novela de la tierra (artículo)

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Narrativa Hispanoamericana del Siglo XX Novela de la tierra Alexis Márquez Rodríguez Primera generación madura de narradores Sentados, pues, los antecedentes de la narrativa hispanoamericana en el siglo XIX, ya entrado el XX florece la primera generación madura de novelistas y cuentistas. Esta madurez coincide con el cultivo de la llamada novela de la tierra, novela regional , novela criollista o incluso novela americanista. Lo característico de este movimiento o tendencia reside en el predominio de lo telúrico y paisajístico sobre lo propiamente humano. Era un hecho inevitable, habida cuenta de que en América la naturaleza tenía para ese entonces –y aún sigue teniéndola en muchos aspectos– una presencia avasallante, que se había puesto de manifiesto desde el Descubrimiento mismo, pero de la que se había ido tomando conciencia, más allá de lo meramente contemplativo de la primera hora, a medida que el desarrollo de una economía colonial y global, primero, y después autónoma y nacional, había hecho notoria la dependencia de esa naturaleza, prácticamente en todo. Este hecho fue destacado tempranamente por Alejo Carpentier, en un ensayo sumamente esclarecedor, escrito en Francés y publicado en 1931, cuando el entonces muy joven periodista y narrador cubano se hallaba exiliado en París. Vale la pena citarlo extensamente, pues nos ahorra muchas de nuestras propias observaciones: Es extremadamente difícil emprender el estudio de cualquier sector del vasto panorama que nos ofrece la literatura de América Latina, sin hablar de las circunstancias que retrasaron su evolución y que contribuyeron, sin embargo, a precisarle el carácter y a situarla bajo un enfoque muy particular. De formación reciente, esta literatura no cuenta un siglo de existencia. (...) La novela suramericana es el resultado de una serie de ensayos, de luchas intensamente orientadas hacia la búsqueda de una sensibilidad continental. Esto es difícil de explicar para un lector europeo. ¿Cómo —nos dirán — un mundo varias veces mayor que Europa, dividido en numerosas repúblicas, casi aisladas unas de otras por barreras naturales y dificultades de comunicación, un mundo ya dotado de una población

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Narrativa Hispanoamericana del Siglo XX

Novela de la tierra

Alexis Márquez Rodríguez

Primera generación madura de narradores

    Sentados, pues, los antecedentes de la narrativa hispanoamericana en el siglo XIX, ya entrado el XX florece  la primera generación madura  de novelistas y cuentistas. Esta madurez coincide con el cultivo   de   la   llamada  novela de la tierra, novela regional,  novela criollista o   incluso  novela americanista.  Lo   característico   de   este   movimiento   o   tendencia   reside  en  el   predominio  de   lo telúrico y paisajístico sobre lo propiamente humano. Era un hecho inevitable, habida cuenta de que en América la naturaleza tenía para ese entonces –y aún sigue teniéndola en muchos aspectos– una presencia avasallante, que se había puesto de manifiesto desde el Descubrimiento mismo, pero de la que se había ido tomando conciencia, más allá de lo meramente contemplativo de la primera hora, a medida   que   el   desarrollo   de   una   economía   colonial   y   global,   primero,   y   después   autónoma   y nacional, había hecho notoria la dependencia de esa naturaleza, prácticamente en todo. Este hecho fue destacado tempranamente por Alejo Carpentier, en un ensayo sumamente esclarecedor, escrito en Francés y publicado en 1931, cuando el entonces muy joven periodista y narrador cubano se hallaba exiliado en París. Vale la pena citarlo extensamente, pues nos ahorra muchas de nuestras propias observaciones:

Es extremadamente difícil  emprender el  estudio de cualquier sector del vasto panorama que nos ofrece la literatura de América Latina, sin hablar de las circunstancias que retrasaron su evolución y que contribuyeron, sin embargo, a precisarle el carácter y a situarla bajo un enfoque muy particular. De formación reciente, esta literatura no cuenta un siglo de existencia. (...) La novela suramericana es el resultado de una serie de ensayos, de luchas intensamente orientadas hacia la búsqueda de una sensibilidad   continental.Esto es difícil de explicar para un lector europeo. ¿Cómo  —nos dirán— un mundo varias veces mayor que Europa, dividido en numerosas repúblicas, casi aisladas unas de otras por barreras naturales y dificultades   de   comunicación,   un   mundo   ya   dotado   de   una   población   autóctona   más   o   menos numerosa, que ha soportado la invasión de los españoles y de los portugueses, más la importación masiva  de  negros  de África,   cómo es  que  ese  continente  que  posee  todos   los   climas,   todos   los injertos,   todas  las  costumbres   imaginables,  admite  la  posibilidad de una sensibilidad común? Por cierto, resulta turbador pensarlo. Pero hay un hecho real: para nosotros, suramericanos, existe, fuera de los problemas locales, un cierto estado de espíritu que se manifiesta bajo miles de formas diversas (...) Estado de espíritu casi indefinible, pero siempre presente, que ha hecho desarrollar la historia de cada país de una manera parecida, que ha dado un mismo carácter a nuestras revoluciones, que nos ha  hecho  aceptar   las  mismas  corrientes   ideológicas,   las  mismas   influencias,   y  ha  marcado  a   los hombres y las obras con un signo muy particular. Estado de espíritu bien anclado en la violencia, que desconoce el humor sutil, que lleva un sentido dramático de las cosas y que ha empujado pueblos disímiles  que,   sin  embargo,  hablan  una  sola   lengua,  hacia   las  mismas  expansiones  y   los  mismos excesos,   tanto   en   la   poesía   como   en   la   política,   en   la   construcción   de   una   ciudad   como   en   el entusiasmo por un movimiento literario francés. (1)

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      Luego analiza Carpentier las dificultades que había, en semejantes condiciones, para ejercer el oficio literario, máxime si se recuerda que aquéllas resultan en cierto modo agravadas al alcanzar las antiguas colonias españolas su independencia, por el surgimiento de los dictadores y tiranuelos que florecerán en el siglo XIX en casi todos nuestros países, sobre los escombros materiales y morales que dejaron las guerras de independencia. Siniestros personajes que, al decir de Carpentier, fueron «muchas veces tiranos mucho peores que los virreyes y los capitanes generales de la metrópoli». No es  difícil,   señala   igualmente,  «comprender  que  en   tales   circunstancias,   la   literatura  de  América Latina no se desarrollara de una manera normal». Y registra la presencia de dos corrientes dentro de esa literatura «anormal». La primera marcó una tendencia nacionalista, fuerte, áspera, de formas y lenguaje deliberadamente descuidados, como la que nos dieron un Sarmiento en Facundo o un José Hernández en  Martín Fierro.  La otra está representada especialmente por algunos poetas, «cuya cosecha se  extiende desde  los  primeros  románticos  de América  hasta  Rubén Darío o  Herrera  y Reissig, [que] afrontaron voluntariamente — sin temer a veces a la imitación ridícula— la influencia de Francia». Esta vuelta de nuestros poetas a Francia, mirando por encima de la Península Ibérica, fue, piensa Carpentier, de gran utilidad, porque nos permitió liberarnos de las ataduras de España, cuya literatura languidecía en un pantanal de atraso y mediocridad, y asimilar las excelencias de la francesa, que en esos momentos resplandecía en el mundo entero:

Pero   todo   eso   no   era   inútil.   Entre   estos   hombres   tan   ingenuamente   enamorados   de   la   cultura francesa  había  grandes   talentos.  Algunos  escribieron poemas que sorprendieron a  España por   la novedad de su lenguaje. Y es justamente lo que les debemos: al volverse hacia Francia, nos hicieron olvidar la schola de la Real Academia Española; en la Escuela de Paris, ellos aprendieron a suavizar su lenguaje y a enriquecer la métrica; ellos ganaron una concisión que no se encontraría ciertamente en la prosa densa de un Pereda — su contemporáneo hispánico. (...) Después de ellos toda audacia en el empleo de neologismos,  de americanismos, de términos  locales creados por necesidad expresiva, estaba permitido.  

      El   resultado  de  esa   corriente   renovadora,  que   seguía   los   modelos   franceses   pero   se  nutría temáticamente de nuestros asuntos americanos, no tardó en hacerse sentir. Lo decisivo fue, a la larga, el americanismo de los temas, pues aunque se tratasen en novelas escritas al estilo de las francesas, la materia americana obligó a buscar formas que se correspondiesen con ellas, y como ya había un entrenamiento en las técnicas galas, el hallazgo de un camino más nuestro también en lo formal,  y  no sólo  en  lo   temático,  se  hizo  posible.  Después de una etapa de predominio  de  los modelos   franceses,   fueron   apareciendo   novelas   con   una   retórica   más   en   consonancia   con   el americanismo de sus temas, y para los años veinte, piensa Carpentier, ya producimos una novela madura, cuyo valor y aceptación trasciende las fronteras geográficas y lingüísticas:

Sin alejarse de las culturas de Europa (...) los novelistas miraron orgullosamente hacia ellos mismos, la atmósfera de sus países, «su América». Colocados bajo ese signo cierto, que da un aire de familia a todos los americanos del sur, y que les permite comprenderse a medias palabras (...), sus esfuerzos tienden a enriquecer la literatura de las novelas netamente mexicanas, o argentinas, o antillanas, por la decoración y los rasgos psicológicos de los individuos. (...)La  novela   (...)   se  despierta  en  América   Latina  a  finales  del   siglo  pasado.  Novelas  amaneradas   y llorosas, como las del mexicano Federico Gamboa; novelas naturalistas, muy «escuela de Médan», como las del uruguayo Carlos Reyles (...). Libros de un valor muy relativo, pero que descubren ya una voluntad de extraer su documentación del continente mismo. (...) Pero es hoy cuando podemos partir 

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de una novela suramericana de inclinación universal, que puede soportar la prueba de la traducción y es capaz de seducir a un buen lector europeo, por su potencia y su envergadura. 

     Carpentier advierte que lo más notorio en estas novelas es el predominio de una temática donde la naturaleza se impone de manera avasallante. Es la que los críticos e historiadores de la literatura llamaron posteriormente  novela regional, novela criollista  o  novela de la tierra.  Hay en ellas una atmósfera   telúrica,  en   la  que  una  naturaleza   todavía  nada o  muy poco  domeñada aplastaba  al hombre, cuya presencia en esas novelas, por ello mismo, aparece disminuida, minimizada, porque así era en la realidad. Este rasgo característico permitió a algunos críticos y estudiosos proponer, en los años cuarenta, la tesis de que el verdadero protagonista de esas novelas es la naturaleza, más que el hombre mismo. Pero tal planteamiento lo había hecho Carpentier mucho antes, en el trabajo mencionado:

Libros donde el análisis de los sentimientos pasa a un segundo lugar, y la psicología de los personajes es puesta en valor por la violencia misma de los hechos. El hombre está aplastado por la naturaleza (...). Los Stephen Dedalus, los Alexis Karamazov, las Albertines de ese mundo inmenso no han nacido todavía para su literatura... ¡Lo que allí está es la vida! Apenas salimos del perímetro de las ciudades, una existencia extrañamente primitiva nos acecha. (...) Llanuras que parecen conducir a la luna; los Andes; los bosques como Europa los conoció sólo en la época cuaternaria. Es necesario subir 2.500 metros para llegar a México; 4.000 para llegar al lago Titicaca, donde nos esperan muelles y barcos de carga. (...) ...esta naturaleza modela los hombres y marca el arte de una raza. (...) Esto crea un sujeto constante, que está en la base de casi toda novela moderna de América Latina: el ser humano en guerra   encarnizada   contra   un   medio   que   lo   obsesiona,   lo   acorrala,   lo   acosa,   y   empeñado   en reencontrarse, en definirse —patética búsqueda de sí mismo, aplazada por el combate librado contra otros hombres, contra lo que se mueve, contra esos poderes mudos: las montañas, los árboles, la soledad...

      Después de estas sagaces observaciones, Carpentier dedica sendos pasajes a comentar cuatro novelas, que en aquel momento eran auténticas novedades:  La vorágine (1.924), del colombiano José Eustacio Rivera; Don Segundo Sombra (1.926), del argentino Ricardo Güiraldes;  Doña Bárbara (1.929), del venezolano Rómulo Gallegos, y  Las lanzas coloradas (1.931),  del también venezolano Arturo   Uslar   Pietri.   Carpentier   no   disimula   su   entusiasmo   por   estas   novelas,   que   a   su   juicio comenzaban a marcar un nuevo rumbo en el proceso de nuestra narrativa. Y al final remata con estas palabras tan significativas:

Por su aspereza, por las nuevas visiones que ella nos ofrece, por el rostro inesperado de los lugares que ella evoca,  la novela  latinoamericana no tardará,  sin duda, en ocupar dentro de  la  literatura mundial el lugar que se merece.(2)

      (Es muy común que, al referirse a la  novela de la tierra, se mencione juntas a La vorágine, Don Segundo Sombra  y  Doña Bárbara  como sus ejemplos más conspicuos y paradigmáticos,  casi  por antonomasia. Por la fecha en que fue escrito, es muy probable que haya sido en este ensayo de Carpentier donde por primera vez se hiciese esa mención).

Llama   la   atención   que   en   este   ensayo   Carpentier   incluya   tres   novelas   netamente paradigmáticas de la llamada novela de la tierra, como son La vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara, y una cuarta, Las lanzas coloradas, que no cuadra dentro de esa categoría, y de hecho es considerada unánimemente como una de las primeras novelas que insurgen como una novedad contra la tendencia telúrica. Y no es que esta novela desentone dentro del cuadro en que aparece 

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junto   con   aquéllas,   pues   la   idea   de   Carpentier   era   destacar   novelas   que   para   ese   momento marcaban un paso diferente de lo que la novela latinoamericana había sido hasta entonces, y no hay duda de que Las lanzas coloradas representaba, en ese momento, una indiscutible novedad dentro del concepto de novela histórica, pero de manera totalmente ajena a la novela criollista, dentro de la cual sí se inscribían las otras tres. Una de las razones para esta inclusión de Las lanzas coloradas en el cuadro descrito, aparte su carácter renovador y su alta calidad estética, quizás sea es la estrecha amistad que había entre Carpentier y Úslar Pietri. Ambos, muy jóvenes aún, vivían entonces en París, en una estrecha camaradería,   formando un trío que completaba Miguel  Ángel  Asturias.  En esas circunstancias, pues, no debe sorprendernos que el cubano incluyese la novela de su amigo entre las cuatro   a   las   cuales   destaca   en   su   ensayo.   Muchos   años   después   de   escrito   éste,   por   cierto, Carpentier nos llamó la atención sobre que hubiese incluido, en el análisis de cuatro novelas, dos de autores venezolanos, lo cual, según él, en cierto modo presagiaba su futura vinculación con nuestro país,  donde andando el  tiempo él  vendría  a  vivir  en una etapa fundamental  de su vida que se prolongó por catorce años, y durante los cuales contrajo entrañables vínculos afectivos con el país y con su gente, en particular algunos de quienes fueron sus más íntimos amigos.

  Años más tarde,  el  eminente polígrafo venezolano de origen español  Pedro Grases,  nos consta que sin conocer el ensayo de Carpentier, vuelve sobre el tema, y traza toda una teoría de eso que   se   ha   conocido   como  novela regional  o  novela de la tierra.   Su   tesis   es  que   el   verdadero protagonista de esa novela hispanoamericana es la Naturaleza: 

La naturaleza, mejor la Naturaleza – así con mayúscula – se impone mayestática sobre el elemento hombre, con una potencia arrolladora y decisiva. La novela americana forzosamente ha tomado otro rumbo en abierta disparidad con la gran obra narrativa europea, hecho éste que me parece de toda evidencia y rotundidad. En el deseo de aprehender lo americano, desde hace unos años me he dedicado entusiastamente al estudio y conocimiento de la literatura del continente. De lo poco que conozco, creo válida una primera deducción, en cuanto a la novela concierne, y es que las grandes novelas  de América  –   las  que dan  la   tónica  o son exponentes  de  las  demás creaciones novelísticas– han rectificado el concepto tradicional de dicho género. Ya no es el hombre, ni siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de la novela americana. Sus grandes personajes son “vitalizaciones” de la Naturaleza, grandes símbolos que reencarnan lo que podríamos llamar, con Felipe Massiani, la geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes, en la vida del continente. Los tipos humanos, reducidos a simples accidentes; sus acciones viven apagadas a la sombra de acontecimientos geográficos más influyentes y definitivos, los cuales intervienen en una suerte de existencia y dinamismo imponentes. Repásese por ejemplo la significación de algunas obras, como La vorágine, de José Eustacio Rivera; Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes; Canaima, de Rómulo Gallegos (más novela que Doña Bárbara para mi gusto); Raza de bronce, de Alcides Arguedas; Canaán,  de  Graça Aranha;  Gaucho florido,  de  Carlos  Reyles;  Los de abajo,  de  Mariano Azuela;  e inclusive El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, último eslabón –felizmente por ahora, nada más– de la serie de grandes novelas americanas, y en todas ellas podrá encontrarse este rasgo esencial, que constituye medula y ser de dichas obras. Son la Selva, el Llano,  la Pampa, el Ande, las auténticas figuras de tales libros, convertidas todas ellas en seres con capacidad de obrar y decidir de manera mucho más viva e intensa que la serie de tipos humanos esparcidos en las referidas novelas. Los seres vivos, entre ellos los hombres, dan la sensación exacta de pulular en un mundo más poderoso que su propia voluntad (3)  

     Estrictamente hablando, sin embargo, en lo dicho tanto por Carpentier como por Grases hay una cierta exageración, quizás intencional, para enfatizar sobre ese fenómeno, realmente definitorio de 

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nuestra novela del primer tercio del siglo XX. No porque ellos sobreestimen la presencia y la función de la naturaleza en esas novelas, sino porque no se trata, en realidad, de que la novela europea o la estadounidense prescindan de ese mismo elemento, y exalten exclusivamente la presencia humana. Afirmar tal cosa sería desconocer grandes novelas en las cuales la naturaleza juega también un papel preponderante, y el hombre, ante ella, se muestra minimizado y absorbido en su vórtice geográfico. Y si no se presenta en tales dimensiones, al menos es evidente la dramática agonía del hombre luchando en tremenda desventaja contra  los elementos,  como vemos en  Guerra y paz,  de León Tolstoy (1828-1910), en que los soldados de Napoleón sufren su más desastrosa derrota no tanto por   la   acción   de   las   tropas   de   Kutusov,   quien   nunca   llega   a   presentarles   batalla,   sino   por   el extremado rigor del invierno ruso. O en algunas de las novelas de Walter Scott (1771-1832), como El pirata  o  El anticuario,  o  cualquiera  de  las de  Joseph Conrad  (1827-1924),  como  Corazón de las tinieblas  o  Nostromo,  donde se  exalta   la  valentía y  el   coraje  humanos  ante  el   sufrimiento  y   la adversidad; o en cuentos de Maupassant como “El albergue”, en que un ser humano es capaz de enloquecer por el terror que le causa la soledad de la montaña. O en novelas como Taras Bulba y Las almas muertas, del ruso Nicolás Gogol (1809-1852), donde los hombres luchan desesperadamente para salvarse de la fuerza destructiva de la estepa. O en  Bajo el yugo, del novelista búlgaro Ivan Vazov (1850-1921), en la que no se sabe bien si lo más destructivo para los héroes búlgaros que luchan contra la dominación turca es la guerra de liberación, o la naturaleza salvaje donde aquélla debe librarse. O en algunos de los relatos del ruso Alejandro Pushkin (1799-1837) o en la serie de novelas sobre el Don del soviético Mijail Sholojov (1905-1984). O en novelas como algunas de Pío Baroja (1872-1956) o de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), en España, donde la lucha del hombre contra   la  naturraleza  y   la  adversidad  alcanza  momentos  verdaderamente  épicos.  Algo  parecido debemos  señalar   también   respecto  de   la  novela  estadounidense.  Piénsese,  por  ejemplo,  en   los relatos de John Dos Pasos (1896-1970) ambientados en las heladas tierras de Alaska; o algunas de las novelas de John Steinbeck (1902-1968), e incluso en algunas de William Faulkner (1897-1962), en que  la presencia de  la naturaleza cobra también enorme fuerza como potencia destructora que abruma a los seres humanos que viven sometidos a sus furias y periódicas alteraciones.  

     La diferencia, pues, no debe señalarse en la presencia avasallante de la naturaleza en la novela americana, en contraste con su presunta ausencia en la europea y en la estadounidense, sino mas bien en los distintos grados de intensidad y magnitud con que se da la relación del hombre y la tierra en   Europa   y   los   Estados   Unidos,   de   un   lado,   y   en   Hispanoamérica   del   otro.   El   europeo   y   el estadounidense   se   enfrentan   a   la   naturaleza   con   mejores   armas   y   recursos   que   el hispanoamericano, y por eso su pelea, aun siéndolo, es menos desigual. Hay, por eso mismo, una actitud distinta de enfrentar el furor destructivo de los elementos. No en balde el hombre europeo y el estadounidense han logrado hasta el presente, mediante la ciencia y la técnica, un mayor dominio de la naturaleza que el hispanoamericano.       Además, no debemos olvidar que en Europa y en los Estados Unidos la novela no ha seguido tampoco una línea uniforme. Paralelamente con las obras arriba mencionadas, en que se da la lucha dramática del hombre con la naturaleza, vista desde afuera, se ha desarrollado también la novela que centra su interés en el interior del hombre, en su psiquismo, en las diversas manifestaciones de su espíritu. Es lo que diferencia a un Dostoiewski de un Gogol o un Tolstoy; a un Proust o un Flaubert del Maupassant de “El albergue”; a un Joyce de un Walter Scott o un Joseph Conrad...  Mientras que la  novela de la tierra en Hispanoamérica ocupa un período más o menos extenso en la historia de 

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nuestra literatrura, durante el cual adquiere un desarrollo casi avasallante, que atrae prácticamente a todos los narradores, con muy pocas excepciones, como luego veremos.

En todo caso, entre los principales representantes en Hispanoamérica de la  novela de la tierra  se   han   señalado   siempre,   en   efecto,   los   nombres   del   argentino   Ricardo   Güiraldes,   del colombiano José Eustacio Rivera y del venezolano Rómulo Gallegos. Y la tendencia se extiende hasta mucho más acá, y abarca,  mutatis mutandi,  obras y autores como  La serpiente de oro  (1935),  El mundo es ancho y ajeno  (1941)   y  Los perros hambrientos  (1939),  de  Ciro Alegría   (1909-1967); Huasipungo (1934), de Jorge Icaza (1906-1978); Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias (1899-1974);  Pedro Páramo  (1955),  de Juan Rulfo (1918-1986); Casas muertas (1955),  de Miguel Otero Silva (1908-1985) y muchos más.       Estilísticamente,   la  novela de la tierra,  de   neto   corte   criollista,   responde,   en   sus   primeras manifestaciones, a la cita estética del Modernismo. Es una narrativa que comienza ya a tener lo que un crítico venezolano, refiriéndose a Rómulo Gallegos, llamó una "conciencia lingüística".(4) Es decir, hasta ese momento los narradores hispanoamericanos habían manejado un  lenguaje demasiado apegado, no tanto a los cánones gramaticales de la Real Academia Española, lo cual no era de por sí malo, sino mas bien a los rasgos de estilo de la literatura española. Los personajes de esas novelas hablaban como los peninsulares, y cuando se prefería transcribir el habla coloquial criolla, se caía en el extremo opuesto, en una falsificación demasiado explícita, y por ello mismo burda y pueril. Pero en  las  novelas  de  Gallegos,  de Güiraldes,  de Rivera,  de Alegría,  de  Icaza,  etc.,   las  cosas  en ese aspecto comienzan a cambiar. Si no conciencia plenamente, al menos se empieza a tener la intuición de que Hispanoamérica, sin que necesite renegar de su ancestro hispánico, es otra cosa, tiene su propia personalidad, es una entidad geográfica, histórica y moral independiente, que responde en lo fundamental   a  un  mestizaje  históricamente  excepcional.  Parte  de  esa  conciencia  o   intuición   se traduce   en   el   cuidado   formal   del   lenguaje,   aun   aprovechando   los   rasgos   criollistas   del   habla coloquial, y en eso es perceptible la huella modernista.       Así  se observa,  entre otros,  en  los venezolanos Manuel  Díaz Rodríguez  (1871-1927)  y Rufino Blanco-Fombona   (1874-1944),   en   el   argentino   Enrique   Larreta   (1875-1961)   y   en   el   colombiano Tomás Carrasquilla (1858-1940). Díaz Rodríguez publica sus primeras novelas, Ídolos rotos y Sangre patricia, a comienzos de siglo, en 1901 y 1902 respectivamente. En ellas todavía no se percibe el predominio absoluto de  la  naturaleza,  del  paisaje natural,  y   lo esencial  es el  drama  interior  del hombre   ante   una   realidad   en   que   lo   telúrico   es   sólo   un   elemento.   Son   novelas   cuya   acción transcurre en su mayor parte en el ambiente urbano, aunque, en el caso de Caracas, se trata de una ciudad que todavía tenía mucho de rural, pues estaba  rodeada de zonas campesinas muy cercanas, en las que lo bucólico se proyectaba en la vida de los citadinos, sin que fuese muy nítida la diferencia entre el medio rural y el medio urbano, entre el campo y la ciudad. Sus personajes son pesimistas, desencantados, tributarios ideológicos del Positivismo, que a menudo desembocan en el suicidio, ante lo brutal de una realidad contra la cual se estrellan los espíritus exquisitos, todavía imbuidos de una concepción romántica de la vida, en que los ideales de cultura, de patria, de nobleza espiritual, se identifican con un propósito de sacrificio personal, que en su confrontación con la realidad resulta fallido, porque en esa lucha a la larga se impone lo pragmático, lo chabacano, el antivalor. En ambas novelas, por otra parte, el lenguaje se muestra atildado y sonoro, con una marcada generosidad metafórica y con un claro sentido  modernista.

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      Pero en su tercera novela,  Peregrina o el pozo encantado, publicada muchos años después, en 1922, aunque se mantiene la filiación modernista, vista ya no sólo en el atildamiento lingüístico, sino también en una concepción estética más completa, dentro de la cual el lenguaje es sólo una parte, si bien   muy   importante,   Díaz   Rodríguez   se   inserta   plenamente   dentro   del   Criollismo,   con   un predominio de lo paisajístico y lo telúrico, si bien orientado más hacia lo contemplativo. En ella, además, Díaz Rodríguez privilegia una temática trágica, con evidentes reminiscencias románticas, y pareciera sentir cierta predilección por el mundo de lo esotérico, de las consejas sobre encantos, fantasmas y aparecidos, no exento del todo de un trasfondo costumbrista. Lo más interesante es que esta inserción dentro del Criollismo no choca con su filiación modernista. Y en esto debe verse una cierta paradoja, puesto que mientras el Criollismo se afinca en lo regional y lo local, lo criollo en suma,   el   Modernismo   muestra   desde   sus   comienzos   una   inconfundible   vocación   universal   y cosmopolita.

      Con Blanco-Fombona ocurre algo distinto, pero siempre dentro de la idea de que su narrativa criollista responde también a los cánones estéticos modernistas. En sus novelas, El hombre de hierro (1907), El hombre de oro (1915),  La mitra en la mano (1927),  el   lenguaje  de  Blanco-Fombona, aunque también muy cuidado desde el punto de vista de la corrección formal, es al mismo tiempo áspero, y muchas veces su léxico se resiente de un excesivo hispanismo, seguramente debido a que este autor vivió muchos años en España y otros países europeos, primero como funcionario consular y luego, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, como exiliado. Allí tuvo una vida muy intensa, como intelectual y como luchador político, e incluso se involucró mucho en la política española, y hasta llegó a ser gobernador de provincia en el período republicano.       En cuanto al argentino Enrique Larreta (1875-1961), es, al decir de Enrique Ánderson Imbert, “el mayor novelista que ha dado la Argentina dentro del estilo elegante de los modernistas”. (5) Su principal novela, La gloria de Don Ramiro (1908), se desarrolla casi íntegramente en España, y trata sobre un drama en tiempos de Felipe II, enmarcado dentro de las luchas que tuvieron su origen en la rebelión de los comuneros, brutalmente aplastada bajo el reinado de Carlos V, pero cuyas secuelas se sintieron todavía muchos años después. Al final de la novela Larreta, en una evidente concesión a su condición de hispanoamericano, traslada el personaje central al Perú, empalmando de ese modo lo español con lo nuestro. Pero lo que debemos destacar por ahora en esta novela es su carácter modernista,   al   cual   se   ha   referido   con   amplia   argumentación   Amado   Alonso   (6).   Igualmente debemos resaltar que La gloria de don Ramiro se inscribe dentro del concepto de novela histórica, con estricto apego al esquema que de ésta impuso por mucho tiempo y en el mundo entero Walter Scott, tema sobre el  cual  volveremos más adelante.  La novela de Larreta sigue muy de cerca el esquema de Scott especialmente en Ivanhoe, sin olvidar incluso el episodio romántico de los amores de una pareja que profesaban religiones opuestas. 

     En otra de sus novelas, Zogoibi (1926), aunque también hay importantes elementos hispánicos en su   tema,   Larreta   se   ubica   en   el   medio   rural   argentino,   dentro   de   la   concepción   criollista   que predominaba entonces en todo el Continente, con exaltación de lo telúrico y lo regional. La novela narra un drama de amor ambientado en la pampa, mundo de ricos estancieros argentinos, criollos, pero de formación europea.

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     Tomás Carrasquilla (1858-1940) publica su novela más importante, La Marquesa de Yolombó, en 1928, pero antes, entre junio de 1926 y febrero de 1927, ésta había aparecido por entregas en un diario de Medellín. En ella se narran hechos reales, entremezclados con otros de ficción, tal como es característico en  la  novela histórica.  Pero es muy patente  la presencia  de  la  naturaleza,  pues  la novela pinta con gran vivacidad el tema del laboreo de las minas de oro en la época de la Colonia, en una región colombiana donde la riqueza aurífera era muy grande. Aunque La Marquesa de Yolombó es una novela de factura irregular, su lenguaje alcanza momentos de gran elevación artística, con reminiscencias modernistas.

      En general,  puede decirse que los novelistas de la primera generación madura de narradores hispanoamericanos ubican su literatura, por una parte dentro de los cánones del Criollismo, que, a su vez, inicialmente se muestra tributario, en lo formal y algunos otros aspectos, del Modernismo, aunque de hecho también lo es del Romanticismo, presente aún muchas veces en sus argumentos, pero también en el amor y exaltación de la naturaleza.

     Por otra parte, la novela criollista, en la que se privilegian la naturaleza y el paisaje, no siempre se queda en lo meramente contemplativo. La presencia de la naturaleza en esas novelas anula en gran medida   la  presencia  del  hombre,  pero  no  hasta  el  punto  de  hacerlo  desaparecer  de   la   acción narrativa. Lo que pasa es que, tal como ocurría en la realidad, según ya vimos, el hombre aparece allí aplastado por el medio, pero ello constituye de por sí un drama, que forma la parte esencial de la trama novelesca. Es el drama del hombre abrumado por una naturaleza que aún no domina, pero que lucha por lograrlo, como lo señala Carpentier en el ensayo citado. Por ello, cuando en la tesis de Grases se afirma que el verdadero protagonista de esas novelas es la Naturaleza, debemos entender esto no en sentido literal, sino más bien como una metáfora, como una referencia para destacar la fuerza  avasallante  de   lo   telúrico   frente  a  un  hombre  desvalido,   inerme,  que  aún  no  posee   los recursos científicos, técnicos, instrumentales y económicos para enfrentar con éxito esa realidad. Pero la presencia de la naturaleza, sean la llanura o la pampa, la selva o la montaña, el desierto o el mar, no tendría asunto en aquellas novelas sin la presencia también de los seres humanos vencidos por ella, sin Doña Bárbara y Santos Luzardo, sin Fabio y don Segundo, sin Arturo Cova y la Niña Griselda...  Seres  que,  aun aplastados  y  avasallados  por   la  naturaleza,   luchan agónicamente   por dominarla y ponerla a su servicio, o al menos por sobrevivir, dentro de la vieja y siempre renovada tradición romántica.       Muchos  de   los  novelistas  de  entonces   rinden   tributo  a   la  filosofía  positivista,   y  plantean  el problema,   directa   o   indirectamente,   en   términos   filosóficos   y   antropológicos   que   hoy   lucen reaccionarios, y en todo caso están superados desde todos los puntos de vista, y no sólo en términos ideológicos. Aquella lucha agónica del hombre con la naturaleza se orienta muchas veces hacia el conflicto civilización-barbarie, que en el siglo pasado habían planteado pensadores como Sarmiento desde una óptica positivista. La realidad era que en esa lucha la barbarie terminaba por imponerse. Pero   era   un   error   atribuir   ese   triunfo   de   la  barbarie  sobre   la  civilización  a   un   determinismo geográfico   y   racial,   que   desembocaba   necesariamente   en   un   fatalismo   existencial   y   en   una concepción pesimista de nuestra historia y de nuestro destino, sin comprender que, dentro de un largo proceso dialéctico, la dicotomía así presentada respondía a unos factores no intrínsecos de la 

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geografía ni de nuestro mestizaje, lo cual permitía pensar que a la larga esa lucha se resolvería a favor del hombre.      Novelas como Doña Bárbara, Don Segundo Sombra y La vorágine plantean el problema, además, en su fase final, en los límites de una realidad histórica en la cual ya pueden vislumbrarse señales de que la situación va a cambiar y, de hecho, ya había ido cambiando, y de que en aquella lucha entre el  hombre y la naturaleza el hombre ha acabado o acabará por imponerse, de manera total en unos casos, y al menos parcialmente en otros.      

Por desgracia aún ocurre – y todo indica que posiblemente seguiría siendo así para siempre – que cada cierto tiempo, con una periodicidad casi cíclica, la naturaleza pareciera desquitarse del hombre, y arremete contra la sociedad humana en forma de inundaciones, erupciones volcánicas, incendios,   terremotos,   maremotos,   ventarrones,   tornados,   tifones,   huracanes   y   muchas   otras calamidades, a veces de una furia y fuerza destructiva pavorosas. Y esto no ocurre sólo en lugares donde todavía impera el atraso y la miseria, sino también, y a menudo aún con mayor fuerza, en países altamente desarrollados, como Estados Unidos, Japón y diversos países europeos. Y es preciso observar que, aunque es verdad que el hombre ha sido un gran depredador de la naturaleza, y lo sigue   siendo   en   proporciones   a   veces   realmente   catastróficas,   no   todas   las   arremetidas   de   la naturaleza y su formidable fuerza destructiva pueden atribuirse a los desastres ecológicos causados por las sociedades humanas. Tales arremetidas se dan hoy con tanta frecuencia y con tanto furor destructivo como se daban en el pasado, cuando aún la acción depredadora del ser humano no se había hecho sentir. 

     Otro rasgo de estas novelas que no debemos dejar de señalar es la presencia en todas ellas de una temática social  y,  en cierto modo, histórica.  Después   hablaremos de  la  novela histórica  en Hispanoamérica, pero podemos adelantar, como ya lo hemos apuntado, que el  elemento histórico está presente en toda la narrativa, y en general en toda la literatura de nuestro continente, aun en aquellas obras y géneros que menos se prestan para ello. Lo mismo puede decirse de lo conceptual, que en la literatura hispanoamericana tiene una presencia universal, pues de algún modo está en la narrativa, en la poesía y, desde luego, en el ensayo y los demás géneros conceptuales. En la novela criollista lo social, lo histórico y lo conceptual, incluso lo político, ocupan un lugar importante, si bien en unas obras y autores más que en otros. El solo hecho de que en ella se plantee, como ya vimos, la lucha entre el hombre y la naturaleza, ya es de por sí un dato que avala lo que aquí decimos. Esa lucha es por sí  misma un drama personal,  pero también social,  y  por esta vía desemboca en lo histórico y en lo conceptual. La historia universal es, en última instancia, la historia de esa lucha, y a lo largo de ella se plantean distintas etapas, a las cuales corresponden diversos grados de avance –o de retroceso, ¿por qué no?–. No importa que en el discurso literario los autores sean más o menos explícitos en su planteamiento; siempre en el enfoque de esa lucha entre el hombre y la naturaleza subyacerá un elemento histórico y conceptual. 

BIBLIOGRAFIA 

1.   Este ensayo, escrito en Francés y titulado «Los puntos cardinales de la novela en América Latina» ha sido traducido al Castellano en Caracas en 1992, por la profesora de la Universidad Central de Venezuela Andrea Martínez, hoy  lamentablemente fallecida, para ser  incluida,   junto a  la versión 

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francesa original,  en el  volumen  Los pasos recobrados,  selección de ensayos de Carpentier,  que hemos preparado para la Biblioteca Ayacucho.

2. Le Cahier.  Nº 2. Paris . Fevrier 1932. p. 19-28.   

3. Pedro Grases: «De la novela en América» Trabajo publicado originalmente en la revista Bitácora,  Nº   4.   Caracas;   junio   de   1.943.   Apareció   luego   en   el   folleto  Dos estudios,  del   mismo   autor,   y posteriormente se volvió a publicar en el Nº 2 de la revista caraqueña Mesa Rodante, dirigida por Oscar Sambrano Urdaneta y Guillermo Morón, en agosto de 1.949. Finalmente, aparece en el tomo 13 de las Obras Completas de Pedro Grases. Edit. Seix Barral. Barcelona; 1.983. p. 283 ss.  

4. Orlando Araujo: Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos. Ediciones En la raya. Caracas; 1977. Vol. II. p 7 y ss.  

5. Enrique Ánderson Imbert:  Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo I. Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires. 6ª edición; 1967. p. 412). 

6. Amado Alonso: Ensayo sobre la novela histórica / El Modernismo en “La gloria de Don Ramiro”.  2ª edición. Edit. Gredos. Madrid; 1984.

(*) Este trabajo es parte del primer capítulo de mi libro  Literatura hispanoamericana del siglo XX, actualmente en proceso de elaboración. 

Alexis Márquez Rodríguez