mi tio oswald roald dahl

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Este libro recoge una épocaparticularmente desenfrenada de lavida del legendario tío Oswald,millonario, esteta, “bon vivant” y unDon Juan infatigable, cuya vidaamatoria deja en pañales a la delmismísimo Casanova. El tío Oswaldes “el mayor fornicador de todos lostiempos”, afirma su sobrino ytranscriptor de sus Diarios.

Muy joven empieza a amasar sufabulosa fortuna: con polvo deescarabajo sudanés inventa unaspíldoras de extraordinarias virtudes

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afrodisíacas, funda un banco deesperma y, en compañía de laexcitante Yasmin, parte en busca decelebridades cuyo semen congeladoserá adquirido a precio de oro poracaudaladas clientas, ansiosas detener retoños con pedigree.

En este peculiar safari, lasaventuras picarescas, a vecesescabrosas, otras delirantes, sesuceden a un ritmo trepidante.Yasmin, armada con las infaliblespíldoras, seduce a Stravinsky,Renoir, Picasso, Nijinski, Joyce,Freud, Einstein, Conan Doyle,Proust y a una apreciable colección

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de testas coronadas.

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Roald Dahl

Mi tío Oswald

ePub r1.0Ultrarregistro 03.11.13

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Título original: My Uncle OswaldRoald Dahl, 1979Traducción: Enrique HegewiczDiseño de portada: Julio Vivas

Editor digital: UltrarregistroePub base r1.0

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Me encanta retozar.

Diario de Oswald, Vol. XIV

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1Empiezo a sentir, una vez más, elimpulso de saludar a mi tío Oswald. Merefiero, naturalmente, al difunto OswaldHendryks Cornelius, connaisseur, bonvivant, coleccionista de arañas,escorpiones y bastones, amante de laópera, experto en porcelana china,seductor de mujeres, y casi sin duda elmayor fornicador de todos los tiempos.Todos los demás famosos aspirantes aeste título quedan reducidos al ridículocuando se contrasta su historial con elde mi tío Oswald. Especialmente elpobre Casanova, que sale de la

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comparación reducido a poco más queun hombre con un órgano sexualgravemente atrofiado.

Han pasado quince años desde que,en 1964, hice público un primer y breveextracto de los diarios de Oswald. Enaquella ocasión me tomé la molestia deseleccionar un fragmento que noofendiera a nadie, y ese episodioconcreto era —seguramente usted lectorlo recuerda— una inofensiva y bastantefrívola descripción de un coito entre mitío y cierta leprosa en el desierto delSinaí.

Hasta aquí no pasó nada. Peroesperé otros diez años (1974) antes de

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arriesgarme a facilitar un segundoextracto. Y también entonces tuve buencuidado de elegir algo que fuera, almenos desde el punto de vista de losniveles de Oswald, lo más adecuadoposible para ser leído por cualquiervicario en la escuela dominical de unaparroquia de aldea. Este otro relataba eldescubrimiento de un perfume tanpotente, que cualquier hombre que looliese en una mujer era incapaz derefrenar el deseo de violarla allí mismo.

La publicación de esta pequeñatrivialidad no provocó ningún tipo delitigio digno de consideración. Perohubo muchas repercusiones de otras

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clases. Encontré de repente mi buzónatestado de cartas de cientos de lectorasque clamaban por una gota del perfumemágico de mi tío. También meescribieron haciéndome la mismapetición innumerables hombres, entrelos que se encontraban un desagradabledictador africano, un ministro de ungobierno británico de izquierdas y uncardenal de la Santa Sede. Un príncipede Arabia Saudí me ofreció una enormesuma en moneda suiza, y un hombre detraje oscuro que pertenecía a la CentralInteligence Agency norteamericana mevisitó una tarde con una valijadiplomática repleta de billetes de cien

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dólares. El perfume de Oswald, me dijo,podía ser utilizado para comprometerprácticamente a todos los estadistas ydiplomáticos rusos de primera línea, ylos suyos querían comprarme la fórmula.

Por desgracia, no tenía una sola gotade tan mágico líquido que vender, demodo que el asunto terminó ahí.

Hoy, cinco años después de lapublicación de esa historia del perfume,he decidido autorizar la publicación deotro breve episodio de la vida de mi tío.La parte que he seleccionado procededel Volumen XX, escrito en 1938,cuando Oswald tenía cuarenta y tresaños de edad y se encontraba en la

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plenitud de la vida. En éste semencionan muchos nombres famosos, yexiste evidentemente un grave riesgo deque sus familiares y amigos se sientanofendidos ante algunas de las cosas quedice Oswald. Desearía suplicar aquienes se encuentren en esa situaciónque sean indulgentes conmigo y quecomprendan que no me impulsan másque los motivos más puros. Porque setrata de un documento de considerableimportancia científica e histórica. Seríauna tragedia que no llegase nunca a verla luz.

Aquí sigue, pues, un extracto delVolumen XX del Diario de Oswald

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Hendryks Cornelius, tal como loescribió él, palabra por palabra:

Londres, julio de 1938Acabo de regresar de una

satisfactoria visita a la fábrica Lagonda,en Staines. W. O. Bentley me haofrecido un almuerzo (salmón del Usk yuna botella de Montrachet) y hemoshablado de los accesorios extras para minuevo V 12. Me ha prometido un bloquede bocinas que tocarán Son gia mille etre de Mozart, a la escala exacta.Alguno podrá pensar que esto no es másque simple ostentación infantil, pero meservirá para recordar, cada vez quepulse el botón, que para entonces el

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bueno de Don Giovanni ya habíadesflorado 1003 rollizas damiselasespañolas. Le he dicho a Bentley quetapice los asientos con piel de caimánde grano fino, y que el salpicadero estéchapado con madera de tejo. ¿Por quéde tejo? Simplemente porque prefiero elcolor y los nudos del tejo inglés a los decualquier otra madera.

Pero, qué tipo tan notable es este W.O. Bentley. Y qué logro tan magníficopor parte de Lagonda conseguir susservicios. En cierto modo resulta tristeque este hombre, tras diseñar y dar sunombre a uno de los mejores coches delmundo, se vea forzado a abandonar su

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empresa para caer en brazos de lacompetencia. Este hecho ha supuesto, sinembargo, que los nuevos Lagonda seanahora incomparables, y yo al menos noquerría ningún otro coche. Pero éste nome va a salir barato. Me está costandomás miles de libras de los que jamáspensé que fuera posible pagar por unautomóvil.

Pero, ¿a quién le preocupa eldinero? A mí no, porque siempre me hasobrado. Gané mis primeras cien millibras cuando tenía diecisiete años yposteriormente ganaría muchas más.Ahora que digo esto, se me ocurre que atodo lo largo de este diario nunca he

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contado cómo llegué a convertirme en unhombre rico.

Quizás ha llegado el momento deque lo haga. Creo que sí, pues aunqueeste diario ha sido concebido como unahistoria del arte de la seducción y losplaceres del sexo, no estaría completo sino mencionara también alguna referenciaal arte de ganar dinero y los placeresreservados para quien lo ha ganado.

Muy bien, pues. Al final me heconvencido a mí mismo. Pasaréinmediatamente a contar algunos detallesde cómo me dispuse a ganar dinero.Pero por si acaso hubiera alguien quesintiera la tentación de saltarse esta

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parte para pasar a cuestiones másjugosas, permítaseme asegurar que estaspáginas rezumarán también mucho jugo.No podía ser de otro modo.

La riqueza abundante, si no esheredada, se adquiere generalmente poruno de estos cuatro métodos: medianteembustes, talento, inspiración en eljuicio o suerte. En mi caso fue unacombinación de los cuatro. Escuchencon atención y entenderán lo que quierodecir.

En 1912, cuando apenas acababa decumplir los diecisiete años, meconcedieron una beca para estudiarciencias naturales en el Trinity College

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de la Universidad de Cambridge. Era unjovencito precoz y había aprobado miexamen un año antes de loacostumbrado. Esto significaba quedebería esperar doce meses porque enCambridge no me admitirían hasta quecumpliese dieciocho años. Enconsecuencia mi padre decidió queocupara este intervalo en Francia paraaprender el idioma. Yo por mi parteconfiaba aprender mucho más que elidioma en ese país tan espléndido. Poraquel entonces yo ya le había cogido elgusto a las calaveradas y al puterío entrelas debutantes londinenses. Aunqueempezaba a aburrirme un poco entre

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estas jóvenes inglesas. Decidí que eranun hatajo de sosas, y estaba impacientepor sembrar unos cuantos celemines deavena silvestre en tierras extranjeras.Especialmente en Francia. Habíarecibido informaciones dignas decrédito según las cuales las hembras deParís conocían un par de cosas sobre elacto de acostarse que sus primas deLondres ni siquiera soñaban. EnInglaterra, según se rumoreaba, lacopulación se encontraba todavía enpañales.

La tarde anterior al día de mi partidahacia Francia, di una pequeña recepciónen nuestra residencia familiar de Cheyne

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Walk. Mi padre y mi madre habíansalido a las siete en punto para cenarfuera y dejarme así la casa para mí solo.Había invitado a una docenaaproximadamente de amigos de uno yotro sexo, todos más o menos de miedad, y a eso de las nueve ya estábamossentados sosteniendo una agradableconversación, bebiendo vino yconsumiendo un excelente corderohervido con dumplings[1] cuando sonó eltimbre de la puerta. Fui a ver quién era,y me encontré con un hombre demediana edad, de enorme bigote y tez decolor magenta que llevaba una maleta depiel de cerdo. Se presentó diciendo que

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era el comandante Grout, y me preguntópor mi padre. Le dije que había salido acenar fuera.

—Santo cielo —dijo el comandanteGrout—. Me había invitado a pasar aquíuna temporada. Soy un viejo amigo suyo.

—Mi padre debe haberlo olvidado—contesté—. Lo siento muchísimo. Serámejor que pase.

Bien, no podía dejar al pobrecomandante abandonado en el estudio yleyendo el Punch mientras nosotroscelebrábamos una fiesta en la habitaciónde al lado, de modo que le pregunté sino le importaría unirse a nosotros. Dijoque no le importaba, que le encantaría

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unirse a nosotros. Así que entró, con subigote y todo lo demás, y se convirtió enun radiante viejo mozo que supoadaptarse perfectamente a la reunión apesar de que triplicaba en años al mayorde los demás. Se lanzó sobre el corderoy liquidó una botella de clarete en losprimeros quince minutos.

—Excelentes vituallas —dijo—.¿Hay más vino?

Abrí otra botella para él, y todos nosquedamos contemplando con ciertaadmiración la rapidez con que vaciótambién esta otra. Sus mejillas estabanpasando rápidamente del magenta a unpúrpura muy intenso y daba la sensación

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de que de su nariz fuesen a brotar llamasde un momento a otro. Cuando yamediaba la tercera botella empezó adesinhibirse. Estaba destinado, nos dijo,en el Sudán anglo-egipcio y habíaregresado de permiso. Su labor teníaalgo que ver con el Servicio Sudanés deIrrigación, que era un trabajo muyacalorado y arduo. Pero fascinante.Divertidísimo, sabéis, decía. Y nos dijoque la morisma no creaba problemascon tal de que uno tuviera siempre amano el látigo.

Nos sentamos a su alrededor,escuchándole, muy intrigados anteaquella criatura de rostro purpúreo

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procedente de lejanas tierras.—Gran país, el Sudán —dijo—. Es

enorme. Es remoto. Está lleno demisterios y secretos. ¿Queréis que oscuente alguno de los grandes secretosdel Sudán?

—Nos gustaría muchísimo, señor —le contestamos—. Hágalo, por favor.

—Uno de sus grandes secretos —dijo, tras verter garganta abajo elcontenido de otro vaso de vino—, unsecreto que solamente conocemosalgunos veteranos como yo y losaborígenes, es cierto pequeño ser que sellama escarabajo vesicante sudanés o,por decirlo con exactitud, el cantharis

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vesicatoria sudanii. No se trataexactamente de un escarabajo común,pues tiene alas y participa tanto de lanaturaleza del escarabajo como de lamosca, y tiene una longitud de uncentímetro y medio. Es muy bonito, ytiene un brillante caparazón verde-dorado.

—¿Por qué es tan secreto? —lepreguntamos.

—Estos pequeños insectos —dijo elcomandante— se encuentran solamenteen una zona del Sudán. Es una comarcade unos cincuenta kilómetros cuadrados,al norte de Jartum, en la que crece unárbol llamado hashab. Las hojas del

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hashab son el alimento de estos insectos.Hay hombres que se pasan la vida enterabuscándolos. Les llaman cazadores deescarabajos. Son aborígenes de vistaespecialmente aguda, que saben todo loque hay que saber acerca de los nidos ylas costumbres de estas pequeñasbestias. Y cuando atrapan a una, lamatan, la secan al sol y la machacanhasta convertirla en polvo fino. Estepolvo es muy apreciado por losaborígenes, que generalmente loconservan en unas cajitas afiligranadasespeciales para estos polvos. Las quepertenecen a los jefes de las tribussuelen ser de plata.

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—Pero, ¿qué hacen con este polvo?—quisimos saber.

—Lo importante no es lo que elloshacen con ese polvo —dijo elcomandante— sino lo que ese polvo leshace a ellos. Una porciónextraordinariamente minúscula de esepolvo es el afrodisíaco más poderosodel mundo.

—¡La cantárida! —gritó alguien—.¡Es la cantárida!

—Bueno, no exactamente —dijo elcomandante—, pero estás en la pistaadecuada. La cantárida común seencuentra en España y en el sur de Italia.La que yo digo es sudanesa y, aunque

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pertenece a la misma familia, se trata deun bicho completamente distinto. Tieneun poder aproximadamente diez vecesmayor que la cantárida española. Lareacción que produce ese bichejosudanés resulta tan increíblementebrutal, que es peligrosa incluso utilizadaen dosis mínimas.

—Y ¿ellos la utilizan?—Dios santo, sí. Todos los moros

de Jartum y de la zona al norte de lacapital utilizan ese polvo. Los blancos,los que están enterados de su existencia,no suelen atreverse, por la magnitud delpeligro.

—Y usted, ¿lo ha utilizado? —

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preguntó alguien.El comandante levantó los ojos

hacia quien le interrogaba y esbozó unaligera sonrisa bajo su enorme bigote.

—Dentro de un momento trataremosde esa cuestión, ¿te parece? —dijo.

—¿Cuáles son exactamente susefectos? —preguntó una de las chicas.

—¡Dios mío —exclamó elcomandante—, qué efectos! Se teenciende una hoguera en los genitales.Al mismo tiempo es un afrodisíacoviolento y un irritante enérgico. Nosolamente te pone incontrolablementecachondo sino que también te garantizauna enorme y prolongada erección.

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¿Podrías conseguirme otro vaso de vino,muchacho?

Me apresuré en busca de más vino.Mis invitados se habían quedadorepentinamente muy quietos. Todas laschicas estaban mirando al comandante,extasiadas e inmóviles, con unos ojosbrillantes como estrellas. Los chicos lasmiraban, pendientes de su reacción antetan repentinas indiscreciones. Volví allenar el vaso del comandante.

—Tu padre siempre ha tenido unabodega decente. Y también buenoscigarros —dijo mirándome expectante.

—¿Quiere usted un cigarro?—Muy agradable de tu parte.

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Fui al comedor y tomé la caja deMontecristos de mi padre. Elcomandante se guardó uno en el bolsillomientras se metía otro entre sus labios.

—Ahora, si queréis —prosiguió—,os contaré la historia de lo que me pasóa mí con el escarabajo vesicante.

—Cuéntela —dijimos—. Cuéntela,señor.

—Creo que esta historia os gustará—se sacó el cigarro de la boca y cortóel extremo con la uña del pulgar—.¿Quién tiene una cerilla?

Le encendí el cigarro. Nubes dehumo envolvieron su cabeza, y a travésdel humo veíamos su cara borrosa, pero

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oscura y suave como una fruta enorme ypurpúrea, casi pasada de tan madura.

—Un atardecer —empezó—, estabasentado en la galería de mi casa, que seencontraba en el interior del país a unossesenta y cinco kilómetros de Jartum;hacía un calor infernal y yo había tenidouna dura jornada. Estaba tomándome unwhisky fuerte con soda. Era el primerode aquella tarde y me había recostado enla hamaca con los pies apoyados en lapequeña balaustrada que cercaba toda lagalería. Notaba cómo el whiskygolpeaba las paredes de mi estómago yos juro que, al final de un largo día en unclima salvaje, no hay mejor sensación

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que la que notas cuando un whisky fuertesacude tu estómago y se te mete por lasvenas. Poco después, entré en casa, mepreparé una segunda copa, y salí denuevo a la galería. Me tendí en lahamaca. Tenía la camisa empapada desudor pero estaba demasiado cansadopara ducharme. De repente, me quedérígido de pies a cabeza. Estaba a puntode llevar el vaso de whisky a mis labioscuando la mano se me quedó congelada,literalmente congelada a mitad delmovimiento, y allí se me quedó, con losdedos aferrando el vaso. No podíamoverme. No podía ni hablar. Intentéllamar a mi criado para pedirle ayuda,

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pero no pude. Rigor mortis. Parálisis.Todo mi cuerpo se había petrificado.

—¿Se asustó usted? —preguntóalguien.

—Claro que me asusté —dijo elcomandante—. Estaba condenadamenteaterrado, sobre todo porque meencontraba en pleno Sudán, a miles dekilómetros de todas partes. Pero laparálisis no duró mucho tiempo. Unminuto, quizás dos. En realidad no lo sé.Pero cuando volví en mí por así decirlo,lo primero que noté fue una sensaciónardiente en la zona de la ingle.

«Caramba —me dije—, ¿qué es loque está pasando aquí?» Pero lo que

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estaba pasando era bastante evidente. Laactividad dentro de mis pantalonesempezaba a ser francamente violenta y alos pocos segundos mi miembro estabatan tieso y erecto como el palo mayor deuna goleta.

—¿Qué quiere decir «el miembro»?—preguntó una chica que se llamabaGwendoline.

—Imagino que lo iráscomprendiendo a medida queavancemos, encanto —dijo elcomandante.

—Prosiga, comandante —leapremiamos—. ¿Qué pasó luego?

—Entonces empezó a latir.

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—¿Qué es lo que empezó a latir? —le preguntó Gwendoline.

—Mi miembro —explicó elcomandante—. Podía notar a todo lolargo de mi miembro cada uno de loslatidos de mi corazón. Latía y vibrabaterriblemente, y estaba tan tenso comoun globo. ¿Habéis visto esos globoslargos en forma de salchicha que suelendarles a los niños en las fiestas? Meacordé de ellos, y a cada latido de micorazón me daba la misma sensaciónque si alguien estuviera hinchándolo conmás aire y me fuese a estallar de unmomento a otro.

El comandante bebió un poco de

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vino. Luego contempló la ceniza de sucigarro. Nosotros permanecíamossentados, muy silenciosos y atentos.

—De modo que intenté naturalmenteaveriguar qué podía haber ocurrido —prosiguió—. Miré el vaso de whisky.Estaba en donde siempre lo dejaba,encima de la pequeña balaustradapintada de blanco que cercaba lagalería. Entonces mi ojo se desplazóhacia arriba, al techo de la casa, alborde del techo, y de repente, ¡presto!,¡ya estaba! No había ninguna duda sobrelo que había ocurrido.

—¿Qué? —dijimos nosotros, todos ala vez.

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—Un gran escarabajo vesicante, queestaba dando un paseo vespertino por eltecho, se había aventurado demasiadocerca del borde y se había caído.

—¡Justo en su vaso de whisky! —exclamamos.

—Exactamente —dijo elcomandante—. Y yo, loco de sed acausa del calor, me lo había tragado sindarme cuenta.

La chica que se llamaba Gwendolinemiraba al comandante con los ojos muyabiertos.

—Sinceramente, no entiendo por quéarmar tanto jaleo —dijo—. Unescarabajo tan chiquitín no puede

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hacerle ningún daño a nadie.—Querida chiquilla —dijo el

comandante—, el polvo que resulta demachacar el cuerpo muerto de unescarabajo vesicante recibe el nombrede cantaridina. Es el nombrefarmacéutico. La variedad sudanesa sel l a ma cantaridina sudanii. Y estacantaridina sudanii es absolutamentemortal. La dosis máxima que puedeconsumir un ser humano sin riesgo, si esque existe tal dosis, es de un mínimo. Unmínimo es una sexagésima parte de unaonza fluida. Suponiendo que me hubiesetragado un escarabajo vesicante adulto,acababa de ingerir Dios sabe cuántos

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cientos de veces la dosis máxima.—¡Santo Dios! —exclamamos—.

¡Santo Dios!—Al cabo de un momento los

latidos eran tan tremendos que todo micuerpo se estremecía —dijo elcomandante.

—¿Quiere decir que tenía jaqueca?—dijo Gwendoline.

—No —replicó el comandante.—¿Qué pasó luego? —le

preguntamos.—Mi miembro —dijo el comandante

— era ahora como una barra de hierro alrojo vivo que me abrasaba el cuerpo.Salté de mi hamaca, me metí corriendo

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en el coche y conduje como un locohasta el hospital más próximo, queestaba en Jartum. Llegué allí en treintaminutos, ni uno más. Estaba tanaterrorizado que no podía ni tirarme unpedo.

—Vamos a ver, espere un momento—dijo aquella pobre criatura deGwendoline—. No le sigo del todo.¿Por qué tenía usted exactamente tantomiedo?

Qué chica tan horrible. Jamáshubiese debido invitarla. En estaocasión el comandante, con grandignidad, supo ignorarla por completo.

—Me lancé dentro del hospital —

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prosiguió— y localicé la sala deurgencias, donde había un médico ingléscosiendo la herida de una cuchillada ano sé quién. «¡Mire esto!», grité,sacándolo y agitándolo ante sus ojos.

—¿Puede decirme, por Dios, quéera lo que agitaba ante sus ojos? —preguntó la terrible Gwendoline.

—Cierra el pico, Gwendoline —dije.

—Gracias —dijo el comandante—.El doctor dejó de coser y se quedómirando el objeto que yo sostenía ante élcon cierta alarma. Le conté rápidamentelo ocurrido; Su rostro se ensombreció.Me informó que no había ningún

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antídoto para el escarabajo vesicante.Mi situación era grave. Pero afirmó queharía cuanto pudiera. Así que mehicieron un lavado de estómago, memetieron en cama y envolvieron mipobre miembro palpitante con hielo.

—¿Quién lo hizo? —preguntóalguien.

—Una enfermera —contestó elcomandante—. Una joven enfermeraescocesa. Trajo el hielo en pequeñasbolsas de caucho que fijó con unvendaje.

—¿No se le congeló?—Es imposible congelar una cosa

que está prácticamente al rojo vivo —

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dijo el comandante.—¿Qué pasó después?—Me cambiaron el hielo cada tres

horas, de día y de noche.—¿Quién, la enfermera escocesa?—Lo hacían por turnos. Varias

enfermeras.—¡Santo Dios!—No empezó a bajar hasta dos

semanas más tarde.—¡Dos semanas! —dije yo—. ¿Se

encontró usted bien luego? ¿Está ustedbien ahora?

El comandante sonrió y tomó otrosorbo de vino:

—Me conmueve profundamente tu

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preocupación —comentó—. Eresevidentemente un joven que sabe muybien qué es lo primero en esta vida, yqué es lo que va después. Creo quellegarás lejos.

—Gracias, señor —dije—. Pero,¿qué pasó al final?

—Quedé inactivo durante seis meses—dijo el comandante con una sonrisallena de tristeza—, pero en Sudán eso noes grave. Ya que te interesa, te diré queahora me encuentro perfectamenterepuesto. Mi recuperación fuemilagrosa.

Esa fue la historia que elcomandante Grout nos contó en la fiesta

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que di la víspera de mi partida haciaFrancia. Una historia que me hizoreflexionar. Me hizo pensar mucho. Dehecho, aquella misma noche, mientraspermanecía tumbado en la cama contodas mis maletas preparadas en mihabitación, empecé a urdir un planatrevidísimo. Digo «atrevidísimo»porque, ¡por todos los santos!, erafrancamente atrevido teniendo en cuentaque en aquel entonces yo tenía sólodiecisiete años. Ahora, cuando echo lamirada hacia atrás, me descubro ante mímismo por haber sido capaz de idear eseplan.

Y a la mañana siguiente, ya había

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tomado un determinación.

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2Me despedí de mis padres en el andénde Victoria Station y subí al tren queenlazaba con el transbordador y el trende París. Llegué esa misma tarde y fui adejar las maletas a la casa donde mispadres habían decidido que meinstalase. Estaba en la Avenue Marceau,y la familia, los Boisvain, solían tenerhuéspedes de pago. Monsieur Boisvainera un funcionario de no sé qué clase tanpoco notable como los demás miembrosde su especie. Su esposa, una mujerpálida de dedos cortos y fláccidotrasero, estaba cortada más o menos por

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el mismo patrón que su marido, y supuseque ninguno de los dos me crearíaningún problema. Tenían dos hijas:Jeanette, de quince años, y Nicole, dediecinueve. Mademoiselle Nicole erauna especie de monstruo porquemientras el resto de la familia eranpersonas típicamente pequeñas, pulcrasy francesas, ella era una chica deproporciones amazónicas. A mí meparecía algo así como una gladiadora.Descalza debía tener como mínimo unaestatura de metro noventa, pero era detodos modos una joven gladiadora bienproporcionada, con unas piernasfinamente moldeadas y un par de ojos

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negros que parecían encubrir un buenmontón de secretos. Por primera vez,desde que había llegado a la pubertad,me encontraba con una mujer no sólotremendamente alta sino además muyatractiva, y lo que vi me dejófrancamente impresionado. Desdeentonces, con el paso de los años, heelegido naturalmente muchas mozasigualmente grandes, y debo decir que lasvaloro mucho más, en conjunto, que asus más diminutas hermanas. Cuando unamujer es muy alta, disfruta, paraempezar, de una fuerza y una potenciamuscular muy superior, y también tienenaturalmente mucha más materia con la

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que liarse.En otras palabras, yo disfruto con

las mujeres altas. Y ¿por qué no iba ahacerlo? No es en absoluto monstruoso.Pero lo que sí que es bastantemonstruoso, en mi opinión, es el hechoextraordinario de que las mujeres engeneral, y me refiero a las mujeres detodas las partes del mundo, se chiflenpor los hombres pequeñitos.Permítaseme explicar inmediatamenteque al decir «hombres pequeñitos» nome refiero a los hombres pequeñitoscorrientes, como los jockeys y losdeshollinadores. Me refiero a losverdaderos enanos, esos diminutos

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personajes de piernas estevadas quesuelen corretear en calzones por laspistas de los circos. Tanto si se lo creencomo si no, cualquiera de esos pequeñossujetos puede, si se lo propone,conseguir que se divierta hasta la másfrígida de las mujeres. Ya puedenprotestar todo lo que quieran, lectorasmías. Pueden decir que estoy loco, queno sé lo que me digo, que estoy malinformado. Pero antes de hacerlo, lesaconsejo a ustedes que vayan por ahí yconsulten a mujeres que hayan sidotrabajadas por uno de esoshombrecillos. Ellas confirmarán midescubrimiento. Y les dirán sí sí sí, es

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cierto, tengo que reconocer que esverdad. Dirán que son repulsivos peroirresistibles. Un feísimo enano circensede mediana edad, que apenas debíalevantar del suelo un metro y pocoscentímetros, me contó una vez que, encualquier habitación, en cualquiermomento, siempre podía elegir a lamujer que más le gustara. A mí siempreme ha parecido muy curioso.

Pero volvamos a mademoiselleNicole, la hija amazónica. Atrajo miinterés inmediatamente y, mientrasestrechábamos las manos, apliqué untoque de presión sobreañadido a susnudillos y me quedé mirándole la cara.

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Sus labios se separaron y vi que la puntade su lengua surgía repentinamente entresus dientes. Muy bien, joven dama, medije a mí mismo. Tú serás la número unoen París.

Por si esto sonara demasiadopresuntuoso dicho por un imberbe dediecisiete años como yo, creo quedebería informarles que, incluso a esatierna edad, la fortuna me había dotadocon una sobresaliente apostura.Actualmente cuando repaso lasfotografías de mi familia en aquellaépoca, compruebo que yo era un jovende belleza muy penetrante. Esto no esmás que una simple realidad y sería

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necio fingir que no era cierto.Ciertamente, me facilitó las cosas enLondres y podría afirmar honestamenteque hasta aquella fecha no había sidorechazado ni una sola vez. Peronaturalmente no hacía mucho tiempo quejugaba a aquel juego y sólo se habíancruzado delante de mis ojos unascincuenta o sesenta muchachas.

A fin de llevar a cabo el plan que elrelato del comandante Grout me habíahecho concebir, anuncié inmediatamentea madame Boisvain que a primera horade la mañana del día siguiente saldría apasar unos días en el campo con unosamigos. Todavía nos encontrábamos de

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pie en el vestíbulo y acabábamos desaludamos.

—Pero, monsieur Oswald, ¡si acabausted de llegar! —exclamó la pobreseñora.

—Creo que mi padre les ha pagadoa ustedes seis meses por adelantado —dije—. Si no estoy aquí, se ahorrarán eldinero de la comida.

Esta clase de aritmética ablanda elcorazón de cualquier patrona francesa, ymadame Boisvain no formuló másprotestas. A las siete de la tarde nossentamos a cenar. Era tripa hervida concebollas. Considero que éste es elsegundo plato más repulsivo del mundo

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entero. Sólo lo supera uno que comencon gran placer los pastores indígenasen Australia.

Estos pastores —porque será mejorque se lo cuente a ustedes, para quepuedan evitar esa comida si porcasualidad cayeran en aquel rincón delmundo—, estos pastores de ovejascastran a todos los corderos de estabárbara forma: dos de ellos sostienen albicho boca arriba sujetándolo por laspatas delanteras y traseras. Un tercerpastor raja el escroto y lo aprieta hastasacar los testículos de la bolsa.Entonces se inclina hacia delante, abrela boca y se mete en ella los testículos.

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Cierra entonces los dientes, arranca lostestículos al desgraciado animal, yescupe el nauseabundo bocado dentro deuna bacinilla. No sirve de nada que medigan que estas cosas no pasan, porquepasan. Lo vi todo con mis propios ojosel año pasado en una aldea situada cercade Cowra, en Nueva Gales del Sur. Yaquellos necios me contaron orgullososque por este método tres pastorescompetentes podían castrar sesentacorderos en sesenta minutos, y seguir aese ritmo durante todo un día. Medijeron que el único inconveniente esque al final les dolía un poco lamandíbula, pero que valía la pena

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porque la compensación era magnífica.—¿Qué compensación?—Ja, ja —dijeron—, ¡espere y verá!Y aquella noche tuve que

permanecer en pie viéndoles freíraquellos desperdicios en una sarténuntada con grasa de oveja sobre unfuego de leña. Puedo garantizarles queeste milagro gastronómico es el másnauseabundo, más brutal y vomitivoplato que se pueda imaginar. Luegoviene la tripa hervida.

Divago demasiado. Debo proseguir.Estamos todavía en casa de los Boisvaincenando tripa hervida. Monsieur B.entraba en éxtasis comiendo aquella

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inmundicia; hacía mucho ruido cuandochupaba y se relamía los labios, y acada bocado gritaba:

—Délicieux! Ravissant!Formidable! Merveilleux!

Y luego, cuando terminamos —¿esque no acabarían nunca los horrores?—se quitó toda su dentadura postiza y laaclaró en la escudilla para limpiarse losdedos.

A medianoche, cuando monsieur ymadame B. estaban completamentedormidos, me deslicé por el pasillo yentré en el dormitorio de mademoiselleNicole. Estaba arrebujada en una camaenorme y en la mesilla de noche que

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había al lado ardía una vela. Me recibió,curiosamente, con un ceremoniosoapretón de manos a la francesa, peropuedo asegurar que no hubo nadaceremonioso en lo que pasó acontinuación. No tengo intención deentretenerme en este incidente sinimportancia. No tiene nada que ver conel verdadero núcleo de mi relato. Dirésolamente que todos los rumores que mehabían llegado acerca de las jóvenes deParís obtuvieron confirmación prácticaen las pocas horas que pasé conmademoiselle Nicole, que hizo que lasglaciales debutantes londinensesparecieran en comparación tablas

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petrificadas. Se lanzó sobre mí comouna mangosta contra una cobra. Derepente tenía diez pares de manos ymedia docena de bocas. Era unacontorsionista de pies a cabeza, y másde una vez entrevi sus tobillos enlazadosen su propia nuca. Aquella chica estabahaciéndome pasar por el escurridor. Meforzaba hasta el límite mismo de misposibilidades. De hecho, a mi edad noestaba preparado para un examen tancompleto como éste, y después de unahora aproximadamente de actividad sinrespiro, empecé a alucinar. Recuerdoque imaginé que todo mi cuerpo era unlubricado pistón que se deslizaba

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suavemente arriba y abajo por uncilindro cuyas paredes eran del mássuave acero. Sólo Dios sabe cuántoduró, pero al final recobré bruscamentela conciencia con el sonido de una vozque decía:

—Muy bien, monsieur, esto ya bastacomo primera lección. Creo, sinembargo, que todavía pasará muchotiempo antes de que puedas salir deljardín de infancia.

Regresé a mí habitación derrengado,vapuleado y escarmentado, y me quedédormido.

A la mañana siguiente, con el fin depoder llevar a cabo mi plan, me despedí

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de los Boisvain y tomé el tren deMarsella. Llevaba conmigo dinerosuficiente para los gastos de seis mesesque mi padre me había dado antes desalir de Londres: doscientas libras enfrancos franceses. Eso era un montón dedinero en 1912.

En Marsella compré un billete paraAlejandría en un vapor francés denovecientas toneladas que se llamabaL’Impératrice Joséphine, un pequeño yagradable barco de pasajeros que hacíala línea entre Marsella, Nápoles,Palermo y Alejandría.

El viaje transcurrió sin másincidentes que mi encuentro el primer

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día con una pasajera que también eramuy alta. Esta vez se trataba de una altadama turca de piel oscura, tan forrada dejoyas de todas clases que tintineaba acada paso que daba. Lo primero quepensé fue que puesta encima de uncerezo hubiera sido un maravillosoespantapájaros. Lo segundo que pensé,casi inmediatamente después, fue quetenía un cuerpo maravilloso. Lasondulaciones de la zona torácica erantan maravillosas que, mientras lascontemplaba desde el otro lado de lacubierta, me sentí como un viajero queavanza por el Tibet y contempla por vezprimera las cumbres más elevadas del

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Himalaya. La mujer me devolvió mimirada, con el mentón elevado yarrogante, me recorrió lentamente con lavista de la cabeza a los pies y luego denuevo hasta la cabeza. Al cabo de unminuto cruzó paseando la cubierta y meinvitó a tomar un vaso de absenta en sucamarote. Jamás había oído hablar deaquella bebida hasta entonces, peroacudí de buena gana, y de buena gana mequedé y no volví a salir de ese camarotehasta que atracamos en Nápoles tresdías más tarde. Es posible que, comohabía dicho mademoiselle Nicole, yoestuviese aún en el jardín de infancia, yque mademoiselle Nicole estuviese en

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sexto, pero si era así, la alta dama turcaera catedrática universitaria.

Las cosas se me pusieron difícilesdurante este encuentro porque, a todo lolargo del viaje entre Marsella yNápoles, el barco tuvo que luchar contrauna terrible tempestad. Se sacudía ycabeceaba horriblemente y una vez creíque estaba a punto de zozobrar. Cuandopor fin estuvimos anclados en la bahíade Nápoles, y yo salía del camarote,dije:

—Uf, me alegro de que hayamosllegado. Menuda tempestad hemospasado.

—Querido muchacho —dijo ella

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mientras enroscaba en su cuello otra delas piezas de su joyero—, el mar haestado tan liso como un espejo durantetodo el trayecto.

—Ah, no, señora —le dije—. Hahabido una tempestad tremenda.

—No era una tempestad —dijo ella—. Era yo.

Estaba aprendiendo con celeridad.Había aprendido sobre todo —y hepodido confirmarlo reiteradamente enocasiones posteriores— que liarse conuna turca es como correr cien kilómetrosantes de desayunar. Hay que estar muyen forma.

Pasé el resto del viaje recobrando la

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respiración y cuando al cabo de cuatrodías atracamos en Alejandría, volvía asentirme fuerte. En Alejandría tomé untren que me condujo a El Cairo. Allícambié de tren y me fui a Jartum.

Dios Santo, qué calor hacía en elSudán. No iba vestido adecuadamentepara el trópico pero me negué a gastarmi dinero en una ropa que sólo llevaríaun par de días. En Jartum alquilé unahabitación en un hotel muy grande cuyovestíbulo estaba lleno de ingleses conpantalones cortos de color caqui y conun casco colonial en la cabeza. Todosllevaban bigote y tenían las mejillas decolor magenta como el comandante

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Grout, y cada uno de ellos tenía unacopa en la mano. Un sudanés que debíahacer las funciones de porteroharaganeaba junto a la entrada. Era untipo de espléndida belleza que llevabauna túnica blanca y un turbante rojo, yme dirigí hacia él.

—Me pregunto si podría ustedayudarme —le dije, sacándome delbolsillo algunos billetes franceses yagitándolos como quien no quiere lacosa.

El hombre miró el dinero y sonrió.—Escarabajos vesicantes —dije—.

¿Sabe algo de los escarabajosvesicantes?

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Así pues, ya estaba. Éste era lemoment critique. Había hecho todoaquel viaje desde París hasta Jartumpara hacer esa pregunta, y ahora mirécon ansiedad el rostro del hombre. Eraposible, desde luego, que el relato delcomandante Grout no hubiera sido másque una entretenida fantasía sinfundamento.

La sonrisa del portero sudanés sehizo más ancha incluso.

—Todo el mundo conoce losescarabajos vesicantes, sahib —dijo—.¿Qué es lo que quiere?

—Quiero que me diga a dóndepuedo ir a cazar mil escarabajos de

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ésos.El hombre dejó de sonreír y se

quedó mirándome como si me hubiesevuelto loco.

—¿Quiere decir que quiere cazarlosvivos? —exclamó—. ¿Quiere ir por ahíy cazar usted mismo mil escarabajosvesicantes vivos?

—Exactamente.—¿Y para qué quiere escarabajos

vivos, sahib? No le servirán de nadaesos escarabajos vivos.

Dios mío, pensé. El comandanteefectivamente nos había tomado el pelo.

El portero se me acercó un poco másy apoyó en mi brazo una mano casi tan

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negra como el ala de un cuervo.—¿Lo que usted quiere es trinco-

trinco, no? Quiere ese polvo que sirvepara el trinco-trinco, ¿no?

—Eso es más o menos —dije—.Aproximadamente.

—Entonces no tiene por quépreocuparse cazando escarabajos vivos,sahib. Lo que tiene que comprar espolvo de escarabajos machacados.

—Yo tenía el proyecto dellevármelos vivos a mi país y criarlos—dije—. Así tendría un suministropermanente.

—¿En Inglaterra? —dijo él.—En Inglaterra o Francia, o algún

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sitio así.—Fracasaría —dijo, sacudiendo la

cabeza—. Este pequeño escarabajovesicante sólo vive en el Sudán.Necesita un sol muy fuerte. Losescarabajos que se lleve se le moriránen su país. ¿Por qué no se lleva elpolvo?

Comprendí que tendría quemodificar ligeramente mis planes.

—¿Cuánto vale el polvo? —lepregunté.

—¿Cuánto quiere?—Mucho.—Tendrá que ser cauteloso con ese

polvo, sahib. Tiene que tomar solamente

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una cantidad pequeñísima, porque de locontrario se lo pasaría malísimamentemal.

—Ya lo sé.—Aquí en Sudán, los hombres

medimos la dosis vertiendo el polvosobre un alfiler. Lo que queda en lacabeza es una dosis, exactamente. Es unacantidad pequeñísima. De modo que,vaya con cuidado, sahib.

—Ya estoy enterado de todo eso —le dije—. Dígame solamente qué es loque tengo que hacer para comprar grancantidad.

—¿Qué quiere decir con eso de grancantidad?

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—Bueno, digamos que un peso deunas diez libras.

—¡Diez libras! —exclamó—. ¡Esobastaría para toda la población deAfrica entera!

—Pues cinco libras.—¿Qué demonios piensa hacer usted

con cinco libras de polvo de escarabajovesicante, sahib? ¡Bastan unas pocasonzas para disponer de suficiente polvopara toda una vida, incluso para unhombre fuerte como yo!

—No se preocupe por lo que piensohacer con él —dije—. ¿Cuánto costaría?

El hombre inclinó la cabeza a unlado y estuvo un rato estudiando

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detenidamente la cuestión.—Nosotros lo compramos en

paquetes pequeñitos —dijo—. Cadapaquete de un cuarto de onza. Muy caro.

—Quiero cinco libras —le dije—.Al por mayor.

—¿Reside en este hotel? —mepreguntó.

—Sí.—Entonces, mañana le daré la

respuesta. Tengo que rondar un poco porahí y hacer algunas preguntas.

De momento lo dejé ahí.A la mañana siguiente, el alto

portero negro estaba en su sitio desiempre junto a la entrada del hotel.

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—¿Tiene alguna noticia del polvo?—le pregunté.

—Arreglado —dijo—. Heencontrado un sitio donde podrácomprar cinco libras de polvo puro.

—¿Cuánto costará? —le pregunté.—¿Lleva moneda inglesa?—Puedo conseguirla.—Le costará mil libras inglesas,

sahib. Muy barato.—Entonces, olvídelo —dije dando

media vuelta.—Quinientas —dijo él.—Cincuenta —le repliqué—. Le

daré cincuenta libras.—Cien.

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—No. Cincuenta. Es todo cuantopuedo pagar.

Se encogió de hombros y extendiólas palmas hacia arriba.

—Usted encuentre el dinero —dijo—. Yo encontraré el polvo. Esta tarde, alas seis en punto.

—¿Cómo sabré que no me da ustedserrín o algo así?

—¡Sahib! —exclamó—. ¡Jamás heestafado a nadie!

—No estoy tan seguro.—En ese caso —dijo—, usted

mismo puede probar el polvo tomandouna pequeña dosis antes de pagarme.¿Qué le parece?

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—Buena idea —dije—. Nosveremos a las seis.

Un banco de Londres tenía unasucursal en Jartum. Fui allí y cambiéalgunos de mis francos por libras. A lasseis de la tarde me fui a buscar alportero. Ahora estaba en el vestíbulo.

—¿Lo ha conseguido? —le pregunté.Señaló una gran bolsa de papel

pardo que estaba en el suelo al lado deuna columna.

—¿Quiere probarlo antes, sahib?Hágalo por favor, y así comprobará quees de primerísima calidad, el mejorpolvo de escarabajo que puedeencontrarse en todo Sudán. Una cabeza

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de alfiler de este polvo y estará con eltrinco-trinco toda la noche y la mitad deldía siguiente.

No creí que pudiera atreverse aofrecerme una prueba si los polvos nohubieran sido buenos, de modo que le diel dinero y me quedé con el paquete.

Una hora después me encontraba enel tren nocturno de El Cairo. Al cabo dediez días estaba de regreso en París yllamando a la puerta de la casa deMadame Boisvain en la AvenueMarceau. Llevaba conmigo el preciosopaquete. No había tenido ningúnproblema con la aduana francesa aldesembarcar en Marsella. En aquellos

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tiempos solamente buscaban cuchillos yarmas de fuego, nada más.

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3Anuncié a madame B. que esta vezpensaba quedarme allí una buenatemporada, pero que tenía que hacerleuna petición. Le conté que yo eraestudiante de ciencias naturales. Ella medijo que ya lo sabía. Proseguídiciéndole que no solamente deseabaaprender francés durante mi estancia ensu país, sino también continuar misestudios científicos. Por consiguiente,tendría que llevar a cabo ciertosexperimentos que suponían la utilizaciónde aparatos y productos químicos quepodían ser peligrosos si caían en manos

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de inexpertos. Debido a ello, le dije quequería disponer de una llave para mihabitación, y que nadie entrase en ella.

—¡Va a hacernos volar a todos porlos aires! —exclamó ella echándose lasmanos a las mejillas.

—Pierda usted cuidado, madame —le dije—. No hago más que tomar lasprecauciones usuales. Mis profesoresme han enseñado a hacerlo siempre así.

—¿Y se limpiará usted mismo suhabitación y se hará la cama solo?

—Efectivamente —dije—. Esto leahorrará mucho trabajo.

Ella estuvo murmurando y gruñendo,pero al final cedió.

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Aquella noche los Boisvainsirvieron para cenar pies de cerdo ensalsa blanca, otro plato repulsivo.Monsieur B. se lanzó sobre él con susacostumbrados chupetones yexclamaciones de éxtasis, y cuandoterminó tenía toda la cara manchada deaquella blanca salsa glutinosa. Meexcusé y dejé la mesa justo cuandoestaba disponiéndose a pasar sudentadura postiza de la boca a labacinilla. Subí a mi habitación y cerré lapuerta.

Abrí, por primera vez, mi paquete depapel pardo. Afortunadamente, el polvoestaba encerrado en dos grandes latas de

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galletas. Abrí una de ellas. Era de colorgris pálido y casi tan fino como laharina. Ante mí tenía, me dije,probablemente la mayor mina de oro quejamás pueda encontrar ningún serhumano. Dije «probablemente» porquetodavía no tenía ni la menor prueba denada. Solamente contaba con la palabradel comandante, que aseguraba queaquellos polvos iban bien, y la palabradel portero del hotel, que aseguraba queaquéllos eran polvos de escarabajo.

Me tendí en la cama y leí un librohasta media noche. Entonces me desnudéy me puse el pijama. Cogí un alfiler y losostuve en posición vertical sobre la

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lata abierta. Eché un pellizco de polvosobre la cabeza del alfiler. Un pequeñomontoncito de granos de polvo grisquedó sobre la cabeza. Con muchocuidado, me llevé esta porción a la bocay lamí el polvo. No sabía a nada. Mefijé en la hora que marcaba mi reloj yluego me senté al borde de la cama aesperar el resultado.

No tardó en presentarse.Exactamente nueve minutos después,todo mi cuerpo se puso rígido. Empecé aboquear y gorgotear. Me quedécongelado en la posición en que meencontraba, del mismo modo que elcomandante Grout se había quedado

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congelado con su vaso de whisky en lagalería. Pero como yo había tomado unadosis muchísimo menor que la de él,este período de parálisis duró solamenteunos pocos segundos. A continuaciónnoté, por decirlo con la expresiónutilizada por el buen comandante, unasensación de ardor en la zona de laingle. Un minuto más tarde, mi miembro—y, de nuevo, el comandante lo habíaexplicado mucho mejor de lo que yopueda hacerlo—, mi miembro se habíapuesto tan tieso y erecto como el palomayor de una goleta.

Ahora, la prueba definitiva. Melevanté y me fui hacia la puerta. La abrí

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silenciosamente y me deslicé por elpasillo. Entré en el dormitorio demademoiselle Nicole, y, naturalmente,allí estaba ella arrebujada en su cama,con la vela ya encendida, esperándome.

—Bonsoir, monsieur —susurró ellamientras estrechaba mi mano con laceremonia acostumbrada—. ¿Ha venidoa que le dé la lección número dos?

No dije nada. Mientras me metía enla cama a su lado ya estabadeslizándome en otra de esas misteriosafantasías que parecen absorberme cadavez que me acerco a una hembra. Estavez había regresado a la Edad Media yRicardo Corazón de León era rey de

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Inglaterra. Yo era el campeón de lasjustas de todo el país, el noble caballeroque estaba dispuesto a realizar susproezas y demostrar su fuerza ante el reyy todos sus cortesanos en el Campo dela Sábana de Oro.

Mi adversario era una gigantesca ytemible francesa que había hecho unacarnicería de los setenta y ochovalientes ingleses con los que se habíaenfrentado en anteriores torneos. Peromi corcel era arrojado y mi lanza degran longitud y grosor, afilada en lapunta, vibrante y hecha del más duroacero. Y el rey gritó:

—¡Bravo, Sir Oswald, el hombre de

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la poderosa lanza! ¡Solamente él tienefuerza suficiente para esgrimir tanenorme arma! ¡Atraviésala, muchacho!¡Atraviésala!

De modo que avancé galopando a labatalla con mi gigantesca lanzaapuntando hacia delante, directamente ala zona más vital de la francesa, y lancécontra ella potentes arremetidas, rápidasy certeras todas ellas, y en un santiaménhabía perforado su armadura y la tenía amis pies pidiendo clemencia. Pero yo noestaba de humor para la clemencia.Azuzado por los gritos del rey y suscortesanos, introduje diez mil veces milanza en aquel cuerpo serpenteante, y

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luego otras diez mil veces más, mientrasoía gritar a los cortesanos:

—¡Arremeted, Sir Oswald!¡Arremeted y seguid arremetiendo!

Y luego la voz del rey dijo:—¡Voto a bríos, que me parece que

este valiente acabará partiendo su lanzacomo no termine pronto!

Pero mi lanza no se partía y, en unfinal glorioso, ensarté a la gigantescafrancesa en el puntiagudo extremo de mipoderosa arma y paseé al galope portoda la arena agitando en lo alto sucuerpo y oyendo los gritos de «¡Bravo!»«¡Pollazo!» y «¡Víctor ludorum!»

Todo esto, como pueden fácilmente

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suponer, precisó algún tiempo. No teníani la menor idea de cuánto, pero al finsalí otra vez a superficie, salté de lacama y me quedé allí, triunfantecontemplando a la víctima prostrada. Lamuchacha jadeaba como un ciervoacorralado y yo empecé a preguntarmesi no le habría hecho daño. Tampoco esque me importara mucho.

—Bien, mademoiselle —dije—,¿estoy todavía en el jardín de infancia?

—¡Oh, no! —exclamó ellaretorciendo nerviosamente sus largosmiembros—. ¡Oh, no, monsieur! ¡No, no,no! ¡Es usted feroz y maravilloso y tengola misma sensación que si me hubiera

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estallado la caldera!Aquello hizo que me sintiera muy

bien. Me fui sin decir nada más y meretiré por el pasillo cautelosamentehacia mi habitación. ¡Qué triunfo! ¡Quépolvos tan fantásticos! ¡El comandantetenía razón! ¡Y, además, el portero nome había estafado! Estaba en puertas deexplotar una mina de oro y nada medetendría. Y, con estos felicespensamientos, me dormí.

A la mañana siguiente empecé adisponer las cosas inmediatamente.Recordarán ustedes que tenía una becapara estudiar ciencias. Estaba, enconsecuencia, muy enterado en materia

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de física y química aparte de otrasramas, pero la química había sidosiempre mi fuerte.

Ya sabía por lo tanto todo lo quehabía que saber para fabricar pastillas.El año 1912, que es donde nosencontramos ahora, era corriente que losfarmacéuticos fabricaran en su propiafarmacia muchas de las pastillas quevendían, y para ello utilizaban siempreun aparato llamado la máquina decomprimir. Así que aquella mañana salíde compras por París, y al finalencontré, en una calleja apartada de laOrilla Izquierda, una tienda que vendíaaparatos farmacéuticos de segunda

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mano. Compré allí una excelentemáquina de comprimir que producíaunas pastillas profesionales muy bienhechas en lotes de veinticuatro cada vez.Compré también una balanza deprecisión muy sensible.

A continuación encontré unafarmacia donde me vendieron una grancantidad de carbonato calcico y unacantidad más pequeña de tragacanto.También compré un frasco de cochinilla.Me llevé todo esto a mi habitación,luego despejé la mesa y dispuse losmateriales y la máquina adecuadamente.

Si sabes cómo hacerlo, fabricarpastillas es de lo más sencillo. El

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carbonato cálcico, que es neutral einofensivo, constituye la masafundamental de la pastilla. Se le añadela cantidad exacta necesaria delingrediente activo, en mi caso el polvode cantárida sudanesa. Y, por fin, comoexcipiente, un poquito de tragacanto. Elexcipiente es el cemento que hace quenada se despegue y que endurece losdemás componentes hasta hacerlesadquirir la forma de una atractivapastilla. Pesé la cantidad suficiente decada una de las substancias para hacerveinticuatro pastillas bastante grandes eimpresionantes. Añadí unas gotitas decochinilla, que es una materia colorante

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rojo escarlata completamente insípida.Lo mezclé todo homogéneamente y metíla mezcla en mi máquina. En unsantiamén, tuve ante mí veinticuatrograndes pastillas rojas de dureza ycircularidad perfectas. Y cada una deellas, si yo había pesado y medidoadecuadamente, contenía exactamente lacantidad de polvo de cantáridas queretendría la cabeza de un alfiler. Cadauna de ellas, en otras palabras, era unpoderoso y explosivo afrodisíaco.

Todavía no estaba preparado parainiciar la jugada.

Salí de nuevo a las calles de París yencontré un fabricante de cajas

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comerciales. Le compré mil cajitasredondas de cartón, de dos centímetros ymedio de diámetro. También adquiríalgodón en rama.

A continuación fui a una imprenta ypedí mil etiquetas redondas muypequeñas. En cada una de ellas teníanque imprimir en inglés el siguiente texto:

PÍLDORASPARA LA POTENCIA

DEL PROFESOR YUSSUFEstas píldoras son extraor-

dinariamente poderosas. Úselas conmesura, de lo contrario pueden causarletanto a usted como a su pareja un fuerte

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ago-tamiento. Dosis recomendada: una por

se-mana. Agente exclusivo para Europa:

C. CORNELIUS, 192; AVENUEMARCEAU, PARIS

Las etiquetas estaban diseñadas demodo que encajasen perfectamente en latapadera de mis cajitas de cartón.

Dos días después fui a recoger lasetiquetas. Compré un bote de cola. Volvía mi habitación y pegué las etiquetas enveinticuatro tapaderas. Dentro de cadacaja puse un poco de algodón en elfondo y sobre él deposité una única

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pastilla escarlata y la cerré.Ya estaba dispuesto para actuar.Como ya habrán imaginado, estaban

a punto de entrar en el mundo comercial.Iba a vender mis Pastillas Afrodisíacasa una clientela que pronto pediría agritos más y más pastillas. Las venderíade una en una, cada pastilla en una cajapara ella sola, y cobraría un preciodesorbitado.

¿Y la clientela? ¿De dónde saldría?¿Qué debía hacer un jovencito dediecisiete años que se encontraba en unaciudad extranjera si quería encontrarclientes para sus pastillas maravillosas?Bueno, sobre esta cuestión no albergaba

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duda alguna. Me bastaba encontrar unasola persona del tipo adecuado y dejarleprobar una sola pastilla y el extáticoreceptor regresaría en seguidagalopando para pedirme una segundadosis. Simultáneamente haría correr lanoticia entre sus amigos y la feliz marease propagaría con la rapidez de unincendio forestal.

Ya sabía quién debía ser mi primeravíctima.

No les he contado todavía que mipadre, William Cornelius, era miembrodel cuerpo diplomático. No tenía fortunapropia, pero era un hábil diplomático yhabía conseguido vivir acomodadamente

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de su sueldo. Su último destino habíasido como embajador en Dinamarca, yen aquel momento desempeñaba no séqué cargo en el ministerio de AsuntosExteriores en Londres, en espera deconseguir un nuevo destino con máscategoría. El actual embajador enFrancia era un caballero que respondíaal nombre de Sir Charles Makepiece.[2]

Era un viejo amigo de mi padre y antesde salir de Inglaterra mi padre le habíaescrito una carta pidiéndole que velarapor mí.

Sabía lo que tenía que hacer acontinuación, y me dispuse a hacerloinmediatamente. Vestido con mi mejor

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traje me dirigí a la embajada británica.No entré, naturalmente, por la puerta dela embajada propiamente dicha, sino quefui a llamar a la de la residenciaparticular del embajador, que seencontraba en la parte trasera del mismoimponente edificio de la embajada. Eranlas cuatro de la tarde. Un lacayo vestidocon calzones blancos y librea roja abrióla puerta y se quedó mirándomefieramente. Yo no llevaba tarjetas devisita pero conseguí hacerle saber quemi padre y mi madre eran íntimosamigos de Sir Charles y LadyMakepiece y solicité que tuviera laamabilidad de hacer saber a su señoría

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Lady Makepiece que Oswald Corneliusquería presentarle sus respetos.

Me introdujeron en una sala quehacía las funciones de vestíbulo y allíme senté a esperar. Cinco minutos mástarde, Lady Makepiece penetró en elsalón en medio de una agitación desedas y gasas.

—¡Bien, bien! —exclamó, tomandomis manos entre las suyas—. Así que túeres el hijo de William. ¡Siempre hatenido buen gusto, el viejo picaro!Recibimos su carta y estábamosesperando tu visita.

Era una moza impresionante. No erajoven, evidentemente, pero tampoco

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estaba fosilizada. Yo le echaría unoscuarenta años. Poseía uno de esosdeslumbrantes rostros sin edad queparecen esculpidos en mármol, y unpoco más abajo tenía un torso que seescurría hasta bajar a una cintura quehubiese cabido entre mis dos manos. Meestudió con una rápida pero penetranteojeada, y pareció satisfecha de lo quehabía visto porque a renglón seguidodijo:

—Pasa, hijo de William, tomaremosun té y charlaremos un rato.

Me llevó de la mano a través de unaserie de enormes y perfectamenteamuebladas habitaciones hasta que

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llegamos a una salita pequeña ycoquetona con un sofá y unos sillones.Había un pastel de Boucher en una delas paredes y una acuarela de Fragonarden otra.

—Éste es —me dijo— mi pequeñoestudio privado. Desde aquí organizotoda la vida social de la embajada.

Sonreí, parpadeé y me senté en elsofá. Uno de aquellos lacayos con trajede fantasía trajo el té y los emparedadosen una bandeja de plata. Los pequeñosemparedados triangulares estabanrellenos de Gentleman’s Relish. LadyMakepiece se sentó a mi lado y sirvió elté.

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—Ahora, háblame de ti —dijo.Hubo entonces muchas preguntas y

respuestas sobre mí y mi familia. Todoera muy trivial pero sabía que debíaacceder a aquello en bien del éxito demi plan. Así estuvimos hablandoalrededor de cuarenta minutos en los quesu señoría dio frecuentes golpecitos a mimuslo con una mano enjoyada cada vezque quería subrayar una observación. Alfinal la mano quedó apoyada en mimuslo y sentí una leve presión de susdedos. Ajá, pensé. ¿Qué quiere ahora miamiguita? De repente ella se puso en piede un salto y empezó a cruzar lahabitación de un lado a otro con pasos

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nerviosos. Yo permanecí sentado,mirándola. Andaba arriba y abajo, conlas manos unidas en el regazo,sacudiendo espasmódicamente lacabeza, respirando con aparatosassubidas y bajadas del pecho. No sabíaqué conclusión sacar de todo aquello.

—Será mejor que me vaya —dijelevantándome.

—¡No, no! ¡No te vayas!Volví a sentarme.—¿Conoces a mi esposo? —

balbuceó—. Claro que no. Acabas dellegar. Es un hombre encantador. Unapersona brillante. Pero, pobrecillo, losaños empiezan a pesarle, y ya no puede

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hacer tanto ejercicio como antes.—Qué mala suerte —dije—. Ya no

debe poder jugar al polo ni al tenis.—Ni siquiera al ping-pong —dijo

ella.—Todo el mundo acaba

envejeciendo —dije.—Me temo que sí. Ahí está la

cuestión.Lady Makepiece se detuvo y esperó.Yo también esperé.Los dos esperamos. Hubo un

silencio muy largo.Yo no sabía qué hacer con aquel

silencio. Acabé poniéndome nervioso.—¿Cuál es la cuestión, señora? —

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dije.—¿No comprendes que estoy

tratando de pedirte algo? —dijo ella porfin.

Como no sabía qué contestar a esto,tomé otro emparedado y lo mastiquélentamente.

—Quiero pedirte un favor, mon petitgarçon —dijo—. ¿Me equívoco sipienso que eres bastante buen jugador?

—No se equivoca. Soy bastantebuen jugador —dije, resignándome ajugar con ella a tenis o ping-pong.

—¿Y no te importaría?—En absoluto, señora. Sería un

placer.

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Había que animarla. Lo único que yoquería era que me presentase alembajador. Éste era mi objetivo. Era elelegido que recibiría la primera pastillay así haría que la bola empezase a rodar.Pero sólo podía acceder a él a través deella.

—¿No sería pedir demasiado? —dijo ella.

—Madame, estoy a su servicio.—¿Lo dices en serio?—Naturalmente.—¿Has dicho que juegas bastante

bien?—En el colegio jugaba a rugby —

dije—, en el primer equipo.

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Y también sé jugar a cricket. Soy unlanzador bastante rápido.

Ella dejó los circunloquios y medirigió una larga mirada.

En ese momento una campanita deaviso empezó a sonar en algún rincón demi cabeza. La ignoré. Pasara lo quepasara, tenía que ganarme el apoyo deaquella mujer.

—Me temo que no sé jugar a rubgy—dijo—. Ni a cricket.

—También juego bien a tenis —dije—. Pero no me he traído la raqueta —tomé otro emparedado. Me encantaba elsabor de las anchoas—. Dice mi padreque las anchoas echan a perder el

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paladar —dije mientras masticaba—.Nos prohíbe que hagamos emparedadosde Gentleman’s Relish en casa. Pero amí me encantan.

Ella inspiró profundísimamente y suspechos se hincharon hasta convertirse endos gigantescos globos.

—Te diré lo que me gustaría —susurró suavemente—. ¡Me gustaría queme violases y me violases y meviolases! ¡Quiero que me violes hastamatarme! ¡Quiero que lo hagas ahoramismo! ¡Ahora! ¡Deprisa!

¡Diablos!, pensé. Ya estamos otravez.

—No te escandalices, muchacho.

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—No me escandalizo.—Oh, sí. Te has escandalizado. Lo

leo en tu cara. No hubiera debidopedírtelo. Eres muy joven. Jovencísimo.¿Cuántos años tienes? No. No me lodigas. No quiero saberlo. Eresdelicioso, pero los colegiales son frutaprohibida. Qué pena. Es bastanteevidente que no has entrado todavía enel fiero mundo de las mujeres. Supongoque no has tocado jamás a ninguna.

Aquello me provocó.—Se equivoca, Lady Makepiece —

le dije—. He holgado con mujeres deambas orillas del Canal. Y también en elcamarote de un barco.

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—¡Cómo! ¡Ah, pillín! ¡No me locreo!

Yo seguía en el sofá. Ella estaba enpie, justo encima de mí. Su enorme bocaroja estaba abierta y empezaba a jadear.

—Supongo que comprenderás quenunca en la vida se me hubiera ocurridosugerirlo si no fuera porque Charlesestá…, digamos que un poco pocho,¿comprendes?

—Lo comprendo, desde luego —dije culebreando un poco en el sofá—.Lo comprendo perfectamente. Lacompadezco muchísimo. No la culpo enabsoluto.

—¿Lo dices en serio, de verdad?

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—Claro.—¡Oh, qué muchacho tan

maravilloso! —exclamó y saltó sobre mícomo una tigresa.

No hay nada especialmenteilustrativo que relatar del jolgorio quesiguió, como no sea mencionar que suseñoría me asombró con sus habilidadesde sofá. Hasta aquel momento yosiempre había creído que un sofá era uncampo de juego deleznable, y el cielosabe que había tenido que utilizarlobastante a menudo con las debutanteslondinenses mientras sus padresroncaban en el piso de arriba. Para mí elsofá era una cosa brutalmente incómoda,

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rodeada por tres lados por unas, paredesacolchadas, y con una zona horizontaltan estrecha que uno se caíacontinuamente al suelo. Pero LadyMakepiece era una experta del sofá.Para ella era un potro de gimnasia oalgo así, sobre el que los cuerpospodían arquearse y rebotar y volar yrodar y realizar las más notablescontorsiones.

—¿Ha trabajado alguna vez comoprofesora de gimnasia? —le pregunté.

—Cierra el pico y concéntrate —medijo, haciéndome rodar como siestuviera amasando un pastel.

Tuve suerte de ser joven y flexible

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pues de lo contrario estoy seguro de quehubiese sufrido alguna fractura. Y esome hizo pensar en el pobre Sir Charles yen lo que debía haber sufrido en susbuenos tiempos. No era extraño quehubiese decidido conservarse ennaftalina. Pero, espere Sir Charles,pensé, ¡espere a probar el escarabajovesicante! Entonces será ella la queempezará a pedir un respiro.

Lady Makepiece era unatransformista. Un par de minutosdespués de concluir nuestra algarada yaestaba sentada en su pequeño escritorioLouis XV, con un aspecto tan cuidado ysin arrugas como el que tenía cuando

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salió a recibirme. Ya no ardía, y tenía laexpresión adormilada y satisfecha deuna boa constrictor que acaba deengullir una rata viva.

—Mira —me dijo mientrasentudiaba una hoja de papel—. Mañanadaremos una cena bastante importanteporque celebramos la liberación deMafeking.[3]

—Pero eso ocurrió hace doce años—alegué.

—Seguimos celebrándolo. Lo quequería decirte es que el almiranteJoubert ha dicho que no podrá asistir.Tiene que ir a pasar revista a su flotadel Mediterráneo. ¿Te gustaría ocupar

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su sitio?Me contuve, porque estaba a punto

de gritar ¡viva! Era exactamente lo queyo quería.

—Será un honor —dije.—Estarán casi todos los ministros

del gobierno —explicó—. Y losembajadores más importantes. ¿Tienespajarita blanca?

—Sí —respondí. En aquellostiempos, nadie viajaba sin llevarseconsigo un traje de etiqueta completo,incluso a mi edad.

—Bien —dijo, poniendo mi nombreen la lista de invitados—. Entonces,mañana a las ocho en punto. Buenas

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tardes, hombrecito. Me ha encantadoconocerte.

Se había puesto a estudiar de nuevosu lista de invitados, de modo que yomismo busqué la salida.

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4A la noche siguiente, exactamente a lasocho en punto, me presenté en laembajada. Iba completamente equipadocon mi pajarita blanca y mi frac. Enaquellos tiempos, los fracs tenían unprofundo bolsillo dentro de cada una desus colas, y allí había introducido untotal de doce cajitas, cada una con unapastilla en su interior. La embajada eraun ascua de luz, y de todas direccionesllegaban a su puerta grandes carruajes.Había muchísimos lacayos uniformadospor todas partes. Entré y me puse en lafila de los que iban siendo recibidos.

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—Querido muchacho —dijo LadyMakepiece—, no sabes cuánto mealegro de que hayas podido venir.Charles, te presento a OswaldCornelius, el hijo de William.

Sir Charles Makepiece era un tipopequeñito con una elegante melenablanca. Tenía la piel de color galleta yun enfermizo aspecto polvoriento, comosi le hubiesen espolvoreado por encimaun poco de azúcar negro. Toda su cara,de la frente al mentón, estaba cruzada deprofundas y delgadas grietas, lo cual,junto con la piel polvorienta y de colorgalleta, le daba aspecto de un busto deterracota que empezara a desmenuzarse.

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—¿Así que tú eres el chico deWilliam, eh? —dijo, estrechándome lamano—. ¿Cómo te va por París? Sipuedo hacer algo por ti, no tienes másque decírmelo.

Seguí avanzando hacia ladeslumbrante muchedumbre. Parecía queyo fuese el único varón presente que noestaba ahogado bajo el peso decondecoraciones y cintas. Primeroestuvimos bebiendo champagne. Luegopasamos a cenar. Aquel comedor eraimpresionante. Alrededor de un centenarde invitados nos sentamos a amboslados de una mesa tan larga como doscampos de cricket. Unas tarjetitas

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indicaban el lugar donde debíamossentarnos. Yo me encontraba entre dosviejas increíblemente feas. Una de ellasera la esposa del embajador búlgaro y laotra era tía del rey de España. Meconcentré en la comida, que erasoberbia. Todavía recuerdo la enormetrufa, grande como una pelota de golf,cocida en vino blanco en una cazuelitacon tapadera. Y el rodaballo escalfado,que el cocinero había retirado del fuegojusto un instante antes de que estuvierademasiado cocido, con el centro casicrudo pero muy caliente todavía. (Losingleses y los norteamericanos siemprecuecen demasiado el pescado.) ¡Y los

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vinos! ¡Aquellos vinos eran de los queno se olvidan!

Pero, ¿qué podía saber el jovenOswald Cornelius, a sus diecisiete años,sobre vinos? Pregunta justificada. Perola respuesta es que tenía notablesconocimientos. Porque lo que no les hecontado todavía es que mi padre amabael vino más que todo en el mundo,incluidas las mujeres. Era, creo, unauténtico experto. Su pasión era elborgoña. También adoraba el clarete,pero siempre consideraba que losclaretes, aun los mejores, eran un tantofemeninos.

—El clarete —decía— puede tener

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un rostro más bonito y mejor tipo, perosólo los borgoñas tienen músculos ytendones.

Cuando cumplí los catorce años yahabía logrado comunicarme parte de supasión por el vino, y hacía solamente unaño que me había llevado a hacer unaexcursión a pie de diez días por toda laBorgoña durante la vendimia. Habíamospartido de Chagny y desde allícaminamos en dirección norte hastaDijon, de modo que en aquella primerasemana atravesamos toda la Cote deNuits. Fue una experiencia emocionante.No fuimos por las rutas principales sinopor estrechos senderos que nos

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condujeron a la vera de prácticamentetodos los grandes viñedos de estafamosa ladera dorada, empezando porMontrachet, luego Meursault, despuésPommard, y pasamos una noche en unamaravillosa posada de Beaune dondecomimos écrevisses bañadas en vinoblanco, y gruesas lonchas de jote grascolocadas sobre una rebanada de pantostado con mantequilla.

Todavía recuerdo el almuerzo deldía siguiente, sentados los dos sobre elbajo muro blanco que cercaba elRomanée Conti, a base de pollo frío,pan francés, fromage dur y una botellade Romanée Conti precisamente.

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Extendimos nuestras viandas sobre elmuro y pusimos la botella al lado, juntocon un par de vasos. Mi padredescorchó la botella y sirvió el vinomientras yo me las arreglaba comopodía para trinchar el pollo, y estuvimoscomiendo al templado sol del otoñomientras veíamos a los vendimiadoresdoblando las viñas, llenando sus cestos,llevándolos hasta un extremo del campoy echando la uva en cestos muy grandesque a su vez eran vaciados en carrostirados por caballos de un color ocrecremoso. Recuerdo a mi padre sentadoen el muro, señalando con un hueso demuslo casi desnudo en dirección a esta

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agradable escena, mientras decía:—¡Muchacho, estás sentado a la

orilla del pedazo de tierra más famosodel mundo! ¡Míralo! ¡Dos hectáreas depedregosa arcilla roja! ¡No es más queeso! Pero las uvas que ahora ves recogerproducirán un vino que es el másexcelso de los vinos. También es de losmás difíciles de adquirir, debido a laescasa cantidad que se produce. Estabotella que estamos bebiéndonos ahorasalió de aquí hace once años. ¡Huélela!¡Inhala el bouquet! ¡Saborea! ¡Bebe!¡Pero no intentes jamás describir estevino! ¡Es imposible traducir este saboren palabras! Beber un Romanée Conti es

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como tener un orgasmo en la boca y enla nariz al mismo tiempo.

A mí me encantaba cuando mi padrese ponía así. Mientras le oía hablardurante mis años mozos, empecé acomprender la importancia que tenía sercapaz de entusiasmarse por algo en estavida. Él me enseñó que si te interesaspor alguna cosa, sea cual sea, debesvolcarte sobre ella con todas tus fuerzas.Abrazarla con ambos brazos,apretujarla, amarla y sobre todoapasionarte por ella. Si no hayentusiasmo nada vale la pena. El simpleacaloramiento no basta. Hay queponerse al rojo vivo y apasionarse al

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máximo. Si no, no vale la pena.Visitamos Clos de Vougeot, Bonnes-

Mares, Clos de la Roche, Chambertin yotros muchos lugares maravillosos.Bajamos a las bodegas de los castillos yprobamos el vino del año anteriordirectamente de los toneles. Vimoscómo prensaban las uvas en enormesprensas de madera accionadas por seishombres a la vez. Vimos cómo sacabanel mosto de las prensas en grandestinajas de madera, y en Chambolle-Musigny, donde empezaban a vendimiaruna semana antes que en los demássitios, vimos cómo el mosto cobrabavida en colosales tinajas de madera de

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cuatro metros de altura en las que hervíay burbujeaba a medida que iniciaba elproceso mágico por el cual el azúcar vaconvirtiéndose en alcohol. Y mientrasestábamos observándolo, el vino entróen tal frenesí de actividad, y el hervor yel burbujeo adquirieron talesproporciones, que fue necesario quesubieran varios hombres a lo alto de lastinajas y se sentaran en sus tapaderaspara evitar que saltaran.

He vuelto a divagar. Tengo queproseguir mi relato. Pero pretendíademostrar rápidamente que, a pesar demi tierna edad, era muy capaz deapreciar la cualidad de los vinos que

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bebí aquella noche en la embajadabritánica en París. Eran verdaderamentememorables.

Empezamos con un Chablis GrandCru «Grenouilles». Después un Latour.Luego un Richebourg. Y con los postres,un viejo Yquem. No recuerdo la cosechaexacta de ninguno de ellos, pero erantodos anteriores a la filoxera.

Una vez terminada la cena, lasmujeres, conducidas por LadyMakepiece, abandonaron el comedor.Sir Charles llevó el rebaño de loshombres a la sala de estar contigua, abeber oporto, cognac y café.

Ya en la sala de estar, cuando los

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caballeros empezaban a dividirse engrupos, maniobré rápidamente parasituarme al lado mismo del anfitrión.

—Ah, aquí estás, muchacho —dijo—. Ven a sentarte conmigo.

Perfecto.Eramos once, yo incluido, en este

grupo concreto, y Sir Charles mepresentó cortésmente y por turno a todosellos.

—Éste es el joven OswaldCornelius —dijo—. Su padre eranuestro enviado en Copenhague. Tepresento al embajador de Alemania,Oswald.

Y estreché la mano del embajador

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de Alemania. Luego la del embajador deItalia y la del de Hungría y la del deRusia y la del de Perú y la del deMéxico. Después fui presentado alministro francés de Asuntos Exteriores ya un general francés y por fin a ungracioso hombrecillo japonés, al que mepresentaron simplemente con el nombrede señor Mitsouko. Todos elloshablaban inglés, y parecía que porcortesía hacia su anfitrión habíandecidido utilizar este idioma para susconversaciones de aquella noche.

—Toma un vaso de oporto,jovencito —me dijo Sir CharlesMakepiece—, y haz correr la botella.

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Me serví un poco de oporto y pasécuidadosamente la botella hacia miizquierda.

—Es un buen oporto. Fonseca del87. Dice tu padre que has conseguidouna beca para estudiar en el TrinityCollege, ¿es cierto?

—Sí, señor —respondí. Mimomento se aproximaba. No debíadesperdiciar ninguna oportunidad. Encuanto se presentara tenía queaprovecharla.

—¿Qué vas a estudiar? —mepreguntó Sir Charles.

—Ciencias, señor —respondí.Entonces me lancé—. De hecho —dije

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elevando un poco el tono de voz, sólo losuficiente para que me oyeran todosellos—, en uno de los laboratorios de launiversidad están llevando a cabo enestos momentos un trabajoabsolutamente asombroso. Muy secreto.Seguro que no podrían dar crédito a susoídos si supieran lo que han descubierto.

Diez cabezas se elevaron y diezpares de ojos se levantaron de los vasosde oporto y las tazas de café y memiraron con benévolo interés.

—No sabía que ya habías estado allí—dijo Sir Charles—. Tenía entendidoque debías esperar todavía un año y quepor eso estabas ahora en Francia.

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—Exacto —dije—, pero mi futurodirector de estudios me invitó a pasarcasi todo el último trimestre trabajandoen el laboratorio de Ciencias. Mi temafavorito son las ciencias.

—¿Y qué es, si puedo preguntarlo,eso tan interesante y tan secreto queacaban de descubrir? —El tonoempleado por Sir Charles fue un tantozumbón, pero no era de extrañar.

—Bueno, señor… —murmuré, yluego, aposta, me quedé en silencio.

Un silencio de unos segundos. Losnueve extranjeros y el embajadorbritánico permanecieron quietos en susasientos, esperando educadamente a que

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yo continuara. Me miraban con unamezcla de tolerancia y diversión. Estemuchacho, parecían decir, demuestratener bastante cara dura manteniéndonosde esta manera en la incertidumbre. Perooigámosle. Es más entretenido que lapolítica.

—No me dirás que permiten a unchico de tu edad manipular sussecretos… —dijo Sir Charles,sonriendo levemente con su cara deterracota a punto de desmenuzarse.

—No se trata de secretos de guerra,señor —expliqué—. No ayudarían aningún enemigo. Son secretos enbeneficio de toda la humanidad.

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—Entonces, cuéntanoslo —dijo SirCharles mientras encendía un enormecigarro—. Tienes aquí un públicodistinguido, y todos cuantos teescuchamos estamos esperando oírtehablar.

—Creo que se trata del mayordescubrimiento científico que se harealizado desde Pasteur —añadí—.Algo que cambiará el mundo.

El ministro francés de AsuntosExteriores absorbió aire a través de suspeludas fosas nasales, haciendo un ruidosemejante a un silbido.

—¿Así que ahora hay en Inglaterraun nuevo Pasteur? —dijo—. Si es así,

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me encantaría oír hablar de él.Este ministro de Asuntos Exteriores

era un aseado francés aceitunado y máslisto que un lince. Tendría que vigilarle.

—Si el mundo está a punto decambiar —dijo Sir Charles—, mesorprende un poco que esta informaciónno haya llegado todavía a mi despacho.

Tranquilo, Oswald, me dije. Acabasde empezar y ya has liadoexcesivamente el ovillo.

—Usted me perdonará, señor, perola cuestión es que se trata de unoshechos que no se han hecho públicostodavía.

—¿Quién no los ha publicado? ¿De

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quién se trata?—Del profesor Yousoupoff, señor.El embajador ruso dejó su vaso de

oporto y dijo:—¿Yousoupoff? ¿Es ruso?—Sí, señor, lo es.—Entonces, ¿cómo es que yo no he

oído hablar de él?No tenía intención de meterme en un

lío con aquel cosaco de ojos negros ybarba negra, de modo que permanecí ensilencio.

—Vamos, jovencito —dijo SirCharles—. Cuéntanos cuál ha sido elmayor descubrimiento científico denuestra era. Sabes bien que no puedes

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tenernos sobre ascuas por más tiempo.Inspiré profundamente varias veces

y tomé un poco de oporto. Era el granmomento. Recé al cielo pidiendo que meinspirase y no lo echara todo a perder.

—Hace muchos años —dije— queel profesor Yousoupoff lleva trabajandoen la teoría según la cual las semillas dela granada contienen un potente elementorejuvenecedor.

—¡En mi país hay millones ymillones de granadas! —exclamóorgullosamente el embajador italiano.

—Calma, Emilio —dijo Sir Charles—. Deja que el muchacho se explique.

—Durante veintisiete años —

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proseguí— el profesor Yousoupoff haestudiado la semilla de la granada. Es untema que llegó a obsesionarle. Solíadormir en el laboratorio. Nunca hacíavida social. Ni llegó a casarse. Toda lasala donde trabajaba estaba literalmentesembrada de granadas y sus semillas.

—Usted perdonará —intervino elpequeño japonés—, pero, ¿por qué lagranada? ¿Por qué no la uva o lagrosella negra?

—No estoy en condiciones decontestar esa pregunta, señor —dije—.Supongo que debía ser cosa de algúnpresentimiento.

—Me parecen muchos años para

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dedicárselos a un presentimiento —comentó Sir Charles—. Pero, continúa,muchacho. No debemos interrumpirle.

—El pasado enero —dije— lapaciencia del profesor fue por finrecompensada. Lo que hizo fue losiguiente. Diseccionó uno de los granosde una granada y examinó su contenidominuciosamente ayudado de un potentemicroscopio. Y sólo entonces observóen el centro mismo del grano unaminúscula mota de tejido vegetal rojo enel que hasta entonces no se había fijado.Procedió a aislar esa pequeña mota detejido. Pero era evidentemente de untamaño demasiado pequeña para resultar

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útil por sí sola. De modo que el profesorpasó a diseccionar a continuación ciengranos y a obtener de cada uno de elloscien de esas diminutas partículas rojas.Cuando llegó a esta fase me permitióayudarle. Quiero decir que me pidió miayuda para diseccionar esas diminutaspartículas con ayuda del microcopio.Solamente este trabajo nos costó ya unasemana.

Tomé otro sorbo de oporto. Mipúblico esperaba a que continuase.

—Así que ya tenemos cien de esaspequeñas partículas rojas, pero inclusocuando las juntábamos en una platina decristal, todavía no podían verse sin

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ayuda de una lente muy poderosa.—¿Dice usted que esas cositas eran

de color rojo? —dijo el embajador deHungría.

—Vistas por el microscopio tienenun tono escarlata muy vivo —dije.

—¿Y qué hizo con ellas ese famosoprofesor?

—Se las dio a una rata —dije.—¡A una rata!—Sí —dije—. A una rata blanca

muy grande.—¿Qué necesidad puede tener nadie

de dar de comer esas cositas de lasgranadas a una rata? —preguntóintrigado el embajador alemán.

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—Dale tiempo, Wolfgang —le dijoSir Charles al alemán—. Déjaleterminar. Quiero saber qué ocurrió.

Y me hizo una indicación con lacabeza para que prosiguiese.

—Verá usted, señor —continué—.El profesor Yousoupoff tenía en ellaboratorio un montón de ratas blancas.Cogió las cien diminutas partículas rojasy se las dio de comer a una sola ratamacho. Para ello insertó esas partículas,con la ayuda del microscopio, en unpedazo de carne. Luego metió a la rataen una jaula junto con diez ratashembras. Recuerdo muy bien que elprofesor y yo nos quedamos

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contemplando la rata macho. Era mediatarde y estábamos tan excitados que noshabíamos olvidado de almorzar.

—Perdone usted un momento, porfavor —dijo el avispado ministrofrancés de Asuntos Exteriores—. ¿Porqué estaban tan excitados? ¿Qué fue loque les hizo suponer que podía ocurrirlealguna cosa a esa rata?

Ya estamos, pensé. Sabía que teníaque vigilar a este ingenioso francés.

—Yo estaba excitado, señor,sencillamente porque veía que elprofesor estaba excitado —dije—. Élparecía saber que iba a ocurrir algunacosa. No puedo decir por qué. No

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olviden, caballeros, que yo no era másque un jovencísimo ayudante. Elprofesor no me contó todos sus secretos.

—Comprendo —dijo el ministro—.Prosiga.

—Sí, señor —dije—. Pues bien,estábamos mirando la rata. Al principiono pasó nada. Luego, repentinamente, alcabo exactamente de nueve minutos, larata se quedó muy quieta. Se encogió, yse puso a temblar de pies a cabeza.Estaba mirando a las hembras. Reptóhacia la más cercana, la agarró por lapiel del cuello con sus dientes y lamontó. Duró poco tiempo. La tratófieramente y actuó con rapidez. Pero

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ahora viene lo extraordinario. En cuantola rata macho terminó de copular con laprimera hembra, agarró a una segunda ehizo lo mismo con ella. Luego agarró ala tercera, y la cuarta, y la quinta. Eraabsolutamente inagotable. Pasó de unahembra a otra, fornicando con todasellas, hasta haber montado a las diez. ¡Eincluso entonces, caballeros, seguía sinsaciarse!

—¡Santo cielo! —murmuró SirCharles—. Qué experimento tan curioso.

—Debo añadir —proseguí—, quelas ratas no son normalmente serespromiscuos. De hecho, tienen unascostumbres sexuales bastante

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moderadas.—¿Está seguro de eso? —dijo el

ministro francés—. Yo tenía entendidoque las ratas son bastante lascivas.

—No señor —repuse firmemente—.La ratas son de hecho unos seres muyinteligentes y amables. Es fácildomesticarlas.

—Sigue, pues —dijo Sir Charles—.¿Qué dedujisteis de todo esto?

—El profesor Yousoupoff se excitómuchísimo. “¡Oswaldsky! —gritó.Siempre me llamaba así—. ¡Oswaldsky,muchacho, creo que he descubierto elestimulante sexual más potente de todala historia de la humanidad!”

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—“Eso mismo creo yo” —le dije.Todavía nos encontrábamos junto a lajaula y la rata macho saltaba aún sobrelas desdichadas hembras, una tras otra.Al cabo de una hora la rata macho quedótendida de agotamiento. “Le hemos dadouna dosis excesiva”, dijo el profesor.

—¿Qué le pasó a esta rata al final?—preguntó el embajador mexicano.

—Murió —dije.—Demasiadas hembras, ¿no?—Exacto —dije.El pequeño mexicano entrelazó con

fuerza sus manos y exclamó:—¡Así es exactamente como me

gustaría morir! ¡De un exceso de

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mujeres!—En México es mucho más

probable morir de un exceso de cabras yasnos —bufó el embajador alemán.

—Ya basta, Wolfgang —dijo SirCharles—. No provoquemos una guerra.Estamos escuchando un relatointeresantísimo. Continúa, muchacho.

—Así pues, la vez siguiente —proseguí— aislamos solamente veintede esos diminutos núcleos de los granos.Los insertamos en una miga de pan y nosfuimos a buscar a algún hombre muyviejo. Con la ayuda del periódico localconseguimos encontrar a nuestro ancianoen Newmarket, una ciudad cercana a

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Cambridge. Se llamaba Mr. Sawkins ytenía ciento dos años. Padecía un estadoavanzado de senilidad. Su mente carecíade fijeza y había que alimentarle concuchara. Hacía siete años que no selevantaba de la cama. El profesor y yollamamos a la puerta de su casa y lahija, que tenía ochenta años, la abrió.«Soy el profesor Yousoupoff —anuncióel profesor—. He descubierto una granmedicina que ayuda a los ancianos. ¿Nospermite que le demos un poco a suanciano padre?»

»—“Puede darle todas las malditasmedicinas que le dé la gana —dijo lahija—. Este viejo chalado no se entera

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absolutamente de nada. Es un condenadoestorbo.”

»Subimos al primer piso y elprofesor consiguió tras algunosesfuerzos introducir la miga de pan en lagarganta del viejo. Yo tomé nota de lahora. “Retirémonos. Bajemos a la callea esperar”, dijo el profesor.

»Bajamos y salimos a la calle. Yoiba contando los minutos en voz alta amedida que transcurrían. Y entonces —quizás no puedan ustedes creerlo,caballeros, pero juro que esto esexactamente lo que ocurrió—,precisamente a los nueve minutos enpunto, sonó un tremendo bramido

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procedente del interior de la casa de Mr.Sawkins. La puerta principal se abrió degolpe y el viejo salió corriendo a lacalle. Iba descalzo, con un sucio pijamaa listas azul y gris y con el pelo canocayéndole sobre los hombros. “¡Quierouna mujer! —bramaba—. ¡Quiero unamujer, y por todos los diablos que voy aconseguirla!” El profesor se aferró a mibrazo. “¡No te muevas! —dijo—.¡Observa!”

»La hija de ochenta años saliócorriendo detrás de su padre. “¡Vueve,viejo loco! —chillaba—. ¡Quédemonios crees que vas a hacer!”

»Nos encontrábamos, por cierto, en

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una callejuela con sendas hileras decasas idénticas a ambos lados. Mr.Sawkins ignoró a su hija y corrió,literalmente corrió, hasta la siguientecasa. Allí empezó a aporrear la puertacon los puños. “¡Abra, Mrs. Twitchell!—bramó—. ¡Baja, mi hermosa, abre ydivirtámonos un poco!”

»Entreví por la ventana el rostroaterrado de Mrs, Twitchell. Luegodesapareció. Mr. Sawkins, sin dejar debramar, empujó la endeble puerta con elhombro y rompió el cerrojo. Se lanzóhacia dentro. Nosotros nos quedamos enla calle esperando acontecimientos. Elprofesor estaba excitadísimo. Saltaba

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sobre sus graciosas botas negras ygritaba: “¡Lo hemos logrado! ¡Lo hemoslogrado! ¡Rejuveneceremos el mundo!”

»De repente empezaron a salir de lacasa de Mrs. Twitchell penetrantesgritos y chillidos. Empezaban acongregarse vecinos en la acera.“¡Entrad y sacadle! —gritaba la hija—.¡Se ha vuelto completamente loco!” Doshombres entraron en la casa de losTwitchell. Se oyeron ruidos de unapelea. Muy pronto salieron los doshombres, y traían cogido por los codosal viejo Mr. Sawkins entre los dos. “¡Yala tenía! —gritaba él—. ¡Ya lo creo quetenía a esa vieja puta bien amarrada! ¡Le

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he pegado un meneo que casi la mato!”En ese momento, el profesor y yodesaparecimos sigilosamente del lugar.»

Hice una pausa en mi relato. Sieteembajadores, el ministro francés deAsuntos Exteriores, el general delejército francés y el pequeño japonésestaban ahora inclinados hacia delante,con sus ojos fijos en mí.

—¿Es eso exactamente lo queocurrió? —me preguntó Sir Charles.

—Palabra por palabra, señor, tanverdad como los evangelios —mentí—.Cuando el profesor Yousoupoff publiquesus descubrimientos, el mundo enteroleerá lo que acabo de contarles.

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—¿Y qué pasó después? —preguntóel embajador del Perú.

—Todo lo que siguió fuerelativamente sencillo —dije—. Elprofesor realizó una serie deexperimentos a fin de descubrir cuál erala dosis segura y adecuada para unvarón adulto normal, utilizando comovoluntarios a algunos universitarios. Ypueden estar ustedes seguros,caballeros, que no le costó encontrarvoluntarios. En cuanto corrió la noticiapor la universidad, se formó una lista deespera de ochocientos jóvenes. Pero,para abreviar, el profesor consiguiófinalmente demostrar que la dosis segura

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era de un máximo de cinco de esosdiminutos núcleos microscópicos de lassemillas de la granada. De este modo, yutilizando como base el carbonatocálcico, empezó a fabricar unas pastillasque contienen exactamente esa cantidadde tan mágica substancia. Y demostrómás allá de toda posible duda que unade esas pastillas puede conseguir,exactamente en nueve minutos, quecualquier hombre, incluso el más viejo,se convierta en una máquina sexualmaravillosamente potente capaz de darplacer a su pareja durante seis horasininterrumpidas, sin ninguna excepción.

—Gott in Himmel! —gritó el

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embajador alemán—. ¿Dónde puedoconseguir esas pastillas?

—¡Yo también quiero! —exclamó elembajador ruso—. ¡Mi pedido tieneprioridad porque las inventó un paisanomío! ¡Debo informar inmediatamente alzar!

De repente, todos hablaban a la vez.Preguntaban dónde podían conseguir laspastillas, gritaban que las queríaninmediatamente, que cuánto costaban,que pagarían generosamente. El pequeñojaponés, que estaba sentado a mi lado,se inclinó hacia mí y siseó:

—Usted consígame muchas pastillas.Yo le pagaré mucho dinero.

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—Vamos a ver, un momento,caballeros —dijo Sir Charles, pidiendosilencio con su arrugada mano en alto—.Nuestro joven amigo nos ha contado unahistoria fascinante, pero, tal como élmismo ha indicado, no era más que unayudante del profesor como-se-llame.Estoy, por consiguiente, seguro, de queno se encuentra en condiciones defacilitarnos tan notables pastillas. Esposible, sin embargo, querido Oswald—y aquí Sir Charles se inclinó hacia míy apoyó una mano marchita sobre miantebrazo—, es posible, queridoOswald, que puedas ponerme encontacto con ese gran profesor. Uno de

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mis deberes como embajador aquíconsiste en mantener informado alministerio de Asuntos Exteriores detodos los nuevos descubrimientoscientíficos.

—Lo comprendo —dije.—Si pudiese obtener un frasco de

esas pastillas, a ser posible un frascogrande, lo remitiría directamente aLondres.

—Y yo lo enviaría a Petrogrado —dijo el embajador ruso.

—Y yo a Budapest.—Y yo a Ciudad de México.—Y yo a Lima.—Y yo a Roma.

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—¡Y un pimiento! —exclamó elembajador alemán—. ¡Las utilizaríanustedes mismos, sucios vejestorios!

—A ver, a ver, Wolfgang —dijo SirCharles, culebreando un poco en susilla.

—¿Y por qué no, querido Charles?¡También yo las utilizaríapersonalmente. También quiero para elKaiser, naturalmente, pero primero paramí!

Decidí que el embajador alemán megustaba bastante. Al menos era honrado.

—Creo que lo mejor será,caballeros —dijo Sir Charles— que yomismo lo organice todo. Yo escribiré al

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profesor.—El pueblo japonés —dijo Mr.

Mitsouko— está muy interesado entodas las técnicas de masaje, bañoscalientes y todos los demás avancestecnológicos, empezando por el propioemperador.

Les dejé terminar. Ahora controlabala situación y eso me producía unasensación muy agradable. Me serví otrovaso de oporto pero me negué a aceptarel enorme cigarro que me ofrecía SirCharles.

—¿Preferirías uno más pequeño,muchacho? —me preguntó convehemencia—. ¿Un cigarrillo turco?

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Tengo algunos Balkan Sobrani.—No, gracias, señor —dije—, pero

el oporto es delicioso.—¡Pues toma todo el que quieras,

muchacho! ¡Llena tu vaso!—Tengo una noticia bastante

interesante que decirles —repuse, y derepente todo el mundo se quedó ensilencio. El embajador alemán ahuecóuna mano y se la llevó al oído. El rusose inclinó hacia delante en su asiento. Ylo mismo hicieron los demás.

—Lo que voy a decirles acontinuación es extremadamenteconfidencial —dije—. ¿Puedo confiaren que ninguno de ustedes harán circular

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la noticia?Hubo un coro de «¡Sí, sí! ¡Claro!

¡Desde luego! ¡Sigue muchacho!»—Gracias —dije—. La cuestión es

la siguiente. En cuanto supe que vendríaa París, decidí que no tenía más remedioque llevarme conmigo cierta provisiónde estas pastillas, especialmente para elgran amigo de mi padre, Sir CharlesMakepiece.

—¡Querido muchacho! —exclamóSir Charles—. ¡Es un detalle que tehonra!

—Yo no podía, naturalmente,pedirle al profesor que me diera algunas—dije—. No hubiese habido modo de

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convencerle. Al fin y al cabo, siguensiendo un secreto.

—¿Y qué hiciste entonces? —preguntó Sir Charles. Estaba tanexcitado que babeaba—. ¿Se lashurtaste?

—Desde luego que no, señor —dije—. Robar es un acto delictivo.

—No te preocupes por nosotrosmuchacho. No se lo diremos a nadie.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó elembajador alemán—. ¿Dice que tieneesas pastillas pero que no las robó?

—Las fabriqué yo mismo —dije.—¡Brillante! —exclamaron—.

¡Magnífico!

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—Como había ayudado al profesoren todas las fases de su investigación —dije—, sabía naturalmente cómofabricar esas pastillas. Así que…,bueno, las fui fabricando en sulaboratorio todos los días, cuando él seiba a almorzar.

Lentamente, estiré el brazo haciaatrás y cogí una de las pequeñas cajasredondas del bolsillo de las colas delfrac. La deposité sobre la mesita baja.Abrí la tapa. Y allí, en su nido dealgodón en rama, estaba una únicapastilla de color rojo.

Todo el mundo se inclinó haciadelante para mirarla. Entonces vi la

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mano blanca del embajador alemán quese deslizaba a través de la superficie dela mesa en dirección a la caja, como unacomadreja en pos de una rata. TambiénSir Charles la vio. Bajó bruscamente supalma hacia la mano del embajadoralemán, y la aplastó contra la mesa,inmovilizándola.

—Wolfgang, Wolfgang, no seasimpaciente —dijo.

—¡Quiero la pastilla! —gritó elembajador Wolfgang.

Sir Charles tapó la caja de lapastilla con su otra mano, y me preguntó:

—¿Tienes más?Busqué a tientas en el bolsillo de la

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cola de mi frac y saqué otras nuevecajas:

—Hay una para cada uno de ustedes—dije.

Unas manos impacientes se lanzarona coger las cajitas.

—Pago lo que sea —dijo Mr.Mitsouko—. ¿Cuánto quiere?

—No —dije—. Son un regalo.Pruébenlas, caballeros. Y ya me dirán loque opinan.

Sir Charles estaba leyendo laetiqueta de la caja.

—¡Ajá! —dijo—. Veo que hasimpreso aquí tus señas.

—Por si acaso —dije.

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—¿Por si acaso?—Por si acaso hay alguien que

quiere una segunda pastilla —dije.Me fijé en el embajador alemán, que

había sacado un cuadernito y estabatomando notas.

—Señor —le dije—, imagino queestá usted pensando en la posibilidad dedecirles a los científicos de su país queinvestiguen los granos de la granada.¿Es cierto?

—Eso es exactamente lo que estabapensando —dijo.

—No vale la pena —dije—. Seríaperder el tiempo.

—¿Puedo preguntarle por qué?

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—Porque no se trata de la granada—dije—, sino de otra cosa.

—Entonces, ¡nós ha mentido!—Es la única mentira de todo cuanto

les he contado —dije—. Perdónenme,pero tenía que hacerlo. Debía protegerel secreto del profesor Yousoupoff. Erauna cuestión de honor. Todo lo demás escierto. Pueden creerme. Es ciertoespecialmente que cada uno de ustedestiene en sus manos el más potenterejuvenecedor que ha conocido jamás elmundo.

En ese momento las damasregresaron y cada uno de los hombres denuestro grupo se guardó rápida y

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subrepticiamente su pastilla en elbolsillo. Todos se pusieron en pie.Saludaron a sus esposas. Me fijé en SirCharles, que de repente actuaba con unaabsurda desenvoltura. Cruzó lahabitación a grandes saltos y le dio aLady Makepiece un grotesco y sonorobeso en sus labios escarlata. Ella lelanzó una de sus miradas frías quequerían decir y-qué-demontres-significa-tanto-beso. Sin dejarsearredrar, él la tomó del brazo y lacondujo a través de la habitación haciaun grupo de personas. La última vez quevi al señor Mitsouko estaba andando agachas por los suelos, examinando de

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cerca las carnes de las mujeres, como untratante de caballos que estuvieseestudiando un grupo de yeguas en elmercado.

Media hora después me encontrabade regreso en mi casa de la AvenueMarceau. La familia ya se había retiradoy todas las lámparas estaban apagadas.Pero cuando pasé delante del dormitoriode mademoiselle Nicole capté por larendija existente entre la puerta y elsuelo el parpadeo de la luz de una vela.La putuela estaba esperándome otra vez.Decidí no entrar. En esta fase tantemprana de mi carrera, había decididoque las únicas mujeres que me

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interesaban eran las nuevas. Repetir notenía la menor gracia. Era como leer dosveces la misma novela de detectives.Sabías exactamente lo que iba a ocurrira cada momento. El hecho de querecientemente hubiese violado esta reglacon mi segunda visita a madame Nicolecarecía de importancia. Su únicoobjetivo había sido poner a prueba mipolvo de escarabajo vesicante. Porcierto que durante toda mi vida siemprehe cumplido el principio de no-repetir-con-ninguna-mujer de la forma másestricta, y se lo recomiendo a loshombres de acción a quienes guste lavariedad.

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5Aquella noche dormí bien. Seguíadurmiendo a pierna suelta a las once dela mañana siguiente, cuando el ruido delos puños de madame Boisvain queaporreaban mi puerta me despertó degolpe.

—¡Levántese, monsieur Cornelius!—gritaba—. ¡Baje inmediatamente!¡Hay gente llamando al timbre ypidiendo verle desde la hora dedesayunar!

Me vestí y bajé en dos minutosexactos. Fui a la puerta principal, y allí,paseando por la enguijarrada acera, vi

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al menos a siete hombres. No conocía aninguno. Formaban un grupito pintorescocon sus coloridos uniformes de fantasíay sus chaquetas adornadas de botonesplateados y dorados de las más diversasformas.

Resultó que eran mensajeros de lasembajadas, y venían de las de GranBretaña, Alemania, Rusia, Hungría,Italia, México y Perú. Cada uno de ellosera portador de una carta dirigida a mí.Acepté las cartas y las abríinmediatamente. Todas ellas decían máso menos lo mismo. Todos querían máspastillas. Me rogaban que les facilitaramás pastillas. Me daban instrucciones

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para que entregara las cajitas alportador de la carta, etc., etc.

Les dije a los mensajeros queesperasen en la calle y subí a mihabitación. Entonces escribí el siguientemensaje para contestar a las cartas, unapor una: Honorable señor: Estaspastillas tienen un proceso defabricación carísimo. Sientocomunicarle que a partir de ahora elprecio de cada una de ellas será de milfrancos. En aquellos tiempos entrabanveinte francos en cada libra esterlina, loque significa que les pedía exactamentecincuenta libras por pastilla. Y en 1912,cincuenta libras esterlinas valían

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aproximadamente diez veces más de loque valen hoy día. A su valor actual,sería como haber pedido unas quinientaslibras por pastilla. Era un precioabsurdamente alto, pero se trataba dehombres acaudalados. También eranhombres extraordinariamente locos porlas cuestiones sexuales, y, comoconfirmará cualquier mujer con dosdedos de frente, no hay nada más fácilque sacarle dinero a un hombre que seaacaudalado y además esté loco por lasexualidad.

Bajé trotando otra vez las escalerasy entregué las cartas a sus respectivosportadores y les dije que se las

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entregaran a sus amos. Mientras lohacían llegaron dos mensajeros más, unode ellos del Quai d’Orsay (el ministeriode Asuntos Exteriores) y otro delgeneral del ministerio de la Guerra ocomo se llame. Y mientras redactaba elmismo texto para estos dos, he aquí queapareció en un bonito simón nada menosque el señor Mitsouko en persona. Lanoche anterior era un japonesito saltarín,apuesto y de mirada brillante. Pero estamañana apenas tenía fuerzas para salirdel simón, y cuando éste se acercabatrotando hacia mí, las piernas empezarona doblársele. Lo agarré justo a tiempo.

—¡Señor! —jadeó, apoyándose con

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ambas manos en mi hombro parasostenerse—. ¡Queridísimo señor! ¡Esun milagro! ¡Es una pastilla maravillosa!¡Es… el mayor invento de todos lostiempos!

—Agárrese fuerte —le dije—. ¿Seencuentra mal?

—Estoy perfectamente —boqueó—.Un poco molido, pero nada más —empezó a soltar tontas sonrisas, cadavez más incontrolables. Toda supersonilla oriental, su sombrero de copay su frac eran agitados por unas risillascada vez más alocadas. Era tan bajitoque el extremo superior de su sombrerode copa apenas me llegaba a la más baja

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de mis costillas—. Estoy un pocomolido y un poco cascado —dijo—,pero, muchacho, ¿quién no lo estaría enmi caso, eh? ¿Quién no lo estaría?

—¿Qué ocurrió? —le pregunté.—¡Abordé a siete mujeres! —

exclamó—. ¡Y no eran como esasmujeres chiquititas y menuditas quetenemos en Japón, que va! ¡Eranenormes mozas francesas! ¡Me las tirépor turnos, pam, pam, pam! ¡Y todasellas gritaban todo el rato, camarade,camarade, camarade! Yo era un giganteen medio de aquellas mujeronas,¿entiende usted, joven? ¡Yo era ungigante que agitaba su enorme garrote y

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ellas se retorcían en todas direcciones!Le conduje hacia la casa y le invité a

que se sentara en la salita de madameBoisvain. Le preparé un vaso de cognac.Lo tragó de golpe y sus blancas mejillasadquirieron de nuevo un pálido tonoamarillento. Noté que llevaba colgadade la muñeca derecha una bolsita decuero, y cuando se la sacó y la dejósobre la mesa se oyó el tintineo de unasmonedas en su interior.

—Tiene que ir usted con cuidado,señor —le dije—. Es usted un hombrepequeñito y estas pastillas son muyfuertes. Creo que sería más seguro quese tomase solamente la mitad de la dosis

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normal. Media pastilla cada vez, enlugar de una entera.

—¡Paparruchas, señor! —exclamó—. ¡Paparruchas y salsa picante!, comodecimos en Japón. ¡Esta noche no piensotomarme una sola pastilla, sino tres!

—¿Ha leído lo que dice la etiqueta?—le pregunté con ansiedad. Lo quemenos me interesaba era encontrarmecon un japonesito muerto por allí.Imaginen el escándalo, la autopsia, lasinvestigaciones, y las cajitas de mispastillas con mi nombre impreso en sucasa.

—He leído la etiqueta —dijoalargándome su vaso para que le

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sirviera otra ración del cognac demadame Boisvain— y no pienso hacerleel menor caso. Los japoneses podemosser pequeños de estatura, pero tenemosunos órganos gigantescos. Por esocaminamos tan estevados.

Decidí tratar de desanirmarledoblando el precio.

—Sin embargo, me temo que elprecio de estas pastillas es elevadísimo—le dije.

—El dinero no es problema —dijo,señalando la bolsita de cuero que habíadejado sobre la mesa—. Pagaré enmonedas de oro.

—Pero, señor Mitsouko —insistí—,

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¡cada pastilla le costará dos mil francos!Su fabricación es complicadísima. Cadapastilla cuesta un montón de dinero.

—Deme veinte —dijo sin siquieraparpadear.

Dios mío, pensé, este hombre va amatarse.

—No puedo permitir que se quedetantas —le dije—, a no ser que me déusted su palabra de que nunca se lastomará más que de una en una.

—No me dé lecciones, jovenmamporrero —dijo—. Limítese afacilitarme las pastillas.

Subí a mi habitación, conté veintepastillas y las puse en un frasco

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corriente. No pensaba correr el riesgode que aquel lote llevara impreso minombre.

—Mandaré diez al emperador —dijo el señor Mitsouko cuando se lasentregué—. Esto me colocará en unainteresante posición en la corte imperial.

—También colocará a la emperatrizen posiciones muy interesantes —agregué.

Me dirigió una sonrisa, cogió labolsita y vació un enorme montón demonedas de oro sobre la mesa. Erantodas ellas de cien francos cada una.

—Veinte monedas por cada pastilla—dijo, empezando a contarlas—. En

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total son cuatrocientas monedas. Y es undinero bien gastado, joven mago.

Cuando se hubo marchado, recogílas monedas y las subí a mi habitación.

Dios mío, pensé. Ya soy rico.Pero antes de que concluyera el día

sería aún más rico. Uno a uno, losmensajeros fueron regresando de susrespectivos ministerios y embajadas.Todos ellos traían pedidos concretos ycantidades exactas de dinero, casi todoél en monedas de oro de veinte francos.El resultado fue el siguiente:

Sir CharlesMakepiece, 4pastillas

= 4.000 francos

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Embajadoralemán, 8pastillas

= 8.000 francos

Embajadorruso, 10pastillas

= 10.000 francos

Embajadorhúngaro, 3pastillas

= 3.000 francos

Embajadorperuano, 2pastillas

= 2.000 francos

Embajadormexicano, 6pastillas

= 6.000 francos

Embajadoritaliano, 4pastillas

= 4.000 francos

Ministro francés de AsuntosExteriores,6 pastillas = 6.000 francos

General

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francés, 3pastillas

= 3.000 francos

————————————————————46.000 francos

Señor Mitsouko, 20 pastillas(precio doble) 40.000 francos

————————————————————TOTAL 86.000 francos

¡Ochenta y seis mil francos! ¡Alcambio de cien francos por cinco libras,de repente mi fortuna ascendía a cuatromil trescientas libras esterlinas! Eraincreíble. Con esa cantidad se podíacomprar una casa magnífica, un buencarruaje, un par de caballos, e inclusouno de esos deslumbrantes y relucientes

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automóviles de reciente invención.Aquella noche madame Boisvain

sirvió para cenar rabo de buey, y nohubiese estado mal de no haber sidoporque la salsa del plato tentó amonsieur Boisvain a chupar, relamerse ytragar de la manera más desagradableque se pueda imaginar. Hubo unmomento en el que cogió su plato conambas manos y lo inclinó hacia suslabios para tragarse de golpe el resto desalsa junto con un par de zanahorias yuna enorme cebolla.

—Dice mi esposa que ha recibidousted un montón de extraños visitantes—dijo. Tenía la cara emplastada de

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líquido castaño, y del bigote le colgabantiras de carne—. ¿Quiénes eran?

—Eran amigos del embajadorbritánico —contesté—. Estoy realizandoalgunos negocios en nombre de SirCharles Makepiece.

—No puedo consentir que mi casase convierta en un mercado —dijomonsieur B., hablando con la boca llenade grasa—. Estas actividades tienen queterminar.

—No se preocupe —le dije—.Mañana voy a buscarme otra residencia.

—¿Quiere decir que se va? —exclamó.

—Me temo que no me queda otro

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remedio. Pero puede usted quedarse conel pago por adelantado que hizo mipadre.

Todo esto creó alrededor de la mesaun notable revuelo, en buena parte delabios de mademoiselle Nicole, pero yome mantuve firme.

Y a la mañana siguiente salí yencontré un apartamento bastante lujososituado en una planta baja, con treshabitaciones grandes y cocina. Estaba enla Avenue Jena. Hice las maletas contodas mis posesiones y las cargué en uncoche de alquiler. Madame Boisvainsalió a despedirme.

—Madame —le dije—, tengo que

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pedirle un pequeño favor.—¿Sí?—Y a cambio quiero que acepte esto

—le tendí cinco monedas de oro deveinte francos. Ella estuvo a punto dedesmayarse—. De vez en cuando —ledije— pasarán por aquí personas quepreguntarán por mí. Todo cuanto tieneque hacer es decirles que me he mudadoy dirigirles a estas señas.

Y le di un pedazo de papel en el quehabía anotado mi nueva dirección.

—Pero, ¡es demasiado dinero,monsieur Oswald!

—Acéptelo —dije, forzándola atomar las monedas—. Guárdeselas para

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usted. No se lo diga a su marido. Pero esmuy importante que informe a todoscuantos vengan de cuál es el sitio dondeahora vivo.

Prometió hacerlo, y me fui hacia minueva residencia.

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6Mí negocio floreció. Mis diez primerosclientes susurraron la gran noticia a susamigos y éstos se la confiaron a otros,de modo que al cabo de un mesaproximadamente se había formado unaenorme bola de nieve. Pasaba la mitadde cada día fabricando pastillas. Digracias al cielo por haber tenido laprevisión de traerme del Sudán unacantidad grande de polvos desde unbuen principio. Pero tuve que rebajar elprecio. No todo el mundo era embajadoro ministro de Asuntos Exteriores, y muypronto comprobé que había muchísima

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gente que no podía permitirse el lujo depagar el absurdo precio de mil francospor pastilla que cobré al principio. Enlugar de eso, lo dejé en doscientoscincuenta francos.

El dinero entraba a raudales.Empecé a comprarme ropa elegante

y a codearme con la buena sociedadparisina.

Me compré un automóvil y aprendí aconducirlo. Era el nuevo modelofabricado por De Dion-Bouton, elSports DK, un maravilloso y pequeñomonobloque de cuatro cilindros, con unacaja de cambios de tres velocidades yfreno de mano de palanca. Su velocidad

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máxima, tanto si se lo creen como si no,era de 75 km por hora, y más de una vezsubí por los Campos Elíseos con elacelerador a fondo.

Pero por encima de todo retocé y medivertí con mujeres para gran alegría demi corazón. París era en aquel entoncesuna ciudad extraordinariamentecosmopolita. Estaba repleta de mujeresde primera calidad procedentes deprácticamente todos los países delmundo, y durante este período empecé acomprender una curiosa verdad. Todossabemos que las personas de distintasnacionalidades tienen diferentescaracterísticas nacionales y

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temperamentos. Lo que no es tan biensabido es que estas diferentescaracterísticas nacionales son másnotables aun en las relaciones sexualesque en las relaciones meramentesociales. Era extraordinaria la fidelidadcon que respondían al mismo modelo lasmujeres de cada nacionalidad. Podíasacostarte, por ejemplo, con mediadocena de damas servias (cosa que, locrean o no, hice en aquellos días) y, sieras capaz de prestar suficienteatención, comprobabas que todas ellasposeían cierto número deexcentricidades, habilidades ypreferencias específicas comunes.

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También las mujeres polacas eranfácilmente reconocibles, por coincidiren sus características. Y lo mismoocurría con las vascuences, lasmarroquíes, las ecuatorianas, lasnoruegas, las holandesas, lasguatemaltecas, las belgas, las rusas, laschinas y todas las demás. Hacia el finalde mi estancia en París, me hubieranpodido meter con los ojos vendados enuna cama con una dama de cualquierpaís del mundo, y antes de quetranscurriesen cinco minutos, aunqueella no hubiese pronunciado una solapalabra, hubiese sabido cuál era sunacionalidad.

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Pasemos ahora a la cuestión que nopodía fallar. ¿Qué país produce lashembras más divertidas?

Personalmente, adquirí ciertapreferencia por las búlgaras de sangrearistocrática. Entre otras cosas, esasmujeres poseían unas lenguas de lo másextraordinario. No solamente eran suslenguas excepcionalmente musculosas yvibrantes, sino que además poseían unarugosidad, cierta capacidad abrasiva,comparable solamente a las de los gatos.Consigan que un gato les lama un rato eldedo, y entenderán a qué me refiero.

Las mujeres turcas (creo que ya lashe mencionado en otra ocasión) también

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ocupaban uno de los principales puestosde mi lista. Eran como norias: nodejaban de girar hasta que el río sequedaba seco. Pero, por todos lossantos, había que estar muy en formapara desafiar a una dama turca, ypersonalmente, nunca dejé entrar aninguna en casa antes de habermetomado un buen desayuno.

Las hawaianas me interesaronporque tenían el dedo gordo del pieprensil, y prácticamente en todas lassituaciones que puedan imaginarseutilizaban los pies en lugar de lasmanos.

Por lo que se refiere a las chinas,

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aprendí por experiencia a jugarsolamente con las procedentes de Pekíny la zona vecina de Shantung. E inclusoen este caso, solamente si procedían defamilias nobles. En aquellos tiempos lasfamilias pertenecientes a la nobleza dePekín y Shan-tung tenían por costumbreponer a sus hijas en manos de sabiasancianas en cuanto las muchachascumplían los quince años. Pasaban losdos años siguientes sometidas a unestricto curso de instrucción destinado aenseñarles solamente una cosa: el artede proporcionar placer físico a susfuturos maridos. Y al final, tras unsevero examen práctico, les daban un

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certificado donde se indicaba si habíanaprobado o suspendido. Si la chica eraexcepcionalmente diestra e imaginativa,le daban un «Sobresaliente», pero lanota más apreciada era el «Diploma dehonor». Una joven dama con estediploma podía prácticamente elegirmarido a su gusto. Por desgracia, sinembargo, casi la mitad de las chicas quesacaban diploma eran conducidasprecipitadamente al Palacio imperial,del que no volvían a salir.

En París sólo llegué a descubrir auna china de las que tenían uno de esosdiplomas de honor. Era la esposa de unmillonario del opio y había llegado a

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París para elegir vestidos selectos. Depaso me eligió a mí también, y tengo queadmitir que fue una experienciamemorable. Había convertido en un artesublime la práctica de lo que ellal l a ma b a hasta-aquí-y-basta. Nuncallegabas al final del todo. No lopermitía. Te conducía hasta el bordemismo. Doscientas veces me condujo amí hasta el borde mismo del umbraldorado, y durante tres horas y media,que fue lo que duraron mis sufrimientos,sentí como si estuvieran arrancándomeun largo nervio vivo de mi cuerpoardiente con la más parsimoniosa yexquisita paciencia que se pueda

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concebir. Me agarré con la punta de misdedos al borde del acantilado, pidiendosocorro o la muerte a gritos, pero labendita tortura continuabaininterrumpidamente. Fue una asombrosademostración de habilidad que no heolvidado.

Podría describir, si quisiera, lascuriosas costumbres femeninas de otrascincuenta nacionalidades por lo menos,pero no pienso hacerlo. Al menos nopienso hacerlo aquí, porque en realidaddebo continuar narrando la historiacentral que me ocupa, a saber, cómogané dinero.

Durante el séptimo mes de mi

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estancia en París tuvo lugar un incidenteafortunado que dobló mis ingresos. Estofue lo que pasó. Una tarde estaba en miapartamento con una dama rusa que teníacierto parentesco con el zar. Era unflaco arenque de piel blanca, bastantefría y despreocupada, casi descortés, ytuve que echar bastante carbón a lalumbre antes de conseguir que suscalderas empezasen a soltar vapor.Estas actitudes del tipo blasé no hacenmás que aumentar mi determinación, yles prometo que para cuando terminécon ella, se había asado a gusto.

Al final, me tendí boca arriba en lacama y sorbí una copa de champagne

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para refrescarme. La rusa se vestíalánguidamente y andaba errante por mihabitación, cuando me preguntó:

—¿Qué son estas pastillas rojas quehay en este frasco?

—Nada que te importe —dije.—¿Cuándo volveré a verte?—Nunca —dije—. Ya te he dicho

cuáles son mis reglas.—Qué desagradable estás —dijo

haciendo un puchero con los labios—.Si no me dices para qué son estaspastillas yo también me pondré muydesagradable. Las tiraré por la ventana.

Cogió el frasco, que conteníaquinientas de mis preciosas pastillas de

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escarabajo vesicante (acababa defabricarlas esa misma mañaña) y abrióla ventana.

—No te atrevas a hacerlo —dije.—Pues dime para qué son.—Son pastillas tonificantes para

hombres —dije—. Simplesestimulantes.

—¿Y por qué no sirven también paramujeres?

—Son solamente para hombres.—Probaré una —dijo

desenroscando el frasco y sacando unapastilla. Se la metió en la boca y se latragó con un poco de champagne.Después continuó vistiéndose.

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Estaba completamente vestida yajustándose el sombrero delante delespejo cuando de repente se quedócongelada. Se volvió y se quedómirándome. Yo permanecí tendido en elmismo sitio, sorbiendo mi copa, peroahora la vigilaba estrechamente y concierta agitación.

Ella se quedó congelada duranteunos treinta segundos quizás,dirigiéndome una mirada fría ypeligrosa. Luego, repentinamente,levantó sus manos hasta la altura delcuello y rasgó su vestido de seda dearriba abajo. Se arrancó la ropa interior.Arrojó volando su sombrero hacia el

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otro extremo de la habitación. Seagachó. Empezó a avanzar. Atravesó conpasos cautelosos el espacio que laseparaba de mí, como una tigresa quecamina lenta pero determinadamentehacia el antílope al que estabaacechando.

—¿Qué pasa? —dije. Pero a estasalturas yo sabía ya muy bien qué era loque estaba pasando. Habían transcurridonueve minutos y la pastilla habíaempezado a actuar.

—Tranquila —le dije.Ella siguió acercándose.—Vete —dije.Pero continuó acercándose todavía

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más.Entonces saltó, y lo único que pude

ver durante aquellos primeros momentosfue una confusión de piernas y brazos ylabios y manos y dedos. Se volviócompletamente loca. Absolutamentedelirante de lujuria. Yo arrié mis velas yme dispuse a aguantar lo mejor quepudiese la tempestad. Pero a ella no lebastaba. Tuvo que tirarme de un ladopara otro, gruñendo y rugiendocontinuamente. A mí no me hacíaninguna gracia. Ya me había saciado.Había que frenarla. Pero, tras tomar ladecisión, todavía me costó un enormeesfuerzo sujetarla. Al final logré retener

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sus muñecas detrás de su espalda y laempujé pese a sus patadas y gritos hastael baño y la metí debajo de la duchafría. Ella intentó morderme pero le di unuppercut en la barbilla con el codo.Luego la sostuve bajo aquella duchahelada durante un mínimo de veinteminutos sin que ella cesara de chillar ymaldecir en ruso.

—¿Has tenido suficiente? —le dijepor fin. Estaba medio ahogada y helada.

—¡Dame tu cuerpo! —balbuceó.—No —le dije—. Voy a tenerte aquí

debajo hasta que te pase la calentura.Por fin cedió. La dejé salir. Pobre

chica, sufría unos horribles temblores y

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tenía un aspecto horroroso. Cogí untoalla y la froté un buen rato. Luego le diun vaso de cognac.

—Ha sido por culpa de esa pastillaroja —dijo.

—Ya lo sé.—Quiero llevarme algunas.—Son demasiado fuertes para las

mujeres —le dije—. Te fabricaré unascuantas con una dosis apropiada.

—¿Ahora?—No. Vuelve mañana y las tendré

preparadas.Como había estropeado su vestido,

la envolví en mi gabán y la llevé a sucasa en el De Dion. La pobre me había

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hecho un favor. Había demostrado quemi pastilla funcionaba tan bien en elcuerpo femenino como en el masculino.Mejor incluso, quizás. Me dispuseinmediatamente a fabricar unas cuantaspastillas para mujeres. Las preparé conla mitad de la dosis que utilizaba parahombres, y fabriqué un total de cien,suponiendo que pronto encontraría unmercado muy bien dispuesto. Pero elmercado estaba mucho mejor dispuestode lo que yo me había imaginado.Cuando la rusa regresó la tardesiguiente, ¡me pidió que le vendieraquinientas pastillas de una vez!

—No sé si sabes que te van a costar

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doscientos cincuenta francos cada una.—No me importa. Todas mis amigas

quieren las pastillas. Les he contado loque me ocurrió ayer y ahora todasquieren usarlas.

—No puedo darte más que cien. Elresto más adelante. ¿Traes dinero?

—Claro que traigo dinero.—¿Podría hacerte una sugerencia?—¿Cuál?—Si una dama se toma una de esas

pastillas por su cuenta y riesgo, me temoque pueda parecer indebidamenteagresiva. Y a los hombres no les va agustar. A mí al menos no me gustó ayercuando ocurrió.

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—¿Qué me sugieres?—Te sugiero que si una dama tiene

intención de tomar una de estas pastillas,convenza a su pareja para que se tometambién otra. Exactamente al mismotiempo. Entonces estarán empatados.

—Parece razonable —dijo ella.No solamente era razonable, sino

que además duplicaría mis ventas.—El hombre podría tomar una de las

pastillas más potentes. Se llamanPastillas para Hombres. Se debesimplemente a que éstos son másgrandes que las mujeres y necesitan unadosis mayor.

—Eso suponiendo —dijo ella, con

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una ligera sonrisa—, que la pareja tengaque ser forzosamente un hombre.

—Como gustes —dije.Ella se encogió de hombros y dijo:—Muy bien, pues, dame también

cien Pastillas de Hombre.Caramba, me dije, esta noche va a

haber una buena jarana en los boudoirsde París. Las cosas ya se habían puestoal rojo vivo desde que los hombres setomaban su pastilla, de modo que meestremecí al pensar lo que ocurriría siambas partes tomaban la medicina.

Fue un éxito atronador. Las ventas seduplicaron. Se triplicaron. Al término demis doce meses en París ya tenía

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alrededor de dos millones de francos enel banco… ¡Eso equivalía a cien millibras esterlinas! Estaba a punto decumplir los dieciocho años. Era rico.Pero todavía no era bastante rico. El añoque había vivido en Francia me habíamostrado claramente cuál era el caminoque quería seguir en esta vida. Era unsibarita. Quería vivir una vida de lujos yocio. No aburrirme jamás. Elaburrimiento no entraba en mis planes.Pero jamás podría llegar a sentirmecompletamente satisfecho a no ser quelos lujos fueran intensamente lujosos yel ocio fuera absolutamente ilimitado.Cien mil libras no era una cantidad

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suficiente para ello. Necesitaba más.Por lo menos un millón de libras. Estabaseguro de que encontraría un medio deganarlas. Entretanto, mis primeros pasosno estaban del todo mal.

Tenía suficiente sentido común paracomprender que ante todo debíacompletar mi educación. Ésta lo es todo.Me horroriza la gente sin educación. Yfue por ello que en verano de 1913 hicetransferir mi dinero a un bancolondinense y regresé a la patria de mispadres. En septiembre me fui aCambridge para empezar mis estudiosuniversitarios. Era, como ustedesrecordarán, un becario, un becario del

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Trinity College, y como, tal gozaba deun buen número de privilegios y recibímuy buenos tratos por parte de lasautoridades académicas.

En Cambridge empezó la segunda ydefinitiva fase de mi enriquecimiento.Aguanten un rato más conmigo y en laspróximas páginas se enterarán de todo.

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7Mi profesor de química en Cambridgese llamaba A. R. Woresley. Era unhombre bajito, de mediana edad,panzudo, vestido sin la menor pulcritudy con unos bigotes canosos cuyosextremos estaban teñidos de ocreamarillo por la nicotina de su pipa. Portanto, tenía el aspecto típico de uncatedrático universitario. Pero measombró su tremenda inteligencia. Susclases no eran nunca rutinarias. Su menteestaba siempre saltando de un lado aotro, en pos de lo extraordinario. Unavez nos dijo:

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—Ahora necesitamos algún tipo detompion para proteger el contenido deeste frasco de la posibilidad de que seainvadido por bacterias. Supongo,Cornelius, que sabe usted lo que es.

—No puedo decir que lo sepa, señor—dije.

—¿Hay alguien que pueda darme unadefinición de esta palabra inglesa tancorriente? —dijo A. R. Woresley.

Nadie fue capaz.—Entonces, mejor será que lo

busquen en algún sitio —dijo—. Noestoy aquí para enseñarles los términosmás comunes de nuestro idioma.

—Por favor, señor —dijo uno de

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nosotros—. Díganos usted qué quieredecir esa palabra.

— U n tompion —dijo A. R.Woresley— es un pequeño cilindrohecho de barro y saliva que los ososinsertan en su ano antes de lahibernación invernal, para evitar que lesentren las hormigas.

Este A. R. Woresley era un tipoextraño, una combinación de diversasactitudes: a veces era ingenioso, otras—más a menudo— se mostrabapomposo y sombrío, pero por debajo detodo aquello estaba siempre presente uncerebro curiosamente complicado.Empecé a apreciarle mucho después de

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ese pequeño episodio del taco.Logramos trabar unas relacionesprofesor-estudiante bastante agradables.Me invitaba a su casa a tomar jerez. Erasoltero. Vivía con su hermana, que sellamaba nada menos que Emmaline. Eraculigacha y desaliñada y tenía losdientes cubiertos de una sustanciaverdosa que recordaba el cardenillo. Ensu casa tenía una extraña consulta en laque manipulaba los pies de la gente.Creo que se hacía llamar pedicura.

Luego estalló la Gran Guerra.Estábamos en 1914 y yo teníadiecinueve años. Me alisté en elejército. Tenía que hacerlo, y durante

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los cuatro años siguientes concentrétodos mis esfuerzos en la tarea desobrevivir. No voy a hablar de misexperiencias bélicas. Las trincheras, elbarro, las mutilaciones y la muerte notienen lugar en este diario. Contribuí conmi grano de arena. De hecho, me portémuy bien, y en noviembre de 1918,cuando todo aquello terminó por fin, eracapitán de infantería con sólo veintitrésaños, y había recibido una Cruz Militar.Había sobrevivido.

Regresé inmediatamente aCambridge para reanudar mí educación.Fue un favor especial que nos hicieron alos supervivientes, aunque Dios sabe

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bien que no éramos muchos. A. R.Woresley también había sobrevivido.Permaneció en Cambridge realizando nosé qué clase de trabajos científicosrelacionados con la guerra, de modo quepara él fueron unos años bastantetranquilos. Ahora ocupaba de nuevo suantigua cátedra y enseñaba química a losuniversitarios, y ambos nos sentimoscomplacidos de volver a encontrarnos.Nuestra amistad continuó allí donde lahabíamos dejado cuatro años atrás.

Un atardecer de febrero de 1919, amitad del segundo trimestre, A. R.Woresley me invitó a cenar en su casa.La comida no era nada buena. Había

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comida barata y vino barato, y, encima,la hermana pedicura con los dientescubiertos de cardenillo estaba sentada anuestra mesa. A mí me daba la sensaciónde que hubieran podido vivir en unascondiciones ligeramente mejores queaquéllas, pero cuando con la mayordelicadeza le expuse este tema a mianfitrión, replicó que todavía estabanhaciendo esfuerzos para pagar lahipoteca de la casa. Después de cenar,A. R. Woresley y yo nos retiramos a suestudio para bebernos una buena botellade oporto que yo le había regalado. Sino recuerdo mal, era un Croft de 1890.

—No saboreo a menudo cosas de

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éstas —dijo él. Estaba cómodamentesentado en un viejo sillón, con su pipaencendida y un vaso de oporto en lamano. Qué hombre tan absolutamentedecente, pensé. Y qué vida tanincreíblemente aburrida vive.

Decidí animar un poco la veladacontándole mis experiencias en París,seis años atrás, cuando logré ganar cienmil libras con las pastillas deescarabajo vesicante. Empecé por elprincipio. Rápidamente quedé atrapadoen la diversión del relato. Lo recordabatodo, pero, por deferencia a mi profesor,suprimí los detalles más salaces. Tardécasi una hora en contarlo.

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A. R. Woresley estaba extasiado porla aventura.

—¡Por todos los dioses, Cornelius!—exclamó—. ¡Qué valor! ¡Quéespléndido valor! ¡Y ahora se haconvertido usted en un hombre muy rico!

—Aún no soy suficientemente rico—dije—. Quiero ganar un millón delibras antes de cumplir los treinta.

—Y estoy seguro de que loconseguirá —dijo—. Estoy seguro.Tiene mucho olfato comercial. Y elarrojo necesario para ponerseinmediatamente manos a la obra. Esmás, carece totalmente de escrúpulos.En otras palabras, usted posee todas las

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cualidades necesarias para convertirseen un nouveau riche millonario.

—Gracias —le dije.—Porque, ¿cuántos chicos de

diecisiete años hubieran hecho ese viajetan largo hasta Jartum por su cuenta yriesgo, para ir a buscar unos polvos quequizás no existían siquiera? Poquísimos.

—No iba a desperdiciar una ocasióncomo aquélla —repuse.

—Cornelius, posee usted muchoinstinto. Muchísimo instinto. Le tengo unpoco de envidia.

Seguimos sentados tomando nuestrooporto. Yo fumaba un pequeño cigarrohabano. Le había ofrecido otro a mi

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anfitrión pero él prefirió su apestosapipa. Aquella pipa echaba más humoque ninguna de las que había visto en mivida. Era un buque de guerra enminiatura rodeándose de una cortina dehumo delante de su cara. Y detrás deella, A. R. Woresley meditaba sobre miaventura parisina. No dejaba de rugir ygruñir y murmurar frases como:«¡Tremenda hazaña!… ¡Qué valor!…¡Qué espíritu de triunfo!… ¡Y grandesconocimientos de química, para fabricaresas pastillas!».

Luego hubo un silencio. El humoondeaba en torno a su cabeza. El vasode oporto desapareció tras la cortina de

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humo cuando se lo acercó a los labios.Después reapareció, vacío. Yo habíahablado mucho, de modo que permanecíen silencio.

—Bien, Cornelius —dijo por fin A.R. Woresley—. Ha demostrado una granconfianza en mí. Quizás ha llegado elmomento de que yo también confíe enusted.

Hizo una pausa; esperé. Me preguntéqué era lo que iba a decirme.

—Verá —dijo—, también yo hedado un pequeño golpe en estos últimosaños.

—¿Sí?—Voy a escribir un artículo acerca

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de ello en cuanto tenga tiempo. Y podríaconseguir incluso que me lo publicaran.

—¿Química? —pregunté.—Un poco de química —dijo—. Y

una gran cantidad de bioquímica. Es unamezcla.

—Me encantaría que me lo contase.—¿De verdad? —Tenía auténticos

deseos de contármelo.—Naturalmente. —Le serví otro

vaso de oporto—. Tiene todo el tiempoque quiera, porque hemos determinarnos la botella esta noche.

—Bien —dijo. Y empezó su relato.—Hace exactamente catorce años,

durante el invierno de 1905, observé un

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pez de colores que se había congeladohasta petrificarse en el hielo delestanque de mi jardín. Al cabo de nuevedías hubo un deshielo. El hielo se fundióy el pez de colores salió nadando,aparentemente en muy buen estado. Esome hizo pensar. Un pez es un animal desangre fría. ¿Qué otros seres vivos desangre fría podían conservarse a bajatemperatura? Supuse que bastantes. Y apartir de ahí empecé a especular sobrela conservación de seres vivos sinsangre a bajas temperaturas. Al decirsin sangre me refiero a las bacterias,etcétera. Entonces me dije: «¿Y a quiénle interesa conservar bacterias? A mí

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no.» De modo que me hice otrapregunta: «¿Cuál es el organismo quequerríamos conservar vivo, por encimade cualesquiera otros organismos,durante largos períodos?» Y larespuesta surgió inmediatamente: ¡losespermatozoides!

—¿Y por qué los espermatozoides?—pregunté.

—No estoy del todo seguro de cuáles la razón —dijo—, sobre todo porquesoy químico y no biólogo. Pero me diola sensación de que, de un modo u otro,aquello podía ser importante. Así queempecé a realizar experimentos.

—¿Con qué? —pregunté.

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—Con esperma, naturalmente. Conesperma vivo.

—¿De quién?—El mío.Durante el breve silencio que siguió,

me sentí algo incómodo. Siempre quealguien me cuenta que ha hecho algo, loque sea, no puedo evitar que miimaginación conjure una viva imagenvisual de la escena. No es un simpledestello, sino todo un largo proceso,igual que si yo mismo estuviesehaciendo lo que fuera en ese momento.Yo veía al pobre y piojoso A. R.Woresley en su laboratorio, en elmomento en que hacía lo que tenía que

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hacer para llevar a cabo susexperimentos, y me sentí incómodo.

—Todo está permitido si es en prode la ciencia —dijo al notar miinquietud.

—Oh, estoy de acuerdo.Completamente de acuerdo.

—Trabajaba en solitario —dijo—, ycasi siempre por las noches. Nadiesabía a qué estaba dedicándome.

Su rostro volvió a desaparecer trasla cortina de humo, y luego emergió denuevo.

—No voy a recitar aquí los cientosde experimentos fallidos que realicé —dijo—. Hablaré más bien de mis éxitos.

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Creo que podrían resultarle interesantes.Por ejemplo, el primer dato importanteque descubrí fue que para conseguir quelos espermatozoides permanecieranvivos, aunque fuera durante un brevelapso de tiempo, era necesariomantenerlos a temperaturas bajísimas.Fui congelando el semen a temperaturascada vez más bajas, y a medida que ibareduciendo la temperatura losespermatozoides vivían más tiempo.Utilizando nieve carbónica, conseguícongelar mi semen a −97° centígrados.Pero ni siquiera esa temperaturabastaba. A menos noventa y siete elesperma vivía solamente un mes.

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«Tengo que bajar incluso más», me dije.Pero, ¿cómo podría conseguirlo?Entonces encontré un modo decongelarlo a −197° centígrados.

—Imposible —dije.—¿Qué cree que utilicé?—Ni la más remota idea.—Utilicé nitrógeno líquido. Así lo

logré.—Pero el nitrógeno líquido es muy

volátil —dije—. ¿Cómo consiguióevitar que se convirtiese en vapor?¿Dónde lo almacenó?

—Inventé unos depósitos especiales—explicó—. Unos matraces al vacío,fuertes y bastante complejos. Dentro de

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ellos el nitrógeno permanecía en estadolíquido a —197° C de formaprácticamente indefinida. Había querellenarlos un poquito de vez en cuando,pero eso era todo.

—Lo de indefinida será unahipérbole.

—Nada de eso —dijo—. Olvidausted que el nitrógeno es un gas. Si licúaun gas, seguirá en ese estado mil añoscon tal de que no le permita evaporarse.Y para ello basta con asegurarse de queel frasco está eficaz y completamentesellado y aislado.

—Ya entiendo. ¿Y losespermatozoides se mantenían vivos?

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—Sí y no —dijo—. Vivían eltiempo suficiente para confirmarme quehabía conseguido la temperatura ideal.Pero no permanecían vivosindefinidamente. Seguía habiendo algúnfallo. Estuve meditando en torno a esteproblema y al final decidí que lo quehacía falta era algo a modo de bufanda ogabán para los espermatozoides, algoque les acolchara frente a aquel frío tanintenso. Y después de experimentar conunas ochenta substancias diferentes, porfin encontré la más adecuada.

—¿Cuál era?—La glicerina.—¿Simple glicerina?

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—Sí. Pero al principio tampocoacababa de funcionar. No empezó afuncionar correctamente hasta quedescubrí que el proceso de congelacióndebía realizarse de forma muy gradual.Los espermatozoides son unas criaturasmuy delicadas. No les gustan lossobresaltos. Si los congelasdirectamente a menos ciento noventa ysiete grados, les provocas unas grandesmolestias.

—¿Así que los enfrió gradualmente?—Exactamente. El proceso que hay

que seguir es el siguiente: Mezclas elesperma con glicerina y lo pones en unpequeño recipiente de caucho. Los tubos

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de ensayo no sirven. Sometidos a bajatemperatura se partirían. Por cierto, todoeste proceso hay que llevarlo a cabo tanpronto como obtengas el esperma.Tienes que darte mucha prisa. Nopuedes andar por ahí perdiendo eltiempo porque se morirían. Así queprimero pones el precioso productosobre hielo corriente, para reducir latemperatura al punto de congelación.Luego lo metes en vapor de nitrógenopara congelarlo un poco más.Finalmente lo introduces en nitrógenolíquido, que es el congelador máspotente. Es un proceso que hay querealizar paso a paso. Hay que aclimatar

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gradualmente el esperma al frío.—¿Y funciona?—Ya lo creo que sí. Estoy

completamente seguro de que unesperma protegido con glicerina ydespués congelado gradualmente puedemantenerse vivo a —197° C todo eltiempo que uno quiera.

—¿Cien años?—Desde luego, con tal de que lo

mantengas a —197° C.—¿Y pasado ese tiempo se podría

descongelar, y utilizarlo entonces parafertilizar una mujer?

—Estoy absolutamente seguro. Perodespués de haber llegado tan lejos, dejé

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de interesarme por el aspecto humano dela cuestión. Quería ir mucho más allá.Quería practicar muchos másexperimentos. Pero no se podían realizarcon hombres y mujeres. Al menos, losexperimentos que a mí me interesaban,no.

—¿Cómo quería experimentar?—Quería averiguar qué cantidad de

esperma se desperdicia en cadaeyaculación.

—No le sigo. ¿Qué quiere decir coneso del esperma que se desperdicia?

—La eyaculación media de unanimal grande, como por ejemplo untoro o un caballo, produce cinco

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centímetros cúbicos de semen. Cadacentímetro cúbico contiene mil millonesde espermatozoides diferentes. Estosignifica que se producen en total cincomil millones de espermatozoides.

—¿Tantísimos? ¿Cinco mil millonesde una sola vez?

—Eso he dicho.—Es increíble.—Es verdad.—¿Cuántos produce un ser humano?—La mitad aproximadamente. Unos

dos centímetros cúbicos y unos dos milmillones de espermatozoides.

—¿Quiere usted decir con eso —dije— que cada vez que hago feliz a una

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joven dama le disparo en su interior dosmil millones de espermatozoides?

—Exactamente.—¿Y todos esos millones se ponen a

serpentear, pelear y revolcarse a la vez?—Naturalmente.—Entonces, no es extraño que a

ellas les den esos ataques —dije.Pero a él no le interesaba este

aspecto de la cuestión.—Lo importante —dijo— es que un

toro, por ejemplo, no necesita enabsoluto cinco mil millones deespermatozoides para fertilizar a unavaca. En último extremo, necesitasolamente uno solo. Pero para

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asegurarse que da en el blanco, tiene queusar como mínimo unos cuantosmillones. Pero, ¿cuántos millones? Esafue la pregunta que me hice acontinuación.

—¿Por qué? —pregunté.—Porque, querido muchacho, quería

averiguar cuántas hembras, de la especieque sea, tanto si son vacas como yeguas,mujeres o lo que sea, podrían serfertilizadas en una sola eyaculación.Presuponía, naturalmente, que esosespermatozoides pudieran ser separadosy compartidos por diversas hembras.¿Entiende a dónde quiero ir a parar?

—Perfectamente. ¿Qué animales

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utilizó para sus experimentos?—Toros y vacas —dijo A. R.

Woresley—. Tengo un hermano queposee una pequeña granja de ganadovacuno en Steeple Bumsptead, no lejosde aquí. Tiene un toro y unas ochentavacas. Mi hermano y yo siemprehabíamos mantenido buenas relaciones,de modo que le confié mis ideas y él meautorizó a utilizar sus animales. Al fin yal cabo, no iba a hacerles ningún daño.Incluso podía acabar haciéndole unfavor a él.

—¿Qué clase de favor?—Mi hermano no ha sido nunca muy

rico. Su toro, el único que había podido

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comprar, era de calidad bastantemediana. Le hubiera encantado que todosu rebaño de vacas hubiera podido serfecundado por un magnífico toro deprimera y de una raza muy lechera.

—¿Quiere decir el toro de otrogranjero?

—Eso es.—¿Y cómo pensaba usted obtener

para su hermano el semen del toro deprimera de otro granjero?

—Robándolo.—Ajá.—Pensaba que podía robar una

eyaculación, y luego, en casonaturalmente de que mis experimentos

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fueran un éxito, repartir esa únicaeyaculación, esos cinco mil millones deespermatozoides, entre las ochentavacas de mi hermano.

—¿Y cómo pensaba arreglárselaspara repartirlo? —pregunté.

—Mediante lo que yo llamoinseminación hipodérmica. Inyectándoleel semen a la vaca con una jeringa.

—Supongo que no es difícil.—Claro que no —dijo—. Al fin y al

cabo, el órgano sexual masculino no esen realidad más que una jeringa quesirve para inyectar semen.

—Eh, poco a poco —dije—. El míoes bastante más que eso.

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—No lo dudo, Cornelius, no lo dudo—contestó secamente—. Pero seríamejor que nos atuviéramos al tema delque estábamos hablando, ¿no cree?

—Perdón.—De modo que empecé a

experimentar con semen de toro.Cogí la botella de oporto y le llené

de nuevo el vaso. Tenía la sensación deque el viejo Woresley estaba a punto deentrar en la parte más interesante de suhistoria, y no quería que seinterrumpiese.

—Ya le he dicho —explicó— queun toro normal cada vez produce comopromedio unos cinco centímetros

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cúbicos de fluido. No es mucho. Inclusomezclado con glicerína hubiera sido unacantidad insuficiente para poderdividirla en muchas partes y despuésinyectar esas diversas dosis en otrastantas vacas. De modo que necesitabaencontrar un disolvente, algo que mepermitiera aumentar el volumen.

—¿No podía haber añadidosimplemente más glicerína?

—Lo probé. Pero no funcionó.Quedaba demasiado viscoso. No voy aaburrirle con una lista de todas lascuriosas substancias con las queexperimenté. Le diré sencillamente cuálfue la que me sirvió. No hay nada mejor

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que la leche desnatada. Un ochenta porciento de leche desnatada, un diez porciento de yema de huevo y un diez porciento de glicerína. Ésa es la fórmulamágica. Al esperma le encanta. Bastacon mezclar bien ese combinado paraobtener, como puede imaginar, unvolumen de fluido con el que ya podíaexperimentar. Estuve trabajando durantevarios años con las vacas de mihermano, y por fin descubrí la dosisóptima.

—¿Cuál era?—La dosis óptima era de tan sólo

veinte millones de espermatozoides porvaca. Inyectando esa cantidad en una

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vaca en el momento adecuado, obteníaun ochenta por ciento de embarazos, Yno olvide, Cornelius —prosiguió presade excitación— que en la eyaculaciónde cada toro hay cinco mil millones deespermatozoides. Dividiéndolos endosis de veinte millones, supone ¡untotal de doscientas cincuenta dosis! ¡Eraasombroso! ¡Me quedé estupefacto!

—¿Significa esto —comenté— quecon cada una de mis eyaculadonespodría dejar embarazadas a doscientascincuenta mujeres?

—Cornelius, usted no es un toro, pormucho que crea serlo.

—¿Cuántas mujeres podría preñar

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con mi eyaculación?—Unas cien. Pero no pienso

ayudarle a conseguirlo.¡Santo Dios, pensé, a ese promedio

podría dejar preñadas unas setecientasmujeres a la semana!

—¿Ha llegado a realizar esteexperimento con el toro de su hermano?—pregunté.

—Muchas veces —dijo A. R.Woresley—. Y funciona. Recojo unaeyaculación, la mezclo rápidamente conleche desnatada, yema de huevo yglicerína, y después la divido en dosisantes de congelarla.

—¿Qué volumen de fluido entra en

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cada dosis? —pregunté.—Es muy pequeño. Medio

centímetro cúbico solamente.—¿No inyecta en la vaca más que

medio centímetro cúbico?—Sólo eso. Pero no olvide que en

ese pequeño volumen viven veintemillones de espermatozoides.

—Ah, es cierto.—Introduzco esas pequeñas dosis

por separado en unos tubitos de caucho—dijo—. Sello los dos extremos yluego los congelo. ¡Imagíneselo,Cornelius! ¡Doscientas cincuenta dosispotentísimas de espermatozoides a partirde una sola eyaculación!

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—Ya me lo imagino… —dije—. Esun auténtico milagro.

—Y puedo almacenar esas dosis eltiempo que quiera, gracias a lacongelación. Lo único que tengo quehacer cuando una vaca entra en celo essacar una dosis del depósito denitrógeno líquido, descongelarla, que escosa de menos de un minuto, pasar elcontenido a una jeringa, e inyectarla enla vaca.

Ya sólo quedaba una cuarta parte delcontenido de la botella de oporto, y A.R. Woresley empezaba a estar un tantotrompa. Llené de nuevo su vaso.

—¿Y qué me dice de ese toro de

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primera al que se ha referido antes? —dije.

—Ahora iba a eso, muchacho. Ésaes la parte más encantadora del asunto.Ahí están los dividendos.

—Cuéntemelo.—Claro que se lo contaré. Pues le

dije a mi hermano… eso fue hace tresaños…, en plena guerra… mi hermanoestaba libre de servicio, en su calidadde agricultor, entiende…, así que le dijea mi hermano, «Ernest, si pudieraselegir al mejor toro de toda Inglaterrapara cubrir a tus vacas, ¿cuál elegirías?

»“No sé cómo están las cosas en elresto de Inglaterra, pero si pudiera

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elegir al mejor de esta comarca —dijoErnest—, no hay duda de que ningunosupera al Champion Glory, el frisón quees propiedad de Lord Somerton. Es unfrisón de pura raza, y ésa es la raza máslechera de todo el mundo. Dios mío,Arthur —me dijo—, ¡tendrías que verese toro! ¡Es un gigante! Debió costardiez mil libras, y cada ternera queproduce se convierte en una vacalechera incomparable.

»“¿Dónde guardan a ese toro?” —lepregunté a mi hermano.

»“En las tierras de Lord Somerton.Eso está en Birdbrook.”

»“¿Birdbrok? Está muy cerca de

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aquí, ¿no?”»“A cinco kilómetros —dijo mi

hermano—. Tienen unas doscientasvacas lecheras de raza frisona y el torosuele estar con el resto de la manada. Esprecioso, Arthur, de verdad.”

»“De acuerdo —le dije—. Durantelos próximos doce meses, el ochenta porciento de tus vacas tendrán terneras queserán hijas de ese toro. ¿Qué te parece?”

»“¡Sería maravilloso! —dijo mihermano—. ¡Duplicaría mi producciónde leche!” ¿Le importa, Cornelius,servirme un último vaso de oporto?

Le di lo que quedaba. Le eché hastalos posos del fondo de la botella.

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—Cuénteme qué hizo entonces —ledije.

—Primero esperamos a que una delas vacas de mi hermano estuviera encelo. Entonces, en plena noche…, hacíafalta valor, Cornelius, muchísimovalor…

—No lo dudo.—En plena noche, Ernest le puso un

ronzal a la vaca que estaba en celo y lacondujo campo a través hasta laspropiedades de Lord Somerton, queestaban a cinco kilómetros de su granja.

—¿Les acompañó usted?—Iba junto a ellos en bicicleta.—¿En bicicleta?

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—Ahora entenderá por qué. Era elmes de mayo, hacía buen tiempo y nopasamos frío. Sería más o menos la unade la madrugada. Un pedacito de lunailuminaba los campos y hacía el intentomás peligroso, pero necesitábamos unpoco de luz para hacer lo que teníamosque hacer. El viaje duró una horaaproximadamente.

»“Ahí están —dijo mi hermano—.Hacia allí. ¿Los ves?”

»Nos encontrábamos junto a lapuerta de aquel vallado de unas ochohectáreas, y a la luz de la luna pude verel gran rebaño de frisones que pastabanen el campo. A un lado, no muy lejos del

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ganado, se levantaba el caserón deSomerset Hall. Solamente una de susventanas, en uno de los pisos superiores,estaba iluminada. “No veo al toro —dije—. ¿Dónde está?”

»“Debe estar por ahí dentro —dijomi hermano—. Con el resto del ganado.”

»Nuestra vaca —prosiguió A. R.Woresley— mugía como una loca.Siempre mugen así cuando están en celo.Lo hacen para llamar al macho, sabe. Lapuerta del vallado estaba cerrada con uncandado, pero mi hermano ibapreparado para esta eventualidad. Sacóuna sierra de arco para metales y conella serró la cadena. Luego abrió la

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puerta. Dejé la bicicleta apoyada contrala cerca y entramos en el campo, tirandode la vaca. El pastizal, iluminado por laluna, parecía tan blanco como siestuviera nevado. Nuestra vaca, al notarla presencia de otros animales, empezóa mugir más fuerte que nunca.

—¿Sintió usted miedo? —pregunté.—Estaba aterrado —dijo A. R.

Woresley—. Soy un hombre pacífico,Cornelius. La mía ha sido una vidatranquila. No estoy hecho a esta clase deaventuras. Esperaba que apareciese encualquier momento el capataz de suseñoría corriendo hacía nosotros con laescopeta cargada. Pero me forcé a

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seguir avanzando porque estábamoshaciendo aquello en pro de la ciencia.Además, me obligaba el deber dehermano. Él me había ayudadomuchísimo. Me había llegado a mí elturno de ayudarle a él.

La pipa se había apagado. A. R,Woresley empezó a llenarla otra vez conel tabaco que guardaba en una lata.

—Prosiga —le dije.—El toro debió oír la llamada de la

vaca. «¡Ahí está! —dijo mi hermano—.¡Ahí viene!»

»Un enorme ser blanco y negro sehabía separado del resto de la manada ytrotaba en dirección a nosotros. En su

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cabeza destacaba un par de cortoscuernos. Tenían un aspecto letal.“¡Prepárate! —dijo mi hermano—. ¡Nocreas que va a tardar mucho! ¡Se lanzarádirectamente sobre ella! ¡Dame la bolsade caucho! ¡Deprisa!”

—¿Qué bolsa de caucho? —pregunté.

—La que utilizábamos para recogerel semen, muchacho. Un invento mío:una bolsa alargada con gruesos labiosde caucho, algo así como una doblevagina artificial. Y muy eficaz. Pero,déjeme seguir.

»“Adelante” dije.»“¿Dónde está la bolsa? —gritó mi

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hermano—. ¡Apresúrate, hombre!” —añadió.

»Yo llevaba la bolsa en unamochila. La saqué y se la pasé a mihermano. Él se colocó en posición cercade la grupa de la vaca, a un lado. Yo mecoloqué al otro, preparado para cumplircon mi parte de la misión. Estaba tanasustado, Cornelius, que sudaba de piesa cabeza y sentía una necesidadacuciante de orinar. Tenía miedo deltoro, tenía miedo por la luz encendida enaquella habitación de Somerton Hall ami espalda, pero aun así aguanté en mipuesto.

»El toro vino trotando, soltando

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mugidos y bufidos. Vi que llevaba en elhocico un anillo de latón. Le juro,Cornelius, que aquel monstruo dabapánico. Pero no vaciló un instante.Conocía su oficio. Olisqueó un poconuestra vaca y, apoyándose en las patastraseras, levantó las manos sobre ellomo de nuestra vaca. Yo me puse encuclillas a su lado. Ya empezaba aasomarle la verga. Tenía un escrotogigantesco y justo encima aquella vergaincreíble empezaba a crecer cada vezmás. Era como un telescopio. Alprincipio era muy corta pero luego sehizo rápidamente más larga, hastaadquirir una longitud como la de mi

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brazo. Pero no era muy gruesa. Delgrosor de un bastón, más o menos. Tratéde agarrarla pero estaba tan excitadoque se me escapó. “¡Deprisa! —dijo mihermano—. ¿Dónde está? ¡Cógeladeprisa!” Pero ya era demasiado tarde.El viejo toro tenía una punteríaenvidiable. Dio en el blanco a laprimera y el extremo de su verga ya sehabía introducido en la vaca. Habíaentrado hasta la mitad. “¡Sácasela!”,gritó mi hermano. Traté otra vez deagarrársela. Aún le quedaba un trozofuera. Lo cogí con las dos manos y tiréhacia fuera. Estaba viva, palpitante y unpoco viscosa. Era como tirar de una

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serpiente. El toro la empujaba haciadentro y yo la sacaba hacia fuera. Tirécon tal fuerza que noté que se doblaba.Pero en lugar de perder la cabeza tratéde coordinar mis tirones con losmovimientos rítmicos de retroceso quehacía el animal ¿Me entiende? Despuésde cada golpe hacia delante, tenía quearquear el lomo antes de adelantar otropoco. Cada vez que arqueaba el lomo yodaba un tirón y ganaba unos cuantoscentímetros. Luego el toro empujabahacia dentro y la volvía a meter. Perocada vez le ganaba más terreno y alfinal, utilizando las dos manos, conseguídoblarla casi por la mitad y sacarla del

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todo. El extremo me dio un cachete en lamejilla. Me hizo daño. Pero la metírápidamente en la bolsa de caucho quesostenía mi hermano. El toro seguíadescargando tremendos golpes. Estabatotalmente concentrado en su trabajo.Gracias a Dios que lo estaba. Noparecía ni siquiera tener conciencia denuestra presencia. Pero ahora la vergaya estaba metida en la bolsa quesostenía mi hermano, y en menos de unminuto todo terminó. El toro se separóbruscamente de la vaca. Y entonces, derepente, nos vio a nosotros. Se quedóallí, mirándonos. Parecía algo perplejo,y no era de extrañar. Soltó un profundo

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mugido y empezó a escarbar el suelocon las patas delanteras. Estaba a puntode embestirnos. Pero mi hermano, quesabía mucho de toros, fue andandodirectamente hacia él y le dio un cacheteen pleno hocico. «¡Vete de aquí!», ledijo. El toro dio media vuelta y se fueandando despacio hacia el rebaño.Nosotros nos apresuramos a salir por lapuerta y la cerramos. Cogí la bolsa decaucho que llevaba mi hermano, montéen la bicicleta y salí corriendo como eldiablo hacia la granja. Hice el recorridoen quince minutos.

»Lo había dejado todo dispuesto enla granja. Saqué el semen del toro del

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interior de la bolsa y lo mezclé con misolución especial de leche desnatada,yema de huevo y glicerina. Llenédoscientos recipientes de caucho conmedio centímetro cúbico cada uno. Estaoperación no era tan difícil como puedaparecer. Siempre dispongo losrecipientes alineados en una gradillametálica, y los lleno con un cuentagotas.Pasé la gradilla con los recipientesllenos a un depósito de hielo, y lomantuve allí media hora. Luego lo metíen vapor de nitrógeno durante diezminutos. Y por fin lo introduje en elmatraz al vacío donde tenía dispuesto elnitrógeno líquido. El proceso completo

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había terminado antes de que regresarami hermano con la vaca. Ahora teníasemen de un semental de primera encantidad suficiente como para fertilizardoscientas cincuenta vacas. Eso era almenos lo que yo esperaba.

—¿Salió bien? —pregunté.—Maravillosamente bien —dijo A.

R. Woresley—. Al año siguiente lasvacas Hereford de mi hermanoempezaban a parir terneras que eranmedio frisonas. Le enseñé a realizar lainseminación hipodérmica, y le dejé lasdosis congeladas de semen en la granja.Hoy, transcurridos ya tres años, casitodas las vacas de su granja son un cruce

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de Hereford con frisonas. Su producciónde leche ha aumentado un sesenta porciento y ha podido vender su toro. Elúnico problema es que ya se le estánterminando las dosis de semen deprimera. Quiere que le acompañe otravez a una de esas peligrosasexpediciones nocturnas a buscarrepuesto de semen del toro de LordSomerton. Y, francamente, la idea meaterra.

—Ya iré yo —le dije—. Yo ocuparésu lugar.

—No sabría cómo hacerlo.—Fácil: tomo la verga y la meto en

la bolsa —dije—. Usted podría estar

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esperando en la granja, preparado paracongelar el semen.

—¿Puede usted conseguir unabicicleta?

—Iré en coche —dije—. Corre eldoble.

Acababa de comprarme un novísimoContinental Morris Cowley, unamáquina superior en todos los sentidosal De Dion de 1912 que tuve en París.La carrocería era de color chocolate. Eltapizado de cuero. Adornos de níquel,salpicadero de caoba y una puerta parael conductor. Estaba muy orgulloso deél.

—Le llevaré el semen en un par de

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minutos —le dije.—Es una idea espléndida —dijo—.

¿Estaría de verdad dispuesto a hacermeeste favor, Cornelius?

—Me encantaría.Me fui poco después y regresé en

coche al Trinity. En mi cerebro hervíantodas las cosas que A. R. Woresley mehabía contado. Era indudable que habíarealizado un gran descubrimiento, y quecuando publicara los resultadosobtenidos sería saludado en todo elmundo como un gran hombre.Probablemente era un genio.

Pero eso a mí no me importaba en lomás mínimo. Lo que me preocupaba era

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lo siguiente: ¿cómo podía conseguirsacar un millón de libras de todoaquello? No me importaba que de pasoA. R. Woresley también se hiciera rico.Se lo merecía. Pero primero estaba elabajo firmante. Cuanto más pensaba enello, más me convencía de que había unafortuna aguardándome a la vuelta de laesquina. Aunque no estaba muy segurode que fueran a proporcionármela lasvacas y los toros.

Me pasé la noche despierto en lacama, estrujando mi cerebro pararesolver este problema. A los lectoresde este diario quizá les parezca un tipobastante despreocupado para casi todas

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las cosas, pero puedo prometerles quecuando están en juego mis intereses másimportantes, soy capaz de reflexionarcon envidiable concentración.Alrededor de medianoche se me ocurrióuna idea que empezó a dar vueltas en micabeza. Esta idea me atrajoinmediatamente, por la sencilla razónque estaba relacionada con las doscosas que más me entretienen: laseducción y la copulación. Y me resultóincluso más atractiva cuando comprendíque el plan supondría grandes dosis deambas.

Salté de la cama y me puse el batín.Empecé a tomar notas. Examiné los

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problemas que se plantearían. Ideéfórmulas para resolverlos. Y al finalllegué a la conclusión de que el planfuncionaría. Tenía que funcionar.

No había más que un obstáculo.Había que convencer a A. R. Woresleypara que colaborase.

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8Al día siguiente le busqué por launiversidad y le invité a cenar conmigoesa misma noche.

—Nunca ceno fuera de casa —alegó—. Mi hermana me espera para la cena.

—Se trata de asuntos de negocios —le dije—. Se juega usted su futuro.Dígale a su hermana que es vital, comoasí es, efectivamente. Estoy a punto deconvertirle en un hombre rico.

Al final accedió a venir.A las siete de la tarde le llevé al

Blue Boar de Trinity Street y yo mismoencargué la cena para los dos. Una

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docena de ostras para cada uno y unabotella de Clos Vougeot Blanc, un vinomuy poco conocido. Después carneasada y un magnífico Volnay.

—Debo admitir que sabe cuidarse,Cornelius —comentó.

—Todas las demás posibilidadesestán excluidas —le dije—. Le gustanlas ostras, ¿verdad?

—Muchísimo.Un camarero abrió las ostras en el

mostrador del restaurante y nosotrosobservamos mientras lo hacía. Eran deColchester, medianas y rollizas. Uncamarero nos las sirvió. El mozoencargado de los vinos abrió el Clos

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Vougeot Blanc. Empezamos a comer.—Veo que mastica usted las ostras

—dije.—¿Y qué suponía que iba a hacer?—Tragárselas enteras.—Es ridículo.—Al contrario —dije—. Cuando se

comen ostras, el principal placer radicaen la sensación que producen cuando sedeslizan hacia abajo por la garganta.

—No puedo creérmelo.—Y además, el saber que están

vivas en el momento de tragarlasaumenta ese placer de formaextraordinaria.

—Prefiero no pensar en ello.

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—Pues debería hacerlo. Si seconcentra mucho en esa idea, algunasveces conseguirá notar cómo se muevela ostra en el interior del estómago.

El nicotinoso bigote de A. R.Woresley empezó a agitarsenerviosamente. Parecía un animalillolleno de cerdas que se paseara inquietosobre su labio superior.

—Si examina detenidamente ciertaparte de la ostra —dije—, aquí, lo ve…,se nota un pequeño latido. Ahí está. ¿Loha visto?

Y al clavar el tenedor en la ostra…,así…, la carne se mueve. Sufre unacontracción. Y cuando se le echa encima

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el zumo de limón también reacciona así.No les gusta que les claven tenedores.Se encogen. Su carne se estremece. Voya tragarme ésta. ¿Verdad que espreciosa? Ya está, ¡adentro! Ahoraestaré unos segundos muy quieto parapercibir la sensación de sus lentosmovimientos en mi estómago…

El animalito lleno de cerdas queestaba encima del labio superior de A.R. Woresley empezó a dar más saltosque nunca. Las mejillas del profesorhabían adquirido un tono visiblementemás pálido. Lentamente, apartó su platode ostras a un lado.

—Tomaré salmón ahumado.

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—Muy bien.Pedí el salmón y puse en mi plato las

ostras sobrantes. Él me miró comerlasmientras esperaba que el camarero lellevara el salmón. Ahora estabasilencioso, sumiso, que es lo que yonecesitaba. Maldita sea: me doblaba laedad y lo único que yo quería eraablandarle un poquito, antes dedepositar sobre su regazo mi tremendaproposición. Necesitaba ablandarle yluego dominarle, porque sólo así podríatener alguna oportunidad de conseguirque colaborase conmigo en la ejecuciónde mi plan. De modo que decidíablandarle todavía un poquito más.

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—¿Le he contado alguna vez lo demi niñera? —pregunté.

—Creía que habíamos venido aquípara tratar de mi descubrimiento —dijo.El camarero le puso delante un plato desalmón ahumado—. Ah —exclamó—,esto tiene buen aspecto.

—Cuando fui enviado a un internadoa la edad de nueve años mis padres ledieron a mi niñera una pensión para quepudiera retirarse. Le compraron unacasita en el campo y se fue a vivir allí.Tenía unos ochenta y cinco años y erauna vieja todavía muy fuerte. Nunca sequejaba de nada. Pero un día que mimadre fue a visitarla, la encontró

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enferma y con muy mal aspecto. Laasedió a preguntas y al final consiguióque confesara que padecía fuertesdolores de estómago. Mi madre lepreguntó si hacía mucho que se sentíaasí. Ella reconoció que, efectivamente,había sentido aquellos dolores desdehacía muchos años. Pero nunca tanintensos como entonces. Mi madre fue apor un médico. El médico la envió alhospital. La examinaron por rayos X ydescubrieron algo extraordinario. Enmedio de su estómago encontraron unpar de diminutos objetos opacos queestaban a una distancia de algo más desiete centímetros el uno del otro. Tenían

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aspecto de fragmentos de mármoltransparente. En el hospital nadie fuecapaz de adivinar qué podían seraquellos dos objetos, de modo quedecidieron realizar una intervenciónexploratoria.

—Supongo que no irá a contarmeuna de sus anécdotas desagradables —dijo A. R. Woresley, masticando susalmón.

—Es una historia fascinante —dije—. Ya verá cómo le resultainteresantísima.

—Entonces, continúe.—Cuando el cirujano la abrió —dije

—, ¿a que no sabe qué encontró?

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—No tengo ni la más remota idea.—Eran dos ojos.—¿Qué quiere decir? ¿Ojos?—El cirujano se encontró mirando

un par de ojos despiertos y redondosque no parpadeaban. Y esos ojosestaban mirándole a él.

—Es absurdo.—En absoluto —dije—. ¿Y de quién

eran esos ojos?—¿De quién?—Eran los ojos de un pulpo

bastante grande.—No sea guasón.—Es verdad. Este enorme pulpo

estaba de hecho viviendo como un

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parásito en el estómago de mi pobreniñera. Compartía con ella su comida,vivía muy bien…

—Creo que será mejor que no siga,Cornelius.

—Y sus ocho tentáculos estabaninextricablemente entrelazados en suhígado y su estómago, hasta tal puntoque no pudieron arrancarlo. Ella murióen el quirófano.

A. R. Woresley había dejado demasticar su salmón.

—Bien. Lo más interesante de todoesto es averiguar cómo pudo entrar allíaquel pulpo. Quiero decir que, ¿cómopuede encontrarse una anciana con un

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pulpo enorme dentro de su estómago?Era demasiado grande para haber sidotragado. Era como el problema delbarco metido en la botella. ¿Cómodemonios pudo entrar?

—Prefiero no saberlo —dijo A. R.Woresley.

—Le diré cómo —proseguí—. Mispadres solían llevarnos a mí y a miniñera todos los veranos a Beaulieu, alsur de Francia. Dos veces al díasalíamos a nadar al mar. De modo quees evidente que lo que ocurrió fue quemi niñera, muchos años atrás, debiótragarse un minúsculo pulpo reciénnacido, y este pequeño ser, fuera como

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fuese, había logrado agarrarse con susventosas a las paredes de su estómago.Mi niñera comía bien, de modo que elpulpo también comía bien. Ella comíasiempre con la familia. A vecescenábamos hígado y tocino, otras vecescordero o cerdo asado. Y, lo crea o no,uno de los platos que más le gustaban aella era el salmón ahumado.

A. R. Woresley dejó su tenedor en lamesa. En el plato le quedaba un pequeñofilete de salmón. Se lo dejó.

—Y así fue como el pequeño pulpoempezó a crecer. Se convirtió en unpulpo gourmet. Me lo imaginoperfectamente, metido en el fondo del

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estómago y diciéndose a sí mismo: «Megustaría saber qué vamos a cenar hoy.Espero que sea coq au vin. Esta nocheme apetece el coq au vin. Acompañadode pan tierno.»

—Tiene usted una desagradablepropensión a las obscenidades,Cornelius.

—Le estoy contando un caso quepasó a la historia de la medicina —dije.

—A mí me parece repugnante —dijoA. R. Woresley.

—Lo siento. Sólo trataba deentretenerle.

—No he venido para que meentretuviera.

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—Voy a convertirle en un hombremuy rico —dije.

—Entonces, vaya al grano ycuéntemelo todo.

—Creí que era mejor dejarlo para lahora de los postres. Con el oporto. Losmejores planes surgen cuando hay unabuena botella de oporto.

—¿Ha terminado usted? —lepreguntó el camarero mirando el filetede salmón que quedaba en el plato.

—Lléveselo —dijo A. R. Woresley.Estuvimos sentados en silencio

durante un rato. El camarero nos trajo elbuey asado. Nos descorcharon elVolnay. Estábamos en marzo, de modo

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que nos sirvieron el buey acompañadode chirivías asadas, patatas asadas yYorkshire pudding. A. R. Woresley sereanimó un poco al ver el buey. Acercósu silla a la mesa y empezó a cortarlo.

—¿Sabía que a mi padre le apasionala historia naval? —dije.

—No estaba enterado.—Una vez me contó una historia

inquietante —dije— sobre el capitáninglés que resultó mortalmente herido enla cubierta de su buque durante la guerrade Independencia norteamericana.¿Quiere un poco de salsa de rábanospicantes para la carne?

—Sí, me gustaría.

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—Camarero —dije—, tráiganos unpoco de salsa de rábanos picantes reciéntroceados. Pues bien, mientras yacíaagonizante, el capitán…

—Cornelius —dijo A. R. Woresley—, no hace falta que me cuente ningunade sus historias.

—No, esta historia no es de lasmías. Me la contó mi padre. Esdiferente. Le gustará.

Él estaba atacando su buey asado yno contestó.

—Así pues, yacía agonizante —dije— y logró que su primer oficial leprometiese que llevarían su cadáver aInglaterra para sepultarle en tierra

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inglesa. Esto provocó ciertos problemasporque el buque se encontraba enaquellos momentos frente a la costa deVirginia. El regreso a Inglaterrarequeriría como mínimo cinco semanas.Así que decidieron que la única formade que el cadáver llegase a Inglaterra enbuen estado era sumergiéndolo en untonel de ron, y esto fue lo que hicieron.Ataron el tonel al palo mayor yregresaron a Inglaterra. Al cabo decinco semanas largaron anclas enPlymouth Hoe, y toda la dotación delbuque se puso firmes para rendir suúltimo homenaje a su capitán en elmomento en que sacaban su cadáver del

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tonel para meterlo en un ataúd. Perocuando arrancaron la tapa del tonel,salió un olor tan apestoso que hasta losmarineros más fuertes salieronprecipitadamente hacia la borda,mientras otros más débiles sedesmayaban.

»Era un hecho muy sorprendente,porque de ordinario en los buques seconserva cualquier cosa sumergiéndolaen ron de la Armada. ¿Por qué, entonces,aquel pestazo tan escandaloso? Seríalógico hacerse esa pregunta.

—Yo no pienso hacerla —cortó A.R. Woresley. Su bigote daba ahorasaltos descomunales.

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—Permítame decirle qué ocurrió.—No se lo permito.—Debo hacerlo —dije—. A lo

largo del prolongado viaje, algunosmarinos hicieron subrepticiamente unagujero en el fondo del tonel y lotaparon con un bitoque. Luego, mientrastranscurrían las semanas de la travesía,se fueron bebiendo el ron.

A. R. Woresley no dijo nada. Teníamal aspecto.

—«Es el mejor ron que he probadoen mi vida», se oyó comentarposteriormente a uno de esos marinos.¿Qué postre podríamos tomar?

—No quiero postre —dijo A. R.

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Woresley.Pedí que trajeran la mejor botella de

oporto que tuvieran y un poco de quesoStilton. Mientras esperábamos a quedecantaran el oporto permanecimos ensilencio. Era Cockburn y muy bueno,aunque ya no recuerdo la añada.

Nos sirvieron el oporto y elespléndido y verdoso Stilton sedesmigajaba en nuestros platos.

—Ahora —dije—, permítamecontarle cómo voy a conseguir que ganeusted un millón de libras esterlinas.

Él se mostraba ahora precavido yligeramente hostil, pero no agresivo.Estaba decididamente ablandado.

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9—Usted está prácticamente en quiebra—dije—. Tiene que pagar los interesesde una hipoteca que le tiene abrumado.Cobra de la universidad un sueldodespreciable. Carece de ahorros. Sealimenta, si me perdona la expresión, delavazas.

—Vivimos muy bien.—No es cierto. Y jamás llegarán a

vivir bien si no me permite que le ayude.—Bien, pues, ¿cuál es su plan?—Señor, usted ha realizado un gran

descubrimiento científico —dije—. Deeso no hay la menor duda.

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—¿Cree también que es importante?—dijo, reanimándose.

—Muy importante. Pero, ¿sabe loque ocurrirá si publica lo que hadescubierto? Todo el mundo se volcarásobre su método y se lo robará. Usted nopodrá impedirlo. Es lo que ha pasado atodo lo largo de la historia de la ciencia.Fíjese por ejemplo en el caso de lapasteurización. Pasteur publicó sustrabajos. Todo el mundo le robó elinvento. ¿Y qué ganó el pobre Pasteur?

—Se convirtió en un hombre famoso—dijo A. R. Woresley.

—Si ésas son todas susaspiraciones, adelante, publique su

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trabajo. Me retiraré graciosamente porel foro.

—¿Podría llegar alguna vez apublicar mis trabajos si siguiera suplan? —dijo A. R. Woresley.

—Naturalmente. En cuanto tuviesesu millón en el bolsillo.

—¿Cuánto tiempo haría falta paraeso?

—No lo sé. Yo diría que unos cincoo diez años como máximo. Luego seríausted libre de convertirse en famoso.

—Entonces, de acuerdo —dijo—.Cuénteme ese brillante plan.

El oporto era muy bueno. El Stiltontambién era bueno, pero sólo tomé unos

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pellizcos para limpiarme el paladar.Pedí una manzana. Una manzana dura,cortada en rebanadas muy finas, es lamejor compañera del oporto.

—Le propongo que trabajemossolamente con espermatozoideshumanos —dije—. Le propongo queseleccionemos exclusivamente a loshombres más importantes y famosos quevivan en la actualidad, y que creemos unbanco de esperma de esos hombres.Almacenaremos doscientos cincuentarecipientes con esperma de cada uno deellos.

—¿Para qué? —dijo A. R.Woresley.

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—Retroceda simplemente sesentaaños —dije—, a la altura de 1860, eimagine que usted y yo vivimos en esaépoca y que tenemos conocimientos ycapacidad para almacenarindefinidamente el esperma de losgenios del momento. ¿Qué genios vivosen 1860 hubiera elegido usted comodonantes?

—Dickens —dijo.—Siga.—Y también Ruskin…, y Mark

Twain.—Y Brahms —dije yo—. Y Wagner

y Tchaikovsky y Dvorak. La lista es muylarga. Todos ellos auténticos genios.

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Retroceda un poco más en el mismosiglo, y nos encontraremos con Balzac,Beethoven, Napoleón, Goya, Chopin.¿No sería excitante tener en nuestrobanco de nitrógeno líquido un par decientos de dosis de esperma deBeethoven?

—¿Y qué haría con él?—Venderlo, naturalmente.—¿A quién?—A mujeres. A mujeres riquísimas

que quisieran tener hijos de alguno delos mayores genios de todos lostiempos.

—Espere un poco, Cornelius. Lasmujeres, tanto si son ricas como si no lo

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son, no permitirán que las inseminen conel esperma de algún extranjero de haceunos siglos por el simple hecho de queesa persona fuera un genio.

—Eso es lo que usted cree. Escuche,podría llevarle a cualquier concierto deBeethoven que usted mismo eligiera, yle garantizo que encontraría mediadocena de mujeres que darían casicualquier cosa por tener hoy mismo unhijo de ese gran hombre.

—¿Se refiere a solteronas?—No. A mujeres casadas.—¿Y qué dirían sus maridos?—Los maridos no se enterarían.

Sólo la madre sabría que estaba

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embarazada de Beethoven.—Eso sería una bellaquería,

Cornelius.—¿No puede imaginársela —dije—,

una mujer rica e infeliz casada con algúnindustrial de Birmingham increíblementefeo, tosco, ignorante y desagradable, quede repente tiene un motivo por el quevivir? Imagínesela paseando por eljardín maravillosamente cuidado de laresidencia campestre de su marido,tarareando el movimiento lento de lasinfonía heroica de Beethoven ypensando para sí, «¡Qué maravilloso,Dios mío! ¡Estoy embarazada delhombre que compuso esa música hace

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cien años!»—No tenemos esperma de

Beethoven.—Hay muchísimos más —dije—.

Todos los siglos, todas las décadastienen muchos grandes hombres. Nuestratarea es tratar con ellos.

Y además —añadí—, tenemos algomuy importante a nuestro favor.Comprobará que los hombres muy ricosson casi siempre feos, toscos, ignorantesy desagradables. Son bandidos yladrones, auténticos monstruos. Pienseen la mentalidad de los hombres que sehan pasado la vida entera amasando unmillón tras otro: Rockefeller, Camegie,

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Mellon, Krupp. Ésos son los antiguos. Ylos actuales son igualmentedesagradables. Todos horribles. Y secasan siempre con mujeres muy bellas,mientras que ellas les eligen porque sonmillonarios. Esas mujeres tan bellastienen hijos horribles e inútiles, losúnicos que pueden darles, sus feos yavarientos esposos. Esas mujeresacaban odiando a sus maridos. Seaburren. Se distraen solamente con lavida cultural. Compran cuadros depintores impresionistas y van aconciertos de Wagner. Al llegar a esafase, querido profesor, están maduraspara nuestro experimento. Y es entonces

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cuando aparece Oswald Cornelius y lesofrece embarazarlas con auténticoesperma garantizado de Wagner.

—Wagner también ha muerto.—Estoy tratando simplemente de

mostrarle el aspecto que tendrá nuestrobanco de esperma cuarenta años despuésde que hayamos empezado a trabajar, siempezamos ahora, en 1919.

—¿A quién pondríamos en esebanco? —dijo A. R. Woresley.

—¿Qué nombres sugería usted?¿Quiénes son los genios de nuestrosdías?

—Albert Einstein.—Muy bien —dije—. ¿Quién más?

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—Sibelius.—Espléndido. ¿Y qué le parece

Rachmaninov?—Y Debussy —dijo.—¿Quién más?—Sigmund Freud, el doctor vienés.—¿Es un genio?—Pronto será reconocido como tal

—dijo A. R. Woresley—. En loscírculos médicos ya se ha hecho famoso.

—Acepto su palabra. Siga.—Igor Stravinsky.—No sabía que le gustaba la

música.—Claro que me gusta.—Yo añadiría a Picasso, un pintor

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que trabaja en París.—¿Es un genio?—Sí —contesté.—¿Aceptaría al norteamericano

Henry Ford?—Ah, sí —respondí—. Ese está muy

bien. Y también pondría a nuestro rey,Jorge V.

—¡El rey Jorge V! —exclamó—.¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Tiene sangre real. ¡Imagine lo quepagarían algunas mujeres por tener unhijo del rey de Inglaterra!

—Está llevando esto a extremosridículos, Cornelius. No puede ustedcolarse en Buckingham Palace y

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empezar a pedirle a su majestad el rey sitendría la bondad de proporcionarle elproducto de una eyaculación.

—Espere y verá —dije—. Todavíano le he contado más que la mitad de miplan. Y no nos detendremos en Jorge V.Debemos conseguir un muestrario muyamplio de esperma real. De todos losreyes de Europa. Veamos. Haakon deNoruega, Gustavo de Suecia, Christiande Dinamarca, Alberto de Bélgica,Alfonso de España, Carol de Rumania,Boris de Bulgaria, Victor Emmanuel deItalia.

—Me parece una actitud muy tonta.En absoluto. Hay damas de sangre

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aristocrática en España que se volveríanlocas por tener un hijo de Alfonso. Y lomismo ocurrirá en los demás países. Laaristocracia venera la monarquía. Esesencial que consigamos que nuestrobanco tenga una gama muy completa deesperma real. Y pienso conseguirlo. Nose preocupe. Lo conseguiré.

—Me parece que todo esto no esmás que una locura picara eimpracticable —dijo A. R. Woresley.Se metió un trozo de Stilton en la boca ybebió un sorbo de oporto para tragarlo.Y de este modo echó a perder tanto elqueso como el vino.

—Estoy dispuesto —dije lentamente

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— a invertir en nuestra asociación hastael último penique de mis cien mil libras.Así de impracticable lo veo yo.

—Está usted loco.—También me hubiese llamado loco

si me hubiese visto partir hacia elSudán, con mis diecisiete años, en buscadel polvo del escarabajo vesicante,¿verdad?

Aquello le sorprendió un poco.—¿Cuánto cobraría por el esperma?

—dijo.—Una fortuna —dije—. No vamos a

permitir que nadie pueda conseguir unhijo de Einstein a precio de saldo. Y lomismo digo de un hijo de Sibelius. O un

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hijo del rey Alberto de Bélgica. ¡Eh!Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Creeque un hijo del rey podría serlegítimamente aspirante a un trono?

—Sería un bastardo.—Seguro que sería aspirante a algo.

Los bastardos reales siempre obtienenprebendas. Por el esperma de los reyestendremos que cobrar horrores.

—¿Cuánto cobraría?—Yo diría que unas veinte mil

libras la dosis. La de personas sinsangre real podríamos venderla un pocomás barata. Podríamos tener una lista deprecios, con una gama de diversascategorías. Pero los más caros serían los

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reyes.—¡H. G. Wells! —dijo de repente

—. Está por aquí.—Sí. Podríamos incluirle en la lista.A. R. Woresley se recostó en su silla

y sorbió su oporto.—Suponiendo —dijo—, suponiendo

simplemente que lográramos formar esteincreíble banco de esperma, ¿quién iríapor ahí buscando las millonarias queserían nuestras clientes?

—Lo haría yo.—¿Quién las inseminaría?—Lo haría yo.—No sabe usted hacerlo.—Aprendería rápidamente. Sería

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bastante divertido.—Este plan tiene un fallo —dijo A.

R. Woresley—. Un fallo muy grave.—¿Cuál es?—El esperma verdaderamente

valioso no es el de Einstein ni el deStravinsky, sino el del padre deEinstein, o el del padre de Stravinsky.Son en realidad ellos los que generarona esos genios.

—De acuerdo —dije—. Perocuando un hombre llega a serreconocido como genio, su padre sueleestar muerto.

—Por lo tanto, su plan esfraudulento.

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—Lo que queremos es ganar dinero—dije—. Nadie quiere que nazcangenios. Además, ninguna de esasmujeres querría el espérma del padre deSibelius. Lo que querrán que les demoses una magnífica inyección calentita conveinte millones de espermatozoides delpropio genio.

A. R. Woresley había encendido supipa y su cabeza estaba envuelta ennubes de humo.

—Admitiré —dijo—, sí, estoydispuesto a aceptar que usted podríaencontrar mujeres millonarias dispuestasa comprar el esperma de los genios y larealeza. Pero todo ese alocado plan que

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ha concebido está condenado al fracasopor la sencilla razón de que noconseguirá las dosis de esperma quenecesitaría. No me dirá en serio quecree que los grandes hombres y losreyes van a estar dispuestos arealizar…, los extremadamenteembarazosos movimientos necesariospara producir una eyaculación a peticiónde un joven totalmente desconocido…

—No será así como pienso hacerlo.—¿Cómo lo hará?—De la forma que lo haré, ni uno

solo de ellos podrá resistir la tentaciónde convertirse en donante.

—Y un pimiento. Yo no cedería.

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—Seguro que sí.Puse una delgada rodaja de manzana

en mi boca y la tragué. Levanté el vasode oporto hasta mi nariz. Tenía unbouquet de setas. Tomé un sorbo y lodejé deslizarse por mi boca. El saborempapó mi paladar. Me recordaba el dela olla podrida. Durante unos momentosquedé cautivado por el placer del vinoque saboreaba. Y qué notable restoquedó en mi boca después de tragarlo.Durante un buen rato noté el sabor en elfondo de mi nariz.

—Deme tres días —dije—, y legarantizo que tendré en mi poder unaeyaculación completa y auténtica de su

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propio esperma y una declaraciónfirmada por usted mismo certificandoque es suyo.

—No sea loco, Cornelius. Jamásconseguirá que haga algo que no quierohacer.

—Esto es todo lo que estoydispuesto a explicar. Nada más.

Me escrutó bizqueando tras el humode su pipa.

—Supongo que no será capaz deamenazarme, o de torturarme, ¿no?

—Claro que no. Será un acto querealizará usted libre y voluntariamente.¿Quiere apostar algo a que no lo voy aconseguir?

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—¿Libre y voluntariamente, dice?—Sí.—Entonces apuesto lo que quiera.—De acuerdo —dije—. La apuesta

es la siguiente: si pierde me prometerá,en primer lugar, aplazar la publicaciónde su descubrimiento hasta que cada unode nosotros haya ganado un millón; ensegundo lugar, ser un socio solidario yentusiasta; y, en tercer lugar, facilitartodos los conocimientos técnicosnecesarios para que podamos crear elbanco de esperma.

—No me importa prometer algo quenunca me veré obligado a cumplir.

—Entonces, ¿lo promete?

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—Lo prometo —dijo.Pagué la cuenta y me ofrecí a

llevarle en coche hasta su casa.—Gracias —dijo—. Pero tengo mi

bicicleta. Los catedráticos no somosricos.

—Usted será pronto millonario.Me quedé en Trinity Street viéndole

alejarse pedaleando hacia la noche. Noeran más que las nueve y media. Decidíhacer mi siguiente jugadainmediatamente. Subí al coche y me fuidirectamente a Girton.

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10Girton, por si acaso ustedes no estánenterados, era y sigue siendo un colegiouniversitario de mujeres, integrado en launiversidad de Cambridge. Tras elrecinto de sus sombríos muros residía en1919 un ramillete de jóvenes damas tanrepulsivas, tan cuelligordas y tanhociquilargas que nunca me dignabamirarlas. Me recordaban a loscocodrilos. Cuando me cruzaba conellas por la calle, un estremecimientome recorría toda la espalda. Casi nuncase lavaban, y llevaban los lentes de susgafas manchados con grasientas huellas

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de las yemas de sus dedos. Sesudas síeran, sin duda. Muchas de ellas eranhasta brillantes. Aunque eso era, paramí, una compensación insuficiente.

Pero esperen.Hacía solamente una semana que

había descubierto entre aquellosespecímenes zoológicos una criatura tandeslumbrantemente encantadora que mehabía negado a creer que se tratara deuna de las chicas de Girton. Pero lo era.La descubrí a la hora de comer en unapastelería. Estaba comiéndose unarosquilla. Le pregunté si podía sentarmea su mesa. Ella asintió con la cabeza sindejar de comer. Y me senté, mirándola

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boquiabierto y desorbitado, como siacabase de encontrarme con lamismísima reencarnación de Cleopatra.En toda mi corta vida no había vistonunca muchacha ni mujer quedesprendiera tanto hedor de salacidad.Estaba completamente empapada enlujuria. No importaba lo más mínimoque tuviera la cara manchada de azúcar.Vestía un impermeable y una bufanda delana pero producía el mismo efecto quesi hubiese estado totalmente desnuda.Encontrar chicas como ésta es una deesas cosas que solamente te ocurren unao dos veces en tu vida. Tenía una caraindescriptiblemente bonita, pero sus

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aletas nasales lanzaban llamaradas, y sulabio superior tenía una curiosa y levetorsión que me ponía la carne de gallina.Ni siquiera en París había visto una solamujer que estimulase taninstantáneamente mis apetitos. Ellasiguió comiéndose su rosquilla. Yoseguía mirándola con los ojosdesorbitados. Una vez, pero sólo una,levantó sus ojos lentamente hacia mípara fijarlos en mi rostro, fríos y astutos,como si estuviesen calculando algunacosa, para después bajarlos de nuevo.Terminó de comer y echó su silla haciaatrás.

—Espere —dije.

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Ella hizo una pausa, y por segundavez sus calculadores ojos castaños seelevaron y descansaron en mi rostro.

—¿Qué decía?—Le decía que esperase. No se

vaya. Tómese otra rosquilla… O unbollo de Bath o cualquier cosa.

—Si lo que quiere es hablarconmigo, ¿por qué no lo dice?

—Quiero hablar con usted.Entrelazó las manos en su regazo y

se quedó esperando. Empecé a hablar.Ella participó en la conversación.Estudiaba biología en Girton y, comoyo, tenía una beca. Me dijo que su padreera inglés y que su madre era persa. Se

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llamaba Yasmin Howcomely. [4] Lo quehablamos entonces carece deimportancia. Pasamos directamente de latienda de bollos a mis habitaciones ypermanecimos allí hasta la mañanasiguiente. Estuvimos juntos dieciochohoras, a cuyo término me sentí como unatira de cecina, un pedazo de carnedesecada y deshidratada. Era una chicaeléctrica e increíblemente perversa. Sihubiese sido china y hubiese vivido enPekín, hubiese obtenido el Diploma deHonor con las manos atadas a la espalday grilletes de hierro en los tobillos.

Estaba tan chiflado por ella queviolé la regla de oro y la vi una segunda

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vez.Y ahora eran las diez menos veinte

de la noche y A. R. Woresley pedaleabahacia su casa, mientras yo meencontraba en la caseta del portero delGirton College y le pedía amablementeque informase a Yasmin Howcomely deque Mr. Oswald Cornelius deseabaverla para tratar una cuestión le carácterurgente.

Ella bajó inmediatamente.—Corre al auto —le dije—.

Tenemos que hablar.Subió al automóvil y regresé hacia

Trinity, y allí le di al portero delCollege medio soberano para que

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hiciese la vista gorda mientras ella secolaba hacia mis habitaciones.

—No te desnudes —le dije—. Es unasunto de negocios. ¿Te gustaría serrica?

—Me gustaría mucho —dijo.—¿Puedo confiar en ti?—Sí —dijo ella.—¿No se lo dirás a nadie?—Sigue —dijo—. Empieza a ser

divertido.Pasé a continuación a contarle la

historia del descubrimiento de A. R.Woresley.

—¡Dios mío! —dijo cuando terminé—. ¡Es un gran descubrimiento

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científico! ¿Quién diablos es A. R.Woresley? ¡Pronto será famoso en todoel mundo! ¡Me gustaría conocerle!

—Pronto lo harás —dije.—¿Cuándo? —Como era una joven

científica, estaba verdaderamenteexcitada.

—Espera —dije—. Ahora te cuentoel siguiente capítulo.

Entonces le relaté mis planes paraexplotar el descubrimiento mediante lacreación de un banco de semen de todoslos grandes genios y reyes del mundo.

Cuando terminé me preguntó si teníavino. Abrí una botella de clarete y servíun váso para cada uno. También saqué

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unas galletas muy buenas paraacompañarlo.

—Ese banco de esperma es una ideadivertidísima —dijo—, pero me temoque no funcionará.

Y a continuación pasó a exponermelos mismos obstáculos que me habíaplanteado A. R. Woresley hacía unashoras. Dejé que lo vomitara todo, hastael final. Entonces jugué mi as deespadas.

—La última vez que estuvimosjuntos te conté la historia de mistravesuras parisinas —dije—. ¿Lorecuerdas?

—Los fantásticos polvos del

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escarabajo vesicante. No he dejado depensar lo maravilloso que hubiera sidoque te hubieras traído unos pocos.

—Me los traje.—¿En serio?—Usando solamente lo que cabe en

una cabeza de alfiler cada vez, cincolibras de polvo duran muchísimotiempo. Me queda aproximadamente unalibra todavía.

—Entonces, ¡ésta es la respuesta! —exclamó batiendo palmas.

—Ya lo sé.—¡Pásales un poco de polvo, y nos

darán mil millones de sus bichitosinquietos cada vez!

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—Utilizándote a ti como cebo.—Oh, claro que seré el cebo —dijo

—. Les tentaré hasta que se mueran deganas. ¡Hasta los más ancianos podránproporcionamos su simiente! Enséñameesos polvos mágicos.

Cogí la famosa caja de galletas y laabrí. Había tres centímetros de polvosen el fondo de la lata. Yasmin hundió undedo y se llevó el polvo a la boca. Se loimpedí sujetándola por la muñeca.

—¿Estás loca? —grité—. ¡Pegadasa la piel del dedo tienes como mínimoseis dosis!

Sin soltarle la muñeca la conduje albaño y le puse el dedo bajo el grifo.

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—Quiero probarlo —dijo ella—.Anda, cariño, dame un poquitín.

—Dios mío —dije—. ¿Tienes ideade los efectos que produce?

—Sí, tú mismo me lo has explicado.—Si quieres ver cómo funciona,

espera a mañana, cuando se los demos aA. R. Woresley.

—¿Mañana?—Seguro —dije.—¡Yuupi! ¿A qué hora?—Mañana tienes que conseguir que

el viejo Woresley eyacule, y meayudarás a ganar mi apuesta —dije—.Así conseguiremos que se una anosotros. Woresley, tú y yo, seremos un

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gran equipo.—Me gusta —dijo—. Haremos que

el mundo se estremezca.—Haremos mucho más que eso.

Conseguiremos que se estremezcan hastalas testas coronadas de toda Europa.Pero antes, tenemos que conseguir quesea Woresley el que se estremezca.

—Tiene que ser un momento en elque esté solo.

—Eso es fácil. Todas las tardes estásolo en el laboratorio de cinco y mediaa seis y media. Luego se va a su casa acenar.

—¿Y cómo tengo que dárselos? —preguntó—. Me refiero a los polvos.

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—Dentro de una trufa. Dentro de unadeliciosa trufa de chocolate. Tiene queser muy pequeña, para que se la metaentera en la boca de una vez.

—¿Y podrías explicarme dóndevamos a encontrar hoy en día esasdeliciosas y pequeñas trufas dechocolate? —preguntó ella—. Pareceque hayas olvidado que ha habido unaguerra.

—Ahí está la gracia —dije—. A. R.Woresley no debe haber probado unsolo pedacito decente de chocolatedesde 1914. Se lo tragará sin pensarlo.

—Pero, ¿tienes chocolate?—Aquí mismo —respondí—. El

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dinero lo puede todo.Abrí un cajón y saqué una caja de

trufas de chocolate. Todas eranidénticas. Cada una de ellas tenía eltamaño de una canica. Me las habíavendido Prestat, la prestigiosachocolatería de Oxford Street, enLondres. Cogí una de las trufas y, con unalfiler, le hice un agujero. Ensanché unpoco el agujero. Luego usé la cabeza delmismo alfiler para calcular una dosis depolvo de escarabajo vesicante. Laintroduje por el agujero. Medí unasegunda dosis. Y también la metí por elagujero.

—¡Eh! —dijo Yasmin—. ¡Has

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puesto dos dosis!—Ya lo sé. Quiero estar

absolutamente seguro de que Mr.Woresley eyacula.

—A lo mejor con una dosis tanfuerte se le hace un nudo.

—Lo superará.—¿Y yo?—Creo que sabrás cuidarte de ti

misma —dije. Apreté el chocolate paratapar el agujero. Luego clavé el palo deuna cerilla en esa trufa—. Te daré dostrufas —añadí—. Una para ti y otra paraél. La suya es la que tiene la cerillaclavada.

Metí las trufas en una bolsa de papel

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y se la di. Estuvimos discutiendodetalladamente los planes para labatalla.

—¿Se pondrá violento? —preguntóella.

—Un poquitín.—¿Y dónde voy a encontrar esa

cosa de la que hablabas?Fui a buscar la cosa en cuestión.

Jasmin la examinó para asegurarse deque se encontraba en buen estado, yluego se la guardó en el bolso.

—¿Todo listo?—Sí —dijo ella.—No te olvides que esta vez será un

ensayo completo para los otros encargos

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que te haré más adelante. Aprende todolo que puedas.

—Ojalá supiera judo.—No te pasará nada.La llevé otra vez en coche a Girton y

la acompañé hasta que cruzó sana ysalva las puertas del College.

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11Ahora nos trasladamos a las cinco ymedia de la tarde del día siguiente. Yome encontraba confortablementetumbado en el suelo, detrás de unosarchivadores del laboratorio de A. R.Woresley. Había pasado gran parte deldía entrando y saliendo del laboratorio,como quien no quiere la cosa,reconociendo el terreno y separandogradualmente los archivadores de lapared hasta hacer un hueco lo bastantegrande como para esconderme en él.También dejé un espacio de un par decentímetros entre dos de esos

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archivadores para poder mirar a travésde él y obtener una excelentepanorámica del laboratorio. A. R.Woresley trabajaba habitualmente alotro extremo de la sala, a unos seismetros de donde yo me encontraba. Eneste momento se hallaba precisamenteallí. Estaba tonteando con un portatubosy con una pipeta llena de un líquido azul.Hoy no llevaba el delantal blanco queusaba normalmente. Estaba en mangasde camisa y pantalones de franela gris.Sonaron unos golpecitos en la puerta.

—¡Entre! —gritó sin levantar lavista.

Entró Yasmin. No le había dicho a

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ella que yo estaría mirándolo todo. ¿Porqué razón no hubiera debido hacerlo?Pero un general debe siempre vigilar asus tropas durante la batalla. Lamuchacha estaba cautivadora con suvestido de algodón estampado que ceñíaperfectamente su magníficasuperestructura, y con ella entró en lasala aquella esquiva aura de lujuria ylascivia que la seguía como una sombradondequiera que fuese.

—¿Es usted Mr. Woresley?—Sí, soy Woresley —dijo él, sin

levantar todavía la vista—. ¿Quéquiere?

—Perdóneme por entrar así a

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molestarle, Mr. Woresley —dijo ella—.No soy química, sino bióloga.Estudiante de biología. Pero he topadocon un problema bastante difícil que esmás químico que biológico. Hepreguntado a todo el mundo, pero no haynadie capaz aparentemente de darme lasolución. Todos han dicho que usted erael más indicado.

—Que yo era el más indicado, ¿eh?—dijo A. R. Woresley en tono desatisfacción. Siguió midiendometiculosamente el líquido azul quetomaba de un vaso de precipitados e ibaintroduciendo con la pipeta en los tubosde ensayo—. Permítame terminar esto

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—añadió.Yasmin se quedó quieta, mirando y

estudiando su víctima.—Vamos a ver, jovencita —dijo A.

R. Woresley dejando la pipeta yvolviéndose por primera vez—. ¿Quéera lo que…?

A mitad de la frase se quedópetrificado. Boquiabierto y con los ojosdilatados y redondos como mediascoronas, la miró estupefacto. Luegoapareció la punta de su lengua bajo lascerdas de sus bigotes teñidos de nicotinay empezó a deslizarse muy húmeda porsus labios. Para un hombre que habíavisto poco más que las chicas de Girton

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y su propia y diabólica hermana enmuchísimos años, Yasmin debióparecerle grandiosa como la creación,fresca como el primer amanecer,milagrosa como el espíritu caminandosobre las aguas. Pero se recobrórápidamente.

—¿Quería preguntarme alguna cosa,joven?

Yasmin había preparado unapregunta muy brillante. Ya no recuerdoexactamente de qué se trataba, pero séque tenía que ver con un tema en el quela química (la especialidad deWoresley) y la biología (la especialidadde ella) se entremezclaban de la forma

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más compleja posible, y para la quehabía que saber mucha química a fin deencontrar la solución. La respuesta sólopodía darse con una complejaexplicación cuya exposición requeriría,con tal perfección lo había calculadoella, nueve minutos, o quizás algo más.

—Es una pregunta fascinante —dijoA. R. Woresley—. Vamos a ver cuálsería la mejor manera de responderla.

Cruzó la sala hacia una pizarra queestaba fijada en una de las paredes dellaboratorio. Cogió una tiza.

—¿Quiere una trufa? —dijo Yasmin.Llevaba la bolsa de papel en la mano, ycuando Woresley se volvió introdujo

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una de las trufas en su propia boca.Cogió la otra trufa y, sosteniéndola conla punta de los dedos, se la alargó aWoresley.

—¡Por todos los dioses! —dijo él—. ¡Qué oferta tan extraordinaria!

—Está deliciosa —dijo ella—.Pruébela.

A. R. Woresley la aceptó y estuvolamiéndola y haciéndola rodar por suboca hasta que por fin se decidió amasticarla y tragársela.

—Fabulosa —dijo—. Muy amablede su parte.

Tomé nota de la hora en mi relojjusto en el momento en que la trufa

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descendía por su gaznate. Vi que Yasminhacía lo mismo. Qué chica tan sensata.A. R. Woresley estaba delante de lapizarra e inició una larga explicaciónescribiendo con tiza un buen montón deespléndidas fórmulas químicas. Yo no leescuché. Contaba los minutos. Y lomismo hacía Yasmin. Apenas apartabalos ojos de su reloj de pulsera.

Siete minutos…Ocho minutos…Ocho minutos y cincuenta

segundos…¡Nueve minutos! Y, justo en ese

momento, la mano que sostenía la tizafrente a la pizarra dejó repentinamente

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de escribir. A. R. Woresley se quedórígido.

—Mr. Woresley —dijo Yasmin consu característica brillantez, midiendoexactamente el momento adecuado—,me pregunto si no le importaría darme suautógrafo. Es usted el único catedráticode ciencias que no me ha dado suautógrafo para mi colección.

Yasmin le estaba ofreciendo unapluma y una hoja de papel con elmembrete oficial del Departamento deCiencias Químicas.

—¿Qué es esto? —tartamudeó élllevándose la mano al bolsillo de lospantalones antes de volverse hacia ella.

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—Aquí, por favor —dijo Yasminseñalando con un dedo hacia la mitad dela hoja, tal como yo le había dicho quehiciera—. Su autógrafo. Soycoleccionista. El suyo será el mejortesoro de mi colección.

Para poder coger la pluma, A. R.Woresley tuvo que sacarse la mano delbolsillo. Su imagen era sumamentecómica. El pobre hombre ponía lamisma cara que si tuviera una serpienteviva dentro de sus pantalones. Y se pusoa dar saltitos sobre las puntas de lospies.

—Aquí, por favor —dijo Yasmin,que seguía señalando la hoja—.

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Después lo pegaré en mi álbum, junto alos demás.

Con la mente ofuscada por pasionescada vez más intensas, A. R. Woresleyfirmó. Yasmin dobló la hoja y se laguardó en el bolso. A. R. Woresley seagarró al borde de la mesa dellaboratorio con ambas manos. Empezó amecerse hacia todos los lados, como siel laboratorio estuviese dentro de unbarco asediado por la tempestad. Teníala frente húmeda de sudor. Recordéentonces que le había suministrado unadosis doble. Creo que Yasmin estabarecordando lo mismo, porque retrocediódos pasos y se fortificó en espera del

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inminente ataque.Lentamente, A. R. Woresley giró la

cabeza y la miró. Los polvos estabanactuando y en su mirada había unadestello de demencia.

—Yo… mmm…, yo…, yo…—¿Ocurre algo malo, Mr.

Woresley? —dijo con dulzura Yasmin—. ¿Se encuentra bien?

Él se aferró a la mesa y mantuvo susojos fijos en ella. Ahora el sudor leempapaba todo el rostro y le caía en elbigote.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dijoYasmin.

Un ridículo gorgoteo brotó de la

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garganta de A. R. Woresley.—¿Quiere que le traiga un vaso de

agua? —preguntó ella—. ¿Prefiere unfrasquito de sales?

Pero él seguía allí, agarrado a lamesa, agitando la cabeza y haciendoaquellos ridículos ruidos gorgoteantes.Tuve la sensación de estar viendo a untipo al que se le hubiese clavado unaespina de pescado en la garganta.

De repente soltó un tremendobramido y corrió hacia la muchacha. Lacogió por los hombros con las dosmanos e intentó derribarla al suelo, peroella se echó atrás, fuera de su alcance.

—¡Ajá! —dijo ella—. ¿Así que es

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eso lo que le inquietaba, eh? Pues no haypor qué avergonzarse de ello, señor mío.

Le habló con una voz más fría quemil pepinos.

Él volvió a atacarla con los brazosextendidos, tratando de clavarle susgarras, pero ella era muy ágil y se leescapaba siempre.

—Espere un segundo —dijo ellaabriendo su bolso y sacando la cosa decaucho que le había dado yo la nocheanterior—. Estoy totalmente dispuesta adivertirme un rato con usted, Mr. W.,pero sería terrible que alguien pillaraunas purgaciones, de modo que, seabuen chico, estése quietecito, y deje que

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le ponga este impermeable.Pero a A. R. Woresley no le

interesaba un rábano lo delimpermeable. No tenía intención dequedarse quieto. Creo que no hubierapodido estarse quieto aunque hubiesequerido. Desde mi punto de vista,resultaba interesante observar loscuriosos efectos que producía una dosisdoble en un hombre. Ante todo, le hacíadar grandes saltos. Saltaba una y otravez como un apasionado de la calistenia.Y no dejaba de hacer aquellos absurdosgorgoteos. Y hacía girar los brazos sinparar como si fueran las aspas de unmolino. Y el sudor no cesaba de correr

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por su cara. Mientras, Yasmin sededicaba a bailar a su alrededor,sosteniendo la ridicula cosa de cauchocon ambas manos y gritándole:

—¡Estése quieto, Mr. Woresley! Novoy a permitir que se acerque a menosque se ponga esto.

Me parece que él ni llegó a oírla. Yaunque estaba evidentemente loco delujuria, daba también la impresión deestar pasándoselo muy mal. Saltaba, alparecer, porque se le estabaproduciendo una irritación exagerada.Algo le escocía. Le escocía tanto que nopodía parar quieto. En las carreras degalgos, para conseguir que los perros

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corran más, suelen insertarles un pocode jengibre por el recto y el perro correque se las pela con intención de alejarsedel terrible escozor que siente detrás. Enel caso de A. R. Woresley el escozorafectaba a otra parte de su cuerpo, y eldolor le hacía saltar y brincar por todoel laboratorio, al tiempo que se decía así mismo, o eso parecía al menos, quesólo una mujer podría librarle de aquelterrible escozor. Pero la desdichadamujer era mucho más rápida que él. Noconseguía atraparla. Y el escozor eracada vez más fuerte.

De repente, utilizando las dosmanos, se rasgó la parte delantera de los

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pantalones y una docena de botones seesparcieron tintineantes por toda la sala.Dejó caer los pantalones, pero se leatascaron en los tobillos. Trató desacárselos de una patada, pero no pudohacerlo porque todavía llevaba loszapatos puestos.

Con los pantalones en los tobillos,A. R. Woresley se quedó temporal peroeficazmente paralizado. No podíacorrer. Ni siquiera podía caminar.Yasmin comprendió que ahí estaba suoportunidad y la aprovechó. Sezambulló hacia la erecta y temblorosavara que asomaba a través de la raja delos calzoncillos, la agarró con la mano

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derecha y la sostuvo con la mismafirmeza que si se tratara de una raquetade tenis. Ahora ya lo tenía. Él empezó abramar más fuerte incluso.

—¡Cállese, por Dios —dijo ella—,o pronto tendremos aquí a toda launiversidad! ¡Y estése quieto, a ver sipuedo meterle esta maldita goma!

Pero A. R. Woresley estaba sordopara todo lo que no fuera sus fieros yfundamentales deseos. Eraabsolutamente incapaz de estarse quieto.Aún paralizado por los pantalones a laaltura de los tobillos, siguió dandosaltos y agitando los brazos y bramandocomo un toro. Para Yasmin aquello

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debió ser tan difícil como tratar deenhebrar la aguja de una máquina decoser en pleno funcionamiento.

Al final Yasmin perdió la pacienciay vi que con la mano derecha, la quesujetaba, por decirlo así, el mango de laraqueta de tenis, hacía un malévolo yrápido movimiento de torsión. Era comosi estuviera devolviendo la pelota conun fuerte revés, tras recibir una volea amedia altura, con un veloz giro de lamuñeca a fin de dar efecto al golpe. Fueun malévolo movimiento de torsión,efectivamente, un golpe victorioso sinduda, porque la víctima soltó un aullidoque hizo temblar sonoramente hasta el

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último tubo de ensayo que había en ellaboratorio. Le dejó paralizado de piesa cabeza durante cinco segundos, justoel tiempo suficiente para que ella lepusiera el capirote de caucho y luegosaltara atrás, lejos de su alcance.

—¿No podría usted calmarse unpoquitín ahora? —dijo ella—. Esto noes una corrida de toros.

Él estaba ahora sacándoseviolentamente los zapatos y lanzándolosal otro extremo de la sala, y cuando sesacudió los pantalones de una patada yrecobró la libertad de movimientos,Yasmin debió imaginar que por fin habíallegado el momento de la verdad.

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Y, efectivamente, había llegado.Pero no sacaríamos ningún provecho dela descripción del brutal zarandeo quese produjo a continuación. No hubointermedios, pausas ni tiempo dedescanso. El vigor que la dosis doble depolvos de escarabajo vesicante habíainfundido a aquel hombre eraasombroso. Se lanzó sobre ella como sise tratase de una carretera con el piso enmuy mal estado y estuviera tratando dealisar los baches a golpes. Le hizocabecear a proa y a popa. Le hizoescorarse a babor y estribor, y aun así,todavía le quedaban fuerzas para cargarde nuevo y seguir disparando pese a que

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a esas alturas debía tener el cañón alrojo vivo. Dicen que los antiguospobladores de las islas Británicasconseguían fuego haciendo girar la puntade un palo muy deprisa y durante muchotiempo contra un bloque de madera. Nome hubiera sorprendido en lo másmínimo ver salir humo de los luchadoresque se debatían en el suelo.

Mientras todo esto continuaba,aproveché la oportunidad para sacarlápiz y papel y tomar algunas notas parafuturas consultas:

Nota primera: Debemosesforzarnos siempre para lograr

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que Yasmin se enfrente al sujetodel experimento en unahabitación en la que haya unacama o un sillón o como mínimouna alfombra en el suelo. Se trataindudablemente de una chicafuerte y resistente, pero trabajarsobre una superficie de maderadesnuda en circunstanciasexcepcionalmente duras, como leocurre ahora, es tener quepasárselo francamente mal. Talcomo van las cosas, no seríaextraño que sufriera algunalesión en la región lumbar oincluso una luxación en la pelvis.

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¿Y adónde iría entonces a pararnuestro ingenioso plan, tra-la-la?

Nota segunda: Nunca se debeadministrar más de una dosis anadie. Un cantidad excesiva depolvos produce una irritaciónexagerada en las partes vitales yhace que la víctima sufra algomuy parecido al baile de sanVito. Esto hace que Yasmin seacasi incapaz de colocaradecuadamente el depósito desemen sin recurrir a algunatrampa. Las dosis excesivashacen además que la víctima

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brame, hecho que podría crearcircunstancias embarazosas si laesposa de la víctima, la Reina deDinamarca, por ejemplo, o lamujer de Bernard Shaw,estuvieran tranquilamentesentadas en la habitacióncontigua haciendo calceta.

Nota tercera: Es precisoinventar algún medio paraayudar a Yasmin a salir dedebajo y hacer un paquete con elprecioso esperma lo antesposible una vez la mercancíahaya quedado depositada en la

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bolsa. Estos diabólicos polvosdel escarabajo vesicante, inclusoadministrados sin exageración,podrían fácilmente provocar queun viejo de noventa años sepasara dos horas y hasta másdándole al asunto. Y, aparte delas incomodidades que Yasminpudiera padecer, es vital que losbichitos puedan ser introducidosrápidamente en el congelador,mientras todavía están frescos.Basta mirar, por ejemplo, albueno de Woresley en estemomento. Sigue moliéndola apesar de que ya ha entregado la

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mercancía al menos seis vecesseguidas. En el futuro es posibleque baste con aplicar en lasnalgas un brusco pinchazo con unalfiler de sombrero.

Entretanto, en el suelo dellaboratorio, Yasmin no tenía a manoninguna aguja de sombrero, y aún hoydía ignoro qué fue exactamente lo que lehizo a A. R. Woresley para que en aquelmomento soltara otro de sus horriblesaullidos y se quedara repentinamentecongelado. Tampoco quiero saber qué lehizo, porque no me interesa en lo másmínimo. Sin embargo, fuera lo que fuese,

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estoy seguro de que una buena chicacomo ella no se lo hubiera hecho a unbuen hombre como él de no haber sidoabsolutamente necesario. Sin sabercómo, vi a Yasmin que se ponía en pie ysalía corriendo hacia la puerta con eltrofeo de la victoria en la mano. Estuvea punto de levantarme y aplaudirla en sumutis. ¡Qué actuación! ¡Qué éxito tanrotundo! La puerta se cerró de golpe yella desapareció.

Inmediatamente, el laboratorio sequedó en silencio. Vi cómo A. R.Woresley recobraba fuerzas y selevantaba lentamente del suelo. Sequedó unos instantes aturdido y

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bamboleante. Parecía que acabasen deatizarle un golpe en la cabeza con unbate de cricket. Se fue a trompiconeshacia el fregadero y empezó a salpicarsela cara con agua, y mientras lo hacía,salí reptando de mi escondrijo y me fuide puntillas hacia la puerta, que cerrésuavemente tras de mí.

No había señales de Yasmin en elpasillo. Yo le había dicho quepermanecería sentado en mishabitaciones de Trinity mientras durasela experiencia, de modo que lo másprobable era que en este momentoestuviera dirigiéndose hacia allí. Salíapresuradamente, subí raudo a mi

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automóvil y fui del Edificio de Cienciasa mi College dando un rodeo a fin de noencontrármela por el camino. Aparquéel automóvil y subí a esperar a mishabitaciones.

Pocos minutos después llegóYasmin.

—Dame un trago —pidióatravesando la sala en dirección a unsillón. Noté que caminaba como situviera las piernas estevadas y tratase deevitar los movimientos bruscos.

—Pareces el mensajero que acabade llevar la buena nueva de Ghent a Aix,montando un caballo a pelo —dije.

Ella no me contestó. Le serví cuatro

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dedos de gin y añadí un centímetrocúbico de jugo de lima. Yasmin dio unbuen trago de aquella espléndida copa ydijo:

—Uuff, ahora me siento mejor.—¿Qué tal te ha ido?—Le dimos una dosis ligeramente

excesiva.—Me lo temía —dije.Abrió el bolso y sacó aquella

repulsiva cosa de caucho que habíatenido la buena idea de cerrar con unnudo en su extremo abierto.

Y luego me entregó la hoja de papelcon membrete que llevaba la firma de A.R. Woresley.

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—¡Fantástico! —exclamé—. ¡Lo hasconseguido! ¡Ha ido todo bien! ¿Te hasdivertido?

Su respuesta me dejó perplejo:—De hecho, sí. Me he divertido

bastante —dijo.—¿Sí? ¿No actuó con demasiada

brutalidad?—Ha tenido tal actuación, que

comparados con él, todos los hombrescon los que me había acostado pareceneunucos —dijo.

Su frase me hizo reír.—Tú incluido —dijo.Dejé de reír.—Así es —dijo suavemente,

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tomando otro trago de gin— comoquiero que se comporten todos loshombres conmigo de ahora en adelante.Exactamente así.

—Pero, ¿no has dicho que la dosisha sido excesiva?

—Sólo un poquitín —dijo—. Nopodía pararle. Era absolutamenteinagotable.

—¿Cómo te las has arreglado parafrenarle?

—A ti no te importa.—¿Crees que te sería útil un alfiler

de sombrero la próxima vez?—Eso es una buena idea —dijo—.

Llevaré un alfiler de sombrero. Pero

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preferiría que les diéramos la dosisadecuada, así no tendría que usarlo.

—Calibraremos con más exactitud.—En realidad, preferiría no tener

que clavar alfilerazos en el trasero delrey de España, ¿no sé si me entiendes?

—Te entiendo, te entiendo.—Me gustaría despedirme

amistosamente de ellos.—¿Y esta vez no ha podido ser?—No exactamente, no —dijo ella

con una leve sonrisa.—Bien hecho, de todos modos —

dije—. Lo has conseguido.—No puedes imaginarte lo gracioso

que estaba —dijo—. Ojalá hubieses

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podido verle. No paraba de dar brincos.Tomé la hoja con la firma de A. R.

Woresley y la puse en mi máquina deescribir. Me senté y mecanografié elsiguiente texto justo encima de la firma:

Certifico por la presente que en eldía de hoy, a 27 de marzo de 1919, heentregado personalmente ciertacantidad de mi propio semen a OswaldCornelius, Presidente del HogarInternacional del Semen, Cambridge,Inglaterra. Deseo que este semen seaalmacenado indefinidamente,utilizando la revolucionaria técnicaWoresley, recientemente descubierta, y

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acepto además que el anteriormentecitado Oswald Cornelius utilice encualquier momento partes de estesemen para fecundar hembrasseleccionadas de gran calidad a fin dediseminar mi propia línea hereditariapor todo el mundo, en beneficio de lasgeneraciones futuras.

Firmado, A. R. WORESLEY,Doctor en Química

Universidad de Cambridge

Le enseñé el texto a Yasmin.—Evidentemente, en el caso de

Woresley no tiene ninguna utilidad —

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dije— porque no vamos a poner susimiente en el congelador. Pero, apartede este detalle, ¿qué te parece?¿Quedará bien con la firma de reyes ygenios?

Ella lo leyó detenidamente.—Está bien —dijo—. Funcionará

perfectamente.—He ganado mi apuesta —exclamó

—. Ahora Woresley tendrá quecapitular.

Ella permaneció sentada, sorbiendosu gin. Estaba relajada yasombrosamente tranquila.

—Tengo la extraña sensación —dijo— de que este plan acabará funcionando

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bien. Al principio parecía ridículo. Perono veo ahora ningún obstáculo capaz dedetenernos.

—Nada podrá detenernos —sentencié—. Siempre te saldrás con latuya, con la única condición de quetengas acceso al hombre en cuestión ypuedas darle los polvos.

—Son verdaderamente fantásticos.—Lo comprobé en París.—¿Crees que a alguno de los más

ancianos podría darles un ataque alcorazón?

—Claro que no —dije, pese a queyo también había estado preguntándomelo mismo.

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—No querría dejar tras de mí unaestela de cadáveres. Sobre todotratándose de los de hombres famosos eimportantes.

—No pasará nada —dije—. No tepreocupes.

—Por ejemplo, Alexander GrahamBell —dijo—. Según me dijiste, en estemomento tiene setenta y dos años.¿Crees que él podría soportarlo?

—Es más fuerte que un roble —dije—. Todos los grandes hombres lo son.Pero, para tranquilizarte, te diré lo queharemos. Regularemos la dosis deacuerdo con la edad. Menos polvoscuanto más viejos sean.

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—De acuerdo —dijo—. Es unabuena idea.

Me llevé a Yasmin a cenar unespléndido banquete en el Blue Boar. Selo merecía. Luego la devolví sana ysalva a Girton.

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12A la mañana siguiente, cargado con lacosa de caucho y la carta firmada, me fuia buscar a A. R. Woresley. En elEdificio de Ciencias me dijeron queaquella mañana no había comparecido.Así que tomé el automóvil, me fui a sucasa y llamé al timbre. Salió a abrir lapuerta su diabólica hermana.

—Arthur se encuentra indispuesto —dijo.

—¿Qué tiene?—Se cayó de la bicicleta.—Vaya por Dios.—Cuando regresaba a casa de

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noche, chocó contra un buzón decorreos.

—No sabe cuánto lo siento. ¿Estámuy malherido?

—Tiene todo el cuerpo lleno demoretones.

—Espero que no se haya roto nada.—Bueno —dijo, y en su voz había

un dejo de amargura—, al menos no seha roto ningún hueso.

Santo Dios, pensé. Oh, Yasmin.¿Qué le hiciste?

—Hágame el favor de transmitirlemis más sinceras condolencias —dije. Yme fui.

Al día siguiente Woresley,

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magullado y frágil, se presentó atrabajar.

Esperé a que se encontrara solo enel laboratorio, y entonces le pusedelante de los ojos la página con elmembrete del Departamento de Químicacon el texto que yo habíamecanografiado encima de su firma.Dejé caer alrededor de mil millones deespermatozoides suyos (ahora yamuertos) en la mesa de trabajo, y le dije:

—He ganado la apuesta.Él se quedó mirando fijamente

aquella obscena cosa de caucho. Leyó lacarta y reconoció la firma.

—¡Maldito estafador! —exclamó—.

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¡Me hizo trampa!—Y usted violó a una dama.—¿Quién ha mecanografiado esto?—Yo.Se quedó quieto, encajando el golpe.—De acuerdo —dijo—. Pero, ¿qué

fue lo que me pasó? Me volvícompletamente loco. En nombre deDios, ¿qué fue lo que hizo conmigo?

—Se tomó una dosis doble decantharis vesicatoria sudanii —dije—.Polvos de escarabajo vesicante. ¿Fuerte,eh?

Se quedó mirándome de hito en hito,y poco a poco su rostro se iluminó alcomprenderlo todo.

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—Así que eso es lo que era…Dentro de la condenada trufa, ¿no?

—Naturalmente. Y si usted se lotragó, también lo harán el rey deBélgica, el príncipe de Gales, Mr.Joseph Conrad y todos los demás.

Woresley empezó a caminar de unlado a otro del laboratorio, con pasoscautelosos.

—Ya le dije una vez, Cornelius, queme parecía usted un tipo muy pocoescrupuloso.

—Nada escrupuloso —asentísonriendo.

—¿Sabe lo que me hizo esa mujer?—Puedo adivinarlo.

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—¡Es una bruja! ¡Es… un vampiro!¡Es repugnante!

—Pues parece que a usted le gustóbastante —dije señalando la cosa decaucho que seguía sobre la mesa.

—¡Estaba drogado!—La violó. La violó como un

animal. Usted sí que se comportó deforma repugnante.

—Fue por culpa del escarabajovesicante.

—Naturalmente —dije—. Perocuando Marcel Proust la viole como unanimal, o cuando lo haga el rey Alfonsode España, ¿sabrán que han tomadopolvos de escarabajo vesicante?

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Woresley no contestó.—Desde luego que no —dije—. Se

preguntarán seguramente qué diablospudo pasarles, igual que usted. Perojamás sabrán la respuesta y al finaldeducirán que todo fue cosa de la chicay sus maravillosos atractivos. Ésa es laúnica explicación que le encontrarán.¿No cree?

—Bueno…, sí.—Se sentirán muy violentos al ver

que la han violado, lo mismo que usted.Estarán muy contritos, como usted.Querrán que nadie sepa nada de loocurrido, como usted. En otras palabras,no nos crearán ningún problema. Nos

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largaremos con el precioso esperma y elpapel firmado, y ahí se acabará todo.

—Es usted un bribón de primera,Cornelius. Un redomado sinvergüenza.

—Ya lo sé —dije, volviendo asonreír. Pero mi argumentación tenía unalógica irrefutable. El plan era perfecto.A. R. Woresley, que no era ningúnnecio, empezaba a comprenderlo. Le videbilitarse.

—¿Y esa chica? —dijo—. ¿Quiénera?

—Es el tercer miembro de nuestraorganización. Es nuestro cebo oficial.

—Menudo cebo —dijo.—Por eso la elegí.

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—Me sentiré muy violento,Cornelius, si tengo que volver a verla.

—No pasará —dije—. Es una granmuchacha. Le gustará mucho a usted. Aella también le gusta usted, Woresley.

—Y un pimiento. ¿Por qué lo dice?—Me dijo que fue usted indiscutible

y absolutamente el mejor. Dijo que apartir de ahora querría que todos loshombres actuaran como usted.

—¿Dijo eso? ¿Es cierto que dijoeso, Cornelius?

—Palabra por palabra.A. R. Woresley resplandeció.—Dijo que en comparación con

usted, todos los demás hombres parecen

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eunucos —dije para remachar el clavo.Todo el rostro de A. R. Woresley

estaba radiante de placer.—¿No me estará tomando el pelo?—Pregúnteselo usted mismo cuando

la vea.—Bien, bien, bien —dijo, radiante y

retorciéndose ligeramente su horriblebigote con los dedos—. Bien, bien, bien—volvió a decir—. ¿Y le importa que lepregunte cómo se llama esa notablejovencita?

—Yasmin Howcomely. Es mediopersa.

—Interesantísimo.—Debió portarse usted

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fantásticamente —dije.—Tengo mis momentos, Cornelius

—dijo—. Sí, es cierto. Tengo mismomentos.

Parecía haberse olvidado de lo delescarabajo vesicante. Quería todo elmérito para sí, y dejé que así fuera.

—Se muere por volver a estar conusted.

—Espléndido —dijo frotándose lasmanos—. ¿Y dice que ella tambiénformará parte de nuestra pequeñaorganización?

—Desde luego. A partir de ahora laverá a menudo.

—Bien —dijo—. Muy, muy bien.

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Y fue así como A. R. Woresleyingresó en la empresa. Así de fácil.Además, era un hombre de palabra.

Accedió a aplazar la publicación desu descubrimiento.

Accedió a ayudarnos a Yasmin y amí en todo lo que fuera preciso.

Accedió a construirnos un depósitoportátil de nitrógeno líquido para poderllevárnoslo en nuestros viajes.

Accedió a darme instrucciones sobreel método exacto a seguir para diluir elsemen escogido y repartirlo en dosispara su congelación.

Yasmin y yo seríamos los viajantes ylos recolectores.

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A. R. Woresley permanecería en supuesto de Cambridge, pero al mismotiempo prepararía, en un lugar adecuadoy con las dimensiones adecuadas, lainstalación secreta del gran congeladorcentral de nuestro Hogar del Semen.

Yo proporcionaría generosos fondospara todo. Pagaría todos los gastos deviajes, hoteles, etc., mientras Yasmin yyo viajáramos.

Y proporcionaría a Yasmin unacantidad en concepto de gastos losuficientemente amplia para que pudieraadquirir un vestuario soberbio.

Todo era directo y sencillo.Dejé la universidad y Yasmin hizo

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lo propio.Encontré y compré una casa no lejos

del lugar donde vivía A. R. Woresley.Era un edificio vulgar de ladrillo rojo,con cuatro dormitorios y dos salonesbastante grandes. Algún constructor delImperio, retirado muchos años atrás,había tenido la ocurrencia de bautizarlacon el nombre de «Dunroamin».[5] Y«Dunroamin» sería la oficina central denuestro Hogar. Aquí viviríamos Yasminy yo durante el período preparatorio, yaquí instalaría su laboratorio secreto A.R. Woresley. Gasté mucho dineroequipando el laboratorio con aparatospara la obtención de nitrógeno líquido,

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mezcladores, microscopios y todo lonecesario. Amueblé la casa. Yasmin yyo nos mudamos a ella. Pero a partir deahora nuestras relaciones fueronsolamente de negocios.

Al cabo de un mes, A. R. Woresleyhabía construido nuestro depósitoportátil de nitrógeno líquido. Teníadoble pared al vacío de aluminio, grannúmero de bandejitas y demás artilugiospara los pequeños recipientes de semen.Tenía el tamaño de una maleta grande, yademás parecía serlo, porque estabaforrada por fuera de piel. Una segundamaleta, más reducida, conteníadepartamentos para el hielo, un

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mezclador manual y botellas para laglicerina, la clara de huevo y la lechedesnatada. Además llevaba unmicroscopio para comprobar la potenciadel semen recién recolectado. Todo fuepreparado con meticuloso cuidado.

Finalmente, A. R. Woresley sedispuso a construir el Hogar de Semenen la bodega de la casa.

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13A primeros de junio de 1919 estábamoscasi listos para ponernos en marcha.Digo casi porque todavía no estábamosde acuerdo en la lista de nombres.¿Quiénes debían ser los grandeshombres del mundo que serían honradospor una visita de Yasmin y —como unavaga sombra en el fondo— mía? Lostres celebramos en «Dunroamin» variasreuniones para discutir este espinosoproblema. Los reyes no lo constituían,pues queríamos incluirlos a todos. Loprimero que hicimos fue una lista dereyes:

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REYALBERTO DEBÉLGICA

edad actual 45 años

REY BORISDEBULGARIA

" " 25 "

REYCHRISTIANDEDINAMARCA

" " 49 "

REYALEJANDRODE GRECIA

" " 23 "

REY VÍCTOREMMANUELDE ITALIA

" " 50 "

REY HAAKONDE NORUEGA " " 47 "

REYFERNANDODE RUMANIA

" " 54 "

REY

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ALFONSO DEESPAÑA

" " 33 "

REYGUSTAVO DESUECIA

" " 61 "

REY PEDRODEYUGOSLAVIA

" " 75 "

Los Países Bajos quedabandescartados, porque tenían una reina.Portugal también, porque la monarquíahabía sido derribada del trono en 1910por una revolución. Y no valía la penaperder el tiempo con Monaco. Quedabanuestro propio rey, Jorge V. Después delargos debates, decidimos dejartranquilo al viejo. Hubiera sido mucho

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jaleo en nuestro mismo portal parapoder trabajar cómodamente, y encualquier caso yo tenía planes parautilizarle en otro sentido muy diferente,tal como comprobarán ustedes enseguida. Sin embargo, decidimos incluiren la lista a Eduardo, Príncipe de Gales,como posible suplente. Unacombinación de Yasmin y los polvos delescarabajo vesicante le enrolarían encuanto lo estimásemos necesario. Esmás, ella sentía urgentes deseos deapuntarlo.

La lista de grandes hombres y geniosfue de más difícil confección. Algunos,como por ejemplo Puccini y Joseph

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Conrad y Richard Strauss, eran nombresevidentes. Y lo mismo ocurría conRenoir y Monet, dos candidatos bastanteancianos que debíamos visitarevidentemente lo antes posible. Peroesto era sólo el principio. Teníamos quedecidir qué grandes hombres ypersonajes famosos de aquel momento(1919) seguirían siendo grandes yfamosos al cabo de diez, veinte y hastacincuenta años.

Había además otro grupo muydifícil, el de los jóvenes que en aquelmomento sólo eran relativamentefamosos, pero que parecían tenerposibilidades de llegar a ser grandes

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hombres en el futuro. Esta parte delasunto era un poco como un juego. Eratambién cuestión de discernimiento yjuicio acertado. ¿Llegaría, por ejemplo,el joven James Joyce, que teníasolamente treinta y siete años, a serconsiderado como un genio por lasgeneraciones futuras? Yo votéafirmativamente. Lo mismo hizo A. R.Woresley. Yasmin ni siquiera habíaoído hablar de él. Le pusimos en la listapor dos votos contra uno.

Al final, decidimos hacer dos listasdistintas. La primera, con los nombresde máxima prioridad. La segunda, conlos presuntos candidatos a la fama. No

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empezaríamos con estos últimos hastahaber terminado la lista de los chicos demáxima prioridad. Y resolvimos prestartambién atención a la edad. Los másviejos, siempre que fuera posible,debían ser atendidos los primeros, paraevitar que llegásemos tarde.

Acordamos que cada añopondríamos las listas al día, incluyendotodos los presuntos famosos que derepente hubiesen sido ampliamentereconocidos.

Nuestra lista de prioridad, redactadaen junio de 1919, incluía, en ordenalfabético, los siguientes nombres:

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BELL,AlexanderGraham

edad actual 72 años

BONNARD,Pierre " " 52 "

CHURCHILL,Winston " " 45 "

CONRAD,Joseph " " 62 "

DOYLE,Arthur Conan " " 60 "

EINSTEIN,Albert " " 40 "

FORD, Henry " " 56 "FREUD,Sígmund " " 63 "

KIPLING,Rudyard " " 54 "

LAWRENCE,DavidHerbert

" " 34 "

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LAWRENCE,ThomasEdward

" " 31 "

LENIN,VladimirIlych

" " 49 "

MANN, Thomas " " 45 "MARCONI,Guglielmo " " 45 "

MATISSE,Henri " " 50 "

MONET,Claude " " 79 "

MUNCH,Edward " " 56 "

PROUST,Marcel " " 48 "

PUCCINI,Giacomo " " 61 "

RACHMANINOV,Sergei " " 46 "

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RENOIR,Auguste

" " 78 "

SHAW,GeorgesBernard

" " 63 "

SIBELIUS,Jean " " 54 "

STRAUSS,Richard " " 55 "

STRAVINSKY,Igor " " 37 "

YEATS,WiiliamButler

" " 54 "

Y ésta era nuestra segunda lista, queincluía, junto a algunos jóvenes cuyofuturo era pura especulación, los casosen los que la decisión era más difícil detomar.

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AMUNDSEN,Roald edad actual 47 años

BRAQUE,Georges " " 37 "

CARUSO,Enrico " " 46 "

CASALS,Pablo " " 43 "

CLEMENCEAU,Georges " " 79 "

DELIUS,Frederic " " 57 "

FOCH,MariscalFerdinand

" " 68 "

GANDHI,Mohandas " " 50 "

HAIG,general SirDouglas

" " 58 "

JOYCE, James " " 37 "

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KANDINSKY,Wassily

" " 53 "

LLOYDGEORGE,David

" " 56 "

NIJINSKY,Vaslav " " 57 "

PERSHING,generalGeorge

" " 59 "

PICASSO,Pablo " " 38 "

RAVEL,Maurice " " 44 "

RUSSELL,Bertrand " " 47 "

SCHOENBERG,Amold " " 45 "

TAGORE,Rabindranath " " 58 "

TROTSKY, Lev " " 40 "

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DavidovichVALENTINO,Rodolfo " " 24 "

WILSON,Woodrow " " 63 "

Había naturalmente errores yomisiones en estas listas. No hay juegomás difícil que el de tratar de adivinarquién será reconocido como auténticogenio duradero cuando esa persona estátodavía viva. Cincuenta años después desu muerte ya es más fácil. Pero anosotros los muertos no nos servían denada. Otra cuestión. La inclusión deRodolfo Valentino no se debía a quepensáramos que fuera un genio. Fue unadecisión puramente comercial.

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Suponíamos que el semen de un hombreque tenía aquel enorme montón defanáticas admiradoras podría ser de losmás vendidos en el futuro. Tampococreíamos que Woodrow Wilson, oCaruso, fuesen genios. Pero eranpersonajes famosos en todo el mundo, yéste era un dato que debíamos tener encuenta.

Lo primero, naturalmente, eratrabajar Europa. El largo viaje a losEstados Unidos tendría que esperar. Demodo que pegamos a una de las paredesdel salón un enorme mapa de Europa ylo cubrimos de banderitas. Cadabanderita señalaba el lugar de

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residencia de un candidato. Usamosbanderas rojas para los de máximaprioridad y amarillas para los delsegundo grupo, y en cada banderitaescribimos el nombre y las señascorrespondientes. De este modo, Yasminy yo podríamos planear nuestras visitasgeográficamente, en lugar de correr deun extremo al otro del continente y luegode vuelta al otro extremo. Francia era elpaís con más banderitas, y la región deParís estaba prácticamente atestada.

—Qué pena que Degas y Rodinmurieran hace dos años —me lamenté.

—Yo quiero empezar por los reyes—dijo Yasmin. Los tres socios

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estábamos sentados en el salónestudiando cuál sería nuestro siguientepaso.

—¿Por qué?—Porque siento una tremenda

necesidad de ser violada por la realeza—suspiró ella.

—Sé un poco más seria —dijo a A.R. Woresley.

—¿Por qué no puedo elegir yo? Yosoy la que tiene que ponerse de cebo.Querría empezar por el rey de España.Luego podríamos saltar a Italia e ir porVíctor Emmanuel. Después iríamos aYugoslavia, Grecia y así sucesivamente.En un par de semanas podríamos

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sacárnoslos de encima.—¿Le importaría que le preguntase

cómo pretende lograr audiencias entodos esos palacios reales? —mepreguntó A. R. Woresley—. No bastarácon que Yasmin llame a la puertaprincipal y pida ser recibida por el rey.Y no olvide que, si no es una audienciaprivada, no servirá de nada.

—Eso no será difícil —respondí.—Será imposible —dijo Woresley

—. Probablemente tendremos queolvidarnos de los reyes.

Yo había estado estudiando esteproblema desde hacía algunas semanas,y tenía la respuesta preparada.

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—Será un juego de niños —expliqué—. Utilizaremos al rey Jorge V comoseñuelo. Él conseguirá que Yasminentre.

—No sea ridículo, Cornelius.Fui a un cajón y saqué algunas hojas

de papel.—Supongamos que quieres empezar

por el rey de España —dije pasandorápidamente las hojas—. Ah, sí. Esta es.Querido Alfonso…

Le pasé la hoja a Woresley. Yasminse levantó de su silla y la leyó porencima del hombro de él.

—En nombre de Dios, ¿puedeexplicarme qué es esto? —exclamó

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Woresley.—Es una carta muy personal del rey

Jorge V al rey Alfonso —dije. Y así era.La hoja tenía grabado en relieve el

escudo de armas real en el centro de suparte superior, a la derecha, en tinta rojay también en relieve, decíasencillamente: BUCKINGHAMPALACE, LONDON. Debajo, en unabastante buena imitación de la fluidacaligrafía del rey, yo mismo habíaescrito lo siguiente:

Querido Alfonso:Sirva esta misiva para presentarte

a una querida amiga, Lady Victoria

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Nottingham. Debe viajar sola a Madridpara resolver una pequeña cuestiónrelacionada con unas propiedades queha heredado de su abuela materna, queera española.

Te ruego que te entrevistes conLady Victoria a la mayor brevedad y deforma absolutamente privada, pues hatenido algunas dificultades con lasautoridades locales en relación conciertos detalles de poca importancia, yestoy seguro que, cuando ella te hayaexplicado el problema, tú mismopodrás ejercer tu influencia ante laspersonas adecuadas a fin de que esacuestión se resuelva.

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Comprenderás que es una granmuestra de confianza por mi partedecirte que Lady Victoria es una amigaespecialmente íntima de mi persona.Dejémoslo ahí y no añadamos nadamás. Pero sé que guardarás estesecreto para ti.

Cuando recibas esta nota, la damaa la que me refiero estará hospedadaen el Hotel Ritz de Madrid. Hazme elfavor de enviarle lo antes posible unaviso, concediéndole una audienciaprivada.

Quema esta carta una vez la hayasleído, y no escribas ninguna nota derespuesta.

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Siempre a tu servicio.Recuerdos afectuosos

GEORGE RI

A. R. Woresley y Yasmin levantaronhacia mí sendos pares de ojosdesorbitados.

—¿De dónde ha sacado este papel?—dijo Woresley.

—Lo he hecho imprimir.—¿Lo redactó usted mismo?—Sí. Y estoy orgulloso de mi letra.

Es una imitación bastante buena de lacaligrafía del rey. Y la firma es casiperfecta. Estuve ensayando varios días.

—¡Le detendrán por falsificador!

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¡Le mandarán a prisión!—No —dije—. Alfonso no se

atreverá a contárselo a nadie. Fíjese quépreciosa es la idea. Nuestro gran y noblerey sugiere que está teniendo un lío conYasmin a espaldas de todo el mundo. Esuna información, querido amigo, muyconfidencial y peligrosa. Y no olvideque la realeza europea es el club másexclusivo y más unido del mundo.Siempre colaboran los unos con losotros. Cada uno de esos condenados estáemparentado con los demás por algúnenloquecido vínculo. Están más liadosque unos spaghetti. No, no hay la másmínima posibilidad de que Alfonso

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delate al rey de Inglaterra. Recibirá aYasmin inmediatamente. Se morirá deganas de verla. Querrá echarle unabuena ojeada a esta dama que es laamante secreta del viejo Jorge V. Yrecuerde también que en este momentonuestro rey es el más respetado detodos. Acaba de ganar la guerra.

—Cornelius —dijo A. R. Woresley—, usted me aterra. Conseguirá que nosmetan a todos entre rejas.

—Me parece fantástico —dijoYasmin—. Brillante. Seguro quefuncionará.

—¿Y sí un secretario abriese elsobre? —dijo Woresley.

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—No ocurrirá —dije. Cogí unpaquete de sobres del mismo cajón ybusqué el correspondiente a esa carta yse lo di a Woresley. Era un sobre blancoalargado de primerísima calidad, con elescudo de armas real arriba a laizquierda, y las palabrasBUCKINGHAM PALACE en el extremosuperior derecho. Con la letra del rey,yo mismo había escrito:

Su Alteza Real Alfonso XIIIPersonal y confidencialDebe ser abierta solamentepor Su Majestad en persona.

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—Con esto bastará —dije—. Yomismo entregaré el sobre en el Palaciode Oriente de Madrid.

A. R. Woresley abrió la boca paradecir algo, y luego volvió a cerrarla.

—Tengo una carta más o menosparecida a ésta para cada uno de losnueve reyes restantes —dije—.Evidentemente, contienen pequeñasvariaciones. Cada mensaje está escrito amedida para cada uno de los receptores.Por ejemplo, Haakon de Noruega estácasado con Maud, la hermana del reyJorge V —a que no lo sabíais—, demodo que su misiva termina con laspalabras: «Transmite todo mí cariño a

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Maud, pero te ruego que no lemenciones en absoluto este asunto, quees de carácter totalmente privado.» Ydel mismo modo en los demás casos. Esuna técnica infalible, querido Arthur.

Era la primera vez que decidíatutearle.

—Parece que ha hecho usted losdeberes concienzudamente, Cornelius —dijo adoptando el tono y la actitudpropia de los profesores y maestros deescuela e insistiendo en tratarme deusted—. Y, dígame ahora, ¿cómo piensalograr el acceso a todos los demás, a losque no son reyes?

—No será ningún problema —dije

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—. Hay pocos hombres dispuestos anegarse a ver a una chica como Yasminen cuanto ella llama a su puerta. Porejemplo, tú no te negaste. Apuesto a queempezaste a babear de excitación encuanto ella entró en el laboratorio.

Aquello bastó para hacerle cerrar elpico.

—¿Podemos entonces empezar porel rey de España? —dijo Yasmin—.Sólo tiene treinta y tres años, y a juzgarpor las fotografías está bastanteapetitoso.

—Muy bien —dije—. Madrid serála primera parada. Pero luego tendremosque irnos a Francia. Renoir y Monet

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están en la lista de casos urgentes. Eluno tiene setenta y ocho años y el otrosetenta y nueve. Quiero pillarlos antesde que sea demasiado tarde.

—El escarabajo vesicante les va adar un ataque al corazón, pobresvejestorios —dijo Yasmin.

—Reduciremos la dosis —dije.—Mira, Cornelius —dijo Woresley

—. Lo que no tengo intención de haceres participar en el asesinato decaballeros como Renoir y Monet. Noquiero mancharme las manos de sangre.

—Posiblemente te manches lasmanos de esperma, pero eso será todo—dije—. Nosotros cuidaremos de que

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no pase nada.

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14Todo estaba dispuesto. Yasmin y yohicimos nuestras maletas y partimoshacia Madrid. Llevábamos con nosotrosla importantísima maleta de nitrógeno, laotra maleta más pequeña con glicerina ytodo lo demás, un buen acopio de trufasde Prestat y cuatro onzas de polvo deescarabajo vesicante. Debo mencionarde nuevo que en aquellos tiempos losfuncionarios de aduanas no revisabanprácticamente los equipajes y quenuestras extrañas maletas no crearíanproblemas. Cruzamos el Canal de laMancha y fuimos a Madrid vía París en

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un tren de la Wagon-Lits. El viaje duróen total diecinueve horas. Una vez enMadrid ocupamos las habitaciones en elHotel Ritz que habíamos reservadoanteriormente por telégrafo. Una de ellasa nombre de Oswald Cornelius y otra anombre de Lady Victoria Nottingham.

A la mañana siguiente fui al Palaciode Oriente. En las puertas me detuvierondos soldados que montaban la guardia.Agité mi sobre y les dije en castellano:«Es para el rey», y me dejaron pasar.Llegado a la entrada principal, tiré delcordón del timbre. Un lacayo abrió unade las puertas. Entonces pronuncié lafrase en castellano que me había

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aprendido de memoria, y que decía:—Esto es para su majestad el rey

Alfonso de parte del rey Jorge deInglaterra. Es un asunto urgentísimo.

Y, dicho esto, me fui.De vuelta en el hotel, me senté con

un libro en la habitación de Yasmindispuesto a aguardar losacontecimientos.

—¿Y si no estuviese en Madrid? —preguntó ella.

—No lo creo —dije—. La banderaondeaba en Palacio.

—¿Y si no contesta?—Contestará. No se atreverá a no

hacerlo, después de leer la carta escrita

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en ese papel.—¿Y si no sabe inglés?—Todos los reyes saben inglés —

dije—. Es parte de su educación.Alfonso habla un inglés perfecto.

Justo antes de la hora del almuerzo,oímos un golpecito en la puerta. Yasminabrió y se encontró con el director delhotel en persona, con una expresión deimportancia en el rostro. Llevaba en lamano una bandeja de plata en la quereposaba un sobre blanco.

—Un mensaje urgente, milady —dijo, haciendo una reverencia. Yasmintomó el sobre, le dio las gracias y cerróla puerta.

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—¡Abrelo inmediatamente! —dije.Ella rasgó el sobre y sacó una carta

escrita a mano en un magnífico papelcon membrete real.

Querida Lady Victoria —decía—.Nos complacerá verla a las cuatro deesta tarde. Bastará con que dé sunombre en la puerta y la recibiréinmediatamente.

ALFONSO REY

—Sencilla, ¿no te parece? —dije.—¿Qué quiere decir eso de «nos»?—Todos los monarcas se refieren a

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sí mismos con este término. Tienes treshoras para prepararte y presentarte a laspuertas de palacio —dije—. Hay quepreparar el chocolate.

Yo me había procurado en Prestatalgunas cajitas pequeñas y muyelegantes con media docena de trufascada una. Yasmin tenía que darle al reyuna de esas cajas como pequeñoobsequio, y al hacerlo debía decirle:«Os he traído, señor, un pequeñoobsequio. Son unas trufas deliciosas.Jorge las encarga especialmente paramí». Entonces abriría la cajita y diríacon una de sus sonrisas capaces dedesarmar a cualquiera: «¿Os importa

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que os robe una? Soy incapaz de resistirla tentación». Entonces tenía quemeterse rápidamente una trufa en laboca, coger con la punta de los dedos latrufa marcada, y ofrecérseladelicadamente al rey, diciendo: «Probaduna». El pobre hombre se sentiríaforzosamente encantado. Sin dudaalguna, comería la trufa igual que hizoA. R. Woresley en el laboratorio. Y yaestaría. A partir de ese momento,bastaría con que Yasmin charlarafrívolamente durante nueve minutos sinentrar en ninguna de las cuestionessupuestamente más serias queconstituían el motivo aparente de su

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visita.Tomé el polvo de escarabajo

vesicante y preparamos la trufa fatal.—Nada de dosis dobles esta vez —

dijo Yasmin—. No quiero tener que usarel alfiler de sombrero.

Estuve de acuerdo con ella. Lamisma Yasmin marcó la trufa cargada depolvos haciéndole unas rayas en susuperficie.

Era el mes de junio y en Madridhacía mucho calor. Yasmin se vistióesmeradamente pero con la ropa másligera posible. Le di uno de losartilugios de caucho que habíamosllevado y ella se lo guardó en el bolso.

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—No te olvides, por Dios, deponérselo a tiempo —dije—. Eso es lomás importante. Y regresa aquí lo másrápidamente que puedas en cuantotermines. Ven directamente a mihabitación.

Le deseé buena suerte y partió.Me fui a mi habitación, que estaba al

lado de la suya, e hice con sumo cuidadotodos los preparativos necesarios paradar al esperma el tratamiento adecuadoen cuanto lo tuviese en mis manos. Erala primera vez que tendría que hacerloen serio, y no quería que hubiese ningúnfallo. Admitiré que me sentía nervioso.Yasmin se encontraba en Palacio.

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Estaba dándole al rey de España polvosde escarabajo vesicante y después deeso se produciría seguramente un buencombate de lucha libre, y yo sólodeseaba que ella supiese hacerlo todobien.

El tiempo transcurría lentamente.Terminé mis preparativos. Me asomé ala ventana y estuve mirando loscarruajes que pasaban por la calle.Pasaron uno o dos automóviles, pero enMadrid no había tantos como enLondres. Miré el reloj. Ya eran más delas seis de la tarde. Me preparé unwhisky con soda. Me lo llevé a laventana y me lo tomé allí pausadamente.

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Esperaba que de un momento a otroYasmin llegara en un simón y entrara enel hotel. Pero no aparecía. Me preparéun segundo whisky. Me senté y traté deleer un libro. Ya eran las seis y media.Yasmin llevaba en palacio dos horas ymedia. De repente sonaron en la puertaunos golpes muy fuertes. Me levanté y laabrí. Yasmin, con las mejillasencendidas, se precipitó en mihabitación.

—¡Lo he conseguido! —exclamóagitando en el aire su bolso como si setratara de una bandera—. ¡Lo tengo!¡Está aquí!

En la cosa de caucho anudada que

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me dio Yasmin había al menos trescentímetros cúbicos de semen real. Puseuna gota bajo el microscopio paracomprobar su poder generador. Losinquietos gusanitos reales se agitabanenloquecidamente, llenos de febrilactividad.

—Es un material de primera —dije—. Voy a ponerlo en los recipientes y acongelarlo antes que me cuentes nada.Luego, quiero saber exactamente todo loque ha ocurrido.

Yasmin se fue a su habitación parabañarse y mudarse de ropa. Yo empecéa trabajar. A. R. Woresley y yohabíamos acordado que prepararíamos

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exactamente cincuenta dosis de semende cada una de las personas que lodonasen. Más dosis hubieran ocupadodemasiado espacio y hubiesen llenadoantes de hora nuestro congeladorportátil. Diluí el semen con yema dehuevo, leche desnatada y glicerina. Lomezclé bien. Medí con el cuentagotas lacantidad que debía poner en cadarecipiente. Cerré los recipientes. Loscoloqué media hora en hielo. Los expuseal vapor de nitrógeno durante unosminutos.

Y por fin los introdujecuidadosamente en nitrógeno líquido ycerré el depósito. Ya estaba. Teníamos

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cincuenta dosis de semen del rey deEspaña. Unas dosis muy potentes. Laecuación no podía ser más sencilla. Noshabía proporcionado en principio trescentímetros cúbicos. En ellos debíahaber aproximadamente tres milmillones de espermatozoides, y estostres mil millones, divididos en cincuentadosis, producirían una potencia desesenta millones de espermatozoides pordosis. Era exactamente el triple de lacantidad óptima fijada por Woresley,que era de veinte millones por dosis. Enotras palabras, las dosis del rey deEspaña eran de una potencia de primeracategoría. Me sentí lleno de júbilo.

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Llamé al timbre y pedí que nos trajeranuna botella de Krug en un cubo conhielo.

Yasmin regresó, fresca y limpia. Elchampagne llegó al mismo tiempo.Esperamos a que el camarero abriese labotella, llenara las copas y se fuera dela habitación.

—Ahora —le dije a Yasmin—,cuéntamelo todo.

—Ha sido asombroso —dijo—. Lospreliminares fueron exactamente comotú dijiste que serían. Me introdujeron enuna enorme sala llena de cuadros deGoya y El Greco. El rey estaba en elotro extremo, sentado tras un imponente

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escritorio. Iba vestido en traje de calle.Se levantó y se adelantó a saludarme.Llevaba bigote y era un tipo bajito debastante buen aspecto. Me besó la mano.Y, Dios mío, no puedes imaginarte cómose puso a mariposear a mi alrededorpensando que yo era la amante del reyde Inglaterra. «Madame —dijo—,encantado de conocerla. ¿Cómo seencuentra nuestro común amigo?»

»“Aquejado de un poco de gota —dije—, pero por lo demás se encuentramagníficamente.” Luego hice el númerode las trufas y él se comió la suya comoun corderito y disfrutándolanotablemente. “Son magníficas —dijo

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mientras masticaba—. Tengo quepedirle a mi embajador que mande unoscuantos quilos.” Cuando tragaba elúltimo pedacito de chocolate miré lahora en mi reloj. “Siéntese, se lo ruego”,me dijo.

»En el salón había cuatro grandessofás, y antes de sentarme los estudiédetenidamente. Quería elegir el quefuera más blando y práctico de todos.Sabía que al cabo de nueve minutos, elque eligiera en aquel momento seconvertiría en un campo de batalla.

—Bien pensado —dije.—Elegí una especie de larguísima

chaise longue tapizada de terciopelo de

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color ciruela. El rey permaneció en piey, mientras charlábamos, paseaba por lasala de un lado a otro, con las manosunidas a la espalda y tratando deconservar un aspecto digno de unmonarca.

«“Nuestro común amigo —dije—me ha pedido que os diga, majestad, quesi alguna vez necesitárais algún tipo deayuda confidencial en su país, no dudéisen confiar absolutamente en él.”

»“Lo tendré en cuenta”, dijo.»“También me dio otro mensaje,

majestad”, añadí.»“¿De qué se trata?”»“¿Me prometéis no enfadaros

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conmigo si os lo digo?”»“Naturalmente que no, señora.

¿Qué más le dijo?”»“Me dijo, díle a ese apuesto de

Alfonso que mantenga sus manos lejosde mi novia. Son exactamente laspalabras que pronunció, majestad.” Elpequeño Alfonso se rio, entrelazó susmanos y me dijo: “Mi querida señora,respetaré sus deseos, aunque sea un gransacrificio.”

—Yasmin —le dije—, eres unainteligentísima mala puta.

—No puedes imaginarte lo que mehe divertido —dijo—. Me encantóengañarle. Él sentía una tremenda

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curiosidad por conocer detalles de misrelaciones con el rey Jorge, pero noacababa de atreverse a confesarlo. Sededicaba todo el tiempo a hacermepreguntas. “Supongo —me dijo— quetiene usted casa en Londres…”

»“Naturalmente —le dije—. Tengouna casa en Londres, donde celebro misrecepciones ordinarias. Una casitaprivada en Windsor Great Park, paraque cierta persona pueda venir avisitarme cuando sale a cabalgar. Y otracasita de campo en Sandringham Estate,donde también puede acudir ciertapersona a tomar el té cuando va a cazarfaisanes. Como seguramente sabéis, le

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encanta cazar faisanes.”»“Lo sé, lo sé —dijo Alfonso—. Y

tengo entendido que es el hombre conmejor puntería de toda Inglaterra.”

»“Lo es, majestad —dije—, y enmás de un sentido.”

»“¡Ja! —dijo—. Ya veo que usted esuna damita muy graciosa.”

—¿Ibas comprobando el tiempo? —le pregunté a Yasmin.

—Naturalmente. No recuerdo conexactitud lo que decía cuando llegó elmomento, pero lo más interesante es quese quedó congelado a mitad de la frase,igual que le ocurrió al pobre Woresleyen el laboratorio. Ya estamos, pensé

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entonces. Habrá que ponerse los guantesde boxeo.

—¿Saltó sobre ti?—No. No olvides que Woresley

tomó una dosis doble.—Es cierto.—De todos modos, estaba de pie

delante de mí cuando se quedócongelado, y como llevaba lospantalones muy ajustados pude ver quéestaba ocurriendo allí debajo.Precisamente en ese instante le decíaque era coleccionista de autógrafos degrandes hombres y le pedía que meregalara su firma en papel con membretede palacio. Me levanté y fui yo misma a

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su escritorio, tomé una hoja y se la dipara que la firmase. Resultó inclusodemasiado fácil. El desgraciado ya casino sabía qué hacía. Firmó, yo me guardéla hoja en el bolso, volví a sentarme. Yasabes, Oswald, que puedes conseguirprácticamente cualquier cosa que lespidas en el momento en que los polvosempiezan a afectarles. Están tanpasmados y se sienten tan violentos porlo repentino del efecto que haríancualquier cosa. No creo que nunca noscueste nada conseguir sus firmas. Fueracomo fuese, yo volví a sentarme en elsofá y Alfonso seguía en pie mirándomecon los ojos fuera de las órbitas y

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tragando saliva de tal modo que su nuezsubía y bajaba constantemente. Tenía lacara enrojecida, y luego empezó ainspirar profundamente. «Venid aquí ysentáos, majestad», le dije dando unosgolpecitos en la chaise longue, justo ami lado. Él vino y se sentó. Siguiótragando saliva y mirándome con losojos desorbitados y agitándose duranteun minuto aproximadamente. Entretantoyo veía crecer su desmesurada lujuria amedida que los polvos actuaban. Eracomo ver aumentar la densidad delvapor en una caldera sin otra salida quela válvula de seguridad. Y yo era laválvula de seguridad, pobrecilla de mí.

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Si no se conseguía, iba a estallar. Derepente me dijo con voz asfixiada y algomojigata: “Señora, desearía que sequitara la ropa.”

»“¡Oh, majestad! —exclaméponiéndome las manos sobre el pecho—. ¡Qué decís!”

»“Desnúdese” —dijo él tragandosaliva.

»“Pero, si lo hago, ¡me violaréis,majestad!” —exclamé.

»“No me haga esperar” —dijo éltragando más saliva.

»“Majestad, si me violáis quedaréembarazada y nuestro mutuo amigo sabráque ha ocurrido algo entre nosotros. Se

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enfadará tanto que mandará sus barcosde guerra a bombardear vuestrasciudades.”

»“Convénzale de que él fue quien ladejó embarazada. Y ahora, deprisa, ¡nopuedo esperar más!”

»“Sabrá que no ha sido él, majestad,porque él y yo siempre tomamosprecauciones.”

»“Entonces, ¡tome precaucionesahora también! —cortó secamente—. ¡Yno se ponga a discutir conmigo, señora!”

—Has manejado la situaciónmaravillosamente —le dije a Yasmin—.Entonces le pusiste el artilugio.

—No hubo ningún problema.

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Resultó fácil. Con Woresley tuve quelibrar una tremenda pelea, pero en estaocasión ha tan fácil como ponerle unguardacalor a una tetera.

—¿Qué ocurrió luego?—Esta gente de la realeza es muy

extraña —dijo Yasmin—. Conocenalgunos trucos que nosotros, ordinariosmortales, ignoramos.

—¿Por ejemplo?—Bueno —dijo—, para empezar, no

se mueve. Supongo que la teoría es quelos reyes no tienen que hacer ningún tipode trabajo manual.

—Así que te obligó a que tú hicierastodo el trabajo.

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—A mí tampoco me permitió que memoviera.

—No digas estupideces, Yasmin. Nose puede realizar una copulaciónestática.

—Los reyes sí pueden —dijo ella—.Espera y verás. No vas a creértelo. Novas a poder creer que puedan ocurrircosas así.

—¿Qué clase de cosas?—Ya te he dicho que había elegido

esa chaise longue tapizada de terciopelopúrpura —prosiguió Yasmin.

—Sí.—Bien, pues resulta que había

elegido exactamente el sofá más

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adecuado. Este maldito sofá era de untipo construido especialmente comocampo de jolgorios para su majestad. Hasido la experiencia más fantástica que hetenido en mi vida. Había algo debajo,Dios sabe qué, pero tenía que ser unmotor de algún tipo, y cuando el rey tiróde una palanca todo el sofá empezó atraquetear y saltar arriba y abajo.

—Me estás tomando el pelo.—¡No te estoy tomando el pelo! —

exclamó ella—. No podría inventármeloaunque quisiera, y sabes que es verdad.

—¿Quieres decir en serio que habíaun motor debajo del sofá? ¿Has llegadoa verlo?

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—Claro que no. Pero lo he oídoperfectamente. Hacía el más condenadoruido que te puedas imaginar. Rechinabahorriblemente.

—¿Quieres decir que era un motorde bencina?

—No, no era de bencina.—¿Qué era entonces?—Un resorte de relojería —dijo

ella.—¡Un resorte de relojería! —dije

—. ¡Imposible! ¿Cómo sabes que era unresorte?

—Porque cuando ha empezado apararse, él ha tenido que darle cuerdaotra vez.

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—No me creo ni una palabra de todoesto —dije—. ¿Qué clase de cuerda?

—Tiene un asa muy grande —dijoYasmin—, como la manivela que se usapara poner un automóvil en marcha, ycuando él le daba vueltas, hacía clic-cataclec. Por eso sé que es un resortecomo los de relojería. Siempre se oyeese ruido como un chasquido cuando ledas cuerda a un reloj.

—Demontres —dije—. Sigo sincreérmelo.

—No sabes gran cosa acerca de losreyes —dijo Yasmin—. Los reyes sondiferentes. Se aburren mucho, y por esosiempre están tratando de inventarse

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modos de divertirse. Por ejemplo, el reyloco de Baviera, que hizo practicar unagujero en el centro de las sillas de sucomedor. Cuando todos los invitadosestaban sentados en pleno banquete,vestidos con sus ropas más lujosas ycaras, él abría un grifo secreto y por losagujeros de las sillas salían unoschorros de agua a presión. Chorros deagua a enorme presión que les hacíansubir el frío líquido por el trasero. Losreyes están locos.

—Sigue con lo del sofá de resorte—dije—. ¿Era asombroso ymaravilloso?

Yasmin tomó un poco de champagne

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y no contestó inmediatamente.—¿Viste la marca del fabricante en

el sofá? —dije—. ¿Dónde puedocomprarme otro igual?

—Yo no trataría de comprármelo —dijo ella.

—¿Por qué?—No vale la pena. No es más que un

juguete. Un juguete para reyes tontos.Tiene cierta gracia por la sorpresa, peroeso es todo. Cuando se puso en marchala primera vez me llevé la mayorsorpresa de mi vida. “¡Eh! —grité—.¿Qué demonios ocurre aquí?”

»“¡Silencio! —dijo—. ¡Estáprohibido hablar!”

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»“De debajo del sofá salía unzumbido muy fuerte y todo vibrabamuchísimo. Y al mismo tiempotraqueteaba arriba y abajo. La verdad,Oswald, era como montarse en uncaballo que estuviera en la cubierta deun buque en medio de una tempestad.Santo Dios, pensé, me voy a marear.Pero no me mareé y cuando le diocuerda por segunda vez empecé acogerle el tranquillo. En realidad, era encierto modo como montar a caballo.Tenías que acoplarte a él, cogerle elritmo.

—¿Así que empezaste a disfrutarlo?—No diría tanto. Pero tiene sus

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ventajas. Para empezar, no te cansasnunca. Sería fantástico para losancianos.

—Alfonso tiene sólo treinta y tresaños.

—Alfonso está chalado —dijoYasmin—. Una vez, mientras le dabacuerda al motor, me dijo, “Generalmenteutilizo a un criado para esta misión”.Dios mío, pensé, este estúpido bestiaestá verdaderamente chalado.

—¿Cómo te libraste de él?—No fue fácil —dijo Yasmin—.

Verás, como él no hacía ningún esfuerzoque no fuera el de darle cuerda a la cosade vez en cuando, no se cansaba. Al

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cabo de una hora yo ya tenía bastante.“Desenchufad —le dije—. Ya essuficiente.”

»“Aquí el único que da órdenes soyyo” —dijo.

»“No seáis así —dije—. Retiradlade una vez.”

»“Aquí el único que da órdenes soyyo” —dijo.

»Vaya por Dios, pensé. Al finaltendré que usar el alfiler de sombrero.

—¿Lo has utilizado? ¿Has llegado aaguijonearle? —le pregunté.

—Desde luego que sí —dijo—. ¡Selo clavé tres centímetros!

—¿Qué pasó?

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—Saltó casi hasta el techo. Soltó ungrito penetrante y cayó en el suelo.“¡Menudo pinchazo!” —chilló él,agarrándose el trasero. Yo me levanté enun instante y empecé a vestirme otra vezmientras él seguía pegando brincos enpelota viva y chillando: “¡Me hapinchado! ¡Me ha pinchado! ¡Cómo seha atrevido a hacerme eso!”

—Tremendo —le dije a Yasmin—.Maravilloso. Fantástico. Ojalá hubiesepodido verlo. ¿Le salía sangre?

—Ni lo sé ni me importa. A esasalturas ya estaba absolutamente harta deél, y tan fastidiada que le dije: “Oídme,fijaos en lo que os digo. Si nuestro

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amigo mutuo se enterase de esto haríaque os colgasen de los huevos.¿Supongo que os dais cuenta de queacabáis de violarme, no?” Eso bastópara cerrarle la boca. “¿Qué demoniosos ha ocurrido?”, le dije. Estabavistiéndome lo más deprisa que podía ytrataba de ganar tiempo. “¿Qué impulsoos indujo a hacerme esto?”, grité. Teníaque gritar porque el maldito sofá seguíahaciendo aquellos ruidos justo detrás demí.

»“No lo sé”, dijo él. De repente semostraba de lo más dócil y amable.Cuando ya estaba lista para irme, meacerqué a él, le besé en la mejilla y le

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dije: “Olvidemos lo que ha ocurrido,¿de acuerdo?”

Y al mismo tiempo le arranquérápidamente la pringosa cosa de cauchode su real protuberancia y abandonémajestuosamente la sala.

—¿Nadie trató de detenerte? —pregunté.

—Nadie.—Sobresaliente —dije—. Lo has

hecho muy bien. Dame la hoja enseguida.

Yasmin me dio la hoja con membretede palacio y la firma del rey, y yo laguardé cuidadosamente en unarchivador.

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—Ahora, haz tus maletas —dije—.Nos vamos en el primer tren.

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15Al cabo de media hora ya habíamoshecho las maletas, abandonábamos elhotel, y nos dirigíamos a la estación delferrocarril. La siguiente parada eraParís.

Y así fue. Fuimos a París en el trennocturno y llegamos allí una luminosamañana de junio. Nos hospedamos en elRitz. «Dondequiera que vayas —mehabía dicho una vez mi padre—, sitienes alguna duda, hospédate en elRitz.» Sabias palabras. Yasmin vino ami habitación para discutir nuestraestrategia mientras disfrutábamos de un

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temprano almuerzo: una langosta fríapara cada uno y una botella de Chablis.Tenía delante de mí, en la mesa, la listade candidatos prioritarios.

—Pase lo que pase, los primerosson Renoir y Monet, por este orden —dije.

—¿Y dónde deben de estar? —preguntó Yasmin.

Nunca resulta difícil descubrir elparadero de los grandes hombres.

—Renoir está en Essoyes —dije—.Es una pequeña ciudad a unos 80kilómetros al sudoeste de París, entre laChampaña y la Borgoña. Ahora tienesetenta y ocho años y tengo entendido

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que va en una silla de ruedas.—Por Dios, Oswald, no creas que

voy a darle polvos del escarabajovesicante a un pobre bastardo que andaen una silla de ruedas —dijo Yasmin.

—Le encantará —le dije—. Loúnico que le pasa es que padece unaligera artritis. Todavía pinta. Es, sinduda alguna, el pintor más famoso denuestros días. Además, te diré otra cosa.No hay ningún pintor vivo en toda lahistoria del arte que haya obtenido envida precios tan elevados por suscuadros como él. Es un gigante. Dentrode diez años venderemos dosis deespermatozoides suyos por una fortuna.

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—¿Dónde está su mujer?—Murió. Renoir es un viejo

solitario. Ya verás cómo le reanimas. Encuanto te vea seguramente querrápintarte desnuda allí mismo.

—Me gustaría.—Por otro lado, tiene una modelo

que se llama Dédée por la que estáabsolutamente loco.

—En seguida la dejaré arrinconada.—Si sabes jugar bien tus cartas,

hasta podría ser que te regalase uncuadro.

—Eh, eso también me gustaría.—Pues trabájatelo y será tuyo.—¿Y qué hay de Monet?

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—Es otro viejo solitario. Tienesetenta y nueve años, uno más queRenoir, y vive como un recluso enGiverny. No está lejos de aquí. En lasafueras de París. Actualmente le visitamuy poca gente. He oído decir que devez en cuando Clemenceau se deja caerpor allí, pero es casi el único. Serás unrayo de sol en su vida. ¿Quizá te llevesotro lienzo? ¿Un paisaje de Monet? Esoscuadros valdrán verdaderas fortunasdentro de un tiempo. Ahora mismo yaestán valorados en miles de libras.

La posibilidad de conseguir uncuadro de uno de los pintores, o quizáde ambos, excitó notablemente a

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Yasmin.—Antes de que terminemos habrás

visitado a otros muchos pintores —ledije—. Podrías formar una colección.

—Me parece una idea excelente.Renoir, Monet, Matisse, Bonnard,Munch, Braque y todos los demás. Esuna idea buenísima. Tengo querecordarlo.

Las langostas eran enormes ydeliciosas, y tenían unas tenazasenormes. El chablis también era bueno:un Grand Cru Bougros. Me apasionanlos buenos chablis, no solamente losGrand-Cru, que son secos como elacero, sino también algunos de los

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Premier-Cru, que tiene un toque afrutadomás palpable. Este Bougros quetomamos aquel día era el más seco quehabía probado en mi vida. Yasmin y yoestuvimos discutiendo nuestra estrategiamientras comíamos y bebíamos. Yomantenía que no habría hombre capaz derechazar a una joven dama del encanto yla devastadora belleza de Yasmin.Ningún varón, por muy anciano quefuese, sería capaz de tratarla conindiferencia. Dondequiera que fuésemosconstatábamos la evidencia de estaafirmación. Incluso el conserje de pielsuavemente jaspeada que se encontrabaen el vestíbulo del hotel había empezado

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a comportarse estrafalariamente encuanto tuvo a Yasmin a dos palmos dedonde él estaba. Le vigilé estrechamentey noté primero la chispa de siemprecentelleando en el centro mismo de lapupila de cada uno de sus ojos negros, yluego, el movimiento de su lengua que sedeslizaba por su labio superior, mientrassus dedos jugueteaban nerviosamentecon los impresos. Al final, cuando nosdio las llaves se equivocó de número.Nuestra Yasmin era efectivamente unacentelleante criatura impregnada desexualidad, una especie de escarabajovesicante humano, y como iba diciendo,no creía que hubiese varón capaz de

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enviarla a freír espárragos.Pero toda esta química sexual no nos

serviría de nada a menos que ellalograse presentarse en persona ante elpresunto cliente. Era muy posible queconstituyeran un obstáculo en ciertoscasos las formidables amas de llaves yhasta alguna que otra formidable esposa.Sin embargo mi optimismo se basaba enque la mayoría de los tipos tras los queandábamos eran pintores, músicos oescritores. Artistas.

Y los artistas son las personas másaccesible del mundo. Incluso los másfamosos no están protegidos, como sueleocurrir con los hombres de negocios,

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por severas secretarias ni por bandidosaficionados embutidos en trajes negros.Los grandes hombres de negocios yotros tipos familiares viven en cuevas alas que solamente se puede accederdespués de atravesar largos túneles ymúltiples habitaciones, y con un Cerberoen cada esquina. Los artistas son gentesolitaria, y habitualmente cuando llamasa su puerta salen a abrirte ellos mismos.

Pero ¿con qué excusa podía Yasminllamar a su puerta?

Ah, muy fácil, podía decir que erauna joven inglesa, estudiante de bellasartes (o de música, o literatura, segúnlos casos), que sentía tanta admiración

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por la obra de Renoir o Monet oStravinsky o quien fuera, que habíarecorrido aquel largo camino desde supaís para rendir homenaje al granhombre, saludarle, obsequiarle con unpequeño regalo, y luego volver a irse.Nunc dimittis.

—Eso bastará —le dije a Yasminmientras extraía limpiamente la últimatira de carne de la suculenta pinza delangosta.

Por cierto, ¿no les encanta a ustedessacar la tira de carne entera, sindesgarrar sus fibras rojo-rosadas?Conseguirlo constituye un pequeñotriunfo. Puede parecer un rasgo infantil,

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pero cuando logro sacar una nuez de sucáscara sin que se parta en dos siempreexperimento una sensación triunfalcomparable. De hecho, jamás tomo unanuez sin proponerme esa proeza. La vidaes mucho más divertida si se sabe jugaren todo momento.

Pero, regresemos a Yasmin.—Eso bastará —le dije— para que

te inviten inmediatamente a entrar en lacasa o al estudio en un noventa y nuevepor ciento de ocasiones. Con tu sonrisay tu aspecto lascivo, no creo queninguno de ellos te mande a paseo.

—Y ¿qué pasa con los vigilantes oesposas que estén con ellos?

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—Creo que podrás superarlesfácilmente. De vez en cuando puedesencontrarte con que te dicen que elhombre está muy ocupado pintando,escribiendo o lo que sea, y que vuelvasa las seis. Pero al final siempre tesaldrás con la tuya. No olvides que hashecho un largo viaje con el simpleobjeto de homenajearles. Y subraya queno tienes intención de molestarles másque durante unos breves minutos.

—Nueve minutos —dijo Yasmin conuna sonrisa picara—. Sólo nueveminutos. ¿Cuándo empezamos?

—Mañana. Esta tarde compraré unautomóvil. Lo necesitaremos para

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nuestras operaciones en Francia y elresto de Europa. Mañana iremos en autoa Essoyes y conocerás a monsieurRenoir.

—Nunca pierdes el tiempo, ¿verdad,Oswald?

—Querida amiga —dije—, encuanto haya ganado una fortuna piensopasarme el resto de mi vida perdiendoel tiempo. Pero mientras no tenga eldinero en el banco, pienso trabajarbastante. Y lo mismo te digo a ti.

—¿Cuánto tiempo crees quetardaremos?

—¿En hacernos ricos? Unos siete uocho años. Como máximo. No

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representa tanto tiempo si piensas quepodrás haraganear sin hacer nada elresto de tu vida.

—No es mucho —admitió ella—, laverdad. Y de todos modos, este trabajome divierte bastante.

—Ya lo sé.—Lo que más me divierte —añadió

— es la idea de ser violada por loshombres más importantes del mundo. Ypor todos los reyes. Es una idea queexcita mi fantasía.

—Vamos a comprarnos un automóvilfrancés —dije.

De modo que salimos del hotel yesta vez compré un espléndido y

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pequeño Citroën Torpedo de diezcaballos, con cuatro asientos, que era unmodelo que acababa de empezar afabricarse. Me costó el equivalente a350 libras esterlinas en monedafrancesa, y era exactamente lo quenecesitaba. Aunque carecía deportamaletas, en los asientos traseroshabía espacio suficiente para todonuestro equipo y el equipaje. Era uncoche abierto con una capota de lonaque se podía colocar en menos de unminuto si empezaba a llover. Lacarrocería estaba pintada de azuloscuro, el color de la sangre real, y suvelocidad máxima era de unos

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regocijantes ochenta kilómetros porhora.

A la mañana siguiente partimoshacia Essoyes con mi laboratorioportátil adecuadamente depositado enlos asientos traseros del Citroën. Nosdetuvimos en Troyes para almorzar, ycomimos truchas del Sena (eran tanbuenas que me comí dos) y nos bebimosuna botella de vin du pays. A las cuatrode la tarde llegamos a Essoyes ytomamos unas habitaciones en unpequeño hotel cuyo nombre he olvidado.Mi dormitorio volvió a convertirse enlaboratorio, y en cuanto lo tuve tododispuesto para las pruebas, mezclas y

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congelación del semen, Yasmin y yosalimos en pos de monsieur Renoir. Nofue difícil encontrarle. La mujer delhotel nos dio las instrucciones precisas.Vivía en una gran casa blanca, dijo,situada a mano derecha, a unostrescientos metros de la iglesia o algoasí.

Después de haberme pasado un añoen París yo hablaba bien el francés.Yasmin conocía el idioma lo suficientecomo para arreglárselas. Había tenidouna institutriz francesa durante unaépoca de su infancia, y este hecho nosfue de gran ayuda.

Encontramos la casa fácilmente. Era

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un edificio de madera pintada de blanco,no muy grande, rodeada por los cuatrocostados de un agradable jardín. Yosabía que no era la principal residenciadel famoso pintor, que se encontraba alsur, en Cagnes, pero probablementeprefería el fresco clima de ésta para losmeses del verano.

—Buena suerte —le dije a Yasmin—. Estaré esperándote a unos cienmetros de aquí, camino del hotel.

Yasmin bajó del automóvil y sedirigió a la puerta del jardín. La vicaminar hacia allí. Llevaba zapatosplanos, un vestido de lino color cremosoy la cabeza descubierta. Fría y grave,

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atravesó la puerta y avanzó por elcamino balanceando los brazos. Su pasoera ligeramente saltarín, la seguía unabreve sombra, y parecía más bien unajoven postulante que va a visitar a laMadre Superior a que una persona queestaba a punto de provocar la máslasciva explosión de la vida mental yfísica de uno de los más grandespintores del mundo.

Era una tarde cálida y soleada. Meadormilé sentado en el cochedescapotado y no me desperté hasta alcabo de dos horas, al notar que Yasminse sentaba a mi lado.

—¿Qué ha pasado? —dije—.

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¡Dímelo, deprisa! ¿Ha ido todo bien?¿Le has visto? ¿Has conseguido lamateria prima?

Yasmin llevaba en una mano unpequeño paquete de papel pardo, y elbolso en la otra. Abrió el bolso y sacóla hoja firmada y la importantísima cosade caucho. Me lo dio todo sin decirpalabra. Tenía una extraña expresión enel rostro, mezcla de éxtasis y temorreverencial, y no parecía oír mispalabras. Era como si estuviese amuchos kilómetros de allí, a muchísimoskilómetros.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Por quéeste tremendo silencio?

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Ella miraba fijamente hacia delantea través del parabrisas, sin oírme. Teníalos ojos muy brillantes, el rostro sereno,casi beatífico, y adornado de un curiosoresplandor.

—Demonios, Yasmin —dije—.¿Qué infiernos te pasa? Parece quehayas tenido una visión.

—Ponte en marcha —dijo ella— ydéjame en paz.

Regresamos en coche al hotel sinhablar y cada uno se fue a su habitación.Examiné inmediatamente el semen almicroscopio. El esperma estaba vivopero el recuento de espermatozoidesdaba una cifra baja, muy baja. No pude

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preparar más de diez dosis. Pero erandiez magníficas dosis de veinte millonesde espermatozoides cada una. DiosSanto, pensé, estas dosis les van a costarmuchísimo dinero a ciertas personasdentro de unos años. Serán tan escasas ybuscadas como el Primer Folio deShakespeare. Pedí que me sirvieranchampagne y una bandeja de tostadas yfoie gras, y envié un mensaje a lahabitación de Yasmin para que sereuniera conmigo.

Llegó media hora después, y traíaconsigo el pequeño paquete envuelto enpapel pardo. Le serví una copa dechampagne y le preparé una tostada con

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foie gras. Aceptó el champagne peroignoró el foie gras y permaneció ensilencio.

—Anda —dije—, dime qué es loque te preocupa.

Vació su copa de un largo trago y mela acercó para que le sirviera más. Lallené de nuevo. Se bebió la mitad yluego la dejó.

—¡Por Dios, Yasmin! —exclamé—.¿Qué ha pasado?

—Me ha castigado —dijomirándome muy fijamente.

—¿Quieres decir que te ha pegado?¡Santo Dios, lo siento! ¿Quieres decirque te ha dado una paliza?

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—No seas necio, Oswald.—Entonces, ¿qué quieres decir?—Quiero decir que me ha castigado.

Es el primer hombre que me ha dejadocompletamente derrotada.

—¡Ah, ya entiendo lo que quieresdecir! ¡Santo Cielo!

—Ese hombre es algo fuera de locomún —dijo—. Es un genio.

—Claro que es un genio. Por eso lohemos elegido.

—Sí, pero es un genio maravilloso.Es tan encantador, tan amable ymaravilloso, Oswald, que jamás habíaconocido a nadie como él.

—Te ha castigado, sí.

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—Desde luego.—¿Y dónde está el problema? —

dije—. ¿Es que ahora te sientes culpablede lo que has hecho?

—Oh no —dijo—. En absolutoculpable. Estoy simplemente abrumada.

—Pues estarás muchísimo másabrumada cuando hayamos terminado —dije—. No es el único genio al que vas avisitar.

—Ya lo sé.—¿No vas a decirme que abandonas,

no?—Desde luego que no. Dame un

poco más de champagne.Llené su vaso por tercera vez en

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otros tantos minutos. Ella seguía sentaday bebiendo. Luego dijo:

—Oye, Oswald…—Te escucho.—Hasta ahora nos hemos tomado

todo esto bastante en broma, ¿verdad?Ha sido todo como un juego, ¿no?

—Nada de eso. Nos lo tomamostodo muy en serio.

—¿Y qué me dices de Alfonso?—Tú fuiste la que se lo tomó en

broma —dije.—Ya lo sé —dijo—, pero se lo

merecía. Es un bromista.—No entiendo muy bien a dónde

quieres ir a parar —dije.

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—Renoir ha sido otra cosa —dijoYasmin—. Ahí es adonde voy a parar.Es un gigante. Su obra permanecerá vivapor muchos siglos.

—Y lo mismo su esperma.—Deja de tontear y escúchame —

dijo—. Lo que quiero decirte es que haytipos que son unos bromistas. Y otrosque no lo son en absoluto. Alfonso es unbromista. Todos los reyes son unosbromistas. Y en nuestra lista haybastantes bromistas más.

—¿Cuáles?—Henry Ford es un bromista —dijo

Yasmin—. Y creo que el tipo ése deViena es un bromista. Y el de la

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telefonía sin hilos, Marconi, también loes.

—¿Por qué dices todo esto?—Lo digo porque —dijo Yasmin—

no me importa en absoluto bromear conlos bromistas. No me importa tratarlesbastante mal si tengo que hacerlo. Peroque me condene para toda la eternidad sime dedico a clavar alfileres desombrero a hombres como Renoir,Conrad y Stravinsky. No pienso hacerlodespués de lo que he visto hoy.

—¿Y qué has visto hoy?—Ya te lo he dicho, he visto a un

anciano verdaderamente grandioso ymaravilloso.

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—Que te ha castigado.—Maldita sea, y que lo digas.—Permíteme que te pregunte una

cosa. ¿Se lo ha pasado bien?—Asombrosamente bien —dijo—.

Se lo ha pasado asombrosamente bien.—Dime lo que ha ocurrido.—No —dijo ella—. No me importa

contarte cómo me va con los bromistas.Pero con los que no lo son… Ésos sonotra cosa. Eso es privado.

—¿Estaba en una silla de ruedas?—Sí. Y ahora tiene que atarse el

pincel a la muñeca porque no puedesostenerlo con los dedos.

—¿Por culpa de la artritis?

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—Sí.—¿Le has dado los polvos?—Claro.—¿No ha sido una dosis exagerada

para él?—No —dijo Yasmin—. A esas

edades lo necesitan.—Y te ha regalado un cuadro —dije,

señalando el paquetito envuelto en papelpardo.

Yasmin lo desenvolvió en estemomento y lo levantó para enseñármelo.Era un pequeño lienzo sin enmarcar querepresentaba una joven de sonrosadasmejillas, con largos cabellos dorados yojos azules, un maravilloso cuadro lleno

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de magia. Maravilloso. Desprendía unmisterioso fulgor cálido que llenó todala habitación.

—No se lo he pedido —dijo Yasmin—. Me obligó a llevármelo. ¿Verdadque es precioso?

—Sí —admití—. Bellísimo.

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16El efecto que causó Renoir en Yasmindurante aquella dramática visita aEssoyes no suprimió, gracias a Dios, ladiversión de nuestras siguientesexpediciones. Yo, personalmente, hesentido siempre dificultades paratomarme algo completamente en serio, ycreo que el mundo sería un lugar másagradable si toda la gente siguiera miejemplo. Carezco totalmente deambiciones. Mi lema —«Es mejortropezarse con una leve reprimenda querealizar cualquier tarea onerosa»—debe ser bien conocido a estas alturas

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por todos mis lectores. Pero antes dellegar a esta feliz conclusión esnecesario evidentemente tener un buenmontón de dinero. El dinero esimprescindible para un sibarita. Es lallave del reino. Los lectores detendencia criticona me dirán: «Oigausted, ¿cómo es que nos dice que notiene ambiciones? ¿No se da cuentaacaso de que el deseo de riqueza es unade las más detestables ambiciones queaquejan al ser humano?».

Esto no tiene por qué sernecesariamente cierto. Lo que determinasi una ambición es detestable o no es laforma de adquirir esa riqueza.

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Personalmente, soy una persona muyescrupulosa en relación con mismétodos. Me niego a tener nada que vercon el proceso de obtención de dinero ano ser que obedezca a dos reglas de oro.Primera, tiene que ser de una forma queme divierta muchísimo. Segunda, tieneque divertir muchísimo a las personas aquienes arrebato el botín. Se trata de unafilosofía muy simple que recomiendosinceramente a todos los magnates delmundo de los negocios, directores decasinos, ministros de Hacienda ydirectores generales del Presupuesto decualquier nacionalidad.

Hay dos cosas sobresalientes en este

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período. En primer lugar, laextraordinaria sensación de satisfacciónque Yasmin tenía después de cada visitaa un artista. Salía de la casa o el estudiocon los ojos brillantes como estrellas yuna luminosa rosa roja en cada mejilla.Lo cual me hacía meditar repetidasveces sobre la destreza sexual de loshombres de destacado genio creador.¿Acaso esta prodigiosa capacidadcreativa se derramaba hacia otrosterrenos? Y, si era así, ¿conocían losartistas algún recóndito secreto, algúnmétodo mágico para excitar a una dama,fuera del alcance de los mortalescorrientes como yo? Las rosas rojas de

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las mejillas de Yasmin y el brillo de susojos me hicieron sospechar, por muchoque me pesara, que, efectivamente, asíera.

La segunda faceta sorprendente demi plan era su extraordinaria sencillez.Parecía que Yasmin no tuviera jamás elmenor problema para conseguir quecada uno de nuestros sujetos le entregasela mercancía. No crean, cuanto máspienso en ello, más evidente resulta quelo lógico era que jamás tuviera ningúnproblema para conseguirlo. Los hombresson por naturaleza criaturas polígamas.Si a esto agregamos el claramentedemostrado hecho de que los artistas

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supremamente creativos tienden a sermás viriles y potentes que los demáshombres (del mismo modo que tambiénsuelen ser mucho más bebedores), esfácil empezar a comprender por quérazón ninguno de ellos se ponía adiscutir con Yasmin. ¿Cuál fue elresultado? Pues simplemente que nosencontrábamos con un montón de artistasdotados con una medida suprema detalento y por lo tanto de carácterhiperactivo, cargados además con losmejores polvos de escarabajo vesicantesudanés, que miraban con ojosdesorbitados a una joven deindescriptible belleza. Naturalmente,

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todos ellos vibraban inmediatamente.Desde el preciso momento en queengullían la fatal trufa de chocolate yaestaban absolutamente listos parasentencia. Estoy completamente segurode que hasta el mismo Papa de Romahubiera, en la misma situación, arrojadolejos de sí su sotana exactamente al cabode nueve minutos, al igual que todos losdemás.

Pero debo regresar un momento adonde les había dejado.

Después de Renoir, volvimos anuestro cuartel general instalado en elRitz de París. Y de allí partimos en posde Monet. Nos trasladamos en coche a

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su espléndida casa de Giverny y dejé aYasmin junto a la puerta según elmétodo ya establecido. Yasmin pasó enla casa más de tres horas, pero no meimportó en lo más mínimo. Sabía que meaguardaban en el futuro otras muchasesperas como aquélla, y había instaladoen la parte de atrás del coche unapequeña biblioteca: las completas deShakespeare, algunas cosas de JaneAusten, de Dickens, de Balzac, y elúltimo Kipling.

Al fin reapareció Yasmin, quellevaba una gran tela bajo el brazo.Caminaba lentamente, paseando por laacera como en medio de una ensoñación,

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pero cuando se acercó me fijé sobretodo en el destello de éxtasis quebrillaba en sus ojos y en las luminosasrosas encendidas en sus mejillas. Teníaaspecto de una bella tigresa mansa queacabara de engullir al emperador de laIndia y que hubiera disfrutado su sabor.

—¿Todo bien?—Magnífico —murmuró ella.—Veamos el cuadro.Era un vibrante estudio de nenúfares

del lago que había en el jardín deaquella misma casa. Verdaderamentebello.

—Me ha dicho que hago milagros.—Tiene razón.

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—Me ha dicho que soy la mujer másbella que había visto en su vida. Me hapedido que me quedara.

El semen de Monet resultó tener unamayor densidad de espermatozoides queel de Renoir a pesar de ser un añomayor que éste, y tuve la fortuna depoder preparar veinticinco dosis.Admito que cada dosis tenía solamentela cantidad mínima imprescindible deespermatozoides, veinte millones, perobastarían. De sobras. Y calculé que, enel futuro, aquellas dosis de esperma deMonet podrían llegar a valorarse encientos de miles de libras.

A continuación tuvimos un golpe de

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suerte. En aquella época se encontrabaen París un dinámico y extraordinariodirector de ballet llamado Diaghilev.Éste tenía un talento extraordinario paradescubrir grandes artistas, y en 1919estaba reagrupando su compañía tras laguerra y preparando un nuevo repertoriode ballets. Había reunido a su alrededorcon este fin a un grupo de hombresextraordinariamente dotados. Porejemplo, en aquel mismo momento:

Stravinsky había llegado a Parísprocedente de Suiza para escribir lamúsica del Pulcinella que Diaghilevquería montar. Pablo Picasso estabadiseñando los decorados.

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Picasso estaba diseñando ademáslos decorados para El sombrero de trespicos.

Henri Matisse había sido contratadopara que diseñase los figurines y eldecorado de Le Chant du Rossignol.

Y otro pintor del que no habíamosoído hablar y que se llamaba AndréDerain estaba muy ocupado preparandoel decorado de La BoutiqueFantastique.

Stravinsky, Picasso y Matisseestaban en nuestra lista. Basándonos enla teoría de que el criterio del señorDiaghilev era seguramente más firmeque el nuestro, añadimos a esta lista el

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nombre de Derain. Todos ellos estabanen París.

Fuimos primero a por Stravinsky.Yasmin se dirigió directamente hacia élmientras trabajaba al piano en lacomposición de Pulcinella. Su actitudfue más de sorpresa que de fastidio.

—Hola —le dijo—. ¿Quién esusted?

—He venido desde Inglaterra paraofrecerle una trufa —dijo ella.

Esta absurda frase, que Yasminutilizaría en otras muchas ocasiones,desarmó completamente a aquel hombreamable y acogedor. Lo demás fue muysencillo, y aunque yo ansiaba oír contar

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los detalles más salaces, Yasminpermaneció muda.

—Podrías decirme al menos quéclase de persona es.

—Brillantísimo —dijo ella—. Nopuedes imaginarte lo brillantísimo y ágile inteligente que es. Tiene una cabezaenorme y una nariz como un huevo duro.

—¿Es un genio?—Sí —dijo ella—. Es un genio.

Posee la chispa, al igual que Monet yRenoir.

—¿En qué consiste la chispa? —lepregunté—. ¿Dónde está? ¿En los ojos?

—No —dijo Yasmin—. No puededecirse que esté en un sitio en particular.

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Pero está ahí. Sabes que está ahí. Escomo un halo invisible.

Hice cincuenta dosis de semen deStravinsky.

Luego le llegó el turno a Picasso.Tenía un estudio en Rué de La Boétie ydejé a Yasmin delante de ladesvencijada puerta del edificio, en laque la pintura se caía a trozos. No habíatimbre ni llamador, de modo que Yasminla abrió simplemente empujándola yentró. En el coche, me dispuse a leer LaCousine Bette, que sigue pareciéndomelo mejor que escribió el viejo maestrofrancés.

Creo que apenas había leído cuatro

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páginas cuando se abrió de golpe lapuerta del coche y Yasmin entró atrompicones y se dejó caer en el asientoa mi lado. Tenía el cabelloabsolutamente revuelto y resoplabacomo un cachalote.[6]

—¡Por Cristo, Yasmin! ¿Qué hapasado?

—¡Dios mío! —boqueó ella—. ¡Oh,Dios mío!

—¿Te ha echado? —exclamé—. ¿Teha hecho daño?

Yasmin jadeaba demasiado paracontestar inmediatamente. Un torrente desudor la bajaba por las sienes. Parecíacomo si hubiese dado cuatro vueltas a la

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manzana perseguida por un maníacoarmado de un cuchillo de carnicero.Esperé a que se repusiera.

—No te preocupes —dije—. Porfuerza teníamos que encontrarnos conalgún fracaso.

—¡Este tipo es un demonio! —dijoYasmin.

—¿Qué te ha hecho?—¡Es un toro! ¡Es un pequeño toro

zaino!—Sigue.—Cuando entré estaba pintando una

tela muy grande, y él se ha dado lavuelta con los ojos tan abiertos que se lehan quedado redondos como círculos,

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unos ojos muy negros, y ha gritado«Olé» o algo así y entonces ha idoacercándose muy lentamente y medioagachado como si estuviera a punto desaltar…

—¿Y ha saltado?—Sí —dijo—. Ha saltado.—Santo Dios.—Ni siquiera ha dejado el pincel.—Así que no has tenido tiempo de

ponerle el impermeable, ¿verdad?—Lo siento pero no. No he tenido

tiempo ni siquiera de abrir el bolso.—Diablos.—He sido barrida por un huracán,

Oswald.

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—¿No hubieses podido frenarle unpoco? ¿No recuerdas lo que hiciste aWoresley para frenarle?

—A éste no le hubiera frenado nada.—¿Te ha echado al suelo?—No. Me ha arrojado contra un

mueble sucísimo con aspecto de sofá.Había tubos de pintura por todas partes.

—Todavía llevas pintura encima.Mírate el vestido.

—Ya lo sé.Sabía que no podía echarle a

Yasmin la culpa de lo ocurrido. Pero almismo tiempo me sentía fastidiado.Confié en que no se repitiera.

—¿Y sabes lo que ha hecho luego?

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—dijo Yasmin—. Se ha abrochado labragueta y me ha dicho: «Gracias,mademoiselle. Ha sido muy refrescante.Ahora tengo que trabajar otra vez.»

—¡Y se ha dado la vuelta, Oswald!¡Se ha dado la vuelta y se ha puesto apintar otra vez!

—Es español —dije—, comoAlfonso.

Salí del coche, puse en marcha elmotor con la manivela y cuando volví asubir encontré a Yasmin que trataba dearreglarse el cabello mirándose alretrovisor.

—Detesto decirlo —dijo—, pero hedisfrutado una barbaridad.

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—Ya me lo imaginaba.—Qué vitalidad tan fenomenal.—Dime —le pregunté—, ¿crees que

monsieur Picasso es un genio?—Sí —respondió ella—. Es un tipo

muy fuerte. Algún día llegará a serbrutalmente famoso.

—Maldita sea.—No podemos ganar siempre,

Oswald.—Parece que no.El siguiente era Matisse.Yasmine estuvo con monsieur

Matisse durante unas dos horas, y queme condene ahora mismo si la bribonano salió cargada con otro lienzo. Esa

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tela era pura magia, un paisaje Fauvecon árboles azules, verdes y rojos,firmado y fechado en 1905.

—Fantástico cuadro —dije.—Fantástico tipo —dijo ella. Y fue

todo lo que quiso decirme acerca deHenri Matisse. Ni una sola palabra más.

Cincuenta dosis.

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17Mi depósito portátil de nitrógenolíquido empezaba a estar bastante lleno.Teníamos ya del rey Alfonso, de Renoir,de Monet, de Stravinsky y de Matisse.Pero todavía cabían más. Las dosis erande un cuarto de centímetro cúbico defluido y los recipientes en los que lascolocábamos eran apenas más gruesosque el palo de una cerilla, y la mitad deesa longitud. Cincuenta de estosreducidos recipientes bien colocados enuna bandeja metálica ocupabanpoquísimo espacio. Decidí que en esteviaje debíamos conseguir tres bandejas

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más, y le dije a Yasmin que visitaríamosa Marcel Proust, Maurice Ravel y JamesJoyce. Todos ellos vivían en la zona deParís.

Si he dado la impresión de queYasmin y yo hacíamos estas visitas endías más o menos consecutivos, se tratade una impresión equivocada. De hechoactuábamos lenta y cautelosamente.Generalmente dejábamos transcurrir unasemana entre una visita y la siguiente.Esto me daba tiempo para investigar afondo las costumbres de la siguientevíctima antes de caer sobre ella. Nuncanos limitábamos a ir en coche hasta unacasa, llamar al timbre y confiar que todo

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saliera bien. Antes de llamar, meenteraba de todo lo que había que saberacerca de sus costumbres y horarios detrabajo, de su familia y sus criados encaso de que tuvieran, y elegíamosmeticulosamente el momento másapropiado. Pero incluso así a vecesYasmin tenía que esperar un rato en elautomóvil hasta que la esposa o lacriada salían de compras.

Nuestro siguiente objetivo eramonsieur Proust. Tenía cuarenta y ochoaños, y hacía seis que había publicadoDu côté de chez Stvann. Ahora acababade publicar A l’ombre des jeunes filiesen fleur. Este libro había sido recibido

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con gran entusiasmo por parte de loscríticos, y con él había obtenido elpremio Goncourt. Pero yo estaba unpoco nervioso en relación con su caso.Mis investigaciones me habíandemostrado que se trataba de una piezaun poco especial. Era rico eindependiente. Era un snob. Eraantisemita. Era vanidoso. Erahipocondríaco y padecía asma. Dormíahasta las cuatro de la tarde y pasaba lanoche entera despierto. Vivía con unafiel y vigilante criada que se llamabaCéleste y residía en aquel momento enun piso situado en el número 8 bis de laRué Laurent-Pichet. La casa pertenecía a

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la famosa actriz Réjane, y el hijo deRéjane vivía en el piso inmediatamenteinferior al de Proust, mientras que lamisma Réjane ocupaba todo el resto dela casa.

Averigüé que, desde el punto devista literario, monsieur Proust era unhombre absolutamente carente deescrúpulos que estaba dispuesto a usartanto la persecución como el dinero a finde inspirar artículos encomiásticossobre sus libros. Y por si todo esto fuerapoco, era absolutamente homosexual.Ninguna mujer, aparte de la fiel Céleste,recibía jamás autorización para entrar ensu dormitorio. A fin de estudiarle más

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de cerca, conseguí que me invitaran acenar en casa de su amiga íntima laprincesa Soutzo. Y allí descubrí quemonsieur Proust tenía un aspectodespreciable. Con un bigotito negro, susojos redondos y saltones y su tiporedondeado y bajito, tenía unextraordinario parecido a un actor de lapantalla cinematográfica que se llamabaCharlie Chaplin. En casa de la princesaSoutzo se quejó constantemente de quehubiera corrientes de aire en elcomedor, trataba a los invitados como sifueran su corte, y daba por supuesto quecuando él hablaba todo el mundo debíapermanecer en silencio. Recuerdo dos

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declaraciones increíbles que pronuncióaquella velada. De un hombre queprefería a las mujeres, dijo:

—Respondo de él. Escompletamente anormal.

En otro momento le oí decir:—La preferencia por los hombres

conduce a la virilidad.En resumen, era un caso espinoso.—Espera un momento —me dijo

Yasmin cuando le hube contado esto—.Antes prefiero condenarme que ir a porese marica.

—¿Por qué?—No seas tan bobo, Oswald. Si es

una loca desbocada al cien por cien…

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—Él dice que es invertido.—Me importa un rábano lo que él

diga.—Es una palabra sumamente

proustiana —dije—. Mira la definicióndel verbo «invertir» en el diccionario, yverás que dice: «poner boca abajo».

—Muchas gracias, pero no voy apermitir que me ponga boca abajo —dijo Yasmin.

—No te excites.—En cualquier caso, sería una

pérdida de tiempo. Ni siquiera medirigiría una mirada.

—Creo que lo haría.—¿Qué quieres que haga, que me

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disfrace de monaguillo?—Le daremos una dosis doble de

polvos de escarabajo vesicante.—Eso no servirá para que cambie

de hábitos.—No —dije—, pero se pondrá tan

caliente que no le importará cuál sea tusexo.

—Me invertirá.—No lo hará.—Me invertirá como si yo fuera un

capital.—Llévate un alfiler de buen tamaño.—De todos modos, no funcionará —

se resistió—. Si es un auténticomariconazo de veinticuatro quilates,

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todas las mujeres le resultaránigualmente repulsivas.

—Es importantísimo queconsigamos su mercancía —insistí—.Nuestra colección no estaría completasin cincuenta dosis de Proust.

—¿Tan célebre es?—Lo será —afirmé—. Estoy seguro.

En el futuro habrá una gran demanda dehijos de Proust.

Yasmin miró a través de lasventanas del Ritz el nublado cielo grisdel verano parisino.

—En ese caso, solamente hay unasolución —concluyó.

—¿Cuál?

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—Hazlo tú mismo.Me sentí tan escandalizado que

pegué un salto.—Poco a poco —le dije.—Lo que él quiere es un varón —

dijo ella—. Pues bien, tú eres varón.Eres el gancho perfecto. Eres joven,guapo y lascivo.

—Sí, pero no soy ningúnGanimedes.

—¿No tienes cojones?—Claro que sí. Pero el especialista

en el trabajo sobre el terreno eres tú, noyo.

—Y ¿quién lo ha dicho?—No podré hacerlo con un hombre,

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Yasmin, lo sabes muy bien.—No es un hombre. Es un marica.—¡Por Dios! —exclamé—. ¡Que me

condene si dejo que ese sodomita se meacerque! ¡Deberías saber que hasta unalavativa me deja una semana entera conel mal de San Vito!

Yasmin estalló a carcajadas.—Supongo que ahora vas a decirme

que tienes el esfínter pequeño.—Eso, y no pienso dejar que me lo

ensanche monsieur Proust, muchasgracias.

—Oswald, eres un cobarde.Habíamos llegado a un punto muerto.

Me quedé muy malhumorado. Yasmin se

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levantó y se preparó una copa. Yo laimité. Estuvimos un rato bebiendo ensilencio. Era la hora del crepúsculo.

—¿Dónde cenamos esta noche? —pregunté.

—Me da igual —dijo ella—. Creoque antes deberíamos tratar de resolverel asunto de Proust. Detesto la idea deque se nos escape ese microbio.

—¿Se te ocurre alguna idea?—Estoy pensando.Terminé mi copa y me preparé otra.—¿Quieres otra?—No —rehusó Yasmin.La dejé pensar. Al cabo de un rato

me dijo:

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—Bueno. Me gustaría saber si estofuncionaría.

—¿Qué?—Acaba de ocurrírseme una idea.—Cuenta.Yasmin no contestó. Se puso en pie,

fue hasta la ventana y se asomó. Estuvoasomada en esa ventana durante cincominutos largos, inmóvil, profundamenteconcentrada, y yo me quedé mirándolapero sin decir palabra. Luego vi que derepente echaba la mano derecha haciaatrás y empezaba a dar manotazos en elaire como si estuviera cazando moscas.Y ni siquiera se volvió. Siguió conmedio cuerpo fuera de la ventana y

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dando golpes a las inexistentes, moscasque revoloteaban a su espalda.

—¿Qué démonios ocurre?Yasmin dio por fin media vuelta, me

miró, y vi que una ancha sonrisa sedibujaba en sus labios.

—¡Es una idea magnífica! —exclamó—. ¡Me encanta! ¡Soy una chicalistísima!

—Vomítalo de una vez.—Será difícil, y voy a tener que

actuar con mucha rapidez, pero soy unbuen recogedor. Pensándolo bien, eramejor recogedor que mi hermano cuandojugábamos a cricket.

—¿De qué diablos estás hablando?

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—dije.—Suponía que tendría que

disfrazarme de hombre.—Eso es fácil. No habría ningún

problema.—Un joven guapísimo.—¿Y tendrías que darle polvos de

escarabajo?—Ración doble —dijo.—¿No hay en eso demasiado riesgo?

No te olvides como puso una racióndoble al pobre Woresley.

—Así es exactamente como quieroque se ponga —dijo—. Quiero que seponga morado de ganas.

—¿Te importaría decirme qué es

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exactamente lo que te propones hacer?—le pregunté.

—No hagas tantas preguntas,Oswald. Déjalo de mi cuenta. Consideroa monsieur Proust como una piezavaliosa. Pertenece al género de losbromistas, y como a un bromista letrataré.

—Me temo que no es de ésos.También es un genio. De todos modos,llévate el alfiler. El alfiler real. El queha penetrado tres centímetros en eltrasero del rey de España.

—Me sentiría mejor si me llevase uncuchillo de carnicero.

Nos pasamos los días que siguieron

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preparando el disfraz de jovencito paraYasmin. Le dijimos al modisto, alpeluquero y al zapatero que estábamospreparándola para un baile de disfraces,y todos trabajaron con entusiasmo. Esasombroso el cambio que puedeproducir una buena peluca. En cuanto sela ponía y se quitaba el maquillaje, elrostro de Yasmin adquiría aspectomasculino. Elegimos unos pantalones decolor gris claro, ligeramenteafeminados. Una camisa azul, unapajarita de seda, un chaleco de sedaestampado con flores y una chaqueta detono dorado oscuro. Los zapatos eran decolor castaño y blanco. El sombrero era

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de fieltro flexible de color tabaco y alamuy ancha. Suprimimos las curvas delnoble tronco de Yasmin envolviéndolascon un vendaje ancho de crespón. Laenseñé a hablar con un susurro suaveque permitía disimular el timbre, yensayé con ella detenidamente todo loque tenía que decir, primero alentrevistarse con Céleste cuando ésta leabriera la puerta, y luego con monsieurProust cuando la condujeran ante supresencia.

Al cabo de una semana estábamoslistos. Yasmin no me había contadotodavía cómo pensaba salvarse de serinvertida a la manera auténticamente

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proustiana, y yo no la forcé a explicarse.Me bastaba con que hubiese aceptado latarea de ir a por él.

Decidimos que llegara a la casa alas siete y media. A esa hora nuestravíctima ya llevaría levantado sus buenastres horas. Ayudé a Yasmin a vestirse ensu habitación del Ritz. La peluca erapreciosa. Su cabello era de colorbroncíneo-dorado, levemente rizado yun poquito largo. Los pantalones grises,el chaleco floreado y la chaqueta doradala convirtieron en un encantador, aunqueligeramente afeminado, joven.

—Ningún «dante» resistiría latentación de darte —dije.

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Ella sonrió, pero no hizo ningúncomentario.

—Espera —le dije—. Falta unacosa. En tus pantalones se echa demenos un bulto. Eso nos traicionaría.

En un aparador había una bandejacon fruta, regalo de la administracióndel hotel. Elegí un plátano pequeño.Yasmin se bajó los pantalones y fijamosel plátano a la parte superior de sumuslo con esparadrapo. Cuando volvióa subirse los pantalones el efectoresultaba electrizante: un sugerente ehipnotizador bulto, justo en el lugaradecuado.

—Él se fijará en eso —dije—. Se

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volverá loco por ti.

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18Bajamos y nos fuimos hacia elautomóvil. Conduje hasta la RueLaurent-Pichet y lo detuve unos veintemetros antes de llegar al número ocho,en la acera de enfrente.

—Adiós —le dije— y buena suerte.Le encontrarás en el segundo piso.

Yasmin bajó del coche.—El plátano resulta un poco

incómodo —dijo Yasmin.—Ahora ya sabes en qué consiste

ser un hombre —dije.Yasmin dio media vuelta y se fue

hacia la casa con las manos en los

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bolsillos de los pantalones. Vi queprobaba de empujar la puerta, que cedióabriéndose directamente, debido contoda probabilidad a que el edificioestaba dividido en varios apartamentos.Yasmin entró.

Me acomodé en el automóvil paraesperar el resultado. Yo, el general,había hecho todo cuanto podía parapreparar la batalla. Lo demás quedabaen manos de Yasmin, el soldado. Ibabien armada. Llevaba una dosis doble—según habíamos decidido finalmente— de polvos de escarabajo vesicante, yun largo alfiler en cuya afilada puntaquedaban todavía restos de sangre real

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española, pues Yasmin se había negadoa limpiarlos.

Era una tarde nublada y calurosa deagosto. Mi Citroën Torpedo estabadescapotado. Mi asiento era cómodo,pero estaba demasiado nervioso paraconcentrarme en la lectura. Tenía antemí una buena vista de la casa, y fijé misojos en ella con cierta fascinación. Veíalas anchas ventanas del segundo piso, elde monsieur Proust, pero aunque lascortinas de terciopelo verde estabanabiertas no podía ver el interior. Yasminestaba ahora allí arriba, probablementeen esa misma habitación, y estaríadiciendo, de acuerdo con las

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meticulosas instrucciones que yo lehabía dado, «Perdóneme usted,monsieur, pero estoy enamorado de suobra. He venido desde Inglaterrasimplemente para rendir homenaje a sugrandeza. Acepte por favor esta caja detrufas…, son deliciosas… ¿Le importaque coja una? Tome, ésta para usted…»

Esperé veinte minutos. Treintaminutos. Miraba el reloj. Teniendo encuenta la escasa simpatía que Yasminhabía mostrado por «ese marica», comoella le había llamado, supuse que noha b r í a tête à tête ni agradableconversación al terminar, a diferenciade lo ocurrido con Renoir y Monet. La

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visita a Proust, reflexioné, tenía que serbreve, y posiblemente bastante dolorosapara el gran escritor.

Acerté en lo breve. Treinta y tresminutos después de que Yasmin entrase,vi que se abría la gran puerta negra deledificio, y ella salía a la calle.

Mientras caminaba en direcciónhacia mí, busqué en su vestido huellasde violento desorden. Pero no encontréninguna. El sombrero color tabacoseguía dispuesto sobre su cabeza con lamisma picara inclinación que cuandoentró, y en conjunto tenía un aspecto tanaseado y elegante al salir como mediahora antes.

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¿El mismo aspecto? ¿No caminabacon cierta exagerada parsimonia? Sí,ciertamente. ¿No mostraba ciertatendencia a desplazar sus espléndidosmuslos con muchas precauciones? Sí,indiscutiblemente. Caminaba, de hecho,como una persona que acabase dedesmontar de una bicicleta después dehaber realizado un largo trayecto sobreun sillín incómodo.

Estas pequeñas observaciones metranquilizaron. Eran la prueba, sin duda,de que mi galante soldado habíaparticipado en un encarnizado combate.

—Muy bien —le dije cuando subióal auto.

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—¿Por qué crees que he tenidoéxito?

Nuestra Yasmin tenía muchoaplomo.

—No me dirás que ha salido mal.No respondió. Se instaló en el

asiento y cerró la puerta.—Necesito saberlo, Yasmin, porque

si traes el botín tengo que regresarrápidamente y disponerme a congelarloen seguida.

Lo traía. Claro que lo traía. Regresérápidamente al hotel y preparé cincuentadosis excepcionales. Cada una de ellas,de acuerdo con el recuento realizadobajo el microscopio, contenía al menos

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setenta y cinco millones deespermatozoides. Sé que eran dosis muypotentes porque en este momento,cuando escribo estas palabrasdiecinueve años después delacontecimiento, puedo asegurarpositivamente que andan corriendo porFrancia catorce niños que llevan lasangre de Proust en sus venas. Sólo yosé quiénes son. Estos asuntos sonsecretísimos. Secretos que guardamosyo y las respectivas madres. Losesposos no están enterados. Es unsecreto de la madre. Pero tendrían quever ustedes a esas bobas, ricas yambiciosas madres apasionadas por la

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literatura. Cada una de ellas, alcontemplar orgullosamente a suproustiano hijo, se dice a sí misma queha dado a luz a un niño que con casiabsoluta seguridad será un gran escritor.Bien, pues esa madre se equivoca.Todas esas madres se equivocan. Nohay prueba alguna de que los grandesescritores engendren grandes escritores.De vez en cuando engendran escritoresde poca monta, pero de ahí no pasan.

Existe, creo, una proporción algomayor de pruebas que confirman que losgrandes pintores engendran a vecesgrandes pintores. Por ejemplo, Teniers,Brueghel, Tiépolo e incluso Pissarro. Y

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entre los músicos, el maravilloso JohanSebastian era tan absolutamente genialque le resultó imposible no transmitirparte de esa genialidad a sus hijos. Peroentre los escritores no ocurre lo mismo.Los grandes escritores suelen brotar casisiempre de tierras pedregosas, y sonhijos de mineros, matarifes o maestrospobres. Pero esta sencilla evidencia noimpedía a cierto número de damas ricasy ávidas de snobismo literario quedesearan un hijo del brillante monsieurProust, o del extraordinario misterJames Joyce. Mi objetivo, de todosmodos, no era propagar la genialidadsino ganar dinero.

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Cuando terminé de preparar lascincuenta dosis de semen de Proust y desumergirlas sanas y salvas en nitrógenolíquido, ya eran casi las nueve de lanoche. Yasmin se había bañado ycambiado de ropa, y, vestida ahora conun magnífico atuendo femenino, la llevéa Maxims para celebrar nuestro éxitocon una cena espléndida. Todavía no mehabía contado lo ocurrido.

Mi diario a partir de esa fecha meinforma de que los dos empezamos esacena con una docena de escargots. Eraen pleno agosto y como empezaban allegar a Escocia y Yorkshire losprimeros gallos de monte, pedimos uno

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para cada uno, e indiqué al maître quenos los sirvieran muy crudos. El vinosería una botella de Volnay, uno de misborgoñas favoritos.

—Bien —dije después de pedir todoesto—. Cuéntamelo todo.

—¿Quieres que te lo cuente golpepor golpe?

—Hasta el menor detalle.Había en la mesa una bandejita con

rábanos y Yasmin se metió uno en laboca y se puso a masticarlo.

—Había un timbre en la puerta —dijo al terminar—, de modo que llamé.Céleste abrió la puerta y me lanzó unamirada asesina. Hubieras debido ver a

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Céleste, Oswald. Es muy flaca, tiene lanariz afilada, los labios delgados comola hoja de un cuchillo y dos ojitospequeños y castaños que me miraron depies a cabeza llenos de antipatía. “¿Quédesea?”, dijo secamente, y yo recité lode que acababa de llegar de Inglaterrapara entregarle un regalo al gran escritorque adoraba. “Monsieur Proust estátrabajando”, dijo Céleste, y trató decerrar la puerta. Yo metí el pie, la abríle golpe y entré. “No he recorrido todaesa distancia para que me cierren lapuerta en las narices”, dije. “Tenga laamabilidad de informar al señor de quehe venido a verle.”

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—Bien hecho —le dije.—Tenía que acobardarla, no había

otra solución. Céleste me dirigió otramirada asesina. “¿Su nombre?”, mepreguntó. “Anuncie a mister Bottomley”,respondí, “de Londres”. El nombre megustó bastante.

—Muy adecuado [7] —dije—. ¿Teanunció la criada?

—Desde luego. Y salió al vestíbuloel gracioso y diminuto sodomita de ojossaltones, todavía con la pluma en lamano.

—¿Qué ocurrió entonces?—Yo me lancé inmediatamente a

pronunciar el pequeño discurso que me

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habías enseñado, empezando por lo de“Perdóneme usted, monsieur…”, peroapenas había pronunciado media docenade palabras cuando él levantó la mano yexclamó: “¡Basta! ¡Ya le he perdonado!”Me miraba con ojos desorbitados, comosi yo fuese el muchacho más guapo ydeseable y picante que hubiese visto ensu vida, y apuesto lo que quieras a queasí era.

—¿Te habló en inglés o en francés?—Mitad y mitad. Habla inglés

bastante bien, más o menos como yo elfrancés, de modo que no importaba.

—¿Y se ha enamorado de ti alinstante?

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—No podía quitarme los ojos deencima. “No la necesitaré más, Céleste,Gracias”, dijo relamiéndose los labios.Pero a Céleste no le gustó el asunto.Seguía enfurruñada. Olía el lío.

»“Puede irse, Céleste”, dijomonsieur Proust, elevando el tono de suvoz.

»Pero ella insistía en quedarse.“¿No desea usted nada más, monsieurProust?”

»“Deseo que me deje solo”, cortó él,y ella salió indignada caminando congrandes zancadas.

»“Hágame el favor de sentarse,monsieur Bottomley —dijo—. ¿Quiere

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dejarme su sombrero? Le pido milperdones por la actitud de mi criada. Esexageradamente protectora.”

»“¿De qué le protege, señor?”»Él me sonrió, mostrándome una

horrible dentadura, llena de huecos. “Deusted”, dijo suavemente.

»¡Canastos!, pensé, van a invitarmede un momento a otro. En ese momento,Oswald, pensé que lo mejor sería nodarle polvos de escarabajo vesicante.Aquel hombre ya estaba babeando delujuria.

Si me hubiese agachado aunque sólohubiese sido un instante para atarme loscordones de los zapatos, se hubiera

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arrojado sobre mí.—Pero se los diste, ¿no?—Se los di —dijo Yasmin—. Le di

la trufa.—¿Por qué?—Porque en cierto sentido es más

fácil manipularlos cuando estánsometidos a la influencia de los polvos.Entonces no saben demasiado bien loque hacen.

—¿Funcionó bien la trufa?—Siempre funciona bien —dijo—.

Pero esta vez era una dosis doble, asíque funcionó mejor.

—¿Mucho mejor?—Los sodomitas son diferentes —

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dijo ella.—No lo dudo.—Verás, cuando un hombre

corriente queda enloquecido por elescarabajo vesicante, lo único quequiere es violar a la mujer allí mismo.Pero cuando el que se quedaenloquecido por los polvos es unhomosexual, lo primero que piensa no esen ponerse a sodomizarte allí mismo.Primero lanza violentos ataques,tratando de agarrarte la verga.

—Una situación algo difícil para ti.—Y que lo digas —dijo Yasmin—.

Sabía que si le dejaba acercarse losuficiente como para cogerme, todo lo

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que iba a encontrar era un plátano hechopapilla.

—¿Qué hiciste entonces?—Me dediqué a saltar para ponerme

fuera de su alcance. Y al final,naturalmente, aquello se convirtió en unapersecución. Él corría detrás de mí portoda la habitación, tirando todo lo queencontraba a su paso.

—Muy agotador.—Sí, y encima, a mitad de la cacería

se abrió la puerta y apareció ladesagradable criada que dijo:“Monsieur Proust, este ejercicio es muymalo para su asma.”

»“¡Largo de aquí! —chilló él—.

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¡Lárgate de aquí, so bruja!”—Imagino que ella está bastante

acostumbrada a estas cosas —dije.—Estoy segura de que lo está —dijo

Yasmin—. Fuera como fuese, en mediode la habitación había una mesa tanlarga que en seguida comprendí quemientras no me apartase de ella jamáspodría alcanzarme. Lo malo era que a élparecía divertirle mucho esta parte delasunto, y en seguida pensé que estapersecución por todo el cuarto debía seruna primera fase esencial para esta clasede tipos.

—Algo así como unprecalentamiento.

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—Exacto —dijo ella—. Y mientrasdábamos vueltas y más vueltas a lamesa, él no dejaba de decirme cosas.

—¿Qué clase de cosas?—Guarradas —dijo ella—. No vale

la pena repetirlas. Por cierto que lo delplátano bajo los pantalones fue un error.

—¿Por qué?—Abultaba demasiado —dijo—. Él

se fijó en seguida. Y mientras meperseguía alrededor de la mesa, ibaseñalándolo y cantándole alabanzas. Yoansiaba decirle que no era más que unestúpido plátano de un frutero del HotelRitz, pero no podía hacerlo. El plátanole ponía ciego, y a cada segundo eran

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más fuertes los efectos del escarabajovesicante. Y de repente comprendí quetenía que resolver además otro graveproblema. ¿Cómo diablos iba a podercolocarle el artilugio de caucho antes deque saltase sobre mí? Me parece que nohubiera colado decirle que se trataba deuna precaución imprescindible, ¿no teparece?

—Cierto.—Quiero decir que, al fin y al cabo,

¿qué razón podía darle para tratar deexplicar simplemente el hecho de que lollevara en el bolsillo?

—Difícil —convine con ella—. Unasunto francamente difícil. ¿Cómo lo

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resolviste?—Al final le dije: “Monsieur Proust,

¿me desea?”»“¡Sí!”, chilló él. “¡Le deseo más

que a nadie en mi vida! ¡Deje deescapar!”

»“Todavía no —le dije—. Antestiene que ponerse esta cosa tan graciosa,para que no se le enfríe.” Me lo saquédel bolsillo y se lo lancé por encima dela mesa. Él dejó de perseguirme y sequedó mirándolo. Dudo que hubiesevisto ninguno antes. “¿Qué es esto?”,preguntó.

»“Es un cosquilleador —le respondí—. Uno de nuestros famosos

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cosquilleadores. Un invento de místerOscar Wilde.”

»“¡Oscar Wilde! —exclamó—.¡Gran tipo!”

»“Sí, y además fue el inventor deeste aparato —dije—, con ayuda deLord Alfred Douglas.”

»“¡Lord Alfred también era unmuchacho excelente!”, exclamó.

»“El rey Eduardo VII —dije,remachando el clavo—, llevabaconmigo un cosquilleador, a dondequiera que fuese.”

»“¡El rey Eduardo VII! —exclamó—. ¡Dios mío!” Cogió el pequeñoartilugio que se encontraba todavía

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sobre la mesa. “Entonces, ¿va bien?”»“Duplica el placer —dije—.

Póngaselo rápidamente, sea buen chico.Estoy impacientándome.”

»“Ayúdeme”.»“No —contesté—. Hágalo usted

mismo.” Y mientras él trataba decolocárselo, yo…, bueno…, tenía queasegurarme que no viera ni el plátano nitodo lo demás, ¿no crees? Y sinembargo sabía que había llegado eltemido momento en el que iba a tenerque bajarme los pantalones…

—Ahí sí que había riesgo…—Era inevitable, Oswald. De modo

que mientras él manipulaba el gran

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invento de Oscar Wilde, le di laespalda, me bajé los pantalones y adoptéla posición que imaginaba sería lacorrecta, doblándome sobre el respaldodel sofá…

—Dios mío, Yasmin, no me dirásque pensabas permitirle que…

—Desde luego que no —replicóYasmin—, pero tenía que esconder elplátano e impedirle que lo alcanzara.

—Ya, pero, ¿saltó sobre ti?—Se lanzó sobre mí como un ariete.—¿Y cómo lograste escabullirte?—No me escabullí —contestó ella

sonriendo—. Ahí está la cuestión.—No te sigo —dije—. Si se lanzó

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sobre ti como un ariete y no lograsteescabullirte, quiere decir que te metió elespolón.

—No me metió el espolón de lamanera que tú imaginas. Verás, Oswald,yo recordé una cosa. Recordé lo que mecontaste que ocurrió con el toro de A. R.Woresley y su hermano. Recordé queellos dos engañaron al toro haciéndolecreer que había metido la verga en unsitio, cuando en realidad la tenía en otro.Recordé que A. R. Woresley habíaagarrado la verga del toro y la habíadesviado hacia otro receptáculo.

—¿Fue esto lo que hiciste estatarde?

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—Sí.—Pero, naturalmente, no la metiste

en una bolsa, como hizo A. R. Woresley,¿verdad?

—No seas necio, Oswald. No me hahecho falta ninguna bolsa.

—No, claro… No la necesitabas.Ahora entiendo lo que quieres decir…Pero, ¿no era un poco difícil de hacer?Me refiero a que, encontrándote tú deespaldas…, y como él arremetía contrati como un ariete… ¿Habrás tenido queactuar con muchísima rapidez, no?

—He sido rápida. La he atrapado enel aire.

—¿Y él no se ha dado cuenta?

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—Tanto como el toro —dijo Yasmin—. Menos incluso. Y te diré por qué.

—¿Por qué?—En primer lugar, él estaba

enloquecido por los polvos deescarabajo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.—Y gruñía y roncaba y agitaba los

brazos, ¿de acuerdo?—De acuerdo.—Y llevaba la cabeza alta, como el

toro, ¿de acuerdo?—Es probable, sí.—Y, lo más importante, él estaba

seguro de que yo era un hombre.Pensaba que se estaba tirando a un

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hombre, ¿de acuerdo?—Claro.—Y tenía la verga en buen sitio. Se

lo estaba pasando bien, ¿de acuerdo?—De acuerdo.—De modo que para él, sólo podía

haberla metido en un sitio. ¿Acasotienen los hombres algún otro sitiodonde metérsela?

Me quedé mirándola boquiabierto deadmiración.

—Por fuerza tenía que confundirle.Y, tras decir esto, Yasmin sacó un

caracol de su concha imprimiéndole unmovimiento de torsión y se lo llevó a laboca.

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—Brillante —dije—.Indiscutiblemente brillante.

—Yo también me he sentido muysatisfecha.

—Es el mayor engaño de la historia.Insuperable.

—Gracias, Oswald.—Solamente hay una cosa que no

acabo de comprender.—¿Cuál?—¿Acaso no apuntó bien cuando se

acercó a ti cargando como un ariete?—Sólo en cierto modo.—Pero, tiene fama de gozar de gran

puntería. Tiene mucha experiencia.—Mi querido espantajo —dijo

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Yasmin—, parece que no te acaba deentrar en la cabeza la idea de cómo seponen los hombres cuando han tomadouna dosis doble.

Desde luego que me entra, me dije.Yo me encontraba detrás de losarchivadores cuando A. R. Woresleytomó su dosis doble.

—No —dije—. No me cabe en lacabeza. ¿Cómo se ponen los hombrescuando toman una dosis doble?

—Se desbocan. No saben,literalmente, lo que se hacen. Hubierapodido perfectamente introducírsela enuna jarra de cebolletas en salmuera ytampoco se hubiese enterado de la

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diferencia.Al cabo de los años he descubierto

una verdad sorprendente pero simpleacerca de las jovencitas: cuanto másbonitos son sus rostros, más delicadosson sus pensamientos. Yasmin no erauna excepción. Allí estaba ahora,sentada al otro lado de la mesa deMaxims, con un maravilloso vestido deFortuny y con el mismísimo aspecto quedebía tener la reina Semíramis en eltrono de Egipto, y diciendo groserías sinparar.

—No dices más que groserías —ledije.

—Soy una grosera —afirmó

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sonriente.Llegó el Volnay y lo probé. Un vino

maravilloso. Mi padre solía decir queno se debe jamás prescindir de unVolnay de una buena bodega si lo veíasen una carta.

—¿Cómo lograste salir tanrápidamente? —le pregunté a Yasmin.

—Es un tipo bastante bruto y pareceque tenga el cuerpo lleno de pinchos.Me daba la misma sensación que si seme hubiera subido encima una langostagigante.

—Una experiencia brutal.—Horrible. Llevaba una gruesa

cadena de oro en el chaleco que se me

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clavaba continuamente contra miespalda. Y un reloj enorme en elbolsillo del chaleco.

—Estas cosas no pueden hacerleningún bien al reloj.

—No —dijo ella—. Lo oí crujir.—Sí, bueno…—Este vino es fantástico, Oswald.—Ya lo sé. Pero, ¿cómo lograste

salir de allí tan deprisa?—Eso será un problema cuando les

demos los polvos a los jóvenes —dijo—. ¿Cuántos años tiene este tipo?

—Cuarenta y ocho.—Está en la plenitud de la vida. No

es lo mismo cuando ya han cumplido los

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setenta y seis. A esta edad, aun con lospolvos de escarabajo vesicante en elcuerpo, se les acaban las fuerzas enseguida.

—¿Y a monsieur Proust no?—¡Santo Cielo, qué va! Era el

movimiento perpetuo. Una langostamecánica.

—¿Qué hiciste?—¿Qué podía hacer? O él o yo, me

dije. De modo que en cuanto le llegó laexplosión y entregó la mercancía, metíla mano en el bolsillo de mi chaqueta ysaqué el alfiler.

—¿Se lo clavaste?—Sí, pero no olvides que esta vez

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tenía que estirar el brazo hacia atrás, yno era tan fácil. Es difícil golpear confuerza.

—Me lo figuro.—Por suerte, mi mejor golpe

siempre ha sido el revés.—¿Jugando a tenis?—Sí —dijo Yasmin.—¿Le acertaste a la primera?—Di justo al lado de la línea de

saque. Y se lo hundí más que al rey deEspaña. Un golpe fatal.

—¿Protestó?—¡Oh, Dios mío! Se puso a gritar

como un cerdo. Y empezó a bailar portoda la habitación soltando gritos de

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dolor, agarrándose el trasero ychillando: «¡Céleste! ¡Céleste! ¡Corra!¡Corra a buscar un médico! ¡Me hanapuñalado!» Seguramente la criadaestaba espiando por el ojo de lacerradura porque entró súbitamente ycorrió hacia él preguntándole: «¿Dónde?¿Dónde? ¡Déjeme ver!»

Y mientras ella le examinaba laespalda, le arranqué la importantísimabolsita de caucho y salí volando de lahabitación subiéndome de paso lospantalones por el camino.

—Bravo —dije—. Qué triunfo.—Y muy divertido además —

subrayó Yasmin—. He disfrutado

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mucho.—Sueles hacerlo.—Deliciosos caracoles. Grandes,

magníficos y jugosos.—En la granja de caracoles los

ponen en serrín durante dos días antesde ponerlos a la venta —le expliqué.

—¿Por qué?—Para que los caracoles se purguen

ellos mismos. ¿En qué momentoconseguiste que te firmara la hoja depapel? ¿Justo al principio?

—Al principio, sí. Siempre lo hagoal principio.

—¿Y por qué ponía BoulevardHaussmann en lugar de Rué Laurent-

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Pichet?—Eso mismo le pregunté yo —dijo

—. Me contó que antes vivía en esacalle. Acaba de mudarse.

—Entonces, todo está conforme.Se llevaron las conchas de caracol

vacías y poco después nos trajeron loslagópodos. Me refiero a los lagópodosescoceses. Es decir que eran gallos demonte, pero no gallos lira (la especie enla que el macho es negro y la hembragris) ni los urogallos ni las perdicesnivales.[8] Estos últimos también sonsabrosos, sobre todo la perdiz nival,pero no hay nada como el lagópodoescocés. Y, en el supuesto naturalmente

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de que hayan sido cazados esa mismatemporada, no hay carne más sabrosa nimás tierna que la de los lagópodos. Laveda se abre el doce de agosto, y cadaaño espero ansiosamente esa fecha, ycon mucha mayor impaciencia que la delprimero de septiembre, que es cuandoempiezan a llegar las ostras deColchester y Whitstable. Al igual que unbuen solomillo, los lagópodos escoceseshay que cocinarlos lo menos posible, demodo que la sangre quede de unatonalidad escarlata ligeramente oscura, yen Maxims no les gustaría que lospidieses de ninguna otra forma.

Comimos nuestros lagópodos

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lentamente, cortando cada vez undelgado filete de pechuga, dejándolofundirse en la lengua y tomando un sorbode fragante Volnay a continuación.

—¿Quién es el siguiente de la lista?—me preguntó Yasmin.

Era una cuestión sobre la que yohabía estado reflexionando por micuenta; y ahora le dije:

—El siguiente iba a ser mister JamesJoyce, pero quizás, para cambiar unpoco de aires, sería mejor que anteshiciéramos una pequeña excursión aSuiza.

—Me encantaría —dijo Yasmin—.¿Y quién hay en Suiza?

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—Nijinski.—Yo creía que estaba aquí, con

Diaghilev.—Ojalá fuera así. Pero parece que

está un poco chiflado últimamente. Creeque se ha casado con Dios, y anda porahí con una gran cruz de oro colgándoledel cuello.

—¡Qué mala suerte! —dijo Yasmin—. ¿Significa quizá que nunca másvolverá a bailar?

—Nadie lo sabe. He oído contar quehace sólo unas semanas bailó en un hotelde St. Moritz. Pero sólo para divertirse,para entretener a los demás huéspedes.

—¿Vive en un hotel?

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—No. En una casa, justo encima deSt. Moritz.

—¿Solo?—Desgraciadamente no. Vive con su

esposa y su hijo y con un montón decriados. Es rico. Ha ganado sumasfabulosas. Sé que Diaghilev le pagóveinticinco mil francos por cadaactuación.

—Santo Dios. ¿Le has visto bailaralguna vez?

—Solamente una —dije—. El añoque estalló la guerra, mil novecientoscatorce, en el Palace Theatre deLondres. Bailó Les Sylphides. Fuepasmoso. Bailaba como un dios.

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—Me entusiasma la idea deconocerle —dijo Yasmin—. ¿Cuándonos vamos?

—Mañana. No podemos perdertiempo.

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19Al llegar a este punto de mi relato, justocuando me disponía a narrar nuestraexpedición a Suiza, abandoné la pluma yvacilé. ¿No estaba escribiendo un relatorutinario? ¿No empezaba a repetirme?Durante los doce meses siguientesYasmin conocería a un buen montón depersonas fascinantes, de eso no cabía lamenor duda. Pero casi en todos loscasos (habría naturalmente alguna queotra excepción) los hechos serían más omenos los mismos. Les daría los polvosde escarabajo, seguiría el cataclismoinevitable, la huida con el botín y todo

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lo demás, y pensé que esto, por muyinteresantes que fueran los sujetos,acabaría siendo aburrido para el lector.Nada me hubiese resultado más fácil quedescribir detalladamente cómo nosencontramos a Nijinski en un sendero delos bosques de abetos junto a su casa, talcomo efectivamente ocurrió, y cómo sepuso a perseguir a Yasmin por el oscurobosque, saltando de una piedra a lasiguiente, y elevándose tanto que másque saltar parecía estar volando. Pero sihacía esta descripción me obligabaasimismo a relatar el encuentro conJames Joyce, en París, con su traje azuloscuro de estameña, sombrero de fieltro

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negro, calzado con zapatillas de tenisviejas, retorciendo las ramitas de unfresno y diciendo obscenidades.Después de Joyce, les llegaría el turno aBonnard y Braque y luego al corto viajede vuelta a Cambridge para descargarnuestros preciosos restos en el Hogardel Semen. Fue francamente una estanciamuy breve porque Yasmin y yo lehabíamos cogido el ritmo a la cosa yqueríamos seguir hasta el final.

A. R. Woresley se mostróenloquecidamente excitado cuando lemostré nuestro botín. Ya teníamos al reyAlfonso, Renoir, Monet, Matisse,Proust, Stravinsky, Nijinski, Joyce,

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Bonnard y Braque.—Ha aprendido a congelar

magníficamente bien —me dijo mientraspasaba cuidadosamente las bandejas consus etiquetas de mi maleta congelador algran congelador de nuestras oficinascentrales—. Seguid, muchachos —nosalentó frotándose las manos como untendero de ultramarinos—. Seguid así.

Y seguimos así. Estábamos acomienzos de octubre, y bajamos al sur,a Italia, en pos de D. H. Lawrence. Leencontramos instalado en el PalazzoFerraro de Capri, con Frieda, y en estaocasión tuve que distraer a la obesaFrieda llevándola a pasear durante un

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par de horas por las rocas mientrasYasmin se iba a trabajar con Lawrence.En el caso de Lawrence sufrimos unaleve conmoción. Cuando corrí con susemen de vuelta al hotel de Capri dondenos habíamos instalado y lo examinébajo el microscopio, comprobé quetodos los espermatozoides estabancompletamente muertos. Allí no habíaningún tipo de movimiento.

—Cristo —le dije a Yasmin—. Estetipo es estéril.

—Pues no se comportó como si lofuera —dijo Yasmin—. Parecía unmacho cabrío. Un macho cabrío queestuviera cachondo.

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—Tendremos que tacharle de lalista.

—¿Quién es el siguiente? —preguntó ella.

—Giacomo Puccini.

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20—Puccini es de los más importantes —dije—. Un gigante. No podemos fallar.

—¿Dónde vive? —preguntó Yasmin.—Cerca de Lucca, a unos sesenta

kilómetros al oeste de Florencia.—Dime qué clase de tipo es.—Puccini es un hombre riquísimo y

famosísimo —dije—. Se ha hechoconstruir una casa enorme, VillaPuccini, al borde del lago, junto alpueblecillo donde nació, que se llamaTorre del Lago. Puccini ha compuestonada menos que Manon, La Bohème,Tosca, Madame Butterfly y La

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Fanciulla del West . Y todas estasóperas ya son Clásicas. Probablementeno tiene la talla de Mozart o de Wagner,ni siquiera la de Verdi, pero es de todosmodos un genio y un gigante.

Y todo un hombre.—¿En qué sentido?—Es terriblemente mujeriego.—Magnífico.—Ya tiene sesenta y un años, pero la

edad no le ha cambiado en esto lo másmínimo. Es un jodedor, un bebedor,conduce automóviles como un loco, leentusiasma pescar y todavía leentusiasma más cazar gansos. Pero, porencima de todo, es un lascivo. No sé

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quién fue quien dijo de él que se pasa lavida a la caza de mujeres, avessilvestres y libretos, por este orden.

—Parece un buen tipo.—Espléndido —dije—. Está casado

con una vieja ramera que se llamaElvira. Aunque te cueste creerlo, la talElvira fue condenada una vez a cincomeses de prisión acusada de provocar lamuerte de una de las amiguitas dePuccini. Era una chica que trabajaba decriada con ellos, y la bestia de Elvirasorprendió a Puccini con esa chica unanoche, en el jardín de su casa. Hubo unaescena terrible, despidió a la chica y, nocontenta con eso, Elvira estuvo

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acosándola hasta que ella, desesperada,se suicidó. La familia de la chica llevóel caso a los tribunales y Elvira fuecondenada a pasar cinco meses entrerejas.

—¿Llegó a cumplir la condena?—No —dije—. Puccini consiguió

evitarlo pagando doce mil liras a lafamilia de la chica.

—¿Qué plan de ataque tenemos? —me preguntó Yasmin—. ¿Me limito allamar a la puerta y entrar?

—No saldría bien. Está rodeado defieles cancerberos, y además está suesposa, que es una carnicera. Por estemétodo no llegarías a su lado.

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—Entonces, ¿qué sugieres que haga?—¿Sabes cantar? —le pregunté.—No soy una prima donna —dijo

Yasmin—, pero tengo una vocecitatolerable.

—Magnífico. Esto lo resuelve todo.—Pero, ¿qué tendré que hacer?—Te lo diré por el camino.Acabábamos de regresar al

continente tras nuestra estancia en Capriy nos encontrábamos en Sorrento. Enaquella zona de Italia gozábamos de unoctubre muy agradable y había un cielomuy azul sobre nuestras cabezas cuandosubimos al Citroën Torpedo y nosdirigimos al norte, camino de Lucca. Lo

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llevábamos descapotado y avanzar juntoa la maravillosa costa desde Sorrentohasta Napóles era una experienciasumamente placentera.

—Ante todo —le dije a Yasmin—,permíteme que te cuente cómo Pucciniconoció a Caruso, porque esta anécdotatiene que ver con lo que tendrás quehacer tú. Puccini ya era entoncesmundialmente famoso. Caruso eraprácticamente un desconocido, peroansiaba con todas sus fuerzas conseguirel papel de Rodolfo para unarepresentación de La Bohème enLivorno. Un día se presentó en VillaPuccini y pidió ser presentado al

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compositor. Casi cada día llegabanvarios cantantes de segunda fila conidénticas intenciones, de modo que, paraevitar que le ocupasen toda la jornada,era necesario protegerle de ellos.«Decidle que estoy ocupado», dijoPuccini. Pero el criado regresó diciendoque aquel visitante se negabaterminantemente a irse. «Dice que viviráacampado en el jardín durante todo unaño si hace falta», dijo el criado. «¿Quéaspecto tiene?», preguntó Puccini. «Esun tipo bajito y rechoncho que llevasombrero de copa y dice sernapolitano.» «¿Qué voz tiene?»,preguntó Puccini. «Él dice que es el

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mejor tenor del mundo», respondió elcriado. «Todos dicen lo mismo», afirmóPuccini. Pero hubo algo —aun hoy endía no sabe qué fue—, que impulsó almaestro a dejar el libro que estabaleyendo y salir al vestíbulo. La puertaprincipal estaba abierta y el pequeñoCaruso se encontraba en pie delante deella. «¿Quién demonios es usted?», legritó Puccini. Caruso, utilizando sumagnífica voz, le contestó cantando losversos de La Bohème que dicen: «Chison? Sono un poeta…» Puccini sequedó atónito ante la calidad de su voz.Jamás había oído un tenor como aquél.Corrió hacia Caruso, le dio un abrazo y

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le dijo: «¡Usted cantará el Rodolfo!».Estos hechos ocurrieron tal como te loshe contado, Yasmin. Al propio Puccinile encanta repetirlo. Y actualmenteCaruso es el mejor tenor del mundo, y ély Puccini son amigos íntimos. ¿No teparece una historia maravillosa?

—¿Y qué relación tiene todo estocon mis posibilidades como cantante?—preguntó Yasmin—. Te aseguro quemi voz no dejará atónito a Puccini.

—Naturalmente que no. Pero la ideaque aplicaremos será la misma. Carusoquería cantar una ópera de Puccini. Túsolamente quieres tres centímetroscúbicos de su semen. Para Puccini, es

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mucho más fácil dar esto último, sobretodo si se lo tiene que dar a una chicatan deslumbrante como tú. Lo de cantarserá solamente un modo para atraer suatención.

—Continúa con tu plan.—Puccini solamente trabaja por las

noches —dije—, desde las diez y mediaaproximadamente hasta las tres o lascuatro de la madrugada. A esa hora, losdemás habitantes de la casa estarándurmiendo. A medianoche, tú y yo nosarrastraremos hasta penetrarsigilosamente en el jardín de la casa ybuscaremos su estudio, que según tengoentendido se encuentra en la planta baja.

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Las noches son todavía cálidas, y sinduda habrá una ventana abierta en esahabitación. De modo que yo me quedaréescondido en los matorrales y tú televantarás, te situarás frente a esaventana, y cantarás bajito la dulce aria«Un bel di vedremo», de MadameButterfly. Si todo sale bien, Puccinisaldrá corriendo a la ventana y verájunto a ella a una muchacha deextraordinaria belleza: tú. El restotendría que ser fácil.

—Este plan me gusta bastante —dijoYasmin—. Los italianos se pasan lavida cantando delante de las ventanas.

Cuando llegamos a Lucca nos

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instalamos en un pequeño hotel, y allí,ayudado de un viejo piano que había enla sala de estar del hotel, le enseñé acantar el aria. Yasmin apenas sabíaitaliano pero se aprendió en seguida laletra de memoria, y al final podía cantarel aria completa de forma bastantesatisfactoria. Tenía poca voz, pero untimbre perfecto. Después le enseñé adecir en italiano: «Maestro, adoro suobra. He venido desde Inglaterra…»etc., etc., así como algunas otras frasesútiles, por ejemplo: «Me gustaría queme concediese su autógrafo.»

—Creo que con este tipo no vas anecesitar polvos de escarabajo —le

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dije.—Lo mismo pienso yo —dijo

Yasmin—. Por una vez, podríamosprescindir de escarabajos.

—No lleves tampoco alfiler —leadvertí—. Puccini es un héroe para mí.No me gustaría que le ensartaras.

—Si no utilizamos los polvos deescarabajo, tampoco necesitaré ningúnalfiler —dijo—. Tengo verdaderasganas de hacer la experiencia con éste,Oswald.

—Seguro que te divertirás.Cuando ya estaba todo preparado,

fuimos una tarde en auto a Villa Puccinicon intención de estudiar la residencia.

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Era una mansión muy grande que seelevaba a orillas de un amplio lago yestaba completamente rodeada por unaverja de hierro de más de dos metros ymedio de altura y con unos apreciablespinchos en lo alto. Esto constituía unpequeño problema.

—Necesitaremos una escalera —dije.

Regresamos a Lucca y compramosuna escalera de madera que pusimos enel coche descapotado.

Llegamos de nuevo a Villa Puccinipoco antes de la medianoche. Estábamospreparados para el ataque. La noche eraoscura, calurosa y silenciosa. Apoyé la

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escalera contra la verja. Trepé hasta loalto y me dejé caer en el jardín. Yasminme imitó. Pasé la escalera al otro lado yla dejé colocada, lista para la huida.

Inmediatamente localizamos la únicahabitación de toda la casa que tenía lasluces encendidas. Era una de las quedaban al lago. Cogí a Yasmin de lamano y nos arrastramos hasta llegarcerca de esas luces. Aunque no habíaluna, las luces que salían por los dosgrandes ventanales se proyectaban hastalas aguas del lago e iluminabandébilmente la casa y la zona adyacentedel jardín. Éste estaba lleno de árboles,matas más bajas, macizos y arriates. A

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mí me encantaba la situación. Yasmincoincidió en que todo estaba resultandomuy divertido. Cuando nos acercamosun poco más a una de las ventanas,oímos el piano. Esta ventana estabaabierta. Caminamos de puntillas hastaella y nos asomamos cautelosamente. Yallí estaba el gran Puccini, sentado enmangas de camisa ante un piano vertical,con un cigarro en la boca, tecleandounas veces, deteniéndose otras paraescribir unas notas y luego volver ateclear. Era un hombre robusto, un tantotripudo y llevaba un grueso bigote negro.A ambos lados del piano había un par deafiligranados candelabros de bronce,

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pero sus velas no estaban encendidas.Sobre una repisa alta, no lejos delpiano, había un extraño pájaro blancodisecado que debía ser alguna especiede grulla. Y en las paredes del estudiocolgaban numerosos lienzos al óleo conlos retratos de los famosos antepasadosde Puccini: su tatarabuelo, su bisabuelo,su abuelo y su padre. Todos ellos habíansido músicos famosos. A lo largo de dossiglos, los varones de la familia Puccinise habían transmitido de unos a otros untalento musical de primera categoría.Las dosis de espermatozoides dePuccini, en caso de que pudiéramosconseguirlas, serían valiosísimas.

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Decidí que en lugar de prepararcincuenta como siempre, haría cien.

Yasmin y yo seguíamos espiando algran músico desde la ventana abierta.Me fijé que tenía una abundante melenade pelo negro completamente peinadahacia atrás.

—Voy a desaparecer —le susurré aYasmin—. Espera a que deje de tocar, yentonces ponte a cantar.

Ella asintió con la cabeza.—Nos encontraremos junto a la

escalera.Yasmin volvió a asentir

silenciosamente.—Buena suerte —le dije. Y me fui

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de puntillas hasta ocultarme detrás de unmatorral a cinco metros de la ventana. Através de su follaje no solamente veía aYasmin sino que también alcanzaba adominar el interior de la habitacióndonde el músico componía, porque laventana era bastante baja.

Oí sonar el piano. Luego hubo unapausa. Sonó el piano otra vez. Estabacomponiendo la melodía con un dedosolamente, y era maravillosoencontrarse a medianoche en Italia, alborde de un lago, oyendo a GiacomoPuccini componer lo queindudablemente sería una graciosa ariade una nueva ópera. Se produjo otra

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pausa. Esta vez le había salido la frasetal como esperaba y se había puesto aescribirla. Tenía el cuerpo inclinadohacia adelante y con la pluma ibaescribiendo en el manuscrito, encima dela letra que le había dado el libretista,las notas de la composición.

De repente, en el absoluto silencioque prevalecía en aquellos momentos, ladulce vocecita de Yasmin empezó acantar «Un bel di vedremo». El efectono hubiera podido ser más pasmoso. Enaquel lugar, en medio de aquellaatmósfera, en medio de la oscura nochey junto al lago iluminado levemente porla luz de la ventana de Puccini, me sentí

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indescriptiblemente emocionado. Vi queel compositor se quedaba helado. Teníala pluma en la mano, apoyada contra elpapel, la mano se detuvo y todo sucuerpo se quedó paralizado mientras oíala voz que sonaba junto a su ventana. Nose volvió a mirar. Creo que no seatrevía a hacerlo, por temor a romper elhechizo de aquellos instantes. Junto a suventana, una joven doncella estabacantando una de sus arias favoritas conuna vocecita transparente y de timbreperfecto, sin fallar una sola nota. Elrostro de Puccini no modificó suexpresión ni por un instante. Mientrassonaba el aria no se movió en lo más

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mínimo. Era un momento mágico. Luego,Yasmin terminó el aria. Durante unossegundos más, Puccini permaneciósentado ante el piano. Parecía estaresperando que el concierto continuase, oque desde el exterior llegara algunanueva señal. Pero Yasmin no se movióni dijo tampoco nada. Permaneciósimplemente ante la ventana, con elrostro vuelto hacia el interior de la casa,en espera de que Puccini se le acercara.

Y así acabó haciéndolo. Vi quedejaba a un lado la pluma y que selevantaba lentamente. Se acercó a laventana. Por fin vio a Yasmin. Ya hehablado muchas veces de su

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deslumbrante belleza, pero la visión desu figura tan quieta en medio de la nochedebió producirle a Puccini unamaravillosa conmoción. El compositorse quedó mirándola atónito. Tragósaliva. ¿Era un sueño? Entonces Yasminle sonrió y así se rompió el hechizo. Vicómo Puccini salía del trance en el queestaba sumido y le oí decir: «Dio miocome bello!» Entonces saltó al jardín yentrelazó a Yasmin con un fuerte abrazo.

Esto, pensé, es más lógico. Así es elverdadero Puccini. Yasmin no tardó enreaccionar. Luego le oí a él susurrarleen italiano —estoy seguro de que ella nole entendió:

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—Tenemos que entrar. Si el pianodeja de sonar durante mucho tiempo, miesposa se despertará y sospechará.

Lo dijo sonriendo y mostrando unosbellos dientes muy blancos. Luego tomóen sus brazos a Yasmin, la depositó alotro lado de la ventana, y saltó éltambién.

No soy un voyeur. Estuve mirandolas bufonadas que hacía A. R. Woresleycon Yasmin por motivos exclusivamenteprofesionales, pero no tenía intención deespiar por la ventana a Yasmin yPuccini. El acto de la copulación escomo el de hurgarse la nariz. Está muybien cuando es uno mismo quien lo hace,

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pero para el espectador es un actosingularmente carente de atractivos. Mealejé. Trepé por la escalera, me dejécaer al otro lado de la verja y me fui adar un paseo al borde del lago. Estuvecaminando alrededor de una hora.Cuando regresé junto a la escalera nohabía ni rastro de Yasmin. Cuando yahabían transcurrido tres horas, volví aentrar en el jardín para investigar quéocurría.

Estaba reptando cautelosamenteentre las plantas cuando de repente oíunos pasos en el sendero engravillado yaparecieron Puccini y Yasmin cogidosdel brazo. Cruzaron a mi lado, apenas a

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un par de metros del lugar donde meencontraba. Le oí a él decirle enitaliano:

—Un caballero no puede permitirque una dama regrese caminando aLucca sin compañía a estas horas de lanoche.

¿Iba a acompañarla al hotel? Lesseguí para ver a dónde se dirigían. Elautomóvil de Puccini estaba aparcado enel paseo que había delante de la casa. Vique el maestro ayudaba a Yasmin asentarse en el asiento delantero, junto aldel volante. Luego, tras un buen rato deruidos de cerillas, consiguió encenderlas lámparas de acetileno. Dio vueltas a

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la manivela y el motor se pusotraqueteante en marcha. Abrió laspuertas de la verja del jardín y saltó a supuesto de conductor. Y, con el motor almáximo de su potencia, desaparecieron.

Corrí a mi automóvil y lo puse enmarcha. Conduje a toda velocidad haciaLucca pero no logré alcanzar a Puccini.De hecho, yo estaba todavía a mitad decamino cuando él se cruzó conmigo,pisando el acelerador a fondo endirección a su residencia. Esta vez ibasolo.

Encontré a Yasmin en el hotel.—¿Conseguiste la mercancía?—Claro —dijo ella.

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—Dámela, deprisa.Me la dio, y al amanecer ya había

preparado cien dosis de unaconcentración magnífica. Mientras lasestaba preparando, Yasmin bebía chiantisentada en un sillón y me informaba delo ocurrido.

—Lo he pasado fantásticamentebien. Maravilloso. Ojalá fueran todoscomo él.

—Bien.—No puedes imaginarte lo divertido

que es —contó—. Nos hemos reídomuchísimo. Y me ha cantado unfragmento de la nueva ópera en la queestá trabajando.

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—¿Te ha dicho cómo piensatitularla?

—Turio. Turidot. O algo así.—¿No ha creado problemas la

esposa?—No ha dicho nada. Pero ha sido

graciosísimo porque incluso cuandoestábamos apasionadísimos en el sofá,tenía que estirar el brazo de vez encuando para darle al piano. Para queella creyera que seguía trabajando y nose imaginara que se estaba tirando a unachica.

—¿Crees que es un gran hombre?—Grandioso. Estupendo.

Encuéntrame a otro como él.

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De Lucca nos fuimos hacia el norte,en dirección a Viena, y por el caminovisitamos a Sergei Rachmaninov, al queencontramos en su encantadora casasituada a orillas del lago de Lucerna.

—Es gracioso —dijo Yasmincuando regresó al coche después de unasesión evidentemente agitada con el granmúsico—. Es gracioso, pero encuentroun enorme parecido entre Rachmaninovy Stravinsky.

—¿Quieres decir que tienen rasgosfaciales parecidos?

—Todo lo tienen parecido. Los dostienen el cuerpo pequeño y una caragrande y grumosa. Y sendas narizotas en

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forma de fresa. Y las manos bellísimas.Los pies pequeños. Y la vergagigantesca.

—¿Crees, por la experiencia que hasobtenido hasta ahora, que los geniostienen la verga más grande que loshombres corrientes?

—Indudablemente —dijo—. Muchomás grande.

—Me lo temía.—Y saben utilizarla mejor —

añadió, remachando el clavo—. Sonexcelentes esgrimidores.

—No me lo creo.—Es cierto, Oswald. Me extraña

que lo dudes.

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—Creo que olvidas que todos elloshabían tomado polvos de escarabajovesicante.

—Los polvos ayudan. Naturalmente.Pero no se puede comparar el manejo dela espada de un gran hombre con el deun tipo corriente. Por eso estoypasándomelo tan bien.

—¿Soy un tipo corriente?—No seas envidioso. No todos

podemos ser Rachmaninov o Puccini.Me sentí profundamente ofendido.

Yasmin me había pinchado en la partemás sensible. Anduve muy mohíno elresto del viaje hasta Viena, pero lavisión de esta noble ciudad me devolvió

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pronto el buen humor.Yasmin tuvo en Viena un

divertidísimo encuentro con el doctorSigmund Freud, en su consulta de laBerggasse 19, y creo que esta visitamerece una breve descripción.

En primer lugar, Yasmin pidió unavisita en regla, afirmando que teníanecesidad apremiante de tratamientopsiquiátrico. Le dijeron que tendría queesperar cuatro días. De modo queorganicé las cosas de modo que pudieraestar ocupada entretanto. Antes, pues, dever al doctor, fue a visitar al augustoseñor Richard Strauss, que acababa deser nombrado codirector de la ópera de

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Viena. Según Yasmin, era un hombrebastante pomposo. Pero no resultó unsujeto difícil, y conseguí prepararcincuenta dosis de su semen, todas deexcelente calidad.

Le llegó luego el turno al doctorFreud. Para mí, este célebre psiquiatradebía ser clasificado entre lossemibromistas, de modo que no viningún motivo que nos impidiera tratarde conseguir que ella se divirtiera unpoco con él. Yasmin estuvo de acuerdo.Así que inventamos entre los dos unacuriosa enfermedad psíquica que sesuponía que ella debía padecer, y unavez hecho esto Yasmin se fue a la

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enorme casa de piedra gris situada en laBerggasse a las dos y media de una fríay soleada tarde de octubre.

—Es un pájaro bastante necio —mecontó luego—. De aspecto muy severo yvestido con toda corrección, como unbanquero o algo así.

—¿Habla inglés?—Bastante bien, pero con un

horroroso acento alemán. Me hizo sentarfrente a su escritorio, y yo le ofrecíinmediatamente una trufa. La cogió y sela tomó cándidamente. ¿No es curiosoque todos ellos se coman la trufa sindiscutir?

—Creo que no es de extrañar. Es

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natural. Si una chica guapa me ofrecierauna trufa, yo la aceptaría.

—Es un tipo lleno de pelos portodas partes —explicó Yasmin—. Llevabigotes y una abundante barbapuntiaguda que seguramente se recortameticulosamente con tijeras delante deun espejo. Es una barba gris tirando ablanca. Pero la lleva muy bien recortadaalrededor de la boca, de forma queparece un marco para sus labios. Unoslabios muy notables, por cierto, y muygruesos. Parecía que se hubiese puestounos labios postizos de caucho encimade los suyos.

»“Veamos, Fräulein —dijo al

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principio, mientras terminaba detomarse la trufa—. Hábleme de eseproblema tan apremiante.”

»“¡Ay, doctor Freud, ojalá puedaayudarme! —exclamé, poniéndomeinmediatamente a actuar—. ¿Puedohablarle con franqueza?”

»“Para eso ha venido —dijo—.Tiéndase, por favor, en ese sofá de ahí,y relájase.”

»De modo que me tendí en elmaldito sofá, Oswald, y mientras medejaba caer pensé que de todos modostenía la ventaja de que estaría en un sitiobastante cómodo cuando empezaran losfuegos artificiales.

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—Entiendo.—De modo que le dije: «¡Doctor

Freud! ¡Me ocurre una cosa terrible!¡Una cosa terrible y escandalosa!»

»“¿De qué se trata?”, me preguntó.Evidentemente, le encantaba que lecontasen cosas terribles y escandalosas.

»“No se lo va usted a creer —le dije—, pero, no sé por qué razón, no puedoestar delante de ningún hombre más deunos pocos minutos sin que de repentetrate de violarme. ¡Se ponen todos comofieras salvajes! ¡Me rasgan la ropa! Memuestran su órgano…, ¿es ésta lapalabra adecuada?”

»“Es tan buena como cualquier otra

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—dijo—. Prosiga, Fräulein.”»“¡Todos saltan al punto sobre mí!

—exclamé—. ¡Me tumban y me utilizanpara conseguir placeres! Doctor Freud,¡todos los hombres que he conocido melo han hecho! ¡Tiene usted queayudarme! ¡Me violan tanto que me vana matar!”

»“Querida señora —dijo él—, éstaes una fantasía muy común endeterminados tipos de mujereshistéricas. A todas ellas les aterroriza laidea de tener relaciones físicas con loshombres. De hecho, ansian con todas susfuerzas fornicar, copular y practicar todaclase de travesuras sexuales, pero les

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aterran las consecuencias. Y por esofantasean. Imaginan que son violadas.Pero no les llega a ocurrir. Todas sonvírgenes.”

»“¡No, no! —exclamé yo—. ¡Seequivoca usted, doctor Freud! ¡No soyvirgen! ¡Soy la chica más violada delmundo!”

»“Eso son alucinaciones —dijo él—. Nadie la ha violado jamás. ¿Por quéno lo admite? Si lo hiciera, se sentiríaen seguida mucho mejor.”

»“¿Cómo quiere que lo admita, si noes cierto? —exclamé—. ¡Hasta ahora,todos los hombres con los que me heencontrado me han violado! ¡Y estoy

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segura de que usted va a hacer lo mismocomo me quede aquí mucho rato más, yalo verá!”

»“No sea ridicula, Fräulein”, cortóél.

»“¡Me violará usted, me violará! —exclamé—. ¡Se portará usted tan malcomo los demás, antes de que termine lasesión!”

»Cuando le dije esto, Oswald, elviejo buitre puso los ojos en blanco yme dirigió una sonrisa llena dearrogancia.

»“Fantasías. Todo esto no son másque fantasías.”

»“¿Por qué cree que usted tiene toda

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la razón, y que yo me equivococompletamente?», le pregunté.

»“Permítame explicárselo un pocomás —dijo, recostándose en su silla yentrelazando las manos sobre suestómago—. En su inconsciente, miquerida Fräulein, usted cree que elórgano masculino es unaametralladora…”

»“¡Eso es exactamente, por lo que amí respecta! —exclamé—. ¡Es un armamortal!”

»“Exactamente —dijo él—. Ahoravamos por buen camino. Seguramentetambién cree usted que si un hombre laapunta con su metralleta, apretará el

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gatillo y la rociará de balas.”»“No son balas —dije—. Es otra

cosa.”»“Y por eso huye usted. Rechaza a

todos los hombres. Se esconde. Se pasatodas las noches sentada en solitario…”

»“No estoy sentada en solitario.Estoy con mi encantador doberman,Fritzy.”

»“¿Macho o hembra?”, interrumpióél.

»“Fritzy es macho.”»“Peor que peor —dijo—. ¿Tiene

usted relaciones sexuales con estedoberman?”

»“No sea imbécil, doctor Freud.

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¿Por quién me ha tomado?”»“Usted huye de los hombres. Huye

de los perros. Huye de todo lo que tieneun órgano…”

»“¡En mi vida había tenido que oírtamañas guarradas! —exclamé—.¡Además, a mí no me asustan losórganos de nadie! ¡Y no creo que seanametralladoras! ¡Lo que creo es que esun fastidio, eso es todo! ¡Ya estoy harta!¡Ya me han violado bastante!”

»“¿Le gustan las zanahorias,Fräulein?”, me preguntó de repente.

»“¿Las zanahorias? —dije—. SantoDios. No especialmente. Cuando lascomo suelo pedir que me las corten a

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cuadraditos. Las prefiero troceadas.”»“¿Y qué me dice de los pepinos,

Fräulein?”, me preguntó de sopetón.»“No tienen casi sabor —respondí

—. Como más me gustan es rebanaditosen salmuera.”

»“¡Ja, ja! —dijo mientras tomabanota de todo esto en mi ficha—. Quizásle interese saber, Fräulein, que lazanahoria y el pepino son símbolossexuales. Representan el falo masculino.¡Y por lo que se ve, usted quieretrocearlo y rebanarlo y ponerlo ensalmuera!”

»Te juro Oswald —me dijo Yasmin—, que tuve que hacer enormes

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esfuerzos para no partirme de risa allímismo. Pensar que esos tipos se creentodas estas paparruchas…

—Él se las cree —dije.—Ya lo sé. Siguió sentado allí,

escribiéndolo todo. Y luego me dijo:«¿Qué otras cosas tiene que contarme,Fräulein?»

»“Puedo decirle qué es lo que yocreo que me pasa”, dije.

»“Hágalo, por favor.”»“Creo que tengo dentro de mí una

pequeña dinamo y que esta dinamo girasin parar y produce unas poderosasdescargas de electricidad sexual.”

»“Muy interesante —murmuró, sin

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dejar de garabatear—. Siga, por favor.”»“Es una electricidad sexual de un

voltaje tan elevado, que en cuanto unhombre se me acerca, la corriente salvael espacio que nos separa y le pone amil.”

»“¿Puede explicarme qué quieredecir le pone a mil?”

»“Quiere decir que le excita. Queelectriza sus partes. Se las pone al rojovivo. Y entonces los hombres, cuandoles pasa esto, se vuelven locos y saltansobre mí. ¿No me cree, doctor Freud?”

»“Creo que es un caso grave —dijoel vejancón—. Harán falta muchassesiones psicoanalíticas para devolverla

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a usted a la normalidad.”»Bien, pues, durante todo este rato,

Oswald —me dijo Yasmin—, yo ibavigilando el reloj. Y cuando ya habíantranscurrido ocho minutos le dije: “Porfavor, doctor Freud, no me viole.Tendría usted que estar por encima deestas cosas.”

»“No sea ridicula, Fräulein. Ya estáalucinando otra vez.”

»“No se olvide de mi electricidad—exclamé—. Ya verá cómo acabaponiéndose usted a mil. Ya verá cómo lacorriente saltará de mí hacia usted y leelectrizará las partes. ¡Se le pondrá laverga al rojo vivo! ¡Me rasgará la ropa!

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¡Me violará!”»“¡Deje inmediatamente de gritar

como una histérica!”, dijo secamente. Sepuso en pie y se acercó al sofá en el queyo seguía tendida.

»“Aquí estoy —dijo abriendo losbrazos—. ¿Verdad que no le hagoningún daño? ¿Verdad que no intentoaprovecharme de usted?”

»Y justo en ese momento, Oswald—me dijo Yasmin—, los polvoshicieron su efecto repentinamente y lacosita se le despertó y se le puso tantiesa que parecía que llevara un bastónmetido en los pantalones.

—Calculaste el tiempo de maravilla

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—dije.—La verdad es que no estuvo mal,

¿eh? Entonces extendí el brazo y señalécon un dedo acusador hacia allí,gritando: «¡Lo ve! ¡Ya le empieza aocurrir, viejo fauno! ¡Mi electricidad leha excitado! ¿Me cree ahora, doctorFreud? ¿Cree ahora lo que le decía?»

»Hubieras tenido que ver la cara quepuso, Oswald. De verdad, hubierastenido que verla. Los polvos deescarabajo vesicante le atacaban ahoracon toda su fuerza, en sus ojos asomabael destello del deseo sexual más alocadoy empezaba a agitar los brazos como uncuervo viejo a punto de volar. Pero

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tengo que admitir que no saltóinmediatamente sobre mí. Estuvoaguantando al menos un minuto entero,mientras trataba de averiguar qué leestaba ocurriendo. Bajó la vista haciasus pantalones. Luego levantó los ojoshacia mí. Y se puso a murmurar: “¡Esincreíble…! ¡Asombroso…! ¡No puedocreerlo! Tengo que tomar notas… Tengoque registrar cada uno de los momentos.¿Dónde tengo la pluma, Dios mío?¿Dónde está la tinta? ¿Dónde está elpapel? ¡Al infierno el papel! ¡Quítese laropa, Fräulein, por favor! ¡Ya no puedoesperar un segundo más!”

—Seguro que sufrió una tremenda

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perturbación —dije.—Se quedó helado —asintió

Yasmin—. Aquello echaba por tierrauna de sus teorías más famosas.

—¿Le clavaste el alfilerazo?—Naturalmente que no. En realidad

actuó con la mayor decencia posible. Encuanto tuvo su primera explosión, y apesar de que los polvos seguíanazuzándole con gran intensidad, se alejóde un salto, corrió a su escritorio enpelota viva, y se puso a tomar notas.Debe tener una tremenda fuerza devoluntad. Y una gran curiosidadintelectual. Pero lo que le ocurrió ledejó absolutamente confundido y

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desconcertado.«¿Me cree ahora, doctor Freud?», le

pregunté.»“¡Tengo que creerla! —exclamó—.

¡Con su electricidad sexual ha abiertousted un campo de investigacióncompletamente nuevo! ¡Este será un casoque hará historia! Tengo que verla otrodía, Fräulein.”

»“No. Sé que saltará usted sobre mí.Será incapaz de controlarse.”

»“Ya lo sé —dijo sonriendo por vezprimera—. Ya lo sé, Fräulein, ya lo sé.”

Conseguí cincuenta dosis de primeracategoría con el semen del doctor Freud.

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21Desde Viena nos fuimos hacia el nortebajo el pálido sol de otoño en direccióna Berlín. Hacía solamente once mesesque la guerra había terminado yencontramos la ciudad sumida entinieblas y aburrimiento. Pero vivían enella un par de personas a las quequeríamos visitar, y yo estaba dispuestoa conseguir su donación por encima detodo. El primero era el señor AlbertEinstein, y en su casa deHaberlandstrasse número 9 Yasmin tuvoun agradable y triunfal encuentro coneste pasmoso caballero.

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—¿Cómo te ha ido? —le preguntécomo acostumbraba en cuanto subió alcoche.

—Ha disfrutado muchísimo —dijoYasmin.

—¿Y tú?—Yo no mucho —dijo—. Cerebro

sí tiene, pero lo que es cuerpo…Prefiero ir a ver todos los días aPuccini.

—¿Quieres hacerme el favor deolvidarte del Romeo italiano?

—Lo intentaré, Oswald. Pero, verás,ocurre una cosa muy curiosa. Loscerebrales, los intelectuales, tienen unareacción diferente a la de los artistas

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cuando les hace efecto el escarabajovesicante.

—¿Cuál es la diferencia?—Los cerebrales se detienen y

piensan. Tratan de averiguar qué diablosestá ocurriéndoles y por qué les ocurre.En cambio los artistas no se preocupande eso y, simplemente, se zambullendirectamente en la lujuria.

—¿Cuál ha sido la reacción deEinstein?

—No podía creerlo —dijo Yasmin—. De hecho, se ha olido que habíatruco. Es el primero de todos ellos queha sospechado que le habíamos hechoalguna trampa. Esto demuestra lo

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inteligente que es.—¿Qué te ha dicho?—Se ha quedado muy quieto y,

mirándome desde debajo de esas cejastan pobladas que tiene, me ha dicho:«Fräulein, aquí hay gato encerrado. Éstano es mi reacción normal cuando recibola visita de una joven guapa.»

»“¿No depende de lo guapa quesea?”, le he dicho.

»“No, Fräulein, no depende de eso—ha dicho—. ¿Está segura de que latrufa que me ha dado no tenía más quechocolate?”

»“Desde luego —le he asegurado—.Yo también me he tomado una.

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»Resulta que este hombrecillodiminuto, Oswald, estabasuperrecalentadísimo a consecuencia delos efectos del escarabajo, pero, al igualque el amigo Freud, ha conseguidodominarse al principio. Se ha puesto acaminar arriba y abajo de la habitaciónmurmurando: “¿Qué está ocurriéndome?Esto no es natural… Aquí pasa algo…Jamás permitiría esta clase de…”

»Yo me había tendido en el sofáadoptando una actitud seductora yesperaba que él se decidiera a actuar,pero no, Oswald, no había modo.Durante cinco minutos enteros susprocesos investigadores han bloqueado

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totalmente sus deseos carnales o comoquieras llamarlos. Casi podía oír elzumbido de sus sesos mientras tratabade entender lo que le pasaba.

»“Relájese, señor Einstein”, le hedicho.

—Te encontrabas delante del mayorintelecto del mundo —le dije a Yasmin—. Este hombre tiene una capacidad deraciocinio sobrenatural. Intentacomprender sus teorías sobre larelatividad y sabrás a qué me refiero.

—Si alguien llegase a averiguar eltruco se nos acabaría el negocio.

—Nadie lo conseguirá. No hay másque un Einstein —dije.

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Nuestro segundo donante enimportancia en la ciudad de Berlín erael señor Thomas Mann. Yasmin meinformó que se trataba de una personaagradable pero que no inspiró suimaginación.

—Lo mismo ocurre con sus libros—dije.

—Entonces, ¿por qué le elegiste?—Ha hecho algunas cosas bastante

buenas. Creo que su fama perdurará.En mi maleta de nitrógeno líquido

portátil había ahora espermatozoides dePuccini, Rachmaninov, Strauss, Freud,Einstein y Mann. De modo queregresamos de nuevo a Cambridge con

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nuestra preciosa carga.A. R. Woresley se quedó extasiado.

Sabía condenadamente bien que ahora síempezaba a ser un proyecto grandioso.Los tres nos quedamos extasiados, peroyo no estaba de humor todavía paraperder el tiempo con celebraciones.

—Mientras permanecemos aquí —dije—, vamos a tratar de tachar de lalista a algunos ingleses. Empezaremosmañana mismo.

Como Joseph Conrad eraseguramente el más importante de todosellos, decidimos empezar con él. Vivíaen Capel House, Orlestone, en elcondado de Kent, y bajamos allí en

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automóvil a mediados de noviembre.Para ser preciso, era el 16 de noviembrede 1919. Ya he dicho que no quiero daraquí demasiadas descripcionesdetalladas de muchas visitas de las quehicimos, por temor a ser repetitivo. Nopienso violar de nuevo esta regla amenos que se presenten detalles jugososo divertidos. Nuestra visita a Mr. JosephConrad no fue jugosa ni divertida. Fuerutinaria, aunque Yasmin comentó a lasalida que era uno de los hombres másencantadores que había conocido en suvida.

De Kent pasamos a Sussex, para ir aCrowborough, donde persuadimos sin

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problemas a Mr. H. G. Wells.—No era mal tipo —dijo Yasmin

tras haberle visitado—. Bastantepomposo y con tendencia a pontificar,pero muy agradable. ¿Sabes lo máscurioso de los grandes escritores? —añadió—. Son gente de aspecto la marde corriente. No encuentras ningúndetalle que muestre a primera vista sugrandeza, a diferencia de lo que ocurrecon los pintores. Un gran pintor siempretiene aspecto de gran pintor. Pero losgrandes escritores suelen tener la mismaapariencia que un contable de unafábrica de quesos.

De Crowborough fuimos a

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Rottingdean, en el mismo condado deSussex, para visitar a Mr. RudyardKipling. «Menudo sodomita lleno decerdas», dijo Yasmin después deconocerle. Cincuenta dosis de Kipling.

Ahora ya le habíamos cogido elritmo, y al día siguiente y sin salir delmismo condado nos apuntamos a SirArthur Conan Doyle con la mismafacilidad que quien coje una mora.Yasmin llamó sencillamente al timbre ydijo a la criada que era representante dela editorial y que tenía que entregarleunos documentos muy importantes.Inmediatamente la condujeron al estudiodel escritor.

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—¿Qué piensas de Mr. SherlockHolmes? —le pregunté.

—Nada especial. Otro escritor conun lapicero muy delgadito.

—No te precipites —dije—. Tupróxima visita también es a un escritor,pero no creo que éste te resulteaburrido.

—¿Quién es?—Mr. Bernard Shaw.Tuvimos que atravesar todo Londres

para llegar a Ayot St. Lawrence, enHertfordshire, que era la residencia deShaw, y por el camino le conté a Yasminalgunas cosas sobre este presuntuosopayaso literario.

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—Para empezar —le dije—, es unvegetariano fanático. Sólo comeverduras crudas, fruta y cereales. Demodo que dudo que acepte la trufa.

—¿Qué le damos entonces, unazanahoria con polvos?

—¿Qué te parece un rábano? —sugerí.

—¿Se lo comerá?—Probablemente no —dije—.

Mejor será que le des uva.Compraremos en Londres un buenracimo de uva y meteremos los polvosdentro de uno de los granos.

—Seguro que traga —dijo Yasmin.—Tiene que tragar. Este tipo no

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funcionaría si no se tomase los polvos.—¿Qué le pasa?—No lo sabe nadie.—¿No practica el noble arte?—No. No le interesa la actividad

sexual. Parece un capón.—Diablos, qué mala suerte.—Es un larguirucho capón

parlanchín y abrumadoramente engreído.—¿Quieres decir que no le funciona

la maquinaria? —preguntó Yasmin.—No estoy seguro. Ya tiene sesenta

y tres años. Se casó a los cuarenta y dos,pero fue un matrimonio de convenienciay para tener compañía. Sin relacionessexuales.

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—¿Cómo lo sabes?—No es que lo sepa. Pero eso

piensa casi todo el mundo. El mismo hadeclarado que no tuvo «aventuras detipo sexual hasta los veintinueveaños…»

—Algo retrasadillo.—Dudo que haya tenido ninguna,

incluso a estas alturas —dije—. Le hanestado persiguiendo muchas mujeresfamosas, pero sin éxito. Mrs. PatCampbell, la deslumbrante actriz, dijode él «Mucha pluma y poca cresta».

—Me gusta la definición.—Su régimen alimenticio —dije—

está calculado a propósito para mejorar

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la eficacia mental. «Declaroterminantemente —escribió Shaw unavez— que es imposible que un hombreque se alimente de whisky y animalesmuertos pueda realizar una buenalabor.»

—Lo que hay que hacer por tanto estomar whisky y comerse a los animalescuando todavía están vivos.

Yasmin era francamente rápida.—Es socialista y marxista —añadí

—. Cree que el estado tendría quedirigir todas las actividades.

—Entonces, todavía es más necio delo que pensaba —dijo Yasmin—. Memuero de ganas de ver la cara que pone

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cuando empiece a actuar el escarabajo.—¿Le damos ración doble? —

pregunté.—Triple —dijo Yasmin.—¿No habrá peligro?—Si es cierto todo lo que dices de

él, necesitará media lata.—De acuerdo entonces —dije—.

Ración triple.Elegimos el grano de uva que

colgaba en la parte más baja del racimoy con un cuchillo le hicimos un pequeñoagujerito en la piel. Saqué parte de lacarne de la uva y, empujándolos con unalfiler, metí allí los polvos. Luegoproseguimos nuestro camino hacia Ayot

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St. Lawrence.—¿Te das cuenta que ésta será la

primera vez que alguien tome una dosistriple?

—No me preocupa —dijo Yasmin—. Ese tipo tiene una vida sexualevidentemente subdesarrollada. A lomejor resulta que es eunuco. ¿Tiene lavoz atiplada?

—No lo sé.—Malditos escritores —dijo

Yasmin.Se hundió en su asiento y se mantuvo

en un ceñudo silencio durante el restodel viaje.

La casa, conocida con el nombre de

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«El rincón de Shaw», era un gigantescomontón de ladrillos rodeado de un buenjardín. Cuando paré el automóvil justoenfrente, eran las cuatro y veinte de latarde.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntóYasmin.

—Ve hacia el otro extremo de lacasa, hasta que llegues al final deljardín. Allí encontrarás un pequeñocobertizo de madera con el techoinclinado. Es el sitio donde trabaja.Ahora está allí. seguro, Llama yentreténle con lo de siempre.

—¿Y si me ve su esposa?—Es un riesgo que tienes que

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aceptar. Probablemente no habráproblema. Y dile que eres vegetariana.Le gustará.

—¿Cuáles son los títulos de susobras de teatro?

—Hombre y superhombre —dije—.El dilema del doctor, ComandanteBarbara, César y Cleopatra, Androclesy el león, y Pigmalión.

—Me preguntará cuál prefiero.—Di que Pigmalión.—De acuerdo, diré Pigmalión.—Adúlale. Dile que no solamente es

el mayor dramaturgo del mundo sinotambién el mejor crítico musical de todala historia. Y no te preocupes. Él

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hablará por los dos.Yasmin bajó del coche y se fue

caminando con paso firme hacia eljardín de Shaw. La vi hasta quedesapareció en la parte de atrás de lacasa. Entonces me fui en el automóvilhasta un hostal, The Waggon and Horses,y allí alquilé una habitación. Una vezarriba, preparé mi equipo y lo dispusetodo a fin de poder convertirrápidamente el semen fresco de Shaw enunas cuantas dosis congeladas. Una horamás tarde regresé a la casa para esperara Yasmin. No tuve que esperar muchotiempo, pero no voy a contarles lo quepasó a continuación hasta que no hayan

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oído lo que ocurrió previamente. Estascosas hay que contarlas en el orden enque ocurrieron.

—Anduve hasta el final del jardín—me contó Yasmin bastante después,mientras tomábamos en el bar unexcelente pastel de carne y riñónacompañado de una botella desoportable Beaune— y vi la choza. Fuirápidamente hacia allí. Esperaba oír deun momento a otro la voz de la esposade Shaw gritándome: ¡Alto! Pero no mevio nadie. Abrí la puerta de la choza ymiré hacia el interior. Estaba vacío. Viun sillón de bambú, una mesa sencillarepleta de hojas de papel, y en conjunto

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una atmósfera muy espartana. Pero Shawno estaba. Bueno, salió mal, pensé. Serámejor que me vaya. Otra vez al coche.Fracaso total. Cerré de un portazo.

»“¿Quién anda ahí?”, gritó una vozdesde detrás del cobertizo. Era una vozde hombre, pero aflautada y casichillona. Dios mío, pensé, al finalresulta que este tipo es un eunuco deverdad.

»“¿Eres tú, Charlotte?”, preguntó lavoz aflautada.

»¿Qué efectos puede producir elescarabajo vesicante en un eunuco alcien por cien?, me pregunté.

»“¡Charlotte! —gritó—. ¿Qué haces

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ahí?”»Entonces salió de detrás del

cobertizo un ser alto, huesudo ybarbudo, que sostenía en una de susmanos unas tijeras de podar. “¿Leimporta que le pregunte quién es usted?—dijo—. Esto es propiedad particular.”

»“Estaba buscando el lavabopúblico”, le dije.

»“¿Qué anda usted buscando,señorita? —dijo apuntándome con sustijeras de podar como si fueran unapistola—. Ha entrado en mi cobertizo.¿Qué ha robado?”

»“Maldita sea, no le he robadoabsolutamente nada —dije—. De hecho,

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ya que quiere saberlo, he venido atraerle un regalo.”

»“Ah, un regalo”, dijo,ablandándose un poco.

»Levanté el magnífico racimo de uvasacándolo de la bolsa por el tallo.

»“¿Y qué he hecho yo para merecertanta generosidad?”, preguntó Shaw.

»“Usted me lo ha hecho pasarmaravillosamente bien en el teatro. Poreso me ha parecido que sería un buendetalle darle algo a cambio. Eso es todo.Tome, pruebe eso —le dije dándole elgrano inferior—. Esta uva estáverdaderamente buena.”

»Shaw dio un paso al frente, cogió

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el grano y lo hizo pasar entre todaaquella pelambre hasta metérselo en laboca.

»“Excelente —corroboró mientrasse lo tragaba—. Moscatel —dijolanzándome una penetrante mirada—.Tiene usted suerte, jovencita, de que nome haya sorprendido trabajando porquela hubiese echado a patadas, por muchauva que hubiese traído. De hecho, ahoraestaba podando mis rosales.”

»“Le ruego que disculpe miintrusión. ¿Me perdona?”

»“La perdonaré en cuantocompruebe que los motivos que la hantraído hasta aquí son puros.”

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»“Son tan puros como la VirgenMaría”, dije.

»“Lo dudo. Ninguna mujer va avisitar nunca a un hombre a no ser queespere obtener algún provecho. Lo hemostrado repetidas veces en mis obras.Las hembras, señorita, son animalesdepredadores. Y sus presas son loshombres.”

»“¡Qué estupidez! —le contradije—.No hay más cazador que el varón.”

»“Nunca en mi vida he dado caza aninguna mujer —replicó él—. Son lasmujeres las que quieren cazarme. Y yohuyo como un zorro que tiene unadocena de sabuesos pisándole los

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talones. Las hembras son criaturasrapaces —dijo, escupiendo una semillade la uva—. Rapaces, depredadoras ydevoradoras.”

»“Ande, ande. Todo el mundo hacede cazador de vez en cuando. Lasmujeres persiguen a los hombres paracasarse con ellos. ¿Qué tiene de malo?En cambio, los hombres persiguen a lasmujeres para acostarse con ellas.¿Dónde quiere que le deje la uva?”

»“La dejaremos en la cabaña”, dijo,cogiéndome el racimo. Entró en elcobertizo y yo le seguí. Entretánto,rezaba pidiendo que los nueve minutostranscurrieran velozmente. Se sentó en

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su sillón de bambú y se quedómirándome con aquellos ojos sepultadosbajo las espesísimas cejas. Yo me sentérápidamente en la única otra silla quehabía en aquel lugar.

»“Es usted una jovencita animosa —dijo él—. Admiro a la gente animosa.”

»“Y usted no para de decir tonteríasde las mujeres. Me parece que no sabeabsolutamente nada de ellas. ¿Ha estadoalguna vez enamoradoapasionadamente?”

»“Una pregunta típica de mujer. Paramí no hay más que una clase de pasión.La pasión de la inteligencia. Laactividad del intelecto es la mayor de

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las pasiones que soy capaz deexperimentar.”

»“¿Qué me dice de las pasionesfísicas? ¿No le parecen muypoderosas?”

»“No señora, no lo son. Descartesvivió una vida mucho más apasionadaque Casanova.”

»“¿Y Romeo y Julieta?”»“Un amor de cachorros —dijo—.

Menuda tontería”»“¿Quiere usted decir que su César

y Cleopatra es una obra más grandiosaque Romeo y Julieta?”

»“No me cabe la menor duda.”»“Caray, tengo que admitir que tiene

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usted valor, Mr. Shaw.”»“También lo tiene usted, jovencita

—dijo cogiendo una hoja de papel de lamesa—. Escuche esto —y empezó a leeren voz alta, con su timbre aflautado—…el cuerpo acaba siempre aburriendo.No hay nada que sea siempre bello einteresante, excepto el pensamiento,porque el pensamiento es la vida…»

»“…y acaba naturalmente siendo unaburrimiento —dije—. Me parece queesa frase tiene un sentido muy tópico. Encualquier, caso, el cuerpo no resultaaburrido a mi edad. El cuerpo es unafruta jugosa. ¿De qué obra es la frase?”

»“Habla de Matusalén —dijo—.

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Pero ahora tendré que pedirle que medeje en paz. Es usted picara y bonita,pero eso no le da derecho a malgastarmi tiempo. Le agradezco la uva.”

»Eché una ojeada a mi reloj. Faltabasolamente un minuto. Tenía que seguirhablando.

»“Bien, pues, me iré —dije—. Peroa cambio del racimo, me encantaría queme diera su autógrafo estampado en unade sus famosas postales.”

»Cogió una postal y la firmó. Luegome dijo: “Y ahora lárguese. Ya me haentretenido bastante.”

»“De acuerdo. Me iré”, dije sin saliry peleando por ganar segundos. Los

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nueve minutos ya habían transcurrido.¡Oh escarabajo, bendito escarabajo!¿Dónde te has metido? ¿Por qué me hasabandonado?

—Qué pensamientos tan cursilones—dije.

—Estaba desesperada, Oswald. Erala primera vez que ocurría. “Mr. Shaw—le dije, deteniéndome en la puerta ybuscando alguna excusa para ganar mástiempo—, le he prometido a mi queridamadre, que cree que usted es Dios Padreen persona, que le formularía unapregunta de su parte…”

»“Señorita, ¡hay que ver la lata queda!”, ladró él.

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»“Soy una latosa, lo sé, lo sé. Pero,conteste por favor a su pregunta. Se tratade lo siguiente. ¿Es verdad quedesaprueba la actitud de todos losartistas que crean sus obras de arte pormotivos puramente estéticos?”

»“Es cierto, señorita.”»“¿Quiere esto decir que con la sola

belleza no basta?”»“No —dijo—. El arte debe ser

siempre didáctico, y servir a algunafinalidad social”

»“¿Cree que Beethoven, o VanGogh, servían a alguna finalidadsocial?”

»“¡Largo de aquí! —rugió—. No

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tengo ganas de discutir necedades…” Separó a mitad de la frase. Porque en esemomento, Oswald, el cielo sea alabado,el escarabajo actuó.

—¡Viva! ¿Le dio muy fuerte?—Recuerda que era una dosis triple.—Lo recuerdo. ¿Qué pasó?—Creo que hay demasiado riesgo

con esta cantidad, Oswald. No piensohacerlo nunca más.

—¿Le conmocionó un poco, eh?—La primera fase fue devastadora

—dijo Yasmin—. Era como si el tipoestuviese sentado en una silla eléctrica yalguien hubiese enchufado y le hubiesensoltado una descarga de mil voltios.

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—¿Tanto?—Todo su cuerpo se puso rígido y

se quedó en el aire, flotando,estremeciéndose, con los ojos salidos yla boca retorcida.

—Dios santo.—Me ha dejado perpleja.—Me lo supongo.—Y ahora qué hago, pensé primero.

¿Respiración artificial, oxígeno, qué?—¿No estás exagerando, Yasmin?—Te juro que no. El pobre hombre

estaba todo él retorcido, paralizado,agarrotado. No podía decir palabra.

—¿Estaba consciente?—Quién sabe.

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—¿Pensaste que podía estirar lapata?

—Imaginé que tenía un cincuenta porciento de posibilidades de hacerlo.

—¿Tanto?—No puedes imaginarte cuál era su

aspecto.—Caray, Yasmin.—Yo seguía en la puerta y recuerdo

que pensé, bueno, pase lo que pase, esteviejo buitre no escribirá más obras deteatro. «Hola Shaw —le dije—. ¡Eh,despierta! ¡Despierta!»

—¿Te oía él?—Lo dudo. Y a través de los

mostachos vi que le salía de los labios

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una cosa blancuzca, como salmuera.—¿Cuánto tiempo duró todo esto?—Un par de minutos. Y, además,

estaba preocupada por su corazón.—¿Su corazón? ¿Por qué?—La cara se le estaba poniendo

rojísima. Era tan rápido que veía sucara, cada vez de un rojo más intenso. Yluego virando a un tono morado.

—¿Asfixia?—Algo así —dijo Yasmin—.

¿Verdad que este pastel de carne y riñónestá delicioso?

—Es muy bueno.—Entonces, repentinamente, regresó

a la tierra. Parpadeó, me lanzó una

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mirada, soltó un grito indio, pegó unsalto y empezó a arrancarse la ropa quellevaba. «¡Que vienen los irlandeses! —gritó—. ¡Señorita, apréstese a la lucha!¡Apréstese a la lucha, que la batalla va aempezar!»

—Así pues, no es exactamente uneunuco.

—No daba esa impresión.—¿Cómo lograste colocarle la

caperuza de caucho?—Cuando se ponen violentos no hay

más que un modo de lograrlo —dijoYasmin—. Le agarré la pirindola contodas mis fuerzas, como si en ello mefuese la vida, y le pegué un par de

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torsiones para forzarle a estarse quieto.—¡Uy!—Muy eficaz.—Sin duda.—Cuando les hago eso podría

llevarlos a donde me diera la gana.—No me extraña.—Es como clavarle las espuelas a

un caballo.Tomé un sorbo de Beaune, y lo

retuve unos instantes en el paladar. Erade las bodegas de Louis Latour,francamente aceptable. Había sido unasuerte encontrar algo así en un barcampestre.

—¿Qué pasó luego? —pregunté.

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—El caos. El piso de madera.Moretones por todas partes. La leche.Pero, ¿a que no sabes lo más interesantede todo? Él no sabía lo que tenía quehacer. Tuve que enseñarle yo.

—Entonces, ¿era virgen?—Seguro. Pero aprendió

condenadamente deprisa. Jamás habíaencontrado tantas energías en un hombrede sesenta y tres años.

—Debe ser la dieta vegetariana.—Podría ser —dijo Yasmin

pinchando un pedazo de riñón con eltenedor y llevándoselo a la boca—.Pero no olvides que estaba como quiendice estrenando el motor.

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—¿Cómo?—Que estrenaba el motor. La

mayoría de hombres de esa edad yaestán más o menos gastados. Me refieroa que las piezas ya no funcionan como alprincipio. Llevan tantos kilómetros a laespalda que empiezan a traquetear.

—¿Quieres decir que por el hechode ser virgen…?

—Exactamente, Oswald. Era unmotor nuevo a estrenar. No lo habíautilizado nunca. Y por tanto no estabagastado.

—Pero, ¿no necesitaba un ciertorodaje?

—No —dijo Yasmin—. Tenía pleno

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rendimiento. A las máximasrevoluciones. Y en cuanto le cogió eltranquillo se puso a gritar: «¡Ahoraentiendo qué andaba buscando Mrs. PatCampbell!»

—Supongo que al final habrás tenidoque recurrir al alfiler…

—Naturalmente. Pero, sabes unacosa, Oswald, cuando les das una dosistriple se ponen tan fuera de sí que ni seenteran. Era como acariciarle el culocon una pluma. No le dolía.

—¿Cuántos pinchazos le diste?—Hasta que se me cansó el brazo.—Entonces, ¿qué hiciste?—Hay otros medios —dijo

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oscuramente Yasmin.—Uy —dije. Recordé lo que

Yasmin le hizo a A. R. Woresley cuandoquiso sacárselo de encima en ellaboratorio—. ¿Pegó un salto?

—De aproximadamente un metro. Yeso me dio justo el tiempo suficientepara agarrar los despojos y lanzarmecorriendo hacia la puerta.

—Menos mal que no te habíasdesnudado.

—Era imprescindible —dijoYasmin—. Siempre que damos unadosis mayor de lo corriente tengo queestar preparada para salir zumbando.

Esa fue la historia que me contó

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Yasmin. Permítanme ahora reanudar yoel relato y regresar al momento en el queestaba tranquilamente sentado en miautomóvil frente a «El rincón de Shaw»,en pleno atardecer, y mientras ocurríatodo esto. De repente vi a Yasmin quevenía al galope por el sendero deljardín, con el cabello ondeando a suespalda, de modo que abrí rápidamentela puerta de su asiento para que saltaralo antes posible. Pero ella no saltó.Corrió a la parte delantera del coche ycogió la manivela para ponerlo ellamisma en marcha. En aquellos tiempos,recuérdenlo, no había todavíaautomóviles con motor de arranque.

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—¡Pon el contacto, Oswald! —gritó—. ¡Pon el contacto, que viene a por mí!

Yo di el contacto. Yasmin hizo girarla manivela. El motor se puso en marchaa la primera. Yasmin corrió hacia susitio, saltó al interior y todo ello sindejar de gritar:

—¡Vamos, aprisa! ¡Larguémonos ya!Pero antes de poder entrar la marcha

del todo, oí un aullido procedente deljardín y en la semioscuridad vi la figuraalta, fantasmal y barbuda de Shaw quevenía a paso de carga en pelota viva ychillando:

—¡Vuelve, so ramera! ¡Todavía nohe terminado contigo!

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—¡Vamos! —gritó Yasmin. Acabéde poner la marcha, solté el embrague ypartimos.

Había frente a la casa de misterShaw una farola, y cuando miré uninstante hacia atrás le vi pegandobrincos en la acera bajo la luz de gas,con su piel completamente blanca con laúnica excepción de los calcetines quetodavía llevaba puestos, barbado porarriba y barbado también por debajo, ycon su enorme miembro de color rosaasomando por la barba inferior como sifuera el cañón recortado de unaescopeta. Era una imagen que tardaré enolvidar: aquel engreído y arrogante

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dramaturgo que siempre se habíaburlado de las pasiones de la carne,ensartado ahora en la espada de lalujuria y pidiéndole a Yasmin a gritosque volviera. La cantharis vesicatoriasudanii, reflexioné, podía inclusoconvertir al Mesías en un simio.

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22Las navidades ya estaban cerca yYasmin dijo que quería tomarse unasvacaciones. Yo prefería seguir.

—Anímate —le dije—. Hagamosantes una gira real. Iremosexclusivamente a por los reyes.Persuadiremos a los nueve reyeseuropeos que nos faltan. Y después nostomaremos los dos un largo descanso.

Los reales Retozos, como decíaYasmin, eran una perspectiva tanirresistible que accedió a aplazar susvacaciones y pasar las navidades en laEuropa invernal. Preparamos juntos un

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itinerario bien ofganizado que nosllevaría, por este orden, a Bélgica,Italia, Yugoslavia, Grecia, Bulgaria,Rumania, Dinamarca, Suecia y Noruega.Repasé las nueve cartas con la imitaciónde la letra y la firma del rey Jorge V.Por su parte, A. R. Woresley rellenó micongelador portátil de nitrógeno líquido.Luego partimos con el fiel Citroën endirección a Dover, donde tomamos elvapor del Canal dispuestos a hacer unaprimera etapa en el Palacio Real deBruselas.

El efecto de la carta de Jorge V ennuestras ocho primeras visitas fueprácticamente idéntico. Todos ellos se

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dispusieron rápidamente a ayudar al reyde Inglaterra, y a echarle una ojeada a suamante secreta. Todos ellos preveían unasunto jugosillo. Todos ellosconcedieron a Yasmin una audienciapalaciega pocas horas después de haberrecibido la carta. Tuvimos un éxitodetrás de otro, A veces hizo falta utilizarel alfiler de sombrero, pero no siempre.Hubo algunas escenas divertidas ytambién algún que otro momentocomprometido, pero al final Yasminconsiguió siempre salirse con la suya.Logró incluso que el rey Pedro deYugoslavia, que ya contaba setenta yseis años de edad, colaborase, aunque al

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final el pobre hombre perdió elconocimiento y Yasmin tuvo quereanimarle arrojándole en la cara unorinal lleno de agua fría. Cuando acomienzos de abril llegamos aChristiania (actualmente Oslo), teníamosen el bote un total de ocho reyes ysolamente nos quedaba la contribucióndel rey Haakon de Noruega. Éste teníacuarenta y ocho años.

En Christiania tomamos habitacionesen el Grand Hotel de la Puerta de CarlJohan, y desde el balcón de suhabitación podía contemplar esaespléndida avenida que se encaramahasta la colina en cuya cumbre se

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encuentra el palacio real. Presenté micarta un martes a las diez de la mañana.A la hora del almuerzo Yasmin recibióuna nota manuscrita por el propio rey enla que la invitaba a presentarse enpalacio a las dos y media de esa mismatarde.

—Será mi último rey —dijo Yasmin—. Echaré de menos esto de colarme enpalacio y luchar con los monarcas.

—¿Qué opinión te merecen engeneral —pregunté—, ahora que ya casihas terminado? ¿Tienen muchacategoría?

—Varía según los casos —dijo ella—. El tipo ése de Bulgaria, Boris,

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resultó francamente aterrador, sobretodo cuando se empeñó en enrollarme unalambre de espinos.

—Los búlgaros son gente difícil.—Fernando de Rumania también

estaba bastante chalado.—¿Es el que tenía espejos

distorsionadores en toda la habitación,verdad?

—Ese mismo. Veamos ahora cuálesson las asquerosas costumbres delnoruego.

—Tengo entendido que es un tipomuy decente.

—Nadie que haya tomado polvosdel escarabajo resulta muy decente,

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Oswald.—Seguro que estará muy nervioso

—comenté.—¿Por qué?—Ya te lo dije. Su esposa, la reina

Maud, es hermana del rey Jorge V. Demodo que nuestra carta falsificadaestaba presuntamente escrita por elcuñado de Haakon. Le pilla el asuntomuy de cerca.

—¡Humm, qué picante! —dijoYasmin—. Me gusta.

Y partió hacia palacio con su cajitade trufas de chocolate, su alfiler y todolo demás. Yo me quedé en el hotel ydispuse el equipo a fin de tenerlo a

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punto cuando regresara.Menos de una hora después ya

estaba de regreso. Entró en mihabitación volando como un huracán.

—¡He metido la pata! —exclamó—.¡Oh, Oswald, he hecho algohorrorosamente terrible! ¡Lo he echadotodo a perder!

—¿Qué ha pasado? —dije,empezando a temblar.

—Dame un trago —pidió—.Cognac.

Le preparé una copa.—Anda —dije—. Veamos qué ha

pasado. Cuéntame en seguida lo peor.Yasmin tomó un gran trago de

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cognac, y después se recostó en su silla,cerró los ojos y dijo:

—Ahora me encuentro mejor.—¡Dime, por Dios —exclamé—,

qué ha ocurrido!Yasmin se bebió el resto del cognac

y me pidió otro. Se lo di rápidamente.—Un precioso salón, muy amplio —

empezó—. Un rey alto y encantador.Bigote negro, muy cortés, amable yguapo. Se comió la trufa como uncorderito y yo empecé a contar losminutos. Hablaba un inglés casiperfecto. «No me gusta demasiado esteasunto, Lady Victoria —me dijogolpeando suavemente la carta de Jorge

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V con un dedo—. Me extraña muchísimoviniendo de mí cuñado. El rey Jorge esel hombre más recto y honorable que heconocido.»

»“Pero también es un ser humano,majestad.”

»“Es un marido perfecto”, dijo.»“Lo malo es que está casado.”»“Naturalmente que está casado.

¿Qué insinúa?”»“Los hombres casados son muy

malos maridos, majestad.”»“¡No dice usted más que

necedades, señora!”, cortó él.—¿Por qué no te callaste en este

preciso instante, Yasmin? —exclamé.

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—Porque no podía, Oswald. Cuandome pongo en este plan me da lasensación de que no puedo parar. ¿Sabesqué le he dicho a continuación?

—Dilo ya —la apremié. Estabaempezando a sudar.

—Le he dicho: «Majestad, lo quequiero deciros es que cuando un hombrefuerte y apuesto como Jorge ha tenidoque estar comiendo arroz con lechetodas las noches a lo largo demuchísimos años, lo más natural es queempiece a desear un poco de caviar».

—¡Dios mío!—Ya sé que era una tontería decirle

eso.

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—¿Qué contestó él?—Se le puso la cara verde. He

creído que iba a pegarme, pero se haquedado simplemente quieto, echandochispas y soltando zumbidos como losfuegos artificiales, ésos que antes de lagran explosión se pasan un buen ratochisporroteando.

—¿Estalló al fin?—Todavía no. Se mostraba muy

digno. Me ha dicho: «Le agradecería,señora, que no usase la expresión “arrozcon leche” cuando se refiera a la Reinade Inglaterra.»

»“Lo siento, majestad —me heexcusado—. No tenía intención.” Yo

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seguía en pie, en medio de la habitación,porque él no me había invitado aún atomar asiento. Al diablo, he pensado, yhe elegido un ancho sofá verde y me hetendido en él, preparada para elmomento en que el escarabajodescargara su golpe.

»“No me cabe en la cabeza queJorge pueda tener esta clase dedeslices”, ha dicho el rey.

»“Vamos, vamos, majestad —le hedicho—. Al fin y al cabo no hace másque seguir los pasos de su papá.”

»“Le rogaría que me explicase quéinsinúa usted con estas palabras,señora.”

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»“Me refiero al viejo Eduardo VII—le he contestado—. ¡Qué puñetas!¿Acaso no mojaba su real mecha portoda la nación?”

»“¿Cómo se atreve? —haexclamado, estallando por primera vez—. ¡Eso es una infamia!”

»“¿Y qué me decís de Lily Langtry?”»“El rey Eduardo era el padre de mi

esposa —ha dicho con voz glacial—.¡No permitiré que se le insulte en micasa!”

—Pero, ¿qué fue, en nombre delcielo, lo que hizo que llegaras a estosextremos? —exclamé—. Por una vezencuentras a un rey la mar de amable y

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no se te ocurre otra cosa que empezar ainsultarle.

—Es un hombre encantador.—Entonces, ¿por qué lo has hecho?—Se me había metido el diablo en

el cuerpo, Oswald. Y supongo queademás estaba divirtiéndome horrores.

—No se les pueden decir cosas deéstas a los reyes.

—Desde luego que sí —dijo Yasmin—. En realidad, Oswald, he descubiertoque no importa lo que les diga alprincipio ni que lleguen a ponerse muyfuriosos, porque al final siempreaparece el escarabajo y me rescata en elmomento oportuno. Al final siempre son

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ellos los que parecen no sabercomportarse.

—Pero, ¿no dices que hasfracasado?

—Espera, déjame seguir y ya loverás. El rey seguía caminando de unlado a otro de la habitación murmurandopara sí, y entretanto yo vigilaba el reloj.Por algún extraño motivo, hoy parecíaque los nueve minutos tardaban en pasarmás que nunca. Entonces el rey me hadicho: «¿Cómo puede hacerle eso a supropia reina? ¿Cómo ha podidorebajarse a seducir a su queridoesposo? La reina María es la dama máspura de toda la nación.»

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»“¿Lo creéis así en realidad?”»“Lo sé. Es tan pura como la nieve.”»“A ver, a ver…, esperad un

momentito —le he dicho. ¿No os hanllegado entonces todos esos rumorespicantes?”

»Al oírme decir esto, Oswald, el reyse ha vuelto tan deprisa como si lehubiese picado un escorpión.

—Por Cristo, Yasmin, ¡qué arrestostienes!

—Era divertido —dijo ella—. Sólopretendía hacer un chiste. —Menudochiste.

»“¡Rumores! —ha gritado el rey—.¿Qué clase de rumores?”

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»“Rumores muy picantes,¡picantísimos!”, le he dicho.

»“¡Cómo se atreve! —se ha puesto arugir—. ¡Cómo se atreve a entrar aquí yhablar de esta manera de la reina deInglaterra! ¡Señora, es usted una rameray una mentirosa!”

»“Quizás sea una ramera —le hedicho—, pero no miento. Hay, majestad,cierto caballerizo en las cuadras del reyen Buckingham Palace, un coronel de losGranaderos, que además es un chicomuy apuesto de grandes mostachos, quecada mañana se encuentra con la reinaen el gimnasio y la enseña a hacerejercicios para mantenerla en forma.”

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»“¿Y por qué no iba a hacerlo? —hadicho el rey interrumpiéndomesecamente—. ¿Qué tiene de malo hacerejercicios para mantenerse en forma?Yo mismo los hago.”

»En ese momento he mirado mireloj. Ya no faltaba casi nada para quese cumplieran los nueve minutos. Ya nofaltaba casi nada para que el alto yorgulloso rey se transformara en unlascivo y un cachondo. “Majestad —lehe dicho—, Jorge y yo hemos espiadomuchas veces por la ventana que hay alfinal del gimnasio, y hemos visto…”Aquí me callé. Me he quedado sin voz,Oswald. No podía continuar.

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—¿Qué ocurrió? Dímelo, por Dios.—He creído que iba a darme un

ataque al corazón. He empezado aboquear. Me costaba mucho respirar ypor todo el cuerpo se me iba poniendola carne de gallina. En aquel momentohe pensado, te lo juro, he pensado queestaba a punto de morirme.

—¿Y qué es lo que te ocurría?¡Santo Cielo!

—Eso mismo me ha preguntado elrey. Es un tipo verdaderamente decente,Oswald. Medio minuto antes habíaestado diciéndole toda clase debestialidades sobre sus parientespolíticos de Inglaterra, llenándolos de

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insultos, y ahora de repente se mostrabapreocupadísimo por mi salud. «¿Quiereque llame a un médico?», me ha dicho.Pero yo no podía contestarle. No hehecho más que gorgotear absurdamente.Entonces me ha empezado esa terriblecomezón, primero en las plantas de lospies y luego, extendiéndoserápidamente, piernas arriba. Estoyquedándome paralizada, he pensado. Nopuedo hablar. No puedo moverme. Casino puedo pensar. Voy a morirme de unmomento a otro. Y entonces, ¡zas! ¡Meha dado!

—¿Qué es lo que te ha dado?—El ataque de lujuria del

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escarabajo vesicante, naturalmente.—A ver, un momento…—¡Me había equivocado de trufa,

Oswald! ¡Me había comido la queestaba cargada con los polvos! ¡Le habíadado a él la que no tenía nada y mehabía comido yo la del escarabajo!

—¡Por todos los santos, Yasmin!—Eso. Pero a esas alturas ya había

deducido qué era lo que había ocurrido,y lo primero que he pensado ha sido quesería mejor salir corriendo como eldiablo de palacio antes de ponermetodavía más en ridículo.

—¿Te has ido entonces?—Era más fácil decirlo que hacerlo.

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Por primera vez en mi vida estabacomprobando personalmente lo que sesiente cuando te hace efecto elescarabajo.

—Es fortísimo.—Tremendo. Te deja la mente

congelada. No logras coordinar bien. Loúnico que sientes es un terrible y latenteimpulso sexual que se te desborda portodo el cuerpo. No puedes pensar másque en cosas lujuriosas. Al menos esoera lo único en lo que yo era capaz depensar en ese momento, y siento decirte,Oswald… Que no he podidoreprimirme, entiendes… No podíareprimirme… De modo que…, bueno,

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he saltado del sofá y he lanzado unataque a fondo contra los pantalones delrey…

—¡Dios mío!—Y eso no es todo —dijo Yasmin

tomando otro trago de cognac.—No me lo cuentes. No puedo

soportarlo.—De acuerdo, no te lo cuento.—Sí —dije—. Continúa.—Me he puesto como una loca. Me

he montado encima de él. Le he pilladoa contrapié y le he derribado en el sofá.Pero este rey es un tipo atlético. Ha sidomuy rápido. Se ha vuelto a poner en pierápidamente. Se ha escondido detrás del

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escritorio. Yo me he subido de pie alescritorio. Y él se ha puesto a gritar:«¡Deténgase, mujer! ¡Apártese de mí!»Y luego ha empezado a chillar deverdad, a chillar a voz en grito, quierodecir. «¡Socorro! —gritaba—. ¡Quealguien se lleve de aquí a esta mujer!» Yentonces, mi querido Oswald, se haabierto la puerta y ha entrado la reina, lareina Maud en toda su gloria yesplendor, y ha atravesado la sala conno sé qué labor de costura en las manos.

—Tenía que ocurrir.—Lo sé.—¿Dónde estabas cuando ha

entrado?

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—Saltando desde el gran escritoriochippendale con intención de caer sobreél. Volaban las sillas por todas partes yentonces ha hecho su aparición estamujer pequeña y bonita…

—¿Qué ha dicho?—Ha dicho: «¿Se puede saber qué

estás haciendo, Haakon?»»“¡Llévatela de aquí!”, chillaba él.»“¡Lo quiero para mí! —gritaba yo

—. ¡Y pienso agenciármelo!”»“¡Haakon! —le ha dicho ella—.

¡Abandona inmediatamente esta actitud!”»“Pero si no soy yo, ¡es ella!”, ha

exclamado él sin dejar de correr portoda la sala, tratando de salvar su vida.

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Pero ahora le había arrinconado por finy estaba justo a punto de tirármelo allímismo cuando me han agarrado por losbrazos un par de guardias. Eransoldados. Dos noruegos de muy buenaspecto.

»“Lleváosla”, ha dicho el reyjadeando.

»“¿A dónde, majestad?”»“Sacadla inmediatamente de aquí,

¡deprisa! ¡Echadla a la calle!”»Y así es cómo, cogida por los

codos por ambos soldados, me hanarrastrado fuera de palacio, y recuerdoque les iba gritando todo el ratoguarradas a los jóvenes soldados y

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haciéndoles proposiciones deshonestas,y, mientras, ellos se partían de risa…

—¿Y te han echado a la calle?—Sí —dijo Yasmin—. Frente a las

puertas de palacio.—Has tenido muchísima suerte de

que no se hubiera tratado del rey deBulgaria o alguno así —le dije—. Tehubieran metido en una mazmorra.

—Ya lo sé.—Así que simplemente te soltaron

frente a las puertas de palacio.—Sí. Estaba aturdida. Me he

sentado en un banco que había bajo unosárboles, tratando de recobrar fuerzas.Porque yo tenía una ventaja en relación

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con mis demás víctimas, Oswald, y eraque yo sabía qué me pasaba. Sabía queaquello eran los efectos que producía elescarabajo. Debe ser francamentehorrible que te pase eso y no sepas porqué te ocurre. De modo que yo he tenidoal menos una posibilidad de combatiresos efectos. Recuerdo que estabasentada en el banco y que me decía: loque necesitas, Yasmin, lo que necesitases que te den un buen montón depinchazos en el trasero con ese alfiler desombrero. Cuando lo pensaba me hepuesto a reír como una boba. Pero pocodespués, gradualmente, esa sensación denecesidad sexual ha ido reduciéndose

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hasta que por fin he recobrado el controlde mí misma y he podido bajarcaminando la calle hasta el hotel, y aquíestoy. Lo siento, Oswald. Siento haberloestropeado todo, de verdad. Es la últimavez que ocurre.

—Lo mejor será que nos larguemosde aquí —dije—. No creo que esa gentenos trate mal, pero lo más lógico es queel rey empiece a hacer preguntascomprometedoras.

—Seguro.—Creo que deducirá que mi carta

era una falsificación. Te apuesto lo quequieras a que en este mismo momentoestá tratando de pedirle al propio Jorge

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V que se lo confirme.—Apuesto a que sí —dijo Yasmin.—Entonces, apresúrate a hacer las

maletas. Nos escabulliremosinmediatamente y cruzaremos la fronterahacia Suecia. Vamos a desaparecer delmapa.

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23Regresamos a casa pasando por Sueciay Dinamarca, a mediados de abrilaproximadamente, llevando con nosotrosel esperma de ocho reyes: cincuentadosis de siete de ellos, y solamenteveinte del viejo Pedro de Yugoslavia.Lo del rey de Noruega era una pena. Nosechaba a perder el magnífico historialque habíamos acumulado hasta entonces,pero pensé que a largo plazo tampocoiba a perjudicarnos apenas.

—Ahora quiero tomarme unasvacaciones —dijo Yasmin—. Unasbuenas vacaciones. Además, casi hemos

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terminado.—Falta Norteamérica.—¿Hay muchos allí?—No, pero les necesitamos.

Haremos una travesía de primera, en elMauritania.

—Antes quiero mis vacaciones —insistió Yasmin—. Me lo habíasprometido. No pienso ir a ningún lado sino he descansado antes una buenatemporada.

—¿Cuánto tiempo necesitas?—Un mes.Habíamos ido directamente en

automóvil a Cambridge después dedesembarcar del buque danés en

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Harwich, y estábamos tomándonos unacopa en «Dunroamin». A. R. Woresleyentró entonces frotándose las manos.

—Felicidades —dijo—. Habéishecho un buen trabajo con los reyes.

—Yasmin quiere tomarse un mes devacaciones —dije—. Peropersonalmente opino que deberíamoscontinuar y terminar antes con losnorteamericanos.

A. R. Woresley, que hacía humear suasquerosa pipa, miró a Yasmin a travésdel humo y dijo:

—Estoy de acuerdo con Cornelius.Primero hay que terminar el trabajo. Lasvacaciones vendrán después.

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—No quiero —dijo Yasmin.—¿Por qué? —preguntó Woresley.—Pues porque no. Por eso.—Bueno, supongo que tú eres la que

tiene que decirlo —admitió Woresley.—Puedes apostarte hasta tu vida

misma a que quien tiene que decirlo soyyo —dijo Yasmin.

—¿Es que no te lo pasas bien? —pregunté.

—Cada vez me divierto menos —dijo Yasmin—. Al principio era unajuerga cada vez. Pero ahora me siento derepente como si ya estuviese harta.

—No digas eso.—Ya lo he dicho.

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—Mierda.—Parece que lo que olvidan los dos

—dijo Yasmin— es que cada vez quequeremos el esperma de algún jodidogenio, soy yo la que tiene que ir a verley pelearse con él. La que tiene quejugarse el cuello.

—No es exactamente el cuello —dije.

—Deja de hacer chistes, Oswald.Y se quedó allí sentada con cara de

pocos amigos. A. R. Woresley no dijonada.

—Si te tomas ahora un mes devacaciones —dije—, ¿estarás dispuestaa ir conmigo a Norteamérica

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inmediatamente después?—Sí. De acuerdo.—Disfrutarás mucho con Rodolfo

Valentino.—Lo dudo —dijo Yasmin—. Creo

que mis días de retozo continuo se hanacabado.

—¡Nunca! —exclamé—. ¡Mejorsería que estuvieses muerta!

—Hay otras cosas, aparte de retozar.—Cristo, Yasmin. ¡Hablas como

Bernard Shaw!—Es posible que me haga monja.—Pero, ¿vendrás antes a

Norteamérica?—Ya te he dicho que sí.

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A. R. Woresley se sacó la pipa de laboca y dijo:

—Tenemos ya una notablecolección, Cornelius, verdaderamentenotable. ¿Cuándo empezaremos avender?

—No debemos precipitarnos —dije—. En mi opinión, no deberíamos ponera la venta el esperma de ninguno deellos antes de que hayan muerto.

—¿Por qué?—Los grandes hombres son mucho

más interesantes después de su muerte.Cuando están muertos se convierten enleyenda.

—Quizás tenga razón —dijo

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Woresley.—Tenemos muchos ancianos en la

lista —dije—. La mayoría de ellos nodurarán mucho. Te apuesto el cincuentapor cien de las ganancias totales a quedentro de cinco o diez años ya noquedará ni uno.

—¿Quién se dedicará a la venta unavez llegado el momento? —preguntóWoresley.

—Yo —dije.—¿Cree que será capaz de

conseguirlo?—Mira —le dije—. A la tierna edad

de diecisiete años no me costó lo másmínimo vender pastillas rojas al

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ministro francés de Asuntos Exteriores,a una docena de embajadores, yprácticamente a todos los personajesque había entonces en París. Yrecientísimamente he vendido a LadyVictoria Nottingham a todas las testascoronadas de Europa menos una.

—Eso lo conseguí yo, no tú —dijoYasmin.

—Fui yo. La clave fue la carta delrey Jorge V, y eso fue idea mía. Demodo que supongo que no váis a pensarque me costará mucho vender lassemillas de los genios a un montón deseñoras millonarias, ¿no os parece?

—Es posible que no —dijo

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Woresley.—Y, de paso —añadí—, dejadme

deciros que si yo soy el que va adedicarse a realizar las ventas, creo quetengo derecho a un porcentaje debeneficios más elevado que los demás,¿no?

—¡Eh! —exclamó Yasmin—. ¡Deeso nada, Oswald!

—Acordamos que todo el mundotendría la misma participación —dijoWoresley, con expresión hostil.

—Tranquilos —dije—. Sólo estababromeando.

—Maldita sea, espero que así sea —dijo Yasmin.

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—De hecho, lo que pienso es queArthur debería tener la participaciónmás amplia, ya que fue él quien inventóla técnica —precisé yo.

—Caramba, me parece muygeneroso por su parte, Cornelius —dijoWoresley, radiante.

—Un cuarenta por ciento para elinventor y un treinta para Yasmin y paramí —dije—. ¿Estás de acuerdo,Yasmin?

—No estoy del todo segura —dijoYasmin—. He trabajado muy duro eneste proyecto. Quiero mi tercio.

Lo que ellos ignoraban era que hacíaya tiempo que había decidido que en

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último término sería yo el que sacaría lamayor tajada. Yasmin, al fin y al cabo,nunca necesitaría una fortuna. Le gustabavestirse bien y comer cosas suculentas,pero eso era todo. En cuanto al viejoWoresley, no estaba muy seguro de quesupiera qué hacer si se encontraba conuna gran suma de dinero en su bolsillo.El único lujo que se permitíaprácticamente era el tabaco de pipa. Yoen cambio era diferente. El tipo de vidaal que yo aspiraba hacía absolutamenteimprescindible la posesión de unafortuna inmensa. Yo no podía soportarun champagne medianamente bueno ni lamás mínima incomodidad. Tal como yo

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veía las cosas, solamente lo bueno, ycon eso quería decir lo absoluta ymaravillosamente buenísimo, podíaquizás satisfacerme.

Calculé que si les daba el diez porciento a cada uno y me quedaba con elochenta por ciento restante, les bastaría.Al principio protestarían comocondenados y hasta me llamarían guarroasesino, pero cuando comprendiesen queno podían remediarlo de ningún modoacabarían tranquilizándose y hastadándome las gracias por migenerosidad. Ahora bien, para ponermeen disposición de poder dictarcondiciones a mis otros dos socios, no

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había más que un medio. Tenía queconseguir apoderarme del Hogar delSemen y de todos los tesoros quecontenía. Luego debía trasladarlo a unlugar más seguro y secreto, dondeninguno de los dos pudiera encontrarlo.No sería difícil. En cuanto Yasmin y yoregresáramos de los Estados Unidos,contrataría un camión de mudanzas y lollevaría a «Dunroamin» cuando nohubiera nadie. Luego me largaría con elcofre del tesoro.

Ningún problema.Pero, ¿no es una mala jugada?,

deben estar pensando algunos deustedes. ¿No es una canallada?

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Y una mierda, contesto. Jamásllegarán en este mundo a ninguna partecomo no aprovechen sus oportunidades.La caridad debe empezar por unomismo. Al menos, en mi caso.

—Así pues, ¿cuándo irán a losEstados Unidos? —preguntó A. R.Woresley.

Saqué mi agenda.—Dentro de treinta días será el

quince de mayo —dije—. ¿Qué teparece ese mismo día, Yasmin?

—Quince de mayo —dijo, sacandodel bolso su propia agenda—. Meparece bien. Nos encontraremos aquí eldía quince. Dentro de un mes.

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—Y yo reservaré dos camarotes delMauritania para su primera salidadespués de esa fecha.

—Magnífico —dijo Yasmintomando nota de la fecha en su agenda.

—Y luego nos haremos con el semende Henry Ford, de Marconi, de RodolfoValentino y del resto de yanquis.

—No se olviden de AlexanderGraham Bell —dijo Woresley.

—Traeremos de todo —aseguré—.Después de un mes de descanso, Yasmintendrá ganas de ponerse otra vez a jugar,ya lo veréis.

—Confío que así sea —dijo Yasmin—. Pero necesito descansar. De verdad.

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—¿Dónde piensas ir?—Subiré a Escocia. Estaré en casa

de un tío mío.—¿Buena persona?—Muy buena persona —dijo

Yasmin—. Es hermano de mi padre. Sededica a pescar salmones.

—¿Cuándo te irás?—Ahora mismo —respondió—. El

tren sale dentro de una hora. ¿Querrásacompañarme a la estación?

—Claro que sí —le dije—. Yo meiré a Londres.

Llevé a Yasmin en coche a laestación y la ayudé a entrar con susmaletas en la sala de espera.

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—Nos veremos exactamente dentrode un mes —le recordé—. En«Dunroamin».

—Allí estaré —afirmó ella.—¡Buenas vacaciones!—Igualmente, Oswald.Le di un beso de despedida y regresé

en coche a Londres. Me dirigídirectamente a mi casa de KensingtonSquare. Me sentía bien. El gran proyectoestaba a punto de culminar con éxito.Podía verme a mí mismo, al cabo decinco años, sentado junto a una ricadama y oyéndola decir: «Me parece queprefiero a Renoir, Mr. Cornelius. Adorotanto sus cuadros. ¿Cuánto cuesta el de

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Renoir?»—La tarifa de Renoir es de setenta y

cinco mil, señora.—¿Y cuánto cuesta un rey?—Depende de cuál.—Éste, éste tan moreno y tan guapo.

El rey Alfonso de España.—El rey Alfonso cuesta cuarenta mil

dólares, señora.—¿Quiere decir que cuesta menos

que Renoir?—Renoir era un hombre mucho más

grandioso, señora. Su esperma esescasísimo.

—¿Y qué ocurrirá si no funciona,Mr. Cornelius? Quiero decir, en caso de

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que no quedara embarazada.—Entonces tendría usted derecho a

una segunda dosis gratuita.—¿Y quién será la persona

encargada de realizar la inseminación?—Un famoso ginecólogo, señora.

Todo estará meticulosamente preparado.—¿Seguro que mi esposo no se

enterará jamás?—¿Cómo quiere usted que llegue a

saberlo? Creerá que es hijo suyo.—Claro, claro —diría la señora

millonaria con una sonrisilla tonta.—Por fuerza, señora.—Sería encantador tener un hijo del

rey de España, ¿verdad?

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—¿No ha pensado en Bulgaria,señora? Bulgaria sale tirado. Sonsolamente veinte mil.

—No quiero ningún mocoso búlgaroen mi casa, Mr. Cornelius, aunque seade sangre real.

—Lo comprendo perfectamente,señora.

—Claro que también está Puccini.La Bohème es mi ópera favorita, sinduda. ¿Cuánto cuesta Mr. Puccini?

—Las dosis de Giacomo Puccinicuestan sesenta y siete mil quinientos,señora. Se lo recomiendoencarecidamente. Es prácticamenteseguro que su hijo sería un genio de la

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música.—Yo toco un poquito el piano.—Eso aumentaría notablemente las

posibilidades del muchacho.—Supongo que sí, ¿verdad?—Confidencialmente, puedo decirle,

señora, que hay cierta dama de Dallas,en el estado de Texas, que ha tenido unhijo de Puccini que a los tres años ya hacompuesto su primera ópera.

—No me diga.—Sensacional, ¿eh?Pensé que me divertiría muchísimo

en cuanto empezaran las ventas. Pero demomento tenía ante mí un mes entero enel que la única tarea sería divertirme.

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Decidí permanecer en Londres. Y echar,no una sino mil canas al aire. Me lomerecía. A lo largo de casi todo elinvierno había estado persiguiendoreyes por toda Europa y había llegado elmomento de correr tras las mozas.

Y eso fue lo que hice. Me monté unajuerga por todo lo alto. Durante tres delas cuatro semanas me lo pasé en grande[véase el Vol. III]. Después,repentinamente, a comienzos de la cuartay última semana de mis vacaciones,cuando me encontraba en plena pleamar,batiendo en la mantequera a las damaslondinenses con tan intenso ritmo quepor todo el barrio de Mayfair se oía el

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traqueteo de sus huesos, se produjo undiabólico incidente que puso frenoinmediato a todas mis actividades. Fueverdaderamente terrible. Demoníaco.Cuando lo recuerdo, a pesar del tiempoque ha pasado, me produce un terribledolor físico. Sin embargo, creo quedebería describir este sórdido episodiocon la esperanza de que salve a otrosseres deportivos como yo de unacatástrofe similar.

No tengo por costumbre sentarmedentro de la bañera del lado malo, conla espalda junto a los grifos. Hay pocagente que lo haga. Pero aquella tarde ala que me refiero el otro lado, el lado

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cómodo e inclinado, estaba ocupado porun salaz diablillo de hiperactivaproclividad carnal. Por eso estaba yoallí. Y en cierta medida también porqueera una duquesa perteneciente a laaristocracia inglesa. Si yo hubiesecontado con algunos años más, hubierasabido qué se podía esperar de una deesas aristócratas, y no hubiese sido tandescuidado. Casi todas esas mujeres hanadquirido sus títulos cazando mediantealguna trampa a uno u otro pobre ybendito par del reino, y para conseguirun éxito en esa cacería es necesarioposeer cierto tipo de mendacidad yastucia francamente especiales. Para

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llegar a ser duquesa, una mujer tiene queser una manipuladora de hombres deprimera categoría. Me he liado conbastantes mujeres de ésas a lo largo demi vida, y todas son iguales. Lasmarquesas y condesas no son tanespantosamente crueles como lasduquesas, pero casi. Si alguno de mislectores quiere divertirse con ellas, quelo haga, por supuesto. Es unaexperiencia picante. Pero por todos lossantos, no pierdan ustedes la cabeza enningún momento mientras se dedican aello. Nunca se sabe, nunca se puedeestar completamente seguro de cuál es elmomento en que decidirán darle un

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mordisco a la mano que las magrea.Cuidado, insisto, con las mujeres queostentan grandes títulos nobiliarios.

Fuera como fuese, la cuestión es queesta duquesa de la que hablo y yollevábamos una hora aproximadamenterevoleándonos en la bañera, y cuandoella se cansó me tiró el jabón a la cara ysalió del agua. El resbaladizo proyectilme dio en plena boca, pero como no mesacó de sitio ni me aflojó ninguno de misdientes, ignoré el incidente. De hecho,me lo había lanzado para aplacarme unpoco y disponer de una oportunidad parasaltar del baño, como así hizo,efectivamente.

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—Vuelve —le dije, pues yo deseabauna segunda ración.

—Tengo que irme —respondió ella.Y se secaba su magnífico cuerpo a ciertadistancia de mí, con una de mis grandestoallas.

—Esto no es más que el descanso.Todavía falta la segunda parte —dije entono suplicante.

—Lo malo de ti, Oswald, es que nosabes parar a tiempo —me dijo ella—.Cualquier día alguien perderá lapaciencia.

—Frígida furcia —le dije. Era unanecedad decirlo, y además eracompletamente falso, pero lo dije.

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Ella pasó a la habitación contiguapara vestirse. Yo me quedé sentado enel baño, silencioso y frustrado. Nuncame ha gustado que manden los otros.

—Adiós, cariño —dijo ellaentrando de nuevo en el baño. Llevabaun vestido de seda de manga corta, decolor verde oscuro.

—Lárgate a tu casa —dije—.Vuelve con tu ridículo duque.

—No seas tan gruñón —dijo ella.Vino hasta donde yo estaba, se

inclinó y empezó a hacerme masaje en laespalda por debajo del agua. Luego sumano se deslizó hacia otras zonas,acariciándolas y pellizcándolas

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cariñosamente. Yo me quedé quieto,disfrutando de todo aquello ypreguntándome si no estaría quizásdispuesta a empezar el jaleo otra vez.

Bien, quizás no vayan a creerme,pero mientras aquella zorra fingía estarjugando, lo que en realidad estabahaciendo era sacando subrepticia ycautelosamente el tapón del baño. Comoya saben ustedes, cuando se quita eltapón del baño y éste se encuentrarepleto de agua hasta el borde, lasucción del desagüe es fortísima. Ycuando un hombre se encuentra sentadoa horcajadas sobre ese agujero deldesagüe, como me ocurría a mí en ese

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momento, es inevitable que sus dosposesiones más tiernas y valiosas seanabsorbidas repentinamente por esehorrible agujero. Se oyó un sordo plopen el momento en que mi escroto,arrastrado por la fuerza de succión,resbaló hasta el agujero y se introdujoen él. Solté un grito que seguramente seoyó claramente al otro lado deKensington Square.

—Adiós, cariño —dijo la duquesa,abandonando rápidamente el baño.

En los atroces momentos siguientessupe exactamente lo que deben sentir losque caen en manos de las mujeresbeduinas, que disfrutan privando al

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viajero de su masculinidad utilizandocuchillos sin afilar.

—¡Socorro! —grité—. ¡Sálvame!Había quedado empalado. Estaba

pegado a la bañera. Sujetado por laspinzas de un fortísimo cangrejo.

A mí me parecieron horas, perosupongo que de hecho no estuveenganchado en aquella posición más dediez o quince minutos. Pero fue bastante,de todos modos. Ni siquiera sé cómoconseguí liberarme de aquello y salir deuna pieza. Una succión poderosa es unade las cosas más horribles que se puedaimaginar, y mis dos preciosas joyas, quenormalmente apenas eran un poco más

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grandes que un par de ciruelas claudias,habían adquirido de repente el tamañode un par de melones de cantalupo. Creoque fue el viejo Geoffrey Chaucer quienhace mucho tiempo, allá por el sigloXIV, escribió que «las damas de rancioabolengo / harán presa de tus huevos».Y estas inmortales palabras, créanme,están ahora profundamente grabadas enmi corazón. Durante tres días tuve queandar con muletas, y durante no sécuantísimo tiempo caminaba como situviera un puerco espín metido en laentrepierna.

Así, tullido, partí hacía Cambridgeel 15 de mayo para acudir a mi cita con

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Yasmin en «Dunroamin». Cuando salídel coche y anduve cojeando hacia lapuerta principal, tenía las pelotasardiendo todavía, y me dolían como si eldiablo las utilizara de tambor yredoblara contra ellas constantemente.Yasmin, naturalmente, querría saber quéme había pasado. Y lo mismo Woresley.Me pregunté si debía contarles laverdad. Si lo hacía, Yasmin serevolcaría por toda la habitaciónpartiéndose de risa, y me parecía oír yaal pomposo Woresley diciendo: «Esusted demasiado carnal, Cornelius.Cuando un hombre se entrega al viciocomo usted, siempre acaba pagando un

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alto precio».Creí que en aquellas circunstancias

no soportaría esa clase de reacciones ydecidí decirles que tenía una distensiónde ligamentos en un muslo. Que me lohabía hecho tratando de ayudar a unaanciana que había caído en la acera,delante de mi casa. Que la habíaacompañado dentro y que la cuidé hastaque llegó la ambulancia, pero que detodos modos el esfuerzo había sidoexcesivo, etc., etc. Bastaría con eso.

Me encontraba bajo el pequeñoporche de la entrada buscando mi llave,cuando de repente vi que había un sobreclavado en la puerta con una tachuela.

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Estaba tan apretada, maldita sea, que nologré sacarla, de modo que al final tirédel sobre. No estaba dirigido a nadie enparticular, de modo que lo abrí. Quéestupidez eso de no poner ningúnnombre en el sobre. ¿Sería para mí? Loera.

Querido Oswald:Arthur y yo nos casamos la semana

pasada…

¿Arthur? ¿Quién diablos es Arthur?,pensé.

Nos hemos ido muy lejos y confío

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que no te importe demasiado pero laverdad es que me he llevado el Hogardel Semen. Bueno, en realidad te hemosdejado a Proust…

¡Por todos los santos! ¡Arthur esWoresley! ¡Arthur Woresley!

Sí, te hemos dejado a Proust. A míno me gustó nunca el sodomita ése. Suscincuenta dosis están guardadas en elcongelador portátil, que encontrarásen el sótano. La carta de Proust está enel despacho. Nosotros nos hemosllevado las demás cartas…

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Estaba tambaleándome. No podíaseguir leyendo. Abrí la puerta, entré atropezones y encontré una botella dewhisky. Vertí un poco en un vaso y, lobebí de un solo trago.

Si te paras a pensarlo un momento,Oswald, estoy segura de que estarás deacuerdo en que no te hemos hechoninguna guarrada. ¿Sabes por qué?Dice Arthur…

A mí me importaba un rábano lo quedijera Arthur. Me habían robado elprecioso esperma. Valía millones.Estaba dispuesto a apostar lo que fuera a

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que había sido el marica de Woresleyquien le había metido la idea en lacabeza a Yasmin.

Dice Arthur que al fin y al cabo esél quien ha inventado el método, ¿no escierto? Y que he sido yo la que hasudado lo suyo para recolectarlo.Recuerdos de parte de Arthur.

AdiósYasmin Woresley

Verdaderamente maravilloso. Ungolpe justo debajo del cinturón. Mequedé boqueando.

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Rondé por toda la casa hecho unafuria. Me hervía el estómago y seguroque me salía humo por las narices. Sihubiese habido un perro por la casa lohubiera matado a patadas. Como nohabía ninguno, me lie a mamporroscontra los muebles. Rompí un montón decosas bonitas, y luego me dediqué a irpor los objetos más pequeños, porejemplo, un pisapapeles de cristal deBaccarat y un jarrón etrusco, que fuiarrojando por las ventanas sin dejar degritar ¡criminales! y contemplando cómose partían los cristales en pedazos.

Pero al cabo de una hora más omenos, empecé a calmarme, y finalmente

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me hundí en un sillón con un vaso grandelleno de whisky de malta.

Soy, como ya deben habercomprobado ustedes, un tipo con unanotable capacidad de recuperación.Estallo cuando me provocan, pero no mepaso luego días y días dándole vueltasal asunto. Lo olvido en seguida. Mañanaserá otro día, me digo. Es más, no haynada que estimule tanto mi imaginacióncomo un desastre tan flagrante comoéste. Después, durante la calma y elsilencio absoluto que siguen a latormenta, mi cerebro empieza a trabajarintensamente. Mientras estaba sentadoaquel día con mi whisky y rodeado de

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las ruinas de «Dunroamin», empecé ameditar y planificar mi futuro otra vez.

Así que esto es lo que ha pasado, medije. Me han estafado. Se acabó. Hayque empezar otra vez. Todavía me quedaProust y dentro de unos años les sacarémucho partido a estas cincuenta dosis deesperma de Proust (tal como haocurrido, efectivamente), pero nobastarán para hacerme millonario. ¿Quéhago?

Fue en este momento cuando empezóa agitarse en mi mente la gran ymaravillosa solución. Permanecísentado muy quieto, dejando que la ideaechase raíces y fuera creciendo. Era

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inspirada. Era bellísimamente sencilla.No podía fallar. Ganaría con ellamillones de libras. ¿Cómo no se mehabía ocurrido antes?

Prometí al principio de este diariocontarles cómo conseguí hacermemillonario. Me ha costado bastantetiempo contarles cómo no lo conseguí.Permítaseme pues recuperar el tiempo yrelatar en unos pocos párrafos más cómoconseguí al final reunir mi fortuna. Laidea que se me ocurrió repentinamenteen «Dunroamin» era la siguiente:

En primer lugar, regresaríainmediatamente al Sudán. Allínegociaría con algún funcionario

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corrupto del gobierno para que se meconcediese en arriendo esa preciosazona del territorio sudanés donde creceel árbol hashab y florece el escarabajovesicante. Conseguiría derechosexclusivos para la caza del escarabajo.Reuniría a los aborígenes que sededican a este deporte y crearía unaunidad bien organizada. Les pagaríagenerosamente, mucho más de lo queobtenían en aquel momento vendiendolos escarabajos en el mercado libre.Trabajarían exclusivamente para mí.Eliminaríamos despiadadamente a losfurtivos. Acabaría finalmente porcontrolar totalmente el mercado de

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escarabajos vesicantes sudaneses. Unavez organizado todo esto y asegurado unabastecimiento regular de escarabajos,construiría en Jartum una pequeñafábrica para la manipulación de losbichos y la fabricación a gran escala delas famosas Pastillas Afrodisíacas delprofesor Yousoupoff. La misma fábricaprepararía los envíos de pastillas. Luegoestablecería una red secreta de ventasubrepticia de pastillas, con oficinas enParís, Londres, Nueva York, Amsterdamy otras ciudades de todo el mundo. Medije a mí mismo que si un osadomuchacho de diecisiete años había sidocapaz de ganar él solo cien mil libras en

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un solo año de ventas en París,trabajando a escala mundial lasperspectivas eran fenomenales.

Y eso fue, amigos míos, lo queocurrió. Fue exactamente así. Volví alSudán. Pasé allí poco más de dos años,y no me importa confesarles que ademásde aprender bastantes cosas sobre elescarabajo vesicante, también averigüéalguna que otra acerca de las damas quehabitan en aquellas regiones. Las tribusestaban muy divididas entre sí y casinunca se mezclaban. Pero yo logrémezclarlas: los nuba con loshassarianas, los beggaras con losshilluks y los shukrias con esas curiosas

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mujeres de la tribu de los Niam-Niam,de piel extrañamente clara, que viven aloeste del Nilo Azul. Las nubias megustaban especialmente, y no mesorprendería que fuera éste el origen dela palabra nubil.

A finales de 1923, mi pequeñafábrica trabajaba a pleno rendimiento yproducía mil pastillas diarias.

En 1925 ya tenía agentes de ventasen ocho ciudades. Los había elegidocuidadosamente. Todos ellos, sinexcepción, eran generales retirados. Escorriente encontrar militares sin trabajoen todos los países, y descubrí que estaclase de hombres estaban cortados

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exactamente por el patrón necesariopara desempeñar esta clase de oficio.Eran eficaces. Carecían de escrúpulos.Eran valientes. Despreciaban la vidahumana. Y no tenían la suficienteinteligencia para estafarme sin delatarsea tiempo.

Fue una operación inmensamentelucrativa. Los beneficios eranastronómicos. Pero al cabo de unospocos años acabé aburriéndome deaquel negocio de tan enormesproporciones, y se lo vendí a una mafiagriega a cambio de la mitad de losbeneficios. Los griegos estabanentusiasmados, yo estaba entusiasmado,

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y cientos de miles de clientes han estadoentusiasmados desde entonces.

Me siento abiertamente orgulloso demi contribución a la felicidad de laespecie humana. No hay muchoshombres de negocios y apenas un par demillonarios que puedan decirse a símismos con la conciencia tranquila quehan logrado acumular sus fortunasproporcionando además un alto grado deplacer y éxtasis, a sus clientes. Y mesatisface profundamente haberdescubierto que los peligros que tienepara la salud humana la utilización delcantharis vesicatoria sudanii han sidomuy exagerados. En mis registros puede

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comprobarse que son como máximocuatro o cinco docenas de personas lasque sufren anualmente consecuenciasgraves o quedan lisiadas o mutiladas aconsecuencia de la utilización de lamágica substancia. Y los que mueren sonpoquísimos.

Un último comentario. En 1935,aproximadamente quince años después,estaba desayunando en mi casa de Parísy leyendo el diario cuando me sentíatraído por esta nota que aparecía en lascolumnas de chismorreos (textotraducido del francés):

«La Maison d’Or de Cap Ferrat»,

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la mayor y más lujosa residencia detoda la Cote d’Azur, acaba de cambiarde propietario. Ha sido adquirida porun matrimonio inglés: el profesorArthur Woresley y su bella esposaYasmin. Los Woresley han llegado aFrancia procedentes de Buenos Aires,donde habían vivido durante muchosaños, y desde estas páginas les damosla bienvenida. No dudamos queañadirán brillantez al ya de por sídeslumbrante mundo de la Riviera.Además de adquirir la lujosa «Maisond’Or», acaban de estrenar un yatecapaz de surcar los océanos, que hacausado la envidia de todos los

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millonarios del Mediterráneo. Cuentacon una tripulación de dieciochopersonas, y camarotes para diezpasajeros. Los Woresley han bautizadosu yate con el nombre de ESPERMA. Alser preguntada Mrs. Woresley por elmotivo de esta curiosa elección, ellario y dijo: «Oh, no sé. Supongo queporque es un barco tan grande como uncachalote».

Qué gran chica era Yasmin. Tengoque admitirlo. Aunque soy incapaz deimaginar qué pudo ver en el viejoWoresley, con sus aires de cátedro y susbigotes manchados de nicotina. Dicen

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que no es fácil encontrar un hombrebueno. Quizás Woresley fuera uno deellos. Pero, ¿quién diablos quierehombres buenos? Y, si vamos a eso,¿quién diablos quiere mujeres buenas?

Yo no.

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ROALD DAHL nació el 13 deseptiembre de 1916 en Llandaff,Glamorgan, País de Gales (GranBretaña), en el seno de una familiaprocedente de Noruega. Su padreHarald, que falleció de neumoníacuando Roald todavía era un niño, erapropietario de una provechosa empresa

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de suministros náuticos. Su madre,llamada Sofie Magdalene Hesselberg, sehabía convertido en la segunda esposade Harald tras el fallecimiento de laprimera, Marie, en el parto de susegundo hijo.

Tras abandonar la escuela deLlandaff, Roald estudió en Inglaterra enla St. Peter’s Preparatoty School y en uncolegio interno de Repton, en Derbysire,lugar en el que sufrió una rígidaeducación. Estas experiencias escolaressirvieron de base en sus textos para elenfoque cruel del infante sobre el mundoadulto.

En 1933 Dahl dejó sus estudios y

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comenzó a trabajar en Londres en lacompañía petrolífera Shell. Cuatro añosdespués abandonó Inglaterra paratrasladarse a Tanganika, país en el queresidió hasta el año 1939. Cuandoestalló la Segunda Guerra Mundial, eljoven y espigado Roald (medía casi dosmetros de altura) formó parte de la RAF,las fuerzas aéreas británicas, sirviendoen el escuadrón radicado en Nairobi,capital de Kenia.

Dahl participó en combates contralos fascistas y los nazis en Egipto, Libiay Grecia, padeciendo derribos que leocasionaron heridas de gravedad. Partede estos avatares aparecieron en el

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Saturday Evening Post, en donde publicóun relato corto titulado A piece of cake.Con posterioridad la colección Over toyou (1946) reincidió en su paso por laaviación militar. En el año 1943 Dahlpublicó su primer libro para niños, LosGremlins. Diez años después, en 1953,el escritor galés se casó con la actrizPatricia Neal (Desayuno condiamantes).

Mediante el empleo de la ironía, elhumor negro y/o macabro, y su ligerezanarrativa, Roald Dahl logró el triunfoliterario tanto por sus fábulas moralesde carácter infantil y juvenil como porsus obras enfocadas a un lector más

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adulto, significadas por finalessorprendentes y una orientacióndeliciosamente perversa que aborda,además de su visión sardónica de lasrelaciones humanas, temas involucradoscon la ecología.

Gracias a la colección de relatoscortos Someone like you (1953), Dahlalcanzó renombre internacional.Posteriormente publicó otra antología derelatos con el título de Muá, Muá(1959). En esta primera etapa trabajócon asiduidad en la escritura de guionespara series de televisión, entre ellas lacélebre Alfred Hitchcock presenta.

A partir de los años 60 Roald Dahl,

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que contó en variadas ocasiones con lacolaboración como ilustrador deQuentin Blake, se volcó principalmenteen la literatura infantil y juvenil,especialmente tras el éxito de James y elmelocotón gigante (1961). Libros decorte más adulto son Mi tío Oswald(1979), su primera novela larga, y losvolúmenes de relatos El gran cambiazo( 1 9 7 5 ) , Historias extraordinarias( 1977) , Relatos de lo inesperado(1979) o La venganza es mía S.A./Génesis y Catástrofe (1980).

También escribió textos de corteautobiográfico, como Boy (1984) oVolando solo (1986), la obra teatral The

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Honeys (1955), y guionescinematográficos, entre ellos el título deJames Bond Sólo se vive dos veces(1967) y la película Chitty Chitty BangBang (1968). Curiosamente ambas eranadaptaciones del escritor Ian Fleming.Después de divorciarse de Patricia Nealen 1983, el mismo año Roald Dahlcontrajo matrimonio con Felicity AnnLiccy Crossland. Murió a causa unaleucemia en Oxford, el 23 de noviembrede 1990. Tenía 74 años.

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Notas

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[1] Bolas de masa hervida. (N. del T.)<<

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[2] Apellido que suena muy parecido amake-peace, que significa«pacificador». (N. del T.) <<

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[3] La conmemoración de esa batalla dela guerra británica contra los Boers fuetan estruendosa y exagerada que quedócomo imagen de festejosdesproporcionados de cualquier tipo.(N. del T.) <<

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[4] Jazmín Qué-linda. (N. del T.) <<

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[5] Literalmente «pardo errar», que aludea los frecuentes viajes expedicionarios ycambios de destino de un militarcolonial en activo. (N. del T.) <<

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[6] En el original sperm whale(literalmente ballena de esperma), quees el nombre inglés del cachalote y queprocede de la vieja creencia según lacual esa grasa de algunos cetáceos erasu esperma. En castellano se pierde elchiste que aparece en inglés por lalectura literal del término. (N. del T.)<<

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[7] Bottom significa «trasero». (N. delT.) <<

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[8] Distinción necesaria en inglés,idioma en el que todas estas especies sellaman grouse, con los calificativos red(lagópodo escocés), black (gallo lira),ivood (urogallo) y white (perdiz nival),según el caso. (N. del T.) <<