, que produjeron en Europa un sistema internacional de Estados nacionales basados en el control de los ejércitos por los gobiernos civiles y sus burocracias, llevaron en los países del llamado Tercer Mundo al dominio de gobiernos autoritarios, bajo el control de sus ejércitos o de liderazgos personalistas de caudillos carismáticos?

También se debe retomar la pregunta de Centeno sobre la relativa ausen-cia y poco impacto de las guerras internacionales en Iberoamérica, relaciona-da con el carácter limitado de las administraciones de sus Estados (“Estados limitados producen guerras limitadas”), para plantearse el interrogante sobre la situación interna de los Estados capaces de embarcarse en una guerra más allá de sus fronteras: ¿qué hace al Estado chileno capaz de confrontarse exi-tosamente con sus vecinos Perú y Bolivia? Y la pregunta sobre la capacidad o incapacidad de afrontar la amenaza externa, comparando las guerras de Méxi-co frente a Estados Unidos y Francia y sus impactos en la formación de senti-mientos nacionalistas con lo que sucede en el Perú frente a la invasión chilena.

Volviendo a Tilly, el predominio del modelo de Estado nacional en el sistema mundial de naciones tuvo como contraparte la disolución de los im-perios, tanto los multinacionales y multiétnicos como los coloniales maríti-mos, y de las confederaciones de ciudades-Estados o ciudades-repúblicas: las guerras napoleónicas produjeron el colapso del Imperio español en América y el consiguiente surgimiento de los países hispanoamericanos en el siglo XIX, mientras que la Primera Guerra Mundial llevó a la disolución de los imperios austrohúngaro y otomano, con el nacimiento de los Estados de Europa Central y del Oriente Medio. Y la posguerra de la Segunda Guerra Mundial fue llevan-do gradualmente a la descolonización de África y Asia, mientras que el fin de

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la Guerra Fría y la crisis de Europa Oriental están llevando a la disolución del Imperio ruso continuado por la URSS.

Pero, señala Tilly, la bipolaridad de la Guerra Fría fue uno de los ele-mentos distorsionadores del modelo supuestamente democrático del sistema mundial de las naciones, consolidado después de la Segunda Guerra Mundial y de la descolonización de África y Asia, que se vio fragmentado por esos en-frentamientos: mientras que la URSS respaldaba militar y políticamente a los gobiernos de partido único de la Europa Oriental, los Estados Unidos hacían lo mismo con regímenes de dictadura militar en los países iberoamericanos para frenar el avance de regímenes populistas que podrían acercarse a la Unión Soviética y con regímenes despóticos en el Norte de África y en el Oriente Medio para respaldar a Israel y contrarrestar el avance de los fundamentalistas islámicos. La tolerancia frente a las violaciones de derechos humanos, el auto-ritarismo personalista, la corrupción y la trasmisión hereditaria del poder con-trastaba con el apoyo discursivo a los valores democráticos en los países del llamado Tercer Mundo. Sin embargo, la insistencia en los derechos humanos fue incidiendo gradualmente en la democratización más reciente de los países del Cono Sur (Brasil, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay), Centroamérica (El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua), el Caribe (República Domini-cana), que se sumaron al fin de las dictaduras militares de los países andinos (Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia) desde finales de los cincuenta hasta los noventa.

Según el propio Tilly, ese marco bipolar hizo que la descolonización y la lucha contra los populismos condujeran a regímenes autoritarios, abier-tos o con fachada democrática, en vez del tránsito gradual a la democracia de gobiernos civiles que esperaban los teóricos del desarrollismo político. El desdibujamiento creciente de la bipolaridad puede verse como el marco del desarrollo de las nuevas naciones de Europa Central, tanto de las provenientes de la descomposición del Imperio austrohúngaro como del fin de la tutela de la Unión Soviética sobre sus satélites de Europa Oriental, con todos los pro-blemas étnicos y sociales resultantes (Bosnia). Lo mismo puede verse en los movimientos secesionistas de Chechenia, con sus pueblos musulmanes con-quistados por Alejandro I, reconquistados por Stalin después de una efímera independencia en 1917 y reprimidos por Putin. Y en los movimientos demo-cratizadores en Egipto y África del Norte, los conflictos del Medio Oriente y los problemas internos de algunos países africanos.

Sin embargo, es curioso que Tilly no saque las conclusiones del estilo de análisis comparado que utilizó para estudiar la evolución de los Estados euro-peos: la preponderancia militar de Estados nacionales como Francia, Inglaterra y Prusia, lograda por ejércitos nacionales apoyados por una burocracia central que combinaba las concentraciones de capital y coerción, hizo que los demás Estados tuvieran que copiar su modelo de organización estatal y aceptar ser parte de un sistema mundial de naciones, a pesar de no poseer las condiciones de las concentraciones de coerción y capital de los Estados exitosos. El man-tenimiento de sus características originales tenía necesariamente que producir

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profundas distorsiones en el funcionamiento concreto de esos Estados, que adoptaron la fachada institucional de los Estados nacionales sin tener las con-diciones que lo habían hecho posible.

Esas distorsiones se manifiestan desde los conflictos que la crisis del Imperio español, inducida por las guerras internacionales de la Revolución francesa y el Imperio napoleónico, produce en los períodos iniciales de la Independencia, como la llamada “Primera República” en Nueva Granada y Venezuela, descalificada como “Patria Boba” entre nosotros. La crisis de los vínculos con la metrópoli, los temores y simpatías frente a las ideas france-sas y los deseos de autonomía de las ciudades-repúblicas se combinan para producir unos enfrentamientos internos que facilitan el triunfo de los ejér-citos realistas en ambos países. Pero este triunfo trae como consecuencia la necesidad de crear ejércitos nacionales, bajo un mando centralizado, capaz de derrotar a los realistas, no solo en los ámbitos nacionales de Nueva Granada y Venezuela, sino en el resto del continente. En ese sentido, se puede afirmar que nuestros Estados nacionales se originan en una guerra internacional que induce la descomposición del Imperio español, pero también que la manera como se configuraron esos Estados llevaba consigo una serie de tensiones que desembocarían en las guerras civiles del siglo XIX y, en algún sentido, en las Violencias de los cincuenta y de los años recientes en Colombia.

Por otra parte, si comparamos el caso de las guerras de Independencia de la Nueva Granada y Venezuela con otros países iberoamericanos, encon-traremos importantes diferencias tanto en el carácter de las guerras como en el papel que los ejércitos y sus caudillos desempeñarían luego en la configu-ración de las nuevas repúblicas. Para esa comparación habría que tener en cuenta, en primer lugar, la existencia o no de verdaderos ejércitos coloniales en Iberoamérica: los casos de Perú y México son excepcionales, pero incluso su importancia aparece más en la vida republicana que en la colonial; ade-más, conviene recordar el papel que esas tropas, predominantemente criollas, juegan en la represión de las rebeliones de Tupac Amaru, Hidalgo y Morelos, porque esto va a determinar, en buena parte, su conducta posterior. En ese sentido, hay que recordar el papel que juegan los ejércitos transnacionales de Bolívar y San Martín en la Independencia de Suramérica, muy distinto del caso de Iturbide en México. Y, en segundo lugar, habría que tener en cuenta el protagonismo de los caudillos de la Independencia o su ausencia en la confi-guración posterior de las nuevas naciones: es claro el contraste que se presenta entre los casos de México y Perú (donde militares provenientes de los ejércitos coloniales asumen el poder), los de Venezuela y Ecuador (donde Páez y Flores, aliados con los grupos dominantes de Caracas y Quito, siguen en el control de la nación) y los casos de Argentina, Chile y Colombia (donde los generales de la Independencia se marginan o son marginados del poder).

En tercer lugar, estas diferencias llevan a plantearnos la necesidad de analizar las relaciones que se presentan entre las regiones centrales, las re-giones y los territorios periféricos para distinguir los casos en que “el centro no controla” de las naciones en que las capitales logran un aceptable dominio

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del territorio. A la luz de esa comparación, podremos comprender mejor el fenómeno de los caudillos militares en algunos países, su ausencia en otros, el sentido de las guerras civiles que caracterizaron la historia del siglo XIX en Iberoamérica e incluso de la presencia o ausencia de los populismos de la primera mitad del siglo XX y de los neopopulismos más recientes. Y podremos deducir las limitaciones de los Estados iberoamericanos, que hacen que solo ocasionalmente se involucren en guerras necesariamente limitadas, que no logran producir los efectos positivos de fortalecimiento estatal y de la neutra-lización del poder militar que lograron en los países europeos.

El caso de estas guerras limitadas entre Estados limitados puede servir también para ilustrar las ocasiones en que el centro logra un cierto control de la periferia, como los de Chile y Paraguay, para superar sus limitaciones y embarcarse en la aventura de una guerra internacional. Finalmente, habría que analizar más en detalle el caso mexicano, donde el fracaso del caudillismo militar surgido de la independencia condujo, en la guerra contra los Estados Unidos, a la pérdida de buena parte de su territorio, pero reforzó el sentimien-to nacionalista, que se vio incrementado por la lucha contra la intervención extranjera y sus partidarios mexicanos: todo esto desembocó en un nuevo caudillismo, primero civil y luego militar, respaldado por una poderosa ma-quinaria que articulaba mandos militares y poderes regionales y locales con la burocracia del Estado central.

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Capítulo 2

Las guerras de Independencia como guerras civiles: un replanteamiento del nacimiento de la modernidad política en Hispanoamérica1

Tomás Pérez Vejo2

Un problema histórico-político: guerra y configuración de los Estados en Hispanoamérica

La obra, en muchos sentidos seminal, de Charles Tilly (1975, 1985 y 1990) lla-mó la atención sobre el lugar de la guerra en el nacimiento del Estado (“states make wars and wars make states”, Tilly, 1975: 73); también sobre que el triun-fo del Estado-nación como forma de organización política hegemónica de la modernidad, en última instancia de la modernidad misma, había sido en gran parte el resultado de su mayor capacidad para gestionar la guerra. El Estado-nación contemporáneo habría desplazado a otras formas de organización po-lítica coetáneas, básicamente imperios dinásticos y ciudades-Estado, no por representar una forma de organización del poder mejor o más progresista, sino por su mayor eficiencia en la movilización de hombres y recursos para la guerra. Lo que no es óbice para que después esta bien engrasada maquinaria de extracción y movilización de recursos se utilizase para objetivos tan distin-tos de los estrictamente bélicos, como pueden ser las inversiones públicas o el desarrollo de políticas sociales; tampoco para que tuviese consecuencias tan ajenas a los objetivos militares como la conquista de derechos políticos y el paso de súbditos a ciudadanos.

1 Algunos de los argumentos de este artículo han sido ya desarrollados, con mayor amplitud, en mi libro Elegía criolla. Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoame-ricanas publicado por la editorial Tusquets en 2010.

2 Doctor en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ha ejercido la docencia en diversas universidades europeas y americanas. Actualmente es profesor-inves-tigador en el Intituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en México.

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El caso de Hispanoamérica resulta, desde esta perspectiva, bastante pe-culiar. A pesar de que su llegada a la modernidad política estuvo marcada por una guerra generalizada y de que su historia posterior haya sido, en gran parte, la de una interminable sucesión de conflictos bélicos, los Estados hispa-noamericanos, quizás con la excepción de Chile, se han caracterizado por una debilidad extrema. Incapaces no solo de hacer la guerra de manera eficiente, sino también de ejercer funciones como el control del territorio, el monopolio de la violencia o la garantía de los derechos básicos de sus ciudadanos. Con-tradicción que ha sido explicada por algunos autores, en particular Centeno (2002, 2003), a partir del hecho, por lo demás incuestionable, de que la proli-feración de conflictos bélicos en Hispanoamérica es solo cierta por lo que se refiere a las guerras civiles, pero no a las internacionales. Es la paradoja de un continente con muchas y largas guerras civiles y pocas y cortas guerras internacionales. La debilidad estatal hispanoamericana, según esta hipótesis, sería la causa/consecuencia de Estados incapaces de hacer la guerra. El actor principal de la mayoría de los conflictos bélicos desarrollados en el continente no habría sido el Estado, sino otro tipo de poderes al margen o, en muchos casos, en contra de él.

El objetivo de este trabajo no es debatir ni polemizar con las propuestas anteriores sino, partiendo de ellas, proponer la hipótesis de que ya el conflicto bélico que marca el nacimiento de la modernidad política en los territorios de la Monarquía Católica no fue un conflicto internacional, españoles contra americanos, menos por supuesto de españoles contra argentinos, peruanos, mexicanos, etc., sino una guerra civil, americanos contra americanos, lo que explicaría que esta especie de guerra fundacional no solo no fortaleciese el Estado sino que más bien lo debilitase.

En el conflicto de legitimidad producido por la disgregación de un anti-guo orden imperial fracasado fueron muy pocos, si es que hubo alguno, los grandes centros de poder que lograron movilizar hombres y recursos a favor de sus objetivos e intereses. Ocurrió más bien lo contrario, que solo los grupos de poder locales fueron capaces hacerlo, lo que llevó a una disgregación terri-torial generalizada. Es hora de preguntarse, al margen de teleológicas visiones nacionalistas, por qué ninguno de los centros virreinales logró conservar ín-tegro su territorio original, ni siquiera en aquellos casos en que el molde de la nacionalidad fue la unidad administrativa del virreinato, caso de la Nueva España/México; e incluso, yendo todavía más lejos, es hora de preguntarse si la guerra civil generalizada que ensangrentó el continente a partir de 1810 no fue, en gran parte, una guerra entre poderes locales, en la que el área de influencia, y de control político, de cada uno de ellos estuvo condicionada por su capacidad para movilizar recursos, materiales y simbólicos, y por la mayor o menor cercanía de otros poderes rivales.

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¿Cómo convertir una guerra civil en guerra de independencia?

Entre los cuadros que guarda el Palacio Nacional de la Ciudad de México se encuentra el Nicolás Bravo perdona la vida a los prisioneros realistas, pintado por Natal Pesado en 1892 y convertido en lo más cercano a una imagen arque-típica de la guerra de la Independencia que la pintura mexicana logró crear a lo largo de todo el siglo XIX. Representa el momento en que el general Bravo perdona la vida a trescientos prisioneros realistas, un día después de saber que su padre ha sido ejecutado por insurgente. Uno de los pocos episodios magná-nimos en una guerra no demasiado pródiga en ellos.

El que esta imagen extravagante, en el sentido de no representativa, aca-base convertida en algo parecido a la imagen oficial de la guerra tiene que ver con la difícil negociación de memorias que el Estado y la sociedad tuvie-ron que llevar a cabo en las primeras décadas de vida del México indepen-diente. Para el Estado mexicano, la revolución del Bajío marcaba el inicio de una gloriosa guerra de independencia, base y fundamento de su legitimidad como entidad política soberana; para las memorias familiares de muchas de las clases medias y altas mexicanas, el de una guerra sangrienta y brutal con desastrosas consecuencias personales y colectivas. Esta divergencia explica por qué las imágenes de memoria no cristalizaron en torno a grandes victorias épicas sino, básicamente, en la representación de retratos de los héroes de la independencia (Iturbide, Hidalgo, Allende, Morelos, etc.) o en la de episodios de reconciliación, como este perdón de Bravo o el abrazo de Acatempan entre Guerrero e Iturbide, objeto también de varios cuadros de historia. La ausencia de imágenes sobre los grandes episodios bélicos de la guerra de Independencia es, en la pintura oficial mexicana del siglo XIX, casi absoluta.

La representación de los héroes y no de sus hechos permitió obviar los aspectos más conflictivos de la guerra, aquellos que todavía dividieron a la sociedad durante mucho tiempo. No significa lo mismo un retrato de Iturbide, junto a una mesa en la que aparece el Acta de la Independencia o El Plan de Iguala, que su representación en una batalla al frente de las tropas realistas; tampoco uno de Hidalgo en la quietud de su estudio, rodeado de libros y con una imagen de la virgen de Guadalupe en la pared, que el mismo cura de Dolores al frente de sus tropas en alguno de los sangrientos episodios prota-gonizados por estas en el Bajío. Y es que, como afirmaba con toda crudeza en 1849 un periódico mexicano, El Universal, no resultaba fácil “celebrar el 16 de septiembre a los fusilados, y el 27 del mismo mes a los fusiladores” (1849, noviembre 24)3.

La representación de actos de concordia y perdón, por su parte, convertía una guerra sangrienta y fratricida en un episodio de fraternidad nacional. Por ejemplo en el cuadro de Natal Pesado, en el que Bravo no solo perdona a los realistas sino que estos, conmovidos por la nobleza del general insurgente, se

3 La primera fecha conmemora el grito de Hidalgo en Dolores, 1810; la segunda, la entrada del Ejército Trigarante, el de Iturbide, en la ciudad de México en 1821.

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integran después en su ejército, como se encargaron de recordar todos los crí-ticos que en la época se ocuparon del cuadro. Una forma de diluir el carácter de guerra civil que para los contemporáneos sin duda tuvo, y no solo para ellos, porque todavía en 1849 un político y periodista liberal, José María Tor-nel, puede escribir con absoluta naturalidad que “la revolución de 1810 siguió el rumbo de las guerras civiles, la adoptaron unos y la contrariaron otros” (Tornel, 1849, diciembre 20).

Y es que para las sociedades contemporáneas, no solo la mexicana, la presencia de la guerra civil y su inclusión en una memoria nacional resulta complicada y traumática. Más todavía si consideramos que la guerra civil fue el punto de partida de la mayoría, sino de todos los Estados-nación contem-poráneos. La transición del Antiguo Régimen a las nuevas sociedades liberales estuvo marcada, en el conjunto de Occidente, por sangrientos conflictos ci-viles. Los partidarios del mantenimiento del antiguo orden fueron numerosos y la visión épica de un enfrentamiento de los partidarios del progreso y la liberación de la humanidad arrojando al basurero de la historia a una minoría aferrada a sus caducos privilegios es solo propaganda política, convertida por los vencedores en relato histórico.

Lo que hubo en las décadas finales del siglo XVIII y primeras del XIX fue un agónico enfrentamiento entre visiones del mundo contrapuestas, en cuyos bandos militaron personas provenientes de muy distintos estratos sociales y convicciones ideológicas; una sucesión de guerras civiles entre diferentes al-ternativas de organización social, económica y política y no la lucha de los partidarios del progreso y la civilización contra los defensores de la barbarie y la reacción, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas de la retórica cristiana.

La denominación “guerra civil” es, sin embargo, un tabú en la mayor parte de las historiografías nacionales que tienden a ennoblecer el pasado borrando cualquier alusión al fratricidio, visto siempre como algo negativo (Ranzato, 1994). Lograr la victoria sobre la sangre derramada de los hermanos resulta —en sociedades como las nacionales, atravesadas por una metáfora de fraternidad—, innoble y difícil de justificar. La solución es la reescritura de la historia. Los vencedores imponen un relato sobre el pasado cuyo objetivo, en general no explícito, es lograr que la guerra pierda su carácter de conflicto ci-vil y pase a imaginarse, y a nombrarse, como una “guerra de independencia” o una “revolución”. En este proceso, los vencidos pierden la condición de rivales legítimos, la derrota conlleva no solo la pérdida de la guerra sino también, lo que es más importante, la de su condición de miembros del grupo.

La apropiación de la capacidad de nombrar permite borrar el estigma de haber logrado la victoria gracias a la muerte y exterminio de los propios connacionales. Un acto imposible de justificar en sociedades, las nacionales, cuya metáfora básica de autocomprensión es de tipo familiar, una comunidad de hermanos unida por lazos de sangre.

Convertir al enemigo en extranjero y a la guerra civil en guerra de inde-pendencia cumple de manera perfecta esta doble función de deslegitimación/legitimación. En la memoria colectiva, el enfrentamiento fratricida es subs-

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tituido por una lucha entre ellos y nosotros, en la que ellos, los invasores, no forman parte de la fratría nacional y, como consecuencia, derramar su sangre, incluso exterminarlos, se justifica como un bien superior.

No es necesario precisar que todo lo que aquí se viene diciendo tiene sen-tido en sociedades cuyo universo de valores morales está definido por y a par-tir de lo nacional. En sociedades basadas en otros valores, por ejemplo la clase social, lo tabú sería la guerra contra los “hermanos” de clase, y lo legítimo, la aniquilación de la clase enemiga. La retórica del exterminio del enemigo de clase no es, en los movimientos comunistas, menos virulenta y sangrienta que la del exterminio de los enemigos de la nación en los nacionalistas. Hay, en este sentido, una macabra simetría entre los campos de exterminio nazi y los campos de reeducación de la Unión Soviética estalinista. La diferencia sería que la clase es una circunstancia, por lo que cabe la reeducación, mientras que la nación forma parte del ser, por lo que solo cabe la aniquilación y la muerte.

En el caso de las guerras de Independencia americanas, la interpretación de la guerra civil como guerra de independencia encontraría justificación, además, en la presencia de un ejército realista, extranjero, al servicio de un rey extranjero. Aunque para ello haya que ocultar que ese rey extranjero no fue considerado tal por los combatientes de uno y otro bando, la mayoría de las supuestas proclamas de independencia americanas incluyen vivas a Fernando VII; que los ejércitos de realistas e insurgentes estaban formados en su inmen-sa mayoría por americanos, no solo entre los soldados sino también entre los oficiales, y no solo al principio sino hasta el final de la guerras, todavía en la tardía y decisiva batalla de Ayacucho, 1824, el Ejercito Real del Perú, formado por unos 10.000 hombres, apenas contaba con 500 españoles europeos, in-cluidos soldados y oficiales; que tras las derrotas en Trafalgar a manos de los británicos en 1805 y en toda la Península a manos de los franceses en 1809, el “invasor extranjero” vio enormemente reducidas las posibilidades de traslado de tropas al otro lado del Atlántico, por lo que las guerras se desarrollaron prácticamente sin intervención externa. Recuérdese también que nunca hubo un “ejército español” en América, ni antes ni durante las guerras de Indepen-dencia, sino unidades militares con objetivos y estrategias puramente locales y formadas en su inmensa mayoría por soldados americanos; y que muchos de los “españoles” realistas se incorporaron a la vida política de las nuevas naciones independientes, por ejemplo en el ejército, sin ningún problema, es decir sin ser considerados extranjeros.

La únicas objeciones significativas que cabría poner a los argumentos anteriores son la presencia de un cuerpo expedicionario en la Nueva España de unos 10.000 hombres, llegado de la Península en 1812 para apoyar a Félix María Calleja y al Ejército del Centro en el sitio de Cuautla; y la expedición de Pablo Morillo a Venezuela y Nueva Granada de 1814, también de unos 10.000 efectivos. Estos sí, aparentemente, ejércitos” invasores”. En una visión global, sin embargo, los dos cuerpos expedicionarios fueron la gran excepción. Las autoridades de la Península se mostraron, en general, incapaces, no solo de trasladar tropas de un lado a otro del Atlántico sino incluso entre las distintas

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demarcaciones administrativas de América. Es el caso, por ejemplo, de Morillo y su negativa a llevar parte de sus tropas a la Nueva España.

Pero incluso con esos 20.000 soldados invasores, los ejércitos insurgentes y realistas siguen siendo básicamente americanos. Nada extraño si conside-ramos que tanto los ejércitos del rey en América como las milicias creadas a partir de las reformas borbónicas, la base sobre la que se formaron los ejér-citos que combatieron en las guerras de Independencia, también lo eran. Un dato muy revelador a este respecto es que el posicionamiento tanto de los militares regulares como de las milicias no parece estar determinado por el origen europeo o americano de sus oficiales y soldados, sino por otro tipo de dinámicas, variables en cada caso. Por poner algunos ejemplos, en Cartagena de Indias, un español europeo, el teniente-gobernador Blas de Soria, apoyó a las elites de la ciudad, formadas mayoritariamente por españoles americanos, en el derrocamiento del gobernador, también español europeo, Francisco de Montes. En Buenos Aires, las milicias, compuestas casi exclusivamente por americanos, en 1809 ayudaron al virrey a aplastar la rebelión de Chuquisaca, para después, en 1810, apoyar a la junta de la ciudad en contra del virrey. En México, las milicias provinciales del Bajío, compuestas en su inmensa mayo-ría por americanos, se unieron a la rebelión de Hidalgo, mientras que las no menos americanas de la Ciudad de México, Veracruz, Puebla y el norte del virreinato fueron la base del nuevo Ejército del Centro que, a las órdenes de Calleja, defendió con éxito el orden virreinal durante diez años. En Perú, las tropas regulares y las milicias, ambas también mayoritariamente americanas, mantuvieron su fidelidad al virrey casi hasta el final, tanto en la costa como en la sierra. En resumen, los ejércitos y milicias virreinales combatieron unas veces a los realistas y otras a los insurgentes, pero sin que esto tuviera nada que ver con el mayor o menor número de criollos o peninsulares que tuviesen en sus filas.

El enfrentamiento entre identidades nacionales parece haber sido bastan-te tenue. La “nacionalidad” no impidió tomar partido por los insurgentes o por los realistas; tampoco cambiar de uno a otro bando, durante y después de las guerras de Independencia. Posiblemente, entre otras cosas, porque la expresión “españoles de ambos hemisferios” no fue solo una ocurrencia de los diputados de Cádiz. La existencia de una gran comunidad panhispánica, formada por el conjunto de los súbditos del rey católico, estaba ampliamente difundida entre las élites de la Monarquía en esos primeros años del siglo XIX. Si en la Penín-sula la Constitución de Cádiz (art. 18) considera ciudadanos españoles a todos los que “por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”, en Argentina el “Proyecto de Constitución de la Sociedad Patriótica para las Provincias Unidas de la Plata en la América del Sud” de 1813 afirma que “Los españoles europeos amigos de la Constitución y los que hayan hecho servicios distinguidos en tiempos de la Revolución, gozarán de todos los derechos de ciudadanía sin diferencia de los hijos del país”; en Venezuela en 1813, y en el contexto especialmente dramático de la “guerra a muerte” contra los realistas,

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Bolívar proclamará que “se conservarán en sus empleos y destinos a los oficia-les de guerra, y magistrados civiles que proclamen el Gobierno de Venezuela, y se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señalados servicios al Estado, serán reputados y tratados como americanos”; y en Méxi-co, el Plan de Iguala de 1821 se dirige a los españoles europeos proclamando que “vuestra patria es la América, porque en ella vivís; en ella tenéis a vues-tras amadas mujeres, a vuestros tiernos hijos, vuestras haciendas, comercio y bienes”, y a los americanos, preguntándoles “Americano: ¿quién de vosotros puede decir que no desciende de español?”, lo que en el viejo lenguaje es tanto como preguntar quién de vosotros no forma parte de la nación española, al margen de que haya nacido en Europa o América.

Un caso especialmente revelador de este carácter de guerra civil es el de Xavier Mina, sobrino del conocido guerrillero antinapoleónico español Fran-cisco Espoz y Mina, llegado a la Nueva España al frente de una expedición de apoyo no a los realistas sino a los insurgentes y muerto “luchando por la independencia de México”, lo que le ha valido un lugar en el panteón de “los héroes que nos dieron patria”; su estatua es una de las que aparecen en el monumento a la Independencia inaugurado en la Ciudad de México en 1910. Posiblemente esto sea el resultado de un gigantesco malentendido. El objetivo de este militar navarro fue el de combatir el absolutismo en América para desde aquí encabezar una rebelión liberal que permitiese la restauración de la Constitución de 1812 en toda la Monarquía. Parece, incluso, que para su proyecto esperaba contar con el apoyo de los españoles europeos en América. Al menos eso fue lo que le comunicó a Teresa de Mier, ante el absoluto descon-cierto del fraile, “A mi reconvención [sobre la falta de apoyo en las provincias interiores] contestó que contaba con sus paisanos, como si los españoles fue-sen los mismos que en España” (Mier, 2006: 232). Al margen de los errores de apreciación del navarro, no parece que el suyo fuese precisamente un proyecto independentista.

Los motivos que empujaron al joven Mina a la aventura mexicana, que pagó con su vida, no debieron de ser muy diferentes de los que llevaron a muchos de los primeros liberales españoles a celebrar Ayacucho como una victoria frente al absolutismo borbónico, o de los que hicieron que no se acu-sase de traición a Rafael del Riego cuando en 1820 sublevó las tropas reunidas en Andalucía para pasar a América a combatir la insurgencia y las dirigió a Madrid para imponer a Fernando VII la Constitución del 12. Un hecho que selló de manera definitiva cualquier posibilidad de la Monarquía de recuperar sus posesiones americanas. A pesar de ello, nadie en España, ni siquiera sus enemigos, acusó a Riego de traición a la patria, probablemente porque eran muchos los que estaban convencidos de que el conflicto americano era solo la continuación del que se estaba dando en la Península entre los partidarios del absolutismo y del liberalismo, y que la simple promulgación de la Constitución llevaría la paz y la tranquilidad a todos los territorios de la Monarquía. Esto es lo que, de manera más o menos literal, afirmó el militar asturiano en su arenga del 1.° de enero en Cabezas de San Juan, antes de trasladarse a Arcos de la

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Frontera para deponer al organizador del ejército expedicionario, el Conde de Calderón, que no era otro que Félix María Calleja del Rey, el general realista que unos pocos años antes había prácticamente acabado con la insurgencia en la Nueva España. Y es que, en efecto, parecía como si todo conspirara para ver la guerra como un enfrentamiento entre liberales y absolutistas, en Espa-ña y en América, hasta con los mismos protagonistas a uno y otro lado del Atlántico.

Una visión, la de las guerras de Independencia como un enfrentamiento entre liberales y conservadores, que estaba ya claramente equivocada a la altura de 1820, tal como percibieron algunos liberales españoles más perspi-caces o con mejor información sobre la evolución de los sucesos americanos. Ese mismo año, Valentín Llanos publica en Londres, donde estaba viviendo, un folleto con una dura crítica tanto a la posibilidad de una conquista mili-tar como a la de una reconciliación de los liberales de “ambos hemisferios” (Llanos, 1820), y en este caso la “mejor información” debía de provenir de su hermano, uno de los muchos españoles hechos mexicanos por la declaración de independencia de Iturbide. Una nueva edición de su libro, en 1828, está dedicada “a los patriotas de México”.

¿Cómo convertir una guerra civil en revolución?

Cuando el uso del término “guerra de independencia” resulta excesiva-mente difícil de imponer, la alternativa es recurrir al de “revolución”. La guerra civil se convierte así en el enfrentamiento entre unas minorías retrógradas, aferradas a la defensa de sus privilegios y deslegitimadas por la historia, y unas clases populares que, cansadas de la iniquidad del sistema, se levantan en armas y derriban el caduco y obsoleto orden anterior. Aunque siempre queda el problema de cómo explicar la capacidad de resistencia de estructuras tan desfasadas y con tan escaso apoyo o, como se ha demostrado para el caso de las independencias americanas, el que la contrarrevolución, la contrainsur-gencia en este caso, haya contado con la colaboración activa de individuos provenientes de las clases populares y, sobre todo, con la indiferencia de la mayoría. Al menos desde una perspectiva estadística las clases populares más que participar en la revolución de la independencia parece que se limitaron a sufrirla, algo que posiblemente se podría decir de la mayoría de las revolucio-nes. Aunque en otros casos la participación de las clases populares del lado de los realistas fue activa y determinante, tanto como del lado de los insurgentes. Es lo que ocurre, de manera muy notoria, con las tropas de negros, zambos y mulatos con las que Tomás Rodríguez Boves puso en jaque a los ejércitos independentistas venezolanos entre 1813 y 1814.

Hay, de todas formas, muchos motivos para pensar que en las guerras de independencia americanas cuando los grupos populares, indígenas y no indígenas, tomaron una actitud más activa de uno u otro lado, fue más mo-vidos por la xenofobia, el miedo, la religión y conflictos anteriores de tipo

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local que por las ideas de independencia y libertad o por el mantenimiento de la unidad de la Monarquía. Tal como afirma Jean Piel para el caso de Perú, “en Junín y Ayacucho, los soldados peruanos de ambos bandos, realistas e independentistas, se mataban entre sí sin pensarlo. Para la mayoría la idea de un Perú independiente no significaba nada” (Piel, 1970: 16). Resulta dudoso el que se matasen «sin pensarlo», algo pensarían y, posiblemente, muchos tendrían incluso motivos precisos y concretos para querer la muerte y el exterminio de sus enemigos: fidelidad a un jefe militar, viejos odios locales y familiares, etnofobias múltiples, conflictos en torno a la tierra, perspec-tivas de saqueo, mejora de su condición social y económica, etc., etc. No hay ninguna duda, sin embargo, de que “la idea de un Perú independiente no significaba nada”, ni la de una Argentina, ni la de un Chile, ni la de una Colombia, ni la de un México. Pero no solo para los soldados sino también para bastantes jefes y oficiales.

El influyente e interesante historiador argentino, Tulio Halperin Donghi, va todavía más lejos y afirma, en su libro Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850 (Halperin Donghi, 1985) que no hay ni una sola revolu-ción en todo el continente sino solo una sucesión de revueltas y rebeliones. Una forma bastante tajante de eliminar la idea de estas guerras como una revolución.

Interpretar las llamadas guerras de Independencia como una revolución tiene, a pesar de todo, algunas ventajas. Al margen de que ya algunos contem-poráneos las denominaron así, parece bastante evidente que en 1810 se abrió un proceso que trastocó las estructuras económicas, sociales y políticas de la Monarquía Católica hasta volverlas completamente irreconocibles. Un autén-tico cataclismo que cambió radicalmente la faz de la América española. Pocos sucesos históricos suman tantos méritos para ser calificados de revoluciona-rios, y todo ello además en un plazo de tiempo extremadamente corto, poco más de diez años si nos atenemos a la cronología tradicional. La interpretación de las guerras de la Independencia como una revolución permite, además, enmarcar los sucesos ocurridos en la América española durante la segunda década del siglo XIX en uno de los modelos interpretativos más coherentes y sugestivos de todos los propuestos hasta ahora para su explicación. Aquel que considera que las independencias fueron básicamente una revolución política, no unas guerras de liberación nacional, y parte de la gran revolución hispánica que tuvo lugar en el contexto, causa y consecuencia a la vez, de la disolución de la Monarquía Católica. La interpretación de las guerras de Independencia americanas como una expresión particular de la común revolución hispáni-ca tiene una de sus expresiones más precisas en la obra de François-Xavier Guerra, a la que remito al lector interesado (véase en particular Guerra, 1992).

Repensar las guerras de la Independencia como una revolución resuelve algunos problemas pero hace aflorar otros. Entre otras cosas, porque no hubo la marcha gloriosa de una mayoría que barrió con los privilegios de unos pocos, la minoría derrotada y arrojada al basurero de la historia, sino una sorda lucha entre múltiples proyectos políticos alternativos que se prolongó

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durante varios años y cuya continuidad entre unos y otros resulta más que problemática.

Por lo que se refiere a su duración, no son pocos los autores que conside-ran que el origen de la “revolución” de las independencias habría que buscarlo mucho antes, al menos a partir de las reformas borbónicas, aunque aquí habría que considerar que las reformas no son por definición una revolución y que los cambios tuvieron lugar de manera pacífica. Muchos son también los que consideran que su conclusión debe de llevarse hasta bastantes años más tarde, a algún momento de mediados del siglo XIX con fechas que varían de unos países a otros, y aquí sí cabe hablar de revoluciones y de violencia política más o menos intermitente. Es decir una “revolución” que tendría lugar en un lapso de tiempo relativamente prolongado y cuyo calendario no se podría en ningún caso limitar al de las guerras de Independencia.

Más problemática aún resulta la continuidad entre los diferentes proyec-tos políticos. Los cambios de bando de algunos de los participantes son noto-rios y hacen pensar en una dificultad real de articulación de proyectos más que en decisiones fortuitas fruto de veleidades personales. Un reflexivo teólogo como el canónigo novohispano Manuel de la Bárcena puede pasar de defender el absolutismo monárquico a militar por la Independencia (es de hecho uno de los firmantes del Acta de Independencia de México), pasando antes por el constitucionalismo liberal, todo ello posiblemente sin cambiar demasiado su forma de pensar. Pero no es solo un teólogo dubitativo el que oscila entre una postura y otra, Carlos María de Bustamante, el exaltado libelista, defen-dió primero la unión sagrada de la Vieja y Nueva España para luchar contra Napoleón y se convirtió después en uno de los mayores propagandistas de la Independencia como recuperación de la soberanía perdida a manos de los conquistadores, todo ello con la misma pasión y fogosidad.

Estos cambios personales son, a pesar de todo, un asunto menor. Más pro-blemático resulta encontrar una línea coherente entre los diferentes proyectos de organización social y política. La historiografía liberal, de la que seguimos siendo en gran parte herederos, estableció una continuidad histórica entre los ilustrados del XVIII, los insurgentes y el liberalismo de la primera mitad del XIX: la senda del progreso que llevaría a la liberación de la humanidad arran-cándola de las manos del atraso y de la reacción. Una bella historia piadosa.

Los “reaccionarios” se muestran a veces muy “modernos” tanto en sus métodos como en sus objetivos. Habría que plantearse muy seriamente la posi-bilidad de la existencia de dos proyectos modernizadores contrapuestos en los que Ilustración y liberalismo no sean dos estadios de un mismo proceso sino dos caminos alternativos. En todo caso, terminadas las guerras de Indepen-dencia, pero no las guerras civiles de las que forman parte como se intentará demostrar más adelante, la continuidad Ilustración-liberalismo es mucho me-nos clara de lo que tendemos a pensar. Por poner un ejemplo concreto, no cabe ninguna duda de que el conservador mexicano Lucas Alamán es mucho más heredero de la Ilustración novohispana que cualquiera de sus rivales políticos liberales. ¿Quién representa aquí las luces de la Ilustración, el reaccionario Alamán o sus progresistas enemigos liberales? Nada demasiado diferente a lo

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ocurrido en el resto del hemisferio, donde no fueron pocos los antiguos ilus-trados que formaron parte del bando conservador.

En el contexto de las revoluciones burguesas o revoluciones atlánticas, la contrarrevolución ha sido generalmente entendida como una simple vuelta al Antiguo Régimen. Sin embargo, como ya observó Godechot (1961) para el caso de la revolución por antonomasia, la francesa de 1789, difícilmente se puede afirmar que esto fuera así. No podemos entender la historia de las re-voluciones burguesas, atlánticas, liberales o como queramos llamarlas, como el simple enfrentamiento entre una propuesta reaccionaria, cuyo único obje-tivo sería el mantenimiento del Antiguo Régimen, y otra revolucionaria, cuyo proyecto, perfectamente definido desde sus orígenes, era la construcción de una sociedad nueva regida por los principios del liberalismo. Menos todavía si cargamos este enfrentamiento con un fuerte contenido moral, una especie de lucha metafísica entre el bien y el mal, entre el progreso y la reacción. Este fue el relato construido por el liberalismo triunfante y hecho suyo por las diferentes historias nacionales. Pero esta es solo —y parece innecesario tener que decirlo— la narración imaginada por los vencedores, que hace de la con-trarrevolución una simple anécdota sin otro proyecto político que la defensa irracional de sus caducos privilegios.

Un análisis más atento del enfrentamiento revolución/contrarrevolución nos muestra, por el contrario, que la contrarrevolución contaba con una ideo-logía propia, con proyectos alternativos de organización social y política y que, en muchos casos, es más heredera de la tradición ilustrada que la propia revolución. Algo que resulta especialmente claro en el caso de los conservado-res hispanoamericanos, uno de cuyos más conspicuos representante es preci-samente el mexicano Lucas Alamán que acabo de citar, cuyo proyecto político difícilmente puede reducirse a querer la vuelta al Antiguo Régimen, menos todavía al dominio español, entre otras cosas porque en algunos casos fueron los responsables de la ruptura definitiva con España. Las raíces ideológicas de este conservadurismo remiten, en general, a una Ilustración hispánica carente de cualquier resabio anticlerical, pero no por ello menos ilustrada.

Revolución y contrarrevolución se enfrentan y contraponen en una dia-léctica más compleja de lo que una simplificación de sus discursos nos podría llevar a pensar. Los temas de debate, y de combate, en la América española posterior a 1808 no fueron solo, y quizás ni siquiera principalmente, los dere-chos de la Corona o el mantenimiento de la unidad de la Monarquía Católica, sino también el absolutismo borbónico, las ideas políticas y religiosas de la Ilustración, las formas de gobierno, el liberalismo constitucional, el papel de la Iglesia, el origen de la soberanía, etc., etc. En otros casos ni siquiera fueron estos grandes temas la causa de la disensión y de la guerra, sino otros, no por más cotidianos menos importantes, como la liberación del comercio, un tema crucial para los comerciantes vinculados al monopolio gaditano; la relación con potencias europeas, básicamente Gran Bretaña, Francia y Portugal, cuya actitud frente a la guerra varió en función de los intereses de cada momento; los conflictos entre los diferentes grupos de poder, etc. Los posicionamientos

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frente a ellos fueron múltiples, contradictorios y cambiantes, y no pueden, en ningún caso, ser reducidos a la oposición absolutismo versus liberalismo.

No resulta, además, fácil establecer bloques homogéneos con una conti-nuidad en el tiempo. Hasta el punto de que afirmar, por ejemplo en el caso de México, que la consumación de la Independencia fue obra más de la contrarre-volución que de la revolución, de los defensores de los derechos dinásticos y de la unidad de la Monarquía más que de los de los derechos de la nación y la ruptura con el rey, es algo más que una boutade. En todo caso, el conflicto en torno a la mayor parte de estos temas no se zanjó en los primeros años de la década de los veinte, sino que se va a prolongar a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX, en realidad hasta casi el último cuarto de ese siglo en la mayoría de los países americanos, cuando finalmente pareció lograrse una cierta estabilidad política y social.

No solo no se resolvieron estos problemas, sino que el propio desarrollo de las guerras generó una ruptura profunda que debilitó los equilibrios de un mundo que durante casi trescientos años había sido capaz de resolver la ma-yoría de sus conflictos políticos internos dentro de cauces institucionales y sin necesidad de recurrir a la endémica violencia que caracteriza la vida de todos los Estados nacidos a partir del colapso de la Monarquía, incluida la propia España, durante sus primeras décadas de vida independiente.

La inestabilidad política del mundo hispánico a lo largo de la mayor parte del siglo XIX no fue el resultado de no se sabe qué atávicos impulsos existenciales, del caudillismo congénito de la raza o de la incapacidad para el autogobierno, tal como todavía a algunos autores les gusta repetir, sino de la difícil transición entre dos modelos de sociedad, en muchos sentidos incluso entre dos formas de civilización, y del establecimiento de nuevas formas es-tatales capaces de sustituir el antiguo Estado monárquico. Si algo caracterizó los trescientos años de existencia de la Monarquía Católica fue precisamente su estabilidad. Reyes ineptos y menos ineptos, validos competentes y menos competentes, crisis de subsistencia y hasta un cambio de dinastía se sucedie-ron sin que sus estructuras políticas y sociales se vieran afectadas y sin que los atávicos impulsos existenciales, el caudillismo o la incapacidad para el auto-gobierno apareciesen por ninguna parte. La existencia de caracteres naciona-les o espíritus de los pueblos hace ya tiempo que debería haber sido descartada como factor explicativo de la historia. Siguen, sin embargo, dejando sentir su larga sombra afirmaciones que apenas sirven para disfrazar prejuicios, no por más arraigados más reales.

Al margen de estas consideraciones, aun aceptando la existencia de dos bloques perfectamente definidos, resulta extremadamente difícil determinar, en la crisis de la Monarquía Católica, cuál fue el partido de la revolución y cuál el de la contrarrevolución. En la parte europea, el alineamiento de muchos de los antiguos ilustrados a favor de José I y de la Constitución de Bayona pare-cería indicarnos que ellos eran el partido de la revolución, en este caso los que luchaban contra los franceses serían la contrarrevolución. Una interpretación que avalaría la composición de las Juntas de Defensa, heterogénea pero con un predominio absoluto de notables del Antiguo Régimen, y el programa de

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la mayoría de ellas, limitado a la defensa de la religión, la patria y el rey, un perfecto proyecto reaccionario retomado punto por punto posteriormente por los defensores del absolutismo carlista en la España del siglo XIX.

Sin embargo, la elaboración de la Constitución de Cádiz de 1812, con claros rasgos liberales y revolucionarios, con todas las precisiones que se pue-dan hacer a esta afirmación, y la suerte seguida por muchos de los que habían luchado contra los franceses bajo la restauración absolutista de Fernando VII, hace imposible la afirmación de que los que se opusieron al hermano de Na-poleón defendían al Antiguo Régimen. No más, por supuesto, que la idea de que los contrarrevolucionarios fueron los afrancesados partidarios de José I, cuya suerte bajo el absolutismo no fue mejor que la de los partidarios de la Constitución gaditana. No resulta fácil calificar de contrarrevolucionarios a los afrancesados y de revolucionarios a los autores de un texto como el gadi-tano, que busca su legitimidad en el respeto a la constitución histórica de la Monarquía. Es lo que se afirma de manera literal en el Discurso preliminar, obra básicamente de Agustín de Argüelles: “proyecto de Constitución para res-tablecer y mejorar la antigua ley fundamental de la Monarquía”. Por no entrar en los conocidos planteamientos del texto constitucional sobre la religión: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y pro-híbe el ejercicio de cualquiera otra” (art. 12); o en lo complicado que resulta considerar revolucionarios a alguno de sus redactores, como Joaquín Lorenzo Villanueva, uno de los líderes del grupo liberal, autor del libro Las angélicas fuentes o el tomista en las Cortes, en el que trata de demostrar que la abolición del Antiguo Régimen encontraba justificación en el pensamiento de Santo Tomás. No parece que el autor de la Suma Teológica sea precisamente un aval de ruptura con la tradición.

En realidad, tanto la Constitución de Cádiz como los afrancesados par-tidarios de José I venían, en su mayoría, de una común tradición ilustrada hispánica que durante medio siglo había luchado por la modernización de la Monarquía Católica pero sin que dejase de ser ella misma. Un complicado pro-yecto que explica las contradicciones y ambigüedades de unos y de otros. El conflicto desatado en Bayona los situó en campos distintos y enfrentados, pero con proyectos políticos no demasiado divergentes. Disentían sobre la legitimi-dad de José I, pero no sobre la necesidad de reformas, ni siquiera posiblemente sobre el sentido que estas debían de tener.

Si algo supuso la crisis de la Monarquía fue el fin del absolutismo, tanto en la práctica como en la teoría. En el caso de los que aceptaron la abdicación a favor de José I, porque, aun siendo en muchos casos los representantes de las antiguas autoridades absolutistas, su reconocimiento significaba entrar en el engranaje de la modernidad política heredera de la Revolución francesa y de los cambios que esto significaba. En el de las Juntas, porque, al margen de sus proclamas de fidelidad a Fernando VII, no dejaban de ser un poder revo-lucionario que rompía, de facto, con la tradición absolutista de un gobierno que durante siglos se había ejercido de arriba hacia abajo y sin considerar para nada el derecho de los súbditos a la iniciativa política.

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Lo mismo ocurre en el lado americano de la Monarquía, donde las viejas interpretaciones de una insurgencia liberal enfrentada al absolutismo realista han ido dejando paso poco a poco a una visión mucho más matizada cuando no justamente a la contraria. Entre otras cosas porque en el desarrollo del liberalismo hispánico jugó un papel determinante la Constitución de Cádiz, a la que, con mayor o menor entusiasmo, los jefes realistas se adhirieron en los períodos en los que estuvo vigente y se opusieron en los que no lo estuvo. Es decir, los realistas representaron unas veces la revolución liberal y otras el absolutismos fernandino, por supuesto al margen de sus ideologías personales.

No mucho más claros fueron los posicionamientos de la insurgencia. La historiografía liberal del siglo XIX puso todo su interés en mostrar una línea de continuidad histórica entre el pensamiento insurgente, el enciclopedismo del XVIII y las revoluciones francesa y americana. Los sucesivos “revisionis-mos” han mostrado, de forma bastante convincente, tanto el tradicionalismo de muchos de los líderes insurgentes como, sobre todo, su dependencia de la Ilustración hispánica. Poco queda ya a estas alturas de la imagen de un pensamiento insurgente hijo del enciclopedismo, la Revolución francesa y el liberalismo; poco queda, como consecuencia, de las guerras de Independencia como un enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución.

A partir de la, en muchos aspectos, obra seminal de Luis Villoro, El proce-so ideológico de la revolución de independencia (1999), se ha ido afirmando la idea de que una buena parte de las ideas liberales presentes en la insurgencia americana provienen precisamente de la Constitución gaditana de 1812, que a su vez sería menos liberal y más heredera de la tradición ilustrada hispánica de lo que se ha tendido a pensar. Y aquí sería necesario precisar que esto no es exactamente lo mismo que decir que provienen de España. Cádiz fue el úl-timo gran laboratorio político de la Monarquía Católica en el que americanos y peninsulares, los españoles de ambos hemisferios, debatieron y aprendieron sobre una nueva forma de ejercer y organizar el poder. Como recuerda todavía en 1820, con una cierta nostalgia, uno de los liberales exiliados en Londres —en el raro contexto de una obra cuyo objetivo declarado es convencer a sus correligionarios españoles de que la opción gaditana ya había fracasado y que la única solución era el reconocimiento de las independencias americanas—, Cádiz había sido escenario de un suceso tan extraño y extraordinario como que gentes llegadas de todos los rincones del planeta intentaran ponerse de acuerdo sobre cómo darse un sistema de gobierno común: “Confieso que el espectáculo de los delegados de tantas naciones, tan extensas y distantes, re-unidos baxo un mismo techo, tratando, como si fuesen negocios de una misma familia, tantos y tan diversos intereses es un espectáculos verdaderamente sublime” (Llanos, 1820: 22).

No hay que perder de vista, “y muchas veces se pierde”, son palabras de Varela Suanzes (1983: 2), “que el Congreso doceañista significó el primer parlamento moderno de las Españas (y el último, ay). De la peninsular y de la ultramarina”. No creo que haya que lamentarse porque fuera el primero y últi-mo, el que aparezca o desaparezca una entidad nacional soberana es un hecho políticamente neutro, cuya bondad o maldad solo puede medirse, en todo caso,

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por los efectos que tenga para las poblaciones concernidas. Sí estoy comple-tamente de acuerdo, por el contrario, con la afirmación de que “muchas veces se pierde de vista” que el primer liberalismo hispánico es tan europeo como americano, con complejas relaciones de ida y vuelta. Frecuentemente se olvida que estamos hablando del mismo espacio político-cultural en el que las ideas van y vienen sin que exista una jerarquía clara entre los diferentes centros emisores. Los mismos panfletos y periódicos circularon y se reimprimieron a uno y otro lado del Atlántico, desde Cádiz a Buenos Aires y desde Buenos Ai-res a México. Uno puede sorprenderse por ese extraño hallazgo semántico de la Constitución de Cádiz de que “la nación española está formada por los es-pañoles de ambos hemisferios”. Más sorprendente todavía es que un año antes el Acta de Independencia de Venezuela empleó una expresión prácticamente idéntica refiriéndose a los Borbones que en Bayona “faltaron, despreciaron y hollaron el deber sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mun-dos”. ¿Influencia o solo el reflejo de un mismo marco jurídico-cultural? Más parece lo segundo que lo primero.

La ciudad andaluza, en ese momento la más americana de las ciudades europeas de la Monarquía o, si se prefiere, la más europea de las americanas, fue el catalizador donde confluyeron y se mezclaron todas esas corrientes que recorrían el mundo hispánico en un sentido y otro. La Constitución es como es porque se hizo en Cádiz, en ese momento la más cosmopolita de las ciu-dades del orbe hispánico; porque se hizo en ausencia del rey, lo que permitió plantear y discutir cuestiones de soberanía que si no difícilmente se hubieran podido plantear en ese momento; y porque en los debates para su elaboración participaron representantes venidos de todos los rincones de la Monarquía, lo que la abrió a polémicas y discusiones que, casi seguro, no hubieran aparecido en unas Cortes únicamente peninsulares. Es la Constitución de la Monarquía Católica, imaginada como nación española, no la de España.

Leyendo a algunos autores españoles se tiene a veces la impresión de que en los debates parlamentarios de Cádiz participaron solo diputados españoles, entendido este gentilicio en su significado actual, quienes elaborarían una constitución también solo para España. Y esto es absolutamente falso, en los debates gaditanos participaron representantes de la nación española, elegidos por los ciudadanos españoles, todos aquellos “que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios” (art. 18). Las Cortes de Cádiz fueron “hispánicas”, no españolas, y la participación de los “españoles americanos” resultó en muchos aspectos determinante. Lo fue, sin duda, desde un punto de vista cualitativo. El texto hubiese sido otro sin los diputados de América, por ejemplo, por lo que se refiere al problema de la representación. Pero también cuantitativo: entre los diputados firmantes de la Constitución el grupo más numeroso fue el de los novohispanos (18), seguido de los valencianos (17), los catalanes (16) y los gallegos (14), ya a continuación los representantes, con números menores, del resto de territorios de la Monarquía. Datos que hay que tomar con una cierta cautela ya que la parte peninsular de la Corona de Casti-lla aparece dividida en los múltiples reinos y señoríos en los que se subdividía

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(Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, León, Molina, Sevilla, Extremadura, Jaén, Asturias, Provincias Vascongadas, etc.) pero que no dejan de ser significati-vos. Por cierto, que si hubo americanos entre los firmantes de la Constitución también los hubo entre los que rubricaron el Manifiesto de los Persas pidiendo a Fernando VII su abolición, diez sobre un total de 59, cuatro novohispanos, cinco peruanos y un rioplatense. En la guerra civil de carácter transcontinental que se libró en el interior de la Monarquía Católica, la elección de bando no estuvo determinado por el origen geográfico, sino por los posicionamientos ideológicos. El anacronismo de confundir Monarquía Católica, la nación de la que se habla en Cádiz, con España parece contar con muchos adeptos a uno y otro lado del Atlántico.

La ingeniería constitucional puesta en marcha en Cádiz buscó transfor-mar una monarquía de Antiguo Régimen en una nación moderna, todo ello en el marco de un espacio geográfico que se extendía desde Baleares a Filipinas y desde el extremo sur de América hasta el centro de los actuales Estados Unidos. Hablar, como han hecho algunos autores, por ejemplo Timothy Anna (1983), de la actitud hipócrita de las Cortes de Cádiz y de su fracaso resulta, como poco, discutible. No se puede pasar por alto que en la representación estable-cida por la Constitución se establece una igualdad absoluta, un diputado por cada 70.000 ciudadanos, lo mismo en Europa que en América; también una no desdeñable capacidad de autogobierno local, a través de las diputaciones provinciales. Todo ello en medio de un debate extremadamente complejo en el que hubo que compaginar las demandas de igualdad territorial con la visión de muchos diputados americanos que, como supo ver muy bien François-Xavier Guerra, tendían, en muchos casos, a entender la unidad de la Monarquía no a partir de la igualdad sino de una suma de particularismos (Guerra, 1992: 117). Se reclamaban, a la vez, la igualdad y el derecho a la diferencia.

El resultado final, a pesar de todo lo anterior, consiguió un relativo con-senso. Resulta revelador a este respecto que hasta un decidido partidario de la ruptura política con la Monarquía, el mexicano Carlos María de Bustamante, pueda argumentar todavía en 1820, en La Constitución de Cádiz; o, motivos de mi afecto a la Constitución que la Constitución de 1812 hubiera sido un marco político apropiado para una nación extendida a ambos lados del Atlántico (Bustamante, 1971). La existencia de unas Cortes generales, con una propor-cionada representación de los americanos, y el reconocimiento del derecho al autogobierno local mediante las diputaciones provinciales, permitían a uno de los más activos libelistas a favor de la independencia plantearse que la solu-ción ideada en Cádiz podría, a pesar de todo, haber sido apropiada. Opinión no muy diferente a la mantenida por el oidor de Cuzco, Manuel Lorenzo Vidau-rre, quien también aplaude el grado de autonomía local que la Constitución permitía.

La ingeniería constitucional puesta en marcha en Cádiz buscó transfor-mar una monarquía de Antiguo Régimen en una nación moderna, todo ello en el marco de un espacio geográfico que se extendía desde Baleares a Filipinas y desde el extremo sur de América hasta el centro de los actuales Estados Unidos. Hablar, como han hecho algunos autores, por ejemplo Timothy Anna (1983),

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de la actitud hipócrita de las Cortes de Cádiz y de su fracaso resulta, como poco, discutible. No se puede pasar por alto que en la representación estable-cida por la Constitución se establece una igualdad absoluta, un diputado por cada 70.000 ciudadanos, lo mismo en Europa que en América; también una no desdeñable capacidad de autogobierno local, a través de las diputaciones provinciales. Todo ello en medio de un debate extremadamente complejo en el que hubo que compaginar las demandas de igualdad territorial con la visión de muchos diputados americanos que, como supo ver muy bien François-Xavier Guerra, tendían, en muchos casos, a entender la unidad de la Monarquía no a partir de la igualdad sino de una suma de particularismos (Guerra, 1992: 117). Se reclamaban, a la vez, la igualdad y el derecho a la diferencia.

El resultado final, a pesar de todo lo anterior, consiguió un relativo con-senso. Resulta revelador a este respecto que hasta un decidido partidario de la ruptura política con la Monarquía, el mexicano Carlos María de Bustamante, pueda argumentar todavía en 1820, en La Constitución de Cádiz; o, motivos de mi afecto a la Constitución que la Constitución de 1812 hubiera sido un marco político apropiado para una nación extendida a ambos lados del At-lántico (Bustamante, 1971). La existencia de unas Cortes generales, con una proporcionada representación de los americanos, y el reconocimiento del de-recho al autogobierno local mediante las diputaciones provinciales, permitían a uno de los más activos libelistas a favor de la independencia plantearse que la solución ideada en Cádiz podría, a pesar de todo, haber sido apropia-da. Opinión no muy diferente a la mantenida por el oidor de Cuzco, Manuel Lorenzo Vidaurre, quien también aplaude el grado de autonomía local que la Constitución permitía.

Me creería culpable ante la Patria si hablara separadamente de las Co-lonias o Provincias ultramarinas. Sus hijos son hermanos nuestros, for-man una sola nación con nosotros, y deben tener unas mismas leyes (…). Caiga en un eterno olvido la política feroz que introdujo el despo-tismo en los climas apartados del Asia y de la América; y el Aragonés, el Perulero, el Mexicano, el Andaluz, el Habanero, el Gallego, el Indio y el Valenciano formen una sola familia (…) El día que la constitución abrace a las Provincias Españolas de ambos mundos renaceremos al poder y a la grandeza (1811: 139-140).

Por lo que se refiere al fracaso, habría que medirlo en función de las dificultades del proyecto. Inventar una nación a partir de las mimbres de la Monarquía Católica no parece una tarea precisamente fácil. Un territorio des-mesurado y disperso, unas poblaciones con rasgos fenotípicos diferentes y diferenciados, una sociedad inmersa todavía en valores de Antiguo Régimen, quizás solo la historia de un fracaso anunciado, o no. Finalmente, la homoge-neidad nacional no era un punto de partida sino de llegada; la heterogeneidad cultural y étnica de muchas de las nuevas naciones, a uno y otro lado del Atlántico, era también elevada, lo que no impidió construir naciones relativa-mente estables.

Lo que se intentó en Cádiz fue el complicado experimento, sin paran-gón en todo el contexto occidental, de sustituir un sistema de legitimidad

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monárquico por otro de tipo nacional que incluyese también los territorios ultramarinos de la antigua Monarquía. Es lo que afirma de manera explícita la Constitución de 1812 en su artículo 10:

El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la Amé-rica septentrional: Nueva España con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias inter-nas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las que dependen de su gobierno.

Uno no sabe si sorprenderse más por esta caótica enumeración de reinos, provincias, islas y señoríos que remiten a la vieja estructura de una Monarquía compuesta y a sus solapamientos administrativos, un caos que el artículo 11 promete subsanar en el futuro (“se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional”), o por la audacia política de considerar parte de una misma nación a territorios tan dispares y extendidos. La perplejidad entre la opinión pública europea fue en todo caso absoluta. Tal como refleja un muy temprano texto del filósofo utilitarista inglés Jeremy Bentham en el que advierte a los liberales españoles de la imposibilidad de encajar en el mismo diseño constitucional territorios con estructuras sociales tan diversas, instándolos a que prescindan de los territorios ultramarinos pues la existencia de un régimen constitucional común para Europa y América es imposible (Bentham, 1820-1821).

Estamos ante una propuesta no intentada por ninguna de las grandes monarquías de la época en su transición de monarquía a nación. Ni siquiera en el mundo británico que, al menos hasta el inicio de su aventura imperial en la India, consideró su expansión ultramarina como la antítesis de la llevada a cabo por las monarquías en general, y la católica en particular, se dio algo pa-recido. La retórica de una expansión atlántica anglosajona alimentada por los ideales del protestantismo y la libertad (Armitage, 2001), frente a una española fruto de la tiranía, el despotismo y la autocracia, no impidió que ni siquiera se llegase a considerar la posibilidad de ofrecer a los habitantes de las trece colonias tener representación en el Parlamento de Londres. Algo que en Cádiz se dijo, en realidad antes y de forma enfática: el Manifiesto de la Junta Central del 22 de enero de 1809 declara solemnemente que los territorios americanos de la Monarquía no eran colonias, sino parte esencial de la misma, y se hizo, aunque de manera relativa y de forma bastante menos enfática.

Se hizo de manera relativa porque la representación americana en las Cortes se va a convertir en el problema nunca resuelto. Un interminable de-

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bate en el que se discutieron desde problemas de soberanía —esta residía en la nación o en cada una de las partes que la componían— hasta de gobierno —se podían gobernar igual ciudadanos que eran distintos o eran necesarios poderes locales autónomos—.

Cuando se abrieron las Cortes en la Real Isla de León, el 24 de septiembre de 1810, salvo el representante de Puerto Rico, Ramón Power, todos los dipu-tados americanos eran suplentes, elegidos entre los residentes de las provincias de ultramar en Cádiz, lo que hacía su representatividad dudosa. Al margen de este problema de representación, que tenía que ver con la premura con la que se habían convocado las Cortes y la situación de guerra y que se fue resol-viendo a medida que pasaron los meses, la presencia americana se vio también limitada por contar solo con representantes elegidos por las provincias. En el caso de la Península, por el contrario, a los representantes de las provincias se sumaron los de ciudades con voto en Cortes, según el sistema de privilegios del Antiguo Régimen, y los de las Juntas territoriales surgidas por ausencia del monarca. Y esto ya no era un problema de causas externas. Ambos tipos de representantes podían también haberse nombrado en América, México y Cuz-co, ya que estas tenían la condición de ciudades cabeceras de Cortes, y Juntas como las peninsulares se constituyeron, o intentaron constituirse, al otro lado del Atlántico desde el mismo momento que se tuvo noticia de lo ocurrido en Bayona. No se hizo así, y se creó un resentimiento que, con mayor o menor acritud, aflora en muchos de los escritos americanos de la época.

El problema de la subrrepresentación americana en las Cortes de Cádiz va a envenenar, de hecho, las relaciones con América de manera prácticamente irreversible. Es cierto que la Constitución establece que en las futuras Cortes la representación se haría a partir de una igualdad absoluta entre todos los terri-torios de la nueva nación española. Es decir un diputado por cada 70.000 ciu-dadanos y, ya en una situación normal, sin diputados suplentes. No es menos cierto, sin embargo, que las Cortes de Cádiz tenían un carácter constituyente del que, por motivos obvios, carecerían ya las siguientes, por lo que la falta de una representación justa y proporcionada de los americanos en Cádiz era un pésimo precedente para una convivencia armoniosa entre lo que del otro lado del Atlántico se tendía a ver como una nación compuesta por dos pilares, el americano y el europeo. No era lo mismo estar subrrepresentados, aunque fuese de manera temporal y transitoria, en unas Cortes ordinarias que en unas constituyentes.

La afirmación de Fray Servando Teresa de Mier (1813) de que la igualdad de representación “se negó para las presentes Cortes por ser constituyentes, esto es, las que debían de sancionar el pacto eterno general de la nación; y solo se prometió la igualdad para las Cortes futuras, esto es, para obedecer” tiene, obviamente, un marcado carácter propagandístico de deslegitimación de la Constitución. Estamos ante la afirmación de un consumado libelista que maneja de manera esplendida el idioma para provocar las emociones que busca en sus lectores. No está hablando de la Constitución, está afirmando que los “españoles”, los otros, nos quieren solo para obedecer. No hay que

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desdeñar, sin embargo, que era una sensación bastante generalizada entre las élites de la Monarquía en América. Aparece también en la Carta de Jamaica de Simón Bolívar de 1815, aunque posiblemente también por influencia de Mier.

En esta tesitura, una parte de las élites americanas percibieron, quizás de manera no demasiado errónea, en la nación española, el nuevo sujeto político surgido de la crisis de 1808, había, por parte de la Península, una clara ten-dencia a asumir el papel de una metrópoli dueña de un imperio. Era la conti-nuación de un imaginario político que venía tentando a los círculos cortesanos desde la instauración de la nueva dinastía borbónica y que se había agudizado a partir de la experiencia de la guerra de los Siete Años. Percepción que llevó, de manera casi inmediata, a la no identificación con la nación imaginada en Cádiz. En algunos casos, de todas formas, esta necesidad de ruptura con la par-te europea de la nación es previa a la aprobación de la Constitución de 1812. La evolución de la crisis política de 1808, en particular la manera en que se formaron las nuevas autoridades políticas (Junta Central, la Junta de Regen-cia y Cortes de Cádiz), con una absoluta ignorancia de las Juntas americanas que se habían constituido de forma paralela y bajo los mismos fundamentos jurídicos que las de la Península, llevó a que desde muy pronto hubiese grupos que negaran la común pertenencia a esta nueva nación española. Es el caso, de manera muy destacada, de Mariano Moreno, el líder intelectual de la re-volución de mayo en Buenos Aires, quien ya a finales de 1810 afirmaba que, dada la evolución de la situación en la Península, solo cabía esperar que las Indias siguiesen siendo “colonias de la España”. Motivo por el cual proponía que la Junta de Buenos Aires, a diferencia de lo que estaban haciendo todas las demás Juntas a uno y otro lado del Atlántico, no utilizase la figura de Fernando VII y la defensa de sus derechos como elemento de movilización política sino la ruptura con la Monarquía (Moreno, 1810). Parece en todo caso más la excepción que la norma. Lo que predominó en líneas generales fue el reconocimiento del marco jurídico de la Monarquía, primero, y la aceptación de la definición nacional proclamada en Cádiz, después.

Otro de los inconvenientes, y no el menor, de considerar las guerras de Independencia americanas una revolución es la tentación de incluirlas en un mismo gran ciclo Atlántico, las célebres “revoluciones atlánticas”. Una opción que ofrece algunas ventajas para su mejor comprensión, pero también algunos inconvenientes. Las ventajas son obvias: estaríamos ante el mismo gran ciclo revolucionario que cambió las estructuras del Antiguo Régimen en todo Occi-dente. Los inconvenientes también: entre la “revolución atlántica” que abrió las puertas a la independencia de la América anglosajona y la “revolución atlántica” que las abrió a la española hay diferencias demasiado significativas como para poder analizarlas de manera conjunta. Quizás la más determinante es que mientras que la independencia de las trece colonias no supuso el fin de la metrópoli inglesa, la independencia de la América española sí. La nación española que hoy conocemos es el resultado, lo mismo que las americanas, del colapso de la Monarquía Católica, no su continuación. Una diferencia su-

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ficientemente importante como para plantearnos que ambos procesos no pue-den ser estudiados como parte del mismo fenómeno sino como dos realidades diferentes.

Ni guerra de independencia ni revolución: guerra civil

Frente a las interpretaciones de guerra de independencia, revolución o revolu-ción de las independencias, mi propuesta es que lo que ocurrió en la Monar-quía Católica, incluida la propia España, no fue una guerra de independencia, iniciada en la mayoría de los países 1810, y terminada, con variaciones de unos países a otros, en algún momento de esta década y comienzos de la siguiente; tampoco una revolución, un enfrentamiento entre revolución y contrarrevo-lución, iniciado también en torno a 1810 y concluido con la proclamación de constituciones liberales en diferentes fechas a lo largo del continente; sino una guerra civil, iniciada en 1808 y terminada en algún momento de mediados del siglo XIX, con fechas distintas para los diferentes países. Una guerra civil intermitente, interrumpida por períodos de paz, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la guerra por otros medios, en la que se debatieron múltiples proyectos alternativos de organización política y social, no solo, y posible-mente ni siquiera en primer lugar, el de la supervivencia o no de la unidad política de la Monarquía Católica.

Las abdicaciones de Bayona generaron una situación de inestabilidad política generalizada y las élites de la Monarquía se vieron obligadas a mo-verse en un marco en el que, por primera vez, faltaba la función mediadora del poder real. Los complejos equilibrios entre los funcionarios de la Corona, los funcionarios de la Iglesia y los de las élites locales se volvieron cada vez más inestables. Conforme la crisis se fue agravando, entre 1809 y 1810, la situación de las autoridades reales se hizo cada vez más difícil, su legitimidad fue puesta en cuestión de forma cada vez más clara y, finalmente, el enfren-tamiento entre los diferentes grupos llegó a una guerra civil generalizada en el conjunto de los territorios de la Monarquía. Una guerra civil en la que el posicionamiento de los ejércitos y las milicias tuvo, en un primer momento, un papel determinante, pero en la que la importancia de la movilización po-pular, como en toda guerra civil, acabó siendo decisiva.

En los inicios del conflicto, aproximadamente hasta 1810, fueron el ejér-cito y las milicias quienes, por acción o por omisión, condicionaron el éxito o fracaso de uno u otro grupo. Allí donde apoyaron a las antiguas autoridades reales, estas siguieron en el poder; allí donde por el contrario se mantuvieron neutrales o apoyaron a los promotores de las Juntas, fueron estas las que im-pusieron.

El resultado final fue una revolución que puso fin al Antiguo Régimen en el amplio espacio geográfico de lo que había sido la Monarquía Católica y que dio origen al nacimiento de nuevas soberanías nacionales que substituyeron a la antigua legitimidad dinástica, tanto en América como en la Península.

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El proceso, en ambos casos, no concluyó en la década de los veinte. Res-pecto al primero, de manera obvia, no se desmantela todo un sistema social y político de un día para otro y por decreto, máxime si, como parece probable, no estemos tanto frente al fin de una forma de organización social y política como ante la desaparición de una forma de civilización.

La afirmación podría resultar más discutible para el segundo caso, el del nacimiento de nuevas soberanías de tipo nacional. Para comienzos de la dé-cada de los veinte, todas las nuevas naciones americanas, a excepción de las surgidas a partir de disgregación de unidades anteriores como el caso de la Gran Colombia o de Centroamérica, habían proclamado ya su independen-cia nacional. Habría, sin embargo, que ser extremadamente cuidadosos con afirmaciones como esta. Lo que ocurrió en la segunda década del siglo XIX fue solo que antiguas divisiones administrativas rompieron su relación de de-pendencia con la Monarquía. La construcción de las naciones era todavía una larga tarea pendiente. Las siguientes décadas serán escenario de nuevas fases de esta misma guerra civil en la que se enfrentaron, de manera no menos sangrienta que entre 1810 y 1824, diferentes proyectos alternativos de nación y de Estado.

En este conflicto civil largo, la ubicación de los contendientes fue todo menos coherente. No siempre los partidarios de la independencia fueron libe-rales y los conservadores defensores a ultranza de la unidad de la Monarquía. Por poner algunos ejemplos al respecto, un connotado conservador como el novohispano José Mariano Beristain puede fantasear con la idea de una Nueva España convertida en bastión del catolicismo, independiente de una “vieja” España, afrancesada y perdida para la fe; mientras que un no menos connota-do insurgente como José María Morelos y Pavón muestra en sus decretos un pensamiento ya no de Antiguo Régimen sino directamente medieval.

La interpretación de las guerras de Independencia americanas como una guerra civil no es, por otra parte, un descubrimiento de la historiografía “re-visionista” de la década de los ochenta. En las primeras décadas del siglo XIX no fueron pocos los políticos y escritores americanos que se refirieron a ellas como guerras civiles. Por poner un ejemplo, en 1849, con algunos de los que habían participado en el conflicto todavía vivos, el ya citado José María Tornel escribe, con absoluta naturalidad y dándolo como un hecho incuestionable, que en el conflicto bélico que había tenido lugar en México entre 1810 y 1821 se habían cometido muchos excesos “porque son inevitables en las guerras civiles”. Y por si quedaba alguna duda sobre lo que estaba diciendo concluía que si “el gobierno virreinal no hubiera contado con el apoyo de los naturales, hubiera caído [en 1810]” (Tornel, 1849).

El proceso de afirmación de los Estados nacionales en la segunda mitad del siglo XIX tuvo como consecuencia la construcción de una historiografía nacionalista, tanto en Europa como en América, que convirtió a la nación en la protagonista única y exclusiva de la historia. Ejemplo paradigmático sería México a través de los siglos, una monumental historia de México, publicada bajo la dirección de Vicente Riva Palacio en 1880, que ya desde su mismo

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título refleja de manera excelente esa imagen de una nación intemporal atra-vesando los siglos como una especie de tribu errante, al margen del tiempo y de la historia. La nación, lo mismo que la heroína de una novela romántica, se convierte en la protagonista del devenir histórico, sufre, goza, triunfa, es derrotada. Es ella el sujeto de la historia, no los hombres que la forman.

No es de extrañar que en este contexto ideológico la celebración del pri-mer centenario de las independencias se convirtiese en una exaltación de las guerras de Independencia como guerras de liberación nacional. El hecho his-tórico que había permitido a unas naciones preexistentes a la propia conquista española recuperar la libertad e independencia nacional.

La larga sombra del primer centenario de las independencias prolongó su influencia durante varias décadas. Hay que esperar a comienzos de la década de los sesenta para encontrarnos otra vez con la afirmación de que la guerra de independencia había sido una guerra civil. Fue obra del historiador argentino Enrique Gandía (1960), quien en su libro La independencia americana argu-menta, basándose casi exclusivamente en el caso de América del Sur, que en el origen de las independencias no hubo ni una revolución ni una lucha por la independencia, sino un conflicto por la soberanía, a partir de la crisis dinástica generada por los sucesos de Madrid, que desembocaría en una guerra civil y después en una guerra de independencia.

Será, sin embargo, como ya se ha dicho, a partir de la década de los ochen-ta, cuando toda una serie de historiadores comenzarán de forma sistemática a poner en cuestión la imagen de las llamadas guerras de Independencia como unas guerras de liberación nacional. Son estos nuevos planteamientos los que exigen un nuevo marco teórico global que nos permita entender mejor el complejo proceso del fin del Antiguo Régimen en los territorios de lo que fue la Monarquía Católica.

Ni revolución, ni guerra de independencia, guerra civil. Una guerra civil larga, desde 1810 hasta algún momento de la segunda mitad del siglo XIX, que solo llegaría a su término con el establecimiento de un nuevo sistema de legiti-midad política, o si se prefiere con la invención de naciones capaces de ocupar el lugar del rey en el imaginario político, y con el fin del Antiguo Régimen en los territorios americanos y europeos de la Monarquía. Una guerra civil concluida en el momento en que uno de los bandos pudo imponer una nueva forma de legitimidad del poder de tipo nacional y una organización social basada en el individuo y los derechos individuales frente a las corporaciones y los privilegios colectivos que habían sido el fundamento la sociedad ante-rior. Dos lógicas de imaginación de lo social intrínsecamente incompatibles, de cohabitación conflictiva, y cuyo enfrentamiento solo podía concluir con el triunfo de una sobre la otra.

La idea de entender las guerras de Independencia como parte de un pro-ceso de transformaciones que se prolongaría hasta bien entrado el siglo XIX no es tampoco original, ha sido ya propuesta por varios autores, en particular por François-Xavier Guerra (1992, 1995). La principal diferencia de lo aquí planteado es la de no interpretar lo ocurrido como una revolución, las revolu-

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ciones hispánicas, sino como una guerra civil, es decir, el enfrentamiento entre proyectos alternativos e incompatibles que encerraban en sí formas diferentes de interpretar y ver el mundo.

El origen de esta guerra civil estaría en la desaparición por implosión de un sistema imperial fracasado, el de la Monarquía Católica, y su substitución por casi dos decenas de naciones nuevas que intentaron con mayor o menor éxito ocupar el espacio político dejado libre por aquella, mientras construían una nueva sociedad con valores y formas de organización social distintas a las que habían estado vigentes durante tres siglos. Tal como afirma Jaime Rodríguez: “Yo creo en la existencia de una gran comunidad hispánica, una confederación heterogénea, que era la monarquía española. Cuando esta se quiebra, emergen nuevas naciones, entre ellas España” (2007: 216). Resulta difícil expresar lo ocurrido de una manera más precisa y elegante, aunque quizás sería necesario matizar que no se trata de un problema de creer sino de una evidencia intelectual.

El modelo para entender lo ocurrido en América y España en la primera mitad del siglo XIX no son las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII y principios del XIX ni, menos todavía, las guerras de liberación nacional de mediados del siglo XX, aunque haya elementos de estos dos procesos, espe-cialmente del primero. El modelo de fondo tiene mucho más que ver con la desaparición de sistemas imperiales fracasados como el Imperio turco, el Im-perio austrohúngaro o, más recientemente, la Unión Soviética. Fracasados en la medida en que no lograron resistir la feroz competencia de otros sistemas políticos frente a los que representaban una forma alternativa de organización económica, social, política o cultural.

El Imperio turco no fue un Estado más en el concierto de las monarquías europeas sino una alternativa de civilización, no solo por diferencias religio-sas, que también, sino porque representaba una forma diferente de concebir el mundo social, desde las relaciones del poder político con la sociedad hasta el funcionamiento de las relaciones económicas.

El Imperio austrohúngaro representó la última estructura política contem-poránea fundada en la fidelidad al monarca y no en la identidad nacional. Una forma alternativa global de legitimación del poder y de organización política a la establecida en Occidente por las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Fue desmembrado en nombre de un principio, el de nacio-nalidad, completamente ajeno a los que habían sido sus fundamentos ideoló-gicos. Un ejemplo brutal, otro más, de imposición de formas de organización política por la fuerza de las armas. No hay, sin embargo, nada que permita afirmar la inferioridad de la estructura política austrohúngara frente a alterna-tivas de tipo nacional. El crecimiento económico de las últimas décadas de su existencia es comparable, sino superior, al de los principales Estados-nación de la época; el respeto a los derechos de las minorías étnicas fue, de manera general, muy superior al que se daría posteriormente en los nuevos Estados-nación construidos en sus ruinas; y sobre el desarrollo cultural y científico, la Viena de entresiglos soporta bastante bien la comparación con no importa cuál de las grandes metrópolis del momento.

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La Unión Soviética, por su parte, representó una alternativa global a la sociedad capitalista-liberal nacida de las revoluciones burguesas. Un mundo basado en la dictadura del proletariado, la ausencia de partidos políticos y la planificación económica estatal. Una especie de retrato en negativo de Occi-dente sobre cuya voluntad de ofrecerse como alternativa civilizatoria, el hom-bre nuevo de la propaganda estalinista, no creo que quepan demasiadas dudas.

No interesa aquí el análisis de las características de cada uno de estos sistemas globales alternativos, tampoco explicar las causas de su fracaso, sino mostrar cómo su fin es más el de una forma de civilización que el de un poder político concreto y cómo su lógica de desintegración es la misma que la que se dio en la Monarquía Católica. La consecuencia más visible es la disgregación territorial, pero el colapso civilizatorio resulta generalizado. Es toda una socie-dad la que tiene que reestructurarse a partir de nuevos valores que, en muchos casos, son contrapuestos a los anteriormente vigentes.

La disgregación territorial, que es el aspecto que más nos interesa aquí, se produce, no por la voluntad de independencia de “naciones” preexistentes, tampoco por la explotación “colonial” sobre las “periferias”, sino porque nadie logra hacerse reconocer como el heredero legítimo de la anterior soberanía política.

La desaparición de la Monarquía Católica entraría también dentro de este modelo. Una organización política, en parte también una forma de civilización, que durante tres siglos había representado una alternativa global barroco-con-trarreformista al mundo de la Reforma sobre el que se estaba construyendo la modernidad en Occidente, que colapsa y se desintegra. Y aquí, quizás, habría que plantearse la existencia de dos modernidades alternativas, una reformista-protestante y otra contrarreformista-católica. Las independencias no fueron las causantes del colapso de la Monarquía Católica, fue el derrumbe de esta el que las hizo inevitables.

La entrada de las tropas de Napoleón en la capital de la Monarquía Cató-lica, algo que por cierto no había ocurrido nunca en los trescientos años de su existencia, pierde desde esta perspectiva su carácter anecdótico. No se trata de que la desintegración de la Monarquía se desencadene por un hecho fortuito, una especie de historia événementielle extrema, sino de que este hecho fortuito es la consecuencia, y a la vez la prueba más palpable, de la incapacidad de aquella para seguir sobreviviendo.

El vacío de poder generado por el fin de esta estructura se resuelve con el nacimiento de una nueva forma de legitimidad de tipo nacional, ya no por la gracia de Dios sino en nombre de la nación, que marca el inicio de un capítulo nuevo en la historia de Occidente.

Esta lucha tuvo dos fases. En la primera se dirimieron los límites de la nueva comunidad nacional sujeto de soberanía. El problema político básico fue la soberanía y la constitución de una comunidad de ciudadanos. La al-ternativa gaditana, basada en una nación extendida que se correspondiese con los límites de la Monarquía había sido ya derrotada para principios de la década de los veinte de manera prácticamente irreversible, entre otras cosas,

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y no es un motivo menor, porque la vuelta de Fernando VII y la restauración de un régimen absolutista la hizo prácticamente inviable. En su lugar se afianzaron diversas naciones definidas a partir del propio conflicto bélico.

Habría que preguntarse, en esta primera fase, sino era inevitable al mar-gen de las decisiones concretas que se hubieran tomado, del absolutismo o no de Fernando VII. Una de las características del colapso de los sistemas imperia-les fracasados que aquí se está proponiendo como modelo es, como se acaba de decir, que nadie logra hacerse reconocer como heredero de la antigua sobe-ranía. Un problema que aparece una y otra vez como trasfondo en el caso de la Monarquía Católica. Ninguna de las instituciones nacidas con el objetivo de ocupar el lugar del monarca ausente logró recuperar íntegra la antigua sobe-ranía real: las Juntas locales, porque solo aspiraron a ejercerla sobre una parte del territorio, cosa que lograron con éxito varias de las americanas (Quito, Río de la Plata, Chile y Venezuela); la Junta Central, porque tuvo que hacer frente a los recelos de las Juntas locales y a la oposición del todavía poderoso Conse-jo de Castilla; el Consejo de Regencia, porque su función se vio prácticamente reducida a la convocatoria de las Cortes, con las que, por otra parte, mantuvo unas relaciones conflictivas; y la Constitución de Cádiz, porque ni logró estar vigente en el conjunto de todos los territorios de la Monarquía ni tuvo una vigencia temporal significativa, en realidad solo de 1812 a 1814, puesto que cuando se restableció en 1820 la mayor parte de los territorios americanos habían declarado ya su independencia.

La segunda fase fue todavía más complicada. Las nuevas naciones ne-cesitaron definir aquello que las hacia diferentes de las demás o, si se quiere, construirse como naciones, a la vez que echaban las bases de una nueva so-ciedad liberal. Un conflicto identitario, de una virulencia extrema, que se va a prolongar durante varias décadas y que tiene como causa última el que la identidad colectiva se convierte en lo que nunca antes había sido: una forma de legitimación del poder. No una guerra de independencia corta sino una guerra civil larga de la que la primera sería solo un capítulo, ni siquiera estoy seguro de que el más importante. No creo que sea arriesgado afirmar que la América española, o quizás sería mejor decir que el conjunto de la antigua Monarquía Católica, incluida España, inicia su vida independiente sin haber resuelto la mayoría de las preguntas básicas que habían estado en el origen del conflicto bélico iniciado en 1810. Darles respuesta demorará todavía casi medio siglo cuando, y no creo que casualmente, llegan al poder generaciones que ya nada tenían que ver con un imaginario político de tipo tradicional.

Esta visión de las guerras de Independencia como guerras civiles largas tiene la ventaja, además de permitir explicar mucho mejor la realidad de lo ocurrido entre 1810 y 1820, la de ofrecer también un marco explicativo global a la inestabilidad política instaurada en todos los territorios de lo que había sido la Monarquía Católica durante las décadas posteriores a las sucesivas in-dependencias. Este fue el resultado, no de una supuesta “anomalía hispánica” ni de la negra herencia colonial, sino de los cambios en las relaciones de poder generados por las guerras en el interior de las sociedades para las que, como

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consecuencia, resultó enormemente difícil la articulación en un nuevo sistema legal y constitucional.

No sería, tal como insistentemente ha repetido cierta historiografía, que la “revolución de la independencia” no había cambiado nada, solo la ruptura con “España”, sino, por el contrario, que las guerras, revolucionarias o no, habían cambiado tantas cosas que resultó enormemente complicado volver a reacomodarlas.

Había cambiado, sobre todo, el fundamento de legitimidad del poder. Algo tan tenue y difícil de racionalizar como el convencimiento por parte de una sociedad de que quien ejerce el poder tiene derecho a hacerlo. Tal como sugiere Antonio Annino,

(...) cuando un imperio colapsa nadie es el heredero legítimo de la sobe-ranía de la Corona, ni siquiera las nuevas instituciones representativas que se apegan al principio de nacionalidad. La acefalía del todo se ex-tiende entonces hasta la última parte que se emancipa, dejando luego en herencia un serio problema de gobernabilidad (Annino, 2008: 189).

Una explicación bastante más plausible que los trescientos años de des-potismo colonial o las atávicas necesidades de un poder fuerte. El colapso de la Monarquía llevó a una guerra civil generalizada cuya consecuencia más inmediata fue el desmantelamiento de una vieja forma de legitimidad y su substitución por otra. Un proceso complejo e imposible de resolver solo a tra-vés decretos administrativos.

En el origen de la modernidad hispánica no está la guerra entre Es-tados sino la guerra civil y este es un problema que no podemos dejar de lado si queremos entender las características y debilidades del Estado en Hispanoamérica.

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Capítulo 3

La voluntad de orden: una genealogía histórica del pensamiento conservador iberoamericano

Francisco Colom González1

El relato convencional sobre la formación histórica del Estado moderno suele centrarse en las dificultades del liberalismo para consolidar un orden político asentado en la secularización del poder y la representación parlamentaria. En Europa, liberales, demócratas y republicanos abordaron a lo largo del siglo XIX la construcción del Estado nacional como expresión de un nuevo universo en el que la religión y las iglesias, relegadas a la esfera privada, quedarían desprovistas de su antigua y privilegiada relación con el poder terrenal. La modernidad política, entendida como sustitución de los valores religiosos por la idea de ciudadanía y la articulación de los derechos en torno al individuo, la libertad de conciencia y la soberanía popular, debía adquirir sus plenas cre-denciales cuando hubiese culminado esa tarea. La tesis de Max Weber sobre el desencantamiento del mundo como consecuencia del proceso de racionali-zación social sancionó la interpretación canónica de la modernidad como un irreversible proceso de secularización, un diagnóstico que encontró sus epígo-nos durante el siglo XX en la teoría sociológica de la modernización (Esteban, 2008: 299-315). Frente a todo ello, los sectores conservadores reivindicaron, si no necesariamente la vieja alianza entre el trono y el altar, sí al menos el papel estabilizador de la monarquía y la restauración de un orden social cris-tiano perdido con las convulsiones de la Revolución francesa. En ese contexto, los debates sobre el espacio cívico de la religión y la relación de la autoridad política con la institución eclesiástica se convirtieron en factores decisivos de polarización política.

En el mundo hispánico, los valores y posiciones subsumibles bajo el tér-mino del conservadurismo muestran al menos dos peculiaridades frente a otras latitudes. La primera de ellas atañe al componente católico como principal

1 Profesor de Investigación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales, perteneciente al Con-sejo Superior de Investigaciones Científicas (España).

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referencia ideológica, un elemento que en el caso español abarca desde el nú-cleo del pensamiento reaccionario (carlismo e integrismo) hasta los aledaños del moderantismo liberal decimonónico (Herrero, 1988; Novella, 2007; Colom, 2006). La segunda particularidad estriba en que, en Hispanoamérica, las re-voluciones de independencia supusieron asimismo la liquidación del Antiguo Régimen colonial. Por ello, los sectores más apegados al orden tradicional quedaron, al menos inicialmente, incapacitados para la melancolía política. En el continente americano no podemos encontrar un conservadurismo ultra-católico y absolutista como el que surgió en España por reacción al liberalismo gaditano. Los epígrafes liberal y conservador, tal y como se aplicaron en ese contexto a lo largo del siglo XIX, no respondían de forma coherente a los mo-delos originales. Estos términos fueron acuñados en Europa y, al importarlos, cada grupo los usó a su conveniencia2. José Luis Romero advirtió que “esas doctrinas se habían constituido sobre situaciones ajenas al mundo hispano-lusitano y más ajenas aún al mundo colonial que dependía de las dos nacio-nes ibéricas… Por ello llegaron a Latinoamérica no solo constituidas como un cuerpo teórico, sino como un conjunto de verdades compendiadas y casi de prescripciones prácticas” (2001: 67). Al igual que sucediera con la interpreta-ción de las revoluciones de independencia con respecto a sus antecesoras fran-cesa y norteamericana, los conflictos del período poscolonial se confrontaron con ideas preconcebidas. La familiaridad de las élites latinoamericanas con los acontecimientos de la España de su tiempo, donde la sublevación carlista de 1833 dio lugar a que se identificara con esos epítetos a dos grupos con acti-tudes e idearios reconocidamente opuestos, contribuyó sin duda a su difusión al otro lado del Atlántico, pero más que nada hay que ver en su ambigüedad denotativa el efecto de un juego de intereses contrapuestos. Al repasar en 1863 la dinámica política de su país, el publicista y político venezolano Pedro José Rojas advirtió que “los partidos nunca ha sido doctrinarios en Venezuela. Su fuente fueron los odios personales. El que se apellidó liberal encontró hechas por el contrario cuantas reformas liberales se han consagrado en códigos mo-dernos. El que se llamó oligarca luchaba por la exclusión del otro. Cuando se constituyeron, gobernaron con las mismas leyes y con las mismas institucio-nes. La diferencia consistió en los hombres” (Romero, 1998: 201).

Hacia 1830, apareció ya en México una corriente identificada con el repu-blicanismo conservador que defendía la moderación política, el orden legal, la virtud ciudadana y expresaba su admiración por la Monarquía de Julio francesa y el republicanismo norteamericano3. Con todo, la opción más identificada con la continuidad institucional operó inicialmente en este país bajo la adscripción de la logia masónica de los escoceses. A lo largo del siglo, los sistemas guber-namentales hispanoamericanos fueron decantando agrupaciones de intereses políticos que, en algunos casos, llegaron a emplear el epígrafe conservador.

2 Como es sabido, el uso del término “liberal” como una adscripción política se identifica por primera vez en los debates constitucionales de las Cortes de Cádiz. Véase: Marichal, 1995.

3 Véase: Rojas (2009), quien se refiere en concreto al periódico El conservador, editado en Toluca en 1830 por el refugiado cubano José María Heredia.

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Con este nombre aparecieron partidos en Chile en 1836, en Venezuela en 1845, en Colombia en 1848 y en Ecuador en 1869. Sin embargo, la monarquía no contaba con verdaderos defensores en el continente ni se presentó como una alternativa viable, salvo en el caso de Brasil y, esporádicamente, de México. La división entre conservadores y liberales fue más una cuestión de táctica y de grado que de diferencias profundas. Estas, cuando afloraban, giraron sobre todo en torno al estatus de la Iglesia católica y el mantenimiento del patronato heredado del régimen colonial, un reflejo a su vez de las tendencias regalistas de la extinta Monarquía Hispánica. Pero aun en este sentido, señalan Bushnell y Macauley (1994: 34), “los conservadores eran poco más que liberales mode-rados: aquellos más inclinados que sus contrapartes de la corriente liberal ma-yoritaria a filtrar la expresión de la libertad popular a través de un sistema de elecciones indirectas o a ampliar las prerrogativas del ejecutivo. También esta-ban menos dispuestos que los liberales a mirar hacia los Estados Unidos como modelo y más inclinados, si había que importar leyes o instituciones, a adap-tarlas de las monarquías constitucionales europeas”. Cultural y socialmente, el conservadurismo latinoamericano se articuló en torno a las tradiciones ligadas a la posesión de la tierra y las jerarquías sociales. Sus rasgos característicos fueron la reticencia al monocultivo exportador, la organización paternalista del trabajo en la hacienda, los privilegios de casta, la concepción autoritaria y centralizada de la vida política, la defensa del orden frente a la anarquía y el reconocimiento de un papel privilegiado a la Iglesia en la conducción de la vida social. Más allá de ello, su apego a las referencias hispano-criollas contrasta con el eurocentrismo y el voluntarismo jurídico de los liberales. La primera generación de próceres hispanoamericanos —figuras como los argen-tinos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, los chilenos José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao, José María Samper en Colombia o Car-los María de Bustamante en México— se planteó la deshispanización como vía rápida para el acceso de sus respectivas sociedades a la modernidad cultural, política y económica vislumbrada por aquel entonces en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. Esta vía pasaba por la implantación del individualismo liberal en las nuevas repúblicas y por quebrar las estructuras corporativas del viejo orden colonial. Tal y como se entendía, España se había marginado de los procesos de creación de la cultura moderna y no podía responder ni transmitir soluciones a los problemas contemporáneos. Sin embargo, durante este mismo período podemos encontrar también figuras como Lucas Alamán en México, Sergio Arboleda en Colombia o Andrés Bello en Chile que, pese a denostar la tutela colonial, defendieron el derecho de los americanos a preservar y par-ticipar en pie de igualdad de un legado histórico tenido por valioso para el desarrollo de las incipientes instituciones nacionales.

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Liberalismo, secularismo y construcción del Estado

En las sociedades del Antiguo Régimen, las referencias religiosas eran las úni-cas capaces de trascender los vínculos locales y llegar hasta grupos humanos más amplios que los delimitados por las jerarquías y corporaciones tradicio-nales. La Reforma protestante ofreció a los príncipes cismáticos europeos la ocasión de reafirmar su autonomía política frente al papado y consolidar la hegemonía religiosa sobre sus súbditos. En el caso católico, por el contrario, el gobierno eclesiástico dependía de una estructura cuyo centro de autoridad se encontraba ubicado más allá de la potestad del soberano. A finales del siglo XVIII este esquema comenzó a tambalearse, dando paso a Estados legitimados por un nuevo tipo de soberanía nacional. Este proceso supuso la erosión de las funciones tradicionales de la religión como agente socializador y su paulatina sustitución por una novedosa cultura nacional a cargo del Estado. La Iglesia católica, sin embargo por su propia naturaleza ecuménica, encajaba difícil-mente en esta nueva concepción. Las viejas tesis regalistas del siglo XVIII, con sus intentos de supeditar la Iglesia a la autoridad monárquica, encontraron así su reverso en las tesis ultramontanas decimonónicas.

La beligerancia ideológica del catolicismo contra el Estado liberal, cuya expresión en la Alemania de Bismarck quedó acuñada con el término emble-mático de “Kulturkampf”, alcanzó su punto álgido con el Concilio Vaticano I (1869-70) y la ocupación italiana de los Estados Pontificios. El principal objeto en liza entre católicos y liberales giraba en torno a la propia identidad de la nación, sus referencias culturales, grado de autonomía y origen de su legitimi-dad, pero este conflicto ha de inscribirse en el marco más amplio de la reacción contra los cambios políticos y culturales modernos. Christopher Clark y Wol-fram Kaiser han señalado que “el problema fundamental al que se enfrentaban las grandes formaciones ideológicas de finales del siglo XIX en Europa no era el de abrazar o rechazar la ‘modernidad’ sino cómo responder de forma ade-cuada a los desafíos que esta planteaba” (2003: 13). El auge de un catolicismo política y culturalmente renovado durante la segunda mitad de siglo, con sus redes asociativas, medios de divulgación masiva y capacidad movilizadora, constituye por ello un capítulo de la modernidad en no menor medida que el socialismo, el nacionalismo o el secularismo liberal. Al igual que ellos, el catolicismo se implicó de lleno en la conformación política y cultural de las nuevas sociedades en un contexto de rápidas y profundas transformaciones. El papado utilizó todos los medios a su alcance para defender su autoridad en el proceso de homogeneización y renovación del dogma católico, pero sobre todo buscó la romanización de su cultura devocional y asociativa. El culto al Sagrado Corazón de Jesús, a Cristo Rey y a la Virgen María son rasgos pro-minentes de un catolicismo finisecular impulsado por la iniciativa vaticana. El ultramontanismo no solo justificaba la autoridad suprema del papa, su in-falibilidad y jurisdicción universal, sino que animaba al catolicismo a ofrecer su propia visión del mundo frente a los efectos disgregadores de los cambios

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modernos. El corporativismo católico, tal y como fue formulado por la nueva doctrina social de la Iglesia, vislumbraba una autoridad eclesiástica reforzada que debía combinarse con un nuevo orden social: “Un orden de comunidades en el que la anomia del interés personal propia del individualismo liberal, así como el colectivismo estatalista del socialismo y del fascismo debían dar lugar a un nuevo espíritu de autorrealización personal y de apoyo mutuo” (Bucha-nan, 1996: 14).

El liberalismo hispanoamericano, en contraste con la experiencia euro-pea, consiguió desmantelar las estructuras administrativas de la Colonia antes de ser capaz de gobernar las nuevas sociedades surgidas de sus ruinas. La destrucción de las formas comunitarias que sometían los comportamientos, las voluntades y los bienes individuales a los criterios de utilidad pública típicos de la sociedad tradicional no logró encontrar un sustituto inmediato para los mismos. Las estructuras heredadas del período colonial tardaron por ello mu-cho más en cambiar que los lenguajes políticos empleados para vilipendiarlas y anunciar la llegada de una nueva era. Tanto es así que se ha llegado a recu-rrir al término de “repúblicas barrocas” para referirse al primer período de su vida independiente (Lempérière, 2005). A lo largo de los enfrentamientos entre conservadores y liberales, entre los intereses de la tierra y del comercio, del campo y la ciudad, de la costa y el interior —de la contraposición sarmientina entre civilización y barbarie— se hizo evidente que el orden social y cultural de la Colonia, si bien no ya el político, gozaba de un notable arraigo entre importantes segmentos de las sociedades americanas (Burns, 1980). El dicta-men con el que la Asamblea General de Notables ofreció el trono de México a Maximiliano de Austria en 1862 identificó la dolencia fundamental que aque-jaba a la nación desde la independencia en “haber cambiado radicalmente en su manera de ser, en su administración interior, sin dejar casi nada en pie de la legislación y el orden antiguos, que habían formado sus hábitos y sus cos-tumbres” (Documentos relativos a..., 1864: 31, cursivas mías). Entre los males enumerados se citaban el dominio de las sociedades secretas, la expulsión de los españoles, la soberanía de los estados federados, los ataques a la propiedad y la entrega a los Estados Unidos. Las miserias del momento se contraponían nostálgicamente al orden de la Colonia, asociado a la eficiencia paternal de la institución monárquica. En razón de ello, la Asamblea se proponía fijar

la forma de gobierno que, reviviendo el principio de autoridad, restitu-ya el lustre a la religión, a las leyes el vigor, la unidad a la administra-ción, la confianza a las familias, la paz y el orden a la sociedad, cierre la puerta a la ambición y ponga fin a las revoluciones (Documentos relativos a..., 1864: 23, cursivas mías)4.

El proyecto de construcción nacional contó con puntos de partida dis-tintos en los países católicos y en los protestantes. En estos últimos, la neu-tralidad religiosa del Estado o el control de la autoridad eclesiástica por este

4 Sobre el significado de esta opción política en el contexto hispanoamericano, véase: Pérez (2009).

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explican su secularización como un proceso relativamente poco conflictivo de diferenciación social e institucional. En los países católicos, por el contrario, el poder político hubo de asumir una dinámica activa de laicización con el fin de separar las esferas cívica y religiosa5. Este programa no necesariamente implicaba la erradicación social de la religión, sino la asunción por el Estado de los instrumentos administrativos y culturales de reproducción social. El liberalismo hispánico no se desprendió totalmente de la inercia regalista del absolutismo borbónico. En términos generales puede afirmarse que los go-biernos liberales de este ámbito, más que la separación del Estado y la Iglesia, pretendieron reformar y poner bajo su control las instituciones eclesiásticas, un proyecto que las corrientes ultramontanas estaban poco dispuestas a acep-tar. Con excepción de la Constitución Argentina de 1819, que aludía a la autonomía de las convicciones privadas de los ciudadanos en lo referente a la religión del Estado, los primeros códigos constitucionales iberoamericanos, empezando por el de Cádiz, declararon el carácter oficial de la religión cató-lica y excluyeron la libertad de credo de su listado de garantías individuales. La postura del prócer liberal chileno Juan Egaña a este respecto es ilustrativa. En respuesta a las opiniones de Blanco White a favor de la libertad de cultos, Egaña defendió el monismo religioso de la Constitución chilena de 1823 en nombre precisamente de los valores liberales, “pues sin religión uniforme no puede haber un civismo concorde” (Egaña, 1825: 15, cursivas mías). En España, el general Espartero, principal espadón del liberalismo progresista durante el convulso período de la Regencia, llegó incluso a acariciar la idea de crear una iglesia nacional como respuesta a la actitud levantisca de la jerarquía católica.

Tanto en Europa como en América, pues, las tensiones con el catolicismo políticamente organizado marcaron el derrotero de la construcción nacional. En México, las Leyes de Reforma, que abolieron el fuero eclesiástico y mili-tar, desamortizaron los bienes de manos muertas, instauraron el registro y el matrimonio civil y establecieron la libertad de cultos, fueron correlato de un enfrentamiento civil y sirvieron de prolegómeno para la intervención francesa de 1862 y la instauración del Segundo Imperio. Pero, sin duda, el ejemplo más conspicuo de clericalismo en todo el continente lo ofrece el régimen de Gabriel García Moreno en Ecuador entre 1859 y 1875. Durante su presidencia se llegó a establecer constitucionalmente la condición de católico como requisito para poseer la ciudadanía, al tiempo que se entregó a la Iglesia el monopolio edu-cativo del país6. En Colombia, Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez depuraron intelectual y constitucionalmente un programa similar al de García Moreno durante la Regeneración (1880-1899), término con el que se alude al período de reformas conservadoras inspiradas en el tradicionalismo católico. Caro, co-rrespondiente asiduo de Menéndez Pelayo, redactó las bases de la Constitución colombiana de 1886, que arrancaba con la proclamación de Dios como fuente de toda autoridad, consagraba la confesionalidad del Estado y se mantuvo

5 Sobre esta acepción de la secularización y la laicización, véase: Champione (1993). Véase asimismo De la Cueva Merino (2008).

6 Sobre García Moreno, véase: Henderson (2008).

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en vigor durante más de cien años. Lector asiduo de Balmes, Caro partici-pó asimismo en los rifirrafes filosóficos que los ultramontanos colombianos mantenían regularmente con la secta benthamista, cuya implantación había favorecido Francisco de Paula Santander en 1824. Lo que más apreciaba Caro del catolicismo era la certificación de un orden moral, “el sello de la sanción divina a los principios inconclusos del derecho natural” (1869: 96). Esa cer-tidumbre religiosa se extendía sin solución de continuidad al orden político: todo poder proviene de Dios; un gobierno ateo sería por ello un contrasentido. República unitaria, religión y lengua, subsumidos en la lealtad a la tradición hispana, representaban para Caro los pilares constitutivos de la nacionalidad colombiana y un baluarte cultural frente a las contaminaciones externas que habían ayudado a disolver el orden social en el pasado:

El catolicismo es la religión de Colombia, no solo porque los colom-bianos la profesan, sino por ser una religión benemérita de la patria y elemento de la nacionalidad, y también porque no puede ser sustituida por otra. La religión católica fue la que trajo la civilización a nuestro suelo, educó a la raza criolla y acompañó a nuestro pueblo como maes-tra y amiga en todos los tiempos, en próspera y adversa fortuna (Caro, 1970: 170).

Por la misma época, Pedro Goyena y José Manuel Estrada clamaban en Argentina contra los pactos afeminados con la rebelión anticristiana y defen-dían la potestad eclesiástica sobre los asuntos temporales de los Estados. En Chile, donde pocas décadas antes Francisco Bilbao clamara contra la dictadura jesuítica y el despotismo legal, Carlos Walker y el Partido Conservador comba-tían con igual énfasis la secularización del Estado y la instauración de las leyes civiles. Este conservadurismo confesional se sirvió con frecuencia de las ideas importadas del tradicionalismo español para su beligerancia intelectual. Es así como el pensamiento reaccionario de Jaime Balmes, Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de Mella o Marcelino Menéndez Pelayo logró hacerse un espacio en el discurso conservador hispanoamericano del último tercio de siglo.

El tradicionalismo político español La genealogía del tradicionalismo español hay que buscarla en la trayectoria que discurre desde los absolutistas apostólicos de principios del siglo hasta la síntesis nacional-católica elaborada por Menéndez Pelayo y los integristas neocatólicos a finales del XIX. Para esta corriente ideológica, la identidad de la nación española resulta indisociable de la fe católica e, inversamente, la con-dición de católico constituye la única forma posible de ser español. En las pa-labras del filósofo y político integrista Vázquez de Mella: “la religión católica es la inspiradora de España, la informadora de toda su vida, la que le ha dado el ser, y sin ella no hay alma, ni carácter, ni espíritu nacional” (Vázquez de Me-lla, 1953: 74). El excepcionalismo ha sido un rasgo compartido por casi todos los idearios nacionalistas, que han buscado en la devoción por su singularidad las señas de un designio histórico propio. El tradicionalismo español es, sin

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embargo, menos excepcional de lo que la historiografía liberal le ha achacado. Su peculiaridad estriba más bien en sus ritmos de articulación política y en su capacidad para hacerse valer y desafiar el orden liberal durante un largo e inusualmente tardío período de la historia contemporánea española. Con todo, su pensamiento muestra algunos rasgos propios. De entre ellos cabe destacar, además de su identificación de la identidad nacional con el catolicismo y la convicción en la excepcionalidad del carácter hispano, la tendencia a vincular ambos elementos —cultura y credo— con un imaginario político, como el de la Hispanidad, más amplio que el del propio Estado nacional. El patriotismo pre-moderno español cultivó los tópicos sobre las virtudes naturales del territorio patrio, el origen ancestral de sus gentes y su fiera voluntad de independencia. El nacionalismo que nace con el liberalismo gaditano estuvo condicionado, sin embargo, por el carácter mimético y exógeno de su proceso modernizador. Su singularidad consistiría en la anómala prolongación del enfrentamiento entre castizos y europeístas, y en la pervivencia de un sentimiento de alienación frente a lo español entre una parte importante de sus élites hasta bien entrado el siglo XX, lo que permitió a sus adversarios presentar la modernidad política como una traición a la identidad heredada (Álvarez, 2001: 118 y ss.).

El problema de los liberales decimonónicos, prolongadores a su manera del elitismo borbónico, pero privados ya del apoyo de la Corona, radicaba en que optaron por un proyecto modernizador que entraba en conflicto y resultaba difícilmente comprensible para gran parte de la población, cuyas principales señas de identidad se habían forjado bajo el catolicismo de la Con-trarreforma. Su principal bastión fue el ejército, remozado por las reformas del siglo XVIII y convulsionado en su estructura por las guerras napoleónicas. Los jefes militares del período isabelino se percibían a sí mismos como hombres de partido, espadones políticos que provocaban la caída de gobiernos en un sistema asentado en la fabricación sistemática y fraudulenta de mayorías par-lamentarias por el poder ejecutivo. La Regencia de María Cristina se alió con el Partido Moderado para defender los derechos sucesorios de su hija Isabel II frente a los carlistas, excluyendo así del circuito político a los liberales exalta-dos o progresistas. Esta alianza no les dejaba más alternativa que el recurso a pronunciamientos militares y levantamientos urbanos con el fin de legitimar desde el poder una situación de hecho. Para ello contaban con la reacción preventiva de la Corona, que se adelantaba en cada caso al asalto insurreccio-nal al poder depositando su confianza en la facción exitosamente alzada. El partido triunfante disolvía las juntas insurgentes y, mediante la convocatoria a Cortes y la fabricación de una nueva mayoría parlamentaria, reinstauraba el sistema constitucional, iniciándose así un nuevo ciclo que a medio o largo pla-zo tendía a reinstaurar hegemonías gubernamentales moderadas, las preferidas por la Corona. Este esquema se repitió con escasas variaciones desde 1834 hasta la Restauración borbónica de 1874, cuando fue sustituido por el sistema de turnos gubernamentales entre liberales y conservadores. Prescindiendo del papel arbitral de la Corona, el modelo se asemejaba notablemente al tipo de

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agitaciones políticas que sacudieron las repúblicas hispanoamericanas durante todo el siglo XIX (Artola, 1973; Colom, 2009).

En este contexto de fuerzas, los conservadores españoles buscaron su apoyo en las redes clericales. Si bien la jerarquía eclesiástica se mantuvo en las proximidades del poder instituido, una parte significativa del clero rural, sobre todo en el norte peninsular, optó por echarse al monte y respaldar la in-surgencia carlista. El carlismo representa la facción más montaraz del tradicio-nalismo español. De él se ha dicho que viene a constituir “la versión española de los legitimismos europeos, la expresión más perfilada de la oposición a las monarquías representativas, de opinión, que pretendían estar basadas en la voluntad de los gobernados, fundamento que acabaron aceptando las monar-quías dinásticas europeas que se acomodaron al régimen liberal” (Aróstegui, 2003: 16). No todos los tradicionalistas fueron carlistas, como demuestran las figuras señeras de Marcelino Menéndez Pelayo o Donoso Cortés. El conflicto dinástico derivado de la promulgación en 1830 de la Pragmática Sanción por Fernando VII, que inhabilitaba la Ley Sálica, con el consiguiente desplaza-miento de su hermano Carlos María Isidro por su hija Isabel en el orden de sucesión al trono, fue un elemento accesorio en la génesis del carlismo. De hecho, la teoría sobre el derecho divino de los reyes llegó a ser relativizada en 1861 por la propia Princesa de Beira, viuda de Don Carlos, al distinguir entre una legitimidad de origen y una legitimidad de ejercicio para repudiar el filo-liberalismo de su hijo Juan, pretendiente carlista al trono. Las claves del surgimiento del carlismo hay que buscarlas más atrás en el tiempo, en el enfrentamiento que se abrió entre los grupos rectores de la sociedad española durante el ocaso del Antiguo Régimen y en el extrañamiento experimentado por determinados sectores de la sociedad tradicional con las reformas libera-les. Se trata de un movimiento que, más allá de las adhesiones emocionales y de su substrato social, nunca llegó a desarrollar una ideología elaborada y coherente, por lo que resulta difícil interpretarlo acudiendo exclusivamente a sus ideas.

La militancia religiosa constituye el eje en torno al que evolucionaron las ideologías conservadoras del mundo latino a lo largo del siglo XIX. La reacción intelectual contra la destrucción del bien común recurrió en el ámbito católico a la restauración filosófica del tomismo. La doctrina de Santo Tomás ofrecía una visión arquitectónica y racionalmente ordenada del mundo sostenida por la voluntad divina. Jaime Balmes, próximo a la facción del Partido Moderado encabezada por Juan de la Pezuela, marqués de Viluma, ha sido identificado como el primer sintetizador del historicismo español con la doctrina católico-tomista (Varela, 1988: IX-XCI). Su principal interés estuvo dirigido a resolver el litigio dinástico con el carlismo y aproximarlo a los moderados con el fin de crear un régimen capaz de enfrentarse a la revolución liberal. Para Balmes, la regeneración de España tan solo podía llevarse a cabo mediante la recu-peración de la tradición religiosa y monárquica que históricamente la había constituido. Esta es la razón por la que se ha querido ver en él —y en los neocatólicos del período isabelino en general— el principal antecedente del nacional-catolicismo moderno. Aunque la presencia pública del integrismo ul-

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tramontano se difuminó tras la crisis colonial de 1898, sus reflejos ideológicos no desaparecieron, sino que quedaron integrados en la propia evolución del tradicionalismo. En una fecha tan tardía como 1934, Ramiro de Maeztu seguía defendiendo sin apenas variaciones la vieja fórmula balmesiana y su convic-ción de que la salvación de los españoles pasaba necesariamente por el retorno a la tradición abandonada “hacia 1750, cuando las ideas de la Enciclopedia hicieron prevalecer la de que las leyes son la expresión de la voluntad del so-berano, en vez de ser adecuación de la razón al bien común” (Maeztu, 1959: 23). Lo cierto es que el pensamiento conservador español desarrolló iniciati-vas políticas y sociales que, aunque autoritarias y confesionales, no pueden interpretarse estrictamente como un retorno literal al pasado. La voluntad de enfrentarse a los efectos disolventes del liberalismo llevaron a la Iglesia cató-lica y a sus aliados políticos a recurrir a referencias culturales que buscaban su legitimidad en la historia y a desarrollar iniciativas socialmente restauradoras, pero que creaban de hecho nuevas realidades. Se ha especulado por ello con la posibilidad de ver en las doctrinas tradicionalistas una modernidad a la contra que intentó conjurar los peligros inducidos por la revolución liberal primero y por la revolución industrial después, “una ideología no arcaizante ni anti-moderna, sino dispuesta a filtrar los aspectos considerados compatibles de la modernidad en un constante examen de la misma” (Botti, 1992: 18). La idea de una modernidad reaccionaria requeriría, como es obvio, una reconsideración general de lo que entendemos como valores y procesos modernos, pero en cualquier caso debería cuidarse de no caer en el reduccionismo sociológico, ya que el industrialismo capitalista fue por lo general un fenómeno tardío en los países en los que prendió la llama del integrismo.

La sociedad como organismo La oposición a la doctrina de la soberanía nacional y su naturaleza contractual constituyó un punto de encuentro para las distintas corrientes conservadoras. En España podemos encontrarla ya en los debates de las Cortes de Cádiz, donde la fracción más próxima al absolutismo excluyó la posibilidad de que la nación fuese titular de una verdadera autoridad constituyente. Con diversos matices, diputados como Gaspar de Jovellanos, Antonio Capmany, Pedro In-guanzo o Francisco Javier Borrull entendieron la nación como un ente consti-tuido con anterioridad al propio texto constitucional y, por lo tanto, superior a él. Al existir una religión, una dinastía reinante y unas leyes históricas, la soberanía se sobreentendía ya definida, por ello quedaba inhabilitada la nación para proclamarla o ejercerla. Estos tópicos tradicionalistas, que apela-ron a la costumbre política hispana en su defensa, poseían irónicamente una raíz foránea (Herrero, 1988). Contrarrevolucionarios franceses como Antoine de Rivarol o los abates Barruel y Duvoisin habían defendido ya en el siglo anterior la existencia de un orden natural conformado por la tradición, las costumbres y la providencia al que toda acción humana debía acomodarse. La obediencia al rey, como representante de la voluntad divina, constituía desde esa perspectiva una obligación moral. Esta postura abrigaba una concepción

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patrimonialista de la autoridad real, entendida como patria potestad sobre un cuerpo social de naturaleza orgánica.

En el Antiguo Régimen, las dimensiones fundamentales de la política, como la administración y la representación del poder, se encontraban inscritas en el ámbito del derecho privado, ligadas a las figuras de la tutela, la familia y su economía. Se trataba de un conglomerado en el que coexistían diversos órdenes normativos autónomos: jurisdicciones eclesiásticas, entidades terri-toriales y corporativas dotadas de fueros, etc. Por ello, difícilmente podemos hablar del Estado monárquico en términos estrictos, en el sentido de una au-toridad normativa única y soberana: “Para que un Estado pudiera ser garante de la solidez normativa de un espacio público compuesto por individuos, pri-mero sería necesario que la persona del rey, su familia, sus amigos, sus deudos y paniaguados, dejaran de ejercer un papel de mediación en el permanente proceso de definición de los estatutos y posiciones sociales” (Schaub, 1998: 53). La imaginación liberal de la soberanía como un contrato entre individuos libres chocaba necesaria y frontalmente con estas concepciones. Aun así, José María Portillo ha querido ver en el sistema constitucional gaditano la inercia de una concepción orgánica de la nación que la habría consagrado como titu-lar prioritario de derecho frente a los individuos que la componen: “La nación es el sujeto fuerte del sistema de Cádiz, posee necesariamente un estatuto supraindividual y, por consiguiente, la constitución la define en términos polí-ticos, geográficos y religiosos. El sistema no repudió del todo la noción de los derechos individuales, pero los integró en otro lugar diverso del habitual para la cultura constitucional atlántica, estadounidense y francesa” (Portillo, 1998: 83). La antropología subyacente al texto gaditano, prosigue Portillo, no tomó al individuo como sujeto fundamental del orden social y político. El ciudadano español solo podía realizar sus derechos en el seno de la nación, en la que el artículo 4 de la constitución delegaba la obligación de protegerlos. La capa-cidad de actuación del cuerpo nacional se encontraba, además, limitada por la religión, ya que esta, una vez excluida la libertad de conciencia, no sería la religión de los individuos, sino de la propia nación. La religión se presentaría así como un bien nacional que debía ser protegido por la comunidad política en su conjunto. Con ello, concluye este autor, la nación española tan solo po-seía una identidad en cuanto nación de católicos, lo que equivalía a concebir el Estado como una república de almas (Portillo, 1998: 128).

Esta interpretación parece abonar la idea de que en la constitución de Cádiz existía, más allá de la pervivencia de una cultura patrimonialista propia de la sociedad tradicional, algo así como un espíritu nacional-católico avant la lettre. Es cierto que en España la tolerancia de cultos no se legisló hasta 1856 y que solo con la Revolución Gloriosa de 1868 y la constitución del Sexenio Democrático se reconoció la libertad confesional al máximo nivel jurídico. En el Código Penal de 1848, el respeto a las normas de la jurisdicción civil y la defensa de la ortodoxia católica contaban con el mismo nivel de protección. De hecho, hasta 1870 no se aprobaron las primeras leyes de matrimonio y de registro civil (Alonso García, 2008). Pero también es cierto que la salvaguardia

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estatal de la religión, tal y como aparece recogida en la constitución de Cádiz y en los restantes códigos iberoamericanos, puede ser interpretada como una derivación del viejo regalismo ilustrado, que pretendía subordinar la dimen-sión pública de la misma a la autoridad política (Rivera, 2001). La hostilidad contra la concepción contractual de la soberanía, la resistencia a concebir los vínculos sociales en los términos individualistas del liberalismo y la defensa de las sociedades naturales —fundamentalmente la familia y los cuerpos in-termedios— constituyen elementos comunes a todo el tradicionalismo católico europeo. Su variante española fue, además, profundamente beligerante con el parlamentarismo, tachado de disolvente y corrupto, pero se opuso con igual vehemencia a la idea de una monarquía ilimitada. De ahí su defensa del dere-cho natural y de la doctrina de los cuerpos intermedios.

Para Balmes, los límites adecuados al poder del monarca absoluto eran los de la constitución histórica española, fundamentalmente la estructura polisi-nodial de la monarquía y las cortes estamentales, que en su versión restaurada debían otorgar representación a las clases propietarias y a la aristocracia ma-terial y espiritual. Por las mismas fechas Aparisi y Guijarro, abanderado de los postulados carlistas, advirtió que no se trataba ya de implantar la monarquía absoluta de los tiempos de Fernando VII, sino de restaurar “en cuanto sea posi-ble, la antigua y gloriosa monarquía española, que conocía legítimas libertades en Castilla y mayores en Aragón”. Con este fin, al acceder al poder, el pre-tendiente carlista convocaría Cortes y daría una ley fundamental definitiva y española. La fórmula vislumbrada por Aparisi se resumía en “unidad católica, rey que reine y gobierne, Cortes a la española, descentralización y vida propia del municipio y de la provincia y el espíritu católico sobre todo, viviendo en las instituciones, en las leyes y en las costumbres” (Aparisi y Guijarro, 1957: 73, cursivas mías). Tras esta concepción pervivía la vieja noción paulina sobre el origen divino del poder, actualizada por León XIII en su encíclica Inmortale Dei (1885), así como la convicción de que toda sociedad que identificase su origen en la soberanía del hombre estaba abocada a su disolución, pues la constitución de un pueblo no la hace la voluntad individual, sino los siglos, de la misma manera “como se forman los metales en las entrañas de los montes”. Aparisi ubicaba al monarca tradicional al frente de ese proceso telúrico. Su figura era la llamada a realizar lo que vivía en las costumbres del pueblo, la encargada de empujarlo “a la empresa a que por sus condiciones naturales parece formado” (Aparisi y Guijarro, 1957: 323, cursivas mías).

La ideología territorial, y más concretamente la cuestión foral, ingresó tardíamente en la agenda política del carlismo, aunque terminaría por conver-tirse en uno de sus principales emblemas. Frente al centralismo liberal, Aparisi y Guijarro defendió la diputación como la más alta instancia de representa-ción territorial. Esta debía reproducir la composición corporativa de las viejas cortes estamentales e incluir a los municipios, la Iglesia, la universidad y los gremios. Las tendencias organicistas de la teoría política católica se vieron re-forzadas por la doctrina social de la Iglesia. Con ella se reafirmó la voluntad de restaurar el orden social siguiendo la inspiración del personalismo cristiano,

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que tomaba a la persona humana como sujeto trascendente de los derechos fundamentales y defendía la autonomía de las sociedades naturales en el seno del Estado. Tal y como se sedimentó en la imaginación tradicionalista, la na-ción aparecía como una entidad orgánica dotada de identidad moral que ha-bía que organizar políticamente con criterios corporativos. Vázquez de Mella expuso el núcleo de esta concepción en un discurso ante las Cortes en 1907. En él contrapuso la soberanía social a la artificiosidad de la soberanía política:

Si no existe más que una sola soberanía, que emana de la muchedum-bre y lleva a la cumbre del Estado, del Estado descenderá en forma de una inmensa jerarquía de delegados y funcionarios. Y si existe una soberanía social que emerge de la familia y que, por una escala gra-dual de necesidades, produce el municipio y, por otra escala análoga, engendra, por la federación de los municipios, la comarca y después, por la federación de estas, la región, esa soberanía social limitará la soberanía política, que solo existe como una necesidad colectiva de orden y de dirección para todo lo que es común (Vázquez de Mella, 1953: 47, cursivas mías).

Según esta doctrina, el tejido social lo forman personas colectivas, las que constituyen los hombres por corporación para conseguir lo que no pue-den conseguir aislados, así como una serie de sociedades complementarias (municipio, comarca, región) y sociedades derivativas (escuela, universidad, corporación) cuya protección y dirección compete al Estado. Este último sería la persona colectiva más extensa, efecto, pero no causa, de las demás perso-nas, fundamentalmente por la existencia de la Iglesia, que según la doctrina católica es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta al tener en sí y por sí misma todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Vázquez de Mella reconocía el Estado como una entidad soberana en su propia órbita, pero le atribuía una necesaria unidad moral que lo supeditaba a la Iglesia, para la que reclamaba independencia económica y autonomía jurisdiccional. El tra-dicionalismo de finales del siglo XIX no pretendía ya, pues, la supervivencia del Antiguo Régimen, sino fundar una nueva identidad política sobre el ideal católico. Sin embargo, con su concepción teocrática del Estado, los tradicio-nalistas españoles renunciaron a determinar los confines sociales de la nación históricamente existente. Como ha señalado Álvarez Junco:

Lo que ni los absolutistas fernandinos, ni los moderados de Narváez, ni los conservadores de Cánovas y más tarde de Maura parecían com-prender es que la Iglesia católica tenía una veta, no ya anti-liberal, sino anti-estatal. Una veta que, al disputar al Estado las competencias educativas, se convertía en ‘antinacional’, en obstáculo a la nacionali-zación (Vázquez de Mella, 1953: 549, cursivas mías).

El pensamiento tradicionalista español no puede considerarse aislada-mente del clima intelectual que imperaba en la Europa de su época. La noción de la sociedad como un organismo vivo, divulgada por los primeros románti-cos y asumida después por el catolicismo político, confluyó a comienzos del siglo XX con el descubrimiento del inconsciente por la psicología moderna y el

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énfasis en las motivaciones irracionales del comportamiento humano. Este giro cultural, que formaba parte de una reacción más amplia contra el positivismo, el liberalismo y lo que se percibía como un estado general de decadencia mo-ral, constituyó uno de los desencadenantes de la eclosión de los nacionalismos en Europa. La teoría sobre los orígenes preconscientes de la emotividad mante-nía una notable afinidad con el proyecto de anclar el gobierno colectivo en las fuerzas vitales del alma nacional. Esta intuición maduró con el nacionalismo integral francés y con la revolución conservadora de la Alemania de entregue-rras. La inspiración intelectual de este último movimiento, que se anticipó a la política de masas de los años treinta, se encontraba muy próxima a las fuentes filosóficas del irracionalismo alemán y su búsqueda metafísica del absoluto. El vínculo del conservadurismo germano con el tradicionalismo católico fue, sin embargo, menos evidente que en el caso del integralismo francés, muy pronto emulado en otras partes del orbe latino. El integralismo cuestionó la sociedad industrial en su conjunto y renegó de los valores heredados de la Ilustración. Vinculado al legitimismo contrarrevolucionario decimonónico, el integralismo encontró su caldo de cultivo en el anticlericalismo de la Tercera República y en el caso Dreyfus, a cuya sombra se difundieron las ideas del culto a la na-ción, la necesaria regeneración de Francia y la recuperación del orden social. Las relaciones de Francia con el Vaticano se rigieron durante el siglo XIX por un concordato de los tiempos del Consulado, cuyos Artículos Orgánicos, añadidos unilateralmente por Napoleón, nunca fueron plenamente aceptados por Roma. El concordato estipulaba la remuneración del clero secular por las autoridades civiles, quienes a cambio se reservaban el privilegio de nombrar los obispos. Las tensiones gubernamentales con la Iglesia se avivaron con la Tercera República, aunque parecieron amainar hacia 1892, cuando León XIII, en su encíclica Au milieu de sollicitudes, animó a los católicos france-ses —como había hecho previamente con los españoles— a unirse para formar una mayoría parlamentaria capaz de sustituir las malas leyes republicanas. La hostilidad recíproca estalló finalmente en 1904, momento en que la República rompió sus relaciones con la Santa Sede. Un año más tarde promulgó la ley de separación entre la Iglesia y el Estado, plasmación jurídica de la ideología de la laicidad. Por esas fechas, el viejo legitimismo francés se encontraba ya prácticamente extinto.

El neotradicionalismo que ocupó su lugar no fue una mera prolonga-ción del anterior, sino que aglutinó en su seno influencias diversas, como el catolicismo social, el bonapartismo y el resentimiento nacionalista generado por la derrota de 1870 ante Prusia. De su seno emergió un nuevo movimien-to comprometido con la restauración de la autoridad como base intangible de la sociedad: Action Française. No fue este un partido en sentido estricto, sino un grupo de opinión y de presión sobre el poder que alcanzó su apogeo durante el período de entreguerras. Hacia 1940, en el momento de instaurarse el régimen de Vichy, el movimiento había ya periclitado, según Eugen Weber, porque había cumplido su función histórica, que no habría sido otra que la de poner a disposición de la derecha francesa una ideología que ocultase su

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carencia de un programa positivo, y no reactivo, de acción (Weber, 1985: 579) En su ideario encontramos viejos tópicos tradicionalistas, como el de que la libertad inorgánica condena al individuo a la sumisión anónima a una inmen-sa y lejana burocracia, o que 1789 constituye la fecha en que Francia tomó el fatal camino de su desintegración moral y física. Frente al sentimiento de decadencia finisecular, el nuevo nacionalismo integral proponía una agenda de renovación social:

A la duda y al pesimismo se opusieron las certidumbres de la historia; al artificio, el culto a la energía y la vitalidad; a una civilización enve-jecida, la juventud; a la desagregación y el individualismo, el sentido de la disciplina; al nacionalismo científico se opusieron las fuerzas del instinto (Sternhell, 2000: 76, cursivas mías).

Un rasgo común entre sus primeros militantes fue el de no haber partici-pado en los movimientos legitimistas tradicionales. Maurice Barrès y su culto al yo, un destilado del idealismo fichteano, derivó pronto hacia la devoción por el yo colectivo y la subordinación del individuo a la colectividad, pero nunca llegó a defender la monarquía como tal. Figuras como Henri Vaugeois, Léon Daudet, Léon de Montesquiou, René Quinton, Lucien Moreau, Jacques Maritain o Maurice Pujo carecían asimismo de antecedentes monárquicos. De hecho, en 1937, la Casa de Anjou desautorizó públicamente a Action Française como intérprete de la causa realista. Charles Maurras, por el contrario, combi-nó su filiación positivista con un catolicismo meramente intelectual que poco tenía que ver con el dogma tradicional católico. Su interés por la monarquía y su encomio de la jerarquía eclesiástica por su actitud en el caso Dreyfus eran puramente instrumentales, ya que ayudaban a reproducir la alianza de los tiempos monárquicos entre la Iglesia y el Ejército. Maurras veía en la Iglesia un aliado contra la Tercera República y en el catolicismo una garantía histórica para la personalidad nacional de Francia, asediada por elementos anti-franceses o metecos, esto es, judaicos, masónicos y protestantes. En uno de los puntos fundacionales de Action Française, publicados en 1899, Maurras llegó a afirmar que, tras la disolución de la cristiandad como sostén unitario del viejo mundo romano:

La nacionalidad es la única condición rigurosa y absoluta que resta de toda humanidad. Las relaciones internacionales, ya sean políticas, mo-rales o científicas, dependen a partir de ahora de las nacionalidades […] El nacionalismo no es solo un hecho de sentimiento: es una obligación racional y matemática (citado por Thomas, 1965: 31, cursivas mías).

El Vaticano, sin embargo, al igual que ocurrió con los grupos monárqui-cos tradicionales, prefería contar con sus propias organizaciones políticas sin tener que supeditarlas a una agenda ideológica ajena, lo que explica quizá su súbita condena y ruptura con el movimiento en 1926.

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El corporativismo autoritario Con el nuevo siglo, el corporativismo impuso su hegemonía sobre el

pensamiento conservador iberoamericano. Las teorías fascistas infundieron un nuevo sentido a un fenómeno autóctono como el caudillaje. En el caso español, la asimilación del nacionalismo autoritario se hizo sin llegar a aban-donar los viejos postulados tradicionalistas. Ramiro de Maeztu y su doctrina de la Hispanidad bebieron tanto del maurrasianismo como de las fuentes ca-tólicas. Según explicaba en 1926 Zacarías de Vizcarra, inventor del término, la Hispanidad expresaba

el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica […] La Hispani-dad Católica tiene que prepararse para su futura misión de abnegada nodriza y caritativa samaritana de los infelices de todas las razas que se arrojarán a sus brazos generosos. La Providencia le depara a corto plazo enormes posibilidades para extender en gran escala su acción evangelizadora a todos los pueblos del orbe, poniendo una vez más a prueba su vocación católica y su misión histórica de brazo derecho de la Cristiandad (Vizacarra, 1944: 1).

La idea de una integración de España con los países hispanoamericanos había sido ya esbozada retóricamente a finales del siglo XIX por el pretendien-te carlista al trono. Su impracticabilidad, sin embargo, no fue menor que la de los resabios metafísicos que en el siglo XX acompañaron a la voluntad de im-perio expresada por los émulos españoles del fascismo. España, según rezaba uno de los puntos fundacionales de la Falange, alegaba “su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales”. Con el desenlace de la guerra civil, esa idea imperial, vinculada a la de Hispanidad, pasó a ocupar un lugar central en el discurso de falangistas y reaccionarios, consolidándose como una consigna ideológica del régimen de Franco. Su eficacia, sin embargo, apenas logró trascender el ámbito retórico. El hispanismo funcionó como un instrumento dialéctico para abrirle al régi-men un espacio de maniobra diplomática. En el mundo de la posguerra mun-dial, los postulados que planteaban la reconquista del mundo moderno para la catolicidad podían proporcionarle al franquismo algunos aliados externos, empezando por la propia Iglesia preconciliar, pero la grandilocuencia imperial debe entenderse también como un ejercicio sublimatorio para consumo inter-no, ya que el hispanismo amparado por el régimen nunca tuvo una estrategia política clara, objetivos definidos ni medios para realizarlos. Sus rendimientos simbólicos fueron, por ello, relevantes solo para la construcción de una iden-tidad y una filosofía de la historia acordes a las necesidades del nuevo Estado autoritario. Por necesidad y por vocación, el régimen del general Franco con-cedió a la Iglesia el espacio autónomo que esta venía exigiendo desde un siglo atrás, así como reconocimiento y respaldo oficial para sus funciones públicas. La estructura política del franquismo remedó las concepciones organicistas del tradicionalismo católico e identificó en la familia, el municipio y el sindicato

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corporativo los instrumentos con los que expresar y someter a control los intereses sociales. En la inmediata posguerra, su ideario fue divulgado, entre tantos otros, por Joaquín Azpiazu, un jesuita próximo al régimen que recupe-ró la vieja doctrina de las sociedades intermedias. Según esta, la relación del individuo con el Estado no es directa, sino que se encuentra mediada por toda una serie de agrupaciones sociales naturales. La primera, más básica e íntima de ellas es la familia, en cuyo seno la autoridad se ejerce a través del padre. Y luego, el municipio, que no sería fruto de la politiquería liberal del siglo XIX, sino “una agrupación perfectamente natural y universal en todos los pueblos”, disfrutaría de una autarquía funcional y se sumaría como unidad social básica a la profesión organizada según el modelo de las corporaciones medievales. Todo ello respondería a un

concepto fundamentalísimo en la formación de los pueblos: que el aco-plamiento de las entidades de la vida nacional ha de ser por ensamblaje orgánico, nunca mecánico, de los miembros, aun desiguales; nunca de entidades medidas con el metro de la ley, hecha a priori en las interini-dades de un gabinete (Azpiazu, 1939: 116).

Doctrinas de este jaez se propalaron al otro lado del Atlántico. En Ar-gentina, Leopoldo Lugones evolucionó desde el modernismo hasta el naciona-lismo autoritario, la admiración por Mussolini y la defensa del papel político del ejército, un presagio del ciclo político que se abriría con el derrocamiento del presidente Irigoyen en 1930 y culminaría con el peronismo. Sin embargo, fue Brasil el primer país del continente en experimentar un régimen corpo-rativo inspirado en las nuevas ideas. El Estado Novo instaurado por Getulio Vargas en 1937, émulo de su homónimo portugués, se autodefinió como una democracia autoritaria comprometida con la armonía social y la unidad na-cional. Sus principales valedores intelectuales, los representantes del pensa-miento autoritario brasileño, fueron Francisco Campos, Azevedo Amaral y Oliveira Vianna (Azevedo, 1938; Oliveira, 1927). Independientemente de sus respectivas diferencias, y mucho antes de que Juan José Linz o la embajadora estadounidense Jeane Kirkpatrick hicieran uso de la distinción entre regímenes autoritarios y totalitarios, estos autores trataron de resaltar las diferencias del sistema brasileño con el fascismo, señalando que, en el primer caso, la organi-zación estatal no abarcaba el conjunto de la vida colectiva de la nación. Pues-to que no reconocían capacidad de autorregulación alguna a la sociedad civil, consideraban que el Estado brasileño, bajo la guía de una presidencia firme, se limitaba a liderar el proceso de construcción nacional. Muy distinto fue el caso de Plinio Salgado, fundador de la Alianza Integralista Brasileña, quien con el lema “Dios, patria y familia” organizó un remedo autóctono del fascismo que terminaría por enfrentarlo con el propio régimen de Vargas.

En Chile, a lo largo de una serie de artículos publicados en El Mercurio en 1928, Alberto Edwards desarrolló lo que se convertiría en el canon de la interpretación conservadora de la historia nacional (Edwards, 1928). Según esta, la marca diferencial de Chile como país próspero y estable en el contexto del siglo XIX hispanoamericano había que buscarla en la figura de Diego Por-

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tales, quien durante el período fundacional consiguió restaurar la esencia de la monarquía bajo formas republicanas. La solvencia política del Estado por-taliano habría entrado en crisis, sin embargo, con la rebelión de los intereses aristocráticos que condujeron a la guerra civil de 1891 y a la instauración de un régimen parlamentario oligárquico e inoperante. El conservadurismo chile-no recibió nuevos aires con la publicación de la encíclica Quadragesimo Anno en 1931. Pensadores social-cristianos como el jesuita Fernando Vives y el historiador Jaime Eyzaguirre se aproximaron al corporativismo político defen-dido por Eduardo Frei desde la Falange Nacional, germen a su vez del futuro Partido Demócrata Cristiano, fundado en 1957. Su ideario concedía un papel privilegiado a la familia, el municipio, la región y la corporación. Aunque las connotaciones prácticas del mismo se fueron diluyendo con el tiempo, llegó a gozar todavía de cierta influencia ideológica en la Constitución pinochetista de 1980 a través de Jaime Guzmán, discípulo de Eyzaguirre y del sacerdote integrista Osvaldo Lira (Cristi y Ruiz, 1992). En Colombia, por último, la re-percusión política del corporativismo católico fue menor que en Chile. Aun así podemos reconocer su impronta en la figura del presidente Laureano Gómez, quien trató de reorientar la constitución de 1886 y dar una solución autoritaria a la violencia que embargaba al país desde el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. El golpe del general Rojas Pinilla en 1953 acabó con esa posi-bilidad (Henderson, 1988).

Conclusiones El conservadurismo iberoamericano ha padecido durante largo tiempo la con-sideración de un objeto histórico no identificado. Al igual que ocurre con su tradición liberal, se trata de una corriente que apenas ha contado con una teorización política autóctona. La dificultad en este caso se ha visto incremen-tada por la necesidad de especificar el patrimonio simbólico y material objeto de un deseo de conservación. La ausencia de movimientos legitimistas en la América decimonónica obliga a rastrear las claves de su tradicionalismo en la defensa del orden social heredado de la Colonia, en los intereses de la pro-piedad latifundista y en el papel otorgado a la Iglesia en la administración y reproducción de los valores socio-culturales. Es, pues, en la práctica política y en el juego histórico de intereses contrapuestos donde hay que ubicar el juego especular de adscripciones liberales y conservadoras. Aunque la diferencia en-tre ambas en América fue más una cuestión de grado que de fondo, la religión católica jugó un papel determinante como referente del deseo de continuidad histórica o, por el contario, como adversaria ideológica y política a batir. Este es un rasgo compartido con la Europa meridional, y marca diferencias im-portantes con los países de tradición protestante, en los que la instauración de un orden estatal y nacional no contó con un adversario ecuménico de la envergadura de la Iglesia católica. Al margen de la división continental y de la respectiva idiosincrasia socio-cultural, la diferencia impuesta por la condición poscolonial no impide reconocer, pues, una cierta sincronía en el mundo la-tino y católico en general en lo que respecta al ritmo de las transformaciones

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Capítulo 4

La paradoja de la independencia de Brasil

Ángel Rivero1

Es un lugar común de la historiografía brasileña señalar que hay tres temas fundamentales en la historia de Brasil: la esclavitud y la composición étnica de su población; la transición política del autoritarismo a la democracia; y la unidad nacional de Brasil tras la independencia (Fausto, 1999: XI). Este último tema es el que nos interesa en este artículo aunque está conectado con los otros dos. En la percepción brasileña se señala el mantenimiento de la unidad nacional como un hecho excepcional que debe ser explicado. De hecho, se sostiene que Brasil es un país que nace con todo en su contra para el manteni-miento de la unidad nacional y que, sin embargo, persevera hasta consolidarse como una potencia regional y hasta mundial. Así pues, sociólogos, politólogos e historiadores brasileños se han dedicado a estudiar el misterio de la perma-nencia de Brasil en su unidad como si esto fuera un hecho sorprendente que mereciera una investigación. Como me parece que lo que debe ser investigado en primer lugar es por qué los brasileños se sorprenden de la propia perma-nencia de su integridad nacional intentaré desentrañar el contexto que explica esta pregunta. Las razones, como no podía ser de otra manera, son diversas. La primera y más obvia es que la sociedad brasileña es hoy una sociedad alta-mente compleja que se extiende por un territorio enorme que hace de Brasil el quinto país del mundo en términos poblacionales y territoriales.

Así que una de las razones de la pregunta sobre la permanencia de la in-tegridad nacional tiene que ver con la proyección de la complejidad presente sobre el pasado. Esto es así porque las selvas que hoy atestiguan la limitación del Estado brasileño y cuya conquista y control es uno de los objetivos de su política militar de seguridad, en el pasado fueron en buena medida baluartes que aislaron a Brasil de su mundo circundante. Eso no quiere decir que esos espacios vacíos estuvieran libres de conflictos. Brasil ha guerreado contra las potencias europeas que intentaron instalarse en su territorio, contra las que competían con su dominio del litoral del nordeste y, sobre todo, contra las que

1 Profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Es doctor en Filosofía por esta misma universidad y BSc (Hons) en Ciencias Sociales, Política y Sociología por la Open University (Reino Unido).

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amenazaban su hegemonía sobre el Río de la Plata. Con relación a esto último, Brasil ha querido ser una potencia regional antes incluso de su nacimiento como Estado independiente y ha intervenido directamente en la política de sus vecinos, por ejemplo, de uruguayos y paraguayos, para evitar la afirmación de Argentina como poder hegemónico regional. Esta percepción de la propia complejidad se complementa con dos percepciones relevantes desde el punto de vista brasileño. Una, la de la fragmentación del Imperio español en América y la permanencia de la integridad territorial de Brasil; la otra es la cuestión del peso abrumador de los esclavos en la población brasileña y la percepción brasileña asociada a este hecho de que no existía una nación que pudiera sostener un Estado.

Curiosamente, para explicar su propia permanencia, Brasil ha tendido a explicarse a sí mismo como el resultado de procesos endógenos de construc-ción nacional coronada con éxito, por contraste con un presunto fracaso de sus vecinos hispanoamericanos. En general, ha asociado estas disparidades al carácter nacional o a la cultura. Por ejemplo, hay quienes buscan el en la aparición de una conciencia brasileña (Fausto, 1999: 59 y ss.). Otros atribuyen la existencia de Brasil a la cultura sexual luso tropical que, miscenegación por medio, habría creado la “brasilidad”. Esta es la posición de Gilberto Freyre, sos-tenida en muchas obras, pero sobre todo en Casa-grande e senzala y criticada de forma demoledora por, entre otros, Gerald J. Bender (1978: 5). Otros, como Murilo de Carvalho, se han preguntado con perplejidad cómo puede sostenerse unido el Brasil en ausencia de una nación, un pueblo, con carácter propio. En su reflexión, la debilidad de Portugal como metrópoli hizo que la creación de una nación excediera sus capacidades, y las élites brasileñas, por su parte, al preguntarse por su pueblo han señalado su ausencia, su mala calidad o su dependencia, pero no han visto en él una nación. Para Murilo de Carvalho, tres siglos de dominación portuguesa no fueron capaces de crear una unidad “excepto por la religión y por la lengua” (Murilo de Carvalho, 2003: 501). Este autor olvida la monarquía, y si todo esto le parece poco, quizás es porque pide demasiado. Sin embargo, como mostraré, la existencia de una sociedad como Estado independiente no depende principalmente de la voluntad de un grupo humano que se considere nación, ni de sus rasgos etnoculturales sino de fac-tores diversos y complejos cuyas razones y causas muchas veces se encuentran lejos del escenario donde aparece la nación.

Así pues, en este artículo quiero mostrar que la paradoja de Brasil no radica en ser diferente de sus vecinos, en haber mantenido la unidad nacional frente a la fragmentación y en ausencia de una nación unida y diferenciada. No, la paradoja de Brasil radica en que las repúblicas hispanas se independi-zaron de la monarquía española con el apoyo de Gran Bretaña, mientras que Brasil se separó de Portugal por decisión de una Gran Bretaña secundada por la casa de Bragança. El contexto internacional de una Gran Bretaña hegemó-nica es el que en unos casos explica la fragmentación, pero también el deseo de mantener unido a Brasil. Esto es, la paradoja de Brasil es que su indepen-dencia no es el resultado de una ruptura revolucionaria sino de la continuidad

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de la Colonia (Fausto, 1999: 63). Que esta paradoja resulte difícil de percibir es resultado de la hegemonía presente del nacionalismo que nos hace ver la historia de los Estados como el resultado de voluntades colectivas abstractas, como resultado de la voluntad de las naciones entendidas como totalidades orgánicas.

En suma, que la diferencia de Brasil frente al resto de las repúblicas de la América meridional es que su unidad estuvo avalada por la potencia inter-nacional hegemónica, Gran Bretaña, y que fue resultado no de la ruptura con la monarquía sino producto de la monarquía de los Bragança. Son esos dos hechos los que dan cuenta primera de la permanencia de Brasil en sus límites coloniales en el momento de la independencia. Pero si esto fuera así, aparecen de inmediato algunas preguntas: ¿Se puede hablar de independencia cuando no hay ruptura sino continuidad? ¿Por qué nos resulta paradójica la historia del Brasil frente a sus vecinos? ¿Dónde está la normalidad en la formación de estos Estados y dónde la anomalía? Espero que ellas queden contestadas en las líneas que siguen.

Elie Kedourie señaló que el nacionalismo es una ideología inventada a comienzos del siglo XIX en Europa, la cual sostiene que la humanidad está dividida naturalmente en naciones, que estas naciones tienen derecho al au-togobierno y que realizado el principio de las nacionalidades, esto es, que cuando cada nación tenga un Estado coherente con sus límites poblacionales y geográficos y un gobierno nacional, se realizará la paz en el globo terrestre y desaparecerá la guerra (internacional). Así pues, el nacionalismo es, sobre todo, un sistema ideológico, lo que significa que se trata no de una interpre-tación de la vida política, sino de un conjunto de ideas ensambladas de tal manera que buscan presentar un cuadro de cómo deberían organizarse las sociedades políticas con el ánimo de servir de principio de acción. Cuando este sistema de ideas habita en los despachos de los académicos, en las mentes de los arbitristas o en los discursos de los próceres, las ideologías resultan banales y reciben la calificación benevolente de “ideales”.

Ahora bien, cuando tales ideales abandonan los despachos, cafés, púl-pitos y tribunas y se convierten en creencias políticas, entonces la ideologías devienen una fuerza imparable en la acción política y su realización, en pos del ideal, se convierte en un encarnizado ataque a la realidad y, sobre todo, a la vida de los hombres (Heine, 1908: 152; Berlin, 2001: 113). Para que tal cosa ocurra, el sistema de ideas de las ideologías debe pasar de la mente del ideólogo y convertirse en una creencia socialmente aceptada. Si esto ocurre, nada detendrá el programa de acción que prescribe y alcanzará la fuerza del mito: un principio de acción que mueve a la gente de forma irreflexiva, pues se convierte en una verdad indubitable ante la que nadie se detiene a pensar (Sorel, 1908: 27).

Para lamento de Kedourie, el nacionalismo ha triunfado porque sus ideas se han convertido en mitos universalmente aceptados. Plantadas sus semillas por los revolucionarios franceses y por sus críticos románticos alemanes, la idea de una nación como sujeto colectivo, con una voluntad única y que clama

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la lealtad y la obediencia de sus hijos, se ha convertido en una realidad indu-bitable a la que muchos sacrifican sus esfuerzos, su fortuna y la vida de com-patriotas, forasteros y extranjeros. Los ingredientes del mito son tan sencillos como eficaces: todos formamos parte naturalmente de un grupo nacional y la libertad de tal grupo depende de la posesión de un Estado propio que dé curso a la realización de tal voluntad, así como que su gobierno esté en manos de miembros del propio grupo. Sentado este credo, habrá que ajustar las fronteras para que alcancen a todo el grupo definido como nación; habrá que asimilar, expulsar, o diezmar a aquellos que no cuadren con los rasgos que definen la pertenencia al grupo; habrá que batallar en nombre del más alto interés nacio-nal. En fin, habrá que hacer muchas cosas que no están dirigidas a la gestión política de los conflictos en las sociedades existentes, sino a la realización de la coherencia cortante de las ideas en el terreno inestable, complejo y promis-cuo de la realidad. En general, habrá que realizar una carnicería endulzada por la promesa de un ideal.

Como el nacionalismo se ha convertido en un credo hegemónico, los gobernantes no pueden sino legitimarse en esa lengua, y la obediencia de los gobernados no puede alcanzarse si no se sienten miembros comprometidos del grupo nacional. Ciertamente, una cosa es la identificación de los ciudadanos con el proyecto político del que forman parte y otra, muy distinta, la identidad nacional que propone el nacionalismo: la pertenencia obligatoria a un grupo con voluntad colectiva que exige la subordinación de sus miembros.

Puesto que en las sociedades modernas no solo ha triunfado el naciona-lismo sino que este ha venido acompañado de una intervención muy amplia del Estado en la organización de la vida de las sociedades y, en particular, en la reproducción cultural de las mismas —la exosocialización (Gellner, 1983: 32-37)—, el credo del nacionalismo se ha extendido a través de la educación pública y su aprendizaje se ha vuelto, en muchos lugares, obligatorio. Así, dentro de esta divulgación del nacionalismo desde el Estado ocupan un lu-gar importante las historias nacionales que, claro está, nada tienen que ver con el estudio preciso en el tiempo de sucesos o procesos, sino que están relacionadas con la elaboración de una narración identitaria que cuente el pasado, el presente y, por supuesto, el futuro prometido de la nación. No es historia sino una historia. El ánimo de esta historia nacional es la creación de una identidad nacional en la que socializar a los miembros putativos de la nación, de forma que su jerarquía de lealtades quede ordenada de acuerdo con los propósitos del nacionalismo.

La nación del nacionalismo es un grupo orgánico con voluntad única cuyo fin último es su permanencia, y esta se alcanza mediante la indepen-dencia, esto es, mediante el desarrollo libre de esa voluntad única. Es por ello que las historias nacionalistas dedican un espacio sobresaliente al tema de la independencia y un espacio marginal al tema de su constitución. Es decir, la nación del nacionalismo huye de la contingencia, del accidente en su propia historia y busca un relato en el que sus raíces se hundan lo más posible en el tiempo. Así, típicamente, las más antiguas naciones europeas naturalizaron

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sus demandas trazando sus linajes hasta la creación del mundo. Esto es, en-contraron en el libro del Génesis y en la progenie de Noé sus raíces. Como este era un recurso doblemente limitado por el número de naciones bíblicas y por la quiebra de la teología política producida en la modernidad, los nacionalis-mos, que son modernos y que forman parte de la política de la ideología, han recurrido a otras características con los que naturalizar su nación: la lengua, la religión, la geografía, la etnia, la raza, etc. Lo importante, en todo caso, es hacer ver que la nación es algo sólido, permanente y objetivo, y no el resultado contingente del poder, del azar, del conflicto o de las voluntades de sujetos más o menos vanidosos, corruptos, viciosos, visionarios. Eso sí, puede haber padres fundadores que, a modo de Dios, creen naciones que de inmediato al-canzan el carácter natural que tenían las de la narración bíblica.

En la construcción de los mitos de independencia de las naciones mo-dernas ha ocupado un lugar sobresaliente la narración del combate contra el despotismo. Esto es, en esta narración, la nación como sujeto colectivo se levanta despertada con violencia por el ejercicio de un poder arbitrario que quebranta el pacto original entre gobernantes y gobernados. Para hacer más creíble este relato, el gobernante, que es un monarca, aparece como extranjero, y extranjeros se vuelven también aquellos que apoyan o sostienen la legiti-midad de su gobierno. Como es bien sabido, desde la antigüedad clásica, es un axioma del buen gobierno que este ha de ser ejecutado por los naturales del país, pues solo estos tienen el amor de la patria necesario para cumplir de forma virtuosa con las obligaciones del gobierno colectivo. Cuando tal amor falta en los naturales, sobreviene la corrupción y la guerra civil. Pero cuando son extranjeros los que faltos de amor ejecutan el mando en la sociedad, lo que hay es rapiña, saqueo, injusticia, mal gobierno, en suma, despotismo. La xenofobia, como se sabe, tiene una historia más antigua que la xenofilia, una pasión occidental muy reciente.

Este tipo de relatos son bien conocidos y sus promotores ocupan el cómo-do lugar de víctimas del despotismo (digo cómodo en referencia a aquellas na-ciones que, alejadas del monarca y de su poder, al presentarse como víctimas no alcanzan a romper cadena alguna sino a aumentar su hacienda en la misma medida que disminuye la del denominado déspota). Los fundamentos jurídico-políticos que hacían que tal relato alcanzase una enorme eficacia política se sembraron en Europa en el siglo XVI, cuando la Reforma hizo que se derrum-bara la teología política de la que pendía la legitimidad de los gobernantes y que se santificara el derecho de resistencia, rebelión y revolución. Por primera vez, la desobediencia no solo se hace legítima sino en algunos casos obligato-ria, de modo que, por ejemplo, el tiranicidio del rey hereje es teorizado por los jesuitas (Turchetti, 2001). Un desarrollo natural de esta nueva concepción de la legitimidad política puede verse en la conexión entre la Revolución Gloriosa de 1689 (en el que el Parlamento británico arrebata la soberanía al monarca) y la Revolución americana de 1776, en la que los súbditos de las trece colonias de la Nueva Inglaterra reclaman para sí la devolución de la soberanía frente al monarca y al Parlamento, y que dio lugar a la independencia de los EE. UU.

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Sin embargo, no es solo el desarrollo de “idearios políticos” nuevos lo que explica el profundo cambio que experimentará el mundo occidental en la edad moderna y contemporánea, sino también la aparición de un contexto de oportunidad en la que tales ideas encuentran su asidero. Tal contexto de opor-tunidad es creado en muchas ocasiones por la guerra, pero, sobre todo, por la aparición —con la modernidad misma— de un marco de relaciones, interrela-ciones y dependencias que ha sido denominado “mundo atlántico”.

Para estudiar esta conjunción entre un contexto de oportunidad política —la guerra y el mundo atlántico— y los idearios políticos de la Independencia en Iberoamérica, Brasil constituye una paradoja extraordinaria y, como se sabe, apuntar la paradoja puede ser un instrumento óptimo para abrir paso al conocimiento en medio de la oscuridad de los lugares comunes. Es decir, el caso Brasil puede servir para mostrar cómo el nacionalismo se ha hecho tan hegemónico en nuestra manera de entender la historia política que hemos convertido en creencias irreflexivas lo que no eran sino dogmas ideológicos. Una paradoja es la afirmación de algo que va contra las opiniones o creencias establecidas. Cuando se califica algo de paradoja va implícita una connotación que puede ser tanto positiva como negativa. Así, una paradoja puede ser algo que a primera vista parece contradictorio o absurdo, pero que, sin embargo, resulta bien fundado y verdadero. Pero también una paradoja puede ser algo intrínsecamente contradictorio, es decir, absurdo.

Aquí, al referirme a Brasil y su independencia, me interesa explorar la di-mensión productiva de la paradoja en relación con los sobrentendidos. Esto es, a las creencias socialmente establecidas, a la ideología hegemónica. ¿Quién se independiza de quién? ¿Quién es aquí el déspota? ¿Quién el pueblo despertado por la explotación y el mal gobierno? ¿Quiénes son los nacionales y quiénes los extranjeros frente a los que reclamar dignidad y autogobierno?

La paradoja de Brasil es que su independencia, proclamada en 1822, es resultado de la demanda de independencia de Portugal en 1820; que la soberanía nacional de Portugal la proclaman las Cortes (Parlamento) y que la independencia de Brasil la proclama el rey. Así pues, dentro del relato nacionalista del origen de las naciones, ¿cómo se explica el caso de Brasil? ¿Pueden declarar la independencia los déspotas? ¿No es la independencia un acto colectivo que le corresponde proclamar a pueblo? ¿Puede ser la de-claración de independencia un instrumento dirigido a frenar la revolución? (Rohloff de Mattos, 2003: 615)

La respuesta a estos dilemas es tan sencilla como breve: el relato nacio-nalista no explica el como nación y ni siquiera puede describirlo. Brasil no es una colonia que se separa de la metrópoli, animada por las ideas nuevas de la Ilustración, aplicadas a una situación de explotación despótica, aunque sea esto precisamente lo que dice la historia nacionalista. Brasil es una metrópoli que alberga la monarquía, la Corte y sus principales instituciones, que se declara independiente porque la antigua metrópoli, degradada a colonia, busca afirmar la soberanía del Parlamento frente a la soberanía del rey.

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Es por ello que frente a la narración nacionalista del origen de las na-ciones resulta necesario hacer referencia al contexto de su surgimiento, a las circunstancias que hicieron posible tal resultado y, sobre este panorama, expli-car los ideales y doctrinas que justificaron tales hechos o que los impulsaron.

Así pues, la paradoja de Brasil, esto es, el que propiamente no se indepen-dizara sino que fuera Portugal quien alzara primero la voz de la independen-cia, solo se entiende analizando el contexto en el que se produjo algo que ha sido conceptualizado y narrado como independencia, pues solo entonces, más allá de creencias e ideas más o menos manidas, cobrará sentido el discurso preformativo que justifica tales desarrollos políticos y que explican las ideas que los acompañaron.

El contexto al que me referiré en este texto es, en su dimensión espacial, el mundo atlántico; y en la temporal, el ciclo de revoluciones atlánticas que va desde 1776 y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos hasta la declaración de independencia de Brasil en 1822.

El concepto de mundo atlántico hace referencia al espacio geográfico, político y cultural creado por los viajes de descubrimiento y conquista de españoles, portugueses, ingleses, holandeses y franceses que, amén de abrir las puertas a la modernidad, produjeron un mundo nuevo de naciones co-nectadas por el intercambio del comercio, las relaciones políticas, las guerras y el intercambio de ideas (Baylin, 1996 y 2005). Entre estas ideas ocupa un lugar destacado el nacionalismo, pero también el liberalismo. De hecho, en la narración convencional de la historia del mundo atlántico es el liberalismo la doctrina que se hará hegemónica en la organización de este mundo. Esto es así porque, en esta visión, los personajes principales son la tradición cons-titucional británica y su recreación republicana por parte de la Revolución americana, que actuarían como modelos a emular por las distintas naciones del mundo atlántico, realizando de forma anómala, imperfecta, o más lenta, los paradigmas anglosajones.

Sin embargo, al margen de esta visión unilateral del desarrollo demo-crático del mundo atlántico, lo cierto es que con la Revolución americana se inicia un ciclo de revoluciones de las cuales quizás la última es la portuguesa, en 1820, que tendrán efectos duraderos en la vida de este universo geográ-fico, cultural, económico y político. Por señalar la legítima conexión entre todos estos hechos, el descomunal esfuerzo económico que realiza Luis XVI en apoyo de los rebeldes americanos puede conectarse directamente con el descontento social que hizo surgir la Revolución francesa en 1789. De igual modo, el modelo republicano de América (EE. UU.) hace posible imaginar un mundo de repúblicas, lo que inspirará a los revolucionarios franceses, pero también a radicales democráticos como Jeremy Bentham (1820-1821) quien, a su vez, se convertirá en consultor constitucional internacional e intervendrá directamente en los procesos revolucionarios español, portugués y americano de los años veinte del siglo XIX, impulsando el gobierno de los muchos frente al gobierno del uno y de los pocos.

De modo que podemos poner como hecho causal necesario, aunque no suficiente, de los acontecimientos que dieron lugar a la independencia brasile-

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ña, la sublevación, en agosto de 1820, de una guarnición militar de la ciudad de Oporto, en el norte de Portugal. Para explicar este acto de desobediencia, resistencia o rebeldía, los sublevados dieron a conocer un texto que con el título de “Manifiesto de la nación portuguesa a los soberanos y a los pueblos de Europa” [sic] explicaba y justificaba lo sucedido, al tiempo que exponía un programa de cambio político. Así, apenas iniciada la tradición ibérica del pronunciamiento, que poco antes había inaugurado Riego en Cabezas de San Juan, y que propiciaría el trienio liberal en España, los levantados portugueses proclamaban en su pronunciamiento que su acto no era muestra de falta de lealtad, sino de compromiso con el país y sus instituciones. Que eran patriotas y no traidores:

O nome rebelião, a qualificação de ilegitimidade tem sido igualmente empregados para com eles se manchar a glória dos Portugueses, para se fazerem odiosos os seus patrióticos movimentos, para se atribuir a crime a sua nobre ousadia. Mas a rebelião é a resistência ao poder legítimo, en nao é legitimo o poder que nao é regulado pela Lei, que se nao empega conforme a Lei, que nao é dirigido ao bem dos governados, e para felicidade de eles. –Não é legitimo senao que é injusto, e nao é injusto senao o que se pratica sem direito, ou contra direito (Manifesto da Nação, 1820).

En suma, los levantiscos portugueses hablaban la lengua franca de la libertad del mundo atlántico: la misma con la que el Parlamento de Inglaterra se había levantado frente a Jacobo II, la misma con la que las colonias ameri-canas habían declarado su independencia mediante la pluma de Jefferson, la misma —en suma— que había utilizado la Asamblea Nacional Francesa para deponer a Luis XVI y finalmente guillotinarlo. Sin embargo, como se ha seña-lado Maxwell, lo más sorprendente del documento portugués no era la nove-dad del acto de indisciplina, sino que la primera parte del documento parece una declaración de independencia (desde luego parece más una declaración de independencia que muchas de las pronunciadas en las repúblicas hispanoame-ricanas) y solo hacia el final aparece una apelación a la historia portuguesa de la libertad (es decir, utiliza el recurso whig de la antigüedad de las instituciones de la libertad para hacer legítimo un acto de fuerza frente al soberano). Así, Maxwell nos señala que el manifiesto era muy parecido a las declaraciones de independencia frente a la situación colonial y recogía las mismas quejas; la diferencia esencial radicaba en que el manifiesto lo habían producido unos rebeldes en una ciudad europea y no unos rebeldes al otro lado del Atlántico, en una ciudad portuaria colonial (Maxwell, 2000: 10). Así, el manifiesto hacía la afirmación, que ahora nos parece extraordinaria de que “la condición de colonia a la que Portugal se había visto reducido aflige profundamente a aque-llos ciudadanos que aún conservan un sentimiento de dignidad nacional”. De hecho, el contexto en el que aparece la frase aún refuerza más esta idea, puesto que Río de Janeiro aparece como la metrópoli que desatiende las razones de una Lisboa subordinada:

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O Ministerio do Rio de Janeiro (…) sofria de mau grado, que algum cidadão amigo da sua Patria ousasse expor ao público, as suas opinioes e (…) mostrasse as vantagens de se restituir a Portugal a sede da Mo-narquia (…) No meio da quase total ruína da sua cara Pátria, a ideia do estado de Colónia a que Portugal em realidade se achava reduzido, afligia sobre maneira todos os cidadaos, que ainda conservaram, e pre-zavam o sentimento da dignidade nacional (Manifesto da Nação, 1820).

Es en esta afirmación donde se alumbra la fuerza heurística de la para-doja: ¿No era Portugal la metrópoli? ¿Cómo puede presentarse como colonia? En definitiva, ¿qué había sucedido para que unos soldados lleven a cabo un grave acto de desobediencia y a apelen en su justificación a la dignidad na-cional mancillada por la sumisión colonial de la patria?

La respuesta está en los sorprendentes sucesos que habían agitado, revolu-cionado y dislocado el mundo atlántico europeo y americano con el comienzo del siglo XIX. Ciertamente, las raíces intelectuales del discurso de los subleva-dos hunden sus argumentos en la prosa de la libertad, puesta en marcha con la modernidad en Occidente. Esa prosa se carga de experiencia política en la Revolución Gloriosa, en la Revolución americana y en la Revolución francesa pero es poco más tarde cuando se enciende la mecha que hará explosionar la revolución portuguesa como continuación de estos procesos. La causa primera de los sucesos luso-brasileños es el decreto de Napoleón del bloqueo continen-tal en 1807. Portugal, asediado, intenta buscar una posición equidistante entre británicos, sus tradicionales aliados, y franceses. Pero consigue irritar a ambas partes. Así, la posición portuguesa desencadena la ira francesa y la impacien-cia británica (Ramos, 2009: 439-456).

De modo que, con motivo de la invasión por parte de las tropas napo-leónicas de la península ibérica y ante la amenaza de verse apresados en su palacio lisboeta, el 29 de noviembre de 1807, conminados por los ingleses bajo amenaza de bombardeo naval contra Lisboa, una flota de 40 navíos embarcará a la reina regente, al príncipe João (que será coronado rey en Brasil en 1816 como João VI), a la Corte entera (entre 5.000 y 7.000) personas y a las insti-tuciones todas de la nación portuguesa (tribunales, gobierno, fuerzas armadas, profesores de la universidad). En un caso insólito y probablemente único en la historia, un Estado abandona un país y, trasladándose a otro continente, se aloja en otra nación. En cierto sentido, la monarquía de los Bragança dejó de ser portuguesa para volverse brasileira (Schultz, 2001 y 2007; Wilcken, 2004). La revolución que produjo la llegada de los Bragança el 22 de enero de 1808 a Bahía fue, seguramente, la mayor mudanza experimentada jamás por Brasil. No solo llego un Estado, sino que por primera vez llegaron a esa tierra la imprenta y las fábricas, los periódicos y el teatro (Pereira das Neves, 2003: 242-243).

Como señalaba el manifiesto antes reseñado:

lPortugal separado do seu Soberano pela vasta extensão dos mares, pri-vado de todos os recursos de suas possessoes ultramarinas, e de todos os benefícios do comércio pelo bloqueio de seus portos, e dominado no

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interior por uma força inimiga, que então se julgava invencible, parecia haver tocado o último termo da sua existência politica, en nao dever mais entrar na lista das Nações independentes (Manifesto da Nação, 1820).

De hecho, si hacemos caso a la narración de la Junta Provisional do Go-verno Supremo do Reino que publicó el manifiesto de Oporto, la independencia de Brasil se habría producido el 29 de noviembre de 1807 y no en la fecha de la proclamación oficial, en 1822. Ese mismo día se consumaba la servidumbre de Portugal. De hecho, lo que ocurrió a partir de esa fecha es particularmene significativo.

En 1808, nada más llegar la familia real y la corte a América se decreta la apertura de todos los puertos de Brasil a todas las naciones amigas (esto es, a Gran Bretaña). Dos años más tarde, en 1810, se firma el Tratado Anglo-Brasileño por el que los productos portugueses reciben un trato fiscal peor que los británicos en la aduana brasileña. En 1814 vuelve la paz a Europa, pero la familia real se resiste a regresar al Portugal europeo. Todo lo contrario, en diciembre de 1815 Brasil es elevado a la categoría de reino, y Joao VI, que es coronado en marzo de 1816 en Brasil, recibe el título de monarca del Reino Unido de Portugal, Brasil y los Algarves.

Los sucesos que acontecen en Brasil se ven acompañados por los que ocurren en el mismo tiempo en Portugal. Desde el momento de la salida de la familia real, Portugal es gobernado por un procónsul militar impuesto por los ingleses, Beresford, que gobernará el país hasta, justamente, la revolución de 1820. De hecho, aprovechando el viaje de este a Río de Janeiro, es cuando ante el vacío de poder se produce el pronunciamiento.

En esta apretada narración pueden entresacarse una serie de circunstan-cias que nos ayudan a comprender la cuestión paradójica de la independencia brasileña. La primera es que sin la conmoción continental creada por Napo-león nunca se habría producido la conversión de Brasil en Reino. Esto es, la familia real portuguesa, ante el avance de las fuerzas napoleónicas, que están a las puertas de Lisboa, abandona el país para no caer presa y seguir el ejemplo de la familia real española. La segunda es que si no hubiera sido decretado por parte de Napoleón el bloqueo continental contra Gran Bretaña, esta no habría intervenido en Portugal, no habría obligado a la casa de Bragança a trasladarse a Brasil y no habría tenido la necesidad de buscar nuevos merca-dos, y obtenerlos a la fuerza, abriendo los puertos brasileños a su comercio en condiciones extraordinariamente ventajosas.

Como señala el manifiesto de Oporto, Portugal estaba a punto de caerse de la lista de naciones independientes (en realidad ya se había caído). Sus op-ciones para mantenerse vivo como nación pasaban por la alianza con alguna de las dos potencias hegemónicas, y puesto que es Inglaterra la que elige que-darse con Portugal, Francia se convierte en enemigo. Ahora bien, para Inglate-rra el interés de Portugal radica en Brasil, de modo que Portugal es sacrificado, y nace Brasil como reino.

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Estas dos opciones exclusivas a las que se enfrenta Portugal (Inglaterra o Francia) dividieron a Portugal en dos partidos: el partido francés y el partido inglés. Los primeros, partidarios de la alianza con Francia, ergo afrancesados, vieron en esta opción la posibilidad de su propia promoción social y, por su-puesto, de los ideales de la Ilustración. Los segundos, el partido inglés, vieron en la alianza con Gran Bretaña la oportunidad para conservar sus privilegios. Dicho de forma algo abrupta: el partido francés era la izquierda democrática y el partido inglés los conservadores monárquicos. Tales posiciones encontraban su fundamento en la afinidad con una potencia exterior (algo esencial para la existencia misma de Portugal como país independiente), pero también impli-caba diferencias ideológicas insalvables acerca de la concepción de la sobera-nía y de la organización del poder político. Cuando ya había quedado atrás el enfrentamiento bélico entre estas dos opciones, se produjo su enfrenamiento político dentro de Portugal.

En 1817, el general Gomes Freire, masón y jefe de la Legión Portuguesa del ejército de Napoleón, cabecilla principal del partido francés, intenta un golpe militar contra Beresford que fracasa: su ejecución junto a diez de sus hombres “clausura la posibilidad de una penetración pacífica en Portugal del constitucionalismo británico”, a decir de un comentarista de esta naciona-lidad. Y es justamente cuando Beresford abandona Portugal para informar a Joao VI de la situación creada en el país que se produce la revolución de Oporto de 1820, que pronto se extiende a todo el país.

Así la Junta Provisional do Governo Supremo do Reino creada en Lisboa adopta la Constitución Española de 1812. Una idea apoyada muy activamente por Jeremy Bentham (1820-1821) quien, por cierto, la acompaña de un reca-do sobre la importancia de la independencia de Brasil al objeto de convocar elecciones a una Asamblea Constituyente que redacte una Constitución. Las Cortes se reúnen en 1821 y en 1822 es proclamada la primera Constitución portuguesa. Esta se parece a su modelo español en casi todo y va más lejos en su liberalismo y en su radicalismo democrático (algo que celebrará Bentham y que forma parte de la visión política del partido francés). La nueva Constitu-ción Política de la Monarquía Portuguesa (nótese que no hay ninguna mención al Reino Unido de Portugal, Brasil y los Algarves) crea una monarquía cons-titucional en Portugal, declara que la soberanía reside en la nación, establece el principio de separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y, por último, añade un catálogo de derechos fundamentales por proteger.

Además, las Cortes reclaman la vuelta del rey Joao VI para que jure la Constitución y del príncipe heredero, Pedro, para que sea educado en las Cor-tes de Europa. Joao VI regresará a Portugal el mismo año de 1821, pero de-jando en Brasil, como regente, a su hijo Pedro, quien, ante la insistencia de las Cortes en que cumpla con el decreto de retorno, proclamará la independencia de Brasil en 1822. El propio Joao VI reconocerá en 1825 esta independencia, que ya había acordado, al menos desde 1815, con Gran Bretaña y con los Estados Unidos de América. Como ha señalado un comentarista del reconoci-miento internacional de Brasil como nación independiente, Portugal (en reali-

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dad los Bragança) “entre 1808 y 1821 había conferido a la colonia [Brasil] las instituciones y las prácticas de un estado nacional” y, bajo la tutela de admi-nistradores portugueses, lo habían puesto en marcha. Las “circunstancias” de comienzos de la década de 1820 exigían el fin de esa tutela y Portugal, “guiado de la mano por Canning” había reconocido la mayoría de edad de su vástago (Manchester, 1951: 96).

Como era de esperar, los decretos de las Cortes que exigían la vuelta de la familia real a Portugal tuvieron su réplica brasileña. Así, el 29 de diciembre de 1821 se publicó un Manifesto do Povo do Rio de Janeiro, escrito por miembros destacados de la Corte brasileña, en el que se solicita y argumenta “se suspen-der a execução do Decreto das Cortes sobre o regresso de Sua Alteza Real para a antiga Sede da Monarquia Portuguesa”. El documento es particularmene in-teresante porque se afirma que Brasil es una “antiga colônia transformada en monarquia”, porque se ensalza el valor superior de América sobre la decaden-cia europea y porque se dice de manera bien palmaria que si se hace caso a tal decreto “o povo do Rio de Janeiro julga que o navio que reconduzir Sua Alteza Real aparecerá sobre o Tejo como o pavilhao da independência do Brasil”.

Pero el documento señala también algo que quiero mostrar con este texto: que la independencia del Brasil es el resultado de una serie de circunstancias concurrentes, continentes, sobre las que se despliega un conjunto de ideas y de proyectos políticos. Esto es, que son la guerra, el comercio y el intercambio de ideas las que hacen posible la independencia de Brasil, de hecho la determi-nan, haciendo completamente irrelevante el discurso nacionalista de la auto-determianción como expresión de una voluntad colectiva unificada. Solo este panorama explica la paradójica declaración de independencia de la revolución portuguesa de 1820.

Por su parte, los redactores del Manifesto do Povo do Rio de Janeiro citan un párrafo del célebre Du Pradt (1821) que tiene el doble valor de mostrar cómo las circunstancias empujaban en una única dirección y cómo las ideas no son sino la cobertura que adorna unos hechos determinados:

Se a passagem do Rei se não verificasse, Portugal perdia o Brasil por dois modos, primeiro por ataque que fariam os ingleses com o pretexto de guerra com Portugal submetido aos franceses; segundo pela indepên-dencia que infalivelmente este grande país separado da metrópole pela guerra proclamaria, como fizeram as Américas Espanholas com a mes-ma razão e com o mesmo sucesso. É logo bem evidente que se algum dia o Soberano estabelecido no Brasil voltar para Portugal, deixará após de si a Independencia firmada em todas as feitorias do Rio de Janeiro.

La profecía de Du Pradt se cumplió letra por letra, y cuando Pedro, el he-redero, se desahogó junto al arroyo de Ipiranga y gritó fico [Me quedo], no hizo sino aceptar un destino que se había ido tejiendo mucho antes: la construcción del mundo atlántico como un espacio de relaciones mercantiles, bélicas e inte-lectuales, en el que los actores no tienen la capacidad de hacer valer una volun-tad libérrima, sino que son parte de dinámicas que los trascienden.

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Esto es, el traslado de la monarquía de los Bragança hasta Brasil había evitado su hundimiento. Si no se hubieran trasladado a Brasil, Portugal habría entrado en la órbita francesa e Inglaterra, la potencia marítima hegemónica, habría intervenido militar o políticamente en Brasil hurtándoselo. Pero si esto no hubiera pasado, Brasil habría seguido el ejemplo de la América españo-la: privado de gobierno y con una monarquía secuestrada, habría tenido que independizarse apelando al principio ibérico de la soberanía originaria del pueblo. De modo que no hay vuelta atrás, Brasil se ha conservado para la monarquía porque la monarquía estaba allí, y si esto cambiaba, entonces la independencia se hacía inevitable.

Es por eso que Du Pradt pudo escribir el mismo año de 1821 que la in-dependencia de Brasil ya se había producido, aunque aún no se hubiera pro-clamado. Así, en su libro de 1821, L’Europe et l’Amerique depuis le Congrès d’Aix-la-Chapelle, haciéndose de nuevo eco de la interconexión del mundo atlántico, señala que “le temps avance au milieu des orages, vouloir arreter son impétuosité serait un vain effort”. En su lectura, el viejo y el nuevo mundo están inmersos en un mismo proceso de cambio cuyas tres características prin-cipales son la rapidité, la noveauté et l’immensité y cuyas dos consecuencias ineluctables les afectan por igual: 1) la expansión imparable del orden cons-titucional, que se está generalizando en Europa y América; 2) la inutilidad de oponerse a este nuevo orden.

Para Du Pradt, este fenómeno global del mundo atlántico significa la afirmación mundial del liberalismo. Como he dejado entrever, en el mundo atlántico las interdependencias intelectuales constituyen tan solo una hebra de un proceso enormemente complejo donde los factores determinantes son la guerra y la lucha por la hegemonía y el comercio como instrumento esencial de afirmación de la soberanía de los Estados. Sin embargo, la visión de Du Pradt resulta simpática por el papel sobresaliente que atribuye a las ideas y, lo que es más, por la importancia que atribuye al pronunciamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan que daría paso a la revolución española de 1820.

La razón de la importancia de tal hecho es el efecto contagio que produjo en Portugal y la manera en que irradió su influencia por toda Iberoamérica. En sus propias y, ciertamente, pomposas palabras:

¡La revolución en la Europa del sur y su influencia en la humanidad y en la política! Este es el gran hecho de este siglo; es un suceso más importante que la derrota de Napoleón. Esta última ha sido grande pero limitada. Pero permitan que les diga que la revolución del sur y, particularmente, la Española, es el mayor suceso de la humanidad por su conexión con América. Este hecho domina la historia del mundo (Pradt, 1821: 127).

Esto es, la revolución hacía definitiva la emancipación de la América española y, al extenderse a Portugal, acontecía lo propio con Brasil: “le Brésil étant separé du Portugal et par lui même e par la revolution de Lisbonne, la totalité de l’Amerique du sud se trouvera affranche de l’Europe, merchant á

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part d’elle” (Pradt, 1821: 245). En suma, las revoluciones del mundo Atlántico significan en último término la conversión del mundo creado a comienzos de la modernidad occidental en un espacio de naciones organizado de acuerdo con los patrones de la política constitucional. Querer ver el nacimiento de ta-les naciones como la obra expresiva de pueblos dotados de una personalidad colectiva que se afirma a través de una voluntad general es sencillamente insostenible.

Las revoluciones atlánticas significan el desarrollo del orden constitucio-nal sobre los viejos Estados, entonces reinos, y es aquí donde la paradoja de la independencia de Portugal o la independencia de Brasil encuentran un lugar donde acomodarse de forma natural sin tener que apelar ni a la prosa épica del pueblo sojuzgado contra el despotismo ni a la invención de identidades colectivas que proyecten las identidades del presente sobre el pasado. Tanto Brasil como Portugal se constituyeron como naciones a resultas del cataclismo producido por Napoleón en el orden europeo y en un espacio de interconexio-nes, el mundo atlántico, donde las opciones de la potencia hegemónica, esto es, Gran Bretaña, fueron cruciales en su configuración. No hay nacionalismo en este proceso, todo lo más la afirmación de un imperialismo informal (Ga-llagher y Robinson, 1953) que quebraba la hegemonía de las naciones ibéricas en la América meridional. La creación de las identidades nacionales es un proceso posterior. Ciertamente, este se había iniciado a finales del siglo XVIII en Europa (Thiesse, 2001: 23 y ss.), pero en Brasil, la creación de la identidad nacional brasileña no comenzará como proyecto hasta una vez proclamada la independencia (Schwarcz, 2006: 25). Que este proyecto de creación de iden-tidad nacional se haya realizado con éxito no es el tema de este artículo (una respuesta puede encontrarse en Graham, 2003: 629 y ss.). Aquí solo he querido mostrar que la unidad original de Brasil es el resultado de la monarquía y de la posición de Gran Bretaña (Bethell, 1969: 121), pues son estos dos factores los que establecen la diferencia con los procesos de independencia de Hispa-noamérica. Nada más, pero tampoco nada menos.

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Capítulo 5

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Jesús Rodríguez Zepeda1

El discurso del Estado fuerte Lo que sigue no es un estudio historiográfico sino un ensayo de interpretación política acerca del dilatado proceso histórico durante el cual se consolidó la experiencia del Estado mexicano en el siglo XX. En este tenor, su objetivo cen-tral es ofrecer una hipótesis plausible acerca de uno de los rasgos más desta-cados y relevantes del proceso de reconstrucción del Estado posrevolucionario mexicano, a saber, el de la estructuración de su perfil político característico orientado hacia un modelo de corte autoritario. De entre las distintas formas de autocracia, el autoritarismo parece ser la forma política que mejor conviene para explicar la forma organizacional que tomó la política mexicana tras la experiencia revolucionaria, no siendo pertinentes ni la figura de la dictadura ni, desde luego, la de la democracia2. La figura conceptual del Estado auto-ritario permite explicar no solo la desviación del régimen político mexicano de este período respecto de las características institucionales de un régimen democrático estándar, sino el protagonismo de la estructura gubernamental en la construcción del orden social vigente.

Por ello, nuestra tarea consiste en desplegar un punto de vista analítico que permita apuntalar un juicio plausible acerca de la hipotética fortaleza política del Estado mexicano durante este período. Al hilo de esta tarea, se pretende construir un argumento evaluativo acerca de la difícil y crítica rela-ción entre el pretendido fundamento legal de ese proceso, condensado en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada en 1917

1 Profesor Investigador, del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metro-politana (UAM), unidad Iztapalapa; doctor en Filosofía moral y política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

2 Para una definición del concepto de autoritarismo y, en particular, de su aplicación al caso mexicano, véase O’Donnell (1982) y Linz (1964, 1975).

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y aún vigente, y el entramado institucional y de rutinas políticas que dio consistencia al fenómeno del Estado autoritario mexicano. En conjunto, se pretende evaluar cómo la endémica debilidad del espacio de la legalidad, tanto en su dimensión institucional como en su dimensión de cultura y prácticas políticas, no solo se convirtió en, a la vez, una precondición y un resultado del presidencialismo autoritario propio del ciclo institucional del régimen de la Revolución mexicana (1929-2000)3, sino que definió de manera causal la debilidad de este Estado. Paradójicamente, esta forma de Estado ha sido visto por buena parte de la historiografía y los estudios políticos como el epítome del Estado fuerte en América Latina durante el siglo XX, e incluso se convirtió, en ciertos momentos, en un modelo político aceptable para fuerzas políticas de dentro y fuera del continente americano debido, precisamente, a esa supuesta fortaleza y al activismo social de su régimen político.

La aparente obviedad de la fortaleza de un Estado autoritario corre el riesgo de convertirse en un obstáculo epistemológico que impida comprender sus debilidades intrínsecas en el proceso de construcción institucional y de articulación efectiva de una forma razonable de sistema constitucional y su correlativo Estado de derecho. La fuerza de los recursos (lo que incluye “el recurso de la fuerza”) utilizados por un régimen autoritario como el mexica-no para ejercer el control social y el dominio político tiene, en general, una contrapartida en la debilidad profunda e incluso en la inexistencia (parcial o total) de sistemas legales o estructuras institucionales capaces de conducir ambas tareas —control social y dominio político— bajo los principios del gobierno de las leyes, la prioridad de los derechos fundamentales y la vigen-cia de un esquema liberal o constitucional de limitación del poder público (rasgos normativos que estaban presentes no solo en la Constitución de 1917 sino incluso en la Constitución liberal de 1857, y que forman parte indiscuti-ble de una no consolidada pero significativa tendencia política en la historia política mexicana durante los siglos XIX y XX).

En el caso del Estado mexicano, vistos los resultados institucionales de largo plazo del modelo político heredado a la posteridad por los vencedores de la Revolución, puede decirse que la fortaleza de esta forma estatal —que encuentra sus puntos más consistentes en el orden y la paz públicos continuos

3 Cuando hablo del ciclo institucional de la Revolución mexicana y lo dato entre los años 1929 y 2000 me refiero, directamente, al período en que se mantuvo en el poder presiden-cial el partido de la Revolución. Este partido fue fundado en 1929 por Plutarco Elías Calles con el nombre de Partido Nacional Revolucionario; en 1938, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas mutó su nombre a Partido de la Revolución Mexicana; finalmente, en 1946, bajo el gobierno del primer presidente civil del país en este periodo, Miguel Alemán Valdés, adquirió el nombre de Partido Revolucionario Institucional (PRI) (Garrido, 1987). Este fue el partido que, mediante elecciones democráticas, perdió la presidencia en el año 2000 a manos del derechista Partido Acción Nacional. Desde luego, es posible sostener que el ciclo de la revolución se habría agotado ya desde 1946 con la modernización capitalista de Ale-mán, o bien que lo hizo de manera definitiva en 1982, con la introducción de las políticas neoliberales durante el gobierno de Miguel de la Madrid; pero para los efectos de este estu-dio, la fidelidad ideológica a los principios de la revolución pesa menos que el criterio de la permanencia en el poder nacional por parte de un solo partido.

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y con pocas excepciones, en una suerte de consenso general o mayoritario acerca de la agenda social y en la legitimidad efectiva del partido gobernante— contrasta y queda en aguda desventaja respecto de los resultados históricos que exhiben su profunda debilidad institucional contemporánea —una debili-dad manifiesta, entre otros fenómenos, en la profunda desigualdad social, el descontrol de las violencias particulares, la autonomía de acción de los “pode-res salvajes” o no regulados, la debilidad e incluso reducción a una dimensión formal del modelo democrático representativo, la corrupción gubernamental endémica e incluso el divorcio permanente entre el país legal y el país real—.

El adjetivo “fuerte”, relativo a las políticas y rutinas de una forma autori-taria de dominio político, no puede sino trocarse en el adjetivo “débil” apenas atendemos a los resultados de largo plazo de las instituciones que corporizaron ese primer tipo de fortaleza: el partido hegemónico y el presidencialismo me-taconstitucional. Estos dos rasgos del sistema político mexicano, que se han erigido, sin más, en la razón explicativa del buen éxito histórico en términos de estabilidad y permanencia del régimen de la Revolución, constituyen tam-bién la razón de fondo de las limitaciones estructurales del Estado mexicano para cumplir la promesa constitucional de una nación tanto de leyes como de instituciones poderosas.4 Sin incurrir en una extrapolación o en un anacro-nismo, puede conjeturarse que buena parte de las dificultades radicales para construir en el México contemporáneo un genuino Estado de derecho (capaz de contener tanto un sistema de procuración de justicia funcional y un co-rrelativo sistema judicial eficiente y capaz de producir certidumbre entre los ciudadanos) provienen de esta construcción autoritaria que fortaleció a esos dos pilares del régimen de la Revolución y que, a la vez, minó el terreno nu-tricio de la Constitución y difuminó su fuerza normativa. Aunque, en rigor, el ciclo de la revolución institucionalizada puede considerarse clausurado con el advenimiento de la democracia y la alternancia en el poder presidencial, sus resultados históricos siguen marcando la política del ciclo democrático y constituyendo una de las razones de fondo de la escasa institucionalización de la vida pública mexicana.

La crisis actual del Estado de derecho en México deriva en buena medida de la ausencia de efectividad constitucional y de la débil o inexistente suje-ción al orden legal tanto de los poderes públicos como de los poderes fácticos. La apuesta del régimen político de la Revolución por el presidencialismo y el partido hegemónico permiten explicar cierta prosperidad relativa en períodos específicos y la experiencia prolongada de una suerte de paz social, pero a la vez explican el carácter sumamente acotado de esa prosperidad y la forma

4 Premonitoria de esta situación fue la famosa declaración del general Álvaro Obregón en 1920, según la cual “… los tres enemigos principales de México son: el militarismo, el cleri-calismo y el capitalismo. Nosotros podemos librar al país de los dos últimos; pero ¿quién lo librará de nosotros?” (Dulles, 1977: 31). En efecto, la larga tradición del caudillismo político mexicano, que hunde sus raíces en el siglo XIX, adquirió la figura, primero, del caudillismo militar en los años de la Revolución y, luego, del caudillismo presidencial en el periodo de la revolución institucionalizada (Carpizo, 1987).

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represiva y antijurídica de garantizar la segunda. Como argumentó con nota-ble lucidez Daniel Cosío Villegas en 1982, en un texto ya clásico del análisis político mexicano:

La singularidad, notable en sí misma, de esta estabilidad política y de semejante progreso económico crece si se reflexiona [en] que México los ha conseguido sin acudir a ninguna de las dos fórmulas políticas consagradas: la dictadura o la democracia occidental. Es obvio que no ha sido gobernado dictatorialmente durante los últimos treinta años, y menos obvio, pero comprobable, que si bien la Constitución de 1917 le dio una organización política democrática, muy a la occidental (…) el poder para decidir no reside en los órganos formales del gobier-no prescritos por la Constitución (…) Por eso se ha concluido que las dos piezas principales y características del sistema político mexicano son un poder ejecutivo –o, más específicamente, una presidencia de la República– con facultades de una amplitud excepcional y un partido político oficial predominante (Cosío Villegas 1982: 20-21).

En efecto, el caso de la reconstrucción del Estado mexicano tras la Revo-lución es significativo, porque se trata de un proceso político que no solo pre-tende articular una nueva forma de reparto del poder político y una reforma seria de las relaciones de propiedad y de su relación con las modalidades de control del Estado, sino que pretende también llevar a cabo esta tarea sobre la base de un ideario político libero-social plasmado en un texto constitucional con poderosas pretensiones de regular tanto la vida social como los poderes públicos conforme a una racionalidad jurídica moderna. Sin embargo, este referente normativo, idealizado y hasta sacralizado en el discurso público de los gobiernos de la Revolución, se incumplió sistemáticamente de modo que acabó convertido en una fachada o en un discurso fundamentalmente retó-rico de justificación del régimen autoritario (Rodríguez Zepeda, 2005). Hasta nuestros días, la Constitución es desatendida en gran medida, las instituciones públicas que ella establece son débiles y el Estado de derecho que debería fun-cionar a partir de la Constitución y sus instituciones fundamentales es frágil y sumamente disfuncional, mientras que la cultura pública de la legalidad que debería estar a su base es una ficción y hasta una utopía.

Aunque en el discurso oficial se mantuvo siempre el encomio de la nor-ma constitucional como guía para la organización y funcionamiento de las instituciones del Estado, y aun cuando esta ha servido como marco normativo para el proceso de transición democrática de finales del siglo XX (Rodríguez Zepeda, 2005), lo cierto es que el despliegue regular del presidencialismo y el partido hegemónico solo se pudo concretar al alto costo del sacrificio de am-plias y decisivas zonas de la legalidad constitucional (zonas que se encuentran, por ejemplo, en la imposibilidad, constante al menos hasta 1994, de sujetar la competencia política a las reglas y procedimientos de una genuina democracia representativa, o bien en el fallido proceso de estatuir una legalidad garan-tista y sujeta a las exigencias del debido proceso y sin interferencia del poder político o de los poderes fácticos). A un pretendido modelo de “gobierno de las leyes” se sobrepuso, deformándolo y a veces desactivándolo, un modelo

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caracterizado por decisiones arbitrarias y unipersonales, por un reparto verti-cal, faccioso, clientelar y corporativo de los bienes públicos y los espacios de poder, y por una disolución práctica del principio de división y equilibrio entre los poderes públicos.

Cierto es que, como deja ver el argumento de Cosío Villegas, el autorita-rismo mexicano del siglo XX no puede asimilarse a un caudillismo personalista (ya fuera carismático o dictatorial) y ni siquiera a una forma llana y desnuda de dominio oligárquico y clasista. Su contenido social, su pacto histórico con grupos populares, su ambigua relación con la Constitución e incluso la posi-bilidad que abrigaba de superar su molde autoritario mediante una transición democrática incruenta, hacen necesaria la búsqueda de categorías políticas de otra índole. Una originalidad de este Estado reside, precisamente, en la pecu-liar relación entre el partido de la Revolución y el líder político. En efecto, la contrapartida y, a la vez, condición de posibilidad del presidencialismo está constituida por la figura colectiva del partido hegemónico. Esta figura es la que, por lo demás, permite al Ejecutivo mantener una alianza política con los sectores populares (los rank and file de esta forma de Estado corporativo y clientelar), así como con las élites económicas e incluso con los grupos intelec-tuales y de opinión, y por ello mismo dota a aquel de una suerte de estructura institucional que permitió, entre otras cosas, que los cambios en el poder pre-sidencial se efectuaran, más allá de las democráticamente fallidas condiciones de cada sucesión concreta, de manera regulada y en general pacífica y confor-me a los tiempos y formas marcados por la norma constitucional.

En este sentido, el partido hegemónico cumple la función política re-levante de establecer un límite temporal al caudillismo político, con lo que lo acota, normaliza y, finalmente, lo institucionaliza. Hasta 1997, cuando el último presidente priísta hasta la fecha, Ernesto Zedillo, pierde la mayoría en el Congreso de la Unión, el jefe del Ejecutivo es una suerte de soberano todopoderoso cuya única imitación mayor es la temporalidad obligada de su encargo. Desde luego, el presidente debe responder a un complejo entramado de compromisos con grupos sociales y con élites políticas y económicas, pero en los hechos puede no solo gobernar sino legislar e incluso hacer justicia conforme a su propio arbitrio. En el horizonte de sus decisiones posibles entra incluso la selección de aquel que ha de sucederlo; pero una vez tomada esta última decisión crucial, su poder prácticamente se extingue.

El socorrido argumento de los líderes de esta formación partidaria que reza que “las personas pasan, pero las instituciones permanecen”, se puede aplicar con nitidez a este esquema de acotación temporal del poder político, pues la institución del partido es el vehículo de la continuidad del régimen pese a que sus prioridades y contenidos son establecidos de manera directa e indiscutida por el presidente en turno. Desde luego, las instituciones del Estado democrático de derecho, sistemáticamente desdibujadas y hasta traicionadas en este modelo político, ni mantienen una existencia autónoma ni constituyen el objeto de esta declaración de fidelidad institucional.

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Acaso un temprano ejemplo histórico pueda funcionar como ilustración de esta relación que tratamos de evaluar en un registro conceptual. Corría el aciago año 1920 y desde hacía tres años estaba vigente la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El presidente Venustiano Carranza, “Primer jefe” del Ejército Constitucionalista, había sido asesinado en la madrugada del 21 de mayo en Tlaxcalantongo, Puebla, tras una traición del general Rodolfo Herrero. El 24 de mayo, el Congreso federal nombró presidente interino a Adolfo De la Huerta, gobernador de Sonora, quien poco antes se había suble-vado contra Carranza. Uno de los aspirantes a la presidencia interina en ese entonces, el general Pablo González, fue condenado a muerte el 21 de julio en Monterrey tras un intento de rebelión contra el presidente De la Huerta, aunque fue perdonado poco después por un acuerdo político. El general Ál-varo Obregón, quien si bien vio con desagrado el asesinato de Carranza no hizo nada serio para castigar a sus perpetradores, ganaría las elecciones del 5 de septiembre del mismo año, sustituyendo a De la Huerta con quien poco después entraría en conflicto (Dulles, 1977: 34-85). Todos estos personajes tenían algo en común: eran los valedores políticos de la Constitución: habían luchado para establecerla y decían luchar para hacerla efectiva. En efecto, De la Huerta, González y Obregón se habían agrupado inicialmente bajo el mando de Venustiano Carranza en el Ejército Constitucionalista; todos ellos juraban públicamente defender la Constitución de 1917 y todos ellos se situaban explí-citamente en el bando del constitucionalismo que había predominado, primero sobre el golpista Victoriano Huerta, y luego sobre otros revolucionarios como Pancho Villa y Emiliano Zapata, cuyos asesinatos, por lo demás, propiciarían o auspiciarían. Hasta el asesino de Carranza, Rodolfo Herrero se presentaba como un militar constitucionalista.

Todos estos constitucionalistas, sin embargo, desatendieron sistemática-mente la legalidad que la Constitución prescribía, desarrollaron una política pragmática y salvo Carranza, quien pagó con su vida el intento de abrir el paso a un gobierno civilista, mantuvieron una ruta de gobiernos militaristas con-cretada en la prioridad dada a las soluciones de fuerza. Pero un general más del grupo constitucionalista, Plutarco Elías Calles, fundaría en 1929 el Parti-do Nacional Revolucionario, antecesor, como hemos dicho antes, del Partido Revolucionario Institucional (PRI); iniciaría, sobre la base de un paradójico juramento de respeto a la Constitución, la experiencia del presidencialismo autoritario mexicano, terminaría con las grandes pugnas entre líderes y caci-ques militares mediante una pragmática repartición de los poderes regionales y daría lugar a una de las tradiciones políticas más originales y estables en América Latina.

No es gratuito que a partir de este acto fundacional se generara la creen-cia de que el régimen político así inaugurado, el régimen del partido autori-tario, el régimen conducido por un partido hegemónico que pasó rápido de lo ideológico a lo pragmático, equivalía a un Estado fuerte5. La aparente fortaleza

5 La conceptualización del Partido Revolucionario Institucional (PRI), avatar moderno del Partido Nacional Revolucionario de Calles, como hegemónico pragmático, fue puesta en cir-

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de esta forma de Estado se llegó a determinar por al menos tres causas cen-trales: una externa y dos internas. En lo externo, el Estado mexicano del siglo XX se erigió en una institución poderosa y relativamente estable en contraste con la fluidez e inquietud políticas del resto de países iberoamericanos. En el marco de dictaduras militares, gobiernos populistas e inestables, gobiernos títeres de los Estados Unidos de América o de democracias asediadas y débiles, el Estado mexicano parecía haber hallado formas de estabilidad y continui-dad sin precedentes en la región. En lo interno, destaca primero la supresión de la violencia masiva y el camino de la construcción de instituciones (así fueran estas el presidencialismo metaconstitucional y el partido hegemónico). En efecto, esta nueva estructura política se caracteriza no solo por encauzar y mediatizar los movimientos sociales a través de la construcción de esquemas corporativos y clientelares, sino también por generar un reparto de bienes públicos y beneficios privados satisfactorio y conveniente para los líderes mi-litares, los caciques civiles, la burguesía nacional y parte de la internacional, e incluso para los líderes sindicales. En segundo lugar, esta forma estatal descu-bre y utiliza una manera provechosa de disfrazar, mediante la defensa retórica de la Constitución y la puesta en práctica de ciertos rasgos de un Estado social, el carácter antidemocrático que lo marca. El sacrificio de derechos civiles y políticos, así como la creciente pero inexorable distancia respecto de la figura de un genuino Estado de bienestar, no son óbice para que, frente a la opinión pública interna y externa, se pueda acreditar el juicio de que se trata de un Estado fuerte y, en gran medida, un Estado modélico.

La interpretación materialista de la fortaleza del Estado

La fortaleza o debilidad del Estado mexicano del siglo XX debería poder ser es-tablecida sobre la base de un despeje conceptual que haga posible determinar el contenido preciso de esas cualidades: ¿fortaleza en qué?, ¿debilidad en qué? Evidentemente, un Estado puede ser fuerte o débil conforme al marco teóri-co o al contexto de significación en que situemos su análisis. Sin embargo, ninguna posición sensata se atrevería a sostener que, por ejemplo, el Estado haitiano ha sido en algún sentido significativo un Estado fuerte, mientras que el Estado mexicano o el de la Unión Soviética han recibido este calificativo sin que parezca una asignación semántica absurda o exagerada. En este sentido, aunque lo que aquí sostenemos es que el emplazamiento adecuado para medir la fortaleza del Estado mexicano durante el siglo XX es el de la estructuración, rendimiento y coherencia de sus instituciones democrático-constitucionales, lo cierto es que esta elección alude a una determinada visión normativa, con-

culación por Giovanni Sartori y en muy poco tiempo se generalizó en los estudios políticos. Sin embargo, cabe señalar que tanto el PNR de Calles, como su figura sucesoria, el Partido de la Revolución Mexicana, fundado en 1938, por otro constitucionalista, el presidente ge-neral Lázaro Cárdenas, tenían mucho de la figura conceptual, también acuñada por Sartori, del Partido hegemónico-ideológico (Sartori, 1980: 280-281).

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forme a la cual solo puede ser tenido por fuerte un modelo estatal que en modo alguno se confundiera con la figura de una autocracia. Esta noción de forta-leza, por su propia definición, excluye que la concentración de los poderes legislativo y judicial en la figura presidencial o la obturación casi secular de la competencia política puedan leerse como rasgos de fortaleza.

Sin embargo, una mirada normativa distinta, más cercana al realismo y capaz de contemporizar mejor con la realpolitik, podría sostener, como ha sucedido con cierta frecuencia, que la fortaleza de esta forma de Estado, como dijimos antes, debería encontrarse en la larga permanencia de un par-tido en el poder público en el contexto de un subcontinente marcado por la inestabilidad y los cambios frecuentes y no regulados de las élites políticas, en su eficacia relativa para acreditar socialmente un discurso de la justicia social, e incluso en la construcción de algunas instituciones emblemáticas del Estado social en el contexto de un subcontinente oligárquico y de capi-talismo voraz.

La fuente intelectual más abundante para esta discusión reside, fun-damentalmente, en la historiografía política. En una de sus versiones más destacadas, el argumento de la fortaleza del Estado posrevolucionario se fraguó tomando como referencia la capacidad del poder político de origen revolucionario de “ponerse por encima” del conflicto entre clases sociales y adquirir (o más bien, reciclar) la capacidad de ordenar el modelo de pro-piedad capitalista. En este sentido, la hipótesis del Estado fuerte del México posrevolucionario legítimamente puede recibir el adjetivo de materialista, pues, conforme al cánon del materialismo histórico, define las notas carac-terísticas en su condición de instancia reproductora del sistema de propiedad y explotación capitalistas. Conforme a este enfoque, si bien no es necesario reducir al Estado a una mera función instrumental de clase (epifenoménica o especular respecto de lo económico), la clave central para interpretarlo está dada por la función específicamente política que ejerce respecto del conflicto entre las clases sociales centrales del proceso productivo.

De este modo, la hipótesis materialista para el estudio de la recons-trucción del Estado mexicano interpreta la debilidad o fortaleza del poder político conforme a su capacidad de conducir el proceso económico y regular las relaciones de propiedad y de poder situándose por encima de los clases sociales, o bien de realizar las tareas de control social y dominio político al servicio de una clase propietaria. En la versión dominante de esta hipótesis, el Estado mexicano debe ser visto como una estructura fuerte, incluso muy poderosa, capaz de reorientar las relaciones económicas y, a través de su acción política, dar coherencia a una forma de sociedad capitalista bajo una modalidad más o menos “bonapartista”. Según el argumento de Adolfo Gilly,

…lo que surge de la Constitución de 1917, por las relaciones de propie-dad que esta sanciona y preserva, es una república burguesa, un Estado burgués. Esto en lo que se refiere al carácter de clase del Estado: ese carácter no puede sino definirse con el nombre de la clase dominante a cuyos intereses sirve fundamentalmente —no exclusivamente— el Esta-do (…) Pero Estado no es lo mismo que gobierno (…) Por eso, al calificar

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de “bonapartista” el régimen surgido de la Revolución mexicana (…) se está hablando de otra cosa diferente: de su sistema de gobierno. (…) ¿Por qué es bonapartista el régimen que Obregón instaura después del pronunciamiento de Agua Prieta? En esencia, porque se alza por en-cima de una situación de equilibrio posrevolucionario entre las clases y asciende al poder estatal apoyándose en varios sectores de clases contrapuestas, pero para hacer la política de uno de ellos: la consolida-ción de una nueva burguesía nacional, utilizando fundamentalmente la palanca del Estado para afirmar su dominación y favorecer su acumu-lación de capital (Gilly, 1979: 47-48)6.

Significativamente, la hipótesis materialista sobre la fortaleza del Estado mexicano se construyó desde un emplazamiento teórico que la conducía de manera obligada a encerrarse en una paradoja. En efecto, conforme a esta hi-pótesis, el régimen bonapartista mexicano habría tenido que articularse como una forma poderosa de dominio político para, sin embargo, servir mejor a los intereses de la burguesía nacional cuyo camino de maduración y cuyo proyecto histórico estaría orientado a servir, y en modo alguno para doblegar o someter a esta burguesía al poder político mismo. La clave bonapartista supuestamente resolvía para algunos intérpretes marxistas de la Revolución mexicana los problemas de la evidencia histórica de la concentración del poder político en una sola figura, de la subsunción de la agenda social en el discurso y acción del gobierno (y no en el movimiento obrero) e incluso de un crecimiento capitalista dirigido por el poder político. El problema es que para sostenerse, esta hipótesis recurrió a una figura más bien excepcional y hasta excéntrica en la concepción marxista del Estado, la del Estado fuerte y con autonomía política, mientras que en su formulación regular esta con-cepción entiende al poder político más bien de manera negativa y en general instrumental respecto de una burguesía poderosa (Bobbio, 1978).

En las interpretaciones de este corte, el Estado de la Revolución habría sido necesariamente fuerte porque había triunfado allí donde el Estado capi-talista de la dictadura de Porfirio Díaz (1877-1911) habría fracasado, a saber, en la conducción política de las relaciones capitalistas. En otra ruta marxista de interpretación, Arnaldo Córdova sostenía que

… la causa fundamental de que en buena parte del siglo XIX primara la anarquía en las actividades productivas y en las relaciones políticas residió en la falta de un poder político suficientemente fuerte como para impo-nerse en todos los niveles de la vida social (Córdova, 1972: 10).

En este registro, el de la Revolución, a diferencia del juarista o el porfi-rista, habría sido un Estado fuerte desde su origen, capaz de construir orden y

6 Debe recordarse que el término “bonapartismo” entendido como una forma de organización del poder político nos remite a la obra de Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonapar-te (Marx [1851] 1982), en la que sostiene que la forma de poder estatal ejercida por Luis Bonaparte no solo aludía a un poder unipersonal, sino que se daba la apariencia de ser un poder situado “por encima” de las clases sociales; aunque el propio Marx insistió en que tal superación del conflicto de clases era solo eso, una apariencia.

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dominio, a la vez que, al satisfacer parcialmente demandas de justicia social, podía mediatizar e incluso orientar los movimientos populares. Un Estado de este tipo se hacía así compatible con el reformismo social y con la afectación de algunos intereses capitalistas aunque, gracias a una suerte de “astucia de la política”, al mismo tiempo salvara el futuro del capitalismo mexicano del siglo XX.

Ello podría explicar por qué el Estado mexicano tras la revolución pudo organizar y cooptar al movimiento obrero, las luchas campesinas, las deman-das de las clases medias y aun así darle continuidad a una genuina autocracia. Como dice el propio Córdova:

El reformismo [social] cubrió varios campos, pero los más importantes fueron los siguientes: primero, transformación de las relaciones de pro-piedad, poniéndolas, por un lado, bajo el control absoluto del Estado y llevando a cabo, por otro lado, una redistribución de la riqueza, princi-palmente de la tierra; segundo, reivindicación para el Estado de la pro-piedad originaria del subsuelo y, en general, de los recursos naturales; tercero, la organización de un sistema jurídico-político de conciliación entre las distintas clases sociales bajo la dirección del Estado; cuarto, la elevación a la categoría de garantías constitucionales de los derechos de los trabajadores; y quinto, con vistas a la realización de estos obje-tivos, la organización de Estado de gobierno fuerte con poderes extraor-dinarios permanentes (Córdova, 1979: 71, cursivas mías).

Ahora bien, esta hipótesis del Estado fuerte, debido precisamente a su filiación materialista, no ha puesto demasiada atención a la dimensión cons-titucional y jurídica del proceso de reconstrucción del Estado. Empero, sí ha llamado la atención sobre la figura de los derechos sociales que, estatuidos en el texto constitucional bajo el concepto de “garantías sociales”, permitieron al gobierno de la revolución no solo el control sobre buena parte de los pro-cesos económicos y laborales, sino también el acercamiento a la figura de un Estado social. El artículo 27 se refiere a la propiedad originaria de la nación sobre las tierras, aguas y demás recursos naturales, así como la obligación de un reparto agrario y la lucha contra los latifundios; mientras que el artículo 123 establece los derechos de los trabajadores y la regulación e intervención del Estado en los conflictos laborales. Por ejemplo, Córdova argumenta que los artículos 27 y 123 de la Constitución sintetizan los logros de la Revo-lución: “En esencia, las reforma sociales, que cobraron vida institucional con su consagración en los artículo 27 y 123 de la Constitución del 17 (…) forman y definen todo lo nuevo logrado con la Revolución, desde el punto de vista estructural, social y político” (Córdova, 1972: 16). Por su parte, Gilly (1979) considera que el verdadero aporte social de la Revolución se condensa en el artículo 123, acaso porque es el que visibiliza a los trabajadores como sujetos sociales y les reconoce derechos inalienables.

En todo caso, conforme a la hipótesis materialista, no se adjudica mayor originalidad o peso institucional o político a las denominadas “garantías in-dividuales” de la Constitución, contenidas en general en su capítulo primero, que afirman el sistema de libertades y derechos individuales y públicos, así

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como las instituciones necesarias para hacerlos valer. Cabe hacer notar que este capítulo de la Constitución de 1917 ocupa el espacio estructural que en la Constitución liberal de 1857 ocupó el “Título primero, sección I”, dedicado a “los derechos del hombre”, donde ya están establecidos los derechos indivi-duales modernos y las garantías procesales propias de un Estado de derecho7. Acaso sea debido a la inercia economicista que va adherida a los emplaza-mientos teóricos del materialismo marxista, pero el caso es que sus seguidores en la historiografía del Estado mexicano no registraron como una grave debi-lidad en este la ausencia de un genuino constitucionalismo moderno.

La crítica más sistemática a la interpretación del Estado fuerte se ha for-jado también en el terreno de la historiografía. No solo la afirmación de que el Estado mexicano no constituyó una estructura poderosa, sino también la de que incluso fue su debilidad originaria la que explica su perfil autoritario y su indisponibilidad para una cultura y práctica democráticas, requirieron también del emplazamiento marxista para su formulación. No se trata de un punto de vista dominante en los estudios acerca del Estado mexicano, pero sus aportes y críticas a la literatura dominante son de enorme valía analítica. Por ejemplo, el historiador Nicolás Cárdenas ha impugnado la idea de que el supuesto Es-tado fuerte, en una alianza con las masas populares, haya logrado ponerse en alguna medida significativa por encima del conflicto de clases. Dice Cárdenas:

Los estudios de los últimos años (…) han ido sacando a la luz algunas de las deficiencias de la explicación populista-estatista. En primer lugar, muchas investigaciones muestran la heterogeneidad de la Revolución y ponen en duda su naturaleza nacional (…) Sin embargo, y esto es más importante aún, lo que resultó de la Revolución no fue un país unificado (…) El “reino” que alcanzaban los sonorenses era demasiado grande y heterogéneo como para pretender dominarlo mediante el apa-rato estatal; tuvieron que aceptar que la soberanía estaba fragmentada y construir en consecuencia un sistema de alianzas que les permitiera mantener el poder. Esta constatación ha llevado a Knight a proponer que este Estado posrevolucionario, contra lo que se creía, era precario, débil (Cárdenas, 1992: 14-15, cursivas mías).

7 En el resumen de Horacio Labastida, estos contenidos de la Constitución de 1857 son los siguientes: “… todos nacen libres; la enseñanza es libre, libertad de elección de profesiones, industria o trabajo; nadie está obligado a prestar gratuitamente ningún trabajo; es invio-lable la libertad de escribir y publicar; todos gozan de las potestades de petición, reunión, asociación, posesión de armas para seguridad y legítima defensa, de tránsito y residencia, de no ser juzgados por leyes privativas o retroactivas, de no ser extraditados por razones políticas, de no ser molestados en su persona, familia, domicilio, papeles y propiedades, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente; nadie puede ser preso por deudas civiles (…) ni ser detenido, acusado o castigado al margen de un procedimiento le-gal…” (Labastida, 2003: 259-60). Carrillo Prieto agrega como aporte destacado de esta Carta Magna: “… la organización de un cuerpo entre cuyas atribuciones estaba la de vigilar que la Constitución fuese respetada, y especialmente las garantías individuales; este cuerpo fue la Suprema Corte de Justicia Federal…” (Carrillo Prieto, 2003: 281).

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En efecto, el historiador inglés Alan Knight ha sostenido que la corriente estatista de interpretación del Estado posrevolucionario confunde las coorde-nadas para analizar la fortaleza de este, pues pierde de vista que “… su auto-ridad estaba amenazada por el caudillo y la Iglesia Católica, su supervivencia dependía del favor de Washington y su carácter era aún básicamente pasivo” (Knight, 1986: 15). En suma, el Estado reconstruido tras la Revolución era, pri-mero, el resultado de varios movimientos políticos y diversas luchas armadas, lo que se traslucía en la diversidad de discursos y demandas que lo alimenta-ban y que no podían ser eficientemente satisfechos y realizados por la facción, la sonorense o constitucionalista, que predominó en los años veinte y que a la postre dirigiría la institucionalización de la Revolución. Luego, se trató de una estructura política que tardó décadas para hacer hegemónico el discurso de la legitimidad social del régimen, es decir, que no transitó con suavidad en la relación con sus opositores y detractores, por lo que sus políticas no solo tar-darían mucho para poderse hacer efectivas, sino que en modo alguno podían tener un alcance general o nacional. Como dice el propio Knight: “… algunos grupos importantes fueron indiferentes o directamente hostiles [a la ideología revolucionaria]. En otras palabras, el período 1910-1940 experimentó no un proceso de legitimación lineal sino una secuencia de batallas ideológicas, unas violentas y otras pacíficas, algunas peleadas localmente y en silencio y otras nacionalmente y con escándalo” (Knight, 1994: 60).

Si la más o menos obvia evidencia de que la Revolución no fue un movi-miento nacional homogéneo y que, en consecuencia, el poder político que so-bre ella se funda está afectado de heterogeneidad, contradicciones ideológicas y programáticas e incapacidad para gobernar conforme a un proyecto nacio-nal, puede entenderse que la hipótesis del Estado fuerte, aun formulada solo en el terreno de la reconstrucción capitalista de México, exhibe muchos flancos débiles. En realidad, el gobierno de la Revolución, más que como una poderosa estructura de poder unificado y de despliegue territorial homogéneo, debe ser visto como “una confederación de caciques” (Garrido, 1987: 97), con poderes y fortalezas irregularmente distribuidos, o bien, en un sentido formal, como un régimen autocrático, de modalidad autoritaria, no solo incapaz de cumplir sus obligaciones y promesas constitucionalistas sino también impotente para establecer un Estado regulador del capital y la propiedad al modo en que se permitieron hacerlo sus coetáneos regímenes europeos y norteamericano.

Pero los rasgos de debilidad de esta forma estatal no se quedan en el campo de la fallida experiencia constitucional, sino que también se expre-saron en el terreno económico, que ha sido por cierto el preferido de la in-terpretación materialista. La reconstrucción del Estado mexicano no estuvo marcada por la prosperidad. Treinta años después del estallido revolucionario de 1910, la economía mexicana no había alcanzado los índices económicos de la dictadura de Porfirio Díaz, prácticamente no se había agregado un metro a las vías de ferrocarril (el único medio de transporte efectivo de la época en México) y el daño demográfico de la lucha armada era de un millón y medio de muertos “en exceso” respecto del comportamiento demográfico

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regular de las décadas anteriores a la lucha armada (McCaa, 2003). Más tar-de, entre los años cuarenta y setenta del siglo pasado, el producto interno bruto se multiplicó por cuatro mientras que la población solo se multiplicaba por dos. A medio siglo del levantamiento armado, el saldo económico era ambiguo, pues junto con el tardío desarrollo macroeconómico se mantuvo la desigualdad de rentas y la exclusión social, lo que implica que una cierta fortaleza económica solo pudo advenir medio siglo después del inicio de la institucionalización del Estado autoritario. En todo caso, el Estado fuerte de la Revolución se había afirmado en su vertiente autoritaria, sacrificando al pluralismo político y varios de los derechos fundamentales. Lo que se había mantenido constante era su desapego a la Constitución, al menos en las exi-gencias de esta respecto de los derechos civiles y la estructura democrática.

Lo que ahora es una evidencia histórica es que esta reconstrucción se llevó a efecto en una clave autoritaria, ajena y en ocasiones contraria a lo que su propia definición constitucional prescribía. Cuando se han llevado a cabo reconstrucciones historiográficas y políticas acerca de la forma en que se consolidó el denominado “régimen de la revolución mexicana” se ha perdido de vista con frecuencia que la disonancia entre la “nación legal” y la “nación efectiva o material”, es decir, la brecha entre el mandato democrático-liberal de la Constitución de 1917 y el proceso efectivo de construcción institucio-nal y las rutinas del poder político, no se redujo a una ilusión o a la mera conversión del discurso constitucional en un recurso retórico, sino que tuvo poderosos efectos materiales que se reflejan e influyen con notoria fuerza en la estructura política del México contemporáneo, es decir, del país que surge del proceso de transición democrática que se desplegó desde la década de los ochenta hasta la de los noventa del siglo pasado.

Una concepción constitucional de la fortaleza del Estado

Cabe reiterar nuestra hipótesis central: el sacrificio del proyecto constitucio-nal, manifiesto en la renuencia sistemática de los gobiernos de la Revolución a articular un genuino Estado de derecho, o bien, si se quiere, en su idio-sincrática incapacidad política para hacerlo, desestructuró de manera radical el perfil moderno del Estado mexicano. Este perfil moderno es el que, bajo distintos avatares políticos, se había fraguado desde la época de los gobiernos liberales del siglo XIX y se había pretendido consolidar con la institucionali-zación de la Revolución en las primeras décadas del siglo XX. Como hemos argumentado en otra parte, la dimensión constitucional moderna del país, sin ser negada o abolida (lo que pone al Estado de la Revolución lejos de una de-finición llana de dictadura) sufrió un proceso de sublimación retórica animado por los gobiernos de la Revolución y de una correlativa y hasta inevitable desactivación normativa (Rodríguez Zepeda, 2005). Haciendo suyo, sin decirlo y acaso sin siquiera pretenderlo, el argumento del porfirista Emilio Rabasa, se-gún el cual la dictadura era la salida deseable y necesaria ante los escollos que

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el formalismo de la Constitución pone a la acción de gobierno (Rabasa, 1968), el Estado de la revolución se inclinó a dejar a un lado los mandatos constitu-cionales respecto del Estado de derecho y la democracia cuando estos podían interferir con las rutinas del poder, aunque se mostró proclive a atenderlos en numerosas cuestiones de legalidad regular y, sobre todo, para soportar en el discurso de la Constitución varias de sus decisiones cruciales en el terreno de la política social o de los actos de soberanía8. De este modo, a la vez que se consolidó la tradición de leer a la Constitución como un discurso político, siempre que convino a la preservación de la autocracia presidencialista fue-ron vaciadas de contenido prescripciones tan poderosas como la división de poderes, el pluralismo de partidos, las elecciones libres y el apego al Estado de derecho fundado en las garantías individuales y procesales de la propia Carta Magna.

En un argumento históricamente fundado, Norberto Bobbio ha señalado que el Estado democrático mantiene una relación de dependencia recíproca con el Estado liberal:

El Estado liberal no solamente es el supuesto histórico sino también jurídico del Estado democrático. El Estado liberal y el Estado demo-crático son interdependientes de dos formas: 1) en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la exis-tencia y persistencia de las libertades fundamentales. En otras pala-bras: es imposible que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco probable que un Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales. La prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal y el Estado democrático cuando caen, caen juntos (Bobbio, 1986: 15-16).

De este modo, lo que caracteriza a la democracia legítima de nuestra época es que los límites impuestos a la voluntad de la mayoría o a los po-deres públicos son restricciones o protecciones constitucionales que afirman

8 Ejemplos de ambas instancias son, respectivamente, el caso de la Ley Federal del Trabajo, cuya versión original es de 1931, y que reglamentó el artículo 123 de la Constitución, y el caso de la expropiación y nacionalización de la industria petrolera en 1936, justificada por referencia al artículo 27. Por una parte, la necesidad de normar las relaciones obrero-patro-nales y, al mismo tiempo, de convertir a la autoridad pública en el árbitro de sus conflictos, reglamentó el relevante espacio de la legalidad laboral en México sobre la base del texto constitucional. Por otra, la afirmación de la soberanía nacional pudo expresarse, de cara a empresas y gobiernos extranjeros, con base en el mismo recurso. En realidad, la Constitu-ción, más que como norma efectiva, se contempló como marco ideológico y discursivo para legislaciones específicas y actos políticos. A este respecto, puede verse el argumento del ahora ministro de la Suprema Corte de Justicia José Ramón Cossío, quien ha identificado la ausencia de normatividad jurídica efectiva —es decir, de práctica regular de la justicia procedimental— de la propia Constitución como una de las mayores debilidades del modelo constitucional mexicano (Cossío, 2000).

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derechos individuales fundamentales, como la seguridad e integridad de las personas o los principios del debido proceso en materia de justicia penal o retributiva. Como es sabido, la idea moderna del Estado constitucional quedó plasmada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en su artículo XVI reza: “Toda sociedad en la que no esté asegu-rada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes no tiene Constitución.” Enunciado clásico y de sintaxis negativa, que en una formulación contraria diría que “solo existe constitución en los Estados que mantienen garantizados los derechos y separados los poderes”.

Estos derechos individuales —o “garantías individuales” según el pecu-liar lenguaje del constitucionalismo mexicano— constituyen lo que ha sido denominado el contenido material o sustancial (Guastini, 2005: 97) o bien pleno (Nino, 2002: 4) de una Constitución. Es lo que hace de la democracia constitucional un modelo de equilibrio entre dos principios de legitimidad de importancia muy similar (ni reductibles ni sacrificables uno al otro): el principio democrático de la soberanía popular y el principio constitucional de los derechos fundamentales.

En este tenor, resalta la paradoja de la Constitución en México durante el siglo XX: nunca fue abolida, pero fue escasamente aplicada; se le cargó de contenidos propios de un Estado social y democrático de derecho, pero en los hechos se hizo nugatoria su capacidad de normar la reconstrucción del Estado. Esa paradoja exhibe el fracaso histórico del componente liberal en la reconstrucción del Estado mexicano, lo que implica, si seguimos el argu-mento de Bobbio, que a la par se pueda establecer el fracaso de la pretensión democrática del Estado de la Revolución. Y esto es así porque no cabe en el propio concepto de democracia constitucional la posibilidad de que un Es-tado sea juzgado como democrático si sus soportes constitucionales no son suficientemente fuertes.

La democracia constitucional es una dualidad inseparable. Identifi-camos y aislamos sus elementos componentes —el principio de sobera-nía popular y el principio de los derechos fundamentales— con propósitos analíticos y a efecto de poder dar cuenta de esa tensión intrínseca e in-evitable de la propia estructura de la democracia moderna. Sin embargo, en la política efectiva no hay posibilidad de construcción de un régimen democrático —o, al menos, uno que sea justificable en el horizonte de la legitimidad moderna— si se sacrifica o se debilita radicalmente alguno de sus principios rectores. Aún más, las instituciones garantistas propias del orden liberal se hallan ya atravesadas y condicionadas por reglas demo-cráticas (por ejemplo, los tribunales constitucionales toman sus decisio-nes conforme al principio de mayoría), mientras que las instituciones que hacen posible la formación y ejercicio de la soberanía popular requieren de la disposición universal de derechos fundamentales (libertad de expresión, de asociación, etcétera). En efecto, como hemos sostenido en otra parte:

Las instituciones democráticas no pueden renunciar a su componente liberal, toda vez que este asegura que los objetivos de justicia social

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no sean perseguidos a costa del sacrificio de los derechos básicos de algunos ciudadanos. Por ello, el núcleo de la democracia liberal reside en la existencia de instituciones legales que permiten la expresión de la voluntad popular por medio de canales formales y regulares (Rodríguez Zepeda, 1995: 42).

En efecto, si aceptamos que el Estado democrático y el Estado liberal cuando caen, caen juntos, puede decirse que ambas formas de Estado cuando se instituyen, han de hacerlo igualmente juntas.

Esta debilidad constitucional ha sido, a fin de cuentas, expresión de una ausencia largamente cultivada en la cultura política en México, a saber, la falta de un consenso de la Constitución. En efecto, la ausencia de una suerte de patriotismo de la Constitución (Habermas, 1996: 628) que, ad hypothesis, permita convertir en un valor cultural común la apreciación positiva de los derechos individuales, del pluralismo social y político y de las reglas del juego democrático, impide la superación de la asociación de la Constitución con un monumento histórico:

En efecto, aunque el régimen autoritario instaló y promovió una ri-tualización y una parafernalia propias de la Constitución (y esto es lo que hizo pasar, mediante los aparatos ideológicos del Estado, por una cultura o identidad constitucional), en realidad alejó los contenidos de la Constitución del debate público y los hizo ajenos a los criterios de gobierno y, sobre todo, de impartición de justicia (Rodríguez Zepeda, 2005: 453).

En ausencia de una cultura pública de la Constitución, y dada la exis-tencia prolongada de unas élites políticas y económicas que se arrojaron al pragmatismo político antes que autolimitarse y regularse conforme a crite-rios liberales, el resultado lógico es la debilidad intrínseca del Estado mexica-no no solo de acuerdo con el modelo de las democracias modernas coetáneas, sino también conforme a su propia autodefinición constitucional.

Este último punto merece ser remarcado. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la democracia constitucional fue un reclamo o exigencia interna en la agenda política nacional, uno de los elementos centrales de la deliberación y el conflicto políticos en la construcción del Estado independiente. Luego, en el siglo XX, la idea de un Estado social y democrático de derecho, es decir, una estructura política que contiene los principios de la soberanía popular, los derechos fundamentales y la justicia social en una asociación virtuosa, constituyó la arquitectura formal del Estado en reconstrucción. Por ello, su carencia de realización práctica no equivale a la constatación de una tarea incumplida entre otras de mayor importancia que sí se cumplieron, sino a un fracaso del mismo proyecto del Estado mexicano moderno en esos dos siglos de declaradas pero impotentes intenciones constitucionales.

En el plano histórico, esta derrota puede apreciarse con nitidez a través de la experiencia del liberalismo de corte partidista en la época de la Revolu-ción. El Partido Liberal Constitucionalista, formado al hilo de la lucha contra

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el golpista Victoriano Huerta, que contaba entre sus logros políticos mayores haber llevado a la presidencia de la República tanto a Venustiano Carranza como al general Álvaro Obregón, y que se había destacado por su oposición al fortalecimiento de la figura presidencial, fue perseguido y debilitado hasta su práctica extinción durante los años 1922 y 1923 (Cárdenas, 1992: 39-57). Con la declinación de este partido se perdería una oportunidad dorada de construir un espacio de instituciones modernas en vez de una nación de líderes autori-tarios. Luego, los líderes políticos del Estado mexicano seguirían declarándose constitucionalistas, pero ninguno se atrevería a poner en entredicho ni al pre-sidencialismo ni al partido hegemónico, al grado de que la figura del partido único de los revolucionarios y la correlativa aparición del llamado Maximato les parecieron actos de una secuencia necesaria. Más bien, estos líderes políti-cos harían depender su suerte de estas dos figuras.

Desde luego, es posible sostener el argumento de que una democracia genuina no es necesariamente dependiente de su componente liberal o cons-titucional. América Latina ha sido un terreno fértil para la confusión entre los gobiernos autoritarios y los gobiernos fuertes bajo el discurso de la de-mocracia y la redención de las masas empobrecidas. El régimen político de la Revolución mexicana no fue ajeno a la ilusión de que su fortaleza dependía, precisamente, de su concentración en la agenda social y de la rectoría del cir-cuito económico. Sin embargo, trató de lograr esto sin negar explícitamente su vocación democrática moderna, por lo que legítimamente puede demandarse a sus poderes públicos el cumplimiento de este compromiso declarado.

En pocos países de la región ha sido tan constante la exigencia consti-tucional como en México. El caso es que el propio Estado mexicano reclamó para sí e hizo suyo el discurso de la Constitución moderna, democrática, repu-blicana y, sobre todo, garantista y sujeta a los llamados “derechos del hombre”. Así que la constatación de la debilidad de esta forma de Estado se hace no solo desde el punto de vista del criterio o estándar de una institucionalidad democrática moderna conforme se le concibe en la teoría democrático-cons-titucional, sino conforme a la propia medida histórica, política y jurídica que los constructores del Estado mexicano del siglo XX eligieron como programa normativo: la Constitución.

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Capítulo 6

La fragua del Estado (o de cómo España ha sido, pese a todo, siempre Europa)

Pedro Rivas Nieto1

“Europensibus ipsis europensiores”

A modo de introducción En el proceso de construcción de los Estados y de los idearios políticos en Iberoamérica se ha planteado, con cierta frecuencia, aprovechar las virtudes y desdeñar los vicios del antiguo Imperio español2. Debían tenerse en cuenta no solo para la fragua del Estado, sino para el estudio académico y para la reflexión, porque de las ideas y tradiciones españolas —junto con otras que parecían mejores, como las francesas o las británicas— podía aprenderse qué hacer y qué no hacer en América para mejorar el presente y el futuro. Como la herencia colonial no siempre pareció provechosa ni digna, y como un pu-ñado de españoles notables juzgaban con singular dureza la propia historia en tiempos no lejanos, teniéndola incluso por funesta, se extendió la idea de que España fue responsable de no pocas carencias iberoamericanas: entre ellas, la endeblez del Estado y sus fallos, las ideologías perversas o los conflictos béli-cos. Tanto infortunio se debía —creían aquellos— a que el antiguo colonizador nunca llegó a ser del todo Europa o, en algún momento dado, dejó de serlo.

1 Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Pontificia de Salamanca y magíster en Relaciones Internacionales por el Instituto Universitario Ortega y Gasset de Madrid. Es profesor en la maestría en Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas de la Uni-versidad Pontificia Bolivariana de Medellín.

2 Es habitual el empleo del término “Imperio español” —tanto en el lenguaje coloquial como en cierto lenguaje académico— para referirse al tiempo anterior a las independencias. No obstante, en vez de imperio, se le debería denominar, probablemente, Monarquía Católica, como forma más precisa y conceptualmente mejor delimitada, pues su naturaleza era la de una monarquía compuesta, un conglomerado de reinos, provincias y señoríos unidos por la común fidelidad al monarca. Es más acertado este uso que el de monarquía hispánica, Im-perio español o España, ya que remiten a realidades diferentes con connotaciones distintas. Ver: Pérez, 2010.

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Es decir, los fallos se debían a que las ideas, los conceptos y el espíritu que forjaron a Europa, nunca cuajaron en la península ibérica. Y esta singular tesis no solo marcó a pensadores americanos y a no pocos intelectuales españoles de los dos últimos siglos —que hablaron del permanente desastre en que se habían convertido el país y su historia—, sino a otras naciones europeas que, a veces interesadamente, propalaron esta idea con fines indecorosos. Cuando a finales del siglo XVIII se puso en duda en la Ilustración francesa que la civi-lización debiese algo a España, o en el XIX se extendiese la imagen romántica de la España pintoresca, ardorosa y agitanada de Mérimée, flaco favor se hizo a la verdad.

Hasta tiempos recientes, en que las corrientes historiográficas libres de complejos recuperaron el tino, se habló hasta la extenuación de la excepciona-lidad española. Los estereotipos, las crisis y las más diversas interpretaciones ahondaban en las peculiaridades de la tierra más occidental de Europa y la más cercana a África, como si fueran determinantes para entenderla. El dra-ma, las revoluciones, las guerras civiles y los quebrantos de la vida colectiva habían sacudido a España, es cierto. Y a Francia, a Portugal, a Alemania, al Reino Unido y a otros países europeos o del resto del mundo. Por eso cabe po-ner fin al tópico —parcial, unas veces; interesado, otras; justo, nunca— de que España, su historia y sus instituciones no han sido paralelas a las del resto del continente europeo. Don José Ortega y Gasset, hace un siglo, con una mezcla de desdén, malestar y sorna, escribió unas palabras que parecían refrendar la idea de la calamidad ibérica: “Un hombre que pasaba nos preguntó la hora: dijímosle que no teníamos relojes, pues éramos místicos y celtíberos” (Ortega, 1994: 57). Los hombres que habitaban en la vieja piel de toro —según la afa-mada sentencia del geógrafo griego Estrabón—, desprovistos de más normas que las propias del asombro ante Dios, no medían el tiempo, ni tenían método, ni ideas claras sobre su propia conciencia e historia, o eso creía aquel filósofo. Eran, apenas, místicos y celtíberos. Tal vez por eso, en unos textos elocuentes del primer Ortega, más joven y más impresionable, se afirmaba que los hom-bres de su generación, al escuchar la palabra España no recordaban a Calde-rón, ni a Lepanto, ni pensaban en las victorias de la Cruz. “Meramente sienten, y esto que sienten es dolor” (Ortega, 1994: 268).

Se han acabado los tiempos del dolor. Al menos los archiconocidos que-brantos de épocas no demasiado lejanas, que despedazaban la esperanza y la posibilidad de mirar al futuro, como aquellas con las que jugueteaba Dalí cuando decía que la palabra España se relacionaba etimológicamente con espina —aunque fuera falso— para recordar que el país estaba ligado a lo lacerante. Juegos de palabras aparte, España no es un lugar —no lo fue nun-ca— sobre el que gravitan siglos de error y sufrimiento, ni es un país deforme y construido a duras penas cuya denominación remita a “un dolor enorme, profundo, difuso” (Ortega, 1994: 105). Se han acabado los tiempos en los que pudieran ser creíbles las célebres y hermosas palabras de un poeta contempo-ráneo, Gil de Biedma, que decían que “de todas las historias de la Historia la más triste es la de España, porque acaba mal”.

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España es una nación organizada, con problemas que resolver y a los que enfrentarse —como el identitario, el único gran conflicto abierto de la modernidad que permanece abierto en el país y en otros lados del mundo, incluida Europa—, con un Estado afianzado de sólida base moderna y con una vocación europeísta y europea que la integra en la sociedad de las naciones occidentales sin trabas. España, a los hombres de las nuevas generaciones, ni los asusta por autoritaria, ni los sonroja por endeble, ni los fascina por mítica, ni los ensoberbece por mística y devota. España es —al menos para quienes abominan de ideologías demoledoras— la patria común de más de cuarenta millones de personas que beben de un pasado común y que se proyectan en el futuro con voluntad de convivir, primero en Europa, y luego en el mundo. Cabría excluir de esos cuarenta millones largos a quienes no la quieren, pues aun siendo minorías —nacionalistas y exaltadas— son escandalosas y eficaces. Pero este último asunto no niega lo principal: que España, tanto a ojos de quienes viven en ella y la (re)crean cotidianamente, como a ojos del mundo, es un país saludable, que forma parte de Europa, y que forma a Europa. Y Eu-ropa no significa Comunidad Económica Europea y posterior Unión Europea, sino algo previo y más hondo a la singular articulación jurídico-política en que esta última consiste, y que aspira a hacer una suerte de “Estados Unidos” del viejo continente. Con una salvedad —esta sí— españolísima: que España es el puente europeo con el mundo hispánico de América, y esta es una de sus áreas naturales de relación, con el que la hermana la lengua que hablan más de 450 millones de personas, una ligazón preferente —al modo de la “relación especial” del Reino Unido con los Estados Unidos—, un sentimiento hondo de hermandad —aunque los afectos hayan podido ser agrios según fueran el mo-mento y los interlocutores— y, si Dios quiere, un futuro por hacer.

El punto de partida: aclaraciones pertinentes En este texto se revisarán varios hechos que han marcado la historia española, y que son, al mismo tiempo, españoles, europeos y universales. No en vano, en esa vocación última, la de la universalidad, reside lo europeo. Como afirmaba Julián Marías, España no solo es europea, sino que probablemente es el único país europeo que ha decidido ser europeo y occidental. Mientras que otros países europeos lo son porque la historia les ha llevado irremisiblemente a serlo, España optó por serlo y “persistió en esa decisión sin desmayos” (Marías, 1966: 269). De ahí que España incluso intensifique lo europeo al obligarse a encaminarse a ese destino tras ocho siglos de influencia musulmana y árabe, que podrían haberle llevado a una situación histórica distinta. Esta subversiva razón, que dinamita bienintencionadamente la conocida tesis integracionista de las tres culturas de Américo Castro, es de interés para este trabajo. Y lo es porque, posiblemente, la idea del ilustre historiador que hizo de España una mezcla de judíos, moros y cristianos tuvo la consecuencia de la “permanente instalación colectiva en una inseguridad que ha servido para caracterizar la esencia de lo español” (Tusell, 1999: 54).

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Sea la idea de Marías antes nombrada subversiva, osada o simplemente discutible —que lo es— resulta útil, porque pone de manifiesto que en España y en los españoles hay vocación clara, especialmente en los tiempos recientes, de europeidad. Y la voluntad y la vocación son dos de los factores que forjan proyectos, y permiten hacerlos realidad. Es innegable que en España, tras ocho siglos de Islam, el país y su historia podrían haber derivado a derroteros dis-tintos. Quizá, dada la cercanía geográfica con los países del Magreb, España podría asemejarse a Marruecos, a Túnez, o a Argelia —en organización polí-tica, social, o en la fe mayoritaria y, probablemente, única—. Pero no lo hizo. Se volcó al norte, a su destino originario, a la matriz de la que había partido y a la que ha sido fiel, velis nolis, durante siglos. Tanto es así que, a ojos de los yihadistas actuales, España tuvo la firme voluntad de separarse del Islam y, por ende, es un país apóstata (murtadd), y como tal debe ser castigada. Con pena de muerte, pues no otro castigo satisface a Alá si se ha abandonado la verdadera religión, según dicen aquellos3. Solo con su sangre se puede, en-tonces, saldar la deuda y borrar la afrenta. Digo esto precisamente para que se tenga en cuenta que no es mayoritariamente en España en donde se cree que el país es Europa y Occidente, y en donde se opina que su Estado tiene naturaleza y comportamientos parejos a los de su región4, sino que en los descendientes —legítimos, dicen los islamistas— de quienes fueron sus dueños, también se piensa (Rivas, 2006: 176-198). Y estos enemigos de la libertad co-inciden, curiosamente, con otros enemigos de la libertad, ya sean de izquierda o de derecha.

Por eso la tesis de la falta de paralelismo entre España y Europa no es verdadera. Es trágica y atractiva, pero falsa. La bella idea de un corajudo euro-peísta como Madariaga que afirmaba, refiriéndose a la orografía del país, que “España es un castillo”, podrían haberla empleado de forma errática quienes opinan lo primero para justificar lo anterior: es decir, que España era un país inaccesible y cerrado a sus vecinos y al mundo, entendido además lo anterior con buenas dosis de fatalismo —a ser posible “oriental”, en la línea de los escri-tos decimonónicos del excéntrico Richard Ford—. Esta deformación se parece a lo que se ha hecho en Europa con los Balcanes en tiempos recientes, sobre todo después de los conflictos identitarios de los años noventa, que destruyeron el Estado que permitió la convivencia: una visión pesimista y tópica, muy propia de cierta literatura anglosajona del primer tercio del siglo XX, o de observa-

3 El apóstata no tiene el privilegio de ser tenido por infiel, pues este no ha tenido la dicha de ver la Revelación. El apóstata, habiéndola conocido, la rechaza de plano. De ahí viene la gravedad de su pecado.

4 El país forma parte de la Otan, es miembro de la UE, el gobierno envía las tropas a la guerra de Irak, las retira —según el presidente Rodríguez Zapatero, por carecer de resoluciones del Consejo de Seguridad que legitimasen la intervención militar—, no reconoce al Estado de Kosovo, aumenta el número de soldados españoles en la guerra de Afganistán a petición del presidente Obama, y propone un fortalecimiento del multilateralismo en la diplomacia “onusiana”, verbigracia. Todos estos hechos son propios de Estados europeos, y parecen tan europeos que en España está incluso acrecentada la tendencia del continente a alejarse del patrón estadounidense en aspectos cruciales de las relaciones internacionales.

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dores estadounidenses de finales del siglo. Muy de Rebecca West5, o de Robert Kaplan6. Pero es falso en Yugoslavia, y lo es en España. Desde la romaniza-ción —con la salvedad discutible de los tiempos de Al-Ándalus—, hay incluso sincronía con el resto de Europa. España tiene con el continente una historia común en la que ha influido de forma diversa: esencial en los siglos XVI y XVII, discreta en el XVIII, marginal en el XIX (Tusell, 1999: 55). Pero en los dos últimos siglos mantiene una honda tendencia a homogeneizarse y sus ritmos son los de Europa. La diferencia, si acaso, estriba en su pluralidad interna, pues es un país complejo, tanto en su organización política actual —el Estado autonómico, uno de los de más difícil articulación del mundo— como en su orografía, que llevó a afirmar a Fletcher (1989) que la tendencia a la escisión y la dificultad del poder central para imponer su voluntad a los territorios era consecuencia directa, simplemente, del gran tamaño y de la configuración física del territorio. Idea, quizá, más cercana al lugar común y a las interpre-taciones apasionadas que algunos extranjeros hacen de la tierra española que a la observación fría y desideologizada de la realidad. Como recordó Raymond Carr en Oxford en 1968, la historia de España se había olvidado demasiado en Europa.

Es certísimo, no obstante, que el destino español se distanció del espíritu de la modernidad y que el país se aisló volcándose en sí mismo; que se pre-sentó de forma casi espectral en la Edad Moderna; y que las teorías en las que la no-modernidad española podría contribuir a inventar una nueva Europa posmoderna integrada en el Occidente (Marías, 1966: 270) son algo forzadas. Pero no por ello inválidas. Si acaso, cojas. Porque la síntesis de tradición y modernidad que representó, verbigracia, el fallido intento reformista de Carlos III, fiel a la nacionalización y a la europeización, habla de la vocación europea de España en los tiempos ilustrados. O que incluso en la malhadada Restau-ración, en la crisis del parlamentarismo, o en el alejamiento con respecto al continente que se dio durante los cuarenta años de franquismo, permaneció cierto espíritu inquieto: el propio de los otros europeos. La idea obsesiva de que España ha vivido en decadencia perpetua ha lastrado la comprensión de su historia y ha perjudicado los momentos actuales y las posibilidades futuras. Con gracejo, un historiador español de renombre ha escrito, refiriéndose a una generación que sufrió lo indecible por malinterpretar la historia nacional —y quintaesenciando en ella a quienes entendían el recorrido español como un fracaso perenne— que “es una lástima que la gente del 98 —la del marasmo y la ciénaga— no se haya percatado de que vivían en una sociedad que crecía

5 Para entender lo que acontecía por aquellas tierras, enigmáticas y distantes emocionalmente a la mayoría de los europeos “civilizados”, léase la monumental Cordero negro, halcón gris. Es una de las obras viajeras fundamentales del siglo XX, a la que se le puede achacar cierto espíritu proserbio. Se escribió en los años treinta del siglo pasado, lo que explicaría esto último.

6 Hágase lo mismo con Fantasmas balcánicos, obra que influyó mucho en la administración estadounidense, y que postergó su intervención en los Balcanes amparándose, más o menos, en la siguiente idea: que en las maléficas tierras balcánicas, la sangre se derrama indepen-dientemente de lo que se haga; por eso no merece la pena involucrarse demasiado.

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más o menos al ritmo de sus vecinas mediterráneas: la de dolores que se —y nos— habrían evitado” (Juliá, 1996: 12). Rebus sic stantibus, en este texto se intentará mostrar, mediante algunos datos y hechos históricos relevantes, mediante algunas reflexiones y alguna que otra opinión, que España como nación y España como Estado son europeos, y solo Europa. Para lo bueno, que no es poco. Y también para lo malo.

¿Por qué España es Europa? (¿y por qué su Estado también lo es?) Nacimiento del Estado, Contrarreforma e Ilustración (o el tránsito al mundo moderno)

España es Europa no solo porque la voluntad de quienes la pueblan sea serlo, sino porque diversos factores la han llevado a ese destino laboriosamente trabajado, que es formar parte de un continente que, en palabras de Jacques Attali (2001), no solo no es más que una prolongación de Asia, sino que “si bien se mira, no existe”. Esta sugerente idea la suaviza su autor al reconocer que Europa ha sido el único continente que ha sembrado “a los cuatro vientos sus lenguas, sus ideas y sus hombres”.

Si creemos las palabras del argelino Attali referidas a un reducido espacio de tierra, pletórico de vida, pueblos, razas y lenguas singularmente entrecru-zadas que es Europa, cabe decir que España es Europa porque ha bebido de las fuentes clásicas —clasicísimas— que parecen haber forjado las bases culturales continentales: el judaísmo, el pensamiento griego, el mundo romano, y el cristianismo. Con esta afirmación no se descubre la piedra filosofal, pero no es baladí recordarlo. Porque la ilusión y la esperanza —universal, no se olvide— que ha marcado la vida del continente, emerge quizá de esos factores.

No obstante, estas ideas pueden resultar confusas y hueras, demasiado lejanas en el tiempo. Más interesante sería centrarse en una época concreta, sin remontarse a tiempos pretéritos menos definidos. Por eso se comenzará este estudio en tiempos que algunos llaman oscuros, aun sin serlo, como las postrimerías del Medievo. ¿Por qué en ellos? Porque la unidad del continente surgió lentamente durante la edad Media. Carlomagno fue quien hizo coincidir a la Cristiandad con Europa, y fueron cronistas de su Corte los que emplearon por vez primera la expresión “europeos” como alternativa que oponer al Islam. Y porque en España el tiempo medieval se refiere a los setecientos años que van desde el 711 —invasión musulmana tras su triunfo en la batalla de Guada-lete— hasta la incompleta restauración de la unidad nacional, en los finales del XV; es decir, el tiempo en el que se perfila y se asienta sobre una base plural y cristiana cierta protoconciencia nacional española. Aquel tiempo del que se parte era de universalidad de la ciencia y de humanismo, y este fue, al fin y al cabo, la última forma que asumió la cultura medieval y el tránsito desde ella a la modernidad.

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El Estado moderno

El punto de inflexión más notable de la historia europea fue la trahison des clercs, que implicó el rechazo de la Iglesia al Imperio romano. La Iglesia llevó la civilización a los bárbaros en vez de esperar a que estos adoptaran la fór-mula imperial. Esta traición explica el fracaso para restablecer la civilización clásica. Y, sin embargo, la Iglesia continuó parte del trabajo que antes habían hecho las legiones. Perduró un núcleo de derecho y cultura sobre el que la Iglesia se apoyó. La cultura común ayudó a la innovación económica y po-lítica. El sentimiento de comunidad favoreció el acuerdo necesario para que funcionaran las relaciones contractuales, aparecieron relaciones económicas en un protomercado común europeo ya en el año 1000, y la homogeneidad cultural favoreció las innovaciones en las formas de organización, en la ex-pansión del control territorial por parte del poder público y la movilidad del personal administrativo (Tilly, 1975: 18). Por todo esto, los Estados europeos tendieron a ser despóticamente débiles —por comparación con los de las re-giones orientales del mundo, lo cual no significa que no fueran militarmente poderosos— e infraestructuralmente fuertes, y en el origen del dinamismo eco-nómico que caracterizó la ascensión de Europa estuvo la combinación única de unidad cultural y fragmentación política.

Este fue el caldo de cultivo en el que surgió, en España, el primer Es-tado moderno de la historia en tiempos de los Reyes Católicos, unificando territorios y sometiéndolos a un destino común, y modelando una forma de organización del poder público cuya función primordial y primigenia era la protección física de las personas mediante la eliminación —o evitación, en la medida de lo posible— de la guerra civil, lo que Enzensberger (2001) habría llamado el conflicto primigenio. No debe olvidarse, junto a esto, la tesis ya clásica que afirma que la expansión de un poder más o menos autónomo del centro a la periferia fue, como afirma Tilly (1975), el motor del surgimiento de los Estados español, francés, inglés o prusiano, en el que la ambición de los príncipes en su deseo de construir un espacio político estatal desempeñó un importante papel. Las guerras civiles de finales del siglo XIV y comienzos del XV en buena parte de Europa occidental fueron la oportunidad, fallida unas, exitosa otras, para que el jefe de uno de los grupos en lucha obtuviera la vic-toria y, asegurada la paz, construyera un Estado moderno bajo la sombra de su monarquía más o menos autoritaria.

El tiempo de los Reyes Católicos, ensalzados y denostados —no a partes iguales, al menos en los tiempos recientes— en la historia de España, supuso el surgimiento de una fórmula pionera de organización del poder público en la península ibérica en el tránsito del mundo medieval al mundo moderno, que permitió la hegemonía hispánica en Europa durante los siglos XVI y XVII. La progresiva unificación territorial, la política exterior expansiva —ya fuera en Italia, en el norte de África o en el descubrimiento de América—, el fortaleci-miento de las instituciones de gobierno, el saneamiento de la hacienda pública o el control real de las órdenes militares hablan de la construcción del Estado moderno no solo en España, sino en Europa. Decía hace ya años Ramón García

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Cotarelo, que “el Estado, como organización política peculiar, es una realidad intrínsecamente unida a la modernidad europea, en sincronía histórica con el Renacimiento” (1991: 55). Valgan estas palabras como refrendo de lo anterior.

Cabe añadir que el Estado de los Reyes Católicos se presentaba, como ocu-rrió en casi toda Europa, bajo la apariencia de una “monarquía compuesta”, esto es, integrada por formaciones históricas menores dotadas de instituciones propias y remisas a aceptar la uniformidad que imponía el monarca. La tensión entre centralización y resistencia a acatarla fue constante en la Monarquía Hispánica, y solo se suavizó en el siglo XVIII, cuando acabó la Guerra de Su-cesión. El problema de articular los bloques que formaban esta monarquía se solucionó con la aplicación de algo que, en lenguaje contemporáneo, podría llamarse un “modelo federal”: los diversos reinos mantenían sus aparatos ins-titucionales y se sometían al monarca con órganos comunes a todos los reinos y con una política exterior común. Este modelo se mostró débil cuando hacían falta respuestas rápidas a problemas urgentes. Y, aun así, el Estado moderno de los Reyes Católicos fue una monarquía absoluta. Había elementos propios de Estado moderno —unidad de soberanía, fórmulas de centralización administra-tiva o autonomía respecto de las diferentes fuerzas políticas o sociales— y, al mismo tiempo, mecanismos tradicionales de la época para controlar al poder real —leyes divinas y usos consuetudinarios, por ejemplo—.

No es extraño que así fuera, si se tienen en cuenta las aportaciones que recientemente divulgó el historiador australiano, John Keane, que parecían desbaratar algunas tradiciones bien arraigadas. Según él, el origen de la demo-cracia representativa está emparentado con las viejas Cortes de León más que con el parlamentarismo inglés. Afirma Keane (2009) que las Cortes de León de 1188 representaron un salto cualitativo en la democracia representativa, sin precedente en las asambleas de nobles anteriores de otras partes de Europa. De esta manera desmiente que Inglaterra fuera la cuna del parlamentarismo. Las Cortes celebradas en la iglesia de San Isidoro, en las que Alfonso IX prometió consultar y aceptar el consejo de obispos, nobles y los “hombres nuevos de las ciudades” precedieron en un cuarto de siglo a la Carta Magna de Juan sin Tierra. En las Cortes de León se reconoció por primera vez que la comunidad política está dividida y que hay que discutir abiertamente los temas y, por tanto, el monarca y los representantes de los distintos estamentos estaban obligados por las decisiones que finalmente se adoptasen. Keane insiste en que la democracia representativa fue hija de la Reconquista y, por si fuera poco, que probablemente los representantes de las ciudades que acudieron a las Cortes de León estuvieran influidos por una vieja práctica musulmana, la de emplear a un representante legal (wakil), para que actuase en nombre de quien le enviaba a un lugar lejano. Según esto, el Islam contribuyó indirectamente a ciertas innovaciones de la democracia representativa7. Son, quizá, demasiadas rupturas con la tradición las que propone Keane, pero no conviene echarlas al olvido. Parecen afianzar la europeidad de la proto-España y, tal vez, permitan

7 A partir del siglo XVII hay llamamientos entre los musulmanes a favor de la elección abierta de sus gobernantes.

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entender mejor que en la monarquía de los Reyes Católicos, orquestada casi cuatro siglos después de aquellas Cortes leonesas, hubiera fórmulas de control del poder real.

Fuere como fuere, en ese Estado se recurrió a las “clases medias”, de formación intelectual notable, para encargarse de la administración pública, con el fin de desplazar a los nobles del poder y de asegurarse un personal cualificado que pudiera hacer avanzar la nueva máquina del Estado abso-lutista. Se reservó a los letrados las áreas técnicas de la administración para que el proyecto político de los Reyes Católicos fuera más eficaz8. De ahí que, precisamente para imponer la autoridad regia dentro y fuera del Estado, se recurriera a un ejército profesional y competente9 y a un cuerpo diplomático permanente. El ejército y la diplomacia fueron, junto con la hacienda pública, los instrumentos del absolutismo. La política exterior española, además de las armas, empleó la firma de acuerdos con el resto de las potencias de la época, y eso necesitaba diplomáticos en las otras Cortes europeas. Y para financiar el poder militar hacía falta una sólida hacienda, pues aquél era el principal gasto de la monarquía española. Para que esto fuera posible fue necesaria la cen-tralización administrativa —exigencia del Estado moderno— y la modificación de la administración de justicia —para legitimarse y reafirmar su soberanía—. Por eso se potenció la corriente romanista del derecho, que daba privilegio a la legislación real frente a las fuentes jurídicas locales.

Al mismo tiempo, aquella monarquía y aquel Estado tenían un marcado carácter confesional. La política confesionalizada fue modélica en aquella Es-paña por un motivo básico: creían los soberanos que la unidad religiosa era consustancial con la unidad política del Estado moderno. Por eso se reformó el clero, se intervino en la vida eclesiástica, se organizó la represión de los enemigos de la única y verdadera fe mediante el Tribunal de la Inquisición y se expulsó a quienes no la profesaran —judíos y moriscos—. La religión se sometió al proyecto político, y no al revés, como suele indicarse. La confesio-nalidad del Estado necesitaba de la unidad de acción y la corona se arrogó atribuciones de corte regalista en el orden eclesiástico. La temida Inquisición servía a la unidad religiosa, y sobre todo al proyecto político; preservaba la ortodoxia católica, pero principalmente mantenía el orden social y político por control ideológico. Acertaba García Pelayo (1968) cuando afirmaba que la salvación eterna dependía de las Iglesias, pero la salvación histórica de las Iglesias dependía del Estado. Por eso, solo en el fortalecimiento del poder del Estado, organismo situado en el centro de la historia, podía el hombre encon-trar la salvación.

Cabe añadir a todo lo anterior otro hecho también conocido para el alum-bramiento del entramado institucional del Estado moderno: el influjo de la gue-rra. Como Hintze (1968) recordaba hace tiempo, la guerra fue la gran rueda motriz que impulsaba la actividad política del Estado moderno. De hecho, los

8 No se intentó sustituir a un grupo por otro en los órganos de decisión política.9 El nuevo modelo de ejército, con fuerza creciente del arma de fuego ayudada por la caba-

llería ligera, fue el antecedente directo de los conocidos “tercios”.

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ejércitos de la modernidad adquirieron unas novedades técnicas y organizativas singulares, en comparación con sus precedentes medievales: mayor tamaño, for-talecimiento de las unidades de infantería y creciente importancia de la artillería y del arma de fuego en general (Keegan, 1995; Parker, 2010). Los Estados hacían la guerra y la guerra hacía a los Estados. Todos estos factores netamente euro-peos se dieron en España, que fue precursora de no pocos de ellos.

No es baladí mencionar el asunto de la guerra, porque permite afianzar la idea de que España como país y el Estado español como entramado insti-tucional son Europa por un concepto claro: hay un modo occidental de hacer la guerra y España estuvo involucrada en su origen —y quedó marcada por la evolución en la forma de guerrear—. Hagamos una breve síntesis de este hecho.

En la historia del arte de la guerra hay un punto de inflexión: la conquis-ta de Granada. La ingeniería militar creó los ingenios para asediar y vencer a una ciudad. La organización metódica y calculada —que es lo que distingue al ejército de una razzia— y la capacidad organizativa fueron lo que distinguió al ejército español del resto y lo que permitió sus éxitos imperiales durante dos siglos. Lo propio del combatiente español de la época era ser un español “militante”, alguien que laboraba en una organización coordinada, ordenada y entrenada para la batalla. Al fin y al cabo, los temibles tercios no eran más que regimientos de 250 hombres capitaneados por un oficial —alguien con oficium en el arte de la guerra—, y diestros en el manejo del mosquete, el arma de fuego de la época. Su fuerza residía en el entrenamiento, en la disciplina adquirida en él y en el hecho de que una Hacienda más o menos potente podía permitirse el lujo de pagar la guerra y a quienes combatían.

A los tercios los vencieron dos enemigos poderosos: los arquitectos y los banqueros de la Europa protestante. O dicho de otro modo: el avance de la matemática permitió que los arquitectos construyeran edificios que per-mitían aguantar los ataques del mosquete. Así que solo cabía el asedio para rendir a una ciudad. Por tanto, la resistencia al asedio se hizo posible porque el dinero boyante de la banca permitía prolongar la situación —insostenible para economías devastadas o empobrecidas—. La banca podía prestar dinero a los Estados, y estos entrenaban a sus hombres, los cuales, al adquirir oficio, eran capaces de resistir y de combatir mejor. El saneamiento progresivo de la hacienda pública de los países protestantes fortaleció a los Estados, y eran los Estados los que hacían la guerra. En España, la cada vez más deficiente hacienda no pagaba a sus hombres, y no se entrenaban, ni se disciplinaban, ni podían resistir, ni adquirían oficio. Los tercios se volvieron quebradizos y levantiscos, y la poderosa España imperial se desmoronó en la batalla de Rocroi ante los ejércitos franceses, mejor organizados, deudores de un Estado absoluto pensado para sacar la máxima eficacia de la organización territorial y para maximizar los esfuerzos militares.

Esta es, en sumarísimo resumen, la contribución española al modo occi-dental de hacer la guerra, originado en el viejo continente, cuyo efecto fun-damental fue fortalecer el Estado como aparato jurídico-político de control territorial, posesiones y hombres.

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Tal vez resulta útil recordar lo mencionado: que el Estado nació para evitar la guerra civil, para atenuar la inseguridad de las personas y mejorar su protección física mediante la concentración de la fuerza en un aparato jurídico-político de naturaleza pública. Precisamente por eso, cuando en 1936 estalló la guerra civil en España, maravilló y desconcertó a los europeos cul-tivados y conocedores de la política, que rápidamente se dieron cuenta de que en el Estado moderno más viejo del continente había aparecido aquello para cuya eliminación había nacido: el conflicto interior.

Huelga decir algo breve, a modo de corolario, que sirve para afianzar la tesis esencial de este texto. La Reforma y la Contrarreforma —españolísima, tanto en la tradición laudatoria de la historia propia, como en la dada al vejamen— han formado parte de la historia continental y han contribuido a la creación del Estado. Aquellos países que no han pasado por ellas no pue-den calificarse como Europa. El ejemplo más claro de esto es, probablemente, Rusia, que no conoció ninguna de ellas, ni tampoco la época de los descu-brimientos geográficos, ni la Ilustración, y cambiaba de forma a medida que sus gobernantes se anexionaban territorios para acabar convirtiéndose en un imperio sin parangón en Europa. Con cada conquista y con la anexión de nuevos grupos étnicos, con frecuencia de turbulento carácter, se modificaba el carácter del Estado y esa fue una de las razones que obligó a Rusia a mantener ejércitos enormes que no guardaban proporción con respecto a los problemas reales de seguridad del país (Kissinger, 1996). Por eso decía Gastón Zeller que los europeos aprendieron a conocer a los rusos a la vez que a los americanos, es decir, a aztecas e incas. Rusia llegó a Europa después de que Francia y Gran Bretaña se hubieran consolidado. El Imperio ruso desempeñó un importante papel en el equilibrio europeo, pero no formó emocionalmente parte de él. Rusia fue y es, aunque suene tautológico, Rusia.

Sin embargo, en el extremo opuesto del continente, en el occidente, Espa-ña fue crucial para el desarrollo de las conquistas territoriales, en la conquista de otros mundos, en la aventura colonizadora, conoció la Reforma, capitaneó la Contrarreforma, y creó el Estado moderno formando parte fundamental del concierto de las naciones europeas. No en vano Cromwell aseguraba que el enemigo secular del Reino Unido era, naturalmente, España. España, en aquellos tiempos, fue creador material y espiritual de las raíces continentales.

Ilustración

En este escueto viaje se debe hablar también de la Ilustración, pues la españo-la10 se enmarcó dentro del panorama general de la Ilustración europea: esto es, el de un mundo conquistado por los europeos, con una América completamen-

10 Empleo la expresión “Ilustración española” por usar un concepto más o menos reconocido. No obstante, en ella está tanto la Ilustración peninsular como la de las tierras ultramarinas, hoy iberoamericanas, pues no en vano estaban unidas. Es claro síntoma de que los españoles “de ambos hemisferios” se integraban bajo la misma Monarquía Católica y bajo el mismo espíritu intelectual.

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te en manos continentales. La teoría ilustrada del momento creía —al menos en España— que la monarquía debía ser el motor de la modernización. La crítica como herramienta para el perfeccionamiento social, la aplicación de la ciencia para mejorar el bienestar general, y la creación literaria y artística al servicio de la educación surgieron con fuerza en España. Las academias, las Socieda-des Económicas de Amigos del País, la creación de institutos superiores de enseñanza, la reforma —incompleta— universitaria y los viajes para observar las carencias nacionales y enmendarlas fueron algunos de los instrumentos ilustrados para lograr la reforma y, por ende, el progreso y la felicidad. No en vano a los ilustrados les preocupaba el poder del Estado, pero también la felicidad de sus súbditos y la elevación de su nivel de vida. En este sentido es como se entiende bien el viaje ilustrado. Los informes de la época hablaban de viajes emprendidos por el mundo entero, y en los países europeos comenzaron a publicarse textos cuyo contenido era un viaje, con frecuencia científico. Durante el siglo ilustrado se aprendió lo suficiente de otros países —y de las propias naciones— como para cambiar la mentalidad colectiva con respecto a prejuicios arraigados.

Gaspar Gómez de la Serna (1974: 100) ha afirmado que el viaje ilustrado, pensado como una renovación total de la nación española, era una de las más significativas muestras literarias del ingente esfuerzo hecho por el siglo XVIII para reconstruir con viento renovador la vida, “tratando de convertir los restos de la triste herencia recibida en el patrimonio activo de una nación en mar-cha”. Este curioso aspecto del viaje, normalmente desdeñado al referirse a la Ilustración, es uno de los aspectos notables de la Ilustración en España al que conviene referirse. Desde sus principios filosóficos, el viaje permitía conocer la realidad y fortalecer la libertad. El viajero crecía y se desarrollaba como ser humano con el viaje y después comunicaba a sus semejantes el resultado de sus observaciones para instruir a su comunidad. Viajar, en el siglo XVIII, era la actividad que proporcionaba a la razón el contacto con la materia prima de la que todo nacía: la realidad pura y dura. Y, tal y como señaló el abate Prévost, escribirlo era un deber (Bourguet, 1992: 305). A partir de este conocimiento podía desarrollarse una opinión pública ilustrada y el Estado podía conocer la verdadera situación de los pueblos. Como Morales ha escrito, solo desde estos presupuestos podían acometerse reformas que hicieran posible la feli-cidad de los hombres (Morales, 1988: 21-22). Este era el viajar dieciochesco, “roussoniano”, un modo de conocimiento y un medio para la formación del individuo. Rousseau, en el Emilio —en cuyo libro V se dictan las observaciones y consejos para aprender a viajar, para que del viaje se derive el valor supremo del momento, la utilidad— aseguraba que los españoles eran los europeos que mejor viajaban, pues prestaban atención solo a lo útil (Rousseau, 1990: 615). No obstante, el ginebrino afirmaba esto porque creía que los pueblos menos cultivados son más sabios, y los que viajan menos, lo hacen mejor.

En España hubo viajes económicos, cuya función era estudiar la estruc-tura económica y técnica del país e informar sobre las posibilidades de mejora

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así como proponer proyectos de reforma11. Hubo viajes científico-naturalistas, cuyos fines eran recorrer el país para estudiar la naturaleza, la agricultura, el territorio o las costumbres. Muy importantes fueron los viajes artísticos, que pretendían describir el arte y los monumentos de los lugares visitados por el viajero. Hubo también viajes histórico-arqueológicos y, por supuesto, viajes literario-sociológicos. Morales afirma (1988: 17), al recordar a Gómez Arbole-ya, que los viajeros fueron, en cierta forma, los padres de la sociología12. Hubo además un viaje de tipo político que tenía por fin recoger información general, no solo económica, con la que la administración pública de la época pudiera orientarse. Y aunque es cierto que los ilustrados viajaban por encargo del Esta-do, también lo hacían por propio convencimiento y porque el viaje respondía al espíritu de la Ilustración. No se entenderían palabras como las que Jovella-nos dejó escritas a favor del viaje y de la necesidad de contarlo: “Es preciso co-nocer el país antes de trabajar a favor de la felicidad” (Jovellanos, 1984: 350). En el caso de España, el viaje ilustrado muestra lo que fue verdaderamente la Ilustración española y el valor ejemplar de quienes la representaron.

En España, a la difusión de las reformas y de los adelantos, contribuyó la prensa como principal medio de difusión, tanto de las noticias como de los asuntos fundamentales que integraban el debate cultural de la Ilustración. La labor del periodismo de crítica social, por ejemplo, cultivada por Clavijo y Fajardo en El Pensador o por García Cañuelo —una de las mejores plumas satíricas de la época— en El Censor, fue esencial.

La importancia de todo lo anterior, prensa incluida y viajes de vocación reformista, es que asemejaba a España con Europa y hacía de aquella un país normal en la tónica continental. No en vano era manifiesta en la Ilustración

11 Quizá el máximo exponente fue Melchor Gaspar García de Jovellanos, fascinado con la economía política como mecanismo de mejora de la sociedad y de servicio al ciudadano.

12 Por eso se puede afirmar que en conocidas obras como Noticias de la vida y escritos del padre Flórez, escrita en 1780; el Viaje a la Alcarria, de Tomás de Iriarte, de 1871; los textos nacidos de los viajes de Leandro Fernández de Moratín; el Viaje a La Mancha, de Viera y Clavijo, realizado en 1774 o en Diarios de Jovellanos, se ven de primera mano la realidad de la época junto con las esperanzas y los sueños reformistas de su generación. Ese fue el motivo de que Ponz hiciera el más importante viaje por el país de todo el siglo XVIII, preocupado como estaba por contrarrestar la imagen de España que difundían los viajes de muchos extranjeros por el país. Desde su Viaje de España, itinerario que abarca desde 1772 a 1794, se asistió a una impresionante avalancha de viajeros que recorrieron el país y dejaron abundantes pruebas escritas y grabadas de su paso. De hecho, había una marcada diferencia entre los escritos de los viajeros extranjeros y los de los españoles, pues hubo una manifiesta prevención ante los primeros, ya que se pensaba que fomentaban la “Leyenda negra”. Clavijo asegura que la mejor prueba documental de esto es el libro de Enrique Swin-burne: Viajes por España en los años 1775 y 1776, publicado en Londres, y sobre el que la crítica de la época llegó a escribir, con sorna, que “es tan perspicaz su penetración, que a los dos o tres días de haber entrado en España, ya había descubierto que todos los caminos eran malos, las posadas peores, el país parecido al infierno donde reina la estupidez. (…) No se puede negar que Inglaterra ha producido grandes hombres (…) pero como las cosas de este mundo son siempre una mezcla de bueno y malo (...) para que no se ensoberbezca la patria de Newton (...) ha producido también al señor Enrique Swinburne, autor del último verídico, exacto, y completo Viaje de España”. Véase Ribbans (1987: 3-17) y Clavijo (1989: 45).

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española el carácter didáctico y la voluntad de reformismo pedagógico. En el ilustrado había un elevado sentido patriótico y el espíritu científico imperaba. Los españoles seguían a su propia conciencia y no a una facción o a un mo-narca en el afán de comprometerse con un empeño político común, la reforma del país. Su criticismo, vinculado al afán reformista, aspiraba a lograr que el país experimentase un cambio real. De esta manera, España se puso al compás de las corrientes ideológicas que se implantaban en el continente. Feijoo, Ma-yans —“el Erasmo español del siglo XVIII”—, Flórez, Risco, Villanueva, Antonio de Capmany o Ponz, entre otros, hicieron que las ciencias y el pensamiento florecieran en el país con la asunción de principios y corrientes llegadas del exterior.

Incluso el proyecto ilustrado de reforma y de modernización alcanzó a la Iglesia, con el jansenismo, que aspiraba a racionalizar la estructura eclesiástica y depurar la práctica y el sentimiento religioso dentro del catolicismo patrio, y con el regalismo, que defendía el derecho y la conveniencia de la interven-ción del Estado para el perfeccionamiento de la Iglesia. No en vano, Alexis de Tocqueville afirmaba que el Estado no debía limitarse a mandar en la nación, sino que, en cierto modo, debía darle forma. Le correspondía formar el espíritu de los ciudadanos y dar a su corazón los sentimientos que juzgara necesarios (Tocqueville, 1969: 21). Sin embargo, es cierto un asunto que parece alejar a España del resto de Europa en este sentido: mientras que en Europa la hete-rodoxia, el deísmo o lo antirreligioso se propalaban por el mundo intelectual, en España el grueso de los pensadores se mantuvo fiel a la Iglesia católica con la convicción de que la razón no podía contradecir la verdad revelada. El reformismo de las Luces no minaba los cimientos de la religión, sino que, al depurarlos, los reforzaba y conciliaba al catolicismo con los tiempos mo-dernos. Como afirma Martínez Shaw (1998: 391), “la Ilustración cristiana fue otra de las creaciones originales del Setecientos español”. Original, sí, pero no contraria al espíritu ilustrado que imperaba por Europa.

El salto a la contemporaneidad: Guerra de la Independencia y construcción del Estado liberal

La Guerra de la Independencia y sus efectos

España acabó la historia moderna en 1808, con el inicio de la crisis del An-tiguo Régimen y con el comienzo de una guerra que, quizá —según sostienen algunos españoles en la actualidad—, se debió perder, pues tal vez se habrían evitado algunos quebrantos nacionales con el triunfo de las ideas liberales en el campo de batalla y la filosofía revolucionaria del momento. Fuere como fuere, aquella guerra, conocida como de la Independencia, fue primordial, pues fue seguida con entusiasmo por el resto de Europa. El motivo es claro: se cons-truía la nación en ella frente a la opresión extranjera, por muy “liberadora” que fuese la intención napoleónica. La Guerra de la Independencia españo-la fue, como afirmaba Arturo Campión, uno de los padres del nacionalismo vasco, la hoguera en cuyas llamas se fundieron muchos de los sentimientos

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particularistas (Seco, 2000: 217). Lo nacional se impuso a lo local con el surgi-miento patriótico y en España surgió la semilla cuya generalización en Europa acabó hundiendo a Napoleón. La conciencia de Estado nacional era clara y este hecho fue el estímulo para el florecimiento de otras naciones europeas. No en vano, desde el Rin hasta el Neva se siguió con interés la lucha española por la independencia. Vayamos, entonces, por partes.

La Guerra de la Independencia supuso la eclosión de la crisis del Antiguo Régimen con la ocupación francesa del país. Aquel conflicto independentista, quizá con matices de guerra civil, fue el comienzo de un cambio definitivo en la historia contemporánea española, pues los intentos de Fernando VII de restaurar por completo el régimen anterior serían fallidos, y la inestabilidad, la pérdida de las colonias y los desastres de la guerra convirtieron a España en potencia de segundo orden. A partir de 1808 hubo una sublevación popular, una guerra con participación de tropas regulares y de fuerzas irregulares —las guerrillas, de las que se hablará luego—, y una suerte de cambio político que permitió elaborar la primera Constitución española, y primera Constitución liberal europea. Todos fueron el comienzo de cambios sociales.

El hecho de que el pueblo surgiera como fuerza esencial en este conflicto dio testimonio de que había fuerzas que podían suplir a las instituciones del Antiguo Régimen, con una variante interesante: el levantamiento significó la asunción de la soberanía por el pueblo, y por ende, encarnó un princi-pio esencial del liberalismo político. Los franceses, que propalaban parejos principios liberales de naturaleza revolucionaria, no se debieron dar cuenta, pues consideraban que la situación bélica no era más que la prolongación de los motines madrileños. Veían con optimismo la situación, y tenían motivos razonables para ello porque eran militarmente superiores tanto en número de combatientes como en el hecho de ser un ejército patriótico y revolucionario. El conde de Aranda lo supo ver con anticipación, en 1794, cuando señaló que el fanatismo de la libertad iba a dar fuerza a los ejércitos franceses, pues “los trabajos de la guerra se sufren mejor con entusiasmo”. Pero cuando comenzó la guerra, en España —en la que había un ejército del Antiguo Régimen, pro-fesional y sin la potencia de los nuevos afectos nacionales— se impuso por su propio peso un imperativo, sentido igual de norte a sur y de este a oeste: la defensa de la patria en peligro. Al mismo tiempo, la Junta Central (Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino, este era su nombre completo) expresó en uno de sus manifiestos a la nación española que la Providencia había querido que en la crisis terrible que asolaba al país no se pudiese “dar un paso hacia la independencia sin darlo hacia la libertad”. Con el estallido de la guerra había comenzado una amplia libertad de prensa, una honda efervescencia política y había nacido la opinión pública —factor esencial del liberalismo político y del orden democrático— en España.

Hay que detenerse en la cuestión política capital de la época: las Cortes de Cádiz. La situación bélica crítica y las normas electorales de enero de 1810 facilitaron el triunfo revolucionario. Las Cortes aprobaron un primer decreto en el que se declaraban a sí mismas soberanas, tras declarar nula la renuncia

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de Fernando VII por “faltarle el consentimiento de la nación”13. Se reservaron para sí el poder legislativo y admitieron la existencia de un poder judicial y de un ejecutivo que identificaron con la Regencia, nombrando otra cuando la primera dimitió. Por eso, el primer decreto de las Cortes, en cuyo seno se concentraba la fuerza revolucionaria de la época, fue el causante de un cambio sustancial en la organización política. Iba a nacer un nuevo orden político que se presentaba como una restauración, aunque en realidad era una sustitución del Antiguo Régimen (Tusell, 1998: 418). Es decir, se cambió el régimen políti-co (1810-1812) y se transformó la sociedad (1812-1814), con la clara vocación transformadora del pensamiento liberal, aunque se mantuviera, verbigracia, el Tribunal de la Inquisición.

La constitución de 1812 —cuyo estudio profundo sería propio de expertos, pero se debe revisar de forma somera en este texto— es larga, prolija en artícu-los (384) aunque no en títulos (4) y habla profusamente del poder legislativo, como corresponde a la época. Es decir, en este poder del Estado se residencia el poder del pueblo14. El preámbulo insiste en que no se introducen novedades en las leyes del país, invoca a Dios —lo cual es lógico, dado el carácter religioso del primer liberalismo español— y lo continúa con el título primero, en el que se presentan la separación de poderes, los derechos fundamentales y la sobe-ranía nacional. Se habla de los españoles de “ambos hemisferios” y del man-tenimiento de la unidad de la Monarquía Española. El sistema electoral era indirecto y se estableció una formula censitaria al exigir una renta anual para quienes pudieran ser elegibles a Cortes. El poder ejecutivo estaba en manos del rey, ejercido mediante los secretarios de Estado por él nombrados, aunque fueran responsables también ante las Cortes. En fin, la Constitución de 1812 fue originalísima y avanzada, a la par que ingenua, probablemente, y abierta al mundo, hasta tal punto “que los sectores reaccionarios acusaron al texto de ser una copia fiel de textos parecidos de procedencia extranjera” (Tusell, 1998: 419), sobre todo de la Constitución francesa de 1791. Las semejanzas eran en los principios, como la muy revolucionaria división de poderes, o la soberanía nacional. Pero lo más relevante es que influyó tanto en la América española como en los revolucionarios liberales de la vecina Portugal o de la cercana Italia. Aunque su aplicación duró poco, su espíritu se extendió. Pero no evitó desastres ni suavizó la guerra, que junto con el millón de muertos dejó al país, por el modo de llevarse a cabo, exhausto y empobrecido.

13 Véase al respecto el decreto de 24 de septiembre de 1810, de Declaración de Legítima Cons-titución de las Cortes y de su Soberanía y de nuevo Reconocimiento del Rey y de Anulación de Renuncia a la Corona.

14 La experiencia europea de la posguerra mundial, por ejemplo, modificará estas convicciones democráticas. A partir de entonces el poder esencial del Estado será el ejecutivo, por una cuestión práctica: solo un gobierno fuerte puede dirigir bien a la nación y evitar tensio-nes, inestabilidades y fragmentaciones parlamentarias excesivas que mermen su capacidad directiva. No es que se sea menos demócrata con este cambio de mentalidad, sino que se tiene la conciencia clara de que la democracia necesita, además de legitimidad de origen, legitimidad de ejercicio, sin la cual no hay éxito posible ni en la guerra ni en la paz.

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Esta parcela política, de fortalecimiento —limitado, por breve— del libera-lismo, habla de la España imbricada en Europa y de la vocación de construc-ción de un Estado liberal, para cuyo logro completo habría que esperar aún varios decenios. Aquella revolución fue un fenómeno europeo, no una simple imitación del antecedente francés. Fue, en palabras de Artola (1975: 10), “ne-cesidad dialéctica de la paralela evolución de los países del continente”. Al fin y al cabo los cambios acaecidos en España en aquel tiempo guardan similitud con los del resto de Europa, pues las realidades sociales previas tenían carac-terísticas similares. No en vano las revoluciones europeas no fueron tanto la transformación de la monarquía absoluta en constitucional cuanto el paso de una sociedad estamental a una de clases (Artola, 1975: 10).

En esta Guerra de la Independencia nació además un asunto excepcio-nal en el que merece la pena detenerse, porque fortalece la argumentación previa: el surgimiento de las guerrillas patrióticas, es decir, de una forma pa-raestatal de combate surgida en situaciones de excepción en las que está en juego la vida tanto de la comunidad política como de sus miembros. Aunque cabe distinguir entre guerrillas patrióticas y guerrillas revolucionarias (estas, del siglo XX), en ellas hay elementos comunes. En ambas se sabe que no es posible derrotar a las tropas regulares en el campo de batalla. Y las tropas re-gulares son conscientes de que, frecuentemente, la única manera de derrotar a la guerrilla es destruyendo el país. El mejor activo de una guerrilla es, casi siempre, lo que dificulta crear un ejército: que se mueve en zonas aisladas, en un territorio amplio y que la población está dispersa. Tiene de su lado a la geografía. Al mismo tiempo, el número de combatientes varía porque sus miembros no se dedican por completo a ella. Sin embargo, hay factores que diferencian notablemente a los dos tipos: las guerrillas patrióticas suelen ser espontáneas. Primero estallan y, después, se organizan. Es habitual que no tengan ningún programa, sino solo la intención de expulsar al ocupante, como ocurrió con los grupos populares que se alzaron en armas contra el invasor francés en la Guerra de la Independencia española de 1808. Las re-volucionarias, sin embargo, se organizan desde la cúpula y se extienden en virtud del apoyo que reciban. Las guerrillas clásicas no disponían de fuerzas permanentes, las dirigían jefes tradicionales y querían que se mantuviera un orden cuya restauración pretendían. Las guerrillas revolucionarias pretenden hacerse con el poder e instaurar un nuevo orden. En realidad, como se dijo, todos los tipos de insurgencia tienen elementos comunes. William Polk seña-la, por ejemplo, que sean cuales sean sus diferencias en la forma, duración e intensidad, “todas están unidas por un hilo común: la oposición al extran-jero” (Polk, 2008: 19 y 21). Esta idea es más importante de lo que se pudiera creer, porque pone de manifiesto algo aparecido en la España de comienzos del siglo XIX: el surgimiento de la nación.

Con la invasión napoleónica, conforme los ataques se sucedían contra el poder considerado invasor, el grupo aumentaba por la adhesión de población afín. Inmediatamente los franceses intentaban acabar con ellos. Y el efecto era rápido: en la represión se aplicaba una violencia mayor y, a veces, más injusta

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que la de los guerrilleros, y se dañaba a inocentes que nada tenían que ver con sus luchas. La consecuencia era que las simpatías para con los insurgentes aumentaban y también el número de militantes. Si la guerrilla no hubiera ven-cido a los franceses, es casi seguro que la resistencia habría continuado año tras año, “incluso generación tras generación” (Polk, 2008: 35). Pero el triunfo de la guerrilla implica siempre que, una vez logrado el poder, se vuelva innece-saria e incluso perjudicial. Sus cabecillas suelen convertirse en gobernantes y, a la antigua guerrilla, se la integra en la guerra en forma de fuerzas armadas, o se la elimina, porque dura más que su utilidad.

Para entenderlo mejor es recomendable recordar las enseñanzas de un general de hace dos siglos. El barón de Jomini, quien en Compendio del arte de la guerra, obra escrita precisamente tras su participación en la Guerra de la Independencia española (1808-1814) al servicio de Napoleón15, extrajo va-rias lecciones interesantes para comprender el fenómeno de la guerrilla. En el centro de la obra del suizo está inscrita la idea de que la guerra de guerrillas es una “guerra de opinión”, y casi siempre una “guerra nacional”. En las gue-rras de opinión un régimen quiere extender sus doctrinas o acabar con las de otro Estado. Esas guerras son crudelísimas, porque llevan aparejadas las más bajas pasiones16. En las guerras nacionales, incluso los no combatientes dañan de todas las formas posibles a las fuerzas del ocupante. Puede que los com-batientes sean pocos, pero están amparados y respaldados por la población, empeñada en acabar con el ocupante. No hay ejército, por eficaz que resulte, que sea capaz de vencer a una nación organizada de esa forma17. Por eso con-cluía Jomini que es un grave error meterse en guerras de esta índole, porque siempre se pierden18.

Todas estas ideas indican lo siguiente: que fue España el lugar en donde comenzó la guerra democrática, en la que el demos va a la batalla porque se combate no por la victoria, sino por la supervivencia. La forma contempo-ránea de hacer la guerra en Europa y en Occidente —que comenzó con las guerras napoleónicas y con su exorbitante desprecio del logos ilustrado— y la respuesta popular y nacional surgida para enfrentarse a la violencia napo-leónica nacieron en España. Estas ideas son esenciales si se atiende a algunos elementos propios del arte de la guerra.

15 La obra es una síntesis magnífica de la doctrina militar napoleónica.16 Son, además, terribles, porque las fuerzas del invasor no deben enfrentarse solo a las fuerzas

que el enemigo despliega en el campo de batalla, sino a todo el pueblo, que está desespera-do. Una población motivada resulta imbatible, decía Jomini, pues no hay contención posible en este tipo de guerras.

17 Por brutal que sea la represión para amedrentar a la población civil e impedir que ampare a la guerrilla, el triunfo no será de la potencia ocupante. Cuanta más fiereza haya en la represión, más oxígeno y más respaldo popular habrá para la guerrilla.

18 El aumento del número de fuerzas ocupantes no intimida a los nativos, sino que agrava la hostilidad que sienten contra el ocupante, y les proporciona más objetivos a los que atacar. Incluso cuando las invasiones son bienintencionadas —se intenta ayudar a los españoles a desembarazarse de un régimen espurio, por ejemplo—, la población civil no ve con buenos ojos la llegada de extranjeros.

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Cabe empezar diciendo que el siglo ilustrado logró reducir la cantidad y calidad de la violencia en la guerra. Su opuesto, precisamente, fue el siglo revolucionario. La revolución hizo saltar por los aires la contención de los ilustrados, el esfuerzo agotador de reducir la violencia mediante la guerra científica. El gran despliegue de violencia en Europa comenzó con el mundo de la Revolución francesa. La vida humana en el mundo revolucionario fran-cés, mundo de igualdad, fraternidad y libertad, se depreció; y lo hizo porque había vidas de más para “gastar” en el combate. El mundo revolucionario le dio la vuelta a las ideas humanísticas de la época, porque creía que había que extender la revolución y lanzarse a una guerra de conquista sin consideracio-nes de ningún tipo. Justo lo contrario de lo que ocurría en el mundo ilustrado del siglo XVIII. La guerra revolucionaria era romántica, no racional como la ilustrada, y eran la victoria y la conquista las que resolvían los problemas lo-gísticos. La guerra sin cuartel habla de un mundo en el que se creía —al revés de lo que pensaban los ilustrados— que la victoria lo resolvía todo.

Con el triunfo revolucionario se retornó al ejército de ciudadanos, en el que todos iban a la batalla. Ya no se mezclaban aristócratas griegos y parte del demos, sino los oficiales franceses del siglo XVIII exquisitamente preparados y la gran masa ciudadana. Los oficiales eran los únicos capaces de organizar el tumulto, pero los ejércitos revolucionarios franceses derrotaron a los ejércitos profesionales del siglo XVIII (por ejemplo, al ejército prusiano en Valmy) con la violencia ilimitada. Y ese fue el éxito del ejército revolucionario francés que aplicará en España, más tarde, Napoleón, el militar que transgredió todas las normas de la profesión. Era un ejército ofensivo, no entrenado pero ardoroso, que atacaba feroz, que no respetaba las artes de la profesión y de la logística, y que no ponía freno a la barbarie. En los comienzos del mundo democrático, la violencia rompió las barreras de la racionalidad ilustrada y penetró en todos los rincones.

La violencia se extendía tanto porque las guerras irremediablemente eran de pillaje. Si había que extender las liberadoras ideas revolucionarias y solo se triunfaba si se vencía, se vivía del enemigo para abastecer la propia fuerza. Esto extendía la violencia en la sociedad “civil”. Sus consecuencias fueron que se rebelaban los despojados, los pueblos ocupados. Así que por vez primera la guerra entró de pleno en la sociedad. En el Antiguo Régimen era asunto de unos pocos, de quienes debían defender a la sociedad, los príncipes. Después, iban a ser de naciones.

Todo esto causó un gran impacto psicológico en los pueblos. El pillaje francés fomentó las nacionalidades europeas y el nacionalismo decimonónico se alimentó de esto. Los pueblos se armaron contra el invasor como reacción frente a la ocupación francesa y en el mundo democrático la guerra se tornó democrática, afectando a todos porque la violencia llegará a todos lados. La guerra democrática no será la guerra limitada sino su opuesto, la guerra total19.

19 Idea que Von Ludendorff desarrollará más tarde apegada a un Estado protototalitario.

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Lo que todo esto dice es que España, un país con el Estado más viejo de Europa, fomentó los sentimientos de nación política contemporánea —la de raíz revolucionaria y origen francés—, y no la de base cultural y raíz germáni-ca tras la bárbara invasión napoleónica. En España se fomentó la construcción de la nación por extensión de la violencia ilimitada, propia de la guerra de-mocrática. Napoleón dejó dicho en el Memorial de Santa Elena (De las Cases, 1944), que la desgraciada guerra de España le perdió, pues los españoles, en bloque, se portaron como un hombre de honor. En la Península nació una máquina de guerra movida por el mismo sentimiento nacional que permitió el éxito revolucionario en Francia, concentrada en un pueblo cuya unidad de lucha mostraba una concepción nacional moderna: el ejército nacional de un pueblo en armas. Por eso se siguió el curso de la guerra y de sus efectos con interés en el resto de Europa; porque el país que daba forma a la primera Constitución liberal se enfrentaba en el campo de batalla, al mismo tiempo, al revolucionario con el que, como entrevió Metternich, no cabían treguas. Solo cabía la victoria o la derrota.

El Estado liberal

Lo anterior, por sí solo, habla de que el Estado español y la nación española se formaron con principios parejos a los Estados europeos. Pero esta tesis se completa con la construcción del Estado liberal en España en los tiempos isa-belinos. Fueron precisamente los moderados quienes crearon las institucio-nes fundamentales de un Estado duradero que, en lo más sustancial, perdura en los tiempos actuales. Afirmaba Tusell que el Estado liberal español tuvo como modelo el de la Francia revolucionaria:

y tuvo en consecuencia rasgos muy parecidos como fueron el cen-tralismo, el carácter censitario y oligárquico y la consideración de la Administración como la médula misma del Estado (…) Incluso en el momento actual, transcurrido nada menos que un siglo y medio (…) resultan perceptibles los rasgos de las decisiones tomadas entonces, a pesar de la existencia de un sistema constitucional caracterizado por la descentralización (Tusell 1998: 457).

Son palabras claras e interesantes para lo que se defiende en este estudio, porque indican que, en lo esencial, el Estado español se construyó en tiempos liberales con criterios semejantes a los del resto de Europa.

Esas ideas encarnan, por ejemplo, en la forma en la que se configuró la administración pública. La estructura ministerial española data, por regla ge-neral, de aquellos tiempos, tanto en número y tipo de ministerios20, como en mejora de medios humanos y materiales, insuficientes, pero fortalecidos, al fin y al cabo. Al mismo tiempo, la organización legal de la España contemporá-

20 Algunas carteras que formalmente comenzarían años más tarde, como Instrucción Pública o Comercio, en aquellos años isabelinos estaban incardinadas en unidades administrativas menores que, en poco tiempo, se convertirían en ministerios. O nacieron otras de gran rele-vancia política, como el Ministerio de Ultramar.

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nea surgió en el primer tercio del siglo XIX, y el poder judicial se organizó en su cúspide con la figura del Tribunal Supremo, con una justicia que en 1862 ya era, relativamente, independiente. Se intentó también que la organización interna de la administración pública siguiera el modelo francés, basado en la selección, racionalización y jerarquía de los miembros, pero la endeblez económica del Estado impidió que esta fórmula funcionase como se deseaba.

En esos años se estabilizó —aunque visto a posteriori no lo parezca del todo— a las fuerzas armadas. No se acabó con los pronunciamientos militares, pero estos se espaciaron en el tiempo. Además nació la Guardia Civil como instrumento al servicio del orden social y del Estado. Si el orden público había estado hasta los años cuarenta del siglo en manos de cuerpos locales y de la Milicia Nacional, con un sentido que hoy se denominaría “progresista” y cuyo verdadero rostro era el de una máquina al servicio de un partido, el nacimiento de la Guardia Civil21 copió el modelo francés de la gendarmería y asumió fines civiles y estructura interna de marcado carácter militar. Es decir, lo referido a los ascensos y a la disciplina interna dependía del Ministerio de la Guerra, pero estaba a las órdenes del Ministerio de la Gobernación. La centralización política y el fortalecimiento del Estado necesitaban de un cuerpo de estas características que, a pesar de su espíritu “político”, habla de la España de la época. Fue el instrumento de la ley y del orden por encima del partido que la había creado y, como afirmaba Raymond Carr, “como tal fue aceptado por los progresistas en 1854” (Carr, 2009: 201). Es verdad que la Guardia Civil se convirtió después en mecanismo de control público y social del orden liberal y burgués22, como suele afirmarse, pero en la España rural había un bandoleris-mo endémico surgido de las sucesivas guerras que habían marcado al país, y el procedimiento más adecuado para proteger a los ciudadanos era un cuerpo de esta naturaleza. La Guardia Civil formó parte de la idea que incluso entre los españoles había de la España contemporánea, sobre todo en el medio rural. Fue un instrumento de fortalecimiento del Estado liberal —necesitado también de la fuerza armada por muy liberal que fuese— que simbolizaba el cambio de los instrumentos con los que el Estado podía actuar.

Al mismo tiempo, dado lo precario de los ingresos públicos, este Estado modificó lo tributario. La inspiración francesa hizo que Alejandro Mon insta-ra a la sustitución del sistema fiscal heredado del Antiguo Régimen por una fórmula basada en dos impuestos fundamentales: la contribución territorial (impuesto directo aplicado a cada persona según sus propiedades, sobre todo agrarias) y el impuesto de consumos (impuesto indirecto que causó protestas de los sectores más humildes, los más perjudicados por esta medida). No obs-tante, aumentaron los ingresos del Estado y esta fórmula no cambió hasta bien entrado el siglo XX.

También cambió la universidad —aunque no fraguó hasta la segunda mi-tad del siglo XIX, con la Ley Moyano de 1857— en el intento liberal de secula-

21 Que supuso, entre otras cosas, la desaparición de la Milicia Nacional.22 Acabó sirviendo a todos los gobiernos contra todas las formas de sedición política y se

granjeó la enemistad de la clase obrera.

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rizar la enseñanza superior, de uniformizar los contenidos y de centralizarla23. La naturaleza burguesa de la medida hizo que quienes asistían a la universidad fueran, en puridad, los encargados de regir los destinos del país.

Además, se intentó restablecer relaciones armónicas entre la Iglesia y el Estado mediante el concordato de 1851. Las desavenencias producidas entre ambos tras las desamortizaciones eclesiásticas se suavizaron en 1848 con la reanudación de relaciones, y lo bondadoso de la Constitución de 1845 para con el Vaticano restableció el importante papel que la Iglesia tenía en la so-ciedad española.

En definitiva, el régimen isabelino fue liberal en sus instituciones y en su constitución, aunque las fuerzas armadas tuvieran un intervencionismo demasiado amplio. Cabría pensar que quizá eso aleja a España del resto de los países de la Europa occidental de la época, pero en su descargo cabe decir que la intervención derivaba del protagonismo que habían tenido en la vida nacional tras la guerra civil del primer tercio del XIX y de haberse tenido que enfrentar a invasiones extranjeras, como la napoleónica. Además, buena parte de los oficiales eran, asimismo, liberales24 y esto los asimilaba a la nueva na-turaleza del Estado liberal construido en España. No cabe interpretar aquella participación con ojos contemporáneos, porque ni la España ni la Europa de mediados del XIX son las de comienzos del XXI. Sí es verdad que aquellos mili-tares no se asimilaban a los caudillos, a los libertadores o a los golpistas, sobre todo iberoamericanos, con los que a veces se les ha querido comparar. No en vano, Galdós, retratista de aquella España, decía que no podía existir España sin libertad, y no podía haber libertad sin ejército.

Lo que se ve en este Estado es que los cánones propios del Estado moder-no se cumplían a la perfección: el Estado tenía un sólido poder coactivo que podía potenciar, atenuar o ni siquiera emplear; controlaba el territorio por completo, ejerciendo en él soberanía sin que fuera puesto en entredicho; te-nía control de los tributos y capacidad de obligar para cumplir con ellos; era, en definitiva, un Estado sólido, aunque estuviera marcado por peculiaridades de la historia propia. Varela, buen conocedor de este período, asegura que la Restauración fue un régimen liberal clásico del siglo XIX, en donde España era un país occidental que pertenecía al grupo de las potencias liberales, y en cuya sociedad política las libertades básicas eran constitucionalmente reco-nocidas, pues el sistema respetaba “si no la independencia, sí la separación de poderes” (Varela, 1994: 171).

23 La Universidad de Madrid se llamó Central, y solo en ella podían cursarse estudios de doc-torado.

24 La reforma constitucional de Bravo Murillo, de carácter autoritario, pretendía eliminar la excesiva influencia de los militares precisamente porque eran liberales. Y en ella se pone de manifiesto una de las pautas habituales de los proyectos autoritarios, en España y en el resto de Europa, y también en Iberoamérica, por cierto: nacen en medios civiles y después se intentan apoyar en los militares. El proyecto de Bravo Murillo conecta con una situación propia de la Europa de la época, que era la vuelta al autoritarismo. La diferencia estriba en que las formas de bonapartismo del resto del continente tenían fuertes componentes popu-listas y plebiscitarios, y en este caso no era más que un retorno a tiempos pasados.

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El siglo XIX español fue prolijo en casi todo, pero por lo que concierne a este estudio quizá quepa decir de él poca cosa más para no extenderse en un tiempo de sobra conocido. Podría afirmarse que si el régimen de la Restau-ración hubiera derivado a un modelo de verdadera alternancia democrática, como ocurrió en Gran Bretaña, distinto le habría ido a España. Es verdad que aquel se definió contra el peligro de la revolución —y por este lado se le suele acusar de excesivo conservadurismo—, pero también se organizó contra el retroceso absolutista. Cánovas del Castillo quiso situar a las fuerzas armadas en su lugar, intentó que parte de la izquierda se integrara en el orden consti-tucional para evitar el peligro de la revolución y creó un sistema político que permitiera la convivencia de sectores amplios, al margen de su pasado, bajo el amparo de la misma Constitución. Algo que buena parte de la sociedad espa-ñola deseaba. Sin embargo, el régimen de libertades era débil, con una ley elec-toral censitaria, una endeble libertad de expresión y unas leyes de reunión que impedían, por ejemplo, conmemorar la proclamación de la Primera República. Al verlo con mentalidad actual, quizá parece más grave de lo que era, pues no en vano la clase media de aquel tiempo estaba formada por buen número de burócratas y profesionales, y no por la clase media rentista y patrimonial a la que se suele hacer mención, lo cual sirve para afirmar que no era una socie-dad arcaica y rural (Villacorta, 1989). Y los hombres de Estado y de gobierno tenían sólida formación jurídica, sentido del Estado, proyectos de gobierno y clara conciencia de los intereses del país, dentro y fuera de sus fronteras (Fusi, 1996). Pese a todo, no funcionó todo lo bien que se habría deseado el sistema de la Restauración, pues desembocó en la dictablanda de Primo de Rivera, en la Segunda República, en la Guerra civil y en el franquismo posterior. Fueron cien años que, quizá, mermaron el potencial del país, pero no rompieron por completo su tónica continental. La Guerra Civil española, de la que tanto se ha escrito y hablado, y en la España actual se sigue haciendo, quizá de forma inadecuada, fue la cima de un clima de enfrentamiento que había marcado las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del siglo XX.

Quizá aquel tiempo marcó un período en el que el alejamiento de Europa fue mayor. No obstante, el vicio crítico con respecto a la época, que tiene un fuerte origen extranjero y cuyo influjo en los españoles fue colosal, es des-medido. Cuando el francés Vilar afirmaba sin ambages que todo el XIX era el siglo del fracaso de España, que toda la política fue comedia y drama y que la sociedad era arcaica, peca —discúlpeseme la crítica de tan reputado autor— de imprecisión o de maniqueísmo. Dice Juliá (1996: 10-21) que en ese tiempo hubo demasiada pasión, demasiada lucha, demasiados muertos y demasiadas guerras como para reducir el siglo a anacronismo y a comedia política. Al fin y al cabo, la debilidad de un tiempo no sirve para explicar un siglo de historia. En la Restauración, España no estuvo tan cerca como le correspondía de las naciones del Occidente europeo, pese a su innegable desarrollo económico de comienzos del siglo XX, lo que se ve, por ejemplo, en la debilidad del movi-miento obrero y sindical, cuya fuerza corre pareja al desarrollo de la indus-

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trialización25. Pero de ahí a asegurar que España era un rotundo fracaso y una comedia burda hay un trecho inmenso.

Tiempos recientes: República, guerra civil y franquismo

Poco va a decirse aquí de la Segunda República, tiempo muy conocido en el mundo hispanohablante, aunque de ella se haga a veces o se hace más hagiografía que historia. Se dirá aquí tan solo que recuerda un poco a las re-voluciones del XIX, y que intentó demoler a los poderes que, supuestamente, habían llevado al país al fracaso, como la Iglesia y el Ejército. En el caletre de muchos defensores de la República y de muchos de sus prohombres había arraigado la idea de que el liberalismo no había culminado su revolución, y esta solo cabía acabarla y mejorarla para terminar con el pasado desastroso. El republicano más conocido y más alabado de todos, Manuel Azaña, que había criticado los excesos de los del 98 o los de Ortega, pues parecían querer partir de cero rompiendo con el pasado trágico, y que creía que la única solución para España era ahondar en la democracia, acabó diciendo que no le importa-ba cómo llegara a ser el futuro, sino “solo que el presente y su módulo podrido se destruyan” (Azaña, 1990: 634). Esta mentalidad habla por sí misma. No es extraño que la República pereciera en la catástrofe de la guerra.

La descorazonadora guerra civil española fue, originariamente, un con-flicto interno, pero se convirtió en el centro de las pasiones del mundo. Se car-gó de maniqueísmo y de ignorancia en el extranjero con respecto a qué estaba ocurriendo. Democracia, comunismo y fascismo, junto a otras doctrinas menos claras y a otros grupos, como católicos de todo tipo, militares, tradicionalistas, anarquistas y sectores que no encajaban por completo en las categorías ante-riores, se enfrentaban en ella después de haberse enfrentado en otras partes de Europa, sin que los enfrentamientos se hubieran convertido en guerras civiles. Pero antes del fin de 1936, los países se alinearon junto a uno de los dos ban-dos y ese hecho fue un factor de inestabilidad europea e internacional. No se intervino formalmente en esa guerra, en una singular pantomima europea y mundial para evitar el estallido de una guerra mundial que, simplemente, se postergó tres años.

Tras la guerra, la renta nacional disminuyó 28%; la producción industrial lo hizo 30% y la agraria 20%. La guerra civil llevó a una peculiar dictadura, que ya desde los comienzos se asemejaba más a la Francia de Vichy o a algu-nos países de Europa oriental que al fascismo italiano o al nacionalsocialismo alemán. El país y su Nuevo Estado intentaban organizarse a partir de una ruptura clara con respecto al pasado español, es decir, al liberalismo causante de todos los males, y aunque su apariencia formal era totalitaria26, jamás llegó

25 Hasta 1910 no se eligió el primer diputado obrero en el Parlamento español, y la razón no era solo el bloqueo parlamentario a posibles quintacolumnistas, sino que en España había un anarquismo contrario a intervenir en la política y muy rígido en lo sindical.

26 La Ley de Prensa de 1938 es casi un calco de las leyes de prensa de la Alemania nacional-socialista, por ejemplo.

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a ser tal cosa. España no intervino en la Segunda Guerra Mundial y sorpren-de que así fuera, dada su situación geográfica y política. Y, no obstante, el efecto fue perjudicial, pues el aislamiento internacional posterior lo causó no la neutralidad del tiempo de la guerra, sino la clara decisión del franquismo de no cambiar nada esencial en las instituciones políticas (Tusell, 1998: 705). A partir de los años sesenta fue un régimen autoritario de corte paternalista, y no fascista, que es el sambenito que se le cuelga injustificadamente27. Sus fuentes ideológicas fueron plurales y nunca hubo una doctrina elaborada; tuvo un marcado carácter personal y no colectivo, más propio este último de un partido o de las fuerzas armadas, al contrario de otros regímenes autorita-rios americanos o fascistas; no desaparecieron poderes con relativo grado de autonomía, como la Iglesia o el Ejército; y su vocación de permanencia, clara desde el origen, no mostró voluntad de institucionalizarse hasta casi 30 años después de la guerra con su “constitución”. La Ley Orgánica del Estado, en la que básicamente se enumeran los fines del Estado y los poderes del jefe del Estado fue la última de las siete Leyes Fundamentales que organizaron el régi-men, y es de 1967. Además, no buscó la adhesión sistemática de la población, sino más bien la pasividad y la desvertebración social.

En realidad, el régimen franquista fue un corte en el cuerpo nacional, que estaba en fase de potente transformación desde la segunda década del siglo XX, con el avance de la industrialización, de la alfabetización, el auge de la clase media, la secularización, la investigación científica y el desarrollo de las ciudades. Si bien en España ha sido complejo construir un Estado basado en un amplio consenso social, la sociedad, civil, siguió los mismos pasos que los de las sociedades europeas más avanzadas y prósperas. Como escribía Santos Juli (2010: 11), “la dirección general de las transformaciones sociales era la propia de las sociedades en las que desde el siglo XVI se habían originado los dos grandes procesos que han servido de fundamento al mundo moderno: la expansión del capitalismo y la creación del Estado nacional”. No en vano Maravall había criticado a quienes, como Ortega, habían creído que en España no había habido ni Ilustración ni burguesía ni feudalismo (Maravall, 1972: 7), con el consiguiente trastoque de la historia real y de la verdadera España. El franquismo intentó desviar a España del ritmo lógico de la historia, que venía al son de los ritmos europeos desde antes de la Ilustración y del liberalismo; pero no lo logró. Las ideas que Valera escribía en 1876, que afirmaban que España era potencia de primer orden (Valera, 1958: 1316), deben entenderse más como una queja agria que como una definición certera de la realidad española. La “raza canija” y los “políticos infames” de los que se hablaba con sumo abatimiento en el XIX eran quizá la manifestación más gráfica del dolor,

27 Que no pueda decirse del franquismo que, en puridad, fuera un régimen fascista, no lo hace bueno, ni mejor que los regímenes que sí lo fueron. Simplemente ayuda a aclarar las cosas, o a encajarlo en alguna otra categoría emparentada de refilón con regímenes que abomina-ban de la democracia, como los llamados autoritarios, concepto que Linz construyó en los años sesenta y que tuvo la fortuna de pasar al lenguaje cotidiano. El ejemplo práctico de autoritarismo fue, precisamente, el franquismo.

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pero no el retrato fiel de la vida nacional. Ni la decadencia fue perpetua ni la anomalía fue congénita, porque no hubo anomalía.

El franquismo no era, por tanto, el resultado del fracaso histórico espa-ñol para construir una sociedad moderna, demoliberal y capitalista; ni fue el resultado directo de la inexistencia de las clases medias, de una endeble socie-dad burguesa y del predominio de los intereses agrarios y de sus inevitables tensiones, que habían llevado, indefectiblemente, a la guerra civil. Estas tesis, que parecen tener cierto toque determinista, han sido las predominantes entre los sociólogos, que afirmaban que hasta los años sesenta no hubo en España clase media y que subestimaban los cambios acaecidos en España en el primer tercio del siglo XX. Buena muestra de esto son las palabras de Tezanos y Del Campo (2008: 12), quienes en una reciente vasta obra colectiva aseguraban que el país mantenía cierto atraso político y sociológico que “respondía aún en gran medida a parámetros propios de las sociedades agrarias premodernas”. Todo esto viene de la idea de que el bando vencedor en la guerra civil tenía sus apoyos principales en la España rural y en los ámbitos sociales más tradicio-nales, mientras que el perdedor pertenecía a las grandes ciudades y las zonas de surgimiento de sectores industriales y comerciales. Este hecho es cierto, pero las deducciones que se hacen de él son ciertas solo a medias. Es verdad que la Guerra Civil erosionó gravemente la base productiva del país: la renta per cápita de 1936 se recuperó en 1953 y los indicadores económicos de me-diados de los años treinta no se recuperaron hasta 1959; pero no es cierto que hasta los años sesenta España fuera un país ajeno a las corrientes europeas, ni que empezara el cambio en el desarrollismo de los años sesenta, ni que se transformara definitivamente con la recuperación de la democracia.

Cierta doctrina respetada en España insistía en que si bien las dificultades encontradas por el país para entender su retraso eran prolijas, podrían resu-mirse en el retraso de la revolución burguesa, la tardía y nunca bien desarro-llada revolución industrial, el aislamiento internacional propio de una política internacional ineficaz, y las lagunas en la lenta creación del Estado del bien-estar. Por eso los objetivos pendientes en la Historia reciente de España eran el logro de una industrialización eficaz que permitiese un desarrollo económico sostenido, un sistema democrático estable con predominio clarísimo del poder civil, la vertebración nacional, la modernización del Estado con un aumento de la occidentalización y la promoción de políticas públicas destinadas a paliar problemas sociales graves. Sin embargo, el tránsito de una sociedad preindus-trial y tradicional a una sociedad industrial y capitalista no es, como sugiere todo lo anterior, de hace 40 años, pues de haberlo sido se habría producido, dice Juliá (1996: 17), “un proceso parecido al que Saint-Simon y Comte de-finieron en Francia siglo y medio antes”. Es poco probable que así fuera, y es poco acertada esta visión que insiste en el arcaísmo secular de la estructura social española que postula parte de la sociología, incluso la consagrada. De hecho, el franquismo fue la ruptura de una línea de cambio y de expansión que dañó a la agricultura, más que ser el resultado de la endemoniada situación agraria del país, previa al advenimiento del régimen (Garrabou, 1986: 388).

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Las mejorías de los años cincuenta y sesenta son reanudación de los avances de las décadas del veinte y no el cambio de una sociedad rural a una urbana. Al respecto afirma Juliá:

Parecería como si sirvieran para la España de 1936 las reflexiones de Larra sobre la inexistencia de una clase media situada entre la aris-tocracia y el pueblo en 1836 (…) Es como si se dijera, exagerando un poco, que en la sociedad española no pasa nada realmente sustantivo desde 1836 hasta 1936. El resultado: la Guerra Civil, Franco y su régi-men, o sea, el fracaso de España (Juliá, 1996: 18).

Que España no tuviera un modelo puramente británico en lo económico, ni francés en lo político no indica de suyo que la revolución industrial fuese un fiasco ni que la revolución burguesa no llegara a producirse. Que el país no alcanzara los niveles económicos de la Europa del norte no significa que no tuviera un crecimiento sostenido y semejante al de otros países del área me-diterránea, como Italia (Carreras, 1992: 187). De hecho, España se modernizó desde 1830 hasta 1930 y autores del peso de Sánchez Albornoz (1985) o Torte-lla (1994) así lo han comprobado y lo han mostrado. Por eso la experiencia es-pañola es típica en el marco europeo y plenamente continental, de normalidad meridiana y sin singularidades ibéricas, tanto en lo económico (García, 1996: 29) como en lo político. No en vano, para construir las instituciones, fomen-tar ideas de cambio y desarrollar la alta cultura —recuérdese que fueron los tiempos de la “Edad de plata”— hacían falta un discurso civil y unos niveles de desarrollo cívico imposibles de encontrar en sociedades arcaicas y enquistadas en el pasado y el error (Glick, 1986). La cultura, la política y la economía eran similares a las que habían marcado a otras regiones europeas.

Por todo esto no cabe afirmar con rotundidad, como a veces suele decirse, que España comenzó la segunda mitad del siglo XX marcada por un infame lastre: la ausencia de modernización que había marcado su edad moderna. Desde la Restauración de 1875 hasta el comienzo de la transición política a la democracia tras la muerte de Franco, justo un siglo después, hubo incluso retrocesos, pero no desastre.

Sí es verdad, dolorosa verdad, que el régimen autoritario franquista man-tuvo al país y a la endeble sociedad civil al margen de las grandes corrientes de cambio de Europa y del mundo. Pero a partir de los años sesenta el fracaso de esta vocación fue notorio. Lo primero que hizo posible el cambio fue la iniciativa de la sociedad española. Pese a los “25 años de paz”, a la fortaleza formal del régimen o a la represión de la disidencia, en los españoles había aspiraciones de organizarse política y socialmente de forma distinta. Téngase en cuenta que la misma Iglesia católica, supuesto baluarte espiritual y moral del franquismo, en los tiempos posconciliares era partidaria del cambio sin ambages.

Al mismo tiempo, el cambio que contribuyó a resquebrajar el tradicio-nalismo lo propició la apertura al resto del mundo. La normalización de las relaciones internacionales de España y el comercio internacional acabaron con la autarquía; y el turismo procedente de países desarrollados y la emigración

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española a Europa occidental crearon vías de intercambio cultural que influ-yeron en las vidas y en el sentir de los españoles. Hasta 1973, tres millones y medio de españoles estaban fuera del país, un millón en tierras de ultramar y dos millones y medio cruzaron las fronteras para buscar empleo en Europa (INE, 1975: 65-66). De modo que 27% de la población activa tuvo contacto con ideas, culturas, comportamientos y valores diferentes de los acostumbrados en el país. Las remesas económicas de los emigrantes y los ingresos generados por el turismo fueron los que posibilitaron el comienzo del famoso desarrollo económico, que ayudó a la transición pacífica a la democracia. Y por si fuera poco, el influjo, asimismo, de los sectores aperturistas del mundo intelectual, incluidos los del régimen, facilitó el cambio de mentalidades. Antes de la lle-gada de la democracia y del comienzo oficial de la Transición, la democracia empezó a echar raíces en la población. El clero empezó a distanciarse e incluso a enfrentarse al régimen; la universidad se movilizaba; los partidarios de su-perar el pasado y fomentar la reconciliación se unían, olvidando las filiaciones ideológicas pasadas. El régimen comenzaba a descender, uno a uno, los esca-lones de su larga crisis terminal (Juliá, 2006: 17-29).

Todos estos cambios modificaron el rostro de España y los espíritus de buena parte de los españoles. Por eso cabe resaltar la importancia de las va-riables políticas en el cambio social del país. Es decir: la modernización se relaciona con la transición democrática de los años setenta en una fórmula modélica, por pacífica y exitosa, que llevó a una sociedad atrasada y a un régimen político autoritario, el paternalismo ataturkista del general Franco, a una sociedad moderna y a un régimen político democrático.

Tiempos recentísimos: la Transición y la actualidadY en estas llegó la Transición28, de cuya peculiaridad siempre se habla, y que en realidad responde a una tendencia mundial que se enmarca en la tercera ola de las democratizaciones. Esa tercera fase, que comenzó en el Mediterráneo con Grecia, Portugal y España, y que, una vez que acabaron los regímenes

28 No se llegó a ella sin más, sino que fue el resultado de una larga historia, cuyas raíces ya estaban en los acuerdos firmados entre los disidentes del franquismo y los partidos de la oposición desde 1948. Casi treinta años de contactos la hicieron posible, con la voluntad de todas las partes de olvidarse del pasado para encarar un país nuevo a finales de los años setenta. Ese olvido del pasado significaba recordar todo lo acontecido para, voluntariamen-te, olvidarlo en la reconstrucción de la convivencia. Ha escrito Juliá que “a la amnistía no condujo (…) un silencio, sino un recuerdo, no la incapacidad de hablar, sino la voluntad de hablar; no fue resultado de un olvido, sino de la memoria actuante de la guerra y de la dictadura”. Su sentido se parecía al espíritu de las leyes de punto final —tan famosas después en América—, porque intentaba la reconciliación sin rencores y sin el olvido injusto de la memoria de los perdedores de la guerra. Son ilustrativas también las siguientes palabras de Juliá: “Quienes decidieron (…) echar al olvido el pasado sabían perfectamente lo que hacían y no tiene sentido proyectar sobre ellos la sombra de la amnesia: muchos llevaban el recuer-do de la dictadura grabado no ya en la corteza cerebral, sino en su sangre. Y si es preciso añadir un juicio moral sobre su conducta, solo habría que decir: sabían lo que hacían, e hicieron lo que debían” (Juliá, 2003: 14-24).

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autoritarios en Europa, se extendió al otro lado del Atlántico, tomó el mismo rumbo en todos los lados en los que tuvo lugar: cambios en la mentalidad de la población, crisis de legitimidad del régimen y nuevos aires llegados del exterior. Lo que sí resulto meritorio de la transición española fue su naturaleza moderada y pacífica, que la convirtió en el modelo canónico de transición po-lítica contemporánea. Su esencia se reduce a lo siguiente: es posible el acuerdo incluso entre fuerzas enfrentadas si hay compromiso de las partes y voluntad de cumplir lo pactado. Y su singularidad, que la tiene, es que se hizo en buena medida desde el interior del régimen —algo inusual en la tercera ola democra-tizadora—, acompañados quienes la orquestaron por el apoyo decidido de la sociedad española. Ni los dirigentes la hicieron solos, ni la población impuso normas y criterios a los dirigentes sobre cómo hacerla.

Por si cupiera alguna duda, los complejos españoles empezaban a des-vanecerse, y el tradicional y quimérico “problema español” se soslayaba por artificial29, entre otras cosas por el amplio convencimiento de los países más avanzados de Europa de que España dejaba atrás los tiempos del franquismo y se reenganchaba al tren continental. Solo los más obtusos o los más radicales seguían hablando de la España “africana” o de la península alejada intelectual y espiritualmente de Europa. Los versos de Cernuda referidos a la mala raza (la hiel sempiterna del español terrible/que acecha lo cimero/con su piedra en la mano) o los vocablos desencantados con la patria de Blas de Otero (talón sangrante del bárbaro Occidente) seguían siendo hermosos, pero falsos, como lo fueron siempre.

El modelo de Estado resultante de la Transición política española, organi-zada con carácter reformista en la forma, y rupturista en el fondo30 gracias a sus artífices —entre otros Torcuato Fernández Miranda31, que elaboró el texto de la Ley para la Reforma Política, cuya aplicación capitaneó Adolfo Suárez—, fue el llamado “Estado autonómico”, un sistema muy complejo, sin parangón en el resto del mundo, con un elevado grado de descentralización política que, de facto, lo asemejaba a un Estado de carácter federal. El monolítico régimen franquista se convertía de esta manera en el Reino de España, un régimen mo-nárquico parlamentario, al modo británico, con un sistema bicameral clásico, basado en genuinos principios republicanos, dividido administrativamente en diecisiete comunidades autónomas y con una nueva constitución (1978) que

29 Baste ver el título de un artículo de prensa de José Álvarez Junco (1996): El “falso problema” español.

30 Se respetó la letra de las leyes esenciales del franquismo y se modificó su espíritu para en-caminarse a un modelo alejado de la democracia orgánica del régimen. Y esto lo orquestó el piloto del cambio, tal y como Charles Powell denominó al rey don Juan Carlos en una co-nocida obra, restaurado por Franco como jefe del Estado para que salvaguardara el sistema político construido tras la guerra civil.

31 Se respetó la letra de las leyes esenciales del franquismo y se modificó su espíritu para en-caminarse a un modelo alejado de la democracia orgánica del régimen. Y esto lo orquestó el piloto del cambio, tal y como Charles Powell denominó al rey don Juan Carlos en una co-nocida obra, restaurado por Franco como jefe del Estado para que salvaguardara el sistema político construido tras la guerra civil.

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bebía abundantemente de la Ley Fundamental alemana. La impecable factu-ra jurídica del Estado español revelaba un modelo avanzado que intentaba conciliar visiones distintas e integrar a izquierda y a derecha, y también a los nacionalistas, en el sistema político. El mismo Miquel Roca, un político nacionalista de Cataluña, dijo públicamente en 1998 que en España se había producido el proceso de descentralización más radical que había conocido la Europa de posguerra. De hecho, fuera de España se reconocían con más facili-dad las mejoras de los últimos 35 años.

El sistema electoral era de proporcionalidad corregida (el sistema D’Hondt) y el poder central descentralizaba administrativa y legislativamente el país, hasta el punto de que las comunidades autónomas del País Vasco, Cataluña y Galicia —las que, supuestamente, tenían “hechos diferenciales” con respecto a las demás, como una lengua vernácula propia además del español— adquirían tal nivel de autogobierno que la Constitución preveía que pudieran llegar a tener, conforme avanzaran los años y el sistema se consolidara, sistema fiscal propio y policía propia. El motivo de hacer esto fue, probablemente, dar satis-facción a los territorios de España perjudicados por el régimen anterior —en realidad, no más que otros que no tenían nacionalismo— y demostrar la verda-dera vocación democrática tanto del legislador como de la sociedad española, que querían hacer ver que32 en España la democracia admitía no solo la crítica sino la diatriba y la acción demoledora, convirtiéndose en una democracia procedimental, como Estados Unidos, y no en una democracia militante, como Alemania o Francia.

Se reforzó el sistema de partidos, financiados con dinero público y con un sistema de listas bloqueadas y cerradas; se fortaleció el poder ejecutivo frente al legislativo, mediante la moción de censura constructiva33; y se concentró la toma de decisiones en el presidente del gobierno. Esto creó la paradoja de que si bien en la transición fue ejemplar el uso del pacto y de la negociación, en el sistema español posterior primó la concentración de poder. En realidad, el sistema postransicional quería evitar no ya los errores del franquismo, sino los de la Segunda República e incluso los de la Restauración de 1875, es decir, la excesiva representación de fuerzas políticas en el Parlamento, que mermaba la eficacia gubernativa. El efecto fue que se dio mucha fuerza al ejecutivo.

Las potentes reformas acometidas también fueron de orden económico, y en el último cuarto del siglo XX se integró al país entre las ocho potencias económicas del mundo, como uno de los principales exportadores de Europa

32 En opinión de quien esto escribe, los legisladores se curaron en salud con un procedimiento permisivo en demasía. Para que nadie pudiera pensar que España no era democrática, se transigía incluso con quienes quisieran dinamitar, literalmente, el nuevo orden democrático, aceptando incluso a los violentos en las instituciones. Partidos antisistema, independentis-tas con proclamas agresivas, o rugientes reaccionarios —estos, muy débiles, al menos por comparación con otros grupos— gozaban de dinero público y respaldo legal, escaños en el Congreso, poder en las Comunidades Autónomas y alcaldías municipales.

33 Algo normal en los regímenes democráticos europeos después de la Segunda Guerra Mun-dial, para evitar gobiernos endebles ante parlamentos fortalecidos y soslayar los perniciosos efectos de gobiernos inoperantes.

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y uno de los principales productores de automóviles; se convirtió en el segun-do país turístico del mundo y en la nación con más médicos en ejercicio por habitante (Gaviria, 1996: 28 y ss.). Es verdad que los niveles de inversión en investigación y desarrollo eran reducidos en comparación con otros países avanzados, o que la educación presentaba problemas urgentes, pero la evolu-ción y la mejoría eran palpables. En España tuvieron lugar procesos de cambio y de modernización que en otros países occidentales costaron más de un siglo, y cuyo resultado final fue una razonable equiparación del país con los más desarrollados de su entorno.

España y su Estado autonómico eran como el resto de los Estados euro-peos e incluso formalmente más avanzado al admitir niveles de autogobierno elevadísimos, alejados del clásico centralismo francés y parejos, o incluso su-periores, a los de los länder alemanes. El país estaba integrado en los organis-mos occidentales de seguridad y defensa, como la OTAN (se adhirió al Tratado de Washington en 1982, con la UCD al frente del gobierno), fortalecía los lazos continentales (formó parte en 1986 de la CEE), se involucraba en asuntos ex-teriores acatando resoluciones supranacionales, y cedía parcelas de soberanía en el proceso audaz de modificar la faz del continente mediante el atrevido experimento de la Unión Europea. Pero al igual que a otros países, no solo de Europa sino del mundo, le acuciaba un problema: el de la verdadera integra-ción de los nacionalismos secesionistas en el sistema político. Consentirlos y dar satisfacción a su voluntad supondría no solo la desaparición de España, sino el reconocimiento de principios peligrosos tanto para la continuidad de cualquier Estado consolidado34 como para la estabilidad del orden interna-cional. La aplicación pura y dura del principio de las nacionalidades o del derecho de autodeterminación, sobre todo de este último, merma la calidad de la democracia en cualquier parte del mundo y pone en aprietos la difícil causa de la paz35.

Este problema no es solo español, sino europeo y mundial, porque hay una idea harto extendida que afirma, grosso modo, lo siguiente: en donde

34 Y a cuyo mantenimiento contribuyen los principios de la ONU, que expresan claramente el apoyo de la organización al mantenimiento de los Estados, y no a su disgregación, salvo en caso de colonias que no hubieran podido ejercer aún su derecho de libre determinación. Colonias que, salvo Gibraltar, no existen ya en Europa.

35 El principio de las nacionalidades se basa, supuestamente, en un criterio objetivo: hay naciones “objetivas” que preceden a los individuos, y por tanto aquéllas tienen derechos al margen de los individuos y antes que ellos. Según este principio, esas naciones tiene derecho a constituirse en Estado.

El derecho de autodeterminación incluye un elemento “democrático” de naturaleza subjeti-va, que salva al principio de las nacionalidades de su rigidez. Es decir, haya o no una nación, si un grupo de gente así lo cree, y si así lo quiere, tiene derecho a reclamarla y a organizarla como desee. A priori, parece democrático respetar la voluntad de las gentes. Pero tiene un problema: si el derecho es puramente subjetivo, nada puede ponerle límite. Por tanto, el orden del Estado, tal y como lo conocemos, puede quedar conculcado. Cualquier grupo humano, por reducido que fuera, tendría derecho a reclamar la constitución de un nuevo Estado en cualquier momento. Los problemas de la aplicación ilimitada de este principio son graves, a todas luces.

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hay problemas de integración y retorna la idea de nación al discurso público, suele haber crisis de la democracia, o democracia de mala calidad. Puede ser, pero no es el caso de España. Si España, en los indicadores internacionales de calidad democrática, a veces se ha señalado como una democracia de segundo nivel, ha sido por la permanencia del terrorismo. Terrorismo, por cierto, de carácter nacionalista y, por ende, anacrónico, ya que pertenece a los llamados terrorismos de la tercera ola, y no de la cuarta, que son los actuales, de carácter religioso y cuyo rostro más conocido es el fundamentalismo islámico.

En realidad, tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición del Imperio soviético y de su glacis de repúblicas populares ha retornado la nación. El mundo posnacional al que el orden internacional se abría a finales del siglo XX se ha convertido, tal y como ha dicho Brubaker (1996), en un mundo pos-nacional con el fortalecimiento de los nacionalismos. Dos siglos después del nacimiento de la nación en la batalla de Valmy (1792), aquella no ha muerto, sino que se ha revitalizado. Y a una España que no había logrado integrar a los nacionalismos periféricos, sino que incluso los había fortalecido con el Estado autonómico36, este hecho la ha perjudicado. Valga como muestra el he-cho simplicísimo de la independencia unilateral de Kosovo, reconocida por los Estados Unidos al margen del derecho internacional, que a grupos supuesta-mente moderados como CiU en Cataluña, y manifiestamente independentistas como ETA en el País Vasco, les ha llevado a decir que hay que seguir por la “vía kosovar”. Cuando España, como muchos otros países europeos, se ha negado a reconocer a Kosovo como Estado independiente, algunos nacionalistas, que han visto debilitados sus propósitos, ya han mencionado que el Estado español no es respetuoso de la diferencia ni comprensivo con las pequeñas naciones; o, dicho de otro modo, que es poco democrático.

Por lo que respecta al objeto de este estudio, el asunto del nacionalis-mo irresuelto lleva de nuevo a la idea esencial: España es Europa, y tan Eu-ropa, que se ve afectada por los mismos problemas que acucian a la parte occidental y oriental del continente. Incluso el corazón político-jurídico de la Unión Europea, Bélgica, de cuya europeidad pocos se atreverían a dudar, está tan afectada por el hondo problema de la desintegración que la estabilidad del Estado se ve en entredicho. Y es difícil afirmar que la democracia belga es de mala calidad, que los derechos de las minorías no están reconocidos, que el nivel cultural es bajo, que los niveles de vida son infamantes o que no se han

36 Es probable que al nacionalismo le haya dado alas la honda voluntad descentralizadora del Estado autonómico, que no aspiraba a desmembrar el Estado, sino a encajar el nacionalismo dándole satisfacción. Algunos nacionalistas creen que, presionando el régimen político, es probable que se lograra una independencia de facto que fuera reconocida de derecho poco después. Y la experiencia les indica que la transigencia de los gobernantes españoles les ha dado réditos. No en vano, cuando existe la posibilidad de lograr algo, se refuerza la probabilidad de lograrlo. Si el Estado español fuera menos permisivo, quizá el nacionalismo sería menos reivindicativo y menos virulento. Esto no implicaría desaparición del terrorismo –pues la naturaleza de esta forma de violencia política es de otro tipo, y excede el propósito de este estudio-, pero sí, verbigracia, una reducción de las peticiones del nacionalismo vas-co, o de cualesquiera otros.

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intentado fórmulas comprensivas y complejísimas para intentar que valones y flamencos se mantengan leales al Estado belga. Pero el nacionalismo tiene un problema: que la lealtad no se logra con vínculos jurídicos, sino morales, los únicos pegamentos duraderos en un país. Las normas jurídicas, si acaso, se acatan, pero no se aman. Es más difícil de lo que parece lograr que la comu-nidad imaginada en que una nación consiste salga adelante, y más aún que quienes la forman se sientan miembros activos de ella (Anderson, 1983). Por eso, fórmulas alternativas, como las propuestas en España del federalismo asi-métrico37 o cualesquiera otras, no parecen útiles. Las naciones no se imponen por su propio peso, entre otras cosas porque las naciones no existen desde el comienzo de los tiempos, sino que se construyen. Y en ese sentido, el mismo problema que los belgas sufren, tienen los españoles de comienzos del siglo XXI. El nacionalismo ha sabido construir su nación de tinte esencialista y cul-tural, basada sobre todo en ideas de rebelión, sacrificio y fracaso “porque la historia que cuenta el discurso nacionalista es una interminable sucesión de derrotas” (Juaristi, 1997: 20), mientras que quienes dirigen el Estado —quizá debido a la confianza en la fuerza conceptual de la idea de nación política emanada de la Revolución Francesa, como si se impusiera por sí misma; o, más bien, por irresponsabilidad y por absurdos complejos—, no han sabido o no han querido construir la nación española, o la belga. Esto no indica que España sea menos Europa, sino que en ese aspecto es un Estado más débil que otros del continente.

En la actualidad, España se adhiere con fuerza a ciertas corrientes que cruzan el continente, y que son de las pocas cosas que lo unen, consistentes en pensar que en el desangelado mundo en que habitamos, posmoderno, posi-deológico y poshistórico, al decir de Glucksmann (2004: 155), con terroristas que aspiran a poner en solfa el orden internacional, guerras abiertas en frentes desconocidos y en donde nuevos conflictos identitarios aparecen con fuerza, los Estados Unidos actúan siempre de forma unilateral y con carácter imperial y, de esa manera, debilitan el mundo del derecho y de la libertad. Los europeos han olvidado el pasado imperial de Europa y, en un singular giro, confían en la negociación como modo esencial de resolución de conflictos y desdeñan la fuerza. La Europa belicosa hasta no hace tanto tiempo se ha vuelto pacifista; y los Estados Unidos, antes revolucionarios de la libertad, se han convertido en guardianes del orden. La Estrategia de Seguridad Nacional de EE. UU. de 2002,

37 La propuesta pretende ser, más o menos, la siguiente: que en una España no autonómica sino federal, en la que las comunidades autónomas con “hecho diferencial” (País Vasco, Cataluña y Galicia) tuvieran competencias distintas y superiores a los territorios sin ese hecho, se acabaría el problema del nacionalismo o, al menos, se atenuaría. No obstante, el problema parece ser doble: 1) los nacionalismos secesionistas no aspiran a una mayor descentralización, sino a la independencia, así que no parece que mayores competencias pudieran acallarlos si siguieran vinculados a España; 2) el federalismo, en virtud de su na-turaleza jurídica-política, no puede permitir la asimetría, es decir, la diferencia de derechos entre territorios, ni mucho menos admitir la posibilidad de la secesión del Estado. Aunque se postule lo asimétrico como fórmula federal avanzada, en copia del modelo canadiense, resulta, cuando menos, curiosa; y, para el caso español, ineficaz por el tipo de nacionalismo.

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la coloquialmente llamada Doctrina Bush, junto con las revisiones añadidas en 2010 por la administración de Obama, y la Estrategia de Seguridad Europea de 2003 son la manifestación más clara de esto. Europa cree en la paz a ultranza porque no tiene necesidad de hacer la guerra, y su desmedido pacifismo es una muestra del desdén por los Estados Unidos. España se ha sumado en la actua-lidad con indisimulado gozo a esta corriente38, en un arrebato de europeísmo; los barómetros que miden la confianza en el proyecto continental llamado Unión Europea siempre dan los más altos niveles de apego a los españoles; y es honda la fe española en Europa y en lo que esta parece significar.

Conclusiones Siendo esta la situación, no parece insensato pensar que el más viejo Estado del continente, que es a su vez la nación moderna por antonomasia forjada en la guerra, sea europeo. Para lo bueno, como los niveles de tolerancia y de aceptación de la diferencia, y para lo malo, como ocurre con la actual tenden-cia a soslayar los valores que la hicieron posible, aunque algunos no estén de moda o sean políticamente incorrectos. No obstante, escribe Beneyto que acaso la europeización como proyecto de reforma moral y de convivencia colectiva, más allá del europeísmo —el respaldo a la unificación continental— haya sido el único gran proyecto común de los españoles en el siglo XX (Beneyot, 1999: 13-14). Quizá se deba a que el siglo pasado ha sido uno de los más agitados, y de los de mayor desunión, que han conocido. El resto de los europeos, afec-tados por dos guerras mundiales, no les fueron a la zaga. Tuvieron la fortuna de que las conflagraciones no dividieron internamente a sus sociedades tanto como lo hizo la guerra civil en España. Pero las ideas, los ritmos y la cultura de base fueron similares. España, formalmente integrada, junto con Grecia y Portugal, más tarde que otros Estados continentales en la Europa de nuevo cuño en que consiste la UE, siempre fue Europa. Pues, aunque Europa como cultura no sea lo mismo que Europa como unidad política, siempre ha habido una sociedad europea común y cierto espacio público europeo.

Si se sintetiza lo visto en este estudio, puede concluirse que en tiempos de los Reyes Católicos se construyó el primer Estado moderno conocido con la unificación progresiva del territorio ibérico, con la política exterior de apertu-ra y conquista de Europa y del mundo, con el saneamiento de la hacienda y, al mismo tiempo, con el control del poder real por medio de usos consuetudi-narios que lo limitaban. Cuanto mayor es la eficacia de las clases gobernantes, recuerda Michael Howard, mayor es su capacidad para extender su poder y establecer su hegemonía; las clases guerreras se imponen a los pueblos ex-tranjeros (Howard, 2001: 21), y aquel Estado español que sometió a la Iglesia y la empleó para fortalecer su propio proyecto, tal y como hacen los Estados sólidos, empleó la guerra para labrarse un futuro prometedor, representado en

38 El actual gobierno español ha sido el patrocinador de la Alianza de Civilizaciones en la ONU, que constituye el eje de la actual política exterior española, y que aspira a ser la piedra angular de las relaciones internacionales en el siglo XXI.

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la enriquecedora y sustancial empresa americana, además de modelar las for-mas de combatir occidentales. La España moderna abanderó la Contrarreforma y formó parte del concierto de las naciones europeas granjeándose enemista-des seculares, como la británica. Por España pasó la Ilustración en forma de filosofía y en su plasmación más práctica: las reformas del Estado y de la so-ciedad; y en ese tiempo se conocieron mejor los problemas nacionales gracias a los esfuerzos de los patriotas que, convencidos de que la economía política transformaba el mundo, trabajaron a favor de la felicidad de las gentes. Se difundieron mediante la prensa las reformas y los adelantos, que incluyeron, pese al catolicismo de las élites ilustradas, a la Iglesia.

Con la Guerra de la Independencia comenzó a construirse al modo con-temporáneo la nación española y se verificaba lo que había ocurrido en el siglo XVIII: que no había desunión entre los españoles (Anes, 2000: 208); es más, España era una nación con dos territorios, el peninsular y el de ultramar. En aquel conflicto independentista con tintes de guerra civil, que maravilló a los europeos porque se ponían de manifiesto las fortalezas españolas, las cua-les podían extenderse al resto del continente, el pueblo asumió la soberanía, encarnando un principio del liberalismo político y advirtiendo de la caducidad del Antiguo Régimen. La idea nacional se revistió del tal fuerza que no tuvo freno y forjó las nacionalidades europeas. Al mismo tiempo, forjó al Estado y expandió fórmulas de combate novedosas y duraderas como las orquestadas por las guerrillas, de las que generales como Jomini extrajeron enseñanzas úti-les que llegan incluso hasta nuestros días. El filósofo alemán Steffens escribió en sus memorias que los españoles eran la encarnación de un pueblo mítico que amonestaba y animaba a la vez a los pueblos de Europa a libertarse y a construir sus naciones; y agregaba que los alemanes les debían mucho, porque fomentaron el espíritu que había de conducir a la liberación de Alemania. La guerra democrática, en donde solo cabe la victoria o la derrota, como mostra-rían los conflictos del siglo XX, adquirió carta de naturaleza en España.

El Estado liberal empezó a fortalecerse en los tiempos isabelinos, en el siglo XIX, con instituciones que emplearon como modelo las de la Francia re-volucionaria, y que aún perduran en buena medida. La administración pública intentó organizarse mediante la selección, racionalización y mérito de sus miembros; se organizó la fuerza del Estado liberal con cuerpos que dependían del poder público y no del partido de turno, se mejoraron los aspectos tribu-tarios, cambió la universidad y se restablecieron las relaciones entre la Iglesia y el Estado español. Aquel Estado de la Restauración mostraba a España como una potencia con separación de poderes, gobernantes de sólida formación y conocimiento del mundo, en el que se había intentado conjurar tanto el pe-ligro revolucionario de la izquierda radical como la vocación reaccionaria de la derecha montaraz. No se alcanzaron los niveles de desarrollo económico de la Europa del norte, pero las instituciones y los ritmos eran los propios de la Europa meridional. Avanzado el siglo, naufragada la Segunda República y acabada la guerra civil, se constituyó el franquismo, régimen que se veía a sí mismo como superador de los males liberales del pasado. El régimen modificó

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la faz de España, cuya tónica y desarrollo trastocó, pues el país había vivido los mismos procesos que Europa durante toda la modernidad, ya que el de-sarrollo había sido notable desde 1830 hasta 1930. Nunca el franquismo, en su empeño de reconstruir el país conforme a valores y a modelos pretéritos, pudo coartar del todo la vocación europea de España. Así que cuando llegó la transición política, encuadrada en la tercera ola de las democratizaciones, fue posible que la española se convirtiera en el modelo canónico de transición contemporánea.

Ni “Estado fallido”, ni “destinos trágicos”, ni “pasados anómalos y enfer-mos”, ni sentencias parecidas podrían servir ya para definir a España, salvo que se hicieran votos para ignorar el pasado y airear de nuevo los tópicos errados, o se quisiera destruir el futuro por aniquilación de España. El nuevo Estado autonómico, de carácter semejante al federal en lo relativo al grado de descentralización, se integraba en las organizaciones internacionales más importantes, formaba parte del G-8 y mandaba a sus tropas al extranjero en acciones de paz y de guerra. Entrado el siglo XXI, el país pertenecía a la ca-tegoría de sociedad posindustrial con sistema político democrático y estable, sociedad civil vertebrada y europeizada, y políticas sociales. Pero no era capaz de frenar el ascenso del nacionalismo de vocación disgregadora. En esto no se diferenciaba de otros Estados europeos, que no habían podido, ni pueden de momento, resolver el último gran problema de la modernidad que queda abierto, el de la identidad.

No es baladí, por tanto, resumidos los pasos de la forja vieja de España, señalar que probablemente lo definitorio de la cultura europea son tanto sus ideas centrales —cristianismo, humanismo, razón, ciencia— como el diálogo y la discusión entre esas ideas y sus opuestas. De esa síntesis se ha hecho el continente. Se entiende así que Edgar Morin (1987) insistiese en que en el centro de la identidad europea se halla la unitas multiplex. Mientras que Laín Entralgo interpretaba la identidad europea como síntesis de la cultura griega, el cristianismo y la germanidad. Laín, “un europeo que espera”, dirá de él Be-neyto (1999: 218), creía que Europa creó un modo propio de entender la vida humana, del que formaban parte la idea de la historia como un proceso con-tradictorio y dramático, el aprecio por el saber como ciencia, y la afirmación de la libertad. Estas ideas lo preceden, pues ya el alemán Jaspers entendía a Europa como síntesis de libertad, historia y ciencia, tal y como otros muchos europeos ilustres han hecho. Hay, además, una idea hermosa en el polémico Laín que no se debe soslayar: Europa era el resultado de la tensión entre fe y razón, representada simbólicamente por la relación entre Atenas y Jerusalén (1957). El proceso histórico de Occidente ha sido este, pues Europa se ha hecho a partir del intento de conciliar la tesis bíblica y la helénica, “dos posiciones que responden a dos experiencias vitales fundamentales: la permanente in-satisfacción del alma humana que le hace desear el infinito, y la experiencia del límite, que conduce al descubrimiento y al misterio” (Beneyto, 1999: 219).

Esta bella idea, de difícil demostración empírica, habla de algo intere-sante: de la intuición de que el curso de la historia trasciende a la razón del

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hombre y que la realidad del mundo cabe interpretarse a medias entre la certi-dumbre de la existencia y el infinito. Esta idea hondamente jaspersiana invoca el hecho de que quizá Europa, desde su origen, ha sido la empresa cósmica de la hybris cristiana (Laín, 1965: 1075). Si el cristianismo ha vivido dentro de sí la pregunta racional y la religiosa, y si Roma hizo en Europa la síntesis entre Atenas y Jerusalén, la historia europea está impregnada del sentido de sal-vación, de humanización del mundo mediante la acción humana, cargada de esperanza. Europa se comprometió, y aún lo hace, con la tarea de humanizar el cosmos con capacidad creativa, educando para lo universal y universalizando la historia. Por eso el deseo de ser más ha marcado al continente. La razón científica y la esperanza trascendente han ahondado en Europa.

Sean cuales sean las esencias europeas, la historia avanza para un con-tinente y una España llenos de problemas y de anhelos. Y a quienes pueblan Europa les preocupa más el terrorismo, el paro, la inmigración descontrolada o la resolución satisfactoria de las guerras exteriores, que la naturaleza de sus Estados o su historia remota o reciente. Que, por cierto, es lo deseable y lo normal: encarar el futuro sin plantearse constantemente el sentido de la propia existencia, aceptando de cara la vida y buscando solución a las contrariedades que llegan. España tiene en estos momentos más asuntos delicados a los que enfrentarse que otros países de su entorno: más desempleo, más emigración ilegal, más amenazas terroristas, y, pese a todo, sobrados motivos para no caer de nuevo en el soniquete del dolor perenne. España, entrada en años y áspera dura tellus Iberiae, decían los romanos, y su Estado, forjado en la seca escuela de la guerra —una ibérica fragua de Vulcano—, tienen experiencia suficiente para trabucar los versos baldíos de quienes loaron su tragedia. Así serán, esas coplas yermas, simples palabras al viento.

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Capítulo 7

Guerras y conflictos civiles en la Primera República neogranadina 1810-1815

Ana Catalina Reyes Cárdenas1

Introducción Este análisis propone un nuevo enfoque sobre los conflictos del período fun-dacional del nuevo Estado que se inaugura en la Nueva Granada en 1810. Recuperar, revalorizar y tipificar estos conflictos nos permite avanzar en la comprensión del difícil camino de construcción de Estado y nación a partir de una sociedad colonial barroca.

Al abordar la Primera República, es necesario ampliar el horizonte y remi-tirnos a la sociedad del tardío colonial, pues nos proporciona los antecedentes y contextos necesarios para superar el peso de los acontecimientos políticos y militares desencadenados a partir de 1808. Igualmente, es necesario liberarnos de los mitos historiográficos del siglo XIX que enfatizan en las gestas eman-cipadoras y en luchas revolucionarias que conducen al surgimiento nuevos estados nacionales.

La historiografía decimonónica ha denominado a la Primera República en la Nueva Granada con el peyorativo nombre de “Patria Boba”, aún utilizado por muchos historiadores. Este período se ha minimizado como una época oscura, en la que pasiones y torpezas de los dirigentes llevaron a la fragmen-tación política y territorial y al fracaso de los patriotas. Se ha identificado como un período signado por guerras y enfrentamientos civiles “absurdos” que facilitaron el camino a la reconquista española en 1816. A la Patria Boba se contrapone la mítica y gloriosa gesta emancipadora de 1819, en que los criollos transformados en patriotas se levantaron contra 300 años de opresión española y por la defensa de una nación.

1 Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia y doctora en Historia de América Latina de la Universidad Pablo de Olavide, Sevilla (España). Profesora Asociada de la Uni-versidad Nacional de Colombia (UN). Ha sido decana de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, y es la actual vicerrectora de la Universidad Nacional en Medellín.

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Para desmontar estas interpretaciones, es necesario entender que muchos de los conflictos que salieron a flote o se intensificaron durante la Primera República (1810-1815) tuvieron su origen en los cambios y transformaciones de la segunda mitad del siglo XVIII, fundamentalmente a partir de la década de 1760, cuando las autoridades borbónicas intensificaron sus reformas políticas, militares y económicas.

En el Nuevo Reino de Granada, durante la segunda mitad del siglo XVIII, se dio un dinámico proceso de crecimiento demográfico que implicó cambios territoriales y sociales importantes. El crecimiento de la población, resulta-do de un amplio mestizaje, rompió el orden colonial. Este orden había sido concebido idealmente como repúblicas de indios y blancos. Los blancos, pe-ninsulares y criollos, poblaban ciudades y villas. En este mundo urbano, que sintetiza las sociedades barrocas americanas, se concentraba el poder político del mundo colonial. La monarquía había concebido sus posesiones ultrama-rinas, como una red de ciudades, un mundo urbano de trazados geométricos en medio de un territorio inmenso e indomable. Las ciudades no solo contro-laban el espacio urbano sino el mundo rural circundante. Ser vecino de una villa, ciudad o en su defecto de una parroquia y ser súbdito del rey eran los referentes identitarios del mundo colonial. Contrariamente, los indios estaban confinados al mundo rural, en sus pueblos.

Los libres de todos los colores, resultado del amplio mestizaje, represen-taban hacia 1778 aproximadamente 48 % de la población del Virreinato (Sil-vestre, 1989). Esta mezcla de mestizos, zambos, pardos y mulatos presionó sobre el espacio colonial, y obligó a una reorganización territorial: se aumentó la población urbana y crecieron las ciudades, se dieron amplios procesos de colonización espontánea o dirigida; se erigieron nuevos sitios y parroquias y se hicieron esfuerzos, desde las autoridades, por reorganizar una amplia po-blación que vivía en montes y selvas arrochelados al margen de la Corona y el control de la Iglesia (Herrera, 1996a y 2002; Conde, 1999).

La presión sobre la tierra de este amplio grupo de libres, en su gran ma-yoría pobladores rurales, generó numerosos conflictos sociales, muchos de ellos con los indígenas. Los libres se apoderaban de las tierras de los resguar-dos, algunas veces invadiéndolas o alquilándolas a los indios; procedimientos prohibidos por la Corona2. Era también frecuente que curas y corregidores alentaran a los libres a invadir los pueblos indígenas y a exigirles a las auto-ridades coloniales el traslado de los indios, de manera que el antiguo pueblo se transformaba en una parroquia. Estas medidas se justificaban debido a la disminución de la población indígena y a la apremiante necesidad de tierras por parte de los libres (Herrera, 1998).

En algunas regiones del territorio neogranadino, sobre todo en la zona oriental, hoy Santander, los libres lograron incorporarse en la sociedad colo-nial a través de la categoría de vecino de un nuevo sitio, parroquia o en el

2 Estos conflictos se hacen evidentes al revisar el fondo Caciques e indios del Archivo General de la Nación, (Bogotá), en adelante AGN. Este tema se puede ampliar con el trabajo de Diana Bonnet (2002: 97-156).

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mejor de los casos de una villa. El mapa del virreinato a fines del siglo XVIII refleja la convivencia de antiguos patrones de poblamiento, con las nuevas villas, parroquias y fundaciones. La Costa Atlántica, Antioquia, Santander y el sur del país fueron las regiones en que hubo una mayor reorganización del territorio.

El sentido inicial de la categoría de vecino varió notablemente durante el siglo XVIII, al perder su sentido restrictivo inicial y cobijar ahora a todos los habitantes de un lugar. Esta ampliación permitió que los libres, en su calidad de vecinos, accedieran a un reconocimiento social que les era negado en una sociedad colonial que los discriminaba racialmente. Su identidad social y su sentido de pertenencia, independiente de su color, estaba ahora asociado a su calidad de vecino de una comunidad local (Gutiérrez y Pineda, 1999; Reyes, 2005: 281-315). Es importante anotar que con base en esta categoría de vecino se refunda la noción de ciudadano a partir de 1810 (Uribe et al., 1998; Uribe, 2005).

La proliferación de nuevas fundaciones, de parroquias y el levantamiento de nuevas villas en la segunda mitad del siglo XVIII generaron rivalidades y largos pleitos por competencias entre localidades en torno a recursos, pobla-ción y jerarquías territoriales, que quedaron consignados en la documenta-ción. Estos pleitos fueron la oportunidad de reforzar lealtades e identidades locales. Las comunidades locales se fortalecieron como crisoles de identidad y como centros políticos, y consolidaron una sociedad marcada por fuertes localismos. Para los habitantes de una villa, ciudad o parroquia, su terruño era su pequeña patria. Fueron estas comunidades locales, conducidas por sus élites, las que a partir de la crisis de 1810 se levantaron en la defensa de su autonomía y sus proyectos locales.

A su vez, la política colonial borbónica introdujo cambios sustanciales con la tradición de gobierno de la Austria. Durante los Habsburgo, la Monar-quía Católica había actuado como una monarquía compuesta en la que los rei-nos que hacían parte de ella conservaban derechos y particularidades. El Reino de las Indias se había considerado como uno de los pilares de ella. Las élites criollas habían ocupado parte de los principales puesto de la burocracia estatal y habían establecido una política de compromisos y alianzas con la Corona. Sin embargo, las reformas borbónicas intentaron ponerle cortapisas al poder de los criollos y rehispanizar la burocracia colonial. Estas medidas resintieron a las élites que perdían prestigio en sus localidades frente a burócratas penin-sulares recién llegados, al tiempo que se desarticulaban las redes familiares que ocupaban no pocos cargos de la administración colonial. Igualmente, las medidas económicas y fiscales tendientes a mejorar los ingresos de la Corona afectaron los intereses de los criollos y de la población.

El peso de las reformas fiscales, la abolición de pueblos indígenas, el fortalecimiento del poder político colonial y el intento por hispanizar la buro-cracia estatal generaron en la Nueva Granada movimientos de resistencia tan importantes como la Revolución Comunera de 1781. Los desajustes del tardío colonial se tradujeron en descontento de los sectores populares y de las élites,

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quienes plasmaron su inconformidad en las numerosas quejas y representa-ciones de los vecinos a lo largo y ancho de la geografía del Virreinato, así como en los constantes motines, revueltas y desórdenes que se presentaron en el territorio (Garrido, 1993; Earle, 1989, 1993, 1999). Esta experiencia política de insubordinación y revuelta sería retomada por grupos sociales y regiones entre 1810 y 18153.

1810: soberanías en conflicto La utilización del nombre de “Patria Boba” para el período entre 1810-1816 en la Nueva Granada partió de la falsa idea de que antes de 1810 el Virreinato de la Nueva Granada era una unidad política y territorial fuerte y cohesionada, que se fragmentó como efecto de la crisis política de 1808 y los subsiguientes conflictos civiles. Sin embargo, la realidad evidencia una estructura política débil, en la que ni el virrey, ni la Audiencia tenía control sobre grandes zonas, muchas de ellas en manos de indios bravos. El poder político residía en las comunidades locales, ciudades, villas y parroquias. Las provincias eran unida-des débiles que no tenían control político sobre las poblaciones de su propio territorio.

El poder de ciudades, villas, parroquias y pueblos emergió con fuerza en 1810, cuando estas se reclamaron comunidades autónomas y soberanas. El va-cío de poder y el colapso de la Monarquía como consecuencia de la abdicación del rey y la invasión napoleónica a la península, permitieron que estas comu-nidades se reclamaran sujetos de soberanía y crearan nuevas formas de poder político, las Juntas Autónomas de Gobierno, semejantes a las que se habían formado en la península en 1808.

A partir de 1810, más que un “grito de independencia”, como se ha lla-mado la revuelta del cabildo de Santafé del 20 de julio, lo que se vivió fueron múltiples gritos de autonomía local. Al reclamarse soberanas, villas, ciudades, y hasta parroquias, lo que pretendían no era una autonomía frente a una España lejana y débil, sino frente al centro político, Santafé; o frente la ciu-dad cabeza de provincia, o frente a la ciudad vecina con la que mantenían rivalidades. El año de 1810 puede resumirse como una revolución en que las ciudades y villas emergieron como los verdaderos actores políticos, y donde sus cabildos, a través de las Juntas de Gobierno, reclamaron ser los actores principales.

La proclamación de estas autonomías y soberanías locales se evidencia en las acciones políticas que se sucedieron a partir de 1810. Entre 1810 y 1811 se crearon 20 Juntas Autónomas de Gobierno conformadas por miembros de los cabildos que reclamaron ser las depositarias de la legitimidad y la autoridad del rey. Se establecieron Juntas en Cartagena, Pamplona, El Socorro, Santafé,

3 Las formas de organización y resistencia de la población del sur del país va hacerse evi-dente 1811 y 1815, cuando montañeses, indígenas y negros se organizaron en guerrillas. Igualmente es de resaltar la capacidad de respuesta política en 1810 de habitantes del actual Santander, epicentro de la revuelta comunera.

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Neiva, Santa Marta, Popayán, Quibdó, Santafé de Antioquia, Novita, Honda, Pore, Girón, Sogamoso, Timaná, Purificación, Mompox, Simití, Villa de Leyva y Cali (Reyes, 2010: 250-255).

Con la explosión de soberanías y autonomías se abrió un período de conflictos y enfrentamientos bélicos de baja intensidad en todo el antiguo Vi-rreinato. Las ciudades y villas definieron sus posiciones políticas y adhirieron al bando que les garantizara su autonomía y el éxito de sus propios proyectos locales. Las razones ideológicas ocuparon un lugar secundario. Así, frecuente-mente si una ciudad o villa se definía como patriota, la rival y vecina adhería al bando realista como mecanismo para preservar su autonomía y ganar terre-no político. El caso más ilustrativo es el apoyo de Pasto a los realistas, como respuesta al intento de Quito, su eterna rival, de obligarla a conformar una Junta de Gobierno en 1809. Con su acendrado realismo, que mantuvo hasta 1822, Pasto intentaba constituirse en un nuevo eje político, que la liberará del control de Popayán y Quito. Igual sucedió con Santa Marta, que mediante su adhesión al rey intentaba recuperar su antigua importancia, convertirse en lugar de residencia de la nueva audiencia y del virrey y defenderse del control y de las medidas económicas que Cartagena quería imponerle. Otro caso ilus-trativo fue el de Barbacoas e Iscuandé, en el sur, dos distritos mineros vecinos y rivales, de población negra y esclava. Iscuandé apoyó, incluso militarmente, al bando patriota, mientras Barbacoas proclamó su adhesión a la causa del rey (Almario, 2004).

Detrás de los numerosos conflictos civiles de este periodo, lo que subyacía era la fragmentación de un virreinato estructurado en torno al poder de las ciudades y villas que actuaron como “patrias chicas” y que representaron el sentido de identidad, soberanía y autonomía de las comunidades locales, al que no estaban dispuestas a renunciar.

Los conflictos locales se agudizaron aún más como efecto del trastroca-miento de las jerarquías territoriales coloniales. Con el ánimo de ganar el favor de parroquias, sitios y pueblos de indios, los dirigentes criollos de las distintas Juntas de Gobierno concedieron el título de villas a numerosas parroquias, sitios e incluso a algunos pueblos de indios. Esta estrategia política, si bien permitió en algunos casos la expansión del poder de las élites de ciudades y de villas, generó numerosos conflictos. El mundo rural sometido a ciudades y villas comenzó a emerger como nuevo actor político que reclamaría su cuota en el reparto del poder republicano. El dominio del mundo urbano sobre el rural también comenzó a resquebrajarse.

En 1810 se abolieron de un solo plumazo los requisitos exigidos en el or-den colonial para lograr el título de villa. Este proceso era complejo y tortuoso y podía tardar largos años. Ser villa o ciudad era ser parte de la representación política colonial. Este rango permitía que una comunidad tuviera sus propias autoridades, cabildo, pudiera aplicar justicia, administrar rentas y gozar de una relativa autonomía. Para que una población recibiera este título, debía te-ner rentas suficientes para pagar los funcionarios civiles y eclesiásticos, contar con una iglesia, cárcel, tres cofradías, una población significativa y un número

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de vecinos blancos “nobles” que supieran leer y escribir y que estuvieran en capacidad de ocupar los cargos del cabildo. Después de cumplir con estos re-quisitos debía enfrentar un largo y costoso proceso de intrigas ante el Consejo de Indias y pagar la significativa suma de $10.000 pesos.

Todos estos trámites fueron abolidos por las Juntas de Gobierno. Entre 1810 y 1813 se concedió el rango de villa a 30 poblaciones, entre las que se en-contraban los pueblos de indios de Bogotá y de Tenza. También, fueron erigi-das en villas las siguientes parroquias del Estado de Cundinamarca: Guaduas, La Mesa de Juan Díaz, Zipaquirá, Ubaté y Chocontá; en Tunja: Turmequé, Santa Rosa, Chiquinquirá y Soata; en el corregimiento del Socorro: Puente Real, Barichara, San Laureano de Bucaramanga, San Carlos de Piedecuesta y Matanza; en la provincia de Mariquita: Ambalema y Chaparral; en la provin-cia de Neiva: Garzón (Nueva Timaná), Yaguará y Nepomuch; y en la provincia de Cartagena: El Carmen, Soledad, Barranquilla y Majagual. Además, en la provincia de Antioquia, las villas de Medellín y Marinilla consiguieron ser eri-gidas como ciudades, igualándose con sus vecinas de Santafé de Antioquia y Rionegro. Esta pretensión también llegó a oídos de las parroquias de Sopetrán, Envigado, Sonsón, Santa Rosa y Yarumal, que aspiraron conseguir el título de villas (Reyes, 2010b).

El período inicial de la nueva república se caracterizaría por una tormenta de conflictos de soberanía, donde una vez agotada la negociación, se acudía a la vía de las armas. Ejemplo de esto son los enfrentamientos que se dieron entre Cartagena y Santafé; entre Cartagena y la villa de Mompox; entre Car-tagena y Santa Marta y finalmente entre esta misma ciudad y las poblaciones de las sabanas, Tolú, San Benito Abad y Sincelejo, que con el apoyo de curas, y proclamándose fieles a la causa de rey, se rebelaron contra Cartagena. En la región oriente, el actual Santander, hubo conflictos entre Girón y Pamplona; entre la vieja ciudad de Girón y las parroquias de Piedecuesta y Bucaramanga; el Socorro contra San Gil y Vélez; la poderosa provincia de Tunja contra San-tafé, y en su interior se enfrentó con Sogamoso, Villa de Leiva, Chiquinquirá y Muzo; Neiva contra Garzón y la Villa de Purificación; San Martín y San Juan de los Llanos contra Santafé; y Mariquita, tratando de preservarse como pro-vincia, contra los proyectos anexionistas de Santafé (Reyes, 2010b).

En 1810, el “nacionalismo” criollo se reducía a la defensa de los intereses políticos y económicos de las élites, que buscaban estrategias de reactivación económica de sus localidades y el fortalecimiento de su poder político. Es evidente que en esta primera fase los conflictos políticos y enfrentamientos armados en la Nueva Granada distaron mucho de la leyenda patriótica. En esa leyenda, los criollos se convirtieron en héroes que defendieron una nación (que no existía) contra unos peninsulares que se convirtieron en el “enemigo” perteneciente a otra nación. Se han creado mitos sobre un protonacionalismo inspirado en un americanismo que se levanta unánimemente contra 300 años de opresión española, que es difícil de ajustar a la realidad de los conflictos locales de esta primera etapa.

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El mito del enfrentamiento entre federalistas y centralistas

A partir de los múltiples conflictos y enfrentamientos entre ciudades, villas y parroquias, el débil orden provincial colonial se resquebrajó aún más. En la estructura hispanoamericana, fundamentada en el poder de ciudades y vi-llas, las provincias de su propia jurisdicción no lograban ser subordinadas. Los pleitos por competencias entre gobernadores y cabildos y los numerosos juicios de residencia a los que se veían sometidos los gobernadores dan fe de la constante disputa entre cabildos y autoridades provinciales. La ciudad, ca-beza de provincia, debía disputar constantemente su reconocimiento con las antiguas ciudades y con las villas de reciente fundación. Era frecuente que los cabildos se comunicaran directamente con la Audiencia o el virrey sin que el gobernador pudiera hacer sentir su autoridad. A diferencia de Norteamérica, no había en Hispanoamérica cámaras provinciales en que hubiera una repre-sentación de las ciudades y villas y que actuara como instancia de mediación con la gobernación y la Audiencia (Annino, 2003).

A mi juicio, esta realidad política permite ser escéptico en cuanto a la de-finición tradicional de tipificar los conflictos neogranadinos entre provincias en el período de 1811 a 1815 como la lucha entre federalistas y centralistas. Estas dudas se fundamentan en la precaria consolidación interna de las pro-vincias (futuros Estados federales) y la ausencia de posiciones ideológicas y políticas que diferencien de forma clara las propuestas de reorganización de los estados caracterizados como centralistas o federalistas. Si se comparan las constituciones de un Estado centralista como Cundinamarca, con la de Estados federales como Cartagena o Antioquia, no se pueden evidenciar diferencias notables. De hecho, al revisar la prensa de la época, El Argos para el caso de Cartagena y la Gaceta de Cundinamarca, ambos periódicos se inspiran en la Constitución de Filadelfia y de forma más marginal en la nueva Constitución de Cádiz para defender sus posiciones ideológicas en cuanto a la organización del nuevo Estado.

Por el contrario, la reconstrucción de los hechos hace pensar que son nue-vamente las rivalidades, en este caso entre las dos ciudades más importantes del Reino, Cartagena y Santafé, las que alimentan el conflicto entre federales y centralistas. Estas rivalidades y confrontaciones se remontan a la fundación del Virreinato y a la elección de Santafé como asiento de poder virreinal, contrariando las aspiraciones de Cartagena. Las rivalidades se intensificaron con la creación del Consulado en Cartagena en 1795, en contra de las élites de Santafé, que habían solicitado que se les otorgara este privilegio. Al inicio del siglo XIX, ante el bloqueo naval de la metrópoli, la élite comercial cartagenera intentó comerciar con las colonias norteamericanas y las Antillas, mientras el Tribunal de Cuentas de Santafé y las élites santafereñas presionaron al virrey para que impidiera esta actividad, lo que frustró los negocios de los comer-ciantes cartageneros (Reyes, 2003).

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Desde fines de 1810 Cartagena intentó reafirmar su independencia y so-beranía, no de España, sino fundamentalmente del centro andino y de la buro-cracia santafereña que entrababa su actividad comercial. En torno a ella trató de unificar provincias que quisieran aprovechar su autonomía para consolidar sus propios proyectos económicos, o aquellas que quisieran defenderse de los intentos expansionistas de Santafé.

Un nuevo hecho generador de múltiples conflictos y que alimentó a partir de 1811 el enfrentamiento entre el Congreso de Cundinamarca y el Congreso de las Provincias Unidas fue la política expansionista de la Junta de Gobierno de Santafé. Toda ciudad, villa o parroquia que tuviera diferencias con otra ciudad o con la ciudad cabeza de la provincia y solicitara la protección y per-tenencia al gobierno de Santafé, este procedía a anexarla, lo que generaría así reclamos y conflictos con numerosas Juntas de otras provincias. Así sucedió, entre otras, con Mompox, San Gil, Villa de Leyva y Nare.

Santafé, a pesar de su rango de ciudad capital del Virreinato, asiento del poder y la burocracia, tuvo que emprender la tarea de crear el Estado de Cun-dinamarca. El primer paso que dio fue en septiembre de 1810 con la decisión de erigir en villas a diez parroquias, hecho que incentivaba las rivalidades y trastocaba el orden jerárquico territorial colonial. A esta decisión se sumaba el hecho, aún más grave, de que algunas de estas parroquias no estaban bajo la jurisdicción de Santafé, sino que pertenecían a la provincia de Tunja, lo que propició que esta se convirtiera en enemiga de Santafé y buscaran refugio en las toldas del Congreso de las Provincias Unidas. A partir de este hecho empezaría un conflicto bélico con numerosas escaramuzas entre tropas de Cundinamarca y Tunja, que se extendería hasta 1814.

También contribuyó a la polarización entre el Congreso de las Provincias Unidas y Santafé la propuesta de reorganizar el territorio de la nueva república hecha a mediados de 1811 por el presidente del nuevo Estado de Cundinamar-ca, Jorge Tadeo Lozano. Por supuesto, las provincias que se vieron disminuidas o desdibujadas en este nuevo mapa tuvieron otro motivo para resistirse al Congreso de Cundinamarca.

Mientras las ciudades capitales de provincias, incluso las más pobres y débiles, intentaban unificar sus territorios internos y consolidarse como cen-tros de poder autónomos, las autoridades de Santafé insistían en conservar una estructura más cohesionada, que garantizara, según ellos, la unidad del nuevo Estado. La propuesta de Lozano, que ha sido tergiversada como cen-tralista, partía de reconocer una estructura federada para el nuevo Estado, pero ponía como condición para integrar la Federación que los estados que a ella entrarán tuvieran los medios de subsistir en todos los ramos. Los Esta-dos debían tener rentas propias, capacidad para mantener una fuerza regular, caminos y contar con un número de población adecuado. Proponía que se aboliera las división colonial de provincias, a las que de paso calificaba como “miserables” en su gran mayoría, y que la nueva confederación se dividiera en cuatro departamentos, a saber: Quito, Popayán, Cartagena y Cundinamarca. El primero debía componerse de todas las provincias que existían al sur del río

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Carchi y que antes formaban la antigua Provincia de Quito; el segundo, de la gobernación de Popayán y Provincia del Chocó; el tercero, de las provincias de Cartagena, Antioquia y del Istmo de Panamá; el cuarto, es decir Cundinamar-ca, debía estar integrado por las provincias de Neiva, Santafé, Tunja, Socorro, Pamplona, Santa Marta, Riohacha, Llanos de Casanare y San Martín (Diario Político de Santafé, 1810). Lozano proponía como condición esencial que cada uno de los nuevos departamentos tuviera uno o dos ríos navegables para el comercio interno y alguna costa y puertos de mar para el externo.

Si bien el proyecto reconocía el poder de Popayán, se castigaba a An-tioquia al desaparecerla como provincia integrándola a Cartagena; mientras que a esta la desarticulaba de las provincias cercanas a ella, Santa Marta y Riohacha, que pasaban a integrar el Estado de Cundinamarca. El factor de mayor malestar era la propuesta de expansión territorial del nuevo Estado de Cundinamarca, que se extendía por todo el territorio. La inconformidad de las provincias afectadas con este proyecto reforzó su adhesión al Congreso de las Provincias Unidas.

La disolución de la Primera República Entre 1808 y 1815, las élites criollas tuvieron grandes desafíos. Debieron fun-dar un nuevo Estado, inventar una nación y crear una identidad colectiva que superara las patrias locales. Los criollos, que se veían a sí mismos como patricios de una república de corte aristocrático, tenían el reto de integrar, en calidad de nuevos ciudadanos, a los indígenas, esclavos, negros, zambos, mes-tizos, mulatos y pardos, despreciados y considerados inferiores. Todas estas transformaciones debían afrontarse en medio de la inestabilidad económica, los enfrentamientos militares entre facciones criollas, la resistencia de las pro-vincias realistas y las amenazas a partir de 1815 de una intervención armada por parte de España.

Las élites criollas no tuvieron éxito en la tarea de garantizar estabilidad política y unidad en la nueva república. Las negociaciones entre el Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada y el Congreso de Cundinamarca fracasaron. A partir de 1814, los políticos perdieron espacio y los militares que prometieron imponer el orden y someter al contrario se convirtieron en actores fundamentales.

El 29 de noviembre de 1814, el Congreso de la Provincias Unidas de la Nueva Granada le declaró la guerra a Cundinamarca y envió al coronel caraqueño Simón Bolívar al comando de las tropas que debían someterlo al gobierno de las Provincias Unidas. El 12 de diciembre de 1814, Bolívar tomó a Santafé en un asalto que fue descrito por la población como “salvaje”. Al parecer le entregó a su tropa la ciudad para el saqueo. También se acusó a los soldados de violar a las mujeres e irrespetar templos. Las autoridades eclesiás-ticas de Santafé exigieron la excomunión del general (“Relación de lo ocurri-do…”, 1815, 5 de enero).

El 15 de enero de 1815, después de la victoria de Bolívar, el gobierno del Congreso de las Provincias Unidas se trasladó finalmente de Tunja a Bogotá.

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Pocos días después, Bolívar partió como jefe de las tropas de la Unión hacia Cartagena, llevándose, para el sostenimiento del ejército, todos los caudales de la Caja Real y un empréstito forzoso al que fueron sometidos los habitantes de Santafé (Llano, 1999).

A medida que las tropas de Bolívar avanzaban, se conocían quejas sobre el comportamiento desordenado y abusivo de los soldados. Incluso el secreta-rio interno de Guerra del Congreso de las Provincias Unidas, presbítero Andrés Rodríguez, se vio precisado a intervenir y exigirle a Bolívar ponerle fin a los atropellos contra la población (Llano, 1995).

Las quejas contra la tropa de saqueos e incendios, se asociaba para algu-nos con la presencia de militares venezolanos que comandaron fuerzas en las expediciones de sometimiento de las poblaciones ribereñas del río Magdalena y de las sabanas de Cartagena. Basta recordar el comportamiento indisciplina-do de las tropas del militar venezolano Miguel Carabaño, a quien se le encargó el sometimiento de las sabanas de Tolú. Allí cometieron todo tipo de abusos contra la población, y cuando al militar se le pidieron cuentas por parte del gobierno de la Unión, se rebeló y amenazó militarmente a Cartagena (Restre-po, 1827: 86-90).

En Cartagena, Bolívar se dejó involucrar en la política local de la ciudad y en la enconada lucha facciosa entre piñeristas y toledistas, y terminó ponién-dose al lado de los primeros. Desafió la autoridad del gobierno de Cartagena en manos de los toledistas y se enfrentó con las tropas de la ciudad al mando de Manuel Castillo, al que le infligió una primera derrota el 13 de abril de 1815. Después de varias escaramuzas militares entre Bolívar y Castillo, el 15 de mayo se firmó un tratado de “amistad y paz” entre las tropas de Bolívar y las del Congreso. Pocos días después, Bolívar, desprestigiado y desilusionado de los intríngulis de la política de los criollos neogranadinos, viajó a Jamaica.

En 1815, el malestar de la población con los nuevos gobiernos era evi-dente. Esta animadversión se explica por la concentración de poderes, pues en muchas provincias las Juntas de Gobierno o los Congresos Provinciales concentraban los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. También indisponía al pueblo el exceso de gasto y el derroche en banquetes y celebraciones. La nóminas de empleados públicos crecía en todas las regiones y la mayoría de ellos eran miembros de las redes familiares que controlaban la política local.

Simultáneamente, como consecuencia del desorden político y las gue-rras, la pobreza y la escasez de alimentos se habían agudizado. Los continuos enfrentamientos implicaban levas de población, préstamos forzosos, confis-cación de semovientes y alimentos y abusos de las tropas sobre los civiles, hechos que aumentaban el malestar de la población y la resistencia frente a los criollos. Los indígenas de Pasto, Santa Marta y Antioquia se resistieron al proyecto republicano y reclamaron las antiguas leyes de la Corona que les ga-rantizaban alguna defensa frente a los abusos de los criollos. La promesa ilus-trada de progreso y felicidad de los pueblos era aún más lejana que en 1808.

En abril de 1816, Camilo Torres, ante el caos político y el avance de los ejércitos de la reconquista, renunció a la presidencia del gobierno de las

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Provincias Unidas. Fue nombrado entonces con poderes dictatoriales el car-tagenero José Fernández de Madrid; pero ya no había nada que hacer: lo que siguió fue la desbandada de los políticos criollos tratando de salvar aunque fueran sus vidas. La Primera República sucumbía; las tropas del ejército expe-dicionario de Morillo avanzaban por diferentes flancos con la clara intención de restaurar la monarquía. Con la esperanza de recobrar algo de estabilidad, algunas poblaciones ovacionaron el paso de las tropas monárquicas. La liber-tad, la ciudadanía y soberanía del pueblo prometidas por el proyecto republi-cano criollo no pasaron de ser, la mayoría de las veces, retórica de la prensa, y los beneficios que promulgaban las numerosas constituciones que se expedían eran anulados por la voracidad, el mal gobierno de los criollos y las continuas confrontaciones armadas (Tovar, 1983).

En 1816, el vasto territorio del Nuevo Reino de Granada, con sus Estados soberanos y sus múltiples soberanías e independencias era el reflejo de una multiplicidad de poderes locales y regionales, que enfrentaron la reconquista española y se prepararon para una etapa de guerra en la que se forjarían en los ejércitos y en el combate nuevas identidades y sentidos de nación. El resultado fue parcial e inconcluso y las guerras de emancipación fueron seguidas, en la segunda mitad del siglo XIX, de un largo proceso de guerras civiles y reaco-modos de los poderes regionales.

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Capítulo 8

Estado y guerras civiles en Colombia, 1839-1902

Luis Javier Ortiz Mesa1

Introducción Son múltiples las dimensiones y perspectivas de los procesos de construcción del Estado en Occidente que permiten aproximarnos, con las debidas propor-ciones y particularidades, al caso colombiano2. En este, el desafío para los dirigentes republicanos desde los inicios del siglo XIX consistió en construir un Estado a partir de una unidad administrativa del Imperio español, que tenía dinámicas regionales y sociales de muy diverso orden, articulaba de manera desigual y fragmentaria élites provinciales y locales con intereses muy diver-sos y estaba fundada en una sociedad de castas. De allí que uno de los rasgos fundamentales del siglo XIX colombiano sea la presencia, casi permanente y continua, de guerras civiles orientadas a definir los procesos de configu-ración del Estado3, así como las relaciones entre Estado, provincias e Iglesia católica. En estudios más amplios, varios autores (Sánchez, 1991; Sánchez y Aguilera, 2000; Fisher, 2000a: 33-58; Fisher, 2000b: 75-104; Posada, 2000: 59-74; González, 2006a; Uribe y López, 2008 y 2006) se han preguntado por los rasgos fundamentales de construcción del Estado-nación en el contexto de las guerras, por la relación existente entre estas y la configuración nacional

1 Doctor en Historia, profesor titular del Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Hu-manas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia en Medellín.

2 Las interpretaciones propuestas por Fernán González (2006a: 15-24) acerca de los procesos de formación del Estado-nación en la sociedad colombiana han sido de suma importancia para la elaboración de este ensayo y son seguidas en sus lineamientos principales, como podrá observarse en la exposición. González realiza una mirada fina, analítica y de larga duración sobre las guerras civiles asociadas a los partidos y a la Iglesia católica.

3 Agradezco a Luisa Fernanda Álvarez García, estudiante de la Carrera de Historia de la Uni-versidad Nacional de Colombia, sede Medellín, su apoyo en la elaboración de una síntesis sobre el tema de este ensayo para el encuentro “Estados, guerras internacionales e idearios políticos”, realizado en la Universidad Nacional de Colombia, sedes de Bogotá y Medellín, entre el 14 y el 18 de febrero de 2011, y que está basada en un estudio más amplio sobre Estado-nación y guerras civiles en el siglo XIX colombiano que elaboré entre 2009 y 2010.

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y regional del Estado; por las formas que asume la representación y la inter-mediación política; por las guerras y los procesos de integración territorial, política y social promovidos desde el Estado; así como por las formas de resis-tencia, aceptación o subordinación que se escenifican en las provincias hasta 1857, en los durante el período de Confederación Granadina (1858-1861) y de la Federación dirigida por los liberales radicales (1863-1886) y, en los departa-mentos, en el período de la Regeneración conservadora (1886-1902).

Para el caso que nos convoca, es necesario precisar que dadas las amplias miradas existentes sobre estos temas, elegiremos como problema central de este ensayo, el siguiente interrogante: ¿en qué medida las guerras civiles fue-ron o no constructoras del Estado colombiano durante el siglo XIX?

El Estado, perspectivas de análisis En relación con los procesos de construcción de los Estados nacionales, para Ernest Gellner (1992 y 1997) y Norbert Elías (1987: 333-446)4, la integración de territorios y grupos sociales en torno a la consolidación de instituciones que regulan las interacciones de la población dentro de un territorio previamente delimitado va acompañada de procesos de identificación de la población con ese territorio y de aceptación de la legitimidad de esas instituciones, mediados por conflictos y tensiones, luchas, equilibrios y relaciones de poder, a la ma-nera de un todo interdependiente (Elías, 1998: 115-116). En esta perspectiva, la violencia y la guerra no son una patología del Estado ni una muestra de su debilidad, sino un episodio dentro de sus procesos de integración social y territorial (Alonso, s.f.: 16), y al mismo tiempo pueden constituirse en factores de creación y de destrucción (Braudel, 1986; Elías, 1988; Tilly, 1992).

Para Gellner y Elías, las condiciones para la construcción del monopolio estatal de la fuerza son: el encerramiento de la población en un territorio delimitado previamente, ya que cuando la población se desplaza a zonas de espacios vacíos, de colonización y frontera, la eficacia de las instituciones estatales es poca o nula; el aumento de interacciones sociales y económicas entre los pobladores y su impacto en el desarrollo de vías de comunicación y sistemas de transporte; la integración vertical que producen las interacciones y la integración territorial con sus efectos en la disminución de distancias entre élites y sectores subalternos, mayor participación de estos en la vida política, económica y social, más movilidad social y menor rigidez de las jerarquías sociales (Gellner, 1997; Elias,1998; González, 2006b: 27-28).

Por su parte, según Philip Abrams (1988) y Pierre Bourdieu (1994: 98), los procesos de la construcción discursiva e imaginaria del Estado-nación impli-can que la consolidación estatal tenga en cuenta el desarrollo de instituciones (de administración pública: fiscal, militar, judicial, territorial, educativa…) y de la integración social y territorial, pero, además, ambos autores ponen el én-fasis en la dimensión subjetiva de la identidad con el territorio donde operan tales instituciones y de la aceptación de su legitimidad por parte de la pobla-

4 Véase también González (2006a: 15).

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ción. Siguiendo a Abrams, y a otros autores sugeridos por Manuel Alonso (s.f.: 14-16), la distinción Estado-sociedad es artificial, pues el Estado no es una entidad monolítica y homogénea ni un actor absolutamente “cohesivo” que se postula en el enunciado “el Estado”, y que su proceso de formación y rela-ción con la sociedad depende de la manera en que se resuelven las relaciones conflictivas con las distintas redes de poder que median entre ambos. Así, el Estado es “una forma específica de la sociedad en la que los grupos sociales y los territorios se han ‘enjaulado’ en un espacio compartido y delimitado” (Bolí-var, 2003: 8). Esta definición del Estado puede verificarse a través de tres ideas complementarias: la primera, que el proceso de enjaulamiento se produce en el marco de una profunda tensión entre las configuraciones de lo nacional y las prácticas y procesos políticos de lo regional y lo local, pues cada región y localidad tienen su propia y particular experiencia en el proceso de formación del Estado. La segunda idea revela que ese proceso de enjaulamiento, y su correlato, la construcción de hegemonías, debe entenderse como un proceso político de dominación y lucha, problemático e inacabado. Desde esta pers-pectiva, el Estado es “una serie de espacios descentralizados de lucha, a través de los cuales la hegemonía es cuestionada y reproducida” (Mallón, 2003: 91). En tales espacios descentralizados de luchas, los grupos subalternos no están capturados o inmovilizados por una especie de consenso ideológico, y las relaciones entre estos grupos y los grupos gobernantes se caracterizan por la disputa, la lucha y la discusión. La tercera idea muestra que ese proceso de enjaulamiento y de resistencia se produce y alienta de distintas maneras, entre ellas, a través del recurso a la violencia. Por ello, Norbert Elias afirma que “los procesos de formación del Estado (…) atraviesan por una serie de conflictos y tensiones de integración específicos, de equilibrios de luchas de poder que no son accidentales sino concomitantes estructurales de esos esfuerzos hacia una mayor interdependencia funcional de las partes dentro del todo” (Elías, 1998: 106-107). En esta perspectiva:

La violencia hace parte del repertorio con el que los distintos actores sociales presionan o repelen un tipo específico de incorporación políti-ca y, en este sentido, ella pone en evidencia algunas manifestaciones de la tensión existente entre lo nacional y lo regional, es decir, ella penetra y en algunos casos da forma a la tensión existente entre centralización y descentralización del poder, y a la tensión existente entre proyectos hegemónicos y resistencias a ellos5.

Las guerras civiles 1839-1902 Fernán González recoge los ocho conflictos civiles colombianos que van de 1839 a 1902 en tres grupos, teniendo en cuenta que las contiendas po-líticas del siglo XIX, en su opinión, “se abren y se cierran con la pregunta

5 Sobre la relación entre proyectos hegemónicos y formas de resistencia véase Scott (1985, 2002). Citados por Manuel Alonso (s.f.: 16).

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por ¿quién tiene derecho a participar plena y autónomamente de la vida polí-tica? [sic]” (2006a: 24).

Siguiendo a Fernán González, el primer grupo, formado por las guerras civiles de los Supremos (1839-1842), de 1851 y 1854, se caracteriza por la definición del sujeto político y por el surgimiento de los partidos políticos (2006a: 23). La primera se centra en la lucha por distinguir a “los verdaderos patriotas” (santanderistas y obandistas) con derecho pleno a la ciudadanía y a la participación burocrática, de los “godos”, antiguos partidarios de las dicta-duras de Simón Bolívar y Rafael Urdaneta a fines de los años 1820 y en 1830, excluidos del poder político. Las otras dos guerras, de 1851 y 1854, se centran en dos aspectos: en el conflicto sobre el alcance y tipo de inclusión de las cla-ses subordinadas en la vida política, de sectores artesanales, militares, esclavos —abolición de la esclavitud—, indígenas —hacerlos ciudadanos, individualizar su propiedad comunal y abolir los resguardos— y otras gentes de baja condi-ción social; y en la polémica sobre el papel de la Iglesia en la sociedad, aspecto recurrente en la mayor parte de las contiendas del siglo XIX, que se constituirá en el principal referente de diferenciación entre los partidos Liberal y Conser-vador, cuyo surgimiento y cristalización se produce durante el período 1840-1860. Los partidos y sus redes de poder, junto con la Iglesia católica, serán dos de los pilares más decisivos en el proceso de formación estatal y nacional, por su carácter cohesionador, polarizador y creador de conductas, actitudes, comportamientos, estilos de vida y sociabilidades entre sus miembros.

El segundo grupo de guerras, las de 1859-1862, 1876-1877 y 1885, se caracteriza por el tipo de régimen político que se debe adoptar, el federalismo o el centralismo y, por consiguiente, por la relación que se establece entre el Estado, las regiones, subregiones y localidades, y entre El Estado y la Iglesia católica (González, 2006a). El período muestra el auge, crisis y disolución del régimen federal en Colombia entre 1855 y 1886. En la guerra de 1859-1862, guerra federal y por las soberanías regionales (González, 2006a: 24), triun-fan los Estados-regiones que dan lugar al régimen federalista basado en la Constitución liberal de 1863. También aparece de nuevo el tema del papel de la Iglesia católica en la sociedad y se producen radicales medidas contra la institución eclesiástica, como la desamortización de bienes de manos muer-tas, la inspección de cultos en 1861, y la reforma educativa laica de 1870. Esta última lleva al Estado liberal a un nuevo conflicto con la casi totalidad de la jerarquía eclesiástica y del clero en torno al carácter laico o católico de la educación, lo que desemboca en la guerra de 1876-1877, cruzada religiosa que saca a la luz también las desigualdades regionales durante los gobiernos radicales y las reacciones del conservatismo y la Iglesia para cambiar el régi-men radical con ejércitos regulares y confederaciones guerrilleras. Finalmen-te, la guerra de 1885 revela la crisis del régimen federal cuyo desenlace lleva a su sustitución por un régimen centralista, presidencialista y autoritario, y a la restauración católica, todos ellos aspectos explícitos en la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887. El Estado es unitario, pero las regiones siguen resistiendo; el gobierno es excluyente del liberalismo, pero este sigue presionando su reconocimiento mediante dos guerras.

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El tercer grupo, compuesto por las guerras de 1895 y de los Mil Días (1899-1902), revela las dificultades para el establecimiento de un régimen centralista ante las restringidas condiciones financieras del Estado y los lími-tes impuestos por la estructura del poder existente en regiones, subregiones y localidades, caracterizada por relaciones clientelistas (González, 2006a: 24). Estas dos guerras son el resultado de la exclusión política que impuso el ré-gimen regenerador de los sectores más intransigentes del conservatismo y de la Iglesia católica al liberalismo. Ellas muestran el fracaso del nuevo tipo de Estado, el avance de la Iglesia al ampliar su presencia en el territorio (zonas de misiones y zonas de frontera y poblamiento de “salvajes”) y en las menta-lidades de la población evangelizada, a la manera de un Estado sustituto que, además, construye “nación católica”.

Guerras por la definición del sujeto político y por el surgimiento de los partidos políticos

La guerra de los SupremosLa guerra de los Supremos (González, 1997; Saldarriaga, 2000; Palacios y Safford, 2002; Uribe y López, 2006; Prado, 2007) fue una guerra nacional atravesada por contiendas regionales y locales fundadas en la definición de territorios, poderes y dominios caudillistas; fue decisiva en la cristalización de los partidos políticos y escenario de tensiones étnicas y sociales, sobre todo en la región caucana. Expresó un doble movimiento en los procesos de formación del Estado; de un lado, la fragmentación regional y subregional de las élites y, de otro, la articulación de ellas en dos federaciones suprarregionales, con tradiciones culturales propias y formas de actividad política diferenciables, que han permitido calificar a los partidos tradicionales como “subculturas políticas” (González, 2006a: 37). La formación de esas federaciones de grupos regionales y locales de poder hizo que las pertenencias partidistas de la mayor parte de los protagonistas de la historia del siglo XIX se definieran por la par-ticipación en esta guerra.

Los enfrentamientos por hegemonías regionales, subregionales y loca-les estuvieron acompañados de luchas entre individuos, familias, facciones y élites, a lo que se sumaron las tradicionales rivalidades locales de raigambre colonial entre poblaciones vecinas, entre ciudades en ascenso con la ciudad hegemónica en una región (costa Atlántica), o entre regiones por zonas de co-lonización cercanas a ejes comunes de expansión (casos de Antioquia y Cauca) (González, 2010: 36). La tesis de Germán Colmenares (1991: 6-15) acerca de cómo las tensiones y conflictos entre polos de poder coloniales y republicanos les van dando forma a las regiones, no puede ser más precisa. De otra parte, tales tensiones tienen, a su vez, irradiaciones hacia focos de poder más am-plios que permiten que las construcciones regionales vayan tejiendo relaciones conflictivas y conciliadoras entre el centro y los nuevos polos de poder, dando lugar a procesos de construcción estatal, de manera paralela a las construc-

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ciones regionales; así, la construcción de las regiones fue simultánea con la construcción estatal.

Los combates y marchas de tropas definieron hegemonías entre regio-nes, ciudades y localidades, entre caudillos y grupos dominantes; integraron territorios que se articularon mediante la confederación de redes de notables con sus respectivas clientelas, lo que permitirá fortalecer estructuras estata-les, desde una perspectiva centralizadora del poder político; y aseguraron las fronteras del país con el Ecuador, pues la región de Pasto pasó a depender definitivamente del Estado neogranadino (Prado, 2007).

Uno de los resultados más notorios de la guerra de los Supremos fue el surgimiento y consolidación de los imaginarios políticos, contrapuestos en un juego de imágenes y contraimágenes, que servían tanto para la identificación de los amigos como para la estigmatización del enemigo (González, 1997: 86).

Si bien, esta guerra definió unas coaliciones nacionales de redes de poder y unos imaginarios políticos de la población, los partidos se desarrollaron como mecanismos para proteger a un grupo contra las acciones arbitrarias de un Estado nacional, regional o local en manos de un grupo adversario, de tal manera que las lealtades de los caudillos se definían por coyunturas particu-lares de regiones y no por definiciones ideológicas previas (Colmenares, 1966: 395-399, 403, 406-408). En consecuencia, la consolidación de las adscrip-ciones políticas es verificable en el ascenso de los generales vencedores en la guerra, Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán, en nombre del grupo ministerial o protoconservador que asoció grupos regionales, donde era ya manifiesta la influencia política e ideológica de Mariano Ospina Rodríguez y su cercanía con la jerarquía de la Iglesia católica, el clero y los jesuitas, todos ellos decisivos en la construcción de una política conservadora que, además, los delimitaba del grupo protoliberal. Sin embargo, las motivaciones ideoló-gicas se fueron creando y se hicieron más explícitas cuando, además de las relativas a la participación de la Iglesia en la sociedad, estuvieron centradas en aspectos que prepararon las bases para la definición más programática de los partidos Liberal y Conservador:

Tendencias federalistas incipientes (…), polémica en torno al uso de textos de Bentham y Tracy en la educación oficial, algún anticleri-calismo incipiente (expresado en la polémica del padre Margallo con Vicente Azuero y en la discusión sobre el patronato), las posiciones antirromanas de curas “rojos” y funcionarios, educados en el regalismo del Estado español y abiertos a la influencia anticlerical de autores de la Ilustración, cierta reticencia a la movilización popular para la parti-cipación política, y algún temor a la guerra sociorracial en el Cauca... (González, 2010: 39).

Tales aspectos serán decisivos y aparecerán con fuerza en las críticas del liberalismo al “régimen ministerial de los doce años” (1837-1849), en especial, el uso político de la religión católica por parte del gobierno conservador y la

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entrega de parte de la educación pública a los jesuitas (González, 2010: 39), que serán puntos centrales de discusión del programa liberal de Ezequiel Rojas y Manuel Murillo Toro en 1848 y en los años de la recuperación del poder por parte de los liberales en cabeza de José Hilario López entre 1849 y 1853.

Por su parte, la guerra se desarrolló en gran parte de la geografía neogra-nadina y vinculó a una numerosa población durante tres años en diferentes momentos y lugares; participaron de manera directa cerca de 28.000 hombres, siendo los rebeldes aproximadamente 17.000 y los gubernamentales, cerca de 11.000, menores en número, pero mejor organizados, entrenados y armados. Para ese entonces, según el censo de 1843, dos años después de la guerra, el total de la población era de 1.931.684, de los cuales 924.531 eran varones (González, 2010: 34-35). Hubo cerca de 3.400 muertos de ambos bandos (cerca de 1.100 personas por año) y fusilamientos sin fórmula de juicio.

La cobertura territorial de la guerra, la activa participación de la pobla-ción —a través de ejércitos y guerrillas, con abastos, caballerizas y bueyes, tra-bajo artesanal, empréstitos, vestuario, movimiento de mercancías, armamentos y municiones por ríos y caminos, y modalidades de guerra de la pluma (prensa, hojas sueltas, folletos) y guerra en los campos de batalla—, además de las re-laciones que se dieron entre las regiones y sus líderes, hicieron que el carácter inicialmente disperso y fragmentado de la guerra se fuera transformando en unificador, de tal manera que “la gran fragmentación e inorganicidad de los aparatos estatales fueron equilibradas por factores aglutinantes que sirvie-ron de base para la construcción de los dos partidos tradicionales” (González, 2010: 34), un factor clave en la construcción estatal que llama la atención por tratarse de la primera guerra realmente de cobertura nacional después de las guerras de Independencia, lo que significa que preceden algunos factores acumulativos de estas guerras y de los procesos anteriores de formación del Estado y la nación entre 1810 y 1840 (Tovar, 1987: 87-117).

Por su parte, para el historiador Frank Safford, la guerra fue larga y de-vastadora; fue ante todo destructora del Estado porque afectó su fisco y casi todas las zonas más pobladas del país, en especial los bienes provinciales y de particulares; perjudicó a los pobres por el reclutamiento y produjo altas tasas de mortalidad por las grandes distancias que recorrieron los combatientes, la variedad de climas que soportaron y las epidemias, sobre todo de viruela, que sufrieron; perjudicó a terratenientes cuyos abastos, ganados y caballerizas fueron confiscados por los ejércitos que pasaron por sus tierras. La guerra devastó la economía después del optimismo industrial y comercial de 1835 a 1839 —incluida la navegación a vapor—, debido a las confiscaciones de ganados y caballerías en haciendas, el agotamiento del tesoro nacional, la re-ducción de exportaciones e importaciones y las especulaciones en finca raíz y bonos del gobierno en Bogotá, lo que ocasionó la ruina de muchas familias prestigiosas de la capital. Al tiempo, en medio de este proceso destructivo, la guerra consolidó lealtades y animadversiones políticas; empujó

a los moderados a forjar con los bolivarianos y el clero las alianzas que tanto habían temido los santanderistas (…) Muchos moderados y

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antiguos bolivarianos, algunos de ellos anticlericales en la década de 1830, se convencieron de que las generaciones más jóvenes estaban siendo corrompidas por una educación secundaria demasiado laxa y por ideas peligrosas (v.g. las de Bentham). La rebelión sirvió de moti-vo para formar un plan para traer de nuevo a los jesuitas (Palacios y Safford, 2002: 307).

Safford señaló los resultados dejados por la guerra, mientras Fernán Gon-zález mostró, dentro de sus impactos y avances en la construcción estatal, que la guerra de los Supremos revela las dificultades que tenían las instituciones denominadas “democráticas e igualitarias” para ponerse en acción en una so-ciedad jerarquizada y tradicional, predominantemente rural, con un Estado precario para controlar la mayor parte del territorio y en buena medida orde-nada por la Iglesia católica. De allí que afirme:

Esto explica la necesaria delegación formal del poder del Estado na-cional, existente casi solo en el papel, a las élites y caudillos de cada región y localidad, que, de hecho, ya detentaban mucho poder, pero dentro de sus respectivos ámbitos. Estos poderes regionales y locales se articulaban difícilmente con la burocracia central incipiente de capital de la nación. Todo esto se reflejaba en la precaria legitimidad de las nuevas instituciones republicanas en el conjunto del territorio nacio-nal, especialmente en los niveles regional y local y, sobre todo, en las regiones tardíamente pobladas del país. En ellas, la población estaba frecuentemente al margen de los mecanismos habituales de cohesión y de control sociales, quedando disponible para la movilización por parte de los nuevos dirigentes que emergían en la sociedad de entonces. Esto hacía que la precaria legitimidad de las nuevas instituciones republi-canas tuviera que pasar por las modalidades de construcción propias de los poderes regionales y locales. En ello estriba la fortaleza de estos, pero también la posibilidad de que los grupos excluidos de esos poderes utilizaran para rebelarse los intersticios que aquellos dejaban (Gonzá-lez, 2010: 40).

Culminada la guerra, el gobierno sometió a los vencidos a una combi-nación de represión y estrategias civilizatorias para impedir que se repitie-ran sucesos similares a los vividos durante tres años. Una de sus mayores preocupaciones fueron las guerrillas y bandas armadas de indios y negros, las cuales fueron perseguidas y juzgadas como “cuadrillas de malhechores”, siempre dentro de las concepciones racistas y excluyentes típicas de la socie-dad de entonces, máxime que el general José María Obando liberó esclavos contra la decisión de sus amos, ofreciendo libertades en contraprestación por sus servicios en las tropas “supremas”. Las medidas y represalias tomadas por los vencedores durante y después de culminada la guerra “serían la semilla de muchos de los odios heredados entre regiones, subregiones, localidades, familias y grupos étnicos que caracterizarían los conflictos de la historia de Colombia durante el siglo XIX” (González, 2010: 34).

Como hemos observado, en esta guerra tomaron un mayor cuerpo los partidos políticos, elemento clave de construcción del Estado y, en ellos, se

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hicieron evidentes sus estructuras a través de jefes reconocidos, elecciones con adscripciones más coherentes, ideas comunes compartidas e imaginarios acerca de sus amigos y adversarios6. Sin embargo, el estilo de la confrontación política se fundó también en el predominio de “odios heredados” entre familias y localidades que van a contribuir a la formación de las adscripciones parti-distas con un toque emocional por mecanismos al estilo de las “venganzas de sangre” (González, 2006a: 31).

Al proceso de formación partidista en esta guerra, se asociaron además de los procesos de integración de territorios y de grupos regionales de poder el de la incorporación de grupos subalternos en la vida política nacional, solo que de manera muy inicial y conflictiva, si contrastamos esta versión con las con-diciones expuestas por Ernest Gellner (1997) y Norbert Elias (1987) respecto a la formación del Estado.

Para concluir, la guerra de los Supremos fue una confrontación entre un gobierno central relativamente débil, apoyado en un ejército más o menos organizado y armado, y desiguales fuerzas regionales contra cinco pequeños ejércitos regionales, que se caracterizaron por su bajo nivel de organización, no tuvieron un mando único sino direcciones fragmentadas de caudillos re-gionales que representaban las tensiones, problemas y aspiraciones de sus respectivas regiones, cuyo mayor lazo de cohesión fue su aspiración al régi-men federal y autonómico fundado en gobiernos locales y provinciales para resistir a las imposiciones de un gobierno central en manos de sus adversarios, respaldado por una constitución centralista, la de los vencedores, de 1843 (González, 2010: 40).

La preponderancia de esta guerra surge por la consolidación de fuerzas combatientes identificadas con unos imaginarios políticos, que promulgan diversos tipos y definiciones de Estado, permitiendo así un proceso de lucha por la consolidación de la fuerza del monopolio estatal. Los bandos proto-liberales y protoconservadores, estos apoyados en su nuevo socio, la Iglesia católica, luchaban por adquirir la mayor concentración de poder; con ello se iría definiendo, aunque aún débilmente, la idea del Estado legítimo y mono-polizador; así, el que ocupara el poder gubernamental podría delimitar los márgenes de maniobra del bando contrario y, sería legítimo, dado que había conquistado el “poder supremo”, el mismo que todavía se encontraba atrave-sado y disputado por intereses familiares, locales y regionales. Los aspectos señalados revelan ese péndulo existente en la construcción y la resistencia a la creación de lazos constitutivos del Estado en Colombia, entre la búsqueda de autonomías regionales y locales, y la creación de vínculos entre el centro, las regiones y las localidades (Kalyvas, 2007)7.

6 Estos aspectos que menciona Safford (1982, 265-284) hacen parte sustancial de los procesos de construcción discursiva e imaginaria del Estado-nación e implican que la formación estatal tenga en cuenta las dimensiones subjetivas y la aceptación de formas de legitimidad, tal como lo proponen Abrams y Bourdieu, ya citados al inicio de este estudio.

7 Véase también el artículo de Luis Javier Ortiz Mesa, 2003.

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Las guerras de 1851 y 1854Estas dos guerras están referidas al conflicto sobre el alcance y la modalidad de inclusión de las clases subordinadas en la vida política y a la polémica so-bre el papel de la Iglesia en la sociedad (González, 2006a: 31) en un período de reformas liberales, separación de la Iglesia y el Estado, libertad de cultos, libre cambio y expansión del comercio exterior (Melo, 1987). La guerra de 1851 se orientó a redefinir el orden político y constitucional de la República, pues estaban en juego los contenidos políticos del Estado, las disputas por la supre-macía de las sociabilidades políticas, conservadoras, clericales y liberales, y el enfrentamiento por el control del gobierno, después de doce años de dominio conservador. Las confrontaciones que dieron lugar a la construcción del casus belli fueron las disputas por la libertad civil y política, por la secularización del Estado —“Los conservadores no percibieron las acciones liberales como un asunto de principios, sino como un ataque contra la Iglesia como institución” (Palacios y Safford, 2002: 392)— y por la igualdad política y ciudadana (Uribe y López, 2006: 240). Del mismo modo que los liberales fundaron Sociedades Democráticas, los conservadores y la Iglesia fundaron Sociedades Populares y Filotémicas y politizaron organizaciones de carácter religioso. Todo ello mues-tra una ampliación de la política partidista hacia nuevos sectores sociales —clave en la búsqueda de legitimidad estatal—, cada vez más integrados a la vida pública, visible en el incremento de publicaciones periódicas, hojas suel-tas y folletos en ciudades, distritos y parroquias, constitutivas de una esfera pública asociada a la modernidad y a la formación de opinión pública (Uribe y Álvarez, 2002). Estas formas de sociabilidad son, al tiempo, modalidades de cohesión social y mecanismos de diferenciación partidista, ambos aspectos clave para revelar la existencia de tópicos de formación estatal y de formas de conciencia social de grupos asociados de modo diferencial a ambos partidos.

En medio de las reformas liberales, los conservadores —sobre todo cauca-nos— asociados a la Iglesia católica se levantaron para oponerse a la abolición de la esclavitud, reaccionar “contra el uso de la violencia por los liberales para ganar la hegemonía política en el Cauca” (Palacios y Safford, 2002: 393) a través de tumultos, riñas, saqueos de haciendas, robos, incendios, homicidios y bandadas, por tierras y ejidos (Valencia, 1998: 37-57); para enfrentar los conflictos entre hacendados y sectores subalternos, en especial de negros y mulatos recién liberados de la esclavitud y habitantes pobres de campos y ciudades que reclamaban el derecho a la propiedad como una condición para ser libres, lo que estaba en concordancia con la propuesta liberal de la nece-sidad de poseer una renta para hacer verdaderamente libre al individuo; para ello empezaron una campaña que buscaba recuperar los ejidos de las ciudades como tierras del común (Valencia, 2008: 12-13). En el sur, los principales epicentros de los conflictos fueron las provincias de Cauca y Buenaventura, con Buga y Cali como capitales; Pasto y Popayán. Por su parte, en la región conservadora, clerical y federal de Antioquia se produjo una fuerte reacción contra las reformas liberales que tocaban la propiedad, la familia, la religión y el ordenamiento territorial, que dividía la provincia en tres partes y debili-

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taba el control territorial de los conservadores, sus mayorías en las elecciones regionales y el acceso a los cargos públicos (Ortiz Mesa, 1985; Brew, 1971). La guerra también se propagó al centro oriente del país y comprometió a Bogotá y sus alrededores, Mariquita, Ibagué, Tunja, Tundama, Túquerres, Sogamoso y Pamplona. “Dios, Propiedad y Federación” sintetiza las consignas de la guerra por parte de los conservadores, aunque “la motivación principal de la rebelión conservadora de 1851, y su común denominador en las diversas regiones del país fue el deseo de romper el dominio político del partido liberal y restaurar el control conservador en el gobierno nacional” (Palacios y Safford, 2002: 395).

La guerra tuvo entre 1848 y 1850 su período prebélico lleno de pugnas latentes en distintas regiones del país (Uribe y López, 2006: 211-237). Luego su período bélico se precipita después de las elecciones de 1851, cuando el partido conservador pierde la vicepresidencia, la mayor parte de las gober-naciones y las asambleas provinciales, y queda en minoría en el Senado y la Cámara de Representantes, lo que implicará reacciones y levantamientos en distintas zonas del país que revelaban su desacuerdo con los resultados elec-torales, casi siempre teñidos, según la contraparte, de fraude y dolo, aunque debe afirmarse que si bien las manipulaciones estuvieron presentes, no todo fue “una farsa” (Bushnell, 1994; Posada, 2000b; Annino, 1995). Por ello, es precisamente el Congreso de 1851, con mayorías liberales, el que aprueba las reformas políticas más decisivas que darán lugar a las más fuertes polémicas y disputas interpartidistas, y en donde están en juego las libertades: libertad de esclavos (mayo 21, para su aplicación a partir del 1 de enero de 1852), refor-ma constitucional con amplias libertades (mayo 24), derogación del patronato eclesiástico colonial y aprobación de uno republicano (mayo 27), libertad ab-soluta de imprenta (mayo 27), redención de censos en el tesoro público para facilitar la circulación de la tierra en un mercado abierto (mayo 30), abolición de la pena de muerte, establecimiento de los juicios por jurados, separación de la Iglesia y el Estado, establecimiento del impuesto único nacional, desafuero eclesiástico como afirmación del principio de igualdad ante la ley (mayo 14), descentralización de rentas y gastos para fortalecer la democracia local y aten-der la difícil situación fiscal, división territorial en numerosas provincias para debilitar el gobierno central y atenuar la causa principal de la lucha partidista: “la pasión por controlar los puestos y el clientelismo del gobierno nacional” (Palacios y Safford, 2002: 389). Y, finalmente, el período posbélico se da entre 1852 y 1854; en este último año se anuncia y estalla la próxima guerra civil.

Las reformas sociales y económicas de José Hilario López buscaban una mayor integración con el mercado internacional y una mayor liberalización de la vida económica, y disminuían el peso social y político de la Iglesia a través de medidas secularizantes —elección popular de los párrocos, expulsión de los jesuitas, supresión del fuero eclesiástico y separación entre la Iglesia y el Estado—. Con ello, el Partido Conservador asumió la bandera de la defensa de la Iglesia y de los jesuitas, lo que profundizó su alineación con ese partido, identificación que marcará la historia posterior de Colombia, porque ese será uno de los puntos clave de polarización entre partidos, formas de sociabilidad

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e individuos. Pero el problema para los liberales no residía en el rechazo a la religión católica, sino en la lucha contra un orden social tradicional donde el clero era el elemento central y muy influyente sobre la población (Colmenares, 1968: 33 y 85-86). En este contexto, los liberales derrotaron al conservatismo en la guerra civil de 1851 e impusieron sus reformas, pero mientras conso-lidaban su hegemonía entre 1852 y 1853, iniciaron su división interna entre gólgotas (civilistas) y draconianos (militares y cercanos al artesanado). Entre 1852 y 1854, la hostilidad entre artesanos de ruana y jóvenes universitarios de levita, culminaron con muertos y heridos, a veces, en medio de protestas artesanales por persuadir al Congreso para que los protegiera contra los bienes extranjeros (Palacios y Safford, 2002: 400-401). A ello se sumó la divergencia entre las fracciones liberales focalizada, en parte, en la figura carismática del general José María Obando, quien asumió la presidencia en 1853 respaldado por los artesanos y draconianos, expectantes por la casi segura protección contra la competencia de las importaciones de productos acabados, en oposi-ción a numerosos radicales que apoyaron la candidatura de Tomás Herrera, el general triunfante en la guerra de 1851. Las elecciones de 1853 dieron como resultado gobernadores casi iguales en número a los conservadores y liberales draconianos, mientras en el Congreso predominaron los conservadores y radi-cales, entre los cuales los draconianos eran una minoría. Este ambiente, en el que se rumoraba el debilitamiento del ejército, hizo que durante los años 1853 y 1854, los oficiales del ejército en servicio activo figuraran como un grupo de interés, que estaba siendo disminuido; las razones aducidas fueron su alto cos-to para el fisco —en la guerra de los Supremos, la hacienda nacional dispuso de 44% del presupuesto para guerra y marina (Tovar, 1987: 114)—, la necesidad de consolidar la autoridad civil —pues el único gobierno aceptable era el origina-rio en el pueblo y en el poder de la opinión— y fortalecer las libertades, todos ellos requisitos para la formación de un Estado laico, que afirmara al individuo y rompiera con regímenes de excepción como los fueros militar (Rueda, 2008) y eclesiástico (González, 1997b). Argumentaban también que la existencia de ejércitos poderosos daba lugar a un estado de guerra permanente entre el go-bierno y el pueblo (Uribe y López, 2006: 406).

Mosquera redujo el ejército de 3.400 hombres a 2.500 (1848), López a 1.500 (1849) y después de la guerra de 1851 comenzó un movimiento para de-bilitar y eliminar el ejército, que se hizo más fuerte por parte de conservadores y radicales en 1853, cuando el Congreso rechazó aumentos en la remuneración de militares activos y amenazó con reducir o eliminar pensiones (Palacios y Safford, 2002: 402-404). Los militares reaccionaron ante las medidas tomadas y las políticas gubernamentales. El líder de sus intereses fue el general José María Melo, comandante del cuartel de Bogotá, cuya supervivencia dependía de su carrera militar y no de propiedades ni de otras riquezas. Al crecer la po-lémica sobre el ejército permanente que fue reducido en 1854 de 1.500 a 800 hombres, la guardia nacional, formada sobre todo por artesanos y gentes de la clase popular, atemorizó a las élites, las cuales se armaron al amparo de una nueva ley sobre libre comercio de armas y municiones; al tiempo se incremen-

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taron las hostilidades entre élites y artesanos. Ello llevó a la asociación entre muchos artesanos y militares con algunos miembros de la clase política, con lo que se desató el golpe de Estado dado por José María Melo el 17 de abril de 1854 (Vargas, 1972; Ortiz, D., 1980; Ortiz, V., 1972).

El golpe de Estado, precedido de tensiones producidas por las reformas liberales, medidas “leseferistas” contra los artesanos, leyes seculares contra la Iglesia y disposiciones para eliminar el ejército, modificó radicalmente la posición inicialmente favorable del liberalismo radical ante la organización y movilización de los artesanos y miembros de las sociedades democráticas (Jaramillo, 1994) una vez estos desafiaron el liderazgo de los liberales gólgo-tas —jóvenes letrados— y llevaron al sector liberal draconiano al poder político con el liderazgo del general José María Melo8. Se formó entonces un frente bi-partidista liberal-conservador (los “constitucionalistas”), que desafió a sectores disidentes de su proyecto republicano (los “dictatoriales”), dirigidos por Melo.

La guerra de 1854 tuvo dos momentos: fue una guerra por la inclusión de “sectores populares y artesanales” en la vida pública, seguida por una guerra por la restauración del orden constitucional (1853-1854) (Uribe y López, 2006: 355). En cuanto al primero, debe vérsele dentro del proceso de ascenso y de-clive del “movimiento plebeyo” (Gutiérrez, 1995) que se inició entre los años 1847-1848 cuando surgieron las sociedades de artesanos y democráticas pre-ocupadas por sus intereses corporativos, afectados pronto por el librecambio, hasta convertirse en actores políticos de primer orden en la guerra de 1854. Sus demandas por la inclusión política estaban asociadas a una propuesta de orden centralizado y unitario de origen militar (dictatorial-popular) a la cual se respondió con una guerra por la restauración del orden constitucional en contra de un enemigo común —la alianza artesano-militar—, por parte de dos vertientes del republicanismo, la de los derechos (gólgotas) y la de la tradición (conservadores), las cuales habían estado enfrentadas en la guerra de 1851 (Uribe y López, 2006: 355).

Se puede dividir este período bélico de ocho meses en tres fases: la pri-mera empieza con el golpe del 17 de abril y termina con la derrota de los constitucionales en Zipaquirá y Tíquiza, asociada a una gran indecisión por la confusión reinante acerca de las reacciones del presidente constitucional José María Obando, sus secretarios, las provincias y los posibles apoyos; la segunda comienza allí y culmina en la conformación del gobierno transitorio de los constitucionales en Ibagué —en estas dos fases se producen la mayor parte de los levantamientos locales y regionales—; la tercera comienza con el cerco de Bogotá por parte de los constitucionales y termina con la batalla por la capital y el derrocamiento de la dictadura del general José María Melo.

Ante esta situación de “desborde de los sectores populares” y de un “golpe artesano-militar”, los jefes liberales gólgotas y los conservadores se aliaron

8 Entre los draconianos se encontraban miembros del ejército, civiles descontentos con el reformismo de los jóvenes gólgotas, miembros del clero y el viejo liberalismo de tipo santan-derista, centralista, proteccionista y desconfiado del utopismo y la influencia de doctrinas extranjeras (Uribe y López, 2006: 358).

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para derrotar a Melo a través de un consenso sobre la necesidad de mantener la inclusión de las masas populares, pero subordinadas a las directivas y con-troles de los partidos, “inclusión subordinada” de la movilización popular a través de mecanismos de tipo clientelista, característica de la historia política del país hasta el presente (González, 2006a: 62-63).

De lo expuesto se infiere que esta fue “una guerra por la inclusión de los sectores populares en la vida pública” (Uribe y López, 2006: 355). Aún más, esta guerra no fue un mero enfrentamiento entre las facciones del Partido Liberal, gólgotas y draconianos, sino un conflicto entre dos modelos de orden político: “un orden constitucional, la idea abstracta del Estado de derecho, ba-sado en principios universales defendido por conservadores y gólgotas, contra un orden societal basado en la idea del Estado justo, impulsado por una dicta-dura popular y particularista, que pretendía la inclusión política autónoma de las masas populares” (Uribe y López, 2006: 355-357).

La guerra de 1854 tuvo como resultado “la renuncia o reticencia de los liberales a todo intento de organización y movilización de los sectores popu-lares y la aceptación del argumento conservador de la necesidad de educar primero al pueblo antes de movilizarlo políticamente” (González, 2006a: 58). Le dieron un carácter social a la guerra y definieron un modelo de ciudada-nía social que pretendía corregir las carencias de la ciudadanía como status formulado por el lenguaje liberal de los derechos. Dos significados nuevos aparecieron en esta guerra: la presencia del “pueblo” en el espacio público, en términos políticos y bélicos, y el surgimiento de sociabilidades políticas diferentes a las de los dos partidos (Uribe y López, 2006: 399). La guerra de 1851 culminó con el triunfo del gobierno liberal sobre los conservadores y la de 1854, con el triunfo bipartidista gólgota-conservador sobre draconianos y artesanos (Valencia, 1998: 87-88). En ambas guerras es notoria la presencia de guerrillas asociadas a los partidos, como una expresión de participación polí-tica, búsqueda de reconocimiento social y defensa de sus localidades, dentro de la larga duración de la guerra irregular en la Colombia del siglo XIX, desde las guerras de Independencia hasta la guerra de los Mil Días.

En la guerra de 1851 aparecen documentadas cerca de 23 guerrillas de ambos bandos, conservadoras y liberales (Uribe y López, 2006: 483); así mis-mo, se produjeron once indultos y dos decretos de amnistía por los delitos políticos, lo que revela una combinación entre los lenguajes de los agravios y de la tiranía, y los de la clemencia y la paz, aspectos reveladores de confronta-ciones y conciliaciones interpartidistas (Valencia, 1998: 483). Por su parte, en la guerra civil de 1854, se han documentado cerca de 55 guerrillas en acción entre “melistas o distatoriales” y “constitucionales” conservadoras y libera-les gólgotas (Valencia, 1998: 484-485). Melo logró organizar un ejército de 20.000 hombres antes de la toma final de la capital por parte de los Ejércitos constitucionalistas al mando de Tomás Cipriano de Mosquera. En la posguerra hubo una combinación abigarrada de juicios políticos a los cabecillas y una cadena de indultos y amnistías; los artesanos, miembros de las democráticas y soldados de las guardias nacionales tuvieron numerosos desterrados fuera del

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país y expulsados de unas provincias a otras (Valencia, 1998: 395); cerca de 200 artesanos fueron enviados al exilio a las malsanas tierras del río Chagres en Panamá y el Darién bajo la pena de trabajos forzados, de donde pocos regresaron. El general Melo fue juzgado y deportado a México (Zambrano, 1998: 70).

El principal impacto de la victoria constitucionalista fue el control mayo-ritario sobre las provincias que lograron los oficiales militares conservadores, quienes destituyeron autoridades liberales y las reemplazaron por conserva-doras, aduciendo una simpatía por Melo. Hasta junio de 1855, los catorce decretos de indulto expedidos durante esta guerra estuvieron asociados a la rendición y el destierro, pero a partir de esta fecha los lenguajes gubernamen-tales cambiaron por los de reducción de penas, reconciliación, tranquilidad pública y búsqueda de la paz, lo que revela una necesidad del nuevo gobierno de encontrar conciliaciones posteriores a la guerra y de reordenar las regu-laciones estatales sobre la población más afectada, además de propender por un menor nivel de rencores, resentimientos, odios y animosidades entre los vencedores y los vencidos.

La guerra de 1854 se cierra con la pérdida de espacio político para los militares —al menos como fuerza decisoria en los gobiernos, aunque su papel en nuevas guerras civiles será decisivo— y la ganancia de dicho espacio por los civiles; la represión a los más connotados protagonistas de la contienda y la vuelta a la relativa invisibilidad del movimiento popular y a la necesaria intermediación de los partidos políticos para que aquel pudiese participar en la política (Uribe y López, 2006: 473). Por su parte, los gólgotas tuvieron que renunciar a su confianza en “el pueblo soberano” para sacar adelante sus ideas de transformación política y cultural.

La guerra de 1851 contribuyó a los procesos de formación del Estado a través del sometimiento por parte del gobierno liberal de las dos regiones que se constituyeron en ejes de la rebelión conservadora, Antioquia y Cauca. Al tiempo, siguieron vivas las tambaleantes, aunque siempre existentes relaciones entre el centro y las provincias, y se radicalizaron las diferencias partidistas sobre todo en torno al papel de la Iglesia en la sociedad. Los partidos se cohe-sionan aún más a través de la creación de redes de sociabilidades, tradiciona-les, modernas y de modernidad tradicional, rasgo aún más intenso en la guerra de 1854, lo que revela coyunturalmente el ascenso político de los sectores po-pulares, sobre todo dentro del liberalismo, y los temores ante su irrupción vio-lenta de parte de los conservadores y de algunos sectores liberales. La guerra artesano-militar de 1854 reveló el tipo de Estado que se quería construir por parte de las élites, con “pueblo” pero sin que este tuviera autonomía propia.

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Guerras por el régimen federal y el papel de la Iglesia en la sociedad, 1859-1862, 1876-1877, 1885

La guerra por las soberanías, 1859-1862El proceso de auge, crisis y disolución del régimen federal (Palacios y Safford, 2002: 410-414) se inicia con el triunfo de la rebelión de los Estados-regiones liderada por Tomás Cipriano de Mosquera entre 1859 y 1862, único caso de acceso al poder por parte de los rebeldes en el siglo XIX y culmina con la gue-rra de 1885 y el establecimiento de la Regeneración en 1886. Las experiencias de 1854 y 1855 habían creado en las élites liberales y conservadoras un con-senso, con interpretaciones diversas, sobre la necesidad de encaminar al país por la ruta federal, para hacer posible un equilibrio entre el gobierno central y las distintas regiones, así como entre ambos partidos, evitar la hegemonía de un solo partido y mitigar con ello cualquier “tentación de rebelión” (Uribe y López, 2008: 94-95). A semejanza de las guerras de 1851 y 1854, la guerra de 1859-1862 fue una contienda en la que las diferencias partidistas —en medio de la unificación del liberalismo y la división coyuntural del conservatismo—, las sociabilidades y el problema religioso afloraron de nuevo (Uribe y López, 2008: 39). Pese a estas similitudes, el conflicto en cuestión presentó cuatro singularidades: estar mediado por una disputa sobre los atributos y límites de la soberanía de los Estados; haberse librado entre dos fracciones del mismo aparato estatal, entre dos burocracias armadas cuyo enfrentamiento permite afirmar que fue una guerra del Estado contra sí mismo (Gutiérrez, 2004: 18); haber sido la primera guerra colombiana en la que se incorporó en el orden constitucional el derecho de gentes, lo que dejó huellas significativas en el corpus jurídico del país, aunque sin mayores efectos inmediatos y, finalmente, la de haber sido la única guerra civil del siglo XIX colombiano en la que el bando rebelde triunfó.

La guerra de 1859-1862 fue una confrontación de tres años, librada en-tre el gobierno central de la Confederación Granadina (1858) y una coalición rebelde formada por cuatro de los ocho Estados federales que la componían9, que tuvo como detonante y razón de su primera parte, disputas en torno a los atributos y los límites de las soberanías regionales, asuntos que se mantu-vieron vigentes a través de toda la guerra. En una segunda parte (a partir de julio de 1861), fueron incorporados problemas relativos a la secularización del Estado, por lo que la confrontación con la Iglesia católica y el conservatismo fue mucho más ardua y desgastadora que en la primera fase. El hecho de que los insurrectos —que se denominaban a sí mismos, “federalistas”, “patriotas” y “defensores de la constitución”— gobernaran cuatro Estados, significó que

9 Esos fueron: Santander, Magdalena, Bolívar y Cauca. Para entonces no existía el Estado del Tolima, el noveno dentro de la Federación; este sería formado en 1861 y se desprendería de Cundinamarca en medio de la guerra civil.

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la rebelión contó desde el principio con una porción importante del territorio nacional, una base de recursos, puertos, vías y población significativos, y con las ventajas de una organización política y militar existentes, ya que la es-tructura burocrática y militar de los Estados rebeldes —alcaldes, gobernadores, prefectos, empleados públicos, oficiales y suboficiales de milicias10— funcionó como la columna vertebral sobre la que se articuló la sublevación. De allí que “La guerra de 1860 representó una victoria de los poderes —Estados — regio-nales sobre el poder —Estado— central, y abrió un ciclo en el que los primeros se impusieron al segundo” (Gutiérrez, 2004: 18).

El levantamiento fue promovido y liderado por el general Tomás Cipriano de Mosquera, gobernador del Cauca para el período que iniciaba en 1859 y que contó con la oposición del partido del presidente Mariano Ospina Rodríguez. Mosquera, terrateniente esclavista caucano y viejo conservador en tránsito hacia el Partido Liberal, congregó en torno suyo a los defensores de las sobe-ranías regionales en los de Bolívar, Santander, Magdalena y Cauca. Asociados, esos Estados declararon la guerra al presidente de la Confederación, el conser-vador Mariano Ospina Rodríguez, y a sus gobernadores, funcionarios aliados y militantes de partido —“legitimistas”, “defensores de la Confederación, ins-tituciones, hogares y honor”, “abanderados de la religión y de la propiedad”, según sus versiones— en Boyacá, Cundinamarca y Antioquia, y en algunas partes del Cauca, mientras Panamá permaneció neutral.

La guerra tuvo tres fases, una inicial, que corresponde a las guerras regio-nales entre 1857 y 1859; una intermedia, entre 1860 —cuando se da la sece-sión del Estado del Cauca de la Confederación Granadina, se firma el Pacto de Unión entre los Estados rebeldes y se extiende la guerra a escala nacional— y julio de 1861, mes y año en los cuales las tropas de Mosquera toman la ciudad de Bogotá y organizan un gobierno provisorio; la fase final empieza con la re-acción conservadora a dicho gobierno, entre mediados de 1861 y mediados de 1862, cuando son derrotados los últimos focos de resistencia conservadora al nuevo régimen liberal, surgido de la guerra (Uribe y López, 2008: 93). En esta fase, el problema religioso tomó un carácter central y la Iglesia debió pagar su respaldo al conservatismo en la guerra. Luego, como resultado de la guerra, los liberales, aunque divididos entre radicales y mosqueristas, vencedores sobre la Iglesia y los conservadores, expidieron la Constitución hegemónicamente libe-ral de 1863 en la población liberal de Rionegro, en la región conservadora de Antioquia, último bastión sometido por los rebeldes, y que regiría al país hasta 1886 con un predominio liberal radical en la mayoría de los Estados federales y en el gobierno central. Solamente Antioquia y Tolima se convirtieron en la

10 Las milicias eran cuerpos irregulares que podían ser convocados por las autoridades en cual-quier momento como auxiliares de los ejércitos de línea. Estaban constituidas por individuos de la élite que no querían engancharse como combatientes regulares ni como “clérigos sueltos”. Por lo general, los integrantes de las milicias eran dueños de sus propias armas, y concurrían con ellas cuando eran convocados a filas. La compañía “Unión”, de las milicias de Bogotá, estaba compuesta por 80 jóvenes conservadores de la élite social de la capital (Quijano, 1982: 14).

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válvula de escape de los conservadores en un mar de Estados liberales durante el período federal (Brew, 1971).

La victoria de los defensores de la soberanía estatal representó la conso-lidación del experimento federal, así como la llegada al poder de una fracción política que habría de ser casi hegemónica durante los siguientes catorce años (1863-1877): el liberalismo radical (Palacios y Safford, 2002: 421-425). De otra parte, la desobediencia y resistencia mayoritaria del clero a las medidas del gobierno liberal lo llevaron a no prestar juramento a la nueva Constitución, cerrar templos, negarse a administrar los sacramentos a quienes adquirieran propiedades desamortizadas o fueran liberales confesos, hasta que se logra-ron arreglos entre la jerarquía católica y el gobierno nacional. Así mismo, la Iglesia no aceptó las medidas de secularización de la sociedad y del Estado, es decir, la abolición del fuero eclesiástico, de los diezmos y de los censos, el establecimiento del matrimonio civil y el divorcio, la secularización de ce-menterios y seminarios, la libertad de enseñanza y de cultos, y el destierro de los obispos (Gutiérrez, 2004: 36). Tampoco aceptó su separación del Estado ni la política draconiana de subordinación de la Iglesia al Estado impuesta por Mosquera y aprobada en la Constitución de 1863; ni la conversión del clero en ciudadano de segunda categoría al incapacitarlo para elegir o ser elegido para los cargos públicos; ni la “suprema inspección de los cultos religiosos, para sostener la soberanía nacional y mantener la seguridad y tranquilidad públicas”, ni la incapacidad de las comunidades religiosas para adquirir bienes raíces, ni la prohibición para los colombianos de adquirir propiedades inmue-bles inenajenables, ni la prohibición de establecer censos a perpetuidad, menos aún sobre la propiedad raíz (Gutiérrez, 2004: 38).

La defensa de las soberanías regionales y la construcción de un orden constitucional que mantuviera el carácter federal y soberano de los Estados fueron la principal bandera de los insurrectos; al tiempo, los legitimistas tam-bién esgrimieron sus argumentos acerca de una confederación sin excesos federales ni soberanías regionales, lo que revela dos formas diferentes de or-denamiento estatal. En la guerra hubo dos alianzas centrales: la unión de los conservadores con la Iglesia y la de los liberales radicales con los mosque-ristas. Desde la declaratoria de secesión del Estado del Cauca en 1860 hasta la toma de Bogotá en julio de 1861 por las tropas del general Mosquera11, el gobierno de Ospina justificó su guerra contra los rebeldes en la necesidad de restablecer el orden público y castigar a quienes habían agredido a la Con-federación separándose de esta (Uribe y López, 2008: 126). Tras la toma de Bogotá, y como respuesta a las medidas antieclesiásticas decretadas por Mos-quera, la reacción conservadora hizo de la defensa del clero y la religión uno de los temas centrales de su resistencia al gobierno provisional. La bandera religiosa se levantó en medio de la guerra, pues para los vencedores era ne-cesario aplicarle a la Iglesia drásticas medidas por su participación aliada al Partido Conservador y someterla totalmente al gobierno liberal. El hecho de

11 En abril de 1861 se enfrentaron el ejército legitimista con aproximadamente 4.325 hombres y el de Mosquera, con cerca de 3.800 hombres, previo el ingreso de los rebeldes a Bogotá.

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que las guerrillas conservadoras de Guasca12, cuyos jefes provenían de grupos terratenientes conservadores de la sabana de Bogotá, hubieran adoptado los nombres de Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola para dos de sus batallones ilustra también la mezcla de religión y política (Gutiérrez, 2004: 28). A la expulsión de los jesuitas en 1861 —por tomar parte en la guerra civil a favor de los conservadores (González, 1977: 108-109)— y del representante del Papa, el nuncio Ledochovsky, se sumaron los decretos ya señalados de desamortización de bienes de manos muertas (Villegas, 1981; Díaz, 1977; Díaz, 1978); de inspección de cultos, que otorgaba al gobierno el control de las acti-vidades del clero católico y de todas las demás religiones: sociedades bíblicas inglesas, protestantes; y de educación laica, como medida de secularización de la sociedad. Estos aspectos revelan la confrontación entre el Estado liberal y la Iglesia católica, con lo cual se produjeron los dos modos posibles entonces de construir el Estado-nación en Occidente: el conservador y católico, y el liberal y laico. En Colombia, el duelo se dio entre la Constitución Política de Rionegro (1863) —de corte liberal— y la del Syllabus errorum de Pío IX (1864) (Arango y Arboleda, 2005).

La guerra involucró gentes de toda condición social y en numerosos lu-gares de la república, y logró ampliar el número de rebeldes en armas hasta cerca de 20.000 (a fines de 1861) y de legitimistas hasta casi 10.000, lo que permite inferir que los cruces militares regionales y la alta movilidad de ejér-citos y guerrillas, asociados a necesidades de reclutamiento, abastecimientos y demás apoyos logísticos dieron lugar a cruces culturales que coadyuvaron a la construcción del Estado-nación.

Si se miran las tres fases de la guerra, sus corredores y escenarios tienden a coincidir con los presentados por la mayor parte de las contiendas civiles del siglo XIX. Su principal teatro de operaciones fue la región andina, en el tradi-cional eje que inicia al sur, en la frontera con Ecuador, y termina al nororiente, en los límites con Venezuela, pasando por ciudades principales y centros de salinas, el río Magdalena con su navegación a vapor y sus pasos claves, aso-ciados a las costas con sus puertos y aduanas.

Concluida la guerra, triunfantes los liberales radicales y mosqueristas, la Constitución de Rionegro reconoció la soberanía de los Estados, dio al gobier-no federal un papel de mero espectador en la guarda del orden público nacio-nal, y estableció que el poder ejecutivo debía solo “velar” por la conservación del orden general; le entregó al Senado el poder de veto sobre los nombra-mientos a realizar por el presidente de la República: secretarios de Estado, em-pleados superiores, agentes diplomáticos, jefes militares; colocó a los agentes del gobierno nacional en el ramo de hacienda, “militar, o cualquiera otra” bajo la inspección de las autoridades de los estados federados; asumió la guerra civil como ejercicio legítimo del “derecho de insurrección” y le dio carácter

12 Esta guerrilla que tomó a Bogotá por unas horas, el 2 de febrero de 1862, estaba formada por 1.200 hombres, dos batallones de infantería de 700 hombres aproximadamente; dos de caballería de casi 400 hombres y unos 100 tiradores; se asoció al ejército legitimista y ambos fueron derrotados.

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constitucional, pues estableció que, “en los casos de guerra civil (...) el derecho de gentes hace parte de la legislación nacional”; mantuvo el libre comercio y posesión de armas y municiones; para la reforma de la constitución exigió el voto unánime de los estados, representados por sus respectivos senadores en el Congreso de la República; determinó que el territorio que había servido de dis-trito federal se incorporara al estado de Cundinamarca, con lo cual el gobierno federal quedó dependiendo de la buena voluntad del gobierno de ese estado para su seguridad y existencia; determinó que el gobierno nacional no podría variar los jefes de las milicias de los estados, aunque estas hacían parte del ejército nacional; dio al Congreso de la República el derecho de designar cada año los “generales en disponibilidad”, y al poder ejecutivo el de nombrar entre estos al jefe del ejército, el cual sin embargo podía ser removido por la Cámara de Representantes; dio al Senado —y no a la de la Corte Suprema de Justicia— la atribución de decidir sobre la nulidad o validez de los actos legislativos de las asambleas estatales, denunciados como inconstitucionales, y estableció un período presidencial de dos años (Gutiérrez, 2004: 38; González, 2006a: 84-85). Según José María Samper, con las atribuciones dadas a los poderes, se reforzó el tráfico de influencias y abusos en las transacciones entre ejecutivo y legislativo, lo que fue evidente en el reparto de los empleos que hacía de la ad-ministración pública un mercado, y en el ámbito regional y local, el resultado del federalismo fue la legitimación de los caciques y gamonales (Samper, 1951: 320-321, 368-369). De tal manera que si bien el gobierno propio en regiones y localidades se extendió, este estuvo mediado por las formas clientelares y gamonalisticas que hicieron parte de la formación del Estado, pero que a su vez, mostraron las debilidades y deformaciones en su construcción. Precisa-mente, Sandra Morelli realiza un contraste entre el federalismo nacional de la Constitución de Rionegro y la organización interna de los estados federados, que, en su concepto, siguen adoptando trazos del modelo napoleónico de corte centralista (Morelli, 1997: 116-128). Por su parte, para Álvaro Tirado Mejía, esta guerra civil y sus consecuencias revelan la fragmentación regional como una modalidad de construcción del Estado que implicaba que ante la inexis-tencia de una clase hegemónica nacional era necesario establecer el dominio de grupos dirigentes regionales, los cuales, en medio de conciliaciones y con-flictos, marcaron el devenir de la república:

[con el federalismo] la clase dominante obró sabiamente en su propio beneficio. Ante la ausencia de una clase homogénea que cubriera al país, los sectores regionales dominantes optaron correctamente por el federalismo, evitando una pugna nacional para resolver asuntos que tenían peculiaridades regionales... el problema de la autonomía [de los Estados] era el del poder regional de los círculos dominantes, mucho más importante para ellos en cuanto más concreto y posible de ejercer que un difuso poder nacional (Tirado, 1976: 23-24).

Ahora, según Eugenio Gutiérrez Cely, los puntos principales que se diri-mieron en la guerra de 1860 fueron el tipo de federalismo que regiría en los Estados Unidos de Colombia y la secularización de la sociedad y del Estado.

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Pero la guerra no fue solo por el régimen político, si federal o central, sino también por el poder bajo formas directas o indirectas de dominación. Por otra parte, entre las consecuencias de esta guerra civil y su significado para la formación de un Estado-nación, encontramos un proyecto de seculariza-ción estatal de los liberales radicales, quienes centraron sus esfuerzos iniciales en la desamortización de bienes de manos muertas que producirá cerca de $20.000.000 para el fisco, aunque las propiedades, sobre todo urbanas (Uribe, 1976), se concentraron en terratenientes y acaudalados comerciantes de bienes raíces; los esfuerzos se centraron también en la educación en la educación laica que incrementará la cobertura, sobre todo en las escuelas primarias y tendrá destacado peso en el desarrollo de las Escuelas Normales —problemas que resurgirán en la guerra de 1876—, y en el lento y desigual avance de las comunicaciones —el telégrafo— y el sistema de trasporte (caminos, navegación a vapor e inicio de los ferrocarriles).

Guerra de 1876-1877: federalismo y cruzada religiosa

Las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX están asociadas a la pugna entre dos formas de organización estatal, el federalismo y centralismo, y a sus implicaciones para los alcances del poder ejecutivo nacional, sus re-laciones con las diversas regiones, y con el papel de la Iglesia católica en la sociedad y en las distintas regiones. Al tiempo, en los conflictos de este perío-do se destaca la importancia de los partidos tradicionales como federaciones de redes regionales y locales de poder. Tales conflictos muestran la heteroge-neidad interna de los partidos y de la propia Iglesia, que se manifiesta en la diversidad de posiciones ante el federalismo y la reforma educativa impulsada por los liberales radicales a partir de 1870.

Durante el período comprendido entre 1863 y 1878, los liberales radi-cales hicieron esfuerzos significativos para transformar los Estados Unidos de Colombia en un país secular, tolerante, ilustrado y moderno. Ello produjo resultados parciales en la educación laica (Estado educador, fundación de la Universidad Nacional de Colombia (1867), creación de Escuelas Normales con preceptores alemanes, incremento de la educación primaria, secundaria, nor-malista, técnica y superior); y una transformación lenta y parcial de métodos, prácticas y contenidos de la educación, sobre todo primaria. A su vez, cons-truyó nuevos paisajes culturales al ampliar formas modernas de sociabilidad (imprenta y prensa, sociedades científicas, agrupaciones artísticas, teatrales y musicales, tertulias literarias, sociedades académicas, masónicas, democráti-cas, eleccionarias). Produjo una mayor apertura del país a mercados externos con sus productos de exportación (oro, tabaco, quina, añil y café) e importa-ción (textiles ingleses, alimentos y bebidas, manufacturas de metal y bienes de capital, principalmente); descentralizó la administración y el fisco de la Unión federal, pero fortaleció la centralización en las regiones; incrementó algunos fiscos de los Estados con lo que se acentuaron las autonomías regionales y el poder caciquil y gamonalístico; amplió y creó nuevas rutas terrestres (caminos

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y ferrocarriles) asociadas casi siempre a puertos fluviales y marítimos (nave-gación a vapor), y medios de comunicación como el telégrafo, que iniciado en 1865, para 1875 contaba con una red telegráfica de 2.500 kilómetros y 53 oficinas, y para 1880 con 3.430 y 102 oficinas. Aplicó medidas a la Iglesia se-cular y a las comunidades religiosas para romper con su tutela sobre el Estado y sus asociados, a través de la desamortización de bienes de manos muertas, la tuición de cultos, la libertad religiosa y de enseñanza, la educación laica y la expulsión de los jesuitas; y descentralizó las guerras civiles (Ortiz Mesa, 2006; Melo, 1987: 119-172; Palacios y Safford, 2002: 365-444, 447-489).

Fueron evidentes las dificultades para producir transformaciones de en-vergadura en una sociedad predominantemente tradicionalista y bastante sometida a la fuerza de la costumbre y al dominio de la Iglesia, de los gamo-nales, caciques y partidos políticos. Las reacciones de sus opositores y, aun de fracciones internas del partido de gobierno, fueron permanentes; gran parte del conservatismo y de la Iglesia católica luchó arduamente para tomar la dirección del gobierno y cambiar el modelo federal; fueron a la guerra civil para defender “la civilización cristiana” y “regenerar la nación” del “complot masónico-liberal” encaminado a eliminar la enseñanza religiosa de las aulas (Rausch, 1993: 84-105), según las pastorales de los obispos del Cauca y An-tioquia (Mejía, 1943; Canuto, 1872; González Gutiérrez, 1876: 45; Montoya, 1876: 1.087-1.092).

Los problemas más relevantes de la guerra civil de 1876, en relación con los procesos de formación del Estado, fueron la reforma educativa —si se tiene en cuenta que una de las claves de moldeamiento del Estado-nación en nuestro país fue la institución educativa o la escuela, mediante la trasmisión de saberes, conductas y comportamientos; un estilo de vida asociado, bien al saber religioso o bien a este y a formaciones técnicas, jurídicas o médicas, y evaluado de maneras diversas (Cortés, 2000; Gutiérrez, 2000)—, las relaciones conflictivas entre el Estado liberal radical y la Iglesia —dado su peso social, económico y político en la vida pública y privada, y su innegable papel en la configuración del Estado y de la nación colombiana, en el contexto y búsque-da de aquel por limitar al máximo su tutoría estatal y societaria y remitirla al campo de lo privado—, y las tensiones regionales y locales entre sí y con el gobierno de la Unión, atravesadas por los intereses y pugnas partidistas y por las sociabilidades de todos los órdenes, en el contexto de una economía vulnerable13.

13 Los deficientes sistemas de producción, procesamiento y empaque del tabaco en Colombia lo hicieron menos competitivo, a lo que se sumó (1869-1871) la apertura del canal del Suez, que abarató los costos del tabaco de las Indias Holandesas; la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) que deprimió las importaciones alemanas y causó una sensible caída de los precios externos e internos del tabaco en Colombia; y la unificación aduanera alemana que elevó los derechos arancelarios al tabaco en la década de 1870; además, en la misma década sobrevino en Ambalema una enfermedad de la planta conocida como “el amulatamiento”, que ayudó a acelerar su crisis definitiva. En este contexto, entre 1874 y 1877 se produjo un corto período de recesión y momento crítico en Colombia que ha sido caracterizado como de estancamiento de todos los índices de crecimiento real y de una fuerte agudización en

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En la denominada “guerra de las escuelas”, “de los curas” o “de los obis-pos”, entre julio de 1876 y julio de 1877, liberales radicales en el gobierno e independientes se asociaron coyunturalmente para derrotar al conservatismo y a la Iglesia, y lo lograron. Esta guerra tuvo entre sus características más notorias: el decisivo papel cumplido por obispos, sacerdotes, comunidades re-ligiosas y fieles católicos en ella; el uso del telégrafo por primera vez en una guerra civil colombiana: su operación costó el valor equivalente al 118% del presupuesto total de la nación para el año de 1878 (Palacios, 1995: 44); la introducción de fusiles de precisión remington —5.500 importados de Nueva York por el gobierno radical y cerca de 3.000 en poder de los conservado-res—, con sus consecuencias en altos niveles de mortalidad, pues hubo 10.000 muertos aproximadamente; el alto número de combatientes en ambos bandos: 30.000 en los ejércitos regulares liberales y 10.000 en los ejércitos regulares conservadores, y una amplísima guerra de guerrillas conservadora con cerca de 5.000 hombres (Álvarez, 1989; Ortiz Mesa, 2005).

La guerra tuvo tres fases. La primera se produjo entre julio y noviembre de 1876, cuyos principales enfrentamientos se produjeron en los Estados del Cauca (Los Chancos, 31 de agosto de 1876), Boyacá, Cundinamarca y Tolima. Después de la última batalla del año (la de Garrapata, Tolima), entre el 20 y el 22 de noviembre de 1876, sucedieron eventos que le dieron a la guerra ca-racterísticas más irregulares: se produjo la renuncia del presidente del Estado de Antioquia, la toma y saqueo de Cali por el militar radical David Peña en diciembre de 1876, acompañado de cerca de 2.000 negros caucanos, y arrecia-ron con mayor fuerza las guerrillas conservadoras del centro oriente del país, poniendo por momentos en jaque a la capital de la república. Sin embargo, el gobierno liberal llevaba la iniciativa, aunque la guerra ya completaba casi seis meses. En medio de difíciles condiciones fiscales, gastos y prevenciones de las legaciones extranjeras con respecto al futuro del país, el gobierno de la Unión aún tenía tres problemas por resolver: someter al Estado de Antio-quia y rodearlo por todos los flancos posibles para tomar a Medellín (Archivo Histórico de Antioquia, 1877); someter el sur del Estado del Cauca, con su eje en Pasto, quien tenía apoyos de conservadores ecuatorianos que alcanzaban hasta Túquerres (Archivo Central del Cauca, 1877), así como de auxilios de distritos conservadores que llegaban hasta las goteras de Popayán; y someter las numerosas guerrillas conservadoras del centro oriente, el dolor de cabeza del presidente y su equipo de gobierno: cerca de 90 guerrillas entre Bogotá y los Estados de Boyacá y Santander, y entre el de Cundinamarca y el norte del Tolima.

En la una segunda fase de la guerra, entre enero y abril de 1877, se pro-dujo una combinación de luchas y estrategias entre ejércitos regulares y guerra de guerrillas; siendo esta última fue preponderante. Debe resaltarse la confi-guración de guerrillas conservadoras que sumaron cerca de 45 en el Estado de Cundinamarca14, alrededor de 30 en el de Boyacá (“Informe del Secretario

1876-1877, asociado a la guerra civil (Ocampo, 1984: 112, 203-254).14 El Estado de guerra, Bogotá, 1876-1877. Archivo General de la Nación (AGN), Fondo Re-

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General…”, 1877), y un poco más de 20 en el de Santander (Díaz, 1999), sin descuidar sus nexos con las guerrillas, menos numerosas, de los distritos del Estado del Tolima15 que comunicaban a las del altiplano con el río Magdalena, por los caminos que se dirigían a los teatros de operaciones de los ejércitos liberales. La preocupación del gobierno liberal por la extensión de la guerra, la presión de la guerra irregular sobre ricos y pobres y la falta de definiciones militares contundentes exigían definiciones prontas, máxime porque los ejér-citos liberales eran mayores en número, armamento, municiones, abastos y estrategias. En la batalla de La Donjuana, en Santander, el 27 de enero de 1877 triunfaron los liberales y dejaron en el campo un número de víctimas muy alto: 30% de los combatientes (Cubides, 2006: 213). Luego se logró someter a comienzos de abril al Estado de Antioquia, seguido de los reductos caucanos (Pasto) y santandereanos (hacia el oriente), y propinarle derrotas, rendiciones, indultos y amnistías a las resistencias guerrilleras conservadoras, en una ter-cera fase de la guerra, entre mayo y julio de 1877.

Como se afirmó, las guerrillas tuvieron una presencia permanente en esta y en las demás guerras civiles, estuvieron casi siempre asociadas a los partidos y, así, se movieron entre la legalidad partidista y la ilegalidad de la guerra irre-gular; también se constituyeron, en algunos casos, en instrumentos de ascenso social, participación política, defensa de territorios propios y dieron lugar a jefaturas políticas y a un paralelismo político-administrativo en materia de recolección y apropiación de dineros públicos, a tal punto que ellas admi-nistraron rentas comunes de los distritos bajo su jurisdicción e impusieron sistemas de tributación (Palacios, 1999: 252); y en cuanto a la administración de la justicia, suspendieron términos y prescripciones, presionaron indultos, destruyeron archivos judiciales y liberaron presos (Aguilera, 2000: 303). Con ello se produjo un aprendizaje local en lo relativo a sus administraciones mu-nicipales, de tal modo que las guerrillas fueron una escuela de formación estatal sui generis. Pero, además, el peso de la guerra irregular estuvo asociado a una menor institucionalización de la fuerza pública en un período de ejér-citos regionales y a una mayor probabilidad de que la guerra se privatizara al adquirir un carácter irregular (Cubides, 2006: 200-201).

Algunos aspectos enunciados permiten observar avances en la configu-ración del Estado y de la nación, en términos del copamiento de territorios,

pública, Secretaría de Guerra y Marina, 1876-1877, t. 1019 y 1020. Biblioteca Luis Ángel Arango, Archivo de la guerra de 1876. Bogotá. Correspondencia, documentos y planos relativos a la guerra de 1876 a 1877. Bogotá, 2 de febrero de 1877, f. 250.

15 AGN, Estados Unidos de Colombia. Estado Soberano del Tolima. Comandancia General de la División López, 5.ª del Ejército de occidente. Cuartel General en Flandes, noviembre 21 de 1876, f. 0032; de D. R. Delgado al Secretario de Guerra y Marina. Plano de las Operaciones que han de ejecutarse en la campaña que ha de abrirse contra las guerrillas de Mochuelos y Fusagasugá con las fuerzas del Sur y Centro del Tolima, y de la Columna de Tequendama. Archivo Histórico de Ibagué (AHI), Espinal, enero 4 de 1877, f. 595. De Ignacio Manrique al Alcalde de Ibagué. AHI, Sección República, Caja 118, Legajo 2, documento 2. Estados Unidos de Colombia, Estado Soberano del Tolima. Prefectura del Departamento del Norte. De Fruto Santos al alcalde del distrito de Ibagué. Ambalema, enero 18 de 1877, f. 92.

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formas más amplias de comunicación y de circulación de noticias, incremento de la cultura impresa y numerosas formas de sociabilidad. Al tiempo, la gue-rra también revela “cierta organización administrativa, un sentido de plani-ficación”, ya que en breves lapsos de tiempo “debían acopiarse y distribuirse cantidades de recursos humanos, financieros, materiales y de armas” (Palacios, 1999: 252). Por su parte, los ejércitos regionales funcionaron durante el perío-do federal como claves de identidades regionales, mientras la Guardia Colom-biana hizo las veces de un cercano Ejército nacional muy fragmentado. Así, Colombia se acercaba a la formación de un ejército profesional a comienzos del siglo XX, cuya ocupación fundamental fue el orden interno en tiempo de paz y de guerra civil, dejando al azar la seguridad fronteriza.

La guerra destruyó riqueza nacional por unos veinte millones de pesos (Álvarez, 1989), cuando el gobierno federal funcionaba anualmente con cuatro millones de pesos. Según datos referidos por Marco Palacios, la operación de la guerra costó el valor equivalente a 118% del presupuesto total de la nación para el año de 1878 (Palacios, 1995: 44). Además, en el año económico de 1878 a 1879 hubo un déficit de $1.211.637, que unido al de $1.000.000 que había al final del servicio en curso y a los $7.000.000 de deuda ocasionada por la guerra, aumentó a un poco más de $9.000.000 la deuda interior y exterior del Estado colombiano. En tales condiciones, la debilidad del fisco fue pro-nunciada, aunque debe señalarse que durante la década de 1870 los gobiernos liberales cumplieron los compromisos de la deuda externa, pero con ocasión de la guerra, estos se vieron interrumpidos. Con los dineros del Tesoro Público fueron atendidos los gastos de un ejército de 30.000 hombres, a quienes se les proveyó todo lo necesario para enfrentar a “los rebeldes” y, en la medida de lo posible, abreviar la guerra para que el país no se viera sometido a una crisis económica de mayores proporciones a las ya señaladas. Desde el 1.º de septiembre de 1876 hasta el 2 de noviembre de 1877 se gastaron por parte del gobierno nacional $ 158.956,60 en vestir y equipar tropas para la guerra.

El crédito obtenido por el radical Santiago Pérez para la obtención de fu-siles Remington en Nueva York se pagó en parte con los fondos obtenidos del empréstito forzoso asignado al Estado de Antioquia, decretado a raíz de su so-metimiento al gobierno, por valor de medio millón de pesos. El arrendamiento de los vapores utilizados para organizar la flotilla del Magdalena tuvo un alto costo; si solo evaluamos el servicio prestado por seis vapores, los pagos ascen-dieron a $195.877,15. Sabemos que a todos los miembros del ejército liberal que estuvo en campaña no se le pagaron sueldos íntegros durante algunos meses, porque los recursos del Tesoro no lo permitieron. Como consecuencia de esto, se quedó debiendo una parte de su haber mensual a jefes, oficiales y a muchos individuos de tropa que el gobierno dispuso se pagara en libranzas de aduanas y salinas, sus dos principales rubros fiscales.

El valor de las exportaciones y las importaciones disminuyó (Ocampo, 1984), igual que las inversiones del gobierno; negocios de particulares y ex-tranjeros se paralizaron en parte, pues los puertos habilitados (Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Riohacha, Cúcuta, Buenaventura y Tumaco) y la na-

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vegación por el río Magdalena sufrieron interrupciones. Sin embargo, el con-trabando se exacerbó en abastos y ganados (Laurent, 2001), presionados por las necesidades de subsistencia de muchas poblaciones y por la búsqueda de enriquecimiento de comerciantes medios y pequeños, al aumentar los valores de productos como la sal y la carne.

Durante la guerra se exigieron aportes en dinero y bienes a muchos indi-viduos, a quienes se les entregaban pagarés para reconocerles lo adeudado con recursos del fisco; otros no tuvieron estas garantías, ya que fueron saqueados por guerrillas, por lo que perdieron sus haberes. Hubo muchos reclamos por empréstitos cobrados por el gobierno a particulares, lo que permite observar la deuda estatal y los numerosos tributos solicitados para resarcir gastos en la guerra. Estas medidas gubernamentales para obtener recursos durante la guerra originaron numerosos reclamos y el Estado fue demandado en varias ocasiones por nacionales y extranjeros por supuestos abusos. En el caso de los extranjeros residentes en el país, los tratados vigentes prohibían su parti-cipación a favor de los rebeldes y oficialistas, por su parte el gobierno debía proteger su vida y bienes; en caso de daños a sus bienes podían solicitar in-demnizaciones y el reclamante debía probar su neutralidad. Los extranjeros residentes en el país no fueron todos neutrales y algunos prestaron servicios generosos e interesados en la guerra civil, asilando a numerosos nacionales en sus casas o cubriendo con su nombre las propiedades más amenazadas, sin faltar obviamente quienes compraron a vil precio todo cuanto podían. El gobierno fue muy cauteloso y ofreció varias prerrogativas a los extranjeros, quienes para proteger sus inversiones no vacilaron en ubicar embarcaciones de guerra en los puertos para presionar pagos o indemnizaciones. Finalizada la guerra, las reclamaciones de extranjeros por perjuicios no se hicieron esperar.

Una innovación introducida en esta guerra fue la de confiscar bienes de conservadores y rematarlos, así ocurrió en zonas de Cundinamarca y Santan-der, lo que implicó devoluciones en dinero y restitución de los bienes entre 1878 y 1880, a través de numerosas sentencias de la Corte Suprema Federal, que muestran una evidente y eficaz acción de Estado (Arenas, 2009). Como se sabe, en la guerra lo que unos perdieron otros lo ganaron: ricos de Medellín, Bogotá y la costa Atlántica hicieron jugosos contratos con sus respectivos go-biernos valorando positivamente sus empréstitos, sus préstamos y sus aportes en distintos campos económicos16. De otra parte, la guerra generó cantidad de ocupaciones difíciles de evaluar en términos de una economía formal, pero una lectura atenta de la documentación permite afirmar que fueron muchas

16 El vestuario dejó sus ganancias a los señores Bonnet y Cía. de Bogotá. En Medellín, el go-bierno del Estado contrató con los comerciantes Gabriel Echeverri, Próspero Restrepo, Delio A. Isaza y Alonso Ángel, para confeccionar 7.500 vestuarios de tropa y 500 de oficial a razón de $10 cada uno. A fines de abril de 1877, el gobierno de la Unión realizó un contrato a través del Intendente de Hacienda y Guerra del ejército del Atlántico, Nicolás Fajardo, y Joaquín de Mier, que consistió en la confección, según el modelo francés, de dos mil juegos de vestuarios de cuartel a razón de $7,50 cada juego, y de parada a razón de $12 cada juego, por valor de $ 19.500.

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y variadas. Podría afirmarse que las ocupaciones que brindó la guerra fueron superiores a las que existían en tiempos de paz.

Según Salomón Kalmanovitz, el federalismo creó una división de poderes horizontal entre un nivel nacional y otros regionales y se caracterizó por un gobierno central débil, “sin un reparto adecuado y controlado de los medios de violencia, que no podía imponer un orden nacional consensuado ni mantener un libre comercio entre los gobiernos sub-nacionales” (Kalmanovitz, 2006: 115). En esas condiciones, ese gobierno fue seguido de una anarquía política, raquitismo fiscal y guerras civiles en las que se destacaron caudillos de ambos partidos. Los impulsos caudillistas fueron dominados por el poder civil, que finalmente organizó un ejército profesional en el siglo XX (2006: 115). De una parte, el calificativo de “anarquía” es subjetivo y estigmatizante, y surge de las posiciones políticas de los independientes y conservadores acerca del régimen radical, visto por estos como “la anarquía organizada en gobierno”, en la pers-pectiva de sustituirlo por otro régimen. En cuanto al Estado central débil, ello es cierto, pero a su vez debe mirarse la otra parte de esta configuración esta-tal: los Estados soberanos poseen desigual fuerza, según su papel estratégico (caso de Panamá), su peso económico (Antioquia, Panamá y Cundinamarca, los cuales no sufrieron de raquitismo fiscal), su impacto demográfico (Boyacá, Cundinamarca, Santander, Cauca). Evidentemente, “la ausencia de un fuerte árbitro central propició una competencia entre los Estados soberanos, tanto en la política (guerras civiles) como en la economía (aduanas internas) que impidieron la conformación de un orden político consensuado y estable y de un mercado interno (2006: 115).

La guerra de 1885: el fin del régimen federal y el inicio del régimen central

La guerra civil de 1885 fue la expresión definitiva de la crisis del régimen federal y la apertura de la Regeneración conservadora. Las tradicionales po-larizaciones y divisiones partidistas desembocaron en la guerra civil, siempre concebida como “inevitable fatalidad” o como “la única alternativa” que les quedaba “a quienes se autoperciben como los verdaderos defensores de la ins-titucionalidad para defender la Nación de manos de quienes quieren destruir-la” (Uribe, 2001: 21). La guerra estuvo precedida por una deteriorada situación fiscal del gobierno dada la caída de las exportaciones de tabaco, algodón y añil entre 1875 y 1883, cuando los ingresos por aduanas constituían las dos terceras partes del ingreso estatal (Deas, 1993). En parte, estos fenómenos incidieron en la guerra civil, pero también las posiciones intransigentes de las partes: los radicales no aceptaban las propuestas nuñistas y sus modos de llevarlas a cabo y los independientes habían roto con sus contrapartes libe-rales y ponían en cuestión los aspectos centrales de sus logros, los que veían perjudiciales para el país. La guerra revelaba en buena medida los anhelos de la joven generación radical de mantener el modelo liberal incólume. En síntesis, Rafael Núñez, Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro, asociando con-servadores y liberales independientes, reaccionaron ante el federalismo y sus

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defectos con una lucha frontal contra todos los elementos que conducían a la fragmentación del Estado y de la “nación”: los enfrentamientos Iglesia-Estado, la descentralización fiscal, los localismos y regionalismos, es decir: “Se retoma la idea de la soberanía residente en la Nación, que es concebida como una unidad orgánica, homogénea y corporativa, por encima de particularismos y regionalismos” (González, 2006a: 135). Si bien el proyecto unificador o de “sociedad nacional integrada” se impuso, el hecho de que se hubieran produ-cido dos guerras civiles posteriores (1895, 1899-1902) permite comprender sus limitaciones.

La guerra tuvo dos momentos: el primero se produjo entre agosto y di-ciembre de 1884; y el segundo entre enero y julio de 1885. El escenario de su primera fase fue el Estado de Santander, donde surgió la rebelión por luchas electorales, fraudes e intervenciones del gobierno de Núñez en su territorio, y se extendió a Cundinamarca, Boyacá, Tolima y Panamá17. La segunda fase se produjo en los Estados de Tolima, Bolívar, Magdalena, Cauca, Tolima y Antioquia, y tuvo en el levantamiento y posterior periplo del joven radical Ricardo Gaitán Obeso su más importante hito, cuando logró controlar parte del río Magdalena, llegar a Barranquilla, recibir respaldos de comerciantes, organizar una fuerza de mil hombres y hacerse a los dineros de la aduana (Deas, 1993: 121-173). Con las informaciones obtenidas por Núñez acerca de los acontecimientos en Cartagena sobre la derrota de Gaitán Obeso, y en la Humareda, despedazado el ejército de los radicales, este salió al balcón de Palacio y anunció que la Constitución de Rionegro había dejado de existir y que había que redactar una nueva que superara “la anarquía y los particu-larismos” del régimen federal y la descentralización política, fundado en el fomento a la unidad nacional, la integración del país a través de la comuni-cación fluida y las obras materiales entre el litoral y el interior, el comercio entre las regiones, la superación de los perjuicios que la guerra había pro-ducido en la agricultura, el comercio y la industria, el mantenimiento de un ejército nacional fuerte para aclimatar la paz y facilitar la unidad nacional, y la liquidación de los enfrentamientos con la Iglesia católica, una frontera que cada vez más separaba a los partidos políticos. El programa nuñista buscaba abarcar distintos aspectos clave para la construcción de un Estado fuerte con sentido social —aspecto este que ya se encontraba en el régimen radi-cal— y crear sentimientos nacionales a través de la interacción regional y el papel cohesionador de la Iglesia en la sociedad (González, 2006a: 133-134). Pero, a su vez, Núñez consideraba que su proyecto podría llevarse a cabo excluyendo a sus adversarios, los liberales radicales (González, 2009).

17 Seguiré algunos apartes del texto inédito de Ortiz Mesa (2007: 50-62) en lo que respecta a la guerra civil de 1885, sobre la cual he realizado una síntesis basado en los estudios existentes sobre ella.

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Guerras por la centralización y contra la exclusión

Con la culminación de la guerra de 1885 y el triunfo de la alianza del libe-ralismo independiente con los conservadores y la Iglesia católica, la crisis del régimen federal llegó a su fin y se abrió la Regeneración, fundada en la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887 entre Colombia y la Santa Sede (Palacios y Safford, 2002: 447-489). La Regeneración (Melo, 1989; Ortiz Mesa, 2010) fue una excepción dentro del contexto latinoamericano liberal y representó uno de los proyectos más importantes de construcción estatal en la Colombia del siglo XIX, y si bien la “nación” fue asumida como católica por sus adalides, dejó por fuera a quienes no aceptaran ese credo y estigmatizó a quienes aceptándolo, los liberales, no consideraban que la religión católica debía constituirse en legitimadora del nuevo régimen. Desde el punto de vista administrativo, significó una ruptura casi total con las instituciones y la or-ganización político-administrativa heredada del régimen liberal radical (1863-1878), pues reemplazó un modelo federal por una república unitaria que había que construir a través de negociaciones con regiones, localidades, facciones partidistas y opositores. En la economía: hizo énfasis, entre las doctrinas del laissez faire, en un sistema en parte proteccionista. En la política: dio lugar a un gobierno conservador y centralista, fundado en un Partido Nacional, al tiempo que restringió las libertades civiles y limitó la participación política de la oposición liberal. En el campo ideológico: produjo una transformación en el discurso de la civilización, pues los conceptos de orden y autoridad se impusieron al principio de libertad —“república autoritaria”, decía Caro—, y fue modificada la función social de la Iglesia católica, a la cual se le dio un tratamiento preferencial. Finalmente, fueron erigidos el himno, el escudo, el mapa, la constitución y el Sagrado Corazón de Jesús (1898) como símbolos de la edificación del nuevo Estado-nación” (Martínez, 2001, 431). Se trata enton-ces de un modelo de Restauración católica, basado en la tradición hispánica de unidad religiosa, lingüística y legislativa, que otorgaba a los colombianos una doble ciudadanía, española por origen y americana por nacimiento. Margarita Garrido bautizó el proyecto cultural de la Regeneración como “la ciudadanía de la República cristiana”, sintetizada en el lema “Dios y patria” (Garrido, 1995). Este atributo del catolicismo es complementado por Armando Martínez, con tres atributos más:

1) La conservación de la tradición hispana en la formación de la “perso-nalidad nacional”, es decir, la conservación del espíritu del catolicismo como proyecto cultural básico de la nación colombiana; la tradición casuística y la moral cristiana que representan la continuidad histórica de la civilización “providencial” española: religión católica, lengua, costumbres y tradiciones como el honor, la honra, la magnanimidad, la religiosidad y el heroísmo deben oponerse a la moral utilitaria inglesa y al romanticismo francés; la cultura re-ligiosa y civilización material fueron nuestros legados y constituyen “nuestra herencia nacional”, según Miguel Antonio Caro; 2) el perfeccionamiento del

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uso escrito de la lengua castellana: mantener la unidad, la uniformidad y la pureza de la lengua castellana, “el bien hablar” y la “conservación del espíritu español en las letras colombianas” contra tres décadas de afrancesamiento, fundada en las tradiciones literarias contra los provincialismos americanos, como eje cultural de la nación, pues “nada… simboliza tan cumplidamente a la patria como la lengua”, según Rufino José Cuervo. 3) El recorrido por el camino de la civilización, que no es otro que el perfeccionamiento de la idea cristiana y destino cultural de toda la humanidad para obtener la paz, el orden social y el progreso; la pacificación social contra las guerras civiles por tra-tarse de obstáculos en el camino de la civilización; la instrucción del pueblo; la armonización de las razas para equilibrar “las facultades mentales y las inclinaciones naturales” del pueblo (Martínez, 2002: 5-27).

Dos guerras civiles debió enfrentar el gobierno regenerador al excluir casi totalmente a sus adversarios del poder entre 1886 y 1902.

La guerra civil de 1895La Regeneración perdió popularidad hacia mediados del decenio de 1890, pero muy tempranamente los conservadores históricos, disidentes del Partido na-cional, se dieron cuenta que era necesario evitar las polarizaciones excesivas con el liberalismo para establecer una paz básica y poder desarrollar econó-micamente el país. El centralismo generó el descontento de muchos políticos y caciques regionales, porque limitaba su autonomía en los ámbitos locales y seccionales de poder (González, 2006a: 145); a su vez, las políticas de exclu-sivismo político implantadas por Caro, las restricciones a la libertad de prensa y la manipulación del sistema electoral despertaron el rechazo de la dirigen-cia liberal. A ello se sumaba el disgusto de sectores comerciales y bancarios, cuyos intereses se veían afectados por sus medidas económicas y fiscales del régimen, y el descrédito del gobierno a causa de los escándalos de corrupción en los contratos de ferrocarriles y las emisiones secretas de papel moneda del Banco Nacional (González, 2006a: 145; Palacios, 1983).

La reacción a las medidas de Caro provenía también de una parte im-portante del Partido Conservador. Al conservatismo nacionalista encabeza-do por el mandatario se oponía, desde principios de la década de 1890, el conservatismo histórico, una fracción que buscaba evitar las polarizaciones con sus adversarios, mantener el centralismo político, aplicar la descentrali-zación administrativa, respetar las libertades, enderezar las finanzas públicas y propender por el acercamiento con los liberales (Ortiz Mesa, 1992: 27-42). Esta división afectó tanto la organización política como el aparato militar del gobierno, y animó a los liberales belicistas a preparar su conspiración contra el presidente, confiados en que la coyuntura era favorable para el éxito de su empresa (Bergquist, 1981: 47-49). Desde su triunfo en 1892, Caro defendió el sistema monetario y el régimen de papel moneda —criticado por los liberales porque no facilitaba la libre estipulación— al sostener que había estimulado el crecimiento de la minería, la agricultura y las manufacturas. A su vez, el go-bierno se movía en un clima de aumento de exportaciones e importaciones en

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el cual el café era el jalonador principal de la economía. Por su parte, el libera-lismo se organizaba desde 1892 bajo la dirección de Santiago Pérez y acercaba sus puntos de vista a los del conservatismo histórico, exigiendo al gobierno libertad de prensa, sufragio efectivo, abolición del Banco Nacional, liquida-ción de las emisiones de papel moneda y su amortización; pedía descentralizar los ingresos gubernamentales para estimular el desarrollo de las regiones y denunciaba la dependencia del gobierno de los monopolios fiscales. Caro, al evaluar el “entusiasmo bipartidista” y descubrir planes de revuelta contra el gobierno en 1893, aplastó la ya débil oposición liberal y suspendió y multó periódicos de ambos partidos. Los históricos arreciaron sus críticas al sistema económico regenerador y creció la hostilidad entre las dos fracciones del con-servatismo, en un ambiente que se caldeó aún más ante la muerte de Núñez en septiembre de 1894 y que llevó a sectores liberales a impulsar una revuelta armada como el único camino hacia el poder político (Bergquist, 1981: 50-55).

La organización del movimiento estuvo asociada también al destierro de la plana mayor del liberalismo y a dos revueltas sociales en Bogotá: la del 15 y 16 de enero de 1893 en contra del incremento del costo de vida, hostil contra la institución policial (cinco de seis comisarías existentes en Bogotá, las casas del ministro del Interior, el alcalde de Bogotá, un juez de paz y un articulista conservador que trató con violencia verbal los medios populares bogotanos, y el edificio de las religiosas del Buen Pastor donde se encontra-ban 270 detenidas son saqueados, tras lo cual queda un muerto y 20 heridos) y con importante participación de artesanos (Aguilera, 1997); la segunda se dio en junio de 1894, cuando “el pueblo de Bogotá” atacó la casa del expre-sidente Carlos Holguín (Frédéric, 2001: 514); pero, además, las irrupciones de la policía en reuniones secretas de radicales y los arrestos —entre 200 y 300 detenidas después de la insurrección de enero y muchas deportadas— no deja-ban tranquilo al gobierno. También contaba la persistente amenaza y rumores de una insurrección liberal en los inicios de esa década, que implicaba para el gobierno la vigilancia de las conspiraciones políticas, en las cuales debió jugar un papel prioritario pero desigual, por el desprestigio de la autoridad, una Policía moderna cuyos inicios se remontan a 1888. El liberalismo recogió, en parte, la protesta e inconformidad social para darle un golpe al régimen regenerador (Aguilera, 1997).

La guerra civil de 1895 duró tres largos meses y fue la más corta de las contiendas armadas nacionales del siglo XIX colombiano. Librada entre los meses de enero y abril, enfrentó a una fracción belicista del Partido Liberal, comandada por el general Santos Acosta, con los ejércitos del gobierno del presidente conservador Miguel Antonio Caro. Estos últimos resultarían vence-dores gracias a la capacidad económica, militar y organizativa de su ejército, que contrastaba con la escasa organización y coordinación que los jefes re-beldes dieron a su movimiento. La contienda civil de 1895 puso de manifiesto el malestar de sectores liberales con el régimen autoritario y excluyente de la Regeneración, exacerbó las divisiones que desde años atrás existían tanto en el Partido Liberal como en el Conservador, y creó, en parte, las condiciones

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políticas que habrían de llevar, cuatro años más tarde, al estallido de la Guerra de los Mil Días.

La guerra de 1895 se desarrolló principalmente en el centro oriente del país y luego se extendió a Tolima, Valle del Cauca y los Llanos Orientales; vencidos los revolucionarios del centro del país y sometidos en virtud del Convenio de Beltrán, el gobierno controló el Río Magdalena, (eje fundamental en toda guerra), la costa Atlántica y el Departamento departamento de San-tander. En esta contienda, el incremento del ejército llegó a 49.000 hombres en pie de guerra, la mayoría con asiento en los departamentos, lo que estuvo, en parte, asociado a la creación en 1891 de la Academia Militar (cerrada en 1899), dirigida por el general norteamericano Lemly, mientras el alemán Warming ejerció como instructor de artillería.

La derrota de los rebeldes de 1895 hizo que las condiciones del juego po-lítico durante los años siguientes fueran aún más adversas para el liberalismo. La guerra recrudeció las políticas autoritarias y excluyentes de Caro dirigi-das ahora no solo a los liberales sino también a los conservadores históricos, acusados por el mandatario de simpatizar con la rebelión (Palacios, 1992: 92-93). Signada por la intransigencia, la nueva actitud del gobierno truncó por completo las esperanzas reformistas del Partido Liberal, lo que fortaleció la posición de la vertiente belicista en su dirigencia (González, 2006a: 152). Con ello, Rafael Uribe Uribe buscó la dirección del partido, lo que intensificó la división liberal y el distanciamiento entre el conservatismo nacionalista y el histórico, con lo cual se prepararían los ánimos para una nueva rebelión (Palacios, 1992: 71-81). Además de las razones aducidas, Marco Palacios con-sidera que el régimen de Caro se desplomó debido al “doctrinarismo oficial, la inestabilidad de la economía exportadora y las presiones fiscales” (Palacios y Safford, 2002, 463).

La guerra de los Mil Días La Guerra de los Mil Días, librada entre octubre de 1899 y noviembre de 1902, fue hasta entonces la contienda civil más larga y sangrienta de Colom-bia (Sánchez y Aguilera, 2000). Desencadenada por la lucha entre la fracción belicista del liberalismo y el gobierno conservador nacionalista de Manuel Antonio Sanclemente y José Manuel Marroquín (1898-1904), dejó cerca de 100.000 muertos; un país con una economía exhausta y en una profunda crisis económica y fiscal; debilitó por muchos años al Partido Liberal y mostró que “el Estado colombiano todavía era muy débil y se basaba solo en un frágil consenso entre las élites” (Fischer, 2000a: 82); fue decisiva en la pérdida del Istmo de Panamá, lo que mostró la languidez del sistema político; perpetuó en el poder al Partido Conservador hasta 1930 y mantuvo el enfrentamiento entre los partidos, dos comunidades escindidas por diferencias políticas y religiosas que fortalecieron sus imaginarios de exclusión entre ambos (González, 2009: 76-95).

La guerra tuvo tres fases. En la primera, los combates se iniciaron en Santander a mediados de octubre de 1899, y durante los ocho meses siguientes

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estuvieron concentrados en ese departamento. Allí tuvieron lugar dos de las más importantes batallas: la de Peralonso, en diciembre de 1899, donde triun-faron los liberales, y la de Palonegro, en mayo de 1900, donde el liberalismo sufrió su mayor derrota, cuando se enfrentaron el ejército conservador con 18.000 soldados y el liberal con 8.000, lo que dejó 2.000 muertos en el cam-po de batalla. Después de la derrota de Palonegro se produjo una explosión de fuerzas guerrilleras liberales que llegó a cerca de 329 en todo el territorio nacional, con énfasis en las regiones cafeteras y, sobre todo, en zonas de co-lonización espontánea, distribuidas así: más numerosas en los departamentos cafeteros de Tolima (87), Cundinamarca (85), y Santander (64); en una medida, nada despreciable, en Cauca (30) y Boyacá (23); y en muy baja medida, en los departamentos de la costa Atlántica (Bolívar, Magdalena y Panamá) que con Antioquia completaban el cuadro (37 guerrillas entre los últimos cuatro depar-tamentos) (Jaramillo, 1991: 101-125).

En julio 31 de 1900 se produjo un golpe de Estado contra el presidente Sanclemente por parte del vicepresidente José Manuel Marroquín, apoyado en los conservadores históricos, descontentos con el gobierno nacionalista, y decididos a buscar negociaciones de paz entre las partes en contienda. Sin embargo, Marroquín asumió una posición guerrerista, fortaleció una política represiva y desautorizó todas las conversaciones de paz.

En una segunda fase, el teatro de la guerra se diversificó en el segundo semestre de 1900, cuando los rebeldes perdieron el control sobre el territorio santandereano y se retiraron a los departamentos de Bolívar y Magdalena en la costa Atlántica, mientras en el centro del país —Cundinamarca y Tolima— surgió una intensa lucha guerrillera en apoyo al liberalismo. Para entonces la guerra se había encendido en el sur del país y había comprometido territorios tanto colombianos como ecuatorianos, incluyendo, hacia finales de 1900, la zona sur de la costa Pacífica.

Una tercera fase se produjo entre los años de 1901 y 1902, que trajeron consigo la intensificación de la lucha guerrillera en los departamentos ca-feteros de Tolima y Cundinamarca, así como el desplazamiento de la guerra regular (el ejército gubernamental llegó a la cifra de 50.0000 hombres) a las sabanas de Bolívar en la costa Atlántica y a la parte norte del litoral Pacífico hasta el Istmo de Panamá, escenarios en los que, entre octubre y noviembre de 1902, se firmaron los tratados que pusieron fin a la contienda.

Una vez suscritos los tratados de Neerlandia y de Wisconsin en noviembre de 1902, los esfuerzos del gobierno se concentraron en la pacificación de las zonas con presencia guerrillera, sobre todo en las regiones de “tierra caliente” de Cundinamarca y Tolima, bajo la forma de una “guerra a muerte” que llevó a muchos guerrilleros a prolongar su lucha. Las órdenes de Aristídes Fernán-dez de aplicar la pena de muerte indiscriminadamente hicieron que la guerra en estas regiones revistiera un verdadero sentido de exterminio. La ofensiva conservadora no solo contribuyó a prolongar la guerra, sino también a degra-darla. Durante el último mes de 1902 y buena parte del año siguiente fueron comunes los irrespetos a los pactos de rendición, el desconocimiento de los in-

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dultos y la descomposición de muchas de las guerrillas liberales que, bien por dinero o por presiones del gobierno, terminaron comportándose como bandas de asaltantes sin partido, dedicadas al pillaje y a la cacería de sus antiguos compañeros de lucha. Ante la falta de garantías, muchos guerrilleros se nega-ron a entregarse y optaron por huir al monte y resistir con fiereza al gobierno por varios años más (González, 2006a: 180-183).

La guerra fue masiva, sangrienta y nacional (Sánchez y Aguilera, 2000: 19-20). Masiva por la magnitud de hombres y mujeres levantados en armas: 26.000 oficiales y suboficiales del Partido Liberal, considerando las acciones regulares e irregulares (327 guerrillas), además, con un amplio apoyo; y 50.000 hombres en armas en el ejército conservador. Sangrienta por el alto número de víctimas (100.000 muertos). Y nacional porque copó en los tres años casi toda la geografía del país y puso en el centro del debate temas como el territorio, las fronteras, el orden político, la soberanía y la articulación del país con el orden internacional. Se la considerada la última guerra del siglo XIX, que exigirá fundar la política sobre nuevos parámetros y que crea un repudio generalizado al recurso bélico como instrumento legítimo de la política, y la primera del siglo XX, pues tiene un eco en la dinámica bipartidista y sectaria de La Violen-cia de los años 50 y en ella se perfila el tema de la democratización política.

Durante la contienda estuvieron en juego tres órdenes (Sánchez y Agui-lera, 2000: 20-22). El orden político: restaurar la República y quebrar el au-toritarismo y el exclusivismo instaurado por la Regeneración expresado en la anulación de la oposición en todas las esferas de la vida pública, el fraude electoral, el recorte de libertades civiles incluida la de expresión, la arbitra-riedad en el manejo de las cargas fiscales y el control represivo del orden social. Se trataba de un bloqueo a la participación política por parte de un régimen caracterizado no por una dictadura unipersonal sino por “una tiranía de partido” (Sánchez y Aguilera: 20). Pero al tiempo, los liberales perdieron la guerra y ganaron capacidad trasformadora después de ella, pues de allí se desencadenaron los movimientos constituyentes de 1905 y 1910 que abrieron nuevos espacios a las minorías políticas y plasmaron una constitución repu-blicana “producto de las ideas comunes a la élite y a ambos partidos” (Sánchez y Aguilera: 21).

En cuanto al orden cultural, la Regeneración se fomentó sobre la idea de la “cristianización de la República” de tal forma que el orden político estaba subordinado a la hegemonía cultural de la Iglesia, la cual reguló la vida pri-vada y pública, ya que se había constituido en elemento esencial del orden social; con ello se produjo la intromisión concordataria en el estado civil de las personas, un férreo control clerical de la educación, la promoción de un imaginario de unidad religiosa anclada en un monarquismo religioso —asocia-do al unipartidismo y autoritarismo presidencial con cierre de periódicos, per-secución a sociedades científicas y de librepensamiento, estrechos horizontes del sistema educativo— cuyos pilares fueron el Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen de Chiquinquirá. Los rebeldes entendieron que demoler el orden polí-tico conllevaba al derrocamiento del orden cultural. La guerra culminó, pero

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la Iglesia siguió teniendo mucho peso en la política, la educación, la creación de sociedades católicas, contenido religioso de las fiestas y conmemoraciones patrias, las restricciones a la libertad sexual, censura al cine, la literatura y la indumentaria, el control de la opinión con la prensa eclesiástica, los sermones y confesionarios.

El orden social no aparece explícitamente en la dinámica de la guerra, ya que en el contexto del modelo conservador y católico “la cuestión social” se resolvía con el ejercicio de la caridad cristiana. Pero el tema aparece a través de los conflictos y las formas de participación de los sectores populares en la guerra: dentro de los parámetros de la tradicional política partidista, instru-mentalizados por caudillos guerreros, o ellos mismos instrumentalizando sus adhesiones políticas, sectores populares participaron en la guerra buscando reconocimiento social local o regional, ascenso social, político y militar en las burocracias pueblerinas, lo que los convierte en ciudadanos. Los artesanos usan del conflicto para reivindicar sus intereses; los indígenas buscan preser-var la integridad de sus comunidades, aun siendo reclutados a la fuerza (ba-quianos, espías, cargueros); los negros se ocupan como bogas, en champanes, guerrillas, ejércitos… Pero la guerra también desató tensiones en la configura-ción del Estado, entre el ideal unitario y centralista de la Regeneración y los procesos de democratización. De otra parte, la propuesta de Rafael Uribe Uri-be a Cipriano Castro de establecer unos “Estados Unidos de Suramérica” que uniera las repúblicas bolivarianas tenía como propósito contener “el águila imperialista” que amenazaba nuestras débiles nacionalidades y el suelo sagra-do “legado por nuestros padres” (Sánchez y Aguilera, 2000: 21). Finalmente, la separación de Panamá puso en primer plano el tema de la unidad nacional, el síndrome de la desintegración nacional, las voces de regiones separatistas y de las fronterizas preferentemente, y una búsqueda de democracia y fortaleci-miento de la autonomía municipal.

Los tres años de enfrentamientos, con sus muertes, desmanes y retalia-ciones les dieron persistencia a un clima de resentimientos y a un ambiente de “venganza de sangre” entre poblaciones, grupos y familias rivales, que volve-rían a expresarse de modos similares en los conflictos de los años 1930-1957 (González, 2006a: 191). El recuerdo de los Mil Días dejaría una huella imbo-rrable en el “imaginario de la violencia” posterior del siglo XX colombiano, al tiempo que aseguraría, en parte, la continuidad de los referentes escindidos de nacionalidad. Estos aspectos revelan todavía la formación de un Estado cuyas escisiones siguen siendo profundas, y la necesidad de llevar a cabo reformas que permitan la participación de las minorías en los cargos de representación política, una apertura en torno a las libertades y formas de conciliación reli-giosa, lo que se obtendrá en gran medida, entre 1905 y 1910, con el gobierno del republicanismo, liderado por Carlos E. Restrepo.

Conclusiones Colombia se debatió entre los dos predominantes modelos de formación del Estado en el siglo XIX: uno, liberal y laico (1863-1886) que recurrió, en parte,

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a modelos tomados de la Francia de las revoluciones de 1848 y 1871; y otro, ultramontano, prohispánico, conservador y católico basado en la Restauración canovista y el liberalismo conservador inglés (Frédéric, 2001: 368-529); cada uno a su manera, entre radicales antagonismos y odios heredados, estuvo fun-dado en densos vínculos y solidaridades. Sin embargo, en medio de tales con-flictos, los tensos, desiguales y, a veces, contradictorios lazos de cohesión se fueron tejiendo paulatinamente a tal punto que tanto las formas tradicionales de solidaridades como las disputas y conflictos se constituyeron en modalida-des de formación del Estado, a la manera de una configuración de fuerzas en las relaciones políticas y de un péndulo que creaba, deconstruía y rehacía teji-dos sociales. La construcción del Estado colombiano fue un proceso proclive a la heterogeneidad de los movimientos que pugnaban en él, lo cual evidencia la complejidad del proceso de identificación con el Estado, y aún más, la incapa-cidad de que el Estado en la praxis pueda lograr una filiación de sus individuos por fuera de las nacionalidades abstractas, inventadas y artificiosas.

Y aún así tales procesos tan ambiguos produjeron más Estado que nación, aún cuando todavía se discute acerca de las limitaciones estatales para lograr la adhesión suficiente de sus ciudadanos. Podríamos afirmar que durante el período 1840-1902, las construcciones estatales y nacionales, así como las escisiones y sociabilidades creadas entre individuos, familias, partidos, loca-lidades, provincias y regiones, como resultado de las guerras civiles, fueron ambiguas. Es posible afirmar que los grupos dirigentes fueron construyendo un proyecto de Estado nacional occidental que fue incorporando de manera muy conflictiva a sectores de la población, como se infiere de algunos aspectos tratados, por ejemplo, el de los artesanos. Aún más, las guerras civiles también tuvieron un papel preponderante en la inclusión de territorios que permitie-ran conexiones y administraciones del aparato estatal. La apertura de nuevas colonizaciones estuvo, en parte, asociada a las dinámicas de las guerras que presionaron poblaciones para emigrar y desplazarse e integraron territorios baldíos para la supervivencia, el escondite y la explotación económica. Casi siempre estos territorios se caracterizan por el poblamiento tardío y la colo-nización de tipo aluvional, que dan lugar a sociedades con escasa cohesión y control sociales, donde la presencia del Estado es precaria y el avance de los latifundios de frontera produce innumerables conflictos con los primeros colonos (González, 2009: 85). Son esos territorios los más proclives al levan-tamiento de la guerra de guerrillas liberales, mientras las conservadoras tienen sus asientos en territorios de poblamientos tradicionales en los cuales el papel de las autoridades civiles, eclesiásticas y militares ha sido más estable y per-manente. Este es un aspecto que debe destacarse, porque al estudiar procesos de formación del Estado las guerrillas hicieron parte, de maneras distintas, de dichos procesos e incorporaron a la guerra numerosos individuos que no siem-pre cupieron en los ejércitos regulares o que estuvieron asociados libremente a ellos o que salieron de sus propias entrañas. Así, podría afirmarse que la guerra y las guerrillas construyeron y deshicieron, según las circunstancias, porciones de ese Estado, lo que obliga concebirlo siempre en movimiento.

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Ahora, no necesariamente, los individuos que lucharon en ellas y en los ejércitos regulares estuvieron acordes con una hipotética construcción estatal y nacional. Es notorio que la guerra acentúa el particularismo localista y el peso de las subregiones y regiones, pero a la vez da lugar al establecimiento de relaciones interlocales, entre subregiones y regiones y de estas con el centro político y administrativo del Estado, a través de militancias partidistas y reli-giosas, y también a través de múltiples sociabilidades guerreras, de ejércitos, guerrillas, movilización de armas y municiones, de caballerizas y bueyes, de ejecución de tareas como postas, cargueros... Esos movimientos permiten afir-mar que las relaciones sociales se expanden durante las guerras, en las zonas que se encuentran comprometidas, y de allí es posible inferir que la identifica-ción de la población con su territorio existe, aunque los posibles niveles —si las identificaciones son con su localidad o si van más allá— aún no son percepti-bles en todos los casos. Sabemos que las guerrillas son proclives a moverse en territorios conocidos y contando con los apoyos y abastos de sus parentelas, familias, amistades o asociaciones veredales. Lo que todavía sabemos poco es el nivel de aceptación de las instituciones republicanas, el uso coyuntural de las mismas por sectores subalternos o su rechazo y resistencia hacia ellas. Sin embargo, las cuestiones acerca de cómo debería organizarse el poder político fueron resueltas por coaliciones triunfantes, a veces del mismo partido, en el enfrentamiento armado (Palacios, 1999: 251).

En este contexto, “las guerras civiles, entreveradas a los conflictos elec-torales, nacionalizaron la política, fueron escuela abierta de administración pública, neutralizaron la lucha de clases y, oh paradoja, fortalecieron el ci-vilismo oligárquico” (Palacios, 1999: 251). Las guerras civiles se hicieron a favor de necesidades locales y de defensa de bastiones regionales; las derrotas propinadas y los triunfos obtenidos dieron cohesión y sentido de comunidad cultural (Botero, 2003). Al tiempo que la guerra cohesionó, mantuvo en buena parte una nación fragmentada. Atomizó a los mismos dirigentes en medio de esas largas y compartidas movilizaciones: “la pugnacidad por el mando fue la regla”. Las guerras “generaron métodos de socialización política y proveyeron un medio de movilidad social y geográfica, y una fuente inagotable de tradi-ciones, mitos y lealtades hereditarias que, traspuestas al plano electoral, inten-taban legitimar una vía democrática” (Palacios, 1999: 254-255). Los héroes, los mártires, los valientes, los recomendados para ascender por su carisma personal y capacidad de riesgo, los pioneros se convirtieron todos en mitos locales y regionales; las lealtades afloraron con fuerza asociadas a las familias, las localidades y los partidos; a cada bando se debía devoción, agradecimiento, apego y entusiasmo. Al partido político al que se pertenecía debía respaldarse con razón o sin ella.

La guerra trastocó la vida íntima y cotidiana de los pobladores y se in-trodujo por muchos de los intersticios del predominante mundo rural y de los estratégicos distritos y medianas ciudades capitales de entonces. Hubo, pues, una economía de guerra, al tiempo que guerras contra el altar y guerras por su defensa, guerra regular y guerra de guerrillas, guerra de la pluma, del te-

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légrafo, de rumores, y una vasta guerra simbólica entre sus distintos actores (Sánchez y Aguilera). En el caso colombiano, la guerra jugó un papel múltiple, paulatinamente fue configurando un ejército —aunque en el período federal, los radicales renunciaron al monopolio efectivo de la fuerza y optaron por los ejércitos regionales—, una débil justicia —la impunidad fue predominante: ir a la guerra no era grave, pues los indultos y las amnistías liberaban de penas— y un limitado sistema carcelario18; fortaleció los partidos políticos y la Iglesia católica, rompió y creó lazos amistosos y corporativos por las enemistades partidistas; fue un eje clave en el afloramiento y reforzamiento de sociabili-dades, cohesionó grupos y sectores de la sociedad, excluyó a otros, produjo ascenso social al tiempo que empobreció a muchos, afectó negativamente el desarrollo económico y la fiscalidad estatal, pero creó condiciones para el en-riquecimiento predominantemente de los más ricos. Las guerras civiles colom-bianas proporcionaron elementos fundamentales para la configuración estatal, sin embargo sus procesos fueron desiguales y contradictorios.

A estos aspectos debe incorporarse una mirada sobre las difíciles condicio-nes para la modernización en Colombia y para la construcción estatal durante el período 1840-1902, sobre todo por “su desarrollo limitado hacia afuera” y modesto crecimiento, asociados al impacto de sus conflictos internos. Thomas Fisher considera con razones que países como México, Perú, Chile y Argentina “modernizaron” sus economías y tuvieron éxito en sus aperturas económicas a tal punto que el producto interno bruto per cápita alcanzó porcentajes de crecimiento iguales a los de Gran Bretaña y Estados Unidos de Norteamérica, mientras que Colombia alcanzó un modesto crecimiento. Fisher encuentra las razones de este desarrollo desigual en las consecuencias de los obstáculos geo-gráficos y en los variables precios del mercado mundial, pero también en “la continua incapacidad de las élites colombianas para vencer estos obstáculos a través de inversiones para modernizar (y así abaratar) el transporte y mejorar la productividad de las empresas del país” (Fischer, 2000a: 34). Para Fisher, las élites en el nivel nacional no lograron “perfeccionar el Estado”, fuese federal o centralista, “para que generara condiciones favorables tanto para los empre-sarios nacionales como extranjeros tanto en el campo de la producción como en el del transporte; además, el Estado no promovió significativamente el uso de tecnología moderna en la producción y la comercialización…” (2000a: 34). Todo ello incidió en que las empresas colombianas del siglo XIX beneficiaron a sus dueños, pero rara vez fueron competitivas internacionalmente y a largo plazo a causa de la falta de productividad y los altos costos del transporte.

Pero además, “la carencia de aptitud de las oligarquías para coordinar sus intereses y así crear condiciones favorables para inversiones productivas, se manifestó en los frecuentes conflictos internos que afectaron el país”. Tales conflictos “acentuaron los problemas de modernización tanto de la estructu-ra de la producción como del sistema de transportes” y a causa de ellos, “el

18 Véase Ortiz (1991: 62-67). La tesis muestra comparativamente el caso de Antioquia con los demás Estados, y es notorio el estado lamentable de las cárceles, cuyo nombre es exagerado para las situaciones descritas.

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desarrollo hacia afuera sufrió fuertes retrocesos” (2000a: 35). Tan numerosos conflictos tuvieron diversas razones que obstaculizaron la creación de estruc-turas fuertes de Estado:

1. A través de los acentuados regionalismos se produjo un déficit de legitimidad de los gobiernos nacionales, que no fueron capaces de monopolizar la autoridad pública.

2. Las diferentes opiniones sobre la Iglesia católica en la sociedad colombiana y la diferenciación partidista en torno a ellas, máxime si consideramos que los conflictos eclesiásticos fueron un vehículo decisivo para la movilización de las masas creyentes.

3. Las élites tuvieron un marcado interés por el prestigio social, las posiciones en el gobierno y en la administración, ante las pocas posibilidades de enriquecerse que ofrecía la sociedad colombiana.

4. El odio y la venganza de sangre por experiencias personales o por tradiciones familiares.

5. Durante la Regeneración, cuando bajo la Carta de 1886 se convirtió al país en una república unitaria, a pesar de que el Estado central poseía oficialmente el control único sobre el Ejército y la Policía Nacional y a pesar de que la posición de la Iglesia fue realzada en la sociedad y que se subordinó el monopolio monetario al Banco nacional, “el potencial del conflicto no pudo reducirse de ninguna manera” (Fischer, 2000a: 45).

El gobierno de Bogotá no fue capaz de monopolizar la autoridad pú-blica, las regiones se opusieron al desmantelamiento de su capacidad de administrar recursos, los partidos divididos —no hubo ningún partido con fuerza hegemónica dentro del territorio nacional— seguían siendo una aglo-meración de entramados regionales y locales que pugnaban por el control de los principales recursos, y la desintegración político-administrativa solo pudo ser reducida en forma insignificante. Por su parte, Fisher destaca la ineficacia de los rebeldes liberales en comparación con el resto de América Latina, pues no consiguieron con el uso de la violencia conquistar el control sobre el aparato estatal. Con las acciones del gobierno y de los rebeldes, el país quedó “en una permanente situación de inestabilidad que obstaculizó la capacidad para gobernar” (Fischer, 2000a: 45).

En cuanto a las consecuencias económicas de las guerras, Thomas Fis-her y Eduardo Posada Carbó muestran su impacto en el difícil camino de la construcción nacional: la guerra fue alimentada por la escasa fortuna de las élites en sus esfuerzos de integración al mercado mundial; por el acceso excluyente al control burocrático y a los limitados recursos estatales; por la virulencia de las contiendas y los ciclos electorales; por la politización de la cuestión religiosa; por la fragmentación geográfica y el desarrollo desigual de las regiones, lo que implicaba desigual distribución de bienes y servicios, de costos de transporte, de dificultades para las exportaciones, de desestímulo a las inversiones extranjeras y de fermento de constantes rivalidades (Posada,

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2000a; Fischer, 2000a: 33-58). Ambos advierten que las guerras fueron un factor constitutivo de la identidad nacional, al tiempo que fueron elemen-to de perturbación para el flujo interno de la mano de obra, paralizaron las rutas de exportación, provocaron contracciones en el consumo, absorbieron recursos de estos países empobrecidos por las emisiones de papel moneda para financiar la guerra a costa de la población; también debilitaron los aparatos institucionales en formación y abonaron el terreno para la desmembración nacional, estancaron el desarrollo de la sociedad y, en otros momentos, dieron lugar a dinámicas transformadoras y de movilidad social y política. Así que si algunos no fueron favorecidos en sus negocios, hubo otros cuyas indus-trias florecieron, por ello, “militares, alcaldes y gobernadores, especuladores, pequeños comerciantes y productores de manufacturas artesanales, fueron de hecho los beneficiarios de la guerra. Ellos eran los principales interesados en que las situaciones se mantuvieran inestables” (Fischer, 2000a: 48).

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Capítulo 9

Bicentenario de la excepcionalidad latinoamericana: la paradójica formación de los Estados modernos

Carlos Alberto Patiño Villa1

Las explicaciones basadas en el modelo europeo de formación del Estado mo-derno2 han sido utilizadas intensamente por diversas tradiciones intelectuales para explicar los cambios políticos, sociales, culturales y económicos en áreas del mundo diferentes a Europa. Sin embargo, para explicar lo que ha sucedido en América Latina en el intento por construir Estados modernos es necesario tomar distancia de este modelo, pues en esta región las tendencias pueden ser identificadas sobre vías diferentes a las clásicas del mundo Occidental. En esas vías ha surgido una forma de Estado que se caracteriza por su permanente de-bilidad estructural en su política interna y por la incapacidad de acción en la política internacional. Todavía más específicamente, para el caso colombiano es de especial relevancia presentar en detalle el contexto de lo que ha sucedido frente a los procesos de construcción del Estado en esta región, pues tal expli-cación permite develar actitudes, fracasos, prácticas políticas y ejercicios de la violencia recurrentes, que vistos solo en la coyuntura contemporánea parecen excepcionales.

La formación del Estado en América Latina está guiada por una situación paradójica, y de alguna forma contradictoria: de una parte se suele afirmar, como lo resalta Miguel Ángel Centeno, que el conjunto de Estados latinoameri-canos registran la menor tasa de conflictos internacionales entre los siglos XIX y XX, comparada con los resultados cuantitativos de otras regiones (Centeno, 2002: 33 y ss.). Pero de otra parte, estos mismos Estados con una baja belico-sidad internacional han experimentado una altísima tasa de violencia interna,

1 Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, magíster en Lingüística y en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Licenciado en Historia y Filosofía de Universidad Autónoma Latinoamericana, ex asesor del Ministerio del Interior (2000-2001), analista po-lítico y asesor de entidades públicas y privadas. Profesor del Instituto de Estudios Urbanos (IEU) y del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), de la Univer-sidad Nacional de Colombia.

2 Dos de los trabajos más destacados en las dos últimas décadas sobre este modelo son los de Charles Tilly (1992) y Martin van Creveld (1999).

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caracterizadas por guerras civiles, prácticas del bandidaje, persistencia de formas de resistencia armada a través de guerrillas, prácticas delincuenciales de diferen-tes tipos y alcances, y una bajísima capacidad de cohesión de las sociedades al-rededor de los Estados mismos y de las diversas instituciones públicas (Scheina, 2003). En este contexto, es necesario registrar que los procesos de construcción de los Estados en América Latina tuvieron una lógica diferente de la europea, pues en Europa la guerra jugó un papel central, con diferentes repercusiones que van más allá de la sola creación de instituciones y capacidades centralizadas, y alcanzó a funcionar como promoción de la democracia y de una noción univer-sal de ciudadanía, y sirvió a la aparición de prácticas políticas de fortalecimiento de lo público, lo que permitió al Estado llegar a unificar o someter a las élites a sus propias necesidades y proyectos (Centeno, 2002: 101 y ss.; Van Creveld, 1999: 298 y ss.; López-Alves, 2003).

La evidencia sobre América Latina permite mostrar que la guerra no ha sido fundamental para la creación del Estado como en el caso europeo, y a su vez los Estados han sido incapaces de detener los procesos de violencia, ya sean enmarcados en el contexto de la guerra o de formas diferenciadas o generalizadas de violencia, que sus sociedades viven. En esta dirección, es necesario comparar y evaluar su creación, pues doscientos años después de los procesos fundacionales de los Estados de América Latina, todavía varios de ellos viven procesos de violencia no contralada por el Estado, siendo los ejemplos contemporáneos más relevantes Colombia, México, Perú y Brasil. De esta forma, como lo explican Centeno y Fernando López-Alves (2002), si bien América Latina aparece como una región pacífica internacionalmente, y con una escasa proclividad a conflictos entre Estados por diferentes razones, la contracara la establece el hecho de que la violencia interna ha estado entre los índices y las condiciones políticas más destacadas. Centeno expresa su interpretación en los siguientes términos:

…the degree of internal conflict that continues to dominate Latin Ame-rica is both a cause and indication of the relative inability of these states to fight one another. Internal violence was a reflecting of both the absence of international enemies and political powerlessness. Al-ternatively, there was not enough external conflict to draw attention away from internal divisions (Centeno, 2002: 46).

Las guerras en el contexto latinoamericano Siguiendo el patrón de análisis belicista explicitado para el estudio de lo que ha sucedido en América Latina, es necesario acercarse de forma descriptiva y cuantitativa a lo que ha sucedido: América Latina ha sido una región realmen-te violenta, pero la mayoría de su violencia se ha desarrollado internamente, dentro de las sociedades y sus Estados. Expresado de otra manera, la violencia se ha quedado contenida dentro de las sociedades sin la posibilidad de que el Estado la contenga, la combata o la elimine, y en esa medida el Estado re-sulta una institución limitada en su alcance y capacidad de liderazgo político

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de la sociedad. Las guerras internas, enmarcadas en el contexto de la guerra civil, y los diferentes períodos y procesos de violencia han sido experiencias y prácticas militares, policiales y políticas de seguridad y defensa de carácter limitado, sin llegar a definir el alcance de elementos sustanciales como el control territorial, la monopolización de la violencia y la regulación del porte de armas, combinado con la identificación de los escenarios estratégicos de estabilidad política y desarrollo. Para describir e identificar las condiciones de evolución del Estado en América Latina, iniciaremos por describir las guerras de independencia.

Las Guerras de IndependenciaLa primera manifestación del conflicto, en relación con la creación de un or-den político autónomo que se presenta en la región, está caracterizado por el surgimiento de las Guerras de Independencia, que oscilaron entre un modelo de guerra internacional y uno de guerra civil, pues en la práctica fueron la combinación de ambos, en el marco de un proceso violento orientado a la creación de nuevos Estados que fragmentaron e hicieron desaparecer el Impe-rio español en su estructura y en su funcionamiento (Centeno, 2002: 47 y ss.). Los fueron además entre diferentes grupos sociales, identificados por clase, pertenencia racial o condición socio-económica, y la violencia se enmarcó en la ruptura del orden social previo, lo que condujo a la ruptura del orden institucional conocido y referenciado. Un elemento crucial de las Guerras de Independencia es que estas tuvieron un motivador interno, dentro de las colo-nias americanas, y uno externo asociado a lo que ocurría en Europa, en donde al parecer la autonomía que habían experimentado las colonias frente a la debilidad del imperio fue determinante, lo que se había puesto de manifiesto con las dificultades de las reformas de mediados del siglo XVIII, y que tuvo una primacía a la hora de definir las acciones y las alianzas políticas y militares en el nuevo contexto. Centeno resalta de manera particular las divisiones que, por ejemplo, sacudieron a la élite de las colonias, en donde la diferenciación entre criollos y peninsulares por la discriminación de los primeros fue determinante de las nuevas alianzas y del rumbo político en el que resultaron los cambios buscados (Centeno, 2002: 47).

La desconfianza a las reformas borbónicas tuvo un largo asentamiento en la conciencia y las prácticas políticas de los entornos urbanos de las colonias, que tuvo en Quito una anticipación de lo que sería la oportunidad de romper la unidad del imperio que aparecería posteriormente. Jhon H. Elliot se refiere al episodio de la siguiente forma:

Quito fue en 1765 el escenario del primer gran estallido de protestas violentas en la América española contra el programa carolino de re-formas, una insurrección urbana que eclipsó en duración e intensidad los tumultos provocados por la escasez de alimentos en la ciudad de México en 1692 (Elliott, 2006: 455-456).

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Estas revueltas urbanas llevaron como término el hecho de que gran parte de la reforma fue tumbada por efecto de las asambleas que la élite criolla rea-lizó en su contra, ejecutada de forma más personal por el virrey de la Nueva Granada, Pedro Messía de la Cerda. Las acciones violentas se desataron a lo largo de varias jornadas hasta llevar a la caída del palacio de la Audiencia, y con ella a la expulsión de los peninsulares no casados con miembros de la comunidad quiteña, “al grito de ‘viva el rey’” (Elliott, 2006: 457). La rebelión se extendió a las ciudades de Cuenca, en el sur, y hasta Cali y Popayán, en el norte. Quizá lo más importante de estos hechos, como antecedentes de las Guerras de Independencia y para los años posteriores en el proceso de forma-ción del Estado fue que se asentó que “la insurrección era también una forma de protesta constitucional, según el modelo tradicional de la monarquía hispá-nica” (Elliott, 2006: 458), basada en el principio de la autonomía local frente a los poderes subordinados como los virreinatos, lo que alentó desde esta fecha la petición de contacto directo con el rey.

Frank Safford amplía los relatos sobre rebeliones y alzamientos, presen-tando un fragmento de los informes del virrey Messía de la Zerda, en el que se queja de cómo carecía de una fuerza militar mínima para reprimir aunque fuera una rebelión local, demostrando que a excepción de Cartagena, que tenía una modesta guarnición militar, la autoridad gubernamental se encontraba sujeta a la buena voluntad de los gobernados:

la obediencia de los habitadores no tiene otro apoyo en este Reino, a excepción de las plazas de armas, que la libre voluntad (…) con que ejecutan lo que se les ordena, pues siempre que falte su beneplácito no hay fuerza, armas ni facultades para que los superiores se hagan respetar y obedecer por cuya causa es muy arriesgado el mando y so-bremanera contingente el buen éxito de las provincias, obligando esta precisa desconfianza a caminar con temor y a veces sin entera libertad, acomodándose por necesidad a las circunstancias (Palacios y Safford, 2002: 164).

Sobre estas mismas líneas, Palacios y Safford destacan el papel de la rebelión de 1781, llamada “de los comuneros”, contras las decisiones de incre-mentar los recaudos fiscales tomada e iniciada por el regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres.

Palacios y Safford exponen cómo los comuneros tuvieron éxito en este nuevo alzamiento contra las autoridades virreinales:

Gutiérrez de Piñeres reaccionó ante los sucesos de dos maneras. Pri-mero ordenó suspender la recaudación del impuesto de la Armada de Barlovento sobre el algodón y los hilados de algodón. Con ello buscaba restarle ímpetu al movimiento. Inmediatamente después quiso reprimir la insurrección, aunque el gobierno virreinal tenía muy poca fuerza para repeler a los rebeldes. La guarnición de Santa Fe tenía en este momento 75 alabarderos. Cincuenta de estos, junto con unos 20 guar-dias del monopolio, fueron enviados a reprimir los motines, una fuerza ridículamente inadecuada para cumplir la misión. Los comuneros orga-nizaron milicias del pueblo, las cuales, al tener noticia de la expedición

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militar despachada desde la capital virreinal, marcharon a su encuentro en mayo de 1781, y sin ninguna dificultad la sometieron (Palacios y Safford, 2002: 166).

De esta forma se fue configurando la posibilidad del éxito de las rebelio-nes, pues el Estado no representaba necesariamente un ente con capacidad de coerción creíble.

En este contexto no es de extrañar que cuando Napoleón derrocó a los Borbón, tomó prisionero a Fernando VII y quedara patente un vacío de poder en el Imperio, las colonias hubieran generado una reacción encaminada a buscar la independencia, aunque al parecer con la reticencia de lo que había sido el Virreinato del Perú y de Cuba. Un punto culminante para ello fue la citación a las Cortes de Cádiz para el 24 de septiembre de 1810, en un intento desesperado y equivocado políticamente por recomponer el Imperio por parte de los peninsulares (Elliott, 2006: 556-568), que en la práctica se encontró con el desarrollo de varias guerras de independencia que se habían iniciado en el contexto de ciudades poderosas, con grandes hinterlands, y que se prepararon para asumir una rápida consolidación3. Esta consolidación tuvo dos elementos claves: uno es que, luego de un lustro, las acciones iniciales se habían que-dado estancadas, mientras líderes militares y políticos cruciales, como Simón Bolívar, habían sido llevados al exilio en Jamaica en 1815 por aquellos que en Caracas temieron un alzamiento popular y terminaron apoyando políticas cercanas al regreso de las fuerzas realistas. Segundo, las disputas alrededor de lo que había sido el centro de cada colonia no se tardaron, y desde el inicio las Guerras de Independencia comenzaron a perfilar una deriva hacia las guerras civiles que durante el siglo XIX caracterizó a los Estados que surgieron.

No obstante Empero lo anterior, Centeno, en la lógica de interpretar los hechos acontecidos alrededor de estas guerras, afirma que los primeros cinco años de tales luchas dejaron tres grandes lecciones: primera, que se desarro-llaron dentro de un patrón contradictorio caracterizado por una sustancial destrucción ejecutada dentro de una complejidad logística limitada, llevada a cabo con ejércitos que no fueron grandes, pero dejaron un enorme efecto de muerte y destrucción. Segunda, que en todas partes en donde se desarrollaba el proceso de la Guerra de Independencia las élites lucharon entre sí, lo que además abrió el espacio para una lucha más continua entre los diversos grupos que conformaban la sociedad. Tercera, se desató un intenso temor social por la aparición de guerras subsidiarias en las que los problemas de clase y raza fueran motivos para una revuelta incontrolable (Centeno, 2002: 49-50).

Uno de los elementos más resaltables en la lectura militar y estatal de Centeno sobre este proceso es que José de San Martín fue el único líder de América Latina que contó con una fuerza militar disciplinada, soportada por una red logística y organizativa equivalente a los ejércitos europeos de la época. Esta fuerza le permitió además de liberar a Buenos Aires y Argentina,

3 Sobre el papel de las ciudades en el proceso de independencia y su importancia para animar los conflictos regionales, véase Patiño Villa (2009: 308-315).

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moverse hacia Chile, derrotar allí a las fuerzas realistas y luego invadir Perú y capturar Lima (Centeno, 2002: 50). El legado de San Martín fue importante porque, dado que actuó con un ejército unificado, con redes de apoyo claras y definidas, con reglas y procedimientos institucionalizados, se cifró en términos de dejar unas bases fuertes para la institucionalización y creación del nuevo Estado. Esto fue el principal antecedente para el surgimiento de Argentina, uno de los más fuertes de la región en el siglo XIX4.

Esta situación, la de San Martín, se contrasta con la vivida por Bolívar, de un lado, frente a la necesidad de resolver el tema del reclutamiento para el servicio militar, principalmente en lo que tiene que ver con incorporar a las fuerzas militares a grupos no blancos y por fuera de las élites, algo que no se resolvió durante todo el siglo XIX de forma satisfactoria. De otra parte, Bolívar enfrentó una profunda crisis política que surgió en los congresos y en las acciones políticas organizadas durante las campañas libertadoras, que se caracterizó por la división de las nuevas élites con respecto a cómo deberían ser las instituciones y las características del nuevo Estado. Entre los puntos más críticos se encontraban las relaciones con la Iglesia, la autonomía o no de los diferentes niveles de gobierno y de las instituciones de la sociedad, lo que agravó la falta de un proyecto político hegemónico que evitara que tal divergencia se convirtiera en trincheras de diferencias regionales. Dicho de otra forma, la falta de unidad política creó desde el comienzo el ambiente de los posteriores enfrentamientos entre regiones y caudillos por determinar la suerte de los nuevos Estados, en donde el Estado central tenía tanto poder como cualquier otra región.

En este contexto, es necesario afirmar que quizá la principal consecuencia de las Guerras de Independencia fue no solo la fractura política del Imperio en un alto número de nuevas sociedades dentro de los territorios coloniales ame-ricanos, sino la aparición de insalvables fracturas políticas y regionales dentro de estas mismas sociedades, caracterizadas por la incapacidad de los nuevos gobiernos para ejercer la autoridad, el control del territorio e imponer un creí-ble monopolio sobre las armas. Como lo destaca Centeno, la administración civil fue destruida y muchas instituciones salieron dañadas por el efecto de la oposición que algunas tuvieron con respecto a las guerras, como la Iglesia (Centeno, 2002: 51). Al respecto John Elliott anota:

El mismo proceso de construcción de un Estado resultó una labor len-ta, difícil y escurridiza. Las guerras de emancipación habían destruido instituciones políticas erigidas en el transcurso de trescientos años de gobierno imperial. A pesar de todos sus efectos, el Estado imperial es-pañol, a diferencia del británico en Norteamérica, habían creado un marco indispensable para la vida colonial. Los reales decretos proce-dentes de Madrid se podían ignorar o trastocar, pero el aparato admi-nistrativo imperial era una presencia que proyectaba una larga sombra y no podía ser ignorado indefinidamente. Mientras que el fin del Estado

4 Sobre Argentina en el siglo XIX existe una abundante información. Para este aspecto véase el trabajo comparativo de López-Alves (2003).

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imperial en la América británica permitió a las colonias individuales gestionar sus propios asuntos tal como lo habían hecho previamente, la desaparición del aparato estatal español dejó un vacío que los Estados sucesores estaban mal preparados para cubrir (Elliott, 2006: 577).

Pero los efectos de las guerras fueron más allá, y en general produjeron una destrucción considerable de varias de las infraestructuras económicas y de seguridad que existían, especialmente en el sector minero. La debacle eco-nómica de las guerras contrastó abiertamente con lo que sucedió en Europa al final de las guerras napoleónicas, pues estas generaron de inmediato una repercusión dinámica en la economía y la institucionalidad, principalmente sobre la consolidación política de la autoridad del Estado central y la creación de una base para el crecimiento económico (Centeno, 2002: 51).

Guerras internacionales en América LatinaDespués de las Guerras de Independencia, durante las décadas de 1810 y 1820, en plena formación y despegue institucional de los nuevos Estados, se pro-dujeron algunos enfrentamientos por el ajuste de los territorios, aunque la mayoría de estos ajustes se dieron internamente, luego de que las mismas re-giones, encabezadas por ciudades fuertes, se disputaron las primacías políticas y aduaneras, los derechos de cobro de impuestos, y de manera rudimentaria la capacidad de imponer una coerción creíble con base en milicias de voluntarios o con la creación de cuerpos militares o incluso policiales profesionales y creí-bles. Pero más allá de estas luchas básicamente internas, una de las principales características de la identificación, definición y mantenimiento de territorios es que esta se realizó a través de procesos jurídicos ajustados a las herencias coloniales, basados en los mapas administrativos del Imperio. Este hecho con-dujo a una situación paradójica desde el papel de la guerra con respecto a la construcción del Estado: los nuevos Estados no se prepararon para asumir la competencia internacional por territorios como un asunto de su esfera geopo-lítica, para el que tenían que prepararse militar e institucionalmente. Es decir, la órbita geopolítica de la competencia no fue importante, y por el contrario los Estados, las élites y las localidades se prepararon para enfrentarse en largas y numerosas guerras civiles tratando de definir quién y cómo ejercería el poder político en medio de unas sociedades bastante desiguales, pobres y desconec-tadas en general de la dinámica económica mundial de ese momento.

Las guerras internacionales de la región, además de ser pocas, han sido adicionalmente cortas, aunque en ocasiones brutalmente destructivas como la guerra de la Triple Alianza sobre territorio paraguayo. Las estrategias y las reclamaciones han sido elementales comparadas con los procesos de guerras internacionales, especialmente las europeas. El mayor contraste radica en la práctica ausencia de discursos y reclamos políticos internacionalistas, siendo las excepciones a esto Cuba después de 1959 y Venezuela desde 1998. Estas guerras han develado que la mayoría de los Estados latinoamericanos no se han preparado para la guerra en la dimensión de las amenazas internacionales,

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las que son prácticamente subestimadas, sobre dos principios básicos: primero, cada bando contendor siempre acude a una instancia internacional que per-mita evitar el conflicto de antemano, siendo dicha instancia una metrópoli de presencia en la región, que para el siglo XIX eran Londres, Washington, Madrid y París, y para el siglo XX son los organismos de la OEA y la ONU . Segundo, los ejércitos de cada Estado, salvo la excepción de Chile y Argentina durante los dos siglos, han prácticamente descartado la disuasión y la práctica de la guerra internacional, haciendo que asuntos como las disputas fronterizas si-gan siendo resueltas a través del mecanismo de la disputa jurídica en el marco de la herencia colonial.

En esta dirección, las principales guerras internacionales que se han presentado en América Latina son cinco: las batallas por el Río de la Plata (1825-1828), la guerra de la Triple Alianza (1864-1870), la guerra de la Con-federación Peruano-Boliviana (1841), la guerra del Pacífico (1879-1883) y la guerra del Chaco (1932-1935).

Guerras civilesA pesar de la supuesta paz internacional latinoamericana, la región sí ha con-vivido con grandes conflictos y con un permanente derramamiento de sangre en procesos bélicos que en poco o nada han ayudado a construir Estados do-tados de autoridad centralizada, monopolio evidente de la violencia y control territorial destacado. Sin embargo, la violencia en la región se ha caracterizado por estar presente en formas que van más allá de la guerra, sea internacional o civil, y ha involucrado diversas manifestaciones, entre las que se cuenta el bandidaje, la presencia de guerrillas (una vieja práctica hispánica) y una abier-ta relación entre delincuencia y uso de la violencia.

Centeno clasifica las guerras civiles en cinco categorías: 1) rebeliones regionales; 2) batallas ideológicas; 3) guerras de caudillos; 4) guerras étnicas y raciales; y 5), revoluciones. En la primera categoría, las rebeliones regionales, sobresale el hecho de que prácticamente todos los países latinoamericanos han vivido en estos doscientos años (1810-2010) diversos momentos de en-frentamiento entre las regiones que los componen, en una disputa abierta, y en ocasiones prolongada, por determinar el grado de autonomía de cada una, la sujeción al Estado central, el pago de impuestos y el reconocimiento de la existencia de una fuerza militar y policial unificada. Uno de los datos más importantes aportados por Centeno es cómo este tipo de guerras y rebeliones se enmarcaron en la prolongada disputa entre federalistas y centralistas en el siglo XIX, que por ejemplo en la década de 1830 produjo que en Brasil dieciséis de las dieciocho provincias se alzaran contra el Estado central, movilizando pequeños ejércitos y milicias provinciales, una constante en toda Latinoamé-rica. Con respecto a Colombia, uno de los ejemplos más característicos de este tipo de conflicto, Centeno anota:

Finally, recent events in Colombia indicate that country’s traditionally weak state has not been able to impose assumed centralized control even after almost two hundred years of independence. The central go-

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vernment has essentially recognized the sovereignty of two guerrilla armies over country-sized swaths of its territory (Centeno, 2002: 62).

Una segunda categoría de guerra civil presentada es la de batallas ideoló-gicas, que no estuvieron necesariamente asociadas a las rebeliones regionales, y que tuvieron durante el siglo XIX como tema de fondo el enfrentamiento po-lítico entre una perspectiva liberal, caracterizada a grandes líneas por la defen-sa de un Estado liberal, laico y secular, y una conservadora, dominada por la defensa de la presencia de la Iglesia católica y sus intereses, el mantenimiento de elementos pervivientes del viejo orden colonial referidos a clases sociales y prioridades de orden étnico y otros elementos asociados. En la primera mitad del siglo XX, uno de los acontecimientos más importantes en esta categoría es la lucha que más allá de la “revolución” se dio en México entre el Estado central y los llamados “cristeros”, enmarcada, en los términos descritos, en la tensión por dar lugar a la conformación o no de una sociedad laica y secular, rompiendo con ello gran parte de los elementos implícitos del viejo orden social. En el caso de Colombia, las disputas ideológicas tuvieron un punto de inicio con la guerra de los Supremos, en 1839, y terminó con la guerra de los Mil Días en 1902. Sin embargo, estas disputas en el caso colombiano se rei-niciaron con nuevos contenidos ideológicos a través del período denominado “La Violencia”, durante las décadas de 1940 y 1950, y llega hasta el presente con el actual conflicto con las guerrillas de las Farc y el ELN. Pero estos mismos conflictos ideológicos se han presentado en casi todos los países, entre ellos Perú, Brasil, Bolivia, etc.

Las guerras civiles caracterizadas por las disputas entre “caudillos” han tenido una presencia fuerte, conformándose con ellas la tercera categoría. El caudillo como personaje y accionador político ha estado presente en América Latina más allá de las guerras internas para ser una característica política que atraviesa los doscientos años de existencia de varias sociedades latinoamerica-nas. Entre los hechos bélicos más importantes desarrollados en esta categoría se encuentran las acciones de los generales Agustín Gamarra y Ramón Castilla de Perú, al igual que los sucesos que rodearon la vida política del general An-tonio López de Santa Anna en México.

Las luchas étnicas y raciales también han tenido una presencia importan-te en la región, y en general están conectadas con desacuerdos y posiciones sociales no remediadas desde la Independencia hasta hoy. En estas disputas fueron importantes tanto el temor de las élites a los alzamientos que posible-mente se generaran entre los numerosos grupos étnicos diferentes y situados en las posiciones bajas de la pirámide social como la disposición a buscar inclusiones a través de acciones de afirmación violenta. Entre estas se pueden citar los alzamientos en México y Perú en los siglos XVIII y XIX de las comuni-dades indígenas que llenaron de temor a las élites blancas, y que hicieron que reaccionaran violentamente. Una de las razones para evitar que en las guerras de independencia y en las posteriores guerras civiles no hubiesen ejércitos compuestos por poblaciones negras e indias fue la de no permitir que ellas

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se dotaran de un instrumento de organización institucional que además les permitiera tener una capacidad de coerción creíble.

La última categoría que identifica Centeno da cuenta de las revoluciones, que si bien no es referida a disputas regionales o territoriales, sí involucra as-pectos como los ideológicos, reclamos económicos y de recomposición de las élites gobernantes (dirigido esto último en muchos casos a crear una recom-posición de las élites, incluyendo miembros de las regiones). Uno de los casos más importantes por el impacto, medido en número de muertos, capacidades militares involucradas y transformación institucional posterior, es la Revolu-ción mexicana, seguida de la Revolución cubana en 1959, y las revoluciones de El Salvador y Nicaragua, con diferentes resultados, en las décadas de 1970 y 1980.

La paz internacional, la guerra y la construcción del Estado

Lo expuesto aquí sobre América Latina tiene un trasfondo básico para com-prender las tendencias de lo que sucede en la región: la larga paz internacional y la persistencia de conflictos domésticos, ya sean definidos como guerra civil o violencia interna, parecen contradictorios, pero, siguiendo el esquema inter-pretativo tanto de Centeno como de López-Alves, son las dos caras del mismo fenómeno, y están causalmente conectados. Centeno lo plantea así:

Simply put, Latin American states did not have the organizational or ideological capacity to go to war with one another. The societies were no geared toward the logistical and cultural transformations required by international conflict. Conversely, domestic conflict often reflected the inability of the nascent states to impose their control over the relevant societies (Centeno, 2002: 66).

La guerra, entendida en el proceso de larga duración que dio lugar a la creación de los Estados modernos, tuvo los siguientes desarrollos básicos:

Primero: en el modelo europeo e incluso asiático, las guerras se financia-ron con el cobro directo de impuestos sobre las poblaciones. Estos impuestos, una vez cobrados durante el período de la guerra, no se desmontaban cuando llegaba el período posbélico, y representaron una ganancia fiscal para el Es-tado.

Segundo: el cobro de más impuestos, la necesidad de incurrir en gastos para cubrir las demandas de la guerra y la obvia necesidad institucional de exigir altos niveles de eficiencia llevaron a la creación de una burocracia profesional, ilustrada en lo técnico y capacitada para asumir las diferentes responsabilidades de dirigir el Estado. La práctica de la guerra generó adicio-nalmente un protagonismo económico del Estado, que al dirigir gran parte de su esfuerzo para la dotación de las fuerzas armadas creó áreas de desarrollo económico para la producción de armamentos, uniformes, creó políticas de salubridad que se extendieron al resto de la sociedad —especialmente a través del sistema educativo— e incluso tuvo un papel decisivo al generar obras de

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infraestructura vitales para conectar regiones separadas dando prioridad al movimiento de las fuerzas militares, y con este al desarrollo del comercio que terminó creando lazos de intercambio e interconexión entre regiones diferen-tes.

Tercero: impuestos, burocracia y necesidades militares estimuladas por las amenazas internacionales obligaron a la necesaria y nunca renunciable condi-ción de controlar el territorio, algo que se da por descontado en el proceso de creación de los Estados modernos. Dentro del control del territorio y de cara a limitar, neutralizar o combatir las amenazas externas ha sido fundamental el control de las fronteras de forma directa, lo que se manifiesta en su conoci-miento detallado y en el control estricto de las poblaciones y los intercambios fronterizos.

Cuarto: todo lo anterior impone al Estado la obligación de construir y mantener consensos políticos y unidades de proyecto político sobre las élites, lo que implica de forma especial evitar las luchas por las autonomías regio-nales.

Quinto: como consecuencia de todo lo anterior, para el Estado moderno es un objetivo conseguir la monopolización efectiva de la violencia, lo que además se convirtió en una exigencia política y social del mundo moderno, como lo destaca el análisis de Max Weber.

En América Latina las evidencias muestran tendencias diferentes:Primero: la mayoría de los Estados de la región tuvo problemas para ex-

traer una cantidad suficiente y constante de impuestos de sus sociedades. Los Estados en general recurrieron a buscar endeudamientos en las metrópolis de la época, especialmente en Londres, para financiar los esfuerzos bélicos, que adicionalmente eran de carácter limitado y dirigidos a alcanzar objetivos de corto plazo y de poco impacto político. Para soportar los préstamos gestados internacionalmente se dieron garantías sobre las exportaciones de commo-dities, o la entrega de enclaves de producción agropecuaria o de producción minera. De esta forma, los Estados centrales aumentaron su debilidad triple-mente: no consiguieron fortalecerse financieramente, no comprometieron a sus sociedades económica y políticamente con el mantenimiento del Estado, y en consecuencia se endeudaron en una espiral indetenible de forma per-manente desde el siglo XIX hasta el XX. Una de las fuentes tributarias más codiciadas era la de aduanas, cuyos rendimientos fueron declinando acelera-damente durante el siglo XIX, hasta que al final del siglo se perdió su impor-tancia , lo que hizo que la búsqueda de nuevos impuestos fuera crucial ante el rechazo generalizado tanto de las élites como de la sociedad a pagar más impuestos mientras sí mantenían una demanda constante del cumplimiento de las obligaciones del Estado.

Segundo: la mayoría de los Estados latinoamericanos, entre sus di-versas áreas problemáticas, nunca se vieron obligados ni posibilitados para emprender la construcción de sistemas burocráticos modernos y efi-cientes. Es más, el término burocracia en América Latina ha adquirido un giro semántico que resalta una connotación negativa, de desconfianza ante

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el Estado y de profunda resistencia ante cualquier decisión, modernización o reforma del Estado mismo. Las burocracias latinoamericanas han sido más cuota de inclusión política de los Estados para conseguir algo de legitimidad y aceptación social, mediada esta inclusión a través de los partidos políti-cos en la mayoría de los casos, que la construcción deliberada de órganos eficientes de poder político hacia la sociedad, lo que se acrecienta con la inexistencia de una dirección estratégica de los Estados y de la identificación de sus amenazas. Adicionalmente, en el aspecto referido a la construcción de economías nacionales modernas, junto con la construcción de obras es-tratégicas de infraestructura con el protagonismo del Estado, es necesario anotar que en América Latina los Estados en general carecieron de la ca-pacidad para impulsar un proceso de industrialización que tuviera origen en las grandes inversiones en el gasto orientado a las fuerzas militares, a la vez que las obras de infraestructura dependieron del desarrollo de enclaves económicos específicos, y que no estaban estrictamente conectados con las necesidades estratégicas de los nuevos Estados y menos aún conectadas con la necesidad de comunicar regiones separadas. Solo en la segunda mitad del siglo XX, Brasil ha marcado una tendencia diferente al crear un complejo industrial-militar que ha empujado el desarrollo industrial y tecnológico de su economía.

Tercero: prácticamente ningún Estado latinoamericano ha construido un control real de su territorio, lo que ha redundado en la persistencia de los conflictos internos. Países como Colombia, Perú, México, Brasil, Venezuela y Ecuador han registrado de forma permanente la existencia de organizaciones armadas ilegales, que dependiendo de su orientación, combaten al Estado o se dedican a actividades delictivas en el bandidaje con diversas derivaciones. En el caso de los Estados centroamericanos, la presencia de factores de violencia interna es más constante, y han dependido más directamente de la ayuda exte-rior, regional o de poderes internacionales reconocidos para mantener niveles aceptables de estabilidad política. El territorio ha sido más crucial de lo que se esperaba para los Estados latinoamericanos, y en las últimas décadas del siglo XX entraron en esta categoría fenómenos como las grandes áreas urbanas, que han escapado al control de los cuerpos de policía en sentido convencional, y han dado lugar a la aparición de importantes sectores de las ciudades que el Estado no controla, como ha sucedido recientemente con zonas de ciudades mexicanas, brasileñas o colombianas, controladas casi exclusivamente por las mafias.

Cuarto: las élites, en general, en las sociedades latinoamericanas, han ca-recido de proyectos políticos definidos y unificados, han creado competencias y luchas que a lo largo de los dos siglos han dado origen a luchas regionales, guerras civiles y amenazas de secesión de las unidades políticas existentes. Por ello, lejos de ser un asunto de disenso en el marco de la democracia, las élites han luchado y competido con viejos problemas de nexos regionales no resuel-tos, y sobre eso han provocado un debilitamiento constante de la autoridad es-tatal, frecuentemente confundida con los ámbitos de la acción gubernamental.

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Quinto: el monopolio de la violencia es uno de los requisitos innegociables de los Estados modernos, y en esa medida es una exigencia mínima para la es-tabilidad y la durabilidad de cualquier sistema político. Es más, la renuncia a la violencia por parte de los ciudadanos y su concentración en manos del Estado es el elemento básico en el modelo abstracto de la filosofía política elaborada sobre la idea contractual, especialmente en la dirección señalada por Thomas Hobbes: es el núcleo del pacto político. A pesar de estas prioridades políticas, en América Latina la debilidad crónica del Estado ha conducido a una situación sin salida en la medida en que, al carecer de una capacidad de coerción, disuasión y defensa creíble, y en tanto sobrevive a una escasez constante de recursos para sostener o emprender grandes programas públicos, el monopolio de la violencia es siempre parcial, solo desarrollado en zonas y espacios restringidos, y ha sido puesto en cuestión de forma permanente por diversas actividades criminales, lo que se evi-dencia en la reaparición crónica de la violencia e indefensión de la población civil en prácticamente todos los países.

La larga paz latinoamericana está entonces sustentada en la incapacidad de los Estados para hacer la guerra internacional, de prepararse organizacio-nal, institucional y militarmente para ella. De esta forma, lo internacional ha sido en América Latina un escenario geopolítico congelado, presionado por la presencia en diferentes momentos de potencias europeas y de Estados Unidos, que disuaden a los contendores, quienes siempre han dependido del mercado internacional para conseguir armamentos y créditos financieros. Esta presencia internacional no tiene un récord claro, al parecer de Centeno, de un intervencionismo fuerte, lo que ratificaría la permanencia de un cierto control hegemónico por parte de poderes internacionales, que en la geopolítica regio-nal se han presentado como árbitros neutrales o como apoyos de disuasión. Centeno lo sentencia de la siguiente forma: “The Latin American peace may thus be the ultimate expression of dependencia” (Centeno, 2002: 71).

De estas perspectivas puede concluirse que los Estados y las sociedades latinoamericanas se han conformado en medio de una profunda ambigüedad: de una parte se observa el mantenimiento de un patrón de comportamiento internacional caracterizado por la “larga paz latinoamericana”, pero de otra parte , las sociedades y los Estados han experimentado una continua acción de la violencia colectiva, ya sea entendida como un mecanismos de bandi-daje, criminalidad, desafío a la autoridad, o un proceso de guerra civil. Las dos características están conectadas, no están separadas. La paz internacional está sustentada en la incapacidad de los Estados latinoamericanos en hacer la guerra internacional, lo que se respalda en la falta de ingresos fiscales para mantener esfuerzos de gran impacto, en la falta de estructuras institucionales eficientes, y en la carencia de perspectivas estratégicas e institucionales.

Paralelamente, la violencia interna de los Estados y las sociedades lati-noamericanas ha tenido como corolario la constante incapacidad militar y política para desarrollar una autoridad centralizada eficiente junto con la con-tención de cualquier forma de violencia. El Estado internamente no ha cum-plido con las demandas básicas de la política moderna, y en esa medida, en

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general no se ha centralizado la autoridad de forma sostenible sobre el regio-nalismo latente o evidente, animador de muchas de las guerras civiles del siglo XIX y de varios de los conflictos contemporáneos. La conquista del territorio no fue una prioridad para muchos Estados, como el colombiano o el peruano, y tampoco fue una tarea posible de realizar para la mayoría, incluso hasta el final del siglo XX. El cobro de impuestos ha sido deficiente, por lo que los Esta-dos han preferido históricamente endeudarse con organismos internacionales o acreedores hegemónicos antes que vincular eficientemente a las sociedades, los sistemas económicos y las élites a los esfuerzos necesarios de construir y mantener el Estado en sus diferentes dimensiones. En últimas, hasta acá no se han orientado, ni ha existido una posibilidad real de hacerlo, las dinámicas que las guerras generan hacia la construcción de Estados, en un proceso que es sustancialmente diferente del vivido en Europa e incluso en Asia5.

Una excepción aparente a la debilidad latinoamericana del Estado está presente en las dictaduras militares que han existido en la región, tanto en el siglo XIX como en el XX. Empero, estas se enmarcan con relativa facilidad en el proceso del caudillismo, por un lado, como en el proceso de intentar que un estamento, subordinado al poder civil por definición en el período moderno, defina no solo las condiciones en las que existe y funciona el Estado mismo, sino incluso tratar de imponer un proyecto político y social a las élites y a los sectores populares, por el oro. El resultado ha sido el que tenía que ser, un desastre, porque lejos de conseguir un mejor ordenamiento de las sociedades han generado una mayor divergencia y el ahondamiento de las viejas y persis-tentes condiciones institucionales y sociales de la región.

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5 En su trabajo, López-Alves (2003) considera importante no solo comparar el proceso latino-americano con respecto al modelo europeo, sino también al asiático.

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255

Índice temático

AAbolición; 25, 73, 76, 185, 200, 206,

207, 213, 277Absolutismo borbónico; 67, 71, 94Actividades estatales; 22Acuerdos; 21-28, 150Administración civil; 22, 38, 246Administraciones militares; 22Aduanas; 20, 215, 221-223, 251Alcabalas; 20Alianzas; 30, 34, 135, 185, 203, 214, 243América; 11, 14, 18, 29, 30, 31, 34, 35,

37, 39, 41-44, 53, 55, 58, 65, 66, 68, 69, 71, 75, 76-82, 84, 94, 106, 110, 111, 115, 119, 120, 121, 143, 145, 149, 153, 235

anglosajona; 80del sur; 18, 83española; 53, 69, 71, 80, 86, 121,

158, 243 latina; 11, 14, 29, 31, 37-39, 41-44,

126, 130, 141, 235, 241, 242, 243, 245, 247-253

Antiguo régimen; 13, 24, 54, 64, 71-73, 76, 77, 79, 80, 82, 83, 90, 92, 99, 101, 156-158, 161, 163, 177

Armamentos; 203, 250, 253

BBanco Nacional; 226, 227, 235Bandidaje; 242, 248, 252, 253Batalla; 63, 65, 148, 152, 156, 159-162,

174, 203, 209, 219, 220, 229de Ayacucho; 65de Guadalete; 148de Valmy; 174

Bicentenario; 11, 241Brasilidad; 110Burguesía; 21, 23, 24, 131, 133, 167

CCabildo de Santafé; 168Caciques; 53-55, 130, 131, 136, 216, 218,

226Cambio político; 20, 116, 157Campesinos; 20, 26Capacidades bélicas; 18Capitalismo agrícola; 23Carta de Jamaica; 80 Catolicismo; 82, 92, 94-97, 101, 102,

156, 177, 225Caudillismo; 47, 52, 58, 72, 129, 254Centralismo; 100, 162, 173, 200, 217,

226Ciudades-Estado; 19, 22, 55, 61Ciudades-república; 46, 55, 57Civilidad; 25, 30, 33, 36Clases; 20, 35, 40, 52, 63, 68,100, 133,

134, 151, 159, 168, 176, 233, 249dominantes; 34, 52sociales; 25, 132, 134subordinadas; 20, 50, 51, 200, 206

Clero; 21, 22, 25, 27, 35, 97, 102, 151, 170, 200, 202, 203, 208, 214, 215

Coerción capitalizada; 18, 20, 38Colombia; 11, 17, 30, 44, 45, 48, 51, 52,

53, 56, 57, 69, 91, 94, 95, 106, 197, 200, 204, 205, 207, 210, 215-217, 221, 225, 228, 231, 234, 242, 248, 249, 252

Colonias; 28, 29, 31, 35, 45, 52, 77, 78, 80, 113, 116, 157, 189, 243, 245, 247

Comerciantes; 19, 20, 23, 34, 54, 71, 189, 217, 222, 224, 236

Confederaciones; 19, 49, 55, 200Configuración de los Estados; 7, 45, 61Conflictos; 8, 14, 26, 36, 38, 40, 41, 56,

57, 62, 64, 68, 69, 71, 72, 90, 109, 112, 134, 143, 146, 175, 177, 183-191, 198, 199, 201, 204, 206, 216,

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256

Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

217, 231, 232, 233-235, 241, 242, 248-250, 252, 254

bélicos; 62, 143identitarios; 146, 175

Congreso; 47, 74, 129, 130, 190, 191, 192, 207, 208, 216, 246

Conquista; 38, 40, 42, 61, 68, 83, 109, 115, 152, 153, 161, 176, 254

Constitución; 49-51, 66, 67, 72-81, 85-87, 94, 99, 100, 106, 112, 119, 125-141, 157, 158, 162, 164, 165, 167, 171, 172, 189, 200, 205, 212-215, 224, 225, 230

Constituciones; 45, 81, 193Contrarreforma; 96, 148, 153, 177, Contrarrevolucionarios; 47, 73, 98Corona; 22, 27, 36, 45, 71, 75, 81, 87, 96,

151, 184, 185, 192Cortes; 35, 73, 75-80, 86, 96, 98, 100,

114, 119, 120, 150, 151, 157, 158, 245

Cruzadas religiosas; 200, 217 Cultura; 26, 43, 91, 92, 96, 99, 104, 110

DDebates gaditanos; 75Declaración de Independencia de los

Estados Unidos; 115Declaración de los Derechos del Hombre

y del Ciudadano; 139Demandas; 20, 21, 22, 26, 76, 77, 113,

134 186, 209, 250, 254Democracia; 30, 31, 56, 105, 109, 125,

127, 128, 131, 138-141, 150, 166, 168-170, 172-174, 207, 231, 242, 252

Derechos; 12, 21, 25, 30, 33, 35, 39, 47, 56, 62, 66, 71, 72, 80, 83, 84, 89, 96, 99, 101, 119, 126, 131, 134, 135, 137, 139, 140,141, 158, 174, 185, 210, 247

de cobro de impuestos; 247de forasteros; 27dinásticos; 72fundamentales; 101, 119, 126, 137,

139, 140, 158políticos; 61

Desarrollo de políticas sociales; 61Desarrollo político; 31,38

Dictadura; 48, 49, 54, 56, 85, 95, 125, 128, 133, 136, 137, 166, 209, 210, 230

Desarrollo político; 31, 38Discurso; 8, 11, 73, 95, 101, 104, 115,

117, 120, 125, 128, 132, 133, 136-138,141, 169, 174, 175, 225

constitucional; 137de la democracia; 141del Estado fuerte; 8, 125preliminar; 73

Disolución; 8, 25, 55, 56, 69, 100, 103, 129, 191, 200, 212

de corporaciones; 25de órdenes monásticas; 25

Distritos; 23, 53, 187, 206, 219, 220,233Disturbios; 19Doctrina(s); 90, 93, 97, 98, 100, 101, 104,

105, 107, 115, 160, 166, 167, 168, 176, 225

de la Hispanidad; 104del laissez faire; 225

Draconianos; 208, 210

EEconomía; 20, 25, 40, 99,136,152, 169,

177, 203, 218, 222, 223, 225, 227, 228, 233, 247, 252

comercialización de la; 20mexicana; 136nacionales; 252

Economías; 234, 252, comercializadas; 18, 19nacionales; 252

Edad; 120de plata; 169Media; 148Moderna; 114,147

Educación;11, 23, 26, 27, 65, 112, 154, 173, 200, 202-204, 215, 217, 218, 230, 231

para los soldados; 23pública; 112, 203sistemas nacionales de; 27

Ejército(s); 18, 19, 21, 22, 25, 28, 29, 30, 33-35, 37-40, 46-48, 50-57, 64-66, 68, 81, 96, 103, 105, 119, 130, 151-153, 157, 159, 162, 164, 166, 167, 192, 193, 200, 203, 205, 214-216,

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índicE

tEmático

257

219, 220-224, 227-235, 245, 246, 248, 249

Élite(s); 30, 37-40, 42, 44, 45. 49, 50, 52, 66, 80, 81, 90 96, 110,129, 132, 140, 177, 185, 187, 188, 191, 197, 198, 201, 204, 208, 209, 211, 212, 228, 230, 234, 235, 242-247, 249-252, 254

blancas; 249colombianas; 234criolla(s); 185, 191de las colonias; 243de Santafé; 189políticas; 129, 132, 140

Empleados; 23, 93, 192, 213, 215Públicos; 23, 192, 213Venales; 23

Empresas productivas; 22Entidad nacional; 35, 74Época; 45, 51, 64, 78, 79, 84, 95, 101,

136-138, 140, 144, 148, 150-155, 157, 158, 161, 163,-165, 183, 189, 245, 251

borbónica; 51de los descubrimientos geográficos;

153Escala bélica; 19Esclavos; 110, 191Esfuerzo bélico; 20, 35, 48Estado(s); 3, 5-9, 11-14, 17-58, 61-64,

67, 72, 76, 78, 80, 82, 84, 86, 87, 89, 91-96, 99, 101, 102, 104, 106, 109, 110, 111, 112, 115, 117, 125, 141, 143, 145, 179, 183, 188, 189-192, 197-225, 228-236, 241-254

Alemanes; 25autoritario mexicano; 126brasileño; 105, 109centralizante; 36con fronteras; 28demandas del; 22estructura del; 25, 32estructura organizativa central del;

18europeos; 17, 18, 28, 40, 56, 149,

162, 173, 178exigencias bélicas del; 22,formación del; 7, 14, 17, 20, 26,

27, 29, 31, 32, 34, 40, 41, 44,

199, 201, 203, 205, 211, 216, 218, 231, 232, 241, 244

formas externas del; 17generales; 24

FFascismo; 93, 104, 105, 166Federaciones de ciudades; 19Federalismo; 200, 216, 217, 223

Asimétrico; 175Federalizantes; 47Formación del Estado; 7, 14, 17, 20, 26,

27, 29, 31, 32, 34, 40, 41, 44, 199, 201, 203, 205, 211, 216, 218, 231, 232, 241, 244

en el caso colombiano; 7, 44Fortaleza del Estado; 8, 131-133, 137Fragua del Estado; 8, 143Franquismo; 104, 147, 165-169, 171,

172, 177, 178decisión del; 167

Fronteras territoriales; 41Fuerzas; 24, 29, 30, 33, 34, 46, 97, 102,

103, 117, 118, 126, 150, 157, 159, 160, 163, 164, 165, 167, 171, 172, 192, 205, 229, 232, 245, 246, 250, 251, 252

armadas; 29, 30, 117, 160, 163-165, 167, 250

militares; 33, 34, 246, 251, 252terrestres; 33, 34, 246, 251, 252

Funcionarios; 18, 20, 23, 25, 26, 35, 42, 48, 81, 101, 187, 202, 213

estatales; 18, 20 nacionales; 18, 48

GGenealogía histórica; 7, 89, 91Gentry; 22Gobernantes; 18-22, 28, 45, 47, 52, 112,

113, 153, 160, 176, 177, 199, 250rivales políticos de los; 19Gobierno(s); 6, 7, 21-25, 27, 29, 31,

33-36, 38, 39, 45, 47, 48-51, 55, 56, 67, 71, 72-74, 78, 79, 82, 92-95, 102, 111, 112, 115, 117, 121, 126, 128, 130-134, 136-138, 140, 141, 149,

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165, 172, 173, 185, 188, 190-193, 200, 202-216, 218-231, 235, 244, 246

Borbónicos; 51Central; 23, 205, 207, 212, 213, 223Civiles; 29, 31, 55, 56de Bogotá: 35de las leyes; 126, 128de Venezuela; 67estilo de; 22indirecto; 22militares; 33, 34sistemas paralelos de; 23transición del; 7, 22

Gólgotas; 208, 209-211Golpe de Estado; 25, 209, 229Gremios; Grupos; 14, 26, 28, 29, 32, 33, 37, 40,

50, 54, 57, 62, 68, 71, 80, 81, 90, 92, 97, 103, 129, 136, 149, 153, 159, 166, 174, 186, 198, 199, 201, 202, 204, 205, 206, 215, 216, 231, 232, 234, 243, 245, 246, 249

CiU en Cataluña; 174étnicos; 204, 249 liberales; 54subordinados; 28

Guardia(s); 163, 210, 221, 244Civil; 163nacional(es); 37, 51, 208

Guarniciones internas; 23Guerra de la Triple Alianza; 37, 247, 248Guerra de los Mil Días; 14, 51, 210, 228,

249Guerra(s); 3, 4, 6, 7, 8, 12, 14, 17-21, 23,

24, 26-47, 49-58, 61-72, 74, 76, 77, 79-84, 86, 87, 96, 102, 104, 106, 111, 113, 115, 120, 121, 144, 149, 150, 151-153, 156, 157-169, 172, 175, 176-179, 183, 191-193, 197-236, 242-254

alcance de las; 19contra Austria; 24costos de las; 18de 1851 y 1854; 50, 200, 206, 212de 1876-1877; 200, 217de 1885; 200, 212, 223, 225de conquista; 161de las escuelas; 219

de los Supremos; 14, 49, 201, 202, 204, 205, 208, 249

de los Tres Años; 54de opinión; 160del Pacífico; 37, 248de reconquista; 46, de secesión; 40de Sucesión; 150del siglo XVI y XVII; 19deudas de la; 23en el contexto latinoamericano;

9, 242en Iberoamérica; 38entre naciones; 18, 36, 37experiencia de la; 27, 80fría; 30, 31, 56fronterizas; 40gastos de la; 24limitadas; 18, 37, 55, 58Mundial; 28, 29, 32, 36, 55, 56,

104, 166, 167nacional; 160, 201napoleónicas; 32, 36, 51, 55, 96,

160, 247necesidades de la; 24por la centralización; 8, 225, por las soberanías; 212preparación para la; 18, 42revolucionaria; 161

Guerra(s) civil(es); 7, 13, 37, 62-65, 67, 68, 70, 76, 81-84, 86, 87, 104, 106, 113, 144, 149, 155, 1|57, 161, 164-166,168, 169, 176, 177, 193, 197-199, 200, 201, 207, 208, 210, 211, 212, 215-219, 221-223, 226, 227, 243, 249, 250, 253

Guerra(s) de independencia; 7, 50, 52, 54, , 57, 61, 65, 66, 68-70, 74, 80, 82, 83, 86, 203, 210, 243-247, 249

proceso de la; 245surgimiento de las; 243

Guerras internacionales; 3, 5, 6, 12, 36, 38, 43, 44, 45, 55, 57, 62, 247, 248

de la región; 247en América Latina; 247

Guerrillas; 160, 177, 203, 204, 210, 215, 219, 220, 222, 229, 230, 231, 232, 233, 242, 248, 249

Campesinas; 51

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Conservadoras; 215, 219de las FARC y el ELN; 249liberales; 230, 232locales; 46

HHagiografía; 166,Hegemonía; 19, 21, 53, 92, 96, 104, 110,

111, 121,149, 176, 199, 201, 202, 206, 208, 212

Hispánica; 149Herencias coloniales; 247Heterogeneidad; 27, 77, 135, 136, 217,

232cultural; 77

Hinterlands; 245Historia; 13, 14, 17, 24, 27, 33, 34, 35,

36, 41, 43, 44, 51-53, 58, 62-64, 68, 69, 70-72, 77, 82, 83, 85, 96, 98, 103-106, 109, 111-117, 121, 126, 143, 144-147, 149-153, 156, 157, 164, 165-168, 175, 178, 179, 183, 201, 203, 204, 207, 210

continental; 153del arte de la guerra; 152

Historicismo; 43, 97 Historiografía liberal; 70, 74, 96Homogeneidad; 27

Lingüística; 27, 32, 37, 39, 77, 149Homogenización cultural; 27

IIberoamérica; 39-41, 44, 45, 51, 55, 56Ideario(s); 3, 6, 90, 95, 103, 105, 106,

114, 193político(s); 3, 5, 6, 8, 114, 143

Ideología hegemónica; 114Idiomas nacionales; 27, 114Iglesia; 8, 14, 25, 27, 33, 50, 54, 71, 81,

89, 91-94, 98,100-104, 106, 136, 149-151, 156, 164, 166, 167, 169, 176, 177, 184, 187, 197, 200-202, 204-207, 209, 211-215, 217-219, 224, 225, 230, 231, 234, 235, 246, 249

católica; 50, 54, 91, 92, 98, 101, 106, 136, 156, 169, 197, 200-202, 204-206, 212, 215, 217, 218, 224, 225, 234, 235, 249

de San Isidoro; 150 funcionarios de la; 81nacional; 25, 94nueva doctrina social de la; 93papel de la; 200, 206, 211, 212, 217perfeccionamiento de la; 156

Ilustración; 23, 42, 70,71, 74, 102, 114, 119, 130, 144, 1|48, 153-156, 167, 177, 202

Española; 155Europea; 153ideales de la; 119ideas políticas y religiosas de la; 71valores heredados de la; 102

Imperio(s); 19, 20, 22, 23, 25, 27, 36, 40, 41, 45, 51, 53, 54-57, 61, 80, 84, 87, 94, 104, 110, 143, 149, 153, 174, 197, 243, 245, 246, 247

austrohúngaro; 56, 84azteca; 54debilidad del; 2443dinásticos; 61español; 36, 40, 45, 51, 55, 57, 110,

143, 197, 243, mapas administrativos del; 247mercenarios de los; 19mexicano; 53napoleónico; 57otomano; 22romano; 49ruso; 56, 153territoriales; 19turco; 84

Impuestos; 14, 21, 22, 24, 26, 29, 35, 138, 163, 201, 247, 248, 250, 251, 254

búsqueda de nuevos; 251recaudadores de; 26

Independencia; 7, 8, 11, 13, 23, 24, 27-29, 36, 40, 45-47, 50-58, 61, 63-70, 72, 74-77, 80-83, 85-87, 90, 93, 96, 101, 109-116, 118, 119-122, 156, 157, 159, 160, 164, 174, 177, 186, 190, 203, 210, 243-247, 249

absoluta; 46de Brasil; 8, 13, 109, 114, 115, 118,

119-121de Portugal; 114, 122norteamericana; 23, 24, 36política; 27

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Indígenas; 40, 68, 184, 185, 191, 192, 200, 231, 249

Industria(s); 236nacionales; 26 rural; 19

Infraestructura de transporte; 26Ingeniería social; 31Ingenios; 152Inquisición; 151Instauración del Segundo Imperio; 94Instituciones estatales; 18, 20, 36, 42,

50, 198Interacción; 19, 20, 43, 44, 198, 224,

comercial; 19Islam; 146, 148, 150, 167

JJefes; 19, 20, 22, 36, 49, 50, 52-54, 69,

74, 96, 159, 205, 209, 215, 216, 221, 227

locales; 20, 53militares; 22, 36, 49, 50, 52, 96

Jerarquía; 23, 40, 41, 50, 75, 91, 92, 94, 97, 101, 103, 112, 163, 185, 187, 198, 200,202, 214

Jueces; 22Junkers; 22Junta(s); 72, 73, 79, 80, 81, 86, 96, 140,

186, 187, 190, 192americanas; 80 autónomas de Gobierno; 186Central; 78, 80, 86, 157de Buenos Aires; 80de Regencia;Provisional do Governo Supremo

do Reino; 118Justicia; 21, 127, 129, 132,134, 139,

140,151,163,187,216,220,234penal; 139

LLaicización; 94Latifundios; 134, 232Lecciones; 7, 41, 44, 160, 245

de Iberoamérica; 7, 41Legislaturas; 25, 26

civiles; 25nacionales; 26

Ley(es); 30, 50, 73, 77, 78, 90, 91, 93-95, 98, 99, 100, 102, 105, 126-128, 150, 158, 163, 165, 167, 171, 172, 192, 207, 208, 209

Fundamental alemana; 172Fundamentales; 167Moyano; 163Orgánica del Estado; 167

Líderes revolucionarios; 24Líneas; 14, 42, 66, 75, 80, 111, 244, 249

de comunicación; 26isoculturales; 42

LogiaMasónica; 90

Loira; 24Luchas; 14, 20, 21, 24, 29, 30, 46, 51,

52, 54, 134, 136, 160, 183, 198, 199, 201, 219, 224, 245, 247, 249, 251, 252

étnicas y raciales; 249regionales; 252

MMagnates; 21Manifiesto; 76, 78, 116-118, 137, 146,

157, 159, 177, 227, 243de la Junta Central; 78de los Persas; 76

Materiales bélicos; 48Maximato; 141Mecanismos; 18, 21, 150, 202, 204-206,

210, 253de la coerción estatal; 21

Medios de comunicación; 218 Memorial de Santa Elena; 162Mercenarios; 19, 22, 46

de los imperios; 19Mestizos; 184, 191Milicias; 19, 23, 24, 35, 51, 53, 66, 81,

213, 216, 244, 247, 248Ciudadanas; 23, 51jefes de las; 216Nacional; 163Urbanas; 19

Militar(es); 14, 18, 19, 21-23, 25, 26, 29-37, 47-52, 56-58, 61, 65-70, 94, 96, 109, 116, 118, 119, 121, 130, 131, 149, 151, 152, 157, 161, 163, 164, 166, 183, 184, 187, 191, 192, 198,

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índicE

tEmático

261

200, 208, 209, 211, 213, 215, 219, 220, 226, 228, 231, 232, 236, 243-248, 250-254

asesoramiento; 30gasto; 25, 26, 30, 35gobierno; 25, 35golpe; 30, 119ideología del profesionalismo; 25mandos; 25, 58poder; 26, 30, 31, 33, 34, 53, 58,

151poder político de los; 25regímenes; 34

Ministerio; 24, 117, 162, 163de la Guerra; 163, de Policía; 24

Mitología nacional ; 41Mito(s); 14, 111, 113, 183, 188, 233

del enfrentamiento; 8, 189historiográficos; 14, 183

Modelo(s); 7, 13, 17, 18, 25, 28-31, 36, 38, 43-47, 51, 55, 56, 69, 72, 84-86 90, 91, 96, 105, 115, 119, 125-129, 132, 139, 140, 150, 162, 163, 165, 169, 171, 172, 177, 178, 210, 216, 218, 223, 225, 231, 241, 243, 250, 253

canónico de transición; 171, 178de burocracia; 28de Estado nacional; 29de formación del Estado; 231de guerra internacional; 243de propiedad capitalista; 132europeo; 29, 241, 250federal; 150, 218, 225formales de Estado; 51francés; 46, 163napoleónico; 47, 216occidental; 28, 31republicano de América; 115

Modernidad; 7, 11-13, 61, 62, 73, 85, 87, 89, 91, 92, 96, 98, 107, 113-115, 117, 122, 145-148, 150, 152, 178, 211

Política; 7, 13, 61, 62, 73, 89, 96Monarca(s); 21, 35, 79, 84, 86, 100, 113,

118, 150, 156 Monarquía; 12, 13, 36, 62, 66, 67, 69,

71, 72-78, 80-91, 97, 100, 103, 106, 110, 111, 117, 119-122, 149-151, 153, 158, 159, 184-186, 193, 244

Absoluta; 100, 150, 159Católica; 12, 13, 62, 69-77, 80, 81,

83-86, 185de los Bragança; 13, 111, 117, 121de los Reyes Católicos; 151Hispánica; 91, 150, 244mimbres de la; 77Portuguesa; 119, 120unidad de la; 69, 71, 72, 76, 77,

82, 158Motines; 19, 45, 72, 157, 186, 244

prolongación de losMovilización(es); 12, 17, 20, 24, 27, 34,

47, 50, 61, 80, 157, 202, 204, 209, 210, 233, 235,

Autónoma; 150Sociales; 17, 123

Movimiento(s); 13, 25, 26, 45, 51, 56, 65, 97, 102, 103, 106, 131, 133, 134, 136, 165, 185, 201, 203, 208, 209, 211, 227, 230, 232, 233, 244, 251

Constituyentes; 236Democratizadores; 56Juntistas; 45sociales; 26, 131

Mundo; 7, 14, 17, 28-32, 34, 36, 41, 46, 55, 56, 64, 72, 75, 77, 78, 84, 85, 89, 90, 92, 97, 103, 104, 106, 109, 113-117, 120, 121, 122, 144-149

colonial; 46, 90, 184moderno; 104, 148, 149revolucionario; 161rural; 184, 187, 233

Municipios; 19, 35, 100, 101Muro de Berlín;

NNación; 12, 14, 20, 27, 39, 41, 42, 52,

61, 64, 65, 67, 72-80, 82,-85, 92, 93, 95, 98, 99, 101, 102, 105, 110-114, 116-119, 127, 134, 137, 141, 145, 148, 154, 156-160, 162, 173-177, 183, 188, 191, 193, 197, 198, 201, 203, 204, 215, 217-221, 223-226, 232, 233

Nacionalismo; 27, 28, 38, 39, 41, 42, 49, 53, 92, 96, 102-105, 111-115, 122, 156, 161, 172, 172-175, 178, 188

venezolano; 19

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262

Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

Nacionalización; 7, 17, 22, 25-27, 101, 147

de la política; 17, 26de la vida; 7, 26

Nación(es); 18, 27, 28-30, 36-39, 43, 44, 46, 51, 52, 55-57, 65, 74, 77, 82-86, 90, 95, 104, 111-115, 118, 122, 144, 145, 153, 154, 157, 161, 165, 174, 175, 177, 207, 226

abstracta; 39de Iberoamérica; 51efectiva o material; 137europeas; 112, 144, 153, 157, 177guerras entre; 18, 36, 37homogenización de; 27portuguesa; 116, 117Unidas; 28

Negociaciones; 17, 18, 20, 21, 35, 48, 191, 225, 229

Nobles; 18, 19, 21, 23, 25, 35, 150, 151, 188

guerreros; 18, 21Nueva dinastía borbónica; 54, 62, 65-68,

70, 80Nueva España; 54, 62, 65-68, 70, 78Nueva Granada; 14, 46, 48, 49, 51, 52,

57, 65, 78, 183, 185, 186, 188, 191, 244

virrey de la; 244Nuevas Naciones; 51, 56, 57, 65, 77, 82,

84, 86desarrollo de las; 56

Nuevos Estados; 13, 28-32, 52, 84, 183, 243, 246, 247, 252

OObispados autónomos; 22Obras públicas; 24, 26Obreros; 26Ocupación laboral; 19Oligarquías municipales; 23Orden; 7, 13, 20, 29, 33, 34, 43-45, 62,

64, 66, 68, 89-91, 93, 95-102, 106, 112, 121, 122, 125-127, 133, 139, 151, 157-159, 163, 165, 167, 172-175, 184, 186, 187, 189, 190, 191, 197, 206, 208-210, 212, 214, 215, 221, 223, 225, 226, 230, 231, 243, 249

cultural; 230político; 89, 95, 158, 192, 206, 210,

223, 230, 243social; 13, 89, 93, 95, 99, 100, 102,

106, 125, 151, 163, 208, 226, 230, 231, 243, 249

Organización; 12, 13, 22, 24, 27, 28, 32, 34, 42, 43, 50, 53, 55, 56, 61, 69-71, 81-85, 91, 112, 115, 119, 134, 146, 147, 149, 150, 152, 158, 162, 163, 184, 185, 189, 205, 209, 210, 213, 216, 217, 221, 225-227, 250

de mercados nacionales;social; 32

Organizaciones; 17, 18, 20, 21, 29, 31, 33, 34, 103, 178, 206, 252

internacionales; 29, 178municipales; 20

Organizaciones estatales; 17, 18creación de; 18funcionamiento de las; 173

OTAN; 173

PPaíses; 11, 13, 14, 17, 18, 28-31, 33-36,

38, 40, 41, 44, 51, 55-58, 70, 72, 81, 93, 94, 98, 146, 152-154, 164, 166, 169, 171, 173, 174, 179, 234, 236, 248, 249, 252, 253

Católicos; 93, 94con renta de exportación; 30del Tercer Mundo; 17, 29desarrollados; 31hispanoamericanos; 55, 104latinoamericanos; 14, 30, 248occidentales; 31, 173satélites; 30

Paradoja de Brasil; 13, 110, 114, 115Pardocracia; 47Parlamento(s); 21, 23, 36, 74, 78, 113,

14, 116, 172Inglés; 21

Partidarios del progreso; 64Partido; 26, 31, 49, 50, 54, 56, 66, 72,

85, 90, 91, 95-97, 102, 106, 119, 127-132, 138, 140, 141, 146, 163, 167, 172, 177, 199, 200, 201-204, 206, 207, 210, 211-214, 217, 218, 220, 223-228, 230, 232-235, 252

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índicE

tEmático

263

Conservador; 95, 207, 214, 226, 228

Hegemónico; 127-131, 141Liberal Constitucionalista; 140Moderado; 96, 97Nacional; 130, 225, 226

Patria(s); 11, 20, 57, 67, 73, 77, 95, 99, 105, 145, 157, 171, 183, 185-187, 191, 225, 226, 231

boba; 57, 183, 186, 187chicas; 187

Paz; 9, 14, 28, 37, 39, 50, 55, 67, 81, 93, 111, 118, 126, 127, 169, 173, 176, 178, 192, 210, 211, 221, 223, 224, 226, 227, 229, 248, 250, 253

Internacional; 9, 248, 250, 253Latinoamericana; 253

Período isabelino; 96, 97Plan; 53, 54

de Ayutla; 53de Iguala 54, 63, 67, 204

Población(es); 18-21, 26, 27, 35, 39, 50, 75, 77, 186, 188, 192, 193, 201, 222, 231, 232, 249, 250, 251

civil; 20, 29, 34, 51, 253docilidad de la; 22local; 22mentalidad de la; 171movilización masiva de la; 20rebeldía de la; 20rurales; 19subordinada; 22, 30, 32, 33, 35, 50

Poder(es); 13, 17, 18-23, 25, 26, 28-39, 42, 44-47, 49-53, 55-58, 61, 62, 71, 73, 74, 77, 79-81, 83, 84-87, 89, 94-97, 99, 100, 102, 110, 113, 116, 118, 119, 126-139, 141, 147, 149-151, 154, 158-160, 163, 164, 166-168, 172, 176, 177, 184-193, 198-205, 208, 209, 212-217, 219, 223, 226-228, 233, 244, 245-247, 252-254

caciquil y gamonalístico; 217internacionales; 252, 253militar; 22, 26, 30, 31, 33, 34, 53,

58, 151presidencial; 127, 129regionales; 17, 52, 58, 130, 193,

204

Política; 13, 17, 20, 22, 26-28, 31, 33, 34, 37-42, 47, 49, 50, 61-65, 69-73, 76-78, 80-86, 89-92, 96, 98-102, 104, 106, 109-114, 117-119, 121, 122, 125-134, 136-141, 145-147, 149-151, 153, 157,-159, 162-166, 168, 169, 171, 175-178, 183, 185-187, 189-192, 198-202, 205, 206, 209-211, 213-215, 220, 223-226, 229-231, 233, 236, 241, 243, 246, 247, 249, 251-254

colonial borbónica; 185confesionalizada; 151draconiana; 214hegemónica; 61nacionalización de la; 17

Potencias; 28-31, 33, 34, 38, 71, 109, 118, 151, 164, 172, 253

Principados; 22Privilegios; 21, 22, 25, 35, 64, 68, 69, 71,

79, 83, 91, 119Proceso(s); 17, 18, 31, 32, 34, 36, 38, 43,

44, 49, 51, 81, 91, 98, 110, 112, 115, 117, 122, 134, 167, 173, 178, 184, 197-199, 201, 203, 205, 211, 218, 231, 232, 234, 242, 243, 247, 248

bélicos; 248de combinación; 18de construcción de los Estados; 143de creación; 251de democratización; 231de extensión; 26de formación; 41, 42, 52, 199, 200,

203,244de homogeneización y renovación;

92de independencia; 13de negociación; 34económico; 132histórico; 125, 178histórico de Occidente; 178ideológico de la revolución; 74

Próceres hispanoamericanos; 91Producción; 25,26, 166, 234, 250, 251

agropecuaria; 251 minera; 251

Profecía de Du Pradt; 120Provincias; 21, 35, 46, 52, 66, 67, 76-78,

79, 186, 189-193, 197, 19, 206, 207, 209, 211, 232, 244, 248

ObraSelecta_Estado_Guerras.indb 263 3/04/12 11:32

264

Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

unidas; 46, 66, 190-193 Proyecto de Constitución; 49, 66, 73 Pueblo llano; 22, 26

RRadicalismo europeo; 54Raza canija; 167Razzia; 52Reaccionarios; 70, 104, 158Rebelión(es); 19, 24, 35, 49, 57, 66, 69,

95, 106,113, 130, 175, 204, 207, 211-213, 224, 228, 245, 248, 249

de Páez; 49liberal; 67

Rebeldes; 53, 115, 116, 203, 212, 213-215, 221, 222, 227-230, 235, 244

derrota de los; 228Recaudos; 244

tributarios; 45Reclutamiento; 18-20, 24, 25, 37, 39, 48,

203, 215, 246de hombres; 18de la propia población; 19general; 20, 24resistencia al ; 24

Recursos económicos; 18Red(es); 23, 24, 46, 49, 97, 184, 185,

192, 199, 200, 202, 203, 21,, 217, 218, 245, 246

de burgueses; 24de ciudades coloniales; 46personales; 23

Reforma(s); 24, 27, 29, 45, 53, 66, 69, 70, 73, 85, 90, 92, 94, 96, 97, 113, 128, 134, 153-156, 171, 172, 175, 177, 184, 185, 200, 206-209, 216-218, 231, 243, 244, 252

borbónicas; 86, 70, 185, 243centralizantes; 45 educativa; 200, 217, 218fiscales; 185protestante; 27, 92sociales; 207

Regentistas; 46Régimen; 8, 13, 14, 24, 29, 34, 37, 47,

48, 50, 54, 55, 64, 71-73, 76-83, 86, 90-92, 94, 97, 99, 101, 102, 104-106, 125-130, 133, 136, 137, 139-141,

156-158, 160, 161, 163-165, 167, 170, 171, 172, 174, 177, 200, 201, 202, 205, 208

bonapartista; 133central; 223colonial; 48, 90, 91de papel moneda; 226federal; 8, 14, 200, 205, 212, 223,

224, 225monárquico; 171

Región(es); 11, 12, 18, 20, 21, 23, 24, 27, 33, 34, 44, 45, 46, 48-54, 57, 101, 106, 131, 141, 149, 169, 184-186, 188, 192, 199, 200, 202-207, 211-213, 215-217, 224, 225, 227, 229, 231-233, 235, 241-243, 246-252, 254

intensivas en capital; 20 liberal; 54opuestas; 24

Reino(s); 35, 75, 78, 122, 150, 185de España; 171de las Indias; 185ibéricos; 35

Relaciones; 6, 23, 25, 32, 33, 44, 46, 49-52, 57, 75, 79, 84, 86, 102, 103, 114, 115, 120, 128, 132-134, 138, 149, 164, 169, 177, 197-199, 201, 203, 211, 217, 218, 232, 233, 246

políticas; 115, 133, 232 sociales; 23, 25, 233,sociales cotidianas; 25

Religión; 27, 33, 42, 50, 68, 73, 89, 92-95, 98-100, 106, 110, 113, 146, 151, 156, 202, 206, 208, 213-215, 225

católica; 94, 95, 106, 202, 208, 225instrumento de gobierno

Renacimiento; 33, 150Rentas; 19-22, 34, 35, 39, 137, 187, 190,

207, 220de la tierra; 20del Estado; 21

República(s); 8, 14, 29, 45-49, 51, 52, 55-57, 91, 93, 95, 97, 99, 102, 103, 110, 111, 115, 116, 128, 132, 141, 165, 166, 172, 174, 177, 183, 184, 188, 190-192, 193, 206, 215, 216, 219, 225, 230, 231, 235

Bolivarianas; 231cristianización de la; 230

ObraSelecta_Estado_Guerras.indb 264 3/04/12 11:32

índicE

tEmático

265

hispanas; 110suramericanas; 52unitaria; 235

Revolucionarios; 23, 24, 69, 73, 111, 115, 130, 141, 158, 161, 175, 228

Revolución(es); 7, 11, 19, 23, 24, 25, 33, 36, 45, 54, 57, 63, 64, 66, 68-74, 80, 81, 83-85, 87, 89, 90, 93, 97-99, 102, 113-115, 117-122, 126-129, 133-141, 144, 159, 161, 165, 166, 168, 169, 175, 185, 186, 232, 248-250

americana; 113, 115atlánticas; 71, 80, 84, 115, 122burguesa(s); 71, 85Comunera; 185cubana; 250de 1848 y 1871; 232de El Salvador y Nicaragua; 250francesa; 19, 36, 57, 73, 74, 89,

115, 117, 161, 175 gloriosa; 99, 113, 117historia local de la; 24industrial; 98, 168, 169mexicana; 126, 133, 137, 141, 250por antonomasia;71y contrarrevolución; 71, 74, 81

Revueltas; 21, 69, 186, 227 urbanas; 244

Rey(es); 8, 14, 19, 22, 35, 45, 46, 51, 65, 66, 68, 72, 73, 75, 83, 92, 97-100, 113, 114, 117, 119, 149-151, 158, 176, 183-189, 244

alianza con el; 22católicos; 45, 149, 150, 151, 176ruptura con el; 72

Rutas terrestres; 217

SSacerdotes; 23, 25, 219Secta benthamista; 95Sefardíes; 27Segunda Guerra Mundial; 28, 29, 32, 55,

56, 167posguerra de la; 55

Seguridad Nacional; 175Señores territoriales; 21Serendipia; 41Servicio militar; 25, 27, 37, 48, 246

nacionalización del; 27

Símbolos nacionales; 27Sistema(s); 14, 23, 24, 26, 27, 48, 84-86,

90, 126, 198, 220, 251, 254administrativo y electoral; 25bicameral clásico; 71bipolar; 30de departamentos; 23de Estados; 26, 29, 30de legitimidad política; 83de partidos; 172de transportes; 234democrático; 168electoral; 158, 172, 226, familiar de los valles; 54fiscales; 24gubernamentales; 90internacional; 7, 28, 43, 55internacional de Estados; 7, 28,

43, 55latinoamericano; 36mundial de las naciones; 56nacionales de educación; 27paralelos de gobierno; 23político; 53, 127, 128, 165, 172,

173, 178, 228, 253político mexicano; 53, 127, 128regulados de educación, 26tributario y administrativo; 34

Soberanía(s); 8, 27, 35, 41, 45, 70, 71, 75, 79, 81-83, 85-87, 89, 92, 93, 98, 99, 100, 101, 113, 114, 119, 121, 135, 138-140, 150, 151, 157, 158, 164, 173, 177, 186-188, 190, 193, 200, 212-215, 224, 230

en conflicto; 8, 186origen de la; 71principios de la; 140reasunción de las; 45recuperación de la; 70regionales; 200, 212, 213, 214

Soberanos; 19, 20, 22, 27, 116, 151, 193, 223

política de los; 27Sociabilidad; 55, 200, 206, 207, 210, 211,

212, 217, 218, 221, 232, 234Sociedad(es); 6, 7, 8, 11, 12, 14, 20, 23,

27, 36, 37, 41, 47, 49, 50, 52, 54, 55, 63-66, 71, 72, 77, 83-87, 91-93, 97-102, 105, 109-113, 132, 139, 145, 147, 154, 158, 159, 161, 164, 165,

ObraSelecta_Estado_Guerras.indb 265 3/04/12 11:32

266

Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

167-172, 176, 177, 178, 183-185, 197, 199, 200, 202, 204, 206, 209, 211, 212, 214-218, 224, 230-232, 234-236, 242, 243, 245-247, 249, 250-254

brasileña; 109burguesa; 168católicas; 231civil; 27colonial; 14, 183-185complementarias; 101democráticas; 6, 20, 209derivativas;101

Sublevación; 19, 24, 90, 116, 157, 213Súbditos; 22, 28, 61, 66, 73, 92, 113,

1540

TTensiones; 33, 36, 45, 46, 51, 57, 94,

102, 128, 168, 199, 201, 205, 209, 218, 231

Étnicas; 33, 201Regionales; 218

Tercer mundo; 7, 17, 29, 30-32, 34, 36, 55, 56

Estados del; 7, 30, 32militarización de los Estados del;

7, 30poder militar en el; 34proceso en el; 32

Tercera República; 102, 103Terratenientes; 18, 20, 22, 36, 54, 203,

215, 217abusos de los; 22

Territorio(s); 18, 19, 24, 25, 27, 29, 35, 37, 38, 40, 41, 50, 51, 52, 54, 57, 58, 62, 67, 75, 77, 78, 79, 81, 83, 86, 96, 109, 147, 149, 155, 159, 164, 172, 176, 177, 184, 185, 186, 190, 191, 193, 198, 199, 201, 202, 204, 205, 213, 216, 220, 224, 229, 230, 232, 246, 247, 251, 252, 254

amazónico; 41conquistados; 24, 25, 35de la Monarquía Católica; 13, 62poco comercializados; 18

Terror; 24ejecuciones bajo el; 24

Teoría(s); 104, 147democrático-constitucional; 141fascistas; 104ilustrada; 154sociológica; 89

Tesis de Max Weber; 89Tradicionalismo político; 95Transición; 7, 22, 23, 64, 72, 78, 109,

128, 129, 137, 169, 170, 171, 172, 178

Tratado(s); 29, 67, 118, 173, 192Anglo-Brasileño; 118de Washington; 173

Tribunal(es); 22, 23, 24, 29, 32, 117, 139de la Inquisición; 151, 158revolucionarios; 24

Tributos; 18, 19, 22, 164, 222Tropas; 19, 20, 23, 35, 46-48, 50-52, 57,

63, 65-68, 85, 117, 157, 159, 178, 190, 191-193, 202, 204, 213, 214, 221

Colecticias; 51

UUnidad(es); 13, 27, 51, 52, 62, 69, 71,

72, 76, 77, 81, 82, 93, 100, 101, 105, 109-111, 122, 148, 149, 150-152, 158, 162, 176, 186, 190, 191, 197, 224, 225, 226, 230, 231, 243, 246, 251, 252

administrativa del virreinato; 62nacional; 105, 109, 110, 148, 224,

231políticas; 252

Unión federal; 217Universidad Nacional de Colombia; 6,

12, 217

VVaticano; 92, 102, 103, 164Veteranos; 2,, 26, 38, 50Vieja y Nueva España; 70Vida; 7, 22, 26, 27, 41, 43, 50, 51, 57,

63, 65, 67, 72, 86, 91, 93, 95, 100, 105, 111, 112, 115, 127, 128, 130, 133, 134, 144, 148, 151, 154, 159, 161, 164, 168, 174, 178, 179, 198,

ObraSelecta_Estado_Guerras.indb 266 3/04/12 11:32

índicE

tEmático

267

200, 205-207, 209, 210, 218, 222, 227, 230, 233, 246, 249

nacionalización de la; 7, 26Violencia; 6, 12, 14, 15, 34, 36, 38, 42,

57, 62, 70, 72, 106, 113, 131, 159, 160

de nivel micro; 42imaginario de la; 231interna; 12, 241, 242, 250, 252,

253monopolio de la; 12, 15, 62, 253napoleónica organizada; personal; 42

Virreinato; 52, 54, 62, 66, 184-187, 189, 190, 244, 245

antiguo; 187

fundación del; 189Virrey(es); 66, 186, 187, 189, 244

de la Nueva Granada; 244Voluntad de orden; 7, 89

ZZambos; 68, 184, 191Zona(s); 21, 23, 30, 54, 126, 128, 157,

166, 168, 173, 184, 186, 198, 201, 203, 207, 222, 229, 233, 252, 253

de frontera; 201de misiones; 201Hungría; 21liberal; 54

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ObraSelecta_Estado_Guerras.indb 268 3/04/12 11:32

269

índicE

onomástico

Índice onomástico

AAbrams, Philip; 198, 199Aguilera; 197, 200, 227, 228, 230, 231,

234Alamán, Lucas; 70, 71, 91Alberdi, Juan Bautista; 91Alcántara Herrán, Pedro; 50, 202Alejandro I; 56Alejandro Mon; 163Alfonso IX; 150Allende; 63Almario, Oscar; 46, 187Álvarez, Juan; 53Amaral, Azevedo; 105Amaru, Tupac; 57Anes; 177Anna, Timothy; 76Annino, Antonio; 87, 189, 207Aparisi; 100Arango; 215Archer, Christon; 51Arenas; 222Arista; 53Armitage; 78Aróstegui; 97Artola; 97, 159Attali, Jacques; 148Azaña, Manuel; 166

BBallard Perry, Laurens; 55Ballivían; 53Balmes, Jaime; 95, 97, 100Barragán; 53Barrès, Maurice; 103Barruel; 98Baylin; 115Beneyot; 176Beneyto; 176, 178Bentham, Jeremy; 78, 115, 119, 202, 204

Beresford; 118, 119Bergquist; 226, 227Beristain, José Mariano; 82Bethell; 122Bilbao, Francisco; 91, 95Blanco, Guzmán; 52Bobbio, Norberto; 133, 138, 139Bolívar, Simón; 46-50, 52, 53, 57, 67,

80, 192, 199, 200, 204, 213, 224, 229, 245, 246

Bonald; 47Borrull, Francisco Javier; 98Botero; 233Botti; 98Bourdieu, Pierre; 198Bourguet; 154Brading, David; 53, 54Braudel; 198Bravo; 63Brew; 207, 214Brubaker; 174Buchanan; 93Burke; 47Burns; 93Bushnell, David; 47-49, 91, 207Bustamante; 53, 70, 76, 77, 91

CCalleja, Félix María; 65, 66, 68Calles, Plutarco Elías; 130Campión, Arturo; 156Campos, Francisco; 105Canuto; 218, 237Cañuelo, García; 155Capmany, Antonio; 98, 156Cárdenas, Nicolás; 135, 141Carlos V; 35Caro, Miguel Antonio; 94, 95, 223, 225-

228, 236, 243Carr, Raymond; 147, 163

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Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

Carranza, Venustiano; 130, 141Carreras; 169Castilla; 249Castillo, Manuel; 192, 195Centeno, Miguel Ángel; 12, 13, 17, 18,

19, 36-40, 42-44, 51, 55, 62, 241-243, 245, 246, 249, 250, 253

Cipriano Castro; 52, 231Cipriano de Mosquera, Tomás; 50, 202,

212, 213Clark, Christopher; 92Clausewitz; 81Clavijo; 155Colom González, Francisco; 7, 89, 90, 97Comte; 168Córdova, Arnaldo; 133, 134Córdova, Salvador; 49Cortés; 95, 97, 218Cosío Villegas, Daniel; 128, 129Cubides; 220Cuervo, Rufino José; 226

DDalí; 144das Neves, Pereira; 117, 123de Argüelles, Agustín; 73de Biedma, Gil; 144de Bustamante, Carlos María; 70, 76,

77, 91de Capmany, Antonio; 156de Habsburgo, Maximiliano; 55de Jovellanos, Gaspar; 98, 155de la Bárcena, Manuel; 70De la Huerta, Adolfo; 130de la Pezuela, Juan; 97De Maestre; 47de Mattos, Rohloff; 114de Mier, Teresa; 67, 79, 80de Montes, Francisco; 66de Rivarol, Antoine; 98de Soria, Blas; 66de Tocqueville, Alexis; 156de Vizcarra, Zacarías; 104Deas; 223, 224Del Campo; 168Díaz, Porfirio; 38, 55, 133, 136, 215, 220Díaz, Zamira; 46Donoso Cortés, Juan; 95, 97Dulles; 130

Duvoisin; 98

EEdward, Alberto;105Egaña, Juan; 94Elías, Norbert; 198, 199, 205Elliott, John; 243-247Entralgo, Laín; 178Enzensberger; 149Escalante, Fernando; 55Espoz, Francisco; 67Estrabón; 144Estrada, José Manuel; 95Eyzaguirre, Jaime; 106

FFajardo; 155Fausto; 109, 110, 111Feijoo; 156Felipe II; 35Felipe IV; 35Fernández Miranda, Torcuato; 171Fernández, Aristídes; 229Fernando VII; 65, 67, 73, 76, 80, 86, 97,

100, 157, 158, 245Fisher; 197, 234, 235Fletcher; 147Flores; 57Flórez; 52, 256Ford, Richard; 146Fouché, Joseph; 24Frei, Eduardo; 106Freire, Gomes; 119Fusi; 165

GGaitán Obeso, Ricardo; 224Gaitán, Jorge Eliécer; 106Galdós; 164Gallagher; 122Gamarra; 53, 249Gandía, Enrique; 83García Cotarelo, Ramón; 149García Moreno, Gabriel; 94García, Alonso; 99Garrabou; 168Garrido, Margarita; 136, 186, 225, 237

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índicE

onomástico

Gellner, Ernest; 112, 198, 205Gilly, Adolfo; 132-134Gilmore; 51Glick; 169Glucksmann; 175Godechot; 71Gómez Arboleya; 155Gómez de la Serna, Gaspar; 154Gómez, Juan Vicente; 52Gómez, Laureano; 108González, Fernán; 12, 13, 17, 199-206,

208, 210, 215, 216, 218, 224, 226, 228, 230-232

González, Florentino; 50Goyena, Pedro; 95Guastini; 139Guerra, François-Xavier; 55, 69, 76, 77,

83Guerrero, Vicente; 53Guijarro; 100Gutiérrez Ardila, Daniel; 46Gutiérrez Cely, Eugenio; 216Gutiérrez de Piñeres, Juan Francisco;

244Guzmán, Jaime; 106

HHabermas; 140Halperin Donghi, Tulio; 52, 69Henderson; 106Herrera, Tomás; 208Herrero, Rodolfo; 90, 98, 130Hidalgo; 57, 63, 66Hintze; 151Holguín, Carlos; 223, 227Howard, Michael; 176Huerta, Victoriano; 130, 141Huizinga, Johan; 44

IInguanzo, Pedro; 98Isabel II; 96Isidro, Carlos María; 97Iturbide; 52, 53, 57, 63, 68

JJaramillo; 49, 209, 229Jefferson; 116João VI; 117-119Jomini; 160José I; 72, 73Juaristi; 175, 180Juli, Santos; 167Juliá; 148, 165, 168-170

KKaiser, Wolfram; 92Kalmanovitz, Salomón; 62, 63Kalyvas; 205Kaplan, Robert; 147Keane, John; 150Kedourie, Elie; 111Keegan; 132Kirkpatrick, Jeane; 105Kissinger; 153Knight, Alan; 135, 136Kuethe, Allan; 51

LLastarria, José Victorino; 91Laurent; 222Ledochovsky; 215Lemly; 228Lempérière; 93Leon Campbell; 51Léon Daudet; 103Léon de Montesquiou; 103León XIII; 100, 102Liévano Aguirre, Indalecio; 46Linz, Juan José; 105Lira, Osvaldo; 106Llanos, Valentín; 68, 74, 88López de Santana; 38López, José Hilario; 203, 206-214López-Alves; 242, 250Lozada; 53Luis XVI; 115, 116Lynch; 149

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Estado, guErras

intErnacionalEs E idEarios

políticos En ibEroamérica

MMacauley; 91Maeztu; 98, 104Maravall; 167María Cristina; 96Marías, Julián; 145-147Maritain, Jacques; 103Márquez; 49Marroquín, José Manuel; 228, 229,Martín, San; 53, 57, 188, 191, 225, 226,

245, 246Martínez; 156, 225, 226Maurras, Charles; 103Maxwell; 116Mayans; 156McCaa; 137Mejía; 216, 218Melo; 206, 208, 209, 210, 211, 218, 225Menéndez Pelayo, Marcelino; 94, 95, 97,

151, 180Messía de la Cerda, Pedro; 244Metternich; 162Mina, Xavier; 67Molina; 50Montoya; 196, 218Morales; 41, 154, 155Moreau, Lucien; 103Morelli, Sandra; 216Morelos, José María; 63, 82, 357,Moreno, Mariano; 80, 94Morillo, Pablo; 45, 65, 66, 193Morin, Edgar; 178, 180Murillo Toro, Manuel; 164, 203

NNapoleón; 25, 70, 73, 85, 102, 117-119,

121, 122, 157, 160-162Nino; 139Novella; 90Núñez, Rafael 94, 223, 224, 227

OO’Higgins; 52Obando, José María; 49, 52, 204, 208,

209Obregón, Álvaro; 130, 133, 141Ocampo; 221

Ortega y Gasset, José; 144Ortiz Mesa, Luis Javier; 14, 197, 200,

207, 209, 218, 219, 225, 226, 239Ospina Rodríguez, Mariano; 202, 213,

214

PPaéz; 49, 52, 57Palacios, Marco; 49, 201, 204, 206-208,

212, 214, 218-221, 225, 226, 228, 233, 244, 245

Paredes; 53Parker; 152Patiño Villas, Carlos Alberto; 5, 6, 9, 14,

241Peña, David; 219Pérez Vejo, Tomás; 7, 13, 61, 93Pérez, Santiago, 24, 227Pesado, Natal; 63Phelan, John L.; 45Piel, Jean; 69, 144Pinochet; 33Pío IX; 215Polk, William; 159, 160Portales, Diego; 37, 106Portillo, José María; 99Posada; 197, 207, 235Power, Ramón; 79Pradt, Du; 120, 121, 122Pujo, Maurice; 163

QQuinton, René; 103

RRamos; 117Ranzato; 64Rausch; 218, 240Restrepo; 192, 231Reyes Cárdenas, Ana Catalina; 8, 14, 46,

183, 185, 187, 188, 189Risco; 156Rivas Nieto, Pedro; 8, 14, 143, 146Rivero, Ángel; 8, 13, 109Robinson; 122Rodríguez Boves, Tomás; 68

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índicE

onomástico

Rodríguez Zepeda; 8, 13, 125, 128, 137, 140

Rojas Pinilla; 106Rojas, Ezequiel; 203Rojas, Pedro José; 90Rosas, Juan Manuel; 52Rousseau; 154Rueda; 208

SSafford, Frank; 49, 201, 203, 204, 206-

208, 212, 214, 218, 225, 228, 244, 2245

Saint-Simon; 168Salgado, Plinio; 105Sámano; 46Samper, José María; 91, 216Sánchez; 169, 197, 228, 230, 231, 234Sánchez Albornoz; 169Sanclemente, Manuel Antonio; 228, 229Santacruz; 52, 53Santander, Francisco de Paula; 47-50,

95, 184, 213, 219, 220, 224Sarmiento, Domingo Faustino; 91Schaub; 99Scheina; 242Schultz; 117, 123Schwarcz; 122Seco; 157Shaw, Martínez; 156, 180Sorel; 111, 123Sourdís, Adelaida; 46Steffens; 177Sternhell; 103Stroessner; 33Suárez, Adolfo; 171

TTezanos; 168Thibaud, Clément; 47Thiesse; 122Tilly; Charles; 7, 12-14, 17, 18, 20-22,

24, 26-37, 44, 47, 50, 51, 61, 149, 198

Tirado Mejía, Álvaro; 216Tomás, Santo; 73, 97Tornel, José María; 64, 82Tortella; 169Tovar; 193, 203, 208Turchetti; 113Tusell; 145, 147, 158, 162, 167

UUrdaneta, Rafael; 200Uribe Uribe, Rafael; 228, 231

VValencia; 35, 78, 206, 210, 211Van Creveld; 242Varela Suanzes; 74, 97, 164Vaugeois, Henri; 103Vázquez de Mella; 95, 101Vianna, Oliveira; 105Vidaurre, Manuel Lorenzo; 76, 77Villacorta; 165Villanueva, Joaquín Lorenzo; 73, 156Villegas; 128, 129, 215Villoro, Luis; 74Vives, Fernando; 106

WWalker, Carlos, 95Warming; 228Weber, Eugen; 102Weber, Max; 251, 89West, Rebecca; 147White, Blanco; 94Wilcken; 117

ZZambrano; 211Zedillo, Ernesto; 129

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