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MI VIDA CON LOS MUERTOS

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Alfredo García (Ujule Rachid)

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Título: Mi vida con los muertos

© Alfredo García (Ujule Rachid), 2020

Corrección y maquetación: Javier Arroyo

Diseño de portada: Javier Arroyo

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, nisu incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquiermedio sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionadospuede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código

Penal).

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Índice

A manera de presentación

Glosario

El muerto no puede salir de aquí

La maldad de un muerto oscuro

El curandero Felipe (1)

Los muertos saben esperar

Hay entes a los que no se debe llamar

El curandero Felipe (2)

Muertos viejos

La anciana que creía estar enamorada

El curandero Felipe (3)

Comerse al muerto

Muertos entre los vivos

El curandero Felipe (4)

El niño estaba ahí

Todo cambiará

El curandero Felipe (5)

Lengua de tarántula

En el cementerio

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Para Gabriela

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A manera de presentación

Soy originario de la Ciudad de México, aunque he pasado temporadas viviendo en provincia yfuera del país (en Colombia, Chile, Guatemala, Bolivia y California) hasta que regresé y meestablecí en la capital para concluir mis estudios universitarios.

Nací vidente y muertero, tuve fuertes experiencias de niño relacionadas con mis dones, peronadie supo explicármelas, y, por lo mismo, traté de ignorarlas, pues lo que me gustaba era leer yescribir, inquietud esta última que, con los años, asumí con formalidad.

Durante años viví con el tormento de escuchar voces y gritos día y noche, así como de ver lamanera en que la gente moría de diversas formas, hasta que un misterioso anciano me explicó quelo mío eran virtudes que debía no solo aceptar, sino también desarrollar.

Así, con relativa tranquilidad, seguí leyendo, escribiendo y, con el tiempo, colaboré endiversos periódicos, libros y revistas, firmando textos sobre política, agricultura, economía yecología, así como sobre música, cine, literatura y relatos, sin atender con seriedad al tema de losdones.

Por aquella época, a consecuencia de ciertos problemas de salud que se complicaban a pasosagigantados, escribí dos novelas (Sol negro y En el camino) y dos libros de cuentos (El edificio yLas otras historias), publicados de manera independiente y que, irónicamente, no reflejaban mioscuro estado de ánimo por las enfermedades; eran optimistas y divertidos, pero sin caer en elridículo.

Tras consultar opciones de la medicina alópata, me alejé de la exigente vida cultural y,buscando alivio, luego de traspasar las fronteras fisiológicas y adentrándome en las espirituales,me juré como curandero y espiritualista. Posteriormente me inicié en el Palo Monte, a la postre enla Santería, desarrollé el don de sanar almas, conocí los secretos de las plantas medicinales yestudié con chamanes.

A lo largo de varios años dejé de escribir y leer mis temas de interés, dedicándome porcompleto al estudio del misticismo y demás creencias. Simultáneamente, siendo vidente ymuertero, alcancé cierta reputación en misas espirituales y sesiones espiritistas por un muerto queme acompañaba y que daba muestras de gran precisión.

Mi paso de una práctica a otra fue acompañado de desilusiones con algunos de mis guías,quienes, entre otras cosas, me presionaban para hacer brujerías, algo a lo que siempre me negué,así que me alejé de casas religiosas y templos, optando por no buscar más padrinos ni gurús,arreglándomelas con lo que hasta ese momento había aprendido y lo que continuaba estudiando, a

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la par que abría el blog Basurero de Almas, donde comparto mis vivencias, intercalándolas contextos sobre música y libros.

Independientemente de mi trabajo en el sector medioambiental, a lo largo de varios años, mistextos han sido incluidos en diversas antologías, las más recientes Microterrores, Universo deLibros e Inspiraciones nocturnas, participo ocasionalmente como autor invitado en blogs deliteratura y con secciones musicales en programas de radio.

Si bien seguí tratando de alcanzar la salud, actitud que se transformó en una búsqueda deevolución espiritual, he incursionado en doctrinas y disciplinas más reconfortantes; no obstante,de aquel período como curandero, santero, mayombero, sanador de almas y, sobre todo, vidente ymuertero, el lector encontrará aquí anécdotas relacionadas con los desencarnados (popularmentellamados «muertos» o «fantasmas»), energías que viven entre nosotros, se manifiestan de variadasformas, a veces sin darnos cuenta, y que pueden hacer nuestra vida imposible o salvarnos desituaciones inauditas.

Pese a mantener un papel discreto a nivel social (contar con dones como los míos conlleva serbuscado por disímbolas personas), conservo la habilidad de ver y hablar con los muertos, de ahíque las experiencias narradas en este libro sean reales (en algunas solo se sustituyeron losnombres), exceptuando «Todo cambiará», capítulo que me fue inspirado, tras extrañasexperiencias, mientras realizaba investigaciones antropológicas en zonas rurales cercanas a lacomunidad donde vivía mi abuelo.

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Glosario

Aceite negro: compuesto de bayas de enebro combinadas con suciedad, desperdiciosindustriales y elementos insalubres, usado en trabajos de brujería.

Aleyo: mujer u hombre que, pese a recibir iniciaciones en la Regla Osha, no está consideradocomo santero hasta que se realiza la ceremonia mayor, conocida como Yoko Osha o Coronaciónde Santo.

Amarre de amor: hechizo que se hace para someter sexual y sentimentalmente a una persona alos caprichos de otra.

Babalawo: hombre iniciado ante una deidad Orisha llamada Orunmila. Es el título más alto enla Santería (solo corresponde a los varones).

Cascarilla: mezcla de cal, agua bendita y cáscara de huevo, comprimido a manera de gis otiza, que se usa para repeler agresiones de los desencarnados y protegerse de algunas brujerías.

Cerbero: en la mitología griega, es un perro de tres cabezas encargado de cuidar las puertasdel Hades (el inframundo).

Claveles: flores coloridas y aromáticas. Las de tonalidad blanca y roja se usan para agraciar uofrendar a los difuntos. También se emplean para hacer limpias combinadas con ciertas hierbas.

Compton: es una de las ciudades de Estados Unidos con mayor índice de criminalidad ypobreza, resultado de su población multirracial.

Cristo negro: representación del Cristo cuyo color es consecuencia del envenenamiento de unacaudalado hacendado a manos de un envidioso enemigo. Al ver en peligro su vida, le rezó pordías, de manera que la figura asumió la ponzoña cambiando de tono en la medida en que el hombrese curaba.

Crips y Bloods: durante años fueron las pandillas rivales más peligrosas y violentas del estede Los Ángeles.

Curandero: son los iniciados en el conocimiento de la medicina tradicional y prácticascurativas para males físicos o espirituales. Se basan en el uso de hierbas, flores, velas, animales,inciensos y materiales naturales, apelando a deidades, espíritus y entidades.

Chamalongos: son cuatro rodajas de corteza de coco que se arrojan al piso, a manera deoráculo, y, dependiendo de cómo caen (con la cara hacia arriba o hacia abajo), dan una respuesta

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a una pregunta concreta.

Desencarnados, aparecidos, muertos, espectros, eggun, ánimas, fantasmas, sombrasoscuras o entes: es el espíritu de una persona tras morir, un estado etéreo en el que quedará hastaque tome conciencia de su fallecimiento. También puede referirse al espíritu que acompaña a uncurandero, espiritualista o espiritista, a manera de guía.

Durmiente: o clavo de ferrocarril, se usa para atar a un muerto a su sepulcro sin que tengaopción de moverse para continuar con su evolución espiritual.

Ebboses: obras, limpias, despojos o trabajos de Santería, Ifá y Palo Mayombe que se hacenpara convertir la energía negativa que aqueja a una persona en positiva.

Ecatepec: es un municipio o zona poblada, de los 125 que conforman el Estado de México,que limita al sur con la Ciudad de México.

Echo Park: zona urbana localizada en Los Ángeles, California, cuyo atractivo turístico es unlago artificial. Su fama proviene de las cruentas luchas por el control y venta de drogas entreafroamericanos y latinos.

Intercambio de almas: consiste en la salida del alma de un cuerpo para entrar en otro condiferentes intenciones, entre ellas, vivir más años, intercambiar karma o tratar de engañar aldestino.

Karma: creencia budista que afirma que toda acción de las personas que perjudique alprójimo, genera una energía que trae consecuencias negativas y sobre la cual se deberá trabajarpara depurarlas.

La Merced: es un barrio localizado en el centro de la Ciudad de México y se caracteriza porser un importante punto de abasto para todo tipo de comercios.

Los Ángeles: es la ciudad más poblada del Estado de California, en Estados Unidos, con unagran cantidad de habitantes de origen latino.

Lucero y/o Nganga: atributo del Palo Mayombe (consiste en una cazuela de barro o hierro)que contiene un espíritu. Es reforzado con palos, tierras, hierbas, insectos y otros materiales y seusa para trabajar lo «bueno» y lo «malo».

Montar: es la posesión o toma de control momentánea del cuerpo humano por parte delespíritu de una persona muerta o una entidad.

Muertero: es una mujer u hombre que nace con el don de hablar, ver, oír o trabajar con elespíritu de gente que ha fallecido.

Oparaldo o paraldo: es una limpia o despojo para quitar a un muerto o desencarnado que estáhaciendo daño o perturbando a una persona.

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Orishas: son los dioses de la Santería, a los cuales se rinde culto y se les brindan ofrendaspara solventar problemas. Los más populares son Olofi, Orunmila, Babalú Ayé, Obbatalá, Oyá,Shangó, Yemayá, Oshún, Elegguá y Agayú, acumulando hasta 450 deidades.

Osario de Sedlec: es una capilla situada bajo la iglesia del Cementerio de Todos los Santos,en la República Checa, la cual contiene unos 40.000 esqueletos humanos a la vista del público.

Padrino: persona que tiene un cúmulo de consagraciones y cuenta con un templo, o centroespiritual, para iniciar a un sujeto en una práctica religiosa y luego fungir como guía alcompartirle sus conocimientos.

Patipemba: igualmente llamada «firma», son trazos o signos que se pintan en el suelo parainvocar energías de la naturaleza.

Pirul o pirules: árbol cuyo fruto, corteza y resina tienen propiedades medicinales, mientrasque sus hojas se combinan con otras hierbas y flores en ramilletes para realizar limpiasespirituales.

Pólvora: llamada también «fula», tiene numerosos usos. El principal, darlo a un muerto porrealizar un trabajo, bueno o malo, pago que consiste en el flamazo que provoca al encenderla.

Protectores: es un conjunto de seres incorpóreos que están a lo largo de la vida de uniniciado en una práctica espiritual, religiosa o esotérica, para salvaguardarlo, aconsejarlo yapoyarlo mientras ayuda o cura a sus pacientes.

Santero: es la persona que ha sido consagrada en la religión de los Orishas y que les rindeculto a través de una serie de reglas que determinan su comportamiento.

Señores de los cuatro rumbos: son entidades que controlan los puntos cardinales y lasestaciones del año, de manera que abren o cierran caminos para cualquier dirección en que sebusque solución a un problema.

Toque de tambor: conocido también como «güiro», es una ceremonia donde trespercusionistas y un cantante interpretan temas en dialecto lucumí, en honor a un Orisha, mientraslos asistentes bailan.

UNAM: es el acrónimo de Universidad Nacional Autónoma de México, institución académicallamada popularmente «La máxima casa de estudios» y considerada una de las mejores deAmérica Latina.

Vidente: es una mujer u hombre que nace con el don de la predicción para interpretar sucesosdesconocidos o poco claros para el entendimiento humano, ya sea en el pasado, presente o futuro.

Villa Cousiño: es una urbanización de clase media localizada en Santiago de Chile (noconfundirla con la zona vinícola).

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Aclaración:

Las obras espirituales descritas en el libro están incompletas y se usan para ilustrar loshechos narrados, por lo que no se deben poner en práctica.

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El muerto no puede salir de aquí

Ciudad de México

1.

—Avísale a tu esposa de que no llegas en la noche, y ponte guapo —advirtió mi padrino conseriedad.

Corté la llamada e imaginé que los sicarios habían de sentir lo mismo, una punzada en elestómago cuando les avisan de que deben «hacer un encargo». Él era así: llamaba y avisaba deque había trabajo espiritual; casi siempre daba detalles, pero, en ocasiones, se limitaba a anunciarla hora a la que pasaría a recogerme.

Llegó puntual, a las once de aquel húmedo martes (el peor día para trabajar, según él meenseñó). Subí a su auto y descubrí que llevaba saco y corbata; preguntó por la mía, y avisé que mela pondría después. Nos encaminamos al sur de la ciudad tras informarme de que el destino era lafuneraria J. López, localizada en Tlalpan. Llovía.

—Vamos a estar en el velorio de alguien importante —advirtió.

—¿Quién se murió? —lo interrogué.

—Un «peso pesado» —respondió con el dicho popular.

—¿Y por qué debo ir al funeral de un desconocido?

—Es trabajo —aclaró, y seguimos el trayecto en silencio mientras yo veía cómo lentamentedisminuía el tráfico en las calles de la ciudad.

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2.

Llegamos al lúgubre recinto en el momento en que cesaba de llover. Estacionó, bajamos, sentífrío y me arrepentí de no ir más abrigado. Abrí la cajuela y recordé las películas donde matones(o policías, según el caso) tenían metralletas, pistolas y bombas que usarían en una inminentebalacera; mas aquí no había armas. Mi padrino me entregó una elegante mochila donde comencé ameter «las herramientas» que iba sacando: cal bendita, clavos ferroviarios, aguardiente, envases,aceite consagrado, mechas de cebo de gato, sal, una bolsa con malaquitas, cascarilla y el tantemido (por los muertos) velón color café. Cerró el maletero, me miró y explicó:

—Llegamos a esta hora porque a las doce de la noche van a cerrar la capilla y nosquedaremos dentro.

—¿A qué venimos? —pregunté, pero me ignoró.

—No vamos a convivir con nadie; ya te dije que el difunto era una persona importante, y, poreso mismo, asistirán personas a las que no les gustaría ser molestadas —señaló—. Te necesitocomo muertero, por si es preciso hablar con el difunto.

—Vaya —dije, pero insistí—: ¿Pero qué haremos aquí?

—Evitaremos que el espíritu del muerto se vaya —soltó, y caminó hacia el velatorio.

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3.

Ya conocía la funeraria (había acompañado a mi esposa, meses antes, al velorio de uncompañero de su trabajo), y sí, al entrar vi que los asistentes eran «gente importante»: buena ropa,perfumes caros, cuchicheos insidiosos, falsas lágrimas, burlas discretas y algunos guardaespaldas.

Entramos, y una mujer cercana a los cincuenta años se acercó a saludar a mi padrino. Él mepresentó, y ella nos hizo pasar a un reservado. Avisó que los allegados sabían que la capilla secerraría a la medianoche y ponía a nuestra disposición la cafetería para cenar antes de quedarnosa solas con su esposo; nadie más entraría el resto de la jornada.

Él aceptó la invitación mientras yo, ignorando su advertencia, me mezclé entre los deudoshasta quedar cerca del féretro. Busqué al difunto con videncia, pero no lo percibí; mas, cuando seacercó mi padrino, escuché golpes dentro del ataúd que nadie más pareció notar. Cruzamosmiradas, y él se limitó a mover la cabeza para que lo siguiera al restaurant.

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4.

Decir que mi mentor cenó opíparamente sería quedarse corto, mientras yo, por el contrario,cuando se trata de este tipo de trabajos espirituales, suelo comer ligero para evitar náuseas, por sies necesario dejar que mi muerto me monte.

Regresamos cuando el último doliente se despedía, restando la viuda y dos adolescentes aquienes supuse sus hijos: un joven (de actitud retadora), y una jovencita (aterrorizada ante laincertidumbre de su media orfandad).

Mi padrino se acercó a la mujer mientras sus hijos daban la espalda al féretro. Cruzaron envoz baja palabras que no entendí, al tiempo que noté otra sacudida del ataúd, que, de nuevo, pasódesapercibida.

La familia salió del sagrario. Ella me dedicó un leve movimiento de cabeza al pasar junto amí, mientras que los chicos me ignoraron. En menos de un minuto, un empleado de la funeraria seasomó empujando un carrito que contenía una cafetera, tazas y galletas, lo dejó en una esquina ysalió cerrando por fuera.

Una vez solos, mi padrino me entregó la mochila indicando que debía colocar las herramientasal pie del féretro y después poner un clavo ferroviario en cada esquina de la base. Así lo hice, ycuando terminé, me volví para verlo: ya se había quitado el saco para cubrirse la cabeza, en señalclara de que se disponía a dormir. Me preparé un café, me acomodé lejos (roncaba de formairritante), miré a mi alrededor y me arrepentí de no haber llevado un libro.

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5.

No supe a qué hora comencé a dormitar, pero fuertes golpes dentro del cajón me despertaron.De inmediato, puse en alerta a mi muerto:

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Quiere salir —respondió.

—¿Qué mierdas hacemos aquí? —insistí.

—Vigilar que su espíritu no se salga —contestó.

—Eso ya lo sé —obvié—, ¿pero por qué?

—Necesitamos aguardiente —avisó, pero yo sabía que en vida había sido un alcohólico que,al quedar como desencarnado, exigía unos tragos para responder, situación que me estabacansando.

—¡Estamos sustituyendo un ritual funerario! —le advertí sobre la necesidad de tomárselo enserio—. ¡Vete al carajo! —grité y corté la comunicación con él.

Observé el féretro, percibí en la capilla un ambiente tenso y vi que aquel se movía de nuevo.Volteé a ver a mi guía espiritual, y sus resuellos me crisparon. Suspiré, zafé mi corbata, me quitéel saco, me lo puse en la cabeza y decidí imitar a ese hombre que había jurado enseñarme lossecretos del espiritualismo.

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6.

No supe cuánto tiempo cabeceé, hasta que más ruidos me despertaron. Me puse de pie, dejé aun lado el miedo, me planté frente al ataúd, abrí la tapa y encaré al difunto, encontrándome con uncadáver bien rasurado, peinado y con el hipócrita semblante de tranquilidad que no sé de dóndeles sacan los embalsamadores, porque me queda claro que ningún muerto lo consigue dados lospendientes que dejan en herencia a los vivos.

—¡Carajo! —exclamé. Tomé cuatro envases y los repartí por cada esquina, los rellené deaceite consagrado, metí las mechas de cebo de gato, tomé el velón (usado para desterrardesencarnados), lo puse sobre el féretro, cogí los cerillos y le advertí:

—¡Me dejas dormir o enciendo todo, te vas a la chingada y me encargo de que nunca salgas deallá!

El ambiente se relajó, sentí como si el tiempo se detuviera. Mi muerto se asomó, pero decidíignorarlo (faltaban pocos meses para que lo marginara de mi vida para siempre). Regresé alsillón, me cubrí de nuevo y dormí hasta que me despertó la conciencia, algo no estaba bien.

Vi la capilla vacía, las luces estaban encendidas y mi padrino seguía ajeno a lo que estabasucediendo, pero algo me inquietaba. Me puse de pie, recogí el material y lo guardé en la mochila,pinté un círculo con cascarilla alrededor del féretro, quité los clavos y esperé.

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7.

Pasaron unos minutos y el muerto apareció. Volteó a su alrededor; no podía traspasar elcírculo bendito. Me miró con odio, le ofrecí una mueca burlona, y descubrió que no teníaopciones.

Me puse de pie, me acerqué, lo observé retador y le dije:

—Cuéntamelo todo.

Tardó cierto tiempo, tratando de desesperarme, hasta que bajó la mirada; en ese momento supeque hablaría.

Después de escucharlo, le ordené que se quedara en el féretro; le ofrecí aguardiente, lo aceptóy luego advertí que me dejara descansar tras comprometerme a decir la verdad a los vivos.Regresé al sillón y dormí hasta que empleados de la funeraria reabrieron la capilla, empujando uncarrito con otra cafetera, tazas limpias, fruta y más galletas.

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8.

A las siete llamé por teléfono a mi esposa para decirle que llegaría a casa en media hora parabañarme e irme a la oficina. Mientras, mi padrino platicaba con la viuda; luego vi cómo leentregaba un fajo de billetes. Al salir de la funeraria nos cruzamos con algunos de los deudos quehabía visto la noche anterior, y aproveché para sacarle al hijo del difunto su número telefónico (yahablaría con él después).

Subimos al auto y permanecimos en silencio hasta que mi padrino me preguntó:

—¿Cómo dormiste?

—¿No te cansas de ponerme a prueba? —me quejé.

—No —respondió, y soltó una carcajada.

—Pensé que los mentores servían para enseñar, no para joder —solté con temeridad, y deinmediato se puso serio.

—¿Cómo quieres aprender si no es asustándote?

A partir de ahí seguimos callados hasta que me dejó a la puerta de mi casa. Antes de bajarme,le dije:

—El difunto no violó a la recién nacida; fue uno de sus tíos… La esposa y los hijos estánpendejos, igual que tú, y como la bebé no sabe hablar, no sabrán quién lo hizo y se quedarán conla idea de que fue él.

—¿En serio? —me cuestionó, y, como respuesta, azoté la portezuela. Dejé de tomarle lallamada durante semanas.

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La maldad de un muerto oscuro

Ciudad de México

Bruno y yo cursamos la misma licenciatura en la UNAM. Él era popular entre las compañeras,ya que lo consideraban atractivo, pero, por alguna razón, terminaban alejándose frustradas; si bienera tímido, no las rehuía, por lo que tampoco era objeto de comentarios malintencionados.

Las actividades extrauniversitarias se desarrollaban todos los días: había quienes sededicaban a los excesos, y otros nos concentrábamos en el deporte y la política estudiantil; mascon Bruno coincidía en mis ocasionales borracheras, donde, cierta tarde, al calor de las copas, mecontó que, desde hacía seis años, sus noches eran un infierno.

—Me da miedo que llegue la madrugada —me dijo un viernes al quedar apartados del grupocon el que estábamos tomando cerveza en un estacionamiento.

—¿Y eso? —le cuestioné.

—Pueees —arrastró las palabras, me observó de la manera en que hacen muchos cuando estánpor hacer una confesión, dudando si podía tenerme confianza, suspiró y dijo al fin—: es que,cuando estoy durmiendo, se me sube un muerto que me molesta, casi siempre a las tres de lamañana.

—Vaya —solté.

—¿Crees en esas cosas? —Volvió a dudar si debía continuar.

—Claro…

—Es que ese fantasma me viola —dijo apenado—. Bueno, no es que me viole así —hizo unademán un tanto vulgar—, pero de pronto no puedo moverme, se me echa encima, se frota conmigoy comienza a decir obscenidades.

—Vaya…

—Dice que soy de su propiedad y que nunca me voy a librar de él.

—¿Has visto a un brujo para que lo aleje? —pregunté pensando en el curandero Felipe.

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—Mi padre me ha llevado con varios, pero a las dos o tres semanas el muerto siempreregresa. Por si no fuera suficiente, desde que empezó esto, siempre tengo mucho frío —agregó.

Iba a proponerle que consultara con mi tío, pero dos amigas se acercaron para rellenarnuestros vasos, y cambiamos de tema. Quién se iba a imaginar que, luego de esa noche, Brunodejaría los estudios durante un año.

Tras semanas de no verlo, una tarde, su padre llegó al salón, interrumpió una clase y nos diouna terrible noticia: al día siguiente de aquella parranda, un vecino llegó a su casa y le invitó auna cerveza; Bruno avisó a su familia de que saldría, pero ya no regresó.

Lo que sucedió fue que, más que beber, le dio a fumar marihuana por primera vez, pero lo hizode tal manera que quedó aturdido, por lo que no se percató de que su amigo aprovechaba supresencia para envalentonarse y asaltar a un vecino que por casualidad pasaba frente a ellos. Unavez que lo despojó del dinero, huyó, dejando a mi amigo sin enterarse de lo que sucedía a sualrededor.

La víctima se fue, pero al poco regresó con una patrulla, y Bruno, que seguía en la esquina,atontado por el efecto de la hierba, fue acusado de ser cómplice del ladrón y llevado a la cárcel.Durante los meses que estuvo en prisión, algunas compañeras confesaban extrañarlo, mas fue Rosaquien, cierta tarde frente al mar, en un viaje de prácticas escolares, me confesó:

—Lo extraño, aunque no seamos oficialmente novios —sonó sincera—, pero hay algo en élque a veces me asusta.

—¿Y eso? —pregunté intrigado.

—No es que sea mala persona, ni que me haya faltado al respeto, pero, en ocasiones, siento suvibración pesada, densa, como si trajera algo pegado que no le deja estar en paz.

—Vaya —dije, y no pregunté más. Rosa era una guapa indígena oaxaqueña, zona de donde hansalido las curanderas más famosas de este país.

Lo visité un par de veces en la cárcel hasta que, tras casi un año, obtuvo su libertad. Lavíctima aceptó que él no había participado en el robo y retiró la acusación. Regresó a clases, peroya no era el mismo.

Una tarde, mi amigo se acercó y lo observé con detalle: su semblante se había endurecido.Imaginé lo que había sucedido, y él me lo confirmó posteriormente: las primeras noches enprisión, el muerto se le subía, lo atacaba con más violencia y seguía afirmando que era su dueño,hasta que las cosas empeoraron y, durante el día, comenzó a ser hostigado sexualmente por otrospresos, sobre todo por el que controlaba el tráfico de drogas.

Ante los primeros acosos se defendió (desde su niñez se había criado duramente en la calle),hasta que, una mañana, varios reclusos lo asaltaron en las regaderas, lo violaron, y a partir de ahí,aquello se repitió varias veces.

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—Lo peor —señaló— es que imagínate ser agredido durante el día por los vivos y en lamadrugada, por el muerto, o por ambos.

Nos quedamos callados. No supe qué decir, y, por su expresión, dejó claro que ningunapalabra mejoraría su ánimo, sobre todo por lo que agregó:

—Antes de salir, le partí la cara a ese cabrón —siguió, refiriéndose a su abusador sexual—,pero no creas que ello me hizo sentir bien... Sobre todo porque, aunque ya estoy libre, el muertosigue violándome por las noches.

—Podrías ver a alguien que sepa de estos temas y te ayude… —sugerí para encauzar laconversación hacia Felipe, pero no manifestó interés.

—Te agradezco que hayas ido al penal —soltó—, nunca lo olvidaré. —Se puso de pie, mepalmeó la espalda y caminó rumbo al aula.

Coincidió su regreso a la universidad con el cambio de turno que hizo un joven llamado Jorge,en el que destacaban dos características: le sobraba el dinero y era gay.

El recién llegado enfocó su atención en mi amigo, con regalos y detalles, lo que le generóconflictos existenciales hasta que, meses después, en una parranda, ambos desaparecieron sinavisar. Supusimos lo que eso significaba. Al concluir el semestre, escogimos materias optativas ydejamos de tomar clases juntos.

Varias veces nos cruzamos en la biblioteca de la universidad, pero ya no tocamos el tema delmuerto, hasta que en la cena de graduación, al término de la carrera, Bruno se acercó, un pocoebrio, a la mesa donde yo departía con mi familia.

—Gracias por todo —dijo tras abrazarme, estrechar la mano de mi padre y cubrir de besos ami madre.

—Aún falta lo peor: conseguir un trabajo bien pagado —me burlé.

—Me conformaría con deshacerme del muerto que me jode todas las noches —señaló con undeje de tristeza—, pero creo que ya es demasiado tarde: el cabrón consiguió joderme la vida. —Yse alejó.

No volví a saber de él.

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El curandero Felipe (1)

Ciudad de México

1.

Felipe estaba casado con una mujer inconforme con la vida, y, producto de su vínculo,tuvieron una hija con aires de millonaria.

A él le gustaba tomarse sus tragos todos los viernes por la tarde. No era una mala personaestando en su juicio, ni cuando el alcohol ya lo había aturdido. Para costeárselo y cumplir con susobligaciones como esposo y padre, trabajaba afanosamente en una oficina del Gobierno, sinembargo, a su familia no le gustaba que bebiera, por lo que, las mañanas de cada sábado, losreclamos de las dos mujeres eran parte de sus resacas.

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2.

Era reconocido como un hombre amable y simpático entre el resto de su familia y amigos;bebía solo brandy y jamás gastó una sola moneda para tener otro tipo de placer. Se limitaba atomar y sonreír hasta el día en que su mujer le dio un ultimátum: o dejaba el alcohol o se atendríaa las consecuencias. Él las ignoró.

Después de un brindis navideño con sus compañeros de trabajo, Felipe siguió la juerga hastacercana la medianoche, luego se dirigió a su casa, solo que, al llegar, descubrió a su esposa y a suhija esperándolo en la puerta; cuando estuvo frente a ellas, la mujer le exigió la gratificación defin de año, la misma que él entregó, completa, en un sobre sellado.

Ella, de todos modos, lo abrió, contó los billetes y confirmó que no faltaba nada, lo guardó enuno de los bolsillos de su bata, se quitó un zapato y, sin más, lo estrelló en la cabeza de Felipe, loque lo llevó a tambalearse hasta que cayó al suelo sangrando; su hija, a su vez, sacó una escoba yse dedicó a golpear a su padre. Después lo patearon hasta cansarse y finalmente entraron a la casa,dejándolo inconsciente en la acera.

Horas después, el frio decembrino de la madrugada lo despertó. Se puso de pie, sacudió elpolvo de sus maltrechas ropas, se paró frente a su casa, la observó detenidamente para memorizarlos detalles de la fachada, se dio media vuelta y se alejó para nunca volver.

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3.

Solo y sin pareja sentimental fija, aquel tío, hermano de la madre de mi progenitor, ahorróparte de su sueldo para adquirir una casa de tres pisos en el norte de la ciudad, en la añejaColonia Industrial, y compró dos taxis.

Con el tiempo, se hizo acompañar de dos grandes perros labradores y varios cotorrosaustralianos para no resentirse de la soledad, rentó tres cuartos que tenía en la azotea y permitióque Juan, su mejor amigo, y caído en desgracia, ocupara una de las recámaras.

A partir de que se mudó a su nuevo hogar, me dijo, su vida apenas tuvo variaciones: si biencontinuó disfrutando de sus tragos cada viernes, también tomó la costumbre de ir a rezarregularmente a un convento de monjas franciscanas ubicado cerca de su barrio. Con el tiempo, sefue involucrando en las actividades del recinto; sin embargo, lo que le daba paz a su alma erahacer oración en una pequeña capilla del claustro, frente a un Cristo bellamente labrado enmadera negra.

Cierta tarde tocaron el timbre, y, cuando se asomó por la puerta, se encontró cara a cara con suesposa y su hija. No las invitó a entrar. De lo que conversaron él nunca dio mucho detalle, salvoque le pidieron que regresara con ellas, demanda que él rechazó y que acompañó con la amablesolicitud de que no lo molestaran más.

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4.

Un sábado en la madrugada, un fuerte temblor sacudió la capital, mas las copas que habíaingerido la noche anterior hicieron que no percibiera el movimiento. No fue hasta que su amigoJuan entró en su recámara para despertarlo y avisarle no solo del sismo, sino también de que, aconsecuencia de este, parte del convento se había derrumbado, que se levantó, dejando de lado laresaca.

Salió rumbo al monasterio y, una vez que estuvo allí, buscó a la madre superiora, quien leinformó de que las monjas y los huérfanos que albergaban estaban bien. Pese a todo, Felipe dio unprecavido paseo entre los escombros hasta que, en cierto momento, se acordó de la capilla y delCristo negro.

Regresó hasta donde estaban las religiosas y preguntó por el oratorio, a lo que le informaronde que no sabían de su daño, pues, para poder llegar allí, se debía atravesar la mayor parte de lasinstalaciones religiosas.

Sin decir nada, se encaminó hacia la capilla, seguido, a prudente distancia, de una religiosa.En algún punto, esta se detuvo y vio cómo mi tío entraba en la capilla y, tras largos minutos, salíallevando sobre su espalda la gran figura del Cristo negro. Irónicamente, apenas la abandonó, laestructura se derrumbó estrepitosamente.

Una vez en la calle, llegó hasta donde estaba la religiosa, recargó la cruz en una pared y ledijo:

—Aquí tiene a Jesús, el Cristo.

—Se arriesgó mucho —le dijo conmovida.

—Demasiado —terció la monja que lo había acompañado—, lo sacó y todo se vino abajo.

—¿En verdad? —exclamó la abadesa mientras se santiguaba.

—No pasó nada —aclaró él.

—Casi… —insistió la monja.

—Ya no pude entrar a la iglesia —explicó él—; sé que habrán perdido muchos objetosvaliosos, pero estoy seguro de que este Cristo será la base para que levanten todo esto.

—El nuevo convento ya tiene sus cimientos, don Felipe —señaló la religiosa, conmovida—, yes la fe que acaba usted de demostrar.

—Gracias —balbuceó.

—Así que tome el Cristo y lléveselo —le dijo la mujer.

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—No puedo aceptarlo —dijo entre sorprendido y emocionado.

—Es suyo —insistió—; por la razón que solo Dios sabe, usted lo rescató.

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5.

Mi tío hizo algunas adecuaciones y construyó una capilla en su amplio patio, al que protegiócon gruesos barrotes pintados de color rojo, montó un altar para el Cristo y todas las tardes sepostraba a rezar. Eso sí, los tragos de cada viernes siguieron formando parte de su vida.

Una mañana salió rumbo al mercado para realizar sus compras y, de regreso, se encontró conuna compungida vecina. La saludó, preguntó el motivo de su tristeza y, tras escucharla, la invitó aque rezara en su oratorio.

Se encaminaron hacia la casa. Una vez dentro, por alguna extraña razón, él tuvo la certeza deque podía hacer algo más por ella, así que, antes de señalarle el reclinatorio, la cuestionó:

—¿Usted cree en Dios?

—Claro que sí —dijo extrañada.

—¿Confía en mí? —insistió.

—Por supuesto —respondió—, aquí en el barrio todos lo queremos mucho y reconocemos suhonorabilidad.

—Antes de que rece, voy a limpiarla. —Y, tras decir esto, sacó siete limones y dosblanquillos de sus compras, tomó agua bendita, una vela y procedió a hacerle «un despojo» frenteal Cristo negro, al tiempo que rezaba. Una vez que terminó, encendió la candela y le pidió querealizara sus peticiones.

Cuando la mujer se disponía a irse, preguntó cuánto le debía, y él contestó que nada.

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6.

—No me preguntes por qué hice aquella limpia —me confió cierta tarde Felipe, años después,mientras apuraba el contenido de un vaso con brandy y refresco de cola—, ni cómo supe quedebía usar los limones, los blanquillos, el agua bendita y la vela; es más, ni yo mismo sé de dóndesaqué las oraciones.

—¿En serio? —dudé.

—Jamás en mi vida había hecho algo parecido —insistió.

—¡Vaya! —exclamé, y agregué—: ¿Qué pasó con la mujer?

—Días después vino a buscarme; estaba contenta, pues su problema se había resuelto. Leexpliqué que habían sido sus plegarias, pero ella aseguró que fue mi limpia; finalmente llegamos aun acuerdo: una parte fueron sus oraciones, otra, mi limpia, pero lo principal fue la intervencióndel Cristo negro.

—Vaya —repetí.

—Quiso darme dinero, de nuevo, pero no lo recibí; así que avisó que volvería en unosminutos. Entró en la panificadora de la esquina, salió con una bolsa llena de pan dulce y me laentregó; «algo» me dijo que la aceptara.

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7.

Felipe me confesó que, a partir de ese día, su fama de «curandero» en la colonia se divulgó.Sus prodigios rebasaron fronteras, igual que los milagros de su Cristo negro, a tal punto que, devez en cuando, gente de otros países solicitaba sus servicios; sin embargo, él siempre evitó lostumultos en su casa.

Nunca cobró por sus despojos, solo pedía que se le entregaran alimentos que quisieran darle,por lo que en su casa siempre había huevos, leche, carne, pan, pollo y fruta, que solía compartircon los indigentes que merodeaban por el mercado. Cuando gente adinerada insistía en pagarle, éllos enviaba con las franciscanas, para que les hicieran un donativo por la cantidad queconsideraran prudente.

Los años pasaron, y mi tío siguió con sus limpias espirituales, hasta que decidió jubilarse desu empleo; recibió una jugosa compensación, aseguró su pensión y decidió disfrutar su vejez.

Su nueva vida lo llevó a olvidarse de los bares cuando decidió que su casa era un buen lugarpara que las parrandas se convirtieran en grandes comilonas los domingos, donde agasajaba a susinvitados con barbacoa, arroz, carnitas, mole, pulque, cerveza y el infaltable brandy, todo al sonde mariachis; entrada la tarde, sonaban discos de melancólicos boleros, o, si estaba de buenhumor, se sentaba frente a su pianola para tocar y cantar viejas canciones de la época del dictadorPorfirio Díaz (de principios del siglo pasado).

También, alrededor de sus dones y, en general, de su vida, comenzó a formarse un halo demisterio.

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8.

Fui a visitarlo un sábado, cercana la noche. Toqué el timbre y no obtuve respuesta, pero vi quetenía las luces de su sala encendidas, así que esperé. A toda persona que se dedica a las limpiasespirituales no hay que presionarla, pues nunca se sabe cuándo estará ocupado haciendo qué.

Cuando finalmente abrió la puerta, me recibió con su amable sonrisa de siempre, mas lo notéagitado; me invitó a pasar, y lo seguí hacia la sala, hizo un ademán para que me sentara en uno desus viejos sillones forrados de terciopelo verde y, pidiéndome que lo esperara, subió a surecámara.

Me encantaba ver las viejas fotografías de color sepia, perfectamente enmarcadas y sin rastrosde polvo, que colgaban de las paredes, cosa que hice una vez más, hasta que, en algún momento,dirigí mi mirada hacia el fondo de la casa (desde donde se contemplaban, en perfecta perspectivay a través de un largo pasillo, las otras tres habitaciones) y vi que en todas ellas las luces estabanencendidas.

Estuve unos minutos más observando las imágenes, y me disponía a sentarme de nuevo cuandopercibí que se apagaba la luz de la habitación del fondo (a la cual Felipe no dejaba entrar a nadie)y de ella emergían tres personas vestidas de negro. Al pasar frente al baño, esa parte del pasaje seoscureció; en la cocina (contigua a la sala) sucedió lo mismo.

Un tanto avergonzado, pensando que mi visita podía ser inoportuna, regresé al sillón y, alentrar el trío en la sala (dos mujeres y un hombre), descubrí que sus ropas eran antiguas. En esemomento, la lámpara de la sala parpadeó los instantes necesarios para que la mujer que ibadelante abriera la puerta que daba al patio y todos la siguieran sin voltearme a ver. El último cerróla puerta, y la electricidad volvió a la normalidad.

Minutos después, el curandero bajó a reencontrarse conmigo.

—Si me hubieras dicho que tenías visitas, no te habría interrumpido —le dije.

—Estoy solo —aclaró—; bueno, Juan está dormido desde hace rato porque le dolía lacabeza.

—Vamos, Felipe, nos tenemos confianza… —le solté.

—¿De qué hablas? —me dijo con gravedad.

—De tus tres invitados que acaban de salir.

—¿Cuáles? —insistió.

—Dos mujeres y un hombre, vestidos de negro, vinieron desde el cuarto del fondo y acaban desalir rumbo a tu capilla.

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—¿Tres? —exclamó al tiempo que abría los ojos, dio media vuelta y se encaminó hacia dichahabitación.

Me puse de pie para avistar lo que sucedía y solo percibí que recorrió el largo pasillo hastallegar al fondo de su casa; una vez allí, y sin asomarse al interior, se limitó a trancar la puerta. Deregreso, cerró la del sanitario, después la de la cocina y finalmente echó el pestillo de la que dabaa su capilla.

Cuando se reunió conmigo, sonreía de una manera extraña. Me hizo un ademán para que mesentara de nuevo y, sin mediar explicación alguna, dijo:

—¿Cómo has estado?

—Perfectamente —le respondí confundido.

—¿La escuela? —me cuestionó esbozando otra traviesa sonrisa.

—Bien…

—¿Y tus padres? —insistió en desviarme del tema.

—Sufriendo por tener un hijo como yo —dije, y soltó una carcajada.

—¿Se te antoja un brandy? —preguntó, y, sin esperar mi respuesta, se encaminó a la cocina.

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9.

Varias veces lo vi haciendo limpias. Era impresionante: una suave luz emanaba de su cuerpomientras sus manos se cubrían de un extraño brillo dorado; jamás he visto que a otro curandero lesuceda. Con el tiempo, incorporó en su oratorio representaciones de ángeles y querubines, un parde arcángeles (obvio, los poderosos Miguel y Rafael) y una figura de la Virgen de Dolores detamaño natural, la cual también adquirió fama por «milagrosa». Siempre los tenía rodeados deflores e inciensos.

Esporádicamente, yo permanecía a solas en la pequeña capilla y sentado ante la prodigiosafigura femenina. Realmente, nunca supe entender por qué me atraía tanto, ya que me limitaba acontemplarla, enfundada en impecables vestidos de diversos tonos azules; rara vez le recé, yocasionalmente le pedí que me concediera algo.

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Los muertos saben esperar

Los Ángeles, California

1.

—Es más interesante de lo que imaginé —le dije a Memo tras bajarme del auto y observar elconjunto de casas sobre las dos aceras en las que el estilo mexicano (ya fuera por color, materialde construcción, vegetación o herrería, junto con sus calles inclinadas y el gran lago al fondo) nodejaba lugar a dudas de que estábamos en Echo Park.

—Ponte trucha —me reviró—, estamos en la tierra de los Crips y los Bloods.

Recordé que mi afán por conocer aquel barrio tenía que ver con motivos históricos. La calidezde esa tarde de octubre me estaba haciendo disfrutar con creces ahora que lo había conseguido,mas no podía ignorar la advertencia, así que me concentré en el motivo por el que estábamos ahí:acompañarlo a ver a «no sé quién» y para «no sé qué».

Memo abrió la cajuela, y yo me mantuve al margen (era celoso de «sus cosas»), así que esperéa que organizara el interior de una bolsa de lona y luego me señalara a cuál casa dirigirnos.Mientras, yo seguía emocionado por estar parado en Chávez Ravine.

En esa expectativa, un tipo de origen mexicano que portaba una canasta de mimbre se parófrente a mí, sonrió y me entregó un atado de ramas de olivo, inclinó la cabeza y se encaminó haciadonde estaba mi amigo para repetir el ritual. Él lo rechazó, pero al hombre no se le desdibujó laexpresión de cordialidad. Asintió y se alejó.

Cerró el auto, me hizo una señal y subimos una escalera de cemento de anchos escalones quellevaba a una casa de madera pintada de blanco, con techos color azul, y que, flanqueada por dosfrondosos pirules, deslumbraba por su perfección. Ya arriba, contemplé otra vez el panoramamientras Memo llamaba a la puerta.

—Deja por ahí las ramas de olivo —advirtió—, no se te ocurra entrar con ellas; cuando nosvayamos, las recoges.

—¿Y eso? —pregunté, más por el significado que por los motivos.

—No a toda la raza le gusta «la pinche paz» que fingen esos vatos.

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—Entiendo, ha de ser por «El Oso» —aventuré, mas no dijo nada; acepté su sugerencia y loescondí en una mata de ruda cuando la puerta se abrió y dio paso a un cholo alto, mal encarado,moreno, cabello a rape y barba de candado, portando una playera blanca con tirantes, que dejabaver sus brazos cubiertos con tatuajes, y pantalón de mezclilla.

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2.

Tras las respectivas presentaciones (el tipo se llamaba Lolo) junto con la aclaración de que yoera familiar de Memo, la actitud del recién conocido no cambió (nuestros contrastantes tonos depiel no nos emparentaban); nos hizo pasar a la casa y, señalando a una salita, me indicó queentrara mientras ellos se dirigían al segundo piso.

Me acomodé en un sillón. Descubrí detrás de un almohadón el libro Nación Aztlán, comencé aleerlo y quedé atrapado por la leyenda de cómo, erróneamente, «se dice que los Aztecas eranpobladores de lo que hoy se conoce como Los Ángeles, cuando realmente Aztlán, su tierraoriginal, era una isla cuyo nombre significa "lugar de garzas", y desde la cual sus habitantesiniciaron un viaje por mar que los llevó a California, donde se asentaron varios años hasta quedecidieron peregrinar, junto con otras tribus, rumbo al sur, en búsqueda de la tierra prometida,llegando hasta Sinaloa. Luego cada clan se separó por distintos rumbos de México, siendo sololos Aztecas quienes siguieron la profecía de no detenerse hasta que encontraran un águila,parada sobre un nopal, devorando una serpiente». En eso estaba cuando unos gritos me sacaronde la lectura:

—Deja de perder el tiempo con ese libro y sube las bolsas que están al pie de la escalera —me ordenó una anciana, apoyada en un bastón, a quien calculé unos 80 años y que vestía una faldafloreada que le llegaba hasta los tobillos, huaraches de piel y una playera del equipo de béisbolde los Dodgies cubierta con un sucio mandil.

Me levanté, llegué hasta la puerta y vi al final de la escalera una serie de bolsas llenas deramos de hierbas junto a una caja de cartón de donde asomaba la cabeza de una gallina negra.Bajé solícito y comencé a subir todo cuando, a la mitad, desde lo alto, la mujer me detuvo yseñaló de mal modo.

—Por el pasillo de al lado, ¡como si no supieras! —Lo que me hizo regresar a buscar dichoatajo. Caminé sopesando la carga hasta que llegué a lo que mi abuela materna habría definidocomo «un jacal», mas lo que me impresionó fue descubrir a la vieja (¿tan rápido caminó?)esperándome ante una puerta de madera.

Entró, la seguí y, tras un par de pasos, coloqué las bolsas y la caja en el suelo. Me disponía asalir cuando, con un tono autoritario que no dejaba lugar a discusiones, cuestionó:

—¿A dónde vas? Si ya estás aquí, cuéntame qué necesitas. —Se sentó en una silla de maderacon mimbre, colocada en el lado izquierdo de un armario sin puertas que contenía variosutensilios.

—A ningún lado —pretexté.

—¿Quién te trajo? —me interrogó.

—Vine con Memo a ver a Lolo —expliqué.

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—¿No vienes a consultarte? —cuestionó.

—Para serle sincero, no.

—¿Qué hacías en la sala de espera de mis ahijados?

—Lolo dijo que me sentara allí; comencé a leer el libro, y entonces usted…

—Cállate —ordenó de mala gana—. Ya decía que un güero que entiende español significaproblemas.

—Soy mexicano —presumí.

—Pues pareces gringo —acusó—, con esa piel pálida, el pelo descolorido y tus ojos colorcharco de agua sucia.

—Siempre he tenido problemas por mi apariencia —me quejé.

—Ya lo sé, él me lo dijo. —Señaló hacia un altar donde había un par de fotografías de buentamaño: una en blanco y negro y otra a color.

Me acerqué para verlas: una, de un hombre de unos 40 años con mirada firme, bigote ralo,camisa blanca, tupido cabello y actitud disciplinada; en la otra estaba un beisbolista de origenlatino al momento de lanzar una bola.

—Ese es «El Oso» —solté.

—¿Has ido a un partido de los Dodgies?

—Por supuesto que no —aclaré con cierta indignación—. «El Oso» no me gusta: tiene «algo»que me choca, aunque no sé qué es.

—¿Cuándo llegaste a Los Ángeles? —me interrogó mientras encendía un cigarrillo y locolocaba, parado, ante la imagen del lampiño.

—Hace año y medio —contesté.

—¿Y…? —cuestionó.

—¿Qué? —reviré sin entender.

—¿Qué haces en mi casa?

—Ya le dije —reiteré—: vine con Memo.

—Apestas a olivo; esas son chingaderas —se quejó, buscó entre las bolsas que le cargué, sacópolvo de tomillo seco (el curandero Felipe me había enseñado a conocer algunas plantasmedicinales), tomó una pizca, la colocó sobre un platillo, vertió un aceite que tomó de un envase

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que estaba frente a la foto del lampiño y, sin que mediara nada, comenzó a arder—. No sabes nidónde estás parado.

—Usted es una bruja —señalé.

—Soy curandera, y cuidado con volver a llamarme bruja.

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3.

—Esta tierra está bañada de sangre —dijo tras una reverencia ante el altar. Encendió otrocigarrillo y de nuevo lo colocó en la repisa—. Echo Park se llamará siempre Chávez Ravine, yChávez Ravine era nuestra tierra hasta que llegaron los gringos a robárnosla. Los verdaderosmexicanos podemos ir a donde queramos, pero siempre habrá listillos que querrán quitarnos lonuestro.

—Vaya —solté.

—Nadie se da cuenta de que los ladrones usan malas mañas para engañarnos —siguió—, yentre ellas nunca faltarán los traidores como «El Oso». —Y, mirándome con frialdad, insistió—:¿Has ido a un partido de los Dodgies?

—No —repetí—, no me gusta el béisbol… Tampoco veo televisión.

—Haces bien; no sabes el mierdero que hay detrás de «El Oso».

—¿Me lo cuenta? —pedí.

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4.

A mediados de los años 50, Chávez Ravine (localizada entre barrancos y colinas ricas encantera) estaba formada por los barrios de La Loma, Palo Verde y Bishop, una zona semirruralcercana al centro de Los Ángeles, habitada por familias mexicanas dedicadas a la agricultura,cría de aves de corral y ganado menor, y con particulares manifestaciones culturales.

Por aquella época, el Gobierno de Los Ángeles informó a los habitantes de Chávez Ravinede la construcción de un proyecto habitacional que los dotaría de residencias modernas (adiferencia de las casuchas donde vivían) y de servicios como escuelas, hospitales o mercados.Además serían indemnizados por la compra de sus terrenos y, una vez que se concluyera elcomplejo, recibirían facilidades para adquirir las nuevas viviendas.

Si bien algunos residentes se resistieron, a la mayoría se los presionó, amenazó, sobornó oterminaron encarcelados (la historia no oficial señala asesinatos selectivos de los opositores);pero, ya desalojadas las cerca de 1900 familias, el proyecto fue sustituido en las oficinas delGobierno local y en su lugar aparecieron los planos de un coliseo que, en unos cuantos años, seconvertiría en la sede el equipo de béisbol de los Dodgies, inaugurado al inicio de la década delos sesenta.

En menos de un lustro, el 40 % de los residentes de Los Ángeles ya eran descendientes demexicanos, y muchos se asentaron alrededor del estadio. Recordando lo sucedido en las tierrasde sus progenitores, organizaron un boicot que perjudicó los ingresos del dueño de los Dodgies,lo que le llevó a buscar opciones para engancharlos con el juego del béisbol, consiguiéndolocon la contratación de un mexicano apodado «El Oso».

La trampa funcionó: terminó el bloqueo y permitió ingresos millonarios para el equipo porparte de los seguidores del bateador nacido en Colima, llegando a tal grado la manipulaciónque algunos historiadores interpretaron la presencia de «El Oso» en el coliseo de los Dodgiescomo «La reconquista de Chávez Ravine».

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5.

—No es que él sea el mejor beisbolista, pero su fama está construida a costa del sacrificio delos nuestros, entre ellos el de m’hijo. —Señaló la fotografía del lampiño—. De ahí que, aunquecrean que ya nos engañaron con él, su popularidad no será eterna —sentenció.

La anciana se puso de pie, sacó de entre las bolsas tres velones negros y los colocó en formade pirámide, dejando la punta frente a la fotografía del beisbolista y la base sobre la foto de suhijo. Mientras lo hacía, la observé y descubrí que, de su playera, de color gris y azul, bajo elmandil, sobresalía un borroso número de dos cifras que terminaba con nueve, y, en uno de losbrazos, escrito con tinta negra, un autógrafo, lo que me hizo entender que aquello poseía unsignificado esotérico y tenía que ver con el odio que le tenía.

—¿Por qué dice que no le durará? —pregunté observando los frascos, velas y demás objetosque la mujer tenía ordenados en varias repisas.

—Tarde o temprano, su gloria va a desaparecer, y él, como traidor a su gente, pasará alolvido.

—No entiendo —me sinceré.

—Sobre la cancha del coliseo quedó la sangre de mi hijo derramada… Murió a manos de losmarshals que usaron los yanquis para echarnos, y ese elíxir de vida, como cuando siembras maíz,dará como fruto la «justicia divina».

La observé: su historia era congruente, aunque yo no estuviera de acuerdo con ella, pero noparecía que «El Oso» estuviera enterado de lo que ella pensaba; pensé en Tony, su entrenador, yen la eterna sonrisa con la que aparecía en la sección de deportes del periódico La Opinión y a laque tampoco le encontré malicia, y no es que alguno de los dos me pareciera inocente, pero medio la impresión de que formaban parte de un plan superior que nadie entendía, salvo la anciana.

—La sangre de mi hijo alimentó las tierras que cimentaron el coliseo de los Dodgies, al igualque la de miles de aztecas donde se construyó el Zócalo de la Ciudad de México…, y lacatedral…, y muchos lugares que ustedes desconocen.

—Vaya —dije al no tener más argumentos.

—Lolo, mi nieto, trabaja en la cuadrilla de mantenimiento del campo de béisbol —presumió—, así que de vez en cuando me deja colarme por las noches para platicar con mi hijo… Le llevola comida que más le gustaba y le recuerdo que debe hacer que «El Oso» pague su traición…

—Vaya —repetí.

—Siembras y cosechas —sentenció cuando la figura de Lolo irrumpió y, sin más, puso elcañón de una pistola sobre mi cabeza.

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—Ni respires, puto —advirtió.

—No hagas pendejadas —alzó ella la voz—, deja al güero en paz.

—¿Qué haces aquí? —me cuestionó el chicano.

—Platicando con tu abuela —avisé, levantando los hombros.

—Tú lo pusiste en la salita —señaló ella—, así que me lo traje pensando que era uno de misniños.

—Mierda con este guairo —escupió Lolo.

—Guarda esa pistola y ándate a terminar lo tuyo. —Lo encaró la anciana poniéndose de piecon extraordinaria agilidad para tomar con firmeza el cañón de la pistola, que presionaba micabeza, y bajarlo.

—Traía un atado de ramas de olivo —protestó Lolo.

—Ni idea tiene de lo que eso dignifica —le aclaró—, además de que su destino no es morir entierras robadas —sentenció.

Encaré a Lolo y detrás vi a Memo reprobando mi presencia en la choza, pero la anciana losfulminó con la mirada, actitud que hizo que agacharan las cabezas y se tranquilizaran.

—¡Ambos se me largan! —los apuró con autoridad—. No he terminado con él.

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6.

El atado de ramas de olivo forma parte de una celebración de vecinos desalojados deChávez Ravine que se realiza durante el mes de octubre de cada año (no está claro el motivopor el que escogieron esa fecha, ya que la policía expulsó a empellones a la última familiaopositora a mediados de 1950). Los exresidentes reciben de los Dodgies olivo en un gesto depaz que simboliza la reconciliación entre los fanáticos del béisbol y quienes siguen en la luchapolítica por los derechos de sus habitantes originales.

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7.

—Ingratos también son los mexicanos que van y llenan el coliseo cuando él juega —dijo conrabia.

—Vaya. —Seguí encontrando lógica en sus palabras.

—Hoy me toca darle su gallina negra a m’hijo. Lolo me abre la puerta a las tres de lamadrugada, entro y se la ofrendo mientras él se toma su aguardiente y fuma sus cigarritos…También le prendo sus velas, platicamos y le recuerdo por qué está ahí, por qué su alma noencuentra paz y qué debe hacer para que se pueda ir al cielo: arruinar a «El Oso»…

—Vaya —repetí.

—Los muertos no son pendejos, saben esperar, y cuando llega el momento, más vale saberrezar. —Se puso de pie, me jaló del brazo y me puso de espaldas al altar.

Me observó largamente, escudriñó mis ojos, revisó la palma de mis manos, clavó la miradasobre mi hombro y luego me escudriño en la nuca. Asintió, me miró de nuevo y ordenó que no memoviera.

—Tienes videncia, pero aún no la controlas… A veces ves cosas, y otras no, perodespreocúpate, ya aprenderás a usarla y sacarle provecho —advirtió, lo que nuevamente me dejósin palabras por su precisión.

Fue a una repisa, tomó un habano, lo encendió con una de las veladoras, lo metió en su bocapor el lado de la braza y comenzó a soplarme el humo por todo el cuerpo. Cuando terminó, locolocó en mi mano izquierda, ordenó que lo sostuviera a la altura de mi corazón, fue hasta lasbolsas, tomó un mazo de hierbas, lo empapó con un oloroso líquido verde que exprimió de unabotella, me quitó el puro, se lo llevó a la boca y comenzó a pasar el ramo por mi cuerpo mientrasmascullaba palabras de las que tan solo alcancé a entender «Jorge».

Terminó, colocó las hierbas al pie de la foto de su hijo, dejó el habano sobre ellas, puso susmanos sobre mi cabeza y, mientras musitaba, escuché de nuevo «Jorge».

—No solo yo digo que no te mueres en este país —dijo mirándome a los ojos—, sino que élestá de acuerdo conmigo. —Señaló la foto de su hijo.

—¿Se llamaba Jorge? —aventuré, mas me ignoró.

—Él te cuidará hasta que regreses al lado de tus padres —continuó—, pero no abuses de tusuerte, no te quedes mucho tiempo. —Retiró sus manos y me besó en la frente.

—Gracias —alcancé a decir emocionado.

—Nada de gracias —señaló con severidad—; a cambio de la protección, me harás un favor

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—se encaminó hasta una de las repisas, tomó un saquito color azul perfectamente zurcido por loslados, lo puso en mi mano izquierda y me advirtió—: en cuanto regreses a México, vas a casa delcurandero Felipe y se la entregas.

—¿Cómo sabe usted de mi tío? —le pregunté, sorprendido, mientras palpaba las formas paraaveriguar el contenido.

—Eso no es asunto tuyo —soltó cortante—, ni lo que contiene la bolsita. Regresa a tu tierra,haz tus cosas y pon atención cuando la vida te avise de que llegó la hora de convertirte encurandero.

—¿Curandero? ¿Yo? —la cuestioné incrédulo.

—¿Cuántas veces has estado a punto de morir aquí? —interrogó.

—Varias, pero no ha sido por mi culpa; no me gustan los problemas.

—Te juntas con jóvenes a los que sí les gustan —señaló.

—Pero… —intenté protestar, mas me interrumpió.

—Eso sucede porque tu camino no está en Los Ángeles, pero, si persistes, tu vida podríallegar a su fin aquí.

—Vaya —repetí, y por la puerta se asomó la cabeza de Lolo seguido de Memo.

—Deme su bendición, doña —pidió humilde mi amigo hincándose ante la anciana. La mujerpuso la mano derecha sobre su cabeza y rezó.

—Jefa —advirtió Lolo—, ahí tiene a una paciente esperándola.

—¿Y qué diablos esperas pa’ decirle que entre? —se quejó, y, dirigiéndose a mí, advirtió—:Me dejas las ramas de olivo metidas en la ruda.

Minutos después bajábamos por Laveta Terrace Street sin que ninguno hablara. Conformecruzábamos las calles, el semblante de Memo se fue relajando. Encendí la radio y sonaron oldiesy soul’s.

—¿Quieres ir al lago a tomar una cerveza? —preguntó finalmente.

—Naá —rechacé—, jálate hacia Sunset Boulevard, y de ahí agarramos el Harbor Freeway palEast.

Seguimos el resto del trayecto en silencio.

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8.

Tiempo después de aquella experiencia, un sábado de abril, fui con Memo a North Palmer, enel temido Compton, para jugar dominó con sus amigos. Esa noche me salvé de morir en un tiroteodel que nunca supe su origen, pero en el que otros no tuvieron tanta suerte.

No consideré aquello una señal, sino una fuerte advertencia, así que, exactamente dos mesesdespués de aquello, un 13 de junio, abordé el avión que me devolvió a la Ciudad de México.

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Hay entes a los que no se debe llamar

Ciudad de México

1.

Regresamos del cine cerca de la medianoche y nos quedamos un rato en la sala, comentandosobre la película que habíamos visto, cuando sonó el teléfono: era mi padrino curandero.

—No me digas que te desperté, porque todavía no te has acostado —dijo con su chocante tonode sabelotodo.

—No pensaba decirlo.

—¿Tienes aceite negro? —soltó sin mayor preámbulo.

—Sí —respondí intrigado.

—¿Qué cantidad? —me inquirió.

—Un litro.

—¿Y polvos? —agregó.

—También, de cinco tipos, creo.

—¿De cuáles? —me cuestionó.

Me levanté del sillón y me encaminé a la habitación que tenemos destinada a trabajarespiritualmente (recién había sido iniciado como Aleyo), abrí la estantería y se los enlisté.

—Perfecto, necesitamos el aceite negro y todo lo que tengas del último que mencionaste —dijo—. Paso a por ti en diez segundos. Avísale a tu esposa que llegarás tarde a dormir; esta vez escosa de hombres.

—¿Diez segundos? —lo cuestioné.

—Estoy frente a tu casa, por eso sé que aún no te has acostado.

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2.

Efectivamente, ya me estaba esperando. Enfilamos hacia el poniente de la ciudad.

—Vas a conocer a un verdadero curandero —me contó durante el trayecto—, de esos yaviejitos que lo saben todo, de los que ya casi no hay porque se están muriendo con extrañarapidez.

—¿Qué vamos a hacer con él? —le reviré.

—No estoy seguro —respondió.

Media hora después, estacionó su auto frente al portón de una sencilla casa. Nos bajamos, yocon el aceite y los polvos, él cargando pequeñas bolsas con diversas tierras, tocó el timbre, y, caside inmediato, nos abrió un joven, quien nos invitó a pasar. Entramos, y al contrario de lo pequeñaque se percibía desde afuera, era amplia: tenía varias habitaciones, a oscuras, construidas dellado derecho, junto con un gran patio.

El adolescente se dirigió al único cuarto que se localizaba en el lado izquierdo, tocó la puertaa modo de aviso, abrió, nos cedió el paso y desapareció.

Quedé impresionado: su interior era el sueño de cualquier curandero, por el material yherramientas que había. En uno de los rincones estaba un anciano, sentado frente a una mesa,fumando y bebiendo un humeante café en una vieja taza.

Mi padrino lo saludó y nos presentó. El viejo, de mediana estatura, delgado, con abundantecabello y bigote completamente canos, piel morena y gesto duro, me escudriñó antes de estrecharla mano que le ofrecía para saludarlo.

—¿Este es tu mejor ahijado? —cuestionó.

—Sí —le respondió.

—Será muy avanzado, pero también bastante rebelde —dijo—; para ser un buen espiritualistase necesita disciplina.

—Precisamente por eso lo traje: aunque no lo parezca, es el más ordenado… A veces, hastamás que yo.

—Veremos —comentó, me recorrió una vez más con la mirada, torció la boca e hizo unademán para que me sentara frente a él.

Mi padrino se quedó de pie, y permanecimos en silencio al tiempo que él daba profundascaladas a su cigarrillo hasta terminarlo.

—¿Te dijeron de qué se trata? —me preguntó.

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—No —contesté.

—De tener los güevos bien puestos —advirtió.

—Nunca me ha dejado mal —le aseguró mi padrino.

—Veremos —repitió el viejo con desdén y encendió otro cigarro.

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3.

Estábamos allí para hacer un trabajo negro, se me explicó, mas no se comentó el motivo ni eldestinatario. Esto me molestó: no me gustan las «brujerías» (aunque sé hacerlas y conozco unasbastante buenas), pues para mí el único que tiene autoridad para poner «en orden al caos» es eldios en el que uno crea. Lo peor es que mi padrino sabía perfectamente cuál era mi posición alrespecto y de todos modos me involucró en aquello. Decidí mantenerme a la expectativa.

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4.

Colocamos sobre la mesa las bolsas con tierras, el aceite negro y los polvos, junto a unpedazo de carbón, pimienta, alfileres de cabeza negra, papel estraza, frascos con diversoscontenidos, una cazuela de barro, piedras, botecitos con pintura, mostaza, una lengua de res, unabotella de vodka sin abrir y un saco con pólvora.

—Llegó la hora —dijo el anciano. Dio la última fumada a su cigarro y lo arrojó al suelo; mipadrino se colocó en uno de los rincones de la habitación. Lo miré, extrañado, mas algo percibióel curandero, que, de inmediato, me amonestó—: ¡Pon atención!

—Cuando usted diga, empezamos —respondí.

—Apaga la luz —ordenó, mas antes de que todo quedara a oscuras, tomó con rapidez un granvelón negro que colocó en el centro de la mesa y lo encendió.

El viejo descansó su espalda sobre la silla, puso sus manos sobre los muslos, jaló tres vecesaire, y, de inmediato, su cuerpo se convulsionó: estaba montando a su guía. Instantes después,físicamente manifestó cambios que lo diferenciaban del curandero original. En silencio y con losojos cerrados, se puso a preparar el contenido de la cazuela, tomando con extraordinaria precisión(como si pudiera verlos) cada ingrediente.

Me mantuve atento por si en algún momento solicitaba mi ayuda, pero no lo hizo, hasta que, sinmás, se detuvo e, inclinándose hacia mí, soltó una espeluznante risotada. Yo me eché hacia atrás alreconocer en su aliento el olor putrefacto que desprende un cadáver.

—No tengas miedo —dijo con voz cavernosa.

—No —aclaré, aunque debo reconocer que estaba impresionado: jamás había sido testigo decómo un guía podía provocar una transformación, pero, además, parecía que estaba leyendo mispensamientos.

—¿Esperabas una voz cursi como la del maestro que se le mete a tu padrino? —cuestionóburlón.

—Quizá más amable.

—Los guías espirituales son ridículos, hablan como si de verdad fueran sabios cuando en vidafueron unos verdaderos hijos de puta —dijo con desprecio—; nosotros somos otra cosa.

—Ya decía que aquí sucedía algo extraño —expresé ante la ambigüedad de su últimaafirmación.

—¡No digas nada! —gritó mientras me apuntaba con su dedo índice—. ¡Cállate! No tienes niputa idea de lo que es estar así.

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—Por supuesto que no: yo estoy vivo —señalé.

—Ya te llegará la hora —escupió entre espantosas carcajadas.

—Supongo.

—Y te aseguro que ese día estaré allí para llevarte conmigo —amenazó.

—Sí, pero mientras llega ese momento, yo estoy de este lado y tú, allá —respondí ocultandomi nerviosismo. No estaba seguro de a qué obedecía todo aquello, pero, cuando busqué con lamirada a mi padrino, solo encontré oscuridad a mí alrededor.

—Yo no estoy allá, me encuentro aquí, entre ustedes, gracias a gente como el viejo, que aveces me presta su cada vez más fétido cuerpo, lo que me permite vengarme de lo que me hicieron—se quejó.

—Yo no sé qué te sucedió cuando estabas vivo, pero… —traté de decir, mas me interrumpiócon gritos.

—¡No me lo hicieron vivo!... Un curandero me despertó para ofrecerme una recompensa si medeshacía de una familia; incluso prometió que podía «comerme sus almas» una vez que acabaracon ellos, pero no me avisó de que, si yo aceptaba, no iba a poder regresar a donde estaba, ytampoco de que, una vez que cumpliera con mi parte, él se iba a desentender de mí y me dejaríaerrando en su mundo.

—Ese no es mi problema —aclaré.

—Claro que lo es. ¡De todos ustedes los curanderos! —vociferó.

—¿Sabías que, conforme te prestes a realizar este tipo de trabajos, buenos o malos, estásabriendo tu camino hacia la luz? —cambié la conversación.

—¡No trates de engatusarme! —advirtió—. Así, como estoy, me encuentro a gusto; en vidajamás tuve tantas potestades.

—No se trata de poder —insistí ingenuamente—, sino de evolución.

—¡Soy lo que quiero! —bramó—. Gracias a ese engaño, aprendí a seguir «comiendo» lasalmas de todo aquel que se cruza en mi camino… ¡Y lo mismo haré contigo! —Tras lo cual, echóde nuevo la espalda del anciano hacia atrás y retomó el trabajo.

Tomó el papel estraza y el carbón, anotó un nombre masculino y comenzó a clavarle alfilerespara ensartarlo en la lengua de res mientras profería maldiciones que en mi vida había escuchado.Sabía lo que estaba diciendo, así que sentí pena por las siguientes generaciones, hijos, nietos ydemás, que pagarían esas condenas.

—¿Sabes por qué hago esto? —siguió leyendo mis pensamientos.

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—Explícame.

—Este cabrón ha violado a muchas niñas.

—¿Así que estás aquí en plan justiciero? —me burlé.

—¡Estoy cumpliendo con un pacto! —gritó al tiempo que daba un violento manotazo sobre lamesa—. Me encargaré de él, recibiré mi pago y esperaré a que mueras para darte la bienvenida enel más allá.

—¿Por qué lo estás armando tú? —cuestioné—. El anciano podría encargarse de eso.

—Quiero estar seguro de que todo salga bien.

—No te creo —dije.

—Haces bien —dijo usando la misma frase que suelo decir cuando estoy en una situaciónparecida, lo cual me dejó sorprendido—. Dame la pólvora —pidió.

—Olvídalo —me negué.

—¡Entrégamela! —exigió.

—¡No! —grité—. No pienso establecer ningún tipo de vínculo contigo.

—¡Te crees muy listo! —rugió, incorporándose sobre la mesa para colocar su rostro (el delanciano) cerca del mío. En ese momento abrió los ojos, y lo que vi me infundió miedo—.¡Dámela! —vociferó lleno de ira.

—¡No! —reiteré, sobreponiéndome a la impresión que me había causado ver «la nada» quehay en la muerte.

El ente, que para ese momento ya tenía serias dudas de que fuera «un desencarnado», soltó unafunesta carcajada, cerró los ojos y regresó a la silla, mas en el camino tomó el saco de pólvora yluego esparció el contenido en la cazuela.

—Te asusté —se jactó.

—Es mucha —le advertí, ignorándolo—; puedes provocar un incendio.

—Lo que también provocaría tu muerte, y así me evitaría el aburrimiento de regresar abuscarte —dijo burlón en el instante en que metía el último material dentro de la cazuela. Tomó labotella de vodka, la destapó e ingirió de un trago su contenido—. Nos volveremos a ver —advirtió antes de que el cuerpo del anciano comenzara a estremecerse de nuevo hasta quedarflácido sobre la silla, lo que coincidió con la aparición de mi padrino.

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5.

—¿Dónde estabas? —le reclamé.

—Allá atrás —respondió señalando hacia uno de los rincones.

—¿Así nada más, estabas de espectador mientras esa cosa se divertía conmigo?

—Lo único que vi fue al guía espiritual del curandero «sazonar» la lengua.

—¿Viste qué…? —lo cuestioné.

—Al contrario de lo que pensamos, no te molestó para que lo ayudaras.

—¡Estás loco! —alcé la voz.

—No grites. ¿No ves que está regresando? —dijo señalando al anciano.

—¿Todo bien? —preguntó como si nada hubiera sucedido.

—Afortunadamente —le respondió.

—Toma el cazo y llévalo al patio —me ordenó al tiempo que encendía un cigarrillo; nomostraba ningún síntoma de haberse embriagado.

—Denme unos minutos —pretexté—, tengo náuseas.

—Yo lo llevo —se ofreció mi mentor—, cuanto más rápido «le demos fuego» a esto, mejor.

El curandero y yo quedamos sentados, en silencio, uno frente al otro. Él observando la brazade su cigarro, y yo a punto de increparlo cuando, desde el patio, un grito avisó de que todo estabalisto. Salimos.

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6.

Quedamos a la espera de las indicaciones del curandero mientras yo ideaba un pretexto paranegarme a encender la pólvora en caso de que me lo pidiera; mas la instrucción la recibió mipadrino.

Después del resplandor de la pólvora, el contenido de la cazuela comenzó a arder hasta que,tras largos minutos, se extinguió. Fue entonces cuando el anciano comentó:

—El muerto que hará este trabajo es impresionante. A veces creo que en realidad es undemonio que se le escapó al mismito Satanás.

—Llegó la hora de irnos —avisé, haciendo caso omiso a la intención del curandero de darnosexplicaciones—; estoy demasiado mareado.

Aceptó gruñendo. Nos despedimos del viejo, el cual, si bien agradeció nuestra presencia,tampoco se mostró efusivo; quizá fue mi imaginación, pero me pareció percibir una leve burla ensus labios.

Una vez en el auto, camino de regreso a mi casa, lo confronté:

—¿Por qué me escogiste para ayudarlos?

—La semana pasada vine a saludar al viejito; tenía muchas citas, así que lo ayudé un rato —explicó—. Cuando estaba montando a su guía, con el último paciente, antes de terminar, se volteóy me dijo que en ese templo se iba a realizar una obra importante que iba a requerir de mi apoyo yde alguien más a quien yo le tuviera confianza… Me aclaró que sabía de quién se trataba… Ypensé en ti.

—Creo que fue por otras razones —dije.

—No las hay —trató de acotar.

—¿Cómo es posible que no te hayas dado cuenta de todo lo que ocurrió en esa habitación?

—No vi nada raro —insistió.

—Su guía no lo hizo —dije.

—Hace tiempo te lo enseñé: si no es su protector, o un muerto, podría tratarse de una entidad,o un demonio… Y en caso de que se apareciera, no nos metemos con ellos; la línea que nos separaunos a otros nunca debemos cruzarla —expuso.

Tomando en cuenta la gran cantidad de material que tenía el anciano en su casa, me asaltó laidea de que el aceite negro y los polvos hubieran sido el pretexto de alguien para hacerme ir esamadrugada. Opté por callarme.

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El curandero Felipe (2)

Ciudad de México

1.

Me paré frente a la casa de mi tío, toqué el timbre, no obtuve respuesta, y como siempre digo:«A toda persona que se dedica a las limpias espirituales, y no cuenta con discípulos, no hay quepresionarlo, pues nunca se sabe cuándo está ocupado»; así que opté por esperar.

Pasaron minutos, y no fue hasta que me sentí observado que noté su presencia. Era un hombreinmenso (en altura y anchura), de unos 45 años. Tenía un aspecto desaliñado y vestía una chamarraque no coincidía con el caluroso verano que nos abrumaba. Estaba parado al lado de un taxi, conlos brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en la acera.

Agudicé mis sentidos, mas no pasó de mirarme de reojo. Minutos después, la puerta se abrió ydio paso a una sonriente mujer que reconocí como una paciente habitual. Cruzamos escuetossaludos; luego ella se encaminó hacia donde estaba el hombre y yo entré a la casa.

—¡Te tardaste! —exclamó Felipe mientras acomodaba en el patio las sillas en las queesperaban los feligreses su turno.

—Tuve que ir a la universidad —expliqué.

—Lo sé —me interrumpió—, también estoy enterado de que se te hizo sospechoso el tiporecargado en el taxi.

—Vaya con tu clarividencia —dije, sorprendido, mientras me entregaba una escoba.

Terminamos de limpiar. Felipe me ofreció pasar a su capilla para hacerme un despojoespiritual, pero decliné.

—No te voy a cobrar —fingió indignación.

—Sabes que no es por eso —aclaré—, pero antes de venir me tomé un par de cervezas y noquiero faltar al respeto a tu altar.

—Por ahí hubieras empezado —dijo frotándose las manos—. No es posible que tengas solodos cervezas en el estómago; necesitas compensarlas con un trago —dijo haciéndome una señal

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para seguirle al interior de su casa.

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2.

Me entregó el vaso, lleno casi hasta el borde, se sentó frente a mí y brindamos, pero, duranteese instante de silencio, escuché indefinibles ruidos procedentes del fondo de su casa.

Dirigí la mirada hacia aquel rincón mientras Felipe se reía, quizá al recordar la tarde en queante mí cruzaron tres de sus fantasmas.

—¿Cómo viste al muertito? —soltó sin mayor preámbulo.

—¿A los del otro día? —pregunté señalando hacia el pasillo.

—No, al que estaba afuera esperando a la paciente.

—¡Ya decía que el tipo se veía extraño! —exclamé—. Su aura no brillaba.

—Vas aprendiendo —reconoció, y encendió un cigarrillo.

—Se ve demacrado —agregué.

—También te diste cuenta —celebró.

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3.

—¿Recuerdas por qué viene la mujer? —me interrogó.

—Creo que su esposo la maltrata.

—Él ingería alcohol por una fuerte depresión, no lograba conservar un empleo, ignoraba a sushijos… No se hacía cargo de nada.

—Sí, recuerdo que le sugeriste que lo trajera.

—Era urgente quitarle el «bulto» que traía… Eso sucede seguido: la gente no toma en cuentaque, a veces, el desánimo lo provoca un desencarnado.

—Supongo que las cosas mejoraron: salió sonriente, y el tipo ya se acerca a tu casa; quizá undía decida entrar.

—Demasiado tarde —avisó el curandero antes de apurar el contenido de su trago—: ya murió.

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4.

Felipe se puso de pie, me pidió mi vaso, ya vacío, y desapareció. A los pocos minutos,regresó con más tragos y se acomodó en su sillón.

—En uno de sus ataques de depresión y borrachera, el marido decidió suicidarse —explicó—.Consiguió una soga y se colgó de una de las vigas de su recámara.

—¿Cómo es que falleció si lo acabo de ver? —exclamé.

—Es por culpa de los chinos —señaló con una incomprensible sonrisa.

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5.

—Cada cultura tiene sus creencias acerca de cómo se comportan los muertos —expuso—. Noes que yo sepa mucho de brujería china, pero conozco algunas de las ideas que tienen sobre ellos,y una se aplica a lo que sucedió.

—Cuéntame ya —lo apremié.

—Paciencia —pidió tras dar un sorbo a su vaso—. Le advertí varias veces a la mujer quedebía traérmelo si quería mi ayuda, pero le tenía miedo, así que desistí.

—¿Y no podías quitarlo de lejos? —lo interrogué.

—Sabes que no —me regañó con suavidad—; eso se hace con la persona presente y casisiempre cuando está de acuerdo.

—Vaya —acepté recordando sus enseñanzas.

—Una mañana, ella sale a trabajar, y él decide suicidarse; se lo previne, pero nunca meimaginé que las cosas pasarían así.

Felipe hizo una pausa para encender otro cigarrillo, mas lo colocó parado sobre el ceniceropara dejar que lo consumieran sus muertos.

—Los brujos chinos explican que las posesiones suceden en un instante, en la milésima partede un segundo, tiempo suficiente para que un desencarnado se robe el cuerpo del que está casimuerto.

—No entiendo —reconocí.

—El tipo se cuelga, y, en el momento en que las últimas partículas de su espíritu estaban porabandonarlo, el espectro aprovecha para apropiárselo en una especie de intercambio.

—¿Cómo es que ese «muerto» se instala en un cadáver? —pregunté.

—Aún no lo es —dijo con paciencia—. La gente piensa que una persona muere cuandodesaparecen los signos vitales, pero realmente lo hace cuando el espíritu se separa por completode su organismo; luego se queda nueve días a su lado, observando la tristeza de la familia, elvelatorio, lo que dicen de él, y, finalmente, su entierro.

—¡Vaya, el fantasma sabía lo que tenía que hacer! —exclamé—. ¿Y la esposa no se diocuenta?

—Me contó que regresó de su trabajo, la soga aún pendía de la viga, y lo encontró sentado enla cama, pensativo. Conversaron, él reconoció que había intentado suicidarse, las marcas en elcuello eran obvias, después le confesó sus temores, el origen de su tristeza y cómo la violencia

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sexual que padeció en su niñez afectó a su existencia.

—¿Ella no notó nada extraño? —insistí.

—Al contrario: su sinceridad la conmovió; él prometió dejar la bebida, buscar un empleo ydedicarle más tiempo a su familia.

—¿Y…?

—Él cumplió su palabra, y, por lo mismo, me jura que en su matrimonio todo lo malo quedó enel pasado.

—Vaya —dije antes de soltar una inapropiada carcajada, pero de inmediato me recompuse yofrecí una disculpa.

—No te justifiques, en casos como este, no se pueden evitar…

—¿Aun así la mujer sigue viniendo a verte?

—Sí. Hemos conversado, pero no en los términos en los que te lo acabo de explicar —señaló—. Curiosamente, piensa que el cambio es por mis trabajos espirituales.

—Vaya…

—Trato de convencerla de que su marido está fingiendo y que no tardará en volver a susantiguos vicios, pero no me hace caso. Viene para que le siga atendiendo temas del trabajo, loshijos y demás cosas.

—Suena complicado —reconocí.

—Sí y no —soltó con ambigüedad—. Sí porque ella ha sufrido tanto a su lado que estáconvencida de que él cambió, y no porque, al venir, la protejo de ese ente oscuro.

Los dos nos quedamos en silencio: yo, reflexionando sobre el caso, y mi tío, observándome,hasta que solté otra carcajada.

—¿Y eso? —me cuestionó…

—No pude evitar pensar que la mujer tiene sexo por las noches con un desencarnado —reconocí apenado.

—A veces entro en un dilema —me ignoró—: ¿cómo saco a un muerto de un cadáver? ¿Sepuede matar a un muerto? ¿Debo hacerlo?

—Suena complicado —reconocí—, porque, si lo haces, el esposo moriría.

—Ya está muerto; su espíritu ya no está, aunque el cuerpo siga aquí.

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—Yo haría otra pregunta —lo interrumpí en sus cavilaciones—: ¿cómo sabía ese muerto quepodía realizarse un intercambio?

—Interesante —reconoció.

—Si pudo hacerlo, entonces cualquiera de ellos puede llevar a la muerte a una personadeprimiéndolo.

Felipe se quedó en silencio, clavó su mirada en la alfombra que cubría el piso de la sala ysolo la levantaba de vez en cuando para observar cómo se consumía el cigarrillo. Estabaconsultando a sus guías espirituales.

—Solo se me ocurre que ese muerto sea chino —dije reprimiendo la risa, mas fue él quienestalló en carcajadas.

—No, pero ellos me dicen que lleva muchas vidas haciéndolo, y fue quizá en una de ellas quetuvo contacto con la cultura oriental. En su última reencarnación fue un terrible brujo, y a partir deahí, cada cierto tiempo, hace lo mismo, ya que «no encuentra la luz», y mientras siga robandocuerpos, menos trascenderá, pues, para conseguirlos, mata; pero siempre digo: «A Dios no puedesengañarlo; el ser humano es el único animal que se miente a sí mismo».

—¿Cómo se atreve a pararse frente a tu casa?, ¿acaso no se da cuenta de que eres «el famosocurandero Felipe»?

—Quizá porque a medida que se compenetra con su nuevo cuerpo, está perdiendo «suspoderes» —aventuró. Se puso de pie y fue a preparar una tercera ronda de tragos. Al volver,seguía pensativo.

—Así que seguirá con lo mismo «por los siglos de los siglos» —advertí.

—Ya veremos —dijo mi tío, y cambió de tema.

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6.

Pasados cinco meses, coincidí con la mujer al salir de la casa de Felipe, aunque, a diferenciade la última vez que la vi, iba llorando.

—¿Qué le pasó a tu paciente? —pregunté tras saludarlo.

—Murió su esposo —contestó aún asombrado—. Es impresionante cómo el mundo espiritualnos da sorpresas.

—Con razón no lo vi esperándola afuera —comenté—. ¿Qué sucedió?

—Lo apuñalaron dentro de su taxi al tratar de asaltarlo.

—¡Vaya! —exclamé confundido.

—Creo que, del susto, el ladrón no le quitó dinero ni reloj…, nada.

—Terrible manera de morir.

—Ya ves, se posesionó de un cuerpo y, precisamente por tenerlo, murió.

—Eso es una sorpresa: hacerse mortal lo llevó a la muerte.

—¿Recuerdas lo que te dije, que a Dios no puedes engañarlo y es el ser humano quien semiente?

—Sí… Todo se acomodó por sí mismo —agregué.

—Los chinos no contaron la historia completa de cómo muere el muerto —soltó Felipe antesde proponerme—: ¿Quieres entrar a la capilla?

—Claro —acepté.

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Muertos viejos

Ciudad de México

1.

Ya no frecuento el Centro Histórico como antes; si bien en mis numerosas excursiones vivíinteresantes experiencias, algo ya no me atrae, ni siquiera sus antiguas librerías llenas deasombrosos tesoros.

Una de esas vivencias fue al salir una madrugada del bar La Pata Gris, donde conocí a unanciano vendedor de flores cuyo pasado incluía una estancia en Luisiana tocando blues en unabanda integrada por árabes, alemanes y mexicanos, pero hay más anécdotas que nada tienen quever con aventuras musicales.

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2.

A finales de un frío mes de septiembre, llevamos a un matrimonio libanés, familiares de miesposa, a cenar al Café de Tacuba y luego los complacimos con una caminata hasta el Zócalo, a laque se agregó su interés por conocer la Iglesia de Santo Domingo, donde nos sorprendió unaguacero.

Mientras nos guarecíamos en uno de los portales de la Plaza 23 de Mayo, observé de lejosplaticar a una pareja en la esquina de las calles República de Brasil y Venezuela, indiferentes altorrencial.

El hombre portaba el impermeable de los empleados de limpieza del Gobierno local, mas loque atrajo mi atención fue su compañera: una mujer enfundada en una toca, con una veladoraencendida aferrada a sus manos, y, más aún, que esta no se apagara por la lluvia.

—¿Vas a empezar? —dijo mi esposa detrás de mí—. Cuando te quedas escudriñando ensilencio, es que algo has descubierto.

—¿Has visto a ese par? —le inquirí.

—Parece no importarles mojarse —dijo cuando la lluvia menguaba.

—No solo eso, platican en actitud misteriosa, como si compartieran un secreto, cuando no haynadie cerca que pueda importunarlos —señalé—. Lo curioso es ella, no solo por su vestimenta,sino porque su velón parece resistente al agua.

—Sí —aceptó—, pero tenemos invitados, y lo menos educado que podrías hacer en estemomento es perseguir fantasmas.

Me volteé a verla para darle la razón (fueron segundos), mas, al regresar la mirada hacia lapareja, no solo había dejado de llover, sino que la mujer con aspecto de religiosa habíadesaparecido.

—Deja de pensarlo —dijo, a fin de cuentas, también muertera—; acércate para que lepreguntes al barrendero tus dudas. Quizá la plática te inspire para escribir un texto para tu blog,pero no tardes.

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3.

—Hola, ¿tienes frío? —lo saludé, y me observó con curiosidad mientras yo identificaba susrasgos pese a la capucha del impermeable que cubría su cabeza. Le calculé unos 65 años. Teníabarba de varios días, estaba encorvado por la edad y tenía una extraña mirada que, de momento,no pude identificar por la falta de luz.

—Un poco —respondió sin sobresaltos, y agregó—: ¿A qué me vas a invitar para quitármelo?

—¿Qué será bueno? —aventuré.

—Algo que cale hasta los huesos —avisó antes de soltar una extraña risita—. Aunque, paraser sincero, no acostumbro a emborracharme.

—Yo tampoco —dije mientras el frío septembrino me sacudía—. Si te fijas, vengoacompañado por mi esposa y su familia —señalé hacia el grupo—, pero tengo unas dudas y…

—Ya sé, sobre la mujer con la que conversaba —me interrumpió—; ella me advirtió que teacercarías.

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4.

—¿Cómo te lo explico? —solté dudando de si estaba platicando con un desencarnado.

—No es necesario —aclaró él—; ella sabe qué eres. Le gusta la gente como tú, que percibemuertos y la pueden ver: la revitaliza, la reanima, le da valor para seguir siendo ella.

—No entiendo —me sinceré y traté de provocarlo para que me diera más detalles—. Es raroque los fantasmas cumplan cien años sin reencarnar. —Guardó silencio, bajó la capucha de suimpermeable, me escudriñó y sonrió—. ¿Quién es? —cuestioné, confirmando que debajo delimpermeable había un raído uniforme de los empleados de limpieza del gobierno.

—Ella quiere hablar contigo.

—¿Y eso? —lo cuestioné.

—La señorita Rosa Lindor advirtió que te daría miedo —soltó con malicia.

—¡¿Qué?! —exclamé.

—Mmm… —trató de jugar.

—Conmigo se equivocan, ambos —señalé mientras usaba mi videncia a través de él—. Soymuertero y vidente desde niño, así que, si quieren verme la cara de pendejo, los muertos o losvivos, es difícil.

—Ella es la señorita Rosa Lindor —enfatizó el nombre—, no sabes lo que te pierdes.

—Vaya.

—¿La conoces? —cuestionó.

—Obviamente no, pero todo el mundo sabe de las leyendas de muchas monjas que sesuicidaron en esta parte de la ciudad —dije para que le quedara claro que los había descubierto,mas el hombre soltó otra risita.

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5.

En el año 1540, en la época de la Colonia, Rosa Lindor, hija de un acaudalado linaje, seenamoró de un joven de origen mestizo llamado Juan Acebal. La familia de la joven, al notarque el hombre la correspondía, lo investigó y descubrieron que estaba casado con una indígenade nombre Guadalupe y que entre ambos habían urdido un plan para que él la enamorara yestafara.

Cuando Rosa Lindor fue informada por su padre de la verdad sobre su pretendiente, sedeprimió profundamente, se volvió taciturna, casi no hablaba, dejó de asistir a eventossociales, harto necesarios para los negocios del clan, y los pretendientes acaudalados sealejaron.

En esos años, Fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, había fundado variosclaustros, entre ellos el Convento de San Francisco y el Convento de la Concepción (que yacontaba con la leyenda del fantasma de María Gil), el mismo al que Rosa, decepcionada,solicitó ingresar como monja.

Era tal la tristeza, que ella se suicidó colgándose de un árbol (igual que María y quemuchas otras ingresadas por motivos similares: mal de amores); mas, a diferencia de Gil, lasapariciones fantasmales de Lindor comenzaron en los alrededores del convento, y después ensus calles aledañas, hasta que, con los años, su presencia, vestida como monja y portando unaveladora encendida, se hizo común en el Centro Histórico.

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6.

—La señorita Rosa Lindor regresará en una hora…, más o menos —avisó el tipo de lalimpieza con cinismo y mientras desabotonaba su impermeable—; es lo que tarda en recorrer lazona norte de la catedral.

—Vaya.

—Avisa que no regresas —aludió a mi esposa y a sus familiares.

—¿Cómo la conociste? —ignoré su insinuación.

—Recogiendo la basura que dejan los turistas que visitan el Centro Histórico. —Levantó loshombros y siguió contando su historia—: Mi jefe me dio el turno de la noche para fastidiarme,creyendo que con eso conseguiría mi renuncia, pero, conforme pasaron los días, comencé a versituaciones interesantes: a las prostitutas, a los vendedores de droga, a los que trafican conmercancía robada…

—Vaya.

—Me gustó el ambiente, aunque en ocasiones podía ponerse un poco violento... Luego empecéver a los muertos que deambulan en las madrugadas, los jóvenes y viejos, y, con el tiempo,aprendí a platicar con ellos. —Se quedó callado, me miró y añadió—: Tienes razón, de losfantasmas antiguos quedan pocos. Ya ni siquiera María Gil anda por aquí. Eso de que aún se la verecorriendo las calles es publicidad para atraer paseantes.

—¿De qué moriste? —dije al fin.

—¡Yo no estoy muerto! —protestó ante el repentino cambio que di a la conversación.

—¿Cuándo y cómo falleciste? —insistí.

—¡No, nunca! —se defendió, pero percibí duda en su voz—. Yo trabajo todas las noches aquíy…

—Solo los muerteros o los espiritistas pueden hablar con fantasmas, a veces los videntes…Por eso mi esposa me sugirió acercarme para conversar contigo —lo interrumpí—. Tú no eresnada de eso, no tienes dones, pero hablas con una muerta, así que estás muerto.

El hombre se quedó boquiabierto mientras se llevaba la mano izquierda hacia el pecho, dondehabía un par de agujeros en su uniforme, quizá de balazos, a la altura del corazón. Nos quedamosen silencio hasta que sus ojos trataron de humedecerse.

—¿Quién te mató? —le ofrecí más argumentos para que aceptara que era un desencarnado,pero se mantuvo en silencio, sin salir de su estupefacción, lo que en cierto momento me conmovió—. Perdona la brusquedad, pero ya no puedes seguir pensando que estás vivo. Cuanto más tardes

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en aceptarlo, más difícil te será trascender. —Y añadí—: Dale saludos de mi parte a la señoritaLindor.

Me di vuelta y me alejé, pero, apenas había avanzado unos pasos, escuché una voz femeninadiciendo mi nombre. No volteé a ver quién era; resultaba obvio, y también peligroso.

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La anciana que creía estar enamorada

Ciudad de México

1.

Aquel sábado terminó el toque de tambor a Ochosi, deidad de la Santería; nos despedimos delos religiosos conocidos, cuando vimos que comenzaban a circular las botellas de ron. Salimos ynos disponíamos a subir al auto cuando una santera se me acercó.

—Buenas noches, ¿cómo hago para una consulta con usted? —soltó.

—¿De qué tipo? —pregunté extrañado, pues conocía a su padrino, un Babalawo—. ¿No hashablado con tu tutor religioso?

—No…, es que no es para mí; es para mi abuela, y necesito un vidente.

—Vaya.

—No es complicado… Bueno, sí… No sé, se trata de ir a platicar con ella. No creo que vivamucho, y tiene una duda con la que no quiere morir.

—Vaya —repetí.

—Es una conversación y que usted responda una pregunta.

La observé (la conocía de vista, y solo habíamos intercambiado saludos en los güiros dondecoincidíamos), saqué una tarjeta con mis datos, se la entregué y nos despedimos. Me llamó a lostres días, pidiéndome que eligiera qué día podía atenderlas. Acordamos vernos el siguientesábado por la tarde.

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2.

Vivían detrás del Museo Nacional de las Intervenciones (famoso por la aparición dedesencarnados a sus alrededores, a cualquier hora del día). Nos estacionamos frente a un parque,cruzamos la calle y tocamos el timbre de una antigua pero bien conservada casa, pintada de colorblanco y con detalles en cantera gris. Nos abrió la santera, cruzamos el amplio patio y entramos.

—Ella es mi abuela Antonia —nos presentó a una mujer delgada, sentada en silla de ruedas enmedio de la sala. Tenía ojos claros, nariz respingona, labios delgados, rostro alargado y surcadopor arrugas, era pálida, de cabello largo cano bien peinado, portaba anillos de oro y vestía ropaazul claro—. Háblenle fuerte, no oye bien.

La anciana nos examinó hasta que sonrió levemente, extendió la mano para saludarnos, nosinvitó a sentarnos y pidió a su nieta un servicio con café, té y galletas.

—¿Usted es el clarividente? —me interrogó la anciana.

—Soy vidente; nací con el don, pero lo desarrollé hasta que llegué a la adolescencia.

—¿Y usted es bruja? —se dirigió a mi esposa y, de inmediato, recibió una amonestación de sunieta.

—No te preocupes —le dijo mientras yo me reía, y, dirigiéndose a la mujer, la cuestionó—:¿Por qué dice eso?

—Porque él también tiene cara de brujo —contestó, señalándome con su dedo índicedeformado por la artritis, lo que hizo que me riera de nuevo.

—¡Abuela! —la increpó la santera.

—Ya pues. —Manoteó la vieja en el aire y me preguntó—: ¿Está listo para oír mi historia?

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3.

—Me casé joven, como se acostumbraba antes, con 17 años, y ahora, a mis 93, puedo afirmarque mi matrimonio con Ramón fue infeliz. Al único hombre con el que compartí intimidad legustaban las mujeres. Era distribuidor de productos de belleza, además de parrandero y jugador…Estaba enamorada y, pese al sufrimiento que me provocó, aún lo quiero… Antes uno se casaba unavez y para siempre, así que, a los pocos meses de habernos unido en una bonita fiesta, a la queacudió toda mi familia y unos cuantos de la suya, le descubrí una infidelidad con una secretaria desu trabajo. No me pregunte cómo lo supe, pero, desde niña, fui educada para afrontar problemas,así que le reclamé su proceder, recibiendo como explicación un par de bofetadas y su indiferenciadurante una semana. Aquella noche él no durmió conmigo, y tuve pesadillas que hasta el día dehoy recuerdo. A la mañana siguiente me levanté triste, pero, en cuanto salí de la recámara, metranquilizó verlo dormido en la sala. Me esmeré en prepararle el desayuno.

—Vaya —exclamé—. ¿Aun con los golpes?

—Sí —aceptó sin asomo de vergüenza.

—Vaya —repetí sintiéndome incómodo.

—Ramón salió rumbo a su trabajo, llamé por teléfono a mi madre, le platiqué lo que habíasucedido, y me contestó que «los hombres son así, y una debe aceptarlos», que debía dedicarme aél y «establecer una familia para que la vida siguiera su rumbo» —hizo una pausa.

—Continúe —la alentó mi esposa.

—Ese día descubrí algo que, hasta la fecha, y pese a mi edad, sigo sin comprender ni olvidar:en diversas partes de la casa encontré restos de tierra.

—¿Tierra? —interrogué agudizando mi videncia.

—Sí, negra, como si alguien hubiera entrado con los zapatos sucios; pero no se veían huellas,además no teníamos jardín.

—Vaya —solté.

—Lo más curioso —agregó— es que durante siete días seguidos me sucedió lo mismo:descubría residuos, incluso una vez debajo de mi cama… Revisé los zapatos de mi esposo, yninguno tenía señales de barro o algo parecido.

—Entiendo —dije para que se olvidara de aquello, sin embargo, la santera tomó nota mentalde mi actitud.

—Volviendo al tema: luego de hablar con mi madre, tomé la decisión de hacer caso a suconsejo y aquella noche le preparé la cena. Cuando llegó, se sentó, le serví, esperé a que comiera,se levantó y se fue a dormir sin siquiera mirarme. Comí de pie en la cocina, después recogí y lavé

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todo. Entré en la recámara, me preparé, me acosté y, apenas llegué a la cama, tuvimos intimidad,con gran pasión pero en silencio. A la mañana siguiente volví a cumplir con mis obligaciones.

—¿En serio? —comentó mi esposa conteniendo su indignación.

—Los matrimonios de antes eran diferentes a los de ahora —señaló.

—Vaya —comenté.

—Los porrazos ocasionales, sus silencios e indiferencia como castigo y mi esmero en tenerlocontento en privado y en mis deberes como esposa, primero, y, más adelante, como madre fueronuna constante en nuestro matrimonio.

—Vaya —repetí armándome de paciencia.

—Pero no quedó ahí: a sus bruscos modos se incluyeron las parrandas y señales de queandaba con otras, a las que se agregaron periodos en los que desaparecía por meses; de pronto,regresaba sin dar explicaciones, me daba algunas golpizas y nuestra vida continuaba.

—Impresionante —se quejó mi esposa.

—En ese ir y venir, padecí enfermedades venéreas —señaló con cierto rubor—, quedé dosveces embarazada de mis hijas, cuyos partos viví sola, así como la primera comunión de ambas,sus tristezas sentimentales de la secundaria, las graduaciones en la universidad y más, hasta quesucedieron varias cosas: en un mismo año, mi primera hija se casó, la segunda quedó encinta antesde terminar la universidad, aunque el novio se hizo responsable, cumplí 46 años, las ausencias deRamón se hicieron más largas e incluso vi nacer a mis tres nietas sin su presencia.

—¡Vaya! —exclamé—. Más mujeres, más karmas.

—Inicié amistad con una mujer con la que coincidía en la panadería; le confié mis penas, ysugirió que viéramos a su cuñada, una curandera que haría que mi marido se sosegara —dijotensándose—. Y fue así que comencé a consultar a brujos y a más curanderos, hice los trabajitosque cada uno mandaba, cosas que iban desde poner pétalos de tulipanes dentro de su almohada,meter su fotografía en un frasco con miel, darle comida con la sangre de mi menstruación, ponermelociones mágicas, unir nuestras actas de nacimiento con cinta de color rojo, colocar otra foto suyacon polvos de amor dentro de un nabo y enterrarlo en el jardín, amarrar con hilo rosa velas conforma de hombre y mujer…, hasta comprar una figura de San Antonio y ponerla de cabeza, perosin resultados… Luego conocí a un santero cubano, quien me prometió que mi esposo se quedaríaa mi lado si yo le llevaba unas ofrendas a Oshún, la diosa del amor.

—Vaya…, ¿y usted le creyó? —cuestioné.

—Sí, pero algo sucedió que no hice las obras —se sinceró.

—¿Cómo? —pregunté.

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—El santero me requirió dos guineas, cordeles, un retrato juntos, miel rosa, girasoles ypolvos. Todo lo adquirí, pedí a mi amiga que conocí en la panadería que los guardara en su casapor si Ramón aparecía y quedé en recogerlos por la mañana, pero temprano me llamó diciendoque su gato se tragó los animales y lo demás se pudrió. Traté de comprarlo de nuevo, pero, paracuando los encontré, la hora de mi cita había pasado, así que me resigné. Ramón siguió yendo yviniendo, mis hijas crecieron y rechacé varios pretendientes hasta que él se esfumó por variosaños.

—Vaya.

—Esa fue una época bonita —sonrió—: viví tranquila, viajé, cuidé a mis nietas, hiceamistades y aprendí a bordar… Pero un día mi esposo reapareció y ya no se fue. Se veía viejo,enfermo, y durante años nos limitamos a lo básico… Eso sí, nunca más dormimos juntos.

—¿Por qué lo recibió? —la cuestionó mi esposa.

—Era mi marido —contestó—. Él compró esta casa, nunca suspendió la manutención y…,bueno, se veía acabado, cansado.

—Vaya —intervine.

—Ya no hubo maltratos, y así vivimos hasta que murió por una embolia. Lo descubrí tirado enel baño hace unos tres años. Ya estoy vieja. Mi nieta me dijo que usted es clarividente; quiero queme diga por qué ninguna brujería sirvió para que Ramón dejara de ser mujeriego.

Se hizo el silencio en la sala mientras la mujer y su nieta me observaban expectantes. Cerrélos ojos y, en un par de minutos, tuve la respuesta.

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4.

—Seré directo —avisé—. Son dos motivos: el primero, porque la noche en que su esposo lagolpeó por primera vez, usted se fue a dormir mientras él la embrujó con un amarre de amor paraque nunca lo dejara, fuera sumisa y aguantara sus infidelidades…

—¿De verdad? —soltó la nieta, y la anciana abrió exageradamente los ojos.

—El segundo se deriva del primero: ningún curandero, brujo, ni nadie, iba a solucionarle nadasi antes no le quitaban a usted ese maleficio.

La mudez de todos se impuso en la sala hasta que la anciana la rompió con una sonoracarcajada que derivó en un largo ataque de risa.

—¿Así que nunca lo quiso? —preguntó la nieta tras dar a su abuela un vaso con agua y paliarla tos que siguió a sus risotadas.

—Se casó enamorada, pero, tras la brujería, creyó estarlo perdidamente.

—Mira qué cabrón salió mi abuelito —se quejó la santera mientras la anciana reía quedito ynegaba con la cabeza—. ¿Eso quiere decir que va a seguir prendada de él hasta que se muera? —cuestionó la nieta bruscamente.

—No es lo ideal; la obligaría a reencarnar de inmediato, cerca de tu abuelo, para que pague loque le hizo —dije—. Sería mejor que fuera vidas después… Ella tiene la última palabra. Necesitaun rompimiento; es un poco brusco, y me inquieta su edad, pero déjame ver qué se me ocurre.

—¿Y la tierra? —soltó perspicaz la nieta.

—El amarre de amor lo hizo tu abuelo con un muerto… Específicamente, con una muerta: esatierra era de panteón.

Nos despedimos mientras la anciana aún soltaba risitas, salimos al patio y acordamos que lanieta me buscaría en unos días para más opciones.

—Me preocupa lo del trabajo con la muerta —me dijo sin dar señales de pretender dejarnosir.

—Tienes razón —acepté—. Llevan muchos años viviendo «juntas», y, en ocasiones, alejar alos muertos conlleva más riesgos que beneficios.

—¿Continúa a su lado? —cuestionó alarmada.

—Sí, y aunque ya se aburrió, está ahí porque quien la encadenó a tu abuela murió sinliberarla.

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—¿Usted la vio?

—Sí…, y no piensa irse hasta que le entreguemos algo a cambio, un pago —avisé, y, ahora sí,nos despedimos.

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5.

—Me irrita pensar que no nos dé tiempo de hacer el rompimiento y el resto de las obras —ledije a mi esposa ya que estábamos en el auto rumbo a nuestra casa—. La mujer ya es bastantegrande, y si no le quitamos esa desencarnada, morirá, se irán juntas al más allá, y en su siguientereencarnación ella la tendrá pegada desde antes de nacer, incluso desde el momento en que seafecundada por sus próximos padres.

—Karma puro —lo definió claramente.

—Sí —admití—, pero no creo que soporte físicamente hacerle un oparaldo en el fondo de unamina que tenga un río para quitársela. Esa agua en especial es tan fría que puede provocarle unapulmonía.

—¿Qué propones? —me interrogó.

—Déjame preguntarle a mi muerto —avisé.

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6.

Una semana después, la santera me llamó por teléfono para avisar del entierro de su abuela.Había sucumbido por un paro respiratorio, aún enamorada y con la muerta pegada a su espíritu.

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El curandero Felipe (3)

Ciudad de México

1.

Llegué un jueves a la casa del curandero Felipe, me abrió una de sus pacientes, encontrándomecon que tenía a seis personas aguardando a ser atendidas. Sabiendo que no podía interrumpirlo,me quedé parado entre la reja que separaba su oratorio y el patio; unos diez minutos después,salió una anciana con paso lento, Felipe asomó su cabeza para llamar al turno siguiente, masapenas me vio, sonrió y me pidió que entrara.

—Llegas caído del cielo —comentó con alivio.

—No creo, desde allá solo llegan los ángeles, y yo de celestial no tengo nada, ni siquiera alas—respondí entre risas.

—Necesito que me hagas un gran favor —pidió—: el tipo que trabajaba uno de mis taxisacaba de renunciar; de hecho, vino en la mañana para dejarme las llaves y decirme que no piensatrabajar más para mí.

—¿Y eso? —pregunté extrañado, pues de sobra sabía que Felipe era un patrón por demás justoa la hora de pagar salarios.

—No entró en detalles —dijo escuetamente, dando a entender que él tampoco los daría—. Elasunto es que tengo una clienta con la cual no puedo quedar mal, por lo que quiero pedirte elfavor: coge el auto y ve a recogerla.

—¿Yo de chófer? —me quejé.

—Vas en taxi porque es lo único que tengo para atender a esta dama, además de que el asuntoes sencillo: la recoges en el Mercado de Jamaica, concretamente en el cruce que forman las callesCongreso de la Unión y Morelos, ella se sube, te dirá a dónde va, la llevas y listo, te regresas.

—No me convences —dudé—; desconozco el oficio de ser ruletero.

—Iría yo, pero ya has visto que tengo varios pendientes; además, no necesitas conocer nada,prácticamente será como manejar un auto particular —señaló—. No te vas a tardar.

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—De acuerdo —acepté, sin estar convencido, mientras le entregaba mi chamarra—, pero dimecómo es la señora, para saber a quién debo recoger.

—A la dama la identificas fácil —dijo entregándome las llaves—: viste de negro y tiene unsombrero con velo, de esos elegantes que se usaban hace unos 60 años. Además llevará un granramo de rosas blancas, pero lo importante es que no le hagas esperar; va a llegar a las cinco ymedia en punto —agregó mirando su reloj de pulsera—, así que tienes bastante tiempo para llegarsin complicaciones.

Me sentí incómodo al salir del oratorio, sin embargo, el favor que mi tío me pidió tampoco eranada del otro mundo; me subí al vehículo de alquiler y enfilé rumbo a la cita.

Llegué con anticipación, así que tuve que dar un par de vueltas alrededor antes de que la mujerapareciera en la esquina señalada. La identifiqué por la descripción; me detuve frente a ella, mebajé, la saludé, la informé de que iba de parte del curandero, abrí la portezuela y entró sin decirnada. Una vez que me puse frente al volante, le pregunté por el destino.

—Panteón Español —indicó secamente.

Activé el taxímetro con cierta pena y enfilé rumbo al cementerio ubicado sobre la transitadacalzada México–Tacuba, al poniente de la ciudad, lejanía que, de alguna manera, me hizo temerque el tiempo a invertir en ese viaje sería más largo de lo que pensaba.

Durante el trayecto, la mujer permaneció en silencio, lo cual en un principio me incomodó, sibien el posterior frío que comenzó a invadirme hizo que dejara de darle importancia. Aquello eraalgo extraño, pues la época del año no incluía bajas temperaturas.

El tránsito fluía. Yo conocía de sobra el Panteón Español, ya que ahí descansaban los restosdel bisabuelo, el abuelo y mi hermano, motivo por el cual, desde niño, había entradoacompañando a mis padres, Así, mientras ellos vigilaban que los empleados realizaran la limpiade la cripta familiar, yo solía vagar entre tumbas y mausoleos; varias veces me perdí sin que mediera miedo, provocándoles a ellos terribles sustos.

Recuerdo que fui regañado y castigado por mi progenitor debido a mi manía de caminar porlos pasillos del cementerio, mas lo peor era que, durante sus sermones y cuestionamientos sobre«¿en dónde me metía?», él nunca entendió cuando le contestaba: «Papá, me gustan los fantasmas».

Así que, con mis evocaciones a juegos entre piletas, huesos, sepulturas y deambular desombras, al tiempo que llenaba mis infantiles bolsillos con los pétalos de las ofrendas floralesllevadas por familiares a sus fallecidos, paulatinamente dejé de prestarle atención al frío.

Aparte de su silencio, la mujer jamás soltó las flores, y, de las pocas veces que usé el espejoretrovisor para observarla, nunca pude ver su rostro por el cerrado tejido del velo; por lo demás,a consecuencia del silencio, parecía que no había nadie ocupando el asiento trasero.

Llegamos minutos antes de las siete, cuando la tenue luz del ocaso era sustituida, lentamente,

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por una incipiente oscuridad. Estacioné frente al panteón, me bajé, le abrí la portezuela y la mujerdescendió con extraña agilidad, teniendo en cuenta el tamaño de su lote de flores.

—No tardo —dijo escuetamente, y se introdujo en el cementerio.

Me recargué en una de las salpicaderas del coche, disfrutando del agradable clima que sesentía en el exterior, sintiendo cómo la temperatura de mi cuerpo subía lentamente.

El reloj marcó las siete. Uno de los cuidadores del panteón asomó su cabeza por la gran puertade entrada, volteó hacia ambos sentidos de la calle y la trancó. Alarmado, corrí hacia la verja y leadvertí que aún quedaba una visitante adentro.

—¿Una mujer? —me preguntó mirándome con desconfianza.

—Sí. La traje en taxi —le advertí—; me pidió que la esperara.

—¿Cómo era su ropa? —cuestionó.

—Un vestido negro, de estilo antiguo, y sombrero con velo —referí, pero la descripción quele di le provocó una carcajada.

—Anda usted extraviado, joven, esa señora llega y se mete cargando sus flores, pero nuncasale; es una fantasma que lleva años haciendo lo mismo. —Y, casi ahogándose con su propia risa,agregó—: Así que, si no le pagó, me temo que ya se lo chingó. —Dio la vuelta y se alejó.

Me sentí el hombre más ridículo del mundo por no poner más atención a la misteriosa pasajera(claro que, en aquella época, yo aún no tomaba en serio lo de ser muertero, así que tampoco sabíademasiado sobre esos detalles), pero además sentí que había sido objeto de una pesada broma; asíque decidí regresar. Subí al auto y en el interior el frío había desparecido.

Llegué cerca de las ocho, en el instante en que mi tío despedía, en la puerta, al últimopaciente. Estacioné el taxi, le entregué las llaves y entré en su casa en silencio. Me alcanzó en lasala, sacó una botella de brandy, puso dos vasos en la mesita de la sala, sirvió con generosidad,después mezcló con refresco de cola y, tras entregarme el mío, preguntó:

—¿Cómo te fue con la dama?

—Aparte de ser bastante seria, no me pagó.

—¡Pero si no debía hacerlo! —se quejó.

—Supuse que parte de tu encargo era cobrarle, así que activé el taxímetro. Pidió que lallevara al Panteón Español y, al llegar, me dijo que no tardaría y se metió, por lo que entendí quedebía esperarla; después cerraron la reja, y nunca salió. —Le di un sorbo a mi trago y dije, amanera de reclamo—: No me dijiste que era una muerta.

—Pensé que la identificarías —argumentó—; es de las damas vestidas de negro que salen de

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la habitación de allá al fondo.

—Con ese velo que le tapaba el rostro era obvio que no podría reconocerla —seguíquejándome.

—¿Te dijo algo? —me preguntó.

—No dije una palabra…, y ella tampoco. Hicimos el viaje en silencio.

—Ese fue tu error —señaló—. Lástima, podrían haber tenido una encantadora conversación.

—No me indicaste nada de no cobrarle —protesté de nuevo.

—Tampoco te dije que lo hicieras. —Cruzamos miradas, le di otro trago a mi vaso y levantélos hombros resignado—. La próxima vez que pase por aquí, te la presento.

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2.

Precisamente, la habitación desde donde saldría la escurridiza mujer, la cual algún día mepresentaría, según me ofreció, me inspiraba miedo desde niño, mas nunca abordé el tema con élhasta que una mañana sabatina, sin que hubiera nada planeado, me pidió que lo siguiera hasta allípara buscar unos recibos del pago de impuestos que debía realizar al siguiente lunes.

Entramos, encendió una tenue luz, y la descubrí bastante amplia, pero me dio la sensación deque había retrocedido cien años en el tiempo: las ventanas estaban clausuradas, en el suelo habíaun desgastado tapete de indefinible color, tenía un desvencijado escritorio, un antiquísimo sillón y,exactamente ante este, una silla de madera, ambos colocados de forma que dos personas pudieranconversar de frente. En las descascaradas paredes había repisas cubiertas de polvo, con rollos demúsica apilados que no habían pasado sobre el tablero de su pianola desde hacía años.

Sentí el ligero roce de una mano que recorría mi espalda. Por su delicadeza, concluí que habíasido una mujer quien lo había hecho, pero sabiendo que estábamos solos, me negué a indagar.Felipe abrió uno de los cajones del escritorio, sacó sus comprobantes y no lo cerró. Al darsemedia vuelta, entendí que era hora de salir. Fui el primero en hacerlo, antes de que él apagara laluz, mas, ya que estábamos dando los primeros pasos sobre el largo pasillo, claramente escuchéque «alguien» empujaba la gaveta abierta con fuerza.

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3.

Mi tío no me emborrachaba. Nunca me ofrecía más de tres tragos de su adorado brandy. Fueuna especie de regla que estableció, pues, si yo tomaba de más, seguramente no entendería lasexplicaciones que me daba sobre cómo funciona el mundo espiritual (aparte, tendría que darleincómodas justificaciones a mi padre sobre algo que el curandero no hizo ni con su esposa, a laque adoraba).

Curiosamente, él podía seguir tomando hasta entrada la madrugada, mientras yo llenabalibretas tomando apuntes, sin que diera alguna señal de estar alcoholizado.

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Comerse al muerto

Ciudad de México

Humberto era técnico en Urgencias Médicas, recibió su formación en la Cruz Roja, y, por susexcelentes calificaciones, le ofrecieron empleo donde había cumplido ya cinco años salvandovidas en las más variadas circunstancias: desde accidentes de auto y motos, caídas en aceras odesde azoteas y árboles, fallidos suicidios, heridos por asaltos, problemas de salud, intentos deasesinato y recuperación de cadáveres.

Se enamoró de una joven decoradora de interiores, y se hicieron novios. Ella no veía conmucho agrado su oficio, pero respetaba aquella «vocación»; mientras, él trataba de no entrar endetalles sobre sus experiencias en casos de emergencias.

Un año después decidieron celebrar su primer aniversario en el Pacífico y se fueron a Ixtapa,ribera localizada en el estado de Guerrero, durante una semana. Todo transcurrió con normalidadlos primeros días, en los que iban y venían a la playa, alternaban zambullidas en el mar y lasalbercas del hotel, visitaban los restaurantes de la zona y un par de veces fueron a bailar ybebieron copas de más.

Luego de otra noche de excesos, decidieron pasar el quinto día recostados sobre la arena delmar, bronceándose y pidiendo al servicio de bar cervezas frías y bocadillos de mariscos. Llegadala tarde, estaban repuestos, pero considerando que les quedaban solo dos días más de descanso,acordaron cenar en el restaurant y acostarse temprano.

Se levantaron, tomaron sus toallas y se encaminaron al comedor, pero, al cruzar el vestíbulo,llamó su atención una multitud alrededor de la recepción. Intrigado, y ante la posibilidad de querequirieran sus servicios, Humberto se acercó y descubrió a un hombre de avanzada edad tendidoen el suelo.

El paramédico diagnosticó un infarto, pidió que se le abriera espacio, revisó que tuviera pulsoy le practicó una reanimación cardiopulmonar, que alternó con respiraciones artificiales; mas losesfuerzos fueron inútiles, y el viejo falleció, aunque lo que él no percibió fue que la últimaexhalación la tuvo cuando le daba respiración boca a boca.

Aquella noche, Humberto se sentía frustrado por no haber salvado una vida. Su novia percibiósu estado de ánimo y lo convenció para tomar varias cervezas en la cena. Al llegar a suhabitación, se propuso hacerle olvidar el mal rato con una buena sesión de sexo, cosa que

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consiguió tras una hora y que se prolongó hasta bien entrada la madrugada.

El resto de las vacaciones transcurrieron según lo planeado: sin sobresaltos, comiendo yhaciendo el amor, salvo que, ocasionalmente, se sofocaba y sentía la necesidad de adentrarse en elmar para recuperarse, algo que lograba a los pocos minutos.

Ya en el vuelo de regreso, ambos estaban felices. Hablando de la similitud en su carácter,concluyeron que eran almas gemelas y que su destino era casarse. Fue la última vez que tuvieronuna conversación coherente.

Ya en la ciudad, retomaron sus actividades: ella tenía numerosas solicitudes de servicios, quela ocuparon a tiempo completo, mientras él regresó a su trabajo de paramédico, en el que en pocotiempo comenzó a dar muestras de una extraña ineptitud e indiferencia.

Gracias a sus compañeros, fue sustituido en momentos cruciales al no reaccionar a tiempo,solventándose adecuadamente las emergencias a las que, como paramédicos, eran convocados;pero su actitud era patética, y su jefe, en un acto de consideración, lo transfirió al almacén, aunquecon la encomienda de que investigara qué le sucedía.

Ni que decir tiene que, en cosa de días, la relación con su novia se deterioró. Ella le hacíareclamos por su actitud taciturna, después acusaciones de infidelidad, y al final, muestras depreocupación ante su depresivo silencio y la mirada puesta en otro lado.

Fue allí, en las oscuras bodegas, mientras bajaba de peso por no comer, dejaba de tenercontacto con su familia, descuidaba su aseo personal, hablaba lo mínimo, cometía errores básicos,vomitaba una masa pestilente en los rincones y frecuentaba menos a su novia, donde la amiga deuna enfermera le sugirió concertar una cita conmigo.

Un martes, a regañadientes, y ante la insistencia de mi hija y mi esposa, acepté recibirlo (yo:«mañana trabajo y no me gusta llegar desvelado…»; ellas: «urge»). Así que a las nueve de lanoche tenía a la pareja sentada frente a mí.

Escuché su historia mientras pensaba que, si bien él no estaba involucrado en la santería,cualquiera diría que por ser paramédico era hijo del dios Oggun. Mas era de Yemayá, y susentradas en el mar, tras la muerte del anciano, lo confirmaron: era la gran Orisha muertera y loestaba protegiendo.

—Trae encima al viejito —aventuró mi hija.

—No creo —negué para no poner al muerto en alerta.

—Yo tampoco —secundó mi esposa la trampa, ofreciéndonos bebidas.

Humberto esquivaba mi mirada. Su novia se dio cuenta y quiso decir algo, mas la callé con unademán, me puse de pie, fui al cuarto de religión, busqué el frasco con ruda y tomillo secos, cogídos cascarillas, un frasco de loción de flores blancas, azahar, coco y agua bendita, me puse micollar de muerto, di tres golpes sobre mi Lucero y volví a la sala.

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Me paré frente al paramédico, tomé a su novia por el brazo, la levanté y la puse en otro sillón.Mi esposa se colocó frente a ella, a manera de protección, saqué un puño del primer frasco y locoloqué sobre su cabeza, puse una cascarilla en sus manos, rocié la loción del segundo envasealrededor de su asiento y me senté a su lado.

—Mira, una cosa es que los muertos vivan recostados sobre una persona, pero otra, quequieran comerles los intestinos —dije con dureza; su cuerpo se agitó e instantes después soltó unacarcajada—. También me gusta divertirme con ustedes, como jugar a eso de mandarlos a lachingada —advertí. Mi esposa entendió el mensaje: ordenó a mi hija que fuera a por un frasco conpólvora, una vela y otro par de cascarillas.

La casa quedó en silencio hasta que ella volvió, me entregó las cosas, puse la pólvora en elregazo de Humberto (con la que pensaba hacer una patipemba para correrlo) y blandí la candela.

—Lo hacemos con dolor y me burlo de ti el resto de mi vida, o te vas por las buenas y teadelanto un tramo del camino que te falta por recorrer.

Se quedó callado, pero se puso de pie sin soltar el frasco; mi esposa y yo cruzamos miradas,empujamos los sillones y la mesa y pedí a mi hija que buscara un plato de barro y cigarrillos.

Conseguido el espacio, mi mujer marcó con cascarilla a la novia y a mi hija, puse pólvora enel plato y lo coloqué frente a Humberto, me quité la camisa y cubrí su cabeza, levanté sus brazos einvoqué a mis guías protectores y, a su vez, a las entidades apropiadas para alejar a undesencarnado cuando ya se ha llegado a un acuerdo.

—El día que te mueras te voy a estar esperando de este lado —soltó con voz cavernosa y amodo de amenaza (como siempre hacen muchos otros desencarnados), y me reí.

Mi esposa fue en busca de aguardiente. Les pedí que cerraran los ojos, encendí un cigarro, loacerqué a la pólvora, brincó el fogonazo y la casa se llenó de humo y un olor a podrido. Soplélicor en su cabeza, lo limpié con mi camisa, y Humberto se dejó caer en el sillón.

—¿Así trabajan los santeros? —preguntó la novia.

—Esto no es santería.

—La prima dijo que lo eran —dijo.

—Esto fue una limpia de curanderos… ¿Cómo te sientes? —pregunté al joven, y asintió, toméel plato de barro, lo vi, se lo enseñé a mi esposa y ella a él.

—¿Quién es? —preguntó observando el rostro dibujado en el fondo.

—Es el viejito; te tragaste su «espíritu» cuando soltó su último aliento.

—¡Dios! —gritó la novia—. Se me hacía conocido.

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—Pero ya se fue —los tranquilizó mi esposa.

—¿Para qué la pólvora? —preguntó.

—Es el «pago» —y repetí la historia del chispazo: la pólvora «ilumina el camino» que debeseguir el muerto en busca de la luz para poder salir del «limbo».

—¿No le da miedo hablarles feo? —insistió ella.

—A veces es necesario; aunque pueden enojarse y maltratar a la víctima, por ejemplo,azotando su cabeza contra la pared, aunque aquí solo hay libros. —Señalé los libreros que habíapor toda la casa.

—¿Era malo el anciano? —preguntó Humberto—. ¿Por qué le amenazó a usted?

—Caras vemos… —me reí—. Así como su vejez te inspiró ternura, en su juventud fue unsicario que debía muchas muertes, pero ahora disfrutaba de un plácido retiro con el dinero que lepagaron por asesinar.

—Los paramédicos no juzgamos a los vivos —señaló.

—Ni nosotros a los muertos. Para eso está tu dios preferido —agregué señalando hacia arribacon el dedo índice, y, para evitar polémicas, sugerí que agradecieran a Yemayá con una ofrenda enel mar por haberlos «llenado de bendiciones» con sus olas.

Recomendé a Humberto nueve baños con hierbas, y se despidieron. Una vez a solas, fulminécon la mirada a mi esposa y a mi hija y les señalé la hora en que se habían ido.

—Sí, pero valió la pena —dijo mi hija—. Estuvo emocionante.

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Muertos entre los vivos

Ciudad de México

1.

Me lo dijeron un chamán y un curandero durante el aniversario de un templo espiritual, perosin darle mayor importancia: «Los desencarnados están huyendo del Centro Histórico». Y todosdesestimamos el tema, pues damos por obvio que los muertos viven entre nosotros, y afirmar quesu desalojo de ciertas zonas de la ciudad ha aumentado no se acerca aún a los plazos de lasprofecías que nuestros respectivos amigos videntes nos han compartido.

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2.

El Centro Histórico es una zona con grandes vestigios, pues ahí se constituyó en 1325 laTriple Alianza: la última poderosa y violenta confederación indígena del país. Tras laconquista española en 1521, sobre sus ruinas se edificó la Nueva España, y al ganar losindependentistas en 1821, se hicieron más edificaciones y siguió como centro de poder, dondese decidían la política, la economía y la cultura del país.

Con los años, cayó en el olvido, y ello pasó factura: fue invadida por giros negros,delincuencia, prostitución, narcotráfico, indigencia, y su belleza arquitectónica se fueperdiendo, hasta que, en el año 2000, se creó un fideicomiso para su rescate; se hizo undiagnóstico y se delineó un plan para recuperar viviendas y vecindades, clausurar antros,cambiar adoquines y alumbrado, rehabilitar edificios y modernizar infraestructuras.

Pero el Centro Histórico también tiene un pasado oscuro, ya que su subsuelo ha recibidoríos de sangre por varios motivos: sacrificios humanos, terremotos, la Guerra deIndependencia, la Revolución Mexicana o la represión de movimientos sociales. Si bien loanterior no es privativo de la zona, ese derrame de numerosas castas se extiende hacia barriosaledaños, y a ello se deben agregar muertes violentas por delincuencia, suicidios (abundan losconventos con historias trágicas), bodegas repletas de cadáveres anónimos o venganzas a lolargo de sus calles, desde cientos de años atrás.

Las historias sobre desencarnados abundan de tal manera que se han escrito libros sobreellas y montado un «Tour de fantasmas y leyendas por el Centro Histórico», en el que se ofrecerecorrer sus calles escoltado por un especialista en el tema, conocer las historias alrededor deedificios embrujados e incluso pasar la velada en compañía de un fantasma.

Lo anterior es, hasta cierto punto, normal, por el turismo, mas ese halo de misteriodesaparece lentamente por el «Plan de Rescate», que incluyó demoliciones que dejaron a milesde desencarnados sin su punto de anclaje, provocando que migrasen hacia los barrios aledaños(buscando casas, iglesias, edificios, cementerios, hospitales y terrenos baldíos), en dondeseguir aferrados al pasado vivo.

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3.

La sangrienta historia del Centro Histórico la recordé tras varias solicitudes para acudir adomicilios en las colonias Guerrero, Doctores y Obrera para «averiguar por qué aparecíanfantasmas». Un domingo, subiendo por las escaleras al departamento de mi madre, mi esposa y yonos cruzamos con cuatro espectros nuevos. Al entrar, mi sobrina de seis años me dijo que a surecámara llegó una niña que la despertaba en las noches para que jugara con ella, y, si se negaba,se enojaba y le gritaba o escondía sus juguetes. La busqué, y «la fantasmita» estaba en sudormitorio.

Cruzamos miradas, y ella sonrió rotamente, supongo que intuía lo que vendría a continuación,a lo que respondí levantando los hombros para dejarle claro que aquello no era nada personal ensu contra.

Salí a comprar cigarrillos y, antes de regresar, saqué fula y cascarilla del automóvil. Regresé,tracé una patipemba a la entrada del departamento, por dentro, primero con el gis y luego conpólvora, acerqué un cigarrillo, prendió (dejando el típico olor a podrido) y la desencarnada sefue.

Esa tarde recibí más peticiones de consultas en casas donde espantaban; al preguntar por lascolonias, eran Juárez, San Rafael y Roma, así que, cuando agregué a las ya citadas Guerrero,Doctores y Obrera, comencé a entender. Las rechacé todas.

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4.

Entre los posteriores recorridos a la colonia donde vive mi madre, mi esposa y yo nosencontramos con desencarnados circulando entre los vivos sin mayor conflicto y en los másinverosímiles lugares de la vía pública.

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5.

Una madrugada de la siguiente semana, me llamó mi amiga Xia Zhang, una bruja china quevive en el Barrio Chino, obviamente, del Centro Histórico.

—Nǐ hǎo —me saludó efusiva.

—Hola.

—¿Estabas dormido? —preguntó cínica.

—Sabes que sí —me quejé.

—Baja a la sala para no despertar a tu esposa —ordenó.

—Dime —dije tras arrellanarme en un sillón.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—No me jodas —me quejé—. Ve al tema, que en unas horas trabajo.

—Descubrí dos guǐ en mi cantón —avisó—. No son antepasados. En los pasillos de otrosgùshì he visto más, una vecina se quejó de que en el suyo asustan, mi hermana llamó y dijo que lellegaron inquilinos, y Ling (una amiga en común) me contó lo mismo.

—¡Chingado! —me quejé—. ¿Para eso me llamas? ¿Tú, una de las brujas más preparadas queconozco?... ¡Sácalos y ya, a la chingada!

—Quiero tu opinión como curandero —pidió.

—No puedo darte mejores recomendaciones que las que tu madre te enseñó para corrermuertos —me referí a la fama que su progenitora tuvo en vida como bruja en el Barrio Chino.

—No quiero tus shípǔ, sino saber de dónde salieron; son muchos de pronto —se quejó, asíque le compartí lo que sabía—. Nos invade el más allá… Tendrás mucha demanda en estos días—se burló tras oírme.

—Sabes que no acepto cualquier trabajo —señalé—, y si se trata de sacar muertos de unacasa, lo pienso dos veces.

—Nuòruò —se burló.

—Algo pasa con los desencarnados del Centro Histórico —ignoré su insulto mientrasbostezaba—, aunque ya me habían advertido que se estaban escapando.

—¿Y no me avisaste? —se quejó.

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—No tenía claro el origen de tantos casos en distintos lados —reconocí.

—Qìng —pidió.

—Te propongo reunirnos con unos amigos para platicar sobre esto.

—No me gustan los brujos mexicanos —se quejó.

—Sí, ya lo sé, y te doy la razón: son tramposos.

—Wǒ zài fùjìn kàn dào tāmen Dolores —aceptó, pero lo condicionó—: El martes en el HóngLóng, a las siete de la noche.

—Me molesta que no hables en español —me quejé, y colgó.

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6.

Vi el reloj, y faltaba una hora para que sonara el despertador, así que fui al cuarto de religión apor una vela y una estera. La encendí, me recosté frente a mi palo de muerto y comencé a usarlargamente mi videncia.

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7.

En general, chamanes, brujos, mayomberos, curanderos, santeros, espiritualistas, muerteros,videntes, sanadores y demás, desarrollamos un sentido del humor, por decirlo de alguna manera,macabro, con la finalidad de no implicarnos emocionalmente con el sufrimiento de los pacientes;así que, cuando nos reunimos entre correligionarios, fuera de sus templos o casas religiosas, laconvivencia suele ser relajada.

Así, citar a mis colegas fue fácil por su interés en el tema (pese a la diplomática aversiónentre un curandero y Xia, quienes afirman que su práctica es superior a la del otro). La reunión fuecordial: compartimos experiencias y lo que sabíamos del caso mientras tomábamos café ysaboreábamos pan chino, hasta que expuse mi posición:

—No voy a involucrarme en el asunto ni ayudaré a sacar muertos de las colonias cercanas alCentro Histórico… por mucho que paguen.

—Estoy de acuerdo —secundó el chamán.

—Son seres que buscan la luz —intervino mañosamente el curandero. —Están aferrados a suspesares —secundó Xia.

—No sabemos si su presencia en las casas a las que llegan tiene que ver con karmas para sushabitantes —justifiqué mi actitud—. Les pedí que nos reuniéramos en atención a Xia, que tiene eseproblema en el edificio donde vive y quiere saber más.

—Imagínenos acorralando a miles de desencarnados que tienen siglos de edad para que nosalgan del Centro Histórico —comentó el curandero con ambición—. Suena a dinero, del rápido,y sin karma.

—No cuenten conmigo —reiteré—. Insisto en el motivo de haberles convocado: sé que todos,de una manera u otra, sabemos algo, y creo que, si lo compartimos, llegaremos a una interesanteconclusión sobre el origen de este «éxodo».

—Coincido —cedió Xia—: la riqueza no está por encima del destino…

—Podríamos atender casos específicos —insistió el curandero.

—Paso. Enfrentaríamos a brujos y espiritistas que, en cuanto se enteren, tratarán de obtener sutajada. Serán pleitos extra… Además, he visto muchos espectros errando a la luz del día, y eso noes común; ellos buscan rincones donde encerrarse, así que esto va más allá de una simpleexpulsión de sus moradas.

—Suena terrible —dijo el chamán.

—No les gusta el sol —se burló Xia.

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—¿Te has preguntado por qué, si el «Plan de Rescate» lleva años trabajando, no ha sido hastaahora que se han dejado ver? —cuestionó el curandero retomando argumentos.

—Estamos en el año 2019… Termina en nueve, ¿no? —expliqué—. Hubieras visto cómo sepusieron en el año 2009.

—Por supuesto —soltó, pero sin dejar claro si sabía de qué le estaba hablando.

La plática siguió por ahí. Coincidimos en que la salida de los muertos era por la remodelacióndel Centro y contamos más experiencias, pero el curandero insistió en sacarle provecho hasta queXia señaló:

—Creo que ya agotamos el tema.

—Sí, no venimos a organizar una cacería ni a montar un campo de concentración ni a abrirvórtices de luz para que se vayan en grupo a la chingada —me quejé tras dar un sorbo a mi taza ymientras los adornos orientales en rojo y dorado de la cafetería me parecían irritantes—. Espatético… Y solo pensar en obtener lucro de esto me encabrona.

—Estoy de acuerdo —secundó el chamán.

—La idea era reunirnos para despejar las dudas sobre el origen de tantos fantasmas —agregóXia—, y ya me las aclararon.

—Además, ya saben que debe haber un equilibrio entre el número de muertos y vivosexistentes en el planeta Tierra —advertí—. ¿Recuerdan la caverna?

—Lo veo como un buen negocio —me ignoró el curandero.

—Ya lo dijo él —comentó mi amiga refiriéndose a mi posición, lo que provocó que el rostrodel curandero se endureciera.

—Todo esto me parece una pendejada —dije viendo que, de persistir, no tardaría en darse unencontronazo entre Xia y el curandero.

—Llegó la hora —avisó el chamán; llamó al mesero y sacó su cartera.

—Sí, se hace tarde —lo secundé.

Hicimos algunos comentarios mientras nos informaban el monto del consumo, mas al momentode dividir el monto entre los cuatro, Xia pidió que lo cargaran a su cuenta. El chamán dudó, peroal final guardó su cartera; el curandero ni siquiera intentó sacarla… Recogí la mía.

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8.

Seguí recibiendo solicitudes para arrear desencarnados, pero me negué a todas. Xia corrió alos muertos que llegaron a su departamento y puso protecciones espirituales.

A la postre, supe que el curandero convenció al chamán para sacarle provecho económico altema, pero apenas llevaban una semana trabajando y el segundo rodó por las escaleras de una casaque habían ido a despejar en la Colonia Atlampa… Y de ello me enteré porque él mismo me pidióque le quitara de encima al desencarnado que lo empujó.

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El curandero Felipe (4)

Ciudad de México

1.

—Vámonos —me dijo mi tío con seriedad, en la puerta de su casa, entregándome las llaves deuno de sus taxis y sin intención de invitarme a entrar. Era viernes por la tarde, y me quedó claroque ese día no habría tragos con brandy.

Subimos al auto, y, por inercia, enfilé hacia la avenida más importante que circundaba su casa;fue entonces cuando me dijo:

—Da vuelta en U, rumbo a La Merced.

Obedecí y, tras andar varias calles, encendí la radio para escuchar música clásica. Felipe meobservó de reojo antes de advertir:

—En cuanto se suba la dama a la que vamos a recoger, lo apagas, por favor.

Sabiendo que, por el tono, sus palabras no admitirían discusión, guardé silencio hasta quehabló de nuevo:

—Estaremos toda la tarde en la calle, quizá incluso nos alcance la noche, pero no puedo faltara este compromiso —soltó a modo de justificación, algo que, curiosamente, no solía hacerconmigo.

—No tengo prisa —dije, esquivando a un imprudente motociclista.

—Y tampoco te presiones; vamos con tiempo de sobra, aunque, como suceden luego las cosas,es mejor que nosotros aguardemos a que le hagamos esperar —aclaró con sus siempre rebuscadasfrases.

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2.

Conforme nos acercamos al mercado, me pidió que me dirigiera hacia la zona de venta deflores. Una vez ahí, extrañamente, encontré un lugar libre para estacionarme sobre la calle deRosario, sin necesidad de acudir a los cuidadores callejeros de autos.

Felipe se bajó, soltó un ambiguo «ya regreso, mantente pendiente de cualquier cosa» ydesapareció a través de una de las entradas donde se ofertaban artículos esotéricos. Apagué laradio, saqué de mi mochila el libro El niño del jueves negro y me puse a leer mientras los rayosdel sol menguaban lentamente.

Una media hora después, reapareció el curandero portando lo que calculé era un ciento declaveles, la mitad de color blanco, y la otra, rojos. Sin avisar, abrió la cajuela, los metió ydespués entró al taxi, sentándose a mi lado.

—Rodea todo el mercado —ordenó—, de manera que te coloques en la esquina que se formaentre Anillo de Circunvalación y Adolfo Gurrión.

—Quizá no podamos pararnos ahí —avisé.

—Ya es tarde —me tranquilizó—; seguramente habrá menos gente y encontraremos lugar.

Hice el recorrido, y, en efecto, había espacio para estacionarnos. Apagué el auto y quedé a laexpectativa de lo que sugiriera mi tío. Me vio de reojo, soltó un «esperemos» y no dijo más. Miréel reloj, y faltaban diez minutos para las seis. Crucé los brazos sobre el pecho y aguardé ensilencio.

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3.

Exactamente a las seis de la tarde se abrió la portezuela trasera derecha y vi de reojo queentraba una atractiva aunque ya madura mujer (vestía de color negro), saludó con un parco «buenanoche»; contesté, mas Felipe no dijo nada hasta que ella cerró con suavidad la puerta.

—Llévanos al Panteón Civil de Dolores —dijo secamente el curandero; me guardé micomentario de que a esa hora estaría cerrado, encendí el auto y me encaminé hacia el Bosque deChapultepec.

Esa parte del trayecto la hicimos en silencio hasta que salí de la calle Molino del Rey y toméAvenida Constituyentes. Fue cuando la mujer habló:

—¿Cómo estás, Felipe? —escuché una voz amable aunque con un dejo de cansancio.

—En general, bien…, salvo por los males de la vejez —contestó él.

—Debiste cuidarte —sugirió la mujer, busqué su rostro a través del espejo retrovisor y lareconocí: era la otra que un sábado por la noche salió del fondo de la casa. Finalmente habíaestado cerca de ambas, ahora solo me faltaba conocer al hombre que las acompañaba.

—Asisto periódicamente al médico —señaló el curandero.

—Sabes bien a qué me refiero cuando digo «debiste cuidarte» —le señaló.

—¡Sí, claro! —exclamó Felipe—: te refieres a cuidarme.

—Sí —confirmó ella.

—Estoy de acuerdo contigo —aceptó, levantó los hombros y regresó el silencio.

A los pocos minutos detuve el taxi frente al pórtico de entrada del panteón, vi que sus trespuertas estaban cerradas y apagué el motor. Dado que Felipe y la mujer comenzaban a descenderdel auto, me abstuve nuevamente de opinar.

El curandero se dirigió hacia la cajuela, sacó el hato de claveles y un pequeño maletín de pielque solía usar cuando realizaba alguna limpia fuera de su capilla, mas llamó mi atención que,conociendo su galantería con las damas, no abriera la puerta a la mujer ni le ofreciera ayuda parabajar.

Antes de que saliera completamente del auto, ella dijo con su voz cansada:

—Has sido tan amable, te lo agradezco.

Tras lo cual, cerró la portezuela nuevamente con delicadeza. No supe si escuchó mi respuesta.Mi tío se asomó por la ventanilla y me advirtió:

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—Vete a la casa a dejar el taxi —dijo—, y no levantes a ningún pasajero que te pida serviciocerca del panteón… Es más: no atiendas a nadie…

—¿Se van a quedar? —pregunté extrañado—. ¿No quieren que los espere?

—No —señaló tajante, y se fue tras la mujer.

Mientras encendía el motor, volteé hacia la entrada y descubrí que uno de los veladores abríala puerta izquierda (la más pequeña de las tres y pegada al módulo de vigilancia) para dejarlospasar. Casi puedo asegurar que el velador los saludó con familiaridad.

Eran las siete y veinte en el reloj. Subí las ventanillas, puse los botones de seguridad y meencaminé a cumplir con las instrucciones.

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4.

El regreso fue relativamente rápido; a las ocho y media ya estaba de vuelta. Estacioné el taxifrente a su casa, me aseguré de que estuviera bien cerrado y toqué el timbre para entregarle lasllaves del auto a Juan, mas, para mi sorpresa, fue Felipe el que abrió.

—Te tardaste —dijo con el semblante pálido.

—¿Qué haces aquí? —le inquirí por llegar antes que yo.

—Aquí vivo —respondió con una sonrisa triste.

—Todo bien —le informé mientras le entregaba las llaves.

—Gracias por todo, Dios te bendiga —me despidió tras recibirlas—. Ya nos veremos después—dijo, sonrió de nuevo y cerró la puerta.

De regreso a mi casa, me sentí cansado. Un gran pesar me invadió, y no atiné a saber elmotivo. Al llegar, me encontré a mi madre con los ojos llorosos y a mi padre taciturno, ambosembargados por la tristeza.

—¿Qué sucede? —los interrogué, atónito, por su semblante.

—Tu tío Felipe murió hoy en la mañana —respondió mi madre, y soltó el llanto.

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El niño estaba ahí

Villa Cousiño, Santiago de Chile

—Buenas —me saludó Chuy un jueves por la mañana al salir hacia mi trabajo.

—Aquí nomás —le respondí apresurado.

—¿Nos tomamos unas chelas el viernes? —propuso.

—Claro —contesté interesado.

—Nos vemos en la tarde —me dijo sin mucha emoción.

—Sí, saliendo del trabajo —confirmé, tras lo cual se despidió. Lo vi alejarse: era un pelirrojochaparrito, con bigote recortado, pecoso y pálido, con los hombros caídos y sin disimular eltrabajo que les costaba a sus piernas mover su cuerpo, cargar con su pesada vida; y concluí que lomalo de consumir drogas, como él hacía y de lo que todo el mundo hablaba, es que las citas paradivertirse dejan de ser emocionantes.

Ese viernes subimos a la camioneta de la empresa donde yo trabajaba, hice sonar música delgrupo Pánico, y salimos de Villa Cousiño rumbo a Ñuñoa. En el camino, nos detuvimos en unacantinita sobre Avenida Oriental, ubicada cerca del Centro Educacional Erasmo Escala. Estabavacía, sonaba música norteña, y tomamos un par de cervezas Malta del Sur mientras esperábamosa que oscureciera.

Enfilamos hacia Peñalolén hasta llegar a una licorería. Entramos, y Chuy saludó concomplicidad al dependiente, un santiagueño mal encarado. Me distraje hojeando la revista LosInrockuptibles, por lo que no me di cuenta de qué le dijo mi amigo, hasta que llamó mi atención y,con un ademán, señaló el refrigerador. Tomé dos paquetes de cerveza Báltica, y, al llegar almostrador, Chuy se desentendió, así que tuve que pagar.

Regresamos a la camioneta, opté por escuchar a Santos Dumont y esperé sus indicaciones.

—Espérame un cacho —dijo, y sacó un papelito del que comenzó a aspirar cocaína. Alterminar, me ofreció, pero lo rechacé. Tras unos segundos, se relajó y destapó una cerveza.

—No jodas, vamos a movernos —protesté tras ver que desparramaba su humanidad en el

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asiento.

—Va… —aceptó no muy convencido.

—¿Hacia dónde? —pregunté encendiendo el motor.

—A Peñalolén —respondió animado.

—Andamos en Peñalolén —le aclaré impaciente.

—Más, rumbo a la Avenida Grecia.

—¿Dónde compraste tu polvito? —lo interrogué minutos después.

—En la licorería —contestó dando un sorbo a su cerveza.

—Mira qué avispado saliste —me quejé.

—Detente aquí —dijo señalando a una modesta casa de una planta.

—¿Y ahora? —le pregunté extrañado.

—Pa’que relajes tu paranoia, vamos a saludar a unos amigos.

—Va —acepté, y lo seguí cargando las cervezas.

Tocó el timbre, y una atractiva pero mal encarada mujer apareció, saludó parca y, con ungesto, nos invitó a pasar. La casa era sencilla, con poca luz, escasos muebles y paredes de colorverde pálido, lo que hacía más asfixiante el ambiente que me golpeó en el rostro apenas entré.

Cruzamos un pasillo que daba a una sala en el lado izquierdo, primero, y una recámara a laderecha, más adelante, y llegamos hasta un austero comedor en donde un yanqui miraba fijamenteun frutero. Saludamos, y a partir de ahí, la plática fue en inglés; mas no me atrapó. Me sentíaincómodo, sobre todo porque, al parecer, la pareja había discutido. Chuy sacó la cocaína y, comosi fuera el anfitrión, se puso a invitarles mientras yo lo imitaba repartiendo Bálticas.

Media hora después, me dieron ganas de ir al baño, pregunté por su ubicación y me lo indicóla mujer; me puse de pie y salí del comedor. Regresé por el pasillo, di vuelta a la derecha,atravesé la sala que vi cuando entramos, alumbrada por un foco que apenas daba luz. Había untelevisor y tres sillones. Entré.

Al salir, vi a un niño rubio de unos cinco años viendo la televisión, descansando la cabeza enuno de los brazos del sillón individual y con las piernas colgando sobre el otro. Lo saludé enespañol, pero no me respondió; mas, cuando lo hice en inglés, soltó un escueto «hello» sinsiquiera mirarme.

Me reincorporé a la tertulia en el momento en que, animados, Chuy y la pareja aspiraban

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cocaína, euforia que no me atrajo demasiado, así que cogí una cerveza, volví a la sala y me puse aver con el chiquillo unas caricaturas viejísimas de Bugs Bunny. Opté por quedarme ahí, incómodopor la penosa situación: tres adultos consumiendo droga, otro embriagándose y un pequeñoignorado por todos.

Seguí bebiendo mientras en la otra habitación se escuchaba la diversión. Vacié mi lata y fuipor otra. Hice un par de comentarios con el trío y retorné pensando que quizá el niño estabaacostumbrado a ese tipo de situaciones, pero su persistente mutismo me contrarió más.

En algún punto solté una carcajada para romper el silencio, y el niño también rio, pero nuncavolteó a verme. Busqué una cerveza más, pero, al volver, el niño había desparecido, aunque elaparato seguía encendido. Oí ruidos poco claros desde el baño.

Seguí viendo la televisión y, por momentos, me pareció oír un breve ataque de tos infantil. Fuipor otra chela, pero, cuando regresé, el aparato estaba apagado y la puerta del baño abierta. Measomé: estaba vacío. Aquello me desconcertó. No había otra habitación donde el chiquillopudiera haber ido, y nunca lo vi salir del cuarto. Dejé mi lata sin destapar, regresé con el grupo,agradecí la hospitalidad y salí de la casa. Chuy me siguió. Subimos a la furgoneta, puse a Tiro deGracia en el estéreo y mi amigo no dijo nada hasta varias calles más adelante.

—Como que traían mala onda, ¿no? —comentó.

—¿Dejaste las cervezas? —me limité a preguntar.

—Sí, pero jálate pa’ Avenida Grecia… No, mejor rumbo a Canal San Carlos.

Llegamos en poco tiempo, y, sin más, en una calle poco transitada y oscura, Chuy señaló queme metiera en un cementerio de coches que, extrañamente para ser medianoche, tenía el portónabierto.

—Espérame un cacho —pidió misterioso mientras se encaminaba hacia una pequeña casa demadera ubicada al fondo del terreno. Por precaución, yo me había estacionado a la entrada dellugar y tardé más en apagar la camioneta que Chuy en salir y subirse apresurado.

—Aquí no hay nada para nosotros —dijo nervioso—, muévete.

—¿Nada? —pregunté desconcertado mirando hacia atrás por el espejo—. Obvio: estamosbuscando unas cervezas, y no creo que las vendan ahí.

—¡Muévete! —ordenó volteando también rumbo a la casa, de la cual ya salían dos hombres.

Encendí la camioneta y arranqué mientras veía por el espejo retrovisor cómo ambos hacían elintento de alcanzarnos. Uno de los tipos llevaba una escopeta (desconozco por qué no la usó);estaba oscuro, pero estoy seguro de que a su lado estaba el niño de cinco años.

—¿Pa’onde? —le pregunté a Chuy sin ocultar mi desconcierto y tras saltarme un semáforo enluz roja. Pensaba pasármela tranquilo, escuchando buena música en alguno de los hermosos

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parques que abundan en Ñuñoa y tomando cerveza, pero este cabrón ya me estaba aburriendo contanto trajín, al que había agregado su obsesión por la cocaína. —A Barrio Ictinos —me contestócomo si nada.

—Ándate a la mierda —le dije molesto—. Ya me cansé de estarme paseando por las calles deSantiago en tu compañía.

—No, tú vete a la mierda, marico —contestó—. ¿Cómo conchetumadre se te ocurre ponerte aver la televisión en una casa ajena… sin ni siquiera pedir permiso de encenderla?

—Estaba acompañando al niño —protesté.

—¿Cuál niño? —me cuestionó—. Maite y Robert viven solos.

—Con su hijo, supongo, de unos 5 de edad —señalé.

—Tenían uno, sí, pero feneció hace un año.

—Estás pendejo —proferí—; estuve viendo caricaturas de Bugs Bunny con él.

—Ya te dije: su hijo está muerto… Falleció precisamente en esa habitación, asfixiado almeterse en la boca uno de sus juguetes.

—Quiero una cerveza —repliqué, dirigiéndome a Villa Cousiño.

—Yo necesito un pase —avisó.

—Regresemos a la licorería. Yo pago las cervezas, tú, tu polvo, y nos metemos en elestacionamiento del edificio donde vivimos.

Volteé a verlo, y no le pareció mala idea, así que enfilé a la licorería. A diferencia del caminode ida, durante el regreso, las calles se veían más solas, por la hora. Bajó, regresó en minutos(esta vez él tendría que pagar) y partimos rumbo a la Avenida Grecia. Me fui relajando conformenos acercábamos a Villa Cousiño.

Estacioné la camioneta, bajamos y nos sentamos en unos botes de pintura vacíos, él a aspirarcocaína y beber poco, y yo a tomar cerveza, hasta que nos alcanzó el sol hablando de música.

—No había ningún niño en la casa —soltó Chuy sin más.

—Yo estuve con él —afirmé.

—Te dije que murió hace un año —insistió, mas ya no le respondí, hasta que añadió, minutosdespués, rascándose la cabeza y mirándome con extrañeza—: Ya me había dicho mi viejita que túpodías «ver cosas» que iban a espantarme.

—Tu abuela es una santa —le dije recordando el trato preferencial que solía darme en

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cualquier lugar donde me la encontrara.

—Hay que cuidarse contigo —dijo Chuy terminando su cerveza de un trago. Se levantó, sepersignó y se fue.

Recogí las latas vacías, las puse en la parte trasera de la camioneta y entré a mi departamentocuando algunos de los vecinos comenzaban a salir hacía sus empleos. Me bañé y, tras ponermeropa limpia, me dirigí a la sala, me acomodé en un sillón, encendí la televisión, y, extrañamente(tomando en cuenta que vivía solo), estaba sintonizada en un canal que en ese momento transmitíacaricaturas de Bugs Bunny. En pocos minutos me quedé dormido.

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Todo cambiará

Abasolo, Guanajuato

1.

«A partir de esta noche, todo cambiará», fueron las últimas palabras que pronunció mi abuelo.Colgué el teléfono y permanecí sentado en el sillón sin moverme. La noticia que me había dado medejó perplejo. Era imposible que mintiera; si él afirmaba que había llegado un ángel a la plaza yque estaba entrando en todas las casas del pueblo para dar alegría a sus habitantes, era cierto.

Dejé de lado el libro Escrito en el tiempo, llamé a uno de mis primos y le pedí su autoprestado para regresar, una vez más, al terruño que vio nacer a mi abuelo, y no porque dudara delo que me dijo, sino porque me había invadido una tierna urgencia por verlo.

En el trayecto, diferentes imágenes sobre ese lugar pasaron por mi mente, como si fuera unarchivo fotográfico: niños que consumen drogas y se embriagan en las esquinas; cadáveres en elsuelo cubiertos con periódicos; perros famélicos buscando comida y personas viviendo en lasbarracas que aglutinaban a los trabajadores temporales de los que décadas atrás trabajaban allí(explotando yacimientos de ópalo), pero a saber por qué maldición nunca pudo convertirse en unapróspera ciudad, como sucedió con algunas localidades vecinas.

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2.

Recuerdo que cuando era un crío y, junto con la familia, íbamos a saludarlo, lo común erapercibir sombras moviéndose silenciosamente en la noche en lugar de ver gente viviendonormalmente a la luz del día.

Viene a mi memoria la eterna respuesta a mi pregunta, a través de la ronca voz de mi abuelopor el exceso de cigarrillos, sobre si ya habían muerto aquellos vecinos a los que yo recordaba enmi niñez como ancianos: «Por ahí andan», contestaba siempre con vaguedad; pero, de nuevo,regreso a una duda que nadie ha tomado tiempo para aclararme: ¿por qué rara vez llueve?

Me cuestiono por qué mi abuelo no abandona aquellos caseríos hundidos entre cerros secos,basura, polvo, tristeza y olvido; por qué incluso yo no consigo alejarme de allí. Sin remedio, voydos o tres veces al año, durante el día recorro sus silenciosas calles y, al anochecer, regreso a sucasa a escuchar las inagotables historias que me cuenta sobre lo que fueron mejores tiemposmientras se oyen los lastimeros gritos que salen del interior de los túneles de las minas.

Él asegura que, entre caminos de terracería y paredes agrietadas, la vida en el pueblo se hizonocturna, pues durante esas horas es cuando ocurren los milagros y las cosas cambian, aunque, aveces, todo sucede lentamente, de ahí que sus pocos habitantes den discretas señales de vida hastaque oscurece.

Finalmente evoco aquella escena en la que mi viejito me lleva a conocer a una curandera trascontarle que no podía dormir porque, apenas apagaba la luz, percibía sombras alrededor de lacama que me hablaban. Jamás olvidaré el largo silencio que se produjo mientras la anciana meobservaba, dando cuenta de un cigarrillo sin filtro. Al terminar dijo:

—Tu chamaco es muertero. —Y, tras recorrerme con la mirada de los pies a la cabeza, una vezmás, lo tranquilizó—: Con los años se le quitará el susto de verlos.

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3.

Un ángel…

Quizá cuando llegue, me encuentre con que los rayos del sol han tocado las moribundas casasy que las sombras que se aparecían por las ventanas, sin mostrar su rostro, se transforman enpersonas que, sonrientes, salen a encontrarme en la calle para saludar y confesar que ahora sonfelices. Puede que también el viento sople y se lleve por fin los gritos, el llanto y los murmullosque, noche tras noche, resuenan en cada rincón del pueblo. Quizá hasta llueva…

Llegando a las orillas del poblado, tras varias horas manejando, comienzo a inquietarme alver desde lejos que la vieja bodega sigue en ruinas. Avanzo y me encuentro con la misma pila demalacates que llevan años oxidándose en un solar, observo los matorrales, hojarasca y hierba secainvadiendo todo. Finalmente descubro el foco de la casa de don Samuel, como siempre,encendido...

¿«Como siempre», dije?

Así es, y aún con la oscuridad, veo lo suficiente para confirmar que todo sigue igual: lascasas, las sombras, los niños, el abandono, los perros…, los gritos; como siempre, dejando elauto a varios metros de distancia de la vivienda familiar, debido a lo intransitable del camino,andar lentamente con el temor de topar, y, como siempre, tropezándome con un cadáver (de unamujer) y, contrario a lo que pensaba en el trayecto de venida, dudo que mañana las nubes permitanpasar los rayos del sol.

Distingo la casa de mi abuelo, descubro que la luz de la cocina está encendida, y ello meanima un poco al pensar que, después de todo, el viaje no fue en vano. A lo mejor lo del ángel esproducto de su imaginación, o de su fe en que las cosas no pueden ser malas eternamente, así que,de cualquier modo, aprovecharé para saludarlo y dejarle algo de dinero.

Apresuro el paso, llego, entro sin tocar y encuentro la estancia vacía. Me dirijo a su recámaray lo primero que descubro es a un niño sentado sobre un jacal, sosteniendo una vela encendida ensu mano derecha y mirando hacia la ventana abierta.

—Se puso a recorrer emocionado por todos los callejones —me cuenta sin voltear a verme—,gritando a todos que había llegado un ángel. Después se cansó, me llamó y dijo que lo acompañarahasta aquí, se acostó y se puso a mirar hacia la ventana diciendo que por ahí iba a entrar. Luego sequedó quieto hasta que dejó de respirar; yo me quedo aquí esperando a que llegue el señor vestidode blanco y con alas.

Echo un vistazo hacia la cama y lo veo descansando; más que muerto, aparenta dormirapaciblemente. Un leve movimiento llama mi atención, giro hacia un rincón y veo a undesencarnado sentado en una silla: es un hombre de edad indefinida, con la expresión seria,vistiendo ropa de campesino y también mirando hacia la ventana.

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4.

Postergo la llamada a mi progenitor para informarlo sobre el fallecimiento de su padre.Camino hasta la entrada y cierro la puerta por dentro con llave mientras pienso: «Puedo entenderla actitud del niño, quizá por su ingenuidad, que se crea lo del ángel, pero que un muerto tambiénande por aquí ya es otra cosa, pues si hay algo que los desencarnados pierden al morir es la fe; asíque debo darle el beneficio de la duda a que de verdad algo se nos aparezca».

Regreso a la alcoba, cierro la puerta, observo al fantasma y al pequeño, y ambos siguen sinperder de vista la ventana. Recorro con la mirada la habitación, y su austeridad me duele. Mesiento en la cama, al lado de mi abuelo. Su cuerpo aún está tibio, pero no logro percibir suespíritu por ningún lado. El desencarnado se gira para verme, cruzamos miradas, y, sin que yopueda definir qué pretende decirme con ello, asiente levemente.

Observo de nuevo al niño y entonces reparo en que, extrañamente, no puedo decir si está vivoo también es un difunto. Aquello me inquieta, pero la sensación dura unos segundos, ya que«alguien» se sienta a mi lado y pone su mano sobre la mía. No investigo, pues sé que no veré anadie, aunque reconozco el tacto de mi abuelo, y, en ese momento, la recámara deja de parecermeinfame.

El chiquillo sigue sin tomarme en cuenta, mas aquello ya ha dejado de importarme; ahora aquíestamos los cuatro, mirando hacia la ventana y aguardando la llegada del ángel antes delamanecer, pues estoy seguro de que, cuando entre, todo cambiará.

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El curandero Felipe (5)

Ciudad de México

1.

A Felipe consiguieron matarlo tras varios maleficios en su contra. Fue en una cruenta guerrade brujos, irónicamente con familiares políticos suyos, mas no lo asesinaron porque sus enemigosfueran más poderosos (y contra los que peleaba por defender la herencia que la única hermana desangre de mi padre le había dejado), estoy seguro de que, por su avanzada edad, lo sorprendieroncansado. A pesar de su vejez, me tocó presenciar que hizo lo posible por evitar la infamia que losladrones terminaron cometiendo.

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2.

Meses antes de morir, me contó una anécdota:

—El viernes de la semana pasada, por la tarde, llegó Antonio a mi casa; estaba ebrio, y esome extrañó, pues, siendo deportista (fisicoculturista), sé que no bebe.

—Más curioso es que se apareciera el día que sueles tomarte tus tragos —señalé.

—Así es… La cuestión es que llegó y me pidió que le invitara a una copa —siguiócontándome—. Al principio me pareció buena idea, pero se le notaba nervioso, así que me puseen alerta…

—Vaya.

—Serví la primera ronda mientras forzadamente hablábamos de temas banales. Terminórápido su trago y me pidió otro. Se lo serví, pero al mío le puse menos brandy.

—Más vale prevenir —dije.

—Me llegó una advertencia cuando en la habitación del fondo escuché que algo de vidriose rompía; ya sabes: uno de mis inquilinos que tanto te asustan mandó una señal de que habíapeligro.

—Vaya, por suerte.

—Fue cuando noté que frotaba nerviosamente los dedos de su mano izquierda y que hastaentonces no había tocado nada con ella, como si la protegiera.

—Ahí estaba el peligro —le di la razón.

—Vació su vaso de un solo trago y dijo que ya se iba —siguió—, mas eso, en lugar detranquilizarme, me inquietó. Se puso de pie, me dio las gracias, me dio un abrazo, escuché ungrito por el pasillo, él se asustó y eso me permitió darle un manotazo en el brazo derecho en elmomento en que intentó ponerla sobre mi nuca.

—¿Y eso? —lo interrogué.

—Quería matarme —afirmó—. Traía algo embarrado en la mano que pretendía untarme enla cabeza. Así que, como no pudo hacerme nada, salió apresurado de la casa.

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3.

Cuando crucé la puerta, tras regresar a su casa ya de madrugada, en donde horas antesintercambié palabras con él sin saber que había fallecido, subí a su recámara para enfrentarme asu cadáver, el cual estaba cubierto con una sábana blanca sobre su cama (amplia, antigua, rodeadade viejos pero hermosos accesorios de alcoba), y con Juan, sentado en la silla mecedora de mi tío,balanceándose y llorando sin control mientras el médico terminaba de redactar el acta dedefunción (obvio, con el diagnóstico que encubre toda muerte por brujería: un infarto fulminante).

Durante largo rato lo consolé, hasta que el galeno se fue. Una vez solos, me acerqué al lecho ytoqué su brazo, sin destaparlo, mientras recordaba aquella noche en que me contó, con ciertopesar, cómo muchos familiares se alejaron de él en cuanto se enteraron de que estaba ejerciendocomo curandero y realizaba limpias en el patio de su casa, motivo por el cual lo acusaban de serbrujo.

El llanto estuvo a punto de traicionarme, pero me recompuse; no era el momento. Me levanté yofrecí un vaso de agua a su amigo, luego le vi tomar el teléfono para hablar con la policía (algoque consideré innecesario, pues el acta de defunción cubría cualquier situación, pero más tardaronen aparecer y echar una ojeada por la recámara que en ser despachados por Juan). Finalmente nosquedamos en silencio, cada quien sopesando sus recuerdos, mientras llegaba la ambulancia de laagencia funeraria.

Nos fuimos juntos, detrás de la carroza, en uno de los taxis; llegamos al velatorio, y presenciélas negociaciones que hizo Juan al momento de pedir la mejor ceremonia luctuosa que le pudieranofrecer a mi tío en el Panteón Civil de Dolores, precisamente a donde lo llevé la última vez que«lo vi».

Abracé a su amigo cada vez que lo necesitó, al sollozar, durante la velación y toda la noche,mientras yo percibía (en silencio) la forma en que el espíritu de Felipe, sin poder evitar laconfusión, abandonaba su cuerpo físico para emprender el largo proceso de depuración buscandoconvertirse nuevamente en alma.

Ni que decir tiene que una impresionante y dolida multitud desfiló ante su féretro durante eltiempo que duró el velorio, ya fuera para ofrecer sus condolencias, presentar sus respetos o dejarla capilla rebosante de arreglos florales.

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4.

Durante su entierro, a la siguiente nublada y húmeda mañana, me indignó ver a algunos dequienes querían eliminarlo, ya fuera poniéndole brebajes en sus tragos de brandy, dejandobrujería a la puerta de su casa, o tratando de pasar la mano con algún mortal ungüento sobre sucabeza. Recuerdo que Antonio, cínico como siempre, se acercó y, tratando de abrazarme, dijo:

—Se nos fue.

—Lo consiguieron —respondí, zafándome disimuladamente y recordando que Felipe meconfió que antes también trató de embrujarlo, «vertiendo algo en su bebida», estandoaparentemente distraído mientras un mariachi tocaba una sentida canción que tanto le gustaba oírcuando las comidas que organizaba los domingos por la tarde estaban por terminar: LasGolondrinas.

—Nos dejó Felipe —se quejó a su vez el hermano del hipócrita, mi tío Rogelio, simulandocongoja. Opté por la prudencia: les di la espalda a todos y me alejé en búsqueda de mi padre.

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5.

Meses después, Juan también pasó a mejor vida. La última vez que conversamos fue la nochede un 24 de diciembre: estaba acostado en la cama de Felipe y padecía una especie de paranoia,pues afirmaba que todo el vecindario pretendía despojarlo de los bienes heredados.

Cuando algunos familiares trataron de investigar cuál había sido la voluntad sobre su fortuna(tomando en cuenta que la última hermana de mi tío aún vivía), se encontraron con que una sobrinade Juan ya se había adueñado de todo, cambió cerraduras de las puertas y colocó rejas en lasventanas. Argumentaron un testamento que nunca mostraron y se atrincheraron en la casa.Extrañamente, la familia desistió de cualquier acción legal.

Desconozco el destino que tuvo el Cristo negro.

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6.

A finales de ese año, uno de los ladrones que despojaron a mi padre de la herencia de suhermana lo llamó por teléfono para decirle (casi rogarle) que pasara a verlo para que recogiera ellegado que originalmente le pertenecía; pero mi progenitor se negó, entre otras cosas, porque lamayoría de los bienes de valor ya habían sido saqueados.

Luego nos enteramos, a través de un primo de mi progenitor, de que, efectivamente, los objetosya habían sido motivo de detallada rapiña, pero que las razones por las cuales querían hacer laentrega de las sobras eran que el fantasma del curandero no los dejaba en paz.

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7.

Varios años después, mientras fundamentaban mi palo de muerto, tras ser iniciado comoespiritualista y llevando a la práctica sus enseñanzas, pregunté al espíritu de Felipe si quería«entrar en él» para trabajar conmigo. Aceptó.

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Lengua de tarántula

Ecatepec, Estado de México

Nunca he entendido por qué las casas de los curanderos tienen que ser feas, oscuras y sucias.Tampoco me quedan claras las razones, viéndolas de lejos, por las que inspiran miedo. El asuntoes que ahí estaba, parado frente a una puerta oxidada que llevaba años sin recibir una mano depintura, buscando a una mujer a la que no conocía.

Había llegado esa noche a una colonia de temible reputación para cumplir un encargo de mipadrino: localizar a una hierbera famosa por ser de las pocas en esta ciudad que vendía lacodiciada «lengua de tarántula».

Apenas me paré frente al portón, un gruñido, seguido de ladridos, se oyeron desde el interior:un perro, el típico guardián de toda «bruja»; busqué un timbre, pero, obviamente, no lo encontré,así que di cuatro golpes con fuerza sobre la lámina (evitando los esotéricos tres, que en la casa decualquier hechicero podrían significar el llamado a entes que no se desea conocer).

—¡¿Quién es?! —interrogó de mala manera una voz femenina.

—Buena noche —saludé cortésmente—. ¿Se encontrará doña Teresa?

—Ella no atiende a nadie a esta hora —advirtió, al tiempo que cesaban los ladridos.

—Sí, lo sé —aclaré—, pero don Mateo, el hierbero del Mercado de Sonora, me dijo que, si leavisaba de parte de quién venía, ella me… —traté de explicar, pero el chasquido del seguro de lachapa, acompañado de una tétrica carcajada, me interrumpió.

Si bien la puerta se abrió, dejando apenas el espacio necesario para que yo entrara, la negruraen el interior no me permitía ver a la mujer que me estaba recibiendo. Dudé.

—¿Vas a entrar o qué? —me riñó.

Ingresé, y, de inmediato, cerró la puerta, hundiéndome en una inquietante oscuridad. Sentí alcan olisqueándome los pies, se oyeron movimientos en algún rincón, una habitación se iluminótenuemente y desde su interior salió un imperativo «pásate».

Obedecí, con el perro siguiendo mis pasos, aunque luego se detuvo, observó el interior del

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cuarto, levantó las orejas, movió la cola y desapareció. Distraído por aquello, no me di cuenta deque la mujer se había acomodado detrás de una antiquísima mesa cubierta de polvo, seguramenteacumulado durante años, y con un cráneo colocado al centro, que supuse era de cerámica. El aireestaba viciado, olía a cerrado.

—Siéntate —señaló un pupitre con el tablero a punto de desaparecer por el paso del tiempo yla saña de las polillas.

—¿Cómo está? —pregunté por diplomacia.

—Solo por tratarse de mi Mateo es que abrí la puerta —aclaró, haciéndome sentir incómodo.

—Gracias, no quiero distraerla de sus ocupaciones.

—En mi «estado» —jugueteó—, lo que me sobra es tiempo: años, días, horas, quizá siglos. —Y procedió a encender un cigarrillo sin filtro.

—Don Mateo me comentó que… —comencé la explicación, pero, nuevamente, fuiinterrumpido, aunque con un tono más autoritario.

—¿Hace mucho que juraste como curandero? —me interrogó. En ese momento descubrí quetrataba de mantener la cabeza agachada para que no la mirase a los ojos.

—Cuatro años —respondí. Se puso de pie para buscar, dentro de un montón de bolsasesparcidas en el suelo, una vela blanca; la colocó sobre la calavera, la cual, mirándola condetalle, descubrí que era real, y, con los mismos cerillos usados para el tabaco, la encendió—. Seve usted joven —agregué, no solo a manera de cumplido, sino sorprendido por lo bien conservadaque se veía pese a tener la voz de una anciana, quizá ayudada en su aspecto por la ropa deportivaque vestía.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó ignorándome de nuevo.

—Necesito que me venda lengua de tarántula.

—Mira, mira —se burló—, van a hacer un trabajo negro muy cabrón. —Y soltó una carcajadamás.

—No son para mí —expliqué—, y tampoco sé para qué las usarán.

—Las quiere tu madrina, la bruja, para chingarse a su prima —advirtió.

—No tengo madrina, el que me las encargó fue mi padrino —consideré necesario aclarar.

—Ya lo sé. El tipo bajito, flaco y con bigote te pidió que las consiguieras, pero quien las va ausar es su vieja, y, aunque no sea tu madrina, tú le dices así —apuntó, burlona, mientras terminabasu cigarrillo—; pero eso a «nosotras» debe importarnos —agregó mientras se levantaba y buscabami petición en una serie de repisas empotradas en paredes cubiertas de hollín, entre las que

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identifiqué tres cráneos más, de diferentes tamaños, acomodados en línea, que me recordaron a losque se exhiben en el Osario de Sedlec—. Aquí no tengo lo que buscas —advirtió—; déjame ver siestá en la bodega. —Tras lo cual, salió, provocando que el perro aullara.

Me quedé contemplando el nutrido material que había en las estanterías: murciélagosdisecados, velas de cebo, aceites, crucifijos de madera, punzones, cabezas de víboras e iguanasdeshidratadas, hierbas secas, palos de varios tamaños, habanos, listones de colores, bolsitas condiversos polvos, barras de copal y plumas de zopilote; sin embargo, cada cierto tiempo, mimirada regresaba a la calavera con la vela encendida.

Tras unos minutos de espera, el rechinido que hizo la puerta al abrirse a mis espaldas, me hizosuponer que doña Teresa había regresado, pero, por la manera de arrastrar los pies que escuché,quedó claro que se trataba de otra persona.

Cuando decidí voltear hacia la entrada, descubrí a una anciana, vestida a la usanza indígena,envuelta en un rebozo desgastado y apoyando su lento andar con un bastón de palo sin curtir.

—Así que ya te dejaron pasar —exclamó mientras pasaba a mi lado hasta alcanzar la silla, alotro lado de la mesa.

—La buena noche —saludé. Y comencé a explicar—: Doña Tere ya estuvo conmigo y…

—Yo soy Teresa y vivo sola…, bueno, con mi perro, llamado Cerbero —me interrumpiómientras veía la candela sobre el cráneo, encendió un cigarrillo con ella y desaprobó «algo»moviendo la cabeza—. No me molesta que una de las niñas te permitiera entrar, pues sé quevienes recomendado por mi hijo Mateo, pero que aproveche mi lentitud al caminar paraencenderse una velita… eso no —y dicho esto, dio una fumada y lanzó la bocanada hacia la flama,la misma que se apagó sin humear—. Aquí la única que les da luz a los muertos soy yo —sentenció.

Me quedé sorprendido, pues hasta ese momento no comprendí que debí haberme fijado en másdetalles del comportamiento de la primera mujer para darme cuenta de que se trataba de unadesencarnada.

—¿Qué se te ofrece? —me preguntó usando la misma frase.

—Necesito lengua de tarántula —balbuceé mientras reparaba en sus ojos, estremeciéndomepor lo que percibí.

—Sí, ya sé: porque tu padrino hará un trabajo negro muy cabrón —exclamó—. Búscate en elestante superior un frasco, con tapa color verde, y, si no lo encuentras, fíjate en los de abajo, porahí debe estar…

Me incorporé y, dándole la espalda, estiré mi cuello hasta donde pude, tratando de ver lostonos de las tapaderas, pero no lo hallé, así que procedí a escudriñar en la siguiente repisa, dondeestaban los cráneos; mas en el momento en que clavé mi mirada en ellos, escuché otra risotada, a

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las que supuse debía irme resignando. Continué hasta que di con el frasco, lo tomé, volteé ydescubrí la silla vacía.

Regresé al pupitre, coloqué el envase sobre la mesa y decidí esperar, aunque no fuedemasiado; la puerta rechinó, el perro aulló, una risita sonó por detrás, y, sin darme cuenta, yatenía a mi derecha a una niña, enfundada en un impecable vestido de color blanco, examinándomecon curiosidad.

—¿Eres muertero desde chiquito? —preguntó mordisqueándose la uña del dedo índiceizquierdo.

—Sí —respondí mientras dirigía mi mirada, una vez más, hacia los tres cráneos,comprendiendo a quién pertenecía el más pequeño.

—¿Le tienes miedo a los muertos? —me cuestionó con ingenuidad.

—Claro —reconocí—, desde siempre, no puedo dejar de asustarme cada vez que se meaparecen.

—¿Cuántos años tenías cuando viste al primero? —siguió interrogando.

—Quizá tu edad —le reviré, lo que provocó que soltara una traviesa risa.

—¿Te espantó mucho?

—Sí…

—¿Como ahorita? —me escrutó con sus ojos apagados.

—Más o menos —admití una vez más—; no siempre me aterro igual: hay ocasiones en quenada más me pongo nervioso, aunque trato de disimularlo, pero otras, de inmediato un sudor fríome recorre la espalda, se me seca la boca, los dedos de las manos se me tensan y mi corazón seacelera.

—¿De qué depende que te asustes «muchito» o «poquito»? —insistió.

—Te lo confesaré —dije tras reflexionar unos instantes—: si hay algo a lo que no meacostumbro es a su voz; puedo verlos, o escuchar que golpean cosas, o arrojan objetos, perocuando me hablan sin dejarse ver… eso me espanta.

—¿Entonces, ahorita no tienes miedo? —inquirió la pequeña mientras dejaba de morderse lauña.

—Un poco —acepté—, digamos que «lo normal».

—Me caes bien —dijo entre risas cortas, se volteó y, dando pequeños brincos, salió por lapuerta para perderse en la oscuridad del patio.

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—Esto ya fue demasiado —dije en voz alta, me incorporé, saqué mi cartera y conté losbilletes de lo que podría costar la lengua de tarántula (según aventuró mi padrino), con intenciónde dejarlos sobre la mesa e irme, pero el sonido de la chapa de la vieja puerta por la que habíaentrado minutos antes me detuvo.

Percibí ruidos que no identifiqué, luego pasos y después acomodo de bultos cerca de dondeme encontraba, pero lo que más me intrigó fue el silencio del perro: al parecer, el desfile demuertas había terminado, así que quedé a la expectativa de que quien hubiese llegado se asomarapor la habitación, mas eso nunca sucedió.

Esperé unos minutos más y salí al patio, pero la negrura seguía impenetrable; regresé, tomé loscerillos, encendí la vela que estaba sobre el cráneo y, tomándolo a manera de quinqué, salí abuscar a quien hubiese llegado, mas no encontré a nadie ni vi cajas u objetos grandes.

Iluminé mi camino hasta la puerta. Pensaba abrirla, devolver el cráneo y largarme sin cumplircon el encargo, pero la chapa estaba cerrada con llave; solté una palabrota, regresé a la habitacióny me encontré con una anciana sentada a la mesa y observando con detalle el contenido del frascolleno de lengua de tarántula. Levantó la vista, sonrió y dijo:

—¿Estás enojado o asustado?

—Ninguna de las dos —aclaré—; más bien, harto de tanto juego.

—Los muertos no juegan —me reprochó.

—¿Pero qué tal se divierten a costa de los vivos? —ironicé mientras colocaba el cráneo sobrela mesa. La mujer era pequeña, de piel exageradamente blanca, y bastante mayor, según calculépor lo ajada que tenía la cara, su cabello cano y la perspicacia que desprendía su mirada, esebrillo que otorga la sabiduría adquirida a lo largo de años de triunfos y derrotas.

—Los desencarnados son un asunto serio —observó mientras acercaba un cigarrillo a la flamade la vela. Le dio una larga calada y soltó lentamente el humo en dirección al techo.

—Son demasiado solemnes —exclamé tratando de insinuar que no me interesaba permanecermás tiempo ahí.

—Veo que ya te atendieron —dijo señalando con un movimiento de cabeza el envase.

—Así es, doña Teresa —pronuncié su nombre con la certeza de encontrarme ante la hierberaque originalmente había ido a buscar—, pero no me han dicho cuánto me costará…

—¿A ti o a tu padrino? —cuestionó.

—Son para... —iba a decirle, pero yo mismo me interrumpí al suponer lo que diría acontinuación.

—... su esposa, que hará un trabajo negro muy cabrón —completó mi frase, por así decirlo,

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con amabilidad.

La anciana se levantó con agilidad, tomó una botella de aguardiente que estaba en el piso, ledio un trago y lanzó el chorro sobre los tres cráneos que estaban en la repisa, después dio otro y loarrojó sobre el que tenía la vela, pero sin que el alcohol tocara la flama.

—¿Cuánto le debo? —pregunté sin disimular mi impaciencia (no pensaba quedarme allí ni unminuto más esperando a que la dueña del último cráneo recibiera la oportunidad de hacer suespectral aparición). Dijo la cantidad, parecida a lo estimado, pero, al tratar de entregarle losbilletes en la mano, señaló con un ademán que los pusiera en la mesa.

Avisé que me iba, tomé el frasco, le agradecí la venta y salí de la habitación.

Una vez en el patio, sorprendentemente, la oscuridad era menor. Llegué hasta la puerta yrecordé que estaba cerrada con llave, pero de todos modos jalé el seguro y cedió. Salí y, antes decerrar, escuché varias carcajadas femeninas y los aullidos de Cerbero.

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En el cementerio

Ciudad de México

1.

No suelo ir a velatorios, mucho menos a entierros. Mis amigos y algunos familiares no suelenentenderlo, aunque les he explicado los motivos. Por lo mismo, mis ausencias en esos trancesluctuosos han creado fisuras con varios de ellos.

Así, fuimos al velorio de un tío de mi esposa, presencia que rompió mi acostumbrada negativadebido al agradecimiento que le tengo a uno de los hijos del difunto. Para poder ir me protegíantes, aunque regresando a casa tendría que hacerme algunos despojos más.

Expresamos nuestro pésame a la familia (vi el espíritu del difunto, parado frente a su féretro,incrédulo ante lo que estaba presenciando, pero decidí ignorarlo para no involucrarme endiscusiones tratando de explicarle su nueva condición) y luego entramos en la cafetería, ubicadaen un jardín con una bella fuente (¿el que decidió ponerla ahí sabrá el significado del ruido delagua para los muertos?), a donde llegaron parientes y conocidos para saludarnos, como sifuéramos los dolientes.

Hubo un momento en que me aburrió la procesión de millonarios y políticos presuntuosos demi familia política, y avisé a mi esposa de que iría a caminar entre las criptas para despejarme,aunque en realidad buscaba un déjà vu: el Panteón Francés (donde estábamos), similar al PanteónEspañol (lugar en el que descansan muchos de mis familiares). Ambos me remiten a mi niñez,cuando correteaba entre tumbas y lápidas, viendo fantasmas, mientras los adultos lloraban anuestros antepasados.

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2.

Salí del sagrario, atravesé el jardín de la entrada, crucé la calzada y al azar me metí al oscuropasillo que punteaban dos mausoleos: del lado izquierdo, uno en honor a la familia Dugès, y,enfrente, otro para los Bourdieu. Apenas me introduje, la luz de los faroles desapareció, así quecomencé a guiarme por la intensa luminosidad de la luna de octubre al tiempo que el ruidoaledaño disminuía, imponiéndose el hermoso y denso silencio que caracteriza a los panteones.

Habituado al brillo lunar, identifiqué tumbas al ras del suelo, mausoleos, gabinetes, torres,bulbos, monumentos, arcos, capillas, kioscos, templos, pétreas falsas, obeliscos y todos los estilosimaginables. Encontré fosas abiertas y, como cuando era niño, me dieron ganas de acostarmedentro de una, pero, a diferencia de aquel chico al que no le importaba ensuciarse con tierra,polvo o lodo, de hacerlo esa noche, tendría que explicar el estado desastroso en que quedaría miropa, por lo que deseché la idea.

Contemplé los accesorios con los que se adornan los sepulcros: cruces, lápidas, ángeles,libros, vírgenes, mascotas, cristos y gárgolas con alas y colmillos inmensos que, a la luz del día,seguro asustarían. Seguí hasta llegar a una plazuela rodeada de estatuas, con un gran pirul enmedio, y me debatía sobre hacia dónde llevar mis pasos cuando alguien habló a mis espaldas.

Una voz, esa voz, la típica voz de un desencarnado, el tono con el que hablan, con debilidad,usando frases cortas, emitiéndolas con lentitud y sin emoción.

—¿Tienes un cigarro? —dijo.

Mierda, carajo, chingado. No había considerado que meterme entre las criptas podríallevarme a conversar con un desencarnado; si ya me cansa escuchar las quejas de los vivos,cuantimás oír los lamentos de los otros... Y para joderla más, era una ella.

—No fumo —volteé y no vi a nadie, escruté entre las sombras y tardé en localizarla: estabasentada en los escalones de un mausoleo, impasible (¿de qué otra manera podría estar unmuerto?). Esperé a que se acercara, mas no se movió—. Además, como si pudieras hacerlo —dijecaminando hacia ella.

—Si tuvieses un cigarrillo, lo haría… Sabes que podemos.

—Fumar hace daño —dije sentándome a su lado mientras agudizaba mi videncia para definirsus facciones.

—No seas irónico —se quejó.

—Soy sincero —aclaré, descubriendo que, para ser una desencarnada, era guapa.

—Podrías pedir uno a los que vinieron contigo —sugirió.

—Si voy a buscarlo, no te garantizo que vuelva —advertí. La seguí observando y me intrigó su

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expresión incierta.

—Mejor quédate un rato —pidió—; hace tiempo que no converso con nadie.

—¿Y eso? —cuestioné armándome de paciencia ante su lenta forma de hablar—. ¿Acaso noplaticas con tus vecinos muertos?

—No puedo moverme. —Señaló hacia una esquina. Me levanté, activé la lámpara de micelular y lo vi: era un durmiente; supuse qué hacía ahí, pero de todos modos revisé alrededor delsepulcro y lo confirmé tras encontrar cinco más—. Por eso no se acercan. Unos tienen miedo, y aotros les da lo mismo.

—Ustedes no tienen emociones —aclaré—, recuerdan que las tuvieron y aún creen sentirlas.

—Lo que sea. —Me observó y dijo—: ¿Los quitarías?

—Cuéntame qué pasó…

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3.

En vida se llamaba Conny. Nació en Sinaloa y era una exuberante modelo de revistasdeportivas. Se casó con un Babalawo y con el tiempo descubrió que la había embrujado con ladiosa Oshún para convencerla de un (falso) matrimonio; luego se enteró de que él hacía lomismo con otras mujeres y gracias a ello había formado una especie de harén. En un momentode lucidez, abrió la sopera de la Orisha, sacó los pequeños envases con los que habíatrabajado a todas sus amantes, los pisoteó y las piedras y demás contenido lo tiró fuera de lacasa.

Cuando llegó el Babalawo, la sorprendió preparando su maleta, se dio cuenta de lo quehabía hecho y comenzó a golpearla mientras exigía que le dijera dónde habían ido a parar susatributos; ella se burló, y, enfurecido, el religioso sacó una pistola y la mató de un tiro en lacabeza.

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4.

Tras su explicación, vi con videncia que el Babalawo hizo rápidamente ebboses, con Elegguay Oggun, para no ser visto como sospechoso, avisó a la policía y, tras las obras, la muerte quedóregistrada como un asalto. El cabrón la veló, la incineró y repartió sus cenizas en cuatro urnas, lasenterró y cubrió con cemento negro y colocó los seis durmientes alrededor del mausoleo (unaherencia familiar), por si a ella se le ocurría «salir» a buscarlo.

—El hijo de puta sabía lo que hacía —exclamé—; uno era suficiente, quizá otros tres, si sabesde los «Señores de los cuatro rumbos», así que imagínate la saña al meter seis.

—¿Conoces tal encadenamiento? —me cuestionó—. ¿Eres Babalawo?

—No lo digas ni de broma —protesté—. Sé el tipo de personas que son esos autollamados«religiosos», pero desde hace años dejé de frecuentar todo lo relacionado con Ifá, Santería,Mayombe y Espiritismo, precisamente por la deshonestidad de muchos de ellos… El hechizo alque te refieres me lo enseñó un médium irlandés, sin embargo, esa anécdota en este momento es lode menos.

—Tienes razón, pero desde que me apresó han pasado trece años… ¿Te atreverías a quitarlos?—propuso de nuevo.

—Si lo hago, ya nadie podrá detenerte —avisé.

—Eso es obvio —contestó sin dudar.

—Necesito conseguir agua muerta para que no los encuentre ni sepa quién lo hizo —aceptétras reflexionar un rato.

—Aquí hay mucha —señaló con algo parecido a una sonrisa.

—Una vez que te libere, deberás acompañarme para esconderlos; no quiero que tus vecinosme molesten.

—Por ellos no te preocupes —aseguró.

Me alejé un par de metros de ella para no incomodarla con lo que estaba por hacer. Me quitéla corbata para no ensuciarla, cogí de mi saco una cascarilla (que siempre cargo para cualquierimprevisto) y me froté con ella las manos hasta cubrirlas de blanco, pinté algunos signos en misbrazos para ocultarme, invoqué la sombra de Pedro y José (para «hacerme invisible») y procedí adesenterrarlos.

Tras ello, me coloqué al lado de otro pirul y observé cómo Conny lentamente se ponía de piepara dar los primeros pasos más allá de lo que por años fue una prisión. Me adentré en elcementerio con ella detrás.

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—¿Qué harás con los clavos? —preguntó manteniendo su distancia.

—Los colocaré en diferentes floreros. El agua muerta de las tumbas evitará que él vea endónde están, y si es listo, sabrá que no puede colocar otros para amarrarte de nuevo.

—Pero es Babalawo —avisó—, tiene Nganga y sabe usar la cadena.

—No te preocupes —la tranquilicé. Seguimos caminando, y, pese a la calurosa noche deotoño, por momentos me invadía un extraño frío.

—¿Meterlos en los cántaros no afectará a mis vecinos? —preguntó.

—No, solo si los clavas donde ellos fueron enterrados. Colocaré cada uno en diferenteslugares y con la punta hacia el cielo: ese es el secreto para bloquear los encadenamientos.

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5.

Los desencarnados nos veían pasar, indiferentes. Cada vez que encontraba un florero, measeguraba de que tuviera agua y dejaba caer el durmiente con la punta hacia arriba (utilicé lalámpara de mi teléfono para confirmar que estaban en la posición correcta), pero hubo un par quequedaron mal y tuve que meter la mano para acomodarlos; temía que mojarme provocara que elmuerto «se me pegara», pero ahí estaba Conny, a la expectativa, y nada sucedió.

Terminé, y volvimos a la plazuela con ella caminando ya a mi lado.

—¿Cómo supiste que podías hablar conmigo? —traté de saciar la curiosidad que me asaltódesde el momento en que me pidió el cigarrillo.

—Se te nota —dijo, y me recorrió con la mirada de arriba abajo.

—¿Qué…?

—Puedes conversar con los muertos. —Y soltando algo parecido a una risa, agregó—: ¿Aquién se le ocurre caminar entre las criptas en la noche si no es a alguien que sabe hasta dóndepuede meterse en problemas?

—¿Qué harás con el Babalawo? —cambié de tema para cortar el terreno de las adulacionespor donde pretendía transitar.

—En su momento le llevaré recuerdos —sentenció sin dar más detalles.

—Eso espero —sonreí mientras recordaba la llamada justicia divina a la que, curiosamente,apelan algunos iniciados en Ifá.

—¿Te puedo buscar alguna vez? —propuso, pendiente de cada uno de mis pasos.

—No… Sigue tu camino, Conny, yo debo continuar el mío —señalé.

—Si algún día necesitas algo, ya sabes, trabajar con muerto…

—Lo tendré en cuenta.

—Gracias —dijo deteniéndose junto al pirul mientras yo continuaba mi regreso al velatorio.

Page 153: Mi vida con los muertos (Spanish Edition)Posteriormente me inicié en el Palo Monte, a la postre en la Santería, desarrollé el don de sanar almas, conocí los secretos de las plantas
Page 154: Mi vida con los muertos (Spanish Edition)Posteriormente me inicié en el Palo Monte, a la postre en la Santería, desarrollé el don de sanar almas, conocí los secretos de las plantas

Índice de contenidoA manera de presentaciónGlosarioEl muerto no puede salir de aquíLa maldad de un muerto oscuroEl curandero Felipe (1)Los muertos saben esperarHay entes a los que no se debe llamarEl curandero Felipe (2)Muertos viejosLa anciana que creía estar enamoradaEl curandero Felipe (3)Comerse al muertoMuertos entre los vivosEl curandero Felipe (4)El niño estaba ahíTodo cambiaráEl curandero Felipe (5)Lengua de tarántulaEn el cementerio