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LA UNIVERSIDAD, EN LAS FRONTERAS DEL SABER Prof. Laurent Mayali (UC Berkeley, School of Law) El título de este curso, Universidad y Territorio, es, ciertamente, muy significativo. Captura con precisión la naturaleza esencial de la universidad como un lugar de conocimiento en un sentido triple: el del tiempo, el del espacio y, lo que también es muy importante, el de comunidad. Estos son los rasgos diversos pero complementarios que dan riqueza a la universidad, haciendo de ella un recurso fundamental en la representación y en la vida de una nación. No solo por sus valores sociales, su importancia económica y su papel político, sino también por su fuerte identidad cultural. El concepto de territorio que ustedes han elegido como una de las palabras claves de esta reunión puede entenderse en relación al tiempo y en relación al espacio. La universidad misma es ya en sí un territorio y todo territorio incluye fronteras. Estas fronteras le pueden ser impuestas desde el exterior o, simplemente, ser inherentes a su constitución. Estas fronteras tienen un doble carácter, aparentemente contradictorio: Ellas marcan un límite y evocan una barrera insuperable; pero también constituyen un lugar de encuentro y de paso entre dos territorios contiguos y sus habitantes. Ambas funciones ilustran la posición de la universidad en la sociedad y en el sistema educativo en la medida en que su desarrollo viene a topar con las fronteras del saber, teniendo pese a ello la capacidad de proyectarse más allá de estas fronteras para poder crear esa identidad proteiforme que le caracteriza. Su desarrollo no es, por tanto, lineal. 1

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Ponencia Mayali

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LA UNIVERSIDAD, EN LAS FRONTERAS DEL SABER

Prof. Laurent Mayali(UC Berkeley, School of Law)

El título de este curso, Universidad y Territorio, es, ciertamente, muy significativo. Captura con precisión la naturaleza esencial de la universidad como un lugar de conocimiento en un sentido triple: el del tiempo, el del espacio y, lo que también es muy importante, el de comunidad. Estos son los rasgos diversos pero complementarios que dan riqueza a la universidad, haciendo de ella un recurso fundamental en la representación y en la vida de una nación. No solo por sus valores sociales, su importancia económica y su papel político, sino también por su fuerte identidad cultural.

El concepto de territorio que ustedes han elegido como una de las palabras claves de esta reunión puede entenderse en relación al tiempo y en relación al espacio. La universidad misma es ya en sí un territorio y todo territorio incluye fronteras. Estas fronteras le pueden ser impuestas desde el exterior o, simplemente, ser inherentes a su constitución.

Estas fronteras tienen un doble carácter, aparentemente contradictorio:

Ellas marcan un límite y evocan una barrera insuperable; pero también constituyen un lugar de encuentro y de paso entre dos territorios contiguos y sus habitantes. Ambas funciones ilustran la posición de la universidad en la sociedad y en el sistema educativo en la medida en que su desarrollo viene a topar con las fronteras del saber, teniendo pese a ello la capacidad de proyectarse más allá de estas fronteras para poder crear esa identidad proteiforme que le caracteriza. Su desarrollo no es, por tanto, lineal.

La universidad avanza a saltos irregulares, determinados por factores muy diversos: políticos, económicos, científicos, culturales. Ahora bien, es justo esta elasticidad funcional la que garantiza su existencia y le permite conservar un "territorio" estable con fronteras cambiantes. En cierto modo, el lugar donde la universidad se asienta es en sí mismo una frontera entre las diferentes formas del saber. Desde un punto de vista semiológico, y en la medida en que brinda a la sociedad la oportunidad de dar un significado al saber, asume entonces la función de un mito.

El paso del modelo antiguo de escuela (que pervive todavía en las escuelas catedralicias de la Edad Media) al modelo medieval de universidad es sin duda una de las novedades más importantes del sistema educativo en Europa occidental. Este cambio de paradigma va de la mano de una revolución del saber que, a pesar de la lectura y exégesis de las obras de la antigüedad, está ya elaborando un sistema de pensamiento propio, que redefine los modelos de evaluación e interpretación del saber. Desde sus inicios la universidad asume una nueva función generando una doble expectativa: definir y difundir un nuevo saber y crear estructuras sostenibles que acoten un espacio privilegiado -pero no aislado- para esa comunidad. Desde el principio la universidad se construye por oposición al modelo monástico. Está firmemente establecida en la sociedad, ocupa la ciudad y los miembros de

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la comunidad universitaria se mezclan con sus habitantes, con la gente. A pesar de la importancia de la religión, la universidad no sigue por tanto el modelo monástico: habita un espacio urbano, vive en el corazón de la ciudad y contribuye a formar una nueva élite, indispensable para el desarrollo económico y político que va a transformar las ciudades medievales.

Tiempo, espacio y personas. Considero que ésta es la trilogía que define el territorio universitario.

I El tiempo.

Es preciso tener en cuenta que la universidad transciende los límites temporales. Ella se inscribe en el tiempo por partida triple: por la herencia intelectual recibida del pasado; por su papel institucional anclado en el presente; y, en fin, por su misión educadora orientada hacia el porvenir. Esta unidad temporal constituye una de sus fuerzas pero puede también, como enseguida veremos, ser fuente de debilidad si se produce un décalage en la coordinación de estos tres espacios-tiempos.

A - El primer territorio temporal de la universidad es en primer lugar la historia.-

La universidad tiene un innegable carácter histórico. Tanto por sus orígenes medievales como por su destino institucional ella se inscribe en la historia del desarrollo de las sociedades humanas.

La universidad forma parte esencial de la historia europea y su desarrollo histórico participa del nacimiento y fortalecimiento del poder de los reinos y principados seculares mucho antes de que asuman las potestades y funciones de los Estados soberanos. Bolonia, París, Salamanca, Oxford, Coimbra, Praga, Cracovia, Heidelberg, Uppsala y bastantes otras más todavía: en el lapso de cuatrocientos años, desde fines del siglo once hasta finales del siglo quince, la aparición de estas universidades marca el ritmo del desarrollo de una Europa del saber que sigue de cerca la puesta en marcha de las nuevas soberanías nacionales. De Portugal a Suecia, de España a Alemania, de Francia a Polonia, de Italia a la República checa, estas universidades que en principio no son más que ciudades jalonan ahora países que en muchos casos son todavía proyectos y no realidades.

Antes que el Estado, al cual precede, y con la única excepción de la Iglesia, la cual a su vez se esfuerza por conservar un control institucional aleatorio, la universidad es la única institución que ha atravesado los siglos sin interrupción alguna desde la Edad Media. La universidad sobrevive a las grandes epidemias que diezman las poblaciones europeas. Se pronuncia y toma partido en las controversias religiosas que sacuden Europa, sabiendo eso sí adaptarse a los imperativos surgidos al calor de las disputas religiosas. Contribuye, en fin, a la expansión territorial e institucional de los futuros Estados, suministrando recursos humanos y técnicas de administración y de gobierno. Es por todo esto que la universidad juega un rol fundamental en el nacimiento del Estado moderno y la construcción de una sociedad política basada en una relación estrecha entre el saber y el poder.

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Así pues, desde el final de la Edad Media la Universidad se afirma como centro de radiación intelectual, pero también como estructura de poder. Ella contribuye desde entonces a la formación de las identidades culturales nacionales que distinguen tanto a profesores como a estudiantes, y todo ello mucho antes de que los futuros gobiernos tuvieran la ocasión de imprimir en este asunto su sello. Muy distantes por lo general de sus lugares de origen, lejos de sus comunidades y de sus familias, estudiantes y futuros profesores se constituyen en naciones que subrayan sus afinidades culturales.

La idea de nación, vinculada normalmente en nuestros días a la presencia del Estado, aparece inicialmente en el contexto universitario que se pone progresivamente en pie a lo largo de los siglos doce y trece. Este concepto permite definir de una manera bastante amplia el origen geográfico y las afinidades culturales de estudiantes que proceden de diversas partes de Europa. Las naciones universitarias están pues en el origen de las comunidades sin territorio propiamente dicho; comunidades cuya existencia en buena medida solo se entiende por referencia a la universidad, la cual entonces se encuentra en condiciones de construir su propio territorio independientemente de la ciudad que la acoge. Las naciones de estudiantes reemplazan así a las formas tradicionales de solidaridad social basadas en la familia y en los lazos de sangre, y prefiguran, a distancia de siglos, la construcción estatal de las identidades nacionales.

La universidad es por ello parte integrante de nuestra historia europea. Desde el comienzo le dota de caracteres esenciales, al garantizar la unidad de una tradición intelectual tan respetuosa con las autoridades del pasado como deseosa de formular sus propias interpretaciones.

B - Esta perennidad institucional implica a su vez una relación estrecha con el pasado, caracterizada sobre todo por el respeto de sólidas tradiciones que aseguran la cohesión de la comunidad universitaria y refuerzan su identidad temporal. Desde esta perspectiva, la universidad se inscribe en la longue durée, haciendo de la continuidad y la estabilidad de sus prácticas institucionales una referencia fundamental. Así, por ejemplo, no hace falta que les recuerde hasta qué punto el nombre “Bolonia” resuena todavía en el imaginario educativo europeo evocando una tradición docente plurisecular.

Pero esta adhesión a la continuidad y este respeto de las tradiciones se justifica, paradójicamente, gracias a una dinámica de la innovación. La universidad echa raíces en el pasado, pero orienta su energía hacia el porvenir. Y es justo en la confluencia de estas dos dimensiones temporales, el pasado y el futuro, donde la universidad halla su legitimidad, no sólo respecto de sus funciones de docencia -una docencia alimentada por aportaciones sucesivas de su herencia intelectual, reconstruida y recompuesta a lo largo de los siglos gracias a una especie de arqueología del saber que somete a catalogación y evaluación los diferentes estratos didácticos- sino también respecto de su actividad investigadora, enfocada hacia la exploración de nuevas vías, la formulación de nuevas hipótesis o la confirmación de las ya existentes.

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Llegados a este punto, el tiempo se identifica con la modernidad. La vocación de la universidad, su partida de nacimiento, ese estar entre la lectura de los antiguos autores y su actualización, encuentra ahora su justificación en la síntesis de tradición e innovación. Es verdad que esta suerte de va y viene entre el pasado y el futuro no es atributo exclusivo de la universidad, pero resulta innegable que juega un papel fundamental en la invención del territorio universitario.

Las tradiciones son un importante elemento de la estabilidad y de la fuerza del sistema universitario hasta el momento en que se convierten en un obstáculo al desarrollo y en un freno a la innovación. En un plano ideal la tradición universitaria encuentra su razón de ser en esta aptitud, más o menos practicada de una universidad a otra, para proyectarse en el futuro, aportando respuestas a las cuestiones del presente sin ignorar las lecciones del pasado. Algunos verán en esto una contradicción; otros preferirán ver un desafío. Sea como fuere, la tensión entre estos dos polos de referencia temporal ayuda a delimitar las fronteras de un saber que oscila entre la reproducción del pasado y la imaginación del futuro.

Tanto la formación de los estudiantes como la investigación científica solo se justifican por sus consecuencias futuras. Esta conexión ciertamente crea dificultades e incluso contradicciones estructurales, las cuales muchas veces pueden llegar a debilitar la capacidad de la universidad para renovarse y participar de la evolución de la sociedad. Si esto llega a pasar se producirá entonces un décalage entre el tiempo de la universidad y el tiempo de la sociedad. Las innovaciones esenciales de los métodos y de los contenidos de las enseñanzas pueden chocar así frontalmente con las tradiciones que reinan en el ámbito de la selección y formación de los profesores, las cuales en más de una disciplina obedecen a un ritual casi inmutable que privilegia la conservación del área de conocimiento existente en detrimento de otras opciones más conectadas con la investigación científica o el desarrollo de nuevas tecnologías. Ejemplos de esta rigidez inherente a las estructuras universitarias no faltan a lo largo de la historia, una historia atrapada por la necesidad de conciliar « the advancement of knowledge, professional education and general education. »

C - Finalmente, la universidad, hija de la historia y apegada a su pasado, es también dueña de su tiempo.

La universidad adopta su propio calendario y divide el año en periodos, trimestres o semestres que solo para ella tienen un sentido. El año académico sustituye al año natural. Por un lado, esta fragmentación temporal impone su ritmo más allá de los límites del territorio estrictamente universitario, muy particularmente en la gestión del sector del empleo y en otros sectores de las economías nacionales y regionales como la vivienda o los transportes.

Por otro, esta fragmentación temporal refleja también los valores vigentes tanto en los diferentes curricula didácticos como en los procedimientos de adquisición de conocimientos. En ciertas universidades, la adopción de un sistema de distribución de las enseñanzas por tramos temporales sucesivos revela una concepción de adquisición progresiva de conocimientos, basada en el paso sancionado de un primer curso al siguiente. En otros casos, un proceso más acumulativo favorece la mezcla, el panachage de diferentes

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cursos. Este método proviene de una concepción temporal diferente, que agrupa teléscopicamente los años sucesivos en un solo espacio-tiempo ficticio, que ahora simplemente se mide según el número de créditos obtenidos durante un periodo más o menos determinado. Esta segunda aproximación permite a su vez en la mayor parte de las ocasiones paralizar el curso del tiempo, y luego reanudarlo, independientemente de las fronteras temporales del saber.

II. El Espacio.

Mucho antes de que los campus americanos popularizasen, modernizándola, la concepción medieval de la jurisdicción universitaria, la universidad ya había sido definida como un lugar con fronteras.

Ahora bien, no debemos olvidar que la universidad es también un lugar sin fronteras o al menos con fronteras permeables, porosas.

A – La universidad es en su origen un lugar con fronteras.

El espacio físico que ocupa la universidad delimita un lugar consagrado a la realización de funciones perfectamente definidas. Con el paso de los siglos, algunos de estos lugares incluso se han transformado en lugares de la memoria, lugares que asumen una función simbólica en el orden de la representación del saber. En estos casos se asocia a la universidad con el lugar que la abriga, pasando a mantener con él una relación orgánica. Esta función simbólica del territorio universitario no debe ser subestimada, sobre todo allí donde por regla general permite la creación de un punto de referencia no solo institucional sino también político (para dar fe de esto, baste observar el valor estratégico que en algunos países cobran como espacios de aglutinamiento y despegue de movimientos sociales). El territorio asume entonces una función política que confiere a sus ocupantes un status particular.

El más famoso rector de la Universidad de California, Clark Kerr, ha descrito a la universidad como la « ciudad del intelecto ». Esta comparación, efectuada en los años sesenta, estaba ciertamente influenciada por la cultura política de su tiempo, una cultura que veía en el desarrollo urbano una de las consecuencias del desarrollo económico y también una de las fuentes principales del progreso social. Cincuenta años más tarde esta comparación ha perdido en parte su sentido, pero en cierto modo sigue siendo una metáfora útil a la hora de captar algunos de los rasgos esenciales de la universidad en su relación con el espacio. Tomada en su acepción más directa, la concepción de una ciudad del intelecto evoca una organización sistemática del espacio, con numerosas avenidas que facilitan la circulación y el intercambio de conocimientos. Ahora bien, este modelo encierra también dentro de sí sus puntos débiles, flaquezas que asimismo recuerdan a la ciudad medieval, con sus callejuelas tortuosas, sus impasses, sus ghettos, sus barrios estancos y sus fortificaciones.

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Es difícil ciertamente imaginar esta ciudad del intelecto como una yuxtaposición de poblaciones más o menos importantes. La historia de la universidad es más bien la historia del paso de la ciudad medieval a la ciudad moderna. Tránsito de una fortaleza del saber a un lugar abierto con grandes avenidas que recomponen el paisaje intelectual surgido de disciplinas tradicionales hasta reconstituir lugares de intercambio y de colaboración entre estudiantes, profesores e investigadores inicialmente formados en sectores científicamente separados. Este movimiento modifica a su vez la relación del centro con la periferia, elevando puentes y trazando rondas que permiten multiplicar los accesos a esta “ciudad del intelecto”, a la vez que organizan las vías de salida. La ordenación del espacio universitario permite entonces modificar físicamente la relación entre saberes que hasta entonces se ignoraban, reduciendo materialmente las distancias entre los habitantes de estas ciudades realineadas. Esta nueva urbanización del espacio intelectual permite también crear nuevos territorios mejor adaptados a las necesidades reales en materia de educación y de investigación científica.

B – La universidad es también un territorio sin fronteras que se transforma en lugar virtual.

El autor de una obra reciente sobre el futuro de la universidad expresa una concepción idealizada de la universidad como lugar de intercambios y de comunicación cuando escribe: « In contrast with the tribalism of the internet, a university remains one of the few places where you are obliged by physical proximity to engage with your critics under common standards of intelligent and courteous debate. »

Este foro « inteligente y cortés » constituiría así un punto de referencia fijo pero abierto, a través del cual circularían las ideas y las personas que las comparten.

Esta circulación ininterrumpida extiende las fronteras físicas e intelectuales de la universidad más allá de sus límites nacionales iniciales, hasta recrear una comunidad europea de la educación y de la investigación científica.

Por no citar más que un ejemplo entre muchos otros: 3 millones de estudiantes europeos se han acogido al programa Erasmus en dos mil diez.

Tal circulación de personas entre fronteras territoriales pero también culturales y pedagógicas no transforma al estudiante en un simple turista, por mucho que a algunos de ellos les tienten más frecuentar una apetecible playa que un aula universitaria. El éxito de este movimiento refuerza la idea de una nación universitaria a escala europea. Todavía no hemos asimilado del todo el impacto sobre los programas y la misión didáctica de la universidad de este nuevo espacio sin fronteras, pero no resulta descabellado pensar que una gestión más precisa de las diferentes titulaciones permitiría a corto plazo diversificar y descentralizar la enseñanza superior, introduciendo una combinación de cursos locales y europeos dentro de un mismo título, con la consiguiente mejora en la adjudicación de recursos humanos a un menor coste.

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Pese a estos resultados tan estimulantes, resulta obligado reconocer que la cooperación internacional que se ha impuesto con éxito en las materias científicas está todavía subdesarrollada en el ámbito de las ciencias humanas y sociales. Las razones de este desfase no son del todo atribuibles al factor humano; son más bien estructurales, ya que en parte se deben a los efectos de procesos de formación en la investigación y de selección de profesorado heredados del siglo diecinueve. En numerosos países, estos procedimientos obsoletos, combinados con una especialización exacerbada, fomentan la fragmentación de las disciplinas y el repliegue sobre sí mismas (le repli sur soi). Este doble fenómeno conlleva el inevitable oscurecimiento del brillo intelectual, tanto a nivel nacional como internacional, puesto que la formación de estudiantes e investigadores ya no se corresponde por más tiempo con las aspiraciones de la sociedad. En semejante contexto, la creación de nuevas titulaciones y programas no siempre resulta ser una solución satisfactoria: esta nueva oferta de enseñanzas suele darse de bruces contra el inmovilismo del ambiente y esta force de choses termina por degenerar en nuevos microterritorios, dispuestos de inmediato a replegarse sobre sí mismos y a seguir una lógica identitaria que les aparta del mercado de las ideas.

Por otra parte, el desarrollo de nuevas tecnologías de la comunicación ha aumentado de forma considerable el acceso a otros espacios de conocimientos. Estas tecnologías no constituyen en absoluto un sustituto del saber; son, simplemente, herramientas al servicio de nuevas estrategias didácticas. Como apuntaba recientemente Paul Seabright, catedrático de Economía en la Toulouse School of Economics “ The role of information technology and the internet are challenging universities to consider whether there is anything essential in physical presence in an educational institution. The challenge is as great to research as to teaching and as disturbing to the humanities as to the sciences.” Sirva un ejemplo de esto que estamos diciendo: en otoño de dos mil diez, en la Universidad de Stanford, en California, un curso sobre inteligencia artificial impartido gratuitamente en Internet ha congregado a ciento sesenta mil estudiantes de todo el mundo. Antes, este mismo curso, cuando se impartía de modo presencial en un aula de la universidad no atraía a más de tres cientos alumnos. La diferencia de audiencia es abismal, pero ni los contenidos ni los profesores del curso han cambiado. La multiplicación, por tanto, de este tipo de docencia abre perspectivas interesantes no sólo desde el punto de vista del control sobre el contenido de las asignaturas y su diversificación, sino también desde la perspectiva de la financiación los costes de la matrícula y de las infraestructuras necesarias a la hora de acceder a estos nuevos recursos. Vistas así las cosas, parece claro que no es vocación de Internet la de sustituir a la universidad.

Para ésta, para la universidad, proyectarse en el espacio de la web no significa sumergirse en una red anónima y fragmentada. La universidad no desaparece en provecho de la web, de la misma forma que la información y la comunicación no resultan suficientes a la hora de definir un saber. Justo al contrario, y como se ha remarcado, frente al tribalismo de Internet la universidad debe jugar hoy su papel, como foro de intercambio y estructura de validación de los procedimientos científicos y educativos, así como del contenido de la didáctica. La universidad conserva así una autoridad esencial a la hora de valorizar y coordinar los conocimientos. Como revelan estudios recientes, incluso en un momento de

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crisis económica y de desempleo, los titulados universitarios tienen más oportunidades de encontrar trabajo que aquellos que tan sólo tienen estudios medios.

Pero esta expansión del territorio universitario obliga también a reconsiderar la distinción tradicional entre el sector público y el sector privado en materias de educación e investigación. La universidad puede ser un sitio público o un sitio privado, pero su función busca el interés general. En nuestros días la frontera entre estos dos sectores fluctúa cada vez más. Por diversas razones: políticas y económicas en primer lugar, pero a continuación también culturales. Creo, por ejemplo, que resulta lícito preguntarse hasta qué punto la Universidad de California en Berkeley puede todavía considerarse una institución pública, cuando la financiación que recibe del Estado de California tan sólo representa el 11% de su presupuesto anual. Y es que en los tiempos actuales resulta cada vez más evidente que la universidad pública no puede contentarse con subsistir únicamente gracias a la ayuda del Estado y de los poderes públicos. Al tiempo que la universidad privada tiene contraída una responsabilidad pública, no sólo por su misión educativa sino también por su investigación científica, sufragada muy a menudo con fondos públicos. La universidad privada no puede por tanto limitarse a ser un territorio protegido y privilegiado al servicio de un grupo restringido.

En cuanto a la universidad pública, en muchos países su forma de financiación y su modo de funcionamiento se encuentran todavía ampliamente influenciados por un modelo heredado del siglo diecinueve. Vistas las realidades actuales y los nuevos retos que plantean los sectores más variados de la sociedad, este modelo se ajusta cada vez menos a sus propias necesidades y a su función educativa. Como señalaba hace apenas dos meses el Rector de la Universidad de Ohio, una de las universidades públicas más importantes de los Estados Unidos por número de estudiantes, es preciso afrontar nuevas estrategias de financiación y de organización, sobre la base de una mayor integración de los sectores público y privado. En este sentido, por ejemplo, una reciente iniciativa trata de de sacar partido al hecho de que la universidad sigue constituyendo el lugar más importante de innovación tecnológica. Así, algunas universidades han adoptado una estrategia más agresiva en materia de patentes, licensing y propiedad intelectual en relación con las innovaciones e invenciones desarrolladas por sus laboratorios. Esta postura facilita también una mejor conexión entre las funciones de la universidad y los medios industriales sin menoscabo de su identidad y de su autonomía, es decir, sin que parezca que la universidad se ha convertido en un apéndice servil del sector industrial; y todo ello en la medida en que la valorización de la investigación y la educación no se haga simplemente en términos económicos.

Sin duda queda mucho camino por recorrer en este terreno, pero los resultados son ya prometedores. En dos mil once, por ejemplo, varias universidades norteamericanas han podido recaudar mediante este sistema varios centenares de millones de dólares. Es verdad que estas sumas obtenidas son todavía muy pequeñas si se comparan con los gastos anuales de funcionamiento, pero el potencial de crecimiento es real y cierto. Sirva un ejemplo: la Universidad de California ha ingresado ciento veinticinco millones de dólares tan solo en derechos de licensing; su presupuesto anual de funcionamiento es de dos mil millones de dólares.

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III. Comunidad.

No podemos dejar de observar, para terminar, que el territorio se define también por las personas que lo habitan. Y en concreto el territorio universitario se compone de una población muy diversa, representativa de la sociedad en sus estructuras educativas, científicas y administrativas. Estos diferentes grupos forman todos juntos una comunidad volcada en la producción, difusión y utilización, práctica y teórica, de unos saberes que históricamente constituyen los recursos intelectuales de una nación. De hecho, en su origen la palabra universidad no designaba a una institución sino a una comunidad, a una unión de personas, profesores y estudiantes vinculados por idéntica búsqueda del saber. « Universitas magistrum et scolarium » Esta fórmula medieval, tantas veces citada para destacar el carácter singular y único de la universidad evoca con gran exactitud la importancia de esta dimensión humana y social. Antes que institución, la universidad es una comunidad de personas provenientes de categorías sociales diversas, y de diferentes edades. Ahora bien, y como la propia evolución del término “universidad” indica, esta comunidad no puede ser separada de la institución, pues es ésta la que le confiere un status jurídico y la que perfecciona de este modo el concepto de territorio como espacio jurídicamente determinado dentro del cual sus habitantes disfrutan de derechos y deben cumplir con sus obligaciones.

En efecto, la pertenencia a esta comunidad confiere un particular status a los miembros que la forman. Este status se basa en principio en el derecho a la educación. Pero este derecho no es ni un privilegio ni una renta vitalicia. Su ejercicio requiere, como sucede con todo derecho fundamental, un mínimo de deber y de responsabilidad. La universidad no se ha hecho para minimizar las pruebas y exigencias de la vida profesional sino, al contrario, para estar listos y preparados frente a ellas. Su papel no es el de infantilizar a sus miembros creando una suerte de refugio contra los avatares de la vida activa sino el de responsabilizar a los futuros miembros activos del mundo profesional y de la sociedad civil. Aunque es verdad que la vieja imagen popular de la torre de marfil no se corresponde ya con la realidad cotidiana, la universidad es, tanto por definición como por necesidad, elitista en el propio sentido del término y ello en la medida en que se basa en la meritocracia y suscribe los valores de la excelencia y el éxito. Paradójicamente, este elitismo solo puede fructificar en un medio gobernado por la equidad y una filosofía igualitarista guiada no por el mantenimiento del status quo y la ley del mínimo esfuerzo sino por la superación y la búsqueda de la mejora. Para alcanzar este objetivo, la universidad ideal debería poder crear un ambiente estable, sécurissant, fundado en la equidad y la persecución de sus valores esenciales, el respeto de los conocimientos fundamentales y la apertura a las ideas nuevas.

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