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KARL REINHARDT VIDA Y ESCRITOS Me ronda hace tiempo la tentación de escribir algo sobre la figura y la obra, tan rica en inquietudes, de Karl Reinhardt. Habiendo pasado, ahora veinticinco años, este helenista a me- jor vida, tiene ya lugar propio en la erudición clásica de nuestro siglo. Cada dia se asegura más su prestigio en el gusto del público entendido. Cabeza clara y buida, se distinguía por su delicadeza intelectual y por la nobleza de sus temas, por un pensamiento sutil, rico en planteamientos inteligentes y en las interpretaciones más valientes, a veces revolucionarias. Tam- bién su estilo, por su distinción literaria, se señalaba con Fisonomía propia en la república de los estudiosos de las letras clásicas. Su individualidad cimera estaba muy por alto sobre los niveles promedios de la masa llana y, acaso por ser sus prendas tan altas, muchos las perdieron de vista. Su escritura —modelo de lenguaje y dechado de espíritu— no en todo se atenía al patrón marcado en los libros académicos y sanciona- do en las cátedras alemanas. El propio discurso, la voluntad de opinión, el juicio critico hacían de Reinhardt un espíritu librepensante; a algunos pudo parecer un helenista guerrillero. Figura en singular, ajeno a las bandas y partidajes por preo- cupación de escuela, la rabiosa personalidad de quien ha ele- gido ir en solitario fastidiaba a algunos filólogos de suburbio, hechos como en serie y cuya personalidad reside en la imper- 7

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KARL REINHARDT

V I D A Y E S C R I T O S

Me ronda hace tiempo la tentación de escribir algo sobre la figura y la obra, tan rica en inquietudes, de Karl Reinhardt. Habiendo pasado, ahora veinticinco años, este helenista a me­jor vida, tiene ya lugar propio en la erudición clásica de nuestro siglo. Cada dia se asegura más su prestigio en el gusto del público entendido. Cabeza clara y buida, se distinguía por su delicadeza intelectual y por la nobleza de sus temas, por un pensamiento sutil, rico en planteamientos inteligentes y en las interpretaciones más valientes, a veces revolucionarias. Tam­bién su estilo, por su distinción literaria, se señalaba con Fisonomía propia en la república de los estudiosos de las letras clásicas. Su individualidad cimera estaba muy por alto sobre los niveles promedios de la masa llana y, acaso por ser sus prendas tan altas, muchos las perdieron de vista. Su escritura —modelo de lenguaje y dechado de espíritu— no en todo se atenía al patrón marcado en los libros académicos y sanciona­do en las cátedras alemanas. El propio discurso, la voluntad de opinión, el juicio critico hacían de Reinhardt un espíritu librepensante; a algunos pudo parecer un helenista guerrillero. Figura en singular, ajeno a las bandas y partidajes por preo­cupación de escuela, la rabiosa personalidad de quien ha ele­gido ir en solitario fastidiaba a algunos filólogos de suburbio, hechos como en serie y cuya personalidad reside en la imper-

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sonalidad, en la falta de personalidad: le tenían por un solita­rio y un raro. La manera de su escritura pudo parecer dema­siada «literatura», dicho así como con desdén. Víctima su obra de los equívocos de una interpretación más literaria que científica, al «artista-catedrático» (dicho así como argumento de imperfección) lo filiaban como a un nietzscheano o lo ad­judicaban al círculo de cierto poeta y visionario. Tuvo Reinhardt, sí, el aprecio de unos pocos entendidos, el cariño de unos cuantos corazones. Se hizo entre ellos un puesto de respeto. Su valor de fino revisor de los valores filosóficos y li­terarios de los autores griegos fue gustado y ponderado como es razón por un público selecto de buenos catadores. Pero cuando, casi al final de sus días, por haber merecido bien de su patria, se le otorgaron halagadoras sanciones oficiales, im­pensadas para él mismo, tal reconocimiento de méritos tomó de sorpresa, en la sociedad que le envolvía, a los más. Muchos le conocieron entonces por primera vez, no demasiado pron­to. Su muerte, en 1958, dio ocasión a que se imprimieran al­gunos elogios del extinto, los más de ellos palabras blancas y loas convencionales inortis causa; pero también semblanzas atinadas en la pluma de algún compañero de obra '.

Consecutivamente a su muerte —en vida se es demasiado de carne para ser ya de bronce— es cuando se ha comenzado a admirarle cordial y reflexivamente. Una superioridad que ya empezaba a serle reconocida ha ido encontrando, por peso de un mérito particular que quiebra obstáculos, la adhesión, la preferencia de la critica inteligente; ha ido conquistando la cu­riosidad, el interés, la admiración copiosa ante cualquier mi­rada y ante cualquier juicio. La gloria de nuestro helenista empieza a volar por el mundo. Pues ha acontecido que, como tantas veces, el buen paño en el arca se vende y el tiempo se encarga de separar lo que dura y se archiva de lo que muda y pasa. Así como hay reputaciones como jiste o espuma de cer-

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veza, que no resisten a un examen atento, para bien estimar el mérito de un helenista imparejo (y, además, delicado, pudoro­sísimo) se requiere cierto cuento de años. Más de veinte han pa­sado desde su muerte y su fama postuma dilatándose (y pro­bablemente teniendo aumento en el futuro) lé asegura ya un puesto principalísimo entre quienes, en la primera mitad del siglo, cultivaron la facultad y oficio de filólogo clásico l

Podrá haber también quien perennemente se resista a Reinhardt. Yo, por mi parte, busco y no hallo un par de hele­nistas contemporáneos que sean a él comparables, y lo digo aunque yo, de mío, soy muy poco dado a la confección de esca­lafones. En Reinhardt encontramos nosotros el pulso del hele­nista que surge de raro en raro. Su obra tiene per se un valor que grandemente nos importa. Pero es que, además, ofrece ella no poca enseñanza histórica para el filólogo clásico cualquiera que, como cada quien en su campo respectivo, se hace la inevi­table pregunta ¿qué hora es? en el actual presente de la Filolo­gía clásica, que es hoy lo que es porque ayer fue otra cosa; cuando nos preguntamos acerca del viraje de la Filología clási­ca entre lo que fue en un pasado próximo y lo que va a ser en la hora advenidera. La obra de Reinhardt, en efecto, representa vivamente la situación y la «crisis de los fundamentos» en que se encuentra hoy la Filología clásica. Yo noto con mucho gusto que ésta no es sola opinión mía, sino que va tomando aposento en una cantidad cada vez mayor de cabezas la idea de que en Reinhardt acaso adquiere su perfil más representativo, en nuestro y desde nuestro hoy, la situación de la Filología clásica, marcada por la inevitable permanencia y la obligada variación, por la unidad y el sucederse. Vengo diciendo lo mismo desde hace años, así es que, al ver que se extiende esta opinión, no quepo en mí de placer.

Diré, en el plano personal, que estas páginas llevan tam­bién otra intención. Cuando hace casi treinta años definía yo

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un proyecto de viajar a Alemania para reformarme, ya que no a formarme, como helenista, apenas conocía yo nada de Rein­hardt, quien no se había jubilado en su cátedra de Frankfurt y seguía trabajando en la madurez de los años y del talento. Luego le he leído muchísimo y conforme le iba admirando más de cada vez, quizá no me siente decirlo, pero es la ver­dad que con frecuencia he pensado que, de haber sabido de él a tiempo, hubiera yo la dicha de encontrarme entre sus alum­nos y oyentes. Esta hipótesis y este encuentro no pasaron de hipótesis imaginativa y de encuentro conjetural; pero, en fin, como lector de Reinhardt le tengo el corazón agradecido y, en este papel, quisiera hacer honor a mi deuda o, al menos, ha­cer un primer pago a cuenta.

La biografía de Reinhardt la podemos obtener, aparte de en la breve noticia de varios escritos conmemorativos publica­dos con ocasión de su muerte, en unos papeles suyos publica­dos en 1955, Akademisches aus zwei Epochen, uno de ellos con el título Cómo llegué a ser filólogo clásico Escritos ori­ginariamente para Norteamérica, Reinhardt se permite en ellos una expansión autobiográfica. Pocos años antes de dar el vale definitivo a la vida, recoge sus memorias resucitando el tiempo fenecido. Se remonta a los pisos altos de la memoria y nos relata el empiezo de su carrera filológica, acompañándolo de una apreciación reflexiva. Da un ligero vistazo a lo que era y es la Filología clásica alemana y, al hilo de tales recuerdos, se esclarece a si propio, se ha interpretado y glosado a sí mis­mo. Este comentario sobre su vida y el propio quehacer filo­lógico nos ayuda a comprender mejor cómo, por qué y ven­ciendo cuáles dificultades ha podido llegar a ser lo que fue; pero, además de su valor documental como confesión o exa­men de conciencia (a distancia depuradora los hechos se pre­sentan a la memoria evidentes y fatales, pero aclarados por el paso del tiempo), tienen estas páginas un encanto profundo.

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Vino al mundo en Detmold, el 14 de febrero de 1886. Abrazó la carrera filológica, como él mismo dice, no en últi­mo lugar, como hijo de su padre. Nacido en una familia de intelectuales, ha sido filólogo clásico por su casa, tuvo la Filo-logia clásica por canción de cuna y por vida de relación fami­liar. El padre, de su mismo nombre (1849-1923), era curator del Gimnasio «Goethe» de Frankfurt y antiguo alumno de Usener y, en Basilea, del joven Nietzsche y de Burckhardt. Una hermana arqueóloga que tenia era muy amiga del filólo­go berlinés Ludwig Deubner. Amigos de la familia eran el propio Usener y Paul Deussen, estrecho amigo de Nietzsche. En la casa de Reinhardt entraban estos filólogos y otros de buena compañía. Educada su mente, desde que le rayó la ra­zón, en la tertulia de estos continuos de la casa, Reinhardt ha sentido, ya niño, despertarse en su corazón el gusto por nues­tros estudios. En el Gimnasio de su padre, tuvo por buen maestro a Bruhn. Como fue para su padre ayer, va a Bona en 1905 y, en aquella Universidad prestigiosa, cursa cuatro se­mestres. Fue iniciado en la poesía griega por Bücheler y en la Historia del arte y Arqueología por Brinckmann y Georg Loeschke (1852-1915, ordinario de Arqueología en Bonn, 1889-1913, y Berlín, 1913-1915). Cursa esta úUíma en Mu­nich: sus dos citados maestros pareció que iban a revocarlo del camino de la Filología, torciendo su inclinación. Pero por azares de la vida familiar (ido su padre, pedagogo de calidad, con un empleo en el Ministerio de Culto) se traslada a Berlín. El padre fue uno de los fundadores de la Escuela Salem (en el castillo del Príncipe Max de Badén), cuyo último Director, Kurt Hahn, fundó Gordonstoun, nombre que tanto dice en la historia de la educación contemporánea inglesa. En la Univer­sidad de Berlín tiene Reinhardt ocasión de conocer a Wilam,o-witz, quien por cierto había iniciado también sus estudios en Bona. Las relaciones de Wilamowitz con Usener mejorarían

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años después .y el viejo maestro leía y celebraba los escritos del discípulo; pero, durante su mansión en Bona, no fueron estrechas ni influyentes y, estando así las cosas, a Reinhardt el ambiente científico de Bona no le había predispuesto dema­siado bien para con Wilamowitz.

El encuentro con Wilamowitz —a la edad Reinhardt de veinte años— decidió su carrera de filólogo clásico. En 1910 recibióse de doctor con una memoria latina sobre la alegoresis homérica en los estoicos, siendo Wilamowitz su consiliario para la tesis doctoral . Enseña en un Gimnasio. Viaja a Grecia y Asia Menor, tierras vibradas de aire pretérito. En 1914 ob­tiene la facultas docendi universitaria, habilitándose en Bona con su viejo maestro Augusto Brinckmann y unas Observa­ciones sobre los tres primeros libros de Est rabón. Este trabajo no llegó a ir desde el bufete del autor hasta las cajas de la ofi­cina impresora. Reinhardt, ironista que sabe sonreírse alguna vez de sí mismo, se daba el parabién por no haber visto estas sus primerias en letras de molde (por suerte no publicadas): las cita incidentalmente en su amplio trabajo sobre Posidonio, de 1953, interesado en la reconstrucción, a través de Estra-bón, del Posidonio hombre de ciencia. En 1916 lee Filología clásica en la Universidad de Marburgo como Profesor Extra­ordinario. En 1918 le llaman para ocupar la cátedra que en­tonces vacó en la recién creada Universidad de Hamburgo . En 1923, al haber regresado Hans von Arnim de nuevo a Viena, queda una vacante en la Universidad de Frankfurt , su ciudad natal. Los trabajos ya publicados por Reinhardt sobre Filoso­fía griega y, en especial, su primer libro de tema posidoniano impresionan favorablemente a von Arnim; se unen a ello los buenos oficios del amigo Mathias Gelzer (que había de ser su colega latinista de por vida) y nuestro helenista obtiene la cá­tedra, que regentará veinticuatro años cabales (declinando una invitación para volver a Hamburgo) durante el periodo

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1923 a 1951, año de su jubilación. Los otros cuatro (de 1942 a 1946) pasólos en Leipzig, donde tuvo a Friedrich Klingner de estrecho colega y donde, al acabar la Guerra Mundial, su si­tuación debió de ser difícil, peligrando incluso de finar él y su esposa de muerte límica (algún colega suyo, como Walther Nestle, sí que murió, aunque no de hambre , sino brutalmente asesinado por los polacos liberados: era nacionalsocialista, sí, pero de los decentes). El profesor se aparta de Leípsique y, de nuevo por los buenos oficios de Gelzer y otros amigos, retor­na en 1946 a Francoforte, su villa natal.

A propósito de incidentes relacionados con la situación política alemana de aquellos años alborotados y difíciles, hace al caso, a nuestro caso, que recordemos cuál había sido, desde un comienzo, la actitud de Reinhardt. Cuando el porvenir de la Universidad alemana comenzó a envolverse en nubes proce­losas y los errores y horrores del nazismo se dejaban ya sentir en la vida académica, expeliendo a los mejores y entronizan­do, con frecuencia, a la caquistocracia, no sin el concurso de­cisivo de la estudiantina fanatizada, Reinhardt, que era abste­mio políticamente, pero poseía desde luego nobleza moral bastante para condenar las patrias vergüenzas, hizo examen de conciencia y creyó tener el deber de renunciar a su cátedra. El 5 de mayo de 1933 escribe al Ministro nacionalsocialista del ramo y, en nombre de la tradición humanista patria, dentro de la cual él ha usado siempre de su venia docendi, le presenta su dimisión. Esa autoridad y otros nazis increíbles (puesto que no eran fanáticos) hacen lo posible por disuadirle y Reinhardt cree tener el terrible deber de quedarse en su patria y en su cá­tedra. No digo yo (sería indelicado) si hizo bien o mal. Digo sí (pues el tema se me pone por delante, a pesar mío) que esa elección fue un rasgo de valor, aunque el valor sea de puro aguante, sobre todo siendo nuestro hombre consciente de que su gesto podría dar armas, no de buen temple, a los mal-

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querientes. En 1955, en las notas autobiográficas citadas más arriba '', Reinhardt ha hablado del tema, sobremanera iname­no , ha aducido documentos y todo ha quedado claro. El caso es que, en aquella hora moral difícil, el maestro ha seguido enseñando públicamente y los bellos ensayos colegidos luego en el volumen Von Werken und Formen han sido escritos en Frankfurt en esos duros años (1933-1942), sangrando tal vez el corazón de Reinhardt de las amistades dramáticamente rotas, al ser separados de la docencia grandes sabios y amigos ínti­mos, como Tillich, Kantorowicz, Kurt Riezler, al ausentarse luego de Frankfurt otros íntimos como Kommereil (ido a Marburgo), Otto (a Königsberg, en 1934), Langlotz (a Bonn, en 1941), al morir en el frente béhco Hans Lipps. . . Hay en los trabajos obrados durante esos años algunas páginas que hablan advertidoramente de la actualidad de los días que su autor vivía. En los primeros días de febrero de 1943, días de la catástrofe de Stalingrado, Reinhardt ha escrito un ensayo luminoso Tucídides y Maquiavelo^, donde, reflexionando sobre el príncipe que soñó Nicolás Maquiavelo y sus antece­dentes griegos en la doctrina según la cual, en la lucha del vi­vir, la fuerza es el derecho, deja oír lo que verdaderamente pensaba sobre la situación política de su patria. Un capitulo como el intitulado Von Wesen des Sieges, en el libro sobre Es­quilo, se ve claro que ha sido escrito en esos años difíciles. Cuando traduce, tan bellamente, el h imno a Zeus de Agame­nón comenta: Esta plegaria ha surgido —muy otramente que el presente intento de traducción a comienzos del año 1945— no en tiempos de derrumbamiento, sino de ascensión inaudi­ta, casi atemorizante...

De nuevo, pues, en Frankfurt desde 1946, Reinhardt rehace su vida, también en sus aspectos más humildes y materiales (durante varios años tiene que habitar en una vivienda de pre­sencia franciscana). En 1949 rinde viaje a Norteamérica, invi-

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tado a Chicago durante un semestre. Jornadistas ambos de la celebración de Goethe en Aspen (Colorado), nuestro Ortega ha coincidido allí con Reinhardt. No resisto a la tentación de ingerir aquí una cita literal de las palabras del filósofo Vi llegar allí los eminentes profesores alemanes que habían sido invitados al festival goethiano. Llegaban como náufragos que ganan una playa, envejecidos, arrugados, agrios, encerrados dentro de sí como ciudades sitiadas, recelosos del contorno. Fue para tní una experiencia ejemplar asistir a la metamorfo­sis que pocos días después se había producido en aquellos hombres. Nos aparecieron —el querido Curtius, el querido Reinhardt— CODÍO súbitamente rejuvenecidos. Las arrugas adventicias habían desaparecido. Las caras sonreían. Sus al­mas, perdida la sns/iicacia, se habían abierto a cuanto las ho­ras traían. Su conversación era un manantial constante de ocurrencias, ingeniosidades, certeras sentencias; en suma, habían vuelto a ser. Reinhardt leyó, en aquella conmemora­ción, su trabajo Goethe and Antiquity.

Se jubila en 1951 l Individuo de número de las Academias Bávara, Sajona y Alemana de Ciencias, correspondiente de la Academia Británica y doctor honoris causa en Derecho por Frankfurt, en 1952 le concedieron el ingreso en la «Ordre pour le Mérite», que él acogió con la indiferencia y la bondad de un verdadero sabio; el Protector de la Orden y Presidente de la República Federal por aquel entonces, Theodor Heuss, era también el más destacado de los tres editores de la enciclo­pedia Los grandes alemanes, en cuyo tomo quinto Reinhardt publica un admirable artículo biográfico sobre Wilamowitz. Estos años de jubilación en las tareas docentes han sido muy fructuosos para las labores de investigación, en materia homé­rica sobre todo y en algunos otros temas. En el otoño de 1957 Reinhardt lee en la «Eranos-Tagung» de Ascona un bellísimo ensayo sobre Eurípides que es su último trabajo en vida Es

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sólo un admirable proyecto, sólo programa y no todavía rea­lización del libro sobre Eurípides que, junto con los ya publi­cados sobre Sófocles y Esquilo, pudo haber completado el trío de obras reinhardtianas dedicadas a los tres tragedos ate­nienses. Quedó en apunte de un posible e imposible libro, y la muestra que aquí se nos ofrece nos deja con la miel en los la­bios. Al leer este ensayo sobre la «crisis de la razón» en el tea­tro de Eurípides —un lejano paralelo del pesimismo europeo «fin de siglo» XIX y del nihilismo radical, cuyo profeta ha si­do Kafka—, creemos advertir también no sé qué leve espina de melancolía personal, como sí hubiera sido escrito con el corazón estibado en el presentimiento de inminencias capitales mal definidas. A finales de ese mismo año le coge a Reinhardt una inapelable enfermedad que le acabó la vida meses des­pués. Murió, ponderado de los inteligentes (el espíritu más ri­co desde Hofmannsthal, le había l lamado años atrás Max Kommerell, un crítico literario de muchísima valía, conocido entre nosotros especialmente como sutil calderoniano), a los 71 años de su edad, el día 9 de enero de 1958.

No era, de suyo, hablador. Callaba mucho. Había ratos en que no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Pero los que le alcanzaron hablan de su encanto personal y atestiguan que era espíritu más jovial que saturnino. Poco decidor, sí, y amigo de convocar al espíritu que se hace silencio; pero, sin embargo de esto, conversable en su momento y nada huraño . El gesto que animaba su lenguaje era vivaz con soltura sufi­ciente, expansivamente expresivo, a veces se diría que teatral. En el departir era de discreta eutrapelia. Una caída en la in­fancia le había dejado una pierna físicamente maltrecha y, en su porte, la traza del oribe olímpico, de un Hefesto tullido: la faz redonda, carrillosada, el pie seco, también esto colabora­ba al dinamismo mágico de su persona. Sin tomarse dema­siado en serio a sí mismo (un tanto al margen de sí mismo, es-

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pectador de su propio espiritu) gustaba de la autoironia, acaso la mejor higiene del propio carácter. Era ironista y no por capricho, sino que, a causa de que tenía clara conciencia de la dimensión intensamente problemàtica de la cultura, donde los demás ponían certeza y fe entusiasta, Reinhardt se escurría tras el burladero de la ironía, que alimentaba de dudas fecun­das. Que la duda es, según Montaigne, una buena almohada para las cabezas bien hechas, en tanto que el lugar común lo es para las medianamente construidas, que pueden dormir sobre él un sueño, a veces secular. ¿Quién que no es ingenuo no es ironista?

De muy joven tuvo afición por la Arquitectura. Tocaba el «violoncello» discretamente. Amaba la música (la de Beetho­ven, predilecta suya, ha sonado en la velada necrológica de ho­menaje que le rindió su Universidad). El lector de su obra sos­pecha esta afición, cuando comprueba la importancia que Reinhardt asigna al principio musical como elemento básico de la creación artística y como categoría del análisis literario, tan­to en sus interpretaciones estructurales (verbigracia de Home­ro) como en su exégesis de Nietzsche. Muy entendido en pintu­ra (se empleó de joven en el estudio de los lienzos de Cézanne y Renoir), solía vérsele en las exposiciones de obras vendibles. En una subasta cazó, a buen precio, una pintura de Tiziano, fragmento de un retablo español, y, desde entonces, su buen ol­fato lo tenían muy en cuenta, en ocasiones tales, los adquisi­dores de arte Al primer pronto se diría un artista frustrado. ¿Detrás y antes, pues, que al filólogo encontramos al artista? ¿Fue acaso su profesión la voluntad de contradecir, con el aus­tero ejercicio de la Filología, esos impulsos suyos originales? No. Paralelo al filólogo iba en él el artista, que podía serlo con la conciencia de filólogo tranquila. Su afición a la música y a la pintura ampliaba y enriquecía su capacidad receptiva de cultu­ra y de experiencia vital.

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Este hombre retrata al pensador suelto, sin escuela, en el mal sentido de esta palabra. Año por año, a lo largo de treinta y cinco, explicó cursos universitarios a alumnos que seguían la carrera de Filología clásica. Su docencia, según testimonio de quienes la conocieron en pleno ejercicio no era nada dogmá­tica, resolutoria, en posesión de la verdad absoluta. Con fre­cuencia la explicación se suspendía en un ritmo de frenazos, con una pregunta, un quizás o sumergiéndose el maestro en un baño de silencio. Conocía Reinhardt el valor dietético del silen­cio sobre el pensamiento, que lo esencial de la sabiduría está hecho de puntos suspensivos, en un denso silencio que precipi­ta el alumbramiento de la verdad por uno mismo ganada. Al dedicarle a su colega W. F. Otto su trabajo sobre el himno a Afrodita ", en el cual, piensa, lo fundamental (la relación entre mentira y gracia divina) no se ha dicho, añade irónicamente: Así se me ocurre, querido amigo: complételo usted a su mejor saber; en esto como en el resto. Conocía muy bien que el in­térprete de una obra escrita debe ponderar no sólo lo dicho y expreso en la misma, sino igualmente sus tenuidades y silen­cios. En su ensayo sobre Tucídides advierte expresamente que el dinamismo de la obra descansa, en no pequeña parte, sobre la relación entre lo dicho y lo silenciado páginas más abajo, al señalar que el historiador no dice palabra de descargo tocan­te a los motivos de su propio destierro, comenta: Es posible que tengamos que contar con una distinción espiritual, de la cual no nos resulta fácil hacernos una idea Sabedor Rein­hardt, como Platón (Carta séptima 342 b-e), de que lo más pro­fundo no puede expresarse con palabras, el sugerir intenciona­do, con intención modelada por el gesto (la «máscara», diría­mos, mirando la cosa sub specie theatri), era su modo de decir propio. Omitía la conclusión, presente en tanto que ausente, y regalaba a sus oyentes, como irónica manda, una pausa delibe­rada, unos puntos suspensivos silenciosamente gustados.

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Fuerza es convenir que los jóvenes aprendices de helenistas suelen buscar, en el aula, paladino decir más que intenciona­do sugerir y, que, en fin de cuentas, aprecian al maestro por la suma de información que les proporciona, reglas, avisos y recetas para hacer el oficio de filólogos, un formulario para los efectos de la información en la suma total de las reglas del método (los mozalbetes alemanes, que se desean filólogos, pa­decen superlativamente del hipo del «método»). Escéptico Reinhardt de hasta qué punto sea la Filología arte servil en ese sentido y convencido de que las armas del saber filológico se templan mejor en forjas de duda, se negaba a deshuesar en conceptos intelectuales lo que es intuición viva, sublime al mé­todo, en la acepción corriente de esta palabra. Dejaba en sus­penso lo que deseaban saber, por lo breve y derecho, los es­cuchantes. Ante maestro tal, la sensación casi general era de desconcierto; y, ¿por qué no decirlo?, pocos alumnos cursa­ban en su cátedra o venían a aconsejarse con él. Por lo demás no tenía tampoco sus dilecciones el catequizar a una masa es­tudiantil cliente, un recurso muy de gusto y del uso de otros docentes. ¡Qué poco se parecía, en vista de esto, su manera docente a la de los colegas que recurren a los consabidos pro­cedimientos eficaces para la diestra captación de discípulos y para aficionarlos a sí! Es recordación que no huelga: llegado a la edad mínima legal, que fue en su caso llegar a cierto des­encanto, exentóse de obligaciones docentes, acogiéndose a la jubilación.

No fue filólogo en cantidad. Las diferencias entre Rein­hardt y otros filólogos bien se advierten en esto. No era del gremio de los aquejados de invencible grafomanía (insanabile scribendi cacoethes, que dice Juvenal). Término obligado de comparación son esos publicistas torrenciales, por el orden de los que han puesto su prurito en presentarse, ya que no con otros títulos de autoridad, como autores de tantos o más

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cuantos libros macizos, compactos, o del metomentodo que entra en cualquier tema como el toro en la cacharrería. Arro­jan al lector un libro cadañero y, a veces, más de un volumen por año, tomos formidables, libros hinchados y caóticos y lle­nos de amenazas de futura fecundidad, quiero decir, de anun­cios de nuevos libros (suplicaríamos al autor que los dejara en el tintero). Este exceso suele ser un defecto; lo que les falta no es falta, sino sobra, prontitud y exceso de producción, olvi­dando que, en nuestro campo, un buen libro (obra sólida, de una madurez consistente y reposada) debe ser producto de muchos, pero que muchos años de estudio: caso contrario, muy rara vez será un buen libro, a causa de la prisa y de la sobreproducción (pero, en fin, parece que hay «un arte de preferir las ostras a las perlas»). Olvidan también que, aunque suelen prepararse, además de los libros, algún crítico compla­ciente para su uso particular, es imposible dar gato por liebre sistemáticamente; pero tengo observado que las censuras ad­versas y las críticas que les ponen como ropa de pascua parece que les encocoran, siéntense víctimas de incomprehensión in­justa y se ponen a escribir un libro más por si el tribunal de la historia futura los juzgara tan bien como merecen... No así Reinhardt. incapaz de escribir por escribir, su obra edita en vida comprende ocho o nueve libros publicados durante la corriente de treinta años. De su último libro que Reinhardt, por sí, publicó en 1949, Esquilo como director de escena y teólogo asegura que, a no ser a pedimento de terceros, él no hubiera tomado la pluma en la mano para terminar de urdir esas páginas hoy por nosotros tan deseadas: empezado —dice—, pero quién sabe si alguna vez se habría terminado, si no hubiera sido a instancias de amigos. No de otra suerte —y es otro ejemplo de su pudor exquisito para publicar— se expresa a propósito de su celebrada conferencia, en 1941, sobre La filología clásica y lo clásico ' \ y todavía podríamos

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citar otros casos por via de ejemplo; pero los dos ejemplos ci­tados nos ahorran tener que aducir otros algunos. Después de ese libro de 1949 no ha entregado Reinhardt a las prensas nin­gún otro, aunque su otoñada ha sido fecunda en publica­ciones menores (menores en tamaño , pero no de menor cuan­tía); y esos años han sido fructuosos en la preparación de un estudio de conjunto sobre Posidonio (por su extensión, un libro, bien que ingerido como artículo, en 1954, en la enciclo­pedia de Pauly-Wissowa) y en un libro sobre Homero que no llegó a concluir. El propio Reinhardt, por otra parte, librificó en 1948, bajo el título De obras y fornws un haz bellísimo de estudios que salieron de primeras por diversos periódicos filológicos y en otros lugares: Heráclito, Empédocles, Tucídi­des, Esquilo, Aristófanes, el poeta de la Odisea, estudiados con acucidad y transparencia, y, al t iempo mismo, escapadas iluminadoras a Goethe, Nietzsche, Schiller, Kleist, Hölder­lin... Muerto Reinhardt, su discípulo Carl Becker volvió a co­legirlos, aperdigados con otros, en sendos volúmenes postu­mos: Tradición y espíritu que recoge los estudios sobre poesía griega y alemana (siete de ellos incluidos por Reinhardt en su colectánea de 1948), y Herencia de la Antigüedad '^ que recoge dieciocho estudios sobre filósofos e historiadores (sola­mente tres de ellos están en el volumen de 1948; además hay dos inéditos: uno sobre Nietzsche y la historia, escrito en 1928, y otro titulado Personificación y alegoría, parece que escrito en 1937).

El libro ultimogènito de Reinhardt, su gran obra sobre Homero, quedó imperfecta a su muerte y, bajo el título La Ilíada y su poeta se sacó a luz en 1961, por celo del fiel U. Hölscher. Había dedicado Reinhardt, que ya iba de vencida en años, casi diez de su diligencia, por los años 1950 y tan­tos, a la materia homérica, tras haber publicado previamente algunos tanteos de interpretación de la obra general. Los re-

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E L INTÉRPRETE DE LA FILOSOFÍA GRIEGA

Conforme a su cronología, la producción escrita de Rein­hardt se articula en díptico: primero la Filosofía y después la gran Literatura griega. Se desarrolla, pues, en sucesión inversa a la que ha sido habitual en otros helenistas. El primer período se consagra a la reñexión sobre la filosofía helénica, en un vasto movimiento de retroceso o regresión desde su crepúsculo a su al­ba, desde las fuentes helenísticas al pensamiento presocrático.

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sultados se habían dilatado por un rimero y mazo de folios, más de cuatro mil que componían un recio volumen a la espe­ra de las últimas limas y castigos que requiere la obra bien hecha. Reinhardt se ha dado en alma y cuerpo a la obra. En los últimos meses de su vida mortal , una fiebre de actividad le ha agitado. Lo esbocetado, lo interino sólo en parte ha dejado lugar a lo definitivo en un camino de esfuerzos y remordi­mientos. La obra quedó inconclusa.

Curiosamente, como ha señalado Schadewaldt tan fino siempre, la obra publicada por Reinhardt se espacia con apro­ximada isocronía, con pulsación periódica de ritmo lustral: ca­da unos cinco años, un nuevo libro. Su disertación latina sobre la alegoresis estoica de Homero , De Graecorum theologia, se publica en 1911; Parménides y la historia de la filosofía griega es de 1916; Í,U Posidonio, de 1921; de 1926, Cosmos y simpatía. El libro siguiente y, en cierto modo , su segundo primer libro, se retrasa hasta 1933, fecha en que Reinhardt da uno de los libros fundamentales sobre Sófocles, que significa el punto de madu­rez de su formación espiritual y de su estilo. Pasada la contien­da, la nómina de sus libros se cierra con el breve y admirable Esquilo de 1949 y con el artículo-libro (278 columnas de letra menuda) sobre Posidonio en 1954.

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Es probable que, en la dilección de Reinhardt hacia la filo­sofía presocràtica, no haya sido extraña la influencia de Nietzsche donde ha leído y admirado la profunda significa­ción de ese mundo auroral , y siempre misterioso, del pensa­miento griego. Pero el acercamiento de Reinhardt a esos tex­tos —y, vamos claros, no así el de Nietzsche— ha sido siempre rigurosamente filológico. La erudición filológica mo­derna, aplicada a esos textos, comenzó por ser una doxografía crítica, en orden a decidir cuál de las diferentes tradiciones que han circulado sobre cada presocrático nos merece más crédito: tal es, por alto ejemplo, en La filosofía de los griegos de Eduardo Zeller. En un segundo momento , representado admirablemente por Hermann Diels, se hizo «Quellenfor­schung», como preliminar inexcusable para la apreciación de cada testimonio. Con Reinhardt gana una tercera etapa, deci­siva. Desde luego, al ser textos fragmentarios, de genuinidad sospechosa o sin la patente de autenticidad, Reinhardt aclara, ante todo, su grado de autenticidad con eficacia de razones. Pero luego seria y cubica y pone en su verdadero lugar y con su verdadero significado las vértebras supervivientes de un or­ganismo que ha llegado a nosotros tan maltrecho. El herme-neuta explica con elocuencia el sentido global del pensamiento de que forman parte esos fragmentos, busca el principio de unidad subyacente a ellos. Sobre los fragmentos y testimonios aislados que, aun siendo inconexos, sugieren sin embargo, en una situación de desciframiento recíproco, una «forma» de pensamiento, induce lo más general característico de tal pen­samiento. Descubierto el principio de unidad, se gana aguja de marear para navegar por los fragmentos y testimonios du­dosos, se pone un correctivo a la fantasía del intérprete.

El primer trabajo de Reinhardt consistió en una reconquis­ta de los textos presocráticos a partir de un nuevo análisis de los contextos de las citas: aquí se sitúan la disertación docto-

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ral sobre la alegoresis homérica entre los filósofos de la barba prolija y mente puntiaguda, o dígase los estoicos, los estu­

dios sobre Hecateo y Democrito, Heráclito el alegorista y algunos otros. En su artículo sobre Hecateo de Abdera y De­

mocrito, de 1912" , Reinhardt demuestra que la cosmología que se lee al comienzo de Diodoro Siculo no es epicúrea y piensa que la fuente es Democrito a través de Hecateo como referente: la primera tesis ha sido unánimemente aceptada; la segunda no por todos, pues se echan de menos trazas del ato­

mismo, pero, en cualquier caso, todos admiten que la fuente en cuestión se coloca en el siglo VI o, lo más tarde, en el V. Ese mismo año de 1912 Reinhardt ha redactado el artículo sobre Heráclito el alegorista en la enciclopedia de Pauly­

Wissowa utilizando los materiales de un trabajo sobre las Quaestiones homericae hecho, en su día, para Bücheler.

Estos estudios culminan en el libro, de 1916, Parménides y la historia de la filosofía griega Ya en este primer libro ge­

nial se hizo inconfundible la individualidad extraordina­

riamente fuerte de su autor, ha escrito Gadamer y es la ver­

dad. La disciplina de una erudición rigurosa se alia con el temperamento polémico y un estilo con garra, que arrastra y admira al lector: le interesa, como si de un drama se t ratara, y le convence. Lo decisivo de esta obra es haber visto en Parmé­

nides más al lógico que al místico; al razonador agudo, que no ha surgido «del espíritu de la mística», sino de la acusada curiosidad especulativa de la mente griega. El contraste de los opuestos lo avista Parménides en términos lógicos, mientras que el problema del ser pasa a un segundo plano: más que la αλήθεια, es la δόξα la cuestión fundamental. Esta contrapo­

sición parmenidea entre verdad y ser, ser y apariencia es la que intentará conciliar Heráclito. No es materia indiferente para el argumento de Reinhardt —aunque sea materia debati­

ble— fechar a Heráclito algo después que a Parménides

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Así corno Jenófanes demostraba la unidad de Dios dialéctica­mente a partir de su omnipotencia y deducía sus atributos me­diante dicotomías lógicas (no está en movimiento ni quieto; no es finito ni infinito, etc.), también para Parménides el problema básico es el lógico: el contraste lógico de los opues­tos. Es éste un motivo muy reinhardtiano, la contraposición verdad-ser, ser-apariencia, un motivo que, en la tradición ale­mana, ha recibido las ventajas de una romántica estima, dilec­to a Goethe y que seguramente ha llegado a Reinhardt desde éstos antecedentes inmediatos. Es de notar que nuestro hele­nista lo aplicará hasta convertirlo en un motivo de repertorio en sus análisis luminosos de la tregedia griega, sofoclea en particular, que él ilumina no como una antinomia lógica, al modo hegeliano, entre tesis y antítesis, sino, al modo de Höl­derlin, como una contraposición entre ser y apar ienc ia" . En cambio, en sus estudios posidonianos y platónicos, las formas lógicas interesan menos que las cósmicas y la dimensión dialéctica cede paso al intuicionismo y a la dimensión «visiva» del pensamiento: Posidonio es un «doctor de visión» (aña­diendo que «ver» es una cosa más difícil de lo que se cree ge­neralmente). Pero, volviendo a los presocráticos, repetiré que la aproximación reinhardtiana a su pensamiento, en cuanto dialéctica y fenómeno lógico más que como experiencia reli­giosa, fue novedad muy original en una época en que estuvo tan de tanda el «panorfismo»; despertó un nuevo interés, pu­ramente filosófico, hacia los presocráticos.

Ha vuelto después Reinhardt, alguna vez, sobre los pre­socráticos. Al estudio heracliteo de 1928^* añadió en 1942 otros dos insistiendo en su tesis general de que es la cons­tancia en el cambio el objeto del filosofar de Heráclito (tesis hoy en día ya ortodoxa) y añadiendo que el fuego era, para el pensador de Efeso, la fuerza que guía y controla el universo: esta última tesis les sabe a algunos como harto «estoica».

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mientras que otras autoridades en la materia la aceptan; todos rechazan, siguiendo a Reinhardt, la genuinidad del fragmento 66, pero algunos extienden su escepticismo a algunos otros. En la larga reseña critica del Empedokles de W. Kranz, que Reinhardt publicó en 1950 '", rechaza la hipótesis de que los Καθαρμο ί precedan, en el desarrollo del pensamiento del filó­

sofo de Agrigento, al poema Sobre la naturaleza, y su opinión parece hoy en día aparente y razonable. Pero, publicado el gran libro sobre Parménides, el retorno de Reinhardt a los presocráticos acontece por acaso y de tarde en tarde. Su aten­

ción se volvió hacia Posidonio y, luego, hacia Platón.

Lo más singular de Posidonio es, acaso, el contraste entre su dilatada influencia en el pensamiento griego y romano y la entequez y miseria de los fragmentos bajo su propio nombre conservados, que son una breve ruina, un mísero montoncito de escombros. Cierto que el caso no es único y que, si no siempre, con máxima frecuencia, de los autores antiguos la obra llegada a nosotros presenta una condición irremediable­

mente fragmentaría; pero en el caso de Posidonio la cuestión cobra agudeza extrema. Los añicos y tasajos de la obra y pen­

samiento de Posidonio que se conservan certificados con nombre propio y notorio se reducen a poco más que nada. No son tres cuartos de la obra, o un quinto de la misma, sino mucho menos de un ochavo. El resto son noticias y referencias, en las que confesadamente la fuente no tiene nombre, el refe­

rente no mienta a Posidonio; pero, por razones que varían con­

forme al caso, se supone que la fuente innominada es precisa­

mente Posidonio y, por ende, se las utiliza para formar conoci­

miento de nuestro filósofo y para taracear, con tales especies, un cuerpo relativamente coherente de su doctrina. Está claro que semejantes textos plantean problemas delicados: es tarea muy problemática acreditar como de Posidonio ideas no cono­

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cidas, si no es por referencia de referencias, cuando los referen­tes quizás las han acomodado a su particular intención (metién­doles añadiduras, hijuelas y retoques) o las citan desfigurándo­las por razón del ejercicio polémico. El pensamiento posido­niano, mediatizado por el referente, está expuesto a contraer significaciones ajenas al autor original; para bien interpretarlo hay que reconstruir las complejas relaciones entre el autor y nuestros proveedores y extrañarlo, en lo posible, de las desfigu­raciones y retoques; en una palabra, que no podemos dejarnos llevar por una utilización harto cruda de las fuentes.

Si, por el contrario, tomamos muy a lo rígido la exigencia de no acreditar fuero de admisión más que a los textos llegados a nosotros bajo el nombre de Posidonio, reducción tan radical dará insuficiente testimonio y una imagen terriblemente defici­taria de su pensamiento. La sola forma de reconstruirlo que to­leran las condiciones históricas de su transmisión es la acredita­ción como posidonianos de textos de los cuales la firma de Po­sidonio no responde, pero que una hermenéutica cuidadosa aconseja acervar como suyos, porque descubre en ellos su ma­tiz y su timbre. Quien quiera encontrar a Posidonio y dar cierto orden y fisonomía a su pensamiento tiene que buscarlo por ahí, aunque escrupulice en arrostrar el peligro inherente a tal re­construcción y montaje, y bien no quisiera (pero el no querer no exime de pensar si es posible no querer). Se comprenderán, por lo dicho, mis reservas ante la penúltima edición de los fragmentos de Posidonio obrada por L. Edelstein, revisada por 1. G. Kidd (a cuyo cargo correrá el volumen segundo, con el comentario dilatado) y que han sacado de molde, muy bien editada, las prensas cantabrigenses. Reclamándose de la suso-mentada exigencia, esta edición se constriñe deliberadamente a no colegir sino, y nada más que, lo certificado nominaíim co­mo posidoniano: estos pocos fragmentos los tesauriza con ple­na recensión y ofrece de ellos un texto mucho más depurado

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que el de la antigua edición de Jan Bake, en 1810, tan celebrada (y reimpresa, fuera de t iempo, en 1972 Ello es que, por te­mor a acoger lo apócrifo, es seguro que se deja fuera mucho auténtico y, lo que más es, imprescindible para dar cierta mínima ensambladura a la filosofía de Posidonio. Por lo cual me parece que dicha edición es un caso de regresión a un modo de entender la crítica de las fuentes posidonianas, al gusto zelleriano, que creíamos ya superado La critica de estas fuentes, como lo sea de veras, tiene acaso por misión encontrar una llave que guíe nuestra mirada en la recuperación del Posi­donio posible en el estado actual de nuestras fuentes. O de otra manera dicho, tratándose de Posidonio, la crítica de las fuentes debe convertirse en una ciencia de las formas

Escribió cosa tal Reinhardt a propósito de su método para reconocer lo «posidoniano» mediante la «forma interna», es­to es, un rasgo conspicuo e indeficiente y cualidad de la inteli­gencia que se ofrece en el pensamiento de Posidonio y que, una vez revelada al intérprete, hace que desde ella (como contraste crítico) se pronuncie éste en su práctica de la crítica de fuentes: en cualquier fragmento o trozo de pensamiento, ahí está, discernible por unas u otras señales, la marca de hierro de la «forma interna», que permite abarcarlos en gran­des conjuntos de una sola mirada y estatuir, a la vez, su con­torno y organización interna; a partir de trozos y bloques erráticos en los que vino a ruina, reconstruir la arquitectura integral a que esos fragmentos pertenecen y en la cual y sólo en la cual tenían su pleno sentido; la atribución de un pensa­miento a Posidonio debe justificarse invocando una teoría general y una «forma interna» previamente captada. Todo pensamiento, en efecto, obedece a una ley, trae consigo una cierta unidad de inspiración mental y ve, a través de ella, lo existente. Captado y descifrado ese pensamiento gestor, cual­quier pensamiento se articula y abraza de acuerdo con él, y se

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rellena de sentido y potencialidad, en función de su integrabi-lidad en el todo.

¿Cuál es, en Posidonio, esa «forma interna» invariante, latente por debajo de las variaciones patentes, esa caracterís­tica pronunciada, que tiene un sello especial y en todo tan in­equívocamente suyo? Su «forma interna» radica en la coinci­dencia de dos opuestos: de una parte, su tendencia hacia lo in­dividual y característico en la naturaleza y la historia así del espíritu como del mundo material; de otra, su impulso hacia la totalidad, a la visión de conjunto, quiero decir, el don de captar, con prodigiosa facultad visiva, la multiplicidad como evolución de una unidad. Posidonio entiende el espíritu, no como «intelecto», sino como «fuerza», a partir de la cual se diferencian, en grados, todos los seres del cosmos; y, en tal sentido, es un «vitalista» y su sistema un «monismo dinámi­co».

Esa noción de «forma interna» permite hallar a las ideas de Posidonio una significación en su propio mundo, y no ya en el de sus referentes, que quizás citan un pensamiento suyo en un contexto o con unos fines completamente diferentes. Cuando el exegeta, al ponderar un fragmento, se plantea esta exigencia de sinteticidad y sinopticidad, necesarias en un pen­samiento, como el posidoniano, que contempla visivamente el cosmos en su totalidad, el criterio de la «forma interna» signi­fica verdaderamente la superación de la pura crítica de fuen­tes al modo tradicional. Esa intuición sintética, en la cual el crítico quintaesencia lo característico del pensamiento de Po­sidonio, es la llave que le permite, conocida la «tendencia» del escritor-fuente, deducir, sacándolo de ese contexto, el pen­samiento de Posidonio y situarlo en el sistema.

Por atentar tan directamente contra una imagen hechiza de Posidonio y, sobre todo, contra una imagen hechiza de la crítica de las fuentes, cuando Reinhardt publicó su Posidonio

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en 1921, un grueso tomo de quinientas páginas, ya desde este primer paso en sus estudios posidonianos, hubo de sufrir algún bote de lanza de cierta crítica cicatera, incomprehensión reite­rada luego, al publicar, a obra de cinco años (1926), su libro Cosmos y simpatía en el que examina la culminación del pensamiento vitalista de Posidonio que se extiende a un univer­so recorrido por una corriente «simpatètica» entre todas las co­sas; y dos años después, en 1928, su estudio Posidonio: sobre el origen y la degeneración que es un análisis del texto estrabo-niano (XVI 760 c-761 c) sobre la religión-filosofía de Moisés, texto que plantea un pleito critico interesante y que Reinhardt interpreta como posidoniano típico {el Dios de Moisés es el Dios de Posidonio, esto es decir, la noción de la Divinidad que aquí se le atribuye no es, como se ha dicho, de cuño estoico-panteísta, sino característicamente posidoniana).

La tristeza y asombro que esas criticas debieron de causar a Reinhardt, la impresión aflictiva que recibió no ya de una crítica contraria, sino torpe y que se equivoca de medio a me­dio, debieron de ser grandes. No escribió palabra alguna de defensa. No hubo entonces de desvanecer malas inteligencias, ni entabló debate con una critica de poca crítica. A treinta años vista, al redactar en 1953 el articulo Posidonio, de am­plísima lección, en la enciclopedia de Pauly ha querido Reinhardt sincerarse de algunos cargos injustos —y alguno, un tanto acre— dando expansión a una lúcida autodefensa. Desde el fondo de sus largos años de silencio altanero trae una heridilla, que ahora se cura, explicándose suficientemente frente a una crítica que daba una estimación Hgera y desceñi­da de su obra; y la reafírmación de sus puntos de vista de an­taño (quita aparte, y es materia opinable, su interpretación de un solo fragmento piensa Reinhardt que sobre ninguna de las vigas maestras de su interpretación de antaño ha recaído firme sentencia adversa, ni tiene un acento que corregir en

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ella), la reafirmación de sus conclusiones, digo, la acompaña ahora de la reflexión sobre la validez del método. Dice por es­tas palabras Mi libro se consideró como un ejemplo de libro de exégesis a la manera de Gundolf o Bertrand. Mi «for­ma interna» pareció cosa vecina de «medio, configuración, Schau». Se me consideró «intuicionista». El retrato que yo ofrecía de Posidonio se dijo que era «expresionista», con re­nuncia a la exactitud filológica.

En efecto, Pohlenz le había dado este tirón de orejas (un retrato expresionista, grabado por un artista), no sin cierto to­nillo doctoral. El juicio fulminado por Pohlenz, entre tinta de eufemismos, era injusto, en cuanto que pretendía arrojar sobre la interpretación posidoniana de Reinhardt lo que el crítico estimaba una sombra de origen al figurarlo como abas­teciéndose del método interpretatorio del círculo de Stefan George. Lo que desplace a Pohlenz es una interpretación que considera típica de la mente de George y de sus próximos, a quienes por lo visto dedicaba su escogida antipatía; y ver a un filólogo de talento revelarse, en las piezas de su labor, como temperamento fronterizo de un círculo poético. Aquí se dijera que el buen Pohlenz hablaba con el atrevimiento que tienen algunos científicos para hablar en nombre de la ciencia que saben sobre el arte que ignoran. Su interpretación del método reinhardtiano era falsa (muchos por fe la han admitido sin haber leído el libro). El concepto reinhardtiano de «forma in­terior», que caracteriza la obra de un pensador (pues la lleva en su conjunto, como lleva el papel su filigrana, marcando su origen y distinción y, por ello, permite identificar su impronta allí donde su nombre no aparece), ese concepto le viene a Reinhardt de los neoplatónicos, a través de las cañerías de cierto romanticismo alemán, de Federico Schlegel principal­mente, que es quien arromantizó el concepto. No por azar o descuido advierte Reinhardt haber leído, por aquellos años, el

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libro de F. Koch, Goethe und Platin "*', donde los críticos que le echaban en cara la filiación georgiana de su «forma inte­

rior» podían haber comprobado la escasa motivación de su censura y la genealogía auténtica del concepto (en Plotino τό ένδον είδος) . Ai hacer la historia de la «cuestión posido­

niana», desde Corssen que, basándose sobre todo en Cice­

rón, dio, según Reinhardt, una imagen tan imposidoniana del filósofo, y desde A. Schmerkel hasta Norden, Schwartz, Pohlenz, Jaeger y sus propios trabajos, al ofrecernos con una erudición sin quiebra y un distanciamiento modélico este t ro­

zo de la historia de la Filología clásica del siglo XIX al XX, Reinhardt, sin llevarse de personalismos (habiendo reboso pa­

ra la queja), ha puesto las cosas en su punto . Seguir en pormenor la imagen que Reinhardt acertó a dar

de Posidonio no es el objeto de estas páginas. Nos limitare­

mos a recordar las líneas maestras y rasgos más resaltantes de este «nuevo Posidonio».

Posidonio ha tenido, en su t iempo, fama de ser el hombre más sabio de la tierra: άνήρ των καθ" ή μ α ς (ριλοσόφων πολυ­

μαθέστατος , que dice Estrabón (XVI 753), lo cual parece significar sabio más en anchura que en profundidad, peligro que acecha a todo polígrafo que toca muchas teclas en el vas­

to repertorio de los saberes "I En verdad ha sido un bello ejemplo de hombre culto, de gran saber empírico y de gran vibratilidad científica, desde la Filosofía y las ciencias natura­

les a la Religión (que también es una dimensión de la cultura) y a la mántica, que adivina los síntomas premonitores del ma­

ñana incógnito. Filósofo atento a los métodos y resultados de las ciencias naturales y también al lenguaje del hombre de ciencia: si el caso llega, no se gasta lujos de eufemismos ni ha­

ce ascos en llamar a las cosas por sus nombres de un modo muy naturalista, que a Cicerón escandalizaba por su crudeza. Está convencido de la solidaridad entre los seres todos, el hu­

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mano viviente y el animal, la planta y el planeta, el mundo de alrededor, de dentro y superior. En la cadena ontológica los seres están escalonados en progresión. Entre «elemento» y ser vivo la diferencia es de grado (y asi se comprende que admita la generalio aequivoca). Esta concatenación no es, al modo platónico, un σύνδεσμος, sino una σύστασις (comunicación, nudo, estructura o no sé cómo lo declare), forma fundamen­

tal que hace pájaro al pájaro y hombre al hombre. Por eso también, el hombre que conoce se une al cosmos.

Lo cual vale también para la vida histórica. En el área o escenario de la historia de los humanos y de la antropogeo­

grafía, la curiosidad de Posidonio gravita hacia los proble­

mas etnológicos en tanto en cuanto éstos expresan una for­

ma interna, conformadora de la raza. Los grandes hombres que fabrican la historia y protagonizan los destinos étnicos interesan a Posidonio porque ellos incorporan a sus demás semejantes.

Como geógrafo, aclara la variedad de lo terrestre como re­

sultancia de las fuerzas celestes. La descripción de la Arabia felix ^'εύδαίμων "Αραβία) en Diodoro Sículo (II 49­53) sin du­

da un texto de alquiler tomado de Posidonio, es el locus clas­

sicus al respecto. La ñora olorosa de bálsamos y esencias, la gea bien extraordinaria y las raras especies zoológicas que allí se producen y otras rarezas y amenidades se explican διά την άφ' ηλίου συνεργίαν καΐ δύναμιν, ο sea, aplicando una vez más la doctrina de la vis vitalis (ζωτική δύναμις) . Son de no­

tar y muy de maravillar las descripciones del avestruz arábigo, estrucio y camello en una pieza, y de la jirafa, l lamada καμηλοπάρδαλ ι ς por la híbrida fórmula somática que se deja ver en su facha: estas animalias e ilustres bestias arábigas, de las que se cuentan cosas prodigiosas, nos significan un ejemplo del influjo del ambiente físico sobre la constitución del animal.

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Como meteorologo, la doctrina del τόνος o tensión pare­

cería, al primer pronto, venirle del estoico Crisipo; pero en es­

te último se da la materialización de las «cualidades» siderales y fulgurales, mientras que en Posidonio es una fuerza elemen­

tal, cuya causa es el πνεύμα o aire, que es constitutivamente proceso y muy otra cosa que el είδος que se aparece en Aris­

tóteles. Su astronomía ofrece una descripción menos científica que la de Eratóstenes o Hiparco, astrónomos que elaboraron un doctrinal astronómico de lujosa sutileza y muy pulcro en el detalle; pero al astrónomo Posidonio lo que le interesa es el cambio entre cielo y tierra en su conexión y, por ejemplo, ve en los planetas seres vivos (ζωα) y contempla en el mundo si­

deral en lugar de la mecánica, la fuerza viva. En su escatologia o cuestión de ultratumberías, el alma, a

la que el cuerpo da asueto y cobra su libertad con el venci­

miento definitivo del cuerpo, vive en la otra vida en lunáticas alturas elevada, pues que la luna cuya faz fulge en el cielo, objeto de estudio de lunólogos eminentes de la época (Plutar­

co escribe de largo sobre el tema), la luna, en efecto, como medianera entre el éter y el aire, es la morada idónea para las almas purísimas, prestas casi a volatilizarse...

Renuncio a seguir el análisis. Este Posidonio ante el cual nos detenemos ahora sería impensable sin las investigaciones de Reinhardt. Sobre el horizonte finisecular del XIX, Posido­

nio parecía a Zeller un estoico ligeramente heterodoxo. En el trasunto de Corssen tenía Posidonio el aire de un platónico, aunque añadiendo a lo platónico ciertos motivos panteístas: el acento dominante era platónico, aunque esos motivos (tijere­

teados de aquí y de allí) no suban hasta Platón y tenga distin­

ta oriundez y abolengo. Al ver en Posidonio la sucesión de Platón, se t ra taba.de ofrecer una imagen, sin salto ni hiato, de la evolución del platonismo tardío. Otro ejemplo más de la irritante facilidad que tienen algunos para lanzar un puente

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que una dos orillas alejadas no sólo en el t iempo. En el posi-donismo del primer tercio de nuestro siglo (y me refiero a Norden y Pohlenz y me refiero a Schwartz y Jaeger, en cuyo sentir Posidonio es un dualista y algo asi como el primer neo-platónico; pero ni Posidonio dualiza ni es un religionario de la idea dualista), esos sabios plusvaloraron lo platónico de Posidonio y subestimaron lo implatónico suyo (en Psicologia y teoría del conocimiento, en escatologia y Teología). Tal imagen nos parece hoy fábula convenida y mentira muy gor­da. El posidonismo del actual presente no cree en ella (ni si­quiera L. Edelstein o Philippson). Tampoco en otra idea con­fusa y barata, que algunos se hicieron del modo de ser de Po­sidonio, según la cual su especialísima disposición mental se­ría nacida de cruzamiento de lo griego con lo oriental. Para especular y definir el pensamiento de Posidonio el sirio, Praechter nos advierte que debemos recordar que llevaba lí­quida, corriendo por sus venas, sangre oriental mezclada con la griega: su manera de pensador (místico y racionaUsta, a un tiempo) procedería de que otra raza ha venido a encastar y mezclarse con la griega y de ahí el colorido oriental de su figu­ra de pensador. Pues bien, el Posidonio por Reinhardt inveni­do supuso, ante todo, un «poner en su sitio» a nuestro filóso­fo. La figura flotante ha cobrado un perfil de recortada clari­dad. No es verdad que Posidonio sea un platónico precursor del neoplatonismo, aunque Reinhardt no se desliga del todo de la idea de «desarrollo», que había heredado de la filología historicista (extremo en el que incurre la critica francesa, representada en este campo por un Boyancé o una Laffran-que). Menos aún es verdad que deba dudarse de la sustantivi-dad griega de su pensamiento. También en este terreno, y frente a la moda del tiempo (Reitzenstein, Cumont) , Rein­hardt ha recogido la lección de Wilamowitz cuando invita a pensar en griego sobre lo griego (über Griechisches griechisch

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zu denken), por supuesto sin recaer en ninguna interpretación racista, conforme a la cual las ideas se generan de la sangre (Blut). Cierto que aquellas imágenes de Posidonio, en el consenso de los filólogos antes citados, a saber, la de un pen­sador universalista, platonizante y espiritualista (no hablo ya del Posidonio mestizo), eran una «hipótesis de t rabajo»; pero una «hipótesis imaginativa» que amenazaba con convertirse en una «abstracción universahsta». A partir de Reinhardt, la imagen de Posidonio ha emergido con fuerza convincente, co­mo la del más grande «Augendenker» de la Antigüedad, la de un pensador «visivo» que contempla el cosmos como totali­dad (Philosophie des Auges, Veranschaulichung). Si hoy, en lugar de una niebla, poseemos una imagen cohesiva de Posi­donio, a Reinhardt se debe y a sus esfuerzos por desentrañar la «forma» por donde arrima mejor la estructura mental de este pensador, esto es, el fondo permanente comiin de que to­das las variaciones dependen, la ley de vida de un pensamien­to sujeto a las variaciones propias de un organismo vivo, pe­ro que otorga una insobornable cohesión a su obra de pensa­dor; un concepto de «forma» que, tomándolo en su zona más superficial, cierta crítica, por sus pecados, ha tardado mucho tiempo en comprender.

Y lo que aviene con Posidonio, aviene asimismo con el enfronte reinhardtiano de Platón. Ofrécelo Reinhardt, en 1927, en su breve librito Mitos de Platón, de longitud de 159 páginas en formato pequeño (pero muchos libros son largos porque el autor no se ha tomado el tiempo necesario para escribirlos breves '")· Surgido de unas conferencias ante un público culto de cuUura general, por singular excepción pone en estas páginas mucho de sí mismo. Es su primera interpreta­ción de un pensador de obra bien conservada, no reducida a fragmentos, y, al ofrecernos una biografía morfológica del

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mito en los diálogos platónicos, es también una primera prueba del talento de su autor para distinguir y ponderar los elementos que, en la creación artística, se configuran en uni­dad, pero que una mirada profunda analiza en sus simetrías y antítesis. Bien así como en Posidonio ha destacado su cuali­dad de Augendenker, descubre Reinhardt en Platón, como lo más característico suyo, el momento visivo y el mundo de las imágenes. Los mitos y las ideas son, en Platón, dos caras de una misma creatividad; constituyen originariamente una uni­dad dinámica e intuitiva. La teoría de las ideas y el mito del alma guardan una estrecha proximidad, como que son dos formas diversas y equivalentes de un mismo núcleo del esplri­tualismo dinámico de Platón. La creación platónica de los mi­tos viene a ser un trasunto de la cosmogonía del alma, en el cual la palabra aclaradora se introduce ella misma en el obje­to aclarado. No carece de sentido el título mismo del último capítulo del libro. Origen del conocimiento y de la creatividad desde una unidad primitiva. La interpretación reinhardtiana de unos mitos (en los que se mezcla tanta pedantería lógica e ironia juguetona con el sentido más profundo) descubre a las claras su raigambre neoplatónica y plotiniana, que Reinhardt ha recibido, como arriba apuntamos, a través de la tradición romántica alemana, de Schelling particularmente, quien veía en la idea platónica Wirkung und Kraft. Pero tampoco ha de negarse que nunca como en este libro (dedicado a Kurt Sin­ger) ha estado Reinhardt más cerca espiritualmente del círculo de George, ni más lejos de la concepción racionalista del desarrollo de la cultura griega, como se ve todos los días que lo presentan quienes lo ven como un camino que anda desde el mito al logos (así se intitula un libro muy conocido de Wilhelm Nestle). El modo de enfilar el asunto es bien distinto en Reinhardt. La reconocida capacidad helénica para el mito murió cuando Platón era joven, por obra del racionahsmo de

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L A INTERPRETACIÓN DE LA OBRA LITERARIA.- DE S Ó F O C L E S A

H O M E R O

Como ha escrito Uvo Hölscher, el magisterio y la investi­gación de Reinhardt no fueron otra cosa que interpretación

Dicen, oigo decir, que Reinhardt leía a sus autores griegos, él por sí, a cuerpo limpio y sin apoyos adjuntos de literatura erudita, sin tomar pie de los comentadores ni revolviendo

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Sócrates y de los sofistas, los cuales representan una «desdivi­nización», un salto desde lo divino a un cuadro humano del Universo; son titularmente los «racionalistas» griegos. El mito quedó totalmente oscurecido por las luces del racionalis­mo. Pero, para Reinhardt, el proceso toma nuevo giro e infle­xiona la ruta en Platón, al cual él ve como un restaurador del mito, pero en otro plano, el del alma. Reinhardt interpreta el mito platónico en relación estrecha con la dialéctica y el mun­do de las ideas, de arte que viene a integrarse como parte or­gánica de su pensamiento. En Platón la mente griega reen­cuentra al mito, a un nivel más alto, y lo reintroduce en la filosofía. El mito se revalúa y con Platón la marcha de la mente griega vuelve a ser un camino «del logos al mito».

Este pequeño grande libro es quizás el Sprung ins Andere más atrevido de Reinhardt. Por perturbar las opiniones recibi­das y por razones parecidas a las que la llevaron a criticar se­veramente la interpretación posidoniana de Reinhardt (de la relación de éste con el círculo de George algo se dirá más ade­lante), la crítica profesional recibió con reticencia este l ibro. Sin embargo, nos ofrece una lectura de Platón llena de interés y no sólo porque significa el encuentro de un artista con otro artista: impresiona incluso a quienes no comulgan con su te­sis.

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unos y Otros libros en la bien surtida biblioteca. Y no es esto decir que luego no haya consultado la bibliografía (gustosa­mente ostentada) y que algún guía no le ayude a ratos; pero lo más del camino se lo ha andado solo. Sabia detener la má­quina de la erudición para dar vado a la reflexión, a una critica con reflexión propia, enriquecedora, del texto tal como se llegara a los ojos, bien que luego la pusiera de nuevo en marcha por precisar y comprobar , con aducción de la cita oportuna, los corolarios de la reflexión. Leía solitario, retre­pado en la butaca y el libro en la mano o encorvado sobre un bufetillo (in angello cum libello), y, recogido a sus solas, apre­ciaba el texto griego pacientemente, con paciencia y con fu­ror, cada día que el Señor amanece. El progreso de la in­terpretación no es propiamente cumulativo, yendo días y vi­niendo días, sino, en el minuto afor tunado, algo nacido de su propio ingenio encendido al contacto con el texto; era una conquista del alma solitaria, precedida de una obra perseve­rante de laboreo, exploraciones y beneficio del texto. Es cu­rioso y de notar que deba hoy señalarse la fuerte originalidad de este método de lectura, como poco practicado y conocido, cuando debe ser el habitual de cuaquier filólogo que se respe­ta. La lección inmediata y directa del texto que da razón de sí puede engendrar la sabiduría que surge del corazón, de hombre a hombre, sin interposición ni medianería de pre­juicios y opiniones reinantes; puede ser una fuente de decan­taciones esenciales y de depuración de la imagen. En cambio, cuando, al tiempo mismo que enfrentamos el volumen con el texto, nos internamos en la selva bibliográfica, tropical, que ese texto ha generado, se nos inculca una imagen ajena y hechiza, o por lo menos ya hecha, del sentido. Vemos con los ojos y pensamos con el pensamiento de otros. Acarreados de fuera, acarreos de cultura sobre acarreos, los descubrimientos y no­vedades no son tales, aunque se vistan de ello (pues, si bien se

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mira, se ve que las conclusiones estupendas, sin ningún razo­namiento intermediario, no son nacidas de los mismos argu­mentos que se trata: como dice el pueblo, que «este garbanci-co no ha salido de este pucherico»). Cuyo resultado extremo es que la obra llega casi a desaparecer y muchos espíritus se crean una opinión sin abordar directamente los textos, cono­ciéndolos sólo a través de las reacciones que han provocado en otros y tomándolas a préstamo. . .

Así, ya en su gestación, las interpretaciones de Reinhardt nos significan un ejemplo de lectura au tónoma, no prefijada en su línea crítica. Capacísimo para las exégesis (un intérprete que tiene y vierte luz propia sobre los textos), Reinhardt lucha con el texto de solo a solo y cuerpo a cuerpo y, estrechando contra su cuerpo mortal la invisible forma de la creación lite­raria, la hace proyectar nuevas luces y nuevas sombras, clava sus flechas en la diana crítica, con frecuencia hace revivir el texto con palintocia literaria o le hace expresar una deliciosa melodía que nunca antes le hemos oído.

El objeto de la interpretación filológica es la «obra» literaria misma, como mundo en sí, con sus formas y leyes internas («obras y formas»), que son el fruto, al mismo tiempo, de la tra­dición y de la emancipación («tradición y espíritu»). No, pues, la «Gestalt», ni la psicología, ni los motivos y sus transforma­ciones son lo que importa primariamente. Tampoco la historia del espíritu, según el sentir de quienes se votan, con gran liber­tad, a la tarea de «ismificarla». Nada de esto, sino la obra y su «forma interna», que Reinhardt capta sobre todo al nivel del pensamiento: tal es, me parece, el sentido profundo de su ini­ciación en la investigación filológica precisamente en el territorio de la Filosofía griega, pasando luego al terreno literario (camino lógicamente contrario al que se señala en el pedagógico precepto «la gramática con babas y la filosofía con barbas»). De ahí esa atención susceptibilizada para las estructuras del pensamiento.

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Cuando la obra es fragmentaria y sólo unos cuantos frag­mentos hemos exhumado (como sillares de un palacio antiguo que los buzos hallan por casualidad en el fondo submarino), es necesario, según la fórmula de Federico Schlegel, de tres, cuatro fragmentos deducir la totalidad que está dentro esto es, su «forma interior» (repito que, al pensar esto, Reinhardt reedita un gran tópico romántico). Cuando la obra está ente­ra, el acumulado tesoro de la observación propia, descorrien­do velo tras velo, permite con mayor seguridad descubrir una «forma interior» que la abarca en su totalidad, mientras que, en la obra fragmentaria, es natural que discutamos, en tal o cual caso, la validez de la reconstrucción reinhardtiana de al­guna de esas «totalidades» a partir de materiales harto esca­sos. Lo que no se puede discutir es la validez del método, ni el gran talento de Reinhardt al aplicarlo, ni la rica mies que ha obtenido, ni el botín de claridad de su aportación a lo largo de los años. En ese sentido su obra constituye un tesoro que excita el apetito al más desganado.

No podemos nosotros aquí seguir con proximidad, térmi­no a t é rmino , el proceso de estas invest igaciones de Reinhardt. Estuvieron impulsadas siempre por la simpatía y la afinidad con el texto iluminado, como factor determinante del logro crítico, pues condición previa de esta interpretación es ir al tema llevados por el corazón, porque a él nos sentimos íntimamente atraídos. Voy a referirme, en abreviado apunta­miento, a dos hermosas muestras suyas, el libro sobre Só­focles, libro sensacional, y, hacia los términos del discurso de su vida, el postumo sobre el poeta de la ¡liada, donde ha puesto las bases de una interpretación del poema homérico lu­minosa por todo extremo.

El Sófocles de Reinhardt es, en opinión de muchos, su mejor libro. Sin inferiorizar su obra anterior, esta obra im-

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portantísima representa, en Reinhardt, la plena posesión de un concepto propio de la interpretación, de una voz crítica y de unos recursos expresivos del todo reveladores, pues tam­bién desde los libros anteriores a éste percibimos adelanta­miento notable en el oficio de escritor, en la manera de expre­sarse y dominio del lenguaje. La extraordinaria sutileza y del­gadez del pensamiento cuaja en expresiones pulcras y felices, en un estilo de firmeza sutil y nerviosa muy personal. Es un libro profundo por el pensamiento, que, denso siempre, tiene súbitos aletazos iluminadores, y, a la vez, íntimo, por la sorprendente sensibilidad para la captación de matices recón­ditos. Al frente del libro va, y no sin sentido, su dedicatoria a Kurt Riezler: éste fue uno de los amigos separados de su cá­tedra universitaria (y encarcelado por las S.S.) y el año de publicación (1933) es el de la crisis personal de Reinhardt y su intento de dimisión; el autor ha puesto, pues, como acípite de su libro un gesto de amistad y de protesta.

Sófocles había sido la gran «laguna» en la escritura filoló­gica de Wilamowitz, el ídolo polémico de Reinhardt, como luego veremos. El discípulo que, en una buena porción de su obra, ha vuelto sobre los mismos temas que fueron el estudio y ocupación de su maestro, ha comenzado su labor de publi­cista en temas de tragedia griega precisamente por Sófocles, «completando» a Wilamowitz. Como es bien sabido, un hijo de éste escribió un libro importante sobre la técnica dramática de Sófocles**^: muerto el joven Tycho en 1914, a los veinti­nueve años, en el frente de batalla, su obra se publicó por celo de la piedad paterna; en cierto modo, este libro señala un pre­cedente, que Reinhardt prosigue y afina, cuando publica su propia obra en la madurez de sus 47 años.

El libro de Reinhardt señala una fecha importante en la historia de los estudios sofocleos, diríamos que un salto en la rosa de los vientos de la crítica sofoclea. Trae un nuevo estilo.

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que ha puesto novedad en los gustos hechos, dándonos a gus­tar un Sófocles distinto del que conocíamos. Aunque cierta filología al uso se ha resistido a Reinhardt cuanto ha podido, este libro ha vencido al fin las resistencias y, para bien nuestro, inñuido decisivamente en el sofocleismo del actual presente. Pero, para el lector familiarizado con las obras pri­meras de Reinhardt, no hay demasiada sorpresa, pues la téc­nica del análisis reinhardtiano del teatro de Sófocles no es otra que la que ya conocíamos: un método probado se afina y asutila. Reinhardt lee a su poeta con profundo respeto por la organicidad del texto (sin mutilarlo) y a la búsqueda del orga­nismo literario, que surge a la claridad del examen de las fuer­zas que lo determinan (el héroe, lo divino, los demás hombres) y sus relaciones mutuas. La técnica del análisis con­siste en la comparación puntual y singularizada de los módu­los escénicos y lingüísticos que definen en Sófocles la 5/'-tuación humana, unitaria en su sustancia, pero que la diversa relación entre sus términos dialécticos configura variablemen­te, conforme a su relación con lo divino (que determina el su­cedido trágico) y a su relación con los otros hombres (que de­termina la reacción humana ante el mismo). A través de su teatro el poeta nos ofrece, tras esfuerzos que no son para con­tados, el proceso evolutivo hacia la plena realización del senti­do de la situación trágica; un proceso en el que va sacando a la luz formas siempre nuevas del espíritu humano, a la vez que, también en lo escénico y literario, el drama se enriquece con aspectos inesperados.

La evolución en el teatro de Sófocles y los problemas co­nexos de cronología (cuestión tan porfiada por la crítica) Reinhardt los ve como evolución de la «forma interior» y, si bien ésta la considera sobre todo al nivel del pensamiento, persiguiendo la «cronología de la forma interior» se descubre también una evolución de las formas, en la acepción corriente

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del término, esto es, una evolución de las maneras y procedi­mientos técnicos. Hay una «primera manera», representada, en la obra conservada, por Ayunte y Las Traquinias, en la cual el centro es el yo y la forma, la «monológico-fatalista»; es un teatro «estático»: el hombre habla «monológicamente» desde su destino a su «démon» (que es la conjunción entre la fuerza sobrenatural que decide el destino y su recepción hu­mana que, absorbiéndolo, lo transforma en módulos de la existencia trágica). En la «manera tardía» (Electra, Filoctetes, Edipo en Colono), el centro es el tú o la penetración dinámica del yo en otro yo, un juego y diálogo mutuo , que influye y mueve a los hombres, se diría que como abandonados , o simplemente contemplados como espectáculo, por los dioses. En Electra y Filoctetes el aislamiento del individuo llega a sus últimas posibilidades. No es sólo realidad de la experiencia de la vida (como en Ayante), sino el centro nuclear que irradia la fuerza y sentido del drama. El hombre que sufre lo es todo; el resto es sólo la corteza de su ser. Apolo y Orestes —el que im­pone y el que ejecuta la intriga— son un mundo extraño al mundo de Electra: entre ambos se da una verdadera cesura. Este movimiento (que es fuerza de atracción de otra existencia en la propia) es posible porque en Electra y Filoctetes la iden-tifícación de la persona con su «démon» es un hecho cumpli­do, lo cual significa que el aislamiento del individuo es una realidad que puede afirmarse y dominar. La conclusión de es­te trabajo artístico, eminentemente constructivo, la admira­mos en Edipo en Colono, d rama en el que todas las conquistas precedentes intentan realizar, en el arte y en la vida, el traspa­so del hombre a su «démon». Entre la manera primera y la tardía hay lugar para una «manera madura» , representada por Antigono y Edipo rey. En Antígona se enfrentan dos mundos humanos, excéntricos el uno al otro (Antígona y Creonte), de cuyo contraste se educe una «dramática del des-

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arrollo» (eine entwickelnde Dramatik), cuya forma es una dialéctica subsiguiente a la situación en que se oponen las fuerzas en contraste. El movimiento dramático de Edipo rey transita desde la seguridad a la catástrofe, desde el mundo de la apariencia al de la verdad, hacia la conquista del propio «démon».

El tema de la «apariencia» (y sus variantes: la máscara, la ironía, la ambigüedad), .^Igo temeroso en lo que uno se enre­da, pero que hemos de aceptar como la sola manifestación a los humanos de la verdad, es el predilecto de Reinhardt, la clave de su aproximación al mundo espiritual griego, pues es claro que el mundo griego de la apariencia no es sólo el de la poesía y el drama. Reinhardt joven ha leído a Parménides y Heráclito a la luz de esta clave, como luego en su Lamento de Ariadna de Nietzsche ha interpretado a éste como al hombre «laberíntico»: la máscara que a si misma se contempla como máscara, el texto que se interpreta a sí mismo como interpre­tación (la contraposición apariencia-ser es también la clave de su lectura del Demetrio de Schiller y del Tasso de Goethe). Entre el enigma de Heráclito y el de Nietzsche se despliega el ancho ámbito de la apariencia poética, que Reinhardt ha enfrontado particularmente en el juego complicado de la apariencia dramática y, sobre todo , en el drama sofocleo. En Edipo rey el hombre está perdido en la apariencia y el ser, y la apariencia y el ser, lejos de distribuirse o cambiarse entre la escena y el graderío, menos todavía entre el sujeto poetizante y su mundo poético, se enfrentan en cada palabra, en cada gesto del hombre perdido. No es el poeta que juega con su propia apariencia o la apariencia del teatro, sino que son los dioses invisibles los que, desde un fondo inaprehensible, ha­cen su juego con la apariencia humana.

Dicho se está que Reinhardt, también él un Augendenker como Posidonio, acierta a captar la matizada gama con la que

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esa apariencia se nos presenta en el drama sufocleo. ¡Qué maestría para definir, yendo hasta el fondo, las diferencias entre las formas! Tal entre Las Traquinias y Antígona. Las Traquinias nos presenta no «un destino a dos» (como Hipólito y Fedra, Romeo y Julieta), sino «dos destinos en uno» , dos destinos que se nos ofrecen en inversión rítmica, así en su suce­sión como en su sentido; dos figuras encadenadas una a otra, pero a las que el destino impone una autonomía propia, y es esa actitud fundamental la que condiciona la forma escénica, su unidad composicíonal para la que muchos han sido tan miopes. En cambio, Antígona es el drama de dos ocasos huma­nos separados esencialmente, pero unidos «demònicamente», es decir, un conflicto existencíal entre los dos personajes, Antígona y Creonte, y no en cuanto representantes de dos de­rechos opuestos y moralmente pariguales («derecho contra de­recho»). Eso, por una parte; por otra, son dos ocasos, de los cuales el uno sigue al otro como su imagen invertida.

Podemos nosotros, a nuestro arbitrio, preferir la una o la otra manera en el teatro de Sófocles. Edipo rey o Edipo en Co­lono nos ofrecerán, según el caso, el gusto que apetecemos; pe­ro la existencia misma de esas dos maneras, y de una tercera in­termedia, es algo incuestionable desde Reinhardt.

Todos lo sentimos: entre Ayante y Filoctetes hay grandes diferencias. Reinhardt las ha expHcado en función de una evo­lución de la «forma interna» y, descubierta una línea evolutiva, que en sus lineas generales la crítica ha aceptado, es obvio que el peligro podría radicar en una cierta unilateralidad en la apli­cación, esto es, en el ejercicio concreto de la interpretación; pe­ro es aquí justamente, en la interpretación de «lo singular y particular», donde tiene el talento de Reinhardt su fuerte: los perennes problemas particulares de la exégesis de Sófocles aclá-ranse casi siempre de un modo convincente. No es cosa de des­menuzar las circunstancias de cada uno de esos problemas; pe-

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ro, a guisa de ejemplos escogidos a roso y velloso, aludiré a las páginas espléndidas sobre la importancia del tercer actor en función del «diálogo triangular»; la valoración del exacto valor de los oráculos mediante una síncrisis entre Las Traquinias y Edipo rey; la declaración magistral del «discurso fingido» de Ayante; la demostración de la unidad composicíonal de Las Traquinias; la sostenida aplicación, en múltiples aspectos y en todos los niveles (desde los «relatos de mensajeros» al uso de los coros), del principio evolutivo descubierto, que va desde lo «estático» a un dinamismo progrediente, etc.

Este buen libro es bueno porque de un pretérito del espíri­tu hace un presente del corazón, escribió lapidariamente Max Kommerell. Como así es, en efecto.

Cuanto a Homero , el libro preparado por Reinhardt en el último decenio de su vida, años de relación muy intensiva con la poesía homérica, quedó incompleto como ya se dijo. El pri­mer origen remonta muy lejos, cuando, contando Reinhardt veintiséis años, asistiera, en el verano de 1912, a un seminario de Wilamowitz sobre la ¡liada del que surgiría después el libro del maestro Die ¡lias und Homer ^\ una obra capital de la critica analítica. Reinhardt ha publicado, a lo largo de los años, algún trabajo parcial, pero que nos hace presumir cuál será más tarde la «clave de lectura» de la ¡liada: en 1938, un ensayo muy agudo sobre El juicio de París, que revela la «transformación espiritual» que este motivo, procedente de los Cantos ciprios, ha experimentado al pasar a un nuevo «es­píritu» en la ¡liada; en 1951, unas páginas impagables sobre Tradición y espíritu en la epopeya homérica, en las cuales, y debido a la diferencia de mundos espirituales, adopta una postura muy fría tocante a la teoría que postula, en una Mem-nónide, una «Ilíada primitiva». Pero es en la década postrera de su existencia cuando Reinhardt se ha dado a la tarea de

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componer esta obra, soñada desde 1938 como un «libro her­moso» y que, a medida de ser compuesto, le parece menos hermoso, pero quizás «más inteligente». A partir de 1954, concluido ya el artículo Posidonio, se ha dedicado primordial­mente a ese diseño. En 1952 había aprovechado una estancia en Oxford, para trabajar en los fondos homéricos de su biblioteca. A fines de 1957 se hacía la ilusión de poder concluir su libro en un trimestre y, en los últimos días de su vida, ha luchado contra el tiempo y escrito, con mano temblo­rosa, algunas de las páginas (setenta) dedicadas al estudio del canto octavo, considerado por los analistas como una pieza reciente y de «transición», pero cuyo plan, para Reinhardt, es esencial en la génesis del poema, la «pièce de résistance» de su interpretación genética de la litada. Muerto Reinhardt, la Sra. Elly Reinhardt, su viuda, ha puesto las 45 carpetas del ma­nuscrito en las manos de Uvo Hölscher, el cual inteligente y respetuosamente lo editó en 1961 No es dudable que, de haber vivido el autor, el libro habría salido al público de otra manera, y no hablo sólo de las lagunas (falta el comento a los cantos III, IV, VI, VII y XXIII) , ni de ciertos aspectos del es­tilo (crítica mordiente, ferozmente sincera, normal en las no­tas que el autor redacta para su propio uso), ni del volumen que Reinhardt habría reducido, sino que me refiero a la deseada claridad sobre las definitivas ideas del autor acerca del problema de las «fuentes» del poema (la Antiloquía con­currente con una Patroclía; las complicadas combinaciones entre las «redacciones»; la distinción entre material ya confor­mado o todavía no en la épica anterior, etc.), cuestiones que, al menos en parte, da la impresión de que estaban, en la men­te de Reinhardt, todavía en estado de cierta fluidez.

El libro quedó a falta de los últimos retoques y de impor­tantes complementos. No se trata, sin embargo, de simples apuntes de lectura hechos a lo largo del t iempo, sino de una

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obra casi acabada, y el «casi» añade, a la propia hermosura del trabajo, la hermosura irremediable de lo inacabado. A juzgar por el manuscrito, estaba en la voluntad primera del autor que constituyera una especie de comentario perpetuo, una lectura cursiva del poema que afrontara sistemáticamente todos los problemas particulares que se presentan en el mis­mo. La interpretatio perpetua, el comentario prolijo de todos los menudos componentes de la obra, con discusión minu­ciosa y remachada, ha sido tradicionalmente el producto más completo de la interpretación filológica, y el debate, t ra tándo­se de Homero, sobre la unidad o diversidad, debe resolverse en suma por este solo camino. Desde el punto de vista del an­tiguo pluralismo, el libro de Wilamowitz arriba citado puede decirse que es el ùltimo reducto de la vieja escuela de los ana­lizadores, a grandes rasgos y por muestreo. Habiendo venido luego, en buena hora, un nuevo unitarismo, que produjo en los Estudios sobre la Ilíada " de W. Schadewaldt un modelo de una sutilidad sobresaliente, los homerólogos analíticos afi­naron también el método, y un libro como el de Peter von der Mühll, Kritisches Hypomnema zur Ilias^*, de 1952, es ya un comentario, canto por canto y verso por verso, del poema, tendente a distinguir cada una de las dos manos poéticas que, según el helenista suizo, han intervenido en la Ilíada. No sin intención Reinhardt ha adoptado, para su propia obra, un plan similar al de von der Mühll, aunque el comentario apun­ta más a los temas y procedimientos generales y, sobre todo , a demostrar la evidencia de una composición unitaria. Porque si su crítica es analítica en los métodos (también en este senti­do, él es el gran heredero de Wilamowitz), es unitaria en los resultados. Reinhardt intenta la síntesis entre el nuevo análisis y el nuevo unitarismo. El «nuevo análisis» pone al servicio del unitarismo problemas y métodos analíticos que caracterizan a los críticos separatistas, que han puesto a punto , y a la altura

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de la actual experiencia, lo que el análisis homérico, siglo tras siglo y desde hace tres, había practicado; pero cuya imagen, todavía en Wilamowitz y en la Filología característica de su tiempo, parecía desacreditada, por demodación, en el nuestro.

Pesan una enormidad de toneladas los trabajos de, sobre, pro y contra la unidad de la Ilíada. En la homerística alema­na, sobre todo, fue tiempo en que los estudiosos lucubraron minuciosos y respetablemente complicados análisis de la Ilíada y la Odisea, cuya rustiqueza nos deja hoy hartos y aun tifos. En el libro de Reinhardt encontramos una técnica analítica sistemáticamente aplicada, pero que se resuelve liltí-mamente en un unitarismo inteligente: éste es un punto en que hemos aprendido una óptica distinta de la vigente en la maña­na de nuestro siglo. Reinhardt se interna a través de un terri­torio donde antes que él han penetrado y divagado incon­tables viajeros; sin embargo de esto, ha sabido darnos uno de los libros fundamentales sobre el tema, después del cual no creo exagerado afirmar que la «cuestión homérica» se con­vierte, en varios aspectos, en cosa distinta de lo que era.

Leer y releer la obra hasta que su «espíritu» se presente con evidencia a los ojos del intérprete ha sido aquí, como siempre, el camino hermenéutico de Reinhardt, que hasta en sus viajes de aquellos años llevaba consigo el texto griego de la Ilíada y lo leía cada día. Entonces lo particular revela su sig­nificación relativamente al todo de que forma parte y aquél confiere a lo particular su sentido real y global. El « todo» (das Ganze) es, pues, la «forma interna» de la obra, sentida y vista como unidad orgánica y solidaria; y la forma es la mani­festación del espíritu (forma mentis) que la ha creado y repre­sentado. Una mutación de la composición significa mutación de la estructura interna que da alma y unidad a la obra, y una mutación de la forma interna implica no sólo a determinadas partes, sino siempre al « todo». Así, pues, leer y releer la obra

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hasta reconocer el «espíritu» que le ha dado forrña en su pro­ceso creativo y en la representación de su «concepción heroica del mundo»: no hay otro camino.

Reinhardt tiene a este respecto observaciones de una evi­dencia indiscutible, al analizar los caracteres de la «forma in­terna» de la Ilíada, y no sólo en lo relativo a la técnica com­posicíonal y arquitectura, sino también en lo atingente del contenido, caracteres, psicología, significado de la conducta, penetración de los motivos en la «situación épica». Tiene un gran talento y sensibilidad para apuntar la mirada hacia problemas hasta él no bien individuados, verbigracia, la im­portancia de la categoría sociopolitica en el conflicto entre el rey Agamenón y Aquiles, el héroe egregio que destaca en la hueste arrojada, o el arquetipo de los «hermanos desiguales» en la relación Héctor-París, o el doblete temático en el motivo de la mujer noble presa de las armas hazañosas (Briseide-Criseide), o su modo tan original de anahzar el juicio de Pa­ris. Como prueba del tino del intérprete aduciríamos docenas de ejemplos; pero no pretendemos sino dar una idea de su acierto, también en este dominio. Pero claro está que lo más propio suyo de este libro, que analiza la personalidad del poe­ta de la Ilíada, pertenece al dominio del arte puramente litera-río: la esencia del «episodio» homérico, el uso de las repeti­ciones o iterata (que, de un modo plenamente sistemático, son literariamente analizadas, por primera vez, en este libro), la ley del «Umkehr» (una forma de la «composición en ani­llo»)... De estas cavilaciones han nacido páginas definitivas.

Reinhardt inventa verdaderamente una nueva distancia entre el arte literario de Homero y nosotros, y en ello reside el mayor encanto de esta obra. A su luz, el lector de la Ilíada se convence de la unidad del poeta. El poema adquiere una sen­sación de continuidad, de sucesión que se va desenvolviendo en sus incoherencias aparentes. Reinhardt tiene una notable

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acuidad para ver relaciones, analogías y disparidades que los demás no han notado: también ahora es el gran Augendenker. La Ilíada se nos ofrece como una cadena de episodios, ninguno de ellos de proveniencia ajena, que miran hacia adelante o redromiran a los otros episodios en una especie de «composi­ción fugada». Reinhardt, que analiza divinamente el «arte del episodio», se acuerda aquí, una vez más, de la música y del «arte de la fuga». Esta fuga es de naturaleza iróníco-trágica y procede, en normalidad, mediante la repetición de versos. El «plan de la Ilíada», que la crítica unitaria alemana (Schade­waldt o Reinhardt) ha sabido ver, es de una complejidad y suti­leza tales y nos fuerza a asumir una labor tal de revisión y puli­mento, que es imposible compadecerlo con lo que, en sentido crudo, se recibe y entiende por «composición oral»: a este res­pecto Reinhardt es tajante y nosotros comprendemos el dis­gusto mal disimulado de ciertos recensionistas Pero ¿qué le vamos a hacer, si las cosas son así? Salvando los casos de inter­polación, los versos repetidos de la Ilíada son la obra de un so­lo poeta (sacándolos de la «tradición» o de su «espíritu») y los contextos en que esas repeticiones acontecen, se contraponen antitéticamente unos a otros, en una función «irónica» o «trá­gica»: entre dos pasajes de esa naturaleza, el «trágico» ha sido concebido antes que el «irónico». Las repeticiones acenttian el paralelismo. Los opuestos (Spiel und Gegenspiel) prueban la unidad del plan, porque, en el arte, los contrastes no separan, sino que unen. Además, la «semejanza de motivos y si­tuaciones», que se repiten dos o más veces, manéjala el poeta conforme a una categoría composicíonal, que Reinhardt ha tenido el mérito de analizar sistemáticamente en todo el poema y a la que llama «el casi» (Fast): al hilo de la misma se va desen­volviendo la marcha del poema.

El análisis no es, para Reinhardt, tanto la busca de «estra­tos» (que tanto alborotaron a nuestros pasados), cuanto la de

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tradiciones substantes al texto que poseemos Para Rein­hardt, el texto homérico sólo ocasionalmente es un texto «ple­no» en el sentido aristotélico. Sustancialmente se propone la elucidación del fenómeno homérico con un método que no di­fiere del aplicado por él mismo, con notables resultados, para reconstruir el «todo» a partir de unos fragmentos salvados. Es como si la Ilíada fuera una coalescencia de fragmentos, bien que compuestos por un solo autor, por detrás de los cuales se trata de redescubrir una «totalidad» de pensamiento y relato. Dicha totalidad es la tradición épica, en la memoria y en los labios, forjada a golpes de hexámetro: el poeta de la Ilíada ha asumido materiales tradicionales, en el proceso del arte épica, del haber épico centenario, que procede de no se sabe qué lejanías cronológicas. «Tradición» y «espíritu» (se­lección en la tradición, así en la forma como en el contenido, e intervención del poeta) no constituyen una dicotomía entre elementos contrapuestos, sino una relación dialéctica que siempre hay que indagar en la unidad de la obra que de ella ha surgido, evitando una óptica para la cual la tradición es ca­si todo y el poeta la menor parte. No. Hubo , en efecto, poetas antes que Homero; pero también hay un gran poeta, que es Homero. El intérprete de la Ilíada, un poema por suerte con­servado, no es el restaurador de lo perdido, como cuando se interpretan fragmentos, sino un buscador que busca «lo ho­mérico en Homero». Y, en esa tarea, Reinhardt se nos ofrece, otra vez más, como el artista que ha convertido la interpreta­ción de otro artista en una obra de arte.

Su estilo es tan personal que por sí solo necesita una atención y estimación aparte. Dotado de talentos formales para la escritura, la prosa de Reinhardt, de una distinción rara (en los perfiles, en los refinamientos, en la exquisitez), tiene elevada jerarquía literaria. Desmiente a aquellos que, «pour cause», han difundido entre nosotros la preocupación

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de que nadie puede ser buen filólogo sin escribir mal, desma­yadamente, fuera del arte. Sospechamos que, si no escriben algo mejor, no es sólo porque se lo impiden sus principios, si­no por la natural impotencia y la insolvencia literaria. Bien que he conocido el melindroso desdén (como el de la mona a la nuez verde) con el que los tales consideran «filólogo hasta cierto punto» al colega que expone su ciencia en páginas cuya lectura, lejos de fatigar, deleita y causa honesto placer en el lector deseablemente refinado. Están dispuestos a perdonar al colega que escribe con buen juicio, con tal de que le acompa­ñe una pésima gramática, y, en caso extremo, a tolerarle una prosa de clase media literaria, sin tropiezos y sin hechizo; pe­ro que, además de decir cosas admirables, las diga admirable­mente bien, eso no lo perdonan (hablo desde mi ladera de fi­lólogo clásico, porque hoy en día, en otras filologías, el críti­co Uterario ya no se avergüenza de un estilo que no mortifique excesivamente la función poética del lenguaje).

Bien entendido: Reinhardt no es un «elegante de la plu­ma». La nobleza de estilo que tunde su pluma, la hermosura ponderada de una prosa que autoriza y da señorío a tantas páginas suyas no es autocomplacencia expresiva, sino, de una parte, el instrumento necesario (un estilo denso, sustantifíco, en carne prieta) para servir de cauce a un pensamiento sutil, esquivo, a veces fascinador y paradójico; y, de otra parte, re­conocimiento profundo de la dignidad literaria del texto estu­diado, que obliga al crítico a penetrarlo poniendo en ello tan­ta parte del alma (artifex artifici additus). Para ser amado de las Musas, es menester amarlas con amor entrañable. Rein­hardt no se ocupó nunca sino de autores a quienes se sintió unido emocíonalmente y con los que el crítico se sentía capaz, en cierta medida, de identificarse. La doctrina de las «puis-sances de sympathie» que caracterizan al crítico creador la podía hacer perfectamente suya, como perfectamente ajena la

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de aquellos filólogos de la generación anterior a la suya y crí­ticos muy friáticos que, sin duda para asegurar su objetivi­dad, preferían como víctimas de sus comentarios aquellos autores cuya calidad literaria decían despreciar.

Naturaleza de artista lo considera, antes que nada, Hilde­brandt Filólogo a su pesar lo llama Schadewaldt Tam­bién Hölscher contempla en la actividad filológica de Rein­hardt una voluntaria autolimitación y disciplina frente a las sirenas del arte. No pongo en duda la buena intención de ma­nifestaciones tales; pero estoy por decir que efunden, también ellas, de la por lo visto inevitable extrañeza ante un estilo de escritura filológica hoy por hoy nada canónica y tan en diafo­nía con la manera habitual. Y se entrevé que se preguntan al­go así: ¿es filólogo, crítico de arte, filósofo o qué? En cam­bio, un filósofo muy alertado hacia los problemas de herme­néutica, Gadamer, declara el Sófocles de Reinhardt como el libro que más se acerca a su modelo ideal de ensayo litera­rio Abundando en esta misma opinión añadiré, por mi par­te, que la tenue matización expresiva, la frase aguda, pun­tiaguda, animada de tensión interna y, en definitiva, la capa­cidad del critico para afirmar su propia capacidad expresiva al contacto con el texto clarificado son justamente lo que da a muchas páginas de Reinhardt , insuperables de precisión idiomàtica, una claridad de laboratorio que las baña metálica­mente, un tono a la vez diamantino y vehemente que se desprende de la vibración interna de las ideas.

Advertiré, a modo de intermedio, que el propio Reinhardt ha tenido conciencia de la «extrañeza» de su escritura. Cuan­do , por renuncia de W. Capelle, recibió el encargo de redactar el artículo Posidonio para la enciclopedia de Pauly, del cual ya tengo dicho, miró la faena apalabrada con cierto escepti­cismo, como pensando que la tarea requería o t ro estilo que el suyo, otro modo de aproximarse al púbHco lector. Natural-

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mente, respondió al encargo en los términos más satisfactorios, con virtuosismo, y resultó un articulo magnífico, fascinador in­cluso Está pensado conforme a su manera propia; pero ha querido muy deliberadamente, por miramientos al lugar en que escribe y al destinatario lector, adaptarse a un modo de exposi­ción que no era el suyo habitual; ha puesto también generoso mazo de notas (lo escribió en Oxford y Oxford para un filólogo clásico es, sobre todo, muchos libros), cosa que no acostumbra­ba hacer: solía escribir sin el andamiaje de la erudición, pero no sin sus frutos, y sin distraer al lector por muchas llamadas que le hagan dejar el cuerpo de la página para leer en letra menuda lo que se dice al pie o al final, en el furgón de cola del libro.

Pero, volviendo al propósito: aunque no voy ahora a estu­diar su decir estilísticamente (sería un buen campo de experi­mento para su método de la «forma interior»), repito que es la suya una lengua intensa, quintaesenciada, una lengua con tem­peratura. Su manera de decir dominante propende al estilo no­minal, abundante en infinitivos y participios. La expresión idiomàtica se torna esquinada o curvada en volutas, pero nun­ca superfluas, sino obligadas. Aficiona un juego constante de oposiciones y contrastes, forma que predilige ya en el título de sus obras; en la misma enunciación binaria del titulo (he aquí algunos, en la relación de sus obras: Director de escena y teólo­go; Cosmos y simpatía; Obras y formas; Tradición y espíritu; Empédocles, òrfico y físico; Aristófanes y Atenas; Muerte y héroe en la «Aquileida» de Goethe) ya nos adelanta Reinhardt el carácter de su obra; la primera parte del titulo doble y com­plementario remite fatalmente a la segunda en un conflicto y polarización temática que es también unión y equilibrio. El doble título (al modo calderoniano) va bien con la actitud men­tal de un crítico cuya mirada se ha educado en la antítesis y el contraste. El estilo se desliza nervioso o se intensa dinámico y relampagueante, a través ya de aposiopesis y alusiones, ora de

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Los GUÍAS ESPIRITUALES: N I E T Z S C H E , G E O R G E

He leído recientemente " —leído una vez más— que Rein­hardt viene a ser el punto de encuentro de tres corrientes de influencia. La primera le viene de Nietzsche, profesador un tiempo del mismo oficio de filólogo clásico, insatisfecho des­de un principio con la Filología sujeta al canon positivista y convencido, se diría unas veces, de que la Filología clásica se murió hace tiempo (su momia y su esqueleto se enseñan en las cátedras de Filología) y, otras veces, de que todavía no ha na­cido. La segunda influencia le vendría de Stefan George, al que no vale contar por filólogo, pero cuyo círculo renovó el gusto poético por la Antigüedad clásica proponiendo un hu­manismo muy permeable a las tendencias irracionalistas. En fin, Wilamowitz, su maestro en Berlín, filólogo sapientísimo no sin algunas nostalgias de humanista, cuya sombra docta ha sentido cercana Reinhardt toda su vida. Una vez más tócase el inconveniente de nuestra afición a etiquetar y a contemplar

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elipsis, cuyos intersticios debe rellenar el lector, tal vez de sus­pensiones que guillotinan la frase por súbita secante, cuándo de signos erotemáticos que esposan entre interrogantes las no retó­ricas preguntas: estos rasgos, tan Reinhardt, implican toda una moral de pensador poco amigo de los fallos concluyentes y de las generalizaciones rotundas y como indubitadas y muy convenci­do de que, en la critica filológica, hay cosas que no se pueden explicar con palabras: la esfumatura de la palabra no es mero «impresionismo». Se trata, en definitiva, de un lenguaje muy matizado al servicio de un pensamiento consecuente, de un estilo muy personal y distintivo que exige un esfuerzo, en ocasiones grande, por parte del lector; pero que, una vez superado, le com­pensa con creces de las fatigas que le ha ocasionado.

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desde esquemas demasiado pautados una rica personalidad. Pero sin olvidar que el culto de Reinhardt a sus ídolos ha sido (como debe ser) un culto crítico y hasta polémico, no me ocurre negar que, en efecto, no es mal empiezo, para entender a Reinhardt, el avistar la formación de su espíritu desde ese triple foco: nos ayuda a establecer las líneas maestras de la fi­gura de Reinhardt.

Se ha hablado mucho del arrastre nietzscheano en la obra de Reinhardt. En hecho de verdad, en su entender el concepto y el propósito de la Filología, Reinhardt ha tenido siempre la voluntad de permanecer fiel al modo científico e intelectual que corresponde al oficio que oficiaba, territorio en el que ha llegado a ser un filólogo absolutamente de primer orden. Nietzsche, en cambio, l lamado muy joven (en 1869, a los veinticuatro años, todavía sin promoción ni habilitación) a profesar Filología en la Universidad de Basilea, volvió la es­palda a una Filología de alto tecnicismo, desertó de la cátedra en 1879 y, a partir de entonces, pocos objetos se parecen me­nos a la Filología que los libros de Nietzsche. Con sus fórmu­las regeneradoras de la Filología y con el descubrimiento, pa­ra sus compatriotas, de un nuevo mito (Apolo frente a Dioni­so), el humanista Nietzsche, en el campo de la Filología, no realizó contribución positiva alguna (positive Leistungen *"), llega a decir Reinhardt. Hay incluso en esa afirmación alguna injusticia, porque si bien es cierto que las tesis de Nietzsche sobre una sola fuente principal en las Vidas de Laercio o sobre la posibilidad de ordenar, conforme a algunas palabras-clave, la colección teognidea, no suscitaron adhesión firme, en cambio su hipótesis sobre Alcidamante como autor del Certamen Homeri et Hesiodi ^ y su inteligente negación del ictus en el verso griego antiguo son aciertos en el haber del filólogo Nietzsche. Pese a su crítica al filólogo, es lo cierto, creo que sin cuestión, que los entusiasmos de mocedad por

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Nietzsche han dejado en Reinhardt huella profunda, bien que explícitamente nuestro filólogo se haya ocupado de él sola­mente en dos ocasiones, en un artículo de 1935 y en la con­ferencia dictada en París en 1928, Nietzsche y la historia el libro en proyecto sobre Nietzsche no llegó a escribirlo, acaso por evitar malentendidos.

Sobre Reinhardt ha influido evidentemente Nietzsche. Reinhardt leyó a Nietzsche en los momentos germinales y plás­ticos en que sobre el artista, todavía no formado, pueden ser más hondas las sugestiones. Su padre había oído en Basilea a Nietzsche cuando éste comenzaba su breve luna de miel con la Filología clásica. Por haber amigado años atrás con Deussen, muy amigo de Nietzsche, aquel ferviente nietzscheano era uno de los asiduos de la casa paterna de Reinhardt. Desde edad casi pueril su espiritu se ha nutr ido de Nietzsche. La familiaridad con su obra, nacida en copiosas lecturas juveniles, ha debido de ser una de la aventuras ideológicas corridas por el joven Reinhardt, un sarampión juvenil que ha dejado señales. En su obra hay huellas del cultivo intensivo de que Nietzsche ha bene­ficiado; más aún, de la experiencia aguda que la lectura de Nietzsche le ha significado. Por lo demás, no se t rata de un ca­so excepcional, sino muy común entre los jóvenes coetáneos, para muchos de los cuales Nietzsche fue el guía espiritual de su generación, que asumió casi sin disputa el caudillaje (Führer-tum). Eduardo Fraenkel, por aquellos años de la Filología clá­sica alemana uno de los pocos jóvenes inmunes al virus nietz­scheano, ha reconocido ™ que el factor que jugó más poderosa­mente en la diferencia de visión entre Wilamowitz y su propia generación fue la influencia de Nietzsche. De ésta ha quedado en la obra de Reinhardt —y queda en el espíritu de Reinhardt— un rastro, un regusto que no se borrará jamás . El Nietzsche que tanto sugestionó al joven Reinhardt ha sido un inspirador y un maestro espiritual siempre, definitivamente siempre.

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Muy alta es la valoración que hace Reinhardt del Nietz­sche humanista. En su conferencia de 1928 (Nietzsche y la historia) le considera no un historiador, sino un «revelador» (Erschliesser) que, haciéndose centro de la historia, la llevaba dentro de sí. Cualquier otro —prosigue— podría decir: «Si me imagino el mundo sin mi cátedra, no sabría decir dónde quedaría la historia». Nietzsche, no. Y de la frase tan roda­da la historia debe servir a la vida asegura no conocer que se haya emitido nunca sentencia más humanista. Es muy signi­ficativa la confesión autobiográfica de que, a su llegada a Berlín para seguir los cursos de Wilamowitz, había leído el epistolario Nietzsche-Rohde (tan polémico para Wilamo­witz). Nuestro joven estudiante podía contrastar los puntos de vista del autor de El nacimiento de la tragedia, y su no disimulada antipatía personal por Wilamowitz con los de su nuevo profesor, autor en 1872 del panfleto antinietz­scheano Filología del futuro y que, salvando los personalis­mos juveniles, ha mantenido hasta el final sus críticas al filó­logo Nietzsche. En todo caso, Reinhardt sabía ya entonces que podía existir una Antigüedad diversa de la que procura­ba la Universidad. En cierto modo , partiendo del doctrinal nietzscheano en cuanto experiencia, Reinhardt ha podido justificar una aproximación a los clásicos griegos (y a los fi­lósofos) que se puede definir como personal; y esta su espe­cialísima disposición mental, que comportaba cierto despego hacia algunas convenciones académicas (cosas más de sensi­bilidad que de elección intelectual), explica el «escándalo» suscitado en algunos por los primeros estudios reinhard-tíanos sobre los filósofos griegos.

Por cierto que, hablando de estas influencias se me atra­viesa otra observación. Es acaso probable que una definición nietzscheana, como aquella del héroe sofocleo como una ima­gen luminosa proyectada sobre una pared oscura, polemizan-

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do con la imagen olimpica de Sófocles, haya influido sobre Reinhardt más que el «realismo histórico» de su maestro Wi­

lamowitz cuando disertaba sobre la tragedia ática. La influen­

cia de Nietzsche, tan razonable, ¿verdad?, no tiene aqui nada de perniciosa.

Pero en un filólogo clásico, un cierto nietzscheísmo puede muy bien no ser, acaso "deba no ser, una renuncia al oficio que oficiamos, como sí que pareció entenderlo Nietzsche, que, bien dotado para la Filologia (en el dictamen de su maes­

tro y protector Ritschl), se nos fue a la Filosofia. Wilamowitz lo aplaude: Ha hecho lo que yo le aconsejaba, ha dejado cá­

tedra y ciencia y se ha convertido en profeta, para una reli­

gión irreligiosa y una filosofía infilosófica. Con esto le ha da­

do la razón a su «démon»; tenía el espíritu y la fuerza para ello En cambio, Reinhardt (muy profesor, muy alemán uni­

versitario) opta, desde luego, por seguir siendo filólogo clási­

co. Para desempeñar su cometido de tal, encuentra que Nietz­

sche (aun tomándolo, como filólogo, en su hora más razo­

nable) no puede ofrecerle realizaciones positivas. Quizás Reinhardt ha compartido, hasta cierto punto , las quejas del Nietzsche, de 1874, en Nosotros filólogos. Pero el alumno en la Escuela de Pforta (como Wilamowitz, cuatro años menor que él), estudiante universitario de lenguas clásicas en Leipsi­

que y Bona y profesor en la Universidad de Basilea, acabó por desviarse de la Filologia clásica: en la colección de afo­

rismos, de 1878, Humano, demasiado humano, el desvío es notorio y la ruptura se consuma el año siguiente con el aban­

dono de la cátedra. Reinhardt, por el contrario, nunca ha pre­

tendido desprenderse de la Filología en nombre del humanis­

mo; antes bien, pretende conciliarios, si posible fuere. Para proseguir con la imagen del «démon» (del mito final de La re­

pública), diríamos que, si Nietzsche fue su δαίμων, Wilamo­

witz ha sido su τύχη Un cierto remusgo nietzscheano ha

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quedado en Reinhardt, una huella de simpatía hacia la lucha apasionada de Nietzsche contra todo aquello en lo que se ma­nifiesta lo que Guillermo de Humboldt había llamado ya la «alienación» {Entfremdung 'O del hombre. Por lo demás, un escepticismo suave, una ironía indulgente velan, en Rein­hardt, las ideas extremadas, en una consideración exasperada-mente radical, del admirado pensador de alma fiera e insolen­te, sin que le gane definitivamente la desilusión o el desen­canto.

Esto, tocante a la relación Reinhardt-Níetzsche. Sobre la relación Reínhardt-George convendrá distinguir y matizar con algún mayor cuidado. Ha corrido por ahí, alguna vez, la espe­cie de que Reinhardt, en un t iempo, fue, o poco menos, pro­feso del círculo que fundara el poeta Stefan George. El ru­mor procedía de ciertas fuentes informadas hasta cierto pun­to, como no suele ser raro tocante a esta clase de noticias; pe­ro mal informadas, como, según después se comprueba, suele ser general, tratándose de noticias sobre simpatías y adhe­siones a sectas o grupos más o menos secretos: no se olvide que a los georgianos muchos se los imaginaban como a ce­lebrantes de misas negras en las criptas oscuras del arte. Es fa­ma que, a la sazón que Reinhardt era profesor en Hamburgo (1918-1923), fue su colega Kurt Singer, un filólogo tan afi­cionado de George, quien le acercó al círculo y horizonte de George, reino de poetas que favorecía en torno suyo una gre-cofilia algo exaltada, pero muy acepta a algunos filólogos clá­sicos Y no es malo recordar que por entonces concibió Reinhardt su libro Mitos de Platón, dedicado a Singer y publicado en 1927, no tiene duda que su trabajo más «geor­giano» y aquel que dañó más su «reputación» como filólogo entre ciertos críticos recelosos de los perjuicios que, por efecto de esa intimación, podían derivar a su obra de filólogo

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(¿tránsfuga? ¿vacilante? ¿desorientado?, murmuraban de Reinhardt algunas cigarras seniles).-Sabemos, sin embargo, de manera positiva que nuestro filólogo nunca llegó al encuentro personal con el poeta.

El filólogo Kurt Hildebrandt, muy familiar y allegado al circulo ^' y, además, cuñado de Reinhardt (estaba casado, des­de 1914, con la hermana de éste, Sofia), nos transmite un tes­timonio muy significativo. Conforme al mismo, en 1926 Reinhardt, al rendir viaje a Berlin, habria mostrado deseos de encontrarse con George; pero, por hallarse el poeta ausente de la ciudad, la entrevista no fue posible. Muy cerca ya Rein­hardt de la muerte, en 1957, su cuñado le habría pedido per­miso para, en sus propias memorias, franquear al lector este dato. La respuesta de Reinhardt fue una carta en la que con­firmaba, en efecto, su «timidez» en la época de su mansión en Hamburgo, su estima de la alacridad espiritual del circulo y una adhesión genérica de gusto; pero también su deseo de conservarse hombre libre, con la libertad que siempre ha de­fendido fieramente: Me preguntabas cómo sucedió que yo no haya visto a George. No, ciertamente no hubo nada de re­nuencia —¿cómo podía haberla?— que colaborara a ello. Yo te conocía ya a ti, al círculo berlinés, a Erika Schwartzkopf, a Wolters, de tantas veces en Steglitz; más tarde preparé en Hamburgo —hacia 1921— en mi casa un encuentro entre Wolters y los grandes de la Facultad, que transcurrió brillan­temente —con Wolters no podía ser de otro modo—; después conocí a Gundolf, casi a diario me encontrba con Singer, con quien me tuteaba desde poco antes; después vino el conoci­miento estrecho con Kantorowicz, con Kommereil. ¿Cómo no hubiera deseado yo poder verle? ¡Cómo se habría festeja­do en Hamburgo la aparición del «Número Doce»!

La casualidad (que se toma a gusto como lo dado) lo impi­dió. También tenía un cierto pudor a solicitarlo, porque que-

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ría evitar la impresión de permitir esperar lo que luego no podría cumplir. Me sentía demasiado viejo para, sin pre­juicios, arriesgarme juvenilmente a una visita confiada a la buena suerte. Y todo lo que acompañaba a una visita me re­pugnaba profundísimamente.

Así no tuvo lugar y así me falta en mi vida quizás un en­cuentro decisivo. Tenía su obra, que amaba, que en muchas cosas me tocó profundamente. Unos preparativos, un acuer­do, una visita me pareció imposible.

Esta es mi respuesta Hölscher recela un equívoco malicioso por parte del refe­

rente, cuyo prurito sería hacer entender una adhesión al círculo y que, a ese fin, arregla las cosas a su gusto y manera. Esta sospecha la encuentro controvertible. Bien pudo, el año dicho de 1926, sentir Reinhardt un deseo episódico (no reite­rado en el t iempo que siguió) de conocer a George y tener el placer de ser recibido a su t ra to , deseo nacido de otro , nada episódico, de dar a la Filología griega un contenido más vital. No hay razón en contra y sobran motivos en pro . Al círculo estuvieron vinculados, más o menos, no sólo estetas, sino muy serios intelectuales de extracción diversa: Dilthey, Gun­dolf, Kantorowicz, Max Kommerell y, entre los filólogos y ar­queólogos, Paul Friedländer, Salin, los mencionados Singer y Hildebrandt, Albrecht von Blumenthal, Karl MeuH... y sigue. No sabemos, no lo sabe quien escribe, si alguna vez Reinhardt se ha sentido afín espiritualmente al círculo. No decidiré yo hasta qué punto ha sido la suya simple simpatía o adhesión íntima; aunque encuentro una dificultad psicológica en asu­mir que temperamento tan celoso de una libertad que rige sus propios destinos, un filólogo suelto y librepensante como lo fue él, hubiera podido encasillarse en un círculo semisecreto y aristagógíco. El dogmatismo impositivo acompaña, como una oxidación necesaria, a tales círculos, como fue el caso del

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georgiano, consignado a la disciplina de un profeta y poeta hieratizado, que hizo de Platon y de los griegos su particular plataforma. No me imagino a Reinhardt moviendo el turíbulo ni pensando conforme a los ordenamientos de ningún hiero-fante en lo alto de las gradas del altar; encuentro esto suma­mente inreinhardtiano, también cuando lo miro desde el punto de vista de lo profesoral y académico que Reinhardt siempre fue. Pero, más aún que psicológica, la razón de su repulsa de­bió de ser de orden intelectual. En una conferencia suya de 1953 (La crisis del héroe se ha referido Reinhardt a la deca­dencia contemporánea de la figura del héroe y, después de pa­sar revista al aburguesamiento del héroe wagneriano y al desen­mascaramiento a que sometiera Nietzsche tanto al héroe de la poesía (en fin de cuentas, un histrión) como al de la historia (el desenmascaramiento aquí consiste en descubrir sus condiciona­mientos sociales y psicológicos; por ejemplo, dice Reinhardt, la veneración del héroe bajo el nazismo no era sino una vía torci­da para hacérselo esclavo), se ha referido concretamente al hé­roe (führende Geister) entronizado en el círculo. Le parece un ideal «de casta», una interpretación aristocrática del héroe; pe­ro del que no puede decirse que corresponda al héroe griego, pues que le falta «el peso sobre la espalda» que tienen un Aquiles, Héctor o el héroe sofocleo. En suma, como si dijera: el ideal georgiano no me disgusta, pero trae una limitación pa­ra mí decisiva, es filológicamente incorrecto. Tampoco cabe asumir, sin muchas salvedades, que las propuestas del círculo para una reviviscencia de la Antigüedad parecieran de recibo a un filólogo como Reinhardt.

En fin de cuentas, la solidaridad que algunos han pretendi­do establecer entre Reinhardt y el círculo, como no se limite mucho, me parece más falsa que real. Saco la conclusión de que se t ra tó , a la vez, de una simpatía cordial —ahí está el pun­to equívoco— y de un distanciamiento razonado; de un

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hechizo ambiguo, hecho de atracción y de rechazo, ejercido por una atmósfera espiritual que unos han respirado a pleno pulmón y otros han sentido como irrespirable; Reinhardt, si acaso, la ha respirado con aliento medido. Ha visto el círculo con cierta simpatía; una simpatía en la que hay alguna afini­dad con ideas, estilos de vida y de arte, modos de expresión; una simpatía, matizaría yo, más con el mundo de George que con el círculo de George. Hay también otro poco de reluctan­cia crítica, condena suave que, alguna vez, tira a ser incluso polémica. Se ha hablado de adhesión. Si se entiende por ello algo de difusa influencia, de impregnaciones de un ambiente espiritual, con cuya sensibilidad sintoniza la suya propia, lo admitimos. Si de otra clase de relación se quiere hablar, lo ne­gamos.

¿Qué notas caen bajo el número de tales afinidades? Aca­so una idea de lo clásico como «epifanía», por ocurrencia ins­pirada o por inevitable empuje de un alma, concepto que Reinhardt, en efecto, ha considerado esencial y que era favo­rito de los estetas del círculo: lo clásico se le revela al poeta y éste lo revela luego, en actitud de proclamación profética, co­mo una «buena nueva» contrapuesta al nihilismo y al pesimis­mo. Acaso un tufo georgiano trasciende de cierto vocabulario que coincide con palabras de roce y uso en el círculo: de que Reinhardt fuera algo o muy georgiano cabe dudar razonable­mente; pero, con seguridad, fue ducho y muy visto en la Hte-ratura georgiana, y se ayuda a veces de sus maneras propias de decir y del matiz de significación que algunas palabras tenían en el círculo. Y acaso otras semejanzas menores en que se roza; pienso, verbigracia, en que la periodización del mo­derno Humanismo clásico que Reinhardt propone, coincide tan a lo justo con la línea establecida por B. Vallentin (Winckelmann-Goethe-Holderlin-Nietzsche-George). Es claro, sin embargo, que incluso esos rasgos afines dan insuficiente

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testimonio de una influencia directa y que pudieran aclararse por simple relación de coetaneidad espiritual, Reinhardt y los georgianos moviéndose más por coincidencia que por influen­cia, o sea, por el inevitable parentesco entre los que se mueven dentro de análogos medio y momento .

En el nacimiento de la leyenda sobre la adscripción de Reinhardt al circulo entraron por mucho ciertas criticas que se hicieron de los estudios posidonianos de nuestro filólogo y de sus Mitos de Platón, tanto las críticas recelosas de algunos censores miopes (y me refiero a Pohlenz) como las entusiastas (y me refiero al georgiano Salin). Mucho cuidado en utilizar una noción como la de «forma interior» que, ya se dijo arri­ba, considera Reinhardt fundamental para formar conoci­miento de una obra, como argumento de la raigambre geor­giana del método reinhardtiano: la «forma interior» de Rein­hardt, en el fondo, tiene mayores semejanzas con el neoplato­nismo y con Schlegel que con el método intuicionista de Fede­rico Gundolf y de otros pensadores de los alrededores del círculo.

Por la misma manera hay que decir que la apoteosis de elementos georgianos que algunos vieron en el pequeño libro, de 1927, sobre Mitos de Platón es exagerada. La tesis de este libro es que, en Platón, el mundo de las ideas y el de las imá­genes, las ideas y los mitos, se confunden en una única expre­sión vitalista, de colorido místico, a tal extremo que nunca, como en esta obrita, ha estado Reinhardt más lejos de la in­terpretación tercerhumanista de Platón y de la manera jaege-riana demasiado fácil de resolver —mejor dicho, de dar por resuelto— el problema del pensamiento platónico como cul­minación de un camino «del mito al logos». Por esta zona platónica de su producción toca Reinhardt con la imagen pla­tónica propia del círculo que heroíza, idealiza y convierte en mito a un Platón particularmente místico; pero es palmario

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E L MAESTRO: W I L A M O W I T Z

Cuando Reinhardt llegó a Berlín, en 1906, para cursar unos semestres en aquella Universidad, la realidad universita­ria ambiente de los primeros años novecentistas era como pa­ra deslumhrar al joven aprendiz de filólogo. La Filología clá­sica se encontraba allí al máximo de su rendimiento histórico. En un Berlín recién estrenado a sus ojos, una rueda de claros varones, filólogos muy considerables y afortunados, profesa­ba en la Universidad. Podía tomar lecciones de auténticas eminencias allí donde se codeaban, en apretado espacio, un Hermann Diels, un Wilhelm Schulze y un Johannes Vahlen, sin olvidar a los tres Eduardos (Meyer —desde 1902 a 1923 Ordinario en Berlín—, Schwartz y Norden este último lle­gado a Berlín en 1906) y olvidando, recordando vagamente a algún otro. Al recordar esos nombres gloriosos nos parece al­go maravilloso y envidiable el privilegio de la estudiantina berhnesa en aquella hora afortunada. Entre tales y tan sabios colegas, no unos cualesquiera, ejercía oficio de corego, con­duciendo los coros de los helenistas, el egregio Wilamowitz (1848-1931). Nacido, no por acaso, el mismo año de la muer-

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que el georgiano no ha sido el solo Platon mistico de la época y que tampoco aqui la interpretación platónica de Reinhardt enfeuda su pensamiento a la opinión ajena. Sin entrar ahora a hablar de la interpretación platónica en nuestro siglo, debo re­cordar que, seriamente mirados, ni el Platón político ni el místico son retratos completos, ni tampoco excluyentes entre si; históricamente representan sendas dos direcciones de reac­ción muy convenientes contra aquella otra imagen del Platón «pragmático» que la critica del XIX figuraba como el verda­dero Platón.

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te, en Leipzig, del grande Godofredo Hermann, en su t iempo princeps philologorum (y único kantiano entre los filólogos clásicos), habla iniciado en Bona sus estudios universitarios en octubre de 1867, dos meses después de la muerte de Augusto Boeckh. Después de haber profesado previamente en Greifs­

wald y Gotinga, cuando tocaba a la maestría que estaba lla­

mado a alcanzar en su oficio, había sido l lamado a la cátedra de Berlín (una medida de política cultural acertada, por rara excepción ") y llevaba siete años regentando una cátedra tan considerable cuando Reinhardt le t ropezó. Wilamowitz reunía cincuenta y seis años, ingenio en la madurez de la edad y se le reconocía como el primer espada de la Filología griega. Por la madurez de los años y por otra porción de talentos era ya un sabio celebrado y preconizado como helenista máximo. Cuan­

do Alemania era el ombligo de la Filología clásica, Wilamo­

witz era el centro geométrico de ese ombligo. Una Filología propiamente tal, metódica, unida por rigurosa disciplina y por sólida erudición a las tradiciones de la Filología clásica se­

cular se humanaba, asumía propiedades de carne y sangre en aquel bello ejemplar de sabio. Maravilla su fabulosa capaci­

dad de trabajo y renovación constante (νέος έφ' ήμερα) , la enormidad de saber detallado que en este hombre se acumuló, lo fecundo y varío del ingenio de aquel pozo de ciencia y su laboriosidad dichosa en multitud de escritos, un helenismo de campo dilatado, un estilo que corre anuente y rico, una obra muy latitudínaría, que engrosaba año por año hasta que llegó a constituir ella sola toda una biblioteca de setenta libros y más de 650 otras publicaciones.

En los primeros treinta años de nuestra centuria casi todos los filólogos clásicos alemanes han sido alumnos de Wilamo­

witz, muchos de ellos después de haber hecho su tesis doctoral con otros maestros, como les pasó a Eduardo Fraenkel (que se doctoró, con un trabajo sobre la comedia media y nueva.

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en Gotinga, en 1912, con Leo y Wendland), Pablo Maas (que se doctoró en Munich, en 1902, con una tesis sobre el plural poético en latin), Rodolfo Pfeiffer o Kurt Latte. La experien­cia más aguda que podia hacer un estudiante de Filologia de la época era oír a Wilamowitz. Claro está, siendo todos discí­pulos de Wilamowitz, éste no podía significar lo mismo para todos ellos. La elección se hacía no entre varios maestros, si­no por cada discípulo frente al mismo maestro: el talento soli­tario de cada cual ha prosperado por su cuenta respondiendo con reacciones diversas y emprendiendo derroteros imprevi­sibles. La identidad del maestro ata a los discípulos (con los mismos antecedentes inmediatos, pero con muy seductoras variantes, cada uno a su manera y conforme a su materia) en un haz disímil de calidad, proporciones guardadas, pero de idéntica tendencia polémica; aunque es obvio que la coinci­dencia en el ídolo polémico no permite establecer una coinci­dencia sustancial entre ellos.

Wilamowitz tenia fuerza de captación bastante. Algunos, tal vez muchos, que fueron sus discípulos (no me refiero a los ingenios segundones de la prole de Wilamowitz, adeptos dis­ciplinados de una escuela, gentes de virtud más continuadora que creadora; pero de este coro de sombras fieles y de pe­queños asteroides de luz refleja es de donde emerge, alguna vez, el discípulo a quien cuadra el refrán «al maestro, cuchillada»), algunos, digo, que fueron sus mejores discípulos se han movido todo el restante de su vida entre la fidelidad al maestro y la búsqueda de su propia libertad, y en esta lucha ha estribado lo dramático de sus existencias científicas, cada una siguiendo su propio camino de liberación, pues repito que el ab uno disce omnes no tiene que ver aquí y se trata de una generación felizmente diversa y pohcroma. Por poner dos ejemplos que estimo muy característicos, pienso en las dificul­tades con que, frente a las premisas metodales y hermenéutí-

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cas de su maestro, se encontraron un Paul Friedländer o un Hermann Frankel.

Con Wilamowitz la relación afectiva de Paul Friedländer (1882-1968) fue casi filial, in loco patris. Le conoció en 1900, le ha ayudado decisivamente en su carrera académica y él ha visto en su largo bienhechor el hombre decisivo, un trozo im­portante de su destino. La noche en la que al octogenario Wi­lamowitz los estudiantes berlineses le ofrecían un homenaje en el jardín de su casa entre antorchas y cantos (conforme a la costumbre de allá hace cincuenta años), el anciano ha recono­cido a Friedländer (cuarenta y seis años entonces) mezclado con la estudiantina: «¿Usted aquí?» «Yo soy su estudiante». Pero Friedländer había escrito, el 4 de juho de 1921, a su maestro una larga carta (de veintitrés carillas), que Calder considera algo así como el manifiesto o credo de una nueva generación. En contacto, desde 1918 al menos, con el círculo de George (parece que a través de su esposa Charlotte), Friedländer ha experimentado inquietudes ajenas a la ense­ñanza de Wilamowitz y que le han ido alejando de la «or­dentliche Philologie» (ediciones críticas y comentarios). La obra de su vida, su libro sobre Platón, lo ha escrito por oposi­ción al de Wilamowitz y poniéndole como subtítulo palabras muy queridas en el círculo (Eidos, Paideia, Diálogos). Se la ha dedicado a Wilamowitz, f M 8ai^ ovíco, precisamente al cumplir éste los ochenta años y, en el fondo, este libro, más que enfrentarse con el filósofo Platón, busca al hombre, co­mo por otro camino lo buscara Wilamowitz: ahora, como «Gestalt», muy al gusto georgiano. Al morir, tras un largo exilio norteamericano (nada dorado, por cierto), en su cuarto de trabajo de Los Angeles colgaban dos fotografías en la pa­red: Wilamowitz y George *l

El caso de Hermann Frankel (1888-1977) no es menos ca­racterístico. Discípulo de Bücheler en Bona y de Leo en Go-

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tinga, lo ha sido en Berlín de Wilamowitz. Quince años des­pués de su habilitación, en 1920, no le habían llamado a cá­tedra alguna en su país natal y no por motivos raciales, o no sólo por ellos, sino porque, aparte de no publicar mucho, lo que publicaba (sus trabajos, hoy clásicos, sobre las compara­ciones homéricas o la composición en anillo en la literatura arcaica) parecía harto sutil y fuera de los cauces trillados en la hermenéutica tradicional En 1935 emigró a Norteamérica y, en la Universidad de Stanford, fue escribiendo esas obras, absolutamente de primer orden, que le han convertido en una de las figuras más atractivas de la Filología de nuestro tiem­po: su Poesía y filosofía de la helenidad arcaica (1951), su libro sobre la poesía de Ovidio, su edición y trabajos críticos sobre Apolonio Rodio, su sutil Grammatik und Sprach-wirklichkeit (1973)... Larga distancia se interpone entre el método interpretatorio de Wilamowitz y el nuevo modo de fí-lologar de Hermann Frankel, a la busca este último de los «caminos y formas» del pensamiento humano, tal y como se manifiesta en las estructuras características de la creación lin­güistica, así gramaticales y métricas como de pensamien­to . . .

Deudores siempre de la enseñanza y de la universalidad de los saberes del maestro, sus discípulos, en un intento de completar o de contraponerse a Wilamowitz, han realizado cada uno su propia obra: unos, como Schadewaldt, rehabili­tando la consideración estética y literaria en la comprensión de la obra de arte; otros, como B. Snell, prestando atención primaría al proceso histórico como partes del cual deben in­terpretarse los objetos singulares; otros, como W. Jaeger, ma­tizando el alcance de la actualidad del modelo cultural griego, en un sentido menos ingenuo que Wilamowitz. Y hasta los más fieles al método wilamowitzíano, como Félix Jacoby (1876-1959)"« y Eduardo Fraenkel (1888-1970), este último

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acaso el más tradicional de todos han reflejado natural­mente una personalidad propia al seguir las huellas del maes­tro.

Esas experiencias de sus discípulos ponderan, tocante al magisterio personal y oral de Wilamowitz, lo que fue este hecho positivamente para quien lo vivió y la significación del influjo ejercido por Wilamowitz sobre los destinos de la Filología clásica alemana en este siglo. Con este maestro se encontró el joven Reinhardt a partir de 1906.

En la advertencia preliminar de su Esquilo, en mayo de 1948, ha escrito Reinhardt: Se admirará quizá que debata yo tan frecuentemente con Wilamowitz. En esto, sin embargo, no hago sino compartir el destino común de los helenistas de mi generación. Sin duda lo esencial de lo que hemos conquis­tado no pudo serlo más que en tanto uno se afirmaba contra él. Una pausa, que no hace el autor, sino que hacemos nos­otros. Reinhardt añade: Pero ¿habría sido posible tal afirma­ción sin los tesoros que su enseñanza no había cesado de dis­pensar? Respondo atrevidamente que no. Tan grave es la falta de nuestro pensamiento, que no podemos hacer abstracción de él. Porque muy particularmente a Reinhardt su paso por la cátedra de Wilamowitz, que le habilitó para ser doctor y buen filólogo, lo marcó para siempre. Un estudiante (en realidad, filólogo ya principiado) impregnado de filología y de antífilo-logía nietzscheana; proveniente, además, de la escuela de Bonn, no en muy buenas relaciones con Wilamowitz '"; cono­cedor de las censuras, incluso personales, que se hacían a Wi­lamowitz, como aquella de Henri Weil (agudeza, si es agude­za, que se atribuye a otros ingenios, verbigracia a Talleyrand con referencia a Napoleón, ¡Qué pena que un hombre tan grande esté tan mal educado!) o la burla de Rohde sobre el predicadorismo que le engolaba la voz {tono gangoso de pre­dicador, näselnden Predigerton " ) y, por supuesto, de las críti-

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cas acerbas procedentes del círculo georgiano (recuérdese el panfleto Helias und Wilamowitz que, en esa línea, publicaría pocos años después Kurt Hildebrandt atraído por otros in­tereses artísticos que iban desde los lienzos de Renoir y las na­turalezas muertas de Cézanne a Strindberg, George y Hof-mannsthal en lo literario, pasando por la música (Wilamowitz fue toda su vida un extraño a la música " ) ; en fin, un joven que, como tal, pertenece a un mundillo inconformista y reacio a aceptar las reputaciones consagradas. . . todo colaboraba pa­ra provocar en él un primer movimiento de resistencia frente al maestro. Sin embargo, dice Esas resistencias no hicieron sino acrecentar la fuerza que me atraía hacia él... «totum me tenuit» Wilamowitz. El encuentro con éste disipa toda indeci­sión o titubeo vocacional, decide la trayectoria de su existen­cia. Igual que Jaeger (que iba para filósofo), Reinhardt no di­lata convencerse y elige el camino de la Filología clásica, a cu­ya aventura ha ligado desde entonces su existencia personal.

La simpatía fue mutua . Wilamowitz se fijó en seguida en el alumno tímido y atento, a quien llamaba el muchacho silencioso 'I Le ha estimado en todo su valer a lo largo de los años y ha renovado su confianza en él con un enérgico plaudo tibí cuando otros han desconfiado del talento de Reinhardt. Recogiendo muy recientemente sus memorias de esos años F. Solmsen escribe Si hubo alguien en quien su confianza nun­ca fluctuó, fue Karl Reinhardt. Después de que aparecieran «Poseidonios» y «Kosmos und Sympathie» (1921 y 1924), libros que chocaron a la mayor parte de los sabios mayores como revolucionarios y como una ruptura con la tradición, Wilamowitz se refirió en el seminario a los puntos de vista de Reinhardt sobre el «Somnium Scipionis» comentando: «De aquí (es decir, de estos libros en su conjunto) se pueden aprender cantidad de cosas. Al menos, yo lo hago». ¿Unus, sed leo? Sí, probablemente; pero, todavía más, en palabras

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tan deferentes había afecto sincero y fe en el talento del discí­pulo.

La dependencia de Wilamowitz (la dependencia es coinci­dir y es oponerse) ha condicionado a Reinhardt decisivamen­te. Le ha admirado cordial y reflexivamente como al helenista no segundo a ningún otro, de quien, a pesar de sus errores, todavía hoy se puede aprender como de ningún otro " y el úl­timo que ha abarcado el mundo griego... en su totalidad Desde que asistió a sus primeras clases (sobre poesía helenísti­ca) ha guardado para él gratitud exquisita. En la Vita que acompaña a su disertación doctoral había escrito estas gracias cordiales: Wilamowitzio quantum debeam gratiarum, verbis eloqui non possum. En la última década de su vida, con el pa­so de los años y el peso de las contingencias, ha sentido como nunca la proximidad de Wilamowitz. Esta relación suscita tres problemas. El primero, referente al aspecto humano de la misma. El segundo, relativo a las divergencias doctrinales entre discípulo y maestro, porque, sí nunca falta en el recuer­do del discípulo un ingrediente de respeto —¡pues no faltaría más!—, con un respeto formidable su obra entera de helenista se orienta por oposición a Wilamowitz, en oposición^a él, sea como complemento polémico, sea orientándose hacia nuevas curiosidades dentro de unos mismos problemas, llevado de una sensibilidad diferente, con que las conclusiones tiran a ser exactamente opuestas a las mantenidas por Wilamowitz. El tercer problema comprende una cuestión sutil: si significativa­mente en todos los casos la lucha de Reinhardt con la materia de estudio se complica con la lucha con el maestro y en su obra última. Esquilo, tanto el problema de la «escena» como el de los «dioses» se sitúan en una perspectiva contrapuesta a la de Wilamowitz; si, por tanto, en ella es explícito el esfuerzo por liberarse de Wilamowitz, no menos explícita es la confe­sión final sobre la imposibilidad de dicha liberación; así, en el

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libro sobre Homero , lo dijimos más arriba, aunque los resul­tados son divergentes, el método analítico con el que se enfronta la cuestión es precisamente el del maestro. Como Ra-damés al final del acto primero de Aida, el discípulo parece decir: Sacerdote, io resto a te.

La relación discípulo-maestro, hecha de atracción y de re­pulsión, que horroriza y fascina inseparablemente, tiene segu­ramente las normales raíces psicológicas. El problema del an­tagonismo entre maestro y discípulo no se ha inventado ante­ayer. Los viejos polarizan los amores y los desvíos de los jóve­nes: el discípulo polemiza con el maestro y, sin embargo, se encariña con él y le ama con todo el corazón y, al negarle, lo afirma como verdadero maestro, pues así son los jóvenes, que hacen deber del derecho a ser diferentes.

Testimonio de su admiración personal por Wilamowitz son, más aún que las páginas a él dedicadas y rotuladas con su nombre en la obra colectiva Los grandes alemanes (1957, significativamente el último trabajo que Reinhardt publicó en vida), las que consagra al maestro en su ya mencionado escri­to autobiográfico Cómo llegué a ser filólogo clásico, redacta­do en 1947. Es ya lugar casi-común citar un párrafo en que Reinhardt, remontando la corriente de sus recuerdos, describe con temblor de humano afecto (y bien se me entiende que con su granito de sal) la imagen que del maestro, en aquellos años lejanos de relación discipular, ha retenido en la retina. Los años han nevado mucho su cabeza, muchos años, muchas co­sas por medio. Hoy, pasados cuarenta años, muerto Wilamo­witz a sus ochenta y dos años, y Reinhardt cumplidos sus se­senta, vuelve a rememorar la imagen del maestro. La distan­cia se engulle otros detalles (el atuendo rancio, la faz pulcra­mente rasurada por la navaja de afeitar, como los actores y teólogos la austeridad prusiana que le obligaba a viajar, en el tren suburbano, con billete de tercera y recurrir al taxi co­

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mo Última salida de emergencia "") y de la persona, de su fisonomía esencial, deja sólo el sugestivo, el representativo, en que para el discípulo habitaba un particular enhechizo y que no se ha desaferrado de su memoria, ¡la bicicleta! A mo­do de viva acuarela, de fina y mordiente evocación (también el humor monta su bicicleta), rememora Reinhardt al maestro que llegaba a la Universidad en bicicleta, del antiguo estilo naturalmente, con que suspendía la admiración de cuantos lo veían, y describe por estas palabras al ciclista Wilamowitz, ala­do casi como un dios, y el deslumbramiento que suscitaba: Su pedalear era soberano (sein Radeln war souverän)... y los pantalones de Wilamowitz eran incomparables incluso entre sus contemporáneos '"I Destaca bien al personaje sobre un claroscuro irónico; pero heroíza al ciclista como a un Hermes con alas al tobillo, una figura arcaica de Hermes negro sobre fondo rojo que simboliza, acaso, la fascinación ambigua co­mo de «démon» olímpico que Wilamowitz tenía a ojos de su discípulo... Toda esta página merece leerse. Los años trans­curridos prestan a la evocación de Wilamowitz un tinte de lejanía y de encanto histórico; pero bien vemos que no se tra­ta de una imagen borrosa, débil como un son lejano que ya se pierde, sino de una presencia eficaz y actuante.

Testimonio, en cambio, de la repulsa del discípulo hacia cuahdades marcesibles del maestro pueden ser las palabras con que, en el mismo escrito citado, recuerda sus impresiones de espectador en la representación de una versión de Esquilo dispuesta por Wilamowitz. También Reinhardt, como Wila­mowitz, ha traducido tragedia griega. En su libro Esquilo co­mo director de escena y teólogo no solamente nos ha dado una clave de interpretación de un autor difícil, al presentár­noslo trabajando siempre por antítesis y revelándose el teólo­go al par y al paso que el autor escénico, y no sólo nos ha da­do, en su brevedad, admirables análisis de técnica dramática y

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de contenido (verbigracia, de Agamenón '"^ ni solamente ha pulverizado teorías atractivas y superficiales, como cierto evo­lucionismo aplicado a la concepción, por este dramaturgo, de lo divino; al t iempo que todo eso, nos ha dado traducciones admirables de muchos textos esquileos. Lo mismo digo del libro sobre Sófocles: de este trágico le debemos además un traslado completo de Antígona precedido de una presenta­ción en la que pueden leerse cosas de sustancia sobre la tra­ducción. Tenemos, pues, un material de contraste que nos permite suponer que a Reinhardt las traducciones de Wilamo­witz, que frecuentemente critica en concreto, habían de pare-cerle sumamente toscas: cuando, al final de su vida, Rein­hardt ha escrito de ellas ¿quién sabe si un día no resucita­rán ? nos parece percibir en sus palabras el tono de una predicción ominosa más que un reconocimiento positivo. Son las traducciones, en efecto, de lo menos vivo y fuerte de la obra wilamowitziana. Wilamowitz era traductor de gusto lite­rariamente inseguro; pero lo peor es que quiso ostentar un gusto democrático o proletario, adaptado a lo que pensaba él que requiere y exige el público de nuestro t iempo, personas no muy entradas en lo literario y que del teatro griego conocen el nombre, pero no la cosa. De donde resulta, curiosamente, que las traducciones procedentes del círculo de George o las reinhardtianas podrían significar «la oposición de derechas» a las de Wilamowitz. El caso es que, por atemperarse a un público formado por personas de corriente humanidad (tal y como el traductor la concebía) y por procurar el acceso de la muchedumbre al teatro griego para nutrirla de Humanismo, al ser vueltos en alemán y en prosa descuartizada en renglon-cítos menudos por la honrada musa burguesa de Wilamowitz, los trágicos griegos hablan sin duda en lengua alemana, pero sin la elevación o grandeza del modelo. Se nos hace lamen­table cuando el hombre superior, la inteligencia privilegiada.

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se sacrifica de tal modo en aras del mal gusto ajeno (ocurre en todas las latitudes).

Wilamowitz lo hizo en este caso y todavía en algún otro más deplorable. Siendo ya figura reverenciada del pais entero, se dejó convertir en algo asi como helenista de cámara y filó­logo consultante en los imperiales alcázares de Berlin y pro­nunció patrióticos discursos llenos de prejuicios y preocupa­ciones nacionalistas en esta y la otra ocasión, ya en solemnes juntas y mítines civiles, animados por la concurrencia de gran número de gentes aupadas y autorizados con la asistencia de la familia imperial, ya en charlas ante soldados. Recuérdase más de un texto architudesco de no muy delicado aticismo, pues lo ático no era su cuerda, influido por la polémica politi­ca y alistado bajo la idea pequeña de un nacionalismo que, si siempre tenemos por funesto, nos parece además no poco ab­surdo en unos estudios que se caracterizan por el universalis­mo que abóle fronteras. Olvidábase de que, conforme a la agudeza de dudosa paternidad, la ciencia es universal; el arte, nacional; la necedad, nacionalista. Justo es reconocer que, si aceptó y desempeñó tales encargos (tanto me importan si ofi­ciales u oficiosos), que se le conferían por su prestigio nomi­nativo y personal, o si procedía por propio iniciativa, no lo hizo para darse charol, sino porque lo creyó deber de concien­cia. Pero la verdad es que se le subió el patriotismo a la filolo­gía '"^ Por lo que hemos admirado siempre, y admiramos, a Wilamowitz es por lo que tanto sentimos que alguna vez pa­rezca haber pensado que la batalla incruenta de las ideas deba emparejarse con la lucha de las armas y que, cuando tienen guerra las naciones, al t iempo mismo se pongan a luchar las respectivas filologías, llevándose los sabios de nacionaUsmos en las sustancias científicas y luchando a la vez las armas y las plumas. Estos escritos de Wilamowitz torpemente de oca­sión, no hay que achacarlos sólo al t iempo en que los escribió.

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sino más bien a que los escribió fuera de t iempo. Por eso los he recordado a propósito de otras escrituras de Wilamowitz casi tan extemporáneas.

Pero vuelvp a mi propósito, lo sucedido en la ocasión esa a que se refiere Reinhardt. Recordemos lo que sucedió. Suce­dió que se representaba en Berlín la Orestea en la traducción de Wilamowitz, simultáneamente y en concurrencia con la representación, en el circo Schumann, a cargo del famoso di­rector escénico austríaco Max Reinhardt un maestro en es­tos menesteres de la acotación escénica y del servicio de la es­cena que, en el primer tercio de este siglo, paseó por toda Europa sus montajes de dramas griegos muy en la línea del arte impresionista de la época. Max Reinhardt conocía bien los problemas teatrales de la Orestea: muy jovencito, cuando pertenecía a la compañía teatral de Otto Brahm, había repre­sentado en 1901 el papel de mensajero que anuncia el sacrifi­cio de Ifigenia. En 1904 había montado una representación de Medea, en la versión de Wilamowitz, para el Nuevo Teatro de Berlín, con menos éxito por cierto que otra representación, el año anterior, de Electra de Hofmannsthal , acaso porque el texto de Wilamowitz era menos recitable que el del dramatur­go austríaco. En 1910 montó en Munich (y ya en 1906 en el Teatro Alemán de Berlín) Edipo rey en la versión arreglada por Hofmannsthal . Para la escenificación de la Orestea en el Circo Schumann, en 1911, había elegido la traducción de Vollmóller, fiel y «pronunciable», repitiendo la experiencia años después, en 1919, para la inauguración de la «Grosses Schauspíelhaus» de Berlín, un montaje a base de efectos acús­ticos y ópticos, grandes espacios y masas de actores «en la arena». Pues bien, en concurrencia con este montaje de un hombre de teatro, alguien convenció a Wilamowitz para que dirigiera, en el Circo Busch, una representación de la misma obra en su propia versión. Wilamowitz en persona (blanco so-

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bre negro) pronuncia el prologuillo ad spectatores. Mientras el sabio trata de evocar la atmósfera del teatro ateniense de Dioniso, los camareros distribuyen canapés entre la distinguida concurrencia. La versión, ya se dijo antes. La escena, ni menos el ambiente, no se corresponden con los del teatro ateniense. Algo de reconstrucción arqueológica, muy poco de logro estéti­co y mucho de retórica fiambre se ofrece al espectador para que se divierta. El respetable muestra tanto respeto como ti­bieza ante la turlipinada. Ante la fisga y el tono semibufo de la situación, Karl Reinhardt y sus amigos se ponen colorados; un aire de estupor les coge. La visión ática —escribe — no resul­taba. Era algo alucinante, «de circo» (soy yo quien entreco­millo). Sufríamos (wir litten). Quiere decir que la teatralización obrada por su sapientísimo maestro le parecía una falsificación inefectiva, producto de un ideal humanista pseudovigente, de­masiado superficial. También el georgiano le parecía, como se dijo más arriba, una falsificación del héroe griego; pero de me­jor gusto. Los georgianos calificaban el Platón de Wilamowitz como un Platón para criadas de servir ^^'^ y las críticas de Reinhardt a las traducciones de Wilamowitz (de Esquilo, con frecuencia) sintonizan bastante con los disparos críticos que desde el círculo se le hicieran.

Podríamos recordar alguna otra crítica de Reinhardt a su maestro más o menos semejante. Lo que decíamos de la Ores-tea de Wilamowitz podríamos reiterarlo de algunas interpreta­ciones suyas de otros dramas que quiebran por concesión al criterio artístico del teatro de la época. Y, desde luego, citaríamos la sátira discreta y preciosa caricatura que nos hace Reinhardt " ' del retrato psicológico que de la Fedra de Eurípides traza Wilamowitz páginas fechables poco des­pués del estreno en Alemania de Hedda Gabler de Ibsen En otra parte la he referido, coincidiendo con Reinhardt en lo poco eficazmente entendida que está la heroína griega en el

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trasunto de Wilamowitz, en el que (contra su propia preven­ción tanto repercute el ibsenismo del teatro a la moda en el momento y la isocronía de sus interpretaciones con ciertas va­riedades de la literatura de su tiempo: demasiados rasgos psi­cológicos pequeño-burgueses se han intrusado, sin duda que para atemperar la Fedra griega a los gustos del púbhco mo­derno y su manera de entender el desenvolvimiento psicológi­co, y así nos resuUa un Eurípides un tanto cuanto íbsenita.

Todo lo anterior viene al tanto (y pudiéramos distender todavía la lista) de las discrepancias del discípulo con el maestro, discrepancias de sensibilidad y gusto. Pero cuanto aquí va dicho no obsta para que insistamos en la profunda dependencia de Reinhardt con relación a Wilamowitz, aun en los casos, y sobre todo en los casos, en que ambos hacen rostro hacia horizontes opuestos. ¿Cuál es la razón de una fi­delidad nunca desmentida, incluso cuando la crítica reinhard­tiana parece más demoledora y no deja prácticamente nada en pie de la obra de su predecesor? No es difícil dar con la razón, o mejor las razones, que son dos. De la primera ya hemos dicho, que, a pesar de sus muy moderados entusias­mos por ciertas facetas del polígrafo ant icuario, para Reinhardt por razones humanas fue siempre el idolatrado ídolo polémico. La segunda, sin duda en la base de la prime­ra, radica en lo que Reinhardt '"' llama el encanto del contraste entre el pensador y la persona, el yo humano del filólogo. Doctrinalmente Wilamowitz es el último gran repre­sentante del historicismo finisecular triunfante en las Univer­sidades alemanas y que se había iniciado con Boeckh. Pero con un plus relativamente a otros sus representantes, a sa­ber, personalmente era también el espíritu misionario de una fe humanista en la posibilidad de revivir el mundo antiguo. Esto último a la gran mayoría de los sabios historicistas les tenía sin cuidado, mientras que Wilamowitz se hallaba insta-

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lado al respecto en un inexpugnable optimismo, en una con­vicción que no le podian arrancar ni a tres tirones. Oigamos a Reinhardt La impetuosidad de este apostolado provenía de

,un «credo quia absurdum». Era preciso que esta Ciencia de la Antigüedad, que no se justificaba a sí misma más que como historia, hiciera de su desesperada pretensión totalitaria, de su amontonamiento confuso de minucias, de su áspero organiza-cionismo, una religión. Wilamowitz predicaba el fervor reli­gioso, no ya delante de la Antigüedad, delante de Platón, Só­focles, Homero, sino delante de la práctica, o de la idea (lo que equivale a lo mismo) de su propia ciencia, de la ciencia que ha ejercitado ejemplarmente y hasta el cabo.

Pero ese dogmatismo venía matizado, incluso negado, por una enseñanza en la que se desempeñaba acaso el mejor Wila­mowitz, cuya virtud cifra su discípulo en la palabra realismo. En Wilamowitz, como en ningún otro helenista de su t iempo, es verdad que se encontraba esa virtud; de modo que, mirán­dolo por este lado, le ocurre a Reinhardt hacernos la siguiente comunicación Su esfuerzo para reconquistar el verdadero rostro del helenismo, su lucha ardiente contra el falso ideal clásico no serán quizá comprendidos por el lector de hoy. Wi­lamowitz quiere a los griegos «al desnudo». No menos violen­to es su combate contra la gazmoñería. Ya no nos acordamos de la mole de discursos edificantes que se encargaban de disi­mular en las Universidades y Gimnasios la ausencia de noble entusiasmo. Dejemos a un lado la gazmoñería; esto a salvo, bien vemos que las palabras transcritas apuntan no menos a Nietzsche y su humanismo a contrapelo que a la línea huma­nista que va de Winckelmann a Jaeger (sucesor de Wilamo­witz en la cátedra) y su Paideia. Por industria de su rarísimo ingenio y por ministerio de su increíble erudición filológica, Wilamowitz conjuraba la realidad histórica de la Antigüedad griega, la exorcizaba con color y calor y era capaz de llegar.

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en el arte de la reconstrucción, hasta el naturalismo en el sen­tido literario del término.

Nada más encomiable que la exigencia de una Grecia al desnudo y «sin afeite». Pero (también aqui hay pero) n a d a . más peligroso que creer factible simpatizar con el mundo griego como «realidad», posibilidad negada por Hegel cuando escribía en lo esencial no podemos simpatizar con ellos O, dicho en términos programáticos, cuando se quiere casar el Humanismo con la Filología. Lo que se niega, Reinhardt por sí lo niega, es que, por querer sustraer al puro historicismo de su aridez, se le quiera casar y armonizar con el humanis­mo. Ahora bien, esta posibilidad que Reinhardt niega en tér­minos generales ha tenido una excepción que él ha conocido, Wilamowitz.

En una conferencia dictada en Oxford en 1908 decía Wila­mowitz que, bien así como Ulises en el Hades hubo de dar de beber sangre a las sombras de los muertos para que pudieran hablarle, así el filólogo tendrá que dar al espíritu del pasado su propia sangre antes de que aquél le revele su secreto Nosotros encontramos, con alguna frecuencia, en el «revival» de los griegos por Wilamowitz cierta ingenuidad y limitación de horizonte y hasta incapacidad, en el sabio historicista, para apreciar la «distancia histórica», lo que llevaba a una, diría yo, familiaridad impertinente con los griegos, verbigracia, cuando habla del «periodista» Isócrates o del «comandante» Jenofonte (pero tal vez la trivialidad era, en cierto modo , con­dición necesaria de su genialidad tan abarcadora) . En este res­pecto no puede uno imaginar antípoda más contrapuesto a Wilamowitz que su discípulo Reinhardt. Pero , paradójica­mente, ha sido Wilamowitz como «maestro» quien ha permi­tido a Reinhardt salir del dilema ciencia-Humanismo, necesi­dad para la filología clásica alemana, que fue mérito de Nietz­sche haber señalado. El camino es curiosamente personal y ha

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consistido en creer, en efecto, posible armonizar y casar Filología con Humanismo, sin apostasia científica; pero ase­verar seguidamente que la superación de ese contradicho per­petuo la tuvo Wilamowitz y que no se sabe ahora quién lo re­petirá, si por ventura el «fenómeno Wilamowitz» fuera repe-tible. No hay que decir que esta salida al problema la conside­ramos poco satisfactoria y que estamos en nuestro derecho al preguntarnos por una vía accesible para algunos más .

Los peligros señalados por Nietzsche para la filología his-toricista de su tiempo siguieron amenazándola después de dar­se el caso Wilamowitz. Jaeger, por los años veinte, institu­cionalizó la reacción científica frente al historicismo y san­cionó el divorcio entre Filología e historia. Su programa hu­manista, tan desdichadamente bautizado como Tercer Huma­nismo (pero llamémoslo así para seguir la corriente), aliando Humanismo y «Altertumswissenschaft», en una nueva lectura de la historia de la cultura griega y helenocéntrica, desde la idea de la educación humana, a Reinhardt —como a otros— no le gustaba. ¿Nos puede satisfacer a nosotros la paradójica respuesta del propio Reinhardt? He aquí una cuestión temero­sa que tenemos sin embargo que plantearnos en seguida.

L o CLÁSICO Y LA F I L O L O G Í A

Ventilados esos puntos sobre las afluencias que concurren a la formación del espíritu de Reinhardt, puédese de todo lo sobredicho colegir que su figura se coloca en el fondo que le conviene, cuando la encaramos en el foco donde convergen y se cruzan interpenetradas estas tres luces de su espíritu, tres almas amigas, tres caudales precipitándose en su cauce. La re­lación de Reinhardt con esas tres corrientes de influencia (Nietzsche, George, Wilamowitz) da mucha luz sobre su obra, tan fuerte acaso porque las herencias opuestas se dice

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que fortalecen el organismo. De cada uno de los tres recibió la lección que se adecuaba más a su propio temperamento. De su maestro Wilamowitz, a quien debe (y muchos deben) la ad­quisición de un virtuosismo filológico máximo aplicado a un gran saber empírico, ha deducido, sobre todo , el ejemplo hu­mano, el haber sido para él la incorporación visible de la idea del filólogo clásico. De George, en donde halla una fraterna afinidad en la esfera del gusto y de algunas ideas que llaman a las puertas de su alma, a bien mirar Reinhardt lo que ha obte­nido es más bien una lección negativa, la de los peligros de un bizquear hacia el arte un temperamento tan solicitado del arte como lo era el suyo y, en consecuencia, una exigencia de contención y refreno. De Nietzsche, muy a sabiendas de sus li­mitaciones científicas, una insatisfacción de donde es de espe­rar que dimane una manera de Filología clásica del porvenir; y, en consecuencia, encontramos en Reinhardt una cierta rehabilitación de Nietzsche para la Filología clásica.

Pero también ha sido la conclusión de todo lo antes dicho que Reinhardt no se solidariza entero y sin reservas muchas con ninguno de esos focos de influencia. Así acaece que casi siempre se muestra crítico y, más de una vez, polémico frente a ellos. Un primer momento afectivo, de adhesión sentimental y de inteligente generosidad, lo frena luego la duda, la incerte­za, el desconcierto y, hablando con algún rigor, una última sospecha de insolvencia y de problematicidad. Esto vale tanto para la herencia de Nietzsche como para el magisterio de Wi­lamowitz como para el ambiguo, y en todo caso más lejano, modelo de George.

En realidad, su posición como filólogo clásico no debía de ser fácil de definir tampoco para él mismo. Habla poco Rein­hardt de la Filología clásica y de su método. Tal silencio deri­va acaso de un sentimiento de escepticismo hacia las generali­dades tocantes a cuestiones de método. También Wilamowitz

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ha creído en el puro valor heurístico del método filológico, y suyas son estas palabras señales: ¿Qué, este preciado método filológico? Es simplemente, si algo, nada más que un método para capturar peces. La ballena se pesca con arpón; el aren­que se coge con red; al lenguado se le atrapa; al salmón se le hiere con lanza; la trucha se coge con mosca. ¿Dónde se en­cuentra el método para capturar peces? Y, cazando, supongo yo que hay aquí algo así como método. Porque, señoras y ca­balleros, ¡hay una diferencia entre cazar leones y coger pul­gas!

En una ocasión, en coyuntura de reflexionar sobre La Filología clásica y lo clásico se ha explayado Reinhardt sobre el tema con alguna más explicitud y ha señalado cómo sentía él la crisis de la Filología clásica positivista y cuáles le parecían ser los caminos para, hasta donde es posible, supe­rarla. Coinciden aproximadamente con los ensayados, respec­tivamente, por Wilamowitz, por artistas como George (y Nietzsche) y por los profesionales y académicos de la Filología clásica que a sí propios, no a justo título, se bautizan como tercerhumanistas. Una Filología servidora y ministril de la Historia hizo virtud de la renuncia a los ideales clásicos de los humanismos tradicionales para mejor servir a la misión científica e historicísta de la institución universitaria: este pri­mer camino lo han seguido, con la conciencia tranquila, los más de los filólogos y solamente alguno (como Wilamowitz) no sin intimas contradicciones. Una segunda vía pareció con­sistir en la renuncia a la ciencia, en beneficio de un ideal clási­co, que se le revela al artista (George) por favor particular del cielo, más por idiosincrasia que por deliberación. Finalmente algunos (como Werner Jaeger) han propugnado una tercera vía, integradora de ciencia filológica y Humanismo, para sa­tisfacer, a un t iempo, los problemas profesionales y las in­quietudes espirituales del filólogo clásico de nuestros días.

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Frente a cada una de esas tres salidas Reinhardt no silencia sus críticas, de acuerdo con sus sentimientos veraces. El histo­ricismo diecinuevesco, la escuela histórica que tuvo su centro en Berlín —en donde Boeckh tuvo cátedra cincuenta años—, le parece «ingenuo». Los georgianos han falsificado su ideal clásico (el siglo V griego), a costa de modernizaciones ilícitas. Echa de menos Reinhardt en el historicismo algo de Humanis­mo y en el círculo georgiano algo, y aun mucho, de ciencia. Por otra parte, la «Geistesgeschichte» de nuestro siglo, y sus preocupaciones dominantes, le parece refinada y sentimental, entiéndase decadente.

La búsqueda de otras salidas es la consecuencia natural de una crisis del historicismo. Este había desplazado en Alema­nia al tradicional ideal humanístico de los studia humanitatis y de cierto anticuarismo clasicoide dieciochesco y rococó a partir de 1800 aproximadamente; pero no sin suscitar protes­tas, a lo largo de todo el siglo XIX, de parte de quienes entendían necesario dar a lo clásico una validez suprahistóri-ca. Hay a mano ejemplos ilustres de protesta. Los más cono­cidos son muchas sentencias del agudo Nietzsche (pero amar­gado y amargante, es preciso decirlo), que se ha referido al te­ma con una casi maníaca insistencia: tiene guerra sin cuartel y se eriza en invectivas y enojos apasionados contra la Filologia al uso de su t iempo. Como, en su obra, una sentencia sigue a otra (se diría, a veces, el fumador que enciende un cigarrillo en el precedente), hay algún «embarras du choix». Citaré la sentencia tan comentada (en carta a Deussen de 1868) sobre el positivismo filológico: La Filología es un aborto de la Filosofía y de un idiota o un cretino. Del opúsculo Nosotros los filólogos entresaco: Lo creo así: noventa y nueve de cada cien filólogos clásicos no deberían estar en la profesión (n.° 2); los filólogos clásicos alemanes son por completo impoten­tes (n.° 10); la historia de la Filología clásica es una historia

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miserable. La erudición más nauseabunda; la indiferencia pe­rezosa, pasiva; aquiescencia tímida. ¿Quién ha poseído nunca alguna libertad? (n.° 50); las emociones se transmiten por he­rencia. Verdad. Notad el impacto del griego sobre los filólo­gos clásicos (n.° 86); en perfecta antítesis con los griegos anti­guos, los filólogos clásicos son sacos de viento y diletantes; criaturas de aspecto repulsivo; tartamudos; suciamente pedan­tes; quisquillosos y mochuelos chirriantes; incapaces de sim­bolismo; esclavos apasionados del Estado; cristianos disfraza­dos; filisteos (n." 94).. .

Pero si Droysen no ha lamentado que el filólogo se con­vierta en un monografista de la Antigüedad clásica Guillermo Dilthey, en cambio, ha exigido en el filólogo una «vivencia»'y una «simpatía» frente al objeto de su estudio. Este gran filósofo sabía bien de qué iba la cosa, no fuera si­no por sus relaciones familiares con el gremio: Hermann Use-ner era su cuñado, casado con su hermana Lilly; otro herma­no , Karl, era arqueólogo clásico y Georg Misch era yerno su­yo. De Dilthey tiene Jaeger, como es sabido, influencias bien aprovechadas pero también otros, como Bruno Snell, que se promovió precisamente con Misch. A través de esas y otras críticas circulantes de tiempo atrás se fue abriendo camino la crisis del historicismo, ha perdido éste algunos de sus presti­gios y ha visto sus fundamentos sometidos a vivísima discu­sión.

Con ocasión y propósito de la citada conferencia, Rein­hardt nos da una excelente sinopsis histórica del pasado próxi­mo de la Filología clásica, destacando unos cuantos momen­tos significativos. Aquella crisis en la que, al estar en su tiem­po, él está, comprende Reinhardt muy finamente que no deja de relacionarse con un cansancio generalizado frente a las ta­reas gigantescas de investigación y de documentación históri­ca, que ni saben trascenderse a sí mismas, ni son capaces si-

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quiera de realizarse efectivamente. Por ejemplo, el Corpus Inscriptionum Graecarum, que habla sido fundado por Boeckh en 1815 (y es famosa su áspera polémica al respecto con Godofredo Hermann) con la idea de que estuviera listo en cuatro años, ochenta y cinco después, en 1900, había adquiri­do las dimensiones de una biblioteca, producto de una labor corporativa tan organizada, que no hay más que pedir. No hay más que pedir sino que se termine en lugar de ir avanzan­do a saltitos de gorrión. Y lo mismo cabe decir de otros gran­des proyectos colectivos, de tanto hábito y tan auge en la cen­turia decimonona y en la siguiente (el Léxico de la epopeya griega arcaica, preparado en Hamburgo , en veinticinco años ha conseguido llegar, con su fascículo nono, al final de la letra alfa). A este propósito, los párrafos dedicados por Rein­hardt a la «industria filológica» y a los grandes industriales fi­lólogos, sabios de iniciativa y temperamentos ejecutivos, nos interesan sobremanera. La relación que establece entre la so­ciedad industrial y la Filología fabricada a máquina en gran­des institutos públicos, donde la filología jornalera trabaja a las órdenes del patrón sabio (por vía de paréntesis: casi siempre un sabio del género esponja, capaz de absorber todos los cargos y sinecuras), es, a mi juicio, certera é importante. Todo eso está muy bien dicho y es así en la verdad.

Y vaya escrito como un intermedio. Si la crisis de la «in­dustria filológica» positivista ha sido una de tantas manifesta­ciones de la crisis de la burguesía europea en el pasado próxi­mo, sus consecuencias han sido particularmente notorias en países que habían «nacionalizado» su Filología clásica co­mo si en este territorio pudiera propugnarse un camino filoló­gico según un país o según una raza. Lógicamente el fun­cionamiento de la «máquina filológica», tras la crisis de los nacionalismos, ha tenido que pagar allí un precio propor-cionalmente más elevado. Cualquier parecido con la Filología

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clásica, prisionera de su parroquia, en la Alemania de una cierta hora es mera coincidencia.

En el papel al que me estoy refiriendo, Reinhardt acierta a darnos una síntesis brillante de lo que ha significado la Anti­güedad clásica en la curva panorámica del mundo moderno: el Segundo Humanismo alemán, el historicismo, el historicis­mo en crisis, la resurrección del Humanismo y la tentativa de conciliario con el historicismo... Es curioso que Reinhardt evita adrede la expresión «Humanismo clásico». Humanismo clásico es el nombre de una situación que dura aproximada­mente veintitrés siglos, pero que se ha entendido de maneras asaz diferentes: incontables se han inventado para dar razón de vocablo de tan minimo cuerpo y tan inagotable contenido. El término no sólo carece de precisión, sino que induce a con­fusión, expuesto a contraer muy diversas acepciones. En se­gundo lugar, y correspondiendo con lo anterior. Humanismo clásico es expresión asténica, desgastada a fuerza de ser abu­sada, uno de esos términos de valor irresponsable y vago que propenden a lo inane. Quizás no carece de ajuste con esto que señalo la renuencia de Reinhardt hacia el término, que pu­diera en parte interpretarse a la luz de su desvio hacia el Ter­cer Humanismo, pero que casi me doy a sospechar que impli­ca también una cierta prevención frente al abuso de él por su proximus collega un tiempo en Francfort y siempre amigo Wal­ter F. Otto y la ambigüedad, no exenta de fascinación, de su imagen de Grecia. El bondadoso Otto '^^ hombre gordo y erudito, sentia tan próximos y reales a los dioses de la pagania que, se decia, tenía visiones y audiciones de ellos. Otto y Reinhardt trabaron ambos la más grande amistad entre filólo­gos de nuestros días '^^ una amistad que ha durado de por vi­da (Otto ha muerto pocos meses después que Reinhardt, el 23 de septiembre de 1958, a los ochenta y cinco años de su edad). Un día Reinhardt ha bromeado, preguntando a su colega si.

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creyendo tan firmemente en los dioses griegos, les hacía tam­bién sacrificios... Para Ot to , como para otros muchos, «Hu­manismo» y «clásico» eran las palabras del abracadabra. Sea por su horror a la parafilología, sea por otra razón cual­quiera, Reinhardt deja vacar este término de «Humanismo clásico» y habitualmente emplea «lo clásico»; en él común­mente esta voz se usurpa por «Humanismo clásico» en el sen­tido generalmente acepto. Y parece pensar que es tiempo muy mal empleado el que se gasta en repetir algunos tópicos cansa­dos sobre el Humanismo clásico.

Se saca un poco la impresión de que, para Reinhardt, el Humanismo sirve directamente a la vida, para entendernos en nietzscheano; mientras que los estudios filológicos, o sea, la filología historicista, sirven de suyo para hacer historia y sólo indirectamente sirven a la vida. Pero también Nietzsche ha escrito que si la historia no sirve a la vida, mejor es no ha­cerla. Esperaríamos ahora que Reinhardt nos declarara su po­sición frente a ambas alternativas, como hombre frente a lo clásico o el Humanismo clásico y como hombre de letras fren­te a la filología historicista. Nos da un chasco bastante gran­de. La suya es una semideclaracíón, que se limita a especular y definir brevemente su idea de lo clásico y su postura ante ello; pero no dice palabra sobre la Filología. Tal recusatio re­sulta sorprendente.

Relativamente a lo clásico, Reinhardt parece pactar con lo usado, con la definición topiquízada. Clásico es medida, or­den reencontrado; es constitutivamente, a los efectos de la es­tética y de la ética, algo que se realiza a través de la limita­ción, la disciplina, la renuncia. El lector piensa acaso que, aun cuando toda esa suma de particularidades es de mucha importancia en lo clásico desde luego las más visibles y ta­les que sin ellas no se le concibe, con todo parece una caracte­rización demasiado por lo teórico. Para que palpemos el con-

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cepto más en concreto, Reinhardt lo particulariza con una contraposición entre el arcaico Esquilo y Sófocles el clásico en el beato sentido de la palabra. No nos detendremos en ella, entre las otras cosas, por ser asunto muy ventilado. Si importa señalar que lo clásico, definido de Reinhardt, es una constante humana realizable en todo tiempo, y así lo ha sido en ínin-terrupta tradición a través de un proceso de espontaneidad. Con esta palabra (das Spontane) quiere significar Reinhardt lo vital y repudiar, creo que sin duda, la presunción de los huma­nismos tradicionales, según la cual podemos apropiarnos de lo clásico mediante un proceso consciente de formación y de adhesión intelectual. No niega Reinhardt al filólogo la posibili­dad de «vivir» la Antigüedad, como la pueden vivir el filósofo o el poeta; pero el arranque de la vivencia no es la Filología (co­mo en el programa humanista de Jaeger), sino una afinidad es­pontánea, sin esfuerzo, de individuos propuestos a ello, de aristócratas del espíritu. En este punto también parece que Reinhardt se toca con George, para quien el manifestarse de lo clásico, su «epifanía», no depende de lo reflexivo y voluntario, sino de una inspiración que no se sabe muy bien en qué ha de consistir. Pero, mucho cuidado, no se trata de una forma de in-tuicionismo írracionalista, que pone su mira en la iluminación, en pleno delirio, del «fragmento».

No hay tal. Como intérprete Reinhardt se ha caracterizado por un respeto profundo a la organicidad del texto, que ha ejercitado ejemplarmente y hasta el cabo: no lo reduce forza­do por una tesis cualquiera, ni silencia partes que no con­vienen, ni empobrece a ningún nivel la realidad del objeto, co­mo hacen aquellos iluminadores que no lo toman en su íntegra realidad, sino que lo descuartizan y se quedan con los miembros que les conviene, y así la fragmentación conduce a interpretaciones demasiado previstas. Precisamente esta exi­gencia impone en la obra de Reinhardt una abundancia cho-

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cante, casi tropical, de paráfrasis (que son ya la mitad de la interpretación cuando aciertan felizmente con la trabazón de las partes en el conjunto) y de traducciones. Reinhardt nos ha dejado lindos ejemplos de su arte de traductor Son algo distinto y distante de las traducciones al uso. En calidad esté­tica, es par del mejor traductor y, en ciertas calidades, acaso el mejor. De las armonías holderlinianas en las traducciones del griego por el genial poeta hay quien dice que están escritas en un alemán bastante griego, compuestas cuando ya el poeta no estaba muy entero ni en todo su acuerdo, y hay quien las gusta fervorosamente. Reinhardt era más bien de estos lilti-mos; pero dice que esas traducciones son filológicamente inconmensurables Las suyas, empero, son filológicamente tan relevantes como los comentarios magistrales y pormenori­zados de otros grandes filólogos, pues en cierto modo sustitu­yen a los gruesos volúmenes que sería necesario escribir para beneficiar al texto de un comentario condigno. Además, son lingüísticamente fascinadoras, sin duda porque ahincan hon­do en la sustancia lingüística del texto griego. Nada, pues, de «iluminación del fragmento», sino más bien algo parecido al dramático encuentro de Nietzsche con los textos griegos.

Reitero un motivo de extrañeza, que es un punto de honradez hacernos. Luego que Reinhardt nos ha explicado su idea de lo clásico, hubiéramos esperado nosotros algunas con­sideraciones dándonos cuenta y razón de su credo filológico, de su pensamiento sobre la profesión de filólogo. El lugar era ideal, no sólo en el contexto lógico de la conferencia, sino en el de su biografía personal, estando él entre los cincuenta y se­senta años de su vida. No dice pío. Y lo que pensaba sobre el tema hemos de sacarlo de su propia vida y relaciones intelec­tuales, así como (por casualidad) de otros algunos raros luga­res de su obra, en donde por excepción quiebra su silencio y nos hace algunas confidencias. Por ese camino, a falta de

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Otro, hemos intentado nosotros más arriba dar alguna luz a un tema que tanto nos importa, no sólo dado el objeto de es­

tas páginas, sino porque no hay que olvidar que algunos han definido a Reinhardt como filólogo «malgré lui».

La obra de Reinhardt representa la crisis de todo un siste­

ma cultural filológico, del que Wilamowitz (en su persona y obra) había sido cabo y culminación, llevándolo a la extremi­

dad de sus capacidades y como dejándolo exhausto. Esta cri­

sis la ha vivido Reinhardt lúcidamente. Menos claro está, sin embargo, qué es lo que Reinhardt proponía en sustitución de ello.

No, desde luego, un «humanismo formativo», que parte del descubrimiento filológico de una línea de continuidad his­

tórica que desde los griegos llega a nosotros y cuyo concepto clave es la παιδεία, un concepto que los griegos han inculcado en su corteza cerebral como pliegue indeleble y que define, en toda su cultura, un propósito formativo y, por herencia de ella, en la nuestra «helenocéntrica». Al programa humanista de Jaeger le ha tenido Reinhardt poca voluntad. A la aprehen­

sión consciente, diríamos «científica», del ideal humanista opone Reinhardt, según que arriba alegamos, algo absoluta­

mente espontáneo, una revelación o epifanía que se produce por llamadas a distancia, no historizables, que desde el texto golpean a las puertas de nuestra recóndita alma personal, a las más abscóndítas raíces de nuestra alma. Ni historicismo ni «tercer humanismo». Pero ¿qué, entonces? Pues habiendo ne­

gado un camino, parece que nos hallamos en el paso honroso de encontrar otro. Reinhardt rehusa definirlo y prefiere a la definición el silencio, como tantas veces en su actividad de en­

señante. La salida de la crisis, que tan agudamente diagnosti­

ca, le parecía algo de naturaleza inefable, inconcretable. Y con todo y ser tan huidiza, habremos ahora, como me­

jor podamos, de definir su solución personal y la manera pe­

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culiar con que toma su oficio en cuanto «oficio». Esta solu­ción sigue su humor propio. Su amor al oficio es grandísimo, pero la fe que tiene en la importancia de la filología historicis­ta, segiin el uso recibido, es bastante menor que la de Wila­mowitz. Por otra parte, en definitiva, hace menos concesiones al Humanismo conciliable en una síntesis con la Filología; pe­ro no lo elimina totalmente.

Hermosa muestra, y la más explícita, de sus ideas sobre la Filología son ¡por fin! las tres páginas que hacen mesura y ponen antesala a la colección de estudios (1948) De obras y formas Sin eludir esta vez el problema incómodo, aunque sin investigarlo tampoco de frente y a fondo, la declaración inicial del libro proporciona la clave de lo que entiende Rein­hardt ser el álgebra superior del operar filológico, tarea muy problemática y hasta dolorosa, y rinde una teoría de su fun­damento histórico.

Nietzsche, en Nosotros los filólogos había escrito: Los filólogos que hablan de su ciencia no tocan, sin embargo, «las raíces» (es el autor el que entrecomilla), no presentan sin em­bargo la Filología como problema. ¿Mala conciencia? ¿O fal­ta de pensamiento? Ni una ni otra acusación (moral voca-cíonal exorable o pensador que piensa poco) podrían hacérse­le al Reinhardt de estas páginas.

La Filología, comienza diciendo, es «problematicidad» (Fraglichkeit). Es más aún y es que su problematicidad es «exclusiva», porque es «interna»; su problematicidad es cons­titutiva, problema absolutamente problema. La Filología ad­viene problema delante de sí misma, en la medida en que no sale de sí misma. Pero, por ventura, puede salir de sí misma, y con cierta confianza, con tal de que cobre conciencia de que se las ha con hechos (Erscheinungen) que la trascienden.

Dotes de modestia han recomendado tradicionalmente es­tos estudios en sus practicantes más alertados. Godofredo

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Hermann, maestro reflexivo de ella, se refería a la Filologia como un ars nesciendi (ya nuestro San Isidoro escribió inter virtutes grammatici habebitur aliqua nescire); pero, debajo de ese nombre, el ilustre filólogo kantiano (interpretó la Poética de Aristóteles a la luz de la estética de Kant) se refería a las la­gunas materiales de la tradición, que estorban el desempeño concienzudo de la misión crítica. Por contrapuesto modo , en el sentir de Reinhardt se t rata de algo radicante en el fondo mismo del empeño que tomamos a nuestro cargo, pues es «necesariamente inalcanzable», pretende lo imposible y la conciencia de su limitación obra sobre los resultados mismos de la búsqueda. Implica toda una textura moral , de sentido del límite y de modestia metodológica, que sabe dejar siempre algo «inexpreso», innombrable (un lector tan apasionado de Heráclito, Parménides y Platón como lo era Reinhardt, no necesitaba leer la fenomenología de Husserl para tener con­ciencia de esa modestia o aiScóq delante del ser). Sobre idea tan importante, en la que efectivamente estaba, vale la pena recoger, al pie de la letra, las propias palabras de Rein­hardt ¿ Quién querría penetrar en el corazón de un poema con los medios interpretativos de la Filología? ¡Lo que no im­pide que estos medios nos preserven de las «aventuras del co­razón»! Se trata aquí de otro arte que aquel que Godofredo Hermann inculcaba en su tiempo bajo el nombre de «ars nes­ciendi»; apuntaba allí a cosas que rehusaban dejarse conocer en razón de una sagacidad insuficiente o de circunstancias de transmisión. Pero aquí se trata de un inaccesible esencial, cu­ya toma de conciencia retroactúa sobre lo que hay que alcan­zar: no de un «ignoramus» de recurso último, sino de una «modestia metódica» que sabe con lucidez que deja siempre algo de no dicho y que no puede ni tiene derecho, cuales­quiera sean sus recursos de observación o de simpatía, a pe­netrar hasta lo que propiamente fue dicho. Se trata aquí de un

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límite sin el cual la Filología se sacrificaría ella misma y perdería su seguridad. La proposición según la cual «esse est dici» no vale en Filología. Esto significa también que la sen­tencia seductora de Nietzsche, que le da la vuelta a una frase de Séneca, «philosophia facta est, quae philologia fuit», re­suena como un canto de sirenas en sus orejas.

Pues tenemos ya dicho sobre tal actitud de espiritu, disposi­ción ética y cualidad de la inteligencia, que se traducen en todo un método, toda una epistemología, toda una lógica y toda una moral, resta que digamos sobre eso «inexpreso» de que se hablaba antes, lo inefable de ello, desfalleciendo las palabras, y nos preguntemos qué quiere decir Reinhardt cuando, en el mis­mo contexto, habla de un «salto a lo otro» (Sprung ins Andere). Al franquear los confines de la Filología a plena con­ciencia de la necesidad de hacerlo, ¿adonde se piensa llegar? Aunque Reinhardt no lo dice expresamente, podemos supo­nerlo. En sustancia, se trata de una fuga a las regiones de la in­tuición, estimulada por la simpatía o afinidad, por una adhe­sión al autor interpretado. No se trata, claro que no , de que

a ciencias de voluntad les hace el estudio agravio, pues Amor para ser sabio no va a la Universidad.

La Filología funciona como sustrato necesario, sobre el que se levanta por rapto de amor o inspiración dichosa, por espontánea perspicacia más que por esfuerzos técnicos, la apropiación (Aneignung) del objeto interpretado. Sin tal simpatía, levantada sobre las potencias racionales, el «méto­do» del arte que se llama hermenéutica es llave capona que no abre ninguna puerta.

Naturalmente eso último es incomunicable, verdadero huerto cerrado. Prácticamente con la sola salvedad de Jaeger,

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es sintomàtico que todos los grandes discípulos de Wilamo­witz han tenido una sensibilidad agudizada de la incomunica­bilidad de la Filologia más allá de la técnica y de las rutinas del oficio El oficio bien aprendido no asegura esa última cualidad de que hablábamos arriba y que es la decisiva. Se me dirá que algunos discípulos suyos que, extrañados dramática­mente de sus cátedras, hubieron de comer el pan amargo del destierro y se vieron obligados a salir por esos mundos , dieron máximo rendimiento pedagógico en aquellas tierras adonde emigraron, la mayor parte en tierra de americanos, una tierra de menos recuerdos y que mira más al porvenir. El muy agu­do Paul Maas fue desposeído en 1934 de su cátedra de Kö­nigsberg: desde el sentimiento de responsabilidad por la futu­ra ciencia alemana A. Körte, E. Schwartz, B. Schweitzer y W. Theiler enviaron al Ministro de Culto un enérgico escrito de protesta, suscrito luego por la mayoría de los catedráticos ale­manes de Filología clásica y disciplinas afines. Desoída su queja y tras cinco años de resistirse a abandonar su patria, Maas en 1939 emigró a Oxford, donde ha muerto en 1964, a los ochenta y cuatro años de su edad: durante esos veinticinco años pocos filólogos ingleses han dejado de beneficiarse de la inmensa ciencia critica del consejero para ediciones clásicas de la Clarendon Press. Allí mismo han enseñado R. Pfeiffer, judío y católico, y Ed. Fraenkel, un maestro nato , desde 1934 en Oxford y, pronto , profesor en Cambridge y, luego, en Ox­ford, justamente apadrinado por Housman. Hermann Fran­kel ha enseñado en California desde 1935 y allí ha muerto en 1977. A Paul Friedländer de nada le sirvió llevar en lugar vi­sible la Cruz de Hierro que ganó como voluntario en la Gran Guerra: después de estar algún tiempo encarcelado, hubo de escapar en 1939 a Norteamérica, donde ha muerto en 1968 Los maestros citados, y algún otro, han dado allí lo mejor de su ciencia; pero sintiéndose desgajados de su suelo cultural

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propio, y lo que digo es que a casi todos ha sido común la lú­cida conciencia de la incomunicabilidad de la Filologia, en un sentido más profundo que la mera comunicación de una técni­ca. Entre los que se quedaron en Alemania (o luego se re­patriaron, como Félix Jacoby, en Oxford desde 1939, pero regresado a Berlín en 1956 para morir allí tres años después, o como Rudolf Pfeiffer, que regresa a Munich en 1951, entona su dicebamus herí y sigue trabajando hasta su muerte en 1979, a los noventa años), el caso Reinhardt es ejemplar, porque es­te filólogo, admirado por muchos y seguido por nadie, renun­ció concienzudamente a transmitir en sociedad (en la corriente manera de los filólogos de ayer y de anteayer, mediante una cadena de discípulos, seguidores e influidos) el método que poseía. No por capricho o dejándose llevar de su humor pro­pio, pues bien sabía que el maestro en soledad, no obstante su profesión de solitario, se estima abandonado; sino que a ello le constreñía la manera propia de su actitud interpretatoria y su concepción egotista de la interpretación. Cuando el ejercicio de la interpretación se concibe como fruto de una experiencia personal sólo en sí misma coherente, independiente de las pro­pias previsiones, y cuando se está convencido de que, en el aprendizaje filológico, solamente algunas cosas (costumbres adquiridas) pasan al discípulo, pero que la voz y el ansia no se pasan a nadie, bien se comprende que la soledad del maes­tro es como un ademán defensivo frente al engaño fácil y la mixtifícación.

Estando así las cosas, cuando un espíritu se siente instinti­vamente atraído por la Filología, debe dársele por el maestro conciencia de sí mismo, encauzarlo por contagio si él por su propia cuenta no lo hace; pero no se le fuerce ni se le facilite la tarea.

También en este punto ¡qué diferencia con Wilamowitz! Wilamowitz interpretaba con conciencia de la responsabilidad

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de la interpretación; pero sin dudas íntimas, con una magistra-lidad dichosa y tranquila. Incluso sus más sonados fracasos tu­vo la dicha (?) de que no lo fueran para él mismo. Se me acuer­da su Platón Un libro sobre el gran filósofo que preserva cuidadosamente a la Filosofía de todo abuso y hasta de todo uso, conforme enteramente con el temperamento del autor y sus p reocupac iones fi losóficas, que no debía de tener muchas '^^ Junto a este defecto de origen, un exceso de biogra­fismo, un biografismo hipertrófico. Ejemplo ya tópico: su in­terpretación de Fedro como la natural resultancia de las viven­cias de un mediodía veraniego, cuando a Sócrates le absorta el canto de flauta de las cigarras, que ahueca el aire con la sonería de sus dos notas alternantes. . . Desde un cierto punto de vista, que no le quita otras virtudes, se trata de un intento terco por parte de un gran ñlólogo de escribir sobre asuntos extraños a la preparación que ejerce, en lugar de reducirse a su puesto y a su oficio; en rigor, el nacimiento de la obra era ya un suicidio y el resultado esperable un fracaso... que no turbó lo más mínimo al optimista impenitente que era Wilamowitz, tan sólidamente instalado en una inexpugnable satisfacción de sí propio, sin que la duda fermente, sin inquietud. Los demás comprendían que su naturaleza era infilosófica (tal un Lachmann; tal Ot to Jahn, que no recordada haber leído, en su vida, un solo libro de filosofía). Él mismo reconocía que frente a la Filosofía su re­lación era muy externa, demasiado ciceroniana, y que un Use-ner era más filósofo que él (por esto le resultó poco simpático como maestro). Pero , pese a todo , escribe un libro sobre Pla­tón y se siente muy satisfecho de su obra .

Reinhardt, en cambio, no ha estado seguro de los resulta­dos, no ha tenido garantizada esa satisfacción; su interpreta­ción ha sido un solipsismo sin la seguridad de la revelación, un constante matiz de perplejidad e incertidumbre. No se rebuja en ellas por simple capricho narcisista, sino por hondo conven­

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C O N C L U S I Ó N

Dice muy bien Schadewaldt cuando dice que Reinhardt ha sido el gran «solitario» (soy yo quien estrecomilla), herético, como era Nietzsche, que retorna a casa de su nodriza y madre la Filología Y la aventura desde la cual regresa al hogar es la nostalgia de Humanismo en un filólogo desacomodado con cierta manera de entender la Filología, añoradizo de otra Filología, pero que ha sido filólogo sin quiebra y nunca ha pretendido dejar de ser filólogo, porque ¿acaso no se puede permanecer firme en la Filología y estar insatisfecho de ella?

Cierto que le atrajo la «revelación» de Stefan George, tan pródiga de poesía, sino que, y a causa de sus muchas faltas de «gramática», no podía satisfacerle. Si a Nietzsche no se ha de negar la gloria de haber planteado como exigencia la necesi­dad de una reforma de la Filología, no llegó a intentar reali­zarla salvo en El nacimiento de la tragedia; y, aun así, esta obra es más una construcción de la imaginación que una in­vestigación filológica. En fin de cuentas se ha podido decir que, si Nietzsche debe mucho a la Antigüedad clásica, no de­be nada a la Filología; pero la inversa de esta última proposi­ción es también aproximadamente cierta. La Filología nutricia y madre la había visto incorporada, al no poder más, su devo­to Reinhardt en la persona de Wilamowitz. Cuando Wilamo­witz galvaniza al mundo clásico con aquellas habilidades y fa­cultades suyas para resucitarlo, a veces con un verismo insu-

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cimiento. Cuántas veces esa fuga a i a intuición ha producido cosas sutiles y delicadas, análisis finísimos, o labrado un ins­trumento eficaz de reanimación o inaugurado vías fecundas o producido una reforma, quien lea de dicha suerte la obra rein­hardtiana podrá constatarlo.

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perable, el gran filólogo se le aparecía a Reinhardt, ya se dijo más arriba, como la personificación de la madre nutricia y buena maestra que es la Filología; pero al fin tampoco se sentia satisfecho con sus ideales humanistas, algo ingenuos, poco seguros. Acababa por descontentarse.

Tales dudas se articulan perfectamente con el hombre que las sentía. Era la cualidad de su espíritu hamletiana, como di­jéramos, dubitativa por delicadeza intelectual. Era, por su gusto, defectuosamente amigo de definiciones apodícticas y proclive a las reservas mentales, tejidas de delicados matices y transiciones. Por cierto que de ahí le viene, después de muer­to, que más de uno, jugando con el equívoco, se haya recla­mado del difunto para apropiárselo a su bando.

Helmut Rahn '''̂ ha figurado a Reinhardt (en este caso, todavía vivo) como representante de la tendencia tan des­dichadamente bautizada como Morfología de la Literatura, la cual doctrina cuenta en el día con bastantes valedores (también, entre nosotros, algunos menores de treinta años cometen su pequeña Morfología de la Literatura con ardor de neófitos). Rahn se fija en los estudios estrabonianos (sobre los tres primeros libros de Estrabón, en los que éste expone las bases teóricas de su Geografía) de nuestro filólo­go, trabajo inédito como ya se dijo, pero preparatorio en lo metodológico de sus investigaciones posidonianas, y se fija, sobre todo, en el concepto reinhardtiano de «forma inter­na». Ahora bien, ni tiene en cuenta que la interpretación de Reinhardt nunca es clasificatoria, como lo es la de esos se­ñores, ni atiende a la circunstancia de haber sido el propio Reinhardt quien nos ha ilustrado sobre los antecedentes his­tóricos de su noción de «forma interior», la cual nada tiene que ver, ni en el concepto ni en el propósito, con lo que nuestros morfólogos entienden por tal. La declaración del propio Reinhardt no tiene nada de ociosa concesión a una

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curiosidad histórica y retrospectiva: es una clarificación inten­cionada.

Muy a lo del dia V. Foschi '"̂ afirma que Reinhardt ha si­do un estructuralista ante litteram, y claro es que nosotros no lo negamos, siempre y cuando, por la misma razón y con ma­yor razón, se considere estructuralista a Platón. Recuerdo que, en «los años de aprendizaje» de Wilhelm Meister, Goe­the hace decir a Serlo que son pocos los alemanes (habría que decir, quizás, los hombres) que tienen sensibiHdad para un «todo estético». Reinhardt ha sido uno de esos pocos; pero de eso a considerarlo «estructuralista», en la acepción de escuela ayer de moda, hay cierta distancia.

De su apropiación, enderezada hacia fines interesados, al círculo georgiano, como pretendía su cuñado Hildebrandt al convertirlo, o poco menos, en socio militante del mismo, ya dijimos que no hay tal, a pesar de que se empeñe Hil­debrandt, y Hildebrandt se empeña mucho, en sugerirlo.

Al concluir Reinhardt la carrera mortal de su vida, el ilustre Jaeger escribió en su oración exequial "^: Si bien con alguna mirada de través a lo que con impaciencia llamaba «Humanismo de programa», pertenecía a nuestra generación y tenía el mismo «ethos», como recuerda quien lo vio en los encuentros de Weimar y después en Naumburg (este último fue el congresillo de feUz recordación, en 1931, organizado por Jaeger

No me parece inoportuno transcribir aquí las letras con las que Wilamowitz agradecía a Schadewaldt, uno de los ponen­tes en Naumburg, el envío del texto de su comunicación sobre la idea de lo clásico '"*:

Querido señor colega: Siempre que leo «Die Antike» me da vueltas a la cabeza una rueda de molino; pero la rueda no muele harina, para mí no. Yo tengo una idea de lo que es Fí­sica clásica, y también música clásica. ¿Pero algo más? La

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Literatura inglesa es harto rica, ¿se da allí lo clásico? ¿Es Sha­kespeare clásico? En Sófocles ciertamente se sintió su «ano­malía», como refiere Plutarco (Mor. 45 b). Yo con la palabra «clásico», que para mí es una atrocidad, no he podido nunca iniciar un progreso, y así creo que tampoco otros lo hagan. Pero no lo tome Vd. a mal, como dice el berlinés, o se decía en mi tiempo, que ya ha pasado. Vuestro Ulrich von W. M. «depontanus» (i.e. senex qui sexagenarius de ponte deiceba-tur» (Pesto 66.5-6 Lindsay).

En esa disensión de Wilamowitz respecto de notas nada inesenciales de la orientación de la Filología griega impulsada por Jaeger, su discípulo y sucesor en la cátedra berlinesa (Jae­ger de Wilamowitz, algo así como Aristóteles de Platón) , Reinhardt ha sido fiel al maestro. Si va a decir verdad, fuerte ha sido la repulsa —no menos notoria, por tácita o diluida con unos u otros eufemismos— de Reinhardt respecto del programa tercerhumanista y sus proclamas (en la página Umi-nar del Sófocles se lee un zarpazo nada disimulado No verlo así es gana de engañarse. Reinhardt ha sido muy poco sensible a los planteamientos de una concepción ultrahistórica del hombre y lo humano por parte del filólogo. Ha tenido un horror instintivo, invencible, a los puntos de vista eternistas que destemporalizan un texto, aboliendo fronteras y relojes, y deshistorian el pasado: nada de pasado clásico como modelo del presente, ni de regeneración acrónica de la historia. El ta­lante intelectual de Jaeger, en cambio, le llevaba a descubrir la «totalidad» del proceso histórico, poseía el sentido de las continuidades y, como historiador (no como el filósofo que se les aparece a algunos), no sólo en Paideia (1933-1944), si­no en su obra entera, ha visto el desarrollo de la cultura griega, tal la entelequía de Aristóteles, como el de una «for­ma» acuñada por los griegos, cuyo instrumento de conserva­ción ha sido la idea de educación o formación y que, como la

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antorcha del atleta, se ha transmitido en una ininterrumpida tradición helenocéntrica. La construcción es admirable y documenta un intelecto de «arquitecto», o de otra manera dicho, confiere a la obra entera de Jaeger una unidad de ins­piración (de despliegue orgánico de un pensamiento que se co­noce a sí mismo desde un principio) que le asemeja a una obra de arte. La obra de Wilamowitz, talento menos especulativo, no tiene esa unidad, se ha ido constituyendo por acumula­ción, por la disponibilidad ante las más diversas solicitaciones de un sabio dispuesto siempre a aprender No la mirada al conjunto, sino el sentido de lo individual era, para Wilamo­witz, lo propio del filólogo, como lo fuera para Augusto Boeckh frente a la interpretación más filosófica de Hermann Usener Exactamente lo mismo le parece a Reinhardt, por donde, pese a las apariencias su afinidad con Wilamowitz es más profunda de lo que semeja (en cambio, Jaeger —no así Reinhardt— era, como Wilamowitz, un pedagogo y organiza­dor nato, fundador y motor de proyectos. Congresos, edi­ciones monumentales. Die Antike, Gnomon: sus discípulos le llamaban el motor inmóvil'").

A Reinhardt su conciencia filológica le vedaba la apro­piación violenta del pasado, en una síntesis fulgurante que pu­diera transformarlo en certeza válida para el futuro so pretexto de hacer obra de vida de la letra muerta. Aun si lo hubiera con­siderado posible, le habría parecido como una prevaricación ejercida sobre la palabra poética griega y sobre la pluralidad contradictoria de las formas vivas del pasado, cada una de las cuales insta para sí una profundización diferenciada. A tal extremo llegaba su desconfianza en dichas abstracciones des­atentas a las coordenadas históricas de un texto, con el achaque de extraer la vitalidad extrahistórica del mismo, que ni siquiera se permite comparar, sin compromiso de sentido muy estricto, lo griego antiguo con los más inocentes paralelos contempo-

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ráneos, fuera sólo a título sugestivo o exempli grafia. Y como la Filología, igual que la medicina, son casos, su campo se li­mita al caso concreto, y el que fuere filólogo verdadero, no ha de dejarse llevar hacia las teorizaciones generales y su inevi­table apoteosis de los elementos abstractos, que arrastra con­sigo una falsificación histórica, sacrificando textos y autores, con completa desenvoltura, a la ambición por trazar las líneas mayores y máximas de la civilización. Su escasa simpatía ha­cia el programa tercerhumanista es consecuencia de una acti­tud suya, ejemplarmente sostenida, conforme a la cual, total­mente remoto de generalizaciones, debe el filólogo atenerse a lo concreto individual, beim Einzelnen, beim Besonderen, pa­ra decirlo como Reinhardt, con sus propias palabras.

Esa incompatibilidad irreductible con las generalizaciones, que comportan inevitables retoques y desfiguramientos, amén del cariz académico, esto es, no «espontáneo», del programa humanista de Jaeger que disgustaba a Reinhardt (también en esto, un hombre «sin programas»), nos impiden considerar de recibo la insinuación de Jaeger arriba transcrita.

Ateniéndose siempre a lo individual, a lo especial, rasgo en el que mucho insiste Hölscher persona que lo trató y conversó bastante t iempo, Reinhardt ha opuesto a las «trans­gresiones» clasícistas el hic Rhodus de la letra del texto indivi­dual. La incapacidad de generalizar es en Reinhardt, por mo­do de ser y peculiar dote nativa, un valor positivo; pero le im­pone un alto precio a pagar. Como la nota tónica de su in­terpretación consiste en mantenerse dentro de lo individual y particular y como su fina sensibilidad para la comparación más le llevaba al reconocimiento de las diferencias que a la asunción de semejanzas, los resultados obtenidos, aunque sean de alto aliento, no responderán directamente a la ambi­ciosa pregunta sobre el valor global de la Antigüedad clásica. Su mirada, de filólogo pura sangre, es una mirada diferencia-

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dora, mientras que la de otros es niveladora, a costa, a veces, de llevarnos a una oscuridad, en la que todos los gatos son pardos; pero el filólogo tiende al «ejemplo» más que a la teoría general, aunque el buen filólogo, cuya enseñanza puede parecer anecdótica, si bien se mira, revela un esquema metó­

dico y se revela un arquitecto hábil. Por esa razón, aquella pregunta general Reinhardt no se la ha planteado más que una vez en su obra y sin darle respuesta explícita, según alega­

mos más arriba. Ha vivido un momento de crisis de la Filología, cuyas

menguas y miseria ha reconocido intensamente, como Nietz­

sche, como George. Consciente de la antinomia entre Filolo­

gía y Humanismo, no ha pretendido curarla con las medicinas del t iempo, acogiéndose a una interpretación histórico­

universal a lo Usener o a una renovada idea del Humanismo como «tradición» a lo Jaeger; aunque o quizás precisamente porque sentía lo histórico con particular agudeza, al sentirlo más diferenciadamente, y tenía siempre presente la tradición y sus cambios y recambios con el «espíritu». Implícitamente su respuesta a aquella pregunta está en su propia vida de filólogo sin concesiones, aun reflejando, como no podía menos, su na­

turaleza doble de sabio y de artista. El lado humanista parece valer como acto de amor que incoa la actividad del filólogo; pero el baricentro está en la Filología. Y, en este terreno, su obra es un ejemplo soberbio para quienes buscan una filolo­

gía de enfrentamiento directo con los textos (leer y más leer lo bueno), movidos hacia ellos a la vez por una querencia y sim­

patía personal y por un descontento con lo que esos textos han revelado a otros, y huyen, en cambio de entretenerse en los equilibrios de una filología combinatoria por entre el carrusel de las opiniones ajenas; o dicho de otra manera, los que buscan una filología de la αλήθεια, de la verdad personal­

mente revelada, y evitan una filología de la έπίνοια.

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Definitivamente incapaz de sustraerse a la influencia de Wilamowitz, fuertemente atraído desde su juventud por Nietzsche y por otras inquietudes ajenas a la «ordentliche Phi­lologie», se ha esforzado, sin lograrlo, por conseguir una síntesis entre historicismo. Filologia o como queramos lla­marlo, de una parte, y, de otra, Humanismo, historia como «corriente de vida» o como prefiramos designarlo. Su carrera intelectual se nos ofrece como la de un filólogo clásico preten-sor de un humanismo postulado y no dado , más bien pura as­piración que acaso no se consiga nunca, un deseo que siempre ha de ser deseo; un rebelde insumiso, que reconoce la inutili­dad de la lucha, pero que no ceja en su empeño. Este, aun siendo un perpetuo fracaso y un gesto fallido, estará perpe­tuamente justificado como humana ocupación. Al cabo del empeño, el fracaso es interesante, significativo, más aún, fe­lizmente productivo (acaso porque la fuerza verdadera reside en la lucidez sin ilusión).

El «caso Reinhardt» nos parece una de las experiencias criticas más hondas y coherentes de un filólogo clásico testigo de su época, la gran crisis de la civilización europea de entre-guerras, pausa entre dos beligerancias que inyectó en el apara­to nervioso de aquellas generaciones un peculiar modo de ser y de reaccionar culturalmente. En cuanto enmarcado en su circunstancia histórica, el «caso Reinhardt» puede parecer cerrado: a cada cual su suerte y la suya es el testimonio, desde luego, de clase privilegiada por su personalidad y autentici­dad, del destino de su generación y de la Filologia clásica en la que habla sido educado

Pero las actas del proceso todavía no están cerradas. Co­mo fue para él ayer, también los filólogos clásicos en nuestra propia circunstancia histórica (no menos dura, por algunas dramáticas causas) seguimos viviendo en el postwilamowitzis-mo, pero dentro de una realidad en movimiento que va más

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allá de Wilamowitz. También nosotros somos de una época en la cual la misión del filólogo clásico empieza acaso por el deber de justificar su presencia entre los hombres. Y a la de­manda critica sobre la posición del filólogo clásico en la so­ciedad, cuestión hoy importante, debe acompañar la concien­cia lúcida de los límites de nuestra disciplina, cuestión impor­tante en la Filología de hoy de ayer, como en la de luego y la de siempre. Es en este terreno en donde no conozco obra de conjunto más sugestiva que la de Reinhardt como documento y aviso para el filólogo clásico actual. Diré otra vez que sí la obra de Reinhardt gana, más de cada día, peso actual, se de­be, aparte de a otros méritos intrínsecos, a que en ella se ma­nifiesta el «ethos» ejemplar del filólogo correspondiente a nuestro t iempo. Me hago perfectamente cargo de que una co­sa es el planteamiento del problema y otra su posible solu­ción: si la respuesta de ese filólogo de hoy va a ser o no ente­ramente coincidente con la de Reinhardt, ello está todavía por ver, y las profecías son siempre peligrosas.

N O T A S

' Cf. H. ViEBROCK-M. GELZER-U. HOELSCHER: Gedenkreden auf Karl Reinhardt, Francfort, Klostermann, 1958 (leídas en la Universidad Johann Wolfgang Goethe de dicha ciudad el 3-VI-1958); H. G. GADAMER: Karl Reinhardt, en Die Neue Rundschau LXIX, 1958, 611-68; K. HILDEBRANDT: Karl Reinhardt zum Gedächtinis, ibid., 154-160; W. SCHADEWALDT: Karl Reinhardt und die klassische Philologie, en Hellas und Hesperien II, Zürich-Stuttgart, 1970 ^ 700-707.

^ Una obra de plural minerva, consagrada a la gloria de Reinhardt, la de A. MOMIGLIANO (Premesse per una discussione su Karl Reinhardt, pàgs. 1.309-1.317); M. ISNARDI PARENTE (Karl Reinhardt, storico della Filosofia antica, pàgs. 1.319-1.332); L. E. Rossi (Karl Reinhardt fra Umanesimo e Fi­lologia, pàgs. 1.333-1.353); V. DI BENEDETTO ( / / libro di Karl Reinhardt su Eschilo, pàgs. 1.356-1.372); G. PADUANO (¡n margine al «Sophokles» di Karl Reinhardt, pàgs. 1.373-1.407) y F. MONTANARI (Karl Reinhardt, studioso di Omero, pàgs. 1.409-1.441), en Ann. Se. Norm. Pisa V 1975.

' K. REINHARDT: Akademisches aus zwei Epochen. 1. Wie ich klas­sischer Philologe wurde, en Die Neue Rundschau LXVl 1955, 37 ss. y Ver­mächtnis der Antike. Gesammelte Essays zur Philosophie und Geschichts­schreibung, Gotinga, Vandenhoeck-Ruprecht, 1966^, 380-388. Son páginas redactadas en 1947 para una enciclopedia autobiográfica norteamericana que no llegó a aparecer.

K. REINHARDT: Akademisches aus zwei Epochen. II. Nach 1933, en Die Neue Rundschau, ibid. y Verm. Ant. 388-401. En general hay mucho ma­terial sobre este desabrido tema en V. LOSEMANN: Nationalsozialismus und Antike. Studien zur Entwicklung des Faches Alle Geschichte ¡933-1945, Hamburgo, 1977.

I I I

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17 Cf. n. 8. Cf. n. 3 . La primera edición es de 1 9 6 0 .

" K. R E I N H A R D T : Die ¡lias und ihr Dichter, Gotinga, Vandenhoeck­

Ruprecht, 1 9 6 1 . 20 W . SCHADEWALDT: O. C. II, 7 0 3 . 21

Cf. M. ISNARDI P A R E N T E : O. C. 1.319 η. 1.

22 Κ . R E I N H A R D T : Hekataios von Abdera und Demokrit, en Hermes XLVII 1912, 492­513 y Verm. Ant. 114­132.

2' K. R E I N H A R D T : S.V. Herakleitos, en Reatenc. Vil i 1, Stuttgart, 1912, 508­510.

2" K. R E I N H A R D T : Parmenides und die Geschichte der griechischen Phi­

lologie, Bonn, 1916'; Francfort, Klostermann, 19592. 2' H. G . G A D A M E R : O. C. 7.

2' Cf. R . M O N D O L F O en E. Z E L L E R ­ R . M O N D O L F O : La filosofia dei Gre­

ci I, 4, Florencia, 1961, 393 ss. 2' Critico tan autorizado como Heidegger dijo en 1927 de este libro:

Reinhardt ha comprendido y resuelto por primera vez el problema espinoso de la conexión de las dos partes del poema de Parménides, aunque sin indicar expresamente el fundamento ontològico y la necesidad de la conexión de δόξα

' K . REINHARDT: Thukydides und Machiavelli, ibid. 1 8 4 ­ 2 1 8 y Von Werken und Formen. Vorträge und Aufsätze, Godesberg, Küpper, 1 9 4 8 , 2 3 7 ­

2 8 4 .

' J. O R T E G A Y GASSET: Obras completas IX, Madrid, Revista de Occi­

dente, 1 9 6 2 , 5 5 4 . ' El clásico volumen jubilatorio es Varia variorum. Festgabe Karl

Reinhardt, Münster, Böhlau, 1 9 5 2 . * K. R E I N H A R D T : Die Sinneskrise bei Euripides, en Eranos­Jahrbuch

XXVI, Zürich, 1 9 5 8 , 2 7 9 ­ 3 1 3 y Tradition und Geist. Gesammelte Essays zur Dichtung, Gotinga, Vandenhoeck­Ruprecht, 1 9 6 0 , 2 2 7 ­ 2 5 6 ; tr. francesa en K. REINHARDT: Eschyle­Euripide, Paris, Minuit, 1 9 7 2 , 2 9 1 ­ 3 2 8 .

' Cf. K. HILDEBRANDT: O. C. 1 5 4 .

Cf. U . H O E L S C H E R : O. C. 2 0 ­ 2 1 ; H . G. G A D A M E R : O. C. 1 6 1 ­ 1 6 2 .

" Cf. U . H O E L S C H E R : O. C. 3 0 .

K. R E I N H A R D T : Vertn. Ant. 2 0 2 . K. R E I N H A R D T : ibid. 2 0 6 . K. R E I N H A R D T : Aischylos als Regisseur und Theologe, Berna,

Francke, 1 9 4 9 ; la tr. francesa se ha citado en n. 8 . El amigo que le animó a publicarlo era Ernesto Grassi.

K. R E I N H A R D T : Verm. Ant. 3 3 4 n. 1. Cf. n. 5 .

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y de αλήθεια (El ser y el tiempo, tr. esp. México, 1963, 243 n. 1). Hase de añadir que pertenece a su escritura sucesiva, y concretamente a su obra sobre Sófocles de 1933 (cf. n. 48), en el cuadro de su interpretación del Edipo rey y hablando ahí en puro heracliteo el asignar a dicha conexión, si no su funda­

mento ontològico, si al menos su necesidad poética y religiosa. Por ello el propio Heidegger escribe en 1935: Si la interpretación reciente de Sófocles, que debemos a Karl Reinhardt, llega sensiblemente más cerca que las tentati­

vas precedentes del ser­allí y del ser de los griegos, es que Reinhardt ve e in­

terroga el pro­venir trágico a partir de relaciones fundamentales entre el ser, la no­latencia y la apariencia. Aunque se vea entrar allí el juego del subjetivis­

mo y psicologismo de los tiempos modernos, la interpretación de «Edipo rey» como tragedia de la apariencia es grandiosa (Introducción a la Metafísica, tr. esp. Buenos Aires, 1969\ 145).

K. REINHARDT : Κοπίδοιν αρχηγός, en Hermes LXIIl 1928, 107­110 y Venn. Ant. 98­100.

Κ. REINHARDT: Heraklits Lehre vom Feuer, en Hermes LXXVll 1942, 1­27; Heraclilea, ibid. 225­248; Venn. Ant. 41­97.

K . REINHARDT , res. en CI. Philol. XLV 1950, 170­179 = Empe­

dokles, Orphiker und Physiker, en Venn. Ant. 101­113. ' ' L . EDELSTEIN­1. G . K I D D : Posidonius. I. The Fragments, Cambridge

Univ. Press, 1972. Cf. el articulo­programa, cuando se iniciaba su prepara­

ción, de L. EDELSTEIN: The Philosophical System of Posidonius, en Am. Journ. Philol. LVll 1936, 286­325.

J. BAKE: Posidonii Rhodii reliquiae doctrinae, Leiden, 1810(reimpr. on Paris por Biblio).

Se comprenderá, también, la satisfacción que nos ha producido la líl­

tima edición de Posidonio, obra pòstuma de W I L L Y T H E I L E R ( t l977): Posi­

donios. Die Fragmente I­II, Berlin­N. York, De Gruyter, 1982, de tan purga­

da critica y que se autopresenta, a diferencia de la edición inglesa, como ca­

racterizada por la admisión de textos que no llevan expresamente el nombre de Posidonio. Sigue, pues, la nueva investigación alemana de Posidonio y, sobre todo, la nueva dirección que comenzó con «Poseidonios» de K. Reinhardt... y fue continuada por él (prólogo, pág. XI).

K. R E I N H A R D T : Poseidonios, Munich, Beck, 1921, 261. Κ . R E I N H A R D T : Kosmos und Sympathie. Neue Untersuchungen über

Poseidonios, Munich, Beck, 1926. K. R E I N H A R D T : Poseidonios über Ursprung und Entartung. Heidel­

berg, Winter, 1928 y Verm. Ant. 402­460. Κ . R E I N H A R D T S. V. Poseidonios von Apameia, der Rhodier genannt,

en Realenc. XXII 1, 1954, 561­826.

J O S E S. L A S S O D E L A V E G A

Cic. De nat. deor. II, 115 ss.

K . R E I N H A R D T : o.e. en n. 37, 612: la autodefensa se extiende por las coll. 611-624.

M . P O H L E N Z , res. en Gott. Gel. Anz. 1922, 161-175 = Kleine Schrif­ten I, Hildesheira, 1965, 172-186 (empieza con una referencia a George; las palabras entrecomilladas están en las respectivas págs. 174 y 185).

F. K O C H : Goethe und Plotin, Leipzig, Weber, 1925, s. t. 128 ss. ' '2 P . CORSSEN: De Posidonio Rhodio Ciceronis in libro primo Tuscula-

norum et in Somnio Scipionis auctore, Bonn, 1878. "•̂ Cf. I. G. K I D D : Philosophy and Science in Posidonius, en Ant.

Abendl. XXIV 1978, 7-15. K. P R A E C H T E R : Die Philosophie des Altertums (en F. U E B E R W E G :

Grundriss der Geschichte der Philosophie I, Graz, 1953") 478. K. R E I N H A R D T : Piatons Mythen, Bonn, Cohen, 1927. En 1938 el

autor revisó el original con vistas a una segunda edición que no llegó a impri­mirse: éste es el texto recogido en Verm. Ant. 219-295.

U. H O E L S C H E R en pág. 32 de Karl Reinhardt, en Die Chance des Un­behagens, Gotinga, 1965, 31-52, versión ampliada de o. c. en n. 1.

Citado por K. R E I N H A R D T : o. c. en n. 37, 612. K. R E I N H A R D T : Sophokles, Francfort, Klostermann, 1933', 1941^,

1947\ 1976"; tr. fr. de E. Martineau, París, Minuit, I97I; tr. ingl. de H. y D. Harvey, con intr. de H. Lloyd-Jones, Oxford, Blackwell, 1979.

T . VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : Die dramatische Kunst des Sophokles, Berlín, 1917, reimpr. 1969. Cf. H. L L O Y D - Y O N E S : Tycho von Wilamowitz-Moellendorff on the Dramatic Technique of Sophocles, en CI. Quart. XXII 1972, 214-228 y Blood for the Ghosts. Classical Influences in the Nineteenth and Twentieth Centuries, Londres, 1982, 219-237. Una expli­cación del silencio de Wilamowitz sobre Sófocles, en pág. 51 de W . M . C A L ­DER III: Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff on Sophocles: A Letter to sir Herbert Warren, en Cal. St. CI. Ant. XII 1979, 51-63.

Otros pormenores en G. P A D U A N O : O. C. y en la intr. que yo mismo he puesto al vol. Sófocles. Tragedias, trad, de A. Alamillo, Madrid, Gredos, 1981, 1-85.

" U. VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : Ilias und Homer, Berlín, 1916', 1920^. Cf. F. BERTOLINI : L'Omero di Wilamowitz, en Par. Pass. X X X 1975, 382-400.

" K. R E I N H A R D T : Die Ilias und ihr Dichter, Gotinga, Vandenhoeck-Ruprecht, 1961; cf. el epilogo del editor en págs. 532-537.

" W. SCHADEWALDT: Iliasstudien, Leipzig, 1938', 1943^, 19661 P. VON DER M U E H L L : Kritisches Hypomnema zur Ilias, Basilea, 1952.

114

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K. RL iNHARDi : o. c. cii p . 52, 15-16. Así C H . W . FORNARA, res. de CI. Joiiin. LVll l 1962-1963, 276-278. Un iralamienlo más amplio, referido sobre todo a las ideas de Reinhardt

sobre el problema de las «fuentes» del poema, en F. MONTANARI: O. C. en n. 2. K. Hit DLIÍRANDr: O. c. 154. W . Se HADIWAL.DT: O. C. en n. 1, II, 700.

U. Hoi-iscur-R: o. c. en n. 46, 40. Cf. K. HiLDr:iiRANDT: o. c. 160.

Nos suiìierge en un baño de virluostdud filológica, escribe M. VAN DIN BRUWALNL en pág. 553 de res. de Ani. CI. XXIV 1955, 551-553.

·"·' Cf. L. H. Rossi: o. c. 1.334 y H. Li ()YD-JONt:s: o. c. en n. 48, pág. XVI.

K. RLINHARDT: Verm. Ant. 309. F. Nil I /SCML: Beiträge zur Quellenkunde des Laertes Diogenes, Ba­

silea, 1870. Cf. E, V()t;T: Nietzsche und der Weltkainpf Homers, en Am.

Abendl. .XI 1962, 103-113 y N. J . RICHARDSON; The Contest of Homer and Hesiod and Akidumus' Mouseion, en CI. Quart. XXXI 1981, 1-10.

F . NllTZst H l : Zur Theorie der quantitirenden Rhythmik, en Gesam­melte Werke II, «Musar ion-Ausgabc», Munich, 1920, 291 ss. Es un escrito de 1870-1871, pero no publicado hasta 1912. En general, cf. V, POESCHI : Nietz­sche und die klassische Philologie, en págs, 141-155 del vol. col. Philologie und Hermeneutik int 19. Jahrhundert, ed. por H, Flashar, K. Gründer y A. Horlsmann, Golinga, 1979.

K. Ri iNHARDi : Nietzsches Klage der Ariadne, en Die Antike XI 1935, 85-109 y Verm. Ani. 310-333.

K. Ri i N i i A R D i : Nietzsche und die Geschichte, en Venn. Am. 296-309. CiL por H. L L O Y D - J O N E S en pág. 1 de su contribución al vol. col.

Studies in Nietzsche und the Classical Tradition, cd. por J . C. O'Flaher ty , T. F. Seller y R. M. Helm, Chapel Hill N. C , 1976; reproducido en o. c. en n. 49, 165-181.

^' ¿Has leído al Wiluiiio-espantajo («Wilamo-Wisch») o al Wilamo-sin chiste («Wilain ohne Witz»)? ¡Qué mozuelo enfermizo judeopetulanle! Pero recibirá una zurra. ¡No hay que impedírselo! (carta a Krug del 22-V11-1878, en Nietzsche, lìerkc, cd. K. Schlechte, 111, Munich, 1 9 7 3 \ 1.070).

'•^ Zukunftsphilologie, escrito recogido, con los de Rohde y Wagner sobre el mismo lema y una introducción a la polémica, por K. G R U E N Ü E R : Der Streit unì Nietzsches «Geburt der Tragödie», Hildesheim, 1969. Cf. aho­ra M. S. SiiK-.l, P. S I I R N : Nietzsche on Tragedy, Cambridge, 1981.

115

J O S E S. L A S S O D E L A V E G A

116

" U. VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : Erinnerungen 1848-1914, Leipzig, 1 9 2 9 ^ , 1 2 9 - 1 3 0 .

Cf. U. H O E L S C H E R en pág. 5 5 8 de Karl Reinhardt, en Gnomon X X X 1 9 5 8 , 5 5 7 - 5 6 0 .

Cf. E. R I T Z Í . V. Entfremdung, en Historisches Wörterbuch der Phi­losophie, ed. por J . Ritter, 11 , Basilea-Stuttgart, 1 9 7 2 , 5 0 9 ss.

'"' Cf. J . S . LASSO DE LA V E G A : Stefan George y el mundo clásico, en Est. CI. I X 1 9 6 5 , 1 7 1 - 2 0 3 y Helenismo y Literatura contemporánea, Madrid, 1 9 6 7 , 1 1 7 - 1 5 6 .

^' Cf. K . H I L D E B R A N D T : Erinnerungen an Stefan George und seinen Kreis, Bonn, 1 9 6 5 .

Cf. K . HILDEBRANDT: O. C. en n. 1, 1 5 9 .

U. H O E L S C H E R : O. C. en n. 4 6 , 8 8 n. 6 .

' ° K . R E I N H A R D T : Die Krise des Helden, en Tr. Geist 4 2 0 - 4 2 7 . Cf. F. J . B R E C H T : Piaton und der George-Kreis, Leipzig, 1 9 2 9 ; E. E.

STARKE: Das Platobild des George-Kreises, dis. Colonia, 1 9 5 9 .

*2 Sobre Meyer, cf. K . C H R I S T : Von Gibbon zu Rostovtzeff, Darm­stadt, 1 9 7 2 , 2 8 6 - 3 3 3 . Schwartz ( 1 8 5 8 - 1 9 4 0 ) no llegó a ser Profesor ordinario en Berlin. Al jubilarse Wilamowitz en 1 9 2 1 , la Facultad, para darle esa satis­facción, le propuso como su sucesor en cabeza de la terna, pero frente a él, que tenía 6 3 años, fue nombrado Jaeger con 3 3 . Diversas facetas de su perso­nalidad científica estudian A . M O M I G L I A N O (Premesse per una discussione su Eduard Schwartz, págs. 9 9 9 - 1 . 0 1 2 ) , G . A R R I O H E T T I («Die Odyssee» di Eduard Schwartz, págs. 1 . 0 1 3 - 1 . 0 3 2 ) , E. G A B B A (Eduard Schwartz e la sto­riografia greca dell'età imperiale, págs. 1 . 0 3 3 - 1 . 0 5 0 ) y F. P A R E N T E (Eduard Schwartz, storico del Cristianesimo antico, págs. 1 . 0 5 1 - 1 . 0 8 8 ) en Ann. Sc. Norm. Pisa I X 1 9 7 9 . Sobre Norden ( 1 8 6 8 - 1 9 4 1 ) , cf. F. W. L E N Z : Erinnerun­gen an Eduard Norden, en Ant. Abendl. V I I 1 9 5 8 , 1 5 9 - 1 7 1 y Opuscula selec­ta, Amsterdam, 1 9 7 2 , 2 1 4 - 2 2 6 .

En efecto, su llamada a Berlín se debió a una iniciativa del Ministerio de Culto prusiano, como se cuida de recordárnoslo M. LANDFESTER en pág. 1 7 9 de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff und die hermeneutische Tradi­tion des 19. Jahrhunderts, o. colect. c. en n. 6 7 , 1 5 6 - 1 8 0 . La figura de docen­te de Wilamowitz impresionaba. Schadewaldt en 1 9 7 4 (en una de sus últimas apariciones públicas) comentaba que, en la cátedra, Wilamowitz era un tercio general, un tercio actor y otro tercio párroco.

W. M. C A L D E R I I I : The Credo of a New Generation: Paul Friedlän­der to Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, en Ant. Abendl. X X V I 1 9 8 0 , 9 0 - 1 0 2 .

K A R L R E I N H A R D T

117

Cf. W. BUEHLER en pág. 623 de Paul Friedländer, en Gnomon XLI 1969, 619-623.

^ Cf. B . SNELL: Philologie von heute und morgen. Die Arbeiten Her­mann Frankels, en Gesammelte Schriften, Gotinga, 1966, 211-212.

Cf. págs. XI-XVII (Zur Einführung) de H. FRAENKEL: Wege und Formen frühgriechischen Denkens, Munich, 1955.

Cf. W. T H E I L E R : Felix Jacoby, en Gnomon XXXII 1960, 387-391. ^' Cf. E. FRAENKEL: Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, en Kleine

Beiträge zur klassischen Philologie II, Roma, 1964, 555-562; Wilamowitz, en Quad. Storia III 1977, 101-118; y, sobre este gran maestro y último wilamo-witziano puro, las páginas sensibles, con motivo de su muerte (el 5-II-1970 se suicidó para acompañar, more romano, también en ella a su esposa), de H. L L O Y D - J O N E S : Eduard Fraenkel, en Gnomon XLIII 1971, 634-640 y o. c. en n. 49, 251-260. La semilla de una enseñanza que Wilamowitz ha puesto por escrito en su libro Aristóteles y Atenas germinó en Félix Jacoby. La de la Griechische Verskunst, en Pablo Maas. La poesía helenística, en Rudolf Pfeiffer. Los libros de tema esquileo, en Eduardo Fraenkel. Pindaro y los tres libros sobre Homero, en Wolfgang Schadewaldt, que ha titulado, en 1946, su agudo ensayo de análisis de la Odisea con el mismo titulo. El retorno de Ulises, del libro de Wilamowitz en 1927...

Cf. lo sustancial sobre las relaciones entre Usener y Wilamowitz en M. LANDFESTER: O. C. 162.

" Cf. E. R O H D E , res. de Antigonos von Karystos en Liter. Zentralbl. 1882, 56 ss. y Kl. Sehr. I, 356-361.

K. HILDEBRANDT: Helias und Wilamowitz, en Jahrb. Geist. Beweg. I 1910, 64-117.

Cf. F. Solmsen en pág. 120 de Wilamowitz in his last ten Years, en Gr. Rom. Byz. St. XX 1979, 89-112. Grandes aficionados a la música (y esto se refleja también en los respectivos pensamientos, estilos y lenguas) fueron O. Jahn, autor de una famosa biografía de Mozart; J. G. Droysen, condiscípulo de Félix Mendelssohn-Bartholdy en las clases de Boeckh; Ernst Curtius, etc. Cf. W. F. K U E M M E L : Musikgeschichte und Geschichte, Marbur­go, 1967, 230 SS.

K. R E I N H A R D T : Verm. Ant. 382.

Según testimonio de Hildegarda, la última superviviente de entre los hijos de Wilamowitz, en pág. 346 n. 78 de W. M. C A L D E R III: The Corres­pondence of Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff with Werner Jaeger, en Harv. St. CI. Philol. LXXXII 1978, 303-347.

J O S E S. L A S S O D E L A V E G A

103 K . RtiNHARDi: O. c. en n. 14, 80-110. K . RLiNHARDr: Sophokles Anlifíone, Got inga, 1 9 6 l \ 3-7.

105 K . R I I N H A R D T : Verni. Ani. 366.

Cf. M. F L R N A N D I / - G A I lANo: Ulrich von Wilamowilz-MoellendorjJ y la Filología clásica de su lieinpo, en Esl. CI. XI11 1969, 24-57, s. t. 50-54, Por supucslo, el caso fue bastante general: recordare a Eduardo Meyer, cole­ga cii Berlín de Wilaiiiowil/, que en 1914 no solamcnle renunció a dos Docto­rados honorarios norlcanicricanos y tres ingleses que poseía, sino que produ­jo varios apasionados escritos nacionalistas que pueden verse en el volumen misceláneo, de 1916, Wellgcschichle und Wellkrieg. Igual que otros contem­poráneos suyos —von Ireilschke, por alto ejemplo— identificaba Wilamo-wil/ el Estado de Bismarck con la Moral idad.

Los «discursos del t iempo de guerra» de Wilamowitz siguen dando que hablar, verbigracia en la recopilación de L. C A N I O R A : Cultura classica e crisi tedesca. Gli scrini polilici di Wiluiuowiiz I9I4-I93I, Bari, 1977, libro que lleva dos apéndices sin mayor relación con el tema titular y cuyo traduc­tor italiano ha puesio por su cuenta litulos Icndcnciosos abusando de las citas truncas c interpretaciones partidistas (cf. res. de W. Biic HWAI D en Gnomon Lll 1980, 780-782).

Cf. H. KINDI.RMANN: MOA Reinhardt und die Welt der Antike, en Dioniso XLV 1971-1974, 442-459. La Orcslea de Wilamowitz sc puso en Berlin («Thealer des Westens») el 6 de diciembre de 1900; pero se montaron posteriormente seis representaciones más .

K . R E I N H A R D T : Verm. Ant. 384.

La frase es de F . Gundolf; cf. K . Hit DEBRANDT: o. c. en n. 77, 55 n.

109

lio 11.

" ' K . R E I N H A R D T : Tr. Geist 236-237. " 2 U. VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : Griechische Tragödie I**,

Berlín, 1904, 111-112.

118

1·. Sol MSLN: O. C. ii. 93, 104-105. El maestro no compar t ía , pues, las reticencias, que en 1917 le comunicaba Jaeger (cf. el texto de la carta en pág. 316 de W. M. C A Í DLR 111: o. c. en n. 95).

''^ K . RLINHARDT: Venn. ANI. 361.

Ibid. 368. K . RHINHAKDT: Ulrich VON Wilainowitz-Moellendorff, en Die grossen

Deiiischen V, Berlin, 1957, 415-421 y Verm. ANI. 361-368. ' " " K . RLINHARDT: Verm. Ani. 365.

F . S O I . M S I N : O. C. 119-120.

K . RLINHARDT: Verni. Am. 382.

K A R L R E I N H A R D T

118 Ibid. 365. Cf. E. W O L F F : Hegel und die griechische Welt, en Ant. Abendl. I

1945, 163-181. '̂ ^ U. VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : Greelc Historical Writing and

Apollo. Two Lectures. Oxford, 1908, 25; los curiosos anacronismos al califi­car a Isócrates y Jenofonte se encuentran en Die griechische Literatur des Al­tertums, Berlín-Leipzig, 1907, 68 y 81.

™ Cf. W . SCHADEWALDT: Die «philologische Methode». Ein Apoph-thegma von Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff. en o. c. en n. 1, II 606-607. Me resulta curiosa la coincidencia con este otro texto de A. E. Hous-MAN: The Classical Papers III. Cambridge, 1972, 1.059: Un crítico textual no es como Newton investigando los movimientos de los planetas. Se parece más a un perro cazando sus pulgas. Si las caza conforme a principios matemáti­cos, basa sus búsquedas en estadísticas de área y población, nunca cazará una pulga, si no es por accidente. Las pulgas requieren ser tratadas como indivi­duos. El perro que quiere cazar pulgas con éxito, debe ser inteligente y sen­sible. No es bueno para un rinoceronte cazar pulgas: no conoce dónde están y. si lo supiera, no podría cogerlas.

'̂ ^ K. R E I N H A R D T : Die klassische Philologie und das Klassische, en Verm. Ant. 334-360 (se trata de un escrito de 1941).

El discípulo de Augusto Boeckh escribió en efecto: El privilegio de los estudios humanísticos se ha estremecido, el tiempo de ta Filología ha pa­sado; los filólogos no son más que monografistas de ta Antigüedad clásica (cf. K. C H R I S T : O. C. 65-66).

Cf. K. D E H L E R : Dilthey und die klassische Philologie, en o. colect. c. en n. 67, 181-198, s. t. 190-193.

Cf. L. E. ROSSI : O . C. 1.337 n. 7; B. SNELL en pàgs. 105-109 de Klas­sische Philologie im Deutschland der zwanziger Jahre, conferencia de 1932

La data es de en torno a marzo de 1891 y Hedda Gabler se estrenó en Ale­mania el 31 de enero de ese mismo año. W. M . CALDER III: The Riddle of Wilamo-witz's «Phaidrabild», en Or. Rom. Byz. St. XX 1979, 219-236, ve en el dicho retra­to una reminiscencia familiar de una señora pariente de Wilamowitz, «tía Emma»; pero no veo por qué ambas interpretaciones hayan de contradecirse.

J. S. L A S S O DE LA V E G A en pág. 102 de Hipótito y Fedra en Eurípides, en Est. CI. IX 1965, 361-410 y De Sófocles a Brecht. Barcelona, 1970, 85-136.

U. VON W I L A M O W I T Z - M O E L L E N D O R F F : O. C. en n. 112, IV 368.

" * K . R E I N H A R D T ; Verm. Ant. 348. "•^ Ibid. 347.

119

JOSE S. LASSO DE LA VEGA

120

incluida ahora en Der Weg zum Denken und zur Wahrheit, Gotinga, 1 9 7 8 , 1 0 5 - 1 2 1 .

Cf. V . PoESCHL en pág. 9 5 5 de Walter F. Otto e Karl Reinhardt, en Ann. Sc. Norm. Pisa V 1 9 7 5 , 9 5 5 - 9 8 3 ; cf. también U. H O E L S C H E R : O. C. en n . 4 6 , 3 6 .

Sus alumnos, compañeros de una hija suya, le llamaban «papi» se­g ú n U. H O E L S C H E R : O. C. en n . 1 , 2 2 .

W. T H E I L E R en pág. 8 9 de Walter F. Otto, en Gnomon X X X I I 1 9 6 0 , 8 7 - 9 0 .

' 2 ' Cf. J. S. LASSO DE LA V E G A : Sobre lo clásico, en págs. 1 1 - 8 2 de Ex­periencia de lo clásico, IVIadrid, 1 9 7 1 .

Así la citada en n. 1 0 4 ; pero, sobre todo, las esparcidas en innume­rables páginas de su obra entera. Por eso es una lástima que, en la traducción inglesa citada en n. 4 8 , las versiones de Reinhardt hayan sido sustituidas por las obradas por varias manos y colegidas en The Complete Greek Tragedies, ed. por D . Grene y R. Lattimore, Chicago, 1 9 5 4 * , 1 9 5 7 ^ .

K . R E I N H A R D T en pág. 3 9 7 de Hölderlin und Sophokles, en Tr. Geist 3 8 1 - 3 9 7 .

Recogido también ibid. 4 2 8 - 4 3 0 . K . R E I N H A R D T : O. C. en n . 6 8 . Cf., sobre este texto y otros del mismo

opúsculo, pensado originariamente como quinta de las Consideraciones in­tempestivas, W. A R R O W S M I T H : Nietzsche on Classics and Classicists, en Arion I 1 9 6 3 , 5 - 1 8 y I I 1 9 6 3 , 5 - 2 7 .

' 3 " K . R E I N H A R D T : Tr. Geist 4 2 8 - 4 2 9 .

Cf. A. M O M I G L I A N O : O. C. n. 2 , 1 . 3 1 2 - 1 . 3 1 3 .

Y no se olvide que la generosidad americana ha sido relativa: en 1 9 6 5 P a u l Friedländer recibía de la Universidad de California una pensión mensual de 5 8 dólares y subsistía gracias a una «Wiedergutmachung» de la Alemania Federal (cf. W. M. C A L D E R I I I : o. c. en n. 8 4 , 9 1 n. 1 0 ) .

Cf. J. S. LASSO DE LA VEGA: De Safo a Platón, Barcelona, 1 9 7 6 , 3 5 9 - 3 6 3 .

Muy instructiva al respecto, su correspondencia con el g r a n platonista Julius Stenzel; cf. W. M. C A L D E R I I I : The Letters of Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff to Julius Stenzel, en Ant. Abendl. X X V 1 9 7 9 , 8 3 - 9 6 . En p á g s . 4 8 - 4 9 de la autobiografía latina que W. M. C A L D E R I I I ha publicado: Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff. An Unpublished Latin Autobiography, en Ant. Abendl. X X V I I 1 9 8 1 , 3 4 - 5 1 , en la lista quibus nihil debeo se señalaphilo-sophis praeter Graecos omnibus, exceptis Spinoza, Shaftesbury.

Usener-Wilamowitz. Ein Briefwechsel. 1870-1905, Leipzig-Berlin, 1 9 3 4 , 4 5 .

KARL REINHARDT

K . R E I N H A R D T : O. C. en n. 48, 7.

Cf. W. SCHADEWALDT: Gedenkrede auf Werner Jaeger, Berlín, 1963,

Cf. J. S. LASSO DE LA V E G A : En la muerte de Werner Jaeger, en Est. CI. VII 1962-1963, 30-47, y Werner Jaeger y la Filologia clásica, en págs. 205-227 de o. c. en n. 129.

Así escribía en la recensión entusiasta que dedicó a la disertación doctoral de Schadewaldt en Deutsche Lit. Zeit. XL VII 1926, 821-854.

Por feliz ocurrencia de W. Schmid y con motivo del Congreso Inter­nacional de Estudios Clásicos de Bonn se reimprimió el notable opúsculo de Usener Philologie und Historie junto con otro escrito teorético del también maestro en Bona, y maestro de Reinhardt, Bücheler (Wesen und Rang der Philologie. Zum Gedenken an Hermann Usener und Franz Bücheler, Stutt­gart, 1969). Cf. ahora H. J. M E T T E : Nekrolog einer Epoche: Hermann Use­ner und seine Schule, en Lustrum XXII 1979-1980, 5-106.

121

W. SCHADEWALDT: O. C. en n. 1, 705. Con la caracterización que Schadewaldt hizo de Reinhardt en esta notable necrologia coincido en bastan­tes cosas y por eso me place remitir a ella al curioso lector; me tiene sin cuida­do que algún colega muy prevenido venga en la sospecha de que el elogio está exento de última sinceridad y de que las relaciones entre ambos helenistas egregios, siendo cordiales en apariencia, habrían sido en el fondo hostiles.

E. H O W A L D : Nietzsche und die Iclassische Philologie, Gotha, 1920, 1. '"•̂ H. R A H N : Karl Reinhardt und die Kultur-Morphologie, en Paideuma

VI 1954, 464-472. '"^ V. P O E S C H L : O. C. n. 126, 977.

W. JAEGER: Gedenkworte für Karl Reinhardt, en Orden Pour le Mé­rite für Wissenschaften und Künste. Reden und Gedenkworte III, Heidelberg, 1958-1959, 22-30.

Cf. Das Problem des Klassischen und die Antike, ed. por W. Jaeger, Leipzig, 1931, reimpr. Darmstadt, 1961, que colige las comunicaciones pre­sentadas a dicha reunión.

W. M . C A L D E R III en pág. 455 de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff to Wolfgang Schadewaldt on the Classic, en Gr. Rom. Byz. St. XVI 1975, 451-457. Wilamowitz no había sido invitado a Naumburg y puede que en sus palabras se acuse la heridilla; pero el texto es testimonio de su sin­cera renuncia hacia las consideraciones de orden muy general y acaso sobrado especulativo, como lo eran, a su paladar, las discusiones sobre lo clásico; co­mo si dijera, he ahí una linterna de explorar profundidades y de salir con las manos vacías.

147

148

7-8.

JOSE S. LASSO DE LA VEGA

122

" 2 No puede uno imaginar seguramente antípoda mayor de Wilamowitz que su discípulo Karl Reinhardt ( R . K A N N I C H T en pág. 3 8 1 de la o. colect. c. en n. 6 7 ) . Sobre Wilamowitz pedagogo, cf. L . C A N F O R A : Wilamowitz und die Schulreform: Das «Griechisches Lesebuch», en Der altspr. Unterr. X X V 1 9 8 2 , 5 - 1 9 .

Cf. W. SCHADEWALDT: O. C. en n. 1 4 8 , 1 7 .

U. H O E L S C H E R : O. C. en n. 3 , 4 0 .

Cf. G. P A D U A N O : O. C. en n. 1 , 1 . 3 8 7 .