mmii ppiirraattaa mmaallvvaaddoo · capítulo 1 indias occidentales, septiembre 1705 alanis abrió...
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Tinngoccio contestó:
—¿Perdido? Si se pierde algo, no se puede encontrar; entonces, ¿qué diablos
estaría haciendo yo aquí si estuviese perdido?
—No es eso lo que quise decir —dijo Meuccio—. Lo que quiero saber es si tú te
encuentras entre las almas de los condenados, en los flagelantes fuegos del
Infierno.
Boccaccio, Il Decamerone.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
Capítulo 1
Indias Occidentales,
septiembre 1705
Alanis abrió los ojos a causa de los fuertes golpes en la puerta de su
camarote. Se sentó en la cama, embriagada por el olor a sal y a mar que entraba
por las portas y por los dulces fragmentos de su sueño: iba corriendo por una
playa de arena blanca salpicada de palmeras. Recordaba un mar azul con
rugientes olas que rompían en la espuma blanca. Era libre.
—Milady, ¿puedo entrar? ¡Es urgente! —John Hopkins, el primer oficial
del Pink Beryl[1], insistió detrás de la puerta, con la voz tensa de preocupación.
Alanis exhaló un suspiro dejando que su sueño se desvaneciera.
—Sí, señor Hopkins. Entrad.
La puerta se abrió. El farol de Hopkins penetró la oscuridad. Tenía una
expresión ceñuda.
—Siento molestaros a estas horas impiadosas, milady, pero... —Se detuvo
al verla.
Parpadeando perezosamente con ojos felinos, ella se estiró la sábana hasta
el mentón y se apartó unos mechones de cabellos enredados que bajo la luz de
la luna parecían más plateados que dorados.
—Sí, Hopkins, ¿qué sucede?
—¡Piratas! Nos están atacando...
El ruido de los cañones retumbó en el horizonte, desnucando una
estrepitosa andanada de costado y provocando una terrible explosión que
impactó en el barco. Las paredes se hicieron trizas. El barco se balanceó
bruscamente. Del otro lado de la puerta sobrevino el caos. Tirada sobre las
almohadas, Alanis oyó a los oficiales vociferando, a los marineros corriendo de
prisa en cubierta y las armas disparando.
—¡Demonios! —Hopkins cayó de rodillas junta a la cama de ella—.
Milady, ¿os encontráis bien?
—Sí, sí, estoy bien —respondió Alanis sin aliento y temblando, aunque
todavía entera—. ¿Y vos?
—Bien —Hopkins se puso de pie, estirándose la chaqueta de color azul
marino—. Debemos sacaros de este barco, milady. Disculpad el atrevimiento,
pero debéis vestiros, y de prisa, pues nos caerán encima en cualquier momento.
No podremos mantener la delantera por mucho tiempo, y esa es una fragata de
setenta cañones. Debo asegurarme de que os encontréis sana y salva para
cuando ellos lleguen.
—¿Sana y salva? ¿Dónde? —preguntó ella mirando hacia las portas
abiertas. El agua y la noche los rodeaba por todas partes y no muy lejos
asomaba una enorme embarcación, abriéndose paso a toda vela entre las olas,
con las bocas de los cañones echando humo. Unas siluetas se desplazaban sobre
las cubiertas, preparando las armas, preparándose para abordar el barco de
Alanis. ¿Dónde diablos podía ir ella? Apartó las sábanas de un tirón y se calzó
rápidamente las botas bajas. Ante un ataque pirata no había tiempo que perder.
—Izad bandera blanca, alférez. No permitiré que nos maten a todos por
culpa de mis joyas.
Hopkins desvió la mirada y se aclaró la garganta:
—Disculpad, milady, pero las joyas no son el único botín que estos
rufianes persiguen.
Ella echó una ojeada a su camisón. Un calor le subió por las mejillas. Si
bien no era una muchachita que acabara de terminar sus estudios, en esa
cuestión seguía siendo bastante inexperta.
—Debo... buscar a Betsy —Se echó una capa sobre los hombros y estaba a
punto de salir cuando la criada irrumpió en el camarote.
—¡Una catástrofe nos ha caído encima, milady! —se lamentó Betsy al
tiempo que una segunda andanada impactó en el barco. Cayeron al suelo. El
farol de Hopkins se estrelló y dejó de alumbrar. Betsy pegó un grito.
Aferrándose al poste de la cama Alanis se ayudó a ponerse de pie. Hopkins le
tendió una mano a Betsy para ayudarla al tiempo que las conducía puertas
afuera.
Subieron de prisa por la angosta escalera de cámara, bamboleándose por
los bruscos balanceos del barco. Se chocaron con alguien:
—Señor —exclamó Matthews, el navegante—, el capitán McGee se ha
rendido. La Víbora nos está abordando. ¡De prisa! No podemos resistir.
Alanis empezó a decir:
—¿La Víbora? ¿El italiano al que llaman Eros?
Sobrenombre que le habían puesto por malvado y corrupto, Eros era
sinónimo de crueldad, sed de sangre y destrucción. Surcaba los mares
apoderándose de un botín tras otro por su valentía, sus artimañas o por el mero
terror que provocaba el mencionar su nombre; su leyenda se cernía sobre él cual
nube de tormenta.
—Me temo que sí, milady —confirmó Matthews—. No contamos ni con los
hombres ni con las armas para enfrentarlo. Ese rufián no había asaltado
embarcaciones privadas en años. Él ataca flotas. No esperábamos que nos
atacase a nosotros. Ni tampoco Su Excelencia.
—Que Dios nos ayude... —murmuró Alanis, recordando las advertencias
de su abuelo.
El duque de Dellamore había vaticinado una catástrofe. Había estado
terminantemente en contra de su viaje en barco a Jamaica para encontrarse con
su prometido, el vizconde Silverlake. A ella aún le resonaban sus sermones en
la cabeza: "En tiempos de guerra una joven no debería andar correteando por el
mundo. Mi presencia es requerida en la Corte de Su Majestad y tú no puedes
viajar sola. Si el hijo de Dentón desea hacerse de un nombre persiguiendo
piratas al servicio de Su Majestad, ¡que lo haga sin ti!". Lamentablemente, Lucas
Hunter, el distinguido Silverlake, sí lo estaba haciendo solo, mientras ella
pasaba sus días lejos, en casa. Ella había intentado hacer entrar en razón al
duque, recordándole que estaba comprometida en matrimonio con Lucas desde
la infancia, pero él no la había escuchado. Había llegado a la solución de la
discordia mediante mañas: Alanis había derramado tantas lágrimas que el
duque no había tenido otra alternativa más que rendirse. Si su abuelo hubiera
sabido el verdadero motivo de su viaje en barco nada hubiera quebrantado su
determinación.
—Prepara el bote, Matthews —ordenó Hopkins, y dirigiéndose a Alanis
dijo—: No temáis. San Juan está a no más de un día de viaje —Antes que el
terror de naufragar en el mar se apoderara de ella, él la asió del codo y las instó
a ella y a Betsy a seguir por las escaleras.
La escena en cubierta era infernal. El mástil estaba en llamas. Los piratas
llegaban saltando con sogas. El metal sonaba ruidosamente, las armas
explotaban. Abriéndose paso con cuidado en medio de las zonas de combate,
Hopkins las condujo a estribor. Debajo de la barandilla, un pequeño bote se
bamboleaba precariamente sobre las negras olas.
—¡Padre misericordioso que estás en los cielos! —exclamó Betsy al ver el
bote.
—¿Y los demás? ¿Y el capitán McGee? —preguntó Alanis con ansiedad
mientras el alférez Hopkins la ayudaba a bajar por la escalerilla lateral. Ella
recorrió con la vista la violenta batalla en cubierta. El humo acre le hizo arder
las fosas nasales. Petrificada, observaba las llamas que iban envolviendo los
mástiles y obenques. Doce años atrás, sus padres habían fallecido debido a un
incendio desencadenado en un viaje de exploración que su padre había hecho a
Oriente. En aquel entonces, con sólo doce años de edad, la habían dejado en la
Mansión Dellamore junto a su hermano menor, Tom. En ese momento, como si
tuviese enfrente a su propio padre, su sueño de sol brillante y libertad se estaba
convirtiendo en una pesadilla.
—¡Descended, milady! —La apuró Hopkins—. ¡Ahora! —La sujetó de los
brazos mientras ella bajaba el primer escalón. Le hizo un gesto tranquilizador
con la cabeza antes de que cinco piratas lo rodearan por detrás.
Alanis pegó un alarido. Uno de los cinco rufianes sujetó fuertemente a
Betsy. Otro tiró de Alanis y la devolvió a cubierta. Debatiéndose salvajemente,
ella estiró el cuello y alcanzó a ver a Hopkins luchando vigorosamente con sus
atacantes, pero fueron llevados a la rastra hacia el área donde los triunfadores
asesinos, ahora al mando del timón, rodeaban a la tripulación del Pink Beryl.
Apretadas una contra la otra, Alanis sintió las manos frías de Betsy en la
nuca, retorciéndole la larga melena en un rodete y metiéndoselo adentro de la
capucha de la capa. Alanis se estiró la capucha hasta el borde de los ojos.
—Cúbrete tú también, Betsy.
Una aguda tensión se apoderó del aire humeante. Estaban a la espera del
hombre que podía llegar a terminar con sus días: a la mismísima Víbora.
Los piratas se agitaron y le abrieron paso entre sus filas. Conteniendo la
curiosidad, Alanis se acurrucó entre los pliegues de terciopelo de la capucha y
escuchó a sus hombres que le daban la bienvenida hablando rápido en italiano.
La Víbora se acercó más para inspeccionar a sus cautivos. Una ola de terror los
invadió. El taconeo firme de las botas sobre los tablones repercutía en el
corazón de cada uno de ellos. Se detuvo, Alanis contuvo la respiración al
percibir que él se había parado justo delante de ella.
—Giovanni, portami quella nel cappoto nero. Tráeme a la de la capa negra
—ordenó con voz grave, y un hombre gigantesco con un parche negro
cubriéndole un ojo se presentó ante ella.
Hopkins y Matthews se abalanzaron, pero unas afiladas dagas les
bloquearon el paso.
—¡Déjala en paz, monstruo despreciable! —gritó Betsy sin temor—. ¡Ella es
la nieta del duque de Dellamore! ¡Él te perseguirá por el resto de tus días!
La Víbora examinó a la criada, luego le dio instrucciones a uno de sus
hombres:
—Rocca, tu prendi la piccola serva. Rocca, encárgate tú de la pequeña
criada —Se dio vuelta y se marchó.
Lo único que Alanis vio fue una siniestra sombra alta y negra que
desaparecía entre los espesos remolinos de humo.
Levemente iluminado, el camarote de la Víbora ostentaba amplio espacio
y bastante lujo. Giovanni la empujó suavemente para que entrara y trancó la
puerta. A solas, Alanis levantó la cabeza y echó un vistazo. No era el tipo de
camarote donde se esperaba que residiera un salvaje. Unos gabinetes laqueados
negro y dorado recubrían las paredes: típicos diseños de artesanos venecianos.
Había elegantes sillones y sofás tapizados en satén color púrpura dispuestos en
una sala de estar. Un escritorio de color ébano ocupaba el extremo más alejado,
repleto de papeles y mapas; y hacia la izquierda de ella se erguía una cama con
dosel, cubierta con un lujoso género de seda de color púrpura. La enorme
sombra que proyectaba la cama le provocó un escalofrío que le subió por la
espalda. Recordó las palabras de Hopkins advirtiéndole que las joyas no eran el
único botín que los piratas perseguían. ¿Sería su suerte ser violada por la Víbora
aquella noche? ¿Sería ese el motivo por el que la habrían llevado hasta allí?
Un antiguo escudo real pendía del dosel, cuyos colores negro, plateado y
púrpura combinaban con los muebles. La insignia, aunque le resultaba extraña,
representaba el prestigio de la familia por participar en las Santas Cruzadas:
una serpiente devorando un sarraceno. Aparentemente, el rufián no tenía
escrúpulos al decorar su camarote con todo tipo de tropelía, aunque eso
significara un despliegue del valor y la magnificencia de otra persona.
La puerta se abrió a sus espaldas. El corazón de Alanis se detuvo de un
salto. La puerta azotó el marco de un golpe. Ella se metió en el hueco de la
capucha, al tiempo que percibía un cuerpo voluminoso que se aproximaba por
detrás.
—Buonasera, madonna —escuchó decir con voz pausada, por encima del
hombro. Ella permaneció en silencio, siguiendo el sonido de los tacones de las
botas que la rodeaban. Unas piernas largas y fibrosas, enfundadas en botas de
cuero negro se detuvieron frente a ella—. Quitaos la capa —le dijo—. Veamos
ese rostro que estáis tan decidida a ocultar.
Él era de los de gran tamaño, se percató sintiéndose pequeña y vulnerable.
El pensar en los valientes tripulantes del Pink Beryl que habían luchado esa
noche la ayudó a reunir coraje.
—¿Bien? —La voz se oyó más cerca y más ronca—. Ya habíais despertado
mi curiosidad allá en cubierta, al ocultaros en lugar de papar moscas como el
resto —Sonrió él de manera burlona—. Os aseguro que estoy bastante intrigado.
Alanis no se movió. Él sonaba bastante civilizado. Su inglés con acento
italiano era el adecuado para ser hablado ante la presencia de la Reina. Sin
embargo, a ella el corazón le dio un vuelco; el aliento cálido llenó la capucha.
—No tengo intención de haceros daño, sólo quiero conversar —le susurró
a través de la capucha. Al ver que ella seguía rehusándose a quitársela, la
persuadió—: Comprendo que os mostréis reacia a daros a conocer, pero hablarle
a una capucha negra me resulta algo tedioso —Él esperó, con sus largas piernas
separadas y firmes, hasta que de repente, sin previo aviso, la capucha de ella
fue echada hacia atrás de un tirón.
Alanis quedó boquiabierta. Levantó la cabeza de golpe, provocando que el
rodete flojo que tenía a la altura de la nuca se soltura y los cabellos le cayeran
hasta la cintura, brillantes y dorados, de manera atractiva. Sobresaltada,
finalmente se hallaba cara a cara con el pirata Eros.
El asombro y la confusión chocaron en sus miradas. Los ojos oscuros y
brillantes del pirata se entornaron con aire pensativo, como si la hubiese
reconocido y estuviese repasando rápidamente en su memoria hasta lograr
asociar el rostro con un sitio. Sin embargo, la perturbadora percepción fue
nublada por la íntima reacción de ella al verlo. Rara vez Alanis prestaba
atención a los hombres, ya que estaba felizmente comprometida; pero aquel
italiano alto y moreno que tenía parado ante ella, con ese físico tan
sorprendente, era capaz de hacerle reconsiderar los votos hasta a una monja.
Una sonrisa lenta curvó esos labios atractivos.
—Piacere —Inclinó con gentileza su cabeza negra como el azabache en un
saludo formal—. Qué inesperado placer.
De nuevo, ella se sintió acosada por la sensación de que él la reconocía,
¿pero cómo podía ser? Ella hubiera recordado haberlo visto antes. Sólo aquellos
ojos eran inolvidables: profundamente expresivos y brillantes, en ese rostro de
un intenso bronceado. Una cabellera espesa, lustrosa y negra azabache, alisada
hacia atrás en una cola de caballo, le enmarcaban la frente y los altos pómulos,
la nariz recta y la mandíbula fuerte y cuadrada: un rostro de guerrero esculpido
en bronce. Una cicatriz con forma de media luna recorría la curva que iba desde
la sien izquierda hasta la mejilla, aunque a ella le pareció que no entorpecía su
belleza en lo más mínimo. Le sumaba personalidad a su aspecto, haciéndolo
parecer aún más intrigante. Un par de pendientes le perforaban el lóbulo
izquierdo: un diamante y una argolla de oro. Su figura era de un atractivo
adicional: aquella gran estatura (le llevaba a Lucas una cabeza), y aquel físico
fornido que irradiaba pura energía masculina. Su estilo de vestir era recatado,
aunque terriblemente elegante, una suerte de italianos modernos habían
dominado el campo de la moda mucho antes de que los franceses asumieran
superioridad. Sus anchas hombreras se iban estrechando hasta formar la cintura
de avispa de una chaqueta ceñida negra con ribetes plateados. Un fular color
blanco niveo daba un efecto como de espuma sobre el cuello tostado. El era
absolutamente irresistible, y absolutamente peligroso.
Sonriendo, enrolló un dedo en uno de los mechones dorados de los
cabellos de ella.
—Allora? ¿Y entonces? ¿No tenéis nada que decir? ¿Os ha comido la
lengua el gato?
Alanis le arrebató el mechón de cabello.
—¿Qué es lo que intentáis hacer con mi barco y mi tripulación? Si
lastimáis a mi criada, o si un solo inglés muere esta noche...
Un brillo burlón destelló en sus ojos:
—¿No estáis ansiosa por saber qué intenciones tengo con vos, lady Avon?
—Me importa un bledo lo que hagáis conmigo —dijo ella apretando los
dientes al tiempo que sus manos frías se cerraban en puños a los costados del
cuerpo—. Mientras mi gente salga ilesa.
—Ya veo —Un dedo atrevido le apartó uno de los extremos de la capa,
dejando a la vista unos volantes de percal—. ¿Entonces puedo hacer con vos lo
que me plazca? —Le preguntó él con una ceja levantada.
—¡Por supuesto que no! —Le arrancó de un tirón el extremo de la capa
para ocultar su camisón.
Un golpe retumbó en la puerta.
—Entra! —ordenó, sosteniéndole la mirada temerosa.
Entraron cuatro hombres cargando los pesados arcones de ella. Los
depositaron en el suelo y se marcharon cerrando la puerta.
—Como veis —cruzó los brazos a la altura del pecho—, todos los botines
del barco son para el capitán.
—Tenía la idea de que hacía tiempo que habíais dejado de atacar barcos
pequeños —dijo ella pausadamente, con tono mordaz—. ¿Es que sobrevinieron
tiempos difíciles?
Él soltó una carcajada.
—Afortunadamente no; pero vos, milady, sois sin duda el premio más
valioso que jamás haya adquirido. El mejor de los botines.
Consternada, aunque al mismo tiempo curiosa, ella recorrió con la mirada
de arriba abajo su estructura, mientras él se dirigía hacia el mueble de las
bebidas. Los ceñidos pantalones de color negro destacaban cada músculo tenso
de sus esbeltas piernas. Llevaba una daga curva con mango plateado amarrada
a la cintura, sobre una faja de seda color púrpura. Era una daga oriental: una
shabariya. Su abuelo tenía una en la biblioteca. Recordaba haber oído alguna
vez que Eros había sido criado en la kava[2] de Argel y que se destacaba por su
destreza con las espadas. Ella notó además, a pesar de su temor, que el demonio
vestía al tono con su camarote.
El cristal tintineó cuando él llenó una copa con un líquido de color ámbar
claro.
—¿Puedo ofreceros un trago de coñac, milady? —la invitó de manera
amable—. Ciertamente los acontecimientos de esta noche os habrán afectado los
nervios. Una bebida fuerte ayudará a calmarlos.
—Pretendéis demasiado si creéis que beberé alcohol —dijo ella con tono
mordaz—, y menos en compañía de un condenado pirata. ¡Brindad solo!
Los ojos de él recorrieron su silueta enfundada en la capa, haciéndola
sentir extremadamente cohibida.
—La dama tiene una lengua afilada. Temo que habrá que desafilarla un
poco —Cuando la ira de ella ardió visiblemente, él alzó una ceja elegante y
renegrida en un gesto divertido—. Va bene. Como queráis —Bebió rápidamente
el trago, cerrando un poco los ojos mientras la fuerte bebida le quemaba la
garganta. Dejó la copa a un lado y continúo examinándola abiertamente—.
Silverlake merece que lo maten por dejar que una mujer como vos navegue sola
con hombres como yo deambulando por alta mar.
—¿Silverlake? —¿Cómo era posible que él conociera a Lucas?, se preguntó
ella.
—Sí, Silverlake —Comenzó a caminar en dirección de ella—. Ese rubio
tierno con el que estáis comprometida, lady Avon. El mismo al que haremos
una visita dentro de cuatro días. Nosotros dos.
El corazón se le encendió de esperanza:
—¿Entonces tenéis intención de mantenerme cautiva por un rescate?
—¿Tan ansiosa estáis de encontraros con el elegante caballero de
Kingston? Qué romántico —Sonrió burlonamente—. Así es, de hecho tengo
intención de devolveros a Silverlake. A cambio de cierto precio.
—Su Señoría pagará su precio de buena gana, Víbora, el que sea.
—Ah, ahora recuerdo —Apareció frente a ella; su cabeza quedaba tan
extremadamente alta que la obligó a levantar la vista—. No hemos sido
presentados apropiadamente. Permitidme —Le tomó la mano de manera
galante.
Alanis se la arrebató de un tirón, dirigiéndole una mirada llena de veneno.
—Ya sé quién sois vos.
La irritación ardió en los ojos de él, pero la reprimió. Bajó la cabeza hasta
acercarla a la de ella y le susurró:
—Mi nombre no es Víbora.
—Vuestro nombre es Eros.
Él se enderezó sin decir nada.
—¿Entonces, cuál es el precio? —preguntó ella. Con el botín de joyas
guardado en uno de sus arcones, él podía comprarse media Jamaica. ¿Cuán
insaciable podía ser un hombre?
—Soy una persona razonable —dijo mientras se frotaba su mandíbula
fuerte y bien afeitada, con aire pensativo—. Sólo tengo intención de reclamar lo
que es mío, algo que no tiene precio —Aquella ceja indignante se levantó
inquisitivamente—: ¿Vos tenéis precio, lady Avon? ¿En doblones de oro,
quizás?
Ella lo miró airadamente con aquellos ojos rasgados de color aguamarina
que le daban un aspecto felino.
—Bestia —siseó.
El malvado rufián tuvo el descaro de echar la cabeza atrás y lanzar una
carcajada.
—Estoy seguro de que esperáis que no lo sea, milady, aunque... —Le tocó
el rostro sobresaltándola. Aunque lo único que hizo fue rozarle las mejillas con
delicadeza, le provocó un curioso estremecimiento que le recorrió todo el
cuerpo—. Estaría más que contento de cumplir con vuestras expectativas —
Echó un vistazo en dirección a la cama y luego volvió a mirarla a ella. El sentido
del humor y el desafío brillaron en aquellos ojos oscuros—. ¿Qué es
exactamente lo que teníais en mente? ¿Violento y encantador, o placer
prolongado? Estoy dispuesto a disfrutar con ambas cosas.
Alanis retrocedió. Él la siguió, pavoneándose de manera arrogante. Como
un leopardo negro, pensó ella de mala gana, elegante y letal. Cuando la enjauló
entre sus poderosos brazos y la pared, ella apenas logró murmurar:
—Silverlake os matará si me ponéis un dedo encima.
—Un daño grave, sin duda.
Con el corazón martillándole el pecho, Alanis clavó la mirada en aquellos
fascinantes ojos. Todo lo demás se desvaneció en la oscuridad. Ese rostro
apuesto y el ancho de sus hombros musculosos le colmaron la visión. La tensión
se oyó crujir entre ambos y por un breve instante ella casi olvidó quién era él.
Él le examinaba el rostro detalladamente, admirando esos ojos
naturalmente rasgados de color azul verdoso, la graciosa nariz respingona, la
suave redondez de sus mejillas. Su mirada se detuvo en los labios: carnosos,
rosados, levemente temblorosos. La lujuria se le grabó en el iris:
—Sois hermosa —suspiró y ella sintió en los labios un intenso olor a
coñac—. Creo que la furia de Silverlake es un castigo nimio por pasar una noche
con vos, milady.
Jamás un hombre la había mirado de ese modo. ¡Ninguno! Ni siquiera
Lucas, su prometido, jamás le había dicho que era hermosa. Cinco años atrás,
cuando su hermano falleció en un duelo, ella tenía diecinueve años y se estaba
preparando para hacer su debut en sociedad. Su primera presentación en
sociedad tuvo lugar dos años más tarde, cuando su abuelo la presentó en
Versalles ante la corte francesa, mientras se encontraba en Francia atendiendo
asuntos diplomáticos. Aquel hombre —el pirata—, con esos ojos negros como la
noche y aquel rostro como tallado en piedra, la estaba mirando fijamente...
¡como si ella fuera la mujer más deseable del mundo!
Él sonrió al notarla turbada... y con qué sonrisa pecaminosa. Los dientes
blancos resplandecieron en un malvado contraste con la piel morena y Alanis
sintió profunda compasión por las mujeres que habrían caído en las redes de
aquel bribón. Este hombre era absolutamente consciente del poder de su
atractivo masculino.
—Vuestro preciado Silverlake es un idiota —pronunció Eros lentamente—.
Me temo que bien debería merecer la santidad cuando os devuelva ilesa.
Alanis tragó saliva con dificultad.
—¿De veras no tenéis intención de hacerme daño?
Eros se acercó lo suficiente como para que ella viera las líneas que la vida
le había tallado en la piel. Él no era tan joven como ella había asumido
inicialmente. Había un lado severo y cruel en él; aunque también había algo
más, inesperadamente, algo que ella tenía esperanza de no estar imaginando:
un código privado de honor.
—¿Haceros daño? —Un aire extraño se reflejó en sus ojos. En un acto
atrevido, le acarició los labios carnosos; la leve aspereza de su piel le resultó
alarmantemente seductora. Bajó el tono de voz hasta que quedó un susurro
ronco—: Una criatura hermosa como vos fue hecha para recibir placer, Alanis.
No dolor.
Aturdida, ella simplemente atinó a mirarlo mientras él giraba sobre sus
talones y abandonaba el camarote dejándola encerrada.
Capítulo 2
Los piratas del Alastor[3] se entusiasmaron cuando al día siguiente Rocca
escoltó a Alanis hasta el castillo de proa. Abandonaron sus tareas y se quedaron
papando moscas mientras ella atravesaba la cubierta soleada con un vestido
largo de color rosado reforzado en las caderas y un escote demasiado profundo
para mantener la calma en un mar de miradas lujuriosas. Ella se refugió bajo el
sombrero de ala ancha, entornando los ojos por la luz radiante, recordándose
que cualquier cosa era preferible a la deprimente Yorkshire.
Eros se hallaba en la baranda del castillo de proa. La brisa le batía la larga
melena, mientras empuñaba una daga sobre una naranja y hablaba con
Giovanni. Llevaba puesta una camisa blanca de linón y unos pantalones negros
con una franja de color púrpura a lo largo de la costura lateral. Negro y
púrpura, sonrió ella irónicamente; sin duda el hombre hacía públicos sus
colores favoritos. Ella barrió los tablones del suelo con la cola de seda de su
vestido largo y subió los escalones.
Giovanni la vio primero. Sonrió ampliamente:
—Capitano, sonó innamorato! ¡Estoy enamorado!
Eros le ordenó a Giovanni que se esfumara y a ella la saludó con una
reluciente sonrisa blanca a la que completaban un par de irresistibles hoyuelos.
—Buongiorno, bellissima.
Ella sintió un fuerte revoloteo en el estómago. El maldito rufián no sólo
era irritantemente apuesto sino que también esos ojos, que brillaban cual gemas
en aquel rostro bronceado por el sol, eran del más cristalino e inusual azul
marino. Zafiros, pensó ella, deslumbrada en cierto modo, piedra que alguna vez
se había creído era el centro de la tierra que reflejaba el cielo. ¿Cómo es posible
que ella hubiera confundido esos ojos azules con unos negros?
La mirada fija y penetrante de él la registró de pies a cabeza, sin perderse
ni un centímetro del rostro, ni de la piel descubierta del color del marfil, ni de
la elegante silueta. Y con el más profundo desagrado, Alanis descubrió que no
se sentía menos afectada en ese momento de lo que se había sentido la noche
anterior. Sintió un hormigueo al saber que aquel pirata irreverente, para quien
el mundo era igual a una ostra, la encontraba hermosa.
Él rió de manera burlona, mascando ruidosamente un jugoso gajo de
naranja.
—Confío en que hayáis dormido bien... en mi cama.
De modo que no pudo resistirse a preguntárselo. Ella miró fijo, de manera
furiosa, aquellos perturbadores ojos ultra azules.
—Ciertamente no dormí en vuestra cama, ¡rufián! Aunque tal vez lo haga
esta noche —respondió ella con aspereza—, y disfrute de saber que os estoy
privando de ella.
—Touché! —Cortó el aire con la daga al tiempo que inclinaba la cabeza—.
Mi cama está a vuestra disposición.
Ella lo miró con hostilidad, y el brillo sugerente reflejado en aquellos ojos
le resultó contradictorio con el gesto galante.
—No merecéis que os lo agradezca. Los hombres honestos no secuestran a
las damas inocentes.
—Por supuesto que no — Se metió otro gajo de naranja en ta boca—. Los
tontos sí.
Una alta ola rompió en la proa. Ella se resbaló pero Eros se empapó por
competo. Ella lanzó una carcajada y se lamió las gotas de agua salada de los
labios. Las botas de él golpearon con fuerza sobre los tablones de madera.
—Mannaggia! —gruñó mientras se exprimía el agua de la melena
empapada. La miró echando fuego por los ojos—. ¿Os estoy divirtiendo? —Sin
esperar respuesta se quitó la camisa mojada.
Ella quedó boquiabierta. Tenía un cuerpo absolutamente hermoso.
Bronceado, cubierto de suaves vellos y moldeado con varonil perfección,
exhibía una flexible vigorosidad obtenida a través de años de estricto régimen
atlético. En el pecho tenía un medallón de oro grande y lustroso que contrastaba
con la piel bruñida.
Le lanzó aquella sonrisa engreída que la hizo ruborizarse y se paseó hasta
una mesa servida para dos: con copas de cristal, utensilios de plata y vajilla de
porcelana que relucían sobre un mantel blanco niveo.
—¿Me acompañáis a almorzar? —le ofreció al tiempo que apartó una silla
dorada estilo chaise caré.
Ella vaciló. Las discusiones verbales eran una cosa, pero ¿mezclarse con
un pirata...?
—No tengo hambre —mintió ella, tratando de mantener los ojos apartados
de su torso labrado. No era fácil.
—No habéis probado bocado desde ayer y sería una pena que se perdiera
aunque sea una pizca de esa belleza. E dai—le dijo con tono dulce—, estoy
seguro de que se os ha abierto aunque sea un poco el apetito.
—Perdí el apetito cuando fui capturada por un pirata bárbaro.
La sonrisa indulgente desapareció.
—No obstante os sentaréis junto a este pirata bárbaro y le haréis compañía
mientras come.
—No lo haré —pronunció ella con valentía. No había escapado de
Inglaterra para terminar bailando al son de los caprichos de un pirata. Giró
sobre sus talones y se dirigió hacia el tramo de escaleras. Logró dar dos
zancadas antes de que un brazo fuerte y bronceado se le enroscara en la cintura,
clavándola de espaldas contra un pecho desnudo como de piedra.
—No hagáis que os persiga —Eros le susurró suave al oído—. Me estoy
esforzando por comportarme como un perfecto caballero. No tentéis a la bestia
que hay en mí.
Se le cortó la respiración al sentir la cálida boca junto a su oído. El darse
cuenta de que le gustaba la llenó de mayor antipatía. Se dio la vuelta y le dio un
codazo fuerte en el pecho.
—Jamás me sentaré a vuestra mesa, ¡a menos que me amarréis a la silla! —
Sin embargo, en el instante en que tocó esa piel aterciopelada y bronceada por
el sol, sacó rápido las manos, como si se hubiese quemado con fuego. Le había
sentido el corazón tamborilear fuerte y parejo debajo de esa cálida fibra
muscular.
Eros curvó los labios.
—Amarrada a una silla, ¿eh? No pongáis ideas en mi cabeza, Alanis. Ya
casi estoy tentado de amarraros sobre mi regazo y daros de comer yo mismo.
Os lo dejaré bien en claro. Si deseáis seguir disfrutando de mi amable
hospitalidad, deberéis comer almuerzos y cenas en mi compañía hasta que os
devuelva a vuestro vizconde. Entonces, ¿podréis sentaros a mi mesa como una
niña buena?
Él la soltó y ella retrocedió tambaleándose y asintió con la cabeza de
manera obediente. Él la depositó en la silla y se desplomó en la que estaba al
otro lado.
—Vino? —Él indicó con un gesto la botella verde que adornaba el borde
de la mesa.
Giovanni apareció de la nada y asió la botella. Mientras llenaba la copa de
ella con un exuberante vino tinto, a pesar del parche negro que tenía en el ojo, a
ella le pareció más humano que el tenebroso Lucifer que tenía sentado del otro
lado de la mesa, con su único ojo marrón sin el fuego diabólico de los azules de
Eros.
—Os lo agradezco —dijo ella con cautela al tiempo que alzó la copa y se la
llevó a los labios.
Giovanni sonrió con placer. Sin poder quitarle su único ojo de encima,
sirvió una gran cantidad de bebida en la copa de Eros. El vino tinto se derramó
sobre el niveo mantel. Eros cogió a Giovanni de la muñeca, le arrebató la botella
de la mano y dijo bruscamente:
—Ma cosa fai, idiota? ¿Qué diablos estás haciendo, idiota? ¿No tienes
nada mejor que hacer que andar fastidiando?
Giovanni sonrió con bochorno:
—No. Nada.
Eros dio un golpe con el puño sobre la mesa y se puso de pie,
absolutamente irritado:
—¡Retírate!
—Va bene. Ya entendí —rió Giovanni entre dientes. Le dedicó a Alanis
otra sonrisa tímida y abandonó el castillo de proa, riendo disimuladamente,
aunque lo bastante fuerte como para que lo oyeran todos los marineros.
—¿Siempre estáis malhumorado con vuestros subordinados? —le
preguntó Alanis, mientras Eros regresaba a su silla—. Si continuáis así, lo que
sigue es una conspiración a vuestras espaldas, os darán un golpe en la cabeza,
robarán vuestro barco y escaparán en él —Sonrió ella con gracia.
—¿No es de mala educación llevar puesto el sombrero en la mesa? —le
preguntó él con una sonrisa insinuada.
Una notable sublevación apareció en los ojos felinos.
—No cuando a una la obligan a comer en una compañía miserable.
—Quizás esto os sorprenda, pero tomar como rehén a estúpidas doncellas
con fastidiosas criadas no es mi idea de un entretenimiento de primera.
—¿Entonces qué? —preguntó ella con una mueca de desagrado, ardiendo
de un color rojo ya obsceno—. Quiero decir... ¿para qué me secuestrasteis?
Él le lanzó una sonrisa seductora.
—Mi idea de un entretenimiento de primera es secuestrar a estúpidas
doncellas sin fastidiosas criadas —Él rió entre dientes cuando ella desvió la
mirada—. Ma dai, vamos. No os enfadéis. Ya tendréis oportunidad de vengaros
de mí. Además, estoy famélico. Quitaos el sombrero, así podremos comer de
una vez.
De mala gana, Alanis obedeció. Un criado vestido con una larga túnica
blanca se acercó a la mesa. Dispuso bandejas de plata colmadas de pan tierno,
colorido antipasto y un bol cubierto.
—Ayiz haga tanya, ya bey? ¿Algo más, amo? —le preguntó
respetuosamente.
—Lah, shukran, Raed. No, gracias, Raed —Lo despidió Eros.
—¿Eso es árabe? —preguntó ella, sin poder ocultar su admiración.
Cuando él asintió con la cabeza, agregó a regañadientes—: Habláis varios
idiomas.
—Grazie —E inclinó su hermosa cabeza—. Qué amable de vuestra parte
daros cuenta de ello.
—Fue una observación, no un cumplido —murmuró ella, irritada por la
sonrisa presumida de él.
—Yo elijo sentirme halagado —dijo al tiempo que metió en la boca una
aceituna que chorreaba aceite, y a ella se le hizo la boca agua. Nunca había
probado las aceitunas—. Allora —señaló la opulenta comida y comenzó a
nombrar los platos—: zucchine e melanzane, prosciutto crudo... —Quitó la tapa
del bol, dejando a la vista carne de res con verduras de primavera cocidas al
vino. Un vaho aromático llegó hasta donde ella estaba—. Sentíos libre de
cambiar de opinión — Escogió una rebanada de pan crujiente y la mojó en
aceite de oliva, la roció con una pizca de sal y mordió un bocado—. Salute! —
Alzó la copa de vino y bebió hasta apurarla.
Miserablemente, Alanis miraba fijo la apetecible comida e ignoró
estoicamente las agitadas protestas de su estómago. Estaba dispuesta a morir de
inanición en lugar de tener que comer con un hombre de esa clase.
Él sonrió con perspicacia.
—Faltan horas para la cena y vuestra criada está almorzando en mi
camarote.
—No tengo hambre —Alanis respondió estrictamente cortante.
—Ya veo. Allora, os doy permiso para que disfrutéis de observarme
comer.
De hecho ella lo observaba, pensando que sus modales en la mesa eran tan
refinados como los de un noble. No obstante, él estaba decidido a provocarla,
saboreando cada bocado, mirando al cielo, gimiendo de placer. Sus miradas se
encontraron por encima de un zucchini mojado en salsa, atravesado por un
tenedor. Eros sonrió burlonamente.
—Qué pena que hayáis perdido el apetito, princesa. Hay tanto para
compartir... El cocinero del barco es un talentoso milanés. Una vez trabajó para
una familia real. ¿Estáis segura de que no tenéis ni un poquito de hambre?
Ella le lanzó una sonrisa hostil.
—Prefiero la cocina francesa —Cuando una ceja negra azabache se levantó
ante la provocación deliberada, ella alzó la copa lista para dar batalla. Hacía tres
años, se había visto involucrada en una discusión similar con una baronesa
francesa, defendiendo su verdadera opinión, que era pro Italia, por supuesto.
En aquel entonces, ella contaba con amplios argumentos bajo la manga. En ese
momento, estaba dispuesta a jugar a ser el abogado del diablo. Lo que fuera
para fastidiar a su anfitrión—. Los italianos tienen mucho que aprender de los
franceses.
Eros se hundió en el tapizado de satén de la silla y bebió el vino:
—Aclaradme algo. Los ingleses desprecian a los franceses; no obstante,
imitan y adoptan todo lo que sea francés: el coñac francés, la cocina francesa, la
moda francesa... ¿A qué se debe?
—Por el mismo motivo por lo que lo hace el resto del mundo: ¡es lo mejor!
Imagino que los italianos alguna vez tuvieron algo que alabarles, pero hace
siglos perdieron el buen gusto. Me atrevo a decir que en la actualidad, los
franceses los eclipsan en todos los ámbitos. Hasta en el arte.
Los ojos azules de él ardieron. Al mismo tiempo reía rapazmente, ansioso
por aplastar al oponente.
—Entonces sí sois consciente de que para fundamentar el debate tendréis
que probar la comida. A propósito —dijo mientras estudiaba el fluido color
escarlata que se bamboleaba en la copa—: ¿el Barbacarlo es de vuestro agrado?
A mí personalmente me agrada la sensación cuando baja muy suavemente.
¿Qué opináis vos, princesa?
Ella hizo una mueca atrevida con los labios mojados de vino.
—Sí estáis proponiendo un desafío experimental, debéis proveer vino y
comida francesa para comparar.
—Eso no será posible, ya que el único objeto francés de por aquí es el
barco.
Intrigada, ella echó un vistazo alrededor. Desde cualquier punto de vista,
el Alastor era un buque formidable, una fortaleza flotante conducida por
enormes velas blanqueadas al sol.
—¿Cómo es que habéis adquirido esta fragata francesa? Sin lugar a dudas
se trata de un buque de guerra.
Él quedó impresionado.
—Muy perceptivo de vuestra parte. De hecho, el Alastor es un cachorro
que pertenece a la flota francesa. Solía ser uno de los mejores de Luis.
—Ya veo —dijo ella fríamente, encontrando su alusión al rey de Francia
como si se tratara de uno de sus tontos amigos más cercanos—. Los muelles de
Luis estaban atestados y entonces dejó que os llevarais uno.
—De hecho me lo llevé. Un asunto insignificante relacionado a una
apuesta que tuve con monsieur le Roi —Le lanzó de nuevo aquella indignante
sonrisa burlona—. Perdió.
—Eso es ridículo. Vos hacéis apuestas con el rey de Francia, ¡igual que yo
voy camino a los fuegos del infierno en Tortuga!
El muy desvergonzado seguía sonriendo.
—Qué pena por los piratas que pronto se volverán pobres.
Alanis lo ignoró y se concentró en el paisaje. ¿Cuántos tristes inviernos
había anhelado tener enfrente aquella vista impresionante? Si estaba condenada
a andar por la vida extrañando a sus padres y a su hermano desde lo más
profundo de su alma, al menos lo haría bajo un sol cálido y como un espíritu
libre.
—¿Habéis estado antes en este extremo del mundo? —Le llamó la atención
Eros.
—No, no he estado —El tono de voz de ella se tornó sarcástico—. ¿Y vos?
—He estado en muchos sitios, princesa, lugares que os fascinarían.
—Silverlake y yo tenemos grandes planes de viajar por el mundo una vez
que contraigamos matrimonio —mintió ella de nuevo, irritada por la tranquila
superioridad de él.
—Davvero? ¿Y eso será durante o después de la guerra? Lamento tener
que estropear vuestros planes, princesa, pero tengo la impresión de que vuestro
honorable Silverlake está más interesado en combatir piratas que en cumplir
con sus obligaciones con su amada prometida. Fue muy descuidado de su parte
dejaros viajar sola por estas aguas donde es probable toparse con buques de
guerra franceses o españoles.
—¿Qué sabéis vos del honor o del deber? —siseó Alanis.
—Supongo que muy poco. No obstante, ¿no se os ha pasado la edad
marital usual de las jóvenes elegantes? —La examinó largamente y luego le
preguntó con calma—: ¿Cuánto tiempo hace que estáis comprometida con él?
—Eso no es de vuestra incumbencia —le contestó fríamente, nerviosa por
el giro que había tomado la conversación. Aunque su compromiso se había
fijado hacía siglos, Lucas parecía decidido a posponerlo, sin pensar en su
inquieta prometida que lo esperaba sentada en casa. Navegar rumbo a Jamaica
había resultado ser la solución perfecta. Finalmente, ella conocería el sabor del
sueño de sol brillante y la libertad, tendría la oportunidad de conocer el mundo
sobre el que había leído y soñado tanto, y así podría instar a Lucas a que
pusiera una fecha de boda definitiva.
—¿Cuánto hace que está apostado en Jamaica? —la acosó Eros.
—Tres años.
—Tres años es demasiado tiempo para estar separado de la mujer que uno
ama —Le sostuvo la mirada en medio de un silencio opresivo y luego se inclinó
acercándose más—. Ya sé lo que opináis de mi persona, Alanis. Que tengo un
alma negra y corrupta, mientras que él es un santo merecedor de un par de
bonitas alas blancas. Pero, suponiendo que Silverlake fuese el hombre que vos
decís que es, ¿por qué razón ese idiota os abandonó? ¿Es que prefiere a los
muchachitos o simplemente es ciego? Si vos fuerais mía, bella donna, no os
tendría lejos de mi vista ni tres días; ni qué hablar de tres largos años. Os
mantendría precisamente donde pertenecéis: a mi lado, todo el tiempo, y la
mayor parte, en mi cama. Y os enseñaría mejores maneras de usar vuestra
rápida lengua, amore.
A ella se le secó la lengua. La coherencia regresó gradualmente.
—¿Por qué atacasteis el Pink Beryl?
—Os estaba buscando a vos —Al notar el terror en los ojos de ella, ablandó
la expresión severa de su rostro con una sonrisa—. Nada de eso. Encontraros ahí
fue pura suerte. Intercepto a todo barco rumbo a Kingston.
Ella aflojó la tensión en los hombros.
—¡Miserable desgraciado! No es de extrañar que todo el mundo os odie.
¿Qué esperabais capturar? ¿A una pobre víctima que os hiciera compañía en las
comidas mientras devorabais los placeres de vuestro cocinero milanés?
¿Alguien que no os causara problemas?
—¿Y a esto le llamáis "no causar problemas"? —Rió entre dientes al tiempo
que bebió un sorbo de vino—. Debéis saber, mi belleza de lengua afilada, que
estaba a la caza de algo de valor para Silverlake.
—Algo para canjear "eso" que no tiene precio —En ese instante ella
comprendió y sonrió de manera triunfal—. ¡"Eso" no es una cosa! ¡Sino una
persona! Alguien para vos más importante que el oro, a quien Lucas ha
capturado y mantiene cautivo, y dado que su honor no le permite venderos a
esa persona, buscasteis algo que lo forzara. ¿Quién es esa alma desafortunada a
quien estáis desesperado por liberar? ¿Uno de vuestros compinches? ¿Algún
compañero pirata?—se burló ella.
—Bueno, ¿quién hubiera dicho que la encantadora cabeza de una rubia
razonara tanto? —comentó Eros con genuina fascinación—. Ya siento pena de
tener que perderos, amore. Tal vez debería intentar persuadir a Silverlake con
oro. Uno nunca sabe hasta que lo intenta.
El terror se grabó en los ojos de ella.
—No seríais capaz.
—¿No? —Sonrió él desafiándola con la mirada—. Aun con toda esta
comida sobre la mesa, saborearía clavar los dientes en una parte selecta de la
carne de vuestro delicioso cuerpo.
Ella se puso de pie.
—¡Bestia insufrible! Buscaos a otro que soporte vuestros patéticos
modales. Conmigo es suficiente —Con una mirada furiosa y mordaz abandonó
la mesa.
Eros la alcanzó de un salto. La cogió de la muñeca y de un tirón ella cayó
justo en sus brazos. Pero inmediatamente retrocedió de un salto:
—¡Soltadme! Ya tuvisteis vuestro almuerzo. Ahora dejadme regresar al
camarote.
Él le alzó el mentón con un dedo:
—Sois más hermosa de lo que recordaba, Alanis, y a pesar de que me
prometí dejaros en paz, casi no logro... controlarlo. Tres días más de esto y me
convertiré en un imbécil bobalicón.
A ella le llevó algunos minutos recapitular.
—¿Vos me recordáis? ¡Eso es imposible! Yo no os conozco. Apenas nos
conocimos anoche, ¡por el amor de Dios!
—Sí que nos hemos cruzado, Alanis —susurró Eros—, y puedo probarlo.
Comed conmigo durante estos tres días que pasaremos juntos y prometo
contaros todo antes de separarnos.
Alanis ardió en un caldero mental de curiosidad y hostilidad durante un
largo rato, sintiéndose debilitada poco a poco por la intensa súplica de aquellos
endemoniados ojos azules.
—Está bien. Ahora soltadme. Yo... yo estoy muerta de hambre.
Eros rió entre dientes, hizo lo que le pidió y una vez más la invitó a tomar
asiento.
Capítulo 3
No era una buena noche para ser una príncipe italiano. Cesare Sforza se
hundió en un sillón roto y escudriñó las paredes frías y austeras del Castello
Sforzesco. Su esplendor había sido saqueado. Eficazmente. Brutalmente.
Completamente. Desvalijado por sus recaudadores chupasangres. No le
quedaba nada. Peor aún: sus días en el palacio familiar estaban contados.
Una llama débil saltaba en el hogar. Cesare tenía la mirada fija en un
espejo hecho pedazos que colgaba de una de las paredes. Fornido, de cabellos
negros como el azabache, vestido de negro de pies a cabeza, su reflejo
complementaba tristemente el entorno. Aunque se hallaba en la flor de la vida,
parecía acabado; sus facciones claras eran frías como las de una estatua, sus ojos
azul oscuro tenían esa mirada furiosa que sus enemigos habían calificado como
"la mirada de una bestia salvaje en peligro". Cesare sonrió enconadamente. La
misma mirada que le había valido desprecio y vituperio a la larga lo haría
triunfar y dominar. Un día cercano encontraría a ese canalla de la cicatriz en el
rostro que le había robado el medallón Sforza. Lo mataría y se convertiría en el
futuro Duque de Milán.
Mientras tanto, Cesare tenía que sobrevivir sólo con su astucia e ingenio
mientras los españoles acababan con la economía de Milán. Maldijo y tragó un
sorbo de coñac. Era la última botella. El viejo tesoro de vinos y licores que había
en la bodega había corrido la misma triste suerte que las obras de arte y los
muebles. Y ahora que el Ejército Imperial se encontraban en las puertas de
Milán, él también tenía que huir, salvo que... ¿a dónde podría ir? Todos los
países que integraban la Gran Alianza eran un camino sin salida, ya que él
abiertamente tomaba partido por Francia. Lo había hecho después de que el
Emperador y el Papa le negaran el diritto de imperio, su legítimo reclamación al
ducado de Milán. ¿Debía irse a París?, se preguntaba. Había peores lugares para
pasar el invierno venidero, pero ¿qué había de bueno en París para un príncipe
milanés empobrecido? Además, había que tener en cuenta el desafortunado
incidente con el sucesor francés. Hacía dos años, Luis le había echado la
desgracia encima, jurando que si Cesare volvía a acercarse a alguna mujer
francesa, lo encerraría en la Bastilla y tiraría la llave. Luego él había contraído
matrimonio. No era culpa suya que ese papa de cuello ancho y ojos saltones se
negara a otorgar la anulación. Si un hombre golpeaba a su esposa, ¿no era ese
un signo claro de que estaba harto de ella? Qué pena no haber envenenado a
Camilla después de despilfarrar su fortuna. Ahora tenía que cargar con ella,
pero esa vaca estúpida había escapado a Roma a llorarle a su tío —que
inoportunamente era el mismísimo papa Clemente— contándole acerca del
malvado esposo que tenía. Por tanto, definitivamente no era posible ir a Roma.
Podía ir a España. Buscar alguna rica heredera en Madrid. Seducirla,
envenenarla, coger su dinero... La idea le resultaba atractiva, pero no así
España. Detestaba a esos españoles barbudos.
Unos pasos que se acercaban de prisa hicieron eco en las lúgubres paredes
de la gran mansión. Cesare sacó su daga, su vieja amiga lustrosa y letal.
—¿Quién anda ahí? —gritó, entornando los ojos en la penumbra.
Envuelto en una capa negra, un hombre diminuto se presentó bajo la débil
luz del hogar. Su voz sonaba como un susurro áspero.
—Os traigo buenas nuevas, monsignore. Excelentes nuevas.
Cesare resopló y enfundó la daga. Ya aburrido, musitó con el mismo
entusiasmo de una cabra muerta:
—Dime de qué te has enterado, Roberto.
—Lo encontré, monsignore —Rió Roberto con disimulo. Se llevó la punta
del dedo a la sien izquierda y dibujó tina cicatriz con forma de medialuna.
Cesare pegó un salto en la silla.
—¿Estás seguro?
—Si, monsignore. Izad el biscione[4]. "La víbora que llevó a los milaneses
al campo de batalla".
—¡Ya lo sé, stupido! —Cesare fulminó al espía con la mirada—. ¿Dónde
está? ¡Dímelo ahora mismo!
—Vi al Alastor navegar desde Génova con el hombre de la cicatriz de
medialuna a bordo. Aunque no desembarcó, lo vi con mis propios ojos, y
todavía lleva...
—¡No me interesa lo que lleva, stronzo! —vociferó Cesare. Lo que le
interesaba era echarle mano al medallón y luego cortarle el cuello a ese
bastardo. Su archienemigo. Su maldición—. ¡Cuéntame todo! ¡No pongas a
prueba mi paciencia!
Encogido del miedo ante la furia de su amo, Roberto harbulló:
—Él... él navega hacia el Caribe. ¿Qué debo hacer ahora, monsignore?
¿Debo ir tras él? ¿Convertirme en su sombra?
Cesare se sentó. Tenía que pensar rápido y con astucia, hacer uso del
instinto asesino que había perfeccionado en las mesas de juego de naipes. El rey
de Francia era el único hombre con el poder suficiente para deshacerse de ese
canalla, pero para lograr el apoyo de Luis, Cesare tendría que darle algo a
cambio: ¿pero qué?
Luis quería España, de modo que había puesto a su nieto Felipe[5] en el
trono español y le había declarado la guerra al continente entero para
mantenerlo allí. Quería Italia, así que envió medio ejército para ocuparla. Ahora
el príncipe Eugenio de Saboya, el comandante supremo del Ejército Imperial,
estaba amenazando las conquistas de Luis. No había nada que Luis quisiera
más que eliminar a Saboya.
Cesare sonrió. Sabía el método exacto para aprovecharse de eso. Miró a
Roberto.
—Sí. Ve tras el pirata. Conviértete en su sombra. Me reuniré contigo
dentro de dos meses en Gibraltar. Averigua a dónde va, con quién habla, con
quién duerme. Sí para ello tienes que sobornar, envenenar o estrangular a
alguien... Hazlo. ¡Quiero saberlo todo! Capisce? Y... si se te presenta la
oportunidad, mátalo. Quiero el medallón de oro que lleva colgado en su
maldito cuello.
Roberto se sobresaltó.
—¿Que mate al. . . ? —Pero al ver la mirada furiosa del amo, hizo una
rápida reverencia y murmuró—: Si, monsignore. Así se hará —Se retiró
sigilosamente, con la capa abultándose detrás de sí.
Sonriendo con satisfacción, Cesare levantó la botella de coñac del suelo.
Pronto tendría todo lo que siempre había querido. Estiró las largas piernas y le
hizo un brindis a la víbora real tallada en la pared de piedra.
—Ah, Stefano. Aunque tengas que morir, no temas, pues la muerte es
amarga, pero la fama es eterna.
Capítulo 4
Eros se inclinó en la silla hacia delante, emergiendo de la oscuridad a la
luz de la vela. Escogió una flor roja del florero que había sobre la mesa y la
arrojó sobre la falda de ella:
—Una flor por vuestros pensamientos.
A Alanis se le detuvo el corazón al ver aquel fino rostro bronceado
realzado por el suave fulgor de la llama de luz. Ya no podía negar que sus
atenciones le daban placer. Ya que por primera vez en su vida, ella apreciaba el
poder de la femineidad. He aquí un hombre a quien casi todo el mundo temía,
esforzándose por entretenerla, por encontrar la aceptación en sus ojos. Desde
que habían compartido el primer almuerzo, el día anterior, él se había vuelto
discretamente amable y cortés, comportándose como un perfecto caballero. No
obstante, a pesar de sus esfuerzos, ella no era tan tonta: Eros era un depredador:
tranquilo, elegante y letal.
Con aire distraído, ella se enroscó un mechón dorado y lo acomodó sobre
el hombro desnudo.
—Costaría más que una flor comprar mis pensamientos.
—Entonces quizás el vino de Málaga haga lo necesario. Como dice el
dicho: "In vino veritas". —Volvió a llenar las copas, con una expresión divertida
condimentada con un descarado interés masculino.
Para Alanis no pasó inadvertido el hecho de que él apreciaba su
pronunciado escote. Aquellos ojos la habían estado acariciaron durante toda la
noche. Ella apoyó la copa de vino contra la cálida mejilla.
—Tenía otro tipo de precio en mente.
Alzó la ceja negra azabache:
—Por supuesto, poned vuestro precio. Estoy de ánimo aventurero.
Ella bebió un sorbo de vino.
—Me estaba preguntando acerca de esa persona a la que queréis rescatar.
Él sonrió abiertamente.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que queréis saber de ella?
Una mujer. El humor de Alanis ennegreció. La amante, sin duda.
—Bueno, ¿cuál es su nombre?
Eros analizó la sonrisa bien educada de ella:
—Gelsomina —le respondió—. Ahora habladme de vuestros
pensamientos.
Ella echó un vistazo a los pétalos de color escarlata que anidaban en su
regazo.
—Estaba pensando en mi prometido.
—Ah —A él se le congeló la sonrisa—. Ya estáis ansiosa por deshaceros de
mi compañía —Escogió una naranja del bol de plata con frutas y la peló con la
daga en lugar de usar el cuchillo.
—Silverlake no está informado acerca de mi inminente llegada. Tengo
intención de darle una sorpresa.
—Y lo haréis —afirmó él con tono enigmático—. Sin embargo, él debería
de estar agradecido de que os aventurarais a navegar en tiempos de guerra sólo
para hacerle una visita. Pocas mujeres enfrentarían ese peligro.
Alanis decidió que ya no tenía ganas de seguir hablando de Lucas.
Prefería mucho más interrogar a su anfitrión.
—¿Por qué las flotas son vuestro objetivo? El riesgo es diez veces mayor
en relación al escaso beneficio.
—El beneficio inmediato para mí es insignificante. Mi objetivo son tanto
los buques franceses como los de línea mercante o real, ya que para Luis son los
más importantes.
—¿Estáis combatiendo contra los franceses? —le preguntó ella con tono
incrédulo.
A él pareció divertirle la reacción de ella.
—Como bien sabéis, el Continente, Alta Mar y las Américas están en
guerra. Uno no puede vivir en este mundo sin tomar parte. Yo, personalmente,
no aspiro a la Corona Española, pero encuentro inaceptable el reclamo de
Felipe. Luis no puede permitirse tener el control de dos tercios de las potencias
y los recursos del mundo occidental.
—Qué admirable —murmuró ella. Eso colocaba a Eros de su lado—. ¿Pero
por qué tenéis que enfrentaros por vuestra cuenta al poderoso abuelo de Felipe,
el Rey Sol, cuando podéis uniros a la Gran Alianza? Luis XIV cuenta con los
medios para aplastar a un solo hombre sin el menor esfuerzo.
El sonrió:
—No creo que los aliados me acepten, y yo estoy decidido a no contar con
ellos.
El hombre era una constante sorpresa.
—Debéis de ser muy valiente... o estar muy loco.
—Hasta los valientes caen en trampas y se engañan a sí mismos
persiguiendo ideales fuertes y nobles —Sosteniéndole la mirada, se estiró por
encima de la mesa y la asió de la mano—. Os tengo intrigada, ¿verdad? —le
susurró—. ¿Queréis que intentemos sobornar a Silverlake con oro después de
todo?
A ella le dio un vuelco el corazón. Liberó la mano lentamente.
—No tengo ni idea de por qué tendríamos que hacerlo...
—Yo creo que sí, amore. Creo que nosotros dos nos entendemos muy bien.
La tensión entre ambos se tornó excesiva para ella y desvió la vista hacia la
luz plateada que bañaba el mar abierto.
—Entonces, permitidme contaros una historia —le sugirió él. Una vez que
tuvo su atención, se aclaró la garganta—: Había una vez un juez rico en Pisa,
más dotado de intelecto que de fortaleza física, cuyo nombre era Messer
Ricardo. Digamos que tal vez carecía de ingenio ya que compartía la misma
idea estúpida de otros hombres que suponen que mientras ellos andan viajando
por el mundo, disfrutando del placer de estar con una mujer detrás de otra, sus
esposas se quedan en casa con las manos cruzadas. Allora, el buen juez, que se
sabía solvente y destacado y se creía capaz de satisfacer a una mujer de la
misma forma que se desenvolvía en su trabajo, comenzó la búsqueda de una
que fuera dueña de belleza y juventud. Su búsqueda resultó ser de un éxito
sorprendente (pues Pisa es una ciudad donde la mayoría de las mujeres parecen
lagartos) y desposó a Bartolomea, la joven más encantadora. Con gran festejo
llevó a su nueva esposa a su hogar, pero como era un hombre enclenque y
marchito, sólo logró hacer un intento con ella en la noche de bodas, apenas
manteniéndose en juego por esa única vez, y descubrió que tenía que beber
grandes cantidades de vino Vernaccia, ingerir confituras fortificantes y contar
con cualquier cantidad de otro tipo de ayudas para poder salir a flote al día
siguiente.
Eros terminó el vino, disfrutando de la expresión de Alanis con la boca
abierta.
—Bien, el amigo juez, habiéndose formado un cálculo estimado de su
resistencia, resolvió enseñarle a la esposa el calendario, es decir, los días que
por respeto hombres y mujeres debían abstenerse de practicar el acto sexual.
Allora, los más rápidos de resolver eran —Contó con los dedos—: las cuatro
semanas antes de Cuaresma, las noches de los Apóstoles y la de cientos de
santos más. Viernes, sábados y domingo del Señor, los días de Cuaresma,
ciertas fases de la luna, y muchas otras excepciones, pensando en que uno se
toma un respiro para hacerle el amor a una mujer del mismo modo en se toma
el tiempo para defender un caso en la corte.
Ella lo miraba perpleja. Pero aún más desconcertante era el extraño
escalofrío que sentía.
—¿Y entonces?
—El buen juez continuó así durante un tiempo, sin privarse del mal
humor por parte de la dama. Un día, durante el transcurso del sofocante
verano, él decidió ir a navegar y pescar en las costas de su adorable propiedad
cerca de Monte Nero, donde podía disfrutar del aire puro. Habiendo ocupado
un bote para él solo, ubicó a la mujer y a sus doncellas en otro. La excursión de
pesca resultó encantadora, y así entretenido con su diversión no se dio cuenta
de que el bote de la dama había terminado en el mar a la deriva. Cuando de
repente —hizo una pausa de manera dramática—, apareció un barco de remos
comandado por Paganino da Mare, un famoso pirata de sus tiempos. Tomó el
barco con las damas, y no bien vio a Bartolomea la deseó de inmediato. Decidió
quedarse con ella, y como lloraba amargamente él la consoló con ternura,
durante el día con palabras, y cuando llegó la noche... con hechos. Pues él no
pensaba en calendarios ni prestaba atención a las fiestas ni a los días laborables.
Absolutamente consciente del rápido latido de su corazón, ella le preguntó
con suavidad:
—¿Y qué hizo el buen juez?
—Al haber sido testigo del secuestro, él se encontraba profundamente
afligido, pues era del tipo de personas que celaba hasta el aire que rodeaba a su
mujer. En vano se encaminó hacia Pisa, lamentando la maldad de los piratas,
aunque no tenía idea de quién se había llevado a su esposa ni hacia dónde.
—¿Y lady Bartolomea? —insistió Alanis.
—Olvidó por completo al juez y a sus leyes. Vivió muy alegremente con
Paganino, que la consolaba día y noche y que le rendía honores como si fuera su
esposa.
Ella parpadeó:
—¿Eso es todo? ¿Así termina? ¿El esposo se olvidó de ella?
—No. Un tiempo después, Ricardo se enteró del paradero de su esposa. Se
encontró con Paganino y astutamente se hizo amigo del pirata. Fue entonces
cuando le reveló el motivo de su visita y le imploró a Paganino que aceptara
cualquier suma de dinero a cambio de recuperar a su mujer.
—Y, por supuesto, Paganino aceptó —replicó Alanis, clavándole una
mirada furiosa al moreno impío que tenía enfrente—. ¿Qué iban a importarle los
sentimientos habiendo oro de por medio?
—Paganino no aceptó —recalcó Eros—. Por respeto a ella, le dijo a messer
Ricardo: "Te llevaré donde está y si desea marcharse contigo, entonces podrás
poner tú mismo el precio de la recompensa. Sin embargo —agregó con un tono
de voz más grave—, si ese no es el caso, me causarías un gran daño al apartarla
de mi lado, pues ella es la mujer más adorable y deseable, la que me robó el
corazón y yo..."
A Alanis le subió un calor:
—¿Cuál fue la respuesta de Bartolomea? —se apuró a preguntar.
—¿Cuál sería la vuestra, Alanis?
Hasta ese momento, ella no se había dado cuenta de lo zorro que él era. El
objetivo de la historia no era contarle lo que sucedería o no; sino tratar de
abrirle la mente a posibilidades, elecciones, hacia extraños giros del destino...
—El esposo tenía poco que elogiar y Paganino era un mercenario. Si estaba
dispuesto a aceptar el oro en compensación de un corazón roto, entonces no la
amaba de verdad.
—¿Y si Paganino hubiese rechazado el oro? —insistió Eros en un tono
grave y seductor—. Vos no escogisteis a ningún hombre, Alanis.
Ella desvió la mirada.
—Os pido que terminéis con este tonto juego que habéis tramado...
—Yo no lo hice —Sonrió él—. Giovanni Boccaccio, que vivió en Florencia
hace siglos, lo hizo para entretener a los amigos que le quedaban cuando la
Peste Negra devastó Italia. Pero como me lo habéis pedido con tanta gentileza,
os contaré el final. La mujer le dijo al esposo: "Puesto que me he topado con este
hombre con quien comparto este cuarto con la puerta cerrada los sábados,
viernes, vigilias y los cuatro días de Cuaresma, y aquí se sigue trabajando día y
noche, te diré que si les hubieras otorgado tantos días de fiesta a los empleados
de tus haciendas, como lo hiciste con el hombre que se suponía tenía que
trabajar mi pequeño terreno, no habrías cosechado ni un solo grano. Pero como
Dios es un considerado testigo de mi juventud y así lo deseó, mi suerte ha
cambiado. Tengo intención de quedarme con Paganino y trabajar mientras aún
sea joven y dejar las fiestas y ayunos para cuando sea mayor. En cuanto a lo que
a ti respecta, ve a celebrar todos las fiestas que tengas ganas, pues por más que
te exprima por completo no te cae ni una gota de zumo".
Ruborizada de la furia, Alanis se mordió el labio.
—No demasiado admirable viniendo de una mujer casada, ¿verdad?
—La mujer prefirió al amante.
—¿Entonces el sacramento del matrimonio os parece tan insignificante? —
preguntó ella.
Una chispa de rabia iluminó los ojos de él.
—Todo lo contrario —dijo bajo con voz áspera—. Conservo el mayor
respeto por los sagrados votos del matrimonio, pero no soy tan tonto como para
caer en la trampa. Caer en el adulterio es una diversión común para las mujeres
casadas de alta cuna.
—¿Entonces preferís asumir el rol de seductor?
—Uno sólo puede seducir si ella desea ser seducida.
Interesante, pensó ella. A juzgar por la reacción de él, sospechaba que
alguna vez le habían sido infiel.
—¿Quién es Tom, Alanis?
Esa pregunta la tomó completamente por sorpresa.
—¿Qué? ¿Cómo...? ¿Quién os ha hablado de él?
—Vos —Sacó del bolsillo un diario sospechosamente conocido, abrió la
tapa y leyó: «A mi querido Tom, que está en el sitio más preciado de mi
corazón. Extraño tu dulce rostro y todo lo maravilloso que hay en ti. Mientras
tomo un baño de sol, recuerdo los días de ocio que pasábamos a orillas de...».
Vuestras lágrimas borraron los renglones que siguen —La miró con reproche.
—¡Mi diario de viaje! —Furiosa, ella se inclinó sobre la mesa para
arrebatárselo de las manos, pero él lo sostenía bien fuera de su alcance—.
¡Devolvédmelo! ¡Es algo privado y vos lo robasteis!
—Mi querida dama —dijo él con un gruñido—. Vuestro diario humilla al
Arte de amar, de Ovidio.
—¿Cómo os atrevéis? El libro de Ovidio es... indecente. Mi diario no es...
—Ella frunció los labios—. ¿Tenéis el descaro de leer algo privado y esperáis
que os dé una explicación? ¿Dónde lo encontrasteis?
—Me lo trajeron mis hombres. Lo encontraron en vuestro camarote
mientras sacaban los arcones.
—¿Registraron todo mi camarote? —Agrandó los ojos de la incredulidad—
. ¿Qué es lo que esperabais descubrir: misivas secretas enviadas a Francia?
—Fue un malentendido. Entonces, ¿quién es él, Alanis? ¿Vuestro amante?
—exigió él.
La sonrisa silenciosa de ella lo enfureció aún más; él pareció sentirse
culpable.
—Pobre Silverlake —dijo enojado—. Un cornudo y ni siquiera está casado
aún. Qué ingenuo de mi parte, yo que creía que erais una niña inocente,
demasiado pura para mancillar con mis sucias y malvadas manos. ¡Vos no
merecéis ni el respeto de una cortesana profesional!
El intenso resentimiento que hervía en sus ojos a ella le causó gracia.
—Cualquiera diría que es a vos a quien le pusieron los cuernos, y no a
vuestro enemigo. ¿No os parece absurdo? ¿O tal vez es que estáis celoso? ¿Os
duele imaginarme enamorada de otro aunque no seáis mi prometido?
—Le doy gracias a Dios no ser vuestro prometido — masculló él con
enfado—, de igual modo le entregaré esto, para prevenirlo de la verdadera
naturaleza de su futura esposa.
—Hacedlo, por favor —Ella lanzó una carcajada ante la expresión perpleja
de él—. No tenéis idea de lo tonto que os veis, teniendo en cuenta que... Tom es
mi hermano.
Aquello lo tumbó.
—¿Vuestro hermano?
Deslizó lentamente el diario sobre la mesa. Ella lo cogió:
—Tom es mi hermano pequeño. Falleció hace cinco años, en un duelo
absurdo y trágico.
Eros se mostró torpemente arrepentido:
—Mis condolencias. ¿Él era vuestro único hermano? ¿Y vuestros padres?
—Fallecieron cuando yo tenía doce años. Mi abuelo se hizo cargo de
nosotros —¿Por qué razón le estaba contando a este pirata la historia completa
de su vida? La respuesta la excedía.
—Debéis de haberos sentido solitaria —recalcó él sin dejar de mirarla a la
cara.
—Solitaria no. Sola. Pero tenía a Tom y a Lucas cuando regresaban a casa
después de la escuela.
—¿Silverlake era amigo de vuestro hermano?
—Eran excelentes amigos. Así que ya imaginaréis lo imbécil que os veíais
presentando esta insignificante e inculpatoria evidencia de infidelidad hacia
Silverlake —Sonrió ella.
El se movió incómodo.
—Jamás tuve la intención. Lo siento. Por favor, disculpad mi torpeza.
—Disculpo vuestra torpeza. ¡Lo que no os disculpo es haber leído mi
diario privado! ¡No teníais ningún derecho a curiosear! Debisteis haberlo
devuelto en cuanto os percatasteis del error.
—Quizás debí de haber contenido mi curiosidad —admitió él, no sin una
clara muestra de su orgullo—. Estoy dispuesto a compensaros por ello. Decidme
cómo.
Ella lo miró de manera circunspecta:
—Liberadme de comer con vos mañana: el último día juntos.
Eros se puso tenso:
—No.
—No podéis elegir la compensación que os convenga —masculló ella.
—Pedid otra cosa.
Ella contempló la postura implacable de la mandíbula de él, el brillo
decidido de sus ojos y dijo:
—No.
La irritación le atravesó el rostro:
—D'accordo. Va bene. Tendréis vuestro deseo.
—Gracias —Cuanto menos tiempo pasara en compañía de aquel italiano
despiadadamente seductor sería mejor, se dijo así misma.
—Vuestro abuelo parece ser muy condescendiente en lo que concierne a
su nieta —afirmó él al cabo de un largo rato de silencio—. ¿Sabe que habéis
leído a Ovidio?
El motivo por el que ella estaba familiarizada con la obra del poeta
romano era la excéntrica perspectiva de su abuelo con respecto a la educación
femenina. A ninguna dama inglesa refinada se le tenía permitido leer lo que ella
había leído.
—Vos habéis leído a Ovidio. ¿Por qué no habría de hacerlo yo? —señaló
ella de modo cortante, irritada por tener las mejillas encendidas de nuevo.
—Y por cierto, ¿por qué —Eros rió burlonamente—, cuando el motivo por
el que los hombres prohibieron a las mujeres mejorar su educación surge del
temor y la estupidez? Las mujeres ya han ejercido tanto poder sobre nosotros
los pobres hombres que nos aterra el hecho de pensar que una vez que sepan
todo, nos tendrán absolutamente a su merced.
Aquel comentario mitigó la actitud hostil de ella y se descubrió sonriendo
de nuevo.
—Me resulta difícil imaginaros de rodillas ante una mujer.
—Os sorprenderíais —La profunda sonrisa que le lanzó la estremeció por
completo.
Sintiéndose tímida y al mismo tiempo decidida, dijo:
—Lo único que escuché sobre vos es robo, tortura y asesinato. Decidme
una sola cosa que no sea un rumor malintencionado.
—¿Por qué pensáis que no son más que rumores malintencionados y no la
verdad? —quiso saber él, divertido.
Decepcionada ante la fácil evasión de él, ella respondió:
—He compartido cuatro comidas con vos y aún no os he visto comer
órganos humanos crudos ni succionar sangre fresca.
Eros rompió a reír libremente, a todo pulmón.
—¿Es eso lo que habéis escuchado decir sobre mí? Hete aquí, secuestrada
de un mundo de decencia y refinamiento y forzada a compartir la comida con el
monstruo del pozo negro.
—Vos no sois de los bajos fondos. Sois sumamente bien educado, vuestros
modales (cuando os conviene) son excelentes, vuestros gustos son caros...
—Cualquier persona con un buen ojo puede experimentar el gusto por las
mejores cosas de la vida. El hecho de que no sea vizconde... —hizo un ademán
exagerado con la mano—, no significa que sea un analfabeto. Leer es un método
conveniente para pasar el tiempo en el mar, carissima.
Esas tiernas palabras cariñosas que pronunciaba en italiano le hacían
tamborilear el corazón.
—Es más que eso —dijo ella—. Es el modo en que os desenvolvéis, sois...
—Buscó en la cabeza la palabra precisa—: Principesco.
Hubiera jurado que él se estremeció, pero al hablar, lo hizo con voz serena
y monótona.
—¿Esta es vuestra deducción después de dos días de observación? Alanis:
príncipe o mendigo, bueno o malo, nada de eso tiene importancia en este
mundo. La cuestión es lo que el destino nos tiene preparado y lo que nosotros
elijamos hacer con eso. Yo elijo mi camino, porque esto es lo que soy. Un
hombre cuya lealtad depende de sí mismo.
—Y sin embargo defendéis el reino contra la tiranía francesa —señaló ella.
Y recitó en voz baja—: «Un bandido cual león que ronda el Líbano. Su hogar, un
filoso pedernal, y en la cima de un risco se yergue un leopardo con manchas
cual guardián, pues él es un hombre de linaje, un hechicero que hasta los
salvajes temen». Vos no venís de un mundo igual al mío, pero sí vivís en un
sitio solitario —La vulnerabilidad que ella percibía en su mirada la afectó del
mismo modo que evidentenemente ella lo había afectado a él. Eros había
escogido ese camino como desquitándose de... algo, y ella tenía la sensación de
que se sentía enjaulado en el mundo que él mismo se había creado, del mismo
modo que ella se sentía en el mundo en el que había nacido.
Él se acercó:
—Vos no me teméis, ¿verdad? Pero deberíais hacerlo, Alanis. Aunque sois
capaz de ver cosas que los demás no ven, sois demasiado ingenua para
comprenderlo.
La voz de ella sonó como un susurro vacilante:
—Explicádmelo.
—Es tarde —El se puso de pie y se acercó para ayudarla con la silla—. A
vuestra criada se le debe de haber metido en la cabeza que he abusado de vos
de manera abominable y me perseguirá con su lengua letal.
Al asirlo del brazo, Alanis percibió una aguda tensión que latía debajo de
esa gélida apariencia. No la miraba a los ojos, se había vuelto muy frío y
distante. Tenía la vista puesta en el suelo.
—Mi flor.
Él se adelantó. Al enderezarse para ofrecerle el tallo, sus miradas se
encontraron. La transformación en él fue inmediata y fascinante. La mirada
hambrienta, el intenso deseo que irradiaba: lo vio como un merodeador salvaje
en plena caza nocturna, con los instintos aguzados y con la presa totalmente a
su alcance. Habían quedados atrapados en ese preciso instante en que el
leopardo se abalanza para matar.
Él sentía deseos de besarla, se lo indicaba su intuición femenina. Posaría
los labios sobre los suyos como ningún hombre jamás lo había hecho, ni
siquiera Lucas Hunter. El corazón le latía salvajemente. El tiempo se alargó. Ella
sentía una atracción tan fuerte que todo su ser esperaba ese beso...
—Cambiad de idea con respecto a la cena de mañana —le imploró con
tono suave.
Decepcionada por la repentina retracción por parte de él y furiosa consigo
misma por sentirse de ese modo, Alanis respondió de modo conciso:
—No lo creo. Nada bueno resultará de eso.
** ** **
El sol se puso en el horizonte, pintando en el cielo un glorioso crepúsculo
de un halo de color púrpura. Diminutas islas, tan surrealistas como un sueño,
salpicaban la superficie calma y cerúlea. Una brisa más fresca hinchó las velas,
punteando con amarras y obenques una melodía de atardecer. Una risotada
rompió el silencio. Eros arrancó los ojos del paisaje y le clavó a Giovanni una
mirada irritada.
—¿De qué te estás riendo?
Mientras timoneaba, Giovanni echó un ojo al capitán y rió entre dientes:
—De ti. No recuerdo la última vez que te vi tan en celo, y todo a causa de
una jovencita.
—Stupido —Eros se apartó de la barandilla y atravesó el alcázar
dirigiéndose hacia una caja con naranjas. Escogió una grande y se desplomó
sobre una hamaca de soga.
—Las vírgenes arrogantes no son mi tipo. No veo la hora de deshacerme
de ella mañana, junto con su ruidosa criada. Lo juro: jamás en mi vida había
conocido a una mujer tan fría. Compadezco a Silverlake.
—No es mi tipo, y conociéndote como te conozco, yo diría que tampoco el
tuyo. Tienes a una hermosa mujer durmiendo en tu cama, Eros, y el motivo por
el que estás tan agrio como esa fruta a la que eres adicto es porque no estás
acostumbrado al rechazo. ¿Por qué no ha querido cenar contigo esta noche?
—¿Por qué no te ocupas del timón en lugar de hacer preguntas estúpidas?
—Va bene. Si tú no la quieres, y teniendo en cuenta que tus planes de
luchar contra los franceses no me dejarán oportunidad de estar en las faldas de
ninguna mujerzuela en un futuro cercano, quizás le pida a Niccoló que cubra
mi puesto y le vaya a preguntar a la rubia dama si desea dar un paseo por
cubierta conmigo esta noche.
El humor de Eros ardió cual camino de pólvora.
—¡Tú no harás tal cosa, Giova!
—¿Por qué no? —Giovanni abrió grande e inocentemente su único ojo—.
Me comportaré como es debido.
—He dicho que no —Eros rechinó los dientes.
Giovanni cruzó los brazos a la altura del pecho, con gesto de disgusto.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos algo de diversión, eh?
¿Recuerdas siquiera cómo es una mujer debajo de las enaguas?
Eros se puso de pie.
—Pronto tendrás tu diversión. Una vez que rescatemos a Gelsomina, nos
detendremos en Tortuga, donde tendrás oportunidad de explorar debajo de
toda enagua que deambule por la isla.
Giovanni observó a Eros caminar a grandes pasos hacia un cubo de agua
para lavarse las manos.
—A mí me gustan las rubias.
—En Tortuga hay rubias. Y a esta no hay que hacerle daño. ¿Estoy siendo
claro?
—¿Quién dijo algo sobre hacerle daño?
—Ella no es para ti, Giovanni —recalcó Eros con tono ominoso—. Se
terminó la discusión.
Giovanni rió burlonamente.
—¿Por qué no puedes admitir que la deseas, Eros? Generalmente, cuando
una mujer es de tu agrado, la persigues como un toro hasta que la llevas a la
cama y comienza el aburrimiento. ¿Qué tiene esta de especial? Sé que prefieres
al tipo con experiencia, pero si la deseas, llévatela a la cama y termina con la
agonía del resto de nosotros.
Eros hizo una pausa.
—Ella no es del tipo que uno puede tomar sin más. La sorpresa atravesó
las temibles facciones del rostro de Giovanni.
—Te ha conquistado, ¿verdad? En todos esos elegantes almuerzos y cenas
ella dijo o hizo algo que te puso del revés. ¿Qué fue?
—Basta. Ya te has expresado. Ahora concéntrate en el timón antes de que
nos hundas a todos —Eros abandonó el alcázar con paso majestuoso, dejando
atrás a un Giovanni que lo miraba bastante aturdido.
La hora de cenar pasó y ella seguía invadida por una pésima sensación.
Sentada junto a las portas abiertas, Alatlis miraba fijamente el mar oscuro, de
mal humor. Al día siguiente se reuniría con Lucas. ¿Por qué no estaba exultante
de alegría? Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás mientras una fresca
brisa nocturna le revolvía los cabellos sueltos de la nuca. ¿Por qué razón insistía
en engañarse? Ella sabía el nombre de su aflicción; simplemente carecía de
coraje para admitirlo: Malvado Eros. ¿Qué es lo que me has hecho?
El ruido de una llave entrando en la cerradura la hizo pegar un salto. La
puerta se abrió. Eros estaba de pie en el umbral, formidable como siempre.
Recorrió el camarote en penumbra. Betsy estaba profundamente dormida en el
sofá. Su cama estaba vacía. Desvió la mirada hacia las portas abiertas y el
corazón de ella casi se le cayó a los pies.
Los ojos de él centellearon ferozmente.
—Poneos el abrigo —susurró—. Hablaremos en cubierta.
Con dedos temblorosos, ella se ató las cintas de la capa al cuello, se calzó y
se acercó. Él la cogió de la mano y la sacó rápidamente.
No había ni un alma a la vista cuando ella flotaba tras Eros hacia el alcázar
envuelto en la noche. La colocó junto a la barandilla que daba hacia las aguas
iluminadas por la luna y se detuvo frente a ella, alto y tenebroso. Con la larga
cabellera suelta, sin ataduras, azotada por la brisa del mar. Sus ojos expresaban
deseo y al mismo tiempo reticencia. Le pasó los dedos por la larga cabellera
rubia y los extendió como un abanico sobre los hombros de ella, luego le cubrió
el rostro con delicadeza:
—Sei bellissima. Sois hermosa. ¿Cómo es posible que vayáis a escapar de
mis garras por segunda vez?
El cuerpo entero de ella cobró vida ante su caricia.
—¿Dónde nos hemos visto antes?
Con voz profunda y ronca le respondió:
—En un baile en Versalles, hace tres años. Vuestro vestido era
exactamente del mismo color que vuestros cabellos.
—Brocado dorado —recordó ella con asombro—. ¿Vos en un baile en
Versalles?
—Vos sobresalíais en un mar de rostros aburridos pintados de rojo, blanco
tiza, con parches falsos. No fue difícil distinguiros mientras rodeabais a la
muchedumbre en compañía de madame de Montespan. Yo conozco a madame.
En la cima de su carrera, ella era amante de Luis. Yo pensé que erais una de sus
jóvenes protegidas. Creí que erais una cortesana, Alanis.
—¿Una cortesana? —Ella sonrió con maldad. Una mujer de la noche. Una
seductora que ponía a los hombres de rodillas. Lo opuesto a lo que a diario ella
veía reflejado en el espejo.
—Os seguí, tramando mentalmente algún método de seducción, hasta que
un duque entrado en años y un rubio vizconde os robaron ante mis narices —
dijo con una sonrisa triste—. Perdí mi oportunidad.
—Mi abuelo y Lucas —llegó a la conclusión con una sonrisa llena de
asombro.
—Se mostraban extremadamente protectores con vos, lo cual confirmaba
que erais una dama soltera, no una mujer de dudosa reputación. Supe que
jamás podría teneros. Aunque hubiera implorado que nos presentaran, ellos
jamás lo hubieran permitido —Aquellos ojos depredadores brillaron y sus
dientes relucían de un tono blanco pecaminoso—. Mi reputación no es tolerada
ni a dos kilómetros de distancia de una inocente debutante.
—¿Así de terrible sois? —bromeó ella. Luego frunció el ceño—. ¿Por qué
no os recuerdo? —Con aquella tremenda estatura y esa cabellera tan atractiva
difícilmente pasaba desapercibido—. Todo esto es bastante sorprendente.
Le acarició los suaves labios con el pulgar:
—No podíais verme, amore. Estabais bien custodiada.
—Ahora os veo —susurró ella, con la vista absorta en la boca de él. Una
sombra oscura le delineaba el labio superior. A ella se le debilitó la respiración.
—Ahora sois mía —Inclinó la cabeza y le rozó los labios. Ella dejó de
respirar del todo. Sintió los labios de él suaves y cálidos, y cuando ella no
retrocedió se demoraron de modo lento, tierno, persuasivo. Se derritió por
dentro. Sus párpados se desplomaron. Sentía los brazos de él moverse con sigilo
en el interior de su capa, alrededor de la cintura, presionándola contra su torso.
El calor masculino, ese perfume la seducía: una mezcla de coñac, fuego y algo
más, más embriagador que el aire soleado o la salada brisa del mar.
Eros la besaba como quien disfruta saboreando una cucharada de crema:
meticulosa, pausadamente. Le humedecía los labios con la punta de la lengua,
seduciéndolos para que se separaran para él. Aunque al comienzo vaciló, ella
obedeció. Cuando las lenguas se tocaron la invadió una embriagadora oleada
de placer. Instintos extraños, primitivos, la incitaban a explorarlo tan
completamente como él lo hacía con ella.
A él le brotaban sonidos desde lo más profundo de la garganta cuando la
respuesta de ella cobraba confianza y los besos se tornaban más profundos. La
boca ya no era dócil sino ardiente y necesitada. La probaba, la acariciaba, se
metía más adentro de ella. La cálida respiración de los dos se mezcló hasta
tornarse dificultosa.
—Eros... —suspiró ella, admirada por el modo en que aquel italiano
fornido y ardiente, quien hacía sólo tres noches había sido un enemigo temible
y detestable, la había hechizado de tal forma que su cuerpo entero respondía a
sus besos, a la sensación de tener ese gran cuerpo apretado contra el suyo.
Jamás había sentido nada ni remotamente parecido a lo que sentía en aquel
momento. Finalmente ella comprendía lo que era estar viva.
Besándolo apasionadamente, las manos de Alanis recorrieron todo el largo
de esos brazos que la aferraban, músculos de hierro que se dibujaban debajo del
suave género de linón, hasta que llegó con sigilo debajo de la pesada cabellera.
Una exuberante seda fresca se derramó entre sus dedos. ¡Oh, Dios! Cuántos
deseos sentía de conocer todo de él, de conservarlo, consumirlo, engullirlo con
aquel calor que le brotaba desde el alma...
Eros soltó un gemido irregular, se apartó de la boca y avanzó lentamente
por la curva del cuello femenino. En ese instante de sentía tan absorta, tan
inmersa en el efecto que él le provocaba que no supo cómo oponerse a la mano
que le cubrió los pechos por encima de la delgada tela del camisón. Él le
acariciaba el pezón sensible con movimientos rápidos. Un brusco temblor le
recorrió el cuerpo rompiendo la magia. ¿Qué había hecho?
Se soltó bruscamente y abrió los ojos con una expresión de vergüenza:
—¿Qué es lo que me habéis hecho?
Respirando con dificultad, él la miró con ojos cargados de deseo.
—¿Qué os he hecho? —repitió, sin poder comprender el abrupto cambio
de actitud de ella.
—¡Me habéis...! ¡Alejaos de mí, monstruo violador! —Ella empujó aquel
pecho inamovible, desesperada por escapar de él, de ella misma. ¿Cómo era
posible que hubiera perdido la cabeza y se hubiera rendido ante los encantos de
un pirata? ¿Cómo podía haber deshonrado a Lucas, comportándose de ese
modo tan inmoral?
—¿Violador?—Se le encendió un brillo salvaje en los ojos. La sujetó de los
brazos y la inmovilizó contra el pecho—. ¡Os he besado! ¡Y vos me habéis
besado también! ¡No he hecho nada que vos no quisierais!
—¡Estoy a punto de casarme con el vizconde Silverlake! ¿Cómo pudisteis
hacerme esto? —Aquel condenado rufián le provocaba desearlo hasta su fibra
más íntima y ahora ella se sentía vacía y fría.
—¡Entonces no os caséis con él! —rebatió Eros con resentimiento,
frustrado por las lágrimas que a ella le corrían por el rostro—. Alanis, vos
deseasteis esto del mismo modo que yo. Os aferrasteis a mí como una mujer a
quien jamás habían besado en todo su vida.
Dolida por la humillación, ella le sostuvo la mirada enfurecida. Él tenía
razón en ambas cosas. Si no la hubiera besado, ella habría muerto de curiosidad
y deseo. Pero sentía deseos de arrancarle aquellos hermosos ojos por haber
adivinado su triste inexperiencia con tal desenfado y falta de cuidado, y por
hacer que lo deseara tan ardientemente.
—¡Os odio! —siseó, principalmente porque sabía que nunca jamás
volvería a tenerlo.
—Pensáis que no soy lo bastante bueno para alguien como vos —dijo Eros
con voz áspera—. Que no valgo lo bastante para satisfacer los deseos de una
princesa de vuestra noble estirpe. Pero lo hicisteis, Alanis. Gemisteis y
ronroneasteis cual gata hambrienta de amor, y si esta cubierta hubiera sido mi
alcoba, ya tendría arañazos en mi espalda como prueba. Una noche más a bordo
de mi barco, amore, ¡y me rogaríais quedaros conmigo! —Arremetió en su
contra con toda la arrogancia de un hombre que había estado con más mujeres
de lo que era capaz de recordar.
Alanis inspiró enérgicamente. Tal vez porque él estaba tan cerca de la
verdad, o porque lo había puesto en términos tan bajos, ella levantó la mano y
lo abofeteó en la mejilla, con todo el dolor y la furia condensada en un solo
movimiento.
—¡Vos... me dais... asco! —dijo con vehemencia, con lágrimas abrasadoras
que le ardían en los ojos.
Eros se quedó inmóvil: la intensidad de su furia lo cogió desprevenido.
Aprovechándose de ese instante de confusión, ella apartó el pecho de
acero de un violento empujón y huyó tan rápido como le permitieron las
piernas sin atreverse a mirar hacia atrás ni una sola vez.
Eros se tocó la mejilla amoratada y se quedó mirándola mientras ella
atravesaba la cubierta a toda prisa, con los cabellos rubios, la tela de muselina
blanca y la capa negra azotados por la brisa como si fueran alas. Cuando
desapareció de su vista, él cerró la mano en un puño y golpeó con fuerza la
dura madera del pasamano. Si las palabras tuvieran el poder de destruir, el
torrente gutural de improperios en italiano que le brotaba de la garganta
hubiera hundido a la marina francesa completa.
Capítulo 5
Eros enfocó el catalejo hacia el horizonte.
—Viene hacia nosotros.
—¿Estás seguro de que la quieres devolver? —preguntó Giovanni.
Eros le entregó bruscamente el tubo de metal.
—Mira tú mismo quién viene a bordo del barco.
Giovanni puso el ojo en el orificio. Un buque de guerra enarbolando los
colores ingleses se venía acercando a toda vela.
—Madonna mia! Tiene a Gelsomina a bordo. No podemos dispararle.
—Pero él sí puede dispararnos a nosotros. Ese es un buque de guerra con
un armamento equivalente al nuestro.
Giovanni le devolvió el telescopio al capitán y echó un vistazo a la
serpiente negra estampada sobre la tela púrpura que llameaba ominosamente
con el viento en la cima del calcés.
—¿Y entonces qué es lo que vamos a hacer?
—Nada —Eros cerró el tubo. Una sonrisa íntima le estiró apenas los labios
al ver a Rocca escoltando a Alanis por el castillo de proa, vestida en seda color
amarillo fuerte.
—Buenos días —dijo Eros serio.
En el instante en que estuvieron frente a frente, Alanis volvió a revivir la
ardiente cita nocturna: luz de luna, besos, deseo ardiente... luego vergüenza y
culpa. Eros parecía estar atrapado en el mismo momento.
—Imagino que el motivo por el que me encuentro aquí es para evitar que
nos hagan estallar en el agua —dijo ella.
—A veces me dais miedo —susurró él—. Vuestra mente funciona tan
rápido como la mía.
—No os elogiéis tanto —Ella tomó el telescopio y le dio la espalda para
estudiar el horizonte—. ¿Cuánto cerebro se necesita para darse cuenta de que yo
soy vuestro mejor aval? Si Lucas me ve en vuestra cubierta, retendrá el fuego, y
vos tendréis que véroslas con él. Eso es lo que queréis, ¿no es así? Regatear con
el vizconde como cualquier vendedor de pescado.
La voz de él se tornó horriblemente fría:
—Teniendo en cuenta el aperitivo que tuve oportunidad de saborear
anoche, tengo esperanzas de que la transacción de hoy se desarrolle sin
problemas.
Aquel comentario era tan bajo que ella no estaba dispuesta a honrarlo con
una réplica ingeniosa. Se concentró en el buque inglés. Lucas. Pronto contraerían
matrimonio y compartirían sus vidas como marido y mujer. Y después de
anoche, ella ya estaba mejor informada sobre qué esperar. Afortunadamente.
—Supongo que esta es la despedida —La voz grave de Eros le llenó el
oído.
Un intenso deseo se apoderó de ella. ¡Maldición! ¿Qué diablos sucedía con
ella básicamente para que un rufián le agitara la sangre provocándole ese deseo
tan inmoral?
—Anoche cuando os besé, me llamasteis Eros. No logro quitármelo de la
cabeza.
Ni yo tampoco, se repitió ella con tristeza. Después de ese día, jamás
volverían a verse.
—Ojala pudiera decir que quizás nos volvamos a ver —pensó él en voz
alta—, tal vez en un futuro baile en Francia, pero lo dudo. Luis está bastante
molesto conmigo por el momento, por haberle robado sus fragatas, y vos estáis
a punto de convertiros en una señora casada, ocupada en procrear niños rubios.
—Lo decís como si os importara —masculló ella con frialdad, con los ojos
puestos en el buque que se aproximaba.
—Y vos decís eso como si fuera a vos a quien le importara —Sus labios le
quemaron la delicada pendiente de la nuca—. ¿Es así?
Sí. Ella cerró los ojos. Dominó su inestable ser y se dio la vuelta para
mirarlo de frente. El calor de sus ojos la trastornaba.
—Entonces os marcháis a combatir a los franceses.
El de nuevo era todo un suave encanto italiano.
—¿Es que un valiente soldado no merece un amistoso adieu?
En un descuido, ella le miró fugazmente a la boca.
—Yo no estaba enterada de que éramos amigos. Eros la atrajo hacia sí.
—Tengo a Santo Giorgio que me protege, pero ninguna ragazza que
derrame lágrimas por mí. ¿Pensaréis en mí de vez en cuando,
amore?¿Derramaréis un par de lágrimas?
—Ya tenéis a Gelsomina para que derrame lágrimas por vos —replicó ella
con tono punzante.
—No será lo mismo —Él le miró fijo la boca, con un deseo profundo en los
ojos. Ella echó la cabeza atrás. Un último beso de despedida, pensó, esperando el
sabor apasionado de su boca...
—¡Buque en bauprés, capitán! —gritó una voz desde el castillo de proa.
—¡Orientad las velas! —gritó Eros por encima del hombro, activando un
alboroto disciplinado: los marineros trepaban las sogas para acurrullar las velas.
Los bicheros volaban de buque a buque, juntando más los barcos. Alanis lanzó
una mirada al buque de guerra que se acercaba a estribor. Deseaba poder
detener el tiempo por un loco instante, para un último beso de despedida, pero
con Lucas llegó la realidad.
Eros tenía aspecto ceñudo:
—El deber llama, belleza —Suspirando la soltó y se marchó. La brisa
cargaba su voz como la de un león mientras impartía órdenes, con su caminar a
grandes pasos imponiendo un aire de autoridad.
Sintiéndose defraudada, Alanis tomó posición a estribor desde donde se
aseguró una perspectiva ventajosa del panorama. No pasó mucho tiempo hasta
que localizó a Lucas de pie junta a la barandilla del Dandelion6. Estaba
cambiado, pensó. El pedante caballero se había transformado en un elegante
capitán.
—¡Dios santo, Alis, eres tú! —Sus ojos verdes se expandieron en un rostro
recién bronceado—. ¿Qué diantres estás haciendo aquí? ¿Te encuentras bien?
¿Fuiste maltratada de algún modo?
Ella había esperado que fuera una reunión más cálida. Presintió una
enorme presencia a sus espaldas que irradiaba fastidio, que con voz directa
afirmó:
—Fue tratada excepcionalmente bien.
Alanis sonrió. Eros sonaba un poquito celoso. Decidida a provocarlo, ella
gritó alegremente:
—¡Hola, Lucas! He venido a ofrecer diversión y apoyo. He tenido la mala
suerte de ser secuestrada de mi barco, pero me encuentro en perfecto estado y
terriblemente aburrida. ¿Y tú cómo estás?
—Espléndidamente bien, pero no me agrada demasiado que hayas venido
hasta aquí. Es tiempo de guerra y alta mar está contaminada con carroñeros —
Le lanzó una mirada intimidante al hombre que ella tenía a sus espaldas—.
Estoy sorprendido de que Dellamore te haya permitido llevar a cabo esta
absurda aventura. Kingston no se parece a Londres, ¿sabes?
—Basta de drama —Eros gritó fríamente y cerró con fuerza ambas manos
en la barandilla, a ambos lados de ella—. Silverlake, tenemos asuntos que
atender.
Alanis se puso rígida. Estaba de frente a su prometido y sin embargo cada
nervio de su cuerpo reaccionaba ante la cercanía de Eros. Ella sentía su
mandíbula rozándole la sien, su calor invadiéndole el flujo sanguíneo.
—Ciao pezzo di ragazzo! —Una bellísima muchacha de aspecto rebelde,
vestida con pantalones color púrpura y botas fue a pararse junto a Lucas, con
los cabellos rizados negro azabache agitados por el viento y los ojos azules
encendidos. Le lanzó a Eros una naranja y un beso.
—¡Gelsomina! —Eros atrapó el obsequio y se zambulló en un torrencial
monólogo en fluido italiano. Alanis le estudió el perfil; irradiaba tal regocijo de
ver a aquella dama tan extraña. Sabía que él había ido a salvar a su amante,
pero nada la había preparado para eso. El canalla la abordaba a ella estando
enamorado de otra y ella había sido lo bastante estúpida como para sucumbir
ante sus dudosos encantos.
—¡Jasmine, os dije que os quedarais bajo cubierta! —Le recriminó Lucas a
la mujer que tenía a su lado.
Ignorándolo, ella saludó a los hombres de Eros. Giovanni lanzó una
carcajada y le envió un beso.
—Silverlake, tengo una propuesta que haceros —gritó Eros—. Vuestra
prometida por Jasmine. Jamás obtendréis mejor trato que éste.
—Yo no trapicheo con asesinos, Víbora. Tengo autoridad suficiente para
incautaros el barco y colgaros, pero si preferís entregaros, ¡tal vez me
compadezca de vuestro trasero italiano!
Eros estalló en una carcajada.
—Siento decepcionaros, payaso, pero jamás tuve a un soberano sobre mi
cabeza. Y sin duda alguna no estoy dispuesto a aceptarlo en este momento.
—Aun así os rendiréis. Si no lo hacéis, ¡vos y vuestros secuaces conoceréis
el cadalso!
Eros enroscó un brazo alrededor de la cintura de Alanis haciéndola
contenerla respiración.
—Si esta hermosa criatura significa algo para vos, liberaréis a Jasmine de
inmediato. O me veré obligado a conservar a vuestra deliciosa prometida y
regresar por Jasmine de un modo mucho menos amistoso.
Lucas perdió la compostura.
—Suéltala, Víbora, ¡o pagarás caro por esto!
—Obviamente habéis oído hablar de mí, de modo que ya sabréis que no
hago amenazas en vano. Lady Alanis no ha sido perjudicada de ningún modo,
pero si insistís en descartar mi ofrecimiento, ni vos ni su familia la volveréis a ver
jamás. Creedme que ante esa posibilidad, se me cruzan deliciosas ideas por la
cabeza —Y con voz lapidaria agregó—: Haced que Jasmine camine por el
tablón, y pasaréis el resto de vuestra vida buscando a vuestra rubia novia por
todos los mercados de Oriente.
Clavándole las uñas en el brazo, Alanis le miró furiosa el rostro severo.
—¿Cómo os atrevéis a amenazarme con la esclavitud? —Y Lucas (a quien
ella miró con el ceño fruncido), el muy estúpido estaba llevando su principio de
no negociar con piratas hasta el extremo. ¡Que era ella misma! No era tan
estúpida como para no darse cuenta de lo que allí se estaba tramando. ¡A él le
agradaba esa prostituta italiana!—. Mi abuelo os matara por esto —siseó ella y
volvió a mirar a Eros encolerizadamente—. ¡Y os matará a vos también!
Imperturbable ante el ataque de ella, Eros la cogió de la muñeca y la aferró
con más fuerza entre los brazos.
—Me pregunto, inglés: ¿qué diría el duque de Dellamore de vuestra falta
de cooperación? No llego a distinguir un radiante despacho en vuestro futuro.
Si fuera vos, no contrariaría al consejero de Ana.
Lucas se puso colorado.
—¡Maldito bastardo! ¡No me dejaré chantajear por tipos como vos! Si no
liberáis a lady Alanis en este mismo instante, seréis perseguido por la Flota de
Su Majestad hasta que...
—Tendréis que esmeraros más —Eros lo interrumpió en seco—. Ya me
persigue toda clase de buque de alta mar. Seguramente no esperaréis que me
sienta intimidado por vuestra mediocre amenaza.
Exasperada, Alanis gritó:
—¡Dejadle que recupere a su chica y terminemos con esto, Lucas! —Si ella
no intervenía, ese par de patanes era capaz de pasarse el día allí,
intercambiando amenazas.
—Ahí tenéis un consejo sensato —recalcó Eros. Y sonriéndole a ella
agregó—: ¿Desesperada por escapar de mí?
—Ni os atreváis a suponer que estoy de vuestro lado, rufián. ¡Ahora
soltadme! —Ella intentó abrir a la fuerza aquellos brazos de acero que la
aprisionaban, pero Eros la apretó más fuerte, y parecía estar disfrutando de esa
postura de abrazo.
—Sois un cachorro muy impaciente, Silverlake —gritó—, ignorante de las
cosas del mundo. Podría permitirle a mi tripulación completa probar este
delicioso bocado y aun así estaríais en la obligación de recuperarla. Pero en
cambio os estoy ofreciendo un trato mejor. Tomadlo con ambas manos.
Lucas estaba furibundo.
—¡Vuestra bandera manchada de sangre no me amedrenta! ¡No
renunciaré a Jasmine!
Los soldados ingleses parecían tan sorprendidos como los piratas, pero no
tan consternados como Alanis.
—¡Lucas! —gritó sofocada y mortificada. Miró a Eros. La compasión de su
mirada la hizo sentir aún peor. Que él le tuviera lástima era la peor humillación.
Él le pasó un dedo por debajo del ojo, mirando fijamente las lágrimas que
recolectó. La furia le iluminó los ojos.
—D'accordo. Va bene! —le dijo gruñendo a Lucas—. Por ahora me quedo
con Alanis, pero no esperéis que renuncie a Jasmine. ¡Soltad amarras! —le
ordenó a la tripulación.
—¿Qué demonios creéis que estáis haciendo? —gritó Lucas—.
¡Resolveremos esto como en el mundo civilizado! ¡Y si no tenéis ni la más
mínima idea de cómo se hace, será un gran placer para mí aclarároslo!
A ella le revivió la esperanza y miró a Eros con ojos expectantes. El miró al
vizconde parpadeando, fingiendo gran admiración.
—Buen hombre, ¿por casualidad estáis sugiriendo un duelo?
—Efectivamente, imbécil. ¡Así que afilad vuestro alfanje y preparaos para
la batalla!
Eros se encogió de hombros con aire de desidia.
—No he venido hasta aquí para dejaros hecho jirones, pero si insistís... —
En latín agregó—: «Una corona arrebatada de una cima fácil no provoca placer».
Fuertes vítores estallaron en el Alastor. A Lucas se le pusieron los pelos de
punta:
—¡En latín o en claro inglés, sugiero que uséis las armas en lugar de la
lengua! —Como es debido, los soldados del Dandelion chiflaron y abuchearon.
Alanis le tocó el brazo a Eros.
—Por favor... no lo matéis.
—Debo aceptar su desafío, princesa. Vuestro prometido es un tonto
testarudo y yo no puedo dejar a Gelsomina abandonada. Después de hoy, no
me odiéis demasiado. Sólo recordad que... —Y sosteniéndole la mirada ansiosa,
le entregó la naranja para que la cuidara—. También estoy haciendo esto por
vos —se dirigió a Lucas—: Ya tenéis mi respuesta, cazapiratas. Bailaremos sobre
el tablón, aseguraos sólo de no caeros —Y para alborotado deleite de los
marineros italianos, fue a subirse sobre el tablero.
En el Dandelion, Lucas se quitó el chaleco y sacó el estoque. Atacó con una
elegante maniobra ofensiva, recibiendo ovaciones por parte de los oficiales y de
la tripulación. Eros fue el primero en avanzar de un salto sobre el tablón, su
agilidad a Alanis de nuevo le recordó a la de un leopardo negro. Con los brazos
cruzados a la altura del pecho, invitó:
—¿Estáis listo para proceder, vizconde, o voy abajo a echarme una siesta?
Lucas suspendió sus ejercicios.
—Podéis tomaros un minuto. ¡Pero para rezar vuestra última oración! —
Se unió a Eros en el tablón, haciéndolo crujir y moverse peligrosamente.
Sofocado, luchó para mantener el equilibrio mientras el enorme pirata seguía
parado tan quieto como una roca, mirándolo divertido—. Parecéis experto en
este tipo de cosas, Víbora, igual que los monos.
—Basta de cumplidos —sonrió Eros—. Recordad, éste es un asunto serio:
vuestro funeral —Sacó el resplandeciente estoque y le apuntó al vizconde—: En
guard!
Lucas frunció los labios y cruzó su espada con la del pirata. Se hizo
silencio en ambas cubiertas. Entonces, lanzando una estocada relámpago, Lucas
efectuó una limpia volte-face. Los de uniforme azul vitorearon, alzando los
puños, pero Eros esquivó con fluidez y obligó al vizconde a cambiar con él de
posición.
Soltando estocadas a diestro y siniestro como un loco, Lucas lanzaba
miradas inquietas a las olas infestadas de tiburones que chapoteaban debajo del
tablón. De repente, su fular fue arrancado con fuerza y él volvió a recuperar el
equilibrio.
—¿Ibais a algún lado? —Eros soltó los pliegues de encaje, con aire
indiferente. La cubierta del Alastor rompió a reír, silbando, dando pisotones y
ululando. Sonriendo amablemente, Eros inclinó la cabeza ante su audiencia y
luego volvió a encararse con el vizconde. La expresión azorada de Lucas era tan
espléndida como la sonrisa amplia y seductora de Eros al ofrecerle—: ¿Os
rendís?
—¡No sin antes echar vuestra locuaz boca por la borda!
Alzó la espada y atacó. A partir de ese momento, el duelo se tornó letal.
Eros daba estocadas fuertes y veloces, presionando el estoque del vizconde al
tiempo que usaba su voluminosa estructura para encajarse entre el Alastor y la
profunda caída al mar. Los dorados rayos del sol se dividían sobre las gastadas
hojas de las espadas. El tablón crujía bajo las botas que bailaban.
Alanis contenía la respiración mientras los observaba trabarse y
destrabarse en combate. Rezaba por Lucas, se sobresaltaba cuando Eros
escapaba de una estocada cercana y básicamente contenía el pánico absoluto. Se
encontró con los ojos de Jasmine e intercambiaron miradas curiosas. Su
adversaria se veía tan ansiosa como ella. Alanis sospechaba que Jasmine estaba
experimentando la misma confusión de sentir una preocupación similar por
ambos duelistas.
Falto de práctica, Lucas duplicó su agilidad, cuyo precio fue una gruesa
capa de sudor en la frente. Se movía con gracia, con su coleta rubia agitándose
sobre su nuca, su cuerpo delgado se encorvaba y flexionaba para esquivar las
incesantes estocadas del italiano. Se le hacía difícil respirar, Eros lo estaba
dejando cada vez más exhausto. En toda su condenada vida, él debía de haberse
enfrentado a enemigos más mortales que a Lucas Hunter, supuso Alanis.
Blandiendo la espada a una velocidad increíble, cambiaba las reglas
constantemente y caía encima del vizconde sin dejarle ni un instante para
recuperar el aliento.
Desesperado por dominar a su oponente, Lucas apuntó a las rodillas de
Eros, pero este dio un salto y pasó por encima de la espada con la gracia de un
gato y aterrizó en el centro del tablón. Lucas perdió el equilibrio y con un fuerte
grito aterrizó de lleno sobre el trasero. Los italianos se volvieron locos, riendo
con carcajadas tan fuertes que hasta podían despertar al mismo demonio;
Giovanni estaba tan descontrolado que le corrían las lágrimas por las mejillas.
—¡Capitano, muestre algo de compasión con la pobre tortuga! —gritó. Sus
compañeros rompieron en risotadas. Los de uniforme azul no se tomaron bien
la burla y un altercado verbal se desató entre ambas cubiertas.
Eros observó a Lucas ponerse de pie lentamente:
—Mi ofrecimiento aún sigue en pie —le dijo—: ¡Rendíos!
—¡Primero os veré muerto! —dijo Lucas con voz áspera y embistió a Eros
emitiendo un sonido gutural. La reacción del pirata fue extremadamente
rápida; el estoque brilló al blandirlo habilidosamente, perforarle al vizconde la
palma de la mano y arrebatarle su estoque que salió volando por el aire,
titilando bajo la brillante luz del sol, hasta que fue a zambullirse en el mar. El
vizconde sacó la daga.
—¡Lucas, no lo hagas! ¡Te rebanará en pedazos! —gritó Alanis con terror.
¡No podía permitirse el lujo de desafiar a la Víbora con una daga!—. ¡Por favor,
deja que se lleve a la chica y terminemos con esta locura!
Lucas tenía el aspecto de herido, exhausto y desesperado. La sangre de los
dedos se escurría por el mango del cuchillo.
—Jasmine es una mujer decente. No tiene necesidad de arrojar su vida al
abandono con una chusma como tú. Ella puede tener una vida buena y
respetable en Jamaica. ¡Así que déjala en paz, maldito lobo de mar!
Un músculo se movió cuando Eros apretó la mandíbula.
—¿Para colgarla, para tenerla prisionera o para que os sirva de amante?
Qué inconveniente os debe de resultar la tan inesperada presencia de vuestra
prometida.
—¿Por qué no le preguntáis a Jasmine qué es lo que ella quiere?
—Yo sé dónde radica su lealtad —respondió Eros—: Envainad vuestra
arma. Ella se viene conmigo.
—¡Jamás! —Lucas atacó con el cuchillo. Eros lo cogió de la muñeca, se la
torció por detrás de la espalda y le arrebató la daga. Le acercó la punta al cuello
de Lucas. Una gota de sangre brotó de la piel sudorosa del vizconde. Le chorreó
por el cuello empapado en sudor, esparciéndose por la tela blanca.
Al notar el brillo feroz en los ojos de Eros, Alanis imploró:
—¡Eros! ¡Por favor! ¡No lo matéis!
—¡Eros! —gritó Jasmine, con los ojos llenos de terror—. ¡No lo mates! Yo lo
amo...
Eros se quedó helado. Miró a Jasmine echando fuego por los ojos.
—¿Tú lo amas?
—Sí —Asintió ella con la cabeza, al tiempo que se secaba las lágrimas con
las mangas de la camisa.
Alanis se quejó desesperada. Ahora Eros estaba seguro de matar a Lucas.
No obstante, para gran asombro de ella, el célebre pirata bajó la daga y liberó a
Lucas. Le ofreció una mano a Jasmine.
—Ven.
Jasmine comenzó a subirse al tablón, Lucas emitió un bramido y le hundió
la daga en el costado a Eros, apuñalándolo a media altura del torso. La sangre
salió a chorros, roja y espesa. Eros se tambaleó con los ojos azules ardiendo.
Cayó de rodillas con un ruido seco, apretándose el costado con una mano.
—¡Dios santo! —Alanis empujó a los enfurecidos piratas a un lado para
llegar al tablón. Con el cuchillo ensangrentado en la mano, Lucas estuvo a
punto de atacar—. ¡Lucas, no! —gritó ella—. ¡Tú no eres un asesino!
Jasmine se metió entre ambos como una serpiente, abrazándose al cuerpo
como un escudo humano.
—¡Apártate de mi camino, Jasmine! —gritó Lucas—. ¡O juro que os mataré
a ambos!
—¡Pues entonces mátame, bastardo cobarde! Él te perdonó la vida a
petición mía. ¿Qué tipo de hombre eres que apuñalas a otro por la espalda? ¡Tú!
¡El noble vizconde! ¡Eres un canalla cobarde!
Giovanni y Nico sacaron las pistolas y las apuntaron a la espalda de Lucas.
Horrorizada, Alanis le clavó los ojos a Eros. Su corazón estaba con él.
—¡Lucas! ¡Deja que se vayan! ¡Tú ganas!
De mala gana, Lucas dejó caer el cuchillo. Con el rostro surcado por las
lágrimas, Jasmine se sentó junto a Eros y depositó con delicadeza sus cabellos
oscuros sobre su regazo.
—¡No te quedes ahí parado, Lucas! ¡Trae a un médico!
—No hay médico a bordo del Dandelion. Y mejor así. Tu amante morirá
como un perro, porque eso es precisamente lo que es.
Aquel gruñido fue prueba concluyeme de lo que Alanis ya sospechaba: él
y Jasmine eran amantes. El duelo había sido por ella. Había que intentar
eliminar a la competencia: Eros.
Los ojos de Jasmine lanzaron un brillo letal.
—Eros no es mi amante, ¡idiota! ¡Es mi hermano!
Alanis se quedó con la boca abierta. ¡Pues claro! ¿Cómo podía haber
estado tan ciega? Hermanos, tan parecidos, los dos italianos, altos y morenos,
extremadamente apuestos y con esos ojos azul zafiro. Todo cobró sentido: los
esfuerzos de Eros por rescatar a Jasmine, su voluntad de perdonarle la vida a
Lucas porque su hermana lo amaba; y finalmente, ella cayó en la cuenta de que
sus besos, los momentos que habían pasado juntos... habían sido auténticos.
Tenían que serlo. Y ahora él se estaba muriendo.
Jasmine lloraba amargamente, envolvía con el brazo el pecho de Eros de
manera protectora.
—Tengo que sacarlo de aquí—dijo ella con la voz entrecortada por el
llanto—. Madonna mia, está perdiendo demasiada sangre...
También las lágrimas de Alanis le corrían por las mejillas.
—Jasmine, bajadlo a cubierta. Yo le curaré la herida.
Jasmine levantó la cabeza, con la esperanza brillándole en los ojos.
—¿Lo haríais?
—No soy médico —admitió Alanis—. Sólo he asistido a nuestro doctor
Giles en Yorkshire en algunas ocasiones. Nada complicado. Sutura, aseo. Pero si
no hay nadie más...
—No hay. Por favor, ayudadlo —Jasmine se puso de pie. Giovanni y Nico
se acercaron para ayudar.
Lucas les bloqueó el paso.
—Mi prometida no curará a este rufián.
—¡Sí lo haré! —rebatió Alanis—. No me quedaré viendo cómo muere
desangrado.
El vizconde parecía pasmado.
—¿Por qué habría de importarte que este rufián muera desangrado, Alis?
¿Después de lo que te hizo, aún quieres ayudarlo?
Esa actitud puso a los piratas en posición de batalla. Sacaron mosquetes y
pistolas. El artillero mayor impartió órdenes para cargar armas. Con sogas
colgantes desde los mástiles del Alastor, la tripulación pirata se preparó para
abordar al Dandelion y allí se vería quiénes eran los mejores.
—Si no me dejas curarlo, todos tendremos que nadar para sobrevivir —
advirtió Alanis.
—¡Por favor! —imploró Jasmine—. No me pidas que escoja entre mi
hermano y tú.
—Entonces lo llevaremos a Kingston—dijo Lucas con un gruñido—. Mi
prometida no se acercará ni un paso a este rufián. Ya ha sufrido demasiado en
sus sucias manos.
Alanis miró a Eros. El la estaba mirando con ojos de un tigre herido.
¿Cómo podía dejarlo morir?
—Jamás he sufrido en sus manos. Yo cuidaré de él.
—Alis, ¿qué es lo que estás diciendo? —exigió Lucas—. ¡No es posible que
cuides de este criminal!
Alanis vio el terror en los ojos de Jasmine. Ella conocía ese terror. Su
hermano estaba a punto de morir.
—Ya ha perdido demasiada sangre —insistió ella—. Si esperamos hasta
llegar a Kingston, morirá con seguridad. Me niego a ver a otro hombre morir
desangrado y que me digan que no hay nada que hacer.
—Estás pensando en Tom, ¿verdad? Pero no tienes ni idea de lo malvado
que es este hombre. Eros es un asesino brutal. Merece la horca. Te prohíbo que
te le acerques ni a un metro de distancia.
La decisión de ella fue definitiva. El comportamiento alienado de Lucas
por estar locamente enamorado de otra mujer los ponía a ambos en riesgo. Era
hora de asumir el mando de su vida y tomar sus propias decisiones.
—Si Eros muere porque me obligaste a negarle asistencia, ¡tomaré el
primer barco de vuelta a casa y le contaré todo a mi abuelo! Él desaprobará tu
conducta, al igual que tu padre, y la Reina. ¿Quieres que presente el caso ante
Su Majestad?
Lucas se sobresaltó. Le sostuvo la mirada fija, dudando de si ella
proseguiría con su amenaza hasta el final. Ella no parpadeó.
—Haz lo que quieras —dijo él entre dientes—. Tienes mi permiso.
Sin perder un valioso instante más, Jasmine ayudó a Eros a incorporarse.
Giovanni y Nico ofrecieron ayuda, pero ante el asombro de todos, Eros les gritó
a los ayudantes y bajó solo a la cubierta del Alastor. Apretaba los dientes con
cada gesto de dolor y se golpeó bruscamente contra la baranda.
Alanis se arrodilló a su lado.
—¿Os duele mucho? —le preguntó con suavidad, apartándole la negra
cabellera sedosa de la frente empapada en sudor frío.
—Sí —respondió él apretando los dientes. Los ojos brillaban febrilmente
azules.
—Bien. Eso significa que todavía no os estáis muriendo —Tenía la camisa
blanca de linón empapada en sangre. Tenía que arrancarla para dejar la herida
al descubierto. Seguramente, quitar la tela adherida le causaría un dolor
insoportable—. Jasmine, prestadme vuestra daga. Y dadle algo para morder.
—Hacedlo de una vez —le dijo con voz áspera y apretando los dientes—. Si
me desmayo cuando terminéis, derramad café en polvo sobre la herida. Eso la
cauterizará. Encontraréis una bolsa en mi camarote —Aunque el dolor era
visible en cada línea de su rostro, él tenía la boca firme en un gesto de estoica
determinación—. Hacedlo, Alanis.
Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había perdido, Alanis
estaba asombrada de que él aún estuviese consciente. Se secó la frente y cortó la
camisa en tiras con mucho cuidado. La sangre salía a borbotones, de modo que
presionó la herida abierta con los retazos de la tela. Nada de pánico, se controló.
Tú puedes salvarlo.
Eros la observó en todo momento, con un profundo dolor reflejado en los
ojos, pero no se quejó. Ni siquiera se movió. Sólo la miraba fijamente, con una
mirada oscura, la piel de color gris, el cuerpo tenso. Esforzándose para no
temblar, sólo se rindió una vez ante un espasmo muy fuerte.
—¿Por qué? —siseó—. ¿Por qué me estáis... ayudando?
La pregunta se quedó flotando entre ambos, desafiante, personal. ¿De
hecho, por qué ella estaba ayudando a ese pirata despiadado? Él no había hecho
nada para merecer su generosidad.
—Espero que vuestro temple esté a la altura de vuestro inmoral nombre,
Eros —susurró ella con una sonrisa—. Cualesquiera que sean mis motivos,
tendréis que confiar en mí.
Capítulo 6
Los soldados custodiaban el patio iluminado con antorchas. Alanis se alejó
de la ventana y se acercó a su paciente. Tenía el cabello húmedo debido a un
reciente baño y una bata de seda negra ceñida al cuerpo. Colocó el farol sobre la
mesa que había junto a la cama y se sentó al borde. Le apartó los cabellos de la
frente, suave con un dedo y cayeron pesados a un lado como seda fresca,
dejando al descubierto su perfil aristocrático y bronceado. A ella le recordaba a
Sansón, el legendario héroe cuya cabellera guardaba el secreto de sus grandes
poderes.
Eros gimió y se movió dormido.
—Duerme plácidamente, Sansón —susurró ella—. Conmigo estás a salvo
—Le puso una mano fresca sobre la frente para controlar la fiebre. Normal. Esa
palabra la llevó a hacer una mueca. ¿Qué había de "normal" en que la nieta del
duque de Dellamore estuviera socorriendo a un célebre pirata? ¿Estaba loca?
La respiración de él se serenó. Sin embargo, ella no lograba apartar la vista
de él. Aquel hombre la tenía fascinada. Tenía los modales de un lord, la
reputación de un monarca del infierno, el cuerpo de un dios griego, el rostro
más bello y, cuando no andaba saqueando, asistía a bailes de gala en Versalles.
—¿Quién eres? —susurró ella. Miró el medallón de oro que descansaba
sobre su pecho. Lo levantó con cuidado para acercarlo a la luz. Era sumamente
extraño. Tenía la forma de un escudo medieval, con una cruz que lo dividía en
cuatro partes. Había dos figuras grabadas en forma diagonal: un águila, con sus
majestuosas alas extendidas, y una serpiente: la víbora estampada en la bandera
roja de Eros. El escudo se parecía al que había en su camarote. En la base había
una inscripción que decía: Mors acerba. Fama perpetua est.
Ella volvió a colocar el medallón sobre el pecho y, siguiendo un impulso,
deslizó la mano por el torso. La piel cálida y bronceada se sentía suave como el
terciopelo. Los músculos con forma cúbica se ondulaban bajo las palmas de su
mano.
Eros estaba profundamente dormido, pero incluso en ese estado de
debilidad, irradiaba su potente personalidad. Ella le acarició el brazo que
descansaba sobre la sábana blanca. Era muy fibroso, como ella recordaba bien,
pero sin ropa los músculos parecían más extensos, sumamente masculinos.
Acarició el antebrazo de venas muy marcadas debajo del codo, maravillada por
la suavidad de la piel, al mismo tiempo que recordaba la inmensa fuerza que
esa mano era capaz de ejercer. Tenía dedos largos y finos. La aferraron. Ella
deslizó la vista hacia el rostro de él.
Unos zafiros brillantes la miraron centelleando debajo de unos pesados
párpados:
—¿Qué diablos estáis haciendo?
—¿Qu... Qué? —preguntó ella, con el corazón tamborileándole en el oído—
. Yo, eh, yo estaba...
Eros exhaló y aflojó la mano.
—¿Dónde estoy? —preguntó mareado.
—¿No lo recordáis?
—Mi cabeza —Se quejó—. La siento... confusa. No logro pensar con
coherencia.
—Tontamente preferisteis vaciar una botella de coñac de Lucas en lugar
de tomar láudano. A propósito, estáis en su casa, en mi alcoba.
Él sonrió débilmente.
—Ahora recuerdo. ¿Y cómo se siente vuestro prometido conmigo
usurpándoos la cama? ¿Será que un escuadrón de guardias irrumpirá en
cualquier momento?
—A él ni le importa. Si mi abuelo se llega a enterar de una sola palabra de
esto, sería el fin de su carrera naval y posiblemente hasta de su vida.
—¿Y mi barco? ¿Lo confiscó?
—Después de que Giovanni y Nico os trajeran hasta aquí, vuestro barco
zarpó. Vuestra hermana se quedó.
Él hizo un gesto con la cabeza, aún sosteniéndole la mano.
—¿Por qué me estáis ayudando, Alanis? Deberíais estar rogándole a
Silverlake que me mande a la horca, no preocupándoos por un pirata
desconocido como si fuera un cachorro herido.
Sin preocuparse por discutir sus motivos, ella intentó liberar la mano. Sin
éxito.
—Si deseáis garabatear una queja, os facilitaré una pluma y papel —le
ofreció ella con dulzura.
—A mí no me engañáis —Deslizó la mano de ella hasta el pecho suave y la
sostuvo ahí, en el corazón—. Con todo el veneno que hay en vuestra lengua, sois
de lo más compasiva. Una romántica.
El corazón de Alanis dio un vuelco.
—¿Una romántica?
—Obviamente. Ayudando a un desconocido herido... —Cerró los ojos al
sentir una punzada de dolor, sin embargo seguía sonriendo, el pecho subía y
bajaba debajo de las manos entrelazadas—. Qué bien se siente vuestra mano.
Ella exhaló el aire con alivio.
—¿Creéis que el hecho de ayudaros es un acto romántico?
—Creo que es una tontería. Si yo fuera vuestro abuelo, os estaría dando
azotes en el culo hasta dejároslo azul —La miró de reojo—. Tal vez analice el
asunto cuando me sienta mejor...
—Vos no sois mi abuelo. Además, sabéis perfectamente por qué os he
ayudado, para recuperar a Lucas —agregó rápidamente antes de que él llegara
a la conclusión equivocada.
—¿De veras? —El abrió los ojos con una sonrisa burlona—. Tenéis razón,
Alanis. Yo no soy vuestro abuelo, y vos no sois una niña. Sois una mujercita que
está jugando peligrosamente con un pirata.
—Un pobre pirata indefenso —señaló ella al tiempo que se le ruborizaban
las mejillas.
—Bien, este pobre pirata indefenso está absolutamente agradecido de
poner su vida en unas manos tan finas y delicadas —Eros alzó la mano de ella,
se la llevó a los labios y le depositó un beso caliente en el interior de la palma.
Un calor la recorrió. Inspiró hondo, era hora de recuperar esa delicada
mano.
—Hay que cambiaros la venda y tendría que poner un ungüento que
ayude a cicatrizar la herida.
Él le soltó la mano.
—¿Dónde dormiréis? ¿Aquí conmigo? —le preguntó esperanzado.
Ignorando la pregunta, ella buscó en el interior del botiquín y extrajo una
pequeña botella y varios apositos de algodón limpios. Quitó el vendaje de lino
fino y examinó los puntos de la sutura que le había hecho hacía unas horas.
Había parado de sangrar y la piel estaba en vías de mejorarse. Untó el ungüento
blanco con la yema de los dedos. Lo último que quería era provocarle más
dolor.
—Me tocas con mucho cuidado, amore. A diferencia de otras mujeres que
me han vendado.
Ella continuó ignorándolo, entonces él cogió uno de los mechones de
cabello húmedo de ella y lo frotó entre sus dedos, como si fuera un sastre
evaluando la textura de un género costo. Se lo llevó a la nariz e inhaló el aroma
floral.
—Niña de cabellos rubios, pagarían bien por ti en el zoco de Argel.
Ella sonrió.
—Veo que estáis decidido a fastidiarme, aunque no sea para bien vuestro.
Los dientes blancos emitieron un brillo malvado.
—Estoy decidido a captar tu atención, encantadora enfermera. Más allá de
esa herida hay un hombre, ¿sabes?
—Lo he notado —Se limpió los dedos y volvió a atar el vendaje con
cuidado.
—Quizás en este momento sea un pobre indefenso, pero aún soy capaz de
apreciar el contacto de la mano de una mujer hermosa —Soltó el mechón de
cabellos y le enroscó los dedos en la nuca—. Hay un dicho de donde yo vengo
—susurró atrayéndole más la cabeza—: "Ten cuidado siempre con la Víbora" —
La besó con la misma ternura con la que ella le había cambiado el vendaje.
Sus labios la dejaron mareada. Por mera fuerza de voluntad logró volver a
sentarse derecha.
—Tengo que haceros una pregunta. ¿Qué quiere decir esa inscripción en
latín escrita en vuestro medallón?
Una expresión distante afloró en sus ojos drogados.
—La muerte es amarga. La fama, eterna.
Ella intentó descifrarle la mirada, pero él la desvió.
—Deberíais dormir. Por la mañana os sentiréis como un hombre nuevo.
Os dejé un vaso de agua y esto...
Eros volvió la cabeza en la almohada. Sobre la mesa había un recipiente
con agua y un vaso a mano; al lado, la naranja que Jasmine le había arrojado.
Alanis se puso de pie. Aún con la sensación de esos labios calientes sobre
los suyos, estaba ansiosa por marcharse y ocultarse en el salón contiguo, al
menos hasta que él se quedara dormido. Cerró la mano en el pomo de la puerta.
—Alanis.
Se giró. Aquella mirada con los párpados pesados la dejó inmóvil.
—Gracias.
** ** **
Al día siguiente, Alanis fue a encarar a Lucas en su despacho. El frente
marino de Kingston se extendía al otro lado de las ventanas abiertas: un
pequeño puerto próspero con barcos entrando y saliendo, casas blancas,
palmeras y un espléndido mar turquesa. A ella le atraía mucho la idea de pasar
los próximos años de su vida en aquella isla. Simplemente tendría que
adaptarse al clima tropical. Abrió de golpe el abanico y estaba a punto de
entrar, cuando unas voces fuertes discutiendo que venían del interior la
detuvieron.
—¡No puedes mandar a mi hermano a la horca! —dijo Jasmine furiosa—.
¡Él te perdonó la vida porque yo te protegí!
—¡La Reina me ha encomendado que limpie estas costas y tu hermano
tendrá su día en Gallows Point! —replicó Lucas severamente—. Mantuvo a mi
prometida cautiva en su barco asesino con todos sus cómplices. Sabe Dios lo
que ella habrá sufrido en sus manos.
—Lady Alanis se ofreció alegre y voluntariamente a curar la herida de mi
hermano, Hunter. Además, tú no pensabas demasiado en tu prometida cuando
estaba recluida en Inglaterra. ¿Por qué debería importarte ahora que a ella le
guste Eros?
Alanis tuvo que controlarse para no irrumpir y decirles cuatro verdades.
—Tú podrás venerarlo como a un dios, pero no lo es —comentó Lucas con
un gruñido—. Y aunque sinceramente dudo de su humanidad, te aseguro que
es de carne un hueso, de la peor calaña, y mal que te pese, ¡es mortal!
—¡Por Dios, todavía estás celoso! —Jasmine lanzó una carcajada—. ¿Es por
mí o por lady Alanis? ¿Crees que está enamorada de él?
Alanis contuvo la respiración, interesada en escuchar la respuesta de
Lucas.
—Durante semanas me hiciste creer que él era tu amante. Luego, ¡te pones
de su lado y en contra mía! Prácticamente está condenado a muerte. No existe
poder en el mundo que no haya garantizado su arresto. No puedo liberarlo. Y
aunque pudiera concederle el perdón, no lo haría en absoluto.
—Jamás afirmé que fuera mi amante. Tú lo asumiste, al igual que el resto
del mundo.
—Tú no creíste conveniente aclararme la verdadera naturaleza de tu
relación con él. ¿Disfrutaste volviéndome loco de los celos?
Parpadeando lágrimas contenidas, Alanis aceptó la verdad: eran más que
amantes; estaban enamorados. Ni la luz del sol ni la libertad la esperaban a ella
allí, sólo la angustia. Gracias a Dios ella había tomado la iniciativa de ir. De no
haberlo hecho, habría perdido años esperando a que Lucas regresara a casarse
con ella. Se había salvado en el momento crucial. ¿Y entonces por qué le dolía
tanto?
Las puertas se abrieron.
—¡Alis, eres tú! —exclamó Lucas al verla. Se le veía bastante incómodo—.
Estaba a punto de ir a buscarte y... Jasmine está ansiosa por ver a su hermano.
¿Puede visitarlo en tus aposentos mientras nosotros conversamos en mi
despacho?
—No veo por qué no —respondió Alanis con frialdad—. Él es su hermano.
Sólo espero que los centinelas que pusiste afuera la dejen pasar. Parece que yo
fuera a vivir en prisión.
—Mientras insistas en cuidar de un peligroso criminal en tu alcoba,
tendrás soldados alrededor por tu propia protección.
El era tan hipócrita como idiota.
—¿Crees necesario protegerme de un hombre herido que apenas puede
mantener los párpados abiertos?
—Así es —Envió a Jasmine arriba e invitó a Alanis a entrar al despacho.
—El Pink Beryl llegó esta mañana —le anunció al tiempo que cerraba las
puertas dobles a sus espaldas. La ayudó a sentarse en el sillón que estaba frente
a su escritorio y él tomó el asiento que estaba detrás—. Tuve una larga charla
con el capitán McGee. Devastación. Brutalidad. Eso es de lo que tu pirata es
capaz y tú escoges defenderlo. ¿Qué es lo que voy a pensar, Alis? ¿Qué es lo
que voy a decirle a tu abuelo?
—Qué pregunta tan interesante —respondió ella con tono áspero.
—Esta situación pasa de la raya. No voy a tolerar este tipo de obstinación
por tu parte.
El odio que había en la voz de él la alarmó.
—Estás cambiado. Ayer tuve la impresión de que Jamaica te había
beneficiado. Ahora veo que estaba equivocada. Tres años y no encuentras ni
media sonrisa para darme la bienvenida. Si deseas que me marche, dilo de una
vez.
Una mirada de culpabilidad apareció en sus ojos. Parpadeó y dijo:
—¿Alguna novedad de mi padre?
—La última vez que vi al conde gozaba de excelente salud. Envía saludos.
—Gracias. Cuando me fui de Inglaterra no nos separamos en los mejores
términos. Dijo que no tenía heredero y que si yo insistía en causar impresión en
esta guerra, debería hacerlo como correspondía, al lado de Marlborough.
Imagino que me considera un pobre legatario para su condado, pero le consuela
el hecho de que al menos sus nietos serán mitad Dellamore.
La desaprobación del conde era una vieja llaga en Lucas.
—Su Señoría está muy orgulloso de ti —le aseguró—. Le habla de tus
logros a quien esté dispuesto a escuchar.
Él la examinó con una mirada compungida. La brillante luz del sol
realzaba los ojos de ella de color aguamarina, de un modo que parecían reflejar
el mar que se expandía más allá de las ventanas. Llevaba puestos unos
diminutos pendientes de perlas en los lóbulos, con unos mechones de cabellos
dorados sobre el hombro desnudo de color marfil. El escote de encaje dejaba a
la vista una seductora porción de piel.
—Dios mío, pero si luces atractiva —reconoció afectuosamente—. No logro
reconocer ni una pizca de aquella pilluela que se peleaba conmigo por el banco
del viejo olmo.
El resentimiento que ella sentía se suavizó un poco; sin embargo, no
lograba discernir si él la miraba como hombre o como amigo. En muchos
aspectos, ella lo consideraba más un hermano mayor. Lo encontraba atractivo a
la vista, pero a diferencia del italiano que estaba arriba, no había nada en él que
le acelerara el pulso.
—Qué alegría verte —admitió con frialdad—. Tres años es mucho tiempo.
—Así es, y deberíamos compensarlo. Tenemos tanto de qué hablar para
ponernos al día...
Tal vez no todo estaba perdido, meditó Alanis. La isla era encantadora, y
ella siempre había soñado con vivir en un lugar así. También se sentía cómoda a
su lado, el peligro no acechaba en rincones oscuros.
Lucas sonrió.
—Cuéntame, ¿fue el viaje agradable? Tengo curiosidad por saber cómo
obtuviste el permiso de Dellamore para venir hasta aquí. Casi no podía creerlo
al verte en el barco pirata. De no haber sido por tu presencia a bordo, habría
hecho explotar a ese maldito rufián en el agua.
Ella no tenía ganas de volver a tocar ese asunto.
—Dellamore se mostró bastante obstinado, y la guerra no colaboraba ni un
poco con mi causa. Tuve que explicarle que ni tú ni yo jamás contraeríamos
matrimonio mientras un océano nos siguiera separando, y como tú no puedes
abandonar tu puesto, yo debía venir a tu encuentro. El está ansioso por que yo
contraiga matrimonio, para que cuando él ya no esté entre nosotros yo no
quede desprotegida.
—Tu abuelo no necesita preocuparse. Pronto contraeremos matrimonio y
tú viajarás de regreso a Inglaterra.
—¿Disculpa? —parpadeó Alanis—. ¿Casarme y marcharme?
—Alis, no me digas que estás quisquillosa con la idea de casarte conmigo.
Eso se decidió hace años.
—No lo estoy. Lo que me pregunto es qué sentido tiene casarme contigo si
es que me vas a enviar a casa.
—Vivimos en tiempos peligrosos, continuamente amenazados por los
buques de guerra franceses y españoles empecinados en destruir. Es demasiado
arriesgado para que te quedes y yo estoy muy ocupado para entretenerte.
Alanis se quedó inmóvil en su sitio.
—Esto no resultará, Lucas. Yo he venido a vivir aquí como tu esposa, no
para ser enviada a casa como un equipaje inútil —Ella no daba crédito al hecho
de que él intentara decidir su destino con tanta crueldad, encerrarla en
Drearyshire y arrojar la llave. Pelearía con uñas y dientes, incluso se echaría
atrás con el compromiso—. ¡No lo permitiré! —juró—. ¡No lo haré!
—Cálmate, Alis.
—No me calmaré. No hasta que quites de tu obtusa cabeza esa estúpida
idea de enviarme a casa. Tú más que nadie sabes cuánto aborrezco sentarme a
esperar. Toda mi vida he esperado tener la oportunidad de conocer el mundo.
Quiero explorar lo que me he perdido. ¡Quiero vivir!
—Bueno, no puedes vivir aquí —resolvió el vizconde.
—¿Por qué no? —La cabeza le daba vueltas, dándole señales de una
incipiente jaqueca. Sentía que aquella situación era como un déjà vu de todos los
agravios que había sufrido durante años: cuando sus padres la dejaron en casa
para viajar por el mundo, cuando Tom se marchó a Eton, y cuando el duque
estaba ocupado con asuntos de Estado que atender.
Lucas apretó la mandíbula.
—¿Por qué insistes en desafiarme? Ayer diste un espectáculo al ofrecerte
de voluntaria para cuidar de un pirata. Ahora estás comportándote como una
muchachita caprichosa. No toleraré un comportamiento rebelde, Alis. Si voy a
ser tu esposo, tendrás que aprender a obedecerme.
—¿Obedecerte? —Ella miró su rostro pedante, echando chispas por los ojos,
deseando tener algo a mano para arrojárselo.
—No soy un tirano irracional. De hecho, estoy siendo bastante sensato; en
cambio tú prefieres desafiarme a cada instante. El pirata que tienes en tu alcoba
será colgado mañana y tú regresarás de nuevo a Inglaterra en cuanto el Pink
Beryl esté listo para emprender el viaje.
—¡No puedes enviar a la horca a un hombre tan gravemente herido!
—Puedo y lo haré. Déjame recordarte lo que dice la ley: «Todo individuo
que recibe, alberga, asiste o socorre a un criminal es culpable, como si portara
armas por propia cuenta». Deberías agradecer que no presente cargos en tu
contra por traicionar a la patria.
A ella le dieron náuseas:
—¿Desde cuándo te comportas como un verdugo, Lucas?
—¡Desde que tú decidiste ponerte en ridículo! —le gritó él.
Ella se quedó absolutamente inmóvil. La frustración le obstruía la
garganta. Ya sí que no lo reconocía.
—Debo enviarlo a la horca. Si no lo hago, me acusarán de cómplice.
Piensa en mi reputación.
—¡Al diablo con tu reputación! No soy tan ingenua como para no darme
cuenta del verdadero motivo por el que no me quieres aquí. Pero déjame
aclararte la naturaleza de nosotras, las mujeres. No nos importan los monstruos
que ejecutan a nuestros hermanos. ¡Estoy segura de que esa regla se aplica
también a las amantes!
—¿Y entonces qué quieres que haga? —Lucas frunció el ceño
miserablemente.
—¡Resuélvelo por tu propia cuenta! —Con las faldas cual remolino de
color salmón rosado, giró sobre sus talones y se marchó, cerrando tras de sí las
pesadas puertas de roble de un golpe.
** ** **
Jasmine encontró a Eros dormido entre sábanas con aroma a lavanda y
almohadas mullidas. Ráfagas de viento cálido hinchaban las cortinas drapeadas
por entre las que se filtraba la brillante luz del sol. Ella se arrodilló junto a la
cama y le besó la mejilla. El abrió los párpados de golpe. La mirada penetrante
se suavizó al reconocer el dulce rostro que le sonreía.
—Gatita —Le sonrió soñoliento—. ¿Qué hora es?
—¡Mediodía, haragán! —Se dirigió hacia la ventana contoneándose, corrió
las cortinas y se desplomó ruidosamente en una silla, apoyando sobre la mesa
los pies enfundados en unas botas—. ¿Estabas planeando perder el día entero en
la cama?
Eros hizo una mueca. Se incorporó apoyándose en las almohadas,
maldiciendo la maldita luz y el maldito dolor.
—Mannaggia. Creo que mi cabeza está a punto de estallar —Se llevó las
manos a las sienes y se masajeó para quitarse el dolor—. Cuéntame todo. ¿Qué
es lo que estás haciendo con ese imbécil?
Jasmine examinó el grueso vendaje blanco que le envolvía el torso.
—Hunter tiene intención de enviarte a la horca mañana. Nada de lo que
yo diga le convence. ¿Crees que puedas largarte esta noche?
Eros suspiró.
—Si es necesario —La contempló un instante—. ¿Tú vienes?
—Si es necesario...
Él levantó la ceja:
—¿Y eso de qué depende? —Ella se encogió de hombros—. Mmm. Guido
me localizó cerca de Córcega, diciendo que había que rescatarte. Me dijo que el
cazapiratas Hunter había capturado tu barco. ¿Silverlake te tuvo prisionera en
alguna de sus fortalezas?
—Durante un tiempo. Quería obtener información sobre tu paradero.
Aparentemente, tú eres su principal objetivo. Al percatarse de que el caso era
irremediable, me trajo hasta aquí.
Eros maldijo:
—¿Te dijo que estaba comprometido o es que te hizo creer que estaba en el
mercado listo para que le pusieran un grillete en la pierna?
Ella sonrió; la perversa opinión que su hermano tenía con respecto al
matrimonio no le resultaba ajena.
—Sí, me habló sobre lady Alanis. Su compromiso matrimonial fue
arreglado cuando aún estaban en sus cunas. Afirmó que se habían criado juntos
como hermanos, no como novios. Supongo que fue muy tonto por mi parte
alimentar falsas esperanzas, pero nos enamoramos. Yo creía que rompería el
compromiso con ella y me escogería a mí. Sin duda no tenía ninguna prisa en
volver con ella. Me pregunto cómo es que Alanis lo toleró.
—No lo toleró. Y dime, ¿te decidiste a abandonar tu experiencia pirata a
cambio de usar faldas? Yo diría que tú le causas más estragos al vizconde
Silverlake de lo que llegarías a aterrorizar a los franceses.
—Soy consciente de que siempre has querido que llevara una vida
tranquila, que buscara un esposo que cuidara de mí, y viviera en un lindo hogar
con hijos. Creo que ya estoy preparada para dejarte a esos desafortunados
franceses a ti. El pobre Luis ya tiene las manos llenas ocupándose con un solo
miembro de la familia.
Eros rió ahogadamente.
—Te he extrañado, gatita. Jamás hemos estado tanto tiempo separados.
Ella suspiró.
—Yo te extraño siempre, Eros, pero aun cuando vivía en Agadir, tú jamás
estabas allí. ¿No estás cansado de andar por alta mar hecho una furia, luchando
con el rey de Francia?
—Jamás me canso de fastidiar al rey de Francia.
Ella lanzó una carcajada.
—Ya me he enterado de tu nuevo deporte: coleccionar fragatas de Luis. A
estas alturas debe de estar odiándote. Jamás volverá a invitarte a ninguno de
sus bailes de gala.
—Por supuesto que lo hará. Me adora. Yo soy el único que no le permitirá
hacer trampas jugando a las cartas.
Ella meneó la cabeza suspirando:
—Eros. En octubre tendrás treinta y dos. ¿Es que nunca sueñas con buscar
una mujer para enamorarte, tener hijos y...?
—¿Por qué no hablamos de cuándo te casas tú? Cuéntame algo sobre tu
nueva víctima. No puede ser tan malo. Los rufianes generalmente se baten en
duelo mejor que él.
Ella sintió un arrebato de ansiedad en el estómago.
—¿Entonces a ti no te importa que yo...?
—Au contraire. Ya era hora de que algún otro demonio desafortunado se
ganara el privilegio de ocuparse de ti. Ya estaba empezando a desesperarme
por tener que encargarme del asunto para siempre.
Ella sonrió y luego frunció el entrecejo.
—Debería odiar a Hunter por lo que te hizo.
—Olvida lo que me hizo a mí. La pregunta es: ¿qué es lo que Silverlake
tiene en mente hacer contigo? Él es prácticamente un hombre casado,
Gelsomina.
A ella le brotaron de los ojos unas lágrimas necias:
—¿Qué crees que debo hacer?
—No te desanimes —dijo Eros con tono brusco—. Ahora estoy yo aquí.
Arreglaré todo para ti. Si Silverlake es el hombre que quieres, lo tendrás.
—¿Y cómo? Tú eres un prisionero —Ella resolló—. Y Hunter jamás
desafiará a su padre. No abandonará a su dama por una desconocida con
aspecto rebelde.
—¡Tú no eres una desconocida rebelde! —Irritado, se concentró en
incorporarse. Se dirigió tambaleándose hasta el tocador y vertió agua en una
vasija de porcelana. En cuanto sumergió la cabeza en el agua fresca, relajó los
agarrotados músculos de la espalda. Cogió una toalla para secarse la cara—:
Déjame a Alanis. Yo me ocuparé de ella.
—Tiene a miles de soldados bajo su mando. Incluso con mi ayuda, ¿cómo
harás para encargarte tanto de lady Alanis como de escabullirte esta noche?
Esta casa es una maldita fortaleza.
Él se pasó los dedos por los cabellos mojados.
—Debe haber un modo. Siempre lo hay —Caminó lentamente hacia la
ventana y emitió un silbido suave al mirar hacia fuera—. Difícil. No imposible.
Sería más fácil si vinieras conmigo, pero me las arreglaré. ¿Ahora puedo recibir mi
abrazo?
Ella saltó hacia los brazos abiertos.
—Te he extrañado. No puedo perderte, Eros. Tú eres mi única piedra
sólida en el mundo. Si no fuera por tu valentía e inteligencia, ya me habría
muerto hace dieciséis años, y estaría enterrada en Italia junto a mamá y papá en
una tumba sin nombre. Nada puede separarnos. Lo sabes. Ni siquiera mi amor
por Lucas Hunter. Nosotros tenemos la misma sangre.
Eros le besó las mejillas mojadas de lágrimas.
—Yo también te adoro, ámorruccio. Siempre me tendrás.
Después de un largo abrazo, él regresó a la cama. Se hundió con rigidez
sobre las almohadas y cerró los ojos. Jasmine se echó en la cama junto a él. Boca
abajo, apoyó los codos en el colchón y se sostuvo el mentón, cruzando las botas
en el aire.
—¿Qué tipo de mujeres ella?
Él abrió un ojo color zafiro:
—¿Quién?
—Tu hermosa enfermera rubia —Sonrió ella burlona. Él contempló el cielo
raso.
—Durante los cuatro días que entretuve a la prometida de Silverlake en el
Alastor llegué a algunas conclusiones. Una de ellas es que su compromiso
matrimonial con el vizconde no era la asociación perfecta. Tal vez si me acerco a
ella de la manera apropiada logre convencerla de que desista.
—¡Lo sabía! —Se sentó—. Tienes intención de seducirla. Harás que se
enamore de ti para que te siga ansiosa a todas partes. ¡Te aprovecharás de ella y
la dejarás de lado, como haces con todas las mujeres!
—Yo no me aprovecho de las mujeres —afirmó de modo sucinto.
—La reputación de ella no sobreviviría a una relación contigo, Eros, y tú lo
sabes bien, maldita sea. Ella tuvo la amabilidad de ayudarte. No puedes
pagárselo con un sucio ardid.
—¡No le haré daño! Desflorar vírgenes altaneras no es mi objetivo
primordial en la vida. A diferencia de tu vizconde, yo he aprendido a controlar
mis urgencias amorosas.
Jasmine le lanzó una mirada de escepticismo. Ella ya había sospechado
que el punto débil de esa dama era su inescrupuloso hermano. Sin embargo,
por muy encantadora que fuera lady Alanis, (y conociendo a Eros, a quien no se
le había escapado ese detalle) por lo general él evitaba a las de su tipo, sin
excepción. Sólo la seduciría para despejarle el camino a Jasmine para que se
casara con Hunter. Luego dejaría plantada a la dama, que quedaría devastada.
Esa idea no le parecía bien a Jasmine. Quizás Eros no se sentía obligado, pero
ella sí se sentía en deuda con la otra mujer. Maldición, no podía permitir que
Eros aplastara a su oponente con aquel tiránico comportamiento suyo.
—Lady Alanis viene de una familia poderosa —le advirtió—. Su abuelo es
el consejero personal de la reina Ana.
—Lo sé.
—Entonces insisto: reconsidéralo. No creo que el duque se tome muy bien
lo que piensas hacerle a su nieta. Tienes demasiados enemigos poderosos. No
tienes necesidad de enemistarte con todo monarca del universo.
Eros la miró con ojos fríos y desganados, con una expresión escalofriante.
—Me importa un bledo.
Ella reconocía esa mirada. La flota huía cuando él miraba de aquel modo.
—"Stefano Andrea" —susurró ella—, "no le teme a nadie y hace lo que le
venga en gana". Papá solía decir eso de ti.
—No me llames por ese nombre —le dijo con enfado—. ¿Cuántas veces
vamos a hablar de lo mismo?
—Tú me llamas Gelsomina —le recordó ella sutilmente.
—Eso es distinto.
Ella tragó el amargo nudo que tenía en la garganta.
—Ya sé que estás más allá de preocuparte por tus inmoralidades, pero por
favor, Eros, no le hagas daño. Ni tu enterrada conciencia podrá vivir con la
culpa de cometer una sucia artimaña como ésa.
Tras pasar el día explorando los alrededores de la casa, Alanis regresó a
sus aposentos. Se encontró con Jasmine en el vestíbulo. Perdida en sus
pensamientos, la bucanera estaba sentada en el sofá, admirando un vestido de
seda color cereza que Betsy había planchado para la cena de esa noche.
Fastidiosamente, Lucas había enviado al mayordomo a informarle que tendría
lugar una cena formal y que incluiría a cincuenta dignatarios de la isla. Alanis
no tenía deseos de zambullirse en la escena social local, no mientras estuviese
cuidando de un pirata en su alcoba, pero como dice el dicho: la nobless oblige.
—Los ganchos van atrás —ofreció de manera amable.
Jasmine se quedó inmóvil en el mismo lugar, con aspecto avergonzado.
—Caspita! ¡Lady Alanis! Yo... Yo lo siento —dijo lidiando con el vestido
mientras trataba de volver a ponerlo en su lugar. No se le estaba dando muy
bien—. No tengo palabras para agradeceros lo suficiente por salvarle la vida a
mi hermano. Estoy en deuda con vos, y también Eros.
Alanis sonrió. Aparentemente, a pesar de su jactanciosa independencia,
Jasmine no era tan distinta a las mujeres comunes. Le gustaban los volantes
rosados. Alanis entró y con delicadeza rescató el vestido de las torpes manos de
Jasmine.
—¿Cómo le está yendo a su hermano? —preguntó.
—Muy bien, después de todo. No le gustó demasiado el caldo de pollo
que le enviasteis para el almuerzo, pero el sirviente que le preparó el baño le
cambió el humor.
Alanis rió entre dientes.
—Difícilmente a un enfermo se le pueda servir un plato bañado en una
sabrosa salsa. Debería de estar contento de estar vivo y poder comer algo.
—Ahora está dormido —Jasmine seguía cautivada con los hábiles dedos
de Alanis que mágicamente manejaban la crujiente seda y los volantes. Alanis
se adelantó y sostuvo el vestido frente a ella. Jasmine casi se traga la lengua.
—Sostenlo —le pidió Alanis, al tiempo que abrochaba un trozo de seda
alrededor del vacilante puño de Jasmine. Ella deslizó la mano por la parte
delantera fruncida—. Necesita unos pequeños arreglos, pero...
—Lady Alanis... —se sofocó Jasmine—. No puedo aceptar un obsequio de
vuestra parte. Soy yo la que debería recompensaros con un presente. Además
—se sonrojó—, sería un desperdicio en mí.
—Oh, no es un obsequio. Te lo cambio por unos pantalones y un par de
botas que hagan juego.
Jasmine la miró como si ella acabara de salir de un manicomio.
—¿Pantalones, lady Alanis? ¿Deseáis vestir como un hombre teniendo ese
magnífico guardarropa?
Alanis se encogió de hombros. No le guardaba tanto rencor a Jasmine por
conquistar el corazón de Lucas, sino por la libertad que ella disfrutaba. Aquella
mujer de aspecto estrafalario viajaba por el mundo como un espíritu libre
mientras ella tenía que andar leyendo sobre el mundo que existía más allá de
los barrotes de su jaula de oro.
—¿Por qué no? Me encantaría usar pantalones y andar pavoneándome sin
rendirle cuentas a nadie.
—Hay aspectos menos gratificantes al vestirse como un hombre —la
reprimió Jasmine—. Ser vista como alguien de naturaleza extraña, para
empezar, o tener que combatir contra los patrones masculinos en un mundo de
hombres mientras secretamente tú envidias a las damas refinadas, que son la
maldición de tu existencia.
Alanis se quedó callada ante aquel comentario directo. Pero luego el
humor reemplazó al impacto y se arrellanó en el sofá riendo:
—"La maldición de la existencia de las damas refinadas": eso es muy de las
amazonas que disfrutaban de la libertad absoluta y deambulaban en un mundo
machista... y, por supuesto, un mundo de damas serias y de hombres
arrogantes.
Jasmine sonrió con vacilación:
—Vos parecéis altamente capacitada para lidiar con hombres arrogantes.
—Son años de práctica —Alanis batió las pestañas graciosamente—. Puede
que mi mundo encandile la vista, pero los barrotes de oro funden el esplendor.
Yo tengo que ir acompañada si quiero dar una vuelta por el parque.
—¿De veras? ¿Siempre? —Jasmine se unió a Alanis en el sofá.
—Sí, desafortunadamente —suspiró Alanis sinceramente—. Nosotras las
damas finas debemos viajar con nuestro propio dragón para alejar a los
hombres licenciosos.
Jasmine rió nerviosamente:
—¿Cómo reaccionó su dragón cuando instaló a un hombre herido en su
alcoba? No vi rastros de paredes quemadas.
—Mi dragón está domesticado. Los resoplidos son peores que las
llamaradas.
Ambas lanzaron una carcajada. Jasmine dijo:
—Yo no puedo decir lo mismo sobre el dragón que está en vuestra cama.
Alanis aprovechó el momento.
—Habladme de él. ¿Cómo es como hermano? He escuchado cientos de
historias acerca de él, pero por lo que he observado en estos pocos días, parece
bastante razonable, deliberado y muy inteligente. Para nada el malvado
monstruo que la gente dice que es.
—No es un monstruo. Es una gran persona, pero también un hermano
tierno y cariñoso con el corazón de un león; aunque las mismas cualidades que
enumerasteis sean precisamente las que lo vuelven peligroso.
—¿Peligroso para los franceses? —Alanis indagaba útilmente para obtener
más información.
—Peligroso para el que Eros considere objetable. España también está en
su lista negra.
—Al parecer vuestro hermano está decidido a liberar al mundo de todos
los tiranos indeseables por su propia cuenta. ¿Por qué no se une oficialmente a
la Gran Alianza? Sin duda es preferible eso a ser un pirata cuya cabeza tenga
precio.
Jasmine desvió la mirada.
—Es difícil de explicar.
Aquello sonó intrigante. Alanis estaba dispuesta a quedarse sentada todo
el día escuchando las historias acerca de aquel hombre con corazón de león.
Echó un vistazo a la puerta que comunicaba con su alcoba.
Betsy entró por la puerta principal y Jasmine se puso de pie.
—Debo irme. Gracias de nuevo.
Alanis también se puso de pie.
—No olvides el vestido. Con gusto compartiré a Betsy contigo cuando
decidas probártelo. Creo que fue diseñado a propósito para llamar la atención
de cualquiera. ¿No crees, Betsy?
Betsy asintió con la cabeza. Jasmine tomó el obsequio con una sonrisa
agradecida:
—Lady Alanis.
—Basta de "lady", y no lo pienses demasiado. Por algo se empieza —Era
asombroso pensar que, de toda la gente que rodeaba a Lucas, la amante hubiera
resultado ser una persona encantadora, pensó Alanis. También era la hermana
de Eros y eso la incitaba a hacerse más amiga de ella—. Si lo deseas, podemos
llamar a una modista y comenzar a ocuparnos de ti de inmediato. En una
semana tendrás un guardarropa nuevo completo.
—¿Un guardarropa nuevo completo? —dijo Jasmine deslumbrada.
Alanis la cogió del brazo y la acompañó hasta la puerta, lejos de los oídos
de Betsy. Afuera, la expresión de ella se volvió seria.
—¿Qué es lo que haremos con respecto a la horca?
—Sí Hunter no cambia de opinión, Eros y yo debemos marcharnos esta
noche —le susurró Jasmine.
Alanis la miró de manera ambivalente. Si Jasmine se marchaba, ya no se
hablaría más sobre enviarla a casa y finalmente podría alcanzar su ambición de
toda la vida. Sin embargo, Eros también se marcharía. Esa noche. Era demasiado
pronto. Además, ¿es que ella no merecía un mejor porvenir que un esposo
desfalleciendo por la mujer que se le había escapado?
—Dime qué debo hacer para ayudar.
Jasmine se le acercó más.
—Yo seguiré intentando hacerle cambiar de idea a Hunter, pero si no
sabes nada de mí, por favor, mantenlo ocupado esta noche mientras nosotros
ponemos en práctica nuestra huida.
—Muy bien —Alanis ya imaginaba la maldita placentera cena en que
estaba a punto de convertirse.
Capítulo 7
—Capitan McGee, debéis ponernos al tanto de las últimas novedades del
frente —exigió el coronel Holbrook del otro lado de la mesa del que se hallaba
Alanis—. ¿Cómo les está yendo a nuestros muchachos contra esos franchutes?
Alanis suspiró con alivio. A lo largo de la cena, Lucas la inspeccionó cual
alto juez de la corte, mientras ella llanamente cautivaba a sus colegas y ponía a
prueba su decisión de enviarla de vuelta a casa. Pero a ella ya no le quedaba
nada más que contar con respecto al último grito de la moda francesa.
—Bien —el capitán frunció el ceño—, nuestro último triunfo fue sobre la
región de Milán. El general Saboya estaba decidido a ocupar la sólida cabecera
del puente cerca de Cassano, ¡y aplastó al mariscal de Vendóme!
—¡Por nuestra primera victoria en Milán! —brindó el señor Greyson, y los
hombres alzaron las copas de vino.
—Insisto en decir que este sujeto, Saboya, no es malo, aunque sea francés
—dijo Holbrook.
—Austriaco —sostuvo Greyson—. El general Saboya es austriaco.
El capitán McGee meneó la cabeza empelucada.
—Es mitad austriaco, mitad francés.
—La madre era sobrina del cardenal francés Mazarino —recordó Alanis
en voz alta—, pero el padre era un príncipe italiano. El duque de Saboya de
Turín es primo hermano del general Saboya.
Un manto de silencio cayó sobre la larga mesa. Una mujer que expresara
su opinión política públicamente era una gran faux pas y estaba muy lejos de las
normas comúnmente aceptadas. Alanis expresó un gemido internamente. Si
esta gente se enteraba por el chismorreo de los sirvientes de que había un pirata
en su alcoba, se desencadenaría un escándalo que llegaría hasta Yorkshire, y
Dellamore enviaría media flota a recogerla y desde ese instante ella perdería
todo tipo de libertad. Para evitar otro desliz de su lengua, probó el pastel que
había de postre. El alcalde se aclaró la garganta.
—Damas y caballeros, estáis todos invitados al baile que ofreceré mañana
por la noche. Ahora, además de celebrar la llegada de la culta nieta del duque
de Dellamore, estaremos celebrando esta victoria y muchas más venideras. Por
favor, compartid conmigo otro brindis para felicitar a nuestros muchachos:
Marlborough y Saboya, y por la valiente tropa que dirigieron en el Continente.
¡Que Dios los bendiga y los mantenga a salvo! —El brindis fue aceptado
enérgicamente.
—En qué sangrienta plaza de toros se ha convertido Milán —se lamentó
Greyson—. Cuando los Víbora estaban en el poder, Milán era invencible. Los
duques Sforza eran feroces guerreros, y los Visconti sagaces hasta el extremo.
Durante siglos, estas familias unidas provocaron escalofríos en los corazones de
sus príncipes semejantes.
Alanis mordió el tenedor. Ten cuidado siempre con la Víbora. ¿Qué era lo que
su pirata tenía en común con las dinastías de la realeza de Milán que había
dejado de existir hacía siglos? Se preguntaba si tanto Eros como su hermana ya
se habrían marchado. Si tan siquiera dejaran de hablar incoherencias, ella
podría llegar a tiempo para despedirse...
—Si Saboya derrota a Vendóme en Milán, ¡quizás podamos ganar esta
maldita guerra, después de todo! —proclamó el viejo coronel, con las mejillas
escarlatas testigo de la cantidad de vino ingerida.
—¡Jonathan Holbrook, controla tu ingobernable lengua! —Lo regañó la
esposa—. Hay damas presentes. Ya es suficiente con que nos sometas a tus
discursos de mal gusto. Me niego a soportar este tipo de lenguaje con el que
tengo que sufrir en la privacidad de nuestro hogar. Mi estimada señora Greyson
—se dirigió a la dama que tenía a su lado—, insisto en que dejemos a estos
belicistas con sus puertos y sus cigarros y comamos el pastel en el salón
contiguo. No soporto escuchar ni una palabra más acerca de esta horrible
guerra — Con los labios fruncidos, se puso de pie forzando a los hombres a
hacer lo mismo y a las mujeres a seguirla—. Vamos, señoras. Dejémoslos con sus
temas y pasémoslo mejor por nuestra propia cuenta. Buenas noches, caballeros.
Las esperanzas de Alanis de escabullirse para ir arriba quedaron
truncadas y tuvo que quedarse una hora más hasta que Lucas la rescató y
ambos despidieron a los invitados. Subieron en silencio. Hecha un manojo de
nervios, ella esperaba que él abriera la puerta y le diera las buenas noches. No
obstante, para desilusión suya, él la siguió y entró al aposento. El vestíbulo
estaba a oscuras; había un reflejo de la luz de la luna proyectado como un
parche sobre la alfombra. Los ojos de ella volaron en dirección a la puerta de la
alcoba. No se veía luz por debajo. La frustración se apoderó de ella. Eros se
había marchado.
—Si insistes en mantener a tu pirata en estos aposentos, al menos
permíteme asignarte otro.
Alanis dejó caer el chal de seda sobre el sofá.
—Él no es mi pirata, Lucas.
—¿Estás enamorada de él, Alis?
Esa pregunta le entumeció el cerebro. Luego, con el mejor aire horrorizado
le dijo:
—¡Dios Santo! ¡El hombre es un rufián despreciable, más bajo que un
lacayo de mala muerte! —E inteligente e interesante, y ella deseaba tenerlo ahí
en ese momento en lugar de Lucas, a quien estaría unida por el resto de su
vida—. Tal vez deberíamos reconsiderar nuestro compromiso matrimonial.
Podríamos estar cometiendo un terrible error.
—¿Por qué? ¿Porque dije que enviaría a tu pirata a la horca? Prometo que
no lo haré colgar hasta que sane. Pero no puedes considerar seriamente romper
nuestro compromiso, Alis. ¡Me rompería el corazón!
—Sólo afectaría tu orgullo. Aún tengo que descubrir algún indicio de que
sientes afecto hacia mí. Yo creo que ya te lo gastaste todo en Jasmine —Hacerlo
colgar cuando sane...
—Sí que estoy interesado en ti, Alis, entrañablemente. Tenemos mucho en
común y una amistad sólida. No veo por qué nuestro matrimonio no vaya a ser
un éxito.
—¡Pues yo sí lo veo! Tal vez la amistad sea suficiente para ti, pero para
casarse hace falta más, mucho más. Tendría que haber momentos de afecto, y
sentimientos que fluyan tan hondo como el alma de uno. Tendría que haber
deseo y excitación. ¡Lo que tú describes es tan emocionante como un caldo frío!
Lucas abrió la boca, pero ella tenía más que decir:
—Siempre he sido la muchacha dócil que se quedaba en casa mientras tú
ibas a atender tus negocios. Para ti soy tan pura como la nieve para amar de
lejos, pero nunca alguien... deseable —agregó de manera incómoda. Él ni
siquiera había intentado besarla. Antes ella asumía que era bien educado. Pero
ahora sabía el verdadero motivo: falta de interés. Ella recordaba un viejo dicho
francés de madame de Montespan: "La mayor ambición de la mujer es inspirar
amor". Con Lucas ella claramente había fracasado. De forma impulsiva dijo—:
Bésame, Lucas. Bésame —Si el beso de él resultaba ser la mitad de ardiente que
el de Eros, quizás reconsideraría que se dieran una segunda oportunidad.
El vizconde palideció. Luego, con vacilación, le posó los labios. Cerrando
los ojos, Alanis se concentró en la sensación de su boca. Agradable, pensó, pero
no había nada de interesante en ese beso, lo cual atentaba contra el objetivo del
experimento. Él se mostraría como un caballero y eso no funcionaría. Ella se
adelantó un paso de manera audaz y le ofreció la boca abierta.
Lucas apartó la boca de golpe. Alanis se quedó helada, sintiéndose
avergonzada y torpe. ¿Qué había hecho de malo? No obstante, él no juzgó que
fuera necesaria una explicación. Abrió la puerta y se marchó.
Alanis se quedó de pie sola en la oscuridad. Pensó en encender una
lámpara, pero no sentía deseos de encontrar su imagen reflejada en el espejo.
Había visto estatuas de mármol con más alma que el aspecto de una recatada
reina de hielo que ella parecía tener. ¿Qué había en ella para amar? ¿Qué para
besar? Sin duda, Lucas se mostraba reacio. No había nada sensual en ella que
pudiera excitar a un hombre. Ella no era como la fogosa Jasmine. Era un cisne
frío de Yorkshire. Ni siquiera merecedora de un beso.
Sollozando en silencio, se percató de una sensación extraña: estaba siendo
observada. Alzó la cabeza. Una silueta de hombros anchos, delineados por la
luz de la luna, estaba apoyada en la pared de modo casual.
—¡Todavía estás aquí! —exclamó ella. Estaba tan encantada de verlo que
le llevó un instante darse cuenta de que... ¡quizás Eros debía de haber
presenciado aquella escena de pesadilla con Lucas! ¿La habría escuchado decir
que él era un pirata despreciable? ¿Habría visto a Lucas despreciando su beso?
Eros se apartó de la ventana y se dirigió hacia ella. Los rayos de luna se
derramaban sobre su estructura alta y escultural, delineando la cabellera suelta.
Se detuvo frente a ella:
—Ven aquí.
Sin dudarlo, caminó hacia su abrazo. Su boca reclamaba la de ella,
desterrando de su cabeza toda idea de ser alguien indeseable, y de nuevo estaba
encendida, ardiendo en carne viva. Él movía los labios de manera hambrienta y
posesiva, inclinándose para fundirse con la boca femenina. Ella sentía un calor y
un estremecimiento al mismo tiempo, embriagada por el beso, por la pasión
abrumadora y por el olor del cuerpo masculino semidesnudo.
Eros le suspiró el oído diciéndole:
—Te desidero, Alanis.
Esas palabras sensuales le nublaron la mente. No era necesario hablar un
italiano fluido para comprenderlo: él la deseaba. Ella se puso de puntillas y lo
rodeó con los brazos.
—Me alegra que te hayas quedado.
—Te ves hermosa entre mis brazos a la luz de la luna, amore. Te
secuestraría y juntos exploraríamos las maravillas del mundo.
Sin estar segura de qué debía deducir de aquella vaga propuesta, ella
susurró:
—¿A dónde me llevarías?
—El Mar Arábigo baña una secreta costa lejana donde las perlas son tan
abundantes como los granos de arena —Su voz sonaba profunda y seductora—.
En Marruecos hay una pequeña ciudad llamada Agadir, con playas tan blancas
como la nieve y con las puestas de sol púrpura más atípicas que jamás hayas
visto.
—Jamás he visto una puesta de sol de color púrpura. Para ser
absolutamente sincera, no he viajado demasiado.
—Deberías. Uno apenas tiene experiencia en la vida hasta que conoce el
mundo.
—Yo quiero hacerlo, más que ninguna otra cosa. Aunque creo que eso está
bastante fuera de mi alcance.
—¿Por qué? No eres una niña. A mi entender, ya pasaste los veintiún años
de edad: no hay motivos para que no cumplas tus sueños, Alanis. La vida es
demasiado corta para perder el tiempo lamentándose.
Él tenía mucha razón, pero... como si fuera así de fácil. Ella deslizó las
manos por el pecho desnudo y musculoso.
—¿Es cierto que te criaste en la kasba de Argel?
Él meneó la cabeza negativamente.
—No exactamente, pero en cierto modo, sí. ¿Por qué? ¿Quieres conocer la
kasba? —rió de manera burlona y desafiante.
Ella se mordió el labio.
—Aunque tuviera la libertad de viajar por el mundo, que no la tengo,
jamás iría allí. Es una guarida de piratas y demasiado peligroso.
—Peligroso, sí. Fatal, no. Es decir, si uno sabe sobrevivir... —Sonrió él
burlonamente.
A Alanis la invadió un repentino deseo salvaje de ir hasta allí para
comprobarlo con sus propios ojos.
—¿También sabes cómo sobrevivir al harén del sultán en Constantinopla?
—Sonrió ella osadamente.
—El sultán turco es particularmente posesivo con sus esposas, pero sí, he
echado algún que otro vistazo rápido dentro de su harén. ¿Qué más le intriga a
mi curiosa bella dama?
—¿Las tabernas de Tortuga son tan escandalosas como dice la gente?
Escuché que las mujeres de allí se quitan la ropa y bailan desnudas sobre las
mesas por unos pesos.
Eros estalló en una carcajada.
—¿Dónde escuchas esas historias, Alanis? No sabía que jovencitas
inocentes hablaran de temas escandalosos en sus reuniones sociales.
—A veces también hablamos de ti, que es uno de los temas más
escandalosos de todos.
—¿De mí? —Él se llevó la mano al corazón, fingiendo consternación—.
¿Debo asumir que es de mi mal carácter de lo que chismorreáis tú y tus
amiguitas mientras tomáis té con bollos?
—¿Has estado escuchando a escondidas? —Rió Alanis, mientras
saboreaba la sensación de tener los brazos de él alrededor del cuerpo—. Sí que
disfrutas de una mala reputación, Eros. Vuelves realidad las jugosas
habladurías.
Alzó una ceja negra azabache:
—¿Cómo cuáles?
—Por ejemplo, los pueblos fortificados por los que pediste rescate, los
barcos que saqueaste, las fortuna que acumulaste con los saqueos, los hombres
que mataste, las mujeres que...
Le rozó la boca con los labios.
—Admito que hubo mujeres, pero la última que conocí las supera a todas
irrefutablemente. ¿Por qué te resignas a llevar una vida que obviamente
consideras pequeña e insignificante? Tú eres inteligente, extraordinariamente
educada, y no te faltan agallas. ¿Por qué lacrar tu destino de manera tan
ascética?
—Mi vida no es ni pequeña ni insignificante —No obstante, aquella
pregunta le había tocado la herida sangrante que había en su alma—. Yo no soy
como tú. Yo tengo responsabilidades, seres queridos a quienes no puedo
defraudar.
—¿Esos seres queridos están siempre a la altura de tus expectativas? —Le
levantó el mentón con un dedo—. Bella donna, ningún hombre en su sano juicio
rechazaría a una mujer como tú. Silverlake no es menos hombre que yo, pero su
corazón ya le pertenece a otra. ¿A quién está tan ansioso de complacer que
contraería matrimonio contigo estando enamorado de otra persona?
Sorprendida por su percepción, Alanis se apartó de él y miró por la
ventana. Las palmeras susurraban con la brisa; las campanillas tintineaban
melodiosamente. Ella quería vivir en esa isla, pero no si el único motivo por el
que Lucas quería casarse con ella era complacer a su padre. El conde de Dentón
jamás perdonaría a su hijo si se casaba con alguien inferior a él.
—Deberías dormir un poco —dijo Eros a su lado—. Yo me quedaré aquí.
Ya he pasado demasiado tiempo en la cama. Descansa segura de que respetaré
tu privacidad.
Curiosamente, ella le creyó, Y estaba agotada.
—No sé qué le habrá sucedido a Betsy. Se suponía que me estaría
esperando aquí después de la cena.
—Yo la despedí —admitió él tímidamente.
Alanis encorvó los labios.
—Sin duda habrás aterrorizado a esa pobre chica.
—Esas son duras acusaciones, milady, pero os aseguro que lo único que
hice fue aparecerme aquí.
—Eso fue suficiente —Ella le dirigió una pequeña sonrisa—. No tiene
importancia. Me las arreglaré. Buenas noches.
—Buenas noches —La voz profunda de él la siguió hasta que desapareció
detrás de la puerta de la alcoba.
Se quitó el vestido, se puso el camisón y se deslizó debajo de las mantas.
Se acurrucó cómoda y contenta. Hundió la cara en la almohada e inhaló esa
fragancia masculina almizcleña que la envolvió.
Alguien golpeó la puerta.
—Entre —dijo ella.
Eros abrió la puerta.
—No te preocupes. Tengo toda la intención de mantener mi palabra —
entró tranquilamente y se sentó junto a ella. Bajo la luz de la vela, su atractivo
físico le hizo latir el corazón un poco más rápido. Se estiró las sábanas hasta el
cuello, esperando escuchar lo que él tenía para decirle.
—He considerado un poco el tema y he decidido que estoy dispuesto a
enfrentar el desafío.
Alanis se sentó.
—¿Qué desafío? ¿Quieres decir que quieres llevarme contigo?
—A la kasba, a Tortuga, o a cualquier sitio que te llame la atención. Sin
compromisos.
Ella se quedó sin palabras. Y se emocionó.
—¿Por qué?
—Porque me he encariñado con una bonita rubia mordaz que lee a Ovidio
—Se acercó más—. Como dicen en Venecia: "Ha llegado el momento de
despilfarrar monedas de oro y plata como si fueran castañas". Ven conmigo. No
te arrepentirás.
Ella suspiró como en sueños.
—Viajar a Venecia con un italiano suena... encantador. Después de todo,
dicen que Italia es de las mejores maravillas, tierra de arte y belleza. Me
encantaría ir allá.
Los ojos de él se volvieron fríos; su semblante se endureció.
—Italia es al único lugar donde jamás te llevaré.
La clara antipatía hacia la tierra natal de Miguel Ángel y Da Vinci, su tierra
natal, desencadenó un sinfín de preguntas en la cabeza de ella, pero decidió no
curiosear en ese momento.
—¿Y la guerra? ¿No deberías estar luchando contra los franceses?
Él sonrió.
—Creo que Luis puede prescindir de mi presencia por un tiempo. ¿No
crees?
Alanis meditó su ofrecimiento. Navegar con él durante unos meses
significaba arrojar la decencia al viento. Significaba entregarle Jasmine a Lucas.
Significaba cambiar el curso de su vida... a cambio de perseguir su sueño. La
idea valía la pena, pero difícilmente era lo correcto. Sin embargo, ¿no había
dicho ella alguna vez que de presentarse la oportunidad se volvería una
exploradora de tierras lejanas? ¿Qué proyectos importantes la retenían allí?
¿Qué proyectos importantes la esperaban en casa?
—Puedes confiar en mí. Me estaré yendo mañana a medianoche. Tienes
todo el día para considerar mi ofrecimiento —Sopló la vela y se acercó mucho—.
Buonanotte, bella donna. Que tengas un hermoso sueño conmigo —La besó de un
modo lento y prolongado que a ella le provocó un remolino que le llegó hasta
los dedos de los pies, luego se incorporó y abandonó la alcoba, dejándola medio
deseando que no se hubiera marchado...
Alanis mantuvo su promesa y llevó a Jasmine de compras. Fue un
proyecto conjunto: Jasmine sabía desenvolverse en Kingston, y ella sabía
desenvolverse en el mundo de la moda. Hacia el mediodía, Jasmine estaba
equipada con un guardarropa nuevo completo y Alanis, enamorada de la
ciudad.
Mientras el coche de Silverlake ingresaba al patio interior de la casa de
Lucas, Alanis contemplaba el ofrecimiento de Eros por millonésima vez en el
día. Apenas había dormido durante la noche, evaluando los pros y los contras.
Había despertado decidida a zarpar con él, pero al avanzar el día, cuanto más
pensaba en su abuelo, menos predispuesta se sentía a partir. El coche se detuvo.
Rápidamente, dos criados se acercaron para acarrear los numerosos paquetes.
Contenta con su obra, Alanis observaba a Jasmine subir las escaleras de la
fachada con su vestido nuevo de diario. No había ni rastro de la vulgar
bucanera.
Chambers, el mayordomo de Lucas, les dio la bienvenida impactado en el
interior de la casa:
—Buenos días, señoritas. Qué pena que Su Señoría no se encuentre. Hacéis
una vista adorable, si me lo permitís.
—Gracias, Chambers —Alanis lanzó miradas nerviosas hacia lo alto de la
escalera y se quitó con energía los guantes de encaje—. ¿Ha sucedido algo en
nuestra ausencia?
—Nada alarmante, milady. Aunque sí tiene visitas: madame Holbrook, la
señora Greyson, y la señorita Marianne Caldwell. Al parecer tienen la
impresión de que Su Señoría está hospedando a peligrosos criminales en la casa
—Movió las cejas de forma significativa.
—El consejo de brujas... —murmuró Alanis, irritada. Qué increíble sentido
de la oportunidad que tenían.
—Disculpad, milady. Las hice pasar a la sala del desayuno. Espero haber
hecho lo correcto.
—Sí, Chambers, será mejor encararlo y resolverlo antes de tener a la isla
completa encima de nosotros. Por favor, sé tan amable de servirnos té. Vamos,
Jasmine —Cogió a la ex-bucanera de la muñeca y se dirigió escaleras arriba
precipitadamente—. Si vas a convertirte en una dama fina, deberás
familiarizarte con los aspectos menos agradables del asunto y tener una idea
más clara de dónde te estás metiendo: "Conocer al enemigo", dice siempre mi
abuelo.
En cuanto Alanis espió a las dos señoras y a sus jóvenes aprendices, todas
juntas apiñadas sobre el sofá color bordona, cotorreando enérgicamente, sintió
una intensa y urgente necesidad de aceptar el plan inicial de Jasmine y
esconderse. Eran aburridísimas entrometidas que no tenían nada que hacer más
que meterse en la vida de los demás y expresar sus afiladas críticas.
Obviamente, se encontraban allí con una misión.
—Buenas tardes, señoras —sonrió Alanis—. Qué agradable sorpresa.
Permitidme presentarles a mi querida amiga, la condesa Jasmine. Ha venido
desde Roma y apenas habla alguna palabra en nuestro idioma. Confío en que le
daréis la bienvenida a su consej... eh, círculo, al igual que lo hicisteis conmigo.
Las mujeres hicieron una reverencia riendo con disimulo. La señora
Greyson exclamó:
—¡Mi querida lady Alis! Qué agradable volver a veros. No nos hemos
visto más que una vez, pero ya siento que nos hemos hecho muy amigas.
—Mmm —sonrió Alanis—. Qué encantadora.
—Nuestra visita de hoy es de suma importancia —Madame Holbrook se
zambulló en el asunto en cuestión—: Un rumor de lo más inquietante ha llegado
a nuestros oídos. Vinimos hasta aquí de inmediato para investigar.
—De hecho, ¡nos apresuramos en venir para salvaros antes de que sea
demasiado tarde! —clamó Marianne.
—¿Salvarme? —Alanis tomó asiento, indicándole a Jasmine que hiciera lo
mismo—. ¿Salvarme de qué?
—¡De quiénes! Querida mía, tenemos firmes sospechas de que Su Señoría
está albergando a criminales peligrosos.
—¿Criminales peligrosos? —Alanis abrió la boca de manera dramática—.
¡No lo puedo creer! —Lanzó una mirada horrorizada a Jasmine, que tenía el
rostro pálido como una tiza, con la esperanza de que la pobre chica captara la
esencia de todo aquello—. ¡Qué atroz!
—Así es —resopló la señora Greyson—. ¡Bastante terrible! Quizá vos
podáis esclarecer un poco el asunto. De acuerdo con nuestras fuentes —
susurró—, el célebre pirata Eros y su promiscua amante se encuentran en esta
isla y en esta misma casa. ¿Y bien, cómo interpretáis vos todo esto?
—¡Por el amor de Dios! —Alanis cogió la mano de Jasmine con aspecto
horrorizado—. ¿Asesinos aquí?
—Bueno, ¿y qué aspecto tiene? —preguntó Marianne burbujeante y
agitadamente—. ¿Es apuesto? ¿Podemos verlo?
—Silencio, niña. No estamos aquí para hacerle una visita social a un brutal
asesino —la regañó la señora Greyson de mal humor—. Estamos aquí para
rescatar a Su Señoría.
Madame Holbrook tomó las riendas.
—Su Señoría tiene una importante misión que llevar a cabo y nosotras le
saludamos. Sin embargo, vos sois damas distinguidas que no estáis casadas.
Residir en los establecimientos de un hombre soltero sin la supervisión
apropiada, habiendo piratas... ¡Ah, eso es blasfemo! —Se estremeció—. Por lo
tanto, he tomado el asunto como algo de mi propia responsabilidad, como si yo
fuera el largo brazo extendido de vuestro abuelo, para asegurar que vuestra
reputación se mantenga intachable. Asumo esta responsabilidad, ni a la ligera
ni precipitadamente, y estoy dispuesta a dedicarme al asunto por exigente que
resulte. Como está escrito en la Biblia: "La inclinación hacia el mal es una de las
peores cosas, ya que su Creador lo llamó el mal". Su Señoría debería utilizar el
sentido común, ¡y encarcelar a esos rufianes en la fortaleza!
—Todo el mundo espera la ejecución en la horca y Su Señoría la posterga
—se quejó la señora Greyson con evidente irritación—. ¿Qué es lo que se trae
entre manos?
—¡Debéis deshaceros de ellos de inmediato! —resopló madame Holbrook
terminantemente.
Alanis les examinó los rostros encendidos. No sólo eran irrespetuosas
entrometidas, también eran sanguinarias. Combatiendo la urgente necesidad
que sentía de ponerlas de patitas en la calle, se dio cuenta de que ni reuniendo
todos los buenos modales posibles lograría sobrellevar aquella inquisición sin
perder del todo la cordura. A veces uno debía hacerse valer para poder poner a
los otros en su lugar.
—Me temo que estáis terriblemente mal informadas. Ese rufián que
mencionáis fue muerto ayer por la espada de Su Señoría. Entonces, si no se os
ofrece nada más...
—¡Pero a eso vamos! —exclamó la señora Greyson—. Todos lo hemos
visto. Un hombre alto, moreno, que entraron herido a la casa. Y a su lado iba
una mujer, una pagana cubierta de sangre con una melena rizada y
desordenada, ¡y llevaba puestos pantalones de hombre!
Alanis le echó una mirada a Jasmine, admirando al peluquero.
—De veras, señoras, debe tratarse de un error. Debéis haberlo imaginado
todo. Tal vez por el calor...
—¡Oh, Dios! ¡Que a una la consideren una mentirosa! —La señora
Greyson se desplomó hacia atrás, abanicándose el rostro—. ¡Rápido, Marianne,
mis sales aromáticas! Siento que me voy a desmayar.
A Alanis no la engañaba:
—Disculpad mi pobre elección de palabras. Quise decir que quizás vos
fuisteis testigos del acarreo de algún otro pobre diablo, pero seguro que no...
—¡Era Eros! —gritó Marianne agitadamente—. Tenía los cabellos negros y
un físico portentoso. Yo...
—¡Silencio, Marianne! Deja que lady Alis nos lo aclare. Al parecer hemos
pasado por alto demasiadas cosas —Un brillo de duda surgió en los ojos de
madame Holbrook—. ¿Dijisteis que sí trajeron a un hombre aquí?
Alanis se detuvo. Habría que seguir mintiendo para convencer a aquella
vieja astuta de que no había engaños.
Jasmine tosió discretamente.
—¿Un uomo?—Parecía pensativa—. Ah, mió fratello!
Alanis la miró sorprendida; luego ocultó una leve sonrisa.
—Por supuesto. ¡El hermano de la condesa! Qué hombre tan encantador.
Desafortunadamente, le agarró una terrible fiebre camino hacia aquí y en este
momento se encuentra indispuesto, pero me complacerá presentároslo cuando
se sienta mejor.
—¡No lo puedo creer! —madame Holbrook se levantó de un salto lista
para dar batalla—. ¡Lady Alis, os estáis yendo por las ramas y yo no lo
permitiré! ¡Exijo firmemente una respuesta que nos satisfaga!
De manera desafiante, Alanis se puso de pie y miró a la dama a los ojos.
Las otras dos se despegaron del sofá para sostenerle un frente de apoyo a la
señora. Para reforzar la defensa, Jasmine se unió a Alanis.
—Lo siento, señora —dijo Alanis—, pero no puedo dársela. Si seguís
insistiendo, me veré obligada a despedirlas.
—¡No seáis impertinente conmigo, jovencita! Como vuestra nueva dama
de compañía, exijo...
—Yo no soy ninguna jovencita, señora. Ya tengo veinticuatro años, que es
edad suficiente para andar necesitando de una tutora. En cuanto a mis modales,
no son más carentes que los vuestros.
—Yo no seré despedida...
—Vos no sois mi dama de compañía, madame Holbrook. Silverlake es mi
tutor, nombrado por mi abuelo, y la excelente compañía de la condesa también
me mantendrá a salvo. Bien, ya he contestado vuestras preguntas y debo
rogaros que os marchéis. Tengo que organizar un baile de gala.
Las puertas se abrieron y un inesperado Chambers entró con la bandeja
con el té. La señora se veía consternada.
—¡No dispensaré tal impertinencia! ¡Exijo registrar las instalaciones por
mi cuenta! —Avanzó peligrosamente hacia la puerta. Chambers fue rápido al
rescate y velozmente se interpuso entre la señora y la salida, abrazando la
bandeja de plata contra la pechera confeccionada a medida.
—Esta es la residencia privada del vizconde Silverlake —dijo Alanis
severamente—, y vos ya le habéis faltado el respeto de todas las maneras
posibles. Ya no sois bienvenida —Le sonrió con frialdad—. Buenos días.
Vencida aunque no del todo derrotada, madame Holbrook condujo a la
tropa de salida con un casual:
—¡Vaya, yo jamás...! —al tiempo que ignoraba a Alanis, quien la seguía
para confirmar la partida segura del consejo. Cuando llegaron al coche, la
señora dio el golpe final—: ¡Esta no es la última palabra, lady Alis! ¡Vuestra
indignante boca no quedará impune! ¡Qué insolencia! ¡Y viniendo nada menos
que de la nieta del duque de Dellamore! ¡Estoy tremendamente disgustada,
tremendamente disgustada!
Chambers cerró las puertas y otro "¡Qué insolencia!" quedó resonando
mientras Alanis y Jasmine regresaban a la sala absolutamente exhaustas, para
recuperarse tomando té con bollos.
—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea —dijo Alanis—. Madame
Holbrook es sólo un ejemplo de lo que te espera.
—Verdaderamente fue un ejemplo repugnante. Yo estaba aterrorizada. Si
subían y encontraban a Eros...
Alanis hizo una mueca.
—Yo no creo que Eros sea partidario de hacerle daño a las mujeres, pero
no me habría sorprendido si les hubiera cortado esas lenguas sueltas. Yo misma
tuve unas ganas terribles de hacerlo por mi cuenta.
Jasmine suspiró.
—Ya lo has dicho tú... El consejo de brujas. Gracias a Dios que montaron
en sus escobas y se fueron volando —Se miraron y rompieron a reír.
El coche de Silverlake se trasladaba dando tumbos por Windward Road
hacia la mansión del gobernador. La ruta estaba bordeada de palmeras y
cocoteros. Una orquesta estaba tocando un cotillón8. Alanis se sentía inquieta.
Esa noche se marcharía con Eros. Había escogido tener una aventura fantástica
en lugar de un hombre que no la amaba y una vida entre serpientes venenosas
como madame Holbrook. No se iría por mucho tiempo, y en cuanto a su
abuelo... Ella le haría entender. La vida era demasiado corta para perder el
tiempo lamentándose.
Lucas miró fijamente a Jasmine. Ella se sentó frente a él, con un vestido de
muselina con orquídeas adornándole los cabellos, cual tímida debutante. Alanis
había insistido en que asistiera al baile. Una vez que ella se marchara, Lucas no
dudaría en pedirle que se casara con él. Les deseaba buena suerte, ya que ella
estaba a punto de embarcarse en una aventura diferente: iba a conocer el
mundo... y lo haría con Eros.
Alanis también se vistió con suma dedicación, decidiendo que la muselina
ya no era un género acorde a una mujer aventurera. Llevaba puesto un elegante
vestido de seda color amatista —que ninguna cortesana francesa rechazaría— y
el mismo juego de joyas de amatista que había usado en aquel desafortunado
baile de Versalles en el que Eros se había fijado en ella por primera vez. Con el
estado de ánimo tan atolondrado en el que se encontraba, necesitaba la energía
de esa piedra que los romanos creían ahuyentaba las malas influencias de Baco,
el dios del desenfreno. Aunque algo había quedado pendiente: entre la visita a
la ciudad, la visita de las brujas, la mudanza a otros aposentos requerida por
Lucas y vestirse para el baile, se había olvidado de informarle a Eros de su
decisión.
Rogaba que él esperara hasta medianoche. Ella se escabulliría del baile a
las once en punto y tomaría el carruaje de regreso a casa. Con la multitud que se
esperaba, nadie notaría su ausencia.
El salón de baile era un hervidero de invitados. Había cena, baile, y vasta
conversación, pero nada superaba la emoción que a ella le corría por las venas
mientras esperaba las once campanadas del reloj.
Cuando al fin llegaron las once en punto, Alanis jadeaba de nervios. Se
escabulló sigilosamente, asegurándose de que nadie lo notara y pidió su capa.
Una vez en el patio ubicó el escudo Silverlake con el conductor al lado y lo
urgió a que la llevara de regreso. No había tiempo que perder.
Estaba bien oculta en la oscuridad del carruaje cuando la puerta se abrió y
subió una silueta envuelta en una capa.
—Regresa al baile. Lo que estás a punto de hacer es un error. Por favor,
créeme.
Alanis miró con la boca abierta el rostro oculto de Jasmine.
—¿Tú lo sabías?
—No vayas con mi hermano —le imploró Jasmine—. Por mucho que lo
quieras y le tengas la mayor de las estimas, él no es lo que crees.
La sutil advertencia de Jasmine le provocó un desagradable escalofrío que
le corrió por la espalda.
—¿Y qué es?
—Peligroso.
A Alanis se le helaron las manos.
—¿Peligroso? ¿En qué sentido?
—Para empezar, sus conquistas amorosas siempre comienzan con lujuria
y terminan con lágrimas. No las de él.
—¿Conquistas amorosas? —Una risa nerviosa burbujeó en la garganta de
Alanis—. Estás equivocada. No se trata de nada de eso. Eros me prometió
mostrarme algunos sitios interesantes del mundo. Tenemos un entendimiento
absolutamente decente. Sin compromisos.
—Me pregunto qué opinarás al respecto dentro de más o menos un mes.
Mi hermano es un demonio apuesto y perspicaz, y te hará dar vueltas la cabeza
como un carrusel. Si es que ahora no estás enamorada de él, lo estarás.
—No estés tan segura —respondió Alanis cortante—. Eros no es el motivo
por el que me marcho. He decidido cancelar mi compromiso y perseguir mis
propios sueños de una vez. Tú ni siquiera puedes entenderlo ya que siempre
has tenido la libertad de hacer lo que te plazca. Pero deberías estar agradecida
porque esto nos beneficia a ambas. Yo quiero mi libertad y tú quieres a Lucas.
—Por favor, deja que sea yo la que vaya en tu lugar. Tú has salvado la
vida de mi hermano y te estoy en deuda, pero más que eso, he llegado a
considerarte una amiga. La grieta que existe entre tú y Hunter es culpa mía.
Cuando me vaya, tendréis la posibilidad de enmendarlo y disfrutar de una
buena vida juntos.
—Ya es demasiado tarde para eso. Ya he tomado mi decisión y tengo
intención de llevarla a cabo.
Jasmine vaciló.
—En ese caso, te deseo bon voyage. Eros te mantendrá a salvo. Él es bueno
en eso —Besó a Alanis en la mejilla y se bajó—. ¿Qué debo decirle a Hunter?
—¡Dile la verdad! —respondió Alanis al tiempo que se despedía con la
mano mientras el carruaje se alejaba traqueteando.
** ** **
Alanis se levantó las faldas y subió las escaleras de prisa, rogándole a Dios
no haber llegado demasiado tarde. La puerta que daba a la habitación de Eros
estaba entreabierta. Una luz tenue se filtraba por la rendija. Ella tomó aire para
fortalecerse y entró. Las persianas le dieron la bienvenida chirriando
débilmente con la brisa, las cortinas de muselina susurraron suavemente, pero
no había nadie a la vista. Eros se había marchado.
Ella se hundió en la cama. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.
Había llegado demasiado tarde. Su última oportunidad de vivir el sueño de sol
brillante y libertad se había esfumado junto a Eros, tan repentinamente como se
había vuelto posible la noche anterior. Él debía de haberse escabullido por la
ventana y gateado por el tejado. Ella no era capaz de hacerlo ni siquiera gozando
de perfecta salud y Eros tenía una herida de veinte puntos en el costado. Ni
siquiera la había dejado despedirse.
Se secó la lágrima e inspeccionó el cuarto. La noche anterior se había
sentido tan feliz allí, tan esperanzada... Debía de haberlo soñado todo, pues el
destino no podía ser tan cruel con ella. Posó la vista en la mesita de noche.
Iluminada por la luz de una vela, la naranja de Eros descansaba exactamente en
el mismo lugar donde ella la había dejado.
—¡Malditos seáis tú y tus naranjas! —cogió la fruta con impulso y la
intención de arrojarla por la ventana. Una nota captó su atención. Estaba metida
debajo de la naranja. La desdobló de prisa y leyó: «Ciudad vieja. Hasta la
medianoche»—.¡Malditos seáis tú y tus naranjas! —Se rió y salió corriendo. Se
topó con Betsy—. ¡Betsy! Gracias a Dios —Alanis la cogió del codo y se la
llevó—. Necesito tu ayuda. ¿Cuál de tus muchachos anda cerca? ¿Jamey
Perkins? ¿Robby Pool?
—Supongo que Jamey está en la cocina, tomándose un trago. ¿Lo llamo?
—Dile que se encuentre conmigo adelante con el carruaje. ¡No hay tiempo
que perder!
—¡Milady! —Betsy quedó boquiabierta, pero Alanis la ahuyentó para que
fuera a la cocina.
—El cochero volvió a buscar a Su Señoría —explicó Jamey con aire de
disculpa al llegar con Betsy a la entrada con un caballo ensillado.
—No importa —exclamó Alanis. Cada minuto contaba. No podía
permitirse llegar ni un minuto más tarde—. Rápido, llévame a la ciudad vieja.
No hay tiempo que perder.
—¿A las ruinas? ¿A estas horas? —Los dos sirvientes intercambiaron
miradas alarmadas—. Pero milady, ¿y los fantasmas? ¿Los bucaneros muertos?
—Le recordó Jamey impacientemente.
—No hagas preguntas. Te lo ruego, date prisa —imploró Alanis—.
Ayúdame.
—Port Royal queda del otro lado de la bahía. Necesitaremos un bote —
Jamey la levantó para que alcanzara la montura y él montó detrás de ella, como
lo hacía cuando era niña y le enseñaba a montar a caballo.
—Ya encontraremos un bote, ¡de prisa! Llévame al muelle —El tiempo era
el enemigo. No le quedaba más que media hora hasta medianoche—. Betsy—Le
sonrió a la criada ansiosa—. Por favor, no te preocupes. Te veré en Inglaterra
dentro de algunos meses. Su Señoría te enviará a casa.
—¿Algunos meses? ¿Os marcháis con él? ¿Con el pirata? ¿Qué debo decirle
a Su Excelencia?
—Dile a Su Excelencia lo primero que se te ocurra. Yo regresaré pronto.
—¡Oh, milady! —Se lamentó Betsy—. Su Excelencia querrá mi cabeza por
dejaros partir, y Su Señoría... y vuestra ropa, milady, ¡vuestras joyas!
—Su Señoría enviará todo a casa contigo —La voz de Alanis se suavizó—.
Por favor, no llores. Estaré bien. Envíale mis saludos a Su Excelencia —Se
despidió haciendo un gesto con la mano al tiempo que Jamey picó espuelas.
El muelle estaba tranquilo. Jamey la ayudó a subir al bote del pescador y
cogió los remos. Una cálida brisa le abanicó el rostro, mientras se abrían paso
entre las aguas oscuras, pasando por Refuge Cay y Gallows Point, donde ella
vio el cadalso erguido a la orilla del agua, como una advertencia para todos los
piratas. Con las manos aferradas sobre la falda, ella rogó que el tiempo fuera
generoso con su búsqueda. Se estaba despidiendo del único mundo que había
conocido. Estaba cambiando su destino y enfrentándose al mundo. Estaba
depositando su confianza en un hombre al que había conocido hacía menos de
una semana, un pirata, un desconocido.
Llegaron a Port Royal, el infame pueblo de bucaneros antes de que lo
maldijera un terremoto. Sintió un hormigueo en la espalda. Jamey saltó a tierra
y la ayudó a bajar del bote.
—¿Deseáis que os acompañe, milady? —le preguntó con temor.
—No. Gracias, Jamey. Ya puedes regresar —Ella le sonrió de modo
tranquilizador. El pobre hombre tenía los pelos literalmente de punta.
Él frunció el entrecejo, evaluando la devoción y el miedo. La balanza se
inclinó hacia el miedo. Ocupando su puesto en el bote, dijo:
—Id con Dios, milady, y que Él os proteja.
Las viejas ruinas emergieron en la arena como una desalentadora lápida.
Estaba loca; sacudió la cabeza y comenzó a caminar por la playa iluminada por
la luna, maldiciendo la arena húmeda por arruinarle su mejor par de zapatos de
tacón de satén, ¡Sueño de sol brillante y libertad de verdad! ¡Era una idiota
imprudente! Escudriñó el horizonte envuelto en el manto de la noche. Un barco
flotando en el agua, bajo la luz de la luna, aguardaba a su capitán. ¿Dónde
diablos estaba Eros?
—¿Esperas a alguien? —se oyó decir a una voz profunda.
Alanis se dio la vuelta rápido. Eros estaba descuidadamente sentado en lo
alto de una enorme piedra. Una sonrisa de satisfacción le curvaba los labios al
tiempo que la recorría con la mirada. Ella llevaba puesta una capa que llegaba
hasta el suelo, prendida al cuello con una cinta de satén, que dejaba a la vista el
reluciente vestido de fiesta color púrpura y las piedras violetas que le
adornaban la clavícula. Tenía unos mechones de cabellos dorados adheridas a
las mejillas. El pulso le latía fuerte y visiblemente en la base de la garganta,
revelando su estado de nerviosismo. Estaba sin aliento y tiritando como la brisa.
—Pensé que te habías marchado —dijo jadeando, haciendo que su pecho
sobresaliera por encima del generoso escote.
—Todavía estoy aquí —Eros bajó de la piedra de un salto. Cayó
sigilosamente sobre la arena y se acercó a ella. Los ojos le brillaban con la luz de
la luna—. Entonces encontraste mi nota. Demasiado inteligente por tu propio
bien —Se paró justo enfrente, alto y moreno, con los cabellos renegridos batidos
por la leve brisa. Extendió las manos en la pequeña cintura y la atrajo hacia sí—.
¿Lo pasaste bien en el baile?
Con el corazón latiéndole como loco, Alanis lo miró a los ojos:
—¿Cuánto falta para medianoche?
Él le pasó un dedo por la graciosa curva del cuello.
—No mucho.
Ella frunció el ceño ante el tono de voz casual. Tal vez se trataba de un
error. Navegar por el mundo aún parecía ser una propuesta tentadora; sin
embargo, Eros era un desconocido, un peligroso e incomprensible desconocido.
La gran palma de su mano se deslizó por la espalda hasta llegar al cuello.
—Ahora no cambies de parecer, bellissima. Te vienes conmigo —Le silenció
potenciales protestas con la boca. El sabor, el calor de él la arrollaban. Ella lo
envolvió con los brazos y se sumergió en el beso. Las olas oscuras rompían en la
costa, salpicándole la piel. Era mágico. Como si las sirenas sedujeran a los
marineros para que se estrellaran contra las rocas. Mágico.
Unas voces entre risas disimuladas interrumpieron el beso.
—Capitano, ¿llegamos en mal momento?
Alanis se soltó. Había cinco hombres acercándose a la costa; un bote
chapoteó a orillas del agua.
—Creo que su doctora se niega a soltarlo —Los ojos divertidos de Nico la
recorrieron de manera atrevida.
Ella se acurrucó contra Eros, que le lanzó a Nico una mirada furiosa que lo
debilitó.
—Star zitto, Niccoló! Y todos los demás ¡también a callar! —Le cogió la
mano helada y la condujo hacia el bote.
—¡Espera! —Alanis hundió los tacones en la arena. Miró fijamente a los
hombres: la compañía con la que contaría de allí en adelante. Un escalofrío le
subió por la espalda. Sí era un error. Era imposible que se fuera con ellos. Se
encontró con la mirada inquisitiva de Eros—. Llévame de regreso, Eros. Por
favor. He cambiado de opinión.
Él la miró de hito en hito.
—Demasiado tarde. No puedo permitirme perder la marea.
Él le congeló la sangre con una mirada gélida. Fue como si se hubiera
vuelto loco y ella estuviera frente a otra cara de él: una fría, insensible. Ya no era
el cachorro juguetón y herido que ella había cuidado durante las dos noches
anteriores.
—Me iré sola —Ella intentó soltarse la mano, pero él la asió con más
fuerza.
Iba caminando adelante, arrastrándola contra su voluntad por la arena en
declive. Ella luchó y protestó en vano. La levantó en brazos y caminó con las
botas en el agua la corta distancia hasta llegar al bote. Los hombres estallaron
en risas.
—¡Callaos, idiotas! —Eros los cortó con una punzante mirada de
advertencia—. ¡Ahora, a remar!
Capítulo 8
Ella estaba de nuevo en el camarote negro y púrpura. Eros cerró la puerta,
guardó la llave en el bolsillo y contempló el gesto hostil de su rostro. Tenía la
piel brillante del agua del mar. Los cabellos dorados le caían hasta la cintura,
desordenados y húmedos. El vestido color púrpura brillaba bajo la suave luz
del farol.
—Te ves hermosa usando mis colores, principessa. Te sientan bien.
—Tus colores —dijo Alanis con desdén—. Te enorgulleces de estos colores
como si fueras un noble caballero luchando contra los sarracenos en Tierra
Santa, cuando en realidad eres un hombre malvado y ruin.
Un músculo palpitó en la mandíbula de él. Los ojos dejaban traslucir la
mirada de un depredador herido. Desvió la vista y se dirigió hacia el mueble de
las bebidas. Descorchó una garrafa de coñac y sirvió una medida en una copa
pequeña. Echó la cabeza atrás y bebió todo el contenido de un solo trago.
La voz de ella era eco de la escarcha de sus ojos.
—Llévame de regreso a Kingston. O la flota entera se abalanzará sobre ti y
te perseguirá hasta el fin del mundo. ¡Ni por un instante imagines que el
vizconde Silverlake abandonará a su prometida en manos de un pirata
despreciable!
Eros inclinó la garrafa en la copa.
—¿Estamos hablando de la misma prometida que huyó en medio de la
noche porque prefería viajar por el mundo con dicho pirata?
—Sabes perfectamente que cambié de opinión en el último momento. ¡Me
has secuestrado! ¡Te pueden colgar por esto!
Él le lanzó una mirada severa.
—¿Por qué no te vuelves nadando hasta Silverlake y se lo dices tú misma?
Estoy seguro de que le hará gracia, como a mí. Una advertencia: el Caribe está
plagado de tiburones. Será mejor que nades rápido —Caminó despacio hacia el
espejo y dejó la copa sobre el tocador. Con un movimiento rígido se quitó la
camisa y se examinó el torso en el espejo.
La imagen de su cuerpo bronceado y escultural aún tenía el poder de
perturbarla, pero el comportamiento de él de esa noche le hizo reconsiderar qué
tipo de cosas estaban perturbándola. Una extensa mancha de color carmesí
apareció en el vendaje blanco. La herida se le debía de haber abierto antes
cuando ella le había dado un codazo en la costilla. Eros maldijo y vació la copa.
En ese momento ella entendió el repentino apego al coñac. Los hombres ebrios
tendían a ser viles y salvajes, aunque este pirata ya lo era estando sobrio.
¿Cómo haría para arreglárselas con él tan borracho?
—Esta vez no la curaré —le informó ella—. No puedes comportarte como
un caradura y esperar gentileza a cambio.
—¿Y quién te lo ha pedido? —Vertió agua en una vasija y se lavó la cara.
Alisándose la melena oscura con los dedos húmedos, la miró a través del
espejo—: Ponte cómoda. No irás a ninguna parte, Alanis.
Ella se desabrochó la capa y la dejó caer sobre una silla.
—¿Qué es lo que intentas hacer conmigo?
Eros se ató los cabellos y volvió a mirarla.
—Este humilde siervo te está llevando a casa.
Maldito sea.
—¿A casa?
—Casa. Inglaterra. Abuelo. ¿Te suena? —Se concentró en quitarse el
vendaje.
Ella se preguntaba si aquella pesadilla sería su idea de retribuirle las
tonterías que le había dicho a Lucas sobre él. Obviamente, la había escuchado
por casualidad.
—¡Un comentario no merece la destrucción de mi vida! Yo te he salvado
de la horca y de morir desangrado. Lo menos que puedes hacer es dejarme en
libertad.
La irritación de él tomó forma de exasperación.
—No puedo liberarte, Alanis. Ojala pudiera. A pesar de la pobre opinión
que tienes con respecto a mí, esto no tiene nada que ver con vengarme.
—¿Y entonces de qué se trata? —preguntó ella bruscamente, y al instante
supo la respuesta—. Lo estás haciendo para ayudar a tu hermana —¿Cómo
había podido ser tan ciega, tan ingenua?—. Me mentiste. Jamás tuviste
intención alguna de mostrarme los sitios de los que hablamos. Todo era una
farsa.
—Yo no te forcé. Ofrecí una tentación y tú aceptaste. Estabas tan ansiosa
por escapar de Jamaica como yo de sacarte de allí. Tú encontraste la nota y
viniste detrás de mí, ¿recuerdas?
—¡Yo confié en ti! —¿Cómo había podido malinterpretarlo tanto? ¿Cómo
había podido sucumbir ante sus falsos encantos? Él era cruel, y no porque
blandiera espadas y dagas mejor que nadie, sino porque era horriblemente
astuto, furtivo como una víbora y absolutamente privado de conciencia—. ¿Qué
clase de mundo engendra un ser sumamente fracasado, desprovisto de todo
rasgo de humanidad?
Él contuvo la furia sin parpadear.
—Este mundo, Alanis. Este mundo.
—Qué triste para el mundo, y qué triste por ti. Tu mundo no vale la pena
ser explorado. Mejor me voy a casa.
—Sí, claro que lo harás.
La respuesta de él sólo le sirvió para reavivar su mal humor.
—¡Maldito hipócrita!
Eros suspiró.
—Es mí hermana pequeña. Yo hago lo que sea por ella. Lo que sea. Ella ama
a Silverlake y tú estabas en el camino. Nada personal.
—¿Nada personal? Para mí sí es personal, ¡bastardo! Se trata de mi vida, de
mi honor, de mis sueños que hiciste añicos. ¡Así que no te atrevas a decirme que
no es personal! Es absolutamente personal.
Él se dio la vuelta y la atrapó con su mirada azul brillante.
—Como mi beso, que al instante se vuelve nauseabundo. Creo que esta
noche ambos vimos nuestras ilusiones hechas añicos.
La dejó atónita. ¿Realmente se habría ofendido cuando ella rehusó a irse
con él? Ella podía fácilmente explicar lo que la había hecho cambiar de opinión
en la playa, pero en un arrebato de venganza femenina, escogió no hacerlo. Giró
en redondo y comenzó a caminar por el cuarto. Tenía que lidiar con esta nueva
contrariedad. Su abuelo le retorcería el pescuezo, justificadamente. Y Lucas...
ella era su amiga y lo había tratado como a un enemigo, creyendo que Eros era
su salvador. Decidió apelar a su sentido de la decencia una vez más, aunque
sinceramente dudaba de que poseyera alguno.
—Por favor, llévame de regreso —sonaba absolutamente irritada—. Yo no
represento ninguna amenaza para la felicidad de tu hermana. Aunque no lo
creas, al marcharme les deseé buena suerte. Espero que se casen. Lo único que
quiero es disfrutar de un mes bajo el sol de Jamaica. Seguramente tú tienes
cosas más importantes que hacer que acompañarme a casa.
—Si te llevo de regreso, tu prometido no tendrá el coraje de casarse con mi
hermana. Él la ama, pero la considera inferior a él. Como tú a mí. Creer que
huimos lo inducirá a casarse con ella. Se sentirá traicionado, rechazado,
deshonrado. Considerará el hecho de casarse con ella como una venganza justa
—Suavizó el tono de voz—. Ella está enamorada de él, tú no. ¿Por qué habrías
de estropearlo?
El tenía razón, y el hecho de saber que la respuesta de ella a sus besos lo
había hecho llegar a esa conclusión la hacía sentir aún peor. Recordó los
superlativos que los caballeros de Jamaica había utilizado para describir a los
Víboras de Milán: feroces guerreros extremadamente astutos que provocaban
un escalofrío en el corazón de sus semejantes.
—Cuánto te habrás deleitado al verme desempeñar mi papel de ingenua a
la perfección en tu astuto juego.
—No fue un juego.
—¿Entonces por qué tu hermana me advirtió que tú no eras lo que
aparentabas? Me imploró que me quedara en Kingston.
El músculo de la mandíbula se movió como triturando algo.
—Gelsomina me conoce bien. Debiste escuchar su consejo.
—De modo que no sólo eres un ladrón y un pirata; también eres pedante,
otro calificativo que sigue en la lista de tus destacadas cualidades —Ella
continuó deambulando por el camarote. Se detuvo en la puerta.
—Sabes que la puerta está cerrada con llave —le recordó Eros mientras se
examinaba el nuevo vendaje que se había puesto en la herida. No había
detenido la hemorragia, por lo que se lo quitó entero y puso el filo de la daga en
la llama de la vela—. Y si no fuera así, ¿qué magníficas vías de escape tenías en
mente? ¿Nadar con los tiburones o hacer uso de tus encantos con mis hombres?
Créeme, Alanis: correr por cubierta con ese vestido te llevará a provocar lo
contrario de lo que esperas.
—Debe de haber un tipo decente a bordo de tu balsa, Caronte.
—Yo no contaría con eso. Mis hombres no han tenido a una mujer en
meses. Estarían encantados de mantenerte a bordo durante una larga
temporada.
Maldiciéndose por ser tan tonta, bajó la vista al cinturón de cuero, que
descansaba sobre el sillón como por descuido. Tenía el soporte para las pistolas.
De manera audaz, ella tiró de una de las armas y apuntó a la fibrosa espalda
parada frente al espejo.
—Da la vuelta la embarcación. ¡Ahora!
Eros dejó caer la daga y se giró para hacerle frente. Ante los ojos de ella, se
transformó de un hombre cansado, herido y algo ebrio; en un merodeador
nocturno. Su expresión reflejaba fría templanza. Comenzó a acercarse a ella,
evaluando a la presa en silencio con ojos brillantes.
—Baja el arma, Alanis. No sabes cómo usarla y puedes hacerte daño a ti
misma en tu intento por dispararme.
—No quiero dispararte, pero tú mismo provocaste esta situación —
balbuceó ella mientras retrocedía—. No puedes moldear mi vida a tu antojo. Lo
que yo haga o adonde vaya será decisión solamente mía —Miró el arma
plateada que tenía entre las manos y movió un dedo tembloroso para montar el
martillo. No era una experta en disparar, pero sabía cómo utilizaban los
hombres aquella maldita cosa. Si iba o no a tener el coraje de apretar el gatillo
ya era otro asunto.
Él avanzó lentamente hacia ella.
—No me detestas tanto como para dispararme, así que sugiero que bajes
el arma antes de que te hagas daño o me obligues a hacer algo que sinceramente
no quiero hacer.
—Estás absolutamente en lo cierto. No te detesto. Te aborrezco —siseó ella,
pero lo que realmente aborrecía era su miserable reacción ante el contacto con
él. Incluso en aquel instante seguía sintiendo el estremecimiento que siempre
lograba provocarle su cercanía—. ¿Por qué tienes que ser tan bajo y mentiroso?
Me utilizaste. Manipulaste mis sentimientos. ¿Realmente eres despiadado?
¿Sólo finges ser humano? —Las lágrimas le inundaban los ojos.
Eros se detuvo. Su mirada punzante alternaba entre el rostro bañado en
lágrimas y la pistola, tratando de improvisar un modo de arrebatársela sin
causar daño a ninguno de los dos. Debió haber imaginado que hasta las mujeres
pacíficas eran capaces de tomar decisiones atolondradas cuando se sentían
acorraladas.
—Si bajas el arma, reconsideraré la idea de llevarte de regreso a Kingston.
—¡Estás mintiendo! —Los nudillos se le pusieron pálidos alrededor de la
culata de plata—. No tienes ninguna intención de llevarme de regreso allá.
—Y tú no tienes ninguna intención de matarme —recalcó él con cuidado—.
Ambos lo sabemos.
—¡Tú no sabes nada! —Dolida y decepcionada, recordó el increíble beso
compartido en la playa hacía una hora. Decir que era una tonta era
subestimarse; su idiotez era de un grado despreciable. Levantó la mano que le
quedaba libre para secarse las lágrimas. Eros se adelantó con rapidez. El pánico
se apoderó de ella. Incapaz de dispararle, se dio la vuelta y siguiendo un
impulso disparó el cerrojo de la puerta del camarote. Provocó una terrible
explosión; unos brazos como de acero la envolvieron por detrás. Sobre cubierta
se oyeron unos gritos sobresaltados. Ella miró fijamente y con temor la puerta
humeante. Junto a la cerradura apareció un hueco del tamaño de un puño.
Aquella noche, ella no había tenido ni una condenada gota de suerte.
—¡Obstinada tigresa salvaje! ¿En qué diablos estabas pensando? —Le
gruñó Eros al oído. Le sujetó la muñeca con fuerza y le arrebató la pistola de la
mano. La metió en la parte de atrás del pantalón con el cañón para abajo y la
hizo volverse para que lo mirara de frente. Estaba furioso; sujetándola de los
hombros la sacudió con tanta fuerza que la hizo echar la cabeza atrás mientras
ella lo miraba a los ardientes ojos azules fijamente—. Pudiste haberte hecho
daño, Alanis, ¿eres consciente de eso? ¿Y si la bala impactaba en un metal en
lugar de madera y rebotaba? ¡Pudiste haberte matado, tonta temperamental!
La sostuvo fuerte del mentón y le examinó rápidamente la pálida piel
hasta los pies, asegurándose de que todo estuviera en orden. Alanis lo miró
boquiabierta, sorprendida de ver auténtica preocupación reflejada en sus ojos.
¿Cómo era posible que una persona fuera despreciable y considerada al mismo
tiempo?
—Al diavolo! Estoy decidido a amarrarte al poste de la cama y mantenerte
allí hasta el final del viaje.
Unas pesadas botas venían corriendo a todo prisa por la escalera de
cámara. Alguien golpeó la puerta.
—Capitano, ¿qué ha pasado? —Giovanni vociferó afuera. Sus compañeros
también expresaron preocupación.
—¡Nada! —respondió Eros bruscamente por encima del hombre de ella. La
soltó y ella se volvió a mirar la puerta cerrada. Un ojo apareció por el hueco, y
afuera alguien rompió a reír. Ella notó que el ojo que espiaba iba cambiando. La
curiosa pandilla del Alastor se turnaba para espiar adentro del camarote. Eros se
dirigió hacia la puerta, se arrancó bruscamente la cinta que le sujetaba los
cabellos y la metió en el hueco, bloqueando la vista—. Va bene, monos, se acabó
el chiste. Buonanotte.
—Buenas noches para vos también, capitano. ¡Si nos necesitáis, disparad!
—Las risas disimuladas y las palmadas en el hombro disminuyeron, mientras
los tacones de las botas se retiraban por el corredor, retornando a ocuparse de
sus propios asuntos.
Alanis no era tan afortunada. Al encontrarse con los ojos furiosos de Eros
y su aspecto ceñudo se le aceleró el pulso. Esa noche había aprendido cómo se
sentía ser la presa de una pantera. Con una determinación espeluznante él se
aproximó precipitadamente. Ella pegó un grito y corrió a un lado, refugiándose
detrás del poste de la cama. Cautelosamente, lo observó a través de la cama de
seda color púrpura mientras él lentamente acortaba la distancia que los
separaba.
Eros se detuvo ante el poste de la cama más cercano al que ella estaba
aferrada y apoyó la mano en el poste esculpido.
—Me gustaría saber qué es lo que está pasando por esa tortuosa mente
femenina que tienes. ¿Por qué diablos le disparaste a la puerta? ¿Creías que al
atravesarla vencerías el obstáculo para regresar a Jamaica? ¿O quizás no estabas
dispuesta a soportar ni un minuto más mi despreciable y humilde compañía?
Bastaba una sola palabra para que te instalara en un camarote privado. De
hecho, en cuanto entregues tus piedras púrpuras allí es precisamente donde te
encontrarás.
Alanis lo miró asombrada.
—No puedes quedarte con mis joyas, ¡bruto codicioso! Merecías que te
hiciera explotar la puerta. Ojala te hubiera disparado a ti.
Él miró al techo, pidiendo paciencia en silencio. Chasqueó los dedos:
—Vamos. Entrega las malditas joyas y vete a un camarote aparte.
Ella entrecerró los ojos.
—¡Jamás!
—No puedes conservarlas a menos que no te importe pasar las próximas
tres semanas encerrada. Y lo mismo va para tu lindo vestido color ciruela. No te
tendré desfilando por cubierta como un abundante menú, llamando demasiado
la atención: tener a mis hombres confundidos ya es extenuante, y encima tú me
desairas en cuanto tienes oportunidad. Todavía tengo algo de ropa vieja de mi
hermana a bordo. Creo que te irá bien —Y ante la expresión atónita de ella, le
examinó la silueta deliberadamente, demorándose en el pecho que subía y
bajaba. Una sonrisa voraz se le extendió en los labios—. Aunque quizás la
encuentres ceñida en algunas partes.
Las mejillas se le tornaron de color rojo cereza.
—Ningún caballero se atrevería a hablar de ese modo.
Sonriendo de oreja a oreja, Eros cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó
en el poste.
—Jamás he pretendido ser un caballero. Demasiados impuestos que pagar.
Yo, tesoro, soy libre de hacer lo que me plazca, inclusive desvestir damas poco
dispuestas —dijo arrastrando las palabras, relamiéndose mentalmente.
Ella le lanzó una mirada de desprecio.
—Puedes enrollarte esa lengua y meterla de nuevo en la boca. Puede que
tú no seas un caballero, pero yo sí soy una dama.
Su sonrisa burlona se convirtió en otra de oreja a oreja.
—Más interesante aún.
Ella evaluó la situación, contemplando la posibilidad de esquivarlo. Tenía
la espalda contra la pared, hacia la izquierda había más muebles y atrás las
portas abiertas; la cama estaba hacia la derecha, y justo enfrente de ella el
mismísimo diablo. Se adelantó un paso hacia ella, torciendo los labios en una
sonrisa abyecta.
—¿Buscando el modo de fugarte? En mi camarote casi no hay sitios donde
ocultarse. Entonces... por qué no entregas tu pila de joyas y damos esto por
concluido, ¿eh?
—¡Vete al diablo! —masculló ella ante su expresión divertida.
—El diablo y yo nos llevamos muy bien. De hecho, somos muy amigos. A
veces, es difícil diferenciarnos —Se acercó más, dejándola acorralada entre sus
brazos y la pared. Ella se estremeció. No de miedo. Estaba demasiado
perturbada para sentir miedo. A pesar suyo, lo que ella sentía era un tremendo
deseo de acariciarlo. Bajo la tenue luz, su piel era oscura como el chocolate
esparciéndose sobre los músculos firmes.
Eros la observó. Debió de haber percibido el aire cargado entre ambos,
pues su sonrisa burlona desapareció y en su lugar, un ardiente deseo le
oscureció los ojos. Le hundió los dedos entre los cabellos, deleitándose con la
sedosa abundancia.
—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó con voz ronca, atrayéndole más
la cabeza—. Eres terriblemente hermosa y yo estoy muy ebrio. Mi santidad está
pendiendo de un hilo.
A ella el calor le recorrió todo el cuerpo desenfrenado. La voz sonó como
un susurro débil y quebradizo:
—Sé que eres muchas cosas, Eros, pero no creo que seas un violador.
Extendió la gran mano por el cuello y lentamente le recorrió el hombro
desnudo, acariciándole la piel.
—Pero ese es el problema, amore. No creo que vaya a ser violación.
Ella tragó saliva, maldiciendo esa conocida sensación que le subía por el
cuerpo en forma de espiral. En ese instante supo cómo se había sentido Eva en
el Jardín del Edén, cuando seducida por la serpiente cogió la manzana
prohibida. Arqueó el cuello y volvió la cabeza a un lado para evitar la tentación.
—Sí lo sería.
—¿De veras? —susurró la Víbora al tiempo que probaba su cuello,
tragando el perfume que ella tenía adherido a la piel. Gimiendo suavemente,
con la lengua y los labios trazó una huella de fuego en el hueco vulnerable entre
el cuello y el hombro. Alanis se quedó inmóvil, luchando contra el hechizo
embriagador que la hacía entornar los ojos lánguidamente. Estaba combatiendo
a dos enemigos poderosos, no a uno: Eros, y la loca atracción que sentía hacia
él. Sucumbir sería la opción más pobre que jamás hubiera escogido. ¿Cuáles
habían sido las palabras exactas de Jasmine? Sus conquistas amorosas siempre
comienzan con lujuria y terminan con lágrimas. Tenía que resistir. Si le interesaba
conservar algo de su devastada autoestima, tenía que resistir.
Le acarició los suaves labios rosados con un dedo:
—¿Por qué cambiaste de idea esta noche en la playa?
Ella le sostuvo la mirada, con su respiración rozándole levemente el
pulgar.
—¿Qué importancia tiene ahora? De todos modos, jamás tuviste la
intención de llevarme a los sitios de los que habíamos hablado.
—¿Pensaste que te dejaría con otro hombre? Aunque mi hermana no
hubiese conocido a ese imbécil, yo hubiera hecho exactamente lo mismo.
Silverlake no era el hombre para ti, Alanis, y en lo más profundo de tu corazón
lo sabes —Le acarició los labios con los suyos, dejando que sus cálidos alientos
se mezclaran. El intenso olor a coñac a ella le embriagó la cabeza. Dios, cuántos
deseos sentía de que la besara, ¿pero se detendría allí?—. Dime que no sientes
lo mismo que yo, amore, y te dejaré tener tu propio camarote esta noche.
Alanis cerró los ojos sintiendo por anticipado cómo el beso le empañaba
los sentidos. Ella sí que quería tener su propio camarote, insistía una voz interior,
pero sus labios parecían incapaces de pronunciar las palabras.
Eros se inclinó sobre el cuerpo de ella:
—Él te importa un comino —le susurró sensualmente en la curva de la
mandíbula—, es a mí a quien quieres, a pesar de mi espíritu malvado y mi
lastimoso origen humilde, y lo peor es que yo también te quiero a ti —Le rozó la
mandíbula suavemente con los dientes blancos—: Mucho.
Alanis casi se derritió en el suelo. Con el corazón latiéndole con fuerza, se
apoyó contra la pared, embriagada por la intensa fragancia almizcleña que
llenaba la penumbra, que emanaba de ese vigoroso hombre que le bloqueaba
los sentidos. Le apoyó las manos en el pecho empujándolo levemente,
deslizándolas con suavidad por su piel sinuosa y aterciopelada.
—Quiero mi propio camarote —le susurró, sorprendida por el instinto de
preservación que aún poseía.
—No, no lo quieres —Le aferró la nuca y le selló los labios. Le llenó la boca
con la lengua, aunque la sensación era de invasión absoluta. Ella emitió un
gemido a modo de respuesta y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo,
se entrelazó alrededor de él sin querer soltarlo. Él la condujo meciéndola hasta
la cama y cayó encima. Los besos se volvieron más y más suaves, dulces,
haciéndola sentir que era el tesoro que él había estado buscando durante todo
su miserable vida y, ahora que lo tenía, no estaba dispuesto a renunciar a él.
Ella se retorció debajo de él, horrorizada por cómo se sentía, de cómo él la hacía
sentir.
—Eros... —dijo acariciándole la mejilla. La incipiente barba se sentía tan
suave y sedosa como la cabellera.
Él se apoyó en los antebrazos. La melena renegrida se esparció sobre el
rostro de ella; los ojos le brillaban como piedras preciosas.
—¿Cómo hemos llegado a esto, Alanis? ¿Es que estábamos condenados a
convertirnos en amantes?
Nuevos indicios de pánico latieron en su cabeza. Ella sentía deseos de
besarlo y acariciarlo, ¿pero estaba dispuesta a arrojar su vida por la borda por
un instante de locura?
—Creo que... esto ha llegado demasiado lejos.
—No pienses —Le mordisqueó los labios, seduciéndole los sentidos,
atizándole el deseo habilidosamente.
Un sollozo de deseo le brotó de la garganta. El abismo de su alma clamaba
por él, ansiosa por absorberlo hacia las solitarias cavidades de su corazón. Le
acarició la dócil melena negra y recibió las hambrientas estocadas de su lengua
con suaves ronroneos femeninos.
Eros se hizo a un lado colocándola encima suyo. Le desabrochó el vestido.
De manera experta, le desenlazó la ropa interior y luego se la quitó presionando
fuerte de los costados.
Los latidos del corazón le retumbaban en los oídos. Ella apenas pudo
respirar o pensar cuando Eros le quitó el resto de las prendas una por una,
arrojándolas sobre la alfombra. Cuando ya no llevaba nada puesto —salvo la
enagua y unas bragas cortas a la moda—, él volvió a rodar hasta quedar encima.
Se extendió sobre los muslos tersos y contorneados y acomodó las caderas
contra la suavidad de ella. La parte delantera de los pantalones, dura como una
roca le aplastaba los volantes de las bragas, excitándola de manera
indescriptible.
—Santo Michele... —dijo él repitiendo los mismos pensamientos confusos
de ella, al tiempo que apretaba la boca ardiente contra los cremosos pechos
abultados. Con los dientes encontró un pezón firme a través de la fina tela de la
enagua...
Ella le enterró las uñas en los músculos de la espalda; arqueó el cuerpo,
avivando un profundo deseo ardiente. Aquella no era una seducción inofensiva.
¡Tenía que detener esta locura! Estaba a punto de...
Eros se apartó bruscamente. Haciendo rechinar los dientes en una sarta de
improperios en italiano, con una expresión de debilidad. Cerró los ojos y
respiró fuerte. Alanis se sintió aliviada y preocupada al mismo tiempo.
—Eros —Le enmarcó el rostro con las manos—. ¿Es tu herida? ¿Está
sangrando de nuevo? Déjame ver.
Él abrió los ojos y la miró de una manera indescifrable y firme. Le buscó
por detrás del cuello y le desabrochó el collar. Demasiado consternada como
para moverse o emitir una protesta, ella sintió cómo le quitó el brazalete y los
pendientes. Cuando tuvo en sus manos la pequeña fortuna de ella, se sentó.
Deslizó las joyas en el bolsillo, se pasó una mano por la cabellera y apoyó los
codos en las rodillas.
Alanis se quedó rígida y le miró furiosa el perfil. Sintió un escalofrío que le
llegó hasta los huesos. Percibiendo su mirada, Eros levantó la cabeza. Parecía
asombrado de su propio ardid. Fría como el hielo, ella levantó la mano y le dio
una fuerte bofetada en la mejilla.
—Vuelve a tocarme y juro que te mato —le prometió.
Pasó un instante. Aunque ella percibió el asombro dibujado en sus ojos, el
rostro de él toleró el ataque inexpresivamente. Ese no era un hombre, reflexionó
ella. Era un témpano. Él se puso de pie con rigidez y fue hacia la botella de
coñac. No le importó servirse en la copa. Se lo bebió con los ojos cerrados.
—Existe un precio espiritual por el tipo de vida que tú llevas —le dijo ella
con calma—. «La conciencia, torturadora del alma, aunque sea invisible, blande
un feroz flagelo en su interior. Aunque te confieses a ti mismo tus propios
crímenes, tu conciencia será tu propio infierno».
—¿Qué es lo que sabes tú acerca del infierno, de la conciencia, o de nada?
—dijo y lanzó un suspiro irregular—. Acabo de hacerte un favor.
—¿Un favor? Estás mintiendo, miserable ladrón. ¡Ojala ardas en el
infierno!
Él se encontró con aquellos ojos color aguamarina brillantes de rabia.
—Probablemente tus deseos se cumplan.
Ella lanzó una mirada al medallón que se balanceaba en el pecho
masculino.
—Te adornas con hermosos emblemas, pero en tu caso, ¡la víbora significa
un lamentable proyecto de hombre! Compadezco al legítimo dueño.
Él dirigió la vista hacia el escudo antiguo. La inscripción decía: Francisco
Sfortia Dux Mediolani Quartus. Él frunció los labios en un gesto burlón.
—Sí, yo le robé los emblemas a un excelente ejemplar de la nobleza que es el
último lazo de una ilustre dinastía. ¿Le sorprende, mi recatada y delicada
dama? ¿Es que esta nueva información le suma una mancha más a mi carácter
malvado y ruin?
Alanis lo miró de manera imperturbable.
—Ya nada de lo que hagas me volverá a sorprender.
—Bien. Entonces no te sorprenderá ponerte un par de pantalones de mí
hermana, porque eso es lo que usarás el resto de lo que dure el viaje.
Capítulo 9
Mientras el coche alquilado atravesaba los portones de Versalles, Cesare
contemplaba el imponente palacio y recordaba las inmortales palabras de
Montesquieu: «El brillo y el esplendor que rodea a los reyes constituye parte de
su poder». Bajó de un salto y estiró las piernas. Era un largo trayecto desde
París. Hacía algún tiempo, Luis había mudado su residencia a esta villa oscura,
por ende forzando a que la corte entera se mudara a aquel paisaje monótono.
No obstante, centenares de ellos habían llegado y estaban por todas partes,
deambulando por el parque o fornicando en el interior del palacio. Él les sonrió
a las damas que habían salido a dar un paseo y se preguntó si sería posible
persuadir a Luis para que olvidara aquel desafortunado incidente.
Lamentablemente, en ese momento él no tenía tiempo para dedicarle. Las
recepciones oficiales tenían lugar en los Grands Apartments situados en el ala
norte. Cesare sabía exactamente lo que les diría a los auxiliares de la corte que
levantaban barricadas a cada paso. El protocolo decía que cuanto más favorecía
el rey a un cortesano, más posibilidades tenía éste de que se le permitiera
ingresar a palacio. Bien consciente de que él estaba arañando el final de su
bendita lista de elegidos, Cesare recurrió a métodos solapados. En cuestión de
minutos, se encontraba caminando por la Galerie des Glaces, haciendo sonar los
tacones con seguridad en el suelo de parqué.
La voz poco hospitalaria de Luis resonó desde el interior de su despacho:
—¡Entra, Sforza! ¿De qué se trata esa gran urgencia que dices tener? ¡La
única urgencia que al rey de Francia le concierne es una amenaza a su
permanencia en este mundo!
—Sua Maestá —Cesare se adelantó de prisa, haciendo reverencias todo el
camino hasta llegar a los zapatos plateados del rey. Se irguió haciendo un
ademán exagerado y le sonrió. De inmediato, ubicó con la mirada a Jean-
Baptiste Colbert, consejero financiero de Luis, parado junto al trono de satén
azul adornado con lirios dorados.
—Te escucho —masculló el rey. Los rasgos bien empolvados debajo de un
peluquín con rizos castaños pertenecían al rostro de un anciano arrugado. Tenía
los ojos cansados y enrojecidos—. ¿Cuál es la naturaleza de tu "grave urgencia
política de guerra", según lo calificas, y que hábilmente te llevó a burlar a los
guardias del palacio?
Cesare se aclaró la garganta:
—Su Majestad, jamás me hubiera atrevido a imponerme, a menos que...
—Sí, sí, continúa —Luis hizo un gesto con la mano con poca paciencia.
—He venido a ofreceros en bandeja a Su Majestad al general Saboya y a su
corsario, Eros.
La mala predisposición del Rey Sol se revirtió.
—¿Saboya, dijiste?
—Sí, Su Excelencia.
—¿... y a ese condenado pirata que ha estado acechando mi marina? —
Luis abandonó el trono de un salto con la agilidad de un pollo—. ¡Habla! ¡No
me tengas pendiente de tu próxima palabra!
—Monsignor, desde aquel fiasco con ese puente de Cassano...
El rey se irritó.
—¿Qué fiasco? ¡Fue una confusión! ¡El mariscal de Vendóme eclipsó a
Saboya, como siempre, y en París se cantó el Te Deum durante una semana
seguida! ¡Fue una victoria brillante!
Para los austríacos, corrigió Cesare mentalmente, que también cantaron el
Te Deum en Viena.
—Señor, el Emperador está ocupando Milán...
—José9 no es un emperador. ¡Es un idiota charlatán! —Luis caminaba
inquieto de un lado a otro.
Cesare se esmeró por encarar el asunto de manera apropiada.
—Como príncipe de Milán, yo...
Luis se detuvo y alzó una ceja pintada:
—¿Príncipe, Cesare? ¿Príncipe de qué?
Cesare rechinó los dientes:
—Me he encargado de investigarlo —persistió—. Como Su Majestad bien
sabe, mi país está en llamas por culpa del maldito Saboya.
—Así es, pero no debes preocuparte. El Mariscal de Francia, le Duc de
Vendóme, ¡hará picadillo con ese ingrato! ¿Sabías que Saboya era mi protegido?
Al morir su padre, me apiadé de él. Era una cosa flaca y huesuda. Lo destiné a
la Iglesia. ¡El ingrato bribón se ofendió! ¡Se cambió de bando y me apuñaló por
la espalda! Le ofrecí el gobierno de Champagne como mariscal de Francia, pero
me escupió en la cara y se unió a las fuerzas de los perros ingleses. Ahora está
derramando sangre francesa junto a ese canalla de Marlborough.
—¡Saboya es un bastardo sanguinario! ¡Una deshonra para todos los
italianos! —proclamó Cesare de manera dramática.
—¿Italianos? ¡Qué tonterías! ¡Eugéne-François de Savoie-Carignan es
francés! Si vosotros los italianos tuvierais una pizca de su fortaleza, hoy
estaríais más unidos de lo que estáis. Todavía no conozco al italiano que
unifique a ese país.
Irritado por la crítica, Cesare dijo:
—El pirata que mencioné...
El rey lo miró entrecerrando los ojos.
—Sé quién es Eros, Sforza.
Cesare se sintió incómodo.
—Él es la mano derecha de Saboya en la costa de Berbería —Una mentira
cuidadosamente elaborada que le haría ganar el principado más rico de la
Cristiandad.
—Eros significa mucho en la costa de Berbería —afirmó Luis, sin morder
el anzuelo.
—Su Majestad, el pirata Eros es para Eugenio de Saboya lo que Francis
Drake era para la reina Elizabeth10, sólo que esta vez el objetivo no es España,
sino...
—¡Francia! —Luis terminó la frase con una mirada furiosa—. Los
austriacos tienen un modus vivendi similar a los turcos, y yo también, pero los
corsarios del Magreb continúan acechando mi flota militar y comercial.
—¡Es él, Su Majestad! Él los controla. ¡Eros controla a los corsarios
argelinos!
—Nadie controla a los corsarios argelinos, ni siquiera el sultán —
pronunció con disgusto. Miró ferozmente a Cesare—. ¿Y cómo te ves inserto en
un esquema de acontecimientos más amplio?
Cesare se alzó imponente con su metro noventa de altura y fingió un aire
de severidad.
—Mis hombres aguardan en Gibraltar hasta recibir órdenes, señor.
—¿De veras? —Luis frunció los labios—. Vamos, entérate de los hechos. El
Peñón fue capturado el año pasado por las fuerzas combinadas de Inglaterra y
Alemania. ¿Cómo es posible que tan perturbadoras noticias no hayan llegado a
oídos de tus diligentes espías?
Cesare pasó por alto el insulto.
—Tengo un plan, señor. Con la asistencia de Su Majestad facilitándome un
buque de guerra completamente equipado, interceptaré al pirata cuando
retorne del Caribe.
—¿Cómo sabes que regresará antes de que esta maldita guerra termine?
¿Y cómo sé que no vienes a buscar mi ayuda haciéndote pasar por aliado,
cuando en realidad tienes intención de utilizarme para financiar tu pequeña
guerra personal?
A Cesare se le secó la lengua dentro de la boca y el rostro se le encendió.
No obstante, cual astuto gato callejero experto en el arte de la supervivencia, se
recuperó rápidamente.
—Lo detendré y lo utilizaré para llegar a Saboya.
A Luis le temblaron las grietas de su rostro empolvado.
—Qué gracioso eres, Cesare —Rió entre dientes—. Siento deseos de reír y
llorar al mismo tiempo. Por favor, permíteme a mí ocuparme de Saboya.
—¿Y el buque de guerra, señor? —insistió Cesare con discreción.
Luis le lanzó una mirada a su consejero.
—¿Qué opinas sobre este asunto, Jean?
—Bueno —dijo Colbert—, ya hemos enviado barcos para cazar a Eros,
pero él burló a la Marina todas las veces. Ya nos ha costado diez buques de
guerra, señor, uno de ellos era su preferido...
—¡Por supuesto que lo recuerdo! —Luis rió de oreja a oreja sorprendiendo
tanto a Cesare como a Colbert—. El asunto de la fragata era lo que teníamos que
resolver. Hace tres años, cuando él estuvo en Versalles, compartimos un
pequeño juego de naipes, y él iba ganando, como siempre... ¡Ese rufiánl ¡No
tuvo la gentileza de perder ante el rey de Francia! —El rey se tomó un instante
para tranquilizar su reavivado fastidio—. Alors, antes de perder Versalles ante
aquel diable, yo sugerí finalizar el juego, pero él propuso subir la apuesta
diciendo que se apoderaría de una de mis fragatas en el término del año. De
más está decir que me reí de su escandalosa soberbia, y acepté. Al cabo de tres
meses, recibí una nota suya donde me informaba que había rebautizado mi
buque insignia, mi mejor fragata, el Alastor —Luis terminó el relato de buen
humor, como correspondía a un hombre poderoso que se podía dar el lujo de
no rebajarse ante una persona menos importante—. Me sorprendió que no la
nombrara: Le Roi Bouffon, El Rey bufón.
Cesare se sentía demasiado deprimido como para preguntarle qué era lo
que aquel canalla le había ganado al rey.
—¿Bien, Cesare? ¿Qué te hace pensar que tú podrás desafiar a Eros y
triunfar cuando mis almirantes han fallado? Él es un excelente estratega.
Conoce el Mediterráneo tan bien como la palma de su mano. Sin embargo, tú
sólo eres conocido por vaciarte una botella de coñac de vez en cuando. En otras
palabras, le tengo poca fe a tus habilidades.
El ánimo de Cesare se marchitó y pereció. Luis lo miró con aire pensativo:
—Dime qué es lo que realmente quieres. Desde luego que no arriesgarías
tu pellejo a cambio del escaso beneficio de un buque de guerra. ¿De qué se
trata?
Cesare vaciló. Luis lo había arrinconado hacia un sitio más conveniente.
—Quiero Milán.
La Presencia Divina explotó en renovadas risas:
—¿Era eso? ¡No me lo esperaba! Cesare le habría dado un puñetazo a
aquel rostro empolvado.
—¿Por qué Milán no podría pertenecerme? Perteneció a mis antepasados
durante miles de años. La merezco. Es mía.
—No. Es mía —lo corrigió Luis.
Cesare se tragó la rabia.
—Pero Su Majestad necesita un soberano leal y local que conozca al
pueblo. Yo soy ese hombre. Por la Gloria de Francia, concededme la orden de
cumplir con esa gesta.
—¿Y qué hay del pequeño asunto relacionado con el medallón? —
preguntó Luis—. El Emperador denegó tu investidura ducal porque no pudiste
mostrarlo y probar que eras el siguiente Sforza en la línea sucesoria. Y ya que
ambos sabemos a quién pertenece dicho medallón, dudo que alguna vez seas
duque. José no es menos quisquilloso que su difunto padre en seguir el
protocolo.
—El mundo está cambiando, señor. Para cuando la guerra termine,
Francia no necesitará la aprobación del Imperio para designar a un gobernante
de su elección. Será el Emperador el que busque la aprobación de Su Majestad
para esos asuntos. ¡El Rey Sol gobernará el albor de una nueva era!
Luis inspiró una bocanada de aire e hinchó el pecho de placer.
—¡Así será, por cierto! —Se tomó un instante para disfrutar de la imagen
que Cesare le había instalado en su mente al tiempo que contemplaba el
frondoso horizonte que se extendía más allá de las ventanas—. Está bien —
expresó con un gruñido—. Tendrás tu barco, y cien mil monedas de oro de la
corona, la mitad de las cuales las recibirás al llevar a cabo el cometido. Sin
embargo... —le aclaró a Cesare atravesándolo con aquella mirada
intransigente—. Harás exactamente lo que yo te diga.
Cesare casi le da un beso, aun con aquel polvo desagradable.
—Sí. Sí.
—Ve hacia Argel. Camúflate. No quiero que ni tú ni yo llamemos la
atención. Localiza los contactos de Eros, a sus aliados y a sus enemigos. Habla
con los jenízaros. Son fácilmente sobornables, ya que lo primero que buscan es
enriquecerse. Si es necesario, dirígete al rey Abdi, soberano de Argel. Su precio
debería ser el más económico. Habla con los rais, los líderes de los corsarios.
Aunque son leales a Eros, de todos modos podrían sernos útiles.
—¿Sí... señor? —preguntó Cesare con humildad, sin captar demasiado el
punto.
Luis suspiró:
—Sobórnalos —le explicó despacio—. Te entregarán a Eros en bandeja.
—¡Sí, Su Majestad! —el ánimo de Cesare se elevó hasta el cielo—. Lo
encontraré y lo mataré.
—Y te convertirás en el futuro duque de Milán, bajo mi investidura —
resumió el rey con satisfacción—. Sólo que no lo traigas aquí. La última vez que
él estuvo en Versalles, mi nueva amante le solicitó al arquitecto que construyera
una estatua del dios del Amor con arco y flecha, con la imagen de Eros y la
ubicó en el parque junto a la de ella. ¡Una deshonra!
—¡Más bien una subestimación monumental! —Cesare se agitó de
disgusto. No le causaba ninguna gracia que su peor castigo hubiera sido
invitado a jugar a los naipes con el rey y hubiera coqueteado con la amante de
éste.
—Ahora, márchate —Luis le hizo un gesto con la mano—, pero recuerda:
si pierdes mi oro en la mesa de bacará, deberás ir tras Eros de todos modos,
Capítulo 10
Una imagen del sueño de sol brillante y libertad, la Isla de la Tortuga,
atraía a Alanis desde el otro lado de la bahía de vivido color turquesa. Una
suave brisa que acarreaba música de guitarra y mecía las palmeras que
bordeaban la costa. Había tabernas y burdeles ocultos entre la frondosa
vegetación. De mal humor, parada junto a la barandilla, maldecía a ese odioso
hombre que le había prometido mostrarle el mundo y de modo egoísta había
desembarcado sin ella. Estaba clavada en el bote mientras él y sus compinches
vagaban a gusto por la Isla del Pirata.
Se oyó gritar una voz desde el castillo de proa, anunciando el cambio de
guardia. Ella vio a Giovanni y a cuatro de sus colegas reunidos para coger el
bote. Ella dio un audaz paso hacia delante.
—Hola.
Ellos la miraron boquiabiertos, aún sin acostumbrarse a ver damas
vestidas de marineros, dedujo ella. A Alanis le agradaba bastante su nuevo
atuendo. Durante una semana había estado residiendo en el pequeño camarote
y usando las viejas ropas de Jasmine. Andaba hecha una brabucona por
cubierta, con botas, pantalones y con los cabellos atados en una coleta; se sentía
elegante y libre. Miró a los hombres:
—Me gustaría desembarcar. ¿Puedo subirme a vuestro bote?
Cuatro mandíbulas se abrieron con gesto estupefacto. El francés,
Barbazan, les guiñó un ojo a los compinches:
—No me importaría quedarme a bordo para entretener a esta dulce y
delicada criatura.
—No eres tan valiente —Giovanni rió ahogadamente.
—Barbazan sabe de sobra cómo probar el nuevo objeto de deseo al capitán
y cómo robarlo —Nico, el navegante de ojos color avellana y cabellos color miel,
rodeó con su brazo los hombros de Barbazan—. ¿No es cierto?
Alanis aclaró la garganta. Igualando el francés de ellos dijo:
—Bien, ¿vamos o no?
Cinco rostros se ruborizaron. Giovanni barbulló:
—¿A Tortuga? El capitán no lo aprobaría.
¡A Alanis le importaba un comino si aquel hipócrita explotaba en
infinitésimos pedazos de la rabia!
—Eros difícilmente está en situación de regañar a nadie, amigos míos. Si
vosotros vais a las tabernas y los burdeles, yo voy —Cuando ellos estallaron en
carcajadas, ella cruzó los brazos por encima del pecho y dio un taconazo en el
suelo—. Vaya panda de machistas, ¿eh? Bromistas buenos para nada. A mí no
me interesa beber, jugar ni perseguir mujeres como a vosotros. Yo sólo quiero
echar un vistazo rápido a la isla, nada peligroso —Las carcajadas se escucharon
aún más fuertes. Entonces ella avanzó hacia las escaleras laterales, dispuesta a
subir al bote por su cuenta. Dudaba seriamente de su habilidad para usar los
remos, y después de la advertencia que le había hecho Eros acerca de los
tiburones, no sentía verdadera urgencia por nadar, pero no estaba dispuesta a
que los detalles técnicos la retuvieran. Lo único que se necesitaba era un poco
de ingenio.
Detrás de ella, escuchó decir a Barbazan:
—Podemos vigilarla. Con nosotros está a salvo.
—¡Idiota! ¡Nos cortará el cuello! ¡Nos dijo específicamente que nos
mantuviéramos alejados de ella! —Nico profirió con furia.
Alanis se dio la vuelta y lo deslumbró con una sonrisa:
—No puedo pensar en sentirme más a salvo con nadie que contigo, Nico.
¿Qué hay de malo en divertirnos un poco, eh?
Nico parpadeó:
—Quizás, si le pregunta, el capitán esté de acuerdo con llevarla a tierra él
mismo.
Ella tuvo que morderse fuerte la lengua para evitar expresar su opinión
acerca del capitán.
—Él nunca anda cerca. Ha desembarcado hace una semana y no ha
regresado. ¿Cómo voy a hacer para hablar con él? ¿Tal vez pueda enviarle una
nota? —Se le ocurrió una idea. Pasó una pierna por encima de la barandilla—.
Llevadme con él inmediatamente. De lo contrario, ¡saltaré por la borda e iré
hasta allí a nado!
Instantáneamente, Nico la sujetó fuerte y tiró de ella hacia atrás. Ella se
soltó retorciéndose y gritando:
—¡Si me encerráis, usaré la porta! Veremos quién es quién cuando me
encuentre con vosotros en la isla dentro de una hora.
—Todos hemos visto lo que habéis hecho con su puerta —rió Nico
burlonamente—. Os creemos.
—¡Eros nos matará como a perros! —advirtió Greco, el regordete jefe de
artilleros.
—¡Al menos no somos cobardes perros romanos como tú, Greco! —dijo
Barbazan bruscamente.
—¡Basta! —gritó Giovanni—. La llevaremos hasta Eros y dejaremos que él
decida qué hacer con ella. Pero si os queda algo de sentido común en esas
cabezas huecas, mantened las manos en los bolsillos.
Ella seguía sonriendo cuando desembarcaron quince minutos más tarde.
En La Nymphe Rouge, el establecimiento más desprestigiado de la costa de
La Española, se servía el mejor licor, satisfacía a los peores rufianes y ofrecía un
cuarto privado para los capitanes en el segundo piso. Los peligrosos arrecifes de
coral que rodeaban la isla protegían sus navíos de los ojos vigilantes de la ley y
todos gozaban de tranquilidad para entretenerse sin prisa, compartir heroicas
historias de atrocidades, regocijarse de las ganancias obtenidas ilegalmente y
planificar atracos lucrativos sobre nuevos blancos.
—Se te ve preocupado, Vipére.
Reclinado sobre un diván, con una prostituta granulienta sobre sus
rodillas, el capitán Bolidar de La Belle Isabelle le lanzó una mirada divertida al
hombre alto tumbado sobre un sofá de color escarlata que había debajo de la
ventana. Con las piernas enfundadas en botas cruzadas sobre el alféizar, Eros
miraba el cielo con el ceño fruncido.
Riendo, Bolidar se quitó del regazo a la ramera y cogió una nueva botella
de vino. Se desplomó en una silla frente a Eros y volvió a llenar las copas.
—Déjame contarte mis problemas, mon ami. El vino y las mujeres: los
peores dioses que un hombre puede venerar.
—Motivo por el cual los franceses contraen matrimonio y cultivan la vid,
Bolidar —Eros bajó las botas al suelo y cogió el vino—. Al menos busca algo
interesante en qué gastarte el dinero.
Bolidar suspiró filosóficamente.
—Sí, estás en lo cierto; pero si yo fuera a mezclarme con los cortesanos de
Versalles, como tú, mi fortuna se reduciría drásticamente y eso me llevaría a la
pobreza extrema.
Eros rió ahogadamente.
—Tus miedos a la pobreza no te detuvieron anoche al pagarle tremenda
suma a una de las prostitutas sólo por verla desnuda. Créeme, Bolidar, por ese
precio podrías tener hasta a la reina Ana bailando desnuda en la cubierta de La
Belle Isabelle.
—¿A una horrible inglesa? ¡Qué desagradable! Pensé que los italianos
tenían mejor gusto.
—Horrible o no, Ana Estuardo sabe sin duda usar la cabeza. Esta guerra le
está haciendo un agujero en el bolsillo, y no es que ella posea minas de oro en
Panamá.
El francés bebió el vino de un sorbo.
—¿Y en qué dirección te llevará el viento la próxima vez?
Eros vaciló:
—Este.
Una amplia sonrisa se dibujó bajo el fino bigote de Bolidar.
—Evasivo como siempre. Pero dime, Vipére, ¿de qué lado estás en esta
guerra? ¿O también ese es un tema tabú?
—Obviamente, yo no tengo necesidad de preguntarte a ti de qué lado
estás, mon ami —Rió Eros burlonamente.
—Todo boucannier al sur de las Bahamas se ha alistado. Con una carta de
apoyo de mi rey, yo sigo haciendo lo que mejor sé hacer —Rió Bolidar—. ¿Pero
y qué hay de ti? ¿No tienes carta de apoyo?
—¿Este interrogatorio tiene que ver con conducirme a que me aliste en las
filas de Luis?
—¿Por qué no? —Bolidar hizo un mohín típico francés—. No estás
obligado a serle leal a nadie. Eres un hombre sin patria. Puedes jurarle fidelidad
a cualquier rey.
Dando vueltas a la copa, Eros examinó el líquido rojo.
—No he nacido en la luna, Bolidar.
—Tú dices ser italiano pero no existe tal cosa, mon ami. No hay Italia. Sólo
hay píncipes italianos que se odian y luchan entre sí.
Un frío hastío se grabó en el rostro de Eros:
—Mientras su país está siendo pisoteado y saqueado.
—Uf, qué deprimido estás, Vipére. Piensa en los dulces botines flotando en
alta mar.
Un brillo cálido se reflejó en los ojos de Eros. Examinó a Bolidar.
—Para responder a tu pregunta: no me confabularé contigo, mon capitaine,
aunque me haya adueñado de algunas fragatas de Luis.
—¡Me has leído el pensamiento, mi astuto amigo! —brindó Bolidar—.
¿Pero quizás querrías reconsiderarlo?
Eros se bebió de un tirón el resto del vino y depositó la copa vacía sobre la
mesa.
—La respuesta es no —declaró rotundamente—. No derramaré mi sangre
por Luis. Ni por nadie más por esa causa.
Bolidar lo miró con astucia.
—Estás de pésimo humor, mon ami. Si no te conociera bien, diría que
tienes una mujer en mente. Los franceses somos expertos en olfatear esos
asuntos.
—Escuché que Edward Teach anda navegando por estas aguas—comentó
Eros con tono insípido—. ¿Tienes intención de hostigarlo ahora que tengas la
bendición de tu rey para cazar buques ingleses?
—¿Estás loco? ¡Es Barbanegra! Yo estaba hablando de amor. ¿Por qué
tenemos que hablar de ese cerdo que navega un condenado buque de guerra?
Mi corbeta no cuenta con el suficiente armamento para atacarlo.
—¿Y no hay buques de guerra en alta mar? ¿No puedes hacerte con uno?
Bolidar lo miró pasmado.
—¿Hacerme con uno? ¿Así de sencillo?
Con un brillo de humor en los ojos, Eros ofreció:
—Imagínate que fuera un bote de remos.
—¿Un bote de remos?
—Un bote de remos. Como los de los pescadores que están en la costa.
Bolidar frunció el ceño desconcertado.
—¿Entonces pretendes que robe un bote de remos?
Sin poder contenerse, Eros estalló en una carcajada:
—¿Te da cargo de conciencia robar un bote cuando has sido un ladrón y
un pirata que ha robado buques y cargamentos y saqueado a todo el que se te
cruzaba en el camino? Si eres tan remilgado, quédate aquí.
—Uf... la cabeza me da vueltas con tus disparates. No todos los que
navegan los mares tiene deseos de morir como tú. Eres demasiado audaz, Eros.
Tú no conoces el significado del miedo.
—Tenemos un concepto del miedo diferente, eso es todo. Exasperado,
Bolidar reclamó:
—¿Qué es tan difícil de entender acerca del miedo? Cuando a uno lo
persigue un enemigo más poderoso, huye. Uno no quiere morir. Eso es tener
miedo —Resolló con fastidio.
—Hay cosas peores que temer a la muerte.
—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?
Eros captó la mirada irritada del francés pero se guardó la respuesta.
** ** **
Íie de la Tortue, también conocida como la Isla de la Tortuga, era un gran
nido de piratas. Caminando sin prisa con los marineros italianos, Alanis se
mostraba muy curiosa. Las pandillas de malechores de todo el mundo se
pavoneaban por las sinuosas calles, abriéndose paso entre los habitantes y
traficando sus extravagantes botines a mitad o a un cuarto del precio del
cauteloso mercado. Después de llenar sus bolsillos con oro, lo despilfarraban en
juego, parranda y causando asombro en el vecindario con riñas y juergas de
medianoche.
En medio de esta multitud de vulgares villanos, los piratas del Alastor
parecían una manada de dóciles corderos. Paseando amistosamente hacían
sentir a Alanis segura y bien acogida entre ellos. Aún no había oscurecido y
todos los rufianes ya andaban ebrios. El vocerío gobernaba todos los callejones,
el bullicio y las groseras risotadas femeninas. Era el grupo más terrible de
cazafortunas que Alanis jamás hubiera imaginado le llamaría la atención en
aquel pueblo impío. Estaba fascinada.
Se detuvieron en la entrada de una espantosa guarida, con un cartel de
bronce y madera que decía: La Nymphe Rouge. Alanis espió el interior. Se
estremeció al descubrir que, de todas las pocilgas, aquella parecía ser la más
repugnante. Se acomodó el gorro de lana roja que le servía como disfraz y entró
con los hombres. La invadió un espeso aire cargado de humo, sudor, licor y
perfume barato. Las luces brillantes perforaban las nubes opacas. Flotaba una
música alegre. Greco y Nico eligieron una mesa donde había dos hombres
mugrientos sentados aletargadamente: uno roncando y el otro mirando
fijamente una jarra vacía. Los italianos los levantaron y los arrojaron fuera al
callejón.
Sentada, Alanis miraba a su alrededor con picara fascinación. A juzgar por
sus coloridas prendas y aún más coloridas palabras, los franceses, alemanes,
españoles, portugueses y algún que otro asqueroso inglés atestaban el espacioso
salón, maltratando prostitutas, cantando desafinados y básicamente
entreteniéndose con sus verrugas y todo. Ella sonrió de modo exultante: ¡lo
había conseguido!
Giovanni llamó con una seña a un mesonero barbudo para pedirle un
trago. Barbazan le sonrió:
—¿No encontráis ofensivo este lugar, mademoiselle?
Alanis se encontró con su mirada de admiración:
—En absoluto. Para mí, tiene cierto... eh, atractivo orgánico, por decirle de
algún modo. Con este disfraz y con vosotros a mi alrededor, me siento
perfectamente a salvo para divertirme más de lo que había imaginado en toda
mi vida. Gracias por traerme hasta aquí, Barbazan. Sé que puede causarte
problemas con tu capitán, pero siempre te estaré agradecida —Se inclinó hacia
delante y le dio un beso en la mejilla.
Él sonrió con placer.
—¡Gracias, mi hermosa dama! Vos sois una demoiselle muy valiente. No
sólo por no temerle a mi capitán, sino porque se atreve a vivir su vida como le
plazca.
Si eso fuera cierto, suspiró Alanis. Se encontró con los ojos sonrientes de
Greco y Giovanni, pero fue Nico el que habló:
—Hemos decidido que no es necesario que el capitán se entere de nuestra
escapada de hoy.
—Yo no diré nada si vosotros no habláis —expresó ella con una sonrisa y
recibió otra encantadora a modo de respuesta.
Llegó el pedido: jarras rebosantes de ron y una fuente repleta de
salchichas. Para satisfacción suya, ella fue escogida para proponer el primer
brindis. Estaba absolutamente conmovida; se mordió el labio devanándose los
sesos.
—¿Por qué no bebemos por...? —Alzó la copa bien alto—: ¡Por el vino y las
mujeres!
Los hombres parpadearon, intercambiaron miradas divertidas y brindaron
en el aire:
—¡Por el vino y las mujeres!
Las copas tintinearon, el ron se derramó y el corazón de Alanis se hinchó
con un brindis privado: ¡Por mi sueño de sol brillante y libertad! Bebió de un sorbo
agridulce de ron junto con los demás.
Una vez que el calor le invadió el cuerpo despacio, ella sonrió a los cinco
agradables rostros que la rodeaban:
—¿No vais a invitar... eh, a alguna de las damas a que se os unan? No
querría arruinaros la diversión.
—No hay prisa —Nico se desparramó en la silla, provocándoles sonrisas
socarronas a sus compinches.
—¿Por qué habría de haberla? —se burló Greco—. ¿Después de haber
tenido a todas las mujeres de esta isla?
Nico se puso nervioso, cruzó los brazos sobre el pecho y murmuró con
mal humor:
—Me estoy reformando.
Todo el mundo estalló en risas. Con los ojos bien abiertos, Alanis analizó
los rostros contentos, sin estar demasiado segura de cómo responder ante aquel
impactante arrebato de sinceridad, pero dado el espíritu del lugar ella le ofreció
a Nico una mirada amable y abierta y dijo:
—Entonces, no faltaba más, no te apresures.
La mesa se sacudió con más risotadas y todos vaciaron las jarras. Al rato
Greco dijo:
—Niccoló, ¿no habías prometido contarnos un chiste?
—Si, tú eres una fuente de chistes —lo alentó Daniello con la boca llena de
salchichas.
Nico le lanzó una mirada:
—Sí sé un chiste nuevo, pero no quisiera ofender a la dama.
—¡Aquí no hay damas, sólo amigos! —Alanis se llenó la boca con una
salchicha. Estaba exquisita. La piel crujiente se le desharía deliciosamente entre
los dientes; la carne picante crepitaba en su lengua. Ya no le volvería a entrar el
vestido color púrpura, pero como ya no lo tenía, no le preocupaba demasiado.
Nico carraspeó:
—¿A dónde va un inglés después de tirarse a su esposa? —Rió de modo
travieso. Al ver que nadie ofrecía una respuesta voluntariamente, los
complació—: Afuera, a descongelarse.
El chiste era muy bueno; todos estallaron en carcajadas. Alanis
simplemente se quedó con la boca abierta.
—No más chistes de mujeres inglesas —los regañó Barbazan y miró a
Alanis de manera incómoda.
Le gustaría haber comprendido por qué. Bebió el ron de un sorbo y se
lamió los labios.
—Esos son los únicos que sé —Nico se encogió de hombros a la defensiva.
Debía de haber consumido demasiado ron, porque de repente lo cogió:
—¡Afuera, a descongelarse! —Una alegre carcajada le llenó la garganta.
Sentada entre aquellas sabandijas estaba pasando el mejor momento de su vida.
Desafortunadamente, la cabeza empezó a darle vueltas. Necesitaba
desesperadamente tomar un poco de aire fresco antes de ponerse en ridículo
por completo. Poniéndose de pie de un impulso dijo—: Si me disculpan,
caballeros... Creo que será mejor que salga un momento. No tardaré.
Arrastrando la silla, se dio la vuelta para salir, pero le vino un poderoso
mareo. Nico fue rápido tras ella. La cogió del codo con gentileza.
—Permitidme acompañaros afuera, madonna.
La terraza de La Nymphe Rouge tenía paredes pintadas de blanco y una
bóveda de estrellas. La noche había caído y las antorchas estaban encendidas
por todo el pueblo. Las luces de los barcos titilaban a lo lejos sobre las oscuras
aguas. El aire había refrescado y soplaba una suave brisa desde el mar.
—Tomad asiento —Nico la arrastró hasta un banco y se puso en cuclillas
junto a ella—. ¿Os sentís un poco mejor?
—Sí, gracias. Temo que esta noche me he excedido. No tengo costumbre
de beber alcohol, pero tampoco estoy acostumbrada a pasarlo tan
maravillosamente. Gracias.
—No hay de qué, madonna. Yo tampoco suelo pasarlo tan bien.
Ella sonrió. A pesar de sus fanfarronadas, Nico era un tipo amable. No
obstante, ella prefería estar a solas.
—¿Os molestaría mucho si os pido que vengáis a buscarme en un
momento?
Nico se puso de pie rápidamente.
—En absoluto. Tomaos el tiempo que queráis. Aquí estáis a salvo.
A solas, ella apoyó la cabeza contra la pared y contempló las
constelaciones que iban apareciendo. Se preguntaba cuál sería la estrella polar,
la guía de los marineros, y rezó para que siempre guiara a sus nuevos amigos y
los mantuviera a salvo. Inhaló la deliciosa fragancia de las flotes y escuchó los
sonidos de júbilo que flotaban a su alrededor. Estaba medio adormecida cuando
unas voces invadieron su conciencia.
—Cuando esta guerra acabe seré rico y famoso. Mi rey me otorgará un
título por mis esfuerzos y me jubilará enviándome a vivir a un latifundio. Allí
escribiré mis memorias: Los placeres de la isla encantada. ¡En París todos
brindarán en mi nombre y las hermosas damas se desmayarán a mis pies!
—¿De veras? ¿Todos en París brindarán por ti? Ten cuidado de que Luis
no esté ya brindando por ti, Bolidar.
Ella abrió los ojos de golpe. Eros estaba allí. No tenía deseos de toparse
con él, no esa noche, y mucho menos en la isla. Completamente sobria, se puso
de pie con dificultad.
—Ahora te burlas de mí —dijo el francés arrastrando las palabras—, pero
cuando llegue a Versalles, perderás toda ventaja con los grandes cortesanos.
Harán cola para conocer al capitán Bolidar. Pero no dejes que esto de desanime,
mon ami le Vipére, pues yo recordaré nuestra amistad y guardaré mi mejor cara
de hereje sólo para ti.
—Tu generosidad me abruma —Rió Eros burlonamente—. Recuérdame
enviarte una nota.
Con la curiosidad carcomiéndola, Alanis avanzó lentamente junto a la
pared, en dirección a las voces. La luz se filtraba por una puerta abierta. Con la
cara pegada a la pared, espió hacia dentro.
El acompañante francés de Eros estaba en el centro del cuarto, sonriéndole
al hombre que estaba sentado en el sofá rojo junto a la puerta abierta.
—No seas tan engreído, mon ami. Es cierto que tú tienes más suerte con las
mujeres, ¡pero morbleu! ¡Te superaré, a pesar de tu salvaje encanto italiano!
Alanis estiró el cuello para ver mejor quién era el ocupante del sofá. La
lustrosa cabellera oscura le resultó demasiado familiar. Se giró y pegó al
espalda contra la pared. El corazón le latía tan fuerte que tenía miedo de que se
escuchara el desbocado ritmo.
—¿Salvaje, dijiste? —La voz de Eros se oyó junto a ella, del otro lado de la
pared—. En eso quizás tengas razón, amigo mío. Hace muy poco me han
considerado de bestia.
Bolidar rió.
—Sin duda fue alguna de tus ex-charmantes. Los corazones rotos que dejas
a tu paso igualan a los cadáveres. Disfrutas y luego olvidas. Al igual que la
mayoría de nosotros.
—Esta vez no, Bolidar. Esta vez me la veía venir.
—¡Aja! De modo que sí tienes una mujer en mente. ¿Alguna campaña
fallida?
¡Alanis casi se muere allí mismo y en ese preciso instante, de todas las
cosas que decía!
—Una mujer hermosa jamás ignora sus encantos, mi joven amigo —
Bolidar lanzó un suspiro—. Te sugiero que seas cauto.
—No tengo intención de caer en la trampa de su maldito fastidio, así que
puedes guardarte tu consejo —expresó Eros con un gruñido.
—Ah, pardieu! —clamó Bolidar con exasperación—. Es una joven. ¡Y de la
nobleza! Apuesto a que es muy hermosa, ¿eh? ¿Y rubia?
—Tiene la cabellera rubia más hermosa que puedas imaginar. Y de ojos
felinos.
Alanis se deslizó por la pared hasta quedar en cuclillas junto al marco de
la puerta abierta mirando bobamente las estrellas. Abajo, una mujer cantaba
acompañada por las suaves cuerdas de una guitarra española. La mezcla
embriagadora se confundía en la cabeza de Alanis saturada de alcohol y las
palabras de Eros. ¿Ella tenía ojos felinos?
—Ve abajo, Vipére. Es tu Cecilia la que te está cantando. La has ignorado
toda la semana regresando sigiloso a tu barco todas las noches. Ahora pienso
que debes de tener a una mujer en tu camarote a quien regresas, tal vez una de
ojos felinos, ¿eh?
Eros deslizó una mano en el bolsillo lateral y palpó un manojo de joyas
frías.
—No hay tal mujer —Suspiró y dejó la mano adentro del bolsillo.
—Si te has cansado de Cecilia, tal vez la convenza de dar un paseo
conmigo por la playa. Ella es la más hermosa de esta isla.
—Para lo que me importa, puedes llevártela a París. Bolidar exhaló
enérgicamente.
—Veo que esta noche estás decidido a sufrir. Te dejo con tu malhumor.
Adieu —Esbozó un ademán inestable y luego se marchó hacia la juerga que
había abajo.
Alanis apoyó la mejilla contra la pared fresca, sintiendo la presencia de
Eros del otro lado. Detestarlo cuando estaba convencida de su indiferencia era
mucho más sencillo. Era fácil descartarlo por ser un vagabundo despiadado que
codiciaba sus joyas y deseaba humillarla, pero en ese momento ella se
preguntaba si no habría algo más en su comportamiento que lo que ella había
querido creer. De ser así, ¿por qué se había detenido aquella noche en que la
había tenido debajo de él, ansiosa por recibir sus besos y caricias?
Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Gracias a Dios, él había
puesto fin a la locura de esa noche. No sabía qué hubiera hecho él de haberla
llevado a ese punto sin retorno. Al menos ahora le quedaba algo de dignidad,
aunque no era gracias a su espantosa falta de abstinencia. El realmente le había
hecho un favor. El único aspecto escalofriante de su proceder, algo que aún la
horrorizaba, era su poderosa fuerza de voluntad. Eros tenía un control total y
absoluto de sí mismo.
Tras decidir no arriesgarse a exponerse, Alanis se puso de pie y
sigilosamente se abrió paso entre las sombras, rumbo a los marineros que la
aguardaban abajo.
¿Cómo se podía despreciar a un hombre que la consideraba demasiado
hermosa para describirla con palabras, que había rechazado a ardientes
vampiresas y que regresaba sigilosamente a su barco todas las noches?, se
preguntaba Alanis un momento más tarde sentada en el sofocante salón con sus
amigos marineros. No obstante, estaba obligada a dejarle las piedras de
amatista y el vestido de fiesta. Si por ella fuera, podía atragantarse con ellos. El
era un canalla despreciable y merecía ser tratado como tal: con absoluto y
completo desprecio.
Al menos ella había sentido el sabor de la libertad; después de todo, el
viaje no había resultado del todo en vano. En tres semanas estaría de vuelta en
Inglaterra, apaciguando a su abuelo, tratando de convencerlo de que ser
tachada por la sociedad como un desastre no era el fin del mundo. Ella no
estaba del todo convencida de que aún quisiera un esposo, ni de que alguna vez
lo hubiese querido. Todo lo relacionado con el matrimonio parecía conspirar en
contra de las mujeres. Básicamente, la naturaleza del contrato nupcial tenía que
ver con cederle la libertad, los bienes y todo lo demás al hombre, por ende
dejando a la mujer sólo con el título de mujer de ahí en adelante. Como una
esclava. El esposo era dueño de la esposa. Si ella tenía una aventura amorosa,
técnicamente el amante le usurpaba la propiedad al esposo; pero dada la
mercenaria naturaleza de los hombres, era menos probable que el esposo
agraviado se batiera en duelo que presentara una demanda por injurias. El
abuelo de ella garantizaba que, casada o no, su nieta quedaría bien protegida
cuando él ya no estuviera. De modo que no tenía necesidad de contraer
matrimonio para asegurarse el futuro. Ella podía casarse por amor.
Esa idea le resultó tan perturbadora que tuvo que tomar otra ronda de ron
antes de regresar al Alastor. Casarse por amor. El recuerdo de cómo Eros la había
despertado al deseo le aceleró el pulso. Incluso con sus defectos —y el canalla sí
que tenía algunos incorregibles— la había hecho sentir... ¡Oh, Dios! La había
hecho sentir que se estaba derritiendo, que él haría cualquier cosa por ella, que
podía quedarse inmóvil y con los ojos cerrados siempre que él no se detuviera...
Su mirada se posó en una silueta alta y dominante que se dirigió hacia el
bar. Una mujer se inclinó sobre el cuerpo robusto, y lo envolvió con sus
voluptuosidades como una planta trepadora. La condenada mujerzuela tenía
cierto encanto. Alanis pensó en marcharse, pero en lugar de eso decidió
quedarse ¡y echarle maldiciones!
—Ahí va Cecilia, probando sus encantos de nuevo —observó Daniello.
Alanis escudriñó a la pareja del bar. Eros sí tenía aspecto de estar
aburrido.
—¿Crees que él se rendirá? —preguntó Greco dando un codazo a su
compañero—. La ha estado esquivando la semana entera.
—Yo creo que se cansó de ella hace meses —respondió Daniello.
—Ella jamás se cansará de él —aportó Giovanni—, no después de que la
rescatara de aquel nido de ratas y comprara su libertad. Lo intentará una y otra
vez hasta que zarpemos.
—El debería decirle que ha perdido el interés y dejar que el resto lo
intentemos —murmuró Nico.
—¡Veo que has recuperado el vigor, donjuán! —rió Giovanni en voz alta.
Nico se puso furioso.
—¿Por qué siempre me estás fastidiando? ¡Dale a otro la tabarra para
variar!
—Nadie es tan interesante como tú, Niccoló. No somos más que una
pandilla de tipos viejos y aburridos.
A pesar de su estado de ánimo, el comentario de Greco hizo sonreír a
Alanis. Las mujeres que ella conocía eran todas aburridas. Si ella fuera hombre,
se convertiría en un marinero.
Una sombra alta y oscura cayó sobre la mesa.
—¿Qué hay, sinvergüenzas? No os caigáis dentro de la jarra. Levaremos
anclas con la marea de la mañana.
Los hombres se quedaron helados. Alanis se mordió el labio inferior; él
estaba parado justo detrás de ella.
Giovanni recuperó la calma:
—Únase, capitán. Greco, acerca una silla para el capitán.
—No es necesario —dijo Eros de manera amena—. Ya nos íbamos.
Alanis se estaba conteniendo los comentarios antipáticos sobre las
prostitutas del muelle cuando una mano firme se posó en su hombro.
—¿No es así, milady? —La pregunta retórica fue reforzada con un
halagüeño apretón en la delgada clavícula de ella. Ella alzó la vista. El la miró
ferozmente.
Con aspecto preocupado, los cinco marineros protestaron algo de modo
incomprensible. Una ceja renegrida se levantó en un gesto divertido cuando el
capitán del Alastor examinó los rostros preocupados de sus hombres.
—Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora. Jamás me han acusado
de arrancarle la cabeza a un hombre por expresar su opinión.
No había mucho que decir y todos lo sabían. Eros no iba a dejarla
entretenerse en tabernas. Alanis no tenía otra opción más que acompañarlo. La
cogió de la mano y se la llevó.
El cuarto privado del segundo piso estaba bien iluminado y vacío. Había
unas pinturas de filies de joie desnudas juxta-puestas con llamativos divanes,
todo con un aspecto bastante andrajoso. Eros la llevó hasta el sofá color
escarlata, que parecía el sitio más seguro del cuarto, y se desplomó en el sillón
que había frente a ella. Escogió una copa limpia y la llenó de vino.
—Bébetelo —le ordenó al colocarle la copa frente a ella. Con desánimo, la
miró en silencio.
Alanis echó una mirada a la copa y luego alzó la vista.
—¿No crees que ya es demasiado tarde para eso?
—Bebiste con mis hombres, beberás conmigo.
¡Cuando las ranas críen pelo! Ella se quedó en silencio.
Un músculo le latió por el enojo en la mandíbula. Hundió su enorme
cuerpo en el sillón de modo descuidado: le recordaba a un niño malcriado
teniendo un berrinche. De pronto se le ocurrió que el todopoderoso Víbora era
—según las palabras de Lucas— de dudosa naturaleza humana, aunque sí de
carne y hueso.
—Rocca regresó hoy —mencionó en forma casual.
Ella se armó de paciencia.
—¿Y qué pasa con eso? Yo no estaba al tanto de su ausencia. Ni me
interesa.
—Te interesa cuando te diga que regresó de Jamaica, donde lo dejé para
que vigilara a mi hermana mientras nosotros pasábamos la semana aquí. Lo que
sigue son unas pertinentes felicitaciones. El vizconde Silverlake finalmente ha
adquirido una esposa, dicen que mediante un permiso especial. Se trata de una
misteriosa condesa italiana. ¿Alguna idea?
Ella sonrió con perspicacia. Qué sinvergüenza podía ser cuando estaba de
buen humor, un muy pero que muy apuesto sinvergüenza.
—Bueno, les deseo lo mejor, aunque me alegra no estar en su pellejo.
Él alzó la ceja.
—¿Eh?
Entonces sí cogió la copa de vino. Quitándose bruscamente el ridículo
gorro rojo, dijo:
—Parece que al ver la comida viene el apetito. Le he cogido el gusto a la
insolente libertad y tengo intención de darle rienda suelta. He decidido que en
cuanto se presente la oportunidad propicia, me procuraré mi propio barco,
contrataré a un capitán y navegaré por alta mar. A lo grande.
Se quedó pensativo. A ella no le sorprendió cuando dijo:
—Sin ofender a nadie, ¿no crees que para una joven dama encantadora
navegar por el mundo es un tanto extremo?
—¿Quieres decir arriesgado? Tal vez —Ella se encogió de hombro
desinteresadamente—. Pero la vida es demasiado corta para perder el tiempo
lamentándose. Prefiero mil veces más pasar lo que me quede de vida viajando
por el mundo, conociendo lugares y en busca de la felicidad, que sumirme en el
aburrimiento durante trescientos años.
Él expresó con una sonrisa:
—Suena como un plan.
—Que tengo intención de poner en marcha —Depositó la copa sobre la
mesa y se dirigió hacia el balcón abierto, ignorándolo categóricamente. Hasta
ese instante ella no se había percatado de que la idea iba tomando forma en su
mente y se iba convirtiendo en una intención madura. El hecho de decirla en
voz alta no sólo le había dado forma sino también le había hecho cobrar
determinación. Si su abuelo no lo aprobaba, sencillamente lo arrastraría con
ella. Hasta los brillantes políticos necesitaban un respiro de vez en cuando.
El aire le erizó los vellos de la nuca.
—Antes de enfrentarme con Luis —la voz grave de Eros se deslizó por
encima del hombro de ella—, tengo intención de detenerme en Agadir, es decir,
en Marruecos. Si quieres, puedo llevarte conmigo y devolverte a Inglaterra unas
semanas más tarde de lo planeado.
Ella se volvió para mirarlo de frente. Tenía los rasgos ensombrecidos, los
hombros anchos bloqueaban la luz que salía del cuarto, había un rasgo suave y
convincente en Eros que a ella nunca dejaba de fascinarla. Qué aventura sería
viajar con él hasta tierras tan lejanas. Al principio ella no había apreciado
realmente el potencial de la idea, y de manera bastante tonta había decidido
aceptar su ofrecimiento hacía una semana. Por supuesto, en ese momento él no
había sido honesto. Sin embargo, ahora lo era. Estaba segura de eso.
—Tu ofrecimiento me conmueve profundamente —dijo ella con absoluta
seriedad—. No obstante, debo rechazarlo.
—¿Debes? —preguntó él, sin poder ocultar el asombro. Sin duda su
inmensa seguridad en sí mismo lo había hecho pensar por anticipado en nada
menos que en que ella se le arrojaría a los brazos, lo llenaría de besos y se lo
agradecería infinitamente desde el fondo de su corazón.
—Disculpa —sonrió ella, disfrutando cada instante de aquello—. Aunque
tu ofrecimiento vale la pena...
—¿Pero no era eso lo que querías? ¿Lo que acabas de decir? —le preguntó
con incredulidad.
—Así es —admitió ella, preguntándose cuan lejos llegaría él hasta que ella
accediera—. Pero como se suele decir: si me engañas una vez será culpa tuya, si
me engañas dos será culpa mía.
Eros suspiró.
—Sé que no me hubieras creído de habértelo dicho aquella noche, Alanis,
pero te aseguro —se detuvo de manera significativa—, que tengo toda la
intención de cumplir con esta proposición.
Ella sí le creía. Desafortunadamente para él, ella había adquirido un sabor
de venganza.
—¿De veras?
Con el hermoso rostro bronceado un paradigma de solemnidad afirmó:
—De veras.
—Mmm —Ella puso cara de estar reconsiderando la propuesta—. No lo
creo.
—Alanis... —Él se adelantó; estaba casi encima de ella.
Pestañeó con gracia.
—Estoy agradecida, pero de veras, ¿qué sentido tiene viajar tan lejos para
conocer una sola playa? Sería peor que no conocer nada de nada. No, gracias,
pero debo esperar a que surja una mejor oportunidad que ésta. Dentro de tres
semanas, al llegar a Inglaterra, nos diremos adiós y tomaremos rumbos
separados.
Su aplomo se derrumbó. Si una semana antes él no hubiera estado
realmente dispuesto al desafío, sin duda ella hubiera rectificado la situación:
parecía absolutamente ansioso por que accediera a ir con él. De modo que en
ese momento el tan confiado de sí mismo Víbora no estaba tan bajo control,
¿verdad? Esa desdichada noche sí que ella había aprendido una valiosa lección:
Eros era un demonio astuto, y ella tenía que ser dos veces más astuta.
Los ojos le brillaban intensamente, como si estuviera absolutamente
concentrado, le acarició la delicada mandíbula con los nudillos, hipnotizado por
la refinada estructura ósea.
—Tú quieres conocer la kasba —respiró.
Sus miradas se cruzaron. Con ojos brillantes, Alanis reprimió una enorme
sonrisa y asintió con la cabeza. Una sola vez.
—Te llevaré a la kasba de Argel, amore. Y a Agadir. ¿Vendrás?
—Sin compromiso —afirmó ella con cautela. Una sonrisa malvada le
curvó la boca. —Sin compromiso.
—En ese caso, no me importaría hacer un pequeño desvío camino a casa.
¿Zarpamos mañana?
—Así es. Pero primero —aún sonriendo, deslizó los brazos alrededor de
su cintura y la atrajo hacia su torso plano—, debemos sellar este pacto con un
beso —Le rozó los labios y la besó con tal profundo deseo que la resistencia de
ella, junto con sus ideas, desaparecieron.
** ** **
Nadie tenía permitida la entrada a la fortaleza de Gibraltar sin un permiso
especial del alcaide. Poco dispuesto a revelar su identidad, Cesare se acuarteló
en una posada situada en un terreno neutral. Residió ahí durante varios días
hasta que decidió entrar a la guarnición disfrazado y a hurtadillas. Su objetivo
era procurar una suma de dinero mediante una carta de crédito que había
traído desde Versalles. Alquiló una habitación en una taberna que quedaba en
un callejón estrecho. Convenientemente, el callejón quedaba alejado de la calle
principal de Gibraltar.
Era imposible mirar el lugar sin experimentar una sensación de horror.
Los recovecos llenos de humo y mugre, al igual que los grupos de españoles, los
oscuros moros y los distantes judíos personificaban su menos que insignificante
vida, se lamentó Cesare amargamente, pero su suerte estaba a punto de
cambiar. Pronto tendría el medallón, a su enemigo muerto y a Milán: la tierra
de sus antepasados.
Al cabo del quinto día en Gibraltar, estaba bebiendo una jarra de cerveza
con un moro llamado Bouderba, quien tras haber vivido algún tiempo en
Marsella hablaba bastante fluido francés, cuando un muchacho de aspecto
mugriento se le acercó con un mensaje. Roberto había llegado. Se encontraron
en la posada una hora más tarde.
—¡Cuéntame todo! —le ordenó Cesare impacientemente.
—Va camino a Argel. Pero no está solo. Va acompañado de una mujer.
—¿Por qué me fastidias con detalles insignificantes? —Se llevó a la
prostituta con él. Será la última que tenga.
—No es una prostituta, monsignore, es la nieta de un duque inglés. De un
duque importante.
—Las damas de alta alcurnia son las prostitutas de la peor calaña —dijo
Cesare con un bufido—. Espera un momento... —Cogió a Roberto de la pechera
de la camisa y lo elevó hasta mirarlo a los ojos—. ¿Dijiste un duque inglés?
—Yo... yo la vi —chilló Roberto—. Una jovencita bonita, rubia, con un
cuerpo delicioso. Pasaron una semana juntos en Tortuga.
—¡No te pago para saber tu gusto con las mujeres, stronzo! —Con el rostro
como una máscara de furia, Cesare apartó a Roberto de un empujón—. El
bastardo aún sigue en el juego. Después de todo, no se ha retirado. Piensa que
ha enganchado un trozo de carne que lo lleve directamente al consejo de guerra,
a Marlborough y a Saboya —Maldijo—. Va bene. Dejémoslo pasar sus días al sol.
No vivirá demasiado para cosechar su siembra —Atravesó a Roberto con una
furiosa mirada glacial—. Iremos a Argel.
Capítulo 11
La noche estaba oscura, húmeda y calurosa. Un manojo de luces titilaba en
la distancia. De espaldas a la costa, Eros remaba metódicamente, con la cabeza
envuelta en una extraña tela negra. Alanis lo miraba con el rostro cubierto a
medias por un velo. Lucía más siniestro de lo habitual. Pensativo, distante,
tenso. Ella tuvo un terrible presentimiento. ¿Hacia dónde diablos se dirigía?
Las tres semanas que habían pasado atravesando el océano habían
transcurrido rápida y tranquilamente. Ella había insistido en comer en su
camarote y Eros no lo había objetado, con su orgullo innato conteniendo el
impulso de implorarle su compañía. Pasando la mayoría del tiempo en el
alcázar con Giovanni, él se había dedicado a dirigir el barco, manteniendo el
contacto estrictamente indispensable. A veces ella lo veía bromear con los
marineros, y le sorprendía ver cuan intimidados se sentían sus hombres ante él.
Sin embargo, aun con un abierto despliegue de indiferencia, en ciertas ocasiones
sus miradas se cruzaban desde lejos y ella era la primera en desviarla. Eros
invadía sus pensamientos día y noche, convirtiéndose en un acertijo que tenía
que resolver. ¿Quién era? ¿Qué era lo que le había llevado a ser el hombre que
era? ¿Cuáles eran sus metas, sus ambiciones, sus sueños? ¿Qué lo motivaba?
¿Qué lo conmovía?
—Ponte esa maldita cosa de nuevo, Alanis —le ordenó Eros—. No es mi
idea de comodidad con este calor pegajoso, pero es inevitable.
Ella lo miró de manera huraña. La gruesa túnica negra que él la hacía usar
la engullía, con cabeza y todo, con un velo apretado en el rostro que le llegaba
hasta la nariz. Ella lo detestaba, pero por cómo estaba él en aquel momento, no
se atrevió a discutir nada. Volvió a ponerse el velo de un tirón.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Querías conocer Argel —Echó un vistazo a la costa por encima del
hombro—. La kasba de Argel, princesa, a vuestras órdenes.
—Argel —murmuró ella, mientras se mecía suavemente junto con el
bote—. La infame morada de los corsarios de Berbería, del Dey y su corte —Lo
miró a los ojos—. Nico me dijo que eres un hombre buscado en Argel. Dijo que
el Dey era tu enemigo acérrimo desde que rompiste filas con él y te uniste a los
europeos en la guerra. ¿Estás completamente seguro de querer ir allí?
—¿Nico te dijo todo eso? Fascinante.
—Nico dijo que si ponías un pie en suelo del Dey significaba muerte cruel
y segura.
—Nada es seguro en esta vida. ¿O es que todavía no lo has aprendido?
De modo que era cierto. Él era un hombre buscado en Argel. Entonces,
¿por qué este estúpido no le había dicho que había tanto riesgo involucrado?
—No quisiera ponerte en un riesgo tan grande simplemente por cumplir
con un tonto capricho con el que soñé. ¿Y si te atrapan? Te torturarían hasta la
muerte.
—Sí—le lanzó una exasperante sonrisa sarcástica—, ¿pero y qué si no lo
hacen?
¡Tenía ganas de morir!
—Creo que debemos regresar, Eros. Esta aventura es demasiado peligrosa.
—Por supuesto que sí —Se encogió de hombros—. Pero de otro modo no
sería divertido.
—Si te atrapan a ti, me atraparán a mí también —señaló ella con tono
cortante, irritada por el humor negro de él.
Dejó de remar, permitiendo que el bote flotara lánguidamente sobre la
superficie del agua.
—¿Es eso lo que te está molestando, Alanis? ¿Que algo malo pueda
ocurrirte porque estés conmigo?
—Bueno, sí, es eso —Ella se movió incómoda—. Pero como dijiste una vez:
no te detesto lo suficiente como para verte muerto —Ahí está, lo había dicho.
No estaba dispuesta a mencionar ni una palabra más sobre el asunto. Aquel
petulante ya estaba medio convencido de que ella era incapaz de resistírsele y
ella no tenía intención de alentar esa veta presuntuosa.
—¿Estáis realmente preocupada por vuestro bienestar, princesa? —le
preguntó gentilmente—. ¿O estáis preocupada por perder a vuestro guía?
A ella sí le importaba. ¿Cómo de loca estaba? Inspiró hondo y se serenó,
asegurándose de sonar como una persona razonablemente preocupada, y no
como una mujer pesada.
—Escucha, sé que Argel era parte de nuestro plan inicial, pero si entrar a
la kasba podría costarte la vida, no vale la pena. Hay otros lugares que me
encantaría conocer. Volvamos al barco y...
—Hay momentos, situaciones difíciles, en las que uno debe arriesgar la
vida para alcanzar un mayor objetivo. Una vez cometí el error de valorar mi
vida por encima de las cosas que más quería en el mundo. Jamás he vuelto a
repetir el mismo error.
De no haber sido por el bendito velo, hubiera quedado con la boca abierta
y la lengua suelta. La muerte es amarga, pero la fama es eterna. Qué precepto tan
exigente para mantener. ¿Qué hecho tan terrible habría llevado a Eros a
convertirse en una persona tan severa?
Unos minutos después llegaron a tierra. Él bajó del bote de un salto y lo
arrastró a la arena. Una pequeña isla se extendía frente a la ciudad y se
conectaba a ésta mediante una imponente mole de sólida construcción apoyada
sobre arcos. La entrada al puerto estaba coronada por una batería repleta de
cañones de inmenso calibre. La franja de playa estaba libre. Alanis se detuvo,
impactada por la imponente resistencia de las fortificaciones. Por algo la kasba
de Argel, aquella fortaleza de arena situada al borde del desierto, era conocido
por el mundo entero, pensó ella. Irradiaba poder. Era el reino del terrible dey, el
primer ladrón y traficante en su propio territorio, paraíso de los náufragos
donde otros temían pisar, donde la noche se imponía y el día se rendía. Una
ciudad de encanto y misterio.
—Aseguraos de que vuestros cabellos estén ocultos todo el tiempo,
princesa —Él le colocó el velo con delicadeza—. ¿Estáis lista?
Cuando ella asintió, él se cubrió la boca con el borde de la tela que
envolvía su cabeza, la cogió de la mano y avanzó de prisa hacia la pared.
Prescindiendo del portón fuertemente custodiado, esquivó la pared y escaló la
colina. La arena era profunda y el ascenso arduo, pero como si conociera cada
grano de arena del camino, él la condujo hasta un hueco secreto que se abría en
la pared.
Una vez en el interior de la ciudadela, avanzaron rápidamente por el
tortuoso laberinto de callejones entre paredes blancas. Como un halcón, Eros se
abría paso bajo la luz de la luna, girando con cautela, pegando los cuerpos
contra la pared. En un patio alejado, un gato saltó desde un tejado sobre una
lata. Alanis gritó. Eros le tapó la boca con la mano, susurrando:
—En la kasba las paredes oyen, así que no hagas ruido.
Una vez más se encaminaron, corriendo y pegándose a la pared hasta que
llegaron a un amplio descampado. Había unas tiendas, puestos cerrados y unas
tribunas tenebrosas que rodeaban un pozo de piedra.
—Este es el zoco, el mercado —susurró Eros—. Ahora está desierto, pero si
vienes por la mañana es colorido, alegre y atestado de gente... te encantaría.
Desafortunadamente, no puedo traerte durante el día, si es que quiero
conservar mi cabeza en su sitio.
Ella le disculpó absolutamente por aquella limitación. Los ojos de él se
iluminaron, como si fuera un muchachito que iba a la feria por primera vez.
—Aquí se pueden encontrar las mercancías mas increíbles: desde objetos
robados de Occidente hasta todo tipo de baratijas que puedas imaginar —La
cogió fuerte de la mano y se adentraron en los callejones—. Y hay que discutir el
precio con los vendedores —le enseñó con toda seriedad—, o se sienten
ofendidos.
Ella sonrió detrás del velo. Lo único que veía eran puestos oscuros y
callejones vacíos, pero Eros debía de estar teniendo una imagen distinta, para
ella desconocida.
—Recuerdo la primera vez que vine —continuó diciendo él mientras
caminaban tomados de mano—. Yo tenía dieciséis años, y no hablaba ni dos
palabras en árabe, jamás había visto un mercado antes, ni siquiera en Italia, y
este sitio a mí me había parecido un paraíso mugriento y revoltoso. Me había
encantado —recordó con la voz teñida de nostalgia—. Gelsomina tenía seis años
y estaba aterrorizada con los ruidosos y ordinarios vendedores. Me distraje un
instante y mi hermana desapareció. Me desesperé. Corrí por los callejones,
buscándola hasta que la encontré parada ahí —señaló una tarima que había
cerca—. Estaba parada petrificada, mirando fijo a un hombre que hablaba con
pájaros. Era un entrenador de loros que hablaban. Gelsomina no se quiso mover
hasta que le compré una esas graciosas criaturas —Rió él ahogadamente—. Lo
llamó Zakko y durante años trató de enseñarle a hablar en italiano, pero el
bicho era testarudo. Creo que entendía cada palabra pero insistía en cacarear en
árabe, sólo para hacerse el difícil.
Ella sabía perfectamente cómo se había sentido Jasmine. Sólo que su objeto
de fascinación no era un pájaro; sino una víbora. Por primera vez desde que se
habían conocido, ella vislumbró al niño que alguna vez él había sido, debajo de
aquella cruel apariencia de serpiente. Estaba sucediendo de nuevo. Las defensas de
ella se estaban desmoronando.
Eros se detuvo.
—¡Tenía que haberme convertido en un vendedor! — proclamó con
mucho entusiasmo.
Alanis tragó saliva con dificultad.
—Yo hubiera comprado todas mis especias en tu puesto —susurró ella.
Con los rostros cubiertos por los velos, se miraron a los ojos.
—Una vez casi me cortan la mano por robar una naranja —La voz de él
sonó más ronca; el fuego azul de sus ojos ardió con más brillo. Ella contuvo la
respiración cuando lentamente él se quitó la tela negra del rostro. Cuando las
facciones quedaron visibles, ella se sobresaltó por el aspecto siniestro que tenían
grabadas—. Sé que me odias, Alanis, pero juro frente a mi futura tumba que
jamás tuve intención de hacerte daño. Me gustaste desde el principio. No sólo
porque eres hermosa, sino también porque a veces, en momentos como éste... —
Una extraña expresión se reflejó en sus ojos, una mirada perpleja, como si
acabara de descubrir algo extraño y fascinante—. A veces, siento como si nos
conociéramos desde hace años. Jamás le conté esta historia a nadie.
Esa candidez a ella la desarmó por completo. Era el primer momento que
compartían de verdad. Sin lujuria, sin motivos insidiosos, sin burlas,
resentimientos ni temores. Aquello era un alma en contacto con la otra.
Con dedos vacilantes, Eros le quitó el velo ceñido de la boca. Buscó en sus
ojos tratando de adivinar si ella le correspondería o lo despreciaría. Ella no se
reconocía. Enmarcándole el rostro con ambas manos, bajó la cabeza y le besó los
labios. Su boca se sentía cálida, seductora, y llena de promesas...
Unos jinetes irrumpieron en el zoco. Eros la empujó dentro de un hueco
que había entre dos puestos y permanecieron muy quietos, fundiendo los
cuerpos con las paredes de yeso. Alto, fornido y macizo, él casi la sofocaba. Sin
embargo, ella disfrutaba de su proximidad, de su intensa fragancia, de la
sensación que le provocaba tener aquel bloque de músculos apretados contra el
cuerpo. Ella tenía el rostro oculto debajo de la tela que envolvía la cabeza de él;
con la boca pegada a su cuello. Le aferró fuerte la cintura y eso era lo único que
podía hacer.
Cuando la estampida se alejó, Eros se apartó, maldiciendo. Le examinó el
rostro bajo la pálida luz de la luna.
—No debí traerte hasta aquí. Qué estúpido he sido. ¿Te encuentras bien?
Ella no se encontraba bien. Lo que acababa de experimentar aplastada
contra el cuerpo masculino era peor que el susto de estar tan cerca del peligro.
Acomodándose el velo en su lugar, se maldijo por ser una lujuriosa descocada.
—Estoy bien —respondió—. Fue... un pequeño susto, eso es todo.
La cogió de la mano.
—Ven. No deberíamos perder tanto tiempo aquí.
Un momento más tarde, llegaron a una pequeña morada. Eros golpeó una
puerta arqueada de color azul y esperó. Una anciana de estatura pequeña,
envuelta en una túnica negra abrió la puerta y miró con recelo a las dos siluetas
camufladas paradas en la entrada. Eros se descubrió el rostro y dijo:
—Esalaam haleikum, Amti.
—¡El-Amar! ¡Bendito Allah! —Los ojos de la anciana se agrandaron de
júbilo. Se cubrió el rostro con las manos, diciendo una oración—: Tfadal. Entrad
—Los condujo hacia el interior y cerró la puerta detrás echando el cerrojo de
bronce—. ¡Allah misericordioso! Mi amado hijo está de vuelta. Estás sano y salvo y has
venido a ver de nuevo a la vieja Sanah. Pasa, einaya, deja que la vieja Sanah te dé un
abrazo y un beso.
Eros se adelantó y envolvió a la anciana entre sus brazos.
—Te he extrañado, Amti —Tenía la voz cargada de emoción, y aunque
habló en árabe, Alanis entendió: él estaba en casa.
Sanah miró a Alanis.
—¡Yasmina, hija! ¡Tú también estás de vuelta!
Eros cambió de idioma.
—No, Amti, ella no es Jasmine —Atrajo a Alanis hacia él. Sonriéndole a los
ojos, le quitó la capucha—. Amti, quiero presentarte a Alanis. Ella es mi nueva
protegida. Princesa, le presento a Sanah Kuma: la Maga. La Bruja.
—Marhaba! ¡Bienvenida! —Con una enorme sonrisa, Sanah cogió las
manos de Alanis, con unos brazaletes dorados que tintineaban en sus delgadas
muñecas. La curiosidad echaba chispas en sus sagaces ojos azules—. Hola de
nuevo.
—Es un placer conocerla, señora Kuma —dijo Alanis, advirtiendo la
aprobación de Eros con el rabillo del ojo—. Me temo que no sé qué decir —Y así
era. Sanah era admirable: tenía unos delicados ojos con un brillo de inteligencia,
la piel tan bronceada y surcada como si fuera de cuero curtido, una espesa
melena de rizos plateados y una sonrisa colmada de encanto oriental.
—Es un placer conocerte a ti, Alanis, hija de Christine —Sanah le apretó
los dedos.
Alanis casi se desmaya. Antes de que tuviera oportunidad de preguntarle
a Sanah cómo sabía el nombre de su madre, la anciana le deslizó una sonrisa
malvada a Eros.
—Heya hellua giddan, ya eibni. Es muy hermosa, hijo mío. Inta baheb ha?¿La
amas?
—Hallas. Bastante —rezongó él echándole un vistazo a Alanis.
Sanah rió nerviosamente, sin perderse nada con aquellos ojos picaros. Los
condujo hacia una sala, donde candelabros de malaquita ardían en pequeños
nichos. La túnica de seda turquesa flotaba detrás de ella.
Alanis atravesó el pasillo abovedado junto a Eros, aspirando especias de
hierbas estimulantes.
—¿Qué fue lo que dijo Sanah sobre mí que te molestó?
—Nada importante.
—¿Y cómo supo el nombre de mi madre? Tú no lo sabías.
Él le dirigió una sonrisa odiosa.
—Sanah es una bruja.
—Por favor, entrad y tomad asiento —Sanah la invitó a sentarse en un
diván bajo con forma curva que rodeaba a una mesa marcada con una estrella.
En el centro de la estrella, una lámpara dorada despedía ráfagas de aroma a
jazmín.
Después de colgar las capas, Eros se hundió en el diván a su lado. A pesar
de su gran tamaño, parecía sentirse como en su casa sentado allí en aquella
pequeña sala acogedora de Sanah.
—¿Qué es ese aroma, Amti? —preguntó él con una sonrisa.
—Preparé sopa harira y tajín. Estoy segura de que estás hambriento como
siempre, einaya. Tendré la cena lista en un momento —murmuró Sanah al
tiempo que abandonaba el cuarto con las joyas tintineando alegremente.
—¿Qué significa "einaya"? —le preguntó Alanis.
—Es una expresión de afecto —Sonrió—. Significa 'mis ojos'.
Alanis lo miró a los ojos, cautivada por el tono azul oscuro del iris. Se le
cruzó una idea por la cabeza: si fuera mío, yo también lo llamaría einaya.
—¿Qué piensas de la casa de Sanah? —le preguntó.
Ella parpadeó y echó un vistazo alrededor.
—Es... bastante azul. ¿Simboliza algo?
—El azul es el color de la suerte. Se supone que ahuyenta el mal de ojo —
le explicó con aire divertido.
—La casa es hermosa —murmuró respetuosamente—. Sanah es estupenda
—Aquel pirata que la engañaba, que casi la seduce, y a quien se esforzaba por
rechazar, la había llevado al sitio más encantador a visitar a una anciana que le
era muy querida—. Gracias por traerme aquí esta noche, Eros.
—La noche aún es joven. Tal vez no te sientas tan agradecida cuando
termine.
—Sé que viniste hasta aquí arriesgándote mucho, pero jamás olvidaré esta
noche. De eso estoy segura.
Eros perdió la sonrisa. Exploró su mirada ingenua y le apartó un mechón
de cabellos dorados de los labios.
—Esa mirada en tus ojos, amore, vale cualquier riesgo del mundo —le
susurró con tono grave.
Alanis le sostuvo su mirada penetrante. Una mujer demasiado hermosa
para describirla con palabras pero también un maldito estorbo con el que él no
tenía intención de cargar.
Sanah regresó con una bandeja repleta de platos.
—¿Recuerdas mi sopa harira, El-Amar?
—¿Cómo podría olvidarla, Amti? Mi paladar todavía está ardiendo desde
la última vez que la tomé.
Sanah suspiró y se sentó frente a ellos.
—Esta noche has hecho feliz a esta anciana, El-Amar.
—He extrañado nuestras charlas, Amti —confesó Eros con una sonrisa—.
Es bueno estar en casa.
Alanis sintió los ojos tan llorosos como los de Sanah. Evidentemente, la
solitaria anciana adoraba al Víbora italiano como si fuera su hijo. Miró a Eros,
asombrada de su transformación en un ser humano. ¿Era aquel el rufián que le
había robado las joyas de amatista?
Sanah miró a Alanis.
—¿No comes, mi niña?
—Aún tenéis que serviros sopa para vos, señora Kuma —respondió
Alanis.
—Oh, no, mi niña. Yo no puedo comer. Estoy demasiado emocionada.
Eros rió entre dientes. Inclinándose hacia Alanis de manera conspirativa,
dijo:
—Sanah debe estar pura para poder leer dentro de la gruta. Si come, no
podrá adivinarte la suerte. ¿No es así, Amti?
Sorprendida, Alanis miró a Sanah. La anciana sonrió sintiéndose culpable.
—No tengo secretos para ti, El-Amar, ya los conoces todos.
—No todos —como un lobo, devoró una generosa cucharada. Alanis miró
su plato de sopa. El aroma picante era bastante tentador, de modo que decidió
desafiar a su paladar.
—Háblame de mi hermosa muchacha —Sanah preguntó—: ¿cómo está
Yasmina?
—De hecho, muy bien. Conoció a un pobre diablo y lo obligó a casarse con
ella. Igualmente, la víctima parece feliz. No le preocupó en lo más mínimo.
—¿Casada? Cuéntame más. ¿Quién es ese hombre? ¿Es honesto? ¿Es de tu
aprobación, El-Amar?
Eros asintió con la cabeza.
—Un caballero inglés. Están muy enamorados...
Alanis resopló. La mirada de Eros se clavó en el perfil encendido de ella.
Lo miró y supo exactamente lo que estaba pensando, pero tenía la garganta, la
lengua, la boca entera en llamas después de probar la sopa picante. No podía
pronunciar ni una sola palabra, menos aún explicar el súbito arrebato. Aunque
por el modo en que él la estaba mirando... ella no estaba segura de querer
explicar nada.
—Amti, ¿serías tan amable de traernos un poco de agua? —le pidió en
forma clara y concisa con los ojos puestos en Alanis.
Sanah asintió con la cabeza y fue de prisa a la cocina. Alanis se secó el
rostro con lágrimas, absolutamente consciente de la mirada furiosa de él. Se le
acercó más.
—Si llegas a decir una sola palabra que arruine la felicidad de la anciana,
te las verás conmigo. ¿Está claro?
Un escalofrío le subió por la espalda. Bienvenido, Víbora. Ella le clavó la
mirada.
—Jamás haría algo tan rencoroso, ni querría, aunque tú tendrías que
mejorar tus amenazas.
—No me provoques, Alanis. Te encontrarías con un enemigo más
poderoso de lo que piensas.
Ella sonrió y desvió la mirada. Sanah regresó con una jarra con agua y
unos vasos. Alanis aceptó uno de buena gana, esforzándose al máximo por
mantener la sonrisa. Eros estaba furioso. Bien.
—Entonces, mi dulce muchachita está casada —Sanah suspiró con
placer—. Qué maravilloso. Yo le dije que se casaría a los veintidós. Aún sigue en
el Nuevo Mundo, ¿verdad?
—Supongo que sí —respondió Eros.
—Ah, pero pronto vendrá a visitar a la vieja Sanah y a contarle las buenas
nuevas en persona.
—Si tú lo dices, Amti...
Sanah sirvió el tajín —un estofado de carne tierna de cordero— seguido de
un postre de confituras empapadas en miel y agua de rosas. Gradualmente, el
ánimo de Eros comenzó a serenarse. Con el estómago lleno, se relajó sobre los
almohadones. Alanis disfrutó de cada bocado. Nada iba a arruinar su aventura,
y especialmente él. Ignorando las protestas de su estómago, cogió una fruta
negra larga y delgada.
—La algarroba es muy saludable. Aumenta la fertilidad. Deberías comer
un poco, El-Amar —dijo Sanah ofreciéndole un plato de algarrobas a Eros.
Conteniendo una sonrisa, lo rechazó con gentileza. Alanis apartó las suyas
cortésmente.
Sanah recogió los platos.
—¿Os gustaría tomar café o té?
—Por favor, dejadme ayudaros —Alanis empezó a levantarse del sofá.
La detuvo con una mano sobre el muslo.
—Estoy seguro de que a Alanis le encantaría probar tu famoso café.
Alanis miró la mano masculina.
—¿Tú también tomarás un poco de café? —Sanah lo miró con ojos
expectantes—. Sólo por esta vez para hacer feliz a la vieja Sanah.
Retirando la mano, le dijo:
—Ya sabes que yo no bebo café, Amti. Aceptaré una taza de tu menos
afamado té de canela —Desviando la mirada en dirección a Alanis, explicó—:
Sanah te leerá la suerte en la taza después de que bebas el café.
—Aywah, beberemos café, fumaremos narguile, y adivinaremos la suerte
—decidió ella alegremente.
Alanis no estaba dispuesta a perderse aquello por nada del mundo.
—Con gusto aceptaré una taza de vuestro café.
—Dulce, prepáralo dulce —Eros le guiñó un ojo en un gesto de
complicidad antes de que Sanah se fuera a la cocina. De nuevo a solas, él le
preguntó a Alanis cautelosamente:
—¿Aún sigues disfrutando?
—Sí. Gracias.
—Debí mencionar antes que ofrecerle ayuda al anfitrión es considerado
una descortesía, pero como no quería arruinar la sorpresa...
Perpleja, ella lo miró a los ojos. Él no estaba loco ni tampoco ella. El
hombre sólo tenía dos personalidades conflictivas. Una era la de una cruel
serpiente, pero la otra era donde radicaba el verdadero peligro.
—El-Amar... —Involuntariamente, se le escapó ese nombre.
Él sonrió misteriosamente.
—¿Qué es lo que te estás muriendo por saber?
Alanis se detuvo. Ella quería saberlo todo.
—¿Por qué Sanah te llama El-Amar?
—Pregunta fácil. Ella detestaba mi nombre pagano, así que se inventó otro
para mí.
—Eros. En la mitología griega, es el dios del... —Se detuvo en seco.
—Amor —La expresión de sus ojos estaba condimentada de una
arrogancia masculina y de deseo.
—Es casi un nombre vulgar —Ella desvió la mirada, molesta con él sin
motivo aparente.
—Crees que yo mismo lo inventé, ¿verdad?
Ella percibió esa sonrisa exasperante con aquellos hoyuelos.
—No me sorprendería si lo hubieras hecho.
—Siento decepcionarte, amore, pero no lo hice.
Ella le lanzó una mirada mordaz.
—¿Entonces fue una de tus prostitutas en Tortuga?
El destello blanco de su sonrisa apareció entre sus mejillas bronceadas.
—Nadie de Tortuga.
—Entonces tienes conquistas por todo el mundo. Muy impresionante —
Sonaba como una arpía, pero no podía evitarlo. La antipatía iba
transformándole la expresión—. ¿Y quién fue, Zakko?
—No —El dejó de sonreír—. Mi madre.
—¿Tu madre? —Por supuesto que tenía madre, ¿qué era lo que la
sorprendía? Eros había sido niño alguna vez y su madre le había puesto ese
nombre por el dios griego del Amor, al que los romanos llamaban Cupido. Ella
comprendía por qué una madre que adoraba a su indomable hijo de ojos azules
podía ponerle el nombre de un adorable niño angelical con alas doradas. Como
hombre, él era incomparable; debía de haber sido igual de atractivo cuando era
niño—. ¿Por qué razón tu nombre le molestó tanto a Sanah como para
inventarte otro?
—El Islam es una religión celosa y monoteísta —le explicó—. Sanah es una
creyente devota.
—¿Sanah está familiarizada con la mitología griega?
—Sanah es especial. Ella sabe todo. Me enseñó mucho.
—¿Cómo es que la conociste?
—Nos conocimos en el zoco. Ella se ofreció a leerme la palma de la mano a
cambio de monedas de plata, pero yo rehusé. Nos trabamos en una acalorada
discusión sobre el destino y la suerte y el resto es historia. Ella cuidó de
Gelsomina cuando yo estaba en alta mar.
Cuanto más le contaba el más intrigada estaba ella.
—¿Por qué El-Amar? —preguntó ella susurrando.
—En árabe El-Amar significa 'la Luna'.
—¿Por qué la luna? —Ella le sostuvo la mirada, sin poder desviarla.
Eros alzó un dedo y recorrió lentamente todo el largo de la cicatriz con
forma de medialuna que le surcaba la piel desde la sien izquierda hasta la
mejilla.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz?
Él no respondió. Le enterró los dedos en los cabellos y la atrajo hacia sí.
—Siento deseos de besarte —La voz sonó como un susurro áspero y
profundo, el pecho subía y bajaba apretado contra los pechos de ella.
Ella miró fijamente esos profundos ojos azules. Tenía la boca tan cerca que
sentía su aliento rozándole los labios. La estaba forzando a que accediera, a que
lo dijera.
—Bésame —pronunció ella en un susurro.
Sanah llamó desde la puerta.
—Ayúdame con esta maldita pipa, hijo mío.
Alanis buscó la mirada derretida de Eros, estaba sufriendo tanto como
ella.
Exhalando, él dejó caer las manos y se puso de pie.
—Claro, déjame ayudarte —Socorrió a Sanah con la pesada pipa y dispuso
la bandeja, los carbones y el tabaco en el tubo del narguile. Sanah sirvió el café y
el té y Alanis se relajo en silencio, esperando a que su respiración se calmara.
Estaba comenzando a sospechar que ella también estaba albergando dos
personalidades conflictivas: la de una mujer inteligente y sensata, y la de una
boba enamorada.
Eros se llevó a los labios el extremo de la larga pipa.
—¡Esencia de manzana! —Deleitado, echó el humo en bocanadas
formando anillos. El largo cuello de la pipa resplandeció, el agua burbujeaba en
su interior y los humos dulces se evaporaban a través del colorido tubo. Le pasó
la pipa a Sanah.
—Qué suerte haber preparado mucha comida. Tuve el presentimiento de
que tendría invitados a cenar.
Eros curvó la boca en el borde de la taza de té.
—Parecías sorprendida al principio cuando me viste en el umbral de tu
puerta, Amti.
—¿Por qué nunca bebes mi café, El-Amar? Quieres ser misterioso.
—Sencillamente no estoy tan interesado en saber mi destino. Al final todos
morimos, jamás de manera agradable. Además, sabes que no creo en esas
tonterías de magia, conjuros o maleficios.
Sanah resopló.
—A los dieciséis eras un cínico, El-Amar, y sigues alimentando tu humor
mórbido. ¿Es que ese hábito desagradable no se te quita con el tiempo? Cuando
encuentres algo en qué creer, por favor, házmelo saber.
—¿Y ahora quién está siendo cínico? —bromeó él.
—De todas maneras —dijo Sanah—, yo sé cosas, aunque a veces resulten
difusas a simple vista. Uno siempre tiene que ver debajo de la superficie para
ver la verdad —dijo y le lanzó una mirada a Alanis.
Eros percibió esa mirada y dijo:
—A veces, si uno mira demasiado profundo se puede ahogar.
—El que le teme a la verdad se arriesga a ahogarse en su propia
obstinación —Lo aleccionó Sanah afectuosamente.
—La verdad también puede ser la perspectiva subjetiva de una realidad
más compleja —afirmó él con aire complacido por su respuesta ingeniosa.
—En la vida, todo es subjetivo, El-Amar. Las cosas simples son las que nos
provocan el mayor placer. Tonto es el que las complica.
—Simple o complejo —insistió Eros—, no todo vale la pena el esfuerzo de
conseguirlo.
—¿Y cómo saberlo sin intentarlo, El-Amar? Deja de castigarte, hijo.
Disfruta de las cosas buenas que Alá te concede. Aspira a que tu vida valga la
pena ser vivida.
Eros le lanzó una mirada cautelosa a Alanis. ¿Es que aquella extravagante
conversación giraba en torno de ella?, se preguntó. Él desvió la mirada y ella
continuó disfrutando de la extraordinaria atmósfera creada por el humo con
esencia de manzana y de las indirectas que flotaban mientras bebía el café. Ya
entendía por qué Eros había insistido en que Sanah lo endulzara: era tan fuerte
que podía revivir a un muerto.
Él se inclinó y tomó las arrugadas manos de Sanah entre las suyas.
—Tú siempre has confiado en mí, Amti. Incluso cuando yo estaba lejos de
merecer tu confianza. Shukran.
—Por nada, hijo mío —Los ojos de Sanah brillaron intensamente.
Alanis se mordió el labio; odiaba cuando él se ponía de aquel modo:
afectuoso, cálido, algo melancólico. Le inducía a hacer locuras como abrazarlo
fuerte y no soltarlo más.
—Ahora, ¡hay que adivinar la suerte! —anunció Sanah—. Y los individuos
que se guardan sus secretos no pueden escuchar los de los demás —Le lanzó
una mirada significativa a Eros.
—Me quedo —afirmó él de manera obstinada y cruzó los brazos sobre el
pecho.
—Alanis tiene tanto derecho a su privacidad como tú, El-Amar. ¿Por qué
no vas a hablar con Zakko? Sus secretos son tan interesantes como los tuyos.
—¿Ese saco de plumas chillón todavía anda por aquí? —Rió Eros.
—Lamentablemente. No me importaría lo más mínimo que te lo llevaras
contigo. Ese pájaro jamás se calla.
—Puedes dárselo a Gelsomina cuando venga a visitarte, tal y como prevés
—Hizo un gesto al tiempo que se puso de pie de mala gana e iba en busca del
pájaro.
—Y bien, ¿estás lista, mi niña? —Sanah esperó a que Alanis asintiera con
un gesto.
—Absolutamente —Alanis sonrió con placer y empujó la taza de café vacía
hacia Sanah.
—Veamos... —Sanah levantó la pequeña taza, vertió agua en su interior,
la giró y derramó el resto en el plato. Quitó la tapa cónica de la lámpara de
aceite, liberando una ráfaga de nubes aromáticas y se inclinó hacia delante para
concentrarse en las marcas—. Mmm. Primero, veremos el pasado. Luego, el
presente. Y finalmente, veremos el futuro.
Alanis se abrazó el cuerpo. Había tantas cosas que ella quería saber... por
supuesto, si es que uno creía en ese tipo de cosas, y ella no estaba del todo
segura de que así fuera.
—Veo tres niños rubios: un niño, la hermana mayor y un amigo —Sanah
arrugó la frente—. Un hombre y una mujer mueren en un incendio. Un hombre
mayor acongojado. Tiene el corazón roto —Echó un vistazo a Alanis—. Tu
abuelo nunca se recuperó de la muerte de tu madre. Christine era todo para él.
El anciano culpó a tu padre por haberlo alejado de su hija. Lo quería cerca y
dedicándose a lo que él hace: preocuparse por los demás. Tu padre ignoró sus
deseos y zarpó junto con tu madre. Murieron en un incendio.
Alanis se sofocó. Hasta allí, Sanah había acertado casi en todo.
—Me gusta tu abuelo. De carácter fuerte, honesto, nunca se compromete.
Es un hombre importante, influyente pero justo. Tú le ablandas el corazón. Veo
que lo admiras mucho.
—Mi madre falleció cuando yo tenía doce años. Él nos crió a mi hermano y
a mí.
—Veamos. Ah, otra desgracia —Sanah suspiró—. Tu hermano fue
imprudente. Perdió el dinero y la vida en manos de hombre malvados. Tú lo
lloras mucho. El niño más grande era un buen amigo.
—Sí, así es —Alanis se secó las lágrimas y le hizo un gesto a Sanah para
que continuara.
—El anciano está apesadumbrado. Siente que descuidó a tu hermano. Su
muerte le pesa demasiado en su conciencia. Para él la vida perdió el sentido. No
hay heredero en su familia. Él no confía en que el muchacho rubio cumpla sus
obligaciones contigo. Veo un océano. El anciano está solo. Siente que te va a
perder del mismo modo que perdió a tu madre y a tu hermano—Sanah alzó la
frente arrugada—. Tiene grandes esperanzas contigo. Te admira y te extraña
profundamente. Sabe que ha cometido errores, pero está dispuesto a cambiar.
Él sabe que no contraerás matrimonio con el muchacho rubio y regresarás...
soltera. Y así será. Regresarás soltera —Algo parecía perturbar a Sanah, pero no
mencionó de qué se trataba—. El muchacho rubio jamás te perteneció —afirmó
la clarividente—. El destino te ha elegido a otra persona. El está cerca.
El corazón de Alanis dio un vuelco, pero ella descartó de inmediato
aquella peligrosa conclusión.
—La verdad es que no estoy del todo convencida de que alguna vez sienta
deseos de contraer matrimonio, señora Kuma.
—Por favor, llámame Sanah. Déjame explicarte algo, hija mía. El destino
está dispuesto de antemano, aunque los individuos pueden intervenir e inclinar
la balanza de su propia suerte. La vida ofrecerá alternativas, pero la última
decisión está en tus manos —Le sonrió—. Eso es lo hermoso de ello. Nadie más
que tú es responsable. Por supuesto que hay otras intervenciones y
prevenciones, pero... —Señaló a Alanis con un dedo—. ¡Tú eres quien tiene el
poder de forjar tu propio destino!
—No comprendo. Si el destino de uno está dispuesto de antemano, ¿cómo
es que uno puede ser responsable de él?
—Esa es la pregunta del millón. Yo lo he estudiado durante muchos años,
y aún no sé todas las respuestas. Trataré de explicártelo en términos sencillos. Si
tu destino está entrelazado con el de otra persona, entonces conocerás a esa
persona en la vida, pero lo que resulte de esa conexión depende de ti. Si esa
unión no funciona, se reunirán una y otra vez en sus sucesivas reencarnaciones
hasta que cumplan con el destino de estar unidos. Lo que estás haciendo ahora
es, digamos, pidiéndole a tu ángel de la guarda, mediante el uso de mi
habilidad, que te guíe en tu búsqueda de la felicidad. Ya ves, mi niña, puedo
decirte muchas cosas, pero tú siempre podrás cambiar tu destino.
—Eros... quiero decir, El-Amar, no cree en estas cosas, ¿verdad? —Alanis
recordó el estoico comentario que él había hecho esa noche más temprano. Para
él, la vida era una lucha constante.
—El-Amar es un hombre escéptico. Para creer en algo necesita de pruebas.
La vida lo ha moldeado de ese modo. Las cosas no siempre le resultaron fáciles.
No tuvo tiempo de meditar cada paso que daba porque su lucha era sobrevivir.
La vida lo ha obligado a continuar. Sin embargo, ahora está cambiando y ni
siquiera se da cuenta todavía. Pero nos desviamos del tema. Continuemos antes
de que a Zakko se le agoten los secretos, ¿quieres?
Sonriendo, Alanis asintió con la cabeza.
Sanah entrecerró los ojos y miró la taza atentamente.
—Veo a un hombre. Vuestros caminos ya se han cruzado anteriormente y
se volverán a cruzar. Es un hombre poderoso a quien la gente teme pero
respeta. Tú también le temes mucho, aunque también te conmueve. Sabes poco
acerca de su pasado. Percibes secretos. Hay dos hombres en su interior: una
serpiente y un águila, pero tiene un solo corazón. Tú sientes el corazón de este
hombre pero no confías en tus sentimientos. El es diferente a otros hombres. Es
singular.
Alanis inspiró profundamente.
—Ese hombre es un misterio para mí —confesó en voz baja—. No sé si es
bueno o malo. A veces pienso que es ambas cosas.
Sanah asintió sagazmente.
—Te diré una adivinanza, mi niña. Resuélvela y tendrás la llave de su
corazón —Se encorvó sobre la mesa, incitando a que Alanis se acercara más y
susurró—: Cuando ama, no desea. Y cuando siente deseos no puede amar. Sólo
podrá casarse en un sitio en particular al que no pueda regresar. Y la nostalgia
domina sus sueños.
¡Dios! Alanis sintió un golpe fuerte en el pecho.
—Pero, no estoy segura de que yo...
—Arriesga el corazón, Alanis, y lo sabrás. Tengo algo para ti. Un momento
—Salió del cuarto de prisa.
Alanis contempló la luz anaranjada que irradiaba la lámpara. La
adivinanza tenía dos partes, dos secretos. La primera parte se refería al pasado
de Eros con las mujeres; la segunda, a sus orígenes. Algo le había sucedido a los
dieciséis años. Algo que le había cambiado la vida. Sus emblemas eran
importantes: serpientes y águilas. Tal vez el hombre a quien se los había robado
era la clave, un enemigo del pasado. Le resultaba gratificante saber que ella lo
había interpretado fielmente. En el interior de Eros había dos hombres, y
aparentemente el destino de ella estaba entrelazado con ambos. Sanah estaba en
lo cierto: él era su punto débil, y bastante importante.
Sanah regresó, balanceando una cadena de oro con un colgante.
—Aquí tienes, mi niña. Es un amuleto de la buena suerte para ahuyentar
los espíritus malignos. Cuélgatelo en el cuello —Le ofreció la cadena a Alanis.
—Ya me ha dado tanto... No puedo aceptar este obsequio.
—¿Ves el ojo azul del colgante? —Sanah señaló la piedra semipreciosa. Era
azul, con un punto negro en el centro que parecía un ojo—. Te mantendrá a
salvo. Vamos, póntela.
Alanis acepó la cadena y la deslizó alrededor de su cuello.
—Gracias. La guardaré con mucho cariño.
—Ahora hablaremos de tu futuro —Sanah levantó la taza a la luz de la
lámpara—. Veo viajes, vicisitudes. Te espero una gran suerte, Alanis, hija de
Christine, si es que te atreves a alcanzarla —Alzó la vista para mirar a Alanis—.
Si es que te atreves a arriesgar tu corazón.
—¿Qué gran suerte? —preguntó Alanis interesada.
—Veo una tierra de una belleza inigualable, una tierra lejana y a un
hombre con el que compartirás la vida en esta tierra. Es un emir, un líder entre
su gente. Tu abuelo escogerá a este hombre para ti.
—¿Mi abuelo? —Alanis hizo una mueca. ¡Qué suerte maldita! ¿Es que su
destino sería casarse lejos con un personaje importante en un país desconocido?
—No te decepciones, mi niña —Sanah se concentró en la taza, buscando
indicios alentadores—. Él posee una mente aguda e intelectual. Es alto, apuesto,
fornido, viril de piel clara...
—¿Piel clara? —El ánimo de Alanis se hundió como una piedra pesada.
Las predicciones de Sanah se estaban poniendo cada vez peor: el color de piel de
Eros era oscura como el bronce.
—Compartirás un vínculo especial. Serás muy feliz, estarás muy
enamorada y tendrás cuatro niños saludables y hermosos. Te involucrarás a
fondo con las ideas políticas de tu esposo.
¡Fantástico! Su abuelo estaba a punto de colocarla con otro político.
—La muerte le llegará, pero tú lo salvarás.
Alanis no compartía el júbilo de Sanah. Estaba demasiado deprimida
como para apreciar las buenas profecías. Una mujer sensata estaría eufórica.
¡Pero ella lamentaba la pérdida de un pirata!
Echando una bocanada de humo, Sanah contempló a Alanis a través de la
nube.
—Siempre puedes cambiar tu destino, mi niña. El destino te ha escogido a
un hombre, pero no es necesario que lo aceptes.
Alanis reflexionó sobre eso. Si había algo que esa noche confirmaba era
que sus sentimientos hacía Eros eran mucho más profundos de lo que ella había
sospechado. La había hechizado, y ella no lograba librarse de ello. Pero si se
daba por vencida, ¿su futuro estaría junto a un hombre respetable escogido por
su abuelo?
Eros se presentó en el umbral.
—Debemos marcharnos, principessa. Ya es casi medianoche, y tenemos que
largarnos de aquí.
Sanah suspiró.
—Pararemos aquí, mi niña, pero ahora que nos hemos conocido, puedes
venir a visitarme cuando quieras. ¿Tal vez El-Amar te traiga de nuevo? —Le
lanzó a Eros una sonrisa picara.
Alanis contempló al hombre que estaba en la puerta, percatándose de que
su corazón latía mucho más rápido. «El más apuesto de los inmortales», así
describía Hesíodo al dios del Amor. Ella se preguntaba qué tipo de mujer
terminaría a su lado... Ya se sentía resentida. Por supuesto que él también podía
quedarse solo por el resto de su vida. No había que perder las esperanzas. No
obstante... Si supuestamente ella resolvía la adivinanza y se ganaba la llave de
su corazón, ¿la usaría? ¿Rechazaría al esposo escogido por su abuelo para forjar
su propio destino? ¿Arriesgaría su corazón por Eros?
Su extraño estado de ánimo a él no se le escapó.
—¿Qué fue lo que le dijiste, Amti?
—Para saberlo debiste haber bebido tu propia taza de café. Ahora, debéis
marcharos. Es tarde y aquí en la kasba las paredes oyen. Temo por vosotros,
einaya.
Cuando estaban parados en la puerta, envueltos en sus mantos negros,
Sanah les cogió las manos y las unió.
—Que Dios os ilumine, hijos míos —Miró a Alanis—. La próxima vez que
vengas estarás embarazada.
Sorprendida por la adivinación de Sanah, Alanis susurró:
—Adiós, Sanah. Jamás os olvidaré, ni a vos ni a esta noche —Se inclinó
hacia delante para abrazarla—. Y gracias por vuestro obsequio.
Eros envolvió a la menuda anciana entre sus brazos.
—No sé cuándo, pero sabes que volveré, Amti —Le besó tiernamente la
mejilla arrugada—. Que Dios te bendiga.
Resollando, Sanah lo soltó, pero de pronto lo aferró del brazo, con temor
en los ojos:
—Te cuidado, El-Amar, ten cuidado cuando la Luna esté en Cáncer.
—Lo haré, Amti. Lo prometo.
—¡Ahora marchaos! —Los ahuyentó de la puerta—. Ruku maá Allah! ¡Id
con Dios!
Ante una queja presentada por el consulado británico al dey, debido a que uno de
sus corsarios había capturado un buque, él respondió abiertamente: "Todo es muy
cierto, ¿pero y qué pretendían? Los argelinos son una banda de rufianes y yo soy el
capitán.
Marine Research Society.
Capítulo 12
El camino de regreso fue en silencio. Echándole una mirada furtiva a la
silueta oscura que caminaba a su lado, cogiéndola de la mano, Alanis preguntó:
—¿Qué es un emir?
Eros se quedó helado. Ella se detuvo de un tropezón frente a él. Los ojos
de él brillaron intensamente por encima de la tela negra que le envolvía el
rostro.
—Un emir es un príncipe —dijo, con una voz que sonó fría y cautelosa.
Ella estaba tan absorta por la intensidad que él irradiaba que no se percató
de los jinetes vestidos de negro hasta que él la apartó de un tirón y quedaron los
dos de espaldas contra la pared. Un grito de terror le brotó de la garganta, pero
él le tapó la boca con la mano. Ella miraba desesperada a los jinetes que
bloqueaban el paso del callejón. Ellos gobernaban la noche, confundiéndose
hábilmente entre las sombras. Un pequeño saco de cáñamo fue arrojado hacia
donde ellos se encontraban. Eros lo cogió y vació el contenido en la palma de la
mano: terrones, un mensaje secreto.
—No digas ni una palabra —le susurró mientras se acercaban a un caballo
que los jinetes les ofrecían—. Haz exactamente lo que te diga. Y bajo ninguna
circunstancia te quites el velo, capisce?
Alanis chocó la cabeza contra la mandíbula de él, asintiendo rápidamente.
El montó de un salto y la levantó sobre su regazo. Se marcharon.
El oscuro laberinto de callejuelas dejó hecho añicos todo sueño romántico
que ella tenía de la kasba de Argel. Las paredes apiñadas los encerraron. Ella
tenía la extraña sensación de que en cada grieta y ventana había ojos
observándolos. El terror le subió por la espalda. Al parecer percibiendo su
intranquilidad, Eros la envolvió con los brazos, instándola a que se protegiera
con su cuerpo. Galopó hasta que llegaron a unos portones altos con forma de
arcos que se abrieron y entraron al trote hacia el patio. Los jinetes desmontaron
y también lo hizo Eros. La bajó de la montura, pero antes de soltarla le dijo al
oído:
—Recuerda lo que te dije. No hables. No te expongas. No mires a nadie
directo a los ojos. Mantén la vista fija en el suelo —Le aferró la mano y se
encaminó derecho hacia el imponente portal con dibujos arabescos—. ¡Taofik!
—Rugió al tiempo que irrumpían, ignorando a los sorprendidos centinelas que
estaban en las columnas de la entrada. Se quitó la tela negra de la cabeza de un
tirón y se detuvo a registrar el vestíbulo. El oro cubría las paredes hasta la
altura de los techos abovedados; el suelo estaba cubierto de unas bruñidas
baldosas de color marrón claro. Nadie vino a recibirlos. El comenzó a avanzar
de nuevo, caminando a pasos grandes y enérgicos, como si fuera dueño de
aquel palacio secreto, o al menos como si hubiera vivido allí. Llegaron a una
lujosa sala, amueblada con unos divanes de cuero y objetos brillantes. Eros se
detuvo abruptamente. Dobló el brazo hacia atrás para mantenerla detrás de él—
. ¡Taofik! —expresó con un gruñido—. Inta fin, ya calb? ¿Dónde diablos te has
metido, canalla?
Una puerta se abrió y un hombre deambulaba en el interior. Piel morena,
cabellos oscuros, ojos negros; llevaba puesta una túnica negra con bordados
dorados, irradiaba autoridad en medio de toda aquella cueva de botines. Alanis
no dudó de que se trataba de un corrupto corsario: la sed de sangre se veía
reflejada en cada rasgo de su aspecto. En la cadera, llevaba una shabariya con
rubíes incrustados, corta y curvada: su daga argelina. Una sonrisa lenta se
extendió en aquel rostro color oliva.
—Marhaba. Bienvenido, El-Amar. Entra.
Eros permaneció rígido.
—Hablo francés para no avergonzarte frente a tus hombres. Sugiero que
hagas lo mismo —Arrojó la bolsa de tierra a las manos de Taofik—. ¿Por qué
estoy aquí?
—Estás muy molesto, El-Amar. ¿Es tan inconcebible que busque a mi
hermano? ¿A mi hermano, al que no he visto durante tantos años, hasta que me
entero de que está en la kasba?
—Tengo una clara intención de matarte por haber enviado a Ornar a
recogerme de las calles. Cooperé por respeto a ti: respeto que claramente tú no
me tienes a mí.
—No fue mi intención faltarte el respeto, hermano. Te pido disculpas por
el modo en que te traje aquí. Sólo me intereso por tu bien. Tengo inquietantes
noticias. Creo que compartirás mi preocupación.
Eros se adelantó un paso.
—¿Cómo supiste que me encontraba aquí?
—Las paredes oyen en la kasba, y la casa de Sanah está vigilada día y
noche. ¿Sabías que la vieja bruja le aconseja al dey? Por estos días él no da ni un
paso sin su consejo. Deberías agradecerle a Alá por que te encontrara yo y no la
patrulla del dey Abdi.
—Sanah siempre ha sido consejera del dey —disparó Eros con poca
paciencia—. Dime lo que sabes y diremos salamat.
—¿Por qué tienes tanta prisa por marcharte? Sentémonos y hablémoslo
con más calma. ¡Omar! —Dio dos palmadas llamando al hombre que hasta ese
momento había sido invisible. Invitó a Eros a tomar asiento en un diván como
de bronce—. Apuesto a que el coñac sigue siendo tu veneno, ¿verdad, italiano?
—Los malos hábitos son duros de matar —Eros descendió las escaleras de
la entrada y se hundió en el diván.
Al dejarla parada como una persona tímida entre las sombras de las
columnas de la entrada, Alanis se dio cuenta de que tratándola como una
esclava la estaba protegiendo. Poniendo en práctica la advertencia que él le
había hecho antes, se quedó ahí clavada, ocultando la mirada, aunque sin mirar
del todo al suelo.
Ornar regresó con una bandeja y la depositó sobre una bruñida mesa que
había entre ambos. Taofik se inclinó hacia delante para servir las bebidas.
—Tienes buen aspecto —dijo—. El éxito te sienta bien.
—No tanto como a ti —sonrió Eros de manera burlona al tiempo que
dejaba a un lado la tela que le cubría la cabeza.
—¿Sabes?, me mortifica verte ahora luchando en favor de los otros.
¿Enemigos nosotros?
Eros endureció la boca.
—Lucho del lado que siempre lo he hecho: del mío.
Taofik lanzó una carcajada.
—Al menos no has cambiado. ¿Cuánto tiempo ha pasado: cinco, seis años?
—Ocho.
—Ah, sí, había olvidado lo ansioso que estabas por abandonarme, El-
Amar, y seguir por tu cuenta.
—No era tu compañía la que me resultaba desagradable, Taofik. Sino los
que te rodean y los métodos que utilizas. Hiere mi... delicada sensibilidad
italiana.
—¡Delicada sensibilidad! —Taofik estalló en una carcajada—. Me has
ganado, rais. Tu nombre es más temido de lo que el mío lo fue jamás.
Una sonrisa sincera se dibujó finalmente en los labios de Eros.
—Francamente espero que no.
—No seas modesto. Tus métodos son más delicados que los míos, pero tus
metas son más altas.
—Te equivocas —dijo Eros—. Yo no tengo sed de poder. Se lo dejo a los
que lo disfrutan mucho.
—No juegues conmigo, El-Amar, y no te engañes. Tu flota es casi tan
grande como la del sultán. Todos los días soy convocado por el dey Abdi para
discutir sobre ese tema.
—Con tanta faena, con el sultán tratándoos de "rebeldes e infieles en
contra de la Sagrada Doctrina del Islam" porque ignoráis su acuerdo de cese de
ataque a los franceses, con tus enormes pérdidas en alta mar por estar plagado
de flotas combatiendo la guerra, y con el sultán marroquí que cada día se
vuelve más poderoso, es increíble que aún encontréis tiempo de preocuparos
por mí.
—Tenemos tiempo para todos —Taofik sonrió, frotando el enorme rubí
que tenía el anillo de su dedo meñique—. Los jenízaros del sultán nos están
sacando hasta el último céntimo. También ellos nos preocupan.
Eros bebió el coñac.
—No estoy interesado en la suerte de tus víctimas. Ya lo sabes.
—Pero no podemos permitirnos tenerte allí bloqueando cada ataque
contra la Alianza. Aún estamos en guerra con los austriacos, como recordarás
—Taofik bajó la voz—. Tus estrategias son ingeniosas, El-Amar, pero no puedes
levantar un muro que rodee una península segura y privarnos de las ciudades
que nos han provisto del mejor saqueo por más de dos siglos.
—¡Entonces deja de invadirlas! —dijo Eros con voz áspera—. ¿Crees que te
permitiría saquear Génova?
A Alanis la sobresaltó su ferocidad, pero Taofik no parecía sorprendido.
—No puedes defender todas las ciudades italianas todo el tiempo, El-
Amar. No eres su guardián. Piensa en los hermanos Harbarossa11. Ellos no se
conforman con el saqueo. Comenzaron como nosotros, luego ocuparon Argel y
se convirtieron en sus gobernantes. Fueron en busca del verdadero poder: el
que se obtiene gobernando países —Entornó los ojos—. Pudimos haber sido los
más poderosos, los corsarios más famosos de todos los tiempos, tú y yo. Aún
podemos serlo. Eros sonrió de modo tajante:
—¿Sigues con intención de usurparle el trono al dey Abdi? ¿Es ese el
motivo por el que de pronto estamos hablando de los hermanos Barbarossa y
del tamaño de mi flota?
—¿Por qué no regresas? Será como en los viejos tiempos, pero mejor.
Seremos socios con todos los derechos.
—Argel es una parte de mi vida que ya acabó —manifestó Eros—. Tengo
la mirada puesta en el futuro.
—No —Los ojos de Taofik parecían carbones encendidos—. Estás
regresando al pasado. Siempre supe que algún día lo harías. Todo ese odio te
mantuvo vivo cuando los demás hombres fuertes se daban por vencidos...
Tenías el diablo pisándote los talones. Nadie soportaría el dolor como tú lo has
soportado sin un motivo.
El rostro de Eros permanecía rígido como una máscara de bronce.
—Esta nueva generación no tiene tu ingenio. No tienen tu temple. Son
malos, blandos. Pretenden la vida fácil, pero son demasiado holgazanes para
pagar el precio.
Eros bebió el trago rápidamente y apoyó la copa.
—¿Para qué me habéis traído aquí?
—Transportas objetos valiosos a bordo del Alastor. ¿Algo de la propiedad
de un duque inglés? Antes evitabas la mercancía de alta calidad. También te
preocupabas por ser discreto. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Alanis contuvo la respiración esperando la respuesta de Eros.
—Al grano, Taofik —lo interrumpió con aspereza.
—Un italiano de la nobleza te está buscando en la kasba. Desea comprar
tus... objetos, por un precio atractivo. También anda en el mercado interesado
en comprar información relacionada contigo, hermano, y como bien sabes, esa
información vale tu peso en oro.
—Entonces, tal vez tenga que comer más. Buenas noches, Taofik.
Una par de manos fuertes cogieron con fuerza a Alanis por detrás y una
voz áspera y burlona exclamó por encima de su hombro:
—¡El-Amar! Escuché que ocultabas algo en algún lugar de la kasba.
Eros se quedó rígido.
—¡Déjala ir, Hani! ¡Ahora! —expresó con un gruñido, con un tono que no
dejaba lugar a la negociación. Como tampoco la pistola que de repente sostenía
en la mano.
Hani rompió a reír.
—¿Qué harás, dispararnos? No podrás ni arrojarme una piedra mientras
tenga a esta preciosidad entre mis brazos —La preciosidad se retorcía como una
fiera, pero Hani era fuerte como un buey—. Ya alejaste una vez a Jasmine de mi
lado. Esta vez, se queda conmigo.
—Suéltala, Hani. Ella no es Jasmine —lo interrumpió Eros de manera
amenazadora.
—¿Es eso cierto? ¿Desde cuándo entras a hurtadillas en la kasba con una
mujer, nada menos que para ver a Sanah? Todo el mundo sabe que no llevas a
tus prositutas contigo en tus cruzadas.
Taofik le lanzó un grito de advertencia, pero Hani meneó la cabeza.
—No, tío. No dejaré que me engañes como la última vez. Jasmine accedió
a quedarse conmigo, pero tú y ese canalla italiano conspirasteis a nuestras
espaldas y me la arrebataron.
—¡Le mostrarás a El-Amar el debido respeto y libéralas a Jasmine de
inmediato! —le gritó Taofik.
—¿Qué respeto? —gruñó Hani—. Yo llevo tu sangre, el no es nadie, es un
extraño.
—El-Amar no es ningún extraño aquí. Tú sabes que para mí es como un
hermano.
—¿Un hermano?—Hani escupió el reluciente suelo—. ¿Qué hermano? Yo
soy tu sobrino, de tu propia sangre. ¿Y él qué es? Un despreciable desleal, un ex
esclavo que cogiste de los baños públicos.
—¡No quedará de ti más que un montón de carne y sangre si no la liberas
de inmediato! —Eros se adelantó amenazante—. No es a Jasmine a quien
tienes... ¡sino a mi mujer!
Alanis dejó de forcejear con Hani y miró a Eros de manera aturdida. Tenía
el rostro contraído de furia; con un destello criminal en los ojos. La serena
templanza característica en su personalidad se disolvió ante los ojos de ella. Mi
mujer.
Hani dio la vuelta a Alanis y le quitó el velo que le cubría la boca.
—Hola, preciosa.
Ella alzó la vista. Supo que había sido un error en el momento en que vio
sus ojos. Maldiciendo, él le descubrió la cabeza. Los cabellos brillantes como
hilos de oro le cayeron hasta la cintura en todo su esplendor. Con los ojos color
aguamarina llenos del terror, ella miró fijamente a Hani, y luego a Taofik. Un
salvajismo carnal ardió en los ojos de ambos. Eros se abalanzó, vociferando:
—Bastardo! —Una mano lo detuvo.
—No, hermano —le advirtió Taofik—. Hani es mi sangre. No puedo
permitirte que lo mates por una mujer.
Hani le sujetó con fuerza el mentón.
—¿Qué es lo que tenemos aquí? Un tesoro de oro, suave e incalculable.
Taofik lanzó una risotada.
—Supongo que éste es tu famoso cargamento, El-Amar. No me digas que
te has vuelto blando y has venido a ver a Sanah para que te adivine la suerte...
—Suéltala, Hani —ordenó Eros—. Ella no es Jasmine. Mi hermana está
felizmente casada y viviendo en Jamaica. Llegas demasiado tarde. Ella ya te ha
olvidado por completo.
—¿Casada? —Aferró a Alanis con más fuerza, haciéndola quejarse de
dolor. Refunfuñando la apartó de un empujón, sacó la daga y se abalanzó
enérgicamente hacia Eros, apuntándole al pecho.
—¡No! —gritó Alanis, incapaz de concebir la catástrofe que estaba a punto
de ocurrir.
Un destello plateado cortó el aire y se detuvo en el pecho de Eros. El
quedó inmóvil. Quedándose exactamente donde estaba, con las palmas de las
manos aferradas, la empuñadura de la daga enjoyada sobresaliendo entre sus
dedos, él sonreía con aire vengativo.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —Lanzó el cuchillo al aire y cogió la
empuñadura con joyas incrustadas—. Vamos, idiota. Muéstrame de qué estás
hecho.
Hani se abalanzó bruscamente, con un segundo cuchillo en la mano.
Taofik se echó a un lado. Cualquier interferencia de su parte ofendería a uno de
los hombres y convertiría al otro en su enemigo mortal. Eros y Hani
comenzaron a caminar en círculos, cambiando las armas de una mano a la otra,
abalanzándose uno sobre otro con amagos.
—¡Eres hombre muerto! —gruñó Hani—. Qué pena por Jasmine, pero qué
suerte para mi nueva amante rubia —Lo embistió y Eros lo bloqueó
apartándolo de un golpe en el antebrazo.
—Te estás volviendo lento, niño mimado —sonrió de manera burlona,
moviéndose con agilidad, con la capa negra que se hinchaba a la altura de los
talones—. Has pasado demasiado tiempo acunado entre cojines de seda.
—¡Te mostraré quién ha estado acunado entre cojines de seda! —Hani
volvió a atacar pero el cuchillo traspasó la capa de Eros y se retorció impotente
entre los amplios pliegues. Con un movimiento rápido, Eros se arrancó la capa
por los hombros y se la arrojó encima a Hani, atrapándolo como un pez en una
red al tiempo que él se movía ágilmente. Furioso, Hani luchó por liberarse.
Reapareció despeinado y agitado.
—¡Italiano asqueroso! ¡Juro que esta noche te mataré!—despotricó.
Volvieron a trabarse en la danza mortal, blandiendo los furtivos cuchillos
con tanta destreza que Alanis apenas detectó el brillo asesino en sus miradas.
Eros era más alto y más robusto, pero la furia de Hani compensaba su destreza,
convirtiéndolo en un letal oponente. Continuó con sus provocaciones, atacando
una y otra vez. Eros le bloqueó los ataques y le cortó un brazo. Un grito de
dolor brotó de los labios de Hani.
—Qué lástima de camisa. Era tan bonita —Eros sonrió al ver la mancha
roja que se expandía en la manga de satén color marfil mientras Hani se
aferraba el brazo con la mano ensangrentada.
—Pagarás por esto, El-Amar—Hani se retorció—, con cada gemido de tu
prostituta blanca cuando esta noche la tenga debajo de mí —Rió cruelmente, al
tiempo que se soltó el brazo y volvió a tomar posiciones.
—Yo no haría planes para más tarde —sonrió Eros de manera burlona.
Pasó el cuchillo a la mano izquierda—. Basta de bromas. Terminemos con esto
—Se abalanzó sobre Hani con el cuchillo y lo cogió fuertemente del brazo
herido con la mano derecha, arrojándolo violentamente contra la pared. Hani
chocó ruidosamente, con la mano que tenía el cuchillo torcida en la espalda.
Eros se la dobló hacia arriba con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos. Hani
gruñó. El cuchillo cayó de la mano y él se desplomó contra la pared anunciando
su derrota.
Eros puso el cuchillo en el cuello de Hani:
—Taofik, déjame terminar con él. Un día me lo agradecerás.
—Aprecio tu templanza, El-Amar. Ahora me encargaré yo —Taofik se
adelantó y apartó a Hani. El dorso de su mano restalló contra la mejilla de Hani,
dejándole un cruel corte rojo hecho con el anillo de rubí—. ¡Tu vergonzosa
conducta es imperdonable! —profirió con desdén, provocando que Hani se
pusiera muy colorado—. ¡Lárgate, idiota! —Le señaló la puerta—. ¡Fuera!
Alanis corrió hacia Eros con el corazón dando saltos de alegría. Lo
examinó de arriba abajo y comprobó que seguía en su formidable buen estado.
Sin poder resistir el impulso, lo asió del cuello y le estampó un ruidoso beso en
la mejilla.
—¡Estuviste absolutamente maravilloso! Estoy muy orgullosa de ti.
Él esbozó un gesto principesco.
—Me siento inhibido por vuestros elogios, principessa. Ahora debemos
marcharnos —Le apartó la cabellera y se la enrolló en la nuca, complacido de
tener la libertad para hacerlo. La capucha de ella estaba rasgada, por lo que le
envolvió la cabeza con la tela que llevaba él, dejándole una hendija delgada
para los ojos.
Hani fue hasta la puerta tambaleándose y aferrándose el brazo. Al llegar al
último escalón de arriba, se volvió y señaló a Eros con un dedo ensangrentado.
—Como solías decir: el mundo es como una rueda. Tu día llegará. En el
nombre de Alá, ¡juro que pagarás por esto! —Y se marchó.
—Me disculpo de nuevo, hermano —dijo Taofik—. Espero que perdones y
olvides.
Eros levantó una ceja:
—¿Lo harás tú?
Taofik sonrió.
—Me alegra que no te hayas rebajado. De haberlo hecho, yo hubiera
tenido que vengar su muerte porque es de mi sangre, y hubiera detestado
hacerlo.
Eros se echó la capa sobre los hombros.
—Nos marchamos —le informó a Alanis.
—Supongo que no tiene sentido tratar de ofrecer un precio por esta
dulzura rubia —Los ojos de Taofik, negros como el carbón, recorrieron la
silueta oculta de ella. Se posaron en Eros, preguntando—: ¿O es que lo hay?
Ella se estremeció esperando la rotunda negativa de Eros. El sonrió
abiertamente, evaluando la mirada centelleante de ella.
—La oferta vale la pena, sin duda. Pero no esta noche.
Taofik los escoltó hasta los riyad12.
—Ornar os escoltará hasta el otro lado del muro —dijo al tiempo que Eros
montaba un caballo árabe castaño rojizo—. Hay que proteger de los ladrones a
tu rubia propiedad.
Sentado con Alanis sobre sus rodillas, Eros dijo:
—Me compadezco del ladrón que se robe este pequeño equipaje.
Taofik lanzó una carcajada.
—Entonces no hay duda de que por ahora tienes las manos muy ocupadas
como para fastidiarnos a nosotros, pero no olvides de lo que hablamos. Tú
coleccionas tantos enemigos como trofeos. Ten cuidado, El-Amar. No cometas el
error de subestimarlos —A Alanis aquella advertencia le sonó a amenaza.
—Lo tendré presente. Salamat, Taofik —Eros le clavó los talones al caballo
e irrumpió en la noche.
—¿Debo suponer que aún sigues disfrutando de la aventura de esta
noche? —La voz profunda de Eros rompió la quietud de la noche.
Alanis no quería hablar. La luz de la luna se estancaba en el estrecho
callejón de tierra. Iban a trote lento con Omar siguiéndoles de cerca.
Acurrucada entre sus brazos, con la mejilla apoyada sobre su pecho, ella se
sentía demasiado a gusto como para discutir con él. Eros pareció entender. La
abrazó más fuerte y apoyó el mentón en la cabeza de ella, dejando que la noche
intensificara cada sensación. Cerrando los ojos, ella encontró refugio en la
oscuridad para abandonar sus defensas en favor de aquella mágica intimidad
que los envolvía. Disfrutaba del fluido movimiento del caballo árabe, de la
salada brisa oriental, de los sonidos de la noche, pero por encima de todas las
cosas, de la sensación de él abrazándola como un hombre abraza a su mujer. Su
mujer.
—Wakkefu wa istaslamu! ¡Alto y rendíos! —gritó una voz al pie del callejón.
Ella abrió los ojos de golpe. Eros sujetó las riendas, provocando que el
caballo ladeara la cabeza y se encabritara. Filas de jinetes bloquearon el pie del
callejón en pendiente, vestidos con capas negras con una franja roja en la
costura. Era una emboscada.
—La guardia del dey —murmuró él apretando los dientes.
—¿Hani? —preguntó ella con tono de preocupación.
—Tal vez.
El jefe de la banda sacó una espada larga, curva, de un solo filo. Reflejaba
los rayos de la luna de manera escalofriante.
—Estamos muertos —susurró Alanis mientras uno a uno los jinetes iban
sacando brillantes cimitarras que parecían afiladas por el mismísimo Vulcano.
—Aún no. Sujétate fuerte —Eros le hizo una señal a Omar, luego
emitiendo un grito gutural, hundió los talones en el caballo y arremetió a la
carga a toda velocidad.
—¡Muerte a los infieles! ¡Muerte en nombre de Alá! —vociferó el líder al
tiempo que se abalanzó precipitadamente, con los soldados que lo seguían
detrás blandiendo las cimitarras.
Eros sacó la pistola y le disparó al líder. Ornar derribó al segundo en el
mando. Los jinetes rompieron filas, dando gritos y agitando las espadas. La
pendiente del callejón les ofreció a Eros y a Omar la ventaja de adquirir
velocidad al cabalgar en su intento por ganar terreno en la carrera contra todo
obstáculo.
El enfrentamiento fue brutal, espadas volando y dando cuchilladas. El filo
brillante de un cuchillo casi le arranca la cabeza a Alanis, pero Eros utilizó su
ímpetu para arrebatarle la espada de la mano al hombre y empuñarla sobre el
siguiente atacante. La sangre salpicaba caliente y pegajosa. Alanis se encogía de
miedo contra Eros, abrazada a su cintura, tratando de no dificultarle los
movimientos. Sentía su respiración agitada; un sudor caliente le brotó de la piel.
Los cuerpos caían hacia ambos lados, pisoteados bajo los cascos de metal. De
algún modo lograron abrirse paso entre la terrible confrontación mientras Omar
se quedó para entretener a los atacantes. Eros avanzó a gran velocidad,
tomando atajos, desafiando al diablo, hasta llegar a un callejón aislado.
Desmontó el corcel árabe de un salto y la bajó a ella al tiempo que le preguntó.
—¿Sabes nadar?
—Sí.
—Bien. Quítate el chilaba y las botas —Él se arrancó la capa por los
hombros, se sacó la camisa por la cabeza y se sentó en el suelo para quitarse las
botas. Alanis hizo lo mismo, quitándose la capa y las botas con rapidez.
—Vamos —La cogió de la mano y empezó a correr. En la distancia, el
ruido de los cascos se volvía más fuerte. Él entró en una grieta muy oscura, un
túnel. El suelo estaba resbaladizo bajo los pies de ella. El agua goteaba haciendo
eco de manera ahuecada en las paredes mohosas y caían en un pozo lejano.
—¿Dónde estamos? —resonó la voz de ella mientras se daba prisa para
seguir el ritmo de él.
—Es el khettara, el canal de irrigación de la ciudad. Desemboca
directamente en el mar.
—¿Estamos en la alcantarilla? —chilló ella, mientras las paredes hacían eco
de su horror.
Él rió entre dientes.
—No, principessa. Son las reservas de agua de la ciudad.
De repente, el suelo se hundió bajo sus pies. Cayeron en las oscuras
entrañas de la roca, más y más profundo. La caída terminó velozmente en un
gran chapoteo, cuando se zambulleron en el pozo. El agua estaba helada. Alanis
se hundió como una piedra, se le congeló la sangre hasta que sus pies tocaron
fondo. Ella se impulsó con las piernas y subió vertiginosamente en busca de
aire. Apareció resoplando y temblando de frío.
—Princesa —La voz grave de Eros llenó el cavernoso estanque—. ¿Estás
bien?
—Sí —jadeó ella, secándose el agua y apartándose los cabellos mojados de
la cara—. ¿Dónde estás?
—Aquí mismo —Le envolvió la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí. Él
siguió nadando hasta pararse sobre una piedra—. Aún no estamos muertos —le
susurró en la frente con voz sensual.
Un rayo plateado de luz de luna se filtró a través de una grieta de la roca.
Poco a poco ella fue distinguiendo la sonrisa burlona de él en la oscuridad. La
abrazó:
—Estás temblando —murmuró al tiempo que le frotaba la espalda para
estimular la circulación de la sangre. Suspirando profundamente, ella lo abrazó
por la cintura y sintió el calor del cuerpo masculino penetrando sus
extremidades. Hacía unas horas él se había comportado como el perverso
Víbora; en ese momento, era su príncipe azul. Ella se preguntaba cuánto duraría
aquello, la intimidad que las circunstancias de aquella noche había generado
entre ellos. Eros era bueno en ese tipo de cosas: la hacía confiar en él y luego
cambiaba de actitud.
La mimó un rato, acariciándole la espalda y abrazándola. Le buscó la
mejilla con los labios. Llegó a la boca murmurándole:
—Me debo algo a mí mismo.
—Consideraste la idea de venderme a ese argelino.
Una profunda carcajada brotó de la garganta de él.
—Ni en un millón de años. Sabes que he venido hasta aquí para cumplir
tu deseo. ¿Pensaste que te iba a dejar? Tú no estás en venta, amore. Tú eres mía.
Sólo mía —El primer contacto de sus labios fue sublime; el beso era una rara
mezcla de ternura y deseo. Ella se abrazó al cuello terso y lo bajó para atraerlo
más hacia sí. Él la acariciaba con la lengua que ardía en la suya. El sabor era
embriagador. A ella se le derretían las piernas. No quería soltarlo más.
Qué pena que aún no estuvieran a salvo. Aún tenían que tomar el bote de
remos para regresar al Alastor. Eros percibió que ella retrocedía.
—Debemos seguir, mia bella. Te quiero lo más lejos posible de este sitio.
Terminaremos con esto más tarde —le juró con voz ronca—. Te lo prometo.
Perturbada por aquella seductora promesa, lo siguió hasta atravesar una
grieta en la roca. Después de nadar por el oscuro estanque, la luz de la luna
parecía más brillante, la profunda arena más cálida. Ella estaba ansiosa por
estar de nuevo en el barco, acurrucada en una cama confortable.
Eros le indicó con un gesto hacia la derecha.
—Allí está nuestro bote —La cogió de la mano y comenzaron a correr.
Un movimiento le llamó la atención.
—¡Mira! —Ella señaló a los tres hombres emergiendo del puente marítimo.
Los gritos taladraron la noche desde la cima del muro.
—Empuja el bote al mar. Yo te seguiré —Eros se dio la vuelta y arremetió
contra los soldados.
Alanis corrió hacia el bote, pero al ver los restos de madera trastabilló en
la arena emitiendo un grito de desesperación. Volvió a mirar a Eros justo
cuando lanzaba el cuchillo directo a la frente del primer soldado, ejecutándolo
en el acto. Pasmada, ella lo vio darle un fuerte puñetazo en la cara al segundo
hombre. El tercero demostró ser más astuto; sacó la cimitarra y la blandió. Eros
lo esquivó agachándose rápidamente y lo embistió. Rodaron en la arena,
luchando ferozmente. Eros se puso de pie, empuñando la espada. Levantó el
brazo y enterró la hoja en el pecho del argelino. El segundo hombre comenzó a
levantarse de la arena con la cimitarra en la mano. Alanis se levantó y corrió
hacia él a toda prisa.
—¡Cuidado! —le gritó a Eros al tiempo que le arrojó al hombre un puñado
de arena a los ojos.
Eros se levantó y lo atacó. El metal chocó contra el metal con rencor
anodino. Eros alzó la cimitarra en lo alto y con una maniobra feroz la bajó hasta
el cuello del soldado y le arrancó la cabeza. Alanis se quedó completamente
inmóvil. La silueta musculosa de Eros se quedó parada junto al cuerpo
mutilado de su víctima, aún empuñando la espada manchada de sangre.
Espasmos de bilis le subieron hasta la garganta. Ella se dobló y tuvo arcadas en
la arena con el cuerpo entero convulsionado.
Estaba haciendo esfuerzos por respirar cuando él se le acercó.
—Alanis, ¿qué ha pasado? ¿Te sientes mal? —Le apoyó una mano amable
sobre el hombro. Ella se la quitó bruscamente y le señaló el bote hecho
pedazos—. ¡Bastardos! — gruñó él. Del puente salían más soldados—. Alanis —
La ayudó a ponerse de pie. Cubierto de arena, se le veía agotado, aunque la
llama en sus ojos seguía ardiendo—. Debemos largarnos de aquí, amore mió, o
moriremos esta noche.
—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó ella sintiéndose increíblemente
aterrada y exhausta.
—Ahora a nadar. Quítate la camisa. Nos iremos ahora.
—¿Qué? —La última horripilante experiencia que soportaría aquella
noche sería desnudarse delante de él—. ¿Cómo diablos vamos a hacer para
nadar semejante distancia? —Escuchó los gritos de los argelinos que seguían
saliendo del puente, cuando de repente, una fuerte explosión sacudió las
paredes. Una columna de agua surgió a borbotones en la distancia hasta formar
un poderoso chorro no demasiado lejos del Alastor.
—Porca miseria! ¡Están bombardeando mi barco! — La cogió de la muñeca
con la mano como de acero y la metió al mar—. Escúchame, pequeño fastidio.
Tenemos que desnudarnos del todo. Una vez que entremos a las corrientes
profundas cada una de las prendas nos hundirá como si fueran piedras. Ahora,
sé que llevas algo debajo. De modo que quítate esa camisa y no más
discusiones. No es momento de hacerse la "señorita remilgada".
Él ni se molestó en mirar cuando ella se quitó la camina. Caminaron por el
agua hacia lo hondo mientras las olas altas rompían en sus cuerpos,
salpicándoles los rostros con agua salada. Las bombas explotaban por encima
de sus cabezas.
—¡Sujétate a mí! —dijo Eros con un gruñido por encima del rugido de las
olas.
—Sé nadar por mi cuenta, ¡gracias! —gritó Alanis en respuesta.
—¡No en esta corriente ni tan rápido como yo! —A la fuerza, se enroscó
los brazos de ella a su cuello y se zambulló de cabeza. Azotaba las negras olas
con los brazos con la fuerza de un ángel vengador, estimulado más por la furia
que por el vigor. Ella iba aferrada a los hombros con todas sus fuerzas mientras
pataleaba.
Los soldados no siguieron hasta el mar, confiados en la tarea de eliminar a
tan temible enemigo a cañonazos. A los lejos, el Alastor despertó ante la llamada
a la batalla, disparando arremetedoras andanadas a la ciudad amurallada.
Atravesaron a nado columnas de agua que brotaban a borbotones, esquivando
los temibles proyectiles y sorteando las despiadadas olas. Alanis rápidamente
iba perdiendo lo que le quedaba de resistencia. Sentía los brazos entumecidos.
Ideas pesimistas le daban vueltas en la cabeza, acerca de tiburones, de la
fatalidad y de la posibilidad de no volver a ver a su abuelo jamás. Los párpados
se tornaron pesados. El Alastor parecía alejarse más y más. Pero justo cuando su
cuerpo cedió Eros se aferró a la escalerilla lateral del Alastor y subió. Nico la
cogió de los brazos y la subió a cubierta. Sonriendo de oreja a oreja, Giovanni le
ofreció una mano firme al capitán y tiró de él después de ella.
Cuando abrió los ojos el mundo le daba vueltas a su alrededor. Los
hombres corrían a toda prisa por cubierta; los cañones continuaban disparando.
Escuchaba a los lejos la voz grave y fuerte de Eros ordenando levar anclas y
desplegar mástiles, lanzando al Alastor al mar a toda vela.
Sus rodillas se doblaron y se dejó caer contra Nico, pero un par de manos
fuertes la apartaron y la alzaron en brazos. Estaba ligeramente sorprendida por
la eufórica seguridad que sintió. Cerrando los ojos, dejó caer la cabeza sobre un
hombro ancho y se abandonó.
Lo primero que vio fue un cuerpo desnudo hurgando en un baúl abierto
con ropa. Los músculos se tensaban por todas partes: brazos fuertes, espalda
fibrosa, caderas estrechas, nalgas firmes, y muslos largos y musculosos. El vello
suave, el oscuro bronceado de pronto se volvía sorprendentemente blanco
crema debajo de la línea de la cintura. Recuperando la coherencia lentamente,
Alanis se percató de que estaba acostada en una cama mullida, envuelta en una
manta y mirando estúpidamente a un glorioso hombre desnudo. Una voz
severa dentro de su cabeza le ordenaba que desviara la vista, pero sus ojos
rehusaban a abandonar aquella imagen irresistible que tenía enfrente.
Finalmente, él encontró prendas de su agrado. Se deslizó dentro de un par
de pantalones y una camisa y se amarró los cabellos en una cola de caballo. Se
dirigió a la puerta, sacó la cabeza y dijo:
—¡Traedme un poco de té!
Ella no esperaba que él se diera la vuelta tan abruptamente, pero lo hizo.
—¿Disfrutando del espectáculo? —Eros le sonrió con rapacidad.
El calor le subió por las mejillas. Ella cerró los ojos, pero ya era demasiado
tarde. Aquel hombre detestable estalló en una carcajada. Ella abrió los ojos de
golpe.
—¿De qué te ríes, gamberro?
Riendo ahogadamente, él se acercó hasta el mueble de las bebidas y se
sirvió una copa de coñac. Bebió la mitad y luego fue a pararse junto a ella.
—Aquí tienes, te calentará hasta que llegue el té.
Secretamente agradecida, ella aceptó la bebida y se incorporo para
sentarse. Bebió y le miró aquel rostro de sonrisa burlona. No se regodeó mucho
tiempo. Regresó al baúl y escogió una bata de seda negra y una camisa de linón.
Las arrojó hacia ella y aterrizaron sobre sus piernas.
—Te sugiero que te quites la ropa mojada si quieres estar viva para otra
aventura.
Alanis miró las prendas secas. Si él esperaba que ella lo igualara dando el
mismo espectáculo, estaba absolutamente equivocado.
—He tenido aventura suficiente para que me dure de por vida.
—No puedes quedarte con esas ropas mojadas para siempre. Estás
totalmente gelato —Sonrió socarronamente.
Alanis echó una mirada furtiva debajo de las mantas. Gracias a Dios aún
tenía la ropa puesta, pero la ropa interior húmeda era terriblemente
transparente y la tenía pegada al cuerpo. Tendría que correr una carrera hasta la
puerta envuelta en la manta. Deseaba poder irse.
—No seas tan niña, princesa. Juro que no miraré —Cuando ella negó con
la cabeza obstinadamente, una sonrisa malvada se dibujó en los labios de él—.
Si te niegas a ponerte ropa seca como una buena chica, sencillamente tendré que
hacerlo por ti.
Bien, no había salida. Gruñendo para sus adentros, bajó los pies al suelo.
Le costó un gran esfuerzo sostener firme las inestables piernas mientras
sujetaba la manta firme envolviéndose el cuerpo mojado. Estaba reuniendo
energía mentalmente para dar el primer paso cuando los pies descalzos de Eros
aparecieron ante sus ojos.
—¿Exactamente a dónde crees que vas? —exigió saber.
—Me voy a morir en mi propia cama, si no te importa.
El sonrió débilmente.
—Sí me importa. ¿No ves que estás demasiado débil para ir caminando
hasta tu propio camarote? Para empezar, ¿quién crees que te cargó hasta aquí?
Además, no tengo deseos de contrariar a tu abuelo. Él no es un cachorro
inofensivo como Silverlake. Si es que llegas a tu camarote, caerás en cama con
esos harapos mojados hasta que mueras de tuberculosis.
—Entonces haré las paces con Dios y esperaré a que bajen los ángeles a
llevarme.
—Como quieras —Estiró los brazos para cogerla. Ella le dio un manotazo
y perdió la manta. Eros quedó inmóvil. La mirada se le oscureció ante la imagen
de esos pechos turgentes transparentados a través de la prenda mojada y
adherida. No llegaba a ocultar los pezones firmes rosados y erizados.
—¡Qué detestable eres! —Le arrebató la ropa seca de la cama y la sujetó a
la altura de los senos—. Está bien. ¡Lo haré yo misma, pero no mires! ¡Aléjate! —
Le hizo un ademán nervioso para alejarlo—. ¡Vuélvete! Si llegas a espiar, juro
que te dispararé, ¡y esta vez no fallaré!
—Tú me miraste a mí —le recriminó él, pero ya se estaba dando vuelta.
—No es culpa mía que hagas alarde de tu cuerpo para que todos lo vean
como si fuera... —Furiosa ella se quitó torpemente la ropa mojada—. Como si
fuera...
—¿Como si fuera qué? —quiso saber él con leve curiosidad mientras
seguía dándole la espalda.
A ella no se le ocurría ni un solo insulto; aún le costaba olvidar la imagen
de aquel magnífico cuerpo masculino de color chocolate con vainilla. Maldijo
entre dientes.
Eros echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada. Ella consideró seriamente
dispararle.
—¿Ya puedo mirar? —preguntó dócilmente al tiempo que la carcajada
decreció hasta quedar como una risita molesta.
—Sí —Ella apretó los dientes y se ató el cinturón de la bata a la altura del
ombligo. La camisa de lino le llegaba a las rodillas, pero la larga bata de seda
negra caía hasta los pies, el fresco satén le moldeaba cada curva como si fuera
una segunda piel. Ella no pudo resistir tocar el bordado plateado y rojo que
adornaba la parte delantera. Era una bata digna de la realeza. Masculina y
elegante.
—¿Cómoda? —oyó la voz grave de Eros por encima de su cabeza.
—Gracias por el generoso cambio de ropa. Me voy a mi...
—Espera el té —Él se inclinó hacia delante y apartó de un tirón la manta
húmeda—. Métete en la cama. Te sentirás mejor después de beber una taza de té
caliente y dulce.
Dilema. Taparse con sus sábanas definitivamente estaba fuera de
discusión. Por otro lado, tenía una pila de preguntas que había acumulado
mentalmente esa noche. Y tenía una adivinanza que resolver.
Eros se sentó en un sillón, disfrutando una copa de coñac. Parecía estar
más dispuesto a conversar que a intentar cumplir sus promesas. Ella se sentó al
borde de la cama y cogió el coñac. La fuerte bebida se expandió con un calor
que le llegó hasta las extremidades. Eso y la ropa seca hicieron que se sintiera
mucho mejor; de hecho, ella sentía una especie de dulce calma como de
ensueño.
—¿Por qué tratas de amigo a un hombre como Taofik? —Se atrevió a
hacerle la primera pregunta—. Cualquiera se daría cuenta de que es un
malvado. Hasta las advertencias que te hacía sonaban más como una amenaza
que como auténtica preocupación.
Raed llamó a la puerta con los nudillos. Entró con el té, lo depositó sobre
la cómoda y se marchó. Eros se levantó y le alcanzó una taza. Cuando ella
rehusó a separarse del coñac, él le quitó la copa de la mano, vertió el contenido
en la taza y la hizo aferrarla. Volvió a desplomarse en el sillón y bebió el coñac.
—¿Qué dirías si te dijera que yo no soy tan diferente a Taofik?
—Tú no eres malvado —afirmó Alanis rotundamente—. Tú tienes alma, él
no.
—Él es el bastardo más astuto que haya conocido. Estar en su compañía
fue todo un aprendizaje.
—¿Y qué sentido tenía vivir en ese infierno? ¿Qué fue lo que te hizo
marcharte de allí? —preguntó ella con más discreción—: ¿Es que en Italia eras
un criminal condenado que se vio obligado a huir?
Eros la miró a los ojos desde el otro lado del cuarto.
—Criminal, no. Condenado, sí.
Ella pensó en la adivinanza y en el sitio donde él nunca podría regresar.
—Sanah me dijo que había dos hombres en tu interior: una serpiente y un
águila. Yo también había llegado a la misma conclusión.
Él le lanzó una mirada punzante.
—Duerme un poco, Alanis. Ha sido una noche larga —Se dirigió hacia las
portas y se quedó mirando la noche. Una brisa fresca se arremolinó en el
interior del camarote inflándole la camisa.
Ella se levantó y se acercó a él. Algo había sucedido entre ellos aquella
noche. Se habían conectado, las dos almas al descubierto. Él no podía ignorarlo.
Ella le tocó el hombro:
—¿Quién eres?
Él cerró los ojos. La voz sonó tensa cuando dijo:
—Ya... no lo sé...
—Eras esclavo en Argel —Ella le deslizó una mano por el brazo—. Taofik
dijo que estabas en busca de tu pasado y defendiendo la costa italiana. ¿Estás
tratando de recuperar tu hogar?
—Mannaggia! —Se dio vuelta bruscamente y se le abalanzó—. Tienes
tendencia a fisgonear, Alanis.
—Tú me interrogaste sobre todo: mi familia, mi compromiso, mi pasado.
¿Por qué es tan terrible que yo también quiera conocerte mejor?
El calor de sus ojos hacía que el color azul resaltara más en contraste con la
piel bronceada.
—Cuidado con lo que quieres, Alanis... —murmuró él. La cogió de la
muñeca y la atrajo más hacia sí—. ¿Qué más te dijo Sanah sobre mí?
—Nada —se retorció incómoda.
—¿No le preguntaste a Sanah sobre nosotros?
Ella le miró el mentón.
—No.
Él rió burlón.
—Mentirosa. ¿No te dijo Sanah lo que iba a suceder con nosotros? —
Hundió las manos en los cabellos húmedos y le masajeó los músculos tensos de
la nuca, con movimientos lentos y circulares. A ella el mundo le dio vueltas,
pero esta vez flotaba en una nube—. Debí haber traído mis cartas de tarocchi —
Pasó la punta de la lengua por los labios entreabiertos y lamió la sal—. Hay una
sola carta que nos ahorraría litros de café.
—¿Qué carta de tarot? —murmuró ella aturdida. Le apoyó la boca en el
oído. Movió los labios de manera seductora:
—La de Los Amantes.
Un lento ardor de deseo la recorrió entera. Se sentía profundamente
atraída hacia él pero le temía un poco. Era cruel y astuto, le arrancaba la cabeza
a la gente, y si lo decidía, era capaz de no amar... Ella no estaba ansiosa por
encontrarse atrapada en un matrimonio arreglado, pero entregarse a un pirata
eliminaría toda esperanza de formar su propia familia. Ningún caballero
respetable tomaría por esposa a una paloma manchada, a menos que él mismo
la manchara. Ella retrocedió un paso, meneando la cabeza tristemente.
—No, Eros. No podemos ser amantes.
Él apretó la mandíbula.
—Si hace un mes alguien me hubiera dicho que ardería de deseo de este
modo por una mujer como tú, lo hubiera matado. Ve a la cama, Alanis. La
noche se acabó.
Ella no podía estar más de acuerdo.
Quizás si Glauco hubiera visto tus ojos,
te habrías convertido en una sirena del Mar Jónico,
y las Nereidas te lo estarían reprochando de envidia,
Nasaee de cabellos rubios y cerúlea Cymothoë.
Propercio: El amor de Cintia.
Capítulo 13
El cruel sol del desierto castigaba al grupo de cinco personas que iban a
caballo por las desoladas llanuras pedregosas, salpicadas con zonas de maleza y
árboles raquíticos. Esa mañana más temprano, el Alastor había atracado en el
puerto de Agadir; pero en lugar de dirigirse directamente a la casa, Eros había
equipado con arcones a una recua de camellos y a tres de sus hombres, y habían
partido rumbo a Hammada, el desierto que se extendía todo el camino hacia el
Atlas. Él iba montado atrás con Alanis flanqueada por sus brazos.
Casi no le había hablado durante la semana que habían navegado desde
Argel hacia Agadir, poniendo en práctica su mal humor. Había sido un cambio
brusco con respecto a haber estado besándola, acariciándola y susurrándole al
oído que estaban destinados a ser amantes. Ella sentía la necesidad de romper
el hielo de algún modo.
—¿Adónde vamos?
Silencio. Ella estaba considerando la idea de agregar algo más cuando
sintió el leve roce de sus labios en la sien.
—A un pequeño pueblo llamado Tiznit, a visitar a mis amigos —
respondió Eros.
Alanis estiró el cuello a un lado y lo miró a los ojos. No lograba descifrar
lo que veía en ellos.
—¿Aún sigues... enfadado conmigo? —le preguntó.
Él le sostuvo esa mirada interrogativa y ablandó la expresión.
—No.
Finalmente, ella pudo volver a sonreír.
—Y bien, ¿qué tiene ese pueblo para ofrecerle al viajero?
—Es una sorpresa. Ya verás —Apuró al camello y avanzaron de prisa.
Una hora más tarde Alanis tuvo el primer vistazo de unas palmeras
cuando unas paredes rosadas se irguieron ante sus ojos. Era un pequeño pueblo
fortificado, bordeado de pedernales con las casas encaramadas una sobre otra.
Tomaron el sendero pronunciado hacia el pueblo y unos jóvenes animados,
vestidos con túnicas negras y con las cabezas cubiertas, fueron a darles la
bienvenida a mitad de camino. Un ritual de saludos y preguntas sobre la salud
de los habitantes y el estado del rebaño comenzó antes de que pudieran seguir
avanzando. Al llegar al pueblo, los invitaron a la casa de Mujtar, el religioso
más veterano y líder del pueblo, que los recibió en las gruesas alfombras kilim
de la sala. De inmediato les sirvieron agua fresca, té de menta y fruta seca
azucarada. Eros ordenó a sus hombres que entraran los arcones y les ofreció
generosos obsequios a los habitantes bereberes. Los aceptaron con gran
alborozo.
—Allora, acerca de la sorpresa... —Eros le sonrió a Alanis.
—¿Hay más? —le preguntó ella de manera incrédula. Ya estaba encantada
con todo.
—Hanan —Llamó con una seña a una de las tres muchachas que les
estaban sirviendo—. Quisiera que conozcas a mi amiga, Alanis. Ella está ansiosa
por explorar tu encantador pueblo. Muéstraselo. Llévala a refrescarse.
¡Él habló en inglés! La sorpresa de Alanis se multiplicó cuando la
muchacha dijo:
—Por supuesto, El-Amar. Será un honor —Le ofreció la mano a Alanis—.
Bienvenida a Tiznit. Por favor, venid.
—Hablas inglés —le dijo a Hanan una vez que estuvieron afuera,
caminando junto al parapeto de piedra con vistas hacia el imponente barranco
que había debajo. Un viento seco le hinchaba la camisa de hombre que ella
llevaba puesta.
—Mi hermano, Mustafá, es el mayordomo en Agadir. El me enseñó. Estas
son mis hermanas: Suhir y Nadia —Hanan le indicó con un gesto las dos
muchachas que las acompañaban; al igual que Hanan, vestían túnicas blancas,
joyas y velos de colores—. Son muy perezosas para aprender a hablar en inglés.
—Tú hablas muy bien —le dijo Alanis mientras entraban en un túnel del
acantilado, frío y cavernoso. Al emerger al aire libre, se encontraban en un
pequeño valle rodeado de altas paredes rosadas, con el cielo azul como una
cúpula. Una vigorosa cascada manaba a borbotones en la pared del frente,
formando una piscina natural de agua verde a sus pies. Las tres muchachas se
desnudaron, se quitaron las sandalias y se zambulleron en la piscina. Entre
risas, se salpicaban gotas multicolores entre ellas.
—¡Uníos a nosotras! —la llamó Hanan, respaldada por las hermanas que
cantaban—: ¡Taáli, taáli! ¡Vamos!
Cubriéndose los ojos del resplandor del sol, Alanis inspeccionó las
paredes de piedra. Garantizaban una completa intimidad. Uno podía tomar un
baño desnudo en aquel sitio sin importarle nada del mundo.
El agua le salpicó las botas y Hanan salió a la superficie frente a ella, con la
piel morena y los largos rizos negros mojados y brillantes.
—Entrad a la piscina —la incitó—. Dentro de una hora se servirá un diffa.
¿No os gustaría sentiros limpia y fresca para el banquete?
Alanis sonrió con indecisión.
—Sí, me gustaría —Se quitó la camisa y las botas y luego los pantalones y
las bragas. Blanca nivea y desnuda se zambulló de un salto en la piscina. Su
cuerpo se hundió como una pepita de oro, feliz de volver a estar en su hábitat
natural. Emergió en busca de aire, riendo. Era maravilloso—. ¡Me encanta! —
gritó, con una enorme sonrisa en el rostro. Nadó en dirección a Hanan—. ¿Cuál
es el motivo de la celebración, un día festivo local?
—El pueblo celebrará nuestro compromiso con El-Amar. En este momento,
mi padre le está ofreciendo a Suhir, a Nadia, y a mí. Mis hermanas y yo estamos
muy emocionadas —Hanan rió nerviosamente.
—Ah —Alanis perdió la sonrisa. Hacía una semana él le había sugerido
que fueran amantes... Estaba a punto de cocinarlo vivo. Lentamente. Miró a las
hermana—. Parecéis tan jóvenes, y vosotras sois tres.
—El-Amar es un hombre rico. Debería tomar varias esposas. Mi padre será
Mujtar. Él busca la protección de El-Amar contra el sultán de Mequínez. Nos
están ofreciendo como un tributo —Aquella mirada inocente escudriñó a Alanis
con desánimo—.Vuestro cabello es dorado, vuestros ojos reflejan el cielo y
vuestra piel es del color de las perlas. El Rais debe de haber pagado mucho más
por vos.
Alanis se quedó con la boca abierta.
—¿Disculpa? —Hanan desvió la mirada, entonces ella le tocó el hombro
con gentileza—. Estás equivocada, Hanan. Yo no soy su esposa. ¿A vosotras os
están obligando a contraer este matrimonio?
Hanan resplandeció de nuevo.
—En absoluto. Es un gran honor y un placer. El-Amar es distinto a
cualquier hombre de nuestro pueblo. Él nos trae obsequios de todo el mundo,
nos habla con respeto, pero también como un amigo, y cuando uno lo mira a los
ojos, se vuelven mágicos. Él es bueno y especial.
Él sí era especial, pensó Alanis, pero Hanan tenía una muy leve impresión
de él. Ella lo conocía como un rais marroquí rico y poderoso y no tenía idea de
quién era realmente. Ni tampoco tú, aseveró una voz severa en su cabeza. Pero al
menos sabía que había mucho más en él de lo que aparentaba. ¿Qué tipo de
padre era capaz de ofrecerle tres jovencitas ingenuas a un hombre como Eros?
Era tan cruel como servirle una oveja a un león. ¿Es que Eros las instalaría en su
casa, lejos de su pueblo y reanudaría su vida por el mundo? ¿O era ella quien
estaba oponiéndose a esa unión porque... estaba celosa?
—Debemos regresar para ayudar en la cocina —anunció Hanan desde la
orilla, donde las hermanas se estaban vistiendo—. Vos podéis quedaros. Os
dejaré un caftán limpio y llevaré vuestra ropa a lavar.
—Eres muy amable, Hanan —respondió Alanis. Estaba contenta de
quedarse a solas. Necesitaba un momento de privacidad, de paz y calma, para
no pensar en Eros y en el arrebato de emociones que le despertaba. La piscina
era tan serena como una joya en el desierto, y ella había pasado toda su vida
tomando baños en pequeñas tinas junto al fuego, observando el granizo golpear
con fuerza contra la ventana. Bañarse desnuda bajo el límpido cielo azul le
provocaba la más increíble sensación de libertad. Eros había convertido su sueño
en realidad.
Nadó en dirección a la cascada y se paró ante el vigoroso caudal. El agua
le caía sobre la pelvis. Nubes de rocío se arremolinaban alrededor formando
una gama de colores. De manera audaz, ella se puso debajo. Un grito de placer
escapó de sus labios. Cerró los ojos y dejó que la lluvia descomunal le masajeara
los músculos doloridos. Al fin era libre.
Se oyeron ruidos. Había gente que bajaba por la pendiente del acantilado.
Alanis se apartó de la cascada y estaba a punto de sumergirse en la
profundidad de la piscina de agua verde cuando Eros se presentó en persona en
el claro. Clavada en el sitio, ella lo miró ofuscadamente. Él parecía igual de
aturdido. Las voces se oyeron más fuerte. Les hizo una seña para que
retrocedieran, pero él se quedó. Lentamente, se volvió para observarla.
Alanis se puso tensa. La parte superior de su cuerpo desnudo estaba por
encima de la superficie del agua, bajo la luz del sol, el blanco reluciente de la
piel contrastaba con las paredes rojizas que la rodeaban. Los cabellos dorados
mojados serpenteaban por sus curvas desnudas, llegando casi hasta las caderas,
aunque sin ocultar nada. Debía haberse zambullido en la piscina, pero por
algún motivo alocado se quedó allí parada erguida y orgullosa, dejando que
aquella mirada ardiente le recorriera cada centímetro de su cuerpo desnudo.
El deslizó la mirada sin prisa sobre las lechosas curvas; le acarició los
senos, el vientre plano, las caderas redondeadas. Parecía terriblemente
decepcionado de que el resto estuviera oculto bajo las aguas verdes.
A Alanis le invadió una intensa excitación: su cuerpo se encendió, se le
endurecieron los pezones como diminutas piedras. Sentía la sangre que latía
levemente más acelerada bajo la pelvis. Lo miró a los ojos. Ardían con violencia,
expresándole sin palabras lo mucho que ella lo afectaba y lo posible que era
quitarse la ropa, arrojarse a la piscina e ir por ella. Se adelantó un paso...
Alanis se sobresaltó. La ilusión se rompió en pedazos, devolviéndola de
golpe a la lúcida realidad. Invadida por una repentina timidez, ella se hundió
en la piscina deseando que él se marchara.
Eros se quedó un mortificador instante más y luego giró sobre sus talones
y se marchó.
La comida era lo último que ocupaba su mente. Alanis se sentó en el
parapeto tibio y dejó que el sol de la tarde le secara la melena. ¡Ay, Dios! ¿Cómo
hacer para librarse de aquel aprieto? Se miró los dedos de los pies descalzos,
sorprendida de lo libres que se sentían jugueteando con la arena. Pertenecían a
aquella desvergonzada oculta debajo del caftán blanco. ¿Qué diablos era lo que
la había poseído en la piscina? Ella siempre había sido una dama refinada y
sensata. ¿Cómo había sido capaz de ostentar su cuerpo frente a un hombre?
¿Un pirata?
—Buenas tardes.
Alanis alzó la vista.
—Oh. Hola, Hanan. Gracias por este bonito caftán — Pasó la mano por las
coloridas costuras, rehusando a enfrentar a la futura esposa del hombre que le
hacía arder el cuerpo.
—El-Amar rechazó la propuesta de mi padre —dijo Hanan
miserablemente, invitando a Alanis a mirarla—. Dice que no puede tomar una
esposa. Sus costumbres y su religión dictan que sólo puede casarse...
—En un sitio en particular al que no puede regresar —Y la nostalgia domina
sus sueños. El no podía regresar a Italia, pero aún acataba el viejo protocolo
matrimonial italiano. Ella se preguntaba eso mismo, si él no estaría ya casado.
Sin embargo, de una cosa estaba segura: era un aristocrático—. Está diciendo la
verdad, Hanan. Una amiga suya me dijo lo mismo. Su negativa no tiene nada
que ver contigo ni con tus hermanas.
A Hanan se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Él es el hombre más bondadoso. No obstante, él prometió proteger a
nuestro pueblo y le aseguró a mi padre que tenía contacto personal con el
sultán de Marruecos.
Alanis le ofreció una mirada cálida y comprensiva.
—Lo amas, ¿no es cierto?
—También dijo que sólo podía tener una esposa —Hanan le lanzó a Alanis
una mirada llorosa y acusadora.
Alanis recordó la escena de la piscina y se ruborizó.
—No es por mi causa, Hanan.
Hanan aspiró con ruido.
—Pero vos sois hermosa, como el oro. Y yo he visto el modo en que El-
Amar os mira. Él os llevará a su hogar y os convertirá en su mujer.
Alanis retiró la delgada manta a un lado y se levantó. Estaba cansada de
estar tirada sobre aquel camastro delgado imaginando unas manos enormes
acariciándole el cuerpo, aunque por desgracia no lo suficientemente cansada
como para quedarse dormida. Pasó a hurtadillas entre las camas de las
muchachas y salió lentamente. La terraza de piedra estaba en silencio. Se sentó
de lado sobre el parapeto y se recogió la tela hasta los muslos. Era una noche
azul oscura decorada con infinitas estrellas que se expandían por encima de ella
en un glorioso universo. Una leve brisa le agitó los cabellos y deslizó una
manga dejándole el hombro al descubierto. Al fin estaba sola. Sólo el desierto, la
noche y ella. Cerró los ojos y respiró el fresco aire de medianoche. Un humo de
tabaco le ardió en las fosas nasales. Abrió los ojos de golpe.
—Finalmente ella se dio cuenta —comentó una voz profunda entre las
penumbras del muro de piedra.
—Eros —Ella se puso de pie de golpe. ¿Cómo no había conseguido verle
(ella, que siempre percibía su presencia, su mirada sobre ella, las vibraciones de
ese temperamento siempre cambiante)?
Él estaba parado a unos diez pasos, con el pecho desnudo, con la espalda y
el tacón de la bota apoyados contra la pared. Bajo la luz de la luna, parecía
altísimo y abrumador, con un mal humor que encajaba con esa apariencia. El
primer impulso de ella fue huir de aquel leopardo negro de ojos azules, pero
decidió hacerle frente con orgullo. Con valor.
Eros arrojó el cigarro y se alejó de la pared. Pisó la colilla encendida con la
bota y se acercó sin prisa, desafiando la decisión ella. Se sentó en el parapeto
frente a ella, levantó un pie enfundado en una bota y apoyó el brazo en la
rodilla.
—Puedes sentarte. No voy a morderte.
Ella lo dudaba.
—Estaba a punto de irme. Sólo vine un momento.
—Mentirosa —El leopardo negro vigiló su presa—. Viniste aquí por el
mismo motivo que yo: no podías dormir. Apuesto un millón de luises de oro a
que nuestro insomnio se debe a la misma frustración.
Ella lo miró de manera inexpresiva.
—Estoy percibiendo un leve bostezo así que si me discul...
Cuando se dio vuelta para irse él la cogió de la muñeca.
—Espera —le susurró—. No te vayas. Quédate conmigo un momento —Le
dibujó círculos lentos en la zona sensible de la piel de la muñeca.
Ella lo miró a los ojos. El hombre de los ojos mágicos.
—No.
Tiró suavemente de su mano, obligándola a dar un paso tambaleante hacia
él.
—Siéntate conmigo.
Ella desvió la mirada, luchando con el deseo ardiente que le iba
invadiendo el corazón sigilosamente.
—No.
Eros se puso de pie. De nuevo ella se asombró de lo alto que era, alto y
dolorosamente irresistible. Le soltó la mano, pero antes de que ella disfrutara de
ese alivio, la levantó en brazos. Lanzó una pierna por encima del parapeto y
volvió a sentarse con ella sobre su regazo. Le sonreía abiertamente.
Después de la escena en la piscina, sentarse en su regazo era atizar la
sensación que ella experimentaba: como de estar en el medio del mar, con una
cadena de hierro que tiraba de ella más y más hacia las profundidades del
inmenso océano.
—Por favor, déjame ir —le pidió.
Él sonrió mirándola a los ojos.
—No.
Tratando de retorcerse para separarse, ella le empujó el pecho con
suavidad. Era como tallado en bronce, con la piel cálida y suave. La urgencia
por acariciarlo era tan fuerte que ella luchó con más fuerza para liberarse.
—¡Déjame ir!
—Deja de pelear conmigo o nos iremos al infierno —La aferró con los
muslos y el torso fuertes y ella quedó con las piernas colgando por encima de
las rodillas de él. Echó un vistazo hacia la profundidad del valle y
precipitadamente le enroscó los brazos al cuello. Se miraron fijamente. Ella
temblaba, aunque no sentía nada de frío. Él alzó una ceja renegrida—. ¿Te
rindes?
—No tengo alternativa, ¿verdad? —replicó de manera impaciente,
desarmada por aquel abrazo confortable.
—¿Quién la tiene? —respondió Eros con tono filosófico.
Permanecieron inmóviles, callados. Concentrados en las estrellas; él
absorto en el rostro de ella. Físicamente, ella lo percibía completamente. Un
mechón de cabellos negro azabache que flotaba hacia ella le hacía cosquillas en
la nuca, provocándole un escalofrío. Sintió su aliento en la mejilla y estuvo
peligrosamente tentada de volver la cabeza a un lado y encontrar aquellos
labios suaves y ardientes.
Él le apretó la mandíbula contra la sien y clavó la mirada al frente.
—Cuando miro las estrellas, casi creo en los milagros —susurró—. Pienso
que no estamos completamente solos aquí abajo. Que existe un motivo más
importante y más noble para todo lo que hacemos. ¿Tú qué piensas, princesa?
—Él la miró fijamente a los ojos y su expresión le hizo gracia—. ¿Qué te resulta
tan sorprendente? ¿Creías que los canallas despreciables no se sienten a veces
solos? Bien, pues sí, quizás más que otros. Así que miramos las estrellas y
vemos la Vía Láctea brillando como un río de diamantes.
Alanis siguió su mirada. ¿Qué sabía él de estrellas y de belleza? Él era un
pirata, no un poeta.
—En Yorkshire —dijo ella—, no hay tantas estrellas como aquí para
observar.
—En Yorkshire se ve el cielo boreal. Es menos luminoso porque lo veis
alejado del centro galáctico, que tiene una gran aglomeración de estrellas, pero
sí veis la Osa Mayor y Orión.
Ella lo miró desconcertada:
—¿Cómo sabes eso?
—Soy un hombre de mar. Si deseo llegar a mi destino debo guiarme por
las estrellas. Mira —le señaló hacia arriba—: ¿Ves esa cruz con ese grupo de
estrellas al lado? —Ella asintió en silencio con la cabeza debajo de la mandíbula
de él—. Son Centauro y la Cruz del Sur. Andrómeda y Perseo están por allá. Y
se ve a Tauro, Orión y Géminis. Esas estrellas conocen nuestros secretos antes
que nosotros.
Ella había esperado un volcán después de la escena en la piscina, no a
aquel italiano amable, todo encanto y simpatía. Se sentía tan vulnerable. La
invadió una intensa necesidad de apoyar la cabeza en su hombro y llorar.
Conteniendo el deseo le preguntó:
—¿Y cuál es la estrella polar?
—Justo allí—Señaló un punto brillante—. ¿Cuál es tu signo del zodíaco,
princesa?
—Capricornio —murmuró ella.
—Mmm. ¿Ves aquel triángulo desigual hacia la izquierda? Ése es
Capricornio.
Ella examinó aquel perfil recio: frente alta, nariz recta, boca hermosa. Los
aretes brillaban en contraste con la piel morena y los cabellos negros.
—¿Y cuál es el tuyo? —le preguntó en un susurro.
—Estamos un poco alejados uno del otro. Mira hacia tu derecha. ¿Ves
aquel rombo con dos estrellas grandes y dos más pequeñas? Libra.
—Libra, el hombre ambivalente —Ella miró el medallón que descansaba
sobre su corazón. Eros finalmente se dio cuenta de que ella estaba haciendo un
inventario de su persona. Se encontró con la mirada intrigada de él—. ¿Cuál es
tu secreto, italiano?
Él se puso tenso. El músculo de la mandíbula latió.
—¿Qué te hace pensar que tengo uno?
—Sé que es así. Lo percibo.
—Sabes demasiado acerca de mí, Alanis, pero hay algunas cosas que
deben permanecer ocultas —la miró fijamente y una sonrisa torcida se le dibujó
en el rostro—. Aunque yo sí sé tu secreto. En el transcurso de mi vida he
aprendido a conocer a muchas mujeres, quizás a demasiadas —Hizo una
mueca—. Bueno, hay mujeres y mujeres, pero tú no eres una mujer. Tú eres... una
ninfa.
Maldito. Hablaba de las mujeres como si en el mundo hubiera dos especies:
las castas y las pecaminosas. Sin embargo, él era incapaz de ubicarla a ella en
alguna de las dos categorías, de modo que inventó una nueva: ella era una
ninfa.
Eros levantó un puñado de seda dorada y dejó que le diera la brisa
nocturna.
—«Las fuentes y los arroyos pertenecen a las ninfas del agua» —recitó a
Homero con delicadeza—. «En cualquier claro seguramente se encuentran las
virginales hijas de Zeus dedicándose a sus actividades preferidas de cazar y
bailar, procreando y criando héroes, y viviendo en cavernas donde el agua
mana constantemente».
Alanis no logró ocultar sus verdaderos sentimientos.
—Rehusaste casarte con Hanan.
Eros le estudió el rostro.
—¿Sinceramente crees que hubiera sido justo para Hanan?
—Ella te ama.
—Ella no me conoce —Vaciló y luego bajó la voz hasta decir en un
susurro—: Tú sí.
A ella el corazón le latió salvajemente.
—Conozco muy poco sobre ti... Ni siquiera sé tu verdadero nombre.
La mirada de él perforó la suya, cargada de enigma.
—Existe una diferencia entre saber algo acerca de alguien y conocer a
alguien. Tú me conoces más de lo que crees.
Abrázame, imploró una voz en el interior de ella. Necesitaba sentir aquellos
brazos aterrándola, no sujetándola para que no cayera por el barranco. Ella
estaba cayendo mucho más profundo.
—Si te beso ahora, no podré detenerme —murmuró él—, y tú deseas
regresar junto a tu abuelo como el mismo bonito equipaje intacto que él puso en
un barco hace algunas semanas. Así que... ve a dormir, Alanis —sugirió él
cortésmente—. En este momento estoy distrayendo mi noble estado emocional.
No puedo garantizar lo que pueda suceder si sigues un instante más encima de
mi regazo.
Asintiendo con desdicha, ella se bajó de sus rodillas y se alejó corriendo.
Capítulo 14
Alanis percibió un suave beso en la mejilla. Agitó los párpados con sueño,
demasiado perezosa para abrirlos.
—Mira hacia delante o te perderás tu primera puesta de sol púrpura —le
dijo Eros.
Abrió los ojos de par en par. Como una enorme bola de fuego, el sol se iba
recostando sobre un mar oscuro al tiempo que iba pintando el cielo de un
vivido color púrpura, para inspirar al mundo entero con su gloriosa muerte. Un
coro de estrellas titilaban en las partes del cielo que iban oscureciendo. Alanis
abrió la boca maravillada.
—¿Cómo lo has hecho?
Él rió entre dientes y la rodeó fuerte entre sus brazos. Ella cayó en la
cuenta de que se había quedado dormida descaradamente entre sus brazos en
todo el trayecto en camello desde Tiznit. Se sentó derecha y miró al frente.
Delineada por el cielo púrpura, aislada entre las palmeras de dátiles, se erguía
una fortaleza roja por encima de un afilado pedernal.
—Bienvenida a mi humilde morada, princesa.
—¿Ésta es tu humilde morada? —Ella lo miró y arrugó la frente. Perdido
en sus pensamientos, los ojos de Eros reflejaban los últimos rayos del
crepúsculo y lucían igual de melancólicos. En el corazón mismo de aquellas
profundidades azules tenía grabado un viejo dolor y una pérdida. Ella le
acarició la mejilla—. Eros. ¿Qué sucede? ¿En qué estás pensando? —¿Qué era lo
que había en aquel hombre que le desgarraba el corazón y la obligaba a
compadecerse de él?
Él la miró con una intensidad sobrecogedora. Intercambiaron aquella
mirada que era más elocuente que las palabras. Él bajó la cabeza y le dio un
beso lento y necesitado.
—Te quiero —le dijo.
A ella se le hizo un nudo en el estómago. Hacía solo un día Hanan había
expresado su predicción de lo que sucedería al llegar a su hogar.
Eros apresuró al camello y avanzaron hacia la casa.
El riyad estaba iluminado con decenas de antorchas. Al atravesar los
portones, un hombre vestido con una túnica blanca salió al enorme pórtico
abovedado. No estaba solo. Un leopardo dorado, veloz y liviano, cubierto de
manchas negras, llegó de un salto a su lado cuando él se acercó a saludarlos.
Asombrada, Alanis recordó: «Su hogar un afilado pedernal, y en la cima de un
risco se yergue un leopardo con manchas cual guardián...».
—Saludos, Mustafá —Eros bajó del camello de un salto y el estático
leopardo lo atacó—. Dolce, mia cara bimba! —Rió abiertamente y se inclinó para
acariciar al gran felino que ronroneaba de alegría mientras le pasaba el hocico
por la mano y frotaba su suave cuerpo contra él. Él alzó la vista—: Mustafá, te
presento a lady Alanis. Ella es mi invitada especial. Te encargarás de que se
sienta como en casa.
—Bienvenida a Agadir, milady. Es un honor —Mustafá hizo una
reverencia. Le ofreció una mano inmaculadamente enfundada en un guante y la
ayudó a desmontar—. Yo soy el mayordomo. A vuestro servicio.
Alanis sonrió.
—Gracias, Mustafá. Encantada de conoceros.
Eros la cogió de la mano y la condujo hasta la escalera de entrada. Un
misil moteado se presentó entre ambos. Dolce levantó la cabeza y de un golpe
separó sus manos entrelazadas. Alanis se asustó.
—¡Ven aquí, fiera celosa! —la regañó Eros. Alanis se puso rígida—. Le
estaba hablando a mi gata —Rió él burlón. La cogió de la mano y la condujo por
un vestíbulo de color verde botella sostenido por enormes columnas romanas.
Los tacones de sus botas resonaban de modo arrogante sobre el suelo de
mármol al entrar por el pórtico. Una cúpula dorada se elevaba por encima de
sus cabezas, realzada por ventanas paladianas de varios pisos de altura.
Majestuosas escaleras de mármol formaban curvas a ambos lados, conduciendo
a unos corredores laterales, y un tramo de escalera más alejado subía hasta la
galería que había encima del pórtico. Una lámpara veneciana fanò derramaba
luz sobre los extensos espacios de mármol. Aparte de los floreros altos y
repletos de flores, Alanis observó que la casa estaba vacía. Sin muebles. Sin
adornos. Nada. Su hogar era una imponente gruta fría.
—Esta no es una morada —expresó ella con asombro—. Es un palacio.
Eros rió.
—He visto palazzi más grandes que éste, princesa.
—¿De veras? —Le lanzó una sonrisa perspicaz—. ¿Dónde? ¿En Venecia?
¿Florencia? ¿En Milán?
Él sonrió sin decir nada.
Ella echó la cabeza atrás para examinar la cúpula. El ingenioso diseño
combinaba estilos orientales e italianos con un equilibrio cuidadosamente
considerado.
—¿Ya qué arquitecto secuestraste para hacer esto?
La profunda carcajada de Eros resonó hasta la cúpula.
—Lamentablemente, tengo que volver a decepcionar la gran estima que
me tienes, principessa, pero no secuestré a Guarino Guarini para que diseñara
esto.
—¿Entonces, quién diseñó esta casa?
Acarició la pequeña cabeza de su felino.
—Yo lo hice.
—¿Tú? ¿Y dónde adquiriría un rais el conocimiento de arquitectura y
matemáticas necesarios para diseñar el plano de un palacio como éste?
—En la Universidad de Ferrara, imagino. Ven. Hay mucho más que ver —
Se dirigió hacia las puertas de vidrio que daban al jardín. Alanis se detuvo
abruptamente. En la pared había otro escudo. La inscripción que había abajo en
latín decía: Galeaz Maria Sfortia Dux Mediolani Quintus. Galeazo Maria Sforza,
Quinto Duque de Milán. Un tercer emblema.
—Quiero mostrarte el mar —le susurró al oído.
—Si los escudos son robados, ¿por qué son tan importantes para ti?
Por un instante, ella hubiera jurado que el pulso de él se aceleró.
—Ven. Hablaremos afuera.
El aroma de los almendros les dio la bienvenida al porche cubierto de
parras. Un cupido de mármol escupía agua en una cuenca tradicional marroquí.
Siguieron por un sendero adoquinado bordeado de arbustos de flores y salieron
a un mirador construido al borde del acantilado. Las olas rugían debajo. Alanis
aferró el pasamano y echó la cabeza atrás, ondeando los cabellos al viento.
—Este sitio es encantador. Es un paraíso mágico.
Eros deslizó la vista sobre su silueta esbelta vestida con ropas de marinero.
Dio un paso hasta quedar detrás de ella y asió la baranda a ambos lados de ella.
—Tú lo llenas de magia —Enterró el rostro en el cabello sedoso, inhalando
el perfume—. Jamás había tenido a una ninfa dorada en mi hogar, y ahora que
la tengo, me encuentro embrujado sin remedio —Le desabrochó dos botones de
la camisa y deslizó la mano adentro. Cálida y enorme, se detuvo a descansar en
el terso vientre femenino.
Ella contuvo la respiración y le sujetó la muñeca con fuerza.
—Eros, por favor, no...
—¿Esperas que esté calmado después de haber estado acurrucada encima
de mí durante dos largas horas? —Presionó las caderas contra el trasero de ella
y le besó el cuello—. Estoy ardiendo por ti, amore. ¿Cómo puedes ser tan fría?
¿Fría? Él le hacía hervir el cuerpo,
—Eros, por favor. No debes. No debemos...
—Ven a mi cama esta noche —susurró él—. Cenaremos en mi alcoba. Te
meteré en mi tina de mármol con agua de esencia de lavanda, y mientras tú
disfrutas de una copa de Lambrusco, yo te lavaré cada grano de arena del
cuerpo. Personalmente.
La mente de ella se derritió ante la imagen.
—Eros, no puedo —murmuró—. Sabes que no puedo.
—¿De qué tienes miedo, bella ninfa? ¿De que pueda hacerte daño? ¿De que
te trate insensiblemente? A una mujer como tú... —La mano que tenía adentro
de la camisa se deslizó hacia arriba y sintió los pechos suaves y desnudos—. No
habrá violencia, sólo placer —le dijo con voz ronca mientras le acariciaba el
pezón, dibujando círculos con un dedo.
La invadió un vertiginoso deseo. Cerró los ojos y le cubrió las manos con
las suyas. Ni un antiguo reino se entregaba tan rápido como ella estaba a punto
de hacerlo ante aquel poderoso conquistador romano.
—Di que sí —la sedujo con voz grave—. Déjame darte el mejor placer —La
otra mano desabrochó el primer botón de los pantalones y se metió adentro.
—¡No! —Le arrebató la mano y se dio la vuelta. La mirada de aquellos ojos
oscuros la dejó paralizada. Reflejaba más que deseo; leyó también la derrota. Lo
que sea que hasta ese momento lo había retenido a continuar con sus
seducciones hasta la consumación había perdido la batalla. Su férreo
autocontrol se había quebrado. Esa noche no había ninguna víbora ante ella
sino un hombre que deseaba a una mujer, de igual modo que ella lo deseaba a
él, ¿pero ella se atrevería? Quedaría completamente mancillada y él era famoso
por dejar una estela de corazones rotos. Meneó la cabeza con desánimo—. No,
Eros. Anoche tenías razón. Debo volver a casa... intacta.
—Pero ya has sido tocada, Alanis. Y yo también —De un solo movimiento
dinámico la levantó en brazos y se dirigió hacia la casa, con los tacones de las
botas resonando al ritmo del tamborileo del corazón de ella.
Alanis forcejeó hasta quedar de pie y apartarse de un salto.
—¡No puedes obligarme a hacerlo!
Eros se veía como si ella le hubiera arrojado un cubo de agua helada en la
cara.
—Alanis...
—No —Retrocedió—. Esto no está bien. Yo quería una aventura, pero esto
ha llegado demasiado lejos. Tú eres un desconocido para mí. Quieres que
seamos amantes pero ni siquiera me dices tu verdadero nombre.
—¡Ya sabes mi nombre! —gruñó él aunque sus ojos expresaban más bien
lo contrario.
—¿Y ahora quién es el mentiroso? —Ella finalmente comprendió lo que
Jasmine insinuó cuando le dijo: Eros no es lo que crees. La víbora era sólo su
fachada. El alto italiano que tenía parado enfrente era alguien de quien ella no
sabía nada—. Sé que esos escudos antiguos son importantes para ti —dijo ella—.
Sé que no eres el monstruo que quieres que la gente crea. Algo te sucedió
cuando tenías dieciséis años. Eso te cambió y envolvió tu corazón con un manto
de odio. Te partió el alma.
Él avanzó hacia ella deliberadamente.
—Puedo hacer que me desees, Alanis, tanto que parezca que la vida sin mí
no vale nada. Que mis caricias sean el único bálsamo para tu amor desesperado.
Si me desafías... acabaré contigo.
A ella la recorrió un desagradable temblor.
—¿Por qué querrías acabar conmigo? Yo no soy tu enemigo. Quiero ser tu
amiga.
—¡Pero yo no quiero ser tu maldito amigo! —La asió del brazo con fuerza
y la atrajo hacia sí—. Quiero ser tu amante. Quiero enterrarme dentro de tí y
hacerte mía. Quiero que seas mía... —La besó brusca, salvajemente, incapaz de
contener el volcán en erupción que tenía en su interior.
Ella arrancó la boca, pero él no dejaba que se fuera. Le enterraba el rostro
en la curva del cuello, ella sentía su respiración en la piel, húmeda y acelerada.
Alzó una mano temblorosa y le acarició suavemente la cabeza sedosa.
—Déjame entrar en tu vida, Eros —le rogó junto al oído—. Dime tu
nombre.
Después de un momento, cuando él levantó la cabeza, tenía una expresión
fría.
—¿Quieres saber quién soy? Seguro, pero déjame llevarte a experimentar
una última aventura... la finalé.
El caballo árabe azabache atravesaba la playa sombría a toda velocidad.
Las negras olas rompían en la costa en salpicaduras de espuma. Un muro de
piedra se irguió hacia la izquierda, donde hacía eco el sonido del mar
alborotado. Con la vista nublada e inquieta, Alanis se aferró a la cintura de
Eros. Tenía serias dudas acerca de aquella atolondrada excursión. Confiaba en
que Eros la protegería, pero no confiaba en sus demonios.
Un fuego parpadeaba a lo lejos. Las tiendas negras se confundían con las
arenas del desierto. Eros tiró de las riendas y bajó de la montura. La cogió fuerte
de la cintura y la depositó en el suelo.
—Cúbrete —le dijo a secas—. Esta gente no es como las que estás
acostumbrada a ver.
—¡Ni tú tampoco! —contraatacó ella, luchando con otra túnica negra que
él la había hecho ponerse.
Aferrándola con fuerza de la muñeca se encaminó hacia el oscuro
campamento. Serpentearon entre áreas aisladas de ganado y enormes tiendas
hechas con lana de oveja. Los motivos geométricos identificaban a los
habitantes como una tribu beréber del Atlas, comerciantes y viajeros del
desierto cuyos traslados estaban regidos por la migración de sus rebaños según
la estación.
El aroma del cordero asado flotaba desde el centro del campamento donde
resplandecía una hoguera alta. Había hombres vestidos con túnicas negras
sentados sobre gruesas alfombras, bebiendo, comiendo y conversando de buen
humor. Las mujeres se desplazaban entre los hombres, sirviendo comida y
bebida, con los rostros cubiertos con velos.
—Quédate a mi lado en todo momento —le ordenó Eros y se introdujo en
el centro del douar.
En cuanto lo vieron, los hombres corrieron a darle la bienvenida y lo
invitaron a sentarse con el jeque. Una cabeza más alto que los demás, con esa
capa negra colocada sobre los anchos hombros, a Alanis le recordaba a un
poderoso hechicero rodeado de seguidores.
Eros se puso cómodo sobre las gruesas alfombras y aceptó un plato de
cordero asado y una taza de café. Alanis se sentó junto a él y examinó el extraño
entorno. Él se acercó y le acomodó el velo de modo que se le vieran sólo los
ojos.
—¿Tienes hambre? ¿Sed?
Ella meneó la cabeza. El modo en que lo miraba lo hizo fruncir el ceño y
desvió la vista. Alanis permaneció en silencio mientras él conversaba con el
jeque. Observaba los gestos sencillos, escuchaba su risa profunda, bebía ráfagas
de su fragancia almizcleña con el viento del mar y descubrió el secreto de la
fascinación que sentía por él: Eros era vida. Una vida de la que ella jamás había
tomado parte verdaderamente.
La muchedumbre se animó cuando a la luz del fuego apareció una
deslumbrante criatura. Llevaba puesto un traje rojo encendido hecho sólo con
velos, era como una diosa nacida entre las llamas, tenía la piel morena
adornada con oro y brillaba con el aura mística de una joya antigua. Echándose
los largos rizos negros sobre el hombro, le clavó los ojos a Eros y sonrió.
—Leila —la llamó él en beréber—: ¡Baila para mí!
La mirada de Alanis le apuñaló el perfil. ¿Para eso la había llevado hasta
allí? ¿Para que viera aquella belleza exquisita y sensual —sin duda otra de sus
prostitutas— bailando para él?
Leila le ofreció a Eros otra sonrisa seductora y golpeó ruidosamente la
pandereta dorada en alto. Una flauta comenzó a tocar una melodía oriental. Se
sumaron los tambores haciendo palpitar las oscuras crestas de las montañas con
sus poderosos golpes. Leila se contoneaba como si fuera otra lengua de fuego.
Los velos rojos se hinchaban con el viento nocturno. El rostro, los ojos, el cuerpo
entero expresaba el erótico abandono a la danza. Los hombres aplaudían y la
ovacionaban y a su vez ella hacía movimientos sinuosos e invitadores con las
manos y agitaba los pechos para el rugiente placer de todos.
Los tambores se callaron y Leila cayó al suelo como un saco de piel y
velos. La flauta emitió una melodía suave. Ella arqueó el cuerpo separándolo de
la arena gradualmente. Se desató de las caderas un velo rubí y lentamente se
acarició con él un hombro, enviándole a Eros una invitación silenciosa con los
ojos.
Rechinando los dientes, Alanis lo miró con furia. Para su sorpresa, él tenía
los ojos puestos en ella. La estudiaba con la misma fluidez que ella siempre
sentía sus vibraciones. Estaba celosa y él lo sabía. Le sostuvo la mirada durante
un candente instante más y luego se puso de pie y se dirigió hacia el centro.
Cargó a Leila en brazos y desapareció en el grupo de carpas.
Un lamento murió en la garganta de Alanis. Se había ido con Leila.
—Veo que usas el velo de seda que te regalé.
Leila desplegó una pesada cortina de lana sobre la entrada de la tienda y
lo cogió de la mano.
—Por supuesto, El-Amar. Te he estado esperando. Sabía que pronto
volverías.
Una lámpara de aceite pendía de las vigas de madera que sostenían la
tienda. Sobre las alfombras que cubrían el suelo había hierbas esparcidas para la
salud y la suerte. Eros dejó caer la capa al suelo y se dejó guiar hasta la
confortable cama. Ella se sentó y lo acercó a su lado.
—Te he extrañado terriblemente, El-Amar.
—¿De veras? —Sonrió él—. ¿Y cómo pasaste el tiempo mientras estuve
fuera?
—Sin hacer nada —dijo ella y se desató el velo rojo transparente—.
Llorando todas las noches para que regresaras.
Él rió.
—Eres una mentirosa por naturaleza, Leila, aunque ése es uno de tus
diversos encantos.
Riendo, Leila le arrojó el velo rojo en la cabeza y tiró de él hacia sí.
—Me alegra que me hayas venido a ver esta noche. Tenía miedo de que te
hubieras olvidado de mí y hubieras encontrado a otra que te complaciera —Ella
deslizó la mano por el escote abierto y extendió los dedos con alhajas sobre el
pecho masculino—. Ninguna mujer es capaz de complacerte tanto como yo, El-
Amar —Bajó la cabeza y le pasó la lengua por la mandíbula. Eros se quedó
helado. Al percibir el cambio en él, Leila se acercó más—. ¿Qué sucede? ¿No
quieres que te complazca? —Le cogió la mano y se la llevó a los senos. Al ver
que él no hacía nada, le dijo bruscamente—: No entiendo. Nunca te comportas
de este modo, frío como un pescado...
Gentilmente, él le apartó las manos y se puso de pie.
—Lo siento, Leila. Eres muy hermosa, pero me temo que no puedo
quedarme. Salamat.
Leila se puso de pie de un salto, los ojos negros le brillaban con una
mirada asesina.
—¡Me dejas por otra mujer! —gritó—. ¡Has encontrado a otra!
—Te pido disculpas, Leila. Te enviaré un lindo obsequio con alguno de
mis hombres.
—¡Entonces es otra mujer! ¡Que el mal de ojo te caiga encima! —Se le
abalanzó encima y le arañó la cara. Él la cogió de las muñecas pero no antes de
que una uña afilada le hiciera un corte en la mejilla. Leila se soltó de un tirón.
Tocándose la mejilla, él sonrió de manera comprensiva:
—«No hay nada más temible que una mujer despechada».
—¡Lárgate! —gritó Leila señalando la salida—. ¡Fuera!
Él recogió la capa, apartó el faldón de la tienda y se marchó. Afuera, se
sacudió las hierbas de la capa y se la echó sobre los hombros. Con el ceño
fruncido, se dirigió de nuevo hacia la hoguera.
—¿Eros? —llamó alguien—. Mi querido amigo, no puedo creer lo que ven
mis ojos. ¡Realmente eres tú! —Un hombre regordete con el bigote negro rizado
le dio una palmada en el brazo y tiró de él para darle un fuerte abrazo.
—¿Sallan? —Eros parpadeó con incredulidad, sonriendo—: ¿Qué es lo que
estás haciendo tú aquí?
—Hemos pasado unas semanas en Marrakech, visitando a los primos de
Nasrin y derrochando bastante dinero en cosas que ella jamás usará. Ahora
vamos camino a embarcarnos en el puerto de Agadir.
—¿Y no se te ocurrió pasar a visitarme antes de viajar de regreso a
Inglaterra?
—Mi querido amigo, de haber sabido que habías regresado, te hubiéramos
visitado con o sin invitación. No obstante, escuché rumores de que estabas en
Jamaica con Jasmine.
Eros puso los ojos en blanco.
—¿Hay alguien que no esté informado acerca de todos mis movimientos?
—¿Disculpa? —Sallah frunció sus pobladas cejas con aire de curiosidad.
—Niente —Eros hizo un gesto con la mano. Comenzaron a caminar hacia
el centro de la hoguera—. Estás bien informado, Sallah. Estuve en Jamaica con
Gelsomina.
—¿Y cómo está nuestra hermosa y dulce muchacha? ¿Te tiene de nuevo
enredado con sus picardías?
—Sí, pero ahora tiene un esposo nuevo para tenerlo de un lado a otro —Le
dio una palmadita a Sallah en la abultada barriga—. Veo que Nasrin está
cuidando muy bien de ti, amigo. Pronto te convertirás en una montaña.
Sallah rompió a reír.
—Fariña, la prima de Nasrin, es la que tiene la culpa. Esa querida mujer
cocina mejor que tu cocinero milanés. Y esa arpía que tengo está molesta
conmigo por abusar.
—Deja de quejarte. Ojala yo tuviera una esposa como la tuya. Después me
parecería a Gebel Musa13 y me sentiría tan contento como un cerdo en el
chiquero.
—¿La Montaña de Moisés?—rió Sallah de nuevo—. Ay, Eros, si quisieras
una esposa, ya estarías casado. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y uno, treinta y
dos?
—Bastantes.
—¿Y a qué estás esperando? ¿A estas alturas no has estado ya con
suficientes mujeres? ¿No sabes que no son buenas cuando las tomas para un
revolcón ocasional? Una mujer es como un buen guisado —Hizo un ademán al
aire con los dedos—. Hay que cocerla a fuego lento. Hay que atenderla,
13
Gebel Musa: “Montaña de Moisés”. Hace referencia al Monte Sinaí, donde Moisés
recogió las Tablas de la Ley. También existe una montaña en Marruecos del mismo
nombre.
agregarle especias caras para ponerla más sabrosa y feliz. Luego, se espesa.
Absorbe las cualidades de todos los ingredientes que uno echó, hasta que
finalmente... —Sallah se chupeteó la punta de los dedos—. ¡Deliciosa!
Eros estalló en una carcajada.
—Veo que sigues con hambre, amigo mío.
Sallah pareció ofendido.
—¿Yo me preocupo por ti y tú me lo pagas con tus burlas?
—Me disculpo humildemente —dijo Eros riendo ahogadamente—. Sé que
tienes buenas intenciones, pero ¿con quién podría casarme? ¿Con una bailarina
de campamento como Leila?
—¿Qué hay de Izzabu, esa muchacha portuguesa? Ella era bonita.
—Aún lo es —admitió Eros con un vigoroso suspiro.
Sallah unió las cejas espesas con aparente desaprobación.
—Me sorprendes, Eros. Qué vigoroso eres para mantener tu propio harén.
—Como siempre, exageras, pero lo tomaré como un cumplido.
—¿Sabes cuál es tu problema, huboob? Te juntas con el tipo equivocado de
mujeres.
—Lo sé —Eros esbozó una sonrisa torcida—. Yo debí haberme casado con
Nasrin. He venido diciéndolo desde hace años.
—Tonterías —Sallan lo miró con altivez—. Tú no durarías ni un día con
una arpía severa como Nasrin. No, amigo, tú necesitas una mujer para tu
mundo. Alguien que conozca tu corazón.
La mirada de asombro de Eros le hizo sonreír a Sallah con satisfacción.
Enroscándose el bigote acicalado con cariño, le anunció:
—¡Tienes que irte a casa, a Milán, y casarte con una condesa!
Eros endureció el rostro. Con tono muy bajo le preguntó:
—¿Qué diablos estás divagando?
Sallah miró a su joven amigo cual oso adulto mira a un cachorro salvaje y
sin experiencia.
—Perdóname, amigo mío. A veces, cuando como demasiado, digo
idioteces y cosas estrafalarias.
Una mirada desconfiada eclipsó los ojos de Eros.
—Sigamos —le sugirió. Poco después llegaron a la hoguera—. Os veré a
ambos mañana, entonces —le dijo con tono distraído al tiempo que desviaba la
mirada hacia la reunión con ojos de halcón—. Dale mis saludos a Nasrin.
—Avisa a tu cocinero milanés que voy en camino. Estos bereberes
pretenden envenenarme.
Le llevó una condenada cantidad de tiempo llegar a hurtadillas hasta la
zona más oscura del campamento donde estaban los corrales del ganado.
Alanis recordaba muy bien lo que había sucedido en Argel cuando le habían
tirado de la capucha con fuerza. No tenía deseos de ofrecerles una diversión
extra a esos bereberes aquella noche. No le preocupaba emprender el regreso
sola. Básicamente, tenía que seguir la línea de la costa hacia el norte, hasta llegar
a la casa de él. No era difícil. Ella era una excelente amazona y Eros se podía ir
al demonio que era, en esos términos así de amigables.
Qué bien le había salido revelar su verdadera naturaleza. Era un
insensible, un cascarón hueco, absolutamente depravado. No le quedaba nada
en aquella alma suya. Era otro Taofik, tal cual lo había declarado. Deberías
haberlo escuchado cuando habló de sí mismo, se criticó duramente Alanis. Un hombre
se conoce bien a sí mismo. Bien, ella ya había tenido suficiente. Se iba a casa.
Una mano se cerró en su brazo.
—¿Adonde crees que vas?
Ella tenía el rostro cubierto con el velo negro hasta la nariz, pero al darse
la vuelta para mirar a Eros, los ojos rasgados de color aguamarina parecían
témpanos. Maldito seas, dijeron en silencio. Vete al infierno.
—Princesa...
Ella se soltó de un tirón. No había nada más que decir.
Cuando llegaron a Agadir al cabo de una hora, él la acompañó arriba,
hasta un pórtico alto y abovedado. Gentilmente, le abrió una de las puertas de
madera y bronce pero no entró con ella.
—Alanis... —Su voz con aire de disculpa la detuvo al cruzar el umbral. Lo
miró. La expresión solemne de aquellos ojos eran el perfecto reflejo del modo en
que ella se sentía: desdichada. Algo se había quebrado en su interior. Cerrando
los ojos para contener un torrente de lágrimas, le cerró la puerta en la cara.
Capítulo 15
Los cálidos rayos del sol se derramaban sobre su rostro. Sonriendo, Alanis
se sentó entre cortinas de muselina calentadas por el sol y se compadeció de
aquellos despertares en las deprimentes mañanas en Yorkshire. La noche
anterior había escuchado una puerta cerrándose con fuerza en el corredor. Por
lo tanto, su cuarto debía de ser el de los reservados para la señora de la casa,
pero no había. Aunque la decoración combinaba hermosas obras de arte con
jarrones color turquesa repletos de espuela de caballero14 y lirios, no daba
ningún indicio de contar con ese particular toque femenino. Era un hermoso
cuarto blanco, sin ese esplendor italiano y no estaba presidido por ningún
antiguo emblema familiar. ¿Qué tipo de mujer tenía en mente Eros para que
ocupara aquella alcoba?, se preguntó.
Una salada brisa matinal le dio la bienvenida en el balcón. Las gaviotas la
saludaron con un amistoso chillido mientras atravesaban el cielo despejado. Un
centelleante mar turquesa rompió en salpicaduras de espuma sobre el agitado
oleaje de más abajo y se esparció sobre una playa blanca, como empolvada. Y
después seguía la desolada belleza del Sahara: dunas de arena, los calientes
colores del desierto... La majestad suprema del Atlas la dejó sin aliento. Ella se
dio cuenta de por qué Eros escogía vivir en aquella tierra feroz y primitiva que
esperaba ser descubierta, aunque a ella le parecía triste que residiera en un
mausoleo de mármol vacío con un depredador como mascota. Solitario. No
obstante, ella iba a marcharse. No dejaría que se burlara de ella y la tuviera allí
para aliviar su tedio. Él tenía su bendición para dedicarse a todas las Jezabeles15
de la zona.
Regresó adentro y entró al cuarto de baño. Era magnífico, con una lujosa
tina de mármol, lo bastante grande para alojar a un gran sultán regordete
sumergido hasta el fondo de alabastro. Las paredes estaban hechas de celosías
de yeso; no obstante, las brillantes cuentas de la luz del sol se filtraban
formando dibujos. Ella espió por entre los huecos. Una alfombra de flores,
árboles y bonitos toldos se extendían debajo de su ventana. Estatuas romanas
de Lixus o Volubilis adornaban cada rincón, como un recordatorio de la
herencia del orgulloso dueño. Pensando en el demonio, ella vio un cuerpo
dorado con manchas subir de un salto los escalones de piedra. Un poco más
rezagada, apareció una lustrosa cabeza negra. Su morena masculinidad
14
Flores en espiga, de corolas azules, róseas o blancas, y cáliz prolongado en una punta
cual si fuera un espuela. (N. del T.) 15
Jezabel: mujer mala y libertina. (N. del T.)
sobresalía en el mar de flores, como sin duda lo hacía por dondequiera que
deambulara. El canalla tenía un encanto personal más fuerte que un imán.
Parecía bastante alegre paseando por los jardines con su gato salvaje, ¿y por qué
no iba a estarlo? La noche anterior se había entregado a las abundantes
atenciones de Leila, la Reina del Desierto.
Eros se detuvo y fijó la vista directo hacia allí. Ella retrocedió de un salto,
pero la pared enrejada estaba diseñada para bloquear la vista en los espacios
reservados para las mujeres. Él sólo podía adivinar si ella se encontraba o no
allí. Al regresar al sitio desde donde espiaba, apoyó la frente en la pared y echó
un vistazo hacia donde él estaba. Aquella mirada llena de remordimiento que
ella había visto en sus ojos antes de cerrarle la puerta en la cara aún le oprimía
el corazón. Él podía ser un canalla despreciable, pero no era de piedra. Sabía
que lo que había hecho era imperdonable. Había justificado el rechazo de ella.
Jamás podía ser suya después de aquello. Nunca.
Después de verlo deambulando, Alanis se lavó la cara con agua fresca, se
peinó y se puso la bata que había encontrado doblada sobre la cama la noche
anterior.
Un momento después alguien golpeó la puerta.
—Pase —dijo ella y se sorprendió ante el tropel de sirvientes que pasaron
marchando junto a ella, cargando montañas de arcones. Mustafá cerraba la fila.
—Buenos días, milady —Le hizo una reverencia con elegancia—. Confío
en que haya dormido bien.
Después de haber ahogado la almohada.
—Muy bien. Muy amable de vuestra parte el preguntar —Ella siguió a los
criados hasta el vestidor. Depositaron la serie de arcones sobre el suelo de
mosaico con diseños de paisajes del Nilo, y comenzaron a desembalar. De los
cofres no emergieron ni prendas de seda brillante ni de tafetán con bordados
dorados. Pusieron en los armarios caftanes de lino, sandalias de suave cabritilla
y prendas de ropa interior de modesta sencillez. Alanis sonrió con ironía. Eros
le había enviado prendas regionales, como las de Hanan. Ninguna de las
encantadoras piezas provenía del saqueo de ningún barco, sino del zoco vecino.
Quedaría sumamente idiota si las arrojaba por la ventana. Además, no tenía
intención alguna de quedarse para usar ni la mitad del guardarropa.
—Con los obsequios de mi amo —sonrió Mustafá— espero que encontréis
todo de vuestro agrado. Jenab os preparará un baño a Su Señoría y yo os haré
subir una bandeja de desayuno. Os recomiendo encarecidamente que
permanezcáis en el interior. Hoy luce un sol sin piedad, hasta los claveles están
sufriendo.
Los ojos de Alanis se iluminaron.
—¿Claveles al sol? Mustafá, debo tomar el té afuera.
—Por supuesto —Mustafá ocultó una sonrisa e hizo una reverencia con
gentileza—. Dentro de poco regresaré para acompañaros.
Una hora más tarde se encontraban paseando entre madreselvas,
estepillas, heléchos y trinos de pájaros. Llegaron a una gran terraza, donde
había una piscina verde mar construida al borde del acantilado que parecía
fusionarse con el paisaje de vista al mar. Al final del sendero había un pabellón
de lona blanca.
Mustafá se detuvo.
—El menzeh al borde del jardín de rosas, milady, como vos lo pedisteis.
El sitio era encantador. En lugar de techo, tenía un entramado sostenido
por aleros que proporcionaban una agradable sombra. Al fondo florecía un
jardín de rosas. Una ráfaga de aire abrió la lona. Ella vio un bulto dorado con
manchas negras echado junto a un par de botas negras de ante.
—Eh, Mustafá... —Alanis echó una mirada a un lado, pero él había
desaparecido convenientemente. Ella miró hacia el pabellón. Eros estaba
bebiendo café y leyendo un libro. Estaba empezando a tener en cuenta la
aburrida sugerencia de Mustafá de desayunar adentro cuando Eros levantó la
cabeza. Sorprendido primero y luego curioso, se reclinó en la silla y esperó a ver
qué hacía ella. Mmm. Regresar al cuarto le daría a entender que encontraba su
presencia perturbadora. Y eso era lo último que quería. Además, necesitaba
informarle sobre su decisión de marcharse lo antes posible. Con la cabeza
erguida, tomó el sendero.
En cuanto puso un pie sobre las alfombras bereberes, Eros se puso de pie.
Apartó una silla para ella:
—Buongiorno —oyó decir a la voz grave por encima de sus hombros. Lo
miró. La incomodidad reflejada en los ojos de él igualaba los frenéticos latidos
de su corazón.
—Buenos días —respondió ella fríamente. El leopardo de ojos verdes
levantó la cabeza y gruñó.
—Me disculpo por la mala educación de Dolce. No está acostumbrada a
ver a otras mujeres aparte de a mi hermana.
Entonces él no recibía a sus amantes en la casa. ¿Se suponía que debía
sentirse halagada?
—¿Cuál es tu excusa?
—No tengo ninguna —El sonrió abiertamente, con los ojos brillándole con
un tono azul marino en el rostro bronceado. Tenía la mandíbula bien afeitada y
la cabellera negra azabache peinada en una coleta. La invadió un arrebato de
deseo hasta que notó el inflamado arañazo en la mejilla. El desprecio le enfrió la
sangre y tomó asiento rígidamente.
Eros se sentó frente a ella. Una evidente aprobación brilló en sus ojos al
notar que ella llevaba puesto uno de los caftanes que le había enviado: una
túnica blanca de lino bordada con topacio. Lavados y brillantes, los cabellos
caían ondulados a su alrededor. Sin embargo, a ella le resultaba extraña su
reacción. ¿Es que las tiernas caricias de Leila no le habían apaciguado la lujuria,
que la miraba como si estuviese untándola mantequilla y mermelada en la
mejilla? Comparada con aquellos velos rojos transparentes, Alanis parecía
tristemente una monja. Quizás hubiera apreciado el interés que él mostraba de
no haber sido por el arañazo. No soportaba mirarlo a la cara.
Un viejo libro yacía sobre la mesa frente a él, titulado Dante. El supuesto
pirata tenía un gusto excelente por la literatura, y conociendo a Eros era muy
capaz de citar medio libro.
—«No puede haber conocimiento sin retención» — citó ella una de las
frases más famosas del poeta toscano.
—Presumida —Mostró los sólidos dientes blancos con aire de desafío.
Apoyó los codos sobre el mantel blanco y se sostuvo la cara, una sonrisa tonta le
curvó la comisura de la boca.
¿Qué le sucedía esa mañana? Ella frunció el entrecejo con aire especulativo
y le estudió el cálido brillo del iris. Límpidos como iolitas, concluyó ella,
descartando fiebre alta. Los marineros vikingos había creado una leyenda de la
piedra de iolita porque creían en los poderes que tenía de filtrar la bruma y el
resplandor de sus ojos. De un modo irritante, aquellos ojos a ella le provocaban
el efecto contrario.
Chasqueando los dedos, y con ello los tontos pensamientos de ella, Eros
llamó al criado:
—¿Qué te gustaría desayunar? —le preguntó.
—Té está bien —Ella miró hacia el mar. Casi compensaba la imagen del
arañazo.
Envió al criado a la cocina y se hundió en la silla. Entrelazó los dedos
sobre su abdomen plano.
—Quisiera disculparme. Yo, eh... parece que anoche perdí la cabeza y mis
buenos modales —Alzó la vista de manera inquisitiva—. Me disculpo
humildemente y te pido perdón.
Alanis examinó esa mirada compungida.
—No te preocupes. Anoche caí en la cuenta de la verdadera naturaleza de
nuestra sociedad. Razón por la cual apreciaría que me pusieras en un barco
rumbo a Inglaterra lo antes posible.
Alarmado él abrió los ojos.
—¿La verdadera naturaleza de nuestra sociedad? Alanis... —Se acercó más
hasta cogerle la mano pero ella la apartó. Tenía intención de seguir hablando,
no obstante se contuvo, asumiendo que cualquier palabra de más sólo sería
tomada en su contra. Con los ojos llenos de remordimiento, dijo—: No tienes
idea de cuánto lamento lo de anoche. Si pudiera, la borraría hasta el momento
en que volvimos a casa.
—¿Y luego qué? —preguntó ella de forma concisa. Si le importaba seguir
en su sano juicio, ella debía borrar de la memoria el recuerdo de él acariciándole
el cuerpo en la oscuridad del mirador frente al mar.
—Entonces, te hubiera acompañado hasta tu alcoba como un auténtico
gentiluomo y te hubiera dado las buenas noches.
Comprensible, pensó ella con mordacidad, después de haberte visto
forzado a darte prisa con esa Delicia del Sahara debido a este maldito estorbo.
—Es demasiado tarde, Eros. Deseo irme a casa.
—Quisiera que te quedaras. Al menos unos días.
Ella sintió un repentino deseo de pegarle un tiro.
—¿Para qué? ¿Qué podría tentarme a quedarme? ¿ Y por qué de pronto
estás tan ansioso de que me quede contigo? Tienes que matar franceses, ¿o no?
Y si mal no recuerdo, aquella noche que nos fuimos de Kingston te mostraste
bastante firme al informarme de que no tenías deseos de llevarme a ninguna
otra parte que no fuera a casa. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Tenía una mirada terriblemente seria cuando dijo:
—No tienes ni idea.
Al cabo de una larga pausa en silencio, en un tono más liviano dijo:
—Esta mañana espero la visita de unos buenos amigos. Se quedarán una
semana. Te agradarán.
—Ya he conocido a algunos de tus amigos. No son de mi agrado.
—Mira, llegarán en cualquier momento. Son encantadores, mundanos,
una cálida pareja judía de Londres. Sallah es mitad inglés mitad marroquí y es
mi socio, y su esposa, Nasrin, es marroquí de pura sangre. Tiene todo el encanto
oriental, es la hija del mejor joyero de Marrakech, una verdadera dama. Tienen
ocho hijas y son divertidos. Por favor, di que te quedarás.
¿El socio judío y su encantadora esposa? A ella le despertó la curiosidad.
El criado regresó. Con sumo cuidado, depositó delante de ella una tetera,
un plato de bollos tibios, mantequilla, mermelada de naranja, utensilios de
plata, fina vajilla de porcelana italiana y una servilleta de lino doblada. Eros lo
retuvo haciendo un gesto dominante con la mano.
—Si se te ofrece algo más...
—No, gracias.
Liberó al criado.
—Yo tampoco como demasiado en el desayuno —afirmó él afablemente.
Ella miró la gran montaña de cáscaras apiladas en el plato que él tenía
enfrente, que parecían ser de cuatro naranjas grandes y sonrió irónicamente:
—Ya veo a qué te refieres.
—Bisogna mangiare quallcosa —Se encogió de hombros con aire de
culpabilidad—. Uno necesita comer algo.
Ella ignoró sus risitas zalameras y removió el azúcar en el té. Eros volvió a
mirarla fijamente.
—Tengo que hacerte una confesión —Le sonrió tímidamente—. Le pedí a
Mustafá que te convenciera de desayunar conmigo aquí afuera. Me agrada que
hayas accedido.
—Deberías pagarle mejor sueldo, Eros. Su astucia eclipsa la de Hassock, el
criado de mi abuelo, que es legendario por sus diabluras. Mustafá
prácticamente me hizo rogarle desayunar al aire libre. Y yo ni me di cuenta.
—Me aseguraré de tenerlo en cuenta —Se inclinó hacia delante. El viento
leve le hinchó la camisa blanca, dejando a la vista su pecho cincelado. Ella casi
olvida lo canalla que él había sido la noche anterior. Casi—. Sobre mis amigos
— dijo—, realmente me gustaría que los conozcas, y viceversa. Y... de veras
quiero que seamos amigos. Alanis. No sé qué fue lo que me pasó anoche.
Ni ella, aunque había estado tan terriblemente tentada de claudicar. Casi
estaba agradecida de que la arrolladora sombra de Leila ahora revoloteara entre
ambos.
—Los amigos comparten secretos —le dijo con tono suave.
Los ojos de Eros se tornaron opacos.
—Dame tiempo.
—Consideraré tu oferta cuando conozca a tus amigos.
Con aire optimista, él volvió a observarle cada gesto. La observó escoger
un bollo de la pila recién horneada, la observó cortarlo por la mitad y untarle
mantequilla. Se estiró y sutilmente le acercó suavemente el platillo de cristal con
mermelada.
Ella dejó caer el bollo.
—¿Qué diablos te pasa esta mañana? Te comportas como si jamás
hubieras desayunado con una mujer.
—No lo he hecho.
—Se me hace difícil creerlo —Desvió la mirada hacia el paisaje marítimo
azul—. Todo esto es hermoso —murmuró de modo distraído.
—Muy hermoso —coincidió Eros con voz ronca—. ¿Me perdonas?
Ella se encontró con aquella mirada esperanzada y sorbió el té.
—Agradezco las prendas que me enviaste.
—Scusa? —parpadeó Eros. Esa mañana parecía distraído.
—¿Me ha crecido barba de repente? —le preguntó ella con creciente
irritación—. ¿Qué sucede?
Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de él.
—Niente —respondió él amablemente, encogiéndose de hombros.
Ella entrecerró los ojos:
—¿Por qué no te creo?
Eros sonrió de manera inocente:
—No lo sé.
Incapaz de tolerar un momento más su actitud condescendiente, ella dejó
caer la servilleta y se puso de pie.
—Venir aquí fue un error. Debí desayunar en mi cuarto —Y abandonó la
mesa.
Él la alcanzó de un salto. Le aferró la cintura con los brazos y la apretó de
espaldas contra su ancho pecho. Le rozó la cara contra el cuello, inhalando
profundamente el perfume floral de su piel.
—No te vayas todavía. Me encanta disfrutar de tu compañía en el
desayuno. ¿Cómo pude haberme privado de esto?
La respuesta del cuerpo de ella era electrizante. No encontraba la fuerza
para evadirse de su abrazo. Pero cuando le lamió el interior de la oreja y deslizó
la mano suave por los pechos y los apretó, ella recuperó la cordura con más
vigor.
—¡Quítame ahora mismo tus malditas manos de encima!
En cuanto la soltó, ella salió corriendo hacia la casa, escuchando detrás un
torrente de palabrotas de autorreproche. Casi se choca con el par de
desconocidos.
—¡Ah, qué bien! Justo a tiempo para desayunar —El caballero regordete
de bigotes se frotó las manos con satisfacción. Unos dedos largos y elegantes se
cerraron en su brazo con fuerza sutil aunque letal. En uno había un diamante
enorme y oval que hacía juego con el vestido de seda color siena de la mujer.
—Ya has desayunado, querido —dijo la alta y esbelta dama. Alanis
reconoció instantáneamente la excelente calidad de sus prendas. Un delicado
chal con hilos dorados le cubría los cabellos negros como el carbón, dejando a la
vista unas vetas plateadas a la altura de las sienes. Ella irradiaba inteligencia y
calidez.
El esposo se ruborizó.
—¿Cómo? ¿Esos restos que los bereberes nos dieron hace horas? Si te
escuchara Eros podría malinterpretarte y pensar que venimos de un banquete
—Urgió a la esposa a que avanzara y se detuvo de golpe—. ¡No puedo creerlo!
—Levantó las espesas cejas negras ante la imagen de aquella joven de cabellos
dorados que tenían parada enfrente.
La dama también la vio. Hizo callar al esposo y siguió avanzando
livianamente con una sonrisa amistosa.
—Buenos días. Soy Nasrin Almaliah y este individuo maleducado que
viene detrás es mi esposo, Sallah. Encantada de conoceros —Hizo un elegante
reverencia.
—El placer es mío, señora —Alanis le devolvió la reverencia, sintiéndose
un poco tímida—. Yo soy... Alanis.
—Lady Alanis —la corrigió Eros, que apareció a su lado de forma
repentina.
Los ojos negros de Nasrin parpadearon.
—Vaya, querida mía, pero si sois inglesa. Qué encantador, Sallah —echó
una mirada a su sorprendido esposo—, no seas descortés. Ven a conocer a lady
Alanis —Volvió a ofrecerle a Alanis una sonrisa de aprobación—. Es una joven
encantadora.
El caballero se acercó con indecisión, con su enorme barriga dando botes.
Alanis le lanzó una mirada furtiva a Eros que tenía aquella mirada posesiva,
con esos aires de arrogancia... ¿Estaba alardeando con ella?
—Nasrin —pronunció pausado al tiempo que le rozó los dedos con un
beso—. Estás tan hermosa como siempre, mi distinguida dama. ¿Por qué sigues
soportando a este judío glotón cuando puedes tenerme a mí?
Nasrin rió.
—Ese es uno de los grandes misterios del mundo, El-Amar, Bien, Sallah —
Miró a su esposo divertida—. ¿Ya encontraste tu lengua?
La sonrisa de Eros se agrandó ante el desconcierto de Sallah.
—Sallah, permíteme presentarte a mi amiga, lady Alanis. Le conté todo
sobre ti, de modo que confío en que le causes una buena impresión, y... —le
lanzó una mirada a Alanis—. Quizás también puedas mejorar la impresión que
tiene acerca de mí.
—Claro, claro. Disculpad mi descortesía —Sallah cogió gentilmente la
mano de Alanis e inclinó la cabeza con cortesía. Al levantar la vista sus ojos
eran cálidos—. Mi querida lady Alanis, no os imagináis lo encantado que estoy
de conoceros. De hecho vuestra sola imagen llena mi corazón de esperanza.
Alanis parpadeó ante aquel saludo tan extraño. Eros suspiró.
—Pareces una vieja, Sallah —Rodeó con el brazo el hombro fornido de su
amigo y lo condujo hacia el pabellón—. Ven, Jebel Sallah. Déjame convidarte a
otro desayuno.
—Por Dios, eres un canalla desvergonzado, Eros —se quejó Sallah
mientras se alejaban—. ¿Por qué no me contaste nada de ella anoche?
—Luego, Sallah.
—¿Qué hacías saliendo de la tienda de Leila? —susurró Sallah de manera
inadecuada—. Por el amor de Dios, ¿qué es lo que pasa contigo? ¿No sabes
distinguir algo bueno cuando lo tienes bajo tus gentiles narices? ¿Qué más
necesitas... un porrazo en la cabeza?
Nasrin le sonrió a Alanis.
—¡Hombres! —Miró al cielo y ambas rieron. Enroscó su brazo en el de
Alanis—. Vayamos con ellos antes de que Montaña Sallah devore toda la comida,
¿quieres?
Molesta por la cantidad de intrusos, Dolce emitió un gruñido de
desagrado y se marchó.
—Eros me contó que tenéis ocho hijas y que vivís en Londres —Alanis se
dirigió a Nasrin una vez que se unieron a la mesa. A esas alturas, los hombres
estaban compenetrados con las noticias de la guerra y el impacto de los precios
en el mercado. Aunque ella no se perdía las miradas de Eros. La mente de aquel
rufián era como toda una compañía naviera.
Nasrin abrió una faltriquera y mostró orgullosa unos retratos en
miniatura.
—Ésta es mi hija mayor, Sara. Está esperando nuestro primer nieto. Y ésta
es Taláa. Ella es casi de tu edad. Se casará en Pascua —Bajó el tono de voz para
preguntarle—: ¿Qué es lo que te trae por Agadir, querida mía?
Alanis levantó la vista puesta en los hermosos rostros de las jóvenes y se
encontró con la mirada curiosa de Nasrin, pero antes de que tuviera
oportunidad de embarcarse en una abstracta versión de su historia, un criado se
acercó a Eros.
—Nasrin, Sallah, ¿qué puedo ofreceros? —les preguntó.
—Té está bien para mí, El-Amar. Gracias —respondió Nasrin.
Sallah, que ya tenía la boca llena de un bollo con manteca, frunció el ceño
pensativo.
—Yo tomaré huevos pasados por agua con patatas y tostadas y un café
turco fuerte —dijo con la boca llena, aunque la idea general se entendió: tenía
hambre. Eros rompió a reír.
—Que Dios se apiade de ti —suspiró Nasrin con irritación.
—Ssh, esposa arpía —la regañó Sallah con indignación—. ¡Y tú también,
canalla!
—Va bene, d'accordo —Eros rió entre dientes levantando las manos en señal
de rendición.
Alanis observó a la amigable pareja, sorprendida de cómo Eros se las
había ingeniado para entablar amistad con aquellas excelentes personas que
parecían apreciarlo de verdad. Él debió de haber notado la aprobación de ella
ya que les sonrió con placer.
—Espero que os quedéis esta semana. Debéis de estar exhaustos de saquear
cada zoco de Marrakech —les ofreció cálidamente.
Sallah miró a su esposa. Ella asintió con la cabeza.
—¡Por supuesto que lo haremos! —afirmó él—. ¡Nos encantaría!
Mientras Sallah atacaba su segundo desayuno, Eros miró fijamente a
Alanis. Dio por sentado que ella también se quedaría, pero la mirada furtiva de
ella hacia la mejilla lesionada fue un mensaje más que elocuente.
—Bien, ¿intentarás explicarlo o tendré que estrujarte para sacártelo? —
Sallah escogió un cigarro de la caja que descansaba sobre la mesa de té de la
biblioteca y encendió un fósforo. A diferencia del resto de la casa, la biblioteca
de Eros estaba bien amueblada con objetos bereberes y decorada en tono verde
oscuro.
Apartándose de la chimenea de ladrillo, Eros caminó sin prisa junto a los
estantes de libros. Se detuvo ante el mueble de las bebidas.
—¿Siempre tienes que meter tu bigote en los asuntos de los demás?
—¡Somos socios, ya habibi! Tus asuntos son mis asuntos —Sallah chupó el
cigarro. A dos cojines de distancia, sobre un sofá de color verde botella, un
bulto con manchas comenzó a toser.
—¿Qué es lo que quieres saber? —Eros escogió una botella de cristal de
Murano y llenó una copa.
Sallah frunció el ceño ante la imagen de su joven amigo sirviéndose coñac
tan temprano, pero se reservó la opinión.
—¡Cuéntame todo! ¿Dónde encontraste a esta hermosa Venus rubia y qué
es lo que hay entre vosotros? Sé que no sois amantes —agregó con
mordacidad—. La dama está seriamente indignada contigo.
Eros miró por la ventana. Daba a un antiguo olivar. Las mujeres estaban
conversando a la sombra.
—Ella quiere viajar por el mundo. Me designó su guía y acompañante.
Sallah rompió a reír.
—¡Dios Santo! ¿De todas las personas que hay en este mundo fue a
escogerte a ti? ¿Pero cómo surgió todo? ¡Suelta la lengua! La curiosidad me está
matando.
La mirada pensativa de Eros se desvió hacia una imagen dorada con ojos
rasgados apoyada en un viejo olivo.
—Está indignada conmigo porque anoche la llevé al campamento a ver a
Leila.
—¿Que hiciste qué? —Sallah casi se cae del sofá—. ¿Llevaste a una
muchacha dulce y bien educada a ver a esa ramera quitándose los velos? ¿Qué
es lo que te sucede? No tiene nada que ver contigo que... —Se detuvo con los
ojos bien abiertos—. ¿Ella estaba allí cuando te metiste en la tienda de Leila para
un revolcón rápido? ¿Dónde diablos estaba Alanis? ¿La dejaste allí en la
hoguera con los bereberes?
Eros evadió la mirada furiosa.
—Sólo estuve con Leila un momento. Le estaba aclarando un asunto.
—No me vengas con esas. ¿Qué tipo de asunto podrías haberle querido
aclarar? ¿Que eres capaz de humillar a Alanis hasta dejarla hecha polvo por
tener insípidas amantes por todo el mundo? —Meneó la cabeza—. Me
sorprendes, Eros. Solías manejar el rechazo mucho mejor.
Los ojos de Eros eran como dos huecos tristes y oscuros.
—Ella insistió con el tema equivocado —Se acercó y se desplomó en el
sofá junto al felino que sufría. El animal se le acurrucó más cerca y apoyó su
cabeza con manchas sobre su muslo—. Sallah, ¿recuerdas que te dije que
Gelsomina contrajo matrimonio? Se casó con el prometido de Alanis.
Los ojos de Sallah se entrecerraron con perspicacia.
—¿Y tú no tuviste nada que ver con eso?
—Yo intervine —admitió Eros—, pero no por lo que tú piensas. Gelsomina
estaba enamorada del inglés. Yo tenía que quitar a Alanis de en medio.
Sallah lanzó una mirada elocuente.
—Entonces se la arrebataste a su enamorado, la trajiste a tu guarida en el
desierto, y como ella no sucumbió ante tus despiadados encantos, la llevaste a
la rastra de noche para que viera cómo seducías a otra mujer. Admirable —le
dio una chupada al cigarro.
La indignación y el fastidio chocaron en la mirada de Eros.
—Silverlake no era su enamorado. A ella le importaba un bledo. Quería
venir conmigo —dijo con tono brusco y vehemente.
—¿Dijiste Silverlake? ¿El cazapiratas? —Sallah se ahogó y empezó a echar
bocanadas de humo cual volcán en erupción—. ¡Dios Santo! ¿Y tú diste tu
consentimiento?
—Silverlake es un tipo decente. No es mi elección preferida para
Gelsomina, pero a ella parece agradarle. Es mejor compañero de lo que yo
hubiera imaginado.
—¿Qué tonterías estás diciendo? Jasmine es el sueño de cualquier hombre.
Es hermosa, llena de vida, inteligente. Ella podía haber escogido el que quisiera.
Eros golpeó el sofá con la mano.
—¡No es necesario que me enumeres a mí los atributos de mi hermana!
Podría haberse casado con un rey. Qué pena que no sea hija única.
—Me estás estropeando la digestión, Eros. ¿Qué hay tan terrible en ti que
hace que Jasmine tenga que sentirse avergonzada de sus familiares?
Eros miró fijo a Sallah de manera mordaz.
—Allora, para empezar, su hermano es un asesino profesional, aunque
también un bastardo egoísta. Debí dejarla en Italia. Había otras opciones. No
debió terminar en Argel. Es un verdadero infierno, y debí pensarlo mejor antes
de arrastrar a mi hermana menor conmigo a ese pozo de sabandijas.
Sallah lo miró con aire pensativo. Aunque compartían diez años de
amistad, el pasado de Eros todavía era considerado un tema tabú. Nadie era
depositario de los secretos de la Víbora. Había algo que Sallah sabía seguro: su
soberbio amigo italiano no era inculto.
—Entiendo —cedió—. Pudiste haberte encargado de que se quedara con
una familia respetable, pero la querías a tu lado. La amas. Eso me suena
razonable. Criarse con extraños, aunque sean respetables, no es siempre la
mejor solución, amigo. Creo que escogiste la mejor opción.
—Aprecio tu apoyo, Sallah, pero disiento. La privé de una vida mejor. Mi
responsabilidad era hacer exactamente lo contrario.
—La chica está felizmente casada. Bien está lo que bien acaba —
Sonriendo, Sallah echó una bocanada de humo. Con aspecto absolutamente
miserable, Dolce tosió ante la nube de humo que se le venía encima.
—Estás ahogando a mi gata, Sallah —masculló Eros—. Apaga eso.
Sallah aplastó el cigarro en un cenicero.
—Si mal no recuerdo, se decía que el tal Silverlake estaba comprometido
con... ¡Caramba! ¡Tu rubia Venus es la nieta del duque de Dellamore! ¡El
consejero personal de la reina Ana y amigo personal de Marlborough!
—Así es —Exhaló Eros al tiempo que acariciaba afectuosamente la suave
piel de la cabeza de Dolce.
—Me sorprendes, Eros, cuánto te gusta jugar con fuego. El que duerme
sobre una mina con una cerilla encendida se puede considerar a salvo al lado
tuyo.
—Como siempre, exageras —Eros le acarició el delicado lomo de Dolce.
Sallah miró con ceño.
—Te estás cavando tu propia tumba, amigo mío, una terrible, profunda y
oscura tumba. El abuelo pedirá tu cabeza por esto. No puedes retener a una
mujer como ella escondida, sola contigo, aquí en tu casa. Ella es del tipo que se
supone que tú ni deberías mirar.
Eros apretó un músculo de la mandíbula en un signo de furia.
—¡Puedo mirarla tanto como yo quiera!
Sallah sonrió de manera comprensiva.
—Comprendo por qué disfrutas de su compañía, pero tienes que llevarla
de regreso. No necesitas meterte en un problema como éste. Ya tienes
suficientes.
—Ella se queda.
Sallah sonrió:
—Lo inimaginable ha llegado. ¿Quién lo hubiera dicho...?
Eros le lanzó una mirada oscura al rostro contento de Sallah.
—¿Qué se supone que significa eso?
Sallah rió entre dientes.
—Significa, amigo mío, que no te envidio en lo más mínimo. ¡Ya estás
involucrado, bribón! ¡Estás a punto de sufrir como el resto de nosotros!
Una expresión severa apareció en el rostro de Eros. Sallah estalló en una
carcajada.
Capítulo 16
—Estos son hermosos —Alanis llamó la atención de Nasrin señalando un
par de zapatillas rojas puntiagudas que estaban expuestas en uno de los
puestos. El zoco de Agadir ofrecía una gran variedad de artículos: alfombras,
lámparas, especias y hierbas, broches de plata con piedras incrustadas y
animales. En uno de los puestos estaban preparando té de menta; en otro
fabricaban objetos de cerámica a la vista. Las familias pasaban caminando en
grupo, cargando sus burros.
—Las babuchas son bonitas —coincidió Nasrin—. Deberíamos comprar un
par para la pequeña Rachel. ¡Sallan! Entrégame la bolsa con monedas y ve a ver
la venta de camellos.
Refunfuñando, Sallah le entregó un puñado de monedas y se alejó
indignado.
Alanis sintió que una mano le tocaba levemente el hombro.
—¿Te gustan ésas? —le preguntó Eros.
Ella alzó la vista. La calidez de sus ojos la derritieron. Lo había extrañado.
Tremendamente. Pero como la señora lo había rechazado, él había guardado la
distancia, sólo que el efecto era como un doloroso vacío que crecía en el interior
de ella cada día más. Los aposentos de él quedaban frente a los suyos. Sabía
cuándo llegaba, cuándo se iba, cuándo se retiraba a descansar. A veces, entrada
la noche, escuchaba el ruido de las botas detenerse frente a su puerta. Acostada
en la cama, ella solía escuchar preguntándose qué haría si él iba a buscarla.
Jamás lo hizo.
—Te ves hermosa, princesa —le susurró recorriéndola con los ojos de pies
a cabeza. Ella llevaba puesto un caftán blanco y una túnica confeccionada en
seda teñida de color turquesa. Sus ojos de color aguamarina brillaban por
encima del velo transparente turquesa prendido de sus cabellos—. Desafío al
sultán de Constantinopla a encontrar a una sola ninfa rubia de ojos rasgados
entre su harén entero. Tú eclipsas a todas sus esposas juntas, amore.
Ruborizada, ella bajó la vista. Desde aquella noche en el campamento él
había cambiado; su lado severo había desaparecido, y ahora sólo quedaba aquel
apuesto italiano que se comportaba con la gracia de un príncipe. Resultaba
difícil acostumbrarse a él.
Eros se dirigió hacia el vendedor.
—Rachid, ¿cuánto por las zapatillas rojas?
Rachid puso un precio y sin pedir rebaja Eros metió la mano en el bolsillo.
Alanis sonrió. Quizás se veía muy bien que cualquier caballero negociara el
precio en el zoco, pero no para un hombre con el porte de un príncipe. Un brillo
juguetón iluminó los ojos de ella. Le cerró el puño.
—Una vez un pirata me dijo que uno debe regatear el precio con los
vendedores. O si no, ellos se sienten ofendidos.
Una amplia sonrisa apareció en los labios de él.
—Lo hizo, ¿verdad?
—Quizás prefieras ir con Sallah a inspeccionar la venta de camellos, ¿eh?
Yo estaré bien con Nasrin. Se le desvaneció la sonrisa.
—Yo no vine a ver camellos. Vine por ti. Pero no te preocupes. No te
molestaré —Inclinó la cabeza oscura y se volvió para marcharse.
Siguiendo un impulso ella lo cogió de la manga de la camisa de batista.
—No me molestas —Ella estaba cansada de la guerra fría que estaba
sosteniendo contra él. En el fondo de su corazón lo había perdonado por lo de
Leila.
—Aquí tienes —Le entregó unas monedas en la mano—. Regatea con
Rachid el precio por tus zapatillas rojas.
—Gracias —Metió algunas en el bolsillo y le ofreció al vendedor una suma
menor. El hombre echó un vistazo a las monedas y meneó la cabeza
protestando en voz alta. Eros rió.
—¿Qué es lo que está diciendo? —le murmuró Alanis a Eros al oído.
—Dice que si todos sus clientes fueran tan avaros como tú se iría a la
quiebra y que las zapatillas valen al menos el doble.
—¿El doble? —Alanis levantó una zapatilla roja y metió un dedo—. ¿Ve?
Un agujero —Meneó el dedo ante el vendedor asombrado.
—¡Misil mumkin! —Agitó la cabeza y tomó la zapatilla. Después de
llenarla con un trozo de suave piel de cabra se la devolvió con una sonrisa
afable y confiada. El hueco había desaparecido misteriosamente.
—Está bien —Ella depositó otra moneda en la pila—. Con esto será
suficiente.
Poniendo objeciones, el vendedor mostró su túnica sencilla y señaló a los
cinco niños forcejeando frente al puesto. Alanis les sonrió al verles las caras,
pero ellos le sacaron la lengua. Eros comenzó a traducirle las palabras de
Rachid. Ella lo interrumpió.
—Entiendo. Es un hombre pobre con cinco niños que alimentar —Una
auténtica preocupación le ensombreció los ojos—. Eros, tal vez deba pagar...
—No creas todo lo que dice. Conozco a Rachid. Es un comerciante exitoso.
Continúa.
Las negociaciones continuaron, pero una vez que Rachid se dio cuenta de
cuánto se había encariñado ella con las zapatillas rojas, se negaba a ponerle un
precio razonable. Ella abandonó el esfuerzo y recogió las monedas.
—Vuestras babuchas son demasiado caras para mi gusto, señor. Buenos
días —Y se marchó en busca de Nasrin.
Eros apoyó el codo en el mostrador, siguiendo con la mirada la seda
turquesa que se alejaba flotando.
—Perdiste, Rachid. Ella es una pequeña comerciante tenaz.
—Es una buena comerciante —Rachid alzó la ceja con curiosidad—.
¿Quieres comprarle las babuchas por tu cuenta, El-Amar, o quieres que la haga
regresar?
Eros le ofreció una sonrisa malvada.
—Hazla regresar.
Rachid se inclinó por encima del mostrador y gritó a todo pulmón:
—¡Pague lo que quiera, Lalla!
Alanis se detuvo. Al ver su sonrisa brillante, Eros echó la cabeza atrás y
soltó una carcajada. Con aire satisfecho, ella regresó a negociar. Dos monedas
adicionales cerraron el trato. Rachid le guiñó un ojo mientras envolvía las
zapatillas.
—Es encantadora, El Rais. Mis felicitaciones.
—Gracias, Rachid —Los dos hombres se estrecharon las manos
cálidamente.
Alanis examinó el rostro de Eros.
—¡Estabas haciendo trampa!
Eros parecía sorprendido:
—Io? No, no —Señaló al sonriente vendedor al tiempo que cubriéndose la
boca con la mano, le susurraba —: Rachid estaba haciendo trampa.
—¡Los dos hicisteis trampa! —La sonrisa de asombro de ella se convirtió
en una carcajada que contagió a los dos hombres—. Jamás volveré a hacer
negocios contigo. ¡Ni con vos!
Riendo ahogadamente, Eros recibió el paquete y la cogió de la mano.
—Andiamo, principessa. Vayamos a por algo de comer. Arrivederci, Rachid!
—Saludó al vendedor y se pusieron en marcha.
De la mano, continuaron caminando por la atestada callejuela. Ella estaba
animada y seguía sonriendo.
—Gracias por las zapatillas —le dijo radiante.
—Prego. De nada —Le aferró la mano. La tregua estaba declarada; de
nuevo eran amigos. El parecía igual de contento. Aquel día llevaba los cabellos
sueltos que le azotaban los omóplatos, dándole un aspecto de mayor altura,
volviéndolo absolutamente irresistible. Una hebra plateada y púrpura adornaba
los puños de la camisa, llevaba la letal shabariya amarrada a la cintura, y una
pistola con culata plateada enfundada en la parte delantera de los pantalones.
Un príncipe pirata. Miró el paquete que cargaba: el regalo para ella. Dejaría
pasar los caftanes, pero las babuchas no... Serían el recuerdo de Eros para el
futuro. Ella le ofreció devolverle las monedas. Él parecía divertido—. Guárdalas.
De hecho, debí haberte regalado algo bonito hace días. Esta noche lo rectificaré.
—No tienes que darme obsequios, Eros —Ella no era una mujer
mantenida. No era su mujer. Comprarle las graciosas zapatillas rojas era una
cosa, pero colmarla de regalos caros de los que los hombres ofrecen a sus
amantes era otra bien distinta.
—Quiero hacerlo. Sé que siempre has tenido toda prenda o joya valiosa
que las mujeres se mueren por tener, Alanis, pero seguramente si me empeño,
encontraré alguna pequeña excentricidad que tu abuelo aún no te haya
regalado.
Ella se topó con una mirada seria. Amablemente, le dijo:
—No soy una persona difícil de complacer, Eros, pero creo que deberías
guardar tus obsequios para otras más... agradecidas que yo.
Un músculo palpitó en la mandíbula masculina. Él entendió.
—Tengo hambre —dijo después de un momento, irradiando de nuevo
buen humor e ímpetu—. Veamos si encontramos algo interesante para hacer
trabajar las mandíbulas.
Un brusco movimiento de la muchedumbre captó la atención de Alanis.
Un chico flaco y huesudo, de unos diez años, robó una sandía de un concurrido
puesto de frutas. Logró avanzar dos pasos antes de que la gran fruta se
deslizara de sus esqueléticos brazos y se estrellara contra el suelo, echando jugo,
pepitas negras y pulposos trozos rojos. Surgió un alboroto. El vendedor se
percató del robo, reunió a sus colegas y comenzaron la persecución del
muchacho. Parados junto al pozo de agua del pueblo, Alanis y Eros siguieron la
escena ávidamente. Los vendedores furiosos atraparon al muchacho y lo
arrastraron hasta una plataforma de piedra.
—¿Qué le harán? —preguntó Alanis con aprensión.
—Lo que les hacen a los ladrones. Le cortarán la mano.
—¿Le cortarán la mano?—Le aferró el brazo—. Eros, tienes que hacer algo.
Ayúdalo.
El muchacho gritaba mientras uno de los hombres lo reprimía y el otro le
envolvía una cuerda alrededor de la muñeca. Le sujetaban la mano al borde de
la piedra, colocándola para cortársela. Aterrorizada, Alanis miró fijamente la
pequeña mano temblorosa con la cuerda tensa.
—¡Eros! —Le hundió las uñas en los duros músculos del brazo—. Haz
algo. Por favor.
—Todavía no —dijo con una calma exasperante.
Ella le lanzó una mirada:
—¿Estás esperando que el cuchillo esté desafilado o que el muchacho se
salve por su cuenta?
—Eso sería preferible. De todos modos, primero el muchacho tiene que
aprender la lección.
—¿Y qué lección es esa? ¿Qué robar está mal? ¿Cómo puedes ser tan
hipócrita?
—La lección es que la próxima vez no se deje atrapar —Se apartó de su
lado, desapareciendo entre el gentío.
En puntillas, ella avanzó derecha hacia la muchedumbre reunida,
intentando ofrecer las monedas que tenía por la mano del muchacho. El hombre
con bigotes que sujetaba la cuerda empuñaba un enorme cuchillo de carnicero.
—¡No! —gritó ella, empujando desesperadamente hacia delante. Alguien
la empujó a ella y cayó. Se dio con rodillas y manos en el adoquinado un
instante antes de que el cuchillo diera contra el borde de la piedra, disparando
chinitas en todas direcciones. Ella se preparó para hacer frente a la terrible
imagen de una mano mutilada.
La pequeña mano no había sido cortada. El muchacho había desaparecido.
Estalló un alboroto. La gente gritaba, buscando al muchacho por todas partes,
pero no había ni rastro de él. Alanis respiró aliviada.
—Vamos —Eros la cogió fuerte de la mano. Tenía al escuálido ladrón
escondido, subido a los hombros. Se abrieron paso entre la marea de gente
hasta llegar a un callejón aislado. Eros bajó al muchacho de sus hombros. Le dio
varias monedas y con una palmada en la cabeza lo mandó a seguir su camino.
El muchacho le lanzó una alegre sonrisa, con los ojos negros encendidos y con
expresión de respeto, y luego se marchó corriendo a toda velocidad.
Asombrada, Alanis miró al pirata de cabellos negros que tenía al lado:
—Lo has salvado.
Él le deslizó una mirada desganada.
—Entonces no soy el malvado bastardo que tú crees, ¿o es que lentamente
me voy transformando en alguien de tu agrado?
Ella ocultó las manos magulladas, no muy segura de cómo disculparse. Él
se las tomó con delicadeza y examinó las heridas.
—Hay que lavarlas con agua fría —dijo—. Regresemos al pozo.
—Lo que hiciste por el muchacho fue de lo más bondadoso. Gracias —
Siguiendo un impulso, se puso de puntillas, se levantó el velo y le rozó los
labios. Eros contuvo la respiración. Se acercó más para prolongar el contacto
con la boca pero ella se retiró. Sin querer encontrarse con su mirada, comenzó a
caminar con el corazón latiéndole salvajemente. Él la alcanzó y continuaron
caminando juntos en silencio.
Al llegar al pozo, Eros insistió en enjuagarle las manos. El suave contacto a
ella le recordaba cuánto lo había deseado. Echó una mirada de reojo a su perfil
ceñudo.
—Ese ladronzuelo tuvo mucha suerte de que hoy te encontraras en el
zoco. ¿Crees que ha aprendido la lección?
Eros le examinó las manos. Limpias, las heridas parecían menos serias.
—Mañana no despertará pensando que el mundo es un sitio agradable.
Debe aprender a sobrevivir. Tiene que experimentar el miedo para protegerse
mejor en el futuro, para evitar errores y estar siempre preparado.
Él hablaba desde su propia experiencia, la que le había dado la dura
escuela de la vida, concluyó ella. Para él, el mundo era un sitio difícil y
desagradable donde sólo prevalecían los fuertes. Ella recordaba la historia que
le había contado en Argel de cuando había robado una naranja.
—Alguna vez te encontraste en el mismo aprieto, ¿verdad? Sabías el terror
que el muchacho estaba sintiendo.
—Cuando era niño, yo no tenía ni idea de que en el mundo existía el
hambre.
Alanis parpadeó. Él constantemente confirmaba las sospechas de ella
respecto de sus orígenes, ¿pero quién era que había vivido una infancia tan
protegida, tan fuera de lo común?
—Hasta que te sucedió cuando eras un poco más mayor. De algún modo
aún te sucede.
Eros se detuvo. Su aire era terriblemente serio.
—¿De qué estás hablando?
Ella tuvo la leve sensación de que él estaba pensando en un incidente
distinto.
—Me contaste que una vez te atraparon en Argel robando una naranja y
que intentaron cortarte la mano.
—Ah, eso. Cuando me atraparon robando esa naranja yo tenía una daga
en el fajín. Pasé largo rato lamentando mi mala suerte hasta que se me ocurrió
cortar la cuerda.
—¿Por qué te fuiste de Italia, Eros? Seguramente tu vida allí no habría sido
mucho peor que la difícil vida que estas personas tienen que soportar.
—¿Piensas que la vida en Italia es fácil porque es un país rico? Yo envidio
a esta gente, amore. Son personas alegres con necesidades sencillas y vidas
simples. Todos deberíamos ser así de dichosos.
—¿Tu vida no era simple donde creciste?
—¿Simple? —Sonrió él socarronamente—. De donde yo vengo, la guerra es
un negocio y un estilo de vida. Aguarda aquí. Regresaré en un momento —Ella
vio cómo su ancha espalda desaparecía entre el opulento puesto de frutas,
aunque en su imaginación veía guerreros galopando, pueblos en llamas, hordas
barbáricas invadiendo Roma. Él no podía haberse estado refiriendo a eso.
Estaba hablando de la historia más reciente de Italia: ambición, traición,
avaricia; las luchas internas resueltas con afiladas espadas. ¿Qué papel habría
jugado Eros en un país de tan sangriento pasado? Pensó en los emblemas y
supo que tenían algo que ver con Milán.
Eros volvió a aparecer con un melón maduro.
—Busquemos un rincón más tranquilo, ¿quieres?
Doblaron por un callejón pintado de blanco y se sentaron en un tramo de
escaleras. Eros partió la gran fruta sobre las rodillas, quitó las semillas y le
ofreció la mitad a Alanis. Ella se quitó el velo e intentó excavar la jugosa pulpa.
Él simplemente enterró la nariz y clavó los dientes. El jugo perfumado le
chorreó por el mentón y se le escurrió por el cuello. Ella sonrió al verle la cara
embadurnada.
—Tu técnica es inspiradora —comentó divertida.
Los ojos de él echaban chispas.
—¡Come! Así yo también puedo reírme a costa tuya.
—¡A la orden, capitán! —Sumergió la cara en el hueco dulce y devoró un
bocado fresco y meloso.
—Tú te ves mucho mejor —comentó Eros, haciéndola atragantarse de la
risa—. ¿Me perdonas?
Se le esfumó la risa.
—¿Por Leila?
—No pude ni tocarla aquella condenada noche que fuimos al
campamento. La llevé a la tienda y me marché. Pregúntale a Sallah. Él estaba
allí. Me entretuvo como una hora, sermoneándome con los beneficios de tener
esposa.
A ella se le aceleró el pulso abruptamente. Él no había podido tocar a
Leila.
—Te perdono.
El rostro de él, que chorreaba jugo, se iluminó.
—Gracias. Ahora háblame sobre Dellamore. Háblame sobre tu hogar.
Quiero saber —Una auténtica curiosidad le brillaba en los ojos.
—Bueno, debo decir que es más bien aburrido. La mansión Dellamore es
una construcción gótica, rodeada de colinas y bosques. Hay un estanque con
peces donde suelo nadar en verano.
—Continúa —le insistió él mientras le quitaba una semilla amarilla de la
punta de la nariz.
Ella frunció el ceño encontrando desconcertante aquel interés suyo.
—El invierno pasado tuvimos cazadores furtivos de faisán, pero el alguacil
les cayó encima y ahora esos delincuentes andan cazando ratas en prisión.
Él se hizo el aliviado.
—Bendito sea el buen alguacil.
—No bromees —le palmeó el brazo de manera juguetona—. Aún tengo
que hablarte de nuestra enorme biblioteca.
—¡Aja! —Rió él ampliamente—. La famosa biblioteca. Ingleses incisivos y
filósofos griegos.
—Y algún que otro poeta romano... —Frunció los labios con aire pensativo.
—¡Nuestro amigo Ovidio! ¡Ninguna biblioteca está completa sin un
romano interesante! —rió él.
—¿Existe tal cosa: un romano interesante? —preguntó ella con toda
seriedad. A modo de represalia, él le apretó el melón en la cara. Ella rió
efusivamente—. Háblame de tu hogar.
Su expresión se tornó hermética.
—Mi hogar ya no existe.
Ella indagó aquellos ojos azul profundo como el mar, preguntándose qué
demonios los habitaban.
—Por favor.
Él suspiró:
—No hay nada que contar. Este humilde siervo alguna vez tuvo aldea y
ahora ya no existe.
—Eros —Cerró los dedos delicadamente en su muñeca—. Cuéntame algo
sobre tu hogar.
Él le miró la mano.
—La tierra que alguna vez fue mi hogar engulló la sangre y el alma de
aquellos a los que amé junto con todo lo que importaba. Gelsomina es lo único
que me queda de todo aquello.
Ella sentía con tanta fuerza aquel dolor enterrado en él que la tristeza
brotó en su corazón.
—¿Ese es el motivo por el que tienes la casa vacía? ¿Porque no puede
reemplazar el hogar que perdiste?
Una mirada vulnerable y desconcertada se le grabó en los ojos.
—Sí.
—Sin duda viviste intensa y plenamente, como si el mañana no existiera
—Ella sintió una repentina necesidad de abrazarlo y ofrecerle todo el consuelo
posible. Se acercó más y le besó los labios. Él permaneció inmóvil cual estatua y
en silencio se rindió ante el beso. Entonces ella le rodeó el cuello y le pidió en un
susurro.
—Bésame —Sólo entonces Eros respondió.
Alguien golpeó la puerta. Alanis supo que no era Nasrin. Sus largas uñas
golpeaban ligeramente. Tampoco era el discreto rasguño de Mustafá. Aquel
golpe particular sonaba como una categórica orden de abrir portones y
rendirse. Ella abrió la puerta.
—Buonasera —la saludó Eros con sencillez, con el antebrazo apoyado en la
viga dorada. No había nada indiferente en el modo en que la miraba—. ¿Puedo
entrar?
—Cl... Claro —Alanis retrocedió para dejarle pasar. Eros se enderezó y
entró. Vestido de manera inmaculada con una camisa de lino blanca
deslumbrante y pantalones negros, deambuló por el cuarto. No había ni un
rastro de color púrpura en todo aquel impactante aspecto.
Ella siguió con la mirada su silueta alta y morena mientras él recorría la
alcoba. Apoyó el hombro en uno de los postes de bronce de la cama.
—Un palacio blanco para la blanca princesa —Los radiantes ojos azules
recorrieron la cama y luego se toparon con la mirada de ella—. Me abandonarás
dentro dos días. Sólo faltan dos noches para partir.
Ella asintió con la cabeza, incapaz de emitir sonido. ¿Cómo podía
abandonarlo? Ella estaba enamorada de él.
—Entonces no puedes marcharte sin esto —Sacó una mano del bolsillo y le
enseñó ese algo rojo que le faltaba a su atuendo. Extendió la mano para que ella
lo viera.
—Mis amatistas —Ella lo miró consternada. Él estaba borrando aquella
horrible noche en el camarote. Tenía ganas de decirle que se quedara con las
joyas, el vestido, todo lo que fuera para recordarla.
Sobrecogido por las lágrimas de ella, Eros dijo:
—Jamás fue mi intención robarte tus joyas, Alanis. Sólo las tomé porque
no quería que nadie las robara. Siempre fueron tuyas. Y... también tengo aquí el
resto de tus efectos personales. Te los haré subir mañana a primera hora.
—¿Mis efectos personales? —murmuró ella, demasiado turbada para
entender lo que había querido decirle.
—Rocca trajo los arcones a Tortuga —le explicó—. Tu criada lo ayudó.
—¿Trajiste todas mis cosas hasta aquí? ¿Por qué no me lo dijiste? Además,
Lucas habría...
—Silverlake no es nada tuyo, sólo un conocido —le dijo Eros con tono
cortante.
—El hecho de enviar mis cosas a casa no habría puesto en riesgo su
matrimonio con tu hermana, Eros. Y tú no eres lo que yo llamaría un amigo
íntimo.
Los ojos de él brillaron de rabia.
—¿Tú misma te pusiste en mis manos y te preocupan tus vestidos?
—No estoy preocupada por mis vestidos. Sino por tus motivos. Dime la
verdad.
—Va bene, la verdad. Quería que te sintieras libre de viajar a donde
quisieras. Y no quise decírtelo para no alarmarte. Pensabas que yo era un pirata,
si mal no recuerdas.
—Aún lo pienso.
—No es así. Sabes que no he practicado la piratería desde que me alejé de
Taofik, y aun cuando lo hacía, saquear el ajuar de una dama jamás fue mi estilo.
Para tu información —la expresión de él se tornó cínica—, cuando Taofik se
enteró de que era experto en guerra siempre me enviaba tras los buques de
marina. Yo era lo que se diría su perro de presa, al que envían donde a nadie le
interesa ir.
La severidad de esa mirada a ella la llenó de compasión.
—¿Y cómo hiciste tu fortuna?
—Nada admirable. Como bien sabes, España y Francia no siempre han
estado en los mejores términos, y como tengo cuentas personales que saldar con
ambos lados, negocié el armamento de saqueo con ambos. En otro tiempo me
resultaba divertido. Pero me aburrí de eso hace ocho años.
—Y entonces te alejaste de Taofik.
—También me aburrí de él.
—Tenías dieciséis años cuando llegaste a Argel. ¿Qué tipo de cuentas
personales podría tener un muchacho que saldar con grandes potencias como
Francia y España?
Su mirada se tornó fría.
—Cuentas personales.
Un escalofrío le subió por la espalda. Un sarcófago era menos misterioso
que aquel hombre que a los dieciséis años ya tenía formación bélica y de
arquitectura, con venganzas privadas que saldar con imperios y con escudos
pertenecientes a la realeza de Milán colgados en cada rincón.
Se acercó y le ofreció las joyas.
—La princesa que vi en Versalles usaba joyas de color púrpura para
complementar su belleza. ¿Me permites? —le preguntó con voz ronca.
Alanis se dio la vuelta y se retiró la larga cabellera de la nuca. Él le rodeó
el cuello y le colocó la fría gargantilla sobre la clavícula. Ella sentía los dedos
cálidos y suaves, aunque el contacto la quemaba. Cerró los ojos y disfrutó de la
caricia mientras le abrochaba los dos extremos. La gargantilla parecía ajena a su
piel, como si los diamantes y las amatistas en forma de pera le pertenecieran a
una mujer de otro mundo: a alguien que no hubiera conocido Argel, que no se
hubiera bañado en el estanque del desierto, y cuyo corazón fuera libre. Sin
embargo, ella ya no era una mujer, sonrió. Era una ninfa.
Unos labios cálidos le rozaron la nuca.
—Antes yo... no fui del todo sincero —admitió de modo abrupto—. Recogí
todos tus arcones porque yo... quería que vinieras conmigo.
Alanis se volvió.
—¿De veras?
Él bajó la vista.
—Préstame la muñeca —Mientras le abrochaba el brazalete ella tuvo la
imagen fugaz de estar parada frente a él vestida sólo con las joyas.
La cerró con un ruido y le entregó los pendientes que hacían juego.
—Estaba equivocado —suspiró—, la princesa no necesita de piedras
preciosas para realzar su belleza. Resplandece vestida sólo con los rayos del sol.
—¡Buenas noches! —exclamó Sallan cuando Eros ubicó a Alanis en el
diván con los almohadones formando una curva alrededor de la mesa. El
pabellón resplandecía con la luz de las velas. La suave brisa soplaba desde el
mar—. Estábamos comenzando a perder las esperanzas con vosotros dos... ¡Ay!
—Le lanzó una mirada feroz a la esposa—. ¿Y eso por qué ha sido?
—Disculpa, querido. ¿Te he dado una patada? —preguntó Nasrin con
tono inocente—. Qué torpe de mi parte.
—Este vino proviene del sudeste de Ancona —Eros descorchó una botella
verde y les sirvió a sus amigos—. Lleva ciento cincuenta años de añejado y tiene
un ingrediente secreto.
Alanis siguió la suave danza de luces y sombras que se le formaba en el
rostro mientras le ofrecía una copa. Un inglés dudaría de llamar "civilizado" a
Eros, pero en su estilo italiano, él era la personificación del aplomo y la
sofisticación y cada uno de sus matices a ella le hacían tamborilear el corazón.
—¿Cuál es ese ingrediente?
Sus ojos brillaron intensamente.
—Si tienes papilas gustativas sensibles, deberías ser capaz de identificarlo.
—Qué desafío —Ella sonrió misteriosamente y sorbió el elixir rojo,
paladeándolo lentamente—. Tiene un dulzor inconfundible, pero también un
sabor amargo... como de bosques verdes y bayas salvajes recogidas después de
la lluvia... ¡frambuesa! —se arriesgó a adivinar al tiempo que se lamía con
delicadeza una gota del labio.
—Acertaste. Es frambuesa —Posó la vista en los labios satinados,
transmitiéndole sus pensamientos con aguda presteza. Ya no era el vino, sino el
persistente sabor de la boca de él lo que a ella le empañaba la razón: un
afrodisíaco bastante superior al merlot o a las frambuesas.
Sallah y Nasrin intercambiaron miradas. Decidido a despejar las intensas
indirectas que volvían denso el ambiente, Sallah aclaró la garganta.
—Propongo un brindis en honor a mi cocinero favorito: ¡por Antonio!
La distracción logró hacer reír a todos, salvo Nasrin, que suspiró.
Se sirvió la cena. El plato principal era mechoui: un cordero asado a fuego
lento, que se deshacía de tierno, servido con un tradicional cuscús, que era la
indiscutida obra maestra de Antonio: una sopa picante de verduras sobre un
colchón de granos de sémola. Aunque estaba ansiosa por probar el plato, Alanis
pronto descubrió lo trabajoso que era comer el cuscús. Los granos se caían del
tenedor antes de llegar a la boca. La salsa se le escurría por las mangas. Resolvió
estudiar a Eros en secreto. Sus dedos cogieron un montón de granos y lo
presionó ligeramente hasta formar una bola. Estaba a punto de meterla en la
boca cuando la descubrió mirándolo detenidamente. Sonriendo, se deslizó por
todo el largo del diván con forma curvada y le pidió en un susurro:
—Abre la boca.
Ella echó una mirada hacía los acompañantes de la cena. Sallah estaba
devorando unos kebabs calientes ante la evidente exasperación de Nasrin.
—Estamos haciendo el ridículo —lo sermoneó en un susurro.
Él le trazó el contorno de la boca con un dedo.
—Abre la boca para mí, amore.
Ella separó los labios. Se decepcionó un poco cuando en lugar de un beso
saboreó los granos salados. Le limpió un grano del labio y se volvió a deslizar
hasta su lugar. Ella cerró los ojos. De repente, dos noches completas parecían
terriblemente largas. El hecho de que él se le acercara ya no representaba la
peor maldad, sino más bien que ella quisiera acercarse a él, dormir en su cama y
trepársele por todo el cuerpo.
Nasrin se acercó más:
—Ten cuidado, querida. Las he visto venir y las he visto irse. No sigas el
triste camino de tantas que han caído en desgracia. Él debe entregarse antes que
tú.
Abochornada por su transparencia, Alanis le preguntó en un susurro:
—¿Y entonces qué debo hacer?
—Nada. Los hombres son cazadores innatos. Si les facilitas la cacería
pierden interés. No obstante, es muy importante evaluar con precisión la
habilidad de tu cazador. Los pececitos se alimentan de migajas. El tuyo es un
depredador pura sangre. Ofrécele una caza digna para que ejercite sus
habilidades depredadoras.
Alanis le lanzó una mirada a Eros. Él no era simplemente un depredador,
sino un glorioso depredador de ojos azules, y ella no tenía deseos de sufrir la
triste suerte de una migaja.
—¿Qué tipo de depredador era Sallah?
Nasrin sonrió.
—Uno tortuoso. Nos presentaron cuando fue a visitar a los parientes de su
madre en Marrakech. Su padre era el contable de un conde inglés. No vi
motivos para rechazar sus atenciones. Me hacía reír, me traía obsequios
extravagantes y se convirtió en mi mejor amigo. Para cuando se declaró, yo ya
estaba locamente enamorada y comiendo de su mano.
—Suena romántico —Lamentablemente, Eros no la dejaba acercarse lo
suficiente para ser su amiga. Sólo sus ojos le hablaban en un idioma que ella
entendía a medias—. ¿Cómo es que ellos se hicieron tan amigos?
—Hace diez años se conocieron en Argel —susurró Nasrin—. El-Amar
estaba en busca de un comerciante honesto para exportar su mercadería. No
confiaba en sus socios argelinos. Sallah hablaba ladino16 y tenía contactos en
España. Era perfecto como socio. El-Amar era joven, arriesgado y volátil. Los
rais estaban aterrorizados con él. Se afirmaba que él no temía ni confiaba en
nadie, y que era capaz de ejecutar hasta a uno de los suyos ante la sospecha de
una traición. Confieso que al principio yo estaba firmemente en contra de la
sociedad, pero Sallah me aseguró que el corazón de El-Amar estaba en el lugar
correcto. Cuando conocí a Jasmine comprendí lo que me había querido decir.
Los veinte años de diferencia entre ellos no les impidió hacerse amigos
rápidamente. Más tarde, cuando Mulay Ismail, el sultán de Marruecos, le
otorgó a El-Amar el dominio de las minas reales de Agadir, Sallah exportó la
materia prima fuera de Medina. Ambos se hicieron muy ricos.
—¿Por qué razón el sultán de Marruecos le cedió sus minas a Eros? —
preguntó Alanis.
—Por una serie de razones. Sallah afirma que El-Amar es un favorito del
rey de Francia y que al sultán le servía de mendoub, ocasional embajador de la
16
Ladino: lengua de los sefardíes españoles.
corte de Francia. Gracias a él, sobrevino una relación de amistad y respeto entre
ambas naciones.
Alanis estaba impresionada, aunque no del todo sorprendida.
—La mejor anécdota que cuenta Sallah es que, gracias a sus contactos en
Argelia, El-Amar impidió un complot para asesinar al sultán. No es un ángel,
querida mía, pero es mejor de lo que piensas.
—Escuchemos un poco de música —sugirió Eros. Llamó a uno de los
guardias. El joven se sentó en un banco, afinó la guitarra y comenzó a cantar
una dulce canción de amor en italiano.
Alanis bebió el vino y dejó que la melodiosa voz del guardia trascendiera
de sus pensamientos a las estrellas, las naranjas y los besos a la luz de la luna.
Inevitablemente, desvió la vista hacia Eros. Él la miraba fijamente, sin ocultar
nada: un deseo absoluto que parecía fluir desde lo más profundo de su alma se
manifestó en su expresión.
Al terminar la canción, Sallah roncaba ruidosamente. Nasrin le dio un
codazo en la barriga.
—Sallah, el postre.
—¿Qué? Ah. No importa. Tengo demasiado sueño —Ayudó a levantarse a
Nasrin, ignorando sus quejas.
—Buenas noches —dijo Alanis. En general, se retiraba con ellos, pero esa
noche quería quedarse un poco más con Eros. La encantadora pareja se
encaminó del brazo rumbo a la casa.
Cuando estuvieron lejos de los oídos, Nasrin siseó:
—¿Y qué fue eso, chacal?
—El muchacho necesita ayuda, o jamás lo hará bien. Así que pensé en
echarle una mano.
—Si crees que se declarará por coordinarle un encuentro perfecto, no
conoces a tu socio ni una pizca. Agotará todos los trucos para evitar la boda
antes de la cama. Sólo espero que Alanis resista. Está completamente
enamorada de él, ¿sabes?
—La cabeza de Eros tampoco está exactamente en su sitio —dijo Sallah
con un gruñido.
—Sé perfectamente en qué está pensando.
Sallah la miró de reojo:
—Espero que no le hayas enseñado ninguno de tus trucos pendencieros.
—Déjame enseñarte un truco pendenciero. ¡Esta noche duermes solo! —
Ella se adelantó marcando el paso enérgicamente.
Emergiendo de entre las penumbras hacia la bruma dorada que
proyectaba la lámpara de la mesa, Eros le volvió a llenar la copa de vino.
—Pareces disfrutar de la compañía de Nasrin —le comentó.
—Sí, la disfruto. Ella es maravillosa —Alanis sonrió y cogió la copa. Sentía
que el calor del vino que había bebido durante la cena fluía por sus venas,
aflojándole la tensión.
—Coincido. Entonces —agitó el líquido rojo que había en su copa—, ¿sería
atrevido por mi parte decir que el hecho de haber cambiado de opinión con
respecto a quedarte una semana no fue mala idea?
Ella bebió un sorbo de vino.
—Disfruté la semana.
—Entonces, quédate otra.
Lo miró a los ojos. Él estaba absolutamente serio ante la sugerencia.
—¿Sola contigo?
—Sola conmigo.
Ambos sabían exactamente lo que sucedería si ella se quedaba en Agadir
sola con él.
Eros dejó a un lado la copa de vino y se acercó más.
—Quédate conmigo porque quieres, Alanis, porque me deseas, y yo a ti.
Terminemos con esta agonía, amore.
El calor del deseo fluyó entre ambos, un calor vivo tan intenso como un
imán. Ella soltó un suspiro tembloroso.
—Yo no soy la cortesana que creíste ver en Versalles, Eros. No puedo ser
tuya y luego de otros. Perteneceré a un solo hombre por el resto de mi vida. Si
me quedo un poco más aquí, mi vida acabará, pero si me marcho, la tuya no
acabará. ¿Y entonces, quién crees que tiene más que perder?
—Ambos perdemos lo mismo —respondió él con calma, buscándole los
ojos—. ¿De qué crees que estoy hecho? ¿De veras crees que nada me perturba?
¿Que una vez que te marches saltaré encima de la primera enagua que pase?
Crees que este humilde siervo está totalmente privado de sentimientos.
Ella le acarició la mejilla, muerta por él.
—Si lo creyera, no me resultaría difícil.
El cálido aliento a vino precedió a la ardiente embestida de su boca. La
abrazó con fuerza, atrayéndola con besos prolongados y apasionados. Ella no
combatió las llamas, dejó que el lento ardor la devastara. Tal vez si estaba más
allá de la razón, la elección estaría fuera de su alcance...
—Ven a mi cama esta noche —él respiraba con dificultad—. Estoy loco de
deseo.
Ella cerró los ojos y frotó la mejilla contra la de él. Quería deshacerle la
coleta y hundir los dedos entre los sedosos cabellos. Quería susurrarle al oído
que lo amaba. Quería entregarse a él ahí mismo, bajo la tenue luz del pabellón
con vistas a un rugiente mar oscuro. Pero no podía. Sería un error por el que
pagaría el resto de su vida.
—No me odies por decir que no —le rogó dulcemente—, porque a pesar
de tus facetas complicadas y de tus oscuros secretos, tú eres el hombre que
quiero. Te extrañaré más de lo que jamás puedas imaginar...
Ella sintió cómo él se iba poniendo tenso contra su cuerpo.
—Lamentablemente suena como un ultimátum, Alanis.
Ella echó la cabeza atrás y le buscó los ojos.
—Me estás pidiendo que abandone todo por ti, pero ni siquiera me dices tu
verdadero nombre. Dices tener sentimientos, pero no me dices cómo te sientes.
Quieres una compañera de alcoba sumisa y fácil, Eros, alguien que jamás se
entrometa en tus asuntos ni en tu pasado, y para eso tienes a otras. No necesitas
que yo ocupe su lugar.
—¡Si no estuvieras tan ocupada contabilizando mis errores todo el tiempo,
hace semanas te hubieras dado cuenta de que a la única mujer que deseo es a ti,
Alanis!
—Pruébalo —le susurró ella con vehemencia—, pues prefiero extrañarte a
terminar odiándote.
La frustración y la rabia se debatían en el rostro de él. Comprendía lo que
ella pretendía de él, pero parecía incapaz de entregárselo. Se puso de pie:
—¿Quieres marcharte? Márchate. Estoy seguro de que la excelente
aristocracia hará cola para verte regresar a Inglaterra intacta. Encontrarás al
hombre de tu vida, sin tantos defectos, y que te trate mejor que a una cortigiana,
como ante mi más profundo pesar, piensas que yo te traté. Te deseo lo mejor.
Ella lo observó alejarse con los ojos inundados de lágrimas.
Capítulo 17
—Caballo a B-6. Jaque. ¡Y despídete de tu reina! —Sallah levantó un
caballo de marfil con un ademán exagerado y derribó la escultura negra de la
reina—. Tu turno —le informó al pagano sin camisa, descalzo y sin afeitar que
tenía sentado enfrente, bajo la moteada sombra del olivo. La suerte de Eros en el
juego combinaba con el color de sus piezas de ajedrez y con su estado de ánimo.
—¡Este maldito juego de estrategia! —exclamó malhumorado y se pasó los
dedos por la larga melena espesa. Se inclinó hacia delante, con las manos sobre
las rodillas y trató de concentrarse.
Sonriendo, Sallah se metió un humeante cigarro entre los dientes.
—Dices eso sólo porque estás perdiendo, huboob. Ya era hora de que me
retribuyeras todos los juegos que perdí contigo esta semana.
—Cállate, Sallah. Déjame pensar —Eros se frotó enérgicamente la
mandíbula áspera por la barba, clavando la vista en el tablero de ajedrez. La
derrota amenazaba, el rey negro azabache estaba acorralado.
—Hoy estás de un humor terrible. ¿Tiene algo que ver con nuestra Venus
rubia cautiva en su torre de marfil?
—No lo había notado.
Sallah carraspeó ruidosamente. Caramba, su conspiración de la noche
anterior había fracasado. La bella y la bestia estaban más peleados que nunca.
—Recuerdas que mañana nos marchamos, ¿no? Los tres.
Eros no se molestó en levantar la vista del tablero.
—Yo también me marcharé pronto.
—De modo que ella seguirá su camino y tú el tuyo.
—Así parece.
Sallah se inclinó un poco más y le preguntó con discreción:
—¿Por qué estás renunciando a ella?
—¡Cállate, Sallah! —gritó Eros y golpeó ruidosamente el puño en el
tablero, desparramando las piezas. Se puso de pie y se fue a parar junto a la
baranda que daba al mar. Turquesa y dorada, la espléndida vista lo invitaba a
ocuparse del asunto en cuestión. Sin embargo, Sallah no tenía duda de que
Alanis habitaba la cabeza de Eros sin la ayuda del paisaje. El hombre se estaba
transformando en una miserable ruina.
—Por Dios, hombre. ¿Qué es lo que te sucede? ¿Qué te resulta tan difícil?
Los músculos se tensaron en aquella espalda ancha y bronceada, pero no
se oyó ni una palabra.
—Estás enamorado de ella. Cásate con ella.
Silencio. Sallah casi esperaba que él arrancara la barandilla de las bisagras
y se la arrojara con la fuerza de una feroz tempestad. En cambio, Eros se dio la
vuelta y lo miró con una calma espeluznante.
—Ardería diez veces en el infierno antes de hacerlo —pronunció despacio
y fríamente, con los ojos como piedras preciosas hirviendo a fuego lento.
—Sin embargo, cuanto más te rechaza más la deseas. Esto no se te va a
pasar, lo sabes. Si dejas que se marche, te maldecirás por ser un completo
imbécil —Se levantó de un impulso y se unió a Eros junto a la baranda. Su joven
amigo estaba ante la extrema necesidad de una conversación íntima—. Sé que
no es la insaciable lujuria por las mujeres lo que te quita las ganas de formar un
verdadero hogar, Eros, pero vivir con demonios por el resto de tu vida es un
infierno que tú mismo creaste. Seguramente, una cosita dulce que apriete su
cuerpo contra el tuyo en la noche y te sonría en la mañana pueda ayudar a
aliviar los tormentos del pasado. Bueno, no es que le reste importancia a la
carga de responsabilidad que significa ocuparse de atender una esposa e hijos,
pero esa es la esencia de la vida, amigo mío. ¿Dónde estaría yo hoy si no tuviera
a Nasrin? Sería un viejo amargado. ¿Por qué habrías de desear eso para ti?
Eros bajó la vista.
—Lo que tú y Nasrin tenéis es especial. Pocos son bendecidos como
vosotros dos.
—Tú puedes tenerlo con Alanis. Ella es dueña de una belleza inusual, de
cuerpo y alma. Y lo niegues o no, entre vosotros existe un lazo especial. Podría
ser el comienzo de algo para toda la vida. ¿Qué más podría uno pedir?
—Ella está a punto de marcharse.
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
Eros le lanzó una mirada hostil.
—¿Por qué querría yo a una aristócrata entrometida y remilgada que se
cree capaz de dominarme?
Sallah rió entre dientes.
—En tu caso, yo diría que eso es lo que tú sientes. Como lo deseas tanto,
harías lo que sea por complacerla. En mi caso... bueno, anoche pensé en
divorciarme de la arpía de mi mujer, pero en cuanto tuve a aquella delicia entre
mis brazos...
—Ahórramelo —suspiró Eros—. Además, tengo asuntos muy urgentes
que atender. Esta guerra no está ni cerca de concluir. Luis está echando más
hombres al campo. Marlborough está en apuros en los Países Bajos por la falta
de hombres y dinero. Saboya está contraatacando a Vendôme en el norte de
Italia, tratando de unirse a su otro primo, el duque Victor Amadeo en Turín.
Sallah se agitó.
—¿Quieres decir que Saboya es también primo de Vendôme?
—Sí —Eros esbozó una sonrisa torcida e irónica—. Pero relájate, que es leal
a tus Fuerzas Aliadas. Desafortunadamente, muy poco es lo que puede hacer,
ya que... Milán ahora está bajo absoluto dominio francés.
Sallah le lanzó a su alto amigo una mirada penetrante.
—¿Y entonces cuándo te unirás tú a Saboya para liberar Milán?
Eros se puso rígido, luego volvió a estallar:
—¿Ya mí qué me importa Milán? ¡Yo debo regresar a alta mar! —Se alejó
bruscamente de la baranda, cogió un caballo negro de la pieza de ajedrez y se lo
arrojó a Dolce para que lo atrapara.
Sallah lo persiguió.
—¿Y a mí qué me importa Sión? ¿Qué me importa Tierra Santa? La llevo
en la sangre. ¡De eso se trata!
—Yo no tengo nada en la sangre —masculló Eros con furia—, pero si Luis
gana esta guerra, todos terminaremos siendo sus vasallos, rindiéndole honores
por el resto de nuestras vidas.
Sallah le clavó su mirada a Eros de manera lapidaría.
—Antes de salir a salvar el mundo, amigo mío, ¿por qué no te salvas
primero tú mismo?
El sol se estaba hundiendo, y también el corazón de ella. Estaba a punto de
irse al día siguiente con la marea vespertina. De pie en el balcón, Alanis
contemplaba el cielo tiñéndose de color carmesí y luchó con las lágrimas que
amenazaban con brotar. Sin embargo, su corazón lloraba por él, por ella, por lo
que podía haber sido... si tan sólo él le diera un solo motivo para quedarse,
alguna señal, algo más allá del deseo, algo que le saliera desde el alma...
Alguien rascó la puerta.
—¡Entra, Mustafá! —gritó ella y entró.
Mustafá lucía amargo como el vinagre. Cualquiera hubiera pensado que
había asesinado a su familia entera. Así que ella estaba abandonando a su amo.
Aunque no fuera del todo su elección.
—Buenas noches, milady. Me temo que uno de vuestros arcones se
extravió en el depósito. ¿Os molestaría acompañarme para identificarlo?
—Vamos —respondió Alanis y salió con él.
La casa estaba silenciosa cuando serpentearon a través de los oscuros
corredores de mármol. Muy probablemente, Sallan y Nasrin estarían cenando
con Eros. A ella se le oprimió el corazón. ¿Y si se quedaba con él? Tal vez él no
sentía lo mismo que ella, pero la deseaba apasionadamente. ¿Cuál era
exactamente la urgencia de marcharse?
Mustafá se detuvo al final del último corredor e hizo un gesto señalando
una imponente entrada.
—Éste es el depósito —Alanis lo encontró parecido a la entrada de otro
reino—. Dentro está bien iluminado, milady. No tendrá problema en encontrar
su arcón extraviado —Empujó y abrió una de las enormes puertas de caoba y
ella entró. La puerta se cerró detrás de un golpe y ella pegó un salto,
escandalizada por sus modales chocantes. Se dio vuelta para revisar el cuarto y
olvidó la razón por la que se encontraba allí.
Apiñados contra enormes pilares de mármol negro e iluminados por unas
enormes lámparas de bronce que colgaban del techo, un despliegue de riquezas
se exponía ante ella. Lo que Mustafá describía como un cuarto de cachivaches
en realidad era un cuarto que guardaba un tesoro, atestado de alfombras,
tapices y hermosos muebles. Había un arsenal con las armas de la más fina
fabricación acumuladas, un surtido de relucientes telas de todo tipo de colores,
y decenas de cofres llenos de monedas de oro y joyas.
Alanis pasó junto a los arcones, atraída por la colección de arte exhibida
más al fondo de la habitación. Abrió más los ojos al ver un retrato de Caterina
Sforza, en el magnífico La virgen y el niño, La virgen de las rocas, El arcángel Miguel
y La dama con el armiño: el retrato de una de las célebres amantes del duque
Sforza. Una estatua de bronce del mariscal Trivulzio se erguía sobre una
cómoda adornada con festones dorados. Al lado, sobre una estructura dorada,
había una maqueta del Duomo, la catedral de Milán, que descansaba sobre un
sofá lleno de papeles amarillentos de diseño de ingeniería. Si se había atrevido a
dudar de la identidad del artista, esas dudas se disiparon una vez que la última
obra de arte de la fila captó su atención. El retrato mismo del artista: Leonardo
da Vinci.
Si Eros quisiera, ¡su casa podía estar adornada de punta en blanco! El
humilde siervo alguna vez tuvo una aldea que ya no existe ¡Sí, y qué aldea! ¿Quién
diablos eres?, exclamó ella, irritada de pies a cabeza. Su vista se detuvo en un
rincón aislado. Otro escudo con víboras y águilas grabadas yacía en el suelo
contra la pared. Cuando se acercó más para examinarlo, notó que no era tan
antiguo como las demás insignias. La víbora no era negra sino azul oscura, el
sarraceno devorado rojo rubí. El oro de la corona aún resplandecía. Ella se
percató de que ese objeto era nuevo, y en lugar de tener el nombre de un duque,
había cuatro letras inscriptas al pie: SF—AD.
—Me sorprendes —la voz grave de Eros se oyó justo detrás del hombro de
ella—. De todas las cosas que hay aquí, tú solo te fijas en un trozo de metal
podrido.
A Alanis casi le da una apoplejía fatal. Se dio vuelta rápido y casi se choca
con el pecho masculino desnudo.
—Eros —Se puso una mano sobre el corazón que le martilleaba
aceleradamente—. ¿Qué pretendías con entrar tan sigiloso? Casi me muero del
susto.
—Yo no soy el que entró sigiloso a una habitación privada —gruñó él a la
defensiva.
—¿Cómo te atreves a acusarme de entrometida? Fue aquel hombre
confabulador que trabaja para ti el que me atrajo hasta aquí para buscar mi
arcón extraviado —Una operación que obviamente había sido una treta, ¿pero
con qué objeto? Ella miró a su alrededor—. ¿Robaste a toda la humanidad para
acumular esta... fortuna?
Él apretó los músculos de la mandíbula.
—Te sorprenderás pero en realidad compré la mayoría de las cosas que
ves aquí. ¡Y la mayor parte ya me pertenecía antes de comprarla!
—Estás borracho —Ella se apartó de él y del fuerte olor a coñac que
emanaba de su piel, cual colonia de mujer de esas que al pasar hacen dar
vueltas a la cabeza a cualquiera. No llevaba nada puesto salvo unos pantalones
sueltos de seda negra perturbadoramente amarrados muy por debajo de la
musculosa línea de la cintura.
—No esperaba encontrarte aquí—confesó ella. ¿Mustafá habría actuado
por su cuenta o habría seguido las ingeniosas órdenes de su amo?
—Ya lo sé —Eros curvó los labios—. Te vi entrar. Tú no me viste porque
estabas demasiado ocupada haciendo un inventario.
Ella no le había sentido porque él había entrado descalzo y sigiloso.
—¿Por qué no estás en la cena?
—¿Por qué no estás tú en la cena? —Los ojos brillaban en aquel rostro
severo—. ¿Una noche más conmigo era demasiado para tu estómago?
—No tenía hambre —respondió ella bruscamente—. Y además, ¿qué es lo
que te enfurece tanto?
—Tú, bruja de ojos rasgados —La asió del brazo y la atrajo hacia sí. Le
enrolló los cabellos rubios con la otra mano y la obligó a mirarlo a los ojos. La
desesperada urgencia que ella percibía en ellos le provocaba un efecto mágico.
¿Era ella la bruja? Aquel salvaje de ojos azules se había apoderado de su
corazón. Le apoyó la mejilla contra la suya, con la respiración corta en las
curvas de la oreja—. ¿Crees que por abandonarme me librarás de tu maldición?
Eres un demonio desalmado, Alanis, pero esta noche voy a exorcizarte de mi
alma de una vez y para siempre.
Sintiéndose mareada por las palabras y la proximidad, ella deslizó las
manos por el pecho y las enroscó en el cuello. Se sentía débil, excitada,
desesperada por tenerlo. Cerró los ojos para sentirle la mejilla áspera y
simplemente lo abrazó con el corazón haciéndose eco del suyo.
—¿Cuánto costaría conservarte, ninfa bionda? ¿Qué parte de mi alma
quieres?
—No quiero una parte de tu alma —Quiero un sitio en tu corazón.
Él levantó la cabeza.
—Escoge algo, Alanis. Todo lo que ves aquí es tuyo.
—No te creo —Se soltó del abrazo—. Ahora sé que fuiste tú el que me
atrajo hasta aquí, pero no para comprar mis favores como harías con una
prostituta. Eres demasiado listo para creer que eso funcionaría conmigo.
¿Entonces de qué se trata? ¿Qué me estoy perdiendo? —Ella indagó en sus ojos.
Él estaba muy tenso—. Realmente te superaste a ti mismo, robar obras de
Leonardo da Vinci...
—¡Esas pinturas fueron encargadas por mi familia!— Gruñó él con los ojos
en llamas—. ¡Podría arrancar frescos enteros si quisiera, incluyendo La última
cena!
A ella se le secó la garganta.
—Tu familia pertenece a la mansión milanesa de Sforza —concluyó ella en
silencio. Le tocó el medallón que colgaba sobre su pecho—. Esto es tuyo. Y
aquello —señalando el escudo del rincón—, lo que llamas un trozo de metal
podrido, también pertenece a tu familia, igual que los demás. ¿Por qué ocultaste
a éste en particular? ¿Qué quieren decir las letras de la inscripción?
—Son iníciales —dijo él por fin con la garganta tensa—, del heredero que
jamás se convirtió en duque.
El corazón se le desbocó dentro del pecho.
—SF-AD. ¿Cuál es el nombre del heredero?
Él la miró fijamente y de modo desapacible, como un niño perdido dentro
de aquel hombre de treinta y dos años.
—Stefano Andrea —el acento milanés rodaba suavemente en su lengua,
como un vino fino de Lombardía.
Alanis contuvo la respiración. Supo la respuesta antes de preguntar:
—¿Y ese nombre es...?
—Mío.
Capítulo 18
Eros la estudió con cautela.
—Ahora lo sabes.
Alanis asintió consternada.
—Tú eres Su Alteza Real, el príncipe Stefano Andrea Sforza —murmuró
ella—. El duque perdido del principado más grande y rico de Italia: Milán —
Ella recordaba que la historia de Milán era un relato de sangre. Aunque
naturalmente poseía fronteras sólidas, había sido concebida en la grandeza y
acumulaba gran riqueza y poder, España y Francia la habían destruido. En un
mundo efímero enfrentado en permanentes luchas, ni el Formidable Sforza ni el
Astuto Visconti habían podido salvarla de la ruina. Sus aptitudes de líderes se
habían echado a perder, junto con el vigor natural de la tierra, y sus sucesores
se habían vuelto renegados, impíos animales de mar, forajidos. No obstante,
aun así, despojado de nombre e importancia, ella se había enamorado de él.
—Estás impresionada —la censuró con una mirada hostil—. Verás, el
protocolo del príncipe requiere que inclines ante él tu menos dotada cabeza.
O en otras palabras, pensó ella, No me mirarás.
—Veo a un hombre que es mejor de lo que pretende que la gente vea de él,
mejor de lo que él mismo quiere creerse. Veo a un hombre al que yo... podría
amar.
—Guarda tus garras. Stefano Sforza ya no existe. Es un trozo de metal
carcomido tirado en el suelo de un depósito —Se desplazó, perdiéndose entre
los objetos apiñados.
—¡Eros, espera! —ella lo llamó desesperadamente al tiempo que escuchó
una de las enormes puertas cerrarse de un portazo. Sintió un arrebato de terror,
como un ratón atrapado en una trampa. Ella le había pedido una señal desde el
alma y él se la había dado. Sólo que ahora no quería saber nada de ella.
Por el modo en que se sentía podría estar llorando. Pensó en sus padres,
en Tom. ¿Estaba destinada a quedarse sola y sin amor? Tú eres quien tiene el
poder de forjar tu propio destino. Sí, ejercería ese poder, decidió Alanis. Lucharía
por el hombre que amaba. Abandonó el cuarto y registró los infinitos
corredores de mármol. No había rastro de él por ninguna parte. Se topó con
Mustafá en la galería del primer piso. Le ofreció una leve sonrisa.
—Milady, ¿encontrasteis vuestro... arcón extraviado?
No estaba de humor para seguirle el juego.
—Estoy buscando a vuestro amo.
—El Rais salió a dar un paseo nocturno a caballo por la playa. ¿Deseáis
que le informe de que vos queréis hablarle cuando regrese?
¿Se habría ido con Leila?, se preguntó. ¿Después de su claro rechazo de la
noche anterior por qué no iría en busca de una mujer dispuesta?
—Por favor. Es urgente que hable con él esta noche, no importa la hora.
—Sí, milady. Le daré vuestro mensaje personalmente, no importa la hora.
—Gracias, Mustafá —Ella hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y
se retiró a sus aposentos. Esperaría allí a Eros. Sabría cuándo él regresaría a su
alcoba. ¿Pero qué haría entonces?
El aire estaba caliente y húmedo. Con necesidad de refrescarse el cuerpo y
la cabeza, ella encendió una vela y la llevó al cuarto de baño. No había
necesidad de llamar a los criados para que trajeran cubos de agua. La enorme
tina de mármol estaba construida siguiendo el antiguo método romano de
destacados diseñadores, con tres picos de bronce que sobresalían de la pared:
Aqua Frigida, Aqua Tepida y Aqua Calida. Ella abrió la llave de agua tibia y
observó cómo el agua llenaba la tina. Echó esencias de aceite, cerró la llave y se
desnudó. Una fresca serenidad la envolvió cuando se reclinó en la tina. El
sonido de las gotas que chorreaban hacía eco en el blanco techo abovedado. La
vela que tenía al lado irradiaba un brillo de color tostado a su alrededor. Ocupó
el tiempo dándose un baño pulcro como sólo lo hacían las diosas de los
templos, pero mientras se enjabonaba la piel y los cabellos, las imágenes de Eros
invadían su mente una y otra vez. Imaginaba el sabor de su boca, la sensación
de sus manos acariciándole los miembros desnudos. Maldiciendo, se sumergió
al fondo de la tina y se enjuagó los cabellos. El deseo que había estado
conteniendo durante semanas le latía en las venas, volviéndola loca. Perdió la
noción del tiempo echada allí en la tina, con un solo pensamiento machacándole
todo el tiempo la cabeza: ¡Ve por él!
Una puerta se cerró de un golpe en el corredor. Alanis salió de la tina y se
envolvió rápido con una toalla. Debía de ser cerca de medianoche. Le
temblaban las manos al peinarse la cabellera y ponerse un caftán limpio. Se
sentó frente al tocador y encontró su propia mirada fija en el espejo. Como un
reloj, el pulso le latía en la base de la garganta. Tic, tac, tic, tac. Él no venía. Se
puso de pie. Cuanto más pensaba en ello, más claro se volvía: ella tenía que ir a
buscarlo. La vida era demasiado corta para perder el tiempo lamentándose.
Abrió haciendo crujir uno de los arcones, el que contenía el ajuar de novia
y extrajo un chemise de nuit nupcial. La susurrante seda era tan absolutamente
delicada que ella temía rasgarla con su prisa. Se quitó el caftán y deslizó el
camisón por la cabeza. Resbaló hasta los pies, fresco y satinado, moldeándole
las curvas con una sensual caricia. Se inspeccionó en el espejo. La seda pura la
hacía parecer desnuda; las puntas oscuras de los pezones quedaban demasiado
visibles.
Ella vaciló, pero una voz más potente sonó en su cabeza: ¡No te comportes
como una débil puritana! Lo deseas. Puedes hacerlo tuyo. Él compartió su secreto. Te
dejó entrar a su sanctasanctórum.
Ahora tenía que demostrarle lo que sentía. Eros era todo fuego. Ella
también tenía que volverse fuego.
Sin desperdiciar ni un valioso instante más, abandonó la alcoba. Una
tremenda tensión le retorció el estómago al cruzar descalza el corredor apenas
iluminado que daba a las imponentes puertas de Eros. Estaba tan nerviosa
como un ladrón en su primer atraco nocturno. Eros ya era un problema cuando
ella pensaba que era un pirata. Un príncipe milanés era absolutamente
intimidante. Se controló y abrió una de las puertas de un tirón.
Las paredes plateadas de la antecámara reflejaban la luz trémula de una
única vela de noche. Alanis entró sigilosa y la recibió un rugido grave. Silenció
al leopardo que yacía sobre el frío suelo de mármol dándole una valiente
palmada en la cabeza moteada y avanzó lentamente rodeando su gran tamaño.
Eros refunfuñó algo en árabe. Ella se quedó de piedra, los latidos del
corazón le sonaban como los tambores bereberes. Inspiró hondo y se presentó
debajo de la viga oriental. Abierto hacia una amplia terraza, el espacioso cuarto
estaba sumergido en penumbras. Las cortinas de lino se ondulaban con la brisa
nocturna, invitando a suaves ráfagas de aire. Su vista se posó en la enorme
cama ubicada a la izquierda. El respaldo tallado y los postes, fabricados
enteramente en plata, reflejaban suavemente el resplandor de la luna.
—Eros —susurró ella con el corazón en la garganta.
Un movimiento en un rincón alejado le llamó la atención. Una gran silueta
hundida en un sillón, orientado entre la terraza y la entrada, levantó la cabeza
que había estado apoyada en las manos. Aunque ella apenas distinguía los
rasgos del rostro, sentía los ojos que la recorrían entera, aquellos ojos de tigre.
—Com'é capriccioso il cuore di una donna. Qué caprichoso es el corazón de
una mujer —murmuró para sí—. ¿Es que este humilde siervo de pronto vale la
pena? Anoche yo no estaba a tu altura. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Su amarga sonrisa burlona la enervaba. Reuniendo coraje, ella avanzó con
pasos lentos y felinos.
—Tú lo hiciste. Me dijiste quién eres. Confiaste en mí. Dime qué sucedió,
Eros. ¿Por qué te fuiste de Milán? ¿Qué sucedió con el resto de tu familia?
Una luz echó chispas en la punta de una cerilla, revelando los feroces
rasgos de su rostro bronceado. Irradiaba un profundo cansancio, que ella
sospechaba no era enteramente físico. Depositó bruscamente una copa vacía
sobre la mesa que estaba a su lado y encendió una vela. El medallón estaba allí
clavado, como una mezcla de oro y recuerdos. Con enojo, dijo:
—No has venido aquí para hablar. Vestida con ese trozo de nada que
muestra hasta tu hígado.
Su cruel abstinencia era desconcertante. Ella no se había esperado una
pared de hielo.
—No es necesario que seas grosero. Si quieres que me vaya, lo haré, pero
antes debemos hablar. No podemos dejarlo así.
—No juegues conmigo —le advirtió él con aspereza—. No soy tan tonto
como para caer en tus ingenuos artilugios. He tratado con profesionales a las
que no les llegas ni a los talones, Alanis, criaturas mucho más sofisticadas, diez
veces más experimentadas en el arte de embaucar a un hombre de lo que tú lo
serás jamás.
—Ni aspiro a serlo. No soy una de tus... amiguitas, que le ponen precio a
su afecto.
—Tú eres peor, Alanis —inspiró con fuerza—. Estás decidida a robarme el
alma. Arpía.
Ella se detuvo, horrorizada ante la fría acusación.
—¿Por qué? ¿Porque me preocupo por ti? ¿Tan insignificantes crees que
somos que tú mismo te crees indigno de ser amado desinteresadamente?
Él la miró fijamente como si le hubiera destripado con un cuchillo.
—¡Lárgate! —pronunció lentamente y se levantó súbitamente—. Regresa a
tu mundo aburrido y déjame en paz. ¡Déjame en paz!
Asustada por su furia, ella evaluó los rasgos tensos y el brillo salvaje en su
mirada. Lucía tan siniestro como un guerrero espartano tallado en bronce, pero
bajo su implacable apariencia, escondido en la profundidad de sus ojos, ella
distinguió lo que jamás imaginó: miedo.
Alguien... una mujer... lo había herido en el pasado, y esa traición había
sembrado aquel sentimiento irracional en él, transformándolo en un hombre
que hasta el momento no había demostrado signos de temor, ni siquiera de la
propia muerte. Ese era su secreto, y se relacionaba directamente con el hombre
que alguna vez había sido: el príncipe Stefano Sforza.
Fortalecida por esa idea, ella avanzó:
—Te recuerdo a alguien. ¿Quién era? ¿Me parezco a ella?
Eros se puso tenso. Incapaz de mirarla a los ojos, murmuró:
—Estás desubicada. Si supieras de lo que estás hablando, te darías cuenta
de lo absurdo de tu suposición.
Se paró frente a él y le acarició el pecho. El pulso aumentó bajo la palma
de su mano. Le deslizó la mano por el torso cálido, acariciándole los músculos
tensos y bien formados.
—Cuéntamelo.
Él no parpadeó, aunque la mano de ella debió sentir una especie de golpe
frío. Tenía un terrible dolor grabado en sus ojos. Lo empujó suavemente y él se
dejó caer en una silla. Ella quedó de pie entre sus muslos y le hundió las manos
entre la espesa cabellera negra. Le echó la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.
Entre sus manos sostenía el rostro de un hombre, pero aquellos ojos que la
estaban mirando eran los de un niño perdido.
El aire entre los dos crujió en una batalla silenciosa de deseos y temores.
La atracción que había entre ellos iba más allá de la pasión, de la amistad, más
allá de cualquier tipo de lazo humano que ella jamás hubiera entablado. Al
mirar a Eros a los ojos por un instante, descubrió esa parte de ella misma que
había estado buscando durante toda la vida, aunque no se había dado cuenta de
que le faltaba. ¿Qué había entre ellos: destino, locura o amor?
Esa sensación la aterrorizó y percibió que él sentía lo mismo. Y aun así, él
quería que lo sedujera; que lo deseara y que le hiciera creer.
—Ya sabes por qué estoy aquí —Sonrió ella dulcemente—. Anoche lo
dijiste. Yo te deseo y tú a mí. Entonces, si esta ingrata huésped aún puede
cambiar de opinión... me encantaría quedarme aquí contigo, por el tiempo que
quieras tenerme.
Los ojos de él ardieron de deseo. La cogió de las caderas y enterró el rostro
en el vientre plano.
—Quédate —respiró con dificultad, masajeándole la piel a través de la
seda. Alanis le abrazó los anchos hombros besados por el sol y se entregó a las
sensaciones por anticipado. Esa noche no habría horas solitarias empapadas de
un deseo insoportable. Esa noche compartiría ese sufrimiento con Eros.
Él se puso de pie, derritiendo los cuerpos juntos. Ella le sentía la sangre
latir como si fuera una prolongación de ella misma.
—Quiero que te quedes cien años conmigo —le confesó.
—Entre nosotros debe haber absoluta honestidad. Tu pasado, tus
sentimientos, ya no pueden ser secretos.
—Te contaré todo lo que quieras saber sobre mí, Alanis, pero te lo
advierto: algunas cosas, la mayoría, no te resultarán agradables en lo más
mínimo. Si tienes alguna duda de vivir con un hombre como yo, éste es el
momento de retirarse y poner rumbo a casa con Sallah. Después no quiero
arrepentimientos. Sin embargo... —Su voz se suavizó—. Si decides quedarte
conmigo, serás mía. De todas las formas. Sin salir corriendo. Sin llantos. Sin
arrepentirse.
Sin arrepentirse, ésa era la promesa más difícil de todas. Ella recordaba las
palabras de Sanah: Arriesga el corazón. Con la voz cargada de emoción, le
susurró:
—Sin arrepentirse —Le depositó un suave beso en el hombro saboreando
la piel salada y luego le besó el pulso fuerte que le latía en la base de la
garganta—. Hazme el amor.
Sintió que un fuerte espasmo lo invadió. Él cerró los ojos y apoyó la frente
en la suya.
—Jamás lamentarás esta noche, amore. Te lo juro. Jamás te daré ningún
motivo de arrepentimiento —Le buscó la boca, suave y conocida. La punta de la
lengua la instó a que le respondiera, pero contuvo el ritmo, saboreando la
urgencia, alimentando las llamas. Una introducción.
Eros. Eros. Ronroneó ella en respuesta. Sentía el cuerpo desfallecerse,
caliente, alborotado. Se inclinó hacia él, perdiéndose en aquel beso opulento, en
el calor de su piel. Se sentía como mantequilla en sus manos, la pasión
masculina la invadía como una llamarada. Los sonidos que le brotaban de la
garganta a ella le hacían pensar en un tigre hambriento, gruñendo. Esa noche
no escaparía de sus desesperadas garras. Él se lo dejaba claro. Con cada beso,
cada caricia, eliminaba los miedos, la tímida inexperiencia de ella. Cuando la
cogió de la mano y la condujo hasta su cama, ella lo siguió torpemente en un
silencio embriagador, dispuesta a seguirlo a cualquier parte.
Él encendió la vela que había sobre la mesita de noche y le apartó los
largos cabellos rubios de los hombros.
—Esta noche quiero verte entera —murmuró—. Enroscó los dedos en las
delgadas cintas del camisón y tiró. La seda pura le cayó en cascada por todo el
cuerpo hasta los pies. Él inhaló profundamente—. He soñado contigo viniendo a
buscarme, como ahora, metiéndote en mi cama, pero eres más hermosa de lo
que imaginaba, ninfa bionda. Jamás he deseado a una mujer tanto como a ti.
Las palabras le provocaron cosquilleos que le llegaron hasta los dedos de
los pies. Ella se recostó atravesada en la cama y acarició el espacio vacío que
había junto a ella, invitándolo en silencio con esos felinos ojos azules, Ven
conmigo.
Eros miró fijamente el grácil cuerpo desnudo que adornaba su cama como
si fuera una diosa griega. Tiró de las tiras de sus pantalones holgados y la seda
negra se deslizó hasta sus tobillos. A ella se le aceleró el pulso. Él era hermoso.
Tenía los ojos de un azul eléctrico; la cabellera negra azabache flotaba salvaje y
abundante sobre los hombros. El débil resplandor de la vela de noche
acentuaba el escultural vigor de su cuerpo. Alto, de hombros anchos, y
absolutamente excitado, le hacía rugir la sangre. Se inclinó y bajó hasta quedar
entre las piernas de ella.
—Dilo de nuevo —le susurró—. Lo que me pediste antes.
Ella le enmarcó el rostro con ambas manos.
—Hazme el amor, Eros. Te deseo desesperadamente.
Gimiendo, le aprisionó la boca. Ella probó su profundo y húmedo deseo
entre las aterciopeladas caricias de la lengua: ese deseo que le estremecía el
cuerpo. Deslizó la boca por el largo cuello, hacia los pechos, y succionó un
pezón erecto con aquella boca sensual. Ella sintió una descarga eléctrica por
todo el cuerpo.
—Eres tan sensible, tesoro —murmuró sin aliento y reclamó su boca.
Rodaron entrelazados en la cama, explorándose los cuerpos, cual carteristas
palpando los bolsillos de las indefensas víctimas en busca de monedas.
Embriagada por el olor y la aterciopelada extensión del cuerpo masculino, ella
necesitaba acariciar y ser acariciada con total abandono, para mayor placer de él
que le ponía la boca por todas partes: los pechos, las caderas, deslizándose
suavemente por toda su piel.
Embriagada de deseo, ella exploraba su cuerpo del mismo modo, en
sintonía con los sonidos graves qué el emitía, aprendiendo cómo darle placer,
dónde se encontraban sus secretas zonas sensibles. Era un juego seductor que la
hacía desfallecer de deseo, pero lo que Alanis más disfrutaba era mirarlo
fijamente a los ojos y descubrir una y otra vez cuánto la deseaba Eros, cuánto lo
conmovía ella.
—Esto es lo que he soñado —Lo echó de espaldas y avanzó lentamente
como una gata, con la boca caliente y húmeda sobre la piel tersa, le pasó la
lengua por la tetilla plana y morena.
—Santo Michele —Él se estremeció y rodó hasta quedar encima de ella—.
Acabaré en dos segundos si sigues besándome así. Deja que lleve yo la
iniciativa esta vez y yo te dejaré la segunda, va bene?
Sonriendo, ella arqueó el cuerpo debajo del suyo.
—¿Habrá una segunda?
—Si no estás muy dolorida, una segunda y una tercera, cuanto más, mejor,
porque a diferencia de algunos jueces... —Deslizó las manos sobre los muslos
satinados—. Yo soy sumamente diligente, y no me importan en absoluto los
días de ayuno, de los santos, cuaresma ni ningún festivo; y soy aún más
dedicado de noche.
Ella rió:
—Eres un sinvergüenza arrogante. ¡Me compadezco de la pobre mujer que
termine contigo!
Unos hoyuelos aparecieron en las mejillas de él:
—Me aseguraré de transmitirle tu compasión a la futura santa. Sólo espero
que sea tan caritativa como tú —A ella se le cortó la risa cuando él deslizó una
mano entre los muslos y la cubrió íntimamente. La tenía esclavizada,
sosteniéndole la mirada asustada mientras la abría con los dedos para que
recibiera sus suaves caricias, provocándole un flujo de una tibia humedad. La
frotaba con movimientos precisos, disparándole fuego al cerebro. Hundió un
dedo adentro de ella, luego otro, tortuosa y maravillosamente más profundo.
Ella gimió y movió las caderas al ritmo de la mano. Dios... mío. Estaba
muriendo en dulce agonía. Un sonido gutural de alivio le subió en espiral hasta
la garganta, pero él se lo tragó dándole besos con la boca abierta. Le presionó el
clítoris con un dedo y le deslizó otro en la tibia y ceñida cavidad.
Alanis gritó esta vez, cegada por la desenfrenada demanda de su cuerpo
por recibir placer.
—Eros, por favor. No puedo...
—Yo tampoco puedo —admitió él con voz ronca. Ella sintió una nueva
presión que aumentaba y de repente fue el miembro duro como una roca el que
empujaba adentro de ella, llenándola, ensanchándola, ¡desgarrándola!
—¡Eros, espera! —chilló ella pero era demasiado tarde. Emergió de nuevo
para enterrarse por completo. Los gemidos de placer que emitía vibraban en los
oídos de ella. El pánico la paralizó. Sentía un insoportable dolor en carne viva.
No podía moverse. No podía respirar. Tardíamente se le ocurrió que mientras
aquel cuerpo fornido le agitaba el corazón, cierta parte de su anatomía podía
causarle daños graves. Él comenzó a moverse. Ella se retorcía debajo.
—Espera, Eros, ¡por favor! No lo soporto. Es muy doloroso.
Él se quedó absolutamente inmóvil. Con la respiración agitada y unas
gotas de sudor que se le formaron en la frente. Tenía los ojos del color del deseo
fundido.
—No temas. No llores —Le besó las lágrimas saladas adheridas a sus
mejillas, le besó los suaves labios inflamados—. No habrá más dolor. Lo
prometo. Sólo placer.
Ella le buscó los ojos de manera conmovedora. Se sentía profundamente
consolada por la preocupación de él. El escozor iba disminuyendo y ella pudo
sentir el sutil latido del miembro masculino en su interior. Él puso las manos en
la cama y se levantó hasta quedar apoyado sobre los codos. Se retiró
lentamente, pidiéndole con la mirada que confiara en él, y luego se volvió a
deslizar hacia dentro, haciendo rechinar la mandíbula apretada en cada
tortuoso centímetro.
Ella siguió intensamente las emociones dibujadas en los tensos rasgos
masculinos y se esforzó por respirar, por concentrarse en cómo la hacía sentir.
Él estaba repleto de placer que también era una tortura y algo despertó en el
interior de ella. Sutil al principio. Luego se intensificó y fue serpenteando en el
laberinto de su sexualidad femenina hasta provocarle un hormigueo de
temblores. Instintivamente, elevó las caderas igualando el ritmo de las parejas
embestidas. Le enlazó las manos al cuello y lo atrajo más hacia sí.
—¿Mejor? —preguntó Eros, mientras se movía despacio, borrando el
recuerdo del dolor.
—Sí —Se sentía cada vez mejor mientras él entraba y salía, enseñándole al
cuerpo femenino a moverse en perfecta armonía con el suyo. Ella lo abrazaba
íntima y lujuriosamente, acariciándolo con su interior. La sensación de tenerlo
adentro ahora estaba... por encima de todo. Él movió las caderas más rápido,
provocándole espasmos de placer.
—Brucio per te, amore. Estoy ardiendo por ti... ardiendo dentro de ti —
Apretó la mandíbula, la empujó más fuerte, los ojos revelaban la lucha por
controlarse y la urgencia que lo llevaba al extremo.
La invadieron violentas convulsiones, y estaba tan cerca, pero no lo
suficiente.
—No... puedo —El cuerpo le imploraba soltarlo. Gemía y arañaba,
tratando de alcanzar la engañosa cima.
—No luches —Sus ojos se clavaron en los de ella, las caderas golpearon
más y más fuerte y más rápido—. Deja que suceda.
Ella se sentía tensa, tan condenadamente bloqueada. El éxtasis la llamaba
con señas desde el final de un largo y oscuro túnel, pero era imposible llegar.
—No puedo...
—Sí puedes —Curvó un brazo por debajo de la cintura y la levantó hasta
sentarla a horcajadas encima de él. Ella se le aferró del cuello, y él la sujetó con
las manos en sus caderas mostrándole cómo moverse a su modo. Se besaron y
se unieron en un trance de pasión, conectados en cuerpo y alma. La presión en
el interior de ella se intensificaba con cada embestida, estimulante, amenazando
con estallar, agotándole las fuerzas, y justo en el momento en que sintió
desmoronarse, un arrebato de placer la invadió como una bala de cañón. Ella
lanzó un grito, con la mente disolviéndose en millones de luces plateadas y se
hundió en el cuerpo masculino. Maravilloso.
—Al diavolo! —Eros echó la cabeza atrás y con la larga melena azotándole
los omóplatos y vertió su semilla adentro de ella. Sumamente agotado, se
derrumbó en la cama, aplastándola con el pesado cuerpo contra el colchón, con
la cabeza anidada en la curva del cuello de ella, haciendo esfuerzos por respirar.
Empapados de sudor, permanecieron inmóviles, con los corazones
latiendo con fuerza pecho contra pecho. El instante se convirtió en una
eternidad. Flotando en una sensación de bienestar, Alanis escuchó su
respiración desacompasada, los latidos que iban desacelerando, y supo que
jamás se arrepentiría de haberlo buscado esa noche, sin importar lo que el
futuro les tuviera reservado. ¿Cuántas de sus anteriores amantes podría jactarse
de una noche de éxtasis como esa, o de pasear de la mano con él por el mercado
de Argel, descubriendo un mundo de misterios?
Al cabo de un momento ella se convenció de que él se había quedado
dormido. Tenía la respiración tranquila y el cuerpo laxo encima del suyo.
Enterrando el rostro entre sus cabellos, le confesó en el más tenue susurro: "Te
amo".
Eros se puso rígido. Ella no estaba segura de si la habría escuchado o no,
porque no emitió sonido alguno.
—¿Cómo te sientes? —La voz grave de Eros le llenó los oídos. Los largos
dedos le apartaron los mechones rubios de la frente. La abrazó con fuerza por
detrás, como una cuchara, y le apoyó el cálido torso en la espalda.
Alanis no estaba profundamente dormida, sino que más bien dormitaba
de vez en cuando con satisfacción. El cielo se veía azul grisáceo en el horizonte,
con matices anaranjados, anunciando el alba. Ella rodó sobre su espalda y lo
miró a los ojos con una sonrisa. Eran los zafiros más diáfanos y brillantes, con
las primeras luces del día. El corazón se le hinchó ante la imagen de él a su lado,
tan real y tan apuesto. Daría cualquier cosa para encontrarse con esa imagen
cada mañana de ahí en adelante, hasta el día de su muerte.
—Me siento maravillosa —susurró al tiempo que se apartaba la fresca
melena azabache como un velo que le cubría la mejilla—. ¿Cómo te sientes tú?
—Feliz —admitió él, sonriendo absorto. Se inclinó y la besó. Fue un beso
de amantes, íntimo y lánguido. Cuando terminó siguieron mirándose fijamente
en silencio.
—Eros —Le miró el pecho—. ¿Estás casado? —Ella percibió una sonrisa
que se le formó en los labios.
—No.
—¿Lo has estado?
Él seguía sonriendo.
—No.
¿Quieres estarlo? Levantó la vista con ansiedad.
—¿Tienes algún... es decir, supones que podrías...?
—Si la pregunta es si sé de la existencia de algún bastardo que haya
concebido... la respuesta es no —La preocupación de ella le resultaba
divertida—. Mis, eh, anteriores compañeras de alcoba se ocupaban de ese
asunto.
Ella hizo un gesto con la cabeza un poco ruborizada. Sin hijos.
—¿Cómo fue tu primera vez?
Él parpadeó.
—Scuza?
La sonrisa de ella se ensanchó.
—Tu primera amante. ¿Quién fue?
—¿Y tiene alguna importancia discutirlo justo ahora? —Cuando ella
asintió con la cabeza, él rodó hasta quedar de espaldas, acomodó las manos
debajo de la cabeza y se quedó mirando el dosel—. Era una criada de alcoba de
la casa del duque d'Este, donde me eduqué desde los doce años. Yo tenía quince
años. Ella era diez años mayor. Se llamaba Alessandra. Una noche, entró en mi
alcoba y yo... la complací—Le lanzó a Alanis una sonrisa candida—. Nada
inspirador.
—¿Quién fue la mujer que te traicionó? ¿La que hizo que detestaras a las
mujeres como yo?
La sonrisa de él desapareció.
—No pierdes el tiempo para sacar el tema, ¿verdad?
Comenzó a levantarse de la cama, pero ella lo detuvo con un mano en el
hombro.
—Lo siento. No tienes que responder. Convinimos "sin secretos", pero sí
tienes derecho a conservar tu privacidad.
La taladró con la mirada:
—Asumes que alguna vez me enamoré y que el objeto de mi admiración
me rompió el corazón, pero te equivocas, Alanis. Jamás estuve enamorado y no
existe tal mujer.
Se levantó y se mojó la cara con agua fresca. Se dirigió hacia el balcón
abierto y se apoyó en el marco, con los ojos fijos en el horizonte. El cuerpo
desnudo se veía fornido y hermoso con el telón de fondo del cielo color
anaranjado grisáceo. Ella se dio cuenta de que la estaba evadiendo, como lo
hacía siempre que sus preguntas le resultaban demasiado inquisidoras. Con
todo y con eso, ella sintió un regocijo absurdo. Él jamás había estado enamorado.
¡Estaba despertando un mar abierto! Sin barcos fantasmas en el horizonte.
Estaba a punto de coger el camisón cuando Eros habló, con esa voz grave
adornada con aquel suave acento italiano.
—Fue dos días antes de Navidad, en el año 1689 de Nuestro Señor. La
estación era helada y la ciudad de Milán estaba oscura y convulsionada. Como
de costumbre, mi padre asistiría a la misa en la iglesia de San Francesco a la
mañana siguiente. No sobrevivió para hacerlo.
Alanis dejó caer el camisón y se recostó sobre las almohadas, tapándose
con la manta.
—Yo estaba regresando a casa desde Ferrara, donde el duque d'Este, quien
era pariente además de aliado, contribuía con mi formación de príncipe —
Suspiró, pasándose una mano por los cabellos—. Yo había ido a vivir allí porque
era costumbre que un futuro duque recibiera capacitación por parte de otra
persona que no fuera su padre. Pasaba catorce horas al día trabajando con
catorce tutores diferentes. Estudiaba filosofía, arte, astronomía, idiomas y cosas
por el estilo, para ocupar algún día mi lugar entre mis pares. Tenía un maestro
de esgrima, uno de equitación, otro de baile. Durante los torneos coseché
honores para el estandarte de la Víbora, pero mayormente estudié el Arte de
guerra —Se dio la vuelta—. Porque en Milán el poder lo es todo, y sólo un
duque sólido es capaz de alcanzarlo y sostenerlo.
—No es de extrañar que te convirtieras en rais en Argel y mundialmente
temido —susurró ella—. Estabas preparado para tomar el lugar de tu padre
como cualquier valiente soberano, como un Víbora de Milán —Y no era de
extrañar que, al ser uno de los favoritos del rey de Francia, disfrutara del libre
acceso a Versalles. El rey Luis debía de haber conocido al joven Stefano Sforza
desde niño—. ¿No pasaste ni un tiempo con tu familia mientras crecías? —le
preguntó.
—Sí. Durante las fiestas regresaba a casa, mi padre me llevaba a conocer
Lombardía y Emilia y otras provincias para familiarizarme con lo que algún día
me pertenecería. Aquellos fueron los mejores tiempos, y los más difíciles —
Sonrió con melancolía—. Mi madre siempre se quejaba de que jamás me veía y
de que mi padre olvidaba que yo apenas era un jovencito y no uno de sus
experimentados capitanes. Mi padre era un duque de Lombardía muy estricto,
hecho de piedra. No como yo. Yo era el niño de mamá, un malcriado, aunque a
menudo la gente decía que yo era la viva imagen de mi padre.
Ella le devolvió la sonrisa. No se había equivocado con respecto a él. Eros
tenía un corazón sensible y tierno que sólo una madre afectiva y devota era
capaz de fomentar. Él era un hijo muy querido.
Su expresión se tornó sombría.
—La noche que entré en Porta Giovia supe que algo iba mal. Las tropas
españolas que estaban fuera de la ciudad revisaban a todo peatón. Debes saber
que Milán estuvo ocupada por los españoles durante más de cien años, pero a
mi familia le permitieron conservar el prestigio y emplearon a mi padre como
conciliador y recaudador de impuestos de la zona. Eso les ahorró costosos
esfuerzos de establecer un nuevo sistema. Mi padre detestaba servirles como un
títere. Él tenía un sueño: lograr una Italia unida, demasiado fuerte para los
franceses y los españoles, o para cualquier saqueador con las arcas vacías. Al
igual que la Liga italiana creada por Francesco Sforza y Cosimo de Medici, él
formó sociedades secretas, que funcionaban con el único objetivo de unificar
todos los estados italianos. Napóles, Piamonte y Bolonia estaban comenzando a
aceptar la idea, tal vez más preocupados por asegurar las constituciones de sus
soberanos absolutistas que por tener en mente cualquier meta de gran nación,
pero sí se referían a la península como "Italia" —Eros suspiró, apoyando la
cabeza contra la viga tallada—. Alguien alertó a los españoles. Fue mi tío, Carlo,
el hermano menor de mi padre —Maldijo—. Cuando entré al enorme vestíbulo,
Gelsomina corrió llorando a mi encuentro. Los españoles estaban deteniendo a
mi padre en la Torre. Fui de prisa y encontré a Carlo con los oficiales españoles.
Al verme, lanzó una carcajada y dijo: "¿Veis lo que he traído? No sólo a Il Duca,
sino también al conde de Pavía. Ahora no necesitáis preocuparos por un
heredero vengativo". Me agarraron y... sacrificaron a mi padre delante de mis
propios ojos —Cerró los ojos, el viejo dolor le surcó el rostro—. Después de eso,
las cosas sucedieron rápidamente. Me solté, le corté la garganta a mi tío con mi
daga, cogí el medallón de mi padre y huí. Una sentencia de muerte fue emitida
en mi contra y yo no estaba seguro de en cuál de nuestras aliados podía confiar.
Venecia era hostil. Los demás se iban rindiendo. Ningún duque de Italia estaba
dispuesto a poner en riesgo sus relaciones con España al albergar al joven
fugitivo duque de Milán, ni siquiera el Papa. Me encontraba solo. No había
demasiado tiempo para congregar un ejército milanés, y de haberlo yo no podía
desafiar a España sin el respaldo de al menos una de las mayores potencias de
la península. Quedarme en Italia me hubiera costado la vida. Entonces tomé a
Gelsomina y esa noche cabalgué hasta Genova, donde embarcamos en el primer
barco que zarpó.
—¿Tenías dieciséis años? ¿Y Jasmine seis? —le preguntó ella. Eros asintió
con gesto sombrío. Hasta podía imaginárselos: dos hermanos huyendo por
salvar sus vidas en el silencio de la noche, asustados, traicionados por su familia
y amigos, impotentes ante la furia de España—. ¿Cómo es que terminaste en
Argel?
—Como era de esperar. Unos corsarios argelinos asaltaron nuestra galera
genovesa. A mí me arrojaron a un baño, el calabozo donde tenían a los esclavos.
Gelsomina fue vendida a una familia rica como fregona. Pero yo convencí a uno
de los rais, un individuo que conociste, diciéndole que ponerme en su muro
para fortificarlo contra los cañones españoles era una pobre asignación de
recursos. Mi capacidad de destrucción era mayor que mi tolerancia para
enladrillar —Sonrió tristemente—. Taofik lo reconoció. Sabía exactamente cómo
cultivar ese útil rasgo de mi naturaleza. Luego, conocí a Sanan. Recuperé a mi
hermana y la puse bajo la custodia de la anciana. El resto ya lo sabes. El noble
príncipe milanés se convirtió en un ser sumamente fracasado, desprovisto de
todo rasgo de humanidad.
Alanis se sobresaltó al escucharlo usar sus palabras.
—Tú no estás desprovisto de humanidad —Una mitad de él era un víbora,
un brutal sobreviviente; la otra mitad era un príncipe perdido consumido por la
nostalgia.
—Hice cosas espantosas por Taofik. Cosas que te pondrían los pelos de
punta.
Sus miradas se encontraron en silencio.
—¿Por qué no regresaste? —le preguntó ella con calma.
—¿Regresar? —Él sonrió cínicamente—. ¿Regresar para qué? —Se acercó a
sentarse a su lado y le acarició la suave curva del cuello.
—Gozas del diritto de imperio para gobernar Milán. Reclama el derecho
ante el Santo Emperador romano.
—No seas ingenua, Alanis. José no me entregará Milán simplemente
porque se lo reclame. El mundo entero está luchando por ella. Además, ¿qué te
hace pensar que yo quiero recuperar Milán?
Ella frunció el ceño. Había algo que faltaba en la historia. Él no le estaba
contando todo.
—¿Qué le sucedió a tu madre? —le preguntó con curiosidad.
—Incisiva como siempre —Le sonrió amargamente—. Mi madre... —
escupió las palabras como una maldición—, era la amante de Carlo. Mi padre no
confiaba en su hermano. Sabía que aquel traidor se moría por reemplazarlo. Mi
madre y yo éramos los únicos que estábamos al tanto de la Nueva Liga. Ella
traicionó a su esposo y a su hijo para despejarle el camino a su amante y que
ocupara el trono de príncipe.
Alanis inspiró aire con escepticismo:
—¿Y cómo lo descubriste? ¿Qué sucedió?
—Mi padre era un hombre orgulloso —dijo con tono indiferente—.
Cuando nos tenían cautivos en la torre e iba quedando claro que no saldríamos
vivos, él ni siquiera intentó convencer a los españoles para salvarnos. Pero sí le
pidió a su hermano que cuidara de su esposa y su hija. Carlo lanzó una
carcajada. Le dijo que mi madre estaba en su alcoba, esperándolo para celebrar
el triunfo. Ten la absoluta certeza de que yo no le creí. Lo corroboré. Ella estaba
allí. Se encerró y no le abrió la puerta ni a mi hermana de seis años, que daba
golpes y lloraba con un ataque de nervios llamando a su madre.
Horrorizada, ella murmuró:
—Tu padre debió de haber hecho algo para que ella lo odiara.
—¡Tú no lo entiendes! —expresó con un gruñido—. ¡Mi madre me
sentenció a mí a muerte! —Se golpeó el pecho desnudo donde le martilleaba el
corazón—. No era sólo mi padre. ¡Yo era su heredero! ¡Él que seguía en la línea!
En Italia, un usurpador pasa por alto el miedo a la venganza extinguiendo la
línea de los príncipes que gobernaron el ducado con anterioridad. Cuando mi
madre tramó con Carlo la caída de mi padre también firmó mi sentencia de
muerte, ¡y ella lo sabía! ¿Qué tipo de madre sentencia a su propio hijo al
infierno? ¿Qué puede hacer un chico de dieciséis años para merecer un odio tal
de su propia madre? —Suspiro—. Alanis, yo era el niño de mamá. La adoraba.
Ella significaba todo para mí, más de lo que jamás significó mi padre —le
confesó, con los ojos bollándole mucho más aún—. Hubiera sido capaz de dar
mi vida por ella.
Conmocionada, ella le cogió la mano y la besó.
—¿Qué fue lo que le sucedió?
Jamás lo había visto tan frío como cuando dijo:
—No lo sé y no me interesa.
Lentamente a ella le fluyeron unas lágrimas silenciosas por las mejillas. Sin
duda era por eso él se había vuelto tan hosco y esparcía veneno por doquier.
Ella ni se imaginaba la terrible necesidad que él sentiría de contraatacar a
cualquier persona o cosa para arrancar de algún modo el dolor de su alma,
haciéndole pagar al mundo entero por sus tormentos. La misma madre que le
había dado la vida, que lo había mimado y quien le había puesto ese nombre en
honor al dios del Amor, se había convertido en su Judas. Una mujer noble,
virtuosa y refinada. Igual que ella. Una arpía.
—¿Quién más sabe la verdad acerca de ti... Sallah, Giovanni? —le
preguntó ella.
—Ellos no saben nada. Sólo tú.
—¿Y tu hermana?
—Ella cree que su madre murió.
Alanis lo abrazó con fuerza. Él se quedó frío como un glacial y así
permaneció largo rato después de que ella lo envolviera con calidez y afecto.
¿Cómo era posible que una madre dejara de amar a un hijo como él? Era
valiente, cariñoso, inteligente y talentoso en tantas áreas. En el interior de esa
rígida coraza resplandecía un espíritu fuerte y generoso, capaz de mover
montañas por aquellos que amaba y sensible ante la desgracia ajena. Ella
deseaba que su calor se le filtrara por los miembros y le derritiera ese corazón
cubierto de escarcha.
Llevó un momento, pero al final, él la rodeó con los brazos y la apretó
fervorosamente. Ella apoyó la cabeza en su hombro. Y en un susurró le dijo:
—Ya no estarás solo.
Supo que lo peor había pasado cuando sus manos le exploraron el cuerpo
por debajo de las sábanas. Lo que siguió fueron unos labios cálidos, y al poco
tiempo se estaban besando y acariciando mientras el deseo volvía a encenderse
entre ambos. Eros la apoyó de espaldas y pegó la boca caliente e inquieta en sus
pechos.
—¿No era mi turno de asumir el mando? —le preguntó ella
sofocadamente.
—Esta vez sin tanto combate. No quiero hacerte demasiado daño —Le
besó el ombligo y siguió bajando. Cuando ella trató de apartarle él la detuvo—.
Quédate quieta —Separó las piernas y sintió la cálida boca en la parte interna
de los muslos. Entonces la chupó adentro.
El cerebro le estalló en llamas. Se incorporó, aturdida por ese placer
indescriptible, inexpresable, que su boca le había provocado fugazmente.
—¿Qué es lo que estás haciendo? Hazlo bien.
Él sonrió con maldad.
—Lo estoy haciendo bien.
Ella se lamió los labios resecos.
—¿Cómo te sentirías si yo te hiciera lo mismo?
Él quedó boquiabierto.
—¿Lo harías? —La mirada fogosa perdió todo rastro de diversión cuando
ella enroscó una mano en la erección y le acarició la cabeza aterciopelada del
miembro con un dedo. Él se encogió emitiendo un gemido—. Soy un hombre
débil, Alanis. No me tientes a cometer una maldad.
—Tú eres un rufián, Eros —Le besó el cuello—. Más vale que estés a la
altura de tu reputación.
—Después me odiarás —le advirtió, pero ya la estaba echando de
espaldas.
Ella enroscó las piernas en torno a él, y le rodeó los anchos hombros con
los brazos.
—Ya te odio —Sonrió disfrutando de la sensación de tener encima aquel
cuerpo pesado.
Eros levantó la cabeza. Una sonrisa burlona le torció los labios.
—No es verdad. Tú te me resistes...
Capítulo 19
La luz del sol inundó la cama. Refugiada en un cálido capullo de
musculosas extremidades y piel aterciopelada, Alanis abrió los ojos y miró la
cabeza morena con la que compartía la almohada, ocultándose de la luz del día.
Una sonrisa se extendió en su rostro. Su pirata. Su amante. Su amigo. Se
escabulló del confortable abrazo y se puso el camisón. Quería darse un baño,
cambiarse y ponerse hermosa para él. Miró con admiración aquella espalda
bronceada y bien fornida y abandonó su alcoba.
Se dio un baño rápido e inspeccionó su imagen en el espejo del vestidor.
Salvo por el color intenso de sus mejillas, no se detectó ninguna marca en el
cuerpo. Los amateurs dejan marcas —le había informado una vez madame de
Montespan mientras le mostraba una desagradable marca de dientes en el
cuello empolvado de la condesa de Créqi—. De modo que en ese momento no
había evidencia de su hazaña, aunque podría haberla, dentro de unos tres o
cuatro meses. Una repentina imagen de una criatura suave y angelical con un
mechón de cabellos negro azabache y unos ojos azules oscuros acunado entre
sus brazos se derritió en su mente. El bebé de Eros. ¿Cómo reaccionaría él si ella
tenía un hijo suyo? Del mismo modo que reaccionaría alguien a quien le
estuvieran apretando una soga al cuello.
Ella necesitaba hablar con alguien —con su madre— y la sustituía natural
era... Nasrin.
Un instante después estaba llamando a la puerta de Nasrin y Sallah. Ella
atendió con una sonrisa soñolienta.
—Demasiado Lambrusco —se disculpó—. Sallah dormirá hasta mediodía,
pero si me permites un momento, me uniré a tomar un té en el pabellón
contigo.
Alanis sonrió débilmente.
—Eso sería encantador.
Nasrin frunció el ceño.
—¿Sucede algo, querida?
Alanis le sostuvo la mirada interrogativa.
—Hoy no zarparé a casa con vosotros.
—¿Eh? —Los ojos de Nasrin se volvieron sobrios y con más vigor—. ¡Debí
haberlo sabido! ¡Ese canalla desvergonzado! No pudo mantener las manos lejos
de ti, ¿no es cierto? Bien, nos ocuparemos de eso. ¡Sallah!
Alanis la cogió fuerte del brazo.
—Por favor, no despiertes a Sallah todavía. Necesito hablar contigo en
privado.
Nasrin analizó sus ojos temerosos.
—Por supuesto, querida. Te veré en un momento —Entró al cuarto
caminando con elegancia y cerró la puerta detrás de sí con suavidad.
Poco después se encontraron en el pabellón. Un criado les sirvió té y un
zumo.
—¿Bien? —preguntó Nasrin—. ¿Fue todo como soñaste que sería? Sara, mi
hija mayor, tenía el aspecto de alguien que en su noche de bodas esperaba
recibir un dulce y en cambio hubiera recibido un rábano.
Alanis rió suavemente; se ruborizó y los ojos le brillaron de un color
aguamarina.
Nasrin suspiró.
—No necesitas responder. Tus ojos hablan por ti. Aunque sabiendo con
quién te has involucrado, no estoy segura de si se trata de algo bueno o malo.
—¿Por qué? —Alanis percibió una desagradable tensión que empezaba a
ponerla nerviosa.
—Porque tú lo amas —le respondió Nasrin con tono bastante maternal—,
y aunque confieso que El-Amar es un príncipe en un mundo lleno de hombres
vulgares, es uno... inalcanzable.
Si Nasrin supiera...
—¿Por qué dices que es inalcanzable? —le preguntó Alanis con tono
desapacible.
—Porque abandona a toda mujer con la que se acuesta. Aunque
sinceramente, creo que tú te fuiste metiendo bajo su piel como ninguna otra
logró hacerlo antes, pero yo lo conozco desde hace muchos años, y de hecho
lograr infiltrarse en ese corazón singular a mí me parece una tarea imposible.
A ella ya no le resultaba agradable la confesión de Eros de que jamás se
había enamorado.
—Cuando ama, no desea. Y cuando desea, no puede amar —murmuró
ella. Él era incapaz de amar y desear a la misma mujer. La traición de la madre
le había dejado una cicatriz en el alma de por vida. Había perdido su familia, su
casa, sus sueños e ideales, la libertad de usar su nombre; y por encima de todas
las cosas, había perdido la confianza en las mujeres. Para él, cualquier mujer era
sólo —salvo la hermana a quien amaba— alguien a quien desear. Ahora la
pregunta era: ¿qué significaba ella para él?
—¿Cómo se previene la concepción? —soltó Alanis abruptamente antes de
que se le acabara la valentía.
—¿Cómo?—Nasrin apoyó la taza de té—. Oh, no. Eso no es algo que debas
saber a tu edad. Tienes que engendrar un crío saludable antes de gozar de ese
privilegio. Ese vigoroso demonio al que tanto adoras podría enderezarse. Tú no
eres miembro de su harén. Te mereces más que una infusión amarga todas las
mañanas de ahora en adelante hasta que él encuentre su coraje. Tú no estás sola.
Deja que Sallah hable con él. Él podría actuar en nombre de tu abuelo.
Alanis meneó la cabeza de manera obstinada.
—Él no quiere una esposa. Ni tampoco hijos. Yo no me convertiré en una
carga detestable. Tengo mi dignidad. Además, ¿has sabido que alguna vez Eros
haya hecho algo que no quisiera hacer?
—Entonces debes zarpar a casa con nosotros.
—No.
Nasrin la miró fijamente, de modo significativo.
—No puedes vivir con él como su concubina.
Su amiga tenía razón, admitió Alanis en secreto. Si Eros le proponía
matrimonio, ella no estaría allí sentada tristemente pensando en usar métodos
antinaturales.
—¿Qué es lo que debo hacer? ¿Renunciar a él? No puedo abandonarlo.
Estoy enamorada. Es el mejor hombre que he conocido, y anoche... —Inspiró
profundamente para calmarse. No sucumbiría a las lágrimas. Ella se había
hecho su propia cama y ahora tenía que dormir en ella—. Me pidió que confiara
en él y lo haré, siempre que me recuerde mis propias responsabilidades. No
concebiré a un niño sin padre para someterlo a una vida de burla y dolor. Si me
cuido, al menos cuando regrese a casa seguiré guardando una pizca de
esperanza para encarar un futuro normal. ¿Me enseñarás sobre esos métodos
femeninos?
—Las hierbas no garantizan una protección absoluta. Tú eres una joven
saludable y El-Amar... —resopló Nasrin—. Te mantendrá ocupada. ¿Qué harás si
las hierbas te fallan?
—Naturalmente tendré al bebé. Aunque el efecto de esas hierbas no es
permanente, ¿cierto?
—No. Puedes dejar de usarlas en cualquier momento, pero entonces tu
cuerpo quedará expuesto. Además, debes beber esa asquerosa infusión
diariamente, todas las mañanas en ayunas, y seguir tomándola mientras sigas
pasando la noche con él. Yo tuve ocho hijas jurando que no volvería a suceder,
pero sí sucede. ¿Estás segura de que quieres pasar por esto? Podría convertirse
en un estilo de vida.
Alanis se tomó un momento para evaluar su situación.
—Estoy segura.
Nasrin hizo un gesto con la cabeza. Abandonó el pabellón y regresó con
una bolsa de hierbas. Colocó algunas hojas en un pote de agua hirviendo que le
pidió al criado y sirvió una infusión marrón en dos tazas. Subía un vapor acre.
Alanis arrugó la nariz ante el repugnante olor.
—Me gustaría impartir un poco del saber hebreo, si me permites —dijo
Nasrin—. Nuestros sabios de memoria bendita nos aleccionan sobre los roles de
las mujeres ante los ojos del hombre. "Dos mujeres. Este fue el modo de la
generación del Gran Diluvio: una para la procreación y la otra para el placer. La
que es para el placer bebe una copa amarga para ser estéril, es adornada como
una novia y alimentada con manjares; y la otra es fustigada y aislada como una
viuda". Ellos aconsejaban a las mujeres a que se esforzaran por encontrar su
integridad como esposas y madres, y como buenas amantes. Recuerda, querida,
una mujer inteligente sabe cómo volverse indispensable para el hombre que
ama y siempre permanecer un poquito inalcanzable.
—Comprendo —sonrió Alanis. Casada con Lucas, se hubiera convertido
en una esposa indeseable. Sin embargo, la mujer que la noche anterior se había
arriesgado a entrar en la guarida de la Víbora... Se le aceleró el pulso.
Sintiéndose más segura de sí misma, alzó la taza de té y brindó con la de
Nasrin—. ¡Salud! —Se lo bebió de un solo sorbo. Amargo. De inmediato se tragó
un vaso lleno de zumo de naranja.
—Quisiera hablar contigo, si es posible.
La clara voz de Eros casi le hizo pegarse un susto. Intercambió miradas
con Nasrin. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? Alanis tenía la fuerte
sensación de que había sido testigo de su charla privada, algo estaba a punto de
explotar. ¿Por qué razón se sentía tan culpable? Ella le estaba haciendo un
favor. ¡Él debería estarle agradecido!
—Buenos días, Nasrin —Le hizo un gesto con la cabeza, cortésmente. Miró
a Alanis—. ¿Podemos?
Impecablemente vestido, con los cabellos mojados atados en una cola de
caballo, él había recuperado la compostura, pero sus ojos... aquel salvaje brillo
azul la quemó. La cogió de la mano y la llevó hacia una pequeña fuente oculta
entre las madreselvas y las palmeras.
—Cuando desperté no estabas —le dijo—. ¿Sucede algo?
Ella se soltó la mano y caminó hacia un arbusto de flores perfumadas.
—Necesitaba un momento de privacidad.
—Un momento con Nasrin —La aspereza en su tono de voz la hizo
levantar la cabeza. Un músculo se le tensó en la mandíbula—. El
arrepentimiento que se ve en tus ojos es reconfortante, Alanis.
—Yo no me arrepiento de anoche —admitió ella con calma—. ¿Y tú?
El brillo acusador se atenuó y ya la estaba mirando de nuevo con ojos
seductores. Suspiró y la atrajo hacia sí.
—Sólo si se terminara —La abrazó en silencio, con fuerza.
Entonces no había sido testigo de su conversación íntima con Nasrin. Le
preocupaba su arrepentimiento. Ella le rodeó con los brazos la cintura y le
apoyó la cabeza en el hombro. Le creía. Creía en ambos. De algún modo, harían
que funcionara.
—Bimba, ¿por qué te fuiste de mi cama sin despertarme?
—De veras necesitaba un momento de privacidad. A solas.
—Me hubiera gustado despertar contigo a mi lado, con ojos soñolientos y
una cabeza demasiado lenta para protestar por lo que yo tenía en mente para
ese cuerpo. Sé de buena tinta que ese tipo de despertar le ilumina a uno el día
entero —Le levantó el mentón y buscó esa expresión seria en sus ojos—.
Mantendré mi palabra, Alanis. No te arrepentirás de anoche, lo prometo —La
besó dulcemente—. Hoy déjame enseñarte la playa, y tal vez empieces a creer en
mí...
** ** **
Dos buques de guerra navegaban vigilantes por la sinuosa costa, uno
francés y el otro argelino. Los enriscados acantilados del desierto bordeaban la
costa, y algo más. Hani caminaba de un lado a otro por la cubierta francesa,
demasiado alterado como para sentarse a la mesa del italiano, y en realidad,
tampoco había sido invitado.
—Ya deberíamos haber encontrado su casa —murmuró
impacientemente—. Taofik dijo que era una enorme fortaleza roja, imposible de
pasar desapercibida.
Cesare miró a su co-conspirador. Ya matarían el tiempo jugando a las
cartas, pero todavía no. No antes de que localizaran la casa de Stefano. Con
tono filosófico, murmuró:
—«La paciencia es una virtud que posee quien es capaz. Rara vez se da en
la mujer, jamás en el hombre».
Hani dejó de caminar.
—¿Estás insinuando que no tengo virtudes?
Cesare se tocó suavemente la comisura de la boca con una servilleta de
encaje, con una expresión de entre disgusto y compasión.
—Cero sólo es igual a cero —dijo en latín; era su proverbio particular.
Indignado por el enigmático insulto, Hani despotricó:
—¡Sólo recuerda nuestro trato! El-Amar es tuyo, ¡pero la rubia es mía! Ella
regresa conmigo a la kasba.
** ** **
Montados sobre gallardos caballos árabes, ellos cabalgaban por la costa
cubierta de polvo blanco, desafiando la espuma que salpicaba, la brisa salada y
los radiantes rayos de sol que azotaban sus rostros. Alanis estaba viviendo su
sueño en la playa. Era libre. Estaba enamorada. La vida era... casi perfecta.
—¡Regresemos! —gritó Eros, con la larga melena azotándole la espalda
desnuda—. Debajo del montículo donde está la casa hay una gruta aislada.
Podemos ocultarnos allí un rato.
—¿Qué pasa con Sallah y Nasrin? —gritó Alanis.
—Pueden esperarnos como una hora. Su barco zarpa con la marea de la
tarde.
—En ese caso... —Ella giró y hundió los talones en el caballo, desafiándolo
a echar una carrera. Él era un magnífico centauro, pero ella pesaba bastante
menos y lo adelantó fácilmente, riendo con entusiasmo. Ella desmontó en la
entrada de un túnel con conchas incrustadas y entró corriendo. Pegó un grito
cuando él la pilló y la dio la vuelta.
—Gané —jadeó ella sonriendo.
—Quiero hacerte el amor aquí y ahora mismo —La áspera voz de Eros
llenó el túnel.
Ella le pasó las palmas de la mano por el pecho, sintiéndole los latidos del
corazón debajo de los músculos firmes y bien formados. Una morena barba
incipiente le delineaba el labio superior. Ella se puso de puntillas y lamió el
suave labio carnoso que sabía a mar salado. Él le aferró la cabeza y se besaron
más profunda, lenta y prolongadamente.
—Quiero devorarte —La "r" italiana se le enrollaba en la lengua. La empujó
suave contra la pared y le desabotonó la camisa. Le acarició los pechos,
apretándolos, siguiendo la forma, dibujando círculos alrededor de los pezones.
Inclinó la cabeza y lamió un pezón erecto hasta provocarle un cosquilleo.
—Eros... —Se deslizó entre él y la pared. Él le desbrochó los pantalones de
montar y deslizó una mano entre los muslos. Presionó los dedos
bombardeándole los sentidos. Una oleada de calor la invadió. La respiración
agitada le llenaba el oído y hasta podía escuchar sus propios jadeos mientras él
seguía acariciándola y seduciéndola. Se quitó los pantalones y le aferró los
glúteos firmes—. Te deseo. Te necesito ahora —Se sentía mareada de una
necesidad tan intensa que le temblaban las piernas.
—Diavolo —gimió él—. Te mereces algo mejor que esto, pero... estoy tan
excitado por ti —Metió una mano entre los dos cuerpos apretados para
desabrochar la entrepierna. Su miembro erecto salió de golpe, duro como el
acero y suave contra el vientre de ella. Le encorvó un brazo por debajo de las
nalgas y la levantó. La penetró de una rápida embestida. Alanis lanzó un grito.
Lo sentía tanto y tan bien mientras él la mecía con la furia de un hombre
poseído. Ella se aferró del cuello y se movía en sentido contrario a los golpes
que él le daba con las caderas. El ritmo era despiadado, devastador y
terriblemente excitante.
Un placer que le nublaba la vista la desgarró por dentro.
—Sí—gritó—. Sí, sí... ¡No... Pares! —se convulsionó violentamente,
apretándolo con los músculos internos e incitando su eyaculación.
Eros inclinó la cabeza sintiéndose torturado y emitió un sonido al tiempo
que el éxtasis se apoderó de él.
Alanis no tenía la menor idea de cómo él podía sostenerlos a ambos, pero
al abrir los ojos estaban echados en la arena de una pequeña gruta rodeada de
paredes rocosas. Yacían con los cuerpos entrelazados, sudorosos y exhaustos,
escuchando las olas rompiendo en la orilla. Ella se sentía en paz con el mundo.
—Estoy exhausto —Eros le sonrió débilmente.
A ella se le acaloró el rostro.
—Debes de estar preguntándote qué sucedió con la dama recatada que
tú...
—¿Hablas en serio? —Apoyó la cabeza en el puño y sonrió abiertamente—
. ¿Me creías tan estúpido como para no saber de qué estás hecha? —Le recorrió
las esbeltas piernas con la mirada y luego volvió a sus ojos—. Eres fuego, amore.
Candentes llamas doradas con forma de mujer. Y ojos de gato.
Ella se mordió el labio.
—¿Es... es ese el único motivo por el cual me llevaste a tu cama? ¿Porque
encuentras mi cuerpo... atractivo?
—Tú me llevaste a mí a la cama —Él sonrió con incredulidad y rodó hasta
quedar encima de ella—. Jamás me habían seducido tan deliciosamente en toda
mi vida —La besó sensualmente, sin prisa.
Ella se negó a dejarse distraer por su seducción y sus besos. Le apoyó una
mano firme en el pecho.
—¿De modo que lo que hay entre nosotros es simplemente una atracción?
—Si fuera simplemente una atracción —dijo él con toda seriedad—, ¿por
qué dudé la noche que abandonamos Kingston? Te tenía debajo de mí igual que
ahora. Y me detuve.
—De todos modos yo iba a detenerte.
—Yo no quería arruinarte la vida, Alanis.
El corazón se le aceleró:
—Y ahora que somos amantes... ¿crees que mi vida está arruinada?
—Sigo pensando que estarías mejor sin mí —Sonrió él—. Pero
respondiendo a tu pregunta, no creo que tu vida esté arruinada. Las cosas han
cambiado. Razón por la cual, quiero que le escribas una carta a tu abuelo. Él
merece saber que estás a salvo. Sallah la enviará a Dellamore.
—¿Estás loco? —Ella le dio un empujón suave y se puso de pie—. Mi
abuelo enviaría media flota para bombardear Agadir si recibiera noticias de que
su nieta está... Tú más que nadie deberías saber que las nietas solteras de los
duques no deben tener amantes.
Eros se sentó junto a ella.
—Si no le haces saber al anciano dónde te encuentras, dentro de tres
semanas empezarás a lloriquearme para que te lleve a casa, y yo no lo haré,
Alanis. Te lo advierto. Anoche nos hicimos promesas y tengo intención de
hacerte cumplir las tuyas. Tú te quedas conmigo.
—Y entonces, ¿qué voy a decirle a mi abuelo en esa carta?
—Dile que estás conmigo.
Otra prueba: ¿con quién? Su abuelo podía llegar a reaccionar con más
tolerancia al enterarse de que ella se encontraba con Stefano Sforza, el príncipe
perdido de Milán, pero teniendo en cuenta la insistencia de Eros en preservar
ese secreto y su marcada aversión a aferrarse a las mujeres, ella no se arriesgaría
a contarle la verdad a su abuelo.
Sintió esos ojos posados en su perfil.
—Te avergüenzas de tus sentimientos —dijo brusca y fríamente.
—¿Por qué no escribes tú mismo esa carta y yo solamente la firmo? —le
ofreció ella con tono insípido.
Eros se puso de pie. Caminó hacia la orilla del agua, cogió un puñado de
conchas y las arrojó a las olas.
—No estoy seguro de lo que esperas de mí, ni de lo que me crees capaz a
estas alturas, pero... —Se volvió para mirarla a la cara—. Quiero que estemos
juntos. No tenemos que quedarnos aquí todo el tiempo. Podemos viajar. Podría
llevarte adonde quisieras, mostrarte todos los sitios con los que soñaste y sobre
los que escribiste en tu diario de viaje.
Ella hizo una mueca de desagrado.
—No me recuerdes eso. El hecho de que hayas leído mi diario privado no
te da ningún crédito —El le estaba ofreciendo realizar sus sueños, pero ya no
era suficiente, no viniendo de él. Retomando el asunto en cuestión, le dijo—:
Das por sentado que una vez que informe a mí abuelo sobre mi paradero, todo
estará bien. Pues no. Él no tolerará que viva contigo al margen del matrimonio.
Te declarará la guerra o te obligará a casarte conmigo —Ella esperó...
—No puedo casarme contigo, Alanis. No del modo en que a él le gustaría.
Tendrás que escoger entre tu vida anterior y una vida conmigo. Así es como yo
vivo. Dividido en dos. Hago lo necesario por sobrevivir y llevo a Milán en el
corazón —Caminó por el agua y se zambulló en las olas.
Su esposa estaba a punto de machacarle la cabeza. Sallah vio a Nasrin
entrar al cuarto, con los ojos negros relampagueantes, y se dirigió en línea recta
hacia una cafetera que un criado había dejado mientras él seguía roncando.
Puso en práctica su mejor tono de cordero:
—¿Puedo tomar un poco de café yo también, por favor?
Nasrin lo acuchilló con una mirada furiosa.
—Sírvete tú mismo.
Sallah soltó un gruñido de indignación, se levantó de la cama y se sirvió
una taza. Necesitaba beber un trago fuerte de café para aclarar la cabeza y
estimular los nervios antes de abordar ese humor poco propicio.
—Ahh —Suspiró mientras la celestial infusión le corría por la garganta,
reanimándole el vigor—. Entonces, querida, ¿en qué puedo ayudarte? ¿Hay algo
que pueda hacer para reparar esta crisis?
—Ya has hecho suficiente. Sugiero que pienses en cómo deshacer, chacal.
—Algo me dice que todo esto tiene que ver con nuestros amigos enfermos
de amor.
—Enfermos de amor. ¡Ja! ¡El tuyo está preocupado por apagar el fuego que
tiene en la entrepierna! ¿Qué crees que estuvieron haciendo desde anoche?
¿Desde tu intromisión?
—¡Ese demonio lo hizo! ¡Qué tipo tan espectacular! Todo lo que se
necesitaba era un consejo firme y la fortaleza femenina se desintegró hasta
quedar hecha una pila de escombros. Te lo digo, Nasrin, él es mi héroe. Ni
siquiera tus consejos de regañona impidieron su hazaña. ¿Y cuándo es la boda?
Ella le lanzó una mirada venenosa.
—Cuando termines de felicitarte, quizás quieras preguntárselo tú mismo,
porque yo no creo que haya boda. No debiste entrometerte, Sallah. Lo que sea
que le hayas dicho le dio la llave para lograr lo que era incapaz de hacer por sus
propios medios. Cree que se ha liado con una aventurera de alta alcurnia. Sabes
que él es incapaz de amar a una mujer de manera romántica.
—Eros es solitario. La necesita. Tal vez con el tiempo el deseo se convertirá
en amor.
—No quiero ni pensar qué será de ella dentro de algunos meses. La
destruirá.
Sallah frunció el ceño. ¿Habría malinterpretado los sentimientos de Eros?
Él hubiera jurado que lo que tenía destrozado a su amigo era amor verdadero,
pero Eros se nutría de las emociones extremas y no había nada como un desafío
difícil para activar esos cañones lombardos.
—Hablaré con él.
—Alanis nos ha pedido que no interfiriéramos. Le di mi palabra de que no
lo haríamos. Él suspiró.
—Está jugando con fuego. No es del todo consciente del riesgo al que se
está exponiendo. El duque de Dellamore es un hombre poderoso. Tarde o
temprano, las noticias llegarán a oídos de Dellamore y Eros será capturado cual
perro rabioso. No puede retenerla con él en el desierto para siempre.
—¿Qué debemos hacer, Sallah?
—Sólo hay una solución y a Eros no le agradará en lo más mínimo. Ella
debe regresar con nosotros.
Eros emergió del mar salpicando agua. El pecho, que se iba estrechando
hasta terminar en una delgada cintura, brillaba con el agua del mar. Esos ojos
azul zafiro relucían en su rostro. Se escurrió el agua de la lustrosa melena negra
azabache y le lanzó a Alanis una sonrisa nacarada.
—¡Ven a nadar conmigo, ninfa bionda!
Reclinada sobre una gran roca, jugando con los pies en la arena, Alanis
miraba fijamente a aquel pagano desnudo, de pie con el agua centelleante hasta
la cintura y estaba absorta pensando en el último comentario que él le había
hecho. No se casaría con ella. Jamás. ¿Qué le diría ella finalmente a su abuelo?
¿Qué sería de ella?
Él salpicó agua en dirección de ella, pero sólo le cayó una gota en el dedo
del pie.
—Dai, métete en el agua conmigo. Prometo no molestar —Cuando ella
meneó la cabeza sonriendo de un modo provocativo, él se acercó más—. O te
traeré yo mismo.
—¡Está bien, tirano! —Se quitó la camisa precipitadamente, consciente de
que aquella mirada caliente jamás se perdía nada y se zambulló en el mar azul.
Apareció en la superficie ante él, escurridiza y dorada, sintiéndose como una
auténtica ninfa—¿Llamabas?
—Anima bella, alma bella —murmuró Eros en italiano, al tiempo que la
aferraba de la cintura y apretaba los senos resbaladizos contra su pecho caliente
por el sol—. «Por ti me consumiría en llamas, por ti respiro, pues sólo he sido
tuyo, y si de ti me privan, dolería más que cualquier otra desgracia».
—Algún día —susurró ella—, tu corazón tendrá que expresarse en un
idioma que yo entienda.
—Algún día —Le lanzó una sonrisa feroz y le lamió el rostro.
Haciendo una mueca, Alanis lo apartó y trató de no reírse.
—¡Eso fue repugnante! No soy tu almuerzo, tigre. Y prometiste no
molestar.
Los hoyuelos aparecieron bien marcados en las mejillas.
—Mentí.
—Otro repugnante hábito de los tuyos.
—Soy un individuo repugnante —La envolvió con los brazos y se
sumergieron en el agua hasta el mentón, ella enroscándole las piernas en el
cuerpo. Él la besó—. Pero te gusto tal cual soy, ¿verdad?
—Mucho.
Se le nublaron los ojos:
—¿Qué sucederá cuando deje de parecerte un interesante misterio?
¿Cuando te aburras de las dunas en el desierto, la comida italiana y de mí?
A ella se le derritió el corazón, al darse cuenta de que aquel príncipe
milanés recio, arrogante y hermoso, que era el hombre más fuerte que ella
jamás había conocido, estuviera preocupado porque ella lo abandonara. Nadie
se había preocupado nunca de que ella pudiera abandonarlo. Siempre era al
revés. Aquellos a quienes ella había amado la habían abandonado.
—¿Qué sucederá cuando la novedad se desgaste? —rebatió ella. Él había
tenido a tantas mujeres, y todas habían caído en desgracia...
—Imagino que simplemente tendremos que ir paso a paso.
Sin la promesa formal del matrimonio, lo que él sugería iba absolutamente
en contra de la educación que ella había recibido. Estaba aterrorizada, pero Eros
también. No obstante, el modo en que le sonreía, la calidez en sus ojos la
alentaba a creer que todo era posible. Le rodeó el cuello resbaladizo con los
brazos y le besó la cicatriz con forma de medialuna.
—No me has contado cómo te hiciste esta brutal cicatriz.
—Spagnolo stupido. Intentó detenerme la noche que huí de la Torre de
Milán.
—Y desde entonces esta cicatriz te caracteriza: El-Amar, el corsario —Su
vida se había partido en dos: antes y después—: No puedo evitar pensar en tu
pobre hermana, la princesa Gelsomina. Debe de haberse quedado petrificada al
ver el rostro rasgado de su hermano, ensangrentado, teniendo que cabalgar
durante la noche, lejos del único hogar que ella conocía y amaba, con el cielo
como única salvación. Y tú, con dieciséis años, cargándola sobre tu regazo con
el rostro destrozado.
—Tenía el alma destrozada, Alanis. Créeme, eso dolía más.
—Te creo —le dijo ella en tono bajo—. Y sin embargo...
Él alzó una ceja negra azabache.
—¿Qué?
—Tu madre. Tal vez no sepas la historia completa. Nadie cambia de un
día para otro sin una causa justificada. Si ella era la madre afectuosa que
afirmas...
—Alanis —él se armó de paciencia—, mi madre no es mi tema preferido.
—Lo sé, pero si ella está viva en algún sitio, quizás encuentres respuestas...
—¡Me importan un bledo sus respuestas! Si alguna vez nuestros caminos
se vuelven a cruzar, haré lo que debí haber hecho hace años —Los ojos le
brillaron con resentimiento—. La mataré.
Ella le buscó la mirada. Dieciséis años y él aún se encendía.
—No creo que lo hicieras. Si no lo hiciste en su momento, serías incapaz
de hacerlo a sangre fría. Podrás tener la calma para decapitar a desconocidos,
pero no para quitarle la vida a tu propia madre. No la tienes, Eros.
—¿Y qué pasa con mi padre? ¿No merece ser vengado?
—Tu vida no es una tragedia griega. Lo que le sucedió a tu padre fue
horrible, pero tú mataste a tu tío y te marchaste. Si realmente quieres enderezar
tu vida, concéntrate en curarte, en forjar un futuro para ti. Regresa a Milán.
Recupera lo que has perdido. Libera a tu gente del cautiverio de los franceses y
los españoles.
Eros la apartó. Mirando fijamente el horizonte lejano, donde el mar se
fundía con el cielo, le dijo:
—¿Has leído la historia de Esquilo sobre Agamenón, el comandante
griego que regresa a casa de la guerra de Troya para ser asesinado por la esposa
y el amante?
Con el ceño fruncido, Alanis respondió:
—Sí.
—Agamenón tenía un hijo, Orestes. Era solo un niño cuando su padre
murió, pero al llegar a la edad adulta, fue consciente de sus responsabilidades:
matar a los asesinos de su padre, tarea que primaba sobre cualquier otra. Sólo
Orestes sabía que el hecho de matar a su propia madre era un acto abominable
ante los ojos de los dioses y los hombres. Su sagrada tarea estaba vinculada a un
crimen atroz. El hombre que pretendía ir por la senda de la justicia tenía que
escoger entre dos iniquidades: traicionar a su padre o convertirse en el asesino
de su madre.
—El dilema de Orestes es moral, Eros. El tuyo es emocional. No es lo
mismo —Ella se dio cuenta de que no estaba entendiendo, entonces le
preguntó—. ¿Qué fue lo que hizo Orestes?
—Orestes consultó al Oráculo de Delfos. Apolo fue claro en el tema. Matar
a los dos que mataron. Vengar la muerte con la muerte. Derramar sangre sobre
la sangre derramada. Orestes no tuvo otra opción más que disipar la maldición
en su casa, vengarse y pagar con su propia condena.
—Su propia condena —murmuró Alanis sintiendo un escalofrío.
—«Calma, dios me ordenó la muerte feroz» —citó—. «Pues el que no
escucha el llanto de su muerte andará solo a la deriva para siempre, privado de
refugio. No arderá llama alguna por él en el altar, ningún amigo lo acogerá.
Despreciado y desolado morirá». Entonces, Orestes mató a su madre y durante
años anduvo errante, perseguido por sus propios miedos.
Ella finalmente entendió. Él se consideraba condenado, por eso se
mortificaba a sí mismo persiguiendo una vida de violencia, viviendo solo en
una tumba de mármol vacía, en medio del desierto, disfrutando de las
eventuales atenciones de las prostitutas de clase alta, luchando contra un rey
por el que también sentía afecto —el rey que estaba derribando su país—
aunque sin construir nada para él mismo.
Eros suspiró.
—Cuando el alma de Orestes se cansó de sufrir, cuando perdió todo lo que
el hombre valora, fue en busca del consejo de Atenea. La diosa de la Sabiduría
lo absolvió. Ella convenció a Alastor, la diosa de la Venganza, de que él había
pagado por sus pecados. Orestes y sus descendientes al final quedaron libres de
la maldición en la casa de Atreo.
—¿Crees que matando a tu madre vengarás la muerte de tu padre y
disiparás la maldición de tu casa? ¿No estás cansado de sufrir? Fuiste incapaz
de matarla hace dieciséis años. Déjalo así. Si ella realmente es una arpía,
entonces merece lo que le tocó en suerte: vivir sin familia, sin principado, sin
amante. No habría de qué avergonzarse por dejarla con vida.
Él seguía con los ojos puestos en el horizonte.
—No es eso de lo que me avergüenzo.
Entonces había más, algo que él aún no estaba preparado para compartir
con ella. Le puso una mano en la mejilla, pidiéndole que la mirara.
—Perdónate —le susurró—. Puede que tu madre haya cometido algo
imperdonable, pero la amabas —Y con voz más suave, agregó—: Y aún la amas.
Él cerró los ojos y se le movió el bocado de Adán. Lucía tan vulnerable que
ella lo atrajo hacia sí y le besó los ojos, los labios, las mejillas, como queriendo
curarlo de todas sus angustias. Él la apretó entre sus brazos, como tratando de
absorberla con el corazón. Las bocas se encontraron. Fue el beso más
embriagador, como dos almas queriendo encontrarse. Por las venas de ella
fluyó un cálido cariño. Te amo, dijo su corazón.
La miró a los ojos.
—Antes me abalancé sobre ti. Quiero enmendarlo. ¿Estás lista?
La invadió un escalofrío.
—Sí—susurró ella.
Eros la llevó en brazos hasta la orilla y la depositó sobre sus ropas. Se
extendió a su lado, dándole suaves besos en el cuello y los pechos.
—Eres tan hermosa. Adoro tocarte y saborearte.
Ella le sonrió:
—Eres un italiano...
—Sí. Y lo que los italianos tenemos en abundancia es imaginación —Se
tomó el tiempo para explorarle el cuerpo, conociendo sus secretos, mostrándole
cosas que ni ella sabía de sí misma. Él era astuto, cuidadoso, y para ser un
hombre que luchaba sin cesar, también era increíblemente sensible. A ella le
asombraba el dominio que tenía sobre su cuerpo. Sólo tenía que acariciarla o
apretarla sutilmente en algún lugar estratégico y ella sentía hormigueos en el
cuerpo, daba saltos bruscos y se estremecía. La estimulaba al máximo.
—Eros —Le enredaba la lengua caliente en el oído—. Déjame torturarte un
poco. Por favor.
Un escalofrío lo hizo flexionarse. Suspiró, sonrió y asintió con la cabeza.
—Sé tierna conmigo —Rodó hasta quedar de espaldas y permaneció
inmóvil mientras ella le aplicaba sus nuevos conocimientos adquiridos del
cuerpo masculino y lo hacía retorcerse como lo había hecho ella debajo de él. Le
pasó las uñas, los labios y los cabellos por la piel y lo sintió ponerse tenso y
erecto. Tenía muchas cicatrices, pero seguía siendo increíblemente hermoso.
Perfecto.
Volviéndose más audaz, ella descendió besándole los montículos y valles
del sólido abdomen, seduciendo su entrepierna con el cálido aliento, y apretó
los suaves labios alrededor del glande.
Él dio un brinco.
—Santo Michele. ¿Intentas matarme? —De nuevo estaba arriba, con los
músculos de los brazos hinchados al sostenerse encima de ella—. Alanis...
Ella lo miró a los ojos.
—¿De modo que tú puedes acariciarme pero yo no puedo acariciarte a ti?
—Tú puedes acariciarme todo lo que quieras, amore, sólo que... todavía no.
—¿Porqué?
—Porque... —Se acomodó sobre ella, enorme y erecto y se colocó entre los
muslos—. Porque estoy loco por ti. Antes casi pierdo el control. No quiero que
pienses que con otros hombres puede ser así. Quiero que vayas despacio, que
explores cada centímetro de tu cuerpo, que sientas placer, pero si seguimos
copulando como dos conejos enloquecidos (que es exactamente lo que sucederá
si vuelves a usar tu boca) nos perderemos los mejores orgasmos —La besó casi
devorándola y la penetró. El arrebato de placer los hizo gemir al unísono. Ella
trabó las piernas alrededor de las caderas hasta que él quedó firmemente
incrustado y se convirtió en una parte de ella. Él se retiró y empujó de nuevo.
Fuerte. Ella gimió, odiandose por hacerlo, pero no podía parar. Él le puso esa
enorme mano en el vientre y frotó, ejerciendo una sutil presión y aumentando
la fricción de sus rítmicas invasiones. Él sí ejercía control, aunque ella
rápidamente empezaba a experimentar el descontrol, a punto de caer en la
inconsciencia.
Le aferró los brazos, temblando, rogando. Él aumentó la velocidad,
guiándola, llevándola hacia el orgasmo.
—No lo reprimas, amore. Yo estoy yendo despacio, pero como mujer tú
puedes acabar todas las veces que quieras. No lo reprimas.
Ella era incapaz de reprimirlo. El sol podía haberse puesto, que ella ni se
hubiera dado cuenta, tan profundamente se había sumido en las sensaciones.
Como un pulso, las embestidas de él la hacían vibrar entera. Se disolvía debajo,
alrededor de él, descubría el éxtasis y rogaba por más.
Perdidos para el mundo, hicieron el amor bajo el sol, de modo lento,
desenfrenado, y embriagados por la sensación y el sabor, absortos en sí mismos,
elevándose y rompiendo junto con las olas. Formaban un solo cuerpo en la
llamarada de la pasión, cada movimiento de caderas los llevaba a niveles más
profundos de sensual percepción. El olor de Eros se fundía en la cabeza de
Alanis con el olor de la arena, el resplandor del sol y con el ruido de las olas que
rompían en la orilla formando ráfagas de rocío, embriagadores como poderosas
drogas.
Y en medio del delirio interminable que seguía y seguía, en la
profundidad de los recovecos de su mente derretida, ella llegó a una decisión:
amaría a su feroz amante milanés con toda su alma y todo su corazón, con la
esperanza de que algún día ese amor fuera recíproco.
Oculto detrás de una gran piedra, un par de ojos ardían cruelmente.
Cesare maldijo. Transpiraba como un cerdo, con el cuerpo en llamas. No se
había esperado que la nieta del duque inglés resultara ser una belleza con los
cabellos color azafrán y largas piernas de color crema. El verla con Stefano le
crispaba los nervios. Ese bastardo pagaría por aquello, con dolor, sangre y
humillación. Chillaría como un cerdo asándose ensartado en una espita,
rogando por una muerte rápida.
—Han pasado dos horas —dijo Roberto con tono monótono y con los ojos
pequeños y brillantes como saliéndose de las cuencas—. ¿Cuánto tiempo piensa
seguir? Ni los griegos otorgaron medallas olímpicas por follar.
—¡Cállate, stronzo! Me estás babeando las botas — Plegando el telescopio,
Cesare apartó al pesado de un empujón y se quitó parte del cuello de encaje
para secarse la frente transpirada. No lograba recordar la última vez que había
sentido tal arrebato de lujuria. Lo había dejado temblando, con los pantalones
dolorosamente ceñidos. Pronto lo haría con aquella rubia caramellina. Pronto. Se
lo haría tan a conciencia que ella olvidaría que alguna vez había existido
Stefano.
Roberto se levantó del suelo, sacudiéndose la arena de sus harapos.
—¿Y ahora qué?
Cesare sonrió burlonamente.
—Ahora provocaremos a las bêtes noires, las despreciables bestias.
—Deberíamos ir regresando —Suspiró Eros—. Además del hecho de que
me comería un caballo, Sallah y Nasrin se estarán preguntando si ya he acabado
contigo.
Alanis ya se estaba poniendo los pantalones de montar.
—Podría beberme un cubo entero de zumo frío.
—Escucha —Le quitó la arena de la mejilla, sonriendo de manera
conspiradora—, almorzaremos con nuestros amigos que se marchan, los
despediremos y luego nos echaremos una larga siesta en mi alcoba.
—Siempre y cuando incluya un baño —Ella terminó de vestirse y estaba
lista para regresar a la casa cuando apareció Dolce al trote por el túnel, con un
pañuelo del cocinero atada al cuello con manchas.
Eros rió ahogadamente.
—Creo que nos están llamando a almorzar. Mustafá tiene un humor
extravagante —Le dio una palmada al felino en la cabeza—. Vai, ve con
Antonio. Dile que conserve la comida caliente.
Dolce le lamió la mano y obedientemente corrió por el túnel.
Alanis rió.
—Es inteligente, ¿verdad?
—Dolce es muy inteligente —coincidió Eros con orgullo—. También
posesiva, malcriada y más exquisita en sus gustos que una princesa romana.
—¿Dónde la encontraste? Debes admitir que no es una mascota común.
—Ella me encontró a mí. Era muy pequeñita, estaba hambrienta y
deshidratada. Creo que su madre murió y ella se perdió. El Sahara es el habitat
natural de los leopardos, aunque el agua y la comida escasean. Yo la adopté y
cuando recuperó sus fuerzas, cabalgué con ella hasta el Rif. Me siguió a casa.
Pensé en conseguirle un macho, pero mantener dos felinos salvajes en
cautiverio me pareció demasiado cruel. Con suerte, algún día olerá algún
macho saludable y lo seguirá hasta el desierto.
Alanis le lanzó a Eros una sonrisa sardónica.
—¿No ves que Dolce cree que ya encontró a su macho? Y mirándote —
amplió la sonrisa—, no puedo culparla.
Eros le rodeó con un brazo la cintura.
—¿Crees que parezco un enorme gato con manchas?
—En realidad me recuerdas a un leopardo negro con ojos azules. Una
bestia muy peligrosa.
Él le dio un fuerte pellizco en la cintura.
—Allora, esta peligrosa bestia ya ha reclamado el derecho de una ninfa
rubia, así que Dolce tendrá que encontrarse a alguien más con quien entrelazar
la cola.
La risa compartida fue interrumpida por una tos significativa. Giraron en
redondo y se quedaron helados. Corsarios argelinos y soldados franceses
venían marchando en fila por otro sendero del acantilado, apuntándoles
directamente con carabinas francesas. Uno de ellos, que Alanis reconoció, era
Hani, pero el líder —un noble europeo, a juzgar por su aspecto y su ropa— se
adelantó un paso y ella abrió los ojos con incredulidad. Miró fijamente a Eros, a
quien se le veía asombrado, y luego miró al desconocido. Salvo por detalles
menores tales como la cicatriz de Eros y el largo de la melena, parecían
exactamente iguales, como dos gotas de agua, idénticos como mellizos. Aunque
había una clara excepción: los vividos ojos color zafiro del desconocido eran
fríos. Sonrió rapazmente.
—Saluti, Stefano. Es un placer verte después de tantos años.
—¡Vete de aquí, Alanis! —dijo Eros con voz áspera—. ¡Ahora!
El desconocido apuntó a Alanis con el arma y cambió de idioma.
—Dai, Stefano, preséntame a tu hermosa acompañante. Dieciséis años en
la selva y ya te has convertido en un salvaje —Le sonrió a ella—. ¿Sabías que su
nombre es Stefano? Generalmente, a él le resulta inútil compartir ese tipo de
información ya que jamás se queda con una mujer lo suficiente como para
molestarse en hacer las presentaciones.
Eros miró al desconocido ferozmente y disparó una salva en forma de
advertencia en italiano. El hombre sólo rió.
—Eros, ¿quién es este hombre? —le preguntó Alanis en un susurro, con las
piernas clavadas en el mismo sitio.
Él le lanzó una mirada en la que ella detectó tensión.
—Cesare es mi primo. Hijo de Carlo.
—Sí. El parecido es escalofriante, ¿verdad? Cualquiera diría que somos
hermanos y no primos. Esa es una gran posibilidad, teniendo en cuenta que tu
madre era una prostituta —Cesare rió de modo grosero.
Hani apareció al lado de Cesare.
—¿Qué estás esperando? ¡Capturémoslos y larguémonos de aquí antes de
que su ejército entero nos caiga encima bajando por la colina!
Cesare apretó la mandíbula.
—¡Cállate, idiota!
Eros fijó la vista en los soldados franceses.
—De modo que fuiste con Luis. Predecible. ¿Cuánto pagó por tu país y tu
alma? Supongo que no más que unos pocos cientos de libras.
—Más de lo que tú vales —escupió Cesare—. El hecho de saber que seré el
futuro Duque de Milán lo puso de un humor derrochador.
—Luis jamás está de un humor derrochador. Ese viejo miserable debe de
haberte enviado para recuperar sus tantos de la última vez que jugamos vingt-
et-un en Versalles. Siempre fue un mal perdedor.
La tez de Cesare se enrojeció. Eros sonrió burlonamente y cruzó los brazos
a la altura del pecho. Estaba evadiéndose, dedujo Alanis, con la esperanza de
que su prolongada ausencia provocara alarma en la casa.
—¿Entonces, qué es lo que quieres de mí? —le preguntó—. ¿Cuál es el
motivo por el cual todavía no me has matado?
Cesare se puso tenso.
—Il medaglione.
Eros echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
—Pobre primo. Después de todos estos años aún no te dejan apoderarte de
Milán sin una prueba de mi muerte. Ya entiendo por qué fuiste con Luis.
Alanis miró de reojo al cuello desnudo. El medallón todavía debía de estar
en la alcoba, sobre la mesa, donde él lo había dejado la noche anterior.
—Luis estuvo más que complacido de ayudar —se burló Cesare—. Al
parecer no le caes tan bien como crees.
—Luis no ama a nadie más que a sí mismo —afirmó Eros—, y a Francia,
aunque considera que él y Francia son una misma cosa. Probablemente no
pensó que fueras a encontrarme. Sólo por curiosidad, ¿fue él quien te incitó a
buscar a mis enemigos en Argel?
—Ellos también demostraron ser de ayuda. Al parecer no tienes a nadie en
todo el mundo, Stefano. Todos te quieren muerto. Ahora devuélveme el
medallón, antes de que yo...
—Jamás tendrás mi medallón, Cesare. Le pertenece a mi padre, al legítimo
duque de Milán. Y permanecerá en legítimas manos.
Poniéndose impaciente, Hani se acercó a su socio.
—¡Capturémoslos y larguémonos!
—Todavía no —dijo Cesare—. No antes de que me devuelva lo que quiero.
Eros se aprovechó de su distracción y empujó a Alanis a un lado.
—¡Vete, ahora!
—Si ella se mueve, morirás —Cesare apuntó el cañón de su arma hacia
Eros—. Vos decidís, bionda.
—Yallah! ¡Larguémonos! —insistió Hani—. Después te dará lo que quieres.
—¡No necesito escuchar la opinión de un sucio mono! —vociferó Cesare—.
Creo que ya has servido a tu propósito —Le apuntó con la pistola y disparó.
Hani se derrumbó, apretándose el torso sangrante.
Eros se dirigió a Alanis.
—¡Lárgate de aquí! ¡No tiene sentido que muramos los dos!
Con el terror en el corazón, ella se quedó quieta y susurró:
—Nos iremos juntos.
Eros la miró pasmado y luego la empujó a un lado, gritándole:
—¡Vuelve a Inglaterra! ¡Olvídate de mí! ¡Deja que tu abuelo te case con
algún noble estirado! ¡Jamás fuiste más que un pasatiempo para mí, prostituta
tonta y llorona!
Ella lo miró fijo con ojos cargados de lágrimas.
—Te capturará y jamás podré encontrarte... Jamás volveré a verte...
Eros rechinó los dientes. Sus ojos ardían de la angustia.
—Entonces, es que no tenía que ser así. Ahora vete, Alanis, por favor... —le
imploró en un susurro—: ¡Vete!
Ella le lanzó una última mirada, grabándose la imagen en el corazón,
luego se dio vuelta y salió corriendo. Oyó unas terribles explosiones, los
proyectiles pasaban chillando por encima de su cabeza e impactaban astillando
las piedras, pero ella continuó corriendo por el túnel hasta llegar al caballo. Lo
montó de un salto y galopó colina arriba, con esperanza, a pesar de los
obstáculos, de que cuando llegara hasta Giovanni no fuera demasiado tarde...
Alanis atravesó los portones al galope, gritándoles a los guardias que
bajaran a la playa a ayudar a Eros. Le entregó las riendas a uno de ellos y se
abalanzó hacia los cuarteles más alejados, gritando el nombre de Giovanni a
todo pulmón. Giovanni, Nico y Rocca salieron de prisa. Les explicó
resumidamente instándoles a que se apresuraran. Ellos no perdieron tiempo.
Cogieron armas y caballos y atravesaron los portones a toda velocidad. Se
reunieron más hombres. Mustafá y Sallah bajaron corriendo las escaleras de la
fachada.
Alanis repitió la explicación concisa, jadeando, llorando, aterrorizada de
muerte.
—Sallah, bajemos. Vi la popa de un barco del otro lado de la colina. Me
temo que Cesare se lo llevará y jamás volveremos a verlo. Jamás podremos
encontrarlo.
Sallah la llevó hacia los portones. Cabalgaron por la colina empinada, en
medio de una nube de arena. A lo lejos, hombres y caballos rondaban la boca
del túnel, algunos entrando, otros saliendo. Pistolas en mano, con los rostros
tensos, Niccoló y Giovanni se aproximaron a ella. Sacudieron la cabeza.
—¡No! —Ella entró corriendo al túnel y emergió en la gruta escondida.
Hani yacía tirado en la arena, muerto, rodeado de pisadas. Su cuerpo entero se
estremeció. Eros ya no estaba.
Capítulo 20
El primer impulso fue caer de rodillas y llorar, pero tenía que mantenerse
despabilada. Tenía que rescatar a Eros. Levantó la cabeza y se encontró con la
mirada abatida de Sallah y los hombres.
—Preparad todo barco disponible —le ordenó a Giovanni—. Zarparemos
de inmediato.
Horas más tarde, ella estaba parada junto a la barandilla del alcázar y vio
la desértica línea de la costa teñirse de carmesí bajo la puesta del sol. ¿Cómo
había sucedido aquello? Se preguntaba. Estaba al mando del Alastor, a cargo de
su feroz tripulación y tomando decisiones fatales relacionadas con la vida de
Eros.
Este pirata está sumamente agradecido de poner su vida en tan delicadas manos.
No cuentas con nadie en todo el mundo, Stefano; todos te quieren muerto.
Ella cerró los ojos y rezó una plegaria mentalmente:
—No te fallaré —juró—. No lo haré.
Nico apareció a su lado y le dio una palmada suave en el hombro.
—No os preocupéis. Lo encontraremos. Entre nosotros no hay hombre que
no sea capaz de entregar su vida por Eros. Le debemos todo.
—¿Aún no hay rastros de algún barco argelino o francés? —Le echó una
mirada, pero él se retorció incómodo y no quiso mirarla—. ¿Qué? —exigió ella—
. Dímelo ahora mismo.
—El viento ha amainado y ellos llevan ventaja. Estamos navegando tras
una búsqueda a ciegas. Ella se alejó de la barandilla.
—Necesitamos hacer una asamblea. Busca a Giovanni, Greco y todo el que
pueda contribuir con una idea inteligente. Nos reuniremos en el camarote de
Eros.
Un momento después, ella ya estaba haciendo surcos caminando por la
alfombra del lujoso camarote negro y púrpura.
—Nuestro mejor recurso es navegar rumbo a la kasba —afirmó Sallah—.
Desde hace ya tiempo el dey anda como loco detrás la cabeza de Eros. Le haré
una visita a Sanah. Quizás ella pueda decirnos algo.
—El Rey de Francia también está involucrado en esto —dijo Nico—. No
debemos descartar a Francia.
—Ni a Milán —agregó Giovanni—. ¿Dijisteis que este hombre, Cesare, es
milanés?
Alanis asintió con la cabeza.
—Pero en Milán hay una guerra. Si yo fuera Cesare, no me arriesgaría a
meterme en zona de fuego. Llevaría a mi prisionero a un sitio bien conocido, a
algún lugar privado, donde lo mantendría oculto durante largo tiempo hasta
obtener lo que quisiera de él. Evitaría Argel y Francia también porque querría
que ni el dey ni el Rey de Francia interfirieran en mis planes.
—Italia no es el país más extenso del mundo —dijo Nico—, pero hay
mucho territorio que cubrir.
—Le advertí a Eros que estaba haciendo frente a demasiados flancos a la
vez —suspiró Sallah—. Podría ser el Dey, decidido a eliminar a uno de sus
enemigos, o Hani actuando por cuenta propia, o los franceses, o Cesare... —
Miró a Alanis de manera confusa, sin duda preguntándose qué era lo que ella
no les estaba diciendo.
—Podría estar en cualquier parte —resumió Alanis, sintiendo la opresión
del pánico.
—Conozco a alguien que podría ayudar —La voz de Nasrin atrajo todas
las miradas—. Su nombre es Sidi Moussa d'Aglou. Es un viejo pescador ciego
que vive en la costa, en las cavernas cerca de Safi. Queda a unas horas de
navegación rumbo a Argel. En el camino podemos detenernos para verlo.
Alanis la miró agradecida, pero Sallan pareció ponerse algo incómodo.
—Sidi Moussa es un adivino, querida, o lo que algunos llamarían un
charlatán. Los marroquíes lo convocan para fisgonear sus pozos cuando se
secan, y ni siquiera eso me convence de que él sirva para algo.
—Sidi Moussa es un santo —insistió Nasrin—. Además, fuiste tú el que
empezó con lo de consultarles a clarividentes y adivinos. ¿Qué hay de malo en
detenernos ante su caverna y preguntarle? Mi hermana me contó que el año
pasado él encontró un camello extraviado tocando los arneses de metal.
Podemos hacerle tocar el medallón de El-Amar. Tal vez él lo encuentre por
nosotros.
Alanis vio a Nico y a Daniello mirando al cielo, pero nadie se mofó
abiertamente de la idea de Nasrin, salvo Sallah.
—Eso es una absoluta estupidez —criticó—. Nos costará un tiempo
precioso llegar a Argel para hacer un rastreo en condiciones.
Nasrin lo miró echando chispas por los ojos.
—Entonces cuando les consultamos a tus charlatanes sí es un acto
inteligente, pero cuando yo sugiero a alguien respetado de aquí a Tánger, a
quien toda Marrakech...
—Cuéntame algo más sobre este hombre, Nasrin —le pidió Alanis. El
tiempo se estaba agotando.
—Es el hombre más dulce y es muy sabio —le aseguró Nasrin—. Mis
hermanas y yo solíamos visitarlo en su caverna de la playa cuando mis padres
nos llevaban a la costa durante los agobiantes veranos de Marrakech.
Compartía sus pescados asados con nosotras y nos contaba historias de tierras
desconocidas que nadie de los alrededores había escuchado jamás. Es muy
especial, te digo, y tiene el don divino de ubicar individuos extraviados tocando
metales que ellos tenían el hábito de usar.
—Camellos perdidos querrás decir... —murmuró Sallah y se ganó otra
mirada encolerizada de la esposa.
—¿Qué queréis que hagamos, milady? —le preguntó Nico con gentileza—.
¿Queréis consultar a este Sidi Moussa d'Aglou?
Todos los ojos se posaron en ella. Se preguntaba cómo aceptaría Eros esa
nueva situación. Tocó el pesado medallón que tenía anidado dentro del escote.
Era el objetivo por el cual Cesare lo había perseguido y la cruz que cargaba Eros
por la tragedia de su vida entera: lo que le daba el derecho a gobernar el ducado
de Milán, privilegio que él ya ni siquiera quería, aunque estaba poco dispuesto
a perder. Esa era su maldición.
Sabía que a Eros no le importaría morir antes de renunciar a la reliquia de
su padre y entregársela al hijo de Carlo. Sin embargo, ella lo quería con vida, y
al diablo con el medallón. Si lograba llegar hasta Cesare, negociaría recuperar a
Eros a cambio del medallón. Levantó la cabeza y dijo:
—A Sidi Moussa primero.
Aquella noche, el Alastor echó anclas lejos de la costa de Safi.
Desembarcaron en la costa en dos botes y se toparon con un grupo de
pescadores que estaban preparando la cena en una fogata en la playa. Nasrin
hizo las presentaciones, ofreciendo humildemente fruta y mantas traídas del
Alastor. Los pescadores recibieron los obsequios e invitaron al extraño grupo de
forasteros a compartir el café y el pescado asado. Una vez relajados en torno al
fuego, Nasrin entabló conversación, mencionando a El Amara —la Ciudad Roja,
Marrakech— y señalando las cavernas con ademanes.
—Ella les está comentando que es de Marrakech —Sallah le susurró a
Alanis al oído—, y les está pidiendo por favor que le indiquen cuál es la caverna
del santo Sidi Moussa, hombre al que le guarda sumo respeto y al que visitó a
menudo con sus hermanas cuando eran niñas. Escuchemos a ver si lo conocen.
Los pescadores se consultaron entre sí. Uno de ellos habló. Nasrin le hizo
un gesto con la cabeza a Alanis.
—Confían en nosotros. Sidi Moussa aún vive en una de las cavernas de
más allá. Nos llevarán con él.
Guiados por los amigables pescadores, se encaminaron hacia las
irregulares brechas del acantilado. Un hombre de aspecto frágil, anciano y
arrugado, estaba sentado junto al fuego tocando su flauta.
—Venimos con la bendición del Señor, Sidi Moussa —Nasrin se sentó a su
lado y cruzó las piernas. Le ofreció las manos para recibir la inspección. Una
sonrisa animó el rostro arrugado del anciano pescador, los ojos le brillaron
como un par de luces de color indistinto. Le habló con tono cálido.
—Le está preguntando por sus hermanas y sus padres —tradujo Sallah—.
Mi esposa estará de buen humor esta noche. Nadie le ha preguntado por sus
padres en años. Han fallecido hace una década.
El anciano escuchó con atención la historia que Nasrin le contó, asintiendo
con la cabeza y haciéndole preguntas. Ella se puso de pie y se acercó a Alanis.
—Necesito el medallón de El-Amar.
Con manos temblorosas, Alanis se quitó del cuello la pesada cadena de
oro y se la entregó. Nasrin se sentó junto al anciano pescador y le puso el
medallón entre sus curtidas manos. Él frotó los grabados con suma
concentración, murmurando para sí mismo, invocando al Señor para que lo
iluminara.
—¡Ah! —Los ojos empañados resplandecieron con una extraña
percepción. Le habló a Nasrin con una sonrisa sagaz, moviendo las manos en el
aire nocturno y señalando al norte.
—¡Sallah...! —Alanis le aferró la gruesa muñeca, siseándole al oído—.
¡Traduce!
Sallah frunció el ceño.
—Ha hablado en beréber. Tendremos que aguardar a la traducción de
Nasrin.
Llevó un momento más, pero finalmente, Nasrin se puso de pie y se acercó
a ellos. Lucía ambivalente.
—Sidi Moussa se refirió al dueño del medallón como "el Emir con el Alma
Dividida".
—¡Sallah! ¿Has oído eso? —exclamó Alanis—. ¿Qué más, Nasrin? ¿Dónde
llevaron a Eros?
—Se torna aún más extraño. Sidi Moussa dice que el Emir aún no ha
llegado a su destino, pero que su ruta conduce a una ciudad especial, a una
ciudad eterna, y a un pozo oscuro de desesperanza.
—¿Un pozo oscuro de desesperanza? ¿En una ciudad eterna? —El corazón de
Alanis se oprimió del temor. ¡Dios Santo!
—¿Cuál es esa ciudad especial? —preguntó Sallah con tono realista—.
Podría ser cualquiera: Argel, París. La cabeza me va a estallar con tantas
posibilidades.
—Hay más —añadió Nasrin de modo incómodo—. El camino que Sidi
Moussa describe tiene muchos senderos sinuosos que conducen al mismo sitio:
a la ciudad donde conducen todos los caminos —Sus ojos se llenaron de
remordimiento—. Lo siento, querida. No fue mi intención meternos en...
—¡Espera! —Alanis sintió que se le erizaban los vellos de la nuca—. La
ciudad eterna donde conducen todos los caminos...
Nasrin frunció más el ceño.
—¿Eso tiene algún sentido para ti?
Alanis les dio la espalda y miró fijamente el mar negro. La ciudad eterna
donde conducen todos los caminos... Y a un oscuro pozo de desesperanza. Fijando la
vista en las estrellas, dijo en un suspiro:
—Roma.
Capítulo 21
Un invierno frío los recibió en los sombríos confines del Castel
Sant'Angelo. Aferrando firmemente el codo de Sallah, Alanis los siguió hasta el
puente de mármol suspendido sobre el río Tíber y oró en silencio a la diosa
protectora, Roma, rogándole que le revelara en qué sitio de la ciudad ocultaba a
su amado. Al cabo de tres semanas de buscar en todo tipo de foso de
encarcelamiento y aún sin rastros del paradero de Eros, ella comenzaba a
desesperarse.
—Ese sería un riesgo inútil —suspiró Sallah junto a ella—. Sólo un tonto
pondría a un prisionero como Eros en las mazmorras de un castillo tan
llamativo como el Ayuntamiento. Desafortunadamente para nosotros, ese
rufián de Cesare es cualquier cosa menos ingenuo.
—La ingenuidad no es algo que caracterice a su familia. Debemos ser
astutos, Sallah. No podemos continuar de este modo, tanteando en la oscuridad
mientras Eros paga un alto precio por nuestra incompetencia.
—Maldición, pero esto es desesperante. No es que me moleste andar
arrastrando los pies de sol a sol, de un pozo a otro, ni sobornando a todo sucio
carcelero de Roma, pero está llevando una condenada cantidad de tiempo, y
sólo Dios sabe la horrorosa hospitalidad que el primo le estará brindando, si es
que aún está con vida...
—Él está vivo —afirmó ella con énfasis—. Y está aquí. Lo presiento —No
podía perder las esperanzas. No ahora. Ni jamás. No hasta que viera a su... Ella
era incapaz de completar ese pensamiento.
—¡Por supuesto que está vivo! —exclamó Sallah con una sonrisa
alentadora—. Y no envidio en absoluto a sus carceleros. ¿Te conté lo de esa vez
que fue a verme a Londres y lo metieron en la Torre acusado de espionaje? Los
idiotas creyeron que se trataba de un agente español. ¡Como si un español
tuviera los mismos ojos que un príncipe del norte de Italia! —rió
nerviosamente.
—Sallah, cuando te conté la verdad acerca de su origen afirmaste no saber
nada al respecto —Ella se lo había tenido que contar a él y a Nasrin. Tres
cabezas eran mejor que una. Los únicos detalles que había omitido fueron los
relacionados a la traición de su madre.
—Yo tenía fuertes sospechas. Sabía que él era un noble. Es imposible no
detectarlo en Eros. Además esos escudos milaneses eran elocuentes, aunque yo
fui demasiado cobarde para mirarle a la cara y preguntárselo. Él conocía todos
los salaces chimes sobre los monarcas, las princesas y todos los generales de alto
rango del continente entero. Eso implicaba más que un mero interés por la
política, pero jamás se me pasó por la cabeza que fuera Stefano Sforza. ¿Sabes?
Yo le entendía. Sabía el tipo de hombre que era.
—Es —lo corrigió Alanis.
—Es. Y no me hizo falta saber más. Me alegra que haya confiado en ti.
Necesitaba alguien en quien confiar, que no fuera su hermana pequeña.
Alguien lo bastante fuerte para ayudarlo en los momentos de necesidad —Los
ojos negros se tornaron más cálidos—. Tú apenas eres una muchachita, Alanis,
bonita y frágil, como salida de un cuento de hadas; sin embargo, eres todo
corazón, afilada y fuerte como un arma. Creo que en ti él encontró su pareja.
—No tan fuerte —admitió ella, con voz serena y vacía. Se estaba muriendo
por dentro.
—Ven —Sallah le rodeó los hombros con un brazo—. Cruzaremos el río e
iremos caminando hasta Piazza Navona. Te invitaré a una taza de chocolate
caliente. Eso nos animará.
Mientras cruzaban en silencio el puente ornamentado, Alanis se embebió
de las vistas de la ciudad que se expandía: enormes palacios y piazzas que
conmemoraban cardenales se yuxtaponían a los monumentos en honor de
dioses y emperadores. Esta era la Roma de los cesares, de las legiones y de las
águilas doradas, de los papas y príncipes, del poder y la decadencia. Ella
encontraba a Londres inspiradora, a París subyugante, pero la Ciudad Eterna la
conmovía. Con el vecino espíritu navideño, Roma estaba adornada con
guirnaldas de color rojo, verde y dorado.
—¿Qué pestosa mazmorra sigue en la lista de Nasrin? —preguntó ella.
Nasrin tenía dificultad para respirar en lugares cerrados así que era la
encargada de investigar y aportar brillantes ideas como la que los había llevado
hasta allí.
Sallah extrajo un trozo de papel arrugado y leyó con el ceño fruncido.
—Catacumbas, columbario, necrópolis. La lista es interminable. Hay toda
una ciudad subterránea construida bajo nuestros pies.
—Siento pavor de pensar que Eros pueda estar enterrado vivo en una
siniestra tumba jesuita —Ella se detuvo en la mitad del puente—. Esto no va
bien, Sallah. Necesitamos limitar nuestra búsqueda. Si estuviésemos en
Londres, trataríamos de valernos de conexiones y conseguir la ayuda de
personas influyentes, ¿por qué no hacerlo aquí?
Sallah extrajo un cigarro.
—Aquí no conocemos a nadie. ¿A quién podríamos acudir? ¿A la familia?
Alanis se serenó.
—¿Mi familia?
Él aspiró el filtro del cigarro encendiendo en él un brillo rojo, con aire
pensativo.
—Tu abuelo no es el tipo de pariente que tenía en mente; no obstante, es
un hombre influyente. Comprendo tu renuencia a apelar a él. Temes que te
ordene regresar a Inglaterra y dejar que Eros se salve por su propia cuenta.
—Lo hará —la congoja se veía grabada en los ojos azul verdosos de
Alanis—. ¿Y entonces la familia de quién?
—La de Eros.
—No sé si hay otro Sforza además de Jasmine y Cesare, y me temo que si
lo hubiera, podrían estar confabulados con el ruin primo.
—Entonces la familia de la madre. La realeza se casa con la realeza. La
rama materna debería ser de la misma alta alcurnia. Alguien debe saber algo.
—Esa no es una buena idea —Ella sabía que a Eros no le agradaría recibir
ayuda por esa parte—. Sallah, no necesitamos parientes anónimos. Necesitamos
una figura accesible y neutral con rango, muy acaudalada y que conozca esta
ciudad como la palma de su mano. Alguien como el Papa.
Se miraron sumamente anonadados y rompieron a reír.
—¡Somos unos idiotas! —exclamó Alanis entusiasmada.
—¡Eres un genio! —Sallah arrojó el cigarro y la asfixió con un fuerte
abrazo.
Mirando al cielo, la esperanza le brotó en el corazón y ella le dio gracias a
Dios en silencio. Después de todo era Navidad, época de milagros.
—¡Iremos a verlo de inmediato! —anunció ella—. Será incapaz de negarnos
su ayuda para rescatar al príncipe italiano. Él encontrará a Eros por nosotros.
Sallah tosió.
—Eh... supongo que cuando dices "nosotros" quieres decir "tú" y que
tienes una idea sólida sobre con qué pretexto te acercarás al Papa en nombre de
un hombre con el que no tienes relación alguna. Eres una mujer que no está
casada y se encuentra sola en un país extranjero...
El corazón se le hundió como una roca.
—No tengo pretexto —Su relación con Eros no era algo que se pudiera
mencionar en la presencia del Santo Padre.
Sallah frunció las cejas.
—Entonces tendremos que buscar una excusa creíble.
—Tal vez seas tú el que deba ir —lo alentó Alanis—. Eres un caballero, el
socio de Eros, y su mejor amigo. Suena tan bien como ser de la familia.
Sallah meneó la cabeza.
—Yo no puedo acudir a la Iglesia Católica, querida mía. No me inclinaré
ante él. No le besaré la mano ni me persignaré. Me enfrentaría a los leones en la
arena antes de renunciar a mi fe. Ni siquiera por Eros.
Alanis asintió con la cabeza, con aire sombrío.
—Lo respeto.
Sallah se rizó el bigote.
—El deber de salvar una vida es más importante que la ley del Sabbath.
¿Crees que sea más importante que el hecho de mentirle al Papa?
—Mentiré si debo hacerlo —dijo Alanis pausadamente—. Por Eros.
—Entonces que así sea. Tengo un plan que hará que te reciban —dijo
Sallah con un gruñido.
Se pasaron el día entero buscando al individuo que necesitaban para
formalizar el plan. La búsqueda resultó de un éxito asombroso —un buen
presagio— y regresaron al hotel en Rione Campo Marzo a cambiarse. Alanis
tuvo sumo cuidado con el atuendo, ansiosa por causarle a Su Santidad la
impresión adecuada, y también emperifollándose en secreto para Eros. Aquella
era una idea estúpida; era improbable que él estuviese esperándola en los
despachos del Papa, pero ella hasta podía percibir el olor de su perfume
embriagador mientras revolvía los arcones.
Sallah y Nasrin la escoltaron en un carruaje cerrado hasta el conjunto de la
basílica de San Pedro, la más grande de todas las basílicas, y la dejaron en la
Piazza San Petro entre las imponentes columnas. La nevasca flotaba en el aire.
Las torres, castillos, oficinas y bibliotecas rodeaban el área, pero ella sólo tuvo
ojos para la majestuosa catedral que se alzaba ante ella. Rogó que Su Santidad,
el papa Clemente XI, fuese tan omnipotente como el aura de su colosal imperio.
Lágrimas y temores la rodeaban por los cuatro costados cuando Alanis se
registró en la recepción de la secretaría del vicario de San Pedro, firmando con
su nombre y especificando el motivo por el que solicitaba audiencia. Estaba
cayendo la noche y los colosales espacios del edificio parecían haber absorbido
la escarcha de afuera. Sentada en un corredor atestado de infinitos visitantes,
ella repasó mentalmente los detalles que había acordado con sus inteligentes
amigos en el trayecto hasta allí. Debía tener especial cuidado con lo que decía si
quería que todo funcionara, y —para salvar su alma— mentir lo menos posible.
Con una imagen de aplomo y virtud, permaneció sentada durante horas,
masajeándose las manos, ensayando su discurso, observando la cola reducirse a
una velocidad increíblemente lenta, y rezando por Eros... Pasaron las horas.
—Madonna —Una palmadita en el hombro la hizo dar un salto. Abrió los
ojos con rapidez. Debía de haberse quedado dormida. ¿Qué hora era?
¿Medianoche? Un sacerdote con una sotana color escarlata estaba de pie frente
a ella, con una expresión serena—. Venid, por favor. Su Santidad os recibirá
ahora.
Atravesaron largos pasillos pintados al fresco, bordeados de enormes
estatuas de mármol creadas por maestros. Las obras maestras esculpidas,
diseñadas para poner mortales en su lugar, canonizaban a los anteriores papas,
congelando la vida en sus rostros. Reinaba la inspiración divina, el spettacoli
grandiosi intentaba traer a los católicos al redil y fortalecerles su fe, reconciliar a
los ateos con la Iglesia y bañar a los agnósticos con la luz del Todopoderoso. En
algún lugar de aquel reino de santidad existía un techo más hermoso que el
cielo, pintado por Miguel Ángel. Por algún motivo, ese pensamiento la
inspiraba.
Rodeado de cardenales y otros sacerdotes de alto rango, vestido de color
marfil con adornos dorados grabados en relieve, el Papa estaba sentado sobre
un trono elevado, en una habitación pintada con frescos. Básicamente era un
despacho. Un secretario superior le hizo una seña para que se adelantara y ella
se hincó de rodillas con gracia para besar el dobladillo de la toga y los anillos de
su mano.
—Sua Santita —murmuró ella, con la vista baja y persignándose.
El Papa le hizo la señal de la cruz sobre la cabeza, susurró una bendición y
le hizo un gesto con la mano. Los ojos de él se posaron de inmediato en el
medallón de oro que pendía entre sus pechos.
—La admisión con poca antelación es altamente heterodoxa —Hablaba
inglés fluido, confirmando sus aptitudes lingüísticas—. La gente viene hasta
aquí de todas las partes del mundo y se pasa meses esperando tener una
audiencia. ¿Sabéis por qué se hizo una excepción con vos, Donna Sforza?
El pulso se le aceleró ante la mención de su falso título. No podía discernir
a qué le temía más: si a Dios, por engañar a su emisario; al Papa, por si su
mentira era descubierta; o a Eros, que con toda seguridad a la larga se enteraría.
A falta de respuesta, ella inclinó la cabeza respetuosamente.
El Papa leyó el extracto que tenía sobre su regazo.
—Vos sois la nieta del duque de Dellamore. Tuve el placer de conocer a su
Excelencia cuando visitó Roma hace quince años. Por aquel entonces, yo era el
secretario del nuncio apostólico. Él hizo una considerable donación a la
Biblioteca del Vaticano. Según recuerdo, el duque es un apasionado estudioso
de la filosofía y la ciencia política romanas.
—Así es, Su Santidad —respondió Alanis aún con la vista baja.
—También es mecenas del arte antiguo.
—Efectivamente, Su Santidad. El arte de la antigua Roma es su preferido.
—Como lo es para mí —recalcó el Papa con orgullo—. Su Excelencia vino
después de la Revolución Católica antirromana en Inglaterra, como
consecuencia de la cual perdió popularidad por el hecho de ser católico.
—Mi abuelo es miembro del Partido Liberal, Su Santidad. Su ideología no
coincide con la de los que apoyan al Partido Conservador pro-anglicanista. Es
consejero personal de la reina Ana —Ella agradecía pertenecer a una familia
que apoyaba la derecha, al menos en esa ocasión.
—Providencialmente, la reina Ana es católica y las cosas están de nuevo
en orden —sonrió el Papa—. Está bien informada sobre la política de vuestro
abuelo. También poco ortodoxo para una mujer.
—Somos muy íntimos, Su Santidad. Mi abuelo me crió después de la
prematura defunción de mis padres. A menudo lo he asistido en su
correspondencia.
—Y mientras, prestabais mucha atención —La examinó atentamente.
¿Estaría tratando de determinar si aquella extraña criatura que tenía enfrente
era digna del príncipe hijo del fallecido duque de Milán?, se preguntó ella—.
Habladme del príncipe Stefano. Vuestro esposo ha sido dado por muerto
durante dieciséis años, madonna.
Ella estaba preparada para ello.
—Después de la muerte de su padre, el duque Gianluccio Sforza, que Dios
lo tenga en su Gloria, mi esposo tuvo que huir de Milán. Desde entonces ha
estado viviendo en el extranjero.
—El príncipe Stefano tenía dieciséis años cuando los españoles asesinaron
a su padre. Se da por hecho que ya superó la juventud. ¿Por qué no apareció
para reclamar su patrimonio real? ¡Tiene un compromiso vinculante con un
millón de milaneses! ¡Sus territorios están siendo aplastados por el salvajismo
de las potencias extranjeras! ¿Es que no tiene noción del concepto de virtud u
honor al descuidar sus responsabilidades de ese modo?
Alanis no se había esperado esto.
—Él es consciente de sus responsabilidades, Su Santidad. En su corazón,
mi esposo no ha olvidado a Milán —Sin importar lo mucho que Eros lo negara.
—¿Y entonces dónde está? —exigió saber el Papa—. ¿Por qué lo posterga?
Alanis tragó saliva con dificultad.
—Stefano Andrea está prisionero —respondió ella con calma, consciente
de que la voz le había fallado—. Está encarcelado en Roma por su mismísimo
primo, Cesare Sforza.
Los ojos del Papa centellearon.
—¿Cesare Sforza tiene prisionero al legítimo duque de Milán?
—He venido a solicitar la ayuda de Su Santidad para localizar a mi esposo.
—De acuerdo con este certificado de matrimonio —dijo dando golpecitos
sobre el documento que tenía en su regazo—, vos os casasteis por la iglesia
católica de San Jago de la Vega, en la isla de Jamaica hace tres meses.
—Correcto, Su Santidad —respondió ella, percibiendo el calor que le subía
por las mejillas.
—Decidme, madonna: entre sus actividades como experta política y
secretaria, ¿estáis por casualidad familiarizada con la Ley de Lombardía?
El corazón le dio un vuelco.
—No, Su Santidad.
—Pues deberíais estarlo, porque vuestro certificado de matrimonio no vale
ni el papel en el que está impreso.
Alanis empalideció. El experto falsificador lo había echado a perder.
—¿Su Santidad? —Se le quebró la voz.
—La Ley de Lombardía decreta que el Príncipe Real de Milán estará
legalmente casado sólo después de que el Arzobispo de Milán realice una
ceremonia en el Duomo de Milán. Por consiguiente, si el príncipe Stefano
falleciera o deseara romper los votos de matrimonio que realizasteis en Jamaica,
vos no tendréis derecho a reclamar su nombre, ni sus títulos, ni patrimonio
alguno. Vuestro matrimonio será anulado.
La Ley de Lombardía. Otra parte de la adivinanza que se resolvía.
—Su Santidad —susurró ella con la garganta obstruida—. Si el príncipe
Stefano falleciera, no tendré interés en patrimonio alguno.
El Papa la contempló minuciosamente.
—Vuestro corazón habla en nombre de vuestro esposo, madonna. Cesare
Sforza es una desgracia para el augusto nombre de su familia: traición,
adulterio, corrupción. Ha cometido todo tipo de pecados. Habéis hecho bien en
venir a verme. Tened por seguro que haré mis investigaciones. El príncipe
Stefano Sforza será encontrado y os será devuelto.
** ** **
Cesare detestaba las caliginosas y espantosas tumbas de los sitios donde
las siniestras sombras trepaban por las paredes, donde las goteras hacían eco al
caer de los techos bajos, y donde las celdas con barrotes susurraban locura.
Una profunda oscuridad lo acompañaba mientras descendía más y más
hacia las fétidas entrañas de la tierra, los tacones de sus botas hacían un ruido
sordo en la rudimentaria piedra arenisca. A ambos lados había nichos que
excavaban las paredes. Estaba buscando una maldita tumba. Con un farol en
una mano, se tapó la nariz con un pañuelo y aceleró el paso, ansioso por salir al
aire libre. Si hubiera tenido el estómago para obligarse a bajar más a menudo, a
estas alturas ya hubiera obtenido el medallón Sforza. Se tranquilizó al pensar
que Stefano se estaba quebrando. Por muy resistente que fuera su primo,
ningún hombre era capaz de soportar para siempre la tortura, el hambre y el
cautiverio en un sitio como aquel. Tarde o temprano, Stefano se rendiría y
Cesare Sforza se convertiría en el futuro duque de Milán.
Una profunda oscuridad lo recibió en el interior de la última cámara. Al
levantar el farol en alto, una silueta torturada salió a la luz. Tenía las muñecas
fuertemente sujetadas con grilletes crucificados a las paredes laterales, y los pies
encadenados al suelo. Los músculos cubiertos de harapos de su gran cuerpo
desnudo estaban cubiertos de mugre y brutales marcas, testimonio del delicado
tacto de Roberto.
—Stefano —llamó la atención del esqueleto viviente—. Estás salvado. Tus
vacaciones aquí han terminado. El sitio que escojas para ir depende
exclusivamente de ti.
Dejó que las palabras penetraran en la nublada conciencia del prisionero,
pero como los minutos pasaban y no surgía reacción alguna, Cesare se adelantó
y le levantó la cabeza tirándole bruscamente de la cabellera corta. Valles negros
se hundían debajo de sus ojos. Sus delgados huesos sobresalían a través de la
piel pálida. Una barba negra envolvía la parte inferior de su rostro. Y los ojos
hinchados por los golpes aún se negaban a abrirse.
—Sé que me escuchas —dijo Cesare con voz áspera—, y cooperar es por tu
propio bien. Créeme cuando digo que no tienes la resistencia de soportar para
siempre el dolor que se te inflija con los medios que tengo a mi disposición.
Morirás o tu voluntad se quebrantará. Y como el tiempo es vital, ya no tendré
piedad de ti como la he tenido hasta ahora. Dime dónde has escondido el
medallón y te liberaré.
Al cabo de lo que pareció una eternidad, el prisionero movió los labios.
Cesare detestaba tener que acercarse, en especial cuando el esqueleto sonreía al
pronunciar palabras apenas audibles:
—Jesús te lo susurrará al oído antes de que yo lo haga.
Cesare dijo furioso:
—¡Idiota! ¿Por qué resistes tanto? No podrás llevarte ese trozo de oro a la
otra vida. Deja que te dé una muerte honrosa y sin dolor en esta vida. Morir
como un soldado.
Los ojos hundidos seguían cerrados.
—Mátame, Cesare, como yo maté a tu padre.
—¡No quiero matarte! —rugió Cesare—. Quiero retenerte aquí hasta que
no quede otra cosa de ti más que huesos podridos que hasta las ratas aniden.
¿Dónde está el medallón Sforza?
Abrió un poco los ojos.
—Llevaré mi medallón al Elíseo y te esperaré allí.
Maldiciendo, Cesare le soltó la cabeza. Su imbécil primo era un
masoquista. Costaría una sutil persuasión hacerle hablar a ese bastardo.
—¿He mencionado que tu esposa se encuentra aquí, en Roma?
¡Victoria! El prisionero levantó la cabeza lentamente. Unos ojos profundos
y brillantes se clavaron en Cesare.
—Ah, finalmente tengo tu absoluta atención. La preciosa rubia significa
algo para ti. Espléndido. Bien, sólo necesitamos descubrir exactamente cuánto
valoras su bienestar.
Los ojos hundidos centellearon con ferocidad. Cesare continuó:
—Admito que no tenía ni idea de que te habías casado con esa jovenzuela.
Las cosas se vuelven más interesantes, ¿no crees? —Dio vueltas alrededor del
cadáver encadenado, tapándose la nariz con el pañuelo de encaje—. Al parecer
la rubia tiene cerebro además de un delicioso trasero. Acudió al Papa y ahora la
ciudad entera está siendo registrada por ti. Ya ves, por mucho que quiera, no
puedo tenerte aquí mucho más tiempo. Pronto, estarás saludando a nuestros
padres. Sin embargo —se detuvo detrás del hombro del prisionero—, si
entregas el medallón, prometo dejar a la rubia en paz.
—¡Va all'inferno! —siseó el prisionero, haciendo rechinar las cadenas.
Cesare entrecerró los ojos.
—¿La estás protegiendo porque tiene el medallón? —¿O es que ella no
significaba tanto para su primo como él creía? Por primera vez se preguntó si
podría llegar a establecerse en Milán sin el maldito medallón. El emperador lo
echaría a patadas, pero aunque Luis era inconstante y traicionero, se podía
confiar en que tomaría parte en la destrucción de sus rivales. Con todo, ya no
podía mantener al prisionero con vida. Sacó la daga y la puso en el cuello de su
primo—. Luchaste bien, Stefano. Pero tu suerte estaba en el juego de cartas.
Saluda a mi padre cuando te lo encuentres. Y dile a ese bastardo que su hijo es
mejor hombre de lo que lo fue él —La voz sonó ruda hasta para sus propios
oídos. Sus dedos se apretaron alrededor de la empuñadura enjoyada, pero se
negó a cortar. No menos sorprendido estaba su prisionero, rígido bajo el frío
acero. Stefano no quería morir. Extraño, pensó Cesare, después de semanas de
absoluta apatía.
No obstante, a él no le interesaba perder el tiempo pensando en el cambio
del estado mental de su primo al estar rodeado de restos de hace miles de años.
Enviaría a Roberto para que acabara con él. Enfundó la daga, caminó hacia la
entrada, ansioso por largarse. Le clavó una última mirada a su primo.
—Tu título, tu principado, tu prestigio... Debieron de pertenecerme a mí
en primer lugar —Giró sobre sus talones y se marchó, perdiéndose el renovado
brillo de vida en los ojos que lo seguían en su retirada.
** ** **
El pequeño ejército armado con uniformes rojos, reunido en la plaza bajo
la ventana de su hotel, le resultaba a Alanis aún más asombro que la llegada de
una enviado del despacho del secretario del nuncio apostólico sólo tres días
después de la visita a Su Santidad. Ella examinó rápidamente por tercera vez la
misiva que tenía aferrada con fuerza entre sus temblorosas manos: "Su Alteza
Real, el Príncipe Stefano Andrea Sforza, está encarcelado en el Burgo de Ostia
Antica".
Alanis se apartó de la ventana y se fue junto a Sallah y Nasrin, que
miraban de reojo a los tres desconocidos apiñados en el lujoso vestíbulo: el
capitán general del Papa, el enviado oficial y el gerente del hotel, que se
encontraba ahí porque aquel revuelo brindaba una excelente publicidad para la
imagen del hotel.
—¿Me acompañaríais? —les preguntó ella a sus amigos.
Sallah emitió un bufido de satisfacción.
—Por supuesto.
Cogieron los abrigos y se marcharon. Un magnífico carruaje que portaba
el escudo del papa Clemente XI aguardaba en la entrada del hotel. Subieron y
ocuparon los asientos de suave terciopelo rojo. Carruaje y caballos traquetearon
por la plaza hacia la calzada adoquinada de San Pietrini.
Al abandonar el Muro Aureliano, tomando la vieja carretera a Ostia, el
paisaje cambió de edificios de ladrillo y mármol a verdes colinas bordeadas de
pinos. Con las manos juntas sobre la falda, Alanis miraba por la ventana y se
preguntaba qué sería esa sensación de mal agüero que tenía en la boca del
estómago. Habían pasado casi cinco semanas desde la captura de Eros. Ella no
lograba disipar el terror que le minaba el corazón.
El carruaje se detuvo frente a un imponente bastión marrón. Los soldados
protegieron el área y el carruaje avanzó bamboleándose. El capitán los recibió
en el portón.
—Insisto en que aguardéis afuera, milady. Aquí las celdas son
considerablemente menos salubres que las del Castel Sant'Angelo.
—Mi... esposo está prisionero aquí, capitán —dijo Alanis—. Ya hace
semanas que está aquí. Os acompañaré adentro.
—Como gustéis —El oficial le hizo un brusco gesto con la cabeza y
procedió a atravesar el portón.
Alanis sintió un brazo amable rodeándola por los hombros.
—Lo haremos juntos, como antes —le aseguró la cálida voz de Sallah. Ella
se encontró con sus ojos afectuosos y sonrió con gratitud. Entraron al bastión.
Un revellín fortificado encerraba el torreón del Burgo. Había varios
escudos de papas y cardenales por todas partes, un foso en pendiente, con
almenas y ventanas construidas para disparar tiros de gracia. Una inscripción
en latín esculpida en la entrada decía: Cuidaos de las decepciones. La esperanza está
en la fortaleza. Libraos del miedo.
Los miedos de Alanis se multiplicaron. Centinelas armados vestidos con
uniformes inidentificables los observaban con cautela mientras entraban, pero
no hacían ni un movimiento para bloquearles el paso. El interior del bastión era
tenebroso y frío, unas aperturas en lo alto de las gruesas paredes dejaban entrar
luz y aire. Ella cogió el brazo de Sallah con las dos manos y se pegó a su
costado. El corazón le latía ferozmente. El capitán y los soldados se detuvieron
para armarse de antorchas antes de descender las escaleras del angosto y
sinuoso túnel, que conducía a un oscuro foso. El primer grito vibrante de
miseria le dio a Alanis un susto tremendo.
—Calma —la reconfortó Sallah y la apretó contra él—. No llevará
demasiado tiempo.
Ella sentía deseos de metérsele en el bolsillo. Estaba tan nerviosa que trastabilló
varias veces. Parecía que las voces del pasado murmuraban sus nombres,
gritando su desafío a la muerte, ¿o es que eran voces de seres vivos
atormentados por la locura y la desesperación? Otro mensaje en latín advertía a
los que tendían a permanecer allí mucho tiempo: No toquéis al mortal. Respetad la
cabellera.
Las paredes se volvieron pequeños nichos, sarcófagos y baúles, el depósito
de Hades. El polvo se levantaba de la piedra arenisca tornando el aire aún
menos soportable de lo que ya era. El sitio apestaba a muerte, no sólo de los que
habían escogido ser sepultados allí hacía más de cientos de años, sino también
de la muerte reciente. Alanis estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa cuando
una profunda oscuridad los acogió en el interior de una pequeña cámara. Unas
pesadas cadenas vacían en el suelo manchado de sangre. Alguien —¿Eros?—
había estado cautivo allí hasta hacía poco tiempo. Los soldados intercambiaron
miradas pesimistas. Alanis no se había percatado de la presencia del mugroso
carcelero que los había guiado hasta que el capitán se dirigió a él con aspereza.
El hombre se encogió, con la culpa y el terror en los ojos. Los gritos del capitán
lo quebraron y lloriqueó lastimosamente.
Alanis jamás había visto a Sallah tan ceñudo como cuando el capitán se
dio vuelta para mirarlo de frente con expresión desfavorable.
—Lo siento mucho... Su Alteza está muerto. El carcelero afirma que el
prisionero murió anoche. Esta mañana arrojaron su cuerpo al Tíber.
—¡No! —El grito de angustia de Alanis retumbó en todo el túnel, cargado
de un dolor que desgarraba el alma. Luego la nada. Sólo la oscuridad.
Una vez, Roma, que representaba al mundo bueno,
tenía dos soles, cada uno iluminaba su propio camino:
el sendero del mundo y el sendero de Dios.
Dante: Purgatorio.
Capítulo 22
Las pesadillas eran tan desagradables como las frías horas despierta. De
manera consciente, Alanis no era capaz más que de invocar una vaga imagen de
Eros, aunque en sus sueños lo veía claramente: hermoso, fuerte, brillante con
agua de mar. Sólo que jamás perduraba, se desvanecía en el momento en que
estiraba la mano para tocarlo, esfumándose entre sus dedos como la bruma del
mar. Y ella sentía frío. Tanto frío.
Siete días habían llegado y pasado siguiendo su curso continuo, y más que
fría ella se sentía gris. El fulgor de su corazón se había apagado, dejando un
vacío y una depresión tan desapacible que ella dejó de ser una persona. En
Roma, la estación del año era gélida y gris. La mayor parte del tiempo las calles
estaban desiertas; el repique de las campanas anunciaba el paso de las horas
como único testimonio de que en el interior de las casas, los negocios, palacios e
iglesias, la vida seguía latiendo. Sin embargo, en las oscuras cavidades de su
corazón, sólo la desesperanza estaba al acecho.
Ella no tenía ni idea de lo que iba a hacer ahora. Ni tampoco tenía la
entereza para decidir. Sólo podía estar sentada con la ventana abierta, mirando
cómo afuera caía una lluvia torrencial.
Al caer la noche Sallah y Nasrin fueron a su alcoba. La temperatura había
bajado abruptamente y ella ya no podía escuchar el tamborileo de la lluvia.
¿Estaría nevando? No tenía idea. Nada le importaba.
—¡Dios! Estás viviendo en un glaciar —Conteniendo un escalofrío, Nasrin
corrió a cerrar las ventanas—. Encontrarás la muerte sentada aquí día y noche,
sin dormir, sin comer. No puedes seguir así. Eres una mujer joven. Te quedan
años que esperar.
Ese era el problema, pensó Alanis. Los años.
Unas manos cálidas se posaron sobre sus hombros.
—Baja a cenar con nosotros —sugirió Sallan—. No te quitará la tristeza
pero te recordará que aún estás entre los seres vivos. Hará que te sientas mejor.
En un rincón alejado había una lámpara encendida. El fuerte resplandor
hizo que Alanis entrecerrara los ojos.
—No tengo hambre, Sallah. Ve tú. En este momento no me siento una
buena compañía.
—Estos días nunca te sientes —Nasrin se sentó a su lado y le dio una
palmadita en la mano—. El duelo es un proceso sano, querida mía. Uno necesita
llorar por el fallecimiento de un ser querido: si no, jamás se libra de ese dolor.
Pero hay reglas para el dolor y otras para la vida, y después de los siete días de
luto uno se levanta y retoma la vida cotidiana. Torturar a tu cuerpo y tu alma
no lo traerá de vuelta.
Alanis se cubrió el rostro con las manos. Se sentía tan... triste. Le había
fallado al hombre que amaba.
—¿Cómo pudimos hacerle esto? Dejamos que se pudriera en el foso
durante un mes entero...
—Así que ahora te estás culpando de su muerte... — Sallah le lanzó a su
esposa una mirada seria.
Alanis levantó la cabeza, con las lágrimas ardiendo en sus ojos.
—¡Una día, Sallah! ¡Lo perdimos en menos de un día! ¡Y sí, es por mi
culpa! No importa cómo lo veáis vosotros... ¡Es culpa mía! ¡Yo lo maté! Si no
fuera por mí, él estaría todavía con vida. ¡Yo lo seguí como si fuera un nudo
apretandole la garganta, cuando lo único que él quería era ser libre! —gritó ella,
sin poder contener más las emociones reprimidas.
—Eso es completamente absurdo —murmuró Sallah—. Casualmente,
cuando yo le mencioné a Eros que no tenía ningún derecho de retener a una
mujer de procedencia aristocrática como la tuya, me mandó al demonio.
Alanis sacudió la cabeza.
—Yo me metí en su vida, lo confundí, lo forcé a revelarme su identidad.
Cesare no lo hubiera atrapado de no haber estado ahí en la playa como dos
imbéciles aquella mañana. Yo lo distraje cuando él podía haber estado a salvo... —Se
hundió en la alfombra y sollozó, con el cuerpo temblando y el alma desgarrada
por la angustia. Sentía deseos de morir ella también. No quería seguir viviendo
en un mundo que había perdido a su sol más brillante. Quería yacer en una
tumba fría sin sentir nada. Sin ser nada. Quería morir y estar con Eros...
—¡Mi niña querida! —Nasrin se arrodilló junto a ella y la envolvió entre
sus brazos. Acunándola, como una madre con su bebé, la calmó murmurándole
cosas, besándola, suspirando y ofreciéndole todo el consuelo posible—. No
llores, mi alma... No llores.
Alanis lloraba incontrolablemente, derramando más lágrimas de las que
había derramado en los siete últimos años. El hecho de no volver a sentirle, a
acariciarle, a verle, la estaba arrastrando muy profundo, hacia un oscuro pozo
de tristeza, donde sólo la aguardaba la locura.
Llevó un largo rato, pero finalmente los sollozos cesaron y otra vez pudo
levantar el rostro. Tenía un aspecto terrible. Sin embargo, sorprendentemente,
se sentía mejor. Más liviana. Hasta fue capaz de mirar a sus amigos a los ojos y
hacer un gesto reconfortante. Desgraciadamente, ella todavía no estaba muerta.
Nico y Daniello se les unieron para cenar en el exclusivo restaurante del
hotel. Estaban despidiéndose en el pomposo vestíbulo, cuando se les acercó un
empleado acompañado por un muchacho mugriento. El empleado del hotel le
hizo un gesto al muchacho para que se adelantara y éste metió la mano en el
bolsillo y le ofreció a Alanis una misiva manchada. Aferró la andrajosa gorra y
aguardó, con los ojos bien abiertos y con una expresión ansiosa en mitad de su
sucio rostro. Incapaz de interpretar aquella escena estrafalaria, Alanis aceptó la
nota y la abrió.
—Bien —apuró Sallah—, ¿qué es lo que dice?
—No lo sé —murmuró Alanis—. Está escrita en italiano —Ella examinó la
página rápidamente, tratando de descifrar los garabatos extranjeros. Leyó en
voz alta—: "San Paolo Fuori le Mura. Via Ostiense. Venga da sola. Sorella
Maddalena". —Levantó la cabeza—: ¿Nico?
—San Paolo, del otro lado del Muro. Carretera Ostia. Venga sola.
Hermana Maddalena —tradujo Nico fácilmente—. Del otro lado del Muro
Aureliano hay un convento con ese nombre. Queda sobre la carretera a Ostia,
cerca del bastión donde tenían a Eros. No tiene pérdida. Tiene unos altos
campanarios, y...
—¿Un convento? —Los ojos de Alanis se encendieron con renovada
esperanza.
—Es una trampa —Sallah miró al muchacho con ceño fruncido—.
Pregúntale quién le pagó para entregar esta misiva.
Nico hizo lo que se le pidió y tradujo de inmediato.
—Es un pilluelo de un orfanato local. La hermana Maddalena les enseña a
diario. Ella le pidió que entregara esta misiva y le regaló un dulce como pago
por sus esfuerzos. Pero ha estado lloviendo todo el día y tuvo problemas para
encontrar el hotel. Ella insiste en que vayáis sola. La hermana Maddalena fue
inflexible respecto a eso. ¿Deseáis que os acompañemos, milady?
—En absoluto —afirmó Sallah—. No vas a salir corriendo a esta hora y con
este tiempo por este pilluelo escuálido que salió de Dios sabe dónde, de parte
de a saber quién...
—Debo ir, Sallah —Alanis le pidió al empleado del hotel que enviara a
alguien a su habitación para traerla su capa—. Nico y Daniello me escoltarán en
un carruaje cerrado. Estaré completamente a salvo.
Nasrin intervino.
—Querida mía, te estás olvidando de que Cesare Sforza aún anda por ahí
suelto. Puede llegar a enterarse de que tú tienes el medallón. Creo que por una
vez, Sallah tiene razón. No debes ir.
—Iré —anunció Alanis con determinación—. No tengo nada que perder.
—¿Pero qué es lo que tienes que ganar? —dijo Nasrin, y luego agregó en
un susurro—: Eros está muerto.
Alanis la miró fijamente de manera decidida.
—Yo no he visto su cuerpo. ¿Y tú?
** ** **
Una intensa aguanieve cubría la antigua Via Ostiense. San Paolo Fuori le
Mura se alzaba imponente al frente, con blancos campanarios de piedra
arenisca que contrastaban con el cielo azul oscuro. Alanis abrió la ventana del
carruaje y sacó la cara al frío viento nocturno. Había perdido al único hombre
que había amado de verdad —que habría podido amar— y necesitaba
encontrar algunas respuestas, aunque fuera arriesgando su propia vida.
En cuanto el carruaje se detuvo, Nico bajó de un salto y fue a tocar la
campanilla en la puerta de hierro. Daniello ayudó a Alanis a bajar del carruaje y
la escoltó hasta la entrada. Una portezuela se abrió a la altura de los ojos,
dejando un par de ojos a la vista:
—Lady Sforza, para ver a la hermana Maddalena —le informó Nico a los
ojos curiosos. Alanis se bajó la capucha de piel descubriendo la cabeza rubia y
se adelantó.
Desatrancaron un pestillo de metal y la puerta se abrió.
—Sólo la dama —insistió la monja.
—Estaré bien —Alanis le dio a Nico una palmadita en la mano. Sola, entró
en el convento amurallado. El antiguo edificio estaba construido alrededor de
un jardín de rosas escarchadas, rodeado de cuatro galerías abiertas; las
columnas helicoidales tenían un tramado hecho en mosaico y mármol. Ella
seguía a la monja por un corredor iluminado por la luz de la luna, tratando de
recordar si el invierno pasado había sido tan frío como éste. ¿Sería por temor
que estaba buscando un sitio para ocultarse? Un monasterio era una elección
particular para tener un encuentro secreto, incluso para un ser repugnante
como Cesare Sforza, ¿pero por qué las religiosas lo habrían dejado entrar a su
refugio?
Entraron en un tenebroso corredor. Antorchas humeantes pendían de las
paredes húmedas por encima de sus cabezas, proporcionando poca luz y menos
calor. La hermana caminaba enérgicamente, impávida ante los espeluznantes
chillidos de los roedores que corrían a pasos cortos por los suelos de baldosas
de piedra. No tan valiente, Alanis se esforzaba por no pisarles las delgadas
colas cuando cruzaban veloces por su camino. El eco vacío de los pasos
resonaba en el corazón del ella. Quienquiera que la hubiera citado allí quizás no
era Cesare. Tal vez se trataba de una misteriosa mano que se extendía desde la
oscuridad para su bien. Tal vez...
El corredor terminó en un tramo de escalera curva. Alanis se levantó las
faldas y subió tras los pasos de la monja. En el último piso, la religiosa avanzó
hacia una puerta pesada. Se detuvo ante ella, golpeó, luego la abrió y le hizo un
gesto a Alanis para que entrase. Ella se detuvo. Lo que fuera a encontrar del
otro lado de esa puerta cambiaría su vida. Para bien o para mal, enderezó los
hombros y avanzó.
Lúgubres paredes color ocre la rodearon en un cuarto apenas iluminado.
Una lámpara de color tostado proyectaba un parche de luz sobre una cama
alejada. Sentada junto a ella, de manera encorvada y afectada, había una silueta
cubierta con un velo, que proyectaba en el suelo una sombra larga y delgada.
Sobre la cama había un modesto crucifijo colgado en la pared. Alanis se esforzó
por mirar la cama silenciosa. Allí había un hombre, delgado, pálido, cadavérico,
con los cabellos oscuros cortados casi al cero, con el rostro demacrado envuelto
en una barba negra. Una sábana blanca lo cubría casi por completo. Alanis se
estremeció. Estaba ante un cadáver.
—Hermana Maddalena —dijo ella con cautela—. ¿Vos enviasteis a
buscarme?
La silueta envuelta en el velo giró la cabeza.
—Donna Sforza. Gracias por venir —Tenía la voz suave y femenina, el
semblante tranquilo. Enmarcados en una cofia y un velo negro suelto, unos ojos
azules como el mar brillaban grandes y expresivos, personificando el
resplandor de la Madre de Dios, como una fuente de luz en aquel sitio sombrío.
Una profunda compasión resplandecía en los finos rasgos aristocráticos de la
monja adulta, que compensaban una belleza perdida—. Por favor. Pasad,
sentaos —La religiosa le hizo un gesto indicándole la banca que había junto a
ella.
"¿Sentarse junto a un cadáver extraño?". Alanis miró fugazmente al cuerpo
que allí yacía. ¿Quién era aquel hombre? No se parecía a su pirata en lo más
mínimo. Y aquella monja: ¿cómo estaba enterada de la búsqueda del príncipe
de Milán? ¿Y por qué se molestaba en encontrar a la supuesta esposa?
Aparentemente, la información se propagaba rápido en cualquier parte, en
especial en las enormes instituciones como la Iglesia católica.
La frustración se dibujó en el ceño de la monja.
—¿No lo reconocéis?
—¿Debería? —Alanis miró al hombre de mala gana. Desde donde ella se
encontraba, las facciones eran imprecisas, pero no necesitaba anteojos de
aumento para saber que no se trataba de Eros—. Hermana, ha habido un error.
—No hay ningún error —insistió la hermana firmemente—. Si vos sois
quien decís ser, entonces deberíais mirar de nuevo —Volvió la vista hacia la
cama y cogió la débil mano del hombre entre las suyas. Tenía una brutal
hemorragia alrededor de la muñeca; los dedos parecían golpeados y negros. La
monja los aferró con respeto y luego se llevó la mano a los labios y la besó.
Alanis retrocedió. Había algo terriblemente familiar en aquella mano. ¡No
podía ser posible! Estaba imaginando cosas. Tenía la mente tan mortificada por el
dolor que estaba dispuesta a creer lo que fuera. Ahogando un sollozo, se dirigió
a la monja:
—Este hombre no es Stefano Sforza. Dadle su debida sepultura. Yo pagaré
los costos.
—Lo encontré en una cámara en Ostia Antica, encadenado.
El corazón de Alanis dio un violento vuelco.
—El carcelero dijo que habían arrojado su cuerpo al Tíber.
—Arrojaron al Tíber el cuerpo de otra persona. Yo lo cambié. Este hombre
está vivo.
—¡Vos hicisteis el cambio equivocado! —Se sofocó Alanis, sintiéndose
vacía de la frustración, ¿o sería por la furia ante las crueles vicisitudes del
destino? ¿Por qué? ¿Por qué aquel hombre no podía ser Eros, vivo? ¿Por qué ella
había tenido que perderlo en el término de un día, una noche? Tantos porqués,
tantos malditos porqués...
Incapaz de soportar aquello un instante más, Alanis recobró la calma y se
dio vuelta dirigiéndose a la puerta. ¿En qué había estado pensando al ir hasta
allí? ¿Es que de ahora en adelante estaría dispuesta a ser acosada por cualquiera
que la convocara para identificar a algún pobre vagabundo anónimo? Debía
regresar a Inglaterra, con su abuelo. Eso era lo que debía hacer. Sentía tanto frío,
un terrible frío y soledad...
—Estáis cometiendo un grave error —le advirtió la monja.
Aferrando los pliegues de la capa con una mano, Alanis asió el picaporte y
se volvió:
—No hay ningún error —murmuró—. Este hombre no es Eros —Y abrió la
puerta.
El hombre recostado soltó un débil gemido, murmurando algo. Alanis giró
en redondo. Eros. Se le doblaron las rodillas. Era como una broma cruel, como si
alguien allá arriba hubiera decidido atormentarla... Pero esa voz. La mano. Los
cabellos. Las largas extremidades. Era Eros. Y estaba con vida. Ella se había
negado a creerlo porque había tenido —todavía tenía—tanto miedo...
Se acercó tambaleándose, dando un paso, luego otro. ¡Eros! Un apretado
grito gutural le desgarró el corazón. Se acercó a la cama de prisa y cayó de
rodillas, inclinándose sobre la silueta inmóvil.
—Eros —susurró. Le acarició la huesuda mejilla con ternura, con miedo a
creer, con demasiadas condenadas lágrimas nublándole la vista. La piel de él se
sentía cálida bajo la palma de la mano, el olor de su cuerpo le era familiar, aquel
rostro delgado, esquelético, barbado, golpeado, el rostro más amado del
mundo. Era la imagen fantasmal del hombre que alguna vez había sido. Ella
tuvo que convencerse de que era él. ¡Tenía que ser valiente para creerlo!—. Eros —
murmuró—. ¿Puedes oírme?
Él abrió apenas los ojos: bellísimos zafiros, algo vidriosos, cansados. Le
sonrió débilmente:
—Princesa... ¿Qué estás haciendo en Roma? —Con la voz apenas audible,
aunque sí era su voz, debilitándola de amor. Las miradas se encontraron y ella
ya no sintió frío. Rebosó de calor y felicidad. Como una criatura llena de luz. Ella
le sostuvo la letárgica mirada, extasiada, el contacto de sus almas era tan
intenso y directo como siempre: como dos personas muy vivas.
—Estás bien —dijo ella, aturdida, sonriendo, con las lágrimas rodando por
sus mejillas—. Estás vivo.
—Ugh... —Eros soltó un débil quejido—. Mezzo morto. Medio muerto.
—Ni un poco —Se inclinó hacia delante y le depositó un suave beso en los
labios magullados, cerrando los párpados y dejándose llevar por la absoluta
embriaguez durante un breve instante. Eros le devolvió el beso, muy débil pero
activamente. Ella creyó que le explotaría el corazón—. Gracias — susurró—, por
estar vivo.
Una risa apagada escapó de sus labios.
—Eres un fastidio, Alanis.
—Un gran fastidio —coincidió ella—. Vine hasta aquí de paseo por el
pueblo y en cambio te encontré a ti. Él cerró los párpados.
—Debí de haberlo sabido —exhaló con fatiga—. Pero qué fastidio que
eres...
Una voz femenina se oyó decir:
—Debéis sacarlo de aquí. Esta noche.
Se había olvidado de la monja. Alanis se enderezó y se encontró con los
grandes ojos color azul mar. La religiosa parecía satisfecha.
—¿Cómo supisteis de quién se trataba? —Le preguntó Alanis con
asombro—. ¿Cómo supisteis dónde encontrarlo? ¿Y cómo...? ¿Quién sois vos?
Los ojos de la hermana Maddalena brillaron.
—Yo conozco Roma y tengo espías por todos lados, hasta en el despacho
papal. Allí hay muchos secretos que no son muy bien guardados. Hay que saber
a quién escuchar, dónde estar. Una sola vez en la vida uno se entera de un
milagro, investiga y encuentra el milagro. Como dije, sólo sucede una vez, de
modo que hay que estar muy atento, o de lo contrario uno se pierde el milagro.
¿Ella estaba sonriendo? Alanis no sabría decir por qué, pero aquella era la
monja más extraña que había visto, y la rodeaba un aire de consumación, y de
paz. Alanis entornó los ojos.
—¿Vos lo conocéis?
—Así es.
Aquella mujer la intrigaba:
—¿Y él os conoce?
La monja perdió algo de su serenidad:
—Sí —Lanzó una mirada hacia Eros—. Ahora está dormido. Necesita
dormir. Ha pasado por el infierno.
Alanis frunció el ceño.
—¿Por qué debo sacarlo de aquí esta noche? Parece demasiado enfermo
para viajar.
—Su primo es peligroso. Por el momento, Cesare lo cree muerto, pero vos
sois una figura conocida en Roma y la gente habla. Pronto Cesare se dará
cuenta del engaño.
—¿El engaño? —Alanis apenas la seguía.
Un brillo de triunfo apareció en los ojos de la monja.
—La noche anterior a que vos fuerais a Ostia, yo lo cambié por un
cadáver. Sabía que lo mejor sería que la gente lo creyera muerto.
—¿Lo habéis tenido aquí durante una semana? ¿Por qué no me
informasteis al menos de que estaba a salvo?
—Tenía que ser algo creíble —manifestó la religiosa—. Él tiene demasiados
enemigos.
Alanis la miró con recelo. Aquella monja con aspecto majestuoso y
excéntrico guardaba secretos que no quería compartir.
—Muy bien. Tengo a dos de sus hombres esperando afuera. Esta noche lo
sacaremos de Roma, pero sigo pensando que está demasiado enfermo para
subir a un barco —dijo mirando el pálido rostro de Eros.
—En eso estamos de acuerdo. Llevadlo al interior —sugirió Maddalena—.
Id a Toscana. Os daré la dirección de una casa que pertenece a su familia, una
casa segura. Es una de las pocas que su noble amigo aún no ha incautado. El
encargado, Bernardo, era un hombre de su padre.
Aquello ya era demasiado.
—¿Cómo sabéis todo eso? ¿Y cómo es que os interesáis tanto por él? —
Alanis tuvo un recuerdo fugaz de la monja besándole la mano.
—Demasiadas preguntas —sonrió la hermana—. ¿También interrogáis a
Eros todo el tiempo?
—Sí —Alanis frunció los labios con culpa—. Si no, ¿cómo se entera uno de
todo? Según mi experiencia, los secretos tienen un desagradable modo de salir a
la luz en el momento menos indicado.
Maddalena parecía entretenida e interesada.
—¿Dónde lo conocisteis?
—Aja —sonrió Alanis—. Ahora la intrigada sois vos.
—Decidme.
Siguiendo una vaga corazonada, Alanis dijo:
—Los conocí a él y a su hermana en Jamaica.
—Gelsomina —Maddalena resplandeció. Inspiró profundo—: ¿Es bonita?
Alanis la taladró con la mirada.
—Muy bonita. Con cabellos largos y negros y unos ojos color azul zafiro.
Tiene una sonrisa brillante como el sol y usa pantalones. Se casó con un noble
inglés que se vuelve imbécil cuando ella anda cerca. Creo que esa es la única
cualidad de él que a Eros le parece rescatable.
—Gracias —La monja se apartó y Alanis la vio secarse una lágrima de la
mejilla. Una sonrisa torcida se le dibujó en los labios. La hermana Maddalena
era la madre de Eros. La Arpía.
No parecía una arpía. Era una mujer triste y arrepentida, que extrañaba
mucho a su familia; aquello era evidente en la expresión que tenía en los ojos,
en cada rasgo de su rostro. Sin lugar a dudas, Alanis sabía que una mujer que
amaba tanto a un hijo, como Maddalena parecía amar a Eros, era incapaz de
sentenciarlo a muerte a sangre fría, ni ahora, ni nunca, sin importar lo que Eros
escogiera creer. Ella tenía algo que a Alanis le recordaba las tragedias griegas:
como si fuera una heroína condenada a destruir lo que más amaba y pasar el
resto de su vida pagando por ese pecado predestinado. ¿Qué era lo que en
verdad había sucedido aquella noche en Milán? Alanis no se atrevió a preguntar.
No en ese momento.
—¿Él habla con vos?
Los ojos de Maddalena reflejaban zozobra.
—Él me ignora.
Alanis sintió compasión por la mujer mayor. La fría serenidad de
Maddalena, su gracia e inteligencia, su oculta fragilidad y la soledad que sus
grandes ojos reflejaban a Alanis le conmovieron el alma.
—Tengo que hacerle una confesión... —se escuchó decir a ella misma—:
Nosotros no estamos casados.
Maddalena parecía desilusionada.
—¿Nunca os casasteis? ¿Ni siquiera fuera de Milán?
Alanis negó con la cabeza. La monja sonrió y Alanis supo de cuál de los
dos padres Eros había heredado esas sonrisas desganadas y malvadas.
—Estáis enamorada de él —afirmó Maddalena con satisfacción—. Bien. El
merece ser amado por una mujer como vos. Roma se ha convertido en un
alboroto desde vuestra visita al Santo Padre. Gracias a vos, yo supe dónde
encontrarlo. Le habéis salvado la vida.
—De todos los sitios que hay, ¿por qué se encuentra aquí, en Roma? —le
preguntó Alanis, incómoda por el rumbo que iba tomando la conversación, en
especial ahora que Maddalena estaba al tanto de su mentira.
—Yo soy romana. Me siento menos solitaria aquí de lo que me sentía en
Milán.
Con un acuerdo tácito, ambas pusieron todo sobre la mesa: de manera
asombrosa y manejándose extraordinariamente bien.
—¿Cómo era Eros cuando era niño? —quiso saber Alanis con una sonrisa
de curiosidad.
Una sonrisa maternal iluminó el rostro de Maddalena.
—Astuto como un diablillo, salvaje, hermoso como el Miguel de Leonardo,
con los ojos llenos de travesura. Me manejaba con el dedo meñique.
Alanis esbozó una leve sonrisa.
—Es bueno en ese tipo de cosas.
—Ese era el problema. Era bueno en todo: nada le resultaba demasiado
interesante.
Alanis frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir?
Maddalena suspiró.
—Esperaba demasiado de sí mismo. Tenía que ser perfecto, como su
padre: un gran duque. Milán siempre estaba primero, excepto su familia. Él
adoraba a su hermana menor.
—Aún la adora —Aunque él apenas hablaba de su principado. Por el
mismo motivo.
—Tengo algo para vos —Maddalena metió la mano en el bolsillo—. Y
luego debéis marcharos —Extendió la mano y le ofreció a Alanis una sortija,
con una hermosa víbora con diminutos diamantes incrustados, oro negro y un
par de amatistas que formaban los ojos; estaba enroscada alrededor de un
enorme diamante con forma de óvalo.
Asustada, Alanis la miró a los ojos.
—Pero yo no soy su esposa.
—Lo seréis.
El corazón de Alanis dio un vuelco, pero no dijo nada; realmente se sentía
incómoda con el tema.
—Fue mi sortija de compromiso —susurró Maddalena—. Perteneció a
Bianca Visconti, la esposa de Francesco Sforza, el primer duque Sforza.
Ponéoslo.
Alanis rehusó.
—Lo siento. No puedo aceptar esta sortija. No sería correcto.
—Es una buena sortija, no está mancillada —Maddalena le aseguró
humildemente—. Fue diseñada por un joyero judío llamado Menashe Ish
Shalom. Su nombre significa: "Hombre de paz".
—Me honra que me eligiera para tenerla —le respondió Alanis con
seriedad—. Pero debo rechazarla.
Maddalena asintió con la cabeza.
—Por ahora.
Atreviéndose a hacerle una última pregunta, Alanis dijo:
—¿Por qué lo llamasteis Eros?
Eros se movió. Alanis fue a ponerse de cuclillas junto a él. La imagen de su
rostro la llenaba de euforia.
—Debo sacarte de aquí. ¿Te sientes lo bastante fuerte para viajar? —le
preguntó ella con tono suave.
—No —respondió él con un gemido. Una sonrisa le torció los labios—.
Pero si tengo que hacerlo...
—Bien —sonrió Alanis—. Entonces partiremos al campo de vacaciones de
invierno.
Él abrió los ojos de par en par y la miró de manera penetrante.
—¿Tú vendrás conmigo?
Alanis le sonrió con ternura.
—Por supuesto que iré. Sólo te dejaría si me lo pidieras. Él cerró los ojos.
—Recuerda tus palabras, amore. Recuerda siempre lo que dijiste...
Capítulo 23
—¿Dónde diablos habrá escondido el maldito medallón? —vociferó
Cesare, caminando de un lado a otro por el más célebre tocador de Roma: el que
pertenecía a Leonora Orsini Farnese. Aunque estaba casada con Rodolfo
Farnese, el primo idiota del duque de Parma, ella era una Orsini de sangre, y
tan feroz como sus hermanos, a quienes se los consideraba de Militibus, los
Defensores de la Antigua Roma. Los Orsini siempre estaban ocupados con
gestiones militares y poseían un tremendo poder político en Italia. Eso
convertía a Leonora en un valioso recurso para Cesare, sumado a los beneficios
privados.
Unos ojos verde esmeralda se encontraron con los suyos en el espejo del
tocador.
—Tú no necesitas el medallón. Stefano está muerto. La Feuillade17 está
sitiando Turín. Vendôme controla Lombardía. Ve a ver a Luis. En este momento
él es el que controla el norte y tú tienes un acuerdo.
Cesare la observaba cepillarse la fogosa cabellera roja, sumamente
seductora vestida con una bata negra. No era tan lento como para no darse
cuenta de que era su nueva condición social lo que lo ponía en el sitio correcto
en lo que a Leonora se refería. Ella moría por convertirse en princesa de Milán.
Movió los labios pintados de rojo escarlata de manera seductora:
—¿Cuándo contraeremos matrimonio, tesoro?
—Pronto —Se dirigió sin prisa hacia la ventana que daba al Lungotevere,
pensando que la vida en Dado, el Palazzo Farnese, iba mucho más con su
sensibilidad que las lúgubres paredes del maldito Castello Sforzesco. Le
enfermaba calcular la cantidad de oro que se necesitaría para transformar
aquella ruina marrón en algo habitable: el oro al que todavía tenía que echarle
mano. Stefano tenía oro, pero el bastardo había insistido en llevárselo consigo.
Mirando fijamente hacia el Tíber calmo y verde, Cesare pensó en algunos peces
gordos que estaban en deuda con él. Dejando los morbosos pensamientos a un
lado, adjuntó el nuevo título a su nombre y descubrió que le gustaba cómo
sonaba: príncipe Cesare Galeazzo Sforza. Encantador.
La voz de Leonora se oyó desde el otro lado del cuarto.
—¿Y qué hay con Camilla?
—¿Quién? —Cesare se dio la vuelta y la observó rociarse con perfume
caro.
17
Mariscal francés.
Leonora miró al cielo.
—Tu esposa. Realmente tienes que hacer algo con esa vaca desgarbada.
Ha andado por todos los palacios de Roma alzando el mentón y haciéndose
llamar princesa.
—Yo me ocuparé de Camilla. Tú y tu linda cabecita concentraos en ese
estúpido esposo que tienes, Rodolfo. ¿Cómo pretendes callar a ese idiota? ¿A la
antigua? —Rió él con disimulo.
—Supongo que te refieres al veneno, ¿me equivoco? —Ella le dirigió una
sonrisa malvada a través del espejo.
Él se le acercó por detrás y deslizó una mano por dentro de la bata,
cubriéndole un pecho suave.
—O dejar que tus hermanos lo dejen hors de combat. Y lo saquen del juego,
como dicen los franceses.
Ella le apretó la mano.
—Cierra el pico en lo que a mis hermanos respecta. Si quieres que te
ayuden a apropiarte de Milán, no los asocies con el crimen. Ya es bastante
perjudicial el chismorreo que se oye en todos los palacios de Roma con respecto
a cómo tuviste preso a Stefano en Ostia y lo torturaste hasta matarlo —Ella se
puso de pie y caminó por el cuarto—. Dicen que se casó con alguien, la nieta del
un duque inglés. Si mi padre estuviera vivo, ¡desollaría a Stefano por esto!
¡Nuestro compromiso matrimonial era definitivo! Tengo papeles que lo
prueban.
—Échalos a los peces.
—El duque Gianluccio quería para su hijo una novia de pura sangre
romana, ¡pero ese cobarde! —dijo echando humo—. Metió el rabo entre las
piernas y huyó como un perro apaleado. Y yo tuve que quedarme con el cerdo
de Rodolfo.
—Tú no te quedarás con él por mucho tiempo, caramella —le recordó
Cesare con una sonrisa desagradable.
—Dicen que es una rubia de ojos azules —comentó con tono ácido—. Me
pregunto de dónde habrá sacado ese fetiche.
Cesare se estaba aburriendo del tema.
—Olvida a Stefano. Los Sforza y los Orsini sí terminarán juntos en la cama.
Sólo que esta vez, mi dulce Rosa Orsini, acabarás con el primo correcto.
—Antes de que agregues el rojo heráldico de los Orsini a tus víboras y
águilas, sugiero que vayas a visitar a tu buen amigo, el Rey de Francia. Piensa
en la horrible desgracia si otro contrato matrimonial entre nuestras familias
sufriera la misma suerte que el primero...
** ** **
Acurrucada en un sillón, Alanis despertó cuando el frío matinal entraba
arremolinado en la alcoba ducal. Se levantó a cerrar la enorme ventana con
parteluz. Más lejos, una densa niebla cubría los bosques de color verde oscuro y
los techos terracota de las casas de las villas aledañas. Había pasado una
semana desde su llegada a Lucca y ella aún no se cansaba de apreciar la belleza
del paisaje de Toscana. Echó un vistazo a la cama con dosel y sonrió.
—Buenos días —Se acercó, se sentó junto a la cama y puso una mano en la
frente de Eros en un gesto tierno. Fría. Gracias a Dios. La fiebre recurrente
finalmente había cesado—. ¿Pido el desayuno?
Unos dedos negro azulados la cogieron de la muñeca.
—No... cuida de mí, Alanis. Por favor —Le bajó la mano, susurrando—:
Acuéstate a mi lado. Déjame sentirte. Abrazarte. Fuerte —Levantó las mantas y
cambió de lado, dejándole el espacio donde su cuerpo había calentado y
hundido el colchón. Alanis se metió y él la arropó, rodeándole el cuerpo con un
brazo, de manera posesiva. Suspiró en los cabellos de ella—. Hueles tan bien. Se
sientes tan bien —Le besó el cuello. Ella sintió como una descarga eléctrica. Él
levantó la cabeza—. ¿Qué sucede? ¿Ya no te gusta que te bese?
Ella se encontró con su mirada azul sorprendida.
—Sí me gusta. Te he extrañado terriblemente —le susurró, esforzándose
por sostener un tono de voz blando. Se acurrucó contra su hombro, maravillada
por su cercanía.
—He soñado con este momento durante todo el tiempo que estuve en
Ostia. El mejor pensamiento que tenía en mi cabeza era la mañana que pasamos
juntos en la playa de Agadir. Recordaba el color de tus ojos, el sonido de tu voz,
la sensación de tu piel, el dulce sabor de tu boca, todos tus sabores... —Él la
aferró contra sí—. En mis sueños, Morfeo te traía de nuevo a mi lado. Por
momentos resultaba imposible diferenciar entre el pensamiento y la realidad.
Ella lo miró a los ojos y se derritió por dentro. Allí veía la oscuridad, el
profundo dolor que él traía consigo desde Ostia.
—¿Qué fue lo que él te hizo? —le preguntó ella de modo tenue.
—¿Mi primo? Me hizo desear estar muerto. Pero cuando me dijo que
estabas en Roma, buscándome, eso me devolvió a la vida. Tú me devolviste a la
vida. Me di cuenta de cuánto te necesitaba —Le pasó los nudillos magullados
por la mejilla—. ¿Porqué razón no regresaste a Inglaterra?
—¿Querías que lo hiciera?
—No.
—Bueno —sonrió ella—. Uno no deja morir a los heridos en el campo de
batalla.
Él sonrió abiertamente por primera vez en días.
—Una respuesta muy diplomática. Se nota que eres nieta de tu abuelo. Y
entonces, ¿por qué viniste a buscarme, Alanis? Ahora, la verdad.
Porque no puedo vivir sin ti. No tuvo el coraje de confesarlo.
—¿Cómo podía olvidarme de ti y regresar a casa? Tú eres... mi amigo —Le
sonrió con afecto.
El brillo de sus ojos se apagó.
—Ya veo. ¿Y quién te protegió a ti mientras estuve en prisión? ¿Niccoló?
De modo que él se había dado cuenta. Quizás Nico estaba a mano
demasiado a menudo, preguntando por su bienestar diez veces al día,
escoltándola hasta la villa en ocasiones.
—Es sólo un amigo, Eros.
—¿Un amigo como yo?
La sonrisa de ella se desvaneció.
—¿Cómo puedes pensar eso? —Buscó debajo del escote del camisón color
malva y extrajo el medallón—. Esto te pertenece —Deslizó la cadena por encima
de su cabeza.
—Gracias —Eros empuñó el medallón, pero la vista siguió puesta en ella,
en la boca. Dejó el medallón a un lado y deslizó una mano por el escote. La miró
a los ojos, buscando, preguntando. El primer botón de perla se desabrochó,
dejando a la vista la hendidura entre los pechos. Él se inclinó hacia delante.
Ella le apoyó una mano en el pecho.
—Necesitas recuperar fuerzas. Casi no has comido...
Ella miró con desánimo.
—No soy agradable a la vista, ¿verdad? Estoy hecho un miserable
ragazzuccio, ¿eh?
Ella se mordió el labio y sonrió.
—Pareces un oso escuálido que ha estado atrapado en una cueva durante
mucho tiempo —El bronceado pirata había desaparecido: tenía los cabellos
cortos como púas y estaba demasiado flaco para su estructura. Ella le acarició
suavemente la sedosa barba negra azabache—. ¿Tal vez yo pueda afeitarte y así
ya no lucirás como un... ragazzuccio?
Él estuvo de acuerdo, luciendo aún más desanimado.
—Siempre que me des algo...
Una semana después Sallah visitó a su convaleciente amigo en el aposento
ducal. Bernardo, el mayordomo, estaba ayudando a Eros a ponerse una capa
negra extrafina, de pie frente al espejo.
—Bueno, caramba —expresó Sallah con reconocimiento—. Aquí hay
alguien que sin duda luce como una persona absolutamente diferente. Y
también más rellenito.
—No te hagas ilusiones —Eros le lanzó una sonrisa y movió los hombros
para acostumbrarse a la capa confeccionada a medida. Caminó hacia el tocador
y sacó la daga. Tocó el puño adornado con joyas y lo hizo girar con la habilidad
de un malabarista antes de enfundarla en la vaina de cuero que llevaba
prendida a la cintura—. ¿Dónde está Alanis? No estaba en su alcoba la última
vez que fui a ver.
—Fue a la ciudad con Nasrin. Dijo que estarían de regreso a la hora del
almuerzo —Sallah frunció el ceño al ver merodeando a los tres corpulentos
capitanes—. Y para ser absolutamente franco, entiendo por qué ella necesitaba
tomar aire puro. En esta última semana has convertido tu alcoba en un gabinete
de crisis. ¿Contra quién estás planeando hacer una guerra? ¿Contra los
franceses del norte, o contra tu primo en Roma?
Eros le lanzó una mirada penetrante a Giovanni.
—¿Dónde está Niccoló?
Giovanni se encogió de hombros.
—Ya ha regresado, pero siempre puedo volver a enviarlo a hacer otra
diligencia.
—Envíalo a Venecia —Eros se volvió hacia Sallah—. Tenemos que hablar
—Lo condujo puertas afuera diciendo—: Antes de responder a tu pregunta,
necesito saber qué sucedió desde el momento en que me capturaron. Quizás
puedas explicarme algo que Cesare me dijo en Ostia. Y —su voz se tornó
severa—, me gustaría saber, ¿por qué a Alanis le ha crecido una sombra
masculina viviente?
—Ah, él. No hay de qué preocuparse —le aseguró Sallah, mientras subían
las escaleras—. Niccoló fue muy amable y protector con ella cuando te cogieron
prisionero.
—Yo no estoy muerto.
Sallah se detuvo.
—¿Qué es exactamente lo que esperas de ella? Eros suspiró y se pasó una
mano por las espesa cabellera corta.
—Cuando pienso en lo que quiero me muero de miedo.
—Tienes dos opciones: cásate con ella, o piérdela. Y ten en cuenta que no
estará dispuesta a casarse con un pirata e ir a vivir en una playa de mala
muerte. Ella tiene otras responsabilidades además de ti.
La irritación atravesó la frente de Eros.
—Yo no soy su responsabilidad.
—Al parecer ella cree que sí. Alanis es quien te salvó la vida, si es que aún
no lo has entendido. Yo estuve a punto de darme por vencido en varias
ocasiones. Ella no quería ni oír hablar de eso.
—¿Qué quieres decir con que ella me salvó? Fue... aquella monja la que...
—Alanis asumió la responsabilidad desde el comienzo. Tomó las
decisiones correctas. Acudió al Papa.
Los ojos de Eros ardieron con furia. Sallah frunció el entrecejo.
—No me mires tan asombrado —Su amigo tenía una cara como de alguien
a quien le hubieran entregado un billete para cancelar la deuda pública—. Ella...
te tiene mucho cariño.
La expresión de Eros se tornó afligida.
—Sallah, creo que debes contarme todo.
—Debes preguntarle acerca de ese ejército que está reclutando —Nasrin
frunció el ceño al ver un grupo de mercenarios armados que las miraban de
soslayo al pasar caminando por una taberna local. El ruido del metal golpeando
contra el metal sonaba desde el taller del herrero. Las carnes de ave y de venado
adornadas con perejil colgaban en la entrada de la carnicería. Las frutas y
verduras cubiertas de gotas de rocío estaban a la venta debajo de las gradas de
laja decoradas con geranios rojos. A Alanis le encantaba el pueblo, con sus
diminutas calles, las encantadoras plazas y el aroma del pan horneado que salía
de la panadería. Ella deseaba que Eros le dedicara un momento para pasear
juntos.
—Aquí hay miles —insistió Nasrin—, y me he enterado de que hay otros
acuartelados en las villas vecinas. ¿Crees que se esté preparando para avanzar
hacia Milán?
—No sé qué es lo que está tramando. No me lo ha dicho —respondió
Alanis con un suspiro.
—La mayoría de los hombres que aparecen en tropel en la región son
marineros de sus barcos, pero él está contratando a muchos más de todas las
provincias de Italia. Seamos realistas. Cesare es un hombre, no una fortaleza.
Eros debe de tener planes más importantes bajo la manga que una simple
venganza. Debes averiguar de qué se trata. Después de todo —agregó Nasrin
deliberadamente—, te convertirás en la futura duquesa de Milán.
Alanis se sentó en un banco de piedra, callada. Nasrin se sentó a su lado.
—Mi querida niña, no me digas que esto te asombra. Ese hombre está
medio loco por ti. Y es un príncipe. Será incapaz de resistirse a recuperar el
principado que perdió, su herencia. Cuando pienso en los palacios en los que
vivirás, en el glamour... —Suspiró ella—. Uf, pertenecerás a la realeza. De hecho,
me siento tan orgullosa como si fuera tu madre.
—Te lo suplico, Nasrin, no hables más de esto. Él aún no se encuentra bien
y tú ya estás planeando matrimonios y entronizaciones. Además, Milán está en
guerra, con las tres grandes potencias del mundo involucradas: España, Francia
y la Alianza. ¿Cómo hará Eros para superar los obstáculos?
Y había otra potencia que tener en cuenta: Eros mismo. Ella dudaba de
que él se levantara de su lecho de enfermo dispuesto a cambiar su vida. Él no
era un hombre común. Era profundo, complejo... e impredecible.
Nasrin la miró con recelo.
—¿Qué es lo que te perturba? Has estado intranquila durante días.
—No creo que haya boda lombarda, Nasrin. Eros jamás considerará la
idea de casarse antes de recuperar su imagen en Milán, y yo no creo que tenga
intención de escoger entre una cosa u otra. No sé cómo encajo yo en su vida, ni
él en la mía. Me preocupa mi abuelo, pero si le escribo, enviará al general
Marlborough a buscarme junto con sus tropas.
—Tienes que tomar una decisión, querida mía. Sallah le ha pedido a Eros
que prepare nuestra partida y tú debes decidir si es que esto es simplemente
una aventura y regresas a casa con nosotros, o si ésta es tu vida. Si de veras lo
amas, si él significa más para ti que la vida a la que estás acostumbrada, debes
hacerle saber lo que sientes y ofrecerle un motivo sólido para que él luche por
su hogar. En cuanto a tu abuelo, él es un hombre mayor. Ya ha tomado sus
decisiones. Ésta es tu vida, Alanis. No la suya.
Sintió un calambre de ansiedad en el estómago.
—Pero ¿y si él no me ama, si lo presiono y lo pierdo...?
Nasrin la cogió de la mano.
—Aún no conozco a un hombre que sea inmune a tanto amor. No
obstante, sí es que lo pierdes, entonces no habrás perdido nada, pues uno no
puede perder lo que jamás tuvo.
Unas sombras altas se proyectaron sobre el banco. Alanis alzó la vista y
vio a tres soldados echándoles una mirada de soslayo.
—Ni siquiera lo penséis —dijo una conocida voz masculina con tono firme
y cortante. Alanis suspiró de alivio al reconocer esa cabellera de color rubio
oscuro, azotada por el viento. Nico despidió a los pesados y luego saludó
haciendo una reverencia—. Signora. Milady. Mis disculpas. Estos hombres serán
despedidos hoy mismo. Eros quiere mantener sus asuntos aquí en calma. No
necesitamos alborotos de borrachos por mujeres.
—Niccoló —sonrió Alanis—. Estábamos a punto de regresar al castillo.
¿Nos acompañarías?
Él sonrió con placer cuando ella le puso una mano en el brazo ofrecido y
comenzaron a caminar.
—¿Dónde has estado? No has venido a verme en tres días —lo reprendió
ella.
—Eros me envió a Génova. Más buques —suspiró. Alanis sospechaba que
los buques no eran el único motivo por el que Eros lo enviaba lejos. Nico sonrió
con vergüenza y extrajo una caja elegantemente decorada—. Os compré un
obsequio. Espero que no os parezca demasiado osado.
Alanis tiró de las cintas doradas y abrió la caja.
—¡Caramelos! Me encantan los caramelos.
—Lo sé. Lo recuerdo de Roma. Estos son un manjar de especialidad
genovesa.
—Gracias. Estoy tan contenta de que hayas regresado. Ven a casa.
Jugaremos a las cartas.
—Yo... no creo que Eros vaya a aprobarlo —dijo Nico—. Os acompañaré,
pero después debo marcharme.
Se pusieron en marcha, Nasrin quejándose de la llovizna y Alanis
vaciando la caja de caramelos.
—¿Y qué se propone este ejército? —preguntó Alanis.
—Yo sé tanto como vos. Preguntadle a Eros. A vos os lo diría antes que a
mí.
Cuando llegaron al castillo, Nico le cogió la mano enfundada en un
guante, con los ojos color avellana derretidos y la rozó con los labios. Giró sobre
sus talones y se marchó, silbando una cantinela de marineros.
Nasrin la detuvo antes de entrar.
—Si sigues entusiasmando a este muchacho, las cosas se tornarán
sangrientas. Puede que El-Amar sea un príncipe italiano, pero tiene la
mentalidad de un corsario de Magreb. Los celos lo cegarán y alguien saldrá
herido. Muy probablemente, tu amigo marinero.
A las siete menos diez un firme golpe hizo vibrar la puerta de la alcoba
ducal. Sentada frente al tocador, mientras la criada, Cora, le arreglaba los
cabellos, Alanis encontró su mirada brillante en el espejo que tenía enfrente y
llamó con entusiasmo.
—Pase.
Eros entró despacio, alto y elegantemente vestido con un fino traje de
noche. Buscó los ojos de ella en el espejo.
—Buonasera —Le sonrió de modo malvado. Un fular blanco níveo le daba
un efecto de espuma en el cuello. Lucía un pendiente nuevo de diamante en la
oreja, en lugar del que había perdido en Ostia. Parecía todo un príncipe del
norte de Italia, con los cabellos cortados de cualquier modo, la palidez señorial
y aquellos ojos lombardos azules oscuros. Alanis sintió el calor de esa mirada
hasta la punta de los pies. Se dirigió a Cora y dijo—: Finisci presto, raggaza.
—Si, monsignore. Subito —La criada hizo una reverencia y sonrió
respetuosamente, como parecía ser el caso con todo el personal desde que el
príncipe perdido durante tanto tiempo se había presentado en la entrada hacía
dos semanas.
Alanis siguió su magnífica silueta aún demasiado delgada, al dirigirse
hacia el lujoso cortinado de color damasco y correrlas a un lado. Se filtraron los
rayos del sol entre carmesí y dorado, los últimos minutos de la puesta del sol.
—Tengo algo especial que mostrarte —le dijo—. Si no nos damos prisa,
nos lo perderemos.
Alanis le dio las gracias a la criada que iba de salida y se levantó de un
solo movimiento que hizo crujir la seda azul plateada. Estaban a solas. A ella le
temblaban las manos. Se miraron fijamente, deteniendo el instante antes de...
Eros atravesó el cuarto dando cinco pasos. La agarró de la cintura y le
estampó un beso ardiente en el cuello.
—¿Cómo pude sobrevivir seis semanas sin verte? —murmuró él.
Alanis se preguntaba lo mismo acerca de él. Hasta ese olor almizcleño
suyo la excitaba hasta la locura.
—Eros —Ella cerró los ojos y pensó que moriría si él no la besaba
inmediatamente.
Él debería haber intentado besarla lentamente al principio, pero en el
instante en que le cubrió la boca se descontroló. La invadió el deseo, agresivo y
en carne viva y sabía que él sentía la misma prisa. La devoró, las lenguas se
frotaron con necesidad.
—Santo Michele —gimió él—. ¿Cómo haremos para aguantar una cena de
tres horas? —Le atravesó la boca con otro beso que le derretía la mente,
emitiendo tanto calor que la hacía arder. Ella lo cogió de las mangas sintiéndose
demasiado débil para mantenerse en pie.
—Olvidemos la cena —le sugirió con voz ronca—. Quedémonos aquí—Ella
le echó los brazos alrededor del cuello y lo besó: en la boca, las mejillas, el
cuello, haciéndolo gemir—. Querías mostrarme algo —le susurró,
mordisqueándole el lóbulo.
—Diavolo —Él lucía dolorido—. Ay, está bien. Ahora —La cogió de la
mano y atravesaron la puerta rápidamente y subieron las escaleras de caracol
hasta el torreón. Un aire helado los recibió. La colocó adelante suyo, la abrazó
por los hombros desnudos y le susurró—: Mira hacia delante.
Alanis quedó boquiabierta. El anochecer iba cayendo tranquilamente
sobre las lejanas villas y los surcos de viñedos, que parecían salvajes pero
estaban cuidados. Revestido con una niebla color púrpura se extendía un
frondoso bosque de robles y castaños con cipreses intercalados. Los techos color
terracota de los pueblos apiñados brillaban con un color bronce bajo el sol
agonizante. Antiguos campanarios escondidos entre las colinas pronunciadas
anunciaban la hora con un repique metálico. Y en el horizonte lejano, la
redonda cúpula de Florencia tocaba el serpenteante río Arno.
—¿Ves los picos blancos al norte? —La voz grave de Eros le llenó el oído—
. Son los Alpi Orobie, los Aples milaneses. Y el alpeggio que hay debajo, esa
montaña esmeralda de verdes pastos... E Milano.
Ella le miró el perfil. Una tierna nostalgia le derretía el iris.
—Tu hogar —le susurró ella.
—Mi hogar —Él la apretó con fuerza y miraron al frente hasta que el
último rayo de sol dejó de brillar. En momentos como aquel, ella se sentía más
cerca de él de lo que jamás se había sentido con alguien.
—Sallah me contó todo —dijo Eros—. Sidi Moussa, las prisiones romanas,
la visita al papa Clementino. ¿Cómo supiste que estaba en Roma? Esa fue la
parte que Sallah no pudo explicar.
—Sidi Moussa le dijo a Nasrin que te habían llevado a la ciudad eterna
adonde conducen todos los caminos. Yo recordé algo de las lecciones de latín:
«Todos los caminos conducen a Roma».
—«Tutte le strade portano a Roma» —Él le besó los labios con suma
ternura—. Hermosa e inteligente Alanis, esta es la segunda vez que me salvas la
vida. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.
—No hay de qué —Sonrió ella—. Aunque casi no merezco todos los
créditos.
Los ojos de él brillaron intensamente al decir:
—¿Entonces siempre te arriesgas hasta ese punto por tus amigos?
Era el momento de la verdad, el que ella había estado temiendo. Se dio la
vuelta, deslizó los brazos por debajo de la capa, alrededor de la cintura, lo miró
a los ojos e inspiró profundo...
—Estoy enamorada de ti —le confesó—. Te amo, Eros. Te amé desde el
momento en que te conocí. Haría cualquier cosa por ti. Siempre —Se sentía tan
débil que le sorprendía seguir estando de pie—. ¿Tú me amas?
Eros se quedó callado. El tiempo pasó. Años.
—Tú... ¿no me amas? —le preguntó ella, con la voz tan débil como las
rodillas.
Él estaba callado.
Ella tragó un sollozo. ¿A dónde iba uno después de aquello? Ni el infierno
era tan triste. Se apartó de él, con los miembros paralizados, los dientes
castañeándole y se dirigió hacia el tramo de escalera de caracol. Lanzó una
mirada fugaz hacia la espalda de él en penumbras. Eros permanecía tan inmóvil
como los lejanos Alpes.
En el enorme salón comedor, se encontró con Sallah y Nasrin.
—¿Dónde está el Príncipe Azul? —preguntó Sallah al mismo tiempo que
su esposa quiso saber con ansiedad—. ¿Qué ha pasado?
Una lágrima se deslizó por el rostro de Alanis.
—Nada. Está en el torreón. Si me disculpáis, no tengo tanta hambre como
pensé. Me retiraré ahora. Buenas noches.
Sallah y Nasrin intercambiaron miradas inquietas,
—Veré qué es lo que lo retiene —sugirió Sallah y subió las escaleras. Se
topó con Eros en la galería, donde los duques Sforza desplegaban sus
armaduras e imponentes retratos—. ¡Ahí estás! —exclamó con forzada alegría.
Eros ni siquiera lo miró, mientras se echaba un abrigo sobre los hombros y
se dirigía de prisa hacia las escaleras. Sallah fue de prisa tras él.
—¡Eros, espera! ¿Qué es lo que está sucediendo aquí? ¿Volvió a correr
sangre? Maldita sea, hombre, ¡quédate quieto un segundo!
Pero como si fuera una tormenta negra, las botas de Eros golpearon el
suelo de mármol al dirigirse hacia la entrada. El viento ululó cuando abrió la
puerta, hinchándole el abrigo negro y dejando entrar un alboroto de hojas secas
y el olor a lluvia incipiente. Sin decir una palabra, desapareció en medio de la
noche, cerrando de un golpe la puerta detrás de sí.
Una ráfaga de viento revolvió el aire sofocante en el viejo Heartless Fortune
Inn. Estaban sentados en medio de rostros sudorosos absortos en juegos de
azar: cricca y tricchetrach que dieron lugar a una serie de insultos y discusiones,
donde los jugadores peleaban por un centavo y se los escuchaba gritando desde
tan lejos como San Gimignano. Giovanni alzó la vista de una mano de cartas
desmoralizante y frunció el ceño. Eros entró despacio, con un abrigo negro y
una expresión que hacía juego. Giovanni lo llamó con una seña.
—Eres la última persona que esperaba ver esta noche —Rió con disimulo y
dispuso a su lado una silla para Eros—. ¿De quién te estás escondiendo? ¿De tu
hermoso ángel rubio... o de ti mismo?
—¿Recuerdas que hay cosas que no hablo con nadie? Alanis es una de
ellas —Eros le hizo señas al mesonero para que le trajera una jarra de vino y
dejó caer una bolsa con monedas sobre la mesa—. Greco, cuéntame para la
próxima ronda.
Giovanni se inclinó para acercarse más.
—Te dejaré entrar sí te cuento un pequeño secreto, Eros. Sí yo tuviera una
mujer como la tuya, no estaría aquí jugando cricca contigo —Esa mirada llegó
hasta las zonas más internas de Eros y él frunció el entrecejo con
preocupación—. Tu captor no te causó ningún... daño permanente, ¿verdad?
—No. Pero yo sí lo haré contigo, si no te callas.
Giovanni meneó la cabeza.
—No te entiendo. Hay un hombre —hizo un gesto con el mentón para
señalar una mesa alejada—, que daría su brazo derecho por ser tú esta noche. Yo
creo que el daño está dentro de tu cabeza.
Eros desvió la mirada hacia un rincón alejado de la posada, donde estaba
sentado Niccoló, encorvado sobre una jarra de ron. Giovanni sintió la repentina
fuerza feroz de la furia de Eros que le puso los pelos de punta. Nico debió de
haberlo presentido, porque alzó la vista y estaba mirando fijamente en dirección
a Eros.
—No hagas nada de lo que vayas a arrepentirte —le aconsejó Giovanni
con discreción—. El pobre hombre es un miserable. Creo que quiere que lo
mates.
—Pues no lo haré. Así que sólo mantenlo alejado de ella, y de mí.
Nico los miró un momento más, luego dejó algunas monedas sobre la
mesa y se marchó. Eros se relajó y Giovanni le dio las gracias a algunos santos
en silencio.
—Sabes que él jamás haría nada que te hiciera daño —lo calmó—. El
problema es que estos días, él no está pensando con claridad. ¿Y quién puede
culparlo? Tú volviste de la muerte y duermes con la mujer de la que está
enamorado. Está dividido entre la lealtad hacia ti y los sentimientos hacia ella, y
sabe que no tiene ninguna posibilidad. Para empezar, ella no sólo fue tuya, sino
que ahora, además de eso, eres un príncipe real.
El mesonero llegó con un vino y con el rostro radiante.
—Monsignore —esbozó una reverencia—. El vino corre de la casa, en
memoria de Su Alteza vuestro padre, el Gran Duque Gianluccio, a quien tuve el
honor de servir en el Lanze Spezzate hace muchos, pero muchos años.
Eros parecía consternado. Luego poco a poco su expresión se fue tornando
más cálida. Se puso de pie. Una sonrisa sincera se le expandió en el rostro.
—Compaesano? Milanese?
—¡Sí, sí! Mi nombre es Battista —El mesonero se quitó el delantal y se
abrió la camisa de un tirón, exhibiendo orgulloso el vientre con una hoja de
color púrpura tatuada en el pecho—. Treinta años de servicio.
—¿Tú prestabas servicio con Lentes Rotos, el Guardia Especial?
El mesonero sacó pecho.
—Si, monsignore. En Vigevano, Novara y Galliate, con el honor y valor
correspondiente que el duque, que Dios lo tenga en su gloria, inspiraba entre
sus soldados.
—Entonces será un gran honor estrecharle la mano a un soldado veterano
de Milán —Eros le ofreció la mano y soltó una leve risa cuando Battista la aferró
y se la estrechó con entusiasmo, echando una mirada a su alrededor para
asegurarse de que los demás estuviesen prestando mucha atención.
—«El príncipe Stefano tiene la mente y el corazón dispuestos para cada
gran empresa» —recitó Battista—. «Es el caballero más decente y noble, el hijo
de Marte que acaba de descender. Un joven inteligente y encantador, capaz de
expresarse bien y comportarse con gracia principesca, digno futuro duque de
Milán, si es que alguna vez lo hubo». Esas fueron las palabras mencionadas por
un cronista milanés sobre Vuestra Alteza en ocasión de celebrarse vuestro
decimotercer cumpleaños, y ya hace semanas que estamos celebrando el retorno
de Vuestra Alteza.
—¿Celebrando su retorno? —Eros parpadeó. Las cejas se le juntaron en un
gesto feroz.
—Hemos esperado durante dieciséis años a que Vuestra Alteza regresara
y enarbolara la bandera de la Víbora en contra de los malvados vencedores —
continuó Battista con añoranza—. Desde que se oyó el rumor acerca del regreso
del príncipe Stefano y de que está formando un ejército para liberar Milán, aquí
han llegado personas para alistarse. Pues ¿quién mejor que un Sforza para
dirigir a los milaneses contra los franceses y españoles, un príncipe que es un
soldado, capaz de resistir años de guerra, capaz de satisfacer a la gente y
protegerla de los nobles, quien ha pasado años en el exilio y conoce el sabor de
la crueldad, el prejuicio y las típicas injusticias de los seres humanos? Vuestra
Alteza es nuestra verdadera y última esperanza de salvación, un hombre
extraordinario a quien Milán reclama.
Sin saber qué decir, Eros simplemente se quedó mirando al hombre, y
según notó Giovanni, comenzó a sentirse extremadamente incómodo. Él mismo
se sentía de nuevo un poco nostálgico por su Sicilia, después de décadas.
—Como lo escribió nuestro gran Cicerón —declaró Battista—: «Puede que
la gente sea ignorante, pero voluntariamente seguirán a un hombre digno de
confianza». En nombre de los milaneses: ¡os saludo, Vuestra Alteza! —Con una
profunda reverencia se disculpó y regresó a su sitio detrás de la barra. Eros
tomó asiento de manera rígida.
Giovanni reorganizó las cartas y le entregó un montón a Eros.
—¡Vamos, Barbazan, entrega algunas monedas! Francés miserable. Cree
que su fortuna es una mujer de la que no se puede separar.
—La fortuna sí es una mujer —respondió Barbazan—, y amigos míos,
como toda mujer, hay que hacerla marchar al trote de un golpecito, pues ellas
prefieren a los hombres jóvenes menos inclinados a amaestrarlas.
—No te presentaré a mi hermana —murmuró Greco, examinándole la
mano.
—La fortuna es una cortesana —agregó Eros y sacó una carta del mazo—.
Si ayer fue complaciente, mañana te dará la espalda —Miró fijamente las cartas
durante un largo y tedioso rato.
Estaban jugando con una baraja de cartas de Visconti, que comúnmente se
utilizaba por esas partes, era a esto a lo que Giovanni atribuía la lentitud de
Eros. Pero saltó con los demás mientras, maldiciendo, Eros se ponía de pie y
arrojaba las cartas sobre la mesa. Un instante después se había marchado.
—¿Y de qué va eso? —preguntó Greco—. Miró las cartas como si su futuro
entero estuviera revelado allí—. ¿Creéis que el retrato del alguno de sus
antepasados le habló desde ahí?
—¡Meteos en vuestros propios asuntos! —Giovanni calló las risas. Recogió
la pila de cartas de Eros y dejó caer una carta al suelo. La tapó con la bota. Sólo
cuando la atención de todos estaba puesta en un nuevo juego él levantó la bota.
Debajo, boca arriba, estaba la carta de Los Amantes.
** ** **
Alanis se sentó frente al tocador y se quitó las horquillas una por una. La
cabellera rubia cayó a ambos lados del rostro acongojado. Eros, te amo. ¿Tú me
amas? "Idiota", criticó su patética reflexión. Al menos ahora lo sabía. Él no la
amaba. La quería de amante.
Alguien llamó a la puerta. Ella giró la cabeza y alcanzó a ver que
deslizaban una nota por debajo de la puerta. Tal vez sí la amaba. La cogió
rápidamente y con dedos temblorosos la abrió de prisa. Encontrémonos en la
fuente de lirios. Ella cogió la capa y salió corriendo. Las hojas y ramas secas
giraban en espiral sobre la tierra fría. Bajó de prisa por el tramo de escaleras de
piedra y corrió hacia el solitario estanque. Unos rayos plateados brillaban a
través de las veloces nubes de lluvia que se acercaban. Una silueta oscura estaba
de pie de espaldas a ella, observando los patos. Ella se detuvo, jadeando por
recuperar el aire.
—Eros.
Él se giró y a ella se le esfumó la alegría.
—Lady Alanis —sonrió Nico con vacilación—. Disculpadme por haceros
venir de noche, especialmente con una tormenta que se avecina, pero tenía que
veros.
—De veras, Niccoló —dijo ella de mal humor—, no debiste haber enviado
esa nota. Estaba escrita en inglés. Me engañaste.
—Michele me la escribió. Él sabe un poco inglés, y... yo no sé escribir muy
bien, ni siquiera en italiano. Lo siento.
—Al menos pudiste haberla firmado.
—¿Hubierais venido?
—Probablemente no. Y es por eso por lo que no debiste haberla enviado.
Si Eros nos encuentra aquí, en una cita a media noche, te matará. Él tiene un
asunto con la traición y tú eres uno de sus hombres.
—Eros está en la posada del pueblo, bebiendo y jugando. No regresará en
horas. Esta puede ser nuestra última oportunidad para hablar a solas. ¿Podríais
hacer el favor de escucharme? —La luz de la luna se reflejaba en su rostro
cambiando de formas, los ojos parecían más grandes y con una expresión de
ansiedad. Ella no tuvo el valor para rechazarlo.
—De acuerdo. Te escucho. ¿Por qué dices que esta puede ser nuestra
última oportunidad para hablar a solas?
—Eros me está enviando a Venecia, pero estoy considerando la idea de
quedarme allí, si vos venís conmigo.
—¿A Venecia? —repitió ella, sin entender demasiado su intención.
—Es la ciudad más hermosa del mundo. Lo sé porque yo nací allí. Crecí
junto al puente Rialto, en medio del mercado monetario europeo más activo y
los burdeles.
Ella sonrió un poco sorprendida.
—¿Tú? ¿Veneciano? ¿Un león en la liga de San Marcos?
—Un republicano —sonrió él de manera orgullosa—. Pero mi familia era
pobre, de modo que a los doce años me hice marinero para ganar mi fortuna.
Prestaba servicios en un buque mercante cuando los argelinos nos atacaron.
—¿Cómo escapaste?
—No lo hice. Me llevaron a Argel y me pusieron a trabajar en el muro.
Eros me encontró allí, como esclavo. Él ya estaba establecido con los rais, así que
cuando se enteró de que yo era italiano, se impuso ante el agá, el capitán del
baño, y me sacó de allí. Desde entonces estoy con él.
—¿Entonces el republicano se volvió guerrero?
Nico se encogió de hombros.
—Cuando uno se asocia con los milaneses, la guerra pasa a ser una
ocupación y también un estilo de vida.
Ella se quedó callada. Eros le había dicho exactamente lo mismo.
—¿Tú sabías quién era él?
—Sabíamos que era de Milán. Tenía el acento, la arrogancia y algo que ver
con las víboras. Eros es valiente y dedicado a perseguir el poder. Un típico
milanés. No hay ningún misterio en eso.
—¿Qué es lo que sabes acerca de los Sforza? —preguntó Alanis con
interés.
—Eran muy poderosos hasta que llegaron los franceses, y luego los
españoles. Tenían gran reconocimiento público en la época en que el Papa era
su capellán, el Emperador su condotiero, Venecia su camarlengo y el Rey de
Francia su cortesano. Todo el mundo les temía. Incluso Cosimo de Medici les
rendía homenaje para mantenerlos fuera de Florencia. Ahora, yo... —Le cogió la
mano.
Alanis sutilmente la retiró.
—¿Qué sucedió? ¿Cómo es que Francia conquistó Milán?
—Los aristócratas discutían entre sí y apoyaban a cualquier aventurero,
interno o externo, que compartiera sus ambiciones personales. Había luchas de
clases sociales, celos insignificantes, corrupción, simonía... Milán es de Marte,
milady. El mundo entero quería humillarlos.
Marte. La figura más física y volátil entre los dioses: un luchador, una
bailarín, un amante, un inmortal gobernado por su corazón y sus deseos,
impulsado por la furia, la lealtad y la venganza. Ella no quería pensar en Eros,
pero la similitud era demasiado fuerte.
—Debería ir regresando —dijo ella.
—No os marchéis justo ahora —le suplicó Nico—. Venid a Venecia
conmigo. Dejadme que cuide de vos. Tengo una pequeña fortuna ahorrada.
Abriré un negocio. Dedicaré mi vida a haceros feliz. Sólo si... —Hincó una
rodilla en tierra—. ¿Me haríais el honor de aceptar ser mi esposa?
—¿Tu esposa? —Alanis retrocedió tambaleándose, con la boca abierta. Le
estaba proponiendo matrimonio. Él se puso de pie.
—Os amo, lady Alanis. Vos sois la mujer más noble y dulce del mundo, y
soy consciente de que vuestra condición social supera diez veces a la mía, pero
yo puedo haceros feliz. Vos os merecéis algo mejor que un hombre con el
corazón cerrado con llave, aunque se trate de un príncipe real.
Ella se sujetó la capa contra el viento penetrante.
—Yo... Yo no sé qué decir.
Nico la tomó de los hombros, mirándola fijamente a los ojos.
—Decid que sí.
Ella se retorció con incomodidad.
—Yo, eh, me siento profundamente elogiada, pero no puedo aceptar tu
proposición. Yo...
—Sólo tenéis ojos para Eros —terminó él con tono grave—. Él os romperá
el corazón, milady. Ya lo he visto antes, muchas veces. Mientras que yo... —La
atrajo hacia sí y le rozó los labios.
Un caballo relinchó. Alanis giró en redondo. Un jinete moreno, envuelto
en un abrigo, apareció de manera amenazante en el sendero que daba a los
establos. Sentado en la montura, la observaba en medio del vigorizante viento.
Aunque su rostro estaba a oscuras, ella supo de quién se trataba. Aquella fría
indignación masculina a ella le heló la sangre.
Con espeluznante reserva, el jinete se movió en la montura y se marchó
cabalgando. Lo has perdido, escuchó decir a una voz frenética dentro de su
cabeza, pero otra voz, una más triste, dijo: De todos modos jamás lo tuviste.
Capítulo 24
El cielo se partió en dos en el instante en que Alanis subió corriendo la
escalera de la fachada. Se apresuró a entrar y cerró la puerta con una ráfaga de
viento que azotaba la lluvia. Se desplomó contra la superficie tallada de la
puerta para recuperar el aliento. Cayó un relámpago y un momento después el
vidrio de colores del vestíbulo vibró ruidosamente. En la posterior oscuridad
ella vio una luz tenue que se fugaba por las puertas abiertas de la biblioteca.
Una silueta de hombros anchos llenó el marco de la puerta. Eros. El corazón le
dio un ruidoso vuelco en la caja torácica.
—La arpía traicionera —La voz sonaba profunda y sarcástica—. Pasa.
Hazme compañía, mientras me emborracho hasta el sopor. Es un estado que
recomiendo encarecidamente.
Una sensación de cautela le subió por la espalda.
—Ya suenas borracho —murmuró ella.
—No tanto. Cuando uno está borracho como una cuba no le importa haber
caído en la misma desgracia que su padre al haber permitido que una hermosa
arpía le encadenara el alma. Ni ser sólo la simple suma de sus deseos.
Ella se quedó paralizada un instante, luego se apartó de la puerta y colgó
la capa. La cabellera cayó salvaje y enmarañada hasta la cintura; tenía los
zapatos de satén embarrados. Se los quitó y consideró la idea de esperar hasta
la mañana para solucionar aquello con él.
El cuerpo pesado se reclinó sobre ella y pudo oler el coñac caro en su
aliento. Eros apoyó una mano en la pared y deslizó la otra por el torso de ella
hacia el seno izquierdo. A ella se le cortó la respiración cuando la apretó con
vehemencia, acariciando con un dedo la piel desnuda que se hinchaba debajo
del encaje.
—Tu corazón inconstante se acelera cuando lo acaricio —Él respiraba
bruscamente—. Me pregunto, ¿qué les provocaré a esos labios mentirosos...? —
Le dio vuelta y la besó de manera brutal y posesiva. Ella lo empujó, pero él la
cogió de las muñecas y arremetió con más fuerza, apretándole el cuerpo,
obligándola a que su lengua se defendiera contra la suya. El deseo la consumía
como una llama, como una maldición. Claudicaba ante sus besos, odiándose a sí
misma, aunque odiándolo más a él por arrastrarla consigo.
Casi aturdida, sintió que la cogía en brazos y la llevaba hasta la biblioteca
iluminada por el hogar encendido. Una agradable fragancia de madera de pino
ardiendo perfumaba el aire. Él serpenteó entre pesados muebles de caoba
tapizados en terciopelo de color rojo hasta llegar al sofá frente al hogar. Cayó
encima de ella, atacándola con sus ávidas manos y su boca sin ningún
preámbulo. No le estaba haciendo el amor; la estaba castigando.
—No, Eros. Espera. ¡Espera! —Lo apartó de un empujón y gateó lejos de él.
Exaltado, Eros se levantó del sofá y se dirigió hacia el mueble de las
bebidas. Descorchó una botella llena hasta la mitad y se sirvió en una copa. El
coñac se derramó brillante y dorado. Con la copa en la mano, él se volvió a
mirarla. Aquella expresión en sus ojos a ella le detuvo el corazón. Dolor. Rabia.
Angustia.
—Me mentiste —la acusó en un susurro severo—. Mentiste esta noche.
Mentiste la noche que pasamos juntos en Agadir —La furia ardiente le encendía
el iris—. ¡Besaste a Niccoló, Alanis!
—¡Él me besó a mí! —rebatió ella acaloradamente—. Ni siquiera fue un
beso. No significó nada. Nico sabe lo que siento. ¡La única persona en este
cuarto que no siente nada eres tú!
—No debo sentir nada. Cualquiera diría que podría ser inmune a una
mujer como tú. Después de todo, fue una mujer así la que me dio la vida y
luego me sentenció a muerte.
—Tu madre no te sentenció a muerte. Cualquier persona con la mitad de
cerebro que tú a estas alturas ya lo hubiera comprendido. Si no hubieras estado
tan empeñado en castigarla, hubieras visto el amor reflejado en sus ojos cuando
cogió tu mano y te llamó "su milagro". ¡Fue desgarrador! Yo no te salvé la vida,
Eros. Tu madre lo hizo. Ella te sacó de ese foso. Ella te curó las heridas y me dijo
dónde ocultarte. Ella es tu ángel de la guarda, aquella pobre monja triste a
quien desprecias, la que educa a los pequeños descarriados y abandonados de
la ciudad, la que ha dedicado los últimos dieciséis años de su vida a hacer
beneficencia y a la contrición. Maddalena no abandonó a su hijo, Eros. Él la
abandonó a ella.
—¡No quiero hablar de esto! —gruñó Eros.
—Bien. No hables. Pero eres tú el que esta noche ha abierto la caja de
Pandora, así que tendrás que escuchar. Una mujer que sentencia a su hijo a
muerte es una arpía, pero las arpías no se vuelcan en la Iglesia. No llenan sus
corazones solitarios con el amor de los huérfanos, ni arriesgan la vida
rescatando hijos. Sea lo que sea lo que sucedió aquella trágica noche,
Maddalena es inocente. Ya sabes lo fácil que es para un hombre dominar a una
mujer. Estoy convencida de que tu tío le hizo algo y la encerró en su residencia
para sostener la mentira. Me sorprende que le hayas creído tan rápido sabiendo
la despreciable víbora que era y cuánto te amaba tu madre. Pero tú, su hijo
adorado, ¿no pudiste forzar esa puerta para constatar que ella fuera su cómplice
antes de coger a tu hermana y desaparecer? Dejaste a tu madre sola. ¿No
pensaste ni siquiera un instante en ella, en lo que debe de haber sufrido?
Maddalena jamás ha dejado de amarte, Eros, y si te queda una pizca de
compasión, deberías volver a Roma y rogarle que te perdone.
—Hay un hecho que tu teoría no sostiene. Carlo se enteró de la Nueva
Liga a la que mi padre apoyaba. ¿Cómo? Sólo mi madre lo sabía.
—Tendrás que preguntárselo a Maddalena. Regresa al convento. Ella se
merece tus disculpas, o al menos tu gratitud.
El desvió la mirada y bebió el coñac.
—Jamás regresaré a ese convento.
—Previsible —emitió una risa amarga y meneó la cabeza—. Sigue así,
conserva tu cinismo, tu rencor absurdo y tus recuerdos tergiversados.
Encuentras tanto consuelo en compañía... ¿Para qué molestarse en buscar la
verdad cuando puedes echarle la culpa a tu pobre madre de todas las
adversidades de tu vida? Eso es mucho más fácil que mirarse al espejo y ver las
desagradables verdades.
—Yo sé cuáles son mis desagradables verdades —le respondió él con tono
brusco—. Es hora de que tú admitas las tuyas. Aquella noche viniste hasta mi
cama por el motivo más obvio de todos. Lamentablemente, a mí me cegó el
deseo por ti, y estaba tan obsesionado por tenerte que me dejé convencer de que
me querías tanto como yo a ti.
—¿Un motivo obvio? —siseó ella impasible, con las lágrimas que le
picaban en los ojos—. ¿Y cuál será ese motivo? ¿Que soy una arpía fría y
manipuladora, sedienta de tu sangre, tu alma y tu principado? ¡Soy la nieta de
un duque! ¿Por qué razón un viejo título me atraería a la cama de un hombre
cuando es de eso precisamente de lo que escapo? ¡Si tuviera intención de vivir
en un palacio, ya estaría en Inglaterra!
—Viniste hasta aquí porque sabías quién era yo.
—¡Vine a buscarte porque te amo! —gritó ella, incapaz de contener las
lágrimas.
—¡No mientas! —rugió él—. ¡Tú no me amas a mi! ¡Esto es lo que amas! —Se
dio vuelta y con fuerza brutal arrojó la copa de coñac contra la pared de encima
del hogar, y el fino cristal se hizo trizas contra el escudo Sforza que había allí
colgado.
Ella lo miró pasmada.
—Estás equivocado —le susurró—. Eso es lo que tú amas, Stefano.
Parecía como si a Eros le hubieran clavado una estaca en medio del
corazón. Sus ojos ardían en llamas. El pecho subía y bajaba con dificultad.
—Stefano Sforza ya no existe. ¡Esa parte de mí está muerta! ¡Ya te lo dije
hace meses! Sólo hay un hombre viviendo dentro de mí, Alanis: un dannato, ¡un
único condenado!
Aquello no tenía nada que ver con ellos, se percató ella. Tenía que ver con
su pasado, con el hecho de que se encontrara de nuevo en Italia después de
dieciséis años y de tener que volver a enfrentarse a sus viejos demonios. Y más
importante aún: tenía que ver con aceptar quién era él realmente.
—Tú no eres un condenado. Stefano Sforza está bien vivo en tu interior,
pero lo has enterrado tan profundamente, que está... un poco perdido.
—Es una causa perdida.
Un silencio denso cayó entre ambos. Él estaba allí parado tan soberbio y
apuesto ante ella, y con un aspecto tan terriblemente miserable, que a ella le
sangraba el corazón. Las peores cicatrices no estaban en su piel, sino en su alma.
Ella se le acercó y le deslizó los brazos alrededor del cuello.
—Tú no eres ninguna causa perdida. Eres maravilloso y eres mío. Si te
hubieras muerto en aquel foso, mi alma hubiera muerto contigo.
Él le apoyó la cabeza en el hombro. La abrazó tan fuerte que ella casi no
podía respirar. Él no dijo nada durante un largo rato. Cuando habló, su voz
sonó suave y arrepentida.
—No hay nada que temer cuando no se tiene nada que perder. A los
dieciséis años yo perdí todo, y no he tenido nada más que perder desde
entonces —Levantó la cabeza. Tenía los ojos oscuros y doloridos—. Hasta que tú
entraste en mi vida, amore.
—No es cierto —Ella sonrió con ternura, amándolo cada vez más—.
Siempre te has tenido a ti mismo.
—¿Y quién es ése, según tú?
Ella cogió el medallón y tiró de él suavemente.
—Eso lo tendrás que averiguar por ti mismo.
Él tragó con dificultad.
—Todo el mundo espera que avance hacia Milán, venza a los invasores y
establezca un nuevo régimen Sforza. Yo no puedo hacerlo, Alanis. Ni siquiera
estoy seguro de quererlo.
Ella contempló esa mirada como de sentirse enjaulado.
—¿Por qué eres tan reticente a esa idea?
Él soltó un suspiro de angustia.
—Saboya está allí. Vendôme está allí... El norte es un infierno.
—«Es mejor reinar en el infierno que servir en el Cielo» —ella trató de
animarlo un poco, pero perdió la sonrisa al verle el ceño fruncido—. Tal vez
deberías considerar unirte a Saboya. Los Aliados y los franceses están en tablas.
Una alianza contigo inclinaría la balanza a su favor, y tú, como príncipe
gobernante independiente, te beneficiarás de su futura protección contra
recurrentes ataques franceses.
—No resolveré ningún problema metiendo a los austriacos en Milán para
expulsar a los franceses y a los españoles. Para empezar, eso fue lo que ocasionó
la desaparición de mis antepasados.
—Los Aliados no están interesados en subyugar a Milán. Sólo quieren
expulsar a los franceses.
—Los milaneses no necesitan otro príncipe hambriento de poder que
venga a hacer la guerra en sus tierras. Milán ha sido el campo de batalla más
sangriento de Europa durante más de un milenio.
—¿No dijiste que eras tú a quien habían escogido como líder? ¿Su legítimo
príncipe? El Papa me dijo lo mismo. Me preguntó por qué postergas el hecho de
cumplir con tu deber.
Él se pasó una mano por la cabellera.
—No me presiones, Alanis. Esta noche ya he oído demasiado en la posada.
—¿De qué estás tan avergonzado? —le preguntó ella con tono suave—.
¿Qué es lo que te parece tan indigno de convertirte en el futuro duque de
Milán?
—¿Tú qué crees? ¿Honestamente crees que los milaneses me volverán a
recibir después de haber saltado del barco con el rabo entre las piernas? Ellos
dependían de que yo ocupara el lugar de mi padre y los defraudé. Dejé que
Milán se defendiera sola, sin liderazgo, sin nadie que condujera su ejército y
protegiera sus intereses contra Francia y España. Yo no merezco su lealtad. Ni
yo mismo me volvería a recibir.
—Todos saben que eras muy joven cuando asesinaron a tu padre. Si te
hubieras quedado, ahora estarías muerto y no le servirías de nada a Milán. No
tenías alternativa.
—Siempre hay una alternativa y yo tomé el camino cobarde —La
autoaversión reflejada en sus ojos igualaba al gesto desdeñoso de sus labios—.
Tengo treinta y dos años, Alanis. Poseo decenas de barcos. Tengo a miles de
hombres a mi cargo. Cuento con suficiente armamento para respaldar diez
guerras. Entonces, ¿dónde he estado hasta ahora? ¿Qué fue lo que me impidió
cumplir con mi deber?
—Estabas... comprometido de otra manera —Ella no quería hacer hincapié
en sus inmoralidades del pasado. No esa noche. No cuando se encontraban a
solas en aquel cuarto con el hogar encendido y la lluvia golpeando las ventanas.
No cuando finalmente estaban hablando.
Eros rió de manera burlona.
—Sí. Comprometido de otro modo, enredado con Luis y...
Sus miradas se encontraron. Él no tuvo que seguir hablando.
—¿Por qué estás formando este ejército? —le pregunto ella—. ¿Por
venganza? ¿Irás tras Cesare?
—No necesito ningún ejército para cazar a un cobarde. El es una criatura
social. Lo encontraré en Roma y lo mataré con mis propias manos —El frío
brillo de sus ojos a ella se le caló hasta los huesos. Había olvidado lo peligroso
que era, cuando yacía enfermo y herido con esos ojos conmovedores como los
de un cachorro. Obviamente, había recuperado su antiguo ser y era más letal
que nunca—. En Ostia tuve mucho tiempo para pensar —dijo—. Yo no creo en
las coincidencias. Cuando visitamos la kasba, Taofik me advirtió sobre un noble
italiano. Luego llegó Hani y trató de matarme. El era un títere de Taofik y lo
envió junto con Cesare a mi casa de Agadir. Sin su ayuda ellos no hubieran
sabido en dónde buscar. Por lo tanto, cuando llegue la primavera iré a Argel y
arrasaré con todo.
—Entonces castigarás a Taofik por ser el individuo malvado y corrupto
que siempre supiste que era...
—Él fue mi mentor. Él me enseñó lo que es valor y la perfidia y... a veces
era mi amigo.
—Jamás fue tu amigo. Él te usó. Tú eras joven, irascible y vulnerable.
Cuando él descubrió lo capacitado que eras, se aprovechó de todas tus
cualidades. No te autodestruyas exigiendo revancha. Él no vale la pena. Se
trazará su propio camino al infierno.
Maldiciendo, él se acercó al hogar y cogió un atizador para remover los
leños.
—Taofik se merece lo que está a punto de caerle. No puedo borrar lo que
su ambición y sus intrigas me han costado. Sus enemigos mueren en rincones
oscuros con un cuchillo clavado en la espalda. Yo no pasaré el resto de mi vida
mirando por encima de mi hombro. Y lo mismo vale para mi primo. Cesare me
ha querido muerto durante años. Volverá en cuanto se entere de que estoy con
vida. ¡Ambos deberían arder en el infierno! —Las chispas subieron volando por
el tubo de la chimenea.
Ella clavó los ojos en su espalda ancha y rígida.
—Antes de que salgas corriendo a acabar con ellos, piensa en la inusual
oportunidad que tienes delante. Milán queda a unos pocos días a caballo.
Cuentas con un enorme ejército que acampa en las colinas y ya he visto cómo
funciona tu cabeza. Eres un experto estratega, diez veces más competente que
los generales que dirigen esta guerra. Eres capaz de lograr cualquier cometido
que te propongas. Sólo necesitas desearlo. Muy pocos son los que alguna vez
tienen una segunda oportunidad, Eros, y yo sé que quieres recuperar tu hogar.
Si dejas pasar esta oportunidad, ¿en qué lugar quedarás cuando tus enemigos
estén muertos y enterrados? Te seguirás sintiendo como ahora: solo, a la deriva
y con nostalgia. No habrás logrado nada.
Eros levantó la cabeza y la paralizó con la mirada.
—Me estás abandonando.
Sin querer que él viera sus ojos llorosos de nuevo, le dio la espalda.
—No lo sé. Aún no lo he decidido. No zarparé contigo en tu expedición de
venganza. No es el tipo de vida que quiero para mí. Tenía la esperanza de que
pudiéramos discutir las cosas, pero está claro que tú ya estás decidido.
Él se acercó por detrás y le envolvió los hombros con los brazos.
—Cuando estaba en el convento tuve un sueño —susurró—. Tú me
prometías ciertas cosas. Dijiste que no me abandonarías a menos que te lo
pidiera —Le posó los labios sobre una lágrima que rodaba por la mejilla—.
¿Todavía no me conoces? ¿No sabes que jamás te permitiré que me abandones?
Te necesito. Te quiero. Pienso en ti todo el tiempo. Todo el tiempo. No tienes que
marcharte cada vez que te irrito.
—Tú quieres una amante, Eros. Cualquier falda puede cubrir ese puesto
—Alanis cerró los ojos ante el torrente de lágrimas, preguntándose tristemente
cómo podía el mundo volverse tan cruel como para hacerla sentirse la más
protegida entre los brazos de un hombre capaz de causarle el peor dolor.
—Ya no —Él le dio vuelta y besó una por una las lágrimas que surcaban
su rostro—. Fuiste tú la que sembró este dolor dentro de mí y sólo tú puedes
calmarlo —Le cogió la mano y mirándola intensamente le besó la palma—.
Dime qué tengo que hacer para retenerte a mi lado.
Amarme, clamó su corazón miserablemente. Pero el amor no era algo que
se le pidiera a una persona.
—Sé que te preocupas por tu abuelo. Pero si me convierto en el duque de
Milán, no habrá escándalo. ¿Es eso lo que quieres que haga? ¿Que reclame
Milán?
—Sí quiero que recuperes tu hogar, pero no que lo hagas por mí, Eros.
Hazlo por ti.
—Por ti, yo haría cualquier tontería —sonrió—. No zarparé a Argel. Nos
quedaremos juntos en Toscana y... seguiremos hablando. Eso, si accedes a
quedarte aquí conmigo. No te presionaré para que...
Él era demasiado alto para besarlo sin los zapatos puestos, de modo que
ella le enroscó una mano alrededor de la suave nuca y le bajó la cabeza. Él
inspiró enérgicamente.
—¿Me deseas? —La voz sonó grave, ronca y algo insegura—. Porque yo sí
te deseo. Terriblemente.
—¿Esto responderá tu pregunta? —Ella apretó la boca contra la suya,
embriagada por la aterciopelada suavidad de sus labios y el delicioso sabor de
su boca. La respuesta de él llegó tan naturalmente como la respiración. Él
inclinó la boca y la besó como si les fuera la vida en ello: en un solo beso. El
terrible deseo que ella había tenido que reprimir durante las semanas de
buscarlo, de no saber si estaba vivo o muerto, se desbordó como un dique. Ella
ya no quería sufrir más. Quería acostarse con él, amarlo y redescubrir el sitio
mágico que habían encontrado juntos en las arenas de Agadir.
—No te muevas —le susurró Eros y se dirigió hacia la puerta. El cerrojo
hizo un ruido. Al cabo de un instante estaba de nuevo a su lado, se encorvó y la
alzó en brazos sin ninguna dificultad evidente. Se dirigió hacia el hogar a
grandes trancos, hasta el sofá rojo oscuro que estaba enfrente, y la depositó en el
suelo. Se besaron sin poder detenerse. Sintió los dedos masculinos
desabrochándole los corchetes de la espalda mientras ella buscaba a tientas el
fular y le quitaba el abrigo por los hombros. Eros la soltó para dejar que el
abrigo se deslizara hasta caer sobre la alfombra y luego le desató las enaguas.
Tenían suma urgencia por quitarse la ropa y las manos eran torpes en el
proceso. Finalmente, cuando la última prenda se unió al montón que había a los
pies de ella, le desabrochó el primer botón de los pantalones. Él hizo una
mueca.
—Déjame hacerlo o quedaré en ridículo —Se hizo cargo de eso, pero al
verla parada frente a él, con el cuerpo desnudo dorado por el fuego, le cogió la
cabeza rubia entre las manos y le susurró—: Come puoi essere cosí bella? ¿Cómo
puedes ser tan hermosa?
Avergonzada por lo que percibía en los ojos masculinos, ella lo cogió de la
mano y lo llevó hasta el sofá. Se recostó de espaldas y lo instó a que se acostara
encima. Él se apoyó entre los muslos, con los pantalones a medio abrir y con el
enorme cuerpo deliciosamente pesado encima de ella. Ella le acarició los suaves
mechones negro azabache.
—Sansón, Sansón, tu cabello están tan corto... Me encantaba tu cabellera
larga y sedosa.
Una profunda carcajada le sacudió el pecho:
—Niña malvada. Me lo dejaré crecer para ti. Lo regaré todos los días —La
besó ávidamente y ella le enroscó las piernas alrededor del cuerpo mientras él
se mecía—. Moría de ganas de esto. De ti —Se deslizó un poco más abajo y
lamió el pezón hasta que se endureció y quedó erecto como un botón rosado. Lo
succionó y ella se arqueó, cerrando los puños para no arañarle la espalda, y
preguntándose por qué diablos él aún no se había quitado los malditos
pantalones. Le buscó ese intenso latido entre las piernas y la volvió loca
moviendo los dedos lenta y habilidosamente. Ella gemía y daba respingos
amenazando con asesinarlo cuando aquello acabara; apenas sintió los labios
que iban bajando, quemándole la piel con los besos hasta que se dio cuenta de
lo que intentaba hacer, reemplazar los dedos por la boca. Ella lanzó un grito,
cegada por el arrollador arrebato de placer y se despegó del sofá formando con
el cuerpo un arco perfecto. El tuvo que sujetarle los muslos separados para que
no los cerrara de golpe.
Alanis se mordió fuerte la mano mientras la presión crecía en su interior.
Sentía la boca de él caliente, insaciable, avasalladora y empezó a estremecerse.
Llegó a un orgasmo tan intenso que casi era doloroso. Cada célula de su cuerpo
explotó de placer y por un breve instante ella quedó flotando entre el cielo y la
tierra. Al abrir los ojos, Eros estaba suspendido encima de ella, sonriendo.
Ella lo contempló a través de sus largas pestañas.
—Quítate el resto de la ropa, rufián.
Eros se sentó y se quitó de un tirón las botas y los pantalones. Cuando
reapareció encima de ella, tenía una expresión tensa de ansiedad, con los ojos
brillantes de deseo.
—Por lo que sea que me hayas hecho, moriré como un hombre feliz —La
penetró de un solo movimiento firme y certero. Se incrustó tan íntegramente
que gimió de placer pero no se detuvo; el ritmo era fuerte e inquebrantable,
ambos meneaban las caderas en una danza frenética. Mantenían el contacto
visual en todo momento. Una delgada capa de sudor brotó en sus cuerpos; la
piel resplandecía a la luz del fuego. Afuera, el viento ululaba, los árboles se
postraban ante el ataque de la tormenta, pero nada de eso invadía la apasionada
unión de ellos.
—Abrázame... Ámame... —le imploró él en un susurro, con los ojos azul
oscuro como dos pozos llenos de deseo.
Ella lo hizo, en medio de la turbulenta carrera hacia el éxtasis, mientras su
cuerpo se derretía alrededor de él y los ojos se le volvían como dos brillantes
lagunas. La eyaculación de Eros fue abundante y explosiva. Gritó el nombre de
ella y cayó sudoroso y laxo en el refugio de sus brazos. Permanecieron
inmóviles, con las húmedas extremidades enredadas, las mentes en blanco, el
crepitar de los leños consumidos por el fuego llenando el silencio.
Él se estiró para coger la chaqueta de terciopelo color borgoña que estaba
en el respaldo del sofá y la arrojó sobre los cuerpos desnudos. Los ojos saciados
y adormecidos le brillaron con ternura.
—Carissima —Le pegó la cara a la mejilla como si fuera un gran tigre
mimoso y le murmuró—: Di de nuevo que me amas.
Ella parpadeó perezosamente y el ruego de él quedó sin respuesta al
vencerla el sueño.
Sallah y Nasrin se quedaron perplejos cuando Eros y Alanis llegaron de la
mano a almorzar al mirador de la terraza al día siguiente. El sol brillaba y cada
hoja parecía más verde.
Eros ayudó a Alanis a sentarse y se apropió de su mano por debajo de la
mesa para tenerla aferrada encima del muslo.
—Ya me he encargado de los preparativos para vuestra partida —
anunció—. Zarparéis desde Genova a bordo de uno de mis barcos pasado
mañana, pero honestamente, me gustaría que os quedarais más tiempo.
—Mi esposa extraña a sus hijas, y francamente, si yo fuera vosotros
consideraría la idea de unirme a nosotros. Me he enterado de que en Yorkshire
hay abuelos tirándose de los blancos cabellos y garabateando órdenes de
arresto.
Cuatro criados se presentaron blandiendo platos de porcelana
artísticamente colmados con Ossobuco alia Milanse. Sallah se distrajo y terminó
relatando su infructuoso intento en el juego de cricca de esa mañana en la
posada del pueblo. Eros rió todo el tiempo hasta quedar sin aire.
—La próxima vez que vayas a jugar por estos lugares llévame de
acompañante —le advirtió—. No puedo creer que hayas perdido cien ducados
contra el tonto de Rizo.
—No habrá próxima vez —Nasrin le lanzó al esposo una sonrisa con los
labios apretados.
—¿Cómo puede uno ganar a algo con esa panda de bárbaros? —Se quejó
de mal humor—. ¡Jamás en mi vida me han atacado con un lenguaje y un
comportamiento tan salvajes!
—¿No se los devolviste? —dijo Eros con una sonrisa burlona y bebió el
vino—. Los bárbaros eran los hunos, los celtas y los vikingos, y bueno,
prácticamente toda tribu salvaje o cavernícola de Europa. Los civilizados eran
los romanos. Gente como el aquí presente —Hizo un gesto señalándose a sí
mismo.
—¡Aja! Déjame corregirte en eso, mi querido descendiente romano. Mi
ancestro, el rey Salomón, jugaba al ajedrez con la reina de Saba mientras tus
antepasados, Rómulo y Remo, todavía mamaban de una loba. Y ahora quién es
el bárbaro, ¿eh?
—Touché! —Eros inclinó la cabeza con dignidad—. Tienes razón, por
supuesto.
—¡Y mira bien de recordarlo! —exclamó Sallah con aire de triunfo—. Ah, a
propósito, mientras pasaba por esa horrible experiencia, sucedió que escuché
un rumor muy interesante.
Después de lanzar una mirada al cielo, Nasrin lo instó con tolerancia:
—Ilumínanos, querido.
—Bueno, no es un rumor demasiado difundido debido a su naturaleza
delicada, pero mi fuente es bastante confiable. Aparentemente, cierto marinero
veneciano se le declaró anoche a cierta dama inglesa.
—Bastardo! —Golpeando el puño sobre la mesa, Eros se puso de pie—.
¡Esto es demasiado! ¡Es hombre muerto!
Alanis lo siguió de prisa cuando él iba a matar al pobre Niccolo. Ella le
cogió la mano y lo obligó a mirarla de frente.
—Yo lo rechacé. Por favor, no le des más importancia de la que tiene.
—¡Para empezar, él no tuvo ni el menor reparo en ir a declararse! —
vociferó nervioso.
—Lo rechacé, Eros.
—Lo rechazaste —repitió él, aunque los ojos seguían buscando consuelo.
A Alanis se le oprimió el corazón. Él se sentía presionado por la decisión de Nico
de casarse con ella.
—¿Qué es lo que te da tanta rabia? —preguntó Sallah—. Deberías estar
agradecido de ser tú con quien ella quiere casarse. En lugar de asesinar a sus
pretendientes, ¿por qué no te le declaras tú?
Alanis se ruborizó. Eros palideció. Y Nasrin le pateó la pierna al esposo.
—Cállate, Sallah, y come tu carne de ternera. Puede que explotes de
gordo, ¡pero al menos no terminarás ahogado con un pie metido en la boca!
Dos días más tarde, un coche aguardaba en el patio del castillo. Mientras
Eros acompañaba a Sallah hasta la puerta principal, Alanis y Nasrin los seguían
a paso tranquilo.
—¿Estás segura de que quieres quedarte con él? —preguntó Nasrin con el
ceño fruncido de preocupación—. Sé que yo te alenté, pero ahora creo que debes
regresar a casa con nosotros y darle la oportunidad de que se dé cuenta de que
no puede vivir ni un solo día sin ti. Créeme cuando te digo que te seguirá al
trote alegre, meneando su preciosa cola y pedirá tu mano en matrimonio.
De nuevo esa palabra: matrimonio. Alanis desvió los ojos hacia la cabeza
morena que conversaba con Sallah. El sol brillaba en sus ojos de color zafiro. La
sonrisa era un encandilador destello blanco.
—Si lo sigues mirando de ese modo se derretirá —la regañó Nasrin
cariñosamente—. Aunque confieso que se le ve más feliz que nunca. Lo rodea
un resplandor que es absolutamente obra tuya.
Alanis gimió internamente. Si Eros tenía un resplandor, ella temía
preguntar lo ridículamente enamorada que se vería ella, locamente enamorada
de un príncipe pirata que tenía problemas para decidir cuál de los dos prefería
ser.
—Estoy bebiendo de nuevo la infusión —le susurró esperando que la
criticara.
—Te mentiría si te dijera que lo apruebo. Si no confías en que él haga lo
correcto...
—No se trata de confianza. Un bebé no será la fuerza que nos una. Yo no
quiero ligarlo a mí con un niño y convertirme en otro deber además de los que
ya pesan sobre él. Me preocupa, Nasrin, apenas duerme de noche pensando en
Milán, en la guerra —El temor se apoderó de ella. No era la primera vez que se
cuestionaba la sensatez de enviar a Eros a luchar por su hogar. Una guerra era
una guerra, y él en esencia era un soldado. Ella sentía una intensa necesidad de
protegerlo, de llevárselo de nuevo al desierto y tenerlo allí oculto, pero era
consciente de que él necesitaba recuperar su familia y cumplir con su deber. O
de otro modo, jamás encontraría la paz.
Nasrin posó los delgados brazos alrededor de Alanis.
—Todo estará bien, querida. Ya verás...
El siguiente turno para darle un abrazo era de Sallah.
—Sabes que eres como una hija para mí. No lo olvides jamás. Y no
permitas que este canalla te fastidie demasiado. Recuerda que sólo es un niño
grande malcriado.
Alanis rió y se secó las lágrimas. Los saludó con la mano mientras el coche
se marchaba dando tumbos.
Unos brazos fuertes la rodearon por detrás.
—Al fin solos —Eros le enterró el rostro en el cuello—. Y yo tengo asuntos
urgentes que discutir con vos en privado, milady.
Alanis se recostó sobre su amplia estructura mientras recibía las caricias
de su nariz en el cuello.
—¿Cómo de urgentes?
—Que arden —La cogió de la mano y subieron de prisa las escaleras de la
fachada.
—De nuevo como conejos —la voz grave de Eros llenó la penumbra
mientras descansaban entrelazados en su enorme tina de bronce, sumergidos en
agua caliente, contemplando las llamas que saltaban en el hogar.
—Brrr... —sonrió Alanis y apoyó la cabeza en el pecho resbaladizo y
mojado. Así, entre sus brazos, con los cuerpos desnudos resplandeciendo bajo
la débil luz del fuego, ella debía sentirse feliz. Y así era, hasta cierto punto,
siempre y cuando no pensara en la guerra ni en el matrimonio. Esas dos
palabras revoloteaban en su cabeza como la espada de Damocles. Cerró los ojos
y soltó un fuerte suspiro.
—¿Qué te perturba, mi inocente hada de agua?
Alanis soltó una tenue risita apenada.
—Ya no soy tan inocente.
—Para mí lo eres —Le besó la mejilla. Ella alzó la vista. La luz del fuego le
doraba la mitad del rostro mientras que la otra seguía ensombrecida: las dos
caras del mismo hombre: uno cerrado, el otro abierto y bueno. Le acarició la
mandíbula cuadrada y esa sombra oscura que formaba la barba crecida de un
día le pareció irresistible. Le acarició la boca, fascinada por la forma y la textura.
Él era hermoso, como el dios Marte, e igual de contradictorio. Los brillantes ojos
azules, los rasgos severos y perfectos, los cabellos negros lustrosos: todo
personificaba el ardiente espíritu que había en su interior.
—Dai, no arrugues la frente —Le puso un dedo entre los ojos y suavizó las
pequeñas arrugas—. ¿Tan terrible te parece esto? Ahora estamos juntos, ¿No es
lo que más importa, ser amantes de nuevo?
Amantes. Una palabra de doble filo, pensó ella.
—¿Es eso lo que somos, amantes?
Eros se quedó callado. Hundió un jarro de bronce en el cubo con agua
caliente que había sobre una parrilla de hierro. Vertió el agua sobre la cabellera
de ella y observó extasiado cómo el agua limpia le cubría la piel. Le enmarcó el
rostro con las manos y le apartó unos mechones dorados y mojados de la frente.
—Sí. Somos amantes.
Al mirarlo a los ojos ella deseaba tanto creer que él la amaba, pero el color
era el mismo azul de la base del fuego e igualmente misterioso. A veces ella
creía que podía sentir más que interpretar los pensamientos que habitaban los
privados rincones de su mente. Sin embargo, sabía que una parte melancólica
de Eros siempre permanecería oculta. Pensó en el vino italiano: era necesario
considerar la configuración del terreno para lograr entender la característica del
vino, pues no sólo se trataba de la uva sino también de la diversidad de la tierra
de Italia, que era lo que le añadía ese sabor especial a la uva: como las cenizas
volcánicas del lago de Bolsena, la exuberante región del Chianti o el rocoso
terreno de Massa. Eros no era diferente: él era la creación de Lombardía y
Argel, de Roma y Versalles. Y al explorar sus ojos, ella casi lograba percibir esos
rasgos de similares e irresistibles características.
—Estoy considerando la idea de convocar al Consiglio Segreto, el Consejo
Privado milanés —dijo él—. Ejerce poder sobre todas las áreas de Milán, y está
conformado por miembros de la nobleza del más alto rango. Los grandi son
muy poderosos y distinguidos y contratan por su cuenta ejércitos permanentes.
Ella se enderezó de golpe salpicando agua y se montó sobre él a
horcajadas.
—Eros, ¿estás diciendo que...?
—Esta posición me distrae mucho, Alanis, pero sí, estoy decidido a hacer
mi mejor intento —Sonrió—. ¿Te das cuenta de las dificultades a las que nos
enfrentaremos? Todo el mundo quiere Milán, y ahí están todos con ejércitos
cinco veces más grandes que el mío y contando con recursos ilimitados para
arrojar al campo de batalla.
A ella se le iluminaron los ojos.
—Pero tú tienes al pueblo milanés de tu lado, y bueno, tú eres quien eres.
Él le besó los labios:
—Sólo tú me valoras tanto.
—Y con buen motivo —sonrió ella—. Una vez que le hagas saber a la gente
que estás de vuelta, te seguirán en masa.
—Aunque obtenga el apoyo de los milaneses, yo conozco a mi país.
Intriga. Corrupción. Avaricia. Italia es como una tigresa, hermosa y letal —
Sujetándole los muslos, él se deslizó más profundo en la caricia del agua
caliente y apoyó la cabeza en el borde curvo de la tina—. Antes de la traición de
mi tío, la cadena de mando siempre conducía al duque, pero durante los
pasados dieciséis años los grandi ejercieron un poder absoluto, con los españoles
fiscalizando a distancia. Son como un grupo de estafadores con una
característica que podría serme útil: la voluntad de cambiar un soberano por
otro, creyendo de esta forma que mejoran la situación. Tal vez accedan a unirse
a mí. Ya veremos.
Con una sonrisa torcida, ella recitó:
—«Si liberas a Milán de esta detestable dominación, ¿qué puertas podrán
cerrarse ante ti? ¿La envidia de quién podrá estar en tu contra? ¿Qué italiano
podrá negarte lealtad? Serás recibido con amor en todas aquellas provincias que
han resistido esas hordas extranjeras durante años. Deja que tu ilustre hogar
asuma esta tarea con valor y esperanza, para que esta nación pueda enaltecerse
bajo tu estandarte y para que las palabras de Petrarca se vuelvan realidad.»
Él levantó la cabeza. Primero la miró asombrado, luego una lenta sonrisa
le torció los labios y siguieron recitando el resto al unísono:
—«Contra la furia bárbara, la virtud entrará en el campo de batalla e
interrumpirá la lucha. Fieles a su linaje, los corazones italianos demostrarán su
poder romano.»
Ella pegó un grito cuando él se le abalanzó encima, vaciando media tina.
La cogió de la nuca, susurrándole en los labios:
—Bruja celta, ¿cómo te atreves a citarme a Machiavelli, a mí? Me parece...
increíblemente excitante —Su boca se sentía cálida y seductora. La besó suave,
lenta y profundamente—. Tú me haces sentir tan bien. Cuando estoy contigo me
siento de nuevo en mi juicio. Di que me amas, amore.
Alanis le acarició los hombros resbaladizos y musculosos, contoneando el
trasero contra su regazo.
—Amo tu cuerpo. Eres un amante excelente. Estoy ciega de lujuria.
Él le dio una leve palmada en la nalga, con un brillo malvado en los ojos.
—Monstruo. Pequeño monstruo adorable —Inclinó la cabeza y le lamió el
pezón erecto dejando un círculo de fuego. Se lo metió en la boca y lo succionó
fuerte. Ella gimió en respuesta—. Alanis —dijo él en un gemido, arrastrando la
boca hasta el cuello femenino—. Necesito estar dentro de ti.
—Yo también te deseo —Cerró los dedos en el sexo erecto y lo presionó
con suavidad. Un suspiro agradecido escapó de los labios de él cuando ella se
levantó y se introdujo el miembro masculino. Él se enroscó las piernas de ella
alrededor de su cuerpo y la tomó con movimientos fuertes y rítmicos, la
expresión de su rostro revelaba el esfuerzo que le costaba contener el orgasmo.
La tensión que crecía en el interior de ella era tan poderosa, que temía acabar
con un grito capaz de derrumbar el castillo entero encima de ellos. Era una
batalla feroz. Ella lo apretaba como un puño con sus músculos internos,
estimulándolo hasta que finalmente le sacó un poderoso chorro de semen.
Primero se rindió gimiendo y temblando y luego enterró el rostro entre los
pechos femeninos.
Alanis se quedó mirando fijamente las alegres llamas y sonrió con
satisfacción femenina. El invencible Víbora que rara vez perdía el control —y
que cuando lo hacía siempre era de modo controlado— ya no se contenía más.
Eso tenía un único significado: el corazón estaba dominando la cabeza...
—Prométeme —le susurró mientras la abrazaba—. Prométeme que jamás
me abandonarás.
Una sonrisa llena de esperanza asomó en los labios.
—Lo prometo. Jamás te abandonaré...
Capítulo 25
Lucas Hunter se enorgullecía de ser una persona resistente. Había
sobrevivido a Eton, Cambridge, el tiránico conde de Dentón, y a piratas; sin
embargo, estaba transpirando.
—Su Excelencia —La voz sonaba sin aliento y ronca—. Asumo plena
responsabilidad por esta... grave situación. De hecho, mi conducta fue...
imperdonable. Tenéis todo el derecho de exigir compensación. Yo...
—¡Cierre la boca, Silverlake! —rugió el duque de Dellamore—. ¡Aquí lo
que está en juego es la vida de Alis, no los detalles de la hora y el sitio en que te
incrustaré una bala en ese fofo trasero! Así que dejaré ese asunto del honor para
tu conciencia y volveré a preguntarte: ¿Quién-tiene-a Alis?
Lucas parpadeó, clavado en el suelo ante aquellos gélidos ojos azules que
lo miraban con ira debajo de unas cejas plateadas. Sin embargo, él le debía a
Alis dejar las cosas en orden.
—El hermano de mi esposa tiene a Alis, señor.
El duque se apoyó sobre el escritorio y cogió a Lucas del fular.
—Un nombre, Silverlake.
Tragando el nudo que tenía en la garganta, Lucas cerró los ojos y barbulló:
—Eros.
Se desplomó en la silla, pero no sucedió nada más. De modo perplejo,
abrió los ojos y contempló la escena más triste de su vida: el duque de
Dellamore sentado en su silla, con los codos sobre el escritorio, apoyando la
cabeza entre las manos y con lágrimas de terror en los ojos. Estaba temblando.
—¡Su Excelencia! —Lucas cogió una botella de whisky y una copa y le
sirvió al duque un generoso trago—. Permitidme ir a por mi esposa, señor. Ella
podrá responderos cualquier pregunta mejor que yo.
El duque lo despidió haciendo un gesto con la mano.
Minutos después, Lucas condujo a su esposa encinta hacia la biblioteca de
Dellamore. El duque no estaba solo. Hassock, uno de sus hombres, estaba
memorizando órdenes para emprender el viaje, mientras el secretario, Simms,
tomaba nota de una carta dirigida al lord alto admirante. Dellamore partiría
rumbo a Londres de inmediato. Lucas escuchó las palabras: bloqueo,
extradición, Magreb. Entonces la persecución había comenzado. Eros sería
cazado como un perro rabioso. Bien. Él esperaba que a ese bastardo le pegaran
un tiro de inmediato.
Sin embargo, su esposa se encendió como una antorcha.
—¡Su Excelencia! —Corrió a su lado, haciendo rebotar los bonitos rizos
negro azabache—. Antes de poner a la Flota entera tras mi hermano, debéis
permitirme explicaros...
El duque pareció asombrado, luego sanguinario.
—Veo que no habéis perdido el tiempo.
—Su Excelencia —lo serenó Jasmine—. Eros no secuestró a lady Alanis.
Ella partió con él por voluntad propia. Iban a viajar juntos por el mundo. Ella
confiaba en él. Juntos formaban una...
—¿Queréis decir que mi nieta se fugó con ese despreciable sinvergüenza?
—Ellos no huyeron y mi hermano no es despreciable.
El duque despidió a sus hombres y le ordenó a la pareja que tomara
asiento.
—Sugiero que discutamos esto a fondo. Os advierto, vizcondesa, como
caballero que soy, que todo lo que digáis podrá ser usado en contra de vuestro
hermano cuando sea aprehendido.
—Agradezco la advertencia —dijo ella con tono severo—, pero hay cosas
que pueden favorecer el concepto de mi hermano —Ella le echó un vistazo a
Lucas—. Cosas que ni siquiera le he dicho a mi esposo.
—Soy todo oídos, señora —dijo el duque con tono cortante—. Habladme
de Eros.
—Tengo entendido que vos habéis oído hablar de él, Su Excelencia, ¿no es
cierto?
—¿Que he oído hablar de él? —dijo el duque con un bufido—. He enviado
flotas tras él. He declarado la guerra en contra él. Vuestro hermano, querida
mía, es un condenado pirata. ¡El peor de todos!
—¡Un asesino y un ladrón! —masculló Lucas sumándose.
—Cállate, Hunter —dijo Jasmine en voz baja. Y al duque le dijo—:
Efectivamente, Su Excelencia, sí ha oído hablar de él, pero debo decir que Eros
no ha practicado la piratería desde hace casi una década. Es un empresario
responsable. Es dueño de las minas reales de Agadir, entre otros prósperos
proyectos.
—Entonces tiene cabeza para los negocios igual que para aterrorizar los
mares. El infame ardid planeado por vuestro hermano tuvo que ser
decididamente inteligente para seducir a una joven tan lista como mi Alis.
—No hubo tal plan malvado, Su Excelencia. Simplemente una negociación
amistosa. Lady Alanis tenía deseos de conocer el mundo y Eros, al sentirse en
deuda con ella por salvarle la vida, accedió a llevarla en un pequeño viaje por
los sitios más interesantes del mundo. Estoy segura de que lady Alanis
regresará a Inglaterra dentro de poco, con su reputación intacta, si las cosas se
conducen adecuadamente...
—¡No hay motivo alguno para que las cosas no se conduzcan
adecuadamente! —vociferó el duque.
—Exactamente. Y Eros partirá a luchar en contra de Lui... —Se tapó la
boca con la mano.
—¿Cómo es eso? —Se agitó el duque—. ¿La Víbora luchando contra los
franceses? Esa sí que es una noticia interesante. A mis colegas del Ministerio de
Guerra les agradará escuchar eso. ¿Pero por qué motivo Eros no se unió a la
Alianza si está desafiando tan abiertamente al rey de Francia? Enfrentarse a él
por cuenta propia es un asunto arriesgado. Podría costarle la vida.
—Eros tiene sus propios motivos, Su Excelencia. Asuntos personales que
resolver con Luis.
El duque unió las cejas plateadas en un gesto ceñudo.
—¿Asuntos personales?
Con aire satisfecho, Lucas musitó:
—Una excelente situación beneficiosa para ambas partes. O el rey de
Francia nos hará el placer de librar alta mar de esta bestia, o Eros nos ayudará
con la caída de la Casa de Borbón. Y luego lo eliminaremos.
—Te lo juro, Hunter —siseó Jasmine—, una sola sucia palabra más y...
—¡Señora, debéis informarme sobre el paradero de vuestro hermano de
inmediato!
—Yo no os ayudaré a aprehender a mi hermano, Su Excelencia. Os doy mi
palabra de que lady Alanis regresará en perfecto estado. Él no le hará daño.
—¿Pero y si él no la devuelve? Vuestro hermano es un hombre y mi nieta
es una piedra preciosa de primera. ¡Él no puede tenerla! Aunque la haya
deshonrado... —El duque se puso de pie—. ¡En la Flota Real hay un nudo
particular guardado que lleva su nombre!
Jasmine se puso en pie.
—Su Excelencia, por favor, permitidme explicarme. Tal vez una vez que
aclare cierto asunto vos os sentiréis menos reacio a... aceptarlo como... ¿nieto
político?
—¡Habéis llegado demasiado lejos, señora! —Tenía los pensamientos
escritos en el rostro: el hecho de que el heredero de su viejo amigo se hubiera
casado con alguien tan inferior a él no significaba que él tuviera que soportar un
arreglo similar.
Con la cabeza en alto, Jasmine miró ferozmente a los ojos al duque.
—Alanis es mi amiga. Es sólo por preocupación y respeto a ella que le voy
a revelar esto. Vos, señor, no merecéis tal honestidad —Ella se detuvo y se armó
de coraje—: Mi hermano nació en Milán el 4 de octubre del año de Nuestro
Señor de 1674, fue el primer hijo de Gianluccio Sforza y Maddalena Anna
Capodiferro de Roma. Fue bautizado en el Duomo como Stefano Andrea
Sforza, Conde de Pavía, Duque de Bari, y futuro Príncipe Real de Milán. Yo nací
diez años después, como Gelsomina Chiara Sforza.
Lucas y el duque se quedaron perplejos.
—Tengo recuerdos fragmentados de nuestro pasado. Eros no habla de eso.
Él prefiere olvidar. Hace unos dieciséis años mi padre fue acusado de
conspiración nacional en contra de España y condenado a muerte, pero Eros y
yo huimos. Debido a un desafortunado giro del destino, llegamos a Argel y
fuimos capturados como esclavos. Para salvarnos de la adversidad, Eros se unió
a los rais y se convirtió en corsario. Una anciana sabia cuidó de mí en la kasba
mientras él estaba en alta mar. Desde entonces no hemos regresado a Milán.
—El Príncipe de Milán... —murmuró el duque—. El hijo y heredero del
duque Gianluccio. Supongo que vos tendréis pruebas de esta extraordinaria
historia.
—Los impostores son los que necesitan pruebas —Jasmine levantó un
poco el mentón—. Eros sólo necesita mostrar la cara en París, Roma, o mejor
aún, ante su amigo y aliado, el príncipe Eugenio de Saboya, que lo conoce
desde niño. Presentadme cualquier hombre de cualquier corte de Europa que
niegue el patrimonio legal de mi hermano de Lombardía, Emilia, Liguria y los
Alpes Meridionales, y yo os mostraré a un mentiroso. Stefano es el sucesor vivo
de la línea Visconti-Sforza, con una estirpe de un millar de años. Él pertenece a
la realeza. ¿Es este suficiente linaje para la nieta del duque Dellamore?
Mientras Lucas luchaba por recuperarse del asombro, el duque decía con
tono cortante:
—Esta situación ha ido de mal en peor, señora, porque si vuestro hermano
es quien vos decís, entonces Alis está en mucho mayor peligro del que
imaginaba. Ahora además de estar preocupado por quitarle las manos de
encima de ella, ¡debo preocuparme porque el resto del mundo le quite las
manos de encima a él! El Ducado de Milán es el quid de esta guerra. Si se llega a
saber que el Príncipe de Milán está sano y salvo y dispuesto a desplazarse
libremente por los mares como un pez, muchas partes se sentirán amenazadas.
Lo querrán muerto.
Jasmine le lanzó una mirada fría.
—Nadie aparte de vos lo sabe, Su Excelencia.
—En eso estáis equivocada, señora. Aparentemente, el rey de Francia
también lo sabe —Él se puso de pie y llamó al secretario con una campanilla—.
Debo partir hacia el Ministerio de Guerra inmediatamente. Algo me dice que Su
Majestad, el Rey Sol, no se encuentra descansando despreocupadamente entre
sus doradas fleurs-de-lis.
** ** **
—¡Ah! ¡Cesare Sforza! —El rey Luis amplió la sonrisa zorruna cuando
Cesare lo saludó con una reverencia al entrar en el despacho real—. Pasa,
Cesare. ¡Entra, así puedo gruñirte! —Se tomó un minuto para garabatear una
firma pomposa en una serie de cartas oficiales y luego dejó la plume d'oie de oro
y llamó al secretario para que terminara la sucia tarea de estampar el gran sello
en charcos de cera caliente—. «¡Más puede la pluma que la espada!» —Exclamó
haciendo un además con la mano adornada con joyas.
Echándole una mirada al engreído rey, Cesare consideró la idea de
informarle a Su Majestad de que el origen de ese proverbio era la pequeña isla
que él tanto detestaba.
—Su Majestad, «Que otras plumas se explayen en el remordimiento y la
miseria».
El sentido del humor del rey se esfumó. No a diario un zéro, un insolente
como Cesare Sforza, se atrevía a burlarse del Rey Sol. Se calmó y se apoyó en
los lirios dorados grabados en relieve en el tapizado de seda azul de su bergére.
—Qué atento de tu parte venir hasta aquí por tu cuenta, Cesare. Estoy
ansioso por separar tu inepta cabeza de tu igualmente inútil cuerpo.
Cesare palideció.
—Debe haber un error, Su Majestad. Yo he mantenido mi promesa en
nuestro trato: Stefano... está muerto.
—¡Stefano está bien vivo! —gritó el rey—. ¡Me debes un buque, cincuenta
mil luises de oro y tu cabeza en bandeja!
A Cesare le latían los oídos. Seguramente se trataba de un error. Stefano
no podía haber sobrevivido a Ostia. La última vez que Cesare había visitado el
foso, él no era más que un cadáver.
—De hecho, no pretendo estar al corriente de lo que sucede con cada
conspiración, como Su Radiante Alteza, pero en este caso puedo garantizaros
con total seguridad que Stefano se encuentra durmiendo con los peces en el
Tíber.
—¡Maldición! —El rey golpeó el escritorio con el puño—. ¡Stefano está
engordando en Toscana!
—¡Imposible! —exclamó Cesare—. ¡Él está muerto!
—¡Bicarat! —Luis pegó un grito llamando al secretario—. ¡Ven aquí,
escritorzuelo bueno para nada! ¿Dónde está el mensaje que recibí desde Milán
hace dos días? ¡Tráemelo! —le ordenó al tiempo que Bicarat ya le estaba
dejando la misiva enfrente—. ¡Ah! ¡Aquí estás! —Examinó el contenido
rápidamente—. ¡Aquí! —Se la ofreció a Cesare—. Léelo tú mismo. Sabes leer,
¿no es cierto? Supongo que reconoces la florida firma de abajo, ¿verdad?
A Cesare le tembló la mano al aceptar la siniestra misiva. Él conocía bien
la marca de Cáncer impresa en el papel. Pertenecía al conde Tallius Cancri, el
Cangrejo de Ocho Patas, como le decía la mayoría, jurista y presidente del
consejo de Milán. Un consejo en Lucca, el próximo mes, el Consejo Privado entero era
convocado nada menos que por... Cesare maldijo enconadamente. La parte que
describía la excelente salud de la que su primo, dado por muerto, gozaba en
Toscana, no era la peor parte. ¡El muy bastardo había regresado de la muerte
para reclamar Milán!
—¡Tallius Cancri está mintiendo! —dijo Cesare a gritos, horrorizado—.
¡Stefano está muerto!
Con el desprecio escrito en el rostro, Luis dijo:
—Tallius Cancri no tiene motivos para mentir.
—Sí, los tiene. ¡Yo soy el heredero! ¡Yo soy el príncipe! ¡Me quiere muerto
para que él y sus compinches puedan conservar lo que le robaron a Stefano y
seguir en el poder!
—Tú no eres el heredero ni el príncipe, ¡pero sin lugar a dudas estás casi
muerto!
Sin querer escuchar nada más que su propia miseria, Cesare maldijo:
—¡Es por esa ramera inglesa! ¡Esa perra rubia que tomó por esposa! ¡Ella
fue quien lo rescató!
—¿Cuál esposa inglesa? —comenzó Luis—. ¿Stefano se ha casado con una
inglesa?
A Cesare le empezó a funcionar la cabeza de nuevo.
—Stefano se casó con la preciosa rubia nieta del duque de Dellamore,
consejero personal de Ana y embajador en ocasiones especiales.
Un silencio sobrevino en el despacho real.
—¡No puedo creerlo! —Luis se levantó del trono de un salto—. Stefano
jamás me haría esto: ¡casarse con una inglesa después de desairar a toda
princesa francesa que le he ofrecido! ¡Lo único que le interesa es perseguir
aventureras!
—Ya no, Su Majestad —pronunció lento Cesare—. Se acuesta con la
Alianza.
A Luis se le salieron los ojos de las órbitas:
—¿Está trabajando con los perros ingleses? ¿Con ese traidor de Saboya?
Cesare era toda suavidad.
—Así parece, Su Majestad.
—¡Es un demonio! —Luis caminaba por el despacho de un lado a otro—.
¡Me niego a creerlo! Stefano no ha sido más que un problema desde que
cumplió los dieciséis, pero no es Judas.
—Bueno... Su Majestad ordenó su muerte. ¿Tal vez se haya sentido
ofendido?
—¡Estaba molesto con él! —expresó el rey con un gruñido—. Había dejado
a diez de mis fragatas hors de combat en menos de un año, ¡y eran de las mejores!
¡Por Dios, eso fue demasiado! Una de vez en cuando no me preocupa
demasiado, ¿pero diez en once meses?
Cesare suspiró.
—Entiendo qué fue lo que llevó a Su Majestad a ordenar su muerte.
—¡Su muerte! ¡Su muerte! ¡Si quisiera verlo muerto, enviaría a alguien más
idóneo que tú! ¡Alguien lo suficientemente competente para terminar el trabajo!
—El rey tenía una amarga frustración grabada en el rostro—. ¡Yo le tenía afecto
a ese rufián! Como cualquier rey se lo tendría a un canalla que le gana un juego
en su propia mesa, que coquetea abiertamente con su amante, o que se dirige a
él con el menor de los respetos. Cada vez que yo le ofrecía un ducado en
Francia, un almirantazgo en mi marina, y cosas por el estilo, él se me reía en la
cara y afirmaba tener demasiado sentido común para involucrarse en la
competencia sin tregua de los políticos. Juró que jamás aceptaría un soberano
sobre su cabeza. Y ahora descubro que él no es mejor que el traidor de Saboya.
Interesados, ingratos, buenos para nada, ¡los dos! Qué bien les quedan los
papeles de Brutus y Marco Antonio.
—Aún puedo completar mi misión, Su Majestad —ofreció Cesare de modo
seductor—. Puedo encargarme de que Stefano jamás salga de la convocatoria.
—No sabía que contaras con la aprobación del Consejo Privado de Milán.
—Estoy bien conectado con ciertos partidos, Su Majestad, aquellos que
tienen mucho que perder si Stefano es proclamado duque.
—¿Y puedes dar fe de que cooperen voluntariamente?
—Con el simple hecho de que vos hayáis recibido esta misiva, Su
Majestad, se puede apreciar que al menos un individuo de ese Consejo objeta el
hecho de cambiar el soberano actual por otro. Yo podría garantizar la
colaboración del Consejo entero, sólo si... fuera tan afortunado de que se me
concediera el mando del gran ejército de Su Majestad en Milán. El Ejército
Orsini, del que estoy a cargo en la actualidad, ya ha abandonado Roma para
acampar en la frontera sur de Emilia. Esperan mis órdenes, señor.
—Siempre supe que eras un canalla, Cesare, del tipo que sería capaz de
vender a su propio país, a su familia y hasta sus honores, aunque no del tipo
que enfrentaría a dos hermanos —dijo Luis con desdén—. Con profundo pesar
y a falta de una mejor opción, estos tiempos apremiantes me llevan a reclutar a
un canalla como tú para estabilizar mis fuerzas en el norte de Italia —Él
contempló el rostro de Cesare, ansiando ver una anticipada sonrisa satisfecha o
alguna respuesta tonta que lo salvara de expresar su poco satisfactoria decisión.
Ese milagro no sucedió. Por ende, el rey anunció—: Elimina al Príncipe de Milán
y te nombraré Príncipe de Milán a ti en su lugar.
Cesare sonrió con placer.
—Os lo agradezco, Su Suprema y Radiante Excelencia. Esta vez no fallaré
—Hizo una reverencia con una exageración de ademanes, casi limpiando con el
fular el suelo de mármol del despacho real.
Luis torció los labios en una expresión de disgusto.
—Asegúrate de que Stefano no se quede con los laureles, Cesare. Puede
que el Consejo empiece a aceptarlo más que a ti y lo proclamen duque. Después
de todo, sólo se trata de una formalidad. Él ya posee ese privilegio.
Cesare esbozó una sonrisa ancha y despreocupada.
—Como dicen en Roma: «El que entra al cónclave como papa, sale como
un cardenal». De donde vengo yo, la misma regla se aplica para los duques.
—Sólo como precaución, invitemos a esa esposa inglesa que tiene a asistir
al baile de primavera que ofreceré en Versalles. Tienes cuatro semanas. Confío
en que seas capaz de planificar algo... ¿elegante?
Cesare casi lo besa.
—¡Excelente idea, Su Majestad! Enviaré de inmediato la invitación por
medio de un delegado especial —Y mentalmente pensaba: Roberto. Se marchó
haciendo una profunda reverencia.
—«La labor de los temerosos del Señor es por otros realizada» —Luis
sonrió satisfecho. Siempre era gratificante reír el último, o decir el proverbio
más sabio, según el caso. Sin embargo, también había bastante trabajo que hacer
para los incorruptos—. ¡Bicarat! Anota una carta. Veamos, ¿cómo podría
comenzar? —Echó una mirada a la esmeralda de cuarenta kilates encaramada
sobre su dedo meñique—. ¡Aja! Ya lo tengo: «Estimado duque de Dellamore,
seria de mi real placer, etc., etc.,... recibir a Su Señoría en nuestro tradicional
Baile de Máscaras de Primavera, que tendrá lugar en Versalles el primero de
Abril...»
Capítulo 26
Roberto conocía bien su ocupación: primero, había que empezar a
contaminar el área una semana antes de ejecutar la misión. Se estudiaban las
rutas y rutinas y se las combinaba, volviéndose familiar hasta que se es
invisible. Se planeaba y se esperaba el momento oportuno hasta que se
presentaba por sí sólo.
Y así sucedió. En la mañana de la convocatoria, el Consiglio Segreto llegó
con un extenso séquito de guardias, sirvientes, cocheros y la jauría de revoltosos
perros del conde Gonzaga. Roberto entró a las cocinas con todos ellos mientras
que los superiores eran invitados a refrescarse en cuartos privados. Su plan era
sencillo: esperaría hasta que todos estuvieran ebrios y luego subiría las escaleras
de servicio hasta el cuarto de la duquesa. Se marcharía del mismo modo que
había entrado: desapercibido.
Alanis encontró a Eros en la alcoba, tumbado en un sillón, jugando con la
daga de manera distraída.
—¿Esperando impresionar hoy a los aristócratas con tus trucos argelinos?
—Entró recién bañada, haciendo crujir la seda color verde laguna del vestido
que llevaba puesto, que le resaltaba el color de los ojos y la tez clara.
Esbelta, alta y elegante, ella lo seducía como una fruta prohibida. Él sonrió
abiertamente.
—¿Quieres decir arrojarles dagas? —Dejó el arma a un lado y se acercó
para cogerla entre sus brazos— No, amore. Hay un viejo truco italiano con el
que pienso impresionarlos. Se llama "El juego de la confianza".
—Suena terriblemente alarmante —murmuró ella antes de que él le tapara
la boca con un beso. Le deslizó una mano por debajo de las solapas del abrigo
extrafino disfrutando de la familiar sensación de los cálidos músculos envueltos
en un género de fino algodón y le besó un punto sensible debajo de la
mandíbula—. Prométeme que te cuidarás.
—Siempre me cuido.
Con la mirada llena de preocupación ella dijo:
—No siempre. Recuerda que los condes no son de fiar.
El sonrió sagazmente y le guiñó un ojo.
—No te preocupes. Yo tampoco soy de fiar.
Ella rió pero lo sabía bien. Después de observarlo instruir
meticulosamente a su ejército durante las pasadas semanas, ella comprendió
por qué sus hombres veneraban el suelo que él pisaba. Era estricto pero también
considerado, honrado y confiable. Era el tipo de persona capaz de desnudarse
hasta quedar en camisa, a pesar de la incesante llovizna, e instruir a los
soldados menos experimentados en batirse en duelo y otras formas de combate
cuerpo a cuerpo. Él era el tipo de persona capaz de arriesgar su vida antes que
la de cualquiera.
—No hay nada fortuito en esta reunión. Cada sutileza está planeada hasta
el último detalle. Pero tú debes prometerme que te quedarás en tu cuarto hasta
que yo venga por ti. Capisce?
A ella se le dibujó una mirada dolida en los ojos.
—¿Soy como una niña malcriada a quien hay que mandar a su cuarto?
Él la cogió de la mano cuando ella se apartó.
—Por favor, no me hagas sentir como un ogro. No te estoy escondiendo.
Te estoy protegiendo. Estos condes tienen una vieja deuda conmigo. Utilizarán
lo que sea para destruirme, y tú... —La abrazó con fuerza y le susurró entre los
cabellos—: Tú eres mi debilidad, Alanis. Por favor, di que te mantendrás fuera
de su vista.
—¿Vendrás por mí en cuanto se marchen? —le preguntó ella de mala gana
haciéndolo sonreír.
—¿Con quién compartiré mis triunfos y fracasos si no es con mi... mejor
amiga?
A ella le gustó aquello.
—Me esconderé en mi cuarto como una niña buena y esperaré a que
vengas a por mí.
—Espera desnuda —Al rozarle la boca, unos nudillos firmes sonaron en la
puerta. Maldiciendo, Eros la soltó y gritó—: Entra!
Bernardo entró apurado, trayendo un mensaje en una bandeja plateada.
Eros rompió el lacre y examinó rápidamente la misiva. El aire se puso denso
por la tensión que él irradiaba.
—Mannaggia —Arrugó la nota en el puño y la arrojó al fuego—. Los Orsini
han acampado en la frontera sur de Milán.
Alanis intercambió miradas temerosas con Bernardo. El fiel sirviente había
sido hombre de confianza del duque Gianluccio y ahora le servía a su hijo.
—¿Quiénes son los Orsini? —preguntó ella.
Unas líneas de frustración trazaron la frente de Eros.
—Son una poderosa familia romana, cinco hermanos y una hermana. No
se conformarían ni con diez ducados. ¡Maldito Cesare! Yo lo tenía todo
planeado. Saboya está en Viena. Vendóme está acuartelado en Mantua. Pero
ahora Cesare hará estallar toda la maldita zona.
Con delicadeza, Alanis sugirió:
—¿Tal vez deberías reconsiderar unirte a la Alianza?
La inmovilizó con una mirada furiosa.
—Jamás aceptaré un soberano sobre mi cabeza. Nunca.
—Monsignore —tosió Bernardo—. Pazzo Varesino está aquí. Vino con el
Consejo.
—Varesino es un barón genovés. No es un miembro del consejo —Eros
cayó en la cuenta y se le notó en los ojos. Cerró los puños—. Han traído a su
asesino con ellos. Busca a Giovanni. Dile que se mantenga cerca —Asió a Alanis
y le dio un beso rápido—. Cierra la puerta con llave.
—Eros, espera —le aferró el brazo—. Si estás haciendo esto porque te
hostigué... no lo hagas. Siento haberte presionado. No es necesario que seas o
hagas nada que no quieras. Cancela la reunión. Regresa al desierto. Yo siempre
te amaré. Siempre. Me quedaré contigo sin importar lo que suceda.
—Sí estoy haciendo esto por ti, Bimba, pero no porque me hostigaras. Tú
hiciste que me diera cuenta de que no se puede escapar de uno mismo para
siempre, vivir sin raíces, sin un sentido de la identidad. Hay ciertas cosas por
las que vale la pena luchar. Soy un hombre mejor gracias a ti. Por primera vez
en casi dos décadas sé el significado de orgullo y de determinación. Mi nombre
ya no suena extraño en mis labios. Soy íntegro. Y no tengo miedo de admitir
que extraño a Milán como un loco. Quiero visitar la tumba de mi padre que no
conozco. Quiero cumplir con mi deber ante mi gente. Y... quiero regresar a casa.
Contigo.
Los ojos de ella brillaron de amor.
—En ese caso... in bocca al lupo! Buena suerte, amor mío.
Eros la atrajo hacia sí, susurrándole:
—Mi corazón se detiene al mirarte, Alanis. De noche cuando estás entre
mis brazos, no puedo creer que seas mía —Le plantó un beso posesivo en los
labios y luego la soltó y se marchó con los tacones de las botas resonando en el
suelo de mármol.
Inmóvil, Alanis observó su silueta alta a través de enormes lágrimas
cristalinas. Esta vez estaba segura de que el corazón le iba estallar.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —le dijo Eros en voz baja a Bernardo al
oído—. Señores, bienvenidos —Inclino la cabeza al reunirse con ellos al pie de la
escalera del imponente salón—. Qué agradable es volver a ver viejas caras
conocidas después de todos estos años.
Los condes intercambiaron miradas de asombro. Estaban ante una réplica
de su fallecido duque —el hombre que había infundido el temor y la obediencia
en sus trémulos corazones—, el Príncipe Gianluccio Sforza. Reprimiendo su
amarga renuencia, los destacados condes se hincaron de rodillas rígidamente,
tragándose un gruñido, dominando el orgullo, e hicieron una reverencia con las
cabezas ante el Príncipe de Milán, en reconocimiento a su supremacía.
Cuando terminó el saludo formal, el conde Vitaliano exclamó:
—¡Stefano! ¡Qué sorpresa! ¡Qué bien te ves! Y pensar que hace dieciséis
años todos lloramos tu muerte —Y le lanzó una mirada de incredulidad poco
convincente—. ¡Increíble! Estás sano y salvo, y hecho todo un hombre,
—Todo un hombre —sonrió Eros con frialdad. Entornó los ojos al ver a un
hombre mayor que lo estaba mirando—. Conde Tallius, nuestro honorable
presidente y Cangrejo de Ocho Patas. ¿Cómo están esas pinzas legales?
—Como las de un viejo cangrejo oxidado —rió el conde entre dientes. De
manera informal, le echó un brazo a Eros sobre los anchos hombros—. Qué
alegría verte, muchacho. Eres la viva imagen de tu padre, que Dios lo tenga en
su gloria —Un zumbido unánime se oyó en el salón entero, con todo el mundo
inclinando la cabeza respetuosamente.
—Qué reconfortante acogida —les agradeció Eros atentamente-—. Estoy
seguro de que hasta un severo lombardo como mi padre hubiera derramado
una lágrima en este momento, aunque con mucha discreción —El comentario se
ganó una risotada—. Procedamos a entrar a la Sala Ducale y brindemos en su
memoria.
Un robusto Bernardo cargando una bandeja de plata vacía bloqueó la
puerta doble.
—¿Qué es esto? —clamó el conde Tommaso da Vimercate, sorprendido.
—Sólo para que descarguen sus montones de dagas, mi viejo amigo —
explicó Eros al tiempo que señalaba el mango con joyas incrustadas que el
conde tenía en el cinturón—. Esta es una reunión amistosa, ¿no es cierto?
—¡Absurdo! —exclamó el conde Bossi—. Nuestras dagas son un adorno,
parte de nuestra vestimenta. ¡No pretenderéis que nos quedemos en calcetines!
Eros abrió las solapas con ribetes dorados del abrigo negro y se paró
delante de sus invitados. El medallón descansaba sobre un chaleco de satén
color púrpura y un fular blanco con volantes de encaje, pero no llevaba ninguna
daga amarrada a la cintura.
—Caballeros —les sonrió cálidamente—, no espero más de ustedes de lo
que yo mismo doy. Así que, por favor, hagamos de nuestra conferencia un
evento feliz y no uno sangriento.
Los condes objetaron en voz alta. El conde Tallius intervino con una
sonrisa.
—¿Para qué estropear una agradable reunión con innecesaria
desconfianza? Todos recordamos la triste lección de Senigallia cuando Cesare
Borgia sedujo a sus insurgentes capitanes a una conferencia pacífica y fueron
capturados y masacrados por su guardia personal mientras la escolta había
quedado en la puerta. ¿No tendréis por casualidad la misma intención? —Rió
entre dientes—. La confianza es un estado de ánimo, Su Alteza. O se confía o no
se confía.
Eros contempló al sagaz juez.
—En eso tenéis razón, mi letrado amigo. Por favor, disculpad mi extrema
desconfianza. He andado entre chacales y lobos durante tanto tiempo que había
olvidado el significado de la palabra pariente de sangre —Le hizo un gesto a
Bernardo y las puertas se abrieron.
Mientras el rimbombante grupo ingresaba, Tallius le palmeó el hombro a
Eros afectuosamente, riendo ahogadamente.
—Hay un reciente rumor dando vueltas de que vos, nuestro propio
príncipe, a quien juramos lealtad mientras lloraba durante todo el bautismo en
el Duomo hace treinta y dos años, ¿os habéis convertido en un implacable lobo
de mar?
Eros sonrió mirando el suelo.
—Qué rumor tan malvado. ¿Cuánto de reciente dijisteis que era?
Un ejército de sirvientes uniformados desfilaron de manera imperial para
acomodar a los condes, cada uno cargando una botella de vino. Las copas de
cristal fueron llenadas hasta el borde con la bebida roja granate y la asamblea se
dio por inaugurada de buena gana. El conde Gianfranco Visconti, pariente de
sangre, recibió el honor de ofrecer el primer brindis. Ocupando el prestigioso
sitio en la mesa generosamente ornamentada, en el extremo opuesto al príncipe,
él se puso de pie:
—Estimados congregados, hoy hemos sido convocados no por cualquier
príncipe, como abundan en estas tierras, sino por el que al nacer Italia entera
proclamara: ¡el nuevo hijo de Marte ha descendido! —Y todos saludaron a
Eros—. Hemos atravesado presurosos los territorios hostiles controlados por la
voraz Florencia, hemos viajado furtivamente disfrazados de comerciantes, con
algunos acompañantes para estar hoy de pie ante él. Honorables amigos, hoy
no sólo nos arrodillamos ante nuestro príncipe, sino que estamos acogiendo en
el afectuoso seno de nuestra familia a un hermano perdido durante mucho
tiempo, que pronto será nuestro padre: por el Príncipe Stefano Andrea Sforza,
el futuro Gran Duque de Milán, en memoria de su excelente y apreciado padre,
el duque Gianluccio Sforza, un gran hombre y un verdadero líder: Salute!
Siguió un momento de indesición. Nadie se atrevía a beber el vino. Con
una sonrisa oculta, Eros llamó a Bernardo.
—Por favor, cambia mi copa con la de cualquier estimado concejal que
escojas.
Bernardo frunció el ceño ante la extraña petición: tocar la copa de un noble
antes de que beba. No obstante, tomó la copa de su amo y rodeó la mesa hasta
que se detuvo detrás de la silla de Varesino. Con un ademán altivo cambió la
copa y luego se la llevó a su amo.
Eros alzó la copa de vino.
—Caballeros, ya que nos hemos cerciorado de que no hay veneno en el
menú, les invito a que bebamos el brindis en honor a mi padre —Su mirada
chocó ruidosamente con la de Tallius.
La fría mirada del conde revelaba que había sido amargamente burlado,
pues él había sido lo bastante tonto para iniciar el juego de la confianza.
—Salute —Se llevó la copa a los labios mientras incitaba a los demás a
seguir su ejemplo de buena fe. Los cristales sonaron y lo que siguió fue un
enérgico: Salute!
Mientras bebían, Eros le sostenía la mirada a Tallius por encima del borde
de la copa. Intercambiaron una mirada inquietante. Al final de la guerra sólo
habría un vencedor que sería el que se llevaría todo.
** ** **
La dama dorada se autorrecluyó en sus aposentos el día entero. Los
sirvientes iban y venían con sus comidas, pero nadie más que Stefano tenía
permitida la entrada a su cuarto privado: el hombre era locamente celoso hasta
del más incondicional de sus capitanes, en especial del veneciano que no
lograba quitarle los ojos de encima. Roberto rió disimuladamente y con
satisfacción mientras subía de prisa por las intrincadas escaleras de servicio del
castillo. Pronto Cesare sería duque y él estaría allí a su lado para cosechar la
gloria. Por lo tanto, llevaría a cabo su misión al pie de la letra para garantizar
que su amo recibiera el premio intacto. Un coche de alquiler lo aguardaba del
otro lado del muro, con un cochero ciego, sordo y mudo a cambio de unas
pocas monedas. Sin hacer ruido, desatrancó la puerta lateral y avanzó
sigilosamente. Ella yacía en la cama, dormida, con la larga melena desplegada
sobre la almohada en forma de abanico. Extrajo un paño y una botella de
cloroformo que había traído de París y se desplazó hacia la silueta serena. El
corazón se le aceleró ante una imagen tan bella y que se encontraba tan
encantadoramente cerca. Ella era un poco alta. Afortunadamente, la bolsa en la
que él planeaba cargarla era bastante grande.
—Ven, belleza —murmuró él al tiempo que le pegaba a la boca rosada el
paño empapado en el anestésico—. Estás invitada a un gran baile en Versalles...
Ya casi era medianoche. Eros se estaba poniendo inquieto. Bernardo notó
que su amo desviaba continuamente la vista hacia un punto del techo encima
del cual estaba ubicada cierta alcoba. Se estaba trazando en detalle un plan de
ataque en contra de la latente fortaleza francesa y española diseminada por
todo Milán. Lo único que restaba era el voto de los condes. Sin embargo,
perdían el tiempo discutiendo sobre viejos temas acompañados de un vino
añejo. Cualquiera hubiera dicho que lo hacían intencionalmente.
—Sigo sosteniendo que dirigir al ejército como comandante en jefe es un
error enorme del que todos nos lamentaremos en vida salvo tú, Stefano, porque
estarás muerto —argumentó el conde Corrado de Bérgamo—. Respeto vuestra
pasión por dirigir el brazo ofensivo de nuestra fuerza conjunta, Dios sabe que
nosotros los bergameses elogiamos el valor por encima de todas las cosas, ¿pero
quién tomará las riendas si vos fracasáis?
—No fracasaré —Eros afirmó de manera clara y concisa.
—Sed razonable, Su Alteza —dijo el conde Castiglione como
canturreando, con las mejillas rojas que atestiguaban la cantidad de veces que le
habían vuelto a llenar la copa de vino—. Si os capturan u os matan en el campo
de batalla, no quedará nadie que dirija la campaña. Vos sois nuestro estratega.
No podéis marchar como un soldado cualquiera.
—Vendóme lo hace y también Saboya y Marlborough —señaló Eros a
secas.
—Sí, en el furgón de caballería, pero no a la cabeza de las tropas. ¡Eso es
suicida!
—Entonces soy un suicida —murmuró Eros. Disimuladamente, llamó a
Bernardo—. Sube a verla —le susurró—, mira a ver si necesita algo... alguna
compañía... y dile que subiré pronto.
—Francesco Sforza se abrió paso al poder mediante su habilidad con las
armas —recordó el conde Carlino—. Tenía poco que vender más que la fortaleza
de sus hombres y la ambición que ardía en sus venas, y la gente se llenó de
euforia al llevarlo al Duomo junto con su caballo para aclamarlo duque.
—Historia antigua —masculló Tallius—. Admiro vuestra fortaleza de
ánimo, Stefano. Sin embargo, existen doctrinas sobre cómo dirigir una guerra, y
poner al soberano a punta de lanza simplemente no es algo que se haga en estos
días. Va en contra de toda regla.
—Preocupaos por cerrar vuestro pacto —le sugirió Eros—. Tenéis mucho
de que ocuparos.
En el extremo opuesto de la larga mesa, el conde Gonzaga estaba
exponiendo sus razones en favor de un tratado con Francia en lugar de un
ataque por sorpresa.
—Hablamos como si Luis, maldita su alma, nos permitiera hacerlo volar y
mantenerlo lejos. ¿Acaso no sabe todas las tretas de un demonio en el mando?
Mientras que Felipe retenga la Corona española, Francia no es una, sino dos
potencias.
El debate se enardeció con opiniones que bombardeaban a Eros desde
todos los flancos: una mitad de la mesa llamaba a la otra mitad "amantes
barbáricos", mientras que la otra mitad respondía de igual modo. El conde Rossi
se puso de pie y vociferó:
—¡La infantería francesa es formidable y es considerada la más efectiva
del mundo!
—La infantería francesa no puede sostener recurrentes ataques de
caballería —respondió Eros con calma—. Ellos dirigen sus campañas a la
antigua, con maniobras en vez de combate y asediando fortalezas. Los
tomaremos doblemente por sorpresa porque utilizaremos artillería móvil, del
tipo que se usa para destruir barcos pero que también es efectiva para atrapar a
muchas de las fuerzas enemigas de un solo disparo. Nuestra campaña le
mostrará al mundo que las filas atrincheradas, las fortalezas bien guarnecidas y
otras medidas defensivas se desmoronan bajo la energía y la habilidad ofensiva
desplegada en el campo de batalla.
Los condes parecían intrigados. Armándose de paciencia, Eros lanzó el
discurso final:
—El Viejo Mundo está enraizado en la tradición. Los franceses se guían
tanto por las estrechas reglas del arte, según las interpreten, como por las
instrucciones de Louvois, quien admito es un gran ministro de guerra pero no
entiende la guerra. Su máxima es: tomar los sitios fuertes del enemigo y éste
caerá. Y a pesar de haber sido testigo de las más espléndidas victorias obtenidas
por hombres que desatendieron las reglas y avanzaron hacia el enemigo, él
pierde demasiado tiempo y dinero espiando los movimientos y robándoles los
medios de subsistencia, cuando debería llevar la iniciativa. Eso cuesta mucho
dinero y él carece de esa chispa divina que deben tener los genios de la guerra.
Y ése es sólo un ejemplo. Los españoles son más aireaos, aunque sus
instrucciones son no entregarse al combate a menos que la victoria sea segura.
El sultán Kara Mustafá es valiente y más listo. Aunque carece de hombres y de
medios para estar al frente de ataques a gran escala, él improvisa. Conspira y
hace planes para vencer la prosperidad occidental. Tened en cuenta a la
diminuta Argel, que ha sido como una espina clavada en vuestra carne durante
siglos.
—¿Y el armamento? —interrumpió el conde Marco Rossi—. ¿Qué hay con
el armamento español?
—Sus cañones no serán efectivos —prometió Eros—. Mis hombres son
expertos en actuar sigilosamente y mi jefe de artilleros tiene una especial
inclinación por el acero español.
—¿No sería más inteligente esperar a la conclusión de la guerra para saber
a qué atenerse? —preguntó el conde Pietro Fogliani, embajador de la Corte
Papal—. Si los Aliados ganan...
—Entonces tendríamos nuevos soberanos de Habsburgo —destacó Eros—,
sólo que nuestros nuevos lores hablarían alemán en lugar de español. ¿Cuánto
tiempo estamos dispuestos a ser vasallos de los reyes de Europa?
—La Alianza no está interesada en gobernar Lombardía —exclamó Pazzo
Varesino.
—Tal vez —coincidió Eros—, pero tampoco la liberarán. Derramarán
sangre hasta dejar la tierra seca porque no tienen minas de oro en Panamá y
para el final de la guerra sus arcas estarán vacías.
Varesino torció los labios con desdén.
—Nuestros antepasados romanos comenzaron siendo una república y la
Historia ha probado que los consejos hacen muchas mejores elecciones que los
príncipes. ¿Por qué razón deberíamos vemos persuadidos a conferirle autoridad
a un hombre de mala reputación y hábitos corruptos? ¿Qué tipo de talentos os
califican a vos para salvar a Milán? ¿La capacidad mental de mantener la calma
bajo el fuego? Vos os basáis en el saqueo, el robo y la extorsión, y según
recuerdo, en atravesar con una lanza a los caballeros en los torneos. Si a los
trece años erais un sanguinario, sin duda os convertisteis en un pirata de sangre
fría. Tenéis el potencial.
Un silencio reinó sobre la mesa; sin embargo, las caras a su alrededor
lucían curiosas pero no sorprendidas. ¿Estarían esperando a ver si la Víbora
demostraba aquello por lo que se había ganado esa escalofriante reputación?, se
preguntó Eros. Tras decidir jugar un poco con ellos, sorbió el vino.
—Lo habéis hecho bien para ser un advenedizo, cuya habilidad letal con la
daga de asesino no sólo os ha hecho ganar un puesto en la Corte, sino también
gozar de una considerable pensión por senilidad. He estado siguiendo vuestro
éxito atentamente, Pazzo. Lo que no lograsteis conseguir durante el reinado de
mi padre a través de medios honestos, lo robasteis después de su muerte. Os
apropiasteis de la Mansión Torelli para vuestra amante, la Martesana para
vuestro hijo bastardo. Mis bienes personales. ¿No os resultó peculiar que el
hombre de mi padre os cambiara la copa a vos y no a otra persona? —Sonrió—.
¿Sabéis? La única copa envenenada era la mía.
El rostro de Varesino se enrojeció. Se llevó la mano al cuello y de un tirón
se aflojó el fular.
—Una pequeña dosis de cantrella lleva horas hasta ser absorbida por la
corriente sanguínea del ser humano, pero es suficiente para matar a un toro —
Eros pronunciaba lentamente con satisfacción—, como vos bien sabéis.
Assassino.
Varesino se sofocó. Movió el brazo y la luz reflejó el delgado filo de un
cuchillo. Eros se incorporó rápidamente. Se inclinó sobre Rossi, extrajo la daga
de la vaina del sobresaltado conde y se la lanzó a Pazzo. El filo traspasó la mano
del barón que sostenía el cuchillo, a la altura de la muñeca, una fracción de
segundo antes de que él apuntara para lanzar su propio estilete. Un enfurecido
grito de dolor brotó de los labios de Pazzo. Se dobló aferrándose la mano
apuñalada. Los dedos ensangrentados se abrieron con rigidez y dejó caer el
estilete sobre la mesa.
—Me engañasteis... —gritó al tiempo que caía tirando del mantel con todo
su peso y la vajilla de porcelana y cristal se hacía añicos. Se desplomó en el
suelo, pronunciando una sarta de improperios.
Los ojos asombrados se turnaban para mirar el sitio vacío y ensangrentado
en la mesa y al hombre frío sentado en la cabecera, con el rostro con esa cicatriz
en forma de media luna marcado por la repugnancia.
—Vuestro asesino no morirá envenenado, pero el intento fue notable, y,
debo decir, desgraciadamente previsible —dijo Eros—. Sé que sabíais que estaba
vivo, y estoy bien informado acerca de vuestras hazañas de estos últimos
dieciséis años. Robasteis mis tierras, mis casas y todos los bienes de mi
principado, y los dividisteis entre vosotros. Vinisteis hasta aquí dispuestos a
eliminarme, seguros de que si su intento fallaba, alertaríais a Francia y así me
emboscaríais cuidadosamente. Sabiendo eso, yo me esforcé por haceros cambiar
de idea, no obstante, porque somos hermanos. Sin mí, Milán seguirá ocupada y
vuestro poder como consejo seguirá siendo un chiste. Conmigo perderéis algo
de vuestro poder local, pero recuperaremos el país. Con o sin vosotros, yo voy a
regresar. Ahora es vuestro turno para comenzar a trabajar —Él abandonó la
mesa levantando de esa forma la sesión.
Las puertas dobles se abrieron de golpe. Giovanni y Bernardo entraron de
prisa y casi se chocan con él.
—¡Ella no está! —declaró Giovanni al tiempo que Bernardo le mostraba el
paño con el olor acre.
—¡Bastardos! —rugió Eros. Sacó el par de pistolas del cinturón de
Giovanni y se giró. Con los ojos brillando de rabia, avanzó con resolución hacia
el conde Bossi, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo.
Un estallido mortal hizo saltar a los condes de las sillas. Un chorro de
sangre salió del cráneo perforado del conde, salpicando a los que estaban más
cerca y también el mantel blanco.
—¡Ejecutasteis a Bossi! —gritó Tallius, con la furia reflejada en sus ojos
desorbitados—. ¡Estáis loco!
—Peor. Estoy absolutamente cuerdo —Con el rostro duro como una
piedra, Eros avanzó hacia ellos, haciéndolos apartarse de un salto como si
fueran una banda de gallinas ante un poderoso depredador—. Bossi era un
enfermo pervertido —dijo fríamente con ira—. Nadie lo extrañará,
especialmente los niños que recluía y de quienes abusaba en mi Villeta Maiella,
de la que se apropió dos meses después de que me fuera de Milán. Sin embargo,
en cuanto a vosotros, estimados condes, ¡apreciaré mucho ejecutarlos, uno por
uno, hasta que uno de vosotros dé un paso al frente y me diga dónde diablos os
la llevasteis! —les rugió con los ojos bollándole de un color azul asesino.
—¡No tenemos nada que ver con eso! —chilló Gonzaga desde detrás de
una silla alta.
—¡Sí tenemos que ver con lo de Varesino, pero no con eso! —ratificó
Visconti desde su sitio oculto detrás de las cortinas.
—¡Sed razonable, Stefano! —imploró Corrado desde un rincón lejano,
agazapándose de miedo junto a un busto romano de mármol—. ¿En qué nos
beneficiaríamos si estuviésemos mintiendo?
—¡Hablad, cobardes! —gritó Eros, con apariencia cada vez menos
tolerante. Sus pasos resonaban de manera amenazante en el suelo de mármol—.
¡Esta es vuestra última oportunidad!
—¡Es obra de vuestro primo! —gritó Rossi—. ¡Cesare también planeó
vuestro asesinato!
—¿Dónde? —La mirada de Eros se chocó con la de Tallius por encima de
una silla. Levantó la segunda pistola.
—¡Esperad! —Tallius se paró con las manos en alto—. Luis estará
ofreciendo su Baile de Máscaras de Primavera en Versalles dentro de diez días.
Si no alcanzas a los hombres de Cesare, la encontrarás allí.
Capítulo 27
Versalles estaba tan glamuroso como Alanis lo recordaba. Blancos
flambeaux de cera brillaban en cada ventana. Los fuegos artificiales desgarraban
el cielo, derramando un rocío de coloridas chispas sobre los decorados jardines.
Una larga fila de carruajes se detenía frente al magnífico palacio, trayendo
innumerables invitados con deslumbrantes trajes. Le Bal Masqué Printanier era la
gala favorita del rey Luis y no se reparaba en gastos.
Aquel hombre despreciable que la había raptado en Toscana y con el que
había pasado diez penosos días en carreteras fangosas, le pinchaba las costillas
para que acelerara el paso al bajar las escaleras del corredor de servicio. Ella le
pegó un codazo, harta de ser empujada y pinchada. Era uno de los hombres de
Cesare, de modo que no resultó una gran sorpresa cuando abrió la puerta
dorada y la imponente silueta de Cesare apareció ante sus ojos.
—¡Por fin! —Cesare le gruñó a Roberto y condujo a Alanis al interior de
los lujosos aposentos. Una vez más a ella le sorprendió la escalofriante
semejanza con Eros. Sin duda él cargaba un gran resentimiento sobre sus
espaldas. En apariencia eran iguales; sin embargo, su primo había nacido con
todos los privilegios, mientras que Cesare no tenía nada—. Tenemos menos de
una hora para arreglarte para la audiencia con Luis —le dijo—. El rey está
ansioso por conocer a la inglesa que capturó el corazón de nuestro seductor.
—Eros vendrá por mí —ella lo miró con ira y con aire de desafío, y
esperaba de corazón que así fuera.
Cesare sonrió:
—Confío en eso. Sin embargo, para ti no todo está perdido. Cuando
Stefano muera, aún puedes convertirte en Duquesa de Milán. Simplemente
necesitas repetir aquel acto...
Alanis lo abofeteó:
—Ni en un millón de años —siseó ella, sintiendo una satisfacción visceral
al verle la desagradable marca roja que le había dejado en la mejilla. Esa noche
la exhibiría ante todo París.
Cesare la atrajo bruscamente hacia sí.
—Estoy empezando a preguntarme qué fue lo que Stefano encontró en ti
que le resultara tan excitante, pero quizás si yo probara la mercancía... —Trató
de forzarla a que lo besara, pero un enfurecido grito femenino interrumpió su
concentración.
—Cretino! —Una bella pelirroja irrumpió en el cuarto repentinamente, con
los ojos color esmeralda brillando de rabia y las faldas color rubí crujiendo.
Alanis lo apartó de un empujón y en el instante en que se hizo a un lado, otra
bofetada veloz encontró su mejilla—. ¡Estás muerto, stupido! ¡Mis hermanos te
cortarán en mil pedazos!
—No seas tonta, Leonora —Se tocó la mejilla dolorida—. Ella nos servirá a
Stefano en bandeja. Ahora déjala usar el vestido que traes puesto. Rojo pasión,
¿no es así? Precisamente, ése es el rol que ella estará jugando esta noche. Ponte
el verde que a mí me gusta tanto. Querrás lucir inmejorable para tu viejo
prometido, ¿no es cierto? —él lanzó una mirada rencorosa.
Leonora aspiró de manera irritable, alzó el mentón y cogió a Alanis del
codo.
—Ven conmigo.
El principal escaparate de Europa, Versalles, celebraba la llegada de la
primavera y la grandeza de su monarca con toda la extravagancia de un baile
organizado en el Monte Olimpo. Toda la flor y nata de la aristocracia francesa
iba a codearse con las figuras de más alto rango del continente y a mezclarse
abiertamente con famosas cortesanas, acróbatas, poetas y artistas que
complementaban la obscena atmósfera con gran pompa y esplendor. Oprimida
dentro del vestido de seda rojo indecentemente escotado, Alanis bendecía la
máscara emplumada que le cubría el rostro.
Mientras la pareja del infierno la mezclaba entre los hedonistas bebedores
absortos en los tragos y flirteos, ella se dio cuenta de que en una multitud como
aquella uno fácilmente podía perder a los acompañantes. Tenía que estar alerta,
esperar el momento oportuno y aprovechar para desaparecer.
—No fomentes falsas esperanzas, caramella —le advirtió Cesare por lo bajo
y le aferró el brazo con fuerza—. Puede que la habilidad de Stefano sea
legendaria en situaciones en las que las armas empiezan a arder, pero su
destreza de pirata no lo salvará de lo que le tengo preparado esta noche para su
beneficio.
Alanis rechinó los dientes al sentir en el brazo un dolor punzante, pero
mantuvo la boca cerrada. Era mejor asumir la docilidad que la obstinación y
esperar a que él bajara la guardia para escabullirse, decidió.
Comenzaron a buscar a Eros por el salón. La cacería debía de haber
resultado fácil dado el tamaño y contextura de la presa, pero entre el animado
enjambre de monstruos., fieras, sultanes, reinas y bestias se tornaba imposible.
Exploraron los balcones, los corredores, el gran bufé y las salas de juego, donde
a Cesare se le nubló la vista ante las activas mesas de juegos de azar. Una
ambición enfermiza y febril ardía a través de la rendija de la máscara de satén
negra. Si lo venciera la tentación, rogaba Alanis. Desafortunadamente, Leonora
intervino y se lo llevó de un tirón.
A las diez en punto, la escena se atenuó y el nuevo objeto de la colección
del rey, un gong chino, anunció la presencia del Rey Sol. Flanqueado por filas
de lacayos, vestidos con alegóricos trajes de primavera, cada uno cargando un
flambeau ardiente, el rey Luis, disfrazado de Apolo, lleno de adornos de oro y
brillantes con diamantes incrustados, lucía cual estrella solitaria del
firmamento, conducía a Dauphin, su Alteza Real, al Gran Prior y a los primeros
diez ministros hacia su trono. Lo siguió un grupo desenfrenado de criaturas, la
posibilidad de ser visto por el rey incitaba a los cortesanos a ubicarse a su paso.
En los eventos reales, ser visto aunque fuera con ojos distraídos era preferible a
no ser visto en absoluto.
Aprovechándose del desorden, Alanis hundió con fuerza un tacón en el
dedo del pie de Cesare, se soltó y se perdió en medio de la marea de cortesanos.
Corriendo escudriñaba a la multitud por todas partes en busca de una cabeza
morena en lo alto, sumamente consciente de que además de su tez clara, su
cuerpo resplandecía enfundado en ese vestido rojo chillón. Ella no deseaba
toparse con su perseguidor, ni con ningún otro rufián, Dios sabía que la
sociedad francesa contaba con su propia considerable cantidad de degenerados.
Sólo con Eros, si es que se encontraba allí...
Las luces revivieron y el rey se ubicó en su trono con todo su atuendo
festivo, haciendo señas para que comenzara el Ballet de Primavera. Ya sin actuar,
invitó a Su Alteza a participar de la primera entrée. Alanis registraba los
extraños rostros enmascarados que se le venían encima. Jamás se había sentido
tan apiñada, tan expuesta. Siguió adelante, volviendo la cabeza en todas
direcciones para asegurarse de que Cesare no le pisaba los talones. Vio una
cabeza morena encumbrándose por encima el resto, buscando afanosamente
entre la multitud. Lágrimas de alivio le llenaron los ojos. Avanzó dando
empujones, contenta de estropear el ordinario vestido de Leonora, y fijó la vista
en la cabeza negra azabache de su amado. Alcanzó a ver un brillo azul a través
de la hendija de su máscara negra. Eros. Se le aceleró el pulso. Llegó hasta muy
cerca de él cuando un destello de seda color esmeralda que estaba a su lado le
llamó la atención. Leonora también la vio y alertó a Cesare. Él avanzó decidido,
moviéndose con asombrosa velocidad. Alanis retrocedió tambaleante y casi
tropieza de la prisa por evadirlo. El era grande, fornido y estaba cruelmente
decidido a atraparla: era su precioso señuelo, del cual dependía su futuro. Unos
desconocidos enmascarados notaron las miradas furtivas de ella, pero no
interfirieron, porque estaban muy borrachos o muy agotados para ayudar a una
dama en apuros. Abriéndose paso con dificultad entre el mar de rostros
llamativos absortos en la juerga, ella huyó rápido. Se le secó la garganta, el
corazón le latía en los oídos. Corría, pero no había hacia dónde ir, nadie que la
rescatara.
Comenzó la segunda entrée. Los Diez destacados fueron invitados a bailar
el minué con sus esposas. Se hizo espacio en el suelo de parqué y de pronto
alguien la cogió por detrás y la sacó del camino. Ella pateó y gritó pero el captor
le tapó la boca con una mano enfundada en un guante y se dirigió de prisa
hacia la parte trasera de la aglomeración. Ella estaba perdida y peor que eso:
también lo estaba Eros. Las manos de acero la dieron la vuelta y ella se encontró
con unos ojos azules brillantes como piedras preciosas, tapados por una
máscara de satén negra. No eran fríos, los ojos, pero brillaban como engullendo
la imagen de ella con aquel seductor vestido.
Ése no era Cesare, se percató Alanis. El hombre enmascarado le enredó
una mano en la nuca y la atrajo más hacia sí.
—Di mi nombre —pidió esa voz grave, haciéndole tamborilear el corazón.
—Eros —Lo cogió de la nuca y lo abrazó fuerte, mareada de placer. No
quería soltarlo nunca—. Has venido a por mí — murmuró ella casi sin aliento—,
hasta la jaula de los leones.
Eros se quitó la máscara, dejando a la vista la cicatriz en forma de
medialuna y un rostro cargado de sentimientos.
—Nos iremos juntos —susurró. Le besó los labios como un nómada del
desierto embriagado en un oasis.
—Debemos irnos, mi amor. Cesare está aquí. Ha planeado algo horrible
para ti. Y tengo motivos para creer que el rey de Francia está detrás de eso... —
Un movimiento detrás del hombro de él le llamó la atención—. ¡Eros, cuidado! —
gritó ella al tiempo que un cuchillo brillante y delgado apretó el cuello de él.
—Nos encontramos de nuevo, primo —dijo Cesare por encima del
hombro de Eros, apuntándole la letal punta del estilete en la garganta—. Dicen
que los muertos no tienen nada que temer salvo la ira de Dios, pero tú te ves
bastante vivo, Stefano. No creo que la misma regla se aplique a los seres
vivientes.
La mirada fija de Alanis iba del rostro enmascarado de Cesare a los ojos de
Eros. Le estaba haciendo una seña para que se apartara. Obedeciendo la orden
tácita, ella retrocedió lentamente y lo vio buscar algo en el interior de su capa.
Todo suavidad, Eros preguntó:
—¿Cómo harás para explicarle a Luis que me cortaste la garganta en
medio del salón de su gala preferida? El viejo tiene debilidad por mí. Debiste
ver cómo coqueteaba y discutía conmigo por nada, por dos doblones de oro,
cuando jugamos al bacará en su mesa de juegos.
—Tus días de gloria se acabaron —masculló Cesare—. ¿Quién crees que
planeó esta brillante emboscada? Me encantaría quedarme con el crédito, pero...
Un fuerte codazo se le hundió en el estómago y él salió volando hacia
atrás. Con la daga argelina en la mano, Eros dio un rápido giro para hacerle
frente. Le lanzó a Cesare una sonrisa deslumbrante.
—¿Qué estabas diciendo?
—¡Eres hombre muerto! —Cesare se arrancó la máscara y sacó el
espadín—. En guard!
La gente empezó a prestar atención y formaron un círculo alrededor de
ellos, incitando a Eros a que entablara combate. Alanis contuvo la respiración al
observar cómo sus dedos aferraban la empuñadura del arma. El pulso le
martilleaba en la mandíbula. El hecho de sacar la daga parecía haberse tornado
una comezón que él tenía que evitar rascar.
—Esto no es el Circo Máximo, Cesare —dijo Eros con voz áspera—. No
hagas de nosotros un espectáculo para agasajar a todo París. Nosotros no somos
como estos cortesanos del rey. Somos milaneses, descendientes de las Casas de
Sforza y Visconti, casas más importantes que las de Borbón.
—¡Haz las paces con tu Creador! —gruñó Cesare—. Ya que tengo intención
de terminar en este instante lo que comencé en Ostia —Avanzó de un salto,
blandiendo la espada. Eros retrocedió trastabillando. Cambió la daga a la mano
izquierda y sacó el espadín. Formaban círculos entre ambos como si fueran
gladiadores en la arena.
—Metiste a los Orsini en Milán. ¡Sólo por eso debería matarte! —Eros se
abalanzó sobre su primo e hizo un corte en el brazo de Cesare.
Impávido ante el rasguño, Cesare sonrió.
—Sabía que apreciarías mi ingenio. ¿Te arruiné el plan de ataque? —Para
deleite de la multitud, él atacó de nuevo. Eros le esquivó y atravesó con el
espadín el brillante aro que formaban los cuchillos. Los espadines se trabaron a
la altura del pecho, dejando a los duelistas mirándose a los ojos—. Debiste
haberte quedado en las alcantarillas de Argel, Stefano. Te fuiste de Milán a los
dieciséis años, demasiado verde para lograr el grado de astucia que Italia exige
de un príncipe. Con o sin mí, tú no hubieras durado ni un día como duque de
Milán. Habrías hallado la muerte en el suelo de la sacristía de Santo Stefano,
asesinado por tus propios cortesanos.
—Me das demasiado crédito al decir que mi virtud se mantuvo intacta.
Ruego a Dios que tengas razón —Apretando la mandíbula, Eros golpeó
violentamente con la frente el rostro de Cesare, fracturándole el tabique nasal.
La multitud hizo una mueca de dolor. La sangre salpicó el suelo de parqué.
—¡Salvaje! —gruñó Cesare. Sacó un pañuelo de encaje y se apretó la nariz
sangrando—. ¡Eres tan vulgar como esos simios a los que serviste en la kasba!
Eros lo miró divertido.
—Lloriqueáis como una mujer, Cesare. Sólo es sangre.
—Ventrebleu, Stefano! —El grito repentino cautivó la atención de todos.
Apurados por despejarle el paso a Su Radiante Alteza Real, el estrecho círculo
de espectadores se dividió en dos enjambres de abejas que zumbaban.
Caminando enérgicamente y con aspecto de disgusto, el rey Luis avanzó sin la
máscara. Se detuvo frente a Eros, frunciendo el ceño ferozmente.
—¡Aquí estás, en mi palacio! ¿No se te pasó por la cabeza anunciarte de
manera apropiada sabiendo que verte sería de mi agrado?
—Buenas noches, Majestad. Espléndido baile. Soberbio, como siempre —
Eros bajó el espadín e inclinó la cabeza galantemente. Pero no le hizo una
reverencia, notó Alanis con una sonrisa.
—¿Entonces —lo apuró el rey—, no tienes excusas que ofrecerme? ¿Ni
disculpas?
Una sonrisa llena de seguridad curvó los labios de Eros:
—Estaba a punto de presentaros mis respetos cuando un asunto familiar
reclamó mi atención. Se trata de asuntos apremiantes. Uno nunca sabe con
quién puede toparse y verse obligado a intercambiar cumplidos —Apuntó el
espadín al primo lastimosamente descuidado, con la nariz sangrando, que
estaba de pie no muy lejos de ellos—. Aquí tenéis un ejemplo.
—¡Aja! ¡Tú también estás aquí! —exclamó Luis—. ¡Ya me encargaré de ti
también! ¡Bien! —Miró a Eros echando fuego por los ojos—. ¡El regreso del hijo
pródigo! ¡Y omnipresente, además! ¿Dónde has estado? ¿En qué has estado
metido? Todo el tiempo escucho distintas historias acerca de tus hazañas. Un día
aquí, otro allá... ¡Uno nunca sabe qué creer! —Una sonrisa genuina le arrugó el
rostro empolvado—. Ya estaba comenzando a preocuparme pensando en que
tenías un hermano mellizo malvado rondando por ahí, encargándose de
asuntos en tu nombre.
—Qué alarmante idea, Majestad —Eros se estremeció finamente—. ¿Otro
como yo?
—De hecho una idea alarmante —Luis frunció los labios. A Alanis, ese
diálogo le pareció algo surrealista. Sin mencionar las espadas en la mano y el
duelo pendiente, conversaban como viejos amigos que hacía mucho que no
salían de juerga—. Bueno —el rey finalmente se dirigió a un Cesare muy
malhumorado—. ¿Tenéis intención de terminar con vuestras vidas esta noche,
nada menos que en mi baile?
—Su Majestad —Aún apretándose la nariz con el pañuelo, Cesare blandió
la espada e hizo una reverencia formal exagerada—. Lamento profundamente
lo...
—No me muestres esa cara tuya de compungido y arrepentido, Sforza. No
confío en tu hipocresía —Cesare trató de hablar, pero Luis levantó la mano
silenciándolo—. Tampoco me interesan tus excusas. Ya las conozco de memoria.
En especial, cuando le echas la culpa a tu primo.
Poniéndose intensamente colorado, Cesare se calló.
—Mi primo preferido y yo estábamos a punto de trasladarnos a los
jardines —le informó Eros al rey—. Ni soñábamos con arruinar la gala favorita
de Su Majestad. Los duelos son tan vulgares...
—¿Arruinar? ¿Por qué dices arruinar? ¡Seamos vulgares esta noche! —El
rey hizo un ademán grandilocuente con una mano adornada de joyas—. Mi
salón queda a vuestra disposición, messieurs. Continuad, por favor.
A Eros se le acabó la diversión. A Alanis le quedó claro que él se resistía a
ventilar los asuntos familiares para el beneficio de la chusma de todo el
continente. No obstante, el tema estaba fuera de su control. Luis había dado su
consentimiento. En un falso gesto de severidad, Eros se llevó la empuñadura
dorada del espadín a la nariz.
—¡Ave, Caesar! Morituri te salutamus: ¡Los que vamos a morir te saludan!
—¡Aja! —resolló Luis—. ¡Eso depende de ti! —Se acercó más a Eros—. Ven
a verme más tarde en privado, Stefano. Tengo intención de reprenderte —
Formando un remolino de seda dorada, se dio la vuelta y se marchó
pavoneandose hacia el estrado dorado y mientras lo hacía exclamaba—: ¡Que
gane el mejor!
La orquesta dejó de tocar. Con los ojos encendidos anticipándose a la
inminente masacre, todos aguardaban a que continuara el duelo. Las personas
que habían conquistado el mundo tenían en ese momento sólo dos intereses:
pan y circo, pensó Alanis de manera mórbida, imaginando a la multitud vestida
con togas en lugar de lujosas prendas de satén.
Se oyó una ovación y Eros se desplazó velozmente para bloquear el
movimiento de la espada de Cesare. Con la agresión redoblada por el desaire
poco delicado del rey, Cesare arremetía con fuerza y se movía más rápido,
aunque esquivaba como un hombre que le tenía el mayor de los respetos a su
epidermis. Discípulos de los mejores maestros de esgrima italianos, ambos
luchaban de manera deslumbrante, la elegancia letal de sus ataques exhibía una
destreza e inteligencia fuera de lo común. Los espadines se cruzaban una y otra
vez, chocándose con un sonido estridente, brillando intermitentemente bajo la
iridiscente luz de los candelabros, casi irreales. Luchaban como tigres rabiosos,
girando incesantemente uno en torno del otro, con ataques rápidos y
relampagueantes. En medio del combate arrojaron las capas y se abrieron paso
entre la embelesada multitud, con las camisas blancas empapadas de sudor y
sangre.
Alanis vio mujeres desvaneciéndose con elegante gracia, oyó que se hacían
apuestas, hombres que incitaban a los duelistas a que se acuchillaran. Resultaba
imposible deducir a quién apoyaban con gritos como "¡Mi oro por ti, Sforza!" o
"¡Hacedle conocer el frío acero!".
Eros perdió pie y rodó por el suelo. La multitud lo abucheó. Un hombre
que estaba detrás de ella gritó:
—¡Aquí van mis cien luises!
No obstante, Eros se levantó de un salto y retomó la lucha. Alanis dio
vuelta la cabeza y siseó:
—¡Sujetad vuestra lengua, Alfred! A ver cómo os defenderíais vos ahí —
Por casualidad, su mirada se topó con la de Leonora. La barracuda pelirroja
estaba parada justo detrás de ella, conversando con una amiga. Alanis
sospechaba que ella había escogido ese sitio deliberadamente.
—¡Qué emocionante, chérie! —la amiga francesa de Leonora aplaudió—. Si
Cesare gana, tú te convertirás en duquesa de Milán y yo seré tu madrina de
boda en el Duomo.
—Qué aburrida eres, Antoinette —Leonora le deslizó una sonrisa fría a
Alanis—. Esta noche no importa quién gane. El pirata con el que Cesare está
peleando es Stefano Sforza, el verdadero Príncipe de Milán. Y a pesar de que
dicen que se casó con una cosa tímida de la Pequeña Isla para asegurarse la
buena fe por parte de la Alianza, según la Ley de Lombardía, esa promesa de
matrimonio es nula. El mayor deseo del duque Gianluccío era que su hijo se
casara con alguien de pura sangre romana, como él. Y yo soy una Orsini.
Stefano jamás se casará con una celta. Él seguirá el testamento de su padre al pie
de la letra y olvidará por completo a esa inglesita.
—¡Oh! —Antoinette exclamó con entusiasmo—. ¡Eros, el misterioso rufián
por cuya cama pasaron todas las cortesanas de Versalles como ropa sucia, es tu
príncipe milanés!
—Precisamente —sonrió burlona Leonora—. Después de todo, aún
estamos comprometidos.
Comprometidos. Alanis sintió como si le pusieran esposas en el corazón. Sin
duda Eros se irritaba con el tema del matrimonio. Ya estaba comprometido con
una princesa romana que su padre le había escogido. Sintiéndose preocupada y
miserable, ella observó a Eros poner a Cesare contra la pared.
—Podemos ponerle fin a esto cuando quieras, fuera de esta arena —le dijo
Eros a su primo.
Jadeante y sudoroso, Cesare gruñó:
—¿Es que tu sangre se ha vuelto débil, o hay que echarle la culpa a las
cadenas de hierro de Ostia por romperte la espalda?
—Oh, deseo matarte —dijo Eros con voz áspera y gélida—, no lo dudes.
Pero matarte tranquilamente, en un lugar alejado y confortable, donde no
puedas hacer alarde de tu muerte ante nadie.
—¡Luchemos ahora hasta la muerte! —gruñó Cesare.
Un brillo decidido iluminó los ojos de Eros.
—Luchemos hasta la muerte —Con renovado vigor, se abalanzó sobre
Cesare, amagando en todas direcciones, mientras su primo retrocedía
tambaleándose hacia el centro del salón. Cambiaba la guardia constantemente y
blandía el espadín con implacable brutalidad. A él ya no le quedaba ni
compasión ni tolerancia. Con deliberada crueldad atacó los puntos débiles de
Cesare, rasgándole la camisa hasta dejarla hecha jirones al tiempo que le dejaba
heridas en cada trozo de piel desnuda. La multitud enmascarada retrocedía
trastabillando para dejar espacio a los duelistas, pero seguían apretujándose
para lograr conservar posiciones cercanas a la lucha. La defensa de Cesare se
tornó desesperada. Se esquivaba, se agazapaba, doblaba las rodillas,
balanceándose con la mano enfundada en el guante y manteniendo la cabeza
bien atrás, pero un calculado demi-vaulte le hizo un corte en el brazo hasta el
hueso. La sangre brotó. La multitud se puso frenética, ovacionando en un coro
que parecía ondularse como un oleaje en medio de una tormenta. Cubierto de
sudor, con el pecho que subía y bajaba, Eros avanzó de un salto y el delgado filo
de la espada atravesó el hígado de Cesare, que se desplomó en el suelo, donde
su cuerpo formó un charco de sangre.
—Stefano... —El miedo se reflejaba en sus ojos. Deslizó la mirada
rápidamente hacia donde yacía su espada, alejada unos metros—. Mi espada...
—murmuró tratando de alcanzarla de manera impotente.
Eros parecía tan agotado como su primo. Enfundó la espada.
—Suelta el cuchillo —le ordenó. Cesare vaciló, sin confiar demasiado en la
generosidad de su primo.
—¡Suelta el cuchillo, bastardo! —gruñó Eros—. Te concederé el último
deseo, sólo tú morirás con un cuchillo, como merece un traidor.
Cesare sacó la daga.
—Tú también estás muerto, Stefano. Sólo que no te das cuenta —Con una
brutal patada derribó a Eros, rodó sobre él y lanzó una cuchillada.
El grito de Alanis fue tragado por el ruido de la multitud. Hasta el rey se
puso rápidamente en pie.
De espaldas en el suelo, Eros cogió a su primo de la muñeca y luchó para
rechazar el cuchillo que avanzaba. Cesare estaba fatalmente herido, sin
embargo, demostraba tremenda fuerza al empujar la temblorosa daga
centímetro a centímetro hacia el pecho de Eros. Los ojos de Alanis permanecían
fijos en el cuchillo, sólo a unos centímetros del rostro tenso de Eros. Entonces,
cuando todo parecía perdido, Eros arremetió y se quitó a Cesare de encima.
Emitiendo un grito gutural, se estrelló contra él, lo inmovilizó en el suelo y le
enterró la daga en el pecho. La empuñadura con piedras incrustadas sobresalía
del pecho de su primo como si fuera una lápida.
Cesare abrió los ojos; sus labios estaban salpicados de sangre:
—Stefano... —aferró la camisa desgarrada de Eros, el dolor agonizante le
cambió el semblante cruel por uno desolado—. ¿Qué le ganaste a Luis?
Arrodillándose junto a él, los ojos de Eros se llenaron de arrepentimiento.
—Milán hoy estaría libre si hubiéramos unido nuestras fuerzas, primo. Tú
has sido un enemigo digno y hubieras sido un aliado más digno aún, pero la
codicia y los celos te envenenaron el alma —A Alanis le pareció ver una sonrisa
triste cuando dijo—: Sólo gané diez doblones de oro. ¿Pensaste que ese viejo
avaro arriesgaría un centavo más?
—Miserable tacaño —sonrió Cesare débilmente. Los ojos se le volvieron
oscuros del temor. Su puño ensangrentado apretó más la camisa de Eros y tiró
de él—: Escúchame. La siniestra mano del Cangrejo de Ocho Patas es lo que
debes temer —La cabeza se desplomó y el iris de color azul mar se cubrió de
escarcha e inconsciencia.
Una profunda pena arrugó la frente de Eros al deslizar con suavidad una
mano por los ojos abiertos de Cesare.
—Perdóname, primo —susurró, tragando un nudo apretado—. Yo te
perdono...
Alanis se adelantó de un salto, pero una mano fuerte la aferró del brazo.
Giró la cabeza como un latigazo. Un caballero de cabellos plateados disfrazado
de filósofo griego estaba frente a ella. Ella quedó boquiabierta.
—¿Abuelo?
Los gélidos ojos azules del duque brillaron.
—Hola, Alis. Me alegra mucho que te acuerdes de mí.
Ella se mordió el labio. ¡Qué mala suerte! Se esforzó por saludarlo con una
sonrisa.
—Abuelo, por favor —rogó—. Debo ir un momento con Eros. Más tarde te
explicaré todo.
—De hecho lo harás, Alis, camino a casa. ¡Nos vamos! —Comenzó a
dirigirse hacia la entrada.
Alanis se retorció para liberarse.
—¡No! No puedo desaparecer sin decirle nada. Necesito ir con él...
El duque se detuvo.
—Échale una mirada a tu héroe —Le señaló con un gesto el bullicio
femenino que se agrupaba en torno a Eros. De manera grotesca, mientras
sacaban arrastrando el cuerpo de Cesare, Eros tenía que luchar con las copas de
champagne, las tartaletas de salmón y los pañuelos ofrecidos para secarle la
frente. Las damas que lo rodeaban no parecían molestarse por el tosco
despliegue de músculos empapados en sudor y salpicados de sangre.
—Bien, Alis —exigió el abuelo severamente—. ¿Estás lista para partir antes
de que el rey de Francia decida torturarme con un interrogatorio?
Ella apenas lo escuchaba. Abatida, vio cómo Leonora se acercaba a Eros. Él
sonrió con aspecto sorprendido. Alanis maldijo. Consideró la idea de partir:
dejarlo que la siguiera todo el camino hasta Inglaterra, con el rabo entre las
piernas. Por el rabillo del ojo, ella vio las filas de alabarderos acercándose a él.
Su abuelo la instó a que avanzara.
—Somos ingleses en suelo francés. Debemos marcharnos.
—No. ¡Espera! —gritó ella, con la cabeza martilleándole—. No puedo
abandonarlo. Ellos tienen intención de capturarlo.
—¡Olvídalo, Alis! Tendrá que arreglárselas con su buen amigo, Luis.
Arrastrada en contra de su voluntad, Alanis tenía la mente envuelta en
zozobra.
—¡Alanis! —El profundo rugido la dejó inmóvil. Ella se soltó de su abuelo
y se dio la vuelta para mirar cómo Eros avanzaba hacia ella decididamente. El
guardia estaba a punto de caerle encima; sin embargo, él parecía ajeno al
peligro. La mirada afilada se desvió hacia el anciano duque que estaba junto a
ella y luego buscó los ojos de ella. No te marches, la poderosa súplica la dejó
clavada en su sitio. Miró a su abuelo con ojos suplicantes.
—Por favor. Márchate sin mí, abuelo. Inglaterra te necesita, y yo... amo a
Eros.
—¡Maldición, Alis! Ahora ninguno de los dos se marchará —Los tres
estaban acorralados, mientras que el resto de los invitados era respetuosamente
desalojado hacia los jardines.
—¡Arrestadlo! —Escoltado por dos de los cortesanos de más alto rango y
un escuadrón de guardias del palacio, el rey de Francia se aproximó a ellos
pavoneándose. Los alabarderos se apresuraron a rodear a Eros con una cuerda
tirante mientras dos guardias lo tenían sujetado de los brazos, conteniendo su
enérgica resistencia.
—¡Bueno, bueno, bueno! —le dijo a Eros vociferando—. ¡Entonces ese
canalla no mintió! ¡Estás acostándote con la Alianza! ¡Aja! ¡El estimable
Dellamore! Levantaos, monsieur le Duc, y presentadme a vuestra encantadora
nieta, que ha endemoniado el corazón de mi Stefano, tanto que ha olvidado
para qué está hecho y quiénes son sus amigos —Caminó a grandes pasos en
dirección a Alanis y, para sumo desagrado de ella, le puso un dedo debajo del
mentón, levantándole el rostro hacia la luz. Estática como una reina de hielo
enfundada en seda color rubí, los ojos aguamarina se clavaron en el rey
airadamente—. Encantadora —murmuró él—. Ahora comprendo todo.
—¡Déjala en paz, Luis! —Eros avanzó de un salto pero fue brutalmente
reprimido por los guardias. Los músculos se le abultaron al luchar por liberarse;
tenía los ojos encendidos. Hicieron falta cuatro hombres para sujetarlo.
—Estoy consternado, monsieur—Luis miró ferozmente al duque—. ¿Cómo
pudisteis dejar que esta exquisita flor cayera en manos de un vividor de mala
fama, un donjuán y un canalla? —Le echó una rencorosa mirada de reojo a
Eros—. Quizás después de esta noche, con su nuevo estado de viuda, juntemos
las cabezas, hagamos de casamenteros y le encontremos alguien más
conveniente. El marqués Du Beq sería una excelente elección —El rey presentó
a uno de sus cortesanos—. Cualquiera puede notar que él ya está enamorado.
Du Beq hizo una reverencia. Alanis sintió aquellos ojos recorriéndole el
escote como si fueran manos indeseables. Se encontró con los ojos de Eros. Él
estaba preocupado por ella: parecía más perturbado por el manoseo del rey que
por su calamitosa situación. Ella se soltó el mentón de un tirón, sin importarle
que estaba desairando un dedo real.
—¡Oh, y qué fogosa! —Luis rió entre dientes—. ¿Os estoy irritando, mi
hermoso gato salvaje? ¿Es que estáis tan enamorada de nuestro Stefano como
tantas otras antes que vos?
El bigote plateado del duque se encrespó.
—Su Majestad, mi nieta no está unida al príncipe Stefano Sforza de ningún
modo. Ella regresará conmigo a casa.
—¡Nadie regresará a casa tan pronto! —El pésimo humor de Luis volvió a
surgir—. Vos, mi estimado duque, sereis escoltado hasta vuestros aposentos
junto con vuestra encantadora nieta. Y tú... —Apuntó a Eros con un dedo
sobrecargado con una esmeralda—. Tienes preparada una celda especial
decorada con tu mentiroso nombre: ¡en la Bastilla!
—¡No puedes ponerme ni un dedo encima, Luis, y lo sabes muy bien! —
Eros habló con voz áspera de manera intrépida, dejando a todo el mundo
impactado con aquel discurso contundente, inclusive a Alanis—: Soy un
príncipe real. Sólo la Santa Sede y el Emperador tienen el poder de sentenciarme
a muerte. Si me matas, la iglesia te multará tan severamente que irás a la
quiebra al cabo de un mes. El Papa no es tan benévolo con monarcas extranjeros
que osan ejecutar a alguien con sangre de la realeza italiana. Ya me imagino la
cara del cardenal de Rouen cuando se entere de que sus posibilidades de
convertirse en Papa se fueron al pozo junto conmigo decapitado. Qué día de
campo tendrías que pasar con tus católicos.
—¡Cállate! —gritó Luis—. ¡Te has pasado de la raya más de una vez y yo
he hecho la vista gorda, pero nunca más! Mortbleu, ¡hasta aquí hemos llegado!
¡No debiste irte del lado de ese traidor saboyano! ¿Te ofreció Milán? ¿Te
prometió la monarquía de Italia? ¿Cómo te atreves a suponer que podías poner
en ridículo al Rey de Francia? ¿Pensaste que tu traición quedaría impune? ¡Yo te
hubiera convertido en un dios en Francia! ¡En un almirante en jefe! ¡En el
motivo del brindis de todo París!
—¿El motivo del brindis de París? —resolló Eros—. Conozco a un capitán
de barco al que le encantaría eso.
El humor del rey se fue por las nubes.
—¡Veamos si conservas tu chispa después de pasar unos días tranquilos
en la Bastilla! —Y a los alabarderos les gritó—: ¡Lleváoslo!
Capítulo 28
—La ejecución tendrá lugar en la Place de la Concorde dentro de una
semana —anunció el duque de Dellamore dos días después al entrar a los
aposentos que compartía con Alanis.
Alanis se sentó, con la vista nublada. No había dormido durante días.
—Por favor ayúdame a sacarlo de Francia —le imploró—. Utiliza tus
contactos, tal vez madame de Montespan...
—¡Maldición, Alis! No obtendrás mi compasión. ¡Te comprometiste con
ese bastardo por completo y fuiste su amante durante meses! Tu madre debe
estar revolviéndose en su tumba.
—¡Mi madre querría que encontrara la felicidad! — respondió ella,
enojada con el duque y con ella misma. ¿Por qué diablos le había confesado
todo a su abuelo?—. Eros me hace feliz. Me respeta. Confía en mí. ¡Vino hasta
aquí para rescatarme a pesar del peligro que significaba para él!
—Lo que no entiendo es... ¡Tu absoluta lealtad hacia él! ¿Qué fue lo que
hizo para merecer una devoción tan ciega? ¿Se te declaró? ¿Te pidió que te
casaras con él?
Ella bajó la vista.
—Ya te expliqué lo de la Ley de Lombardía —murmuró de manera
incómoda.
El duque caminaba por el cuarto de un lado a otro.
—Por el amor de Dios, Alis, ¿cómo pudiste marcharte con un hombre de
su reputación? Te llevó a Argel, ¡por todos los cielos! ¿Es que eres tan torpe
como para poner tu vida en manos de ese canalla?
Ella miró al techo. Al cabo de dos días de incesante regaño ya no le
quedaba ni una gota de tolerancia para escuchar ni una palabra más.
—Él no es un canalla. Es el hombre que amo, ¡y es un príncipe real!
—Y que pronto será un príncipe muerto. ¡Y enhorabuena, diría yo! ¡Ese
hombre te utilizó y abusó de ti!
—¡Él jamás abusó de mí! Yo me enamoré y me marché con él por mi
propia voluntad.
—¡Por tu propia voluntad! ¡Obviamente fue él quien hizo que te
interesaras en él! ¿Pensaste que era como ese cachorro de Silverlake con cara de
melocotón? Stefano Sforza es un astuto depredador. ¿Qué crees que lo convirtió
en el terror de los mares? Él no es una persona afectuosa, Alis. Es precisamente
para lo que fue educado: un Víbora milanés, astuto y cruel de todas las maneras
posibles. No hago concesiones con él. Ni tampoco te absuelvo de tus
estupideces. Caíste en sus encantos cuando él no tenía intención de hacer lo
correcto contigo. Es tan resbaladizo como esa maldita lustrosa cabellera negra
que tiene, ¡he dicho! ¡Que se pudra en la Bastilla!
Alanis se quedó en silencio. Necesitaba la ayuda de su abuelo y estaba
fracasando rotundamente.
—Un condenado príncipe —murmuró el duque—, y eso no evitó que se
haya comportado mal contigo, Alis, de hecho muy mal. ¡Debió haberlo pensado
mejor antes de arrastrar a una inocente hasta la peor guarida del mundo! Debió
actuar actuado con cautela y llevarse también a tu acompañante en lugar de
dejarte a merced de su banda de asesinos. ¡Y debió haberse guardado las
malditas manos! ¡Qué desgracia! Viniendo de cualquier otro, yo lo hubiera
entendido, ¿pero de un hombre con sus antecedentes? Ese canalla no tiene ni
una sola cualidad redimible en todo ese enorme cuerpo. Es un corrupto de los
pies a la cabeza.
—¿Entonces lo único que le da crédito es su título? — preguntó ella
fríamente.
—Un título es un título, en especial uno tan importante como el suyo. Si él
me hubiera abordado de manera educada, yo habría recapacitado. Podría
habérselo presentado a Marlborough. Quizás hasta podría haber favorecido su
causa. ¡Pero ahora no! ¡Ahora jamás! Stefano Sforza escogió el camino cobarde.
Te llevó a su cama sin la menor consideración de tu reputación. Manipuleo tus
sentimientos y se aprovechó de tu inocencia. ¿No ves que esa es la verdad?
Estoicamente, ella dijo:
—No tengo deseos de provocar ni escándalo ni angustia. Tú has sido un
excelente abuelo y yo no puedo justificar mis actos. Salvo que... a diferencia de
Lucas, Eros me quiso a mí por mí misma, no porque se sintiera obligado ni
porque yo tuviera las cualidades convenientes para ser una esposa bien
educada.
Una sonrisa afectiva suavizó el ceño del duque.
—¿Y por qué no se haría ilusiones contigo? Precisamente eres el tipo de
mujer capaz de seducir a un hombre tan cínico como él. Podrá tener a cualquier
prostituta pintada de ahí abajo, pero ninguna de ellas le devolvería la
autoestima. Tú eres su trofeo, el legítimo merecido de su vida, significas la
compensación de todas sus privaciones durante los años que estuvo perdido.
Al recordar a Leonora, Alanis dijo tristemente:
—Cuando se convierta en Duque de Milán, el mundo olvidará su mala
fama. Podrá escoger la mejor entre una selección de princesas de todo el
continente.
—Ya escuchaste al rey. Lo matará. Incluso si logra sobrevivir a esta
adversidad, Stefano Sforza jamás tendrá Milán. Toda reputación de la que
alguna vez hizo gala y de la que se jactaba era su poder, se derrumbó. Sus
aliados lo abandonarán, su ejército se desintegrará porque él ya no podrá
ofrecer los triunfos que prometió y sus capitanes lucharán por conseguir estar al
servicio de algún amo con más suerte. El pueblo de Milán lo recordará con odio
y repugnancia. Será visto como un ser cobarde, llorón, fanfarrón, débil, lo
esquivarán todo lo posible y lo mirarán con el peor de los desprecios. ¿Es ése el
tipo de hombre que quieres por esposo, Alis? ¿A un fracasado?¿A alguien en
ruinas?
Las lágrimas le brotaban de los ojos.
—No tienes idea de lo mal que juzgas su carácter. Él es leal, fuerte e
inteligente, y yo lo amo con todo mi corazón. Por favor, habla con el rey. Tú
conoces su ideología. Si quisieras, podrías evitar esta ejecución.
El temor atravesó el ceño del duque.
—Alis, querida mía, ¿estás... esperando familia?
Alanis se puso una mano en el abdomen plano. En ese momento deseaba
poder decir "Sí".
—Debéis de estar ansioso por regresar a casa, monsieur le Duc —comentó
Luis con una sonrisa astuta—: Sin embargo, tengo a un príncipe enfermo de
amor en mi calabozo desfalleciendo por vuestra nieta. Y como soy famoso por
mí benevolencia, no puedo negarle el último deseo a un condenado.
Dellamore miró al hombre que estaba detrás del escritorio real.
—¿El último deseo, Su Majestad? ¿Y cuál es?
—Que le permita a lady Alanis visitarlo en la Bastilla. Me ha estado
hostigando desde hace dos días, enviándome a los guardias —Luis entrecerró
los ojos sagazmente, interesado en escuchar la respuesta del duque—: ¿Y bien?
El duque apretó los dientes.
—Alis respetará las órdenes de Su Majestad, naturalmente; no obstante,
debo insistir en que la insignificante conexión entre ella y su prisionero no
merece esta visita.
Luis se le acercó más.
—Yo escuché todo lo contrario, monsieur. Mis fuentes me dicen que ellos
están casados.
—Ellos no están casados.
—... y que Stefano está con la Alianza.
—Como representante de la reina Ana, puedo garantizar terminantemente
que no es así.
La duda afloró a los ojos del rey:
—¿A vos no os importa que lo cuelgue?
—De ninguna manera. Colgadlo.
Bufando, Luis se hundió en el trono.
—Ya veo. Vos no tenéis prisa por regresar a casa.
El duque se dio cuenta de que no tenía otra opción más que seguirle la
corriente. Se inclinó hacia delante y en voz baja dijo:
—¿Puedo confiar en el discreto oído de Su Majestad? Este es un asunto
muy delicado, por cierto...
—¿Ah, sí? —Impaciente como un gato frente a un pote de nata, Luis se
inclinó hacia el duque.
—Bueno, ellos no están casados, pero puede que haya habido una
indiscreción. Ya sabe...
Francés ante todo, el rostro de Luis se iluminó de antemano.
—¿Sí? ¿Sí?
—El príncipe Stefano mantuvo cautiva a mi nieta durante meses, Su
Majestad. Sin acompañante —agregó el duque agitando sus cejas plateadas de
manera significativa.
Luis se acercó más:
—¿Y...?—lo incitó.
—Pues eso.
Con aspecto muy decepcionado al serle negados detalles del romance,
Luis dijo con tono cortante:
—Mis fuentes del papado afirman que el certificado de matrimonio que
ella le presentó al Papa acreditaban que habían contraído matrimonio en
Jamaica hace varios meses. ¿Qué tenéis vos que decir acerca de ello, monsieur?
Sosteniendo su papel de viejo chismoso, el duque explicó:
—Él la engañó. Le prometió matrimonio, principado... Su Majestad debe
saber lo impresionables que son las jovencitas. Alis mordió el anzuelo, ¡y madre
mía! Al parecer él ya estaba comprometido, y lo que es peor... Los votos
matrimoniales sólo son válidos si son tomados ante el Duomo en Milán. Según
la Ley de Lombardía.
—¡Así es! —se movió Luis—. ¡La Ley de Lombardía! Ahora lo recuerdo.
—Entonces Su Majestad comprenderá por qué Alis no tiene motivos para
visitar a ese despreciable canalla.
—Sí que lo es, pero ella lo visitará de todos modos; con custodia, por
supuesto —Cuando el duque abrió la boca para objetar, Luis lo miró como un
santurrón—. ¡Mi benevolencia, monsieur!
—Ah, sí... —El duque reprimió una maldición—. La benevolencia de Su
Majestad...
El rey le indicó las puertas abiertas.
—Entonces el asunto ya está resuelto. Lady Alanis visitará a Stefano y
luego podrán regresar a su pequeña isla —La audiencia se dio por concluida.
Al llegar la noche, el capitán La Villette llegó para escoltar a Alanis a la
Bastilla. Ella le pidió que la esperara en el vestíbulo y buscó a su abuelo en su
cuarto.
—Entonces partes hacia el foso parisino —dijo el duque—. ¿Necesitas que
vaya contigo?
—Me las arreglaré —ella rechazó el indiferente ofrecimiento—. Desde que
conocí a Eros me he convertido en una exploradora de fosos. Para ser un
príncipe, él tiene una particular tendencia a habitar los sitios más
desagradables.
—Mmm. Confío en que no estarás fantaseando con la idea de sacarlo de
contrabando en tu bolsillo, ¿verdad?
Alanis sonrió de manera brillante.
—Como dijiste esta mañana, él es demasiado grande de tamaño para eso.
Pero descuida, juntaremos las cabezas y algún plan inteligente se nos ocurrirá
—De hecho, la sola idea de pensar en unir cabezas, bocas y cuerpos a ella la
llenaba de excitación y esperanza.
El duque se quitó el monóculo.
—Luis cree que tu pirata ha tomado partido por nuestro bando. ¿Cómo
intentas convencerlo de que su favorito personal le sigue siendo fiel?
—Eros jamás le juró fidelidad a nadie. Jamás tendrá a un rey por encima
de su maldita lustrosa cabeza.
—Aun así —reflexionó el duque en voz alta—: «No hay nada más
peligroso que experimentar una sensación de normalidad sin una realidad que
la respalde». Hay un modo de convencer al rey de que su mascota preferida no
está colaborando con nosotros. ¿Quieres salvarlo, Alis? Déjalo. Renuncia a él.
La sonrisa se le derrumbó. Ella también había llegado a esa conclusión
abyecta; pero para convencer al rey, primero tenía que convencer a Eros. La más
horrible de las sensaciones se apoderó de ella: una escarcha la invadió y penetró
por todo el cuerpo como si hubiera ingerido veneno. Una lágrima grande y
cálida rodó por su mejilla.
—No voy a mentirte, Alis. La idea de que abandones a Sforza me resulta
muy atractiva, pero no soy un despiadado. Me doy cuenta de que tus
sentimientos, al menos, son sinceros. Este es el mejor consejo que puedo
ofrecerte.
Ella regresó al vestíbulo. Al capitán La Villette se le veía impaciente.
—¿Mademoiselle está lista?
Otra ciudad, otro foso. Ella se irguió.
—Mademoiselle está lista.
Cupido dice el nombre y titulo de este libro:
—Guerras —dijo él—, las guerras son lo que me esperan,
lo presiento.
Ovidio: Remedia Amoris (Remedios para el amor)
Asesinos y ladrones, bohemios, prostitutas, falsificadores y deudores
habitaban la prisión más siniestra de Europa: la Bastilla. Convivían en celdas
mugrientas y húmedas, encadenados, a merced de despiadados e insensibles
carceleros. El aire apestaba a hedor humano: a muerte, enfermedad y miseria
que tomaban forma en los espectrales ojos que asomaban por entre las hendijas
con barrotes. Alanis seguía a La Villette, que bajaba por interminables túneles
iluminados por antorchas; descendió cientos de escalones y se estremeció ante
los insalubres huecos.
—Diez minutos, mademoiselle —dijo el capitán cuando llegaron al fondo
del foso.
Un jorobado que gruñía, que parecía una bestia autóctona de aquella
espantosa guarida abrió la celda. La puerta se abrió haciendo un ruido metálico
y las bisagras medievales chirriaron. Alanis entró. Al principio no percibió nada
más que la oscuridad. Al cerrarse la puerta de golpe, sintió unas manos fuertes
que la aferraron. El corazón le dio un vuelco violentamente.
—Alanis —Unos cálidos labios suaves y conocidos le rozaron los suyos. El
deseo de responderle el beso era arrollador, pero ella se contuvo, sabiendo que
si demostraba algún indicio de calidez, Eros jamás le creería. Le estaría cavando
su propia tumba.
—El rey me envió aquí —dijo de manera impasible—. Afirma que has
estado preguntando por mí.
—Día y noche —Él tenía el rostro cubierto de hollín, pero sus ojos aún
brillaban intensamente bajo la tenue luz de las antorchas filtrándose por entre
los pequeños huecos; su sonrisa era un sol—. Cielos, estás preciosa —Le acarició
los cabellos rubios y le depositó otro beso en los labios—. Te he extrañado, ninfa.
¿Y tú, me has echado de menos?
A pesar de lo sucio que estaba, ella se excitó con su caricia. Se moría por
acariciarle los cabellos espesos y grasientos y devorarle la boca. Pero en cambio
le preguntó:
—¿Cómo has estado resistiendo?
La sospecha se notó en los ojos de él.
—Bien. ¿Y tú? Espero que las bestias de mi primo no...
—Tú llegaste a tiempo. Gracias. Parece que mi pequeña mentira al Papa te
puso en un tremendo problema. Luis cree que te uniste a las Fuerzas Aliadas.
Con Marlborough y Saboya.
—Imagínate —Él sonrió burlonamente.
—Programó una cita contigo y el verdugo de París para la próxima
semana.
Eros vaciló.
—He decidido ceder ante el ultimátum de Luis. Aceptaré su almirantazgo.
—¿Cómo? ¿Lo aceptarás como soberano? ¿Te convertirás en una marioneta
francesa y le servirás como capitán de su ejército? —le preguntó ella
horrorizada. El pueblo de Milán lo recordará con odio y repugnancia—. Si haces eso
—susurró ella—, jamás recuperarás tu país. ¿Por qué, Eros?
—Por ti. ¿Vivirías conmigo en Francia? —la voz sonó más grave—. ¿Como
mi esposa?
El corazón le latió con una fuerza brutal, y si no hubiese tenido los brazos
de Eros aferrados alrededor de la cintura ella se hubiese desplomado en ese
suelo mugriento lleno de paja como una idiota pasmada.
—¿Tu esposa?
Se apretó a la mejilla de ella.
—Estoy ansioso por darle a Luis mi consentimiento, salir de este agujero
apestoso y hacerte el amor en una cama limpia. Tú y yo, Alanis, marido y
mujer.
En ese momento, Alanis sabía sin lugar a dudas que prefería caminar
sobre el fuego antes de permitir que él sacrificara su principado. Verlo andar
por la vida castigándose por haber abandonado a sus paesani y apoyado a sus
enemigos sería un tormento mucho peor que renunciar a él por completo. Eso
los destruiría a ambos poco a poco. Ella tenía que dejarlo. Por su bien. Echó la
cabeza atrás.
—Lo siento. No puedo aceptar tu propuesta. No viviré en Francia.
El torció la boca en una sonrisa sarcástica.
—Entiendo tu aversión, inglese. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la
idea de vivir aquí. Pero no será para siempre. Nos fugaremos a la primera
oportunidad que se nos presente.
—¿Y qué hay de las bodas según Lombardía? Sé todo acerca de las leyes
de Milán.
—¿De veras? Bueno, ahora no tiene importancia —se encogió de hombros
de modo descuidado—. La Ley de Lombardía se aplica a los príncipes reales de
Milán, no a marineros franceses anónimos y sin techo.
El dolor oculto de él a ella le desgarraba el corazón, pero su determinación
se volvió más firme.
—¿No serás príncipe?
Él la abrazó con más fuerza, con una sonrisa llena de confianza y calidez.
—¿Sabes? A esta ninfa con la que pienso casarme no le importa. Resulta
que supe que me ama —Él buscó tranquilidad en los ojos de ella y al verla
desviar la mirada sutilmente se puso rígido del temor—. ¿Tienes... dudas?
—Bueno, más bien esperaba... —Ese era el momento para lanzar otra
andanada—. Luis le aseguró a mi abuelo que si yo te visitaba, nos permitiría
regresar a Inglaterra. Partimos mañana.
Sus brazos cayeron a los lados del cuerpo.
—No te creo. Estás mintiendo. ¿Por qué?
Ella lo miró a los ojos.
—Porque tú tenías razón desde el principio. Aquella noche sí fui a
buscarte en respuesta a lo que me habías dicho. Quiero ser una princesa, y si no
es en Milán, entonces en alguna otra parte.
El terror le atravesó la frente.
—Tú me amas.
Dominando las lágrimas, ella le sostuvo la mirada sorprendida.
—Jamás lo hice.
Concretamente, Eros parecía dudar de su cordura, o al menos, de sus oídos.
—Debo de ser un verdadero idiota —susurró—. No... No estoy
comprendiendo...
La desdicha de él a ella le retorció el estómago.
—Sí que entiendes. Simplemente te niegas a aceptarlo.
—¿Aceptar qué? —gruñó él con desánimo—. ¿Que la mujer que me sacó a
rastras del foso del infierno, que volvió a unir los pedazos de mi alma, que
durmió entre mis brazos noche tras noche durante semanas, es una persona que
ni siquiera reconozco? ¿Por qué eres tan desalmada?
Desalmada era una definición acertada, porque lo que a ella le quedaba
adentro del pecho eran escombros.
Le cogió el rostro entre las manos y la miró fijamente a los ojos.
—Alanis, ¿no has pensado en la posibilidad de que podamos estar
esperando un hijo? ¿Nuestro hijo?
Alanis parpadeó.
—¿Ahora te preocupa?
—Jamás me preocupó —Le sostuvo la mirada expresando más de lo que
ella quería ver.
Ella cerró los ojos brevemente para recobrar la calma y luego le apartó las
manos y con tono áspero dijo:
—No hay tal bebé —Dejó que él la despreciara. Que maldijera su nombre
por toda la eternidad. Al menos viviría para eso en Milán. Retrocedió y dio el
golpe final—: Ya me encargué de eso.
Las palabras de ella lo golpearon tan fuerte como una almádena.
—¡Viniste a mí siendo virgen, Alanis! ¿Cómo sabías cosas como esa?
Ella se estremeció ante la furia de él.
—Una virgen. No una idiota.
Él la cogió de los brazos con fuerza y la sacudió brutalmente.
—¿Qué fue lo que hiciste con tu cuerpo? ¡Dímelo!
Parecía una muñeca de trapo entre sus manos. El desprecio que mostraban
sus ojos la hicieron encogerse del miedo.
—Infusiones especiales —le confesó con tono inexpresivo—, que bebía
hervidas cada mañana.
Él cerró los ojos, creyéndola finalmente. La soltó y se apartó de ella.
Mentalmente, ella sentía que estaba desmoronada, llorando a sus pies.
—Adiós, Eros.
Él la miró, como si fuera un leopardo negro con ojos azules, con un
mechón de cabellos negro azabache caído sobre sus ojos de tigre. Se quitó la
pesada cadena de oro del cuello y le cogió la mano. Dominando la mirada
vidriosa de ella, le depositó el medallón en la palma de la mano, acomodó la
cadena y le cerró el puño.
—Consérvalo. Te lo has ganado. Es todo lo que cualquiera de los dos
tendrá de Milán.
Jamás volverás a verlo, le decía una vocecita dentro de su cabeza que lloraba
desconsoladamente. Con la espalda erguida, ella se dirigió hacia la puerta y
pidió salir. La última mirada que le echó a Eros fue a través del hueco con
barrotes de la puerta de la celda. Él la miraba fijamente, y los hermosos ojos le
brillaban intensamente con lágrimas contenidas.
** ** **
Altas olas rompían contra los acantilados de Dover. Parada junto a la
baranda, con el frío aire matinal, Alanis veía la costa de Inglaterra y se sentía
tan desolada como los grises despeñaderos. En el fondo de su corazón sabía que
había hecho lo correcto. Eros viviría. Escaparía de Francia y se convertiría en el
futuro Duque de Milán. Merecía la felicidad. Ella sabía que lo había perdido
para siempre.
El frío que sentía en los huesos era una sensación conocida: desdicha,
náuseas, soledad. Ella reconocía todos esos síntomas. Un sonido que en parte
era un sollozo y en parte una risa amarga escapó de sus labios. Qué modelo de
bondad y de condenada hipocresía era. Ya ardía de celos y angustia
despreciando a la mujer que pasaría el resto de su vida con él, no dudaba ni un
instante de que Eros no acogería la castidad. Encontraría consuelo, placer y
finalmente, encontraría el amor.
Y ella sufriría por él eternamente, como los acantilados de Dover que
desfallecían por el sol.
Comenzó con un llanto suave. Luego, el dolor aumentó y se tornó
insoportable. Tapándose la cara con los brazos, ella sucumbió ante un llanto
desgarrador. ¡Oh, Dios! Eros. Te amo... Te amo...
** ** **
Llegó el día de la ejecución. Tras suspender la orden, Luis se atrincheró en
el Trianon desde el amanecer y se negó a recibir a ninguno de sus ministros ni
cortesanos. El polvo cubría el refugio real cuando el rey finalmente mandó a
llamar a su valet de chambre, su fiel Jacquoui.
—Ventrebleu, mon Jacquoui! —exclamó Luis—. Tengo el poder para enviar a
nuestro voyou18 traidor con sus ancestros sólo con chasquear mis dedos, ¡y sin
embargo mi dedo se niega a emitir un chasquido!
Al observar a su rey caminando y dejando una huella en la alfombra roja,
Jacquoui le ofreció humildemente:
—Tal vez el dedo real siente cariño por el acusado y por eso rehúsa a
separarse de él.
—Mortbleu, ¡mi sabio Jacquoui! El dedo real está terriblemente disgustado
con el acusado. Desearía poder emitir un chasquido pero muestra gran
renuencia ante el menor intento. Es tan insolente como el rufián a quien ha
escogido apoyar.
—¿El dedo real ha mostrado antes estos signos de preocupación,
monsignor? —preguntó Jacquoui con aires de alguien que estaba discutiendo un
asunto de lo más importante en lugar de las rabietas de un dedo.
—Sí. Lo hizo —masculló el rey—. El molesto asunto comenzó a principios
de semana cuando el duque inglés se marchó con la nieta.
—Ah, la dama alta y rubia con ojos felinos —Jacquoui no logró ocultar la
sonrisa—. ¿Es ella la responsable de haberle causado este daño al dedo real y de
provocar estos arrebatos de rebeldía, monsignor?
—De hecho, es ella, mon Jacquoui. Tiene la sangre de un soberbio corcel
inglés. Envió al pobre voyou al diablo y regresó a la Pequeña Isla. ¡Desalmada,
absolutamente desalmada!
Jacquoui lucía pensativo.
—Bien, al parecer el voyou no era del todo culpable de los delitos de los
que se lo acusaba. Tal vez merece otra audiencia. Soy de la idea de que eso hará
maravillas en el dedo real, monsignor.
—¿Eso crees? —Levantó la ceja real de modo interrogativo.
—Absolutamente, monsignor. Una vez que el dedo real escuche el relato
del voyou después de haber pasado toda una semana en la Bastilla meditando
acerca de su inmoral conducta, se comportará obedientemente.
—Superb! Ahora ve a buscar al capitán, ¿cómo se llamaba?
—La Villette.
—Busca a La Villette y dile que me traiga a Stefano de inmediato.
—¿Pero Su Majestad no estaba a punto de tomar una siesta ahora? Una
cabeza real necesita dormir.
—¡Dormir! ¿Crees que alguna vez duermo con los ministros dando
vueltas, que jamás me dejan ni un minuto de sosiego hablándome de España,
de Austria, de Inglaterra? Ya ni duermo, monsieur, A veces sueño, eso es todo.
¡Ahora ve! Liberad a mi Stefano de prisión.
18
Voyou: gordo, maleante.
Acompañado de cuatro guardias, el capitán La Villette escoltaba al
príncipe Stefano Sforza hasta el Trianon. El prisionero lucía inusualmente
pasivo, incluso, advirtiendo su conducta firme, La Villette dedujo que ese
extraño comportamiento más bien se debía a la melancolía que a la debilidad en
general. Una semana en la Bastilla no podía arruinar la salud de un hombre
como él, pero sí podía desanimarlo. La Villette había visto a hombres rudos
desmoronarse en cuestión de días cuando una sentencia de muerte se cernía
sobre sus cabezas.
Cuando el prisionero entró al palacio en miniatura, el rey empezó a decir:
—¡Jacquoui! Haz algo con este... este... —Señaló agitadamente el
deplorable estado de higiene de Eros—. Tráele una camisa nueva, agua y jabón
para que se lave la cara, y frambuesas con crema y champagne para mí.
Un momento después, Eros se lavó la cara en presencia del rey y se
cambió la camisa harapienta por una limpia. Pero rechazó los refrigerios y se
mantuvo apartado y apático. Luis despidió a los sirvientes y rodeó al prisionero
como si fuera un interrogatorio.
—Stefano, ¿cómo es que conociste a la rubia gata salvaje? Siento
curiosidad por saberlo —Al no escuchar respuesta, él se detuvo y miró con ceño
al alto italiano—. Se marchó, ¿sabes? Se volvió a la pequeña isla con el abuelo —
Ese comentario provocó un leve gesto torcido en el rostro del prisionero—. Ah,
todavía estás vivo. Por un momento pensé que ya habías muerto. Entonces,
dime. ¿Cómo es que ella terminó contigo? Hace tres años cuando me la
presentaron estaba comprometida con un vizconde inglés, y parecía contenta
con él.
Eros acuchilló al rey con una mirada maléfica.
—Se la robé a su estúpido prometido.
—¿Se la robaste? ¿Así de fácil? —Los ojos de Luis brillaron de
admiración—. ¿Cómo? ¿Sin quejas? ¿Estaba tan enamorada de tu hermoso
rostro que accedió a abandonar al vizconde? ¿Eh?
—Ella sí se quejó.
—¿Y...? —insistió el rey con afán.
Eros simplemente lo miró con el ceño fruncido. El rey resopló con
desagrado. Detestaba que le ocultaran ese tipo de asuntos jugosos.
—He reconsiderado tu sentencia, pero hay una condición: permanecerás
en Versalles. Tenemos mucho que discutir. Evitaste mi corte durante tres años,
Stefano. Eso fue muy grosero de tu parte. Tienes mucho que reparar.
Ignorando el protocolo, Eros se desplomó en una silla y miró fijamente a
Luis de manera irritada.
—¿Quieres retenerme aquí para hablar de la nieta del duque de
Dellamore?
Luis se sentó en el sofá que estaba enfrente.
—Tú no eres así, Stefano. Generalmente las mujeres son las que quedan en
ridículo ante ti. ¿Cómo pudiste permitirte caer en esta ruina?
Eros esbozó una sonrisa burlona e infame.
—Todo el mundo tiene el derecho de hacer el ridículo alguna vez.
—Ah, hoy estás insufrible —El rey levantó el tazón con frambuesas y se lo
puso sobre el regazo. Escogió una fruta y la sumergió en la crema—. ¿Cómo
hago yo para soportarte?
—Un misterio.
—Esperaba que tú lo supieras mejor que yo. Solías dominar a las mujeres.
Había épocas en las que tú manejabas mi palacio como si se tratara de tu harén
privado —Se metió la frambuesa en la boca.
Eros le deslizó una mirada lenta y desafiante.
—¿A dónde quieres llegar, Luis?
El rey engulló otra fruta.
—Todos sabemos que una mujer es capaz de vender a un hombre por diez
luises. ¿Cómo es que la rubia gata salvaje aceptó casarse contigo si le
desagradabas tanto?
Aquello captó la absoluta atención de Eros. La duda le eclipsó los ojos, al
tiempo que contempló al rey durante largo rato.
—Ella no aceptó casarse conmigo. Ella quería convertirse en duquesa de
Milán. Luis suspiró.
—Ah, jovencito, jovencito. Cuídate: te lo repito, cuídate. Las mujeres son
las que nos han llevado a la ruina; aún lo hacen, y lo harán mientras el mundo
exista. Escucha a un viejo francés cuando habla sobre el amor. Escucha mi
consejo y olvídate de ella —Los ojos de Eros centellearon de ira y Luis dejó caer
una frambuesa en la crema—. Ventre saint gris! ¡Demonio infeliz! Sigues
enamorado de ella, después de todo lo que te hizo. Esa mujer te engañó, te
rechazó, te escupió en la cara y te dejó para que murieras. El día de mañana le
hará lo mismo a otro. Si me dices que tu corazón sigue sangrando por ella, me
veré forzado a acabar con tu miseria.
—Adelante. Me estarías haciendo un favor.
No había más que hablar. Luis se lamió los dedos y señaló la puerta:
—¡Vete! Aséate, come algo y duerme un poco. Búscate una mujer o
embriágate con el veneno que te venga mejor. Después, cuando hayas
mejorado, discutiremos el puesto de almirantazgo que te he habilitado en mi
ejército. Tal vez si te mantengo bajo mi ala, olvidarás esta idiotez.
Eros se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.
—¿Me liberaste porque una mujer me rompió el corazón? —preguntó con
desconfianza.
—¿Puedes culparme? —gritó Luis—. ¡Mírate! Una semana en la celda y ya
no eres nadie.
—¿No te preocupa que me marche de este palacio y me una a tu enemigo,
Saboya, sólo para vengarme?
—Ah, pardieu! —sonrió Luis de un modo encantador—. No hablemos más
de estos malentendidos. Será como siempre ha sido entre nosotros, Stef.
Mientras mi hijo se entretiene con sus gatos descerebrados, y mis ministros se
quejan del próximo movimiento de Saboya, nosotros jugaremos un poco a los
naipes, discutiremos sobre política y tramaremos brillantes estrategias de
guerra para aplastar a nuestros enemigos.
—Inglaterra y Saboya —sonrió Eros con agudeza.
—Precisamente. Y cuando hacia el final del año toda Italia esté bajo
nuestro dominio, ¡tu desalmada rubia se teñirá la cabellera de otro color! —rió
el rey.
—¿Tú me entregarás Italia? —Eros parecía dudar.
Luis sonrió abiertamente y con satisfacción.
—¿Quién más podría entregártela? José no, y desde luego tampoco tu
Consejo. Ni siquiera los perros ingleses están de tu lado, según nos hemos
enterado. La reputación es un producto delicado. Una vez que se pierde, no se
puede enmendar.
—Si toda Europa me califica de fracasado, ¿por qué querrías tú que yo
gobernara Italia para ti?
—Porque tú eres el candidato perfecto. Eres considerado como un hombre
despiadado. Tienes la experiencia para garantizar el temor y por consiguiente la
obediencia inquebrantable: antes de desacreditar tu autoridad lo pensarán dos
veces. El temor al gobernante conduce al país a la unidad pacífica e induce a la
lealtad. Ahora, no es que esté diciéndote que gobiernes con mano vengativa. En
absoluto. Tienes la libertad de actuar con más clemencia que otro que aún tenga
que imponer la tendencia malvada de su naturaleza. Pero ten en cuenta que un
gobernador sabio debe confiar en lo que él es capaz de controlar y otros no. Si
eres consciente de eso, tendrás todo bajo control —Sus ojos sagaces brillaron al
decir—: Te convertiré en el rey de Italia, Stefano. Tendrás Milán, Napóles,
Sicilia, Saboya y Cerdeña... ¡Cásate con una princesa romana y obtendrás Roma!
Tienes la sangre indicada corriendo por tus venas. También posees la
arrogancia, la inteligencia y la ambición necesaria para convertirte en una
potencia muy peligrosa. Tú, mi soberbio joven milanés, naciste y fuiste criado
para ser exactamente en lo que intento convertirte: ¡un soberano!
—Tú quieres una marioneta, Luis. Y yo no soy bueno con las cuerdas.
—¡Una marioneta! ¡Una marioneta! ¡Tengo suficientes marionetas como
para poner otra más en las estúpidas obras de monsieur Moliere! ¡Lo que sí
necesito es un hijo fuerte y capaz para acceder al trono cuando yo ya no esté
dispuesto a mantener la Gloire! Lástima que seas más Sforza que Borbón, pues
yo soy más Borbón que Sforza. De modo que Italia debe ser para ti, mientras
que mi nieto, Felipe, con suerte logrará conservar España, y mientras el Dauphin
y sus gatos a la larga se encargarán de mi Versalles...
Iba a alojar al príncipe en el palacio pero lo mantenía fuertemente
vigilado. El capitán La Villette se enorgullecía de ser un patriota, aunque el
brazalete de amatista que le pesaba en el bolsillo tenía una collar haciendo
juego. Cierta señora se lo había dejado. De escapar el prisionero, sería él quien
reuniría a la familia. Una densa niebla descendía sobre el parque, mientras él
seguía a los cuatro guardias que conducían al prisionero hasta el palacio. La
preocupación de La Villette era tan profunda que no se percató de los
sospechosos movimientos hasta que estuvo encima. El prisionero derribó al
guardia de atrás y le arrebató una de las alabardas. La enterró en el pecho de
uno de los guardias restantes y le dio un puñetazo en el rostro al segundo
guardia, y con el codo le dio un golpe en la nuca.
La Villette vio un escuadrón de guardias vigilando más lejos por el
callejón. En el instante en que se dieran cuenta de la situación, él perdería el
collar para siempre. La Villette sacó la espada. Quizás el rey trataba a aquel
hombre como un príncipe, pero todos conocían aquella cruel cicatriz con forma
de medialuna.
—¡Desistid y entregad las armas! —le ordenó en un susurro severo.
El prisionero lo miró, luego echó un vistazo por encima del hombro y
divisó el escuadrón que se acercaba.
El temor trepó por la espalda de La Villette, como si fuera una procesión
de hormigas. Bajó la espada.
—No me matéis —le imploró con voz ronca—. Os ayudaré a conseguir un
caballo sin que os vean.
En un francés con acento italiano, la Víbora le ordenó:
—¡Muéstrame dónde!
Capítulo 29
El denso humo y la vigorosa capacidad intelectual condensaban el aire del
Consejo de Guerra Imperial en el Schonbrunn Palace en Viena.
—Los franceses están por todas partes, atrincherados en fortalezas. No veo
manera de ocupar Milán —se quejó el general Marlborough ante el duque
mayor que tenía al lado—. «De no haber sido más que un tonto, jamás hubiera
resistido lo que resisto por este palacio en medio de las espadas de los
lombardos».
—Conque citando a papas muertos, ¿verdad? —Rió su viejo amigo entre
dientes.
—Malditos mílaneses que dejaron a los franceses justo en el medio. Y
pensar que tú casi te ganas al líder como nieto político... Oh. Disculpa,
Dellamore. Eso fue de mal gusto.
El duque de Dellamore frunció el ceño profundamente.
—No me hubiera importado en lo más mínimo, de no ser por mi pobre
Alis, John. Ella está desconsolada por causa de él. El problema es que ese rufián
aún sigue con vida.
—¿Averiguaste algo sobre él? ¿Continúa en Francia? —preguntó
Marlborough.
—Ojala fuera así, John. Desafortunadamente, ese bastardo desapareció sin
dejar rastro.
—Eso debería dejarte tranquilo. Se largará a Argel y jamás la volverá a
molestar.
—Eso es poco probable —suspiró el duque.
—¿Eh? —Las cejas de Marlborough se juntaron—. ¿Crees que ella es su
punto débil?
—Eso, o algo peor —El duque levantó la vista—. ¿Alguna vez lo has visto?
—¿Si he visto a quién? —Saboya interrumpió la conversación privada—.
Espero que no sea a un milanés.
Dellamore inmovilizó a Saboya con una mirada directa.
—Stefano Andrea Sforza.
Saboya levantó las cejas.
—Stefano Sforza... Sí, lo conocí bien. Hace muchos años, en Milán.
—Parece ser que soy el único que no ha conocido al Víbora —masculló
Marlborough—. Qué poco halagador. Entiendo que vosotros no le prestasteis
demasiada atención al joven príncipe, ¿verdad? —provocó.
—En realidad, más bien lo contrario —respondió Saboya—. A mí me cayó
muy bien. En su juventud, Stefano demostró gran potencial. Sobresalía en todo,
en educación militar y en general en temas por el estilo. No había misión de
gran escala que a él no le pareciera un asunto menor. No le temía al esfuerzo ni
al peligro. Pero hoy en día... bueno, hoy es un hombre al que hay que tratar con
precaución.
Dellamore asintió con la cabeza.
—Es del tipo que uno sencillamente no puede ponerle un dedo encima.
Casi a todo hombre que termina en Argel lo despojan del alma durante el
primer año y sólo unos pocos logran escapar. Stefano Sforza se convirtió en rais.
—Precisamente —dijo Saboya como una esfinge.
—Maldición. Ahora estoy intrigado —La mirada aguda de Marlborough
alternaba entre sus dos compañeros—. ¿Y entonces cuál es el veredicto?
¿Stefano Sforza es de los buenos o de los malos?
Dellamore y Saboya intercambiaron miradas.
—Buena pregunta —dijo finalmente Saboya.
Minutos más tarde, Su Majestad Imperial, Soberano de Austria, Hungría y
Bohemia, el emperador José, se unió al consejo.
—Caballeros —convocó la atención de todos— preparaos para otra
sorpresa milanesa. Al parecer esta noche está a punto de tornarse aún más
interesante.
Mientras el recinto zumbaba de manera especulativa, a Dellamore se le
ponían los nervios de punta. Las grandes puertas volvieron a abrirse. El silencio
se apoderó del recinto al tiempo que todos los ojos se fijaron en el hombre alto
que entraba a grandes pasos hacia la larga mesa que había frente al Emperador.
Vestido con uniforme negro adornado con víboras de color plateado y púrpura
que le llegaban hasta los puños, con los cabellos al natural alisados atrás en la
nuca, él irradiaba absoluta seguridad en sí mismo. Las sillas se movieron
cuando los concejales se giraron para inspeccionar al recién llegado. Algunos
reconocieron la juventud en el rostro adulto y quedaron igual de asombrados
que los que jamás lo habían visto. Dellamore fijó brevemente la mirada en
aquellos ojos intensos y se percató de que tenía la piel en llamas.
—Estimados miembros del Consejo Imperial —la voz del Emperador
recorrió la mesa—. Les presento al príncipe Stefano Andrea Sforza, Conde de
Pavía, Duque de Barí, Príncipe Real de Milán. Buonasera, Sua Altezza. ¿Qué
vientos lo traen a Viena?
—Vientos de cambio, Su Majestad —Frío e inescrutable, el ademán de
respeto de Eros se redujo a una rápida inclinación de cabeza, como un capitán
saluda a su condottiere—. He venido a unirme a la Alianza. Reconozco la
supremacía de Su Majestad, el Emperador, y me rindo ante la autoridad de sus
comandantes en jefe.
Los miembros del consejo lo miraban como una jauría de lobos veteranos
examinando al valiente macho joven.
Él sonrió abiertamente.
—Generales: ¿alistamos al príncipe Stefano en nuestras filas?
Saboya entornó los ojos. A Marlborough le picó la curiosidad. Él fue quien
disparó la primera pregunta.
—Su Alteza, ¿cuál es su experiencia en comandar campañas en el interior
de gran escala?
—Ninguna.
Un zumbido de descontento surgió entre los delegados. El agregado
holandés preguntó:
—¿Cuál es su noción sobre el Consejo Privado en Milán? ¿Podemos
esperar su apoyo?
—Mi noción sobre el Consejo de Milán es nula. Ellos son hostiles.
Las exclamaciones en torno a la mesa sonaron más alto y más elocuentes.
—¿Cuál es su ambición personal en unir fuerzas con la Alianza? —
preguntó el Emperador.
—Mi ambición no es personal. Mi objetivo es unirme para liberar al
pueblo de Milán.
—Seguramente espera surgir en Milán con algún tipo de poder hacia el
final de la guerra, ¿no es así?
—No alimento tales aspiraciones.
El embajador portugués parecía desconfiado.
—¿No reclama sus derechos sobre Lombardía, Emilia, Liguria ni los
Alpes?
—Depende de los milaneses elegir a un líder de su agrado.
—¡Milán no es una república! —exclamó el secretario de Estado
austriaco—. La decisión depende del Sacro Imperio Romano y vos deberíais de
estar muy agradecido, Su Alteza, ya que de no ser por la tradicional supervisión
del Imperio en tales asuntos, ¡vuestro oportunista primo se hubiera nombrado
duque él mismo hace muchos años!
—Vamos, conde Bartholomeo —dijo el Emperador arrastrando las
palabras—, el príncipe Stefano es consciente de que su petición es poco
ortodoxa. El Imperio establecera el liderazgo de Milán cuando llegue el
momento oportuno.
—No. No lo hará —afirmó Eros dejando a todos pasmados—. Mi familia
obtuvo investidura imperial hace cientos de años, y como legítimo sucesor
Sforza, yo he heredado este derecho. Y ahora se lo lego al pueblo de Milán.
Elegir el liderazgo es su derecho natural. Esa es mi única condición para jurarle
fidelidad a La Causa.
—¡Lombardo arrogante! —exclamó el archiduque Karl, hermano menor
del emperador José y pretendiente austriaco del trono español—. ¿Cómo os
atrevéis a imponernos algo?
—Mi soberbio joven príncipe —dijo el Emperador—. Os sugiero que
equilibréis vuestra bravura con precaución y que practiquéis prudentia antes que
fortitudo. ¿Qué es lo que vos tenéis que ofrecernos, que venís a ponernos
condiciones?
—A mí mismo.
El suave chiflido de Marlborough perforó el resultante alboroto. Se inclinó
a un lado y le susurró a Dellamore:
—Debió de haber nacido en Bérgamo, pues tiene un par de unos grandes,
relucientes y descarados. Su Alteza— dijo—: Estoy algo desconcertado. Venís
hasta aquí, audaz, arrastrando un pasado de destrucción no muy lejano,
presentándoos en persona, salido directamente desde el campo mismo del
enemigo a meteros tan fresco en la jaula de los leones. ¿Qué es lo que esperáis
conseguir?
Eros se encontró con la penetrante mirada calculadora del duque de
Dellamore.
—Reivindicación.
La asamblea estalló en risas.
—Nosotros no tenemos nada que ver con ese asunto de la limpieza de
espíritu, Stefano —exclamó Saboya—. Intentadlo con el Papa en Roma —El
comentario provocó otra risotada.
Eros acuchilló a Saboya con una mirada furiosa personal.
—Tal vez vos no tengáis que ver con la reivindicación, Eugenio, pero sin
duda os hicisteis rico con los impuestos que recaudasteis de las naciones
ocupadas que tomasteis de Luis. Pero por supuesto, vosotros sois Libertadores
del Mundo, luchando contra la Oscuridad de la Tiranía.
La expresión de Saboya se endureció.
—Vuestro sarcasmo os desacredita, Stefano.
Eros sonrió malvadamente.
—Si sueno sarcástico, Eugenio, es porque hace tiempo que he dejado de
creer en el altruismo del ser humano. Puede que Luis sea un voraz asesino, pero
vos tenéis vuestros propios intereses al igual que él —Volvió a dirigirse al
consejo con voz firme—: Emperadores, concejales: Milán está en el momento
oportuno. Luis está demasiado confiado y el pueblo de Milán arde por la
independencia. Para desbancar a Francia, debéis recurrir a la necesidad básica
de cada hombre de ser libre. ¡Alistad a los milaneses! ¡Convencedlos de
sublevarse y acabar con la ocupación franco-española!
El discurso despertó exclamaciones tanto positivas como negativas.
—Los italianos llevan este sentimiento xenófobo demasiado lejos —
protestó el emisario danés.
Eros apretó la mandíbula.
—Un día no muy lejano los estados divididos de Italia lograrán reunirse
bajo un mismo estandarte, y ni todos las potencias extranjeras del mundo juntas
lograrán detenerla. Si entendéis esto y encendéis la llama patriótica, ganaréis la
guerra.
—¿Cómo proponéis que lo hagamos? —preguntó el Emperador—. Las
fuerzas de Vendóme están asentadas en fortalezas en todo Milán, que es
bastante populosa. La Feuillade está atrincherado en Turín y el duque de
Saboya está al borde de la ruina. Todo intento de llegar a él fue jaqueado por los
franceses. El rey de Francia sigue moviendo las piezas del ajedrez y nosotros
vamos perdiendo el juego.
—Conceded poder a los milaneses en lugar de someterlos a la masacre.
—Tenéis cierto descaro al darnos sermones sobre humanidad —replicó el
portugués—, cuando, de hecho, vos habéis estado practicando la piratería con
bastante notoriedad hasta hace poco.
—No he practicando la piratería desde hace más de ocho años, salvo en
contra de Luis.
—¡Qué buena telaraña estáis tejiendo sobre nosotros! —El danés se hizo
eco del descontento colectivo.
—Hoy en día el deber de atender los intereses de Milán es responsabilidad
del Consejo Privado —dijo el Emperador.
Eros sonrió burlonamente.
—Tallius Cancri atiende sus propios intereses. Confiad en él y podéis estar
seguros de que cualquier estrategia que diseñéis llegará a oídos de Luis antes de
que suenen las trompetas de guerra.
La voz de Marlborough sonaba con un indicio de optimismo al reclamar:
—¿Tenéis alguna estrategia en mente, o habéis venido hasta aquí para
comprobar si la nuestra es de vuestra satisfacción, Su Alteza?
—Comando un ejército de soldados profesionales. La mayoría de ellos
presta servicios en mis barcos, pero también he reclutado milaneses expatriados
a quienes los españoles desterraron después de la muerte de mi padre. Todos
son italianos y destacados guerreros. Hombres valientes que están dispuestos a
dar sus vidas por liberar Milán.
—¿Corsarios cazafortunas y una tropa de agricultores? —se burló el
danés.
—Príncipe Stefano, ¿está ofreciendo dirigir este... ejército ad hoc en contra
del Mariscal de Francia, le Duc de Vendóme? —preguntó Marlborough con una
expresión de desconcierto.
—Quedaos tranquilo —respondió Eros severamente—. Mis hombres son
soldados feroces. Son bien experimentados y todos han conocido la guerra. Y si
en el pasado la guerra significaba beneficio y entusiasmo, le aseguro que hoy
estos hombres tienen un interés que va mucho más allá de la carrera de armas.
Quieren recuperar su país, libre de potencias extranjeras. Quieren su hogar.
—¿Exactamente de cuántos hombres estamos hablando? —quiso saber
Saboya concretamente.
—Veinte mil.
La asamblea dejó de discutir. Todo el mundo miró al alto príncipe moreno
que sobresalía al final de la mesa. Asombrado, Saboya preguntó:
—¿Estáis diciendo que comandáis catorce batallones? Eso son dos tercios de
mi ejército acuartelado en Verona —Le lanzó a Marlborough una mirada
significativa.
—Entrenados como cuirassiers19, divididos en cinco brigadas montadas —
especificó Eros.
—¿Dónde diablos los esconde?—quiso saber Marlborough—. ¿En el
bolsillo?
—En Toscana.
Crecieron estridentes exclamaciones de incredulidad. Marlborough
parecía impresionado.
—¿Veinte mil soldados cuirassiers tendidos boca arriba a cinco minutos de
Milán? Saboya, ¿habéis oído eso?
El Emperador comenzó a decir:
—Vaya declaración, ¡vos dirigiendo un ejército hacia Milán enarbolando la
Víbora!
—Enarbolaré los colores Sforza junto con los de la Alianza —reconoció
Eros.
—¡La decisión de incluir al príncipe Stefano en la Alianza debe someterse
a votación absoluta! —insistió el agregado holandés acaloradamente—.
¡Necesita un consenso oficial de La Haya!
—¡El príncipe Stefano es enemigo de su propio consejo! —afirmó el
danés—. ¡Es el favorito personal del rey Luis y un pirata! ¡Me opongo
firmemente e insisto en desacreditar la moción de inmediato!
Saboya silenció el furor.
—Elogiamos vuestro sentido del deber, Stefano, pero el hecho de uniros a
nosotros no es una perspectiva posible dada la situación actual. No obstante os
aseguro que Milán será liberada.
—En otras palabras: ¡idos al demonio, espía francés! —gruñó Eros—.
¿Honestamente creéis que le vendí mi alma a ese tirano francés, Eugenio?
—Estoy bien familiarizado con los increíbles poderes de persuasión de
Luis. Sin duda él os habrá ofrecido las estrellas y la luna por esto. Se guarda el
sol para él mismo —añadió Saboya irónicamente.
Eros apaciguó la furia.
—Vos me conocéis desde niño. Conocisteis a mi padre. El rey de Francia
me calificó de protegido devenido en traidor y me envió a la Bastilla porque me
negué a convertirme en una marioneta francesa. Porque él cree que me parezco
a vos, Savoiardo20. El único motivo por el que estoy aquí esta noche ante vosotros
es porque un pájaro más listo me convenció de que vuestros objetivos eran más
nobles. Con gran pesar ahora veo que ella estaba equivocada.
19
Cuirassiers: coraceros, soldados armados con coraza. 20
Savoiardo: saboyardo, habitante de Saboya.
—¿Tenéis alguna garantía que os desacredite como agente francés? —
exigió el Emperador.
Eros se puso de pie.
—Ninguna —Su mirada desilusionada recorrió la mesa. Reconocía la
mayoría de los rostros: viejos amigos de su padre, viejos enemigos. Todos
deseaban verlo incómodo.
El duque de Dellamore no se privó de percibir el sentimiento que ardía en
los ojos del príncipe. Él no tenía intención de ganar. Realmente se moría por
participar en la liberación de su país. Después de todo Alis tenía razón acerca
de su pirata. El duque se puso de pie.
—Tenéis mi palabra, concejales, como emisario especial de Su Majestad, la
Reina de Inglaterra. El príncipe Stefano Sforza no está colaborando con los
franceses.
Todos los ojos se fijaron en el duque. Un par de ojos en particular parecía
anonadado.
—Desde hace tiempo Inglaterra ha estado controlando los movimientos
del príncipe Stefano —continuó Dellamore—. Estamos al tanto de que ha estado
preparando armamento marítimo secreto en contra de Francia. Él rechazó la
oferta de almirantazgo que le ofreció Luis, incluyendo un conveniente título
nobiliario francés, y fue sentenciado a muerte. Afortunadamente, después de
cumplir condena en la Bastilla, logró escapar. Deberíamos elogiar su resistencia
y su valor. Yo personalmente garantizo su integridad con confianza.
Los concejales quedaron boquiabiertos con pavor.
—Pues bien —dijo el Emperador—, al parecer el asunto está resuelto.
Uníos a nosotros, Su Alteza. Podemos beneficiarnos de vuestra experiencia.
Caballeros, procedamos. Se está haciendo tarde, y francamente, yo me estoy
haciendo viejo. Necesitamos decidir cuál de nuestros objetivos tiene prioridad:
Milán o sus vecinos del oeste, Turín.
Aceptando una silla con un gesto de cabeza a un sirviente que se la
acercaba, Eros preguntó:
—¿Por qué elegir?
Saboya se acercó y le informó sobre la situación, concluyendo:
—Vendóme cuenta con setenta y siete mil hombres a orillas del río Adigio
al norte, cerca de Salo. La Feuillade mantiene Turín con cuarenta y dos mil
hombres y doscientos treinta y siete cañones y morteros.
—Nuestras fuerzas no están ni cerca de ser tan fuertes, sólo contamos con
treinta y dos mil —participó Marlborough.
—Cincuenta y dos mil —corrigió Eros y recibió un gesto de apreciación de
parte de Saboya. Marlborough continuó:
—El duque de Saboya se apoderó de ocho mil hombres en los Alpes
Cocios en Luserna y le está pidiendo ayuda a Eugenio a gritos. Salvo que si
Eugenio abandona la región de Milán, Vendóme lo interceptará en la ruta a
Piamonte. Su superioridad en número le impedirá a Eugenio llegar a Turín y
perderemos la posición que ya poseemos en Milán.
Eros examinó el mapa.
—No necesariamente. Supongamos que partimos juntos desde Verona,
ocupando cada fuerte hasta Piacenza, donde dividiremos nuestras fuerzas. Yo
avanzaré al norte, hacia la ciudad de Milán, mientras Saboya avanza hacia el
oeste, a Piamonte. Vendóme perderá un tiempo precioso tratando de decidir a
qué fuerza seguir, y si escoge seguir detrás de vos, Eugenio, entonces para
cuando os alcance, vos ya habréis llegado a Stradella, donde un pequeño
ejército puede resistir uno mayor.
—¡Por supuesto! —exclamó Saboya—. ¡El paso de Stradella es crucial en el
noroeste de Italia! Desde allí está Voghera, Tortona... —Siguió con el dedo en el
mapa—. Hasta Villastellona, donde me organizaré para encontrarme con el
duque de Saboya. Entre nosotros, aplastaremos a La Feuillade en Turín —Le
lanzó a Eros una mirada de disculpa—. Un plan acertado, Stefano. Tiene todos
los ingredientes adecuados: óptima utilización de la topografía, elemento de
suspenso, sorpresa para el enemigo...
—¿Y trabajo en equipo? —Un brillo de esperanza se encendió en los ojos
de Eros.
—Hace poco nuestro equipo recibió una gran paliza de parte de Vendóme
—confesó Saboya—. ¿Estáis seguro de que deseáis subiros a bordo?
Eros sonrió.
—Sin lugar a dudas.
—Excelente. ¡Bienvenido, paesano! —Saboya estrechó con firmeza la mano
de Eros.
Alentado por el momento, Marlborough comentó:
—Eso os dejaría Milán a vos. ¿Sois consciente del enorme riesgo al que os
estáis enfrentando, Su Alteza? Si Vendóme os presiona...
—Teniendo en cuenta que Luis está caliente por vuestra cabeza... —agregó
Saboya con una sonrisa.
Eros rió.
—Precisamente por eso no puedo hacerme el Carlomagno y marcharme a
Argel. Luis estaría terriblemente decepcionado. Ahora, en cuanto a Vendóme,
aunque es un individuo muy indolente, posee una consagrada habilidad. Si
viene detrás de mí, estaré preparado. Conozco todos sus vicios.
—Aun así —insistió Marlborough—, debéis esperar una fuerte oposición,
inclusive si Vendóme se lanza tras Saboya. Tendréis que ocuparos de su
compinche, Mendavi, y de una serie de resistentes guarniciones. ¿Estáis seguro
de que vuestras tropas pueden resistir un combate cruento? Podríais terminar
masacrado por los ejércitos franceses o españoles en cualquier parte del trayecto
hacia la capital.
—Ese es un riesgo que tendré que asumir —afirmó Eros con firmeza.
—La idea general es que llegue a la capital sin perecer en el camino —
recalcó Saboya.
—Llegaré hasta allí —prometió Eros, con la determinación brillándole en
los ojos.
—Vuestra estrategia propuesta es inteligente y audaz —el Emperador
elogió a Eros—. Veo una gran lógica en ella. Vuestros antepasados eran
formidables guerreros. ¿Estaréis vos a la altura de vuestra imagen?
—No defraudaré a mi gente, Su Majestad. Sin embargo, hay algo que aún
queda por resolver ahora: la garantía de que el Imperio no interferirá en Milán
cuando la guerra termine. Los milaneses elegirán a su propio líder, aunque
resulte ser un parlamento.
Todo el mundo hizo objeciones.
—¡Silencio! —ordenó el Emperador, aunque el intenso color de sus
mejillas confirmaba su propia frustración—: Sois muy astuto, príncipe Stefano.
Nos habéis seducido con su inteligencia y encanto hasta haceros indispensable.
Acepto.
Eros hizo un gesto con la cabeza.
—Muy bien, Su Majestad. Y a su vez le doy mi palabra al consejo de que
no importa lo que suceda en el trayecto a la capital, llegaré a Milán aunque sea
lo último que haga.
—Aseguraos de eso —murmuró el duque de Dellamore, captando la
absoluta atención de Eros—. Y por el amor de Dios, hombre, esforzaos por
preservaros íntegro...
Capítulo 30
Furioso y gritando como un poseso, el rey de Francia reunió en Versalles a
sus mariscales, ministros y consejeros para discutir la oleada de la guerra que
avanzaba inexorablemente en el norte de Italia sobre las fuerzas francesas.
—¡La caballería ha actuado de manera deficiente, muy deficiente! —
rugió—. ¡Estamos perdiendo guarniciones, poblaciones, y nos están aventajando
a cada paso! Dividir fuerzas en el Paso de Stradella es un viejo truco. ¿Es que
ninguno de ustedes pudo anticiparse a esa táctica? ¿Qué tipo de circo estoy
dirigiendo aquí?
El estado mayor de guerra de Luis se desvivía ofreciendo infinitas
disculpas, excusas y explicaciones pero el rey los cortó a todos en seco.
—¡Imbéciles! ¡Ineptos idiotas! ¡Estáis despedidos! ¡Todos! ¡Ahora me
encargo yo! ¡Quiero a Stefano muerto, a su ejército aniquilado y lo quiero para
ayer! ¡Si él llega a la ciudad de Milán, esta guerra se termina y vuestras cabezas
rodarán! ¿Estoy siendo claro?
—Su ardid altera todo tipo de cálculos que estén a nuestro alcance —
murmuró el mariscal de campo Marsin—. Vendóme tuvo que correr hacia Turín
tras Saboya. Si dejamos al mariscal La Feuillade desprotegido...
—La Feillade comanda noventa batallones —se entrometió de Orleans—,
ciento treinta y ocho escuadrones y sesenta mil hombres. ¿Cuánto más se
necesita para defender una ciudad?
—Seguramente Su Majestad no considera que un expirata con su tropa de
aventureros aficionados sea capaz de conquistar una región entera fortificada
con veintitrés sitios de resistencia, ¿verdad?—insistió Marsin.
—¿Aficionados?—rugió Luis—. ¡De hecho me pregunto quién es el
aficionado aquí! —Miró con furia a de Orleans—. ¿Podéis hacer algo mejor que
el incompetente de Vendóme? —Cuando el duque asintió firmemente con la
cabeza, Luis masculló—: Y llevaos a Marsin con vos como segundo. ¡Queda
claro que un solo cerebro francés no es suficiente!
** ** **
Tras recibir el número de las pérdidas y establecer un cuarto de
operaciones en el palacio de Cremona, donde lo invitaron a quedarse, Eros
encontró a los capitanes en el mirador, vaciando una garrafa de vino.
—Nico, toma diez escuadrones y persigue a los fugitivos. No quiero
sorpresas nocturnas.
Greco examinó la camisa de lino sucia, los pantalones llenos de polvo, las
botas gastadas y el pesado cinturón de cuero que llevaba en las caderas cargado
con su arsenal personal.
—¿No deberíais mejorar vuestro aspecto para la celebración de esta
noche? —le preguntó con humor—. Sí somos campesinos brutos, pero los
ciudadanos están esperando a un príncipe, no a un soldado común vestido con
un uniforme sangriento.
Eros se sirvió un jarro lleno de vino.
—Después de dos meses de combate, te aseguro que soy el mismo
denigrante. Además, el banquete es para agasajar a los hombres, no a mí.
La música llegó a la piazza. Con ramilletes de flores, los habitantes llegaron
al mirador, reclamando:
—¿Cuál es? —y todos a la vez señalaron a Eros—: ¡Él!
La fuerza entera que estaba en la piazza rompió a reír, cuando al
comandante lo llevaron en andas hombres que gritaban, abuelas regordetas y
niños con los ojos brillantes de idolatría.
El banquete comenzó al caer la noche. Se servía vino, se decían cálidos
discursos y un coro cantaba canciones antiguas. Pero sólo cuando Eros se relajó
con una copa de coñac se dio cuenta de la imagen más fascinante: en lo alto,
banderas con la víbora y el águila flameaban al viento con orgullo.
La celebración continuó hasta bien entrada la noche. Cuando Eros
finalmente se puso de pie se oyeron más ovaciones. Le llevó una eternidad
atravesar la piazza hacia el Palazzo Fodri hasta llegar a la cama mullida que allí
lo esperaba. Se detuvo para hablar con el capitán de guardia, a quien impartió
órdenes para su partida temprana al día siguiente, y acortó el camino por el
parque. Allí, echados sobre meridianos, los capitanes se entretenían con las
bellezas locales en fiestas privadas con velas, vino y música suave incluida.
Cuando Eros se acercó, Giovanni fue a su encuentro, arrastrando consigo a
dos risueñas damas:
—Ésta es Sofia —Le presentó a la morena, que le hizo una reverencia y le
pestañeó—. Y ésta es Maria.
La primera no le atrajo nada, pero ésta lo cautivó.
—Buonasera —dijo Eros con voz suave.
—¡Rubias, siempre rubias! —Giovanni rió entre dientes y se llevó a Sofia a
la rastra.
Sonriendo, Maria cogió a Eros de la mano y lo llevó hasta un sofá alejado.
Él aceptó una copa de vino y la dejó que lo entretuviera con su charla, pero
cuando ella inclinó los suaves pechos sobre él y lo besó de lleno en la boca, él se
puso rígido. La apartó, cerró los ojos y tragó saliva.
—¿Sucede algo? —le preguntó ella con incomodidad.
—No —Él se pasó una mano por la cabellera. Se puso de pie, murmuró
una disculpa y se marchó.
Una mano pesada sobre el hombro lo detuvo.
—¿Qué es lo que te sucede? —exigió Giovanni—. Has andado corriendo
por el campo de batalla durante semanas, siempre encabezando el primer
ataque, planeando, dirigiendo, avanzando en medio del combate más intenso.
¿Por qué no te relajas y disfrutas para variar?
—Déjame, Giova. Estoy cansado.
—¿Cansado de una mujer? ¿Tú? ¡Es por esa condenada bruja que te dejó
morir en Francia!
Eros lo cogió del cuello y lo estrelló con fuerza contra una pared en
penumbras. Él no dijo nada.
Giovanni hizo una mueca.
—Olvídala, Eros. Ella se fue. ¿Qué sentido tiene continuar como un
Orlando enfermo de amor? Yo veo el riesgo que asumes en el campo de batalla.
Estás rogando morir. ¿No es más importante lo que estás logrando por estas
personas que un par de suaves muslos blancos?
A Eros le brillaron los ojos.
—Una palabra más y desearás seguir en el campo de batalla. Ahora,
regresa a tu fiesta y no olvides que nos levantaremos a primera hora —Soltó a
Giovanni y se alejó, escuchando detrás una sarta de insultos y un exasperado:
—¡Haz lo que te plazca!
** ** **
—Escucha esto —Alanis le llamó la atención a una madre joven que
acunaba a un ángel regordete en el sofá junto a ella—. «A menudo escuchamos
algo sobre el soldado ignorante cuyo valor y agudo instinto militar lo vuelven
superior al ratón de biblioteca lleno de refranes militares y ejemplos belicosos»
—leyó un artículo de The Gazette—. «No obstante, con su diligencia e
inteligencia, el príncipe Stefano es el mejor ejemplo de ambas cualidades.
Aunque su pasado es un misterio, se dice que se sabe a Jenofonte y Polibio de
memoria y que fue entrenado para la guerra; y que con su resistencia única él
nos demuestra en reiteradas oportunidades que los mejores capitanes son
hombres poseedores del beneficio de ambas cualidades». Luego siguen
haciendo comparaciones de sus tácticas con las de Caesar y Gustavus, y
elogiando su forma de combatir por ser la más ardiente incluso después de
permanecer durante cinco días en el campo de batalla.
Jasmine sonrió con calidez.
—Lo extrañas.
Alanis palideció.
—Lo extraño —Terriblemente. Ella extrañaba mirarlo, acariciarlo. Extrañaba
todo de él. Dormía con un par de graciosas babuchas rojas debajo de la
almohada y un medallón de oro entre los pechos. Ninguna de las dos cosas
sustituía al hombre...
—Sabía que vosotros dos os enamoraríais locamente. Todos los indicios
eran obvios. Eros prácticamente se inventaba excusas para llevarte rápidamente
con él. Y jamás se llevó a ninguna mujer a ninguna parte.
Alanis no logró contener una sonrisa triste:
—¿Eso crees?
—Absolutamente. Te quiso sólo para él desde el comienzo.
—Igual que yo a él —confesó Alanis—. No hay otro igual a Eros. Él es
perfecto.
Jasmine hizo una mueca.
—Mi hermano dista de ser perfecto. Es irascible, dominante, caprichoso,
arrogante, ingobernable...
—Es maravilloso, ¿no es cierto? —Los ojos llorosos de Alanis brillaron de
nostalgia y tristeza.
—Me alegra que te haya encontrado. Tú tenías la paciencia y la resistencia
necesarias para llegar a su lado tierno. Yo solía tener miedo de no encontrar
jamás una persona capaz de hacerle sombra, pero luego me di cuenta de lo
difícil que él era. Yo necesitaba alguien que fuera más... apacible.
Alanis seguía sosteniendo que Eros y Lucas eran como el agua y el aceite,
pero ella entendía la preferencia de Jasmine. No todo el mundo disfrutaba de
jugar con fuego todo el tiempo. Sin embargo, ella se estaba marchitando sin él,
como una flor privada de la luz del sol. Y se preocupaba por él día y noche...
—Cuando la guerra termine y haya un nuevo duque de Milán —anunció
Jasmine—, llevaré a mis dos hombres para asistir a la entronización. Tú también
deberías ir. Tal vez convenzas a Eros para que venga conmigo a visitar a
nuestra madre. Ahora que sé que está viva, estoy ansiosa por verla.
A Alanis le hubiera encantado ser testigo de esa reunión, qué pena...
—Yo no soy miembro de tu familia. Y para ser absolutamente franca, no
quiero volver a verlo, y sé que él tampoco querrá verme a mí.
—Le debes una explicación.
Alanis se imaginaba yendo a felicitarlo y a Eros dándole la espalda.
—Tienes miedo —concluyó Jasmine con tono solemne—, de que te haga
un desaire.
Alanis cerró los ojos y soltó un suspiro de desánimo.
—Te daré su medallón cuando partas a Milán. Pero por favor, no
hablemos más de él.
** ** **
Él estaba cansado de combatir, tan cansado. Había ocupado decenas de
poblaciones fortificadas, pero toda esa ardua tarea no era suficiente. Con el
control de la capital él tendría el control del ducado y nadie lo sabía mejor que
Eros. Desplazándose entre las filas de cañones y las picas de defensa, desvió la
mirada hacia el norte, donde se encontraba la línea que los franceses y
españoles llamaban "Ne Plus Ultra": Nada más allá es posible. Kilómetros de
contravalación y circunvalación se extendían alrededor de la ciudad. Hierro
forjado por expertos y miles de cañones. Un muro de fuego. Más lejos,
floreciendo sobre una meseta por donde corría un arroyo, bañada por una
densa capa de rocío matinal, se erguía la ciudad de sus antepasados, de su
niñez, de su corazón, la ciudad que él había abandonado en tiempo de
conflictos, contra todos los votos de sangre que había hecho siendo un joven
optimista y consciente de sus deberes: Milán.
La Feuillade casi había destruido Turín durante su sitio. ¿Habría
bombardeado su hogar? Se preguntaba Eros por millonésima vez. Una ciudad
de doscientos años de antigüedad, sede del Imperio Romano que Leonardo Da
Vinci reconstruyó como la Ciudad Ideal, comunicada con el Po a través de
arroyos y canales. Inspiró el aire fresco que soplaba desde los Alpes y
contempló las cúpulas que se elevaban en la ciudad. Entre ellas, unos pináculos
de marfil y unos gabletes brillaban bajo el sol: el Duomo. El pecho se le oprimió
ante aquella vista. Cercada por el Muro Español, su ciudad florecía y él había
vivido para volverla a verla: su hogar. Sólo que allí no había nadie que lo
recibiera con los brazos abiertos: ni padre, ni madre, sólo desconocidos con
esperanza de salvación. Él no podía bombardear Milán. Tenía que permanecer
intacta para las generaciones futuras, quizás hasta para sus generaciones
futuras...
Se desplomó sobre el tronco carcomido de un árbol sin raíces ni hojas que
a los hombres les servía de cómodo banco y se compadeció de la leña.
Evidentemente, él también había sido condenado a andar por la vida sin pasado
ni futuro. Como una causa perdida.
—«Guerras» —dijo él—, «las guerras son lo que me esperan...».
Se acercaron cinco oficiales. Aunque apenas habían dormido, sus hombres
lucían tan en forma como siempre y listos para la acción.
—¿Cuáles son vuestras órdenes? —preguntó Niccoló—. ¿Cuándo
atacamos?
—No lo haremos —Eros apoyó los codos sobre las rodillas y enterró los
dedos en la cabellera.
Los hombres intercambiaron miradas de desconcierto. Giovanni se acercó
más.
—¿Quieres que aguardemos a los refuerzos del general Saboya cuando él
regrese de Turín?
—No. Para cuando él regrese estaremos rodeados. Si es que regresa.
—Podemos lanzar un ataque menor —ofreció Daniello—. Husmear sus
armas de cerca.
—Nos resistirían. Ellos son más fuertes que nosotros.
—Pero su fuerza se desperdicia en la magnitud de sus líneas —señaló
Nico—. Y probablemente los hombres hayan perdido bastante el vigor en las
trincheras, sabiendo que pertenecen a una fuerza superior.
—Hagamos un cauteloso reconocimiento del terreno enemigo para
descubrir sus sitios más débiles —propuso Giovanni—, Luego nos infiltramos
allí y dividimos al enemigo en dos.
Eros levantó la cabeza.
—¿Y arriesgarnos a que nos hagan añicos cuando sentemos el
campamento en la zona? No lo creo —Sus cuirassiers serían quemados vivos
bajo el fuego de las armas.
Barbazan frunció el entrecejo.
—¿Y entonces qué es lo que quieres que hagamos, Eros?
—No lo sé —Contaba con menos de veinte mil hombres en línea, todos a
caballo y situados casi al límite del alcance de la artillería. Y aunque era
altamente imprudente por parte de los franceses mantener una línea
estrictamente defensiva, ellos creían que el enemigo era demasiado débil para
atacar sin quedar expuestos a un retirada peligrosa, y por consiguiente él no lo
intentaría. Estaban en lo cierto.
—¿Puedo hacer una sugerencia? —dijo Greco—. Creo que la única
solución sería dejar a la artillería de ellos fuera de acción. Podemos esperar a
que caiga la noche e infiltrarnos en sus líneas.
Eros lanzó una mirada por encima del hombro.
—¡Qué pena! Dejé mis alas doradas en Agadir.
—Es muy arriesgado —reconoció Giovanni—, pero no imposible.
—No, es suicida —afirmó Eros con sequedad—. Nadie regresará de esta
misión.
—¡Es todo o nada! —Nico trató de animarlos y recibió una mirada furiosa
en respuesta—. Tenemos que hacer algo —murmuró él, uniéndose a Eros en el
tronco de árbol—. Podemos llegar hasta allí a nado.
Eros se quedó inmóvil en el lugar. Miró fijo a Nico. Miró el tronco con
forma de tubo sobre el que estaban sentados. Echó un vistazo a la ciudad
amurallada —con muros que eran españoles— y conectada con arroyos y canales
a toda masa de agua de la zona, de modo que jamás se secaría.
—¡El tiene un plan! —exclamó Giovanni golpeando con el puño la palma
de la mano.
—Todavía no —Eros se puso de pie—. Tengo que pensarlo antes de tomar
una decisión.
—¡Ve! ¡Piénsalo! —exclamó Giovanni mientras él se retiraba—. Pondré
diez guardias alrededor de tu tienda para que se aseguren de que dormirás
como un bebé.
** ** **
Alanis se despertó sobresaltada. Había tenido la esperanza de dormir
como un tronco después de haber pasado el día visitando a los inquilinos de
Dellamore con su agente inmobiliario, inspeccionando las nuevas reparaciones
hechas en sus viviendas, pero una terrible premonición le invadió los sueños:
Eros estaba en grave peligro.
Encendió una vela y sostuvo el medallón contra el corazón.
—¿Por qué insistí en enviarte a la guerra? —Recordaba a Maddalena
diciendo que la mayor ambición de Eros era convertirse en un gran duque como
su padre: en el Duque de Milán—. Piensa en positivo —se ordenó a sí misma—.
Haz que él sienta lo mucho que lo amas, aunque te haya olvidado por completo
—Se aovilló de costado y visualizó su rostro—. Por favor, por favor, ten
cuidado... —Cerró los ojos fuertemente y rezó.
** ** **
Ardientes antorchas y cadenas de centinelas formaban un círculo cerrado
alrededor de las silenciosas hileras de tiendas. El aro de fuego que protegía al
Ejército de la Liberación irradiaba esperanza a kilómetros de distancia, directo a
los corazones sitiados en la gran ciudad. Alguien de allí afuera había venido a
liberarlos: alguien que era uno de ellos.
La tranquilidad de la noche desterró a Marte, el dios de la guerra, y atrajo
al dios de los sueños, Morfeo, para tejer magias ilusorias en su cabeza: esa
noche ella vino a él, rubia y bella, con aquellos ojos, se metió a hurtadillas en su
cama y en su mente adormecida, con esos labios que imploraban amor y ese
cuerpo cual misterio de inolvidables curvas de marfil. Sus dulces suspiros lo
envolvían como una cálida brisa: como la llamada letal de una sirena que lo
condenaba al castigo, a entregar su corazón, su voluntad, su alma...
Eros. Te amo. Jamás te abandonaré...
Como un simple marinero que llegaba a las islas humeantes de oro
diseminadas más allá del Ecuador, él casi tocaba la sedosa cabellera dorada
esparcida sobre su almohada, casi acariciaba el suave cuerpo desnudo, casi se
ahogaba en aquellos ojos como lagunas claras, y ella desapareció. Otra imagen
apareció: una monja. Ella se giró y él le vio la cara —era el rostro de Alanis—
que se reía. Se reía de él salvajemente.
Eros despertó. Si tuviera el alma de un lobo hubiera aullado de dolor.
Temblando y transpirando, se sentó y enterró las manos en la cabellera. Sentía
desesperación: depresión. Eran palabras similares. Se estaba desmoronando y
no había nada, absolutamente nada que hacer para detener esa sensación.
La oscuridad lo engulló. Lo invadió un poderoso deseo de coger una
botella de coñac de su baúl y beber a cántaros, pero mañana era otro día y
millones de vidas y sueños dependían de él. Ni siquiera podía darse el maldito
lujo de ponerle fin a aquella... agonía.
Se levantó para humedecer con agua la garganta seca. Fue en ese instante
cuando vio las tres sombras moverse furtivamente afuera de su tienda,
delineados por la luz de la luna; se los veía empuñando dagas. Asesinos.
Aguzado por años de violencia, él recobró sus reflejos por completo.
Desenfundó la daga y abultó la almohada debajo de las sábanas para que
pareciera que él aún dormía en la cama. Descalzo y a medio vestir se desplazó
por el suelo alfombrado y permaneció a la espera de sus atacantes.
La puerta de la tienda se movió. Los rayos de luna se filtraron sobre la
cama quieta. Un hombre se quedó en la entrada mientras que los otros dos se
acercaron de puntillas hacia el confuso bulto. Eros dejó que se aproximaran, y
justo cuando estaban a punto de apuñalar a la almohada, agarró fuertemente
por detrás al que vigilaba y le hizo un corte en la garganta de un solo
movimiento limpio. La sangre cálida se le esparció por los dedos. El hombre
cayó en la alfombra. Los otros dos se dieron cuenta de que estaban tratando de
matar a una almohada porque la tienda se llenó de plumas que flotaban. Se
dieron la vuelta rápidamente. Eros le arrojó el cuchillo al primero que avanzó,
enterrándoselo en el medio de los ojos abiertos como platos. El segundo se
abalanzó sobre Eros y cayeron al suelo, rodando una encima del otro. Eros le
arrebató el puñal al asesino y apretó la punta contra el cuello del hombre,
susurrando:
—Dime quién te envió y esta noche sales con vida. ¡Ahora habla!
Sonó la alarma. El campamento volvió a la vida con gritos y actividad.
Giovanni descorrió la puerta de la tienda y entró. Encendió una lámpara de
aceite y examinó el suelo lleno de cuerpos.
—Veo que tuviste invitados. Acróbatas —Le lanzó a Eros una sonrisa
amplia—. Buen trabajo.
—Gracias —Con un brazo enroscado en el cuello del atacante y
apuntándolo con la daga, Eros suspiró—: Desafortunadamente, no son los
invitados con los que había estado soñando.
Giovanni frunció el ceño.
—No entiendo cómo lograron hacer desaparecer a tus guardias. Afuera no
hay rastros de lucha, ni de los guardias.
—Yo los despedí —Eros apretó más el cuello del cautivo. El hombre chilló
pero no soltó nada—. Sabes que no puedo dormir con gente a mí alrededor.
—Mejor que os acostumbréis, Su Alteza. Quizás hasta debas considerar
emplear a un criado. Ya sabes, alguien que os ayude a vestir esas elegantes
capas y que os afeite vuestro principesco rostro...
Haciendo un gesto, Eros quería hacer un comentario sobre permitir que
cualquiera le pusiera un cuchillo en la garganta y recordó una ocasión en que se
lo había permitido a alguien... Fijó la atención en la presa. El idiota seguía
guardando silencio.
—Giova, fíjate qué es eso pesado que tiene en el bolsillo. Huele a oro.
Los dedos poco delicados del gigante de un solo ojo lo registraron con
rapidez y extrajeron una bolsa de cuero llena de monedas. Emitió un silbido al
tiempo que la sacudió un poco en la palma de la mano.
—Pesada. Deberías sentirte halagado. Los compañeros muertos deben de
tener bolsas similares. Alguien te quiere muerto, Eros.
—¡Mira tú por dónde! —Eros le dio un codazo al hombre en el cuello
dejándolo inconsciente. Se apartó los mechones de la frente y cogió el cucharón
con agua. Después do vaciarlo, le hizo un gesto a Giovanni para que le arrojara
la bolsa con monedas—. Mmm. Francos franceses. No significa nada.
Cualquiera puede pagar en francos, y entonces se puede interpretar de varias
maneras confusas: el que paga quiere que yo piense que es francés, quiere que
piense que él me quiso hacer creer que es francés, y así sucesivamente...
—Dejo esto a tu criterio —Giovanni emitió un rugido que convocó a los
centinelas de inmediato.
Eros frotó una de las monedas.
—Podemos descartar a Felipe como asesino ingenioso. Es un mentecato.
De modo que o se trata de Luis, o... «La siniestra mano del Cangrejo de Ocho
Patas es lo que debes temer» —Una segunda advertencia tintineó en su cabeza.
Con tono enigmático, dijo—: «Ten cuidado cuando la Luna esté en Cáncer».
—¿Qué es lo que significa eso? —Giovanni estaba perplejo.
Alanis lo entendería, Eros meditó tristemente. Ella recordaría la
advertencia de Sanah. Miró con furia al hombre que estaba volviendo en sí en la
alfombra e hizo saltar la bolsa de oro en la palma de la mano.
—Eh, stupido, ¿te gustaría recuperar esto y además lo de tus amigos
muertos?
** ** **
El cortejo fúnebre comenzó al anochecer del día siguiente. Un sendero de
antorchas subía serpenteando hasta la ciudad sitiada, monjes vestidos con
sotanas negras cargaban los restos del asesinado príncipe de Milán, pidiendo
entrar por la Porta Romana. Su único deseo era que les permitieran depositar
los restos del último de los príncipes Sforza para que descansara junto a sus
antepasados en la enorme lápida fría de la catedral de Milán.
El capitán de la guardia lo consultó a sus supervisores. Durante todo el
día, el rumor de que el príncipe Stefano había sido asesinado en su cama del
ejército se había extendido por toda la ciudad cual peste negra. Ahora el rumor
estaba confirmado: Stefano Andrea Sforza estaba muerto. Los centinelas del
muro observaban cómo el campamento del enemigo era levantado estaca por
estaca. La ausencia de doscientos hombres pertenecientes a las fuerzas
enemigas pasó completamente desapercibida. Estaba demasiado oscuro y valía
aún menos la pena investigar los troncos de árbol que flotaban por los canales
del sur hacia la ciudad. En las líneas de circunvalación, donde las rejas de hierro
filtraban la basura del agua, los troncos permanecían inertes en los viaductos,
golpeando contra los barrotes.
—Toma mucho aire —le dijo Eros al hombre que formaba equipo con él
dentro del tronco de árbol ahuecado—. Tenemos una larga zambullida por
delante.
Lo único que Nico vio fue un destello blanco en contraste con una bruñida
piel morena y unos ojos brillantes que titilaban cual diamantes.
—Es todo o nada —dijo antes de que se sumergieran en la profunda
oscuridad.
El agua estaba helada, nutrida de los glaciares de los Alpes. Sólo la
desbordante fuerza de sus extremidades pateando y abriéndose paso por la
líquida oscuridad inyectaba calor en las corriente sanguínea de Eros. Que Dios
lo ayudara si el sistema de riego que él había dibujado de memoria estaba
equivocado: doscientos de sus hombres se ahogarían. Se resistió a pensar en ello
y nadó más rápido. Nadaron varios metros, las siluetas oscuras, navegaban con
las manos a lo largo de las mugrosas paredes del muro. Cuando al final salieron
a la superficie para tomar aire, tenían las caras casi azules. Con los pulmones
ardiendo, Eros dio gracias en silencio y salió del agua de un impulso. Estaban
del lado de dentro del Muro Español.
Otros grupos emergieron a la superficie. Algunos entrarían en la ciudad,
reducirían a los centinelas y abrirían las puertas. El resto se infiltraría por los
pasadizos del muro, barrerían con armas y hombres y las fuerzas se unirían
afuera, donde yacía una formidable batería de cañones. Para ese entonces,
calculaba Eros, su ejército supuestamente habría levantado el campamento y se
habría retirado del campo de batalla.
Volvieron a dividirse en parejas y atravesaron los intrincados y oscuros
corredores de la muralla. Descalzos y chorreando agua, Nico y Eros se
desplazaban cual fantasmas. Detectaron un par de centinelas, avanzaron
lentamente, le taparon la boca a cada guardia y los silenciaron para siempre.
Continuaron así, sistemáticamente hasta encontrarse con las otras parejas de
compañeros en las almenas, donde inhabilitaron las armas. Para cuando Eros
cogió una cuerda segura y se deslizó por el lienzo de la muralla, franjas doradas
formaban estrías en el cielo del este. Se puso en cuclillas para calzarse las botas,
que traía amarradas a la espalda, y marchó hacia la línea de cañones.
—¡Misión cumplida! —lo recibió Greco—. Todos están cargados y listos
para disparar, encantadores monstruos de hierro. Y como vos dijisteis, están
apuntando en otra dirección. ¡Hacia su propia muralla!
Eros examinó la larga línea de contravalación que apuntaba hacia el lado
equivocado.
—Buen trabajo, Greco. Ahora levantemos a los muertos —Esperó a que
todo el equipo llegara y tomara posición detrás de las armas. Levantó la mano—
. ¡Fuego! —gritó al tiempo que el Muro Español se derrumbó estrepitosamente.
La ciudad volvió a la vida con el ruido de cientos de armas retumbando a
la vez, de paredes derrumbándose y polvo levantándose tan alto como el
amanecer en el cielo. El pánico y el alboroto se apoderó de las calles: los
oficiales gritaban a todo pulmón, los soldados desaliñados salían en tropel de
los cuarteles. Todos salían en desbandada hacia el sur, hacia el origen de la
devastación y se detenían. Boquiabiertos, se quedaban mirando hacia la
frontera sur, donde en lugar de estar la muralla fortificada de su ciudad había
una pila de escombros en medio de una nube de polvo. El daño que se había
provocado del lado interior de la muralla era muy poco, pero el efecto a la vista
era horroroso. Luego la tierra tembló.
Como una plaga de langostas, el ejército de cuirassiers emergió desde el
sur. Montado sobre caballos de guerra armados, los cuerpos protegidos con
hierro ennegrecido, los flancos extendiéndose hacia el este y el oeste, llegaron a
cientos, el ruido de los poderosos cascos de los caballos como un rugido,
pisoteando cada brizna de hierba y blandiendo la bandera Sforza y una cruz
roja sobre fondo blanco: la insignia de Milán.
Los comandantes franceses improvisaron posiciones de batalla. Madres
preocupadas apremiaban a los niños a entrar a sus hogares y hasta el hombre
más fornido hubiera huido de no ser por la figura imponente que trepaba por
encima de los bloques derrumbados. Imperturbable ante la amenaza de salvas
por parte de la infantería francesa acuclillada al frente, Eros recorrió a los miles
de rostros con una mirada de halcón y levantó los brazos:
—¡Milaneses! —exclamó con una voz grave que llegó hasta los callejones
más lejanos—. ¡Ha llegado el momento de luchar contra la espada de los
bárbaros, levantar las armas y expulsar a las hordas extranjeras de Italia!
Los milaneses bramaron con éxtasis.
—¡Noble sangre latina! —Eros se dirigió a su pueblo—. ¿Cuánto tiempo
debemos sufrir esta opresión? ¿Cuánto tiempo permitiremos el copioso
derramamiento de nuestra sangre? ¡No creéis un ídolo en vano! ¡Por Dios! ¡Los
corazones que el soberbio y cruel Marte endurece y cierra se abrirán, se
elevarán y serán liberados! —Sacó la espada y apuntó al Duomo de marfil que
brillaba bajo el sol naciente.
Siempre listos, los milaneses sacaron las pistolas y espadas y emularon su
saludo.
La sangre de Eros corría espesa y caliente.
—«Italia mia! ¡Contra la furia bárbara, la virtud entrará en el campo de
batalla e interrumpirá la lucha. Fieles a su linaje, los corazones italianos
demostrarán su poder romano!».
La multitud se puso frenética, recitando a gritos las palabras junto con él,
vitoreando y agitando los puños. Los cuirassiers atacaron. Los mosqueteros
franceses dispararon. Los milaneses se abalanzaron. La batalla comenzó.
Giovanni saltó junto a Eros empuñando el arma.
—¡Recuerda conservarte íntegro!
—¡Si tú eres el último sobreviviente —le gritó Eros por encima del
tumultuó de la batalla—, regresa a Sicilia, cásate con la muchacha campesina
que ha estado encendiendo una vela en la ventana por ti!
—¡A la orden, mi capitán! —Giovanni sonrió abiertamente y se zambulló
en el combate.
Eros lo siguió. Bloqueó el ataque de un soldado francés, luego otro, sin
prestar atención a las granadas que estallaban y le escupían tierra y metal en la
cara. Los batallones enemigos abrían un fuego torrencial, pero el espíritu de los
italianos era fuerte y la batalla fue tenaz hasta el extremo.
Eros vio demasiado tarde la granada volando hacia donde él se
encontraba. Algo lo golpeó ruidosamente. Se golpeó con la cabeza en el suelo,
pero no sintió ninguna herida abierta.
—Eros... —El peso que le había caído encima gimió, tosiendo sangre. Eros
reconoció la voz al instante, y la cabeza rubia oscura ensangrentada. Nico yacía
en un charco de sangre, con la piel desgarrada... por la granada que había
dejado que impactara en él para salvarlo. ¿Por qué demonios había hecho algo
tan estúpido?
—Niccoló —Eros se deslizó a un lado y le puso una mano debajo de la
cabeza. Apretó la herida abierta con la otra, sintiendo cómo se le salían los
intestinos. Los proyectiles seguían silbando cerca de su cabeza, pero él apenas
los notaba—. Lo hiciste bien, amigo mío, hasta el momento en que decidiste que
mi vida era más preciada que la tuya.
—Lo es —sonrió Nico débilmente—. Para Milán, y para toda Italia. Qué
pena que yo no viva para ver a nuestro país de nuevo unido.
—Lo harás, si ahorras energías —Aunque sabía que no había esperanzas.
Odiaba ver los signos—. Regresarás a Venecia, como siempre quisiste y abrirás
ese negocio...
—Nah. Muy aburrido —Nico rió y se ahogó en sangre. Gimiendo de
dolor, miró a Eros a los ojos—: Jamás imaginé que tendría a un príncipe como
amigo y que me aferraría la mano en el momento de mi muerte. Me
concedisteis doce años de libertad, Eros. No hubiera durado ni un año como
esclavo en Argel.
—No me debes nada —insistió Eros. Se le retorcía el alma al darse cuenta
de lo que había impulsado a Nico a lanzarse entre él y la granada—. Jamás me
lo debiste.
A Nico se le dificultó la respiración.
—Haced algo por mí—murmuró.
Eros tragó con dificultad.
—Lo que sea.
Violentos espasmos sacudieron el cuerpo de Nico y abrió los ojos con
urgencia repentina.
—Decidle...
Eros se endureció.
—¿Sí?
Una suave sonrisa se dibujó en los labios de Nico.
—Decidle que la amáis —Y luego falleció.
Eros apoyó con delicadeza la cabeza de Nico en el suelo y le cerró los
párpados. Tenía la vista nublada. Una mano consoladora le apretó el hombro.
Al levantar la cabeza vio a Giovanni y a Daniello parados junto a él. Ahora
entendía por qué aún no le habían disparado. Ellos lo estaban protegiendo.
—Quiero que lo enterréis en Venecia —dijo Eros, tragando el nudo que
tenía en la garganta—. Daniello, ¿podrías encargarte de que reciba la debida
cristiana sepultura? ¿Y que su familia quede bien atendida?
—Lo haré —prometió Daniello con voz ronca, con las lágrimas dejando
finos surcos en sus mejillas ennegrecidas.
Eros se sacudió y se puso de pie.
—Ahora vayamos a tomar la ciudad.
El combate se propagó por toda la ciudad causando caos y destrucción. El
suelo no era apto para la operación de la caballería y el conflicto se convirtió en
una brutal masacre. Cada metro era ganado con un enorme esfuerzo ante un
enemigo perseverante. Justo en el centro de la pelea, Eros lanzaba cuchillazos a
diestro y siniestro, haciendo cortes a cualquiera que se interponía en su camino.
De ahí en adelante, todo se tornó borroso. Lo invadió un frío interior
endureciéndole el corazón, entumeciéndole los pensamientos. La sensación no
le resultaba desconocida. Ese modo de separar cuerpo y mente cuando la
situación se tornaba muy mala, cuando su consciencia rehusaba aceptar el
horror que él mismo causaba, cuando su brazo casi se rendía, cuando la sangre
y el sudor le bañaban el rostro, cuando gritos de dolor penetraban su razón y
aun así él los ignoraba, y cuando enfermo de muerte le rogaba a Dios que se
apiadara de su alma, sabiendo que no merecía nada.
** ** **
El frío y oscuro interior le hicieron pensar en el reinado del que apenas
había escapado ese día. Velas conmemorativas titilaban en rincones alejados,
elevando las almas de los muertos más y más alto hacia el cielo. Cincuenta y
dos enormes pilares, decorados con santos y profetas, se erguían para crear un
ambiente de grandeza. Su gran antepasado, el duque Gian Galeazzo Visconti,
había construido ese edificio gótico como símbolo de poder; pero para Eros el
Duomo simbolizaba otra cosa completamente distinta.
Con los ojos rojos del agotamiento y las botas resonando firmemente en el
suelo de mármol, descendió hacia la oscura cripta. Un profundo sentimiento de
paz y desamparo se mezclaban en su corazón. Había regresado, aunque no a la
vida plena y opulenta de la que había disfrutado allí anteriormente, sino a una
tumba fría e inánime.
Palpando el camino en la oscuridad, encontró la primera losa, un ataúd
fijo de fría inmortalidad: la tumba del primer duque Sforza, Francesco. Sólo
algunas personas sabían que su hijo, Galeazzo Maria, el quinto duque de Milán,
compartía el mismo ataúd, en lugar de haber recibido uno que llevara su
nombre, de tal manera que en la posteridad no se lo iba a poder mostrar
diciendo: «Aquí yace el duque Galeazzo, asesinado por sus propios
cortesanos». El padre de Eros fue asesinado por su propio hermano.
Él se tropezó con bloques de mármol con ilustres nombres grabados en
relieve, se movió a tientas, hasta que finalmente distinguió otra tumba, una que
antes no estaba allí. Pasó los dedos por encima de la suave piedra, buscando
cuidadosamente algo grabado. Cuando los dedos detectaron lo que allí había
grabado en latín, él cayó de rodillas y apoyó la mejilla en el frío y duro mármol.
Con la garganta oprimida, susurró:
—He regresado, papá. Estoy en casa.
** ** **
Octubre en Dellamore era cálido dorado y castaño rojizo. Mientras pasaba
un apacible anochecer en la biblioteca, Alanis contemplaba las llamas que
bailaban en el hogar al tiempo que su abuelo hojeaba The Gazette. Seis meses
habían pasado desde que habían regresado de Francia, y ella pensaba en el vino
de Málaga, la salada brisa del mar y en flores de color rojo encendido. Cerró los
ojos y soltó un suspiro desde el corazón.
—Ha conquistado Milán, ¿sabes? —afirmó el duque, observándola
preocupado con aquellos gélidos ojos azules.
Ella no quería hablar de él. No quería escuchar mencionar su nombre.
Aunque ya había pasado por ese loco deseo, el dolor visceral, la opresión del
corazón, los pensamientos de Eros se reservaban estrictamente para sus
momentos de privacidad al anochecer en su cama, cuando las lágrimas
hirviendo rodaban hasta que se quedaba dormida.
—Los refuerzos franceses llegaron demasiado tarde — continuó el
duque—, y ahora él está desterrando del país el resto de fuertes franceses. Milán
es de nuevo un ducado, aunque no formalmente todavía.
Alanis frunció el ceño.
—¿Por qué no? ¿Es que los milaneses no lo proclamaron duque
inmediatamente después de la batalla?
—Lo hicieron, pero él pospuso la ceremonia de coronación.
Ella se tocó el pesado medallón escondido en el interior de su escote. Si
Eros lo necesitaba, vendría. Pronto. El temor y la expectación le aceleraron el
pulso. Ella debía entregárselo a su hermana, pero, ¿lo haría? Se moría tanto por
volver a arder... aunque eso la destruyera por completo, para siempre.
** ** **
—Una delegación de condes está solicitando audiencia, monsignore.
Eros levantó la cabeza de una pila de papeles y se frotó los ojos cansados.
Le frunció el ceño al secretario que asomaba del otro lado del macizo escritorio.
—¿Una delegación de condes? ¿Qué condes?
—El Consejo Privado, monsignore. Desean felicitar a Su Alteza por su
victoria y daros la bienvenida a casa.
De modo que esos bastardos hipócritas y lameculos se encontraban allí
para reparar sus faltas. Eros sonrió con malicia:
—Que pasen, Passero, pero asegúrate de que sepan que estoy de mal
humor.
—Muy bien, monsignore —Passero ocultó la sonrisa y se retiró haciendo
una reverencia.
Eros sabía que los intrigantes condes eran los que habían enviado aquellos
asesinos a su tienda; sin embargo, les perdonaría la vida. ¿Por qué? Porque los
necesitaba. Porque compartían la sagrada misión de curar y reconstruir juntos
la nación. Al igual que curar sus propias cicatrices personales...
Se sirvió una copa de coñac y miró por la ventana. Los muros marrones
rojizos del castillo sembraban en él una intensa sensación de pertenencia, algo
que no había sentido casi en dos décadas. Bebió su coñac de pie, esperando a
que entraran los condes. De ese modo, cuando esas comadrejas inclinaran sus
maquinadoras cabezas, se sentirían verdaderamente humillados. Por primera
vez en su vida, por un breve instante, Stefano Andrea Sforza estaba a punto de
obtener una inmensa satisfacción del poder que el prestigio y la sangre real le
proporcionaban. Y se regodeó.
Capítulo 31
La antigua carretera romana le tendía una emboscada en cada pisada a las
finas suelas de sus zapatos cuando Maddalena iba camino de regreso a San
Paolo, pero los niños del orfanato esperaban sus visitas diarias y ella no podía
permitir que un asunto insignificante como la rotura de eje de la carreta la
mantuviera alejada de ellos. Los niños eran la luz de la vida y ella había perdido
la suya. Sin embargo, se le había concedido el milagro de volver a ver a su hijo,
de acariciarle la sedosa cabellera negra, y de estar a su lado cuando él la
necesitaba. Ninguna madre podía pedir más.
Maddalena abrazaba el recuerdo en su corazón. Ella siempre había sabido
que Stefano Andrea crecería y se convertiría en un hombre maravilloso; tenía
todos los atributos del padre, aunque también, sonrió ella, un par de rasgos
suyos. Trataba de imaginar a Gelsomina como una mujer adulta. Seguramente
era bellísima. A Maddalena se le entibió el corazón al saber que su hija había
encontrado el verdadero amor. Ella también lo había conocido una vez, y había
sido tanto el cielo como el infierno. El tiempo había curado las cicatrices del
pasado y ahora podía pensar en Gianluccio con ternura y hasta reconfortarse
con ello. El recuerdo del hombre que le había destrozado el corazón con sus
incontables infidelidades y a quien ella había destruido en un desenfrenado
arrebato de celos se quedaría con ella por siempre. Algún día se volvería a
encontrar con él y le rogaría que la perdonara, pero hasta entonces, tenía una
sagrada tarea que llevar a cabo aquí en la tierra: cuidar de los niños sin padres y
colmar sus corazones solitarios con el amor maternal.
—¡Hermana Maddalena! —la hermana Maria corrió hacia el portón del
convento—.Venid rápido. ¡De prisa!
Maria era una joven de dieciocho años. Acababa de unirse al convento
después de que sus padres fallecieran, dejándola sola y sin un centavo. Todavía
no se había adaptado a la serenidad del convento.
—Hola, Maria —sonrió Maddalena—. ¿Qué es lo que te tiene tan agitada
hoy?
—¡La cosa más increíble! ¡Una visita para vos! Un caballero. La hermana
Picolomina lo ha conducido a la sala pequeña de oración. Os ha estado
esperando más de una hora.
—Sssh, hermana —la calló Maddalena con delicadeza mientras entraban a
la fría capilla—. El hombre puede tener un niño enfermo, o padecer alguna otra
desgracia. Tu júbilo podría ofenderlo.
—¡Este hombre no tiene ningún niño enfermo! —exclamó María con
entusiasmo—. Es un noble joven y apuesto, con ropas finas.
—La mano de la desgracia no distingue entre el pobre y el rico. Ni
perdona al joven ni al agradable a los ojos. Ante Dios, todos somos iguales, sin
importar las vestimentas — Maddalena se aproximó al altar, se arrodilló
diciendo una oración y luego se levantó e hizo la señal de la cruz.
—Sólo pidió veros a vos —dijo Maria—. Y cuando la madre superiora
quiso saber la naturaleza del asunto, él no dijo nada, salvo que se trataba de
algo personal y que esperaría. Fue muy amable. Todo este tiempo ha estado
sentado junto a la ventana, esperando.
—Maria —Maddalena le frunció el ceño a la joven—, ¿has estado
espiándolo?
Las mejillas de Maria se pusieron coloradas.
—Yo no lo molesté. Me quedé del otro lado de la ventana.
—No debes soñar con hombres de ese modo. Recuerda, estás casada con el
Hijo de Dios.
—No he pecado, hermana. De veras. Es sólo que él... lucía tan triste. Me
preguntaba qué podía haber llenado de pesar esos hermosos ojos. Parece un
hombre tan atento y afectuoso. Le donó a la madre superiora una pesada bolsa
de monedas de oro.
—Pronto sabremos qué triste suerte fue la que lo trajo hasta nosotros,
¿verdad? —Maddalena aceleró el paso. No era la primera vez que un noble
requería de su ayuda. A veces, era por causa de una esposa o un hijo enfermo, u
otras, por el triste caso de un hijo no deseado. Aunque curiosamente, ella
presentía que lo que fuera que había llevado a este hombre hasta San Paolo, era
de una naturaleza totalmente distinta.
Consciente de tener a Maria mirando ansiosamente por encima de su
hombro, Maddalena giró el pomo de metal y echó un vistazo a través de la
rendija que había entre la pared y el marco. Vio un brazo envuelto en terciopelo
oscuro. El hombre, según Maria lo había descrito, estaba sentado en un banco
frente a la ventana del jardín, absorto en sus pensamientos. Tenía el codo
apoyado en el alféizar, un guante negro de piel de ante colgaba de su mano
como con descuido. Ella abrió la puerta y entró.
—Buongiorno, signore. Soy la hermana Maddalena. ¿Vos pedisteis verme?
En el instante en que la espalda del hombre se volvió enteramente visible,
a ella le dio un vuelco el corazón. Tenía la cabellera tan negra y brillante como
la de un cuervo, espesa y alisada en la nuca. La elegante capa negra
exquisitamente adornada con plateados seguía la forma de la ancha espalda.
Maddalena ahogó un sollozo.
El hombre alto de cabellos oscuros se puso de pie y lentamente se dio la
vuelta para mirarla.
—Buenas tardes, madre —le dijo con voz calma.
Maddalena escuchó el gemido de sorpresa de Maria. La puerta se cerró
suavemente detrás de ella y unos pisadas ligeras se marcharon de prisa. Ella
miró fijamente a su hijo, delineado por un halo de luz del sol de octubre. Le
brillaban los ojos; tenía la garganta visiblemente oprimida. Estaba bronceado,
fornido y saludable. No había ni rastro del pichón esquelético que ella había
rescatado de la muerte el invierno pasado. Y era un duque, como lo había sido
su padre.
—Eros —murmuró ella, con la humedad de los ojos traicionando la
serenidad que luchaba por conservar. Sintió la garganta obstruida y seca. ¿Se
encontraría allí por algún motivo específico? ¿O es que simplemente estaba allí?
Ella le sonrió de modo maternal, llena de amor, orgullo y ternura—: Eros, mi
hermoso ángel. Estás aquí—murmuró ella de manera reservada, sin saber con
seguridad cómo reaccionaría él.
La nuez de la garganta de Eros se movió con dificultad. Se adelantó un
paso hacia ella.
—Aquí estoy.
Había tanto que explicar y de que disculparse... pero esto tendría que
esperar. Después de diecisiete años de separación, su hijo estaba allí, ya no era
un niño sino un hombre, y ella sentía deseos de aferrarlo con fuerza contra su
pecho y no soltarlo más. Sin lograr contener las lágrimas, Maddalena abrió los
brazos y para su absoluto asombro y júbilo, Eros se acercó y dejó que lo
abrazara haciéndole daño en el corazón. A ella le temblaba la mano al
acariciarle la cabeza.
—Perdóname, hijo mío... Perdóname...
Él se enderezó y con ternura le apartó la cofia y el velo de la cabeza. Tenía
los cabellos rubio ceniza sujetos en un ceñido moño. Los ojos llorosos de color
azul marino brillaron. Un cálido destello se extendió en los ojos de él.
—Mama —Con una sonrisa llena de recuerdos, él extendió los brazos y la
abrazó con fuerza, como si fuera un niño. Ella lloró y le ofreció más disculpas,
pero él la calló—, No, mamá. Perdóname tú, perdóname...
Maddalena se ahogó en lágrimas. Miró por encima del hombro de él la
modesta imagen que había en la pared: él pareció sonreírle con infinita
compasión. Ella movió los labios en silencio: Gracias, Padre Misericordioso.
Gracias...
** ** **
—Un brindis —el duque de Dellamore levantó la copa de vino—. Por
nuestro valiente general y héroe de guerra: ¡el duque de Marlborough!
El enorme salón estalló en un aplauso. Los cristales tintinearon y una
abundante cantidad de vino respondió el brindis. Parada entre sus dos duques
favoritos, la Reina de Inglaterra, Ana Estuardo, sonreía con placer, con los ojos
brillantes.
—Lo que me gustaría saber es por qué estarán brindando en Versalles en
este momento. ¡Qué injusto de parte de Luis no habernos invitado!
Todo el mundo rió.
—Realmente, Su Majestad —dijo Marlborough—. Qué miserable por parte
del Rey de Francia sentir envidia de nuestro éxito. ¿Acaso Sforza y Saboya no le
permitieron retirar sus tropas de Italia sin incidentes? Debería estar agradecido
de que le permitieran retirar el resto de sus guarniciones en paz, cuando ya que
no podía resistir más en Italia.
—¡Escuchad! ¡Escuchad! —exclamó Godolphin, el tesorero, levantando la
copa—. ¡Tanto Milán como Turín ahora están dirigiendo un asalto más incisivo
sobre la retaguardia francesa!
Otra rueda de aplausos y risas se extendió por el amplio círculo de
dignatarios reunidos en el Hampton Court en la celebración por las victorias.
Apiñada entre ellos, Alanis se esforzó por sonreír y se unió a los saludos. Ella
no había estado demasiado entusiasmada por hacer su aparición esa noche,
pero la idea de pasar una noche más en casa, deprimida, cuando todo el mundo
estaba afuera divirtiéndose, le resultaba aún más deprimente que tener que
aguantar a unos ebrios desconocidos.
Ana dijo:
—Gracias a nuestro nuevo aliado, el príncipe de Milán, Italia está
descontaminada de franceses, y no sólo eso, sino que la guerra ahora se
combate en las fronteras mismas de Francia. ¡Esperemos tener igual éxito en
Holanda y Alemania y ganar esta guerra! —Todos saludaron y la reina le hizo
una seña a la orquesta para que comenzara a tocar.
Mientras el salón de baile se transformaba en un mar colorido de sedas y
joyas, un hombre fue a pararse junto a Alanis.
—Lucas —Lo saludó ella sonriente—. ¿Dónde está tu adorable esposa?
—Allí está —Le señaló hacia donde estaban unas damas bombardeando a
Jasmine con atenciones—. Ahora que se conoce su identidad como la hermana
del príncipe Stefano Sforza, ella hace furor —Él miró a Alanis—. Lo siento, Alis,
por lo que sucedió en Jamaica. Por favor, acepta mis disculpas. Me comporté
horriblemente mal.
Alanis le dio una palmadita en el brazo.
—Yo también, te debo una disculpa, Lucas. Debí haber resuelto el asunto
de una manera civilizada en lugar de desaparecer como lo hice. ¿Serás capaz de
perdonarme?
—Por favor —le puso una mano sobre la suya —ya no hablemos más de
eso. Debemos ser amigos... como hermanos... como lo hemos sido siempre.
Alanis asintió totalmente de acuerdo.
—Eso me gustaría mucho.
El duque de Dellamore y el padre de Lucas, el conde de Dentón, se les
unieron.
—Oye, Dellamore —empezó a decir Dentón—, corre un rumor de que el
general Saboya hará su aparición esta noche. Y se dice que traerá con él a... —
Una hostil mirada severa por parte de Dellamore lo hizo callar.
Alanis le lanzó a su abuelo una furiosa mirada acusadora. El calor y el frío
se fundieron de una forma peculiar y le recorrieron el cuerpo: se cubrió las
mejillas ardiendo con las manos heladas. Eros. Aquí. Esta noche. Ella no podía
hablar, ni pensar, ni respirar...
Jasmine se le acercó enérgicamente, sonriendo con los ojos brillantes
comunicando el mensaje. Alanis se acobardó. No podía soportarlo. Tenía que
irse. Tenía que huir... Le ordenó a sus piernas como de piedra que comenzaran
a moverse cuando sintió un puño fuerte cerrarse alrededor de su muñeca.
—Enfrentarás esto hasta el final, Alis —le susurró su abuelo con
determinación—. Ahora tu pirata es una figura estimada. No permitiré que
salgas corriendo a esconderte cada vez que él ponga un pie en suelo inglés o
cuando vuestros caminos se crucen en algún lugar del mundo. Yo no te crié
para que fueras una cobarde.
Agitada y asustada como un pajarillo enjaulado, Alanis posó los ojos
desolados en aquel rostro severo. ¿Cómo podía encontrarse con Eros en ese
momento? ¿Ver el aborrecimiento reflejado en sus ojos? Se moriría...
El maestro de ceremonias le hizo una seña a la orquesta para comenzar a
tocar las formales notas tradicionales que anunciaban la llegada de una persona
importante. Alanis miró fijamente las puertas del salón. Y por cierto no le llevó
mucho tiempo distinguir una conocida cabeza morena que sobresalía
dolorosamente...
Acompañado por una gran comitiva de caballeros excelentemente
vestidos y sus acompañantes femeninas, Eros entró sin prisa, impactante y
apuesto, vestido de negro, blanco y un toque de púrpura. Estaba sonriendo por
algo que le decía el hombre que estaba a su lado. Eugenio de Saboya lucía
ridículamente pequeño junto al alto milanés —atributo que siempre causaba
asombro y diversión a los que esperaban que un gran general encajara bien en
el papel—. Los ojos de Alanis se posaron exclusivamente en Eros. Bronceado,
elegante, irradiando vigor y vitalidad, la derritió hasta dejarla hecha sopa. La
espesa cabellera negra azabache le caía hasta la altura de los hombros. Su
contextura había adquirido el volumen de sus proporciones naturales. Aquel
era su pirata del Caribe; sólo que este pirata era un príncipe, el tan admirado y
elogiado Príncipe de Milán.
Todo el mundo se reunió a su alrededor, colmándolo de felicitaciones y
saludos. Alanis oyó un grito de alegría y vio a Jasmine que volaba a los brazos
de su hermano. Él la levantó, abrazándola con fuerza y le besó las mejillas. Las
lágrimas inundaron los ojos de Alanis. Eros aún tenía que enterarse de que era
tío.
Ella estaba temblando. Entonces, cuando su abuelo la cogió del brazo y la
condujo hacia el círculo de la reina, donde todo el mundo estaba parado
esperando a ser presentado, ella se movió torpemente. Dellamore, Marlborough
y Saboya se palmearon las espaldas. Los condes milaneses estrecharon las
manos con la nobleza inglesa. Eros se dirigió a la reina, cautivándola con un
saludo pronunciando lentamente:
—Buonasera, Sua Maestá —un beso en la mano y una sonrisa con hoyuelos.
Alanis hizo todo lo posible por volverse invisible, pero justo cuando ella echaba
una mirada furtiva a aquel hermoso perfil, él giró la cabeza en dirección suya.
Unos duros zafiros se clavaron en ella. Ella sentía el calor de él con tal
ardiente intensidad que hacía esfuerzos por respirar. Su mirada cambió
fríamente de rumbo en dirección a su abuelo. Le hizo un gesto con cortesía y se
unió a la conversación de Saboya. Un sollozo murió en la garganta de ella. Se
quedó como una estatua, envuelta en sedas color nácar, con mechones de
cabellos dorados cayéndole en cascada por encima de los hombros desnudos,
helada por la indiferencia tan directa.
—Vendóme fue un oponente digno —dijo Eros—. Su retirada hacia los
Países Bajos propinó el golpe mortal a los franceses. Y de Orleans, a pesar de su
promesa a Luis, fue incapaz de defender dos sitios al mismo tiempo. Debió
haber venido tras de mí, pero en cambio avanzó hacia Turín.
Marlborough estuvo de acuerdo y expresó con un gruñido:
—Después de la retirada de Vendóme, los franceses actuaron de pésimo
modo. Abrieron la carretera a Piamonte para que el príncipe Eugenio penetrara,
no se disputaron el desfiladero de Stradella y se quedaron en las líneas de Turín
para ser derrotados.
—Y para cuando intentaron retirarse a Milán —dijo Saboya—, no tenían a
dónde regresar. Stefano había ocupado la región, avanzando con ese
impertinente ímpetu italiano. Un verdadero César.
—Hasta Julio César de vez en cuando tuvo que agradecer su suerte —
admitió Eros con humildad.
—Eres demasiado modesto, Stefano. Tu destacada habilidad te permitió
hacer lo que ninguno de nosotros consiguió. Milán era impenetrable. Sin
embargo, tú hiciste lo posible, lo imposible y luego lo impensable. La operación
subacuática para infiltrarse en el territorio enemigo fue una idea
extraordinariamente arrojada y brillante.
Eros no la miraba, ni siquiera fugazmente, pero Alanis veía lo que los
demás no distinguían: los elogios de Saboya lo ruborizaban. Ella sonrió,
contenta de verlo destacarse y ser reconocido por su pares —por los príncipes y
reinas— como él se merecía. En Francia, ella había hecho lo correcto.
—Príncipe Stefano —dijo la reina Ana—. Todos estamos ansiosos por
saber qué dicen las lenguas en todo el continente. Contadnos todo, y no
escatiméis en palabras.
Concediéndole a la reina otra de sus deslumbrantes sonrisas de pirata, él
empezó a decir pronunciando despacio:
—Imagino que Su Majestad desea escuchar qué es lo que la lengua de Luis
está soltando en estos momentos.
—Por supuesto —La reina intercambió miradas picaras con algunas
damas engreídas.
—Allora, le informo con seguridad que el rey de Francia está pasando por
un momento difícil tragándose la rana, figuradamente hablando, por supuesto
—Eros le guiñó un ojo a la reina, que se ruborizó y rió con disimulo—. Echó a
tres de sus ministros, jubiló a dos generales y ya no se habla con Felipe.
—¿Que no se habla con Felipe? —la reina rió—. ¡Qué delicia! ¡Pues fue por
apoyar a Felipe por lo que él empezó esta guerra en primer lugar!
Alanis oyó decir a una inglesa chismorreando detrás de ella:
—¿No es el demonio más apuesto? ¡Un príncipe tan joven y encima
soltero! Qué pena que mi Carol ya le haya dado su consentimiento a Lord
Bradshaw. Ése es el tipo de figura que nuestras damas adoran.
—Realmente, Lillian —coincidió una voz más joven que Alanis identificó
pertenecería a una viuda rica y atractiva en constante búsqueda de consuelo
masculino—: «Valora la lascivia por encima de la mojigatería», eso es lo que
siempre digo. Pidamos que nos presenten.
La gente seguía mezclándose. Alanis aferró fuerte el brazo de su abuelo y
le siseó al oído:
—Un instante más de esto y seguro que grito. Con o sin tu permiso me v...
De manera abrupta el duque cambió la atención. El aire se agitó junto a
ella:
—Su Excelencia —Esa voz grave casi le provoca un desmayo. Ella volvió
la vista, sin palabras. Eros le sonrió al duque con gentileza—: Aún no os he
agradecido que me dierais crédito tan caballerosamente en Schónbrunn. Estoy
en deuda con vos —Inclinó la cabeza morena de manera elegante y clavó la
mirada en Alanis.
El anhelo y la zozobra le desgarraron el corazón, y cuando su abuelo dijo
"Por favor, permitidme presentaros a mi nieta, lady Alanis", ella sintió un
repentino impulso de quitar una baldosa del suelo y meterse debajo. Pero se
mantuvo con calma y siguió la etiqueta ofreciéndole a Eros los dedos de la
mano.
—Su Alteza —ella hizo una reverencia, entornando los ojos para disimular
el efecto que le producía sentir esos labios en su mano. Estaban jugando el juego
más condenado, sin embargo, lo único que ella podía hacer era seguirle la
corriente.
—Piacere —susurró con voz profunda—. Qué inesperado placer.
Ella lo miró a los ojos. La había saludado con las mismas palabras que
había usado en su primer encuentro en el camarote. El mundo se detuvo,
mientras él le sostenía la mirada angustiada e irrefutable, sin revelar ninguno
de sus pensamientos: ni odio, ni desprecio, ni enojo, ni un indicio de emoción.
Le soltó la mano.
Se anunció la cena y todos se dirigieron sin prisa hacia el comedor. Alanis
echó una mirada por encima del hombro de Eros. ¡Su abuelo la estaba
abandonando a su suerte!
—Al parecer voy a acompañar a Su Señoría hasta la mesa de la cena real
—observó Eros insípidamente, ofreciéndole un brazo como con descuido. Ni
siquiera la había mirado al ofrecérselo. Ella le examinó el perfil de piedra,
consumiéndose de la angustia mentalmente. Mi corazón se detiene al mirarte.
Nada. Ella lo cogió del brazo y siguieron la cola de vestidos de seda,
comportándose como perfectos desconocidos. Ella era físicamente consciente de
cada respiración suya, de cada músculo que se movía en su brazo, y percibió
que su última chispa de deseo se apagaba. Su indiferencia era tal que ni siquiera
se regodeó de su triunfo final.
La colorida procesión desapareció a la vuelta de una esquina. De repente,
Alanis fue tirada bruscamente y conducida hacia una puerta lateral que daba a
un salón iluminado por un suave resplandor. Con el corazón martilleándole,
ella observó a Eros cerrar la puerta y correr el pestillo.
Demasiado para tratarse de indiferencia, pensó ella nerviosamente,
mientras él se daba la vuelta y le clavaba una mirada tan efectiva como una
prensa de hierro. El intenso brillo de aquellos ojos le hicieron sentir deseos de
salir corriendo y ocultarse. Comenzó a caminar hacia ella, con paso lento, la
mirada firme. Venganza, la palabra retumbaba en su cabeza. Invadida por el
pánico, ella retrocedió hasta chocarse torpemente con una mesa. Una lámpara
se balanceó y ella se dio la vuelta justo a tiempo para ponerla de nuevo en su
sitio. Al levantar la cabeza, Eros estaba parado enfrente, con aquel rostro
hermoso como si fuera una máscara, irguiéndose unos centímetros por encima
de ella.
—Alanis —le dijo.
El escuchar su nombre pronunciado por aquellos labios le provocó un
temblor en el corazón.
—¿Por qué estás aquí, en Inglaterra?
—Vine a buscar algo que me pertenece.
Sin quitarle la mirada de encima, ella metió la mano en la faltriquera. En
general usaba el medallón sobre el corazón, pero no con aquel traje; el profundo
escote apenas le cubría la piel. Aferró la cadena de oro con dedos rígidos.
—Eres el Duque de Milán. Lo lograste —dijo ella con tono suave, al
tiempo que se preguntaba por qué diablos seguía teniendo esperanzas...—
¿Volver a casa fue como... lo esperabas? —ella le hizo frente con la esperanza de
encender una chispa de intimidad en él, algo de lo que había existido entre ellos.
Eros no dijo nada. Su expresión confirmaba que él recordaba cada palabra
que habían hablado en la Bastilla. Qué estúpido por su parte esperar que él
compartiera su momento con ella. Lo había abandonado. Le había hecho creer
que lo mágico que había entre ellos era falso. Y ahora él era el Duque de Milán,
admirado por todo gobernante del mundo, incluyendo al Emperador y al Papa.
Lo que ella había pretendido como requisito para ser su esposo. Le ofreció el
medallón.
—Este es el motivo por el que pospusiste la ceremonia de entronización,
¿verdad? Necesitas exhibirlo.
—No.
Alanis ya no sabía qué pensar, salvo que si él la seguía mirando tan
intensamente, su endeble compostura —o lo que fuera que la estuviera
conservando entera— se quebraría.
Eros se acercó más, con ojos inclementes, implacables, con la piel de un
suave bronceado bajo la luz tenue. Le aferró fuerte la muñeca que latía. Le
apartó la mano, incitándola a que dejara el medallón sobre una mesa de ébano.
Le aferró la otra muñeca y tiró de ella. Ella avanzó torpemente. Volvió a tirar,
deslizándole las manos lentamente por los brazos desnudos. Se quedaron con
las puntas de los pies pegadas, el aire a su alrededor cargado de electricidad, y
ella se preguntaba si él percibiría su pulso acelerado. La mirada de Eros se
volvió más intensa y ya no era inescrutable; sino miserable.
—Alanis —inclinó la cabeza y apretó la cálida mejilla contra la de ella.
Abrió los labios y le susurró al oído—: Te amo.
Ella se aferró a su cintura para no caerse de los tacones.
—¿Q...qué?
La estrechó fuerte entre sus brazos. Ella sintió los suaves labios en el
cuello. Con voz ronca, casi quebradiza, él confesó:
—No puedo vivir sin ti. No... quiero vivir sin ti.
Sintiendo un alivio inexpresable, ella le enterró el rostro en el hombro,
abrazándose a su cintura, humedeciéndole el abrigo con lágrimas.
—Yo también te amo —¿De verdad estaba sucediendo esto? ¿Podía la
suerte ser tan generosa?
Permanecieron abrazados, abstraídos de todo salvo de los latidos de sus
corazones. El era su alma gemela y había ido a buscarla. Levantó la cabeza del
hombro y le dijo:
—Mentí en la Bastilla.
La mirada de él en carne viva la conmovió:
—Lo sé. Fuiste casi... convincente. Cuando Luis vio lo deprimido que yo
estaba, eso bastó para caer en la cuenta y aprecié lo que habías hecho. Era a Luis
a quien querías convencer, no a mí—Le acarició la mejilla, recogiendo cuentas
de cristal que ella seguía derramando sin darse cuenta—. Tú querías que yo
recuperara mi hogar, amore.
—Así es. Dejarte abandonado en aquella celda fue el momento más difícil
de toda mi vida. Pero yo quería que te sintieras feliz y completo. Gracias a Dios
funcionó.
—A veces pensé que quizás lo habías dicho en serio, pero igualmente
hubiera venido —La atrajo más hacia sí y la besó con tanto amor y deseo que el
corazón de ella se llenó de sol—. Te amo, Alanis, más de lo cuerdamente posible
—le confesó sin permitirle más que un susurro entre besos lentos, y ella,
asombrada, se dio cuenta de que no todas las lágrimas que bañaban su rostro le
pertenecían.
—Eros —lo abrazó con tanta fuerza que tenía miedo de quebrarlo; pero
ése era Eros, se recordó a sí misma, no se quebraba tan fácilmente, ni por los
peores fosos, ni por las peores mentiras—. ¿Crees que Luis se da cuenta de que
fue él quien te condujo a unirte a sus enemigos? —le preguntó.
—Tal vez. Y quizás algún día se digne a perdonarme —Sonrió él con
satisfacción.
Ella lo contempló con perspicacia.
—Extrañarás su amistad, ¿verdad?
—La diversión. Mi nueva definición de amistad es un poco distinta a la
suya.
—¿Y Taofik? —le preguntó de nuevo preocupada—. Tal vez tenga
intención de quitarse tu sombra de encima y decida venir tras de ti para
recuperar su tranquilidad de espíritu.
—No creo que lo haga. Aunque él es de todo menos cobarde, dudaría de
aventurarse tanto en nuestro mundo. Mi mejor venganza será ignorarlo. Taofik
es un hombre que habita el lado oscuro, que lo ve todo con forma de violencia y
alevosía. Razón por la cual jamás podrá disfrutar de una noche entera de
descanso, preocupado por que yo pueda andar al acecho en algún sitio entre las
sombras. No obstante —Eros suspiró—, si de hecho viene tras de mí, yo lo...
manejaría.
Alanis sonrió.
—Estás cambiado.
—Más blando, ¿eh?
—Tu sed de sangre desapareció.
Exhalando, él pegó su frente a la de ella.
—Estoy harto de muerte. Harto de cuerpos mutilados nadando en ríos de
sangre. Harto de enterrar a mis amigos... —Levantó la cabeza—. Niccoló murió.
—No. Niccoló no —Lágrimas de angustia inundaron los ojos de ella—.
Tenía tantos sueños y planes, tanto que perseguir... Le echaré mucho de menos.
—Yo también. Me salvó la vida. Detuvo una granada dirigida a mí. Un
héroe. Sus últimas palabras fueron para ti, Alanis. Me dijo: "Decidle que la
amáis" —Los ojos de Eros reflejaron gran tristeza—. Podemos ir a visitarlo
juntos y encender una vela por su alma noble. Está enterrado en Venecia.
Ella asintió con la garganta obstruida. Por amarla, Nico había salvado al
hombre que ella amaba. No existía hombre más valiente y noble. Un héroe de
verdad.
—Tienes que contarme absolutamente todo sobre la guerra. Yo estaba
aterrada de que puediera sucederte algo... por haberte enviado a morir.
—Ni te imaginas cuánto he extrañado tenerte a mi lado, para consultarte,
confiar y compartir cosas juntos. Para abrazarte por las noches... —gimiendo,
Eros reclamó su boca con un beso más hambriento: un beso de amante. Ella se
aferró a él, dando gracias a Dios mil veces.
—No creí que vinieras a buscarme —admitió ella con tono suave—. Pensé
que te había perdido para siempre.
—Le rogué a Dios no encontrarte casada con otro. No pude echar a los
franceses lo bastante rápido para venir a buscarte. Si te hubiera perdido, no
habría existido un sitio lo bastante triste para ocultarme. Ni siquiera Agadir.
Milán tendría que haber buscado otro duque.
—¿Pospusiste la ceremonia de entronización por mí?
—Mi pueblo necesita un duque cuerdo, amore. No uno arruinado y enfermo
de amor.
—Y lo tendrán. Yo también te amo locamente, Eros. Tenía miedo de que
mi abuelo me comprometiera con Bridewell, si yo no mostraba prometedoras
señales de mejorar pronto.
Eros rió:
—Tu abuelo es una gran persona. Él me avaló en el consejo de guerra de
Viena. ¿Te lo contó?
Ella lo miró con esos ojos color aguamarina abiertos sin dar crédito.
—El viejo zorro no me contó nada.
—Bueno, esta noche te ha tendido una trampa y te dejó conmigo. ¿Crees
que le gustará la idea de que estemos juntos?
—Mmm —Ella frunció el ceño de manera pensativa—. Sanah sí mencionó
algo acerca de que mi abuelo me buscaba un imponente príncipe: una criatura
odiosa, siempre absorta en temas políticos...
Él le tiró un mechón rubio de manera juguetona.
—Y si no recuerdo mal, Sanah también mencionó que la próxima vez que
la visitáramos, tú estarías encinta. Por lo tanto, sugiero que uno de los dos
suspenda el uso de métodos anticonceptivos y que nos pongamos a trabajar en
llenar el Castello inmediatamente...
Aquellas palabras y los besos que siguieron le provocaron un mariposeo
en el estómago.
—De acuerdo.
Eros la soltó un poco, enderezó la espalda e inspirando de manera
reconfortante, le dijo:
—¿Querrías casarte conmigo, mi hermosa ninfa rubia? ¿Y venir a vivir
conmigo a Milán?
El corazón le dio un salto, pero antes de gritar "Sí", Alanis le preguntó con
agudeza:
—¿Y qué hay acerca de esa barracuda de prometida que tienes y sus
hermanos, los Orsini?
Eso lo sorprendió. Él medio hizo una mueca:
—¿Cómo te enteraste de lo de Leonora?
—Lo sé todo —ella le golpeó el pecho con la punta del dedo—. Debes
recordar eso.
—Lo haré —rió él ahogadamente—. En cuanto a Leonora, los Orsini son
agua pasada. Con Cesare muerto y yo unido a la Alianza, ellos se cruzaron de
brazos y se volvieron a Roma a paso lento.
—Entonces no hay princesa romana para ti, sólo una celta salvaje de la
Pequeña Isla.
—Una rubia hada de mar en lugar de... ¿cómo la llamaste? ¿Una
barracuda? Lo adoptaré. Y sólo para que lo sepas, yo también tengo mucha
sangre celta. Milán tiene sus orígenes en un remoto pasado celta. Según la
mitología romana, la esposa de Mercurio era una diosa celta llamada Rosmerta.
—¿Era bella? —le preguntó Alanis con esperanza.
—No particularmente. No como Venus —La sonrisa de él se dulcificó—.
No como tú, amore.
—¿Sabes? —dijo ella—, en general este tipo de petición se hace con una
sortija.
—Ah, qué fastidio —suspiró Eros. Metió la mano en el bolsillo y sacó una
sortija: con una delicada víbora con pequeños diamantes incrustados, ámbar
negro y un par de amatistas formando los ojos, enroscada alrededor de un
enorme diamante brillante—. Ya sabes a quién perteneció esta sortija.
—A tu madre —dijo ella boquiabierta—. Fuiste a verla. Oh, Eros.
Cuéntamelo todo.
—Tú tenías razón en todo. Ella sí fue a ver a Carlo aquella noche, después
de encontrar a mi padre con una de sus amantes. Él le fue eternamente infiel. Yo
era consciente de sus pecadillos, de manera pasiva, y los acepté como una
forma de vida, sin pensar jamás lo que esto le provocaba a mi madre. Ella lo
amaba, y durante años él hizo alarde de sus conquistas como si fueran símbolos
de prestigio, humillándola, ignorándola. Dios sabe por qué ella lo soportó
durante tanto tiempo. Su familia vivía en Roma, ella nunca encajó demasiado
entre los milaneses. Las transgresiones de mi padre y las habladurías
resultantes la hacían sentir aún más aislada y sola. Cuando tú me hablaste de
ella en Toscana, los recuerdos me vinieron a la mente. Me di cuenta de que sí
necesitaba saber la verdad. Cuando la vi, ella era... —esbozó una sonrisa de
niño y se encogió de hombros—: Mia mama. Ya nada más tenía importancia. La
extrañé. Necesitaba escucharla decir que nos había extrañado y que sí se había
preocupado por nosotros. Que siempre nos había amado. Y aún nos amaba.
—¿Y cuando fuiste a visitarla te contó lo que realmente sucedió aquella
noche?
—Con mucha reticencia. Sentía vergüenza de contarme a mí (el que la
había abandonado, despreciado y acusado erróneamente) que Carlo trató de
seducirla para obtener información acerca de la Liga, y que cuando ella forcejeó
con él, la amenazó con matar a mi hermana. Debí haber matado lentamente a
ese bastardo por lo que hizo. Que Dios me perdone, pero fui un idiota, un
pequeño cazzo recto, igual que mi padre —Los ojos azules brillaron con
remordimiento—. Mi madre no fue una arpía. Fue una víctima. Carlo la golpeó
y... abusó de ella y la encerró en su alcoba, y ella estaba avergonzada...
Alanis lo abrazó, desesperada por quitarle el dolor que sentía. Él estaba
temblando.
—Yo creé mi propio infierno —dijo—. No quiero que nosotros terminemos
como mis padres, con nuestros hijos perdiendo todo, como Gelsomina y yo.
Nada duele tanto. Nada. Especialmente una caída fácil. Quiero un hogar de
verdad, Alanis, una familia cariñosa y feliz —La miró con resolución—. Juro por
todo lo sagrado que siempre te seré fiel. ¿Tú me jurarías lo mismo?
—Lo juro con todo mi corazón.
Eros le cogió la mano, deslizó la sortija en el dedo y le besó los nudillos.
—Este anillo te liga a mí al igual que al pueblo de Milán, pero debes saber,
tesoro, que en Milán nosotros no llamamos "Víbora" a nuestro emblema —Le
sonrió de manera irónica—. Le decimos "il biscione". Lo verás reptando en
paredes y pilares. Creo que esta sortija irá muy bien con tus amatistas, ¿no?
Ella examinó su sortija nueva, demasiado deslumbrada para admirarla
entera.
—Ya no tengo mis amatistas. Se las di al capitán a cargo de ti en la Bastilla.
El acordó...
—Que me ayudaría a escapar. Lo hizo —Él la miró con asombro. Le
levantó la mano y se la besó—. Dios mío, Alanis, no puedo creer todo lo que
hiciste por mí. Juro que las recuperaré. Yo...
—Las joyas no me interesan, Eros. Sólo me importas tú —Sólo ver el amor
reflejado en los ojos de él era una compensación mucho más grande de lo que
ella jamás había pretendido. Lo abrazó fuertemente. De ahora en adelante ya
nunca tendría que dejarlo ir—. Te amo.
—Te amo —le dijo él con voz ronca—. Sin ti, mi vida no tiene sentido.
Ella echó la cabeza hacia atrás con un brillo de picardía en los ojos:
—¿Y entonces quieres una respuesta?
—Necesito testigos —La cogió de la mano, tomó el medallón y se dirigió a
la puerta.
Ella voló tras él, riendo, meneando el vestido de un lado al otro por todo el
suelo lustroso.
—¡Eros, espera! ¡Aún no sabes cuál es mi respuesta!
Él le lanzó una sonrisa por encima del hombro.
—Es por eso que necesito audiencia, amore, para asegurarme de que me
des la repuesta correcta. Te desafío a que me rechaces en presencia de la Reina
de Inglaterra...
Al entrar al salón comedor, todas las cabezas se levantaron con intriga.
Eros condujo a Alanis hasta los últimos sitios vacíos y golpeó la copa con un
tenedor, tosiendo a propósito.
—Su Majestad —inclinó la cabeza ante la reina. Buscó la mirada del duque
de Dellamore—: Su Excelencia —Esperó a recibir un gesto de aprobación. Luego
les sonrió a todos—: Encantadores damas. Honorables caballeros —Hincó una
rodilla sosteniendo la mano de Alanis. Ella casi se muere de la vergüenza.
Las sillas chirriaron en el suelo cuando el grupo entero se acomodó para
escuchar las palabras.
Alanis le lanzó a Eros una mirada de súplica. El la ignoró, dándole a
entender que así es como debía ser y que ella no tenía ni voz ni voto en el
asunto. La miró a los ojos con una sonrisa sólo para ella:
—Te ruego, angelical dama, que seas mía.
El numeroso grupo contuvo la respiración. La joya de su madre ya le
adornaba el dedo, de modo que lo único que restaba era decir "Sí". Ella le rodeó
el cuello con los brazos y lo besó de lleno en la boca ante la sorpresa de todos
los presentes. Los invitados se recuperaron rápidamente. Surgieron brindis, las
copas tintinearon, todo el mundo saludó a la pareja de enamorados mientras
especulaban con la idea de si aquel romance habría nacido delante de sus
narices en los momentos en que aquellos dos habían quedado a solas. Caía por
su propio peso que el príncipe de Milán había ido a Londres a celebrar su
victoria y a buscarse una buena novia.
Tomando ventaja del pequeño alboroto, Eros le susurró a Alanis:
—Ven a mis aposentos en el palacio esta noche después del baile. Enviaré
a Rocca a buscarte.
También de manera disimulada, Alanis pegó los labios a los oídos de él,
acariciándole despiadadamente los pliegues con la punta de la lengua:
—Espera desnudo.
Eros gimió.
** ** **
Eros estaba de pie frente a la chimenea, contemplando la pintura que
había arriba; llevaba puesta la bata de seda negra que le había prestado la noche
en que habían regresado de Argel. La luz del hogar le doraba el perfil y el suave
triángulo de piel bronceada del pecho al descubierto.
Cuando Alanis entró en la alcoba decorada al estilo Tudor, él volvió la
cabeza y sus miradas se acariciaron.
—Carissima —le dijo y ella atravesó el cuarto de prisa arrojándose a sus
brazos abiertos.
Eros la apretó contra sí, murmurándole entre los cabellos:
—Tú eres mi corazón. Jamás te dejaré ir —La besó con tanto amor que le
dolía el corazón. Aquel abrazo hablaba de un deseo agonizante, de las solitarias
noches en el campo de batalla—. Me muero por hacerte el amor, amore, pero
antes... un obsequio para ti, un regalo de bodas —La dio vuelta entre sus brazos
y le señaló el cuadro que había encima de la chimenea—: El príncipe Camillo
Borghese de Roma ha acordado amablemente cedérmelo por un período de
veinticinco años. Es una de las obras de arte de su casa de campo, pintada por
Tiziano: La Venere che benda Amore. Venus vendándole los ojos a Cupido —Le
apoyó el mentón en el hombro—. Una vez me preguntaste por qué mi madre
me llamaba Eros. Éste es el motivo.
Alanis levantó la vista. Un cupido rubio y alado con el torso desnudo
estaba parado entre las piernas de Venus, dejando que le tapara los ojos, aun
cuando el claro peligro acechaba desde todas las direcciones. La confianza
absoluta del niño hacia su madre a ella la conmovió hasta el último rincón del
corazón, evocando el más dulce de los recuerdos de la caricia de una madre.
Quedó cautivada por la belleza y la fuerza de la pintura.
—A mi madre le encantaba este cuadro —dijo él—, y a mí me obsesionó
durante años. Con sólo pensar en él me volvía loco. Aunque me había quitado
la venda de los ojos, seguía envidiando al niño, porque él tenía a alguien con
quien se sentía completamente protegido: un refugio —Le apretó los labios en
la mejilla—. Gracias, Alanis, por convertirte en mi Venus, y por amarme como
me amas. El hecho de que me vendaras los ojos con amor fue mi milagro... y mi
salvación.
—Me encanta mi regalo —le susurró ella. Se dio la vuelta y deslizó una
mano dentro de la bata de seda—. Tú eres el amor de mi vida, Eros. Debes
saberlo siempre —Le besó los labios, el cuello, el pecho, cada uno de los
músculos que se ondulaban, como queriendo asegurarse de que él había
regresado de la guerra sano y salvo.
La bata cayó al suelo. Eros le cogió la mano y la apretó contra su corazón.
Latía fuerte y rápido.
—¿Lo sientes? Cuando me tocas... tiemblo.
—Lo siento —Ella percibía las vibraciones que la recorrían como si ambos
fueran una sola persona.
Él le desabrochó el vestido, luego el corsé y las enaguas. De alguna forma
llegaron hasta la cama, tropezándose con la ropa interior y los calcetines en la
prisa por estar juntos. Él le cerró la boca con un beso rudo y excitante, y ella
quedó de espaldas con Eros entre sus piernas. Su olor, su cuerpo, todo él le
resultaba familiar, parecía que nunca habían estado separados.
—Tú y yo, amore, para siempre seremos... —susurró y el fuego comenzó a
arder. Se unieron en una tormenta, prometiéndose un futuro de amor y júbilo, y
cuando el éxtasis se tornó demasiado potente para prolongarlo, Eros la aferró
con fuerza contra sí, y dos palabras brotaron de sus labios:
—Ti amo. Ti amo. Te amo...
Esta es la tierra que te vio nacer, este es tu hogar más
justo: aquí debes buscar un importante oficio que
combine con tu noble nacimiento. Aquí hay ciudadanos
para persuadir con tu elocuencia, aquí hay abundante
esperanza de descendencia, aquí te espera el
amor perfecto de la que será tu esposa.
Propercio: Elegías.
Epílogo
La ciudad de Milán zumbaba con los preparativos de la boda. En un
principio, la boda ducal estaba planeada para junio, pero el duque de Milán, de
quien los milaneses habían afirmado: "É malato d'amore. Está loco de amor",
había ido adelantando la fecha hasta fijarla a comienzos de la primavera.
Desafortunadamente, la fecha coincidía con la gala favorita del Rey de Francia
—el famoso Baile de Máscaras— y muchos de los invitados se disculparon
amablemente y en cambio corrieron a asistir a la boda de Lombardía.
El Papa envió su bendición especial; el Emperador envió a su hermano;
todos los demás asistieron en persona: familias reales, nobles, embajadores y
amigos. Los fieles ciudadanos de Milán, que habían sido invitados a participar
del alegre evento, corrieron a la ciudad provenientes de todos los distritos,
ansiosos por divertirse.
Al enterarse de las noticias de la inminente boda y al no haber recibido
invitación, Leonora Orsini Farnese le dijo a su esposo Rodolfo:
—Hoy en día, la gente se casa con cualquiera.
Sallan y Nasrin trajeron un obsequio especial: un finísimo par de
candelabros, que Nasrin insistió era el privilegio de una madre judía hacia su
hija en el día de su boda, y a sus seis hijas solteras que habían jurado que algún
día ellas también se casarían con príncipes.
Llovió el oro para cubrir los gastos, cuyo alcance equivalía a una
extravagancia jamás vista en Italia desde los tiempos de los Borgia. Sin
embargo, según los rumores, la mitad de la suma era obsequio del sultán de
Marruecos.
El duque de Milán tenía tan en mente el deseo de complacer a su esposa
que no lograba mantener un registro de sus intenciones. Estableció un comité
para supervisar estos temas esenciales, algunos de los cuales eran tareas como
escoger flores frescas para decorar el tocador de la nueva duquesa y plumas
para el plumón de su cama. Sin embargo, al único ruego de ella al que él se
negó firmemente fue al sitio donde pasarían la luna de miel. Él escogió una villa
privada en una gruta, sin riesgo de muerte, cerca de la costa de Amalfi y
prometió llevarla a Constantinopla en el futuro.
Muchos de los preparativos de la boda estaban relacionados con las
prendas de guardarropa: como la moda era un tema serio en Milán, algunos de
los géneros para el vestido de novia y el ajuar habían sido traídos desde tan
lejos como Bruselas, Florencia y Roma. El duque había puesto a los joyeros
milaneses a trabajar frenéticamente en las piezas que tenía intención de
ofrecerle a su esposa: una tupida lista de casi treinta páginas. También había
organizado la participación de unos cincuenta músicos, complementando a su
propia banda con otros provenientes de las ciudades de Genova y Ferrara.
Maddalena, como nueva abadesa de Milán, asistida por su hija, organizó a
todos los huérfanos de la ciudad para que dieran un gran espectáculo para el
público el día de la boda. Ella además se autodesignó consejera secreta de
Alanis en asuntos concernientes a novias y suegras. Durante su tiempo libre, le
había explicado cosas a Alanis sobre los italianos y otros asuntos importantes
sobre los milaneses.
Increíblemente, una verdadera amistad había florecido entre el duque de
Milán y su cuñado. El príncipe ni siquiera se había molestado al enterarse de
que el vizconde había bebido una botella entera de oporto antes de su propia
boda, hasta caer desmayado.
La continua llegada de los invitados causó una pesadilla logística. Era
necesario proveer alojamiento, y en Milán la situación era difícil, ya que muchas
personas destacadas estaban asistiendo a la boda. Se corrió la voz de que el
mismo príncipe, en su grandeza, le había ofrecido sus aposentos al príncipe
Eugenio de Saboya y él se había mudado con su novia...
Para cuando finalmente llegó el día de la boda, el príncipe y la novia
estaban nerviosos, aterrorizados de que algo saliera mal. Sólo las estrictas
advertencias del duque de Dellamore y del arzobispo de Milán evitó que ellos
los enfurecieran huyendo a Sicilia.
Ese día, la tercera catedral más grande del mundo estaba completamente
atestada. El velo de la novia, confeccionado en un fino encaje traído de Bruselas,
cubría el pasillo central de la catedral, desde las escalinatas de la entrada hasta
el altar. El estimado arzobispo bendijo la unión, y poco después, la pareja
nupcial apareció en la Piazza del Duomo para saludar a los expectantes
milaneses. Un mar de flores y rostros felices atestaban la plaza y cada calle y
pasaje conectado a ésta. La orquesta ejecutó un alegre Te Deum; una bandada de
palomas levantó el vuelo; y lluvias de botones de flores y caramelos caían de
todas partes.
Un banquete formal iba a tener lugar en el Castello Sforzesco, pero en
lugar de subirse a la carroza ducal, el Duque de Milán aferró a la novia de la
mano y, ante el asombro de todos los oficiales, caballeros y damas, se
encaminaron a pie directamente hacia el corazón de la multitud. Se
confundieron con las eufóricas personas que les deseaban éxito, estrecharon sus
manos, palmearon espaldas, aceptaron saludos inclinando sus cabezas... Y
cuando estuvieron completamente rodeados sin esperanza de poder retirarse
fácilmente, Eros alzó a Alanis en brazos y con los ojos encendidos y los
hoyuelos marcados en las mejillas, la besó ampliamente ante el ferviente deleite
de la multitud.
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
RONA SHARON
Rona vive en Israel. Ha viajado alrededor del mundo desde pequeña y habla cinco
idiomas. Está graduada en económicas y finanzas por la Universidad de Tel Aviv y ha
trabajado durante años para el Departamento del Tesoro antes de tomar la decisión de
escribir a tiempo completo.
Autora de dos novelas histórico-románticas, ha obtenido una gran aclamación por
parte de los lectores del género.
MI MALVADO PIRATA
PRIMERO ÉL LE DIO UN BESO MALVADO…
Alanis, con sus ojos azul celeste, era con mucho el tesoro más exquisito jamás
reclamado por el malvado pirata conocido como la Víbora, pero sus motivos se
volvieron más profundos que su promesa de raptar a la enérgica heredera de Yorkshire.
Controlar las aguas del Caribe era el medio para conseguir su objetivo: reclamar su
patrimonio… y su deuda de sangre contra quienes lo habían traicionado.
LUEGO LE DIO NOCHES DE MALVADO PLACER…
Cómodamente prometida en matrimonio con un noble, Alanis nunca imaginó las
embriagadoras emociones implicadas en el verdadero juego de la seducción, juego que
este rufián parecía disfrutar muchísimo con ella. Arrastrada hacia una aventura que
pronto puso al descubierto a un caballero y a un alma gemela bajo la cruel apariencia de
un corsario, Alanis comenzó a ablandarse con su enigmático captor, mientras su orgullo
y su corazón caían bajo su erótico hechizo.
** ** **
Título original: My Wicked Pírate
Traducción: Ana Kusmuk
© 2006 Roña Sha ron. Reservados todos los derechos.
© 2007 VíaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.
© 2007 por la traducción Ana Kusmuk. Reservados todos los derechos.
Primera edición: Julio 2007
ISBN: 978-84-96692-55-8
Depósito Legal: M-27815-2007
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Brosmac S.L.
[1] Beryl: berilio, piedra preciosa. Pink Beryl: “Berilio Rosado”. (N. del T.) [2] Kasba: barrio antiguo de las ciudades norteafricanas. [3] Alastor: epíteto de Zeus y de las Erinias, que significa “vengador del crimen”.
(N. del T.) [4] Biscione: culebra grande. [5] Se trata de Felipe V, nieto del rey francés Luis XVI y primer monarca de los
Borbones en España.