masi, r. - religion, ciencia y filosofia - liturgica española, barcelona 1961

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BIBLIOTECA DE CIENCIAS RELIGIOSAS R. MASI-M. ALESSANDRI RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A.

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Page 1: MASI, R. - Religion, ciencia y Filosofia - Liturgica española, Barcelona 1961

BIBLIOTECA DE CIENCIAS RELIGIOSAS

R. MASI-M. ALESSANDRI

RELIGIÓN, CIENCIA

Y FILOSOFÍA

EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A.

Page 2: MASI, R. - Religion, ciencia y Filosofia - Liturgica española, Barcelona 1961

R. MASI - M. ALESSANDRI

RELIGIÓN, CIENCIA Y

FILOSOFÍA

Traducido por

FERMÍN DE URMENETA Doctor en Derecho y en Filosofía

EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A. S U C E S O R E S DE J U A N G I L Í

Avenida José Antonio, 581 BARCELONA

Page 3: MASI, R. - Religion, ciencia y Filosofia - Liturgica española, Barcelona 1961

Del original:

REL1GI0NE, CIENZA E FILOSOFÍA

Publicado en Italia por Editrice Morcelliana, de BRESCIA, en su «Biblioteca di Scienze Religiose»

NIHIL OBSTAT El Censor

JUAN, ROIG GIRONELLA, S.

Barcelona, 8 Julio 1961

IMPRIMASE

f GREGORIO

Arzobispo-Obispo de Barcelona

Por mandato de Su Excia. Rvma.

ALEJANDRO PECH, PBRO. Canciller-Secretario

Depósito legal: B. 12917 -1961

© E. L. E. S. A., 1961

ES PROPIEDAD IMPRESO EN ESPAÑA

Talleres Gráficos Ángel Estrada - Rabassa, 11 - Barcelona

PREMISA

No fácil es comprender cómo cabe deducir la negación de la existencia de Dios a partir de descubrimientos científicos; sin embargo, las leyes de la materia, las de la energía y las teorías científicas de la física, la biología, etc., les parecen, a algunos, argumentos suficientes para demostrar que Dios no existe. En realidad no son, empero, los descubrimientos científicos quienes dirigen esas pretendidas demostraciones, antes bien ideas y presupuestos filosóficos.

Cuando F. Engels, por ejemplo, escribe que científicos cuales Newton, Laplace o Secchi han rendido un pésimo servicio a Dios, a pesar de creer en Él, por cuanto no han juzgado necesario introducirle en la explicación de los fenómenos celestes, posee un concepto erróneo de lo divino. Engels presupone que Dios, caso de existir, debe intervenir directamente en el desarrolla de los fenómenos naturales: es así que la ciencia explica los hechos naturales sin recurrir a Dios; luego — concluye Engels — Dios no existe 1. Tal razonamiento es de una superficialidad descorazonadora: ese concepto de un Dios que interviene físicamente en el mundo para hacerle avanzar, resulta pueril. Dios es omnisciente y, cuando creó el mundo, le dio todas las capacidades necesarias para actuar, en el propio campo, de

1 F.. ENGELS, Dialettica della natura, Roma, 1950, pp. 148-149.

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manera autónoma; necio resulta pensar que la acción inmediata de Dios pueda ser instrumento explicativo en las ciencias experimentales, como la física o la biología. Por ello el raciocinio de Engels es ilegítimo.

Análogamente, cuando hoy se intenta pasar a la negación de la existencia de Dios a partir de la teoría de la evolución o, incluso, de las recientes experiencias con el «virus filtrabüe» del tabaco, cométese otro error de lógica y una confusión trivial.

Aun suponiendo demostrada la evolución, lo cual todavía no es un hecho, fácil resulta pensar que Dios habría podido dar a la materia, de un modo u otro, capacidad para desenvolverse hacia formas más perfectas. Así, resulta ser siempre Dios autor y dueño del universo, de modo tanto más real cuanto más compleja sea la organización y perfección que le haya dado. Por lo demás, según piensan no pocos científicos de valía, la evolución no está demostrada.

Semejante o aun mayor necedad es la actitud de aquellos que, desde el progreso de la técnica, deducen que Dios no existe: si el hombre — dicen — puede lanzar bólidos y satélites, será porque el universo no ha sido hecho por una potencia superior, a la que precisamente llaman los hombres Dios. Prescindiendo de la enormidad del parangón entre un bólido y las miríadas de astros lanzados a las profundidades abismales de los espacios, ¿qué relación lógica puede ofrecer el hecho de que el hombre cumplimente una empresa técnica con la potencia que haya producido el universo en su totalidad? Si copio yo un verso de la «Divina Comedia», no por ello demuestro ciertamente que esa gran obra no haya sido escrita por Dante.

En realidad no es la ciencia experimental la que está contra la religión o la fe en Dios, sino sólo algunos científicos, quienes, desde sus prejuicios, interpretan la ciencia contra Dios. Tal ha sido la actitud de algunos científicos del siglo xix, cuando erigían como programa la antítesis entre ciencia y religión. La ciencia puede ser usada por los hombres bien o mal, lo mismo que

PREMISA 9

tantas otras cosas: la elección depende de la voluntad humana. En sí todas las cosas son buenas y, si existen, es para ser enderezadas hacia la verdad y el bien; pero los hombres, con demasiada frecuencia, las orientan hacia el mal. Algo así ha sucedido también entre las ciencias experimentales: ese don de la Sabiduría Creadora ha sido, frecuentemente, ladeado hacia el mal y contra el propio Donante.

* * #

En consecuencia, quienes oponen ciencia y religión son únicamente los presupuestos de algunas filosofías erróneas. Mas, en realidad, consideradas las ciencias experimentales en su objetividad y valor, fácil resulta hoy comprobar — a todo hombre honesto y sincero —- que tales ciencias nada tienen que reprochar a Dios o ala religión. La teoría atómica, la mecánica cuántica, las teorías de la relatividad y de la evolución, la paleoantropología o las experiencias sobre el «virus», consideradas en aquello que la ciencia ha demostrado realmente, nada absolutamente pueden oponer al concepto de Dios.

Es más. No solamente la ciencia no ofrece ninguna afirmación seria que pueda resultar contraria a la noción de Dios o a la religión, sino que ha asumido — en el siglo último —< una actitud más bien favorable. No puede decirse que la ciencia experimental moderna demuestra la existencia de Dios, ni es ésa incumbencia suya: pero ofrece hoy una orientación que abre caminos hacia valores superiores y absolutos.

La crisis de la ciencia del ochocientos, provocada por su presunción de explicarlo y comprenderlo todo, ha conducido a la ciencia moderna hasta el reconocimiento de sus limitaciones ante concepciones superiores y más elevadas. Paralelamente, el desarrollo de la técnica, no compensado por otro equivalente desarrollo moral de la humanidad, hace temer males peores, precisamente por esos descubrimientos de que tanto se ufa-

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lian, los hombres. Crisis interior en la ciencia y crisis ¡¡invocada por la técnica moderna: he acá un doble motivo de apertura hacia valores superiores y absolutos, capaces de salvar el pensamiento y la vida huma-xa; trátase de un impulso hacia la justicia, la verdad, la moralidad, la religión y Dios.

Por otra parte, también el desarrollo de la cosmogonía aproxima hacia Dios, con sus teorías sobre el origen del universo y la edad del mundo: si este nuestro mundo ha tenido comienzo, surge con inmediatez la idea de una creación y de un Dios Creador.

A estas consideraciones añádase que los últimos descubrimientos científicos muestran, más y más, las maravillas ilimitadas del universo, planteando — con insistencia siempre mayor—el problema de la causa última de la realidad: es el añejo argumento cosmológico, que resurge de continuo y con eficacia.

R. MASI - M. ALESSANDRI 2

2 R. MASI es au tor de los capítulos I, II, I I I , IV y VIH, asi como de las conclusiones, cuyo conjunto t r a t a t emas de orden filosófico y físico; M. ALESSANDRI ha escrito, en to rno a cuest iones re la t ivas a la biología, los capítulos V, VI y VII .

CAPÍTULO I

RELIGIÓN Y CIENCIA

1. El ateísmo en la ciencia. — 2. La Iglesia y la ciencia.

Según reconocieron sabiamente Platón x y Aristóteles 2, el principio del filosofar fué la admiración, una admiración ante las diversas formas del ser: siendo precisamente esa admiración ante el mundo material el que da inicio, en su proceso natural y espontáneo, al camino más fácil de los hombres hacia el conocimiento de Dios y hacia la religión; porque es inmediato, en efecto, el paso desde la contemplación de la grandeza y majestad del mundo y de los fenómenos naturales hasta la pregunta sobre el autor de esas realidades maravillosas; y, en consecuencia, sobre el Ser señoreador del mundo, es decir, sobre Dios3.

El libro de la Sabiduría enseña un camino bien fácil para el conocimiento de Dios: «Vanos son todos los hombres a quienes falta el conocimiento de Dios y que, desde los bienes visibles, no saben reconocer a Aquel que es, ni desde la consideración de las obras reconocer a su Artífice... Desde la grandeza y la belleza de las creaturas puede en verdad, por analogía,

1 Theaet., 155 D. 2 Met., 1, 2, 982 b. 12. 3 Cfr. C. FABRO, L'uomo ed ü problema di üio, en «Dio ne-

Ua r icerca umana», a cura di G. RICCIOTTI, Roma, 1950, p. 3 ss.

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conocerse a su Creador» (Sab. 13, 1 s.) Y San Pablo, haciéndose eco de tal Sabiduría, insiste sobre el mismo concepto: «Cuanto puede conocerse de Dios, manifiesto está a los hombres; dado que las perfecciones invisibles de Dios, partiendo de cuanto ha sido hecho, resultan comprensibles e inteligibles, sobre todo su eterno poder y su divinidad.» (Rom, 1, 19 s.)

Pese, empero, a esta natural orientación dialéctica del conocer humano, no todos los hombres llegan al conocimiento del verdadero \Dios, según lamentaban ya el autor del libro de la Sabiduría y San Pablo. Ni siquiera el conocimiento profundizado de la naturaleza, según puede presentarlo la ciencia, ha siempre conducido a los hombres hacia Dios: antes bien, en tiempos aun recientes, la ciencia experimental ha sido un instrumento mediante el cual las filosofías materialistas y positivistas han intentado, y siguen intentando, demostrar el ateísmo. No es que la luz falte a los hombres, sino que los hombres han cerrado sus ojos a la luz, y no han visto cuanto es supremamente necesario ver, y sin lo cual todo queda en la oscuridad; porque, como ha escrito Santo Tomás, «aquellos que conocen, en cada cosa conocida conocen implícitamente a Dios... pues nada es cognoscible sino a semejanza de la primera Verdad» i .

1. El ateísmo en la ciencia.

La negación de Dios y de la religión, en el terreno de la ciencia, es un hecho notabilísimo, que se ha repetido muchas veces y que acaso se repetirá más y más en la historia del pensamiento. Interésanos ahora subrayar tales negaciones en el ámbito del conocimiento científico del mundo material. De hecho, diversos hombres de ciencia, habiendo creído conseguir explicaciones hasta para los fenómenos más comple-

<> STO. TOMÁS, De Veritate, q. 22, a. 2, ad 1.

RELIGIÓN Y CIENCIA 13

jos y maravillosos del mundo material sin recurrir a Dios, concluyeron que Dios no existe y que la religión es una superstición, o una postura irracional. Ésta es la actitud de los científicos que no aceptan la idea de Dios; por otro lado, un Dios inútil resulta ipso jacto absurdo.

No nos interesa ahora trazar la historia completa de la negación de Dios, a través del conocimiento científico del mundo material; mas ofreceremos alguna indicación al respecto, para puntualizar cómo se ha desarrollado esa negación, en sus exigencias teoréticas y en sus implicaciones metafísicas, vigentes entre aquéllas más o menos ocultamente. De ahí inferiremos, por una parte, la futilidad de las pretendidas exigencias científicas en la negación de Dios, superadas ya por la ciencia contemporánea; mientras, por otro lado, fácil resultará sacar a luz las falsas ideas metafísicas que impelían dolosamente a los científicos hacia la negación de Dios y de la religión, siempre en nombre de la ciencia, pese a que la ciencia ni entraba ni salía en ello.

La subversión tempestuosa de la ciencia positiva, contra la religión y la fe, estalló hacia la mitad del siglo pasado, con un específico carácter de materialismo mecanicista. Mas ese carácter no era nuevo del todo: se ha presentado, en la historia de la ciencia, varias veces y bajo diversos nombres. Conocido es el pensamiento de Demócrito, el gran sabio del mundo griego: existen sólo átomos, en número infinito y en variedad infinita de formas, que se mueven en el vacío con movimiento eterno. En su movimiento, los átomos se entrecruzan, dando lugar a unos vértices que constituyen las cosas de este mundo: cada cuerpo es un vértice de átomos, incluso nuestro propio cuerpo, mientras el universo material es un inmenso vértice. «Los átomos — ha escrito Simplicio, resumiendo el pensar de Demócrito 6 — se mueven en el

5 SIMPLICIO, De Coelo, 110.

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vacío y al encontrarse recíprocamente, se entrecruzan, y mientras unos permanecen como se encontraban, otros se enlazan entre ellos, según las simetrías ilc las formas y las grandezas y las posiciones, conexionándose así y cumplimentándose así el nacimiento de las cosas compuestas.»

Probablemente, Demócrito no aceptaba las divinidades griegas, según testimonia Cicerón, a este propon sito, de manera fundamental: «Ora Demócrito afirma que en el universo existen imágenes que reflejan divinidades, ora denomina dioses a los átomos de que está formada el alma del hombre y que se hallan esparcidos también por el universo, ora considera divinas a las imágenes animadas que acostumbran favorecer o perjudicar a los hombres, ora aplica esta consideración a imágenes de tal grandeza que envuelven desde lo exterior el entero universo.» 6 En sustancia, según observa Cicerón, Demócrito no creía en la existencia de los dioses 7.

En Demócrito, observa además con agudeza Cicerón, «obtuvo agua Epicuro para regar sus jardines» 8; en consecuencia, la ética materialista y hedonista de Epicuro encontró su base en la física de Demócrito. Tito Lucrecio Caro observa que Epicuro fué el primer hombre que tuvo coraje para rebelarse contra los prejuicios que dp*"',í~?.ban al universo y para anular el ascendiente de la religión, que había tenido a los hombres esclavizados bajo su imperio, sin temer él ni a los dioses, ni a los rayos, ni a los truenos9 . Algunos átomos, al caer en el vacío — según enseña Epicuro—.declinan de su línea vertical y se entrecruzan con otros átomos: de esos entrecruza-mientos, precisamente, nace el mundo presente 10, en

6 CICERÓN, De natura deorum, 1, 43, 120; H. DIELS, Die Fragmente der Vorsocratiker, Berl ín, 1951, 55 a 74.

7 CICERÓN, De natura deorum, 1, 12, 29; H. D I E L S , loe. cit. 8 CICERÓN, De natura deorum, 1, 43. 9 LUCRECIO, De rerum natura, I, 65 s. 10 LUCRECIO, De rerum natura, I I , 221 s.

RELIGIÓN Y CIENCIA 15

el cual los dioses ninguna intervención tienen: todo sucede fatalmente, de hecho, siendo inútil la religión y vano el temor de los dioses.

La construcción de Demócrito y Epicuro, de índole física y metafísica a la vez, vendrá reemprendida en los tiempos modernos, para ser situada como fundamento de la negación científica de la existencia de Dios.

* * *

En la civilización cristiana, la negación de Dios y de la religión — basada sobre las ciencias de la naturaleza— vínose preparando, poco a poco, desde principios del renacimiento hasta desembocar en el ateísmo materialista de los enciclopedistas del siglo xvm, e incluso más tarde, tras el ulterior desarrollo de la ciencia, en la segunda mitad del siglo xix.

La relación entre ciencia humana y Revelación, que ha sido uno de los más grandes problemas de la cultura cristiana, asumió diversas soluciones en el curso de la historia. En el medievo clásico la sabiduría humana estaba unida con la revelación; sin embargo, ya hacia fines del siglo xm, el aristotelismo heterodoxo de Si-ger de Brabante vino a colocar una escisión entre ciencia y fe. Con Siger comienza el racionalismo moderno : elementos que reforzarán ese racionalismo serán el conceptualismo de Guillermo de Occam, el humanismo del renacimiento, la reforma protestante y la filosofía de los averroístas de Padua. El tránsito de la mentalidad racionalista a las ciencias experimentales comienza en el siglo xvi y crece en el xvn. Con Leonardo y Copérnico, Kepler y Galileo, la ciencia va poseyendo mejor y mejor la advertencia de su método y de su importancia: dejando de lado el argumento de autoridad, en particular la de Aristóteles, y refiriéndose más y más a la experiencia, para adquirir un nuevo sentido de independencia. En tal situación la ciencia de la naturaleza sepárase gradualmente de la

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filosofía y la teología, iniciando así de hecho el antagonismo entre ciencia y fe. La oposición — siempre creciente — a las antiguas teorías desarrolla el sentido crítico, llegándose bien pronto a plantear la pregunta de si será posible conciliar los resultados de la ciencia con los datos de la teología y la Revelación.

Entretanto venía desenvolviéndose, hacia fines del 500 y principios del 600, el mecanismo algo muy similar al de la filosofía griega: Galileo Galilei, Renato Descartes, Pedro Gassendi, Roberto Boy le e Isaac Newton interpretan los fenómenos naturales según la mentalidad mecanicista, que se había puesto de moda. Todos esos autores no negaban a Dios, pero sus ideas fueron desenvueltas en el siglo siguiente en sentido anticristiano y antirreligioso.

En el siglo xvm, en el cual actuaron ampliamente los hombres de la Enciclopedia, también los resultados de las ciencias positivas se usaron para entrar en batalla contra Dios. Recuérdense, en tal sentido, al médico-filósofo Julián Offroy de La Mettrie (1709-1751), con su teoría del Homme machine (1748); a Claudio Adriano Helvetius (1715-1771), con su ética materialista a la par que hedonista; y a Pablo Enrique Dietrich de Holbach (1723-1789), por cuyo medio el materialismo ateo adquirió formulación propia en la famosa obra Le systéme de la nature (1770), que llegó a ser algo así como la «biblia del materialismo», en la cual todo queda explicado mediante la materia eterna, necesaria y siempre en movimiento. A ellos se agregaron Voltaire y Diderot, D'Alembert y Maupertuis, quienes — pese a no haber sido materialistas ateos — combatieron, empero, ásperamente a la Iglesia y a la Revelación.

* * *

En el siglo xix la rebelión de los científicos contra Dios y la Revelación adquirió forma, en especial, bajo tres movimientos particulares: el ateísmo científico, el

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monismo materialista y el materialismo económico mar-xista.

1) Fué especialmente en la segunda mitad del siglo xix cuando el ateísmo científico se manifestó con violencia inaudita: preparado por la filosofía positivista de Augusto Comte, se desenvolvió en la línea de la física y la biología. La ciencia traspasa sus límites y conviértese en metafísica, en la cual viene negada toda la realidad no experimentable. Es la ciencia quien debe decidir sobre Dios, sobre religión, sobre moral y sobre milagros, siendo fácil comprender en qué sentido irán las decisiones: todo cuanto la ciencia experimental no demuestra es destituido de fundamento y, por ende, eliminado. Jaime Moleschott (1822-1893) — quien enseñó fisiología, desde 1879, en la Universidad de Roma—, con su libro La circulación de la vida (1852); Carlos Vogt (1817-1895), con sus Lecciones sobre el hombre (1863), y Luis Büchner (1824-1899), con la obra Krajt und Stoff (1855) —* donde son desarrolladas las ideas de Moleschott y de Vogt —, fueron quienes expusieron un materialismo a ultranza, extendido a todos los campos del saber, sobrepasando ampliamente los resultados de las ciencias experimentales.

Estos tres últimos autores encarnan el ateísmo materialista: solamente existen materia y energía, las cuales son eternas, a la par que nada ni se crea ni se destruye: las leyes naturales son necesarias y no admiten excepciones. Según tales ideas, era como trabajaban muchos científicos de entonces: por ejemplo, C. Lombroso, F. G. Gall, F. Le Dantec, T. E. Hux-ley, G. Sergi, etc.

2) En ese mismo siglo xix, desarrollóse la teoría de j la evolución, que comenzó en la biología y se extendió luego a la física, la astronomía, la filosofía, etc., hasta devenir un monismo materialista, irreconciliable con el concepto de creación y con Dios.

En los tres primeros volúmenes de su Histoire na~ turelle, G. L. Ruffon (1707-1788) había supuesto que la tierra no salió ya desenvuelta de las manos del

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Creador, antes bien se fué formando lentamente, a lo largo de unos 60.000 años por lo menos. Con esa teoría, Buffon no intentaba oponerse a la Biblia, en la cual había leído él — junto con muchos de sus coetáneos — que el mundo existe desde hace sólo 6.000 años: simplemente, prescindía de ello; no obstante, en enero de 1751, la Sorbona censuró cuatro de sus proposiciones relativas al origen del mundo. P. S. La-place (1749-1827), con sus célebres obras Exposition du systéme du monde (1796) y Mécanique celeste (1799-1805) —• pues es una vulgarización de la precedente, en cinco volúmenes, precisando el determinismo físico —, desenvolvía su teoría sobre el origen del sistema solar, a partir de una inmensa masa fluida en rotación. Conocido es el episodio de Laplace ante Napoleón: habiendo presentado al emperador su tratado de Mecánica celeste, Napoleón preguntó al gran matemático por qué no había acudido, en el desenvolvimiento de las cuestiones, a la idea de Dios; Laplace respondió que «no había tenido necesidad», dado que todo procede mecánicamente, según las leyes físicas y ordinarias. Laplace no era ateo, mas con esto ofreció un raciocinio que había de desenvolverse en sentido ateo: ya que Dios no sirve para la ciencia, cuando menos la ciencia demostrará que Dios no existe.

G. B. Lamarck (1744-1829), con su volumen Philoso-phie zoologique (1809), formuló la teoría transformis-ta : el organismo vivo, bajo el impulso de la necesidad, crea modificaciones que se transmiten a los descendientes. C. Darwin (1809-1882) explicó la evolución, en su célebre obra On the origin of species (1859), por medio de la selección natural en la lucha por la vida. H. Spencer (1820-1903) extendió el concepto de evolución a la filosofía, acogiéndose al positivismo de Com-te. Esos autores no negaban a Dios: Spencer, empero, pensaba que Dios es incognoscible; con ello la ciencia quedó separada de la religión y la moral. Luego, las extremas consecuencias de la evolución — en el campo biológico y materialista — fueron inferidas por

RELIGIÓN Y CIENCIA 19

E. Haeckel (1834-1919) en sus obras Generelle Mor-pholoffie der Organismen (11866), Natürüche Schóp-Jungsgeschichte (1868) y Die Weltratsel (1899): según sus afirmaciones, partiendo de la materia inorgánica es cómo se desarrollaron los primeros seres vivientes, que en el curso del tiempo han devenido más y más perfectos, hasta conformar los actuales vivientes, incluí-do el hombre, quien es un agregado — lo mismo que las otras cosas — de materia y energía; y en ese esquema Dios ya no existe, y el evolucionismo, de esa suerte, deviene materialista, mecanicista y ateo.

En la directriz de esa corriente, materialista y evolucionista, llegóse incluso a la fundación de una asociación, para fomentar los ideales del materialismo monístico. En efecto, mientras el materialismo del siglo xviii—-en Francia y en Alemania — despreciaba y ridiculizaba la religión, E. Haeckel propugnó, por el contrario, una nueva religión, basada sobre la ciencia: por ello, el año 1906 fundó en Jena — el «Deuts-cher Monistenbund», asociación en la que inscribieron sus nombres célebres científicos, como S. Arrhe-nius, W. Ostwald — quien llegó a ser presidente del grupo —i, etc. El propósito de tal sociedad era situar, cual fundamento de la concepción del mundo y de la vida práctica, a la ciencia considerada en su continuo progreso: así se perseguía un laicismo total en la vida humana y la eliminación de toda religión revelada — en especial, de la religión cristiana — respecto de toda la vida humana. Muchísimas sociedades (liberales, masónicas, naturalistas, socialistas) unieron sus nombres a esta liga de monistas, quienes proyectaron ante esto convertir en internacional su asociación. De hecho, en septiembre de 1911 reunióse un Congreso Internacional Monístico, en el cual se fundó la Sociedad Monística Internacional, que consiguió gran resonancia—^mediante libros, periódicos, libelos, bibliotecas, convenios, etc. — y siempre, dondequiera que fuese, en lucha contra la religión crstiana. Muchas fueron las asociaciones que se adhirieron a la nueva so-

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ciedad internacional, desde Alemania, Francia, Inglaterra y América; y muchos también los particulares que se inscribieron desde Dinamarca, Suecia, Rusia, Finlandia, etc. Este movimiento internacional extendióse solamente entre los ambientes cultos; sin embargo, el interés que suscitó indica la aversión que reinaba contra el cristianismo en aquellos tiempos.

Con todo, la primera guerra mundial determinó la muerte de la Asociación Monística Internacional".

3) En el mismo período, aparte de las dos formas de materialismo ateo antes descritas—-ateísmo científico y monismo materialista—, desarrollóse el «materialismo económico marxista», que ha buscado también una justificación teorética en el materialismo ateo de la ciencia.

Tomando de Hegel la dialéctica y de Feuerbach el maerialismo, Karl Marx (1818-1883) creó el materialismo dialéctico, que aplicó luego a la interpretación de la historia y a las cuestiones sociales. Según él, la religión es el opio del pueblo y Dios no existe, sino que todo se desenvuelve según las leyes inderogables de la dialéctica ínsita en la naturaleza de la materia. La dialéctica materialista vino aplicada por F . En-gels a las ciencias, especialmente en su libro Dialéctica de la naturaleza, que es una serie inconexa de apuntes, editados en 1927. En este libro Engels contrapone — en cada ocasión que le es propicia — religión e iglesia frente a la ciencia, repitiendo los trillados argumentos de siempre, entre ellos la condena de Galileo. Engels insiste en que, con el progresar de la ciencia, la necesidad del concepto de Dios — para explicar los fenómenos de la naturaleza — es siempre menor, hasta que Dios viene situado, del todo, fuera del mundo material; ese progreso se advierte, ora en la cosmogonía — con las obras de Newton, Laplace y Secchí —,

11 Cfr. F. KLIMKE, 11 monismo e le sue basi filosofiche, Florencia, 1914.

RELIGIÓN Y CIENCIA 21

ora en la biología — con el evolucionismo de Darwin —. En suma, que la materia eterna se desenvuelve dialécticamente, según un principio eterno autónomo, y que, para explicar la naturaleza, no hay precisión ni de la espiritualidad de Dios: la materia, con el principio de automoción, bástase a sí misma. El progreso de la ciencia experimental — concluye Engels •— refuta plenamente al idealismo, para afirmar el materialismo dialéctico.

Estos conceptos, con las variantes que introducen los nuevos descubrimientos, vienen repetidos de continuo por los teóricos marxistas contemporáneos (biólogos, físicos, etc.). En la propaganda atea comunista—'la orientada con método científico•—siempre es la misma la motivación que se repite: la ciencia, demostrando que Dios no existe, destruye cualesquiera religiones.

* * *

Sin embargo, es preciso creer que no todos los científicos o toda la ciencia hayan sido negativos ante el problema de Dios. El progreso de la ciencia reciente ha favorecido, en realidad, a la religión y a la teología católica: incluso la mayor parte de los científicos han admitido la existencia de Dios. En realidad de verdad, no es la ciencia lo que —•- de ningún modo—-se opone a la fe en Dios y a la religión: son más bien las falsas ideologías presupuestas, según las cuales vienen orientadas las interpretaciones de los hechos científicos, las que fueron causantes de la aberración del cientificismo en el siglo pasado. Y si, también hoy, hombres de ciencia son contrarios a la religión— a la fe en Dios o al cristianismo—, ello no es debido al progreso científico, sino a sus ideologías presupuestas, positivistas o materialistas. Por el contrario, veremos que el devenir científico, en estos últimos tiempos, nada tiene que oponer a la religión y a la sana filosofía, sobre la cual encuentra la religión sus

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22 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

premisas; sino que, en algunos puntos cuando menos, la ciencia contemporánea es positivamente favorable a la religión y la Revelación.

2. La Iglesia y la ciencia.

Uno de los problemas más importantes—-y, a la vez, más difíciles — de la teología ha sido siempre el de las relaciones entre Revelación y razón. Natural resulta pensar que el cristianismo debe esforzarse por comprender, del mejor modo posible, la Revelación: mas ello no puede conseguirlo sino actuando su ciencia humana; de ahí derivan, entre otros, los problemas sobre la posibilidad de un acuerdo entre Revelación y ciencia, o sobre la posibilidad de esclarecer la Revelación por medio de la razón — de la filosofía o de las ciencias en general—. Estos problemas, vitales para el pensar cristiano, se han desenvuelto y esclarecido de continuo en la historia del cristianismo: la autoridad eclesiástica los ha seguido siempre con interés y ha intervenido, en diversas ocasiones, usando de su magisterio divino.

Así, contra las osadas afirmaciones de Nicolás d'Au-trecourt, quien destruía prácticamente la realidad del conocer humano, el magisterio eclesiástico enseña que, además de la certeza por fe, poseemos nosotros también otras certezas por conocimiento natural12 . Otras varias veces, la Iglesia ha rechazado que la mente humana puede conocer diversas verdades naturales, especialmente en los órdenes religioso y moral, sin la ayuda de la Revelación o de la gracia divina: algo de esto ha sido afirmado en las sucesivas condenaciones de los errores de Bayo, Quesnel, Bautain, A. Bonnety y G. Frohschammer (Denz., 1022, 1391, 1622-27, 1650 y 1670), etc.

12 Cfr. H. DENZINGEH, Enchiridion Symbolorum, n. 558; Citaremos esta obra con la abreviatura Denz.

RELIGIÓN Y CIENCIA 23

El problema de la relación entre fe y ciencia planteóse, de modo más vigoroso, en el siglo xrx, cuando — en contraste con el desarrollo de la filosofía y la ciencia laicista — la teología y la cultura católicas revivieron con vigor nuevo. Diversas corrientes católicas abordaron la difícil cuestión, mas no siempre salieron airosas en su intento: recuérdense el tradicionalismo de la escuela francesa, y el racionalismo o semirracionalismo de la escuela alemana, y el onto-logísmo de la escuela italiana. En el ambiente científico positivista, proclamábase entretanto con insistencia la oposición entre ciencia y fe; entonces el Concilio Vaticano, con autoridad magistral suprema, replanteó y esclareció la enseñanza católica plurisecular, afirmando con decisión que, según el antiguo y común pensar de la Iglesia, existen dos órdenes de conocimiento, el natural y el sobrenatural, distintos no sólo por su fuente, sino también por razón de su objeto. Atendiendo a las fuentes del conocer, el orden natural deriva sus noticias de las fuerzas naturales de la razón humana, y el sobrenatural, en cambio, de la Revelación divina. Atendiendo paralelamente al objeto, mientras el conocer natural alcanza solamente las verdades accesibles a las fuerzas de la razón humana, el conocer sobrenatural alcanza además los misterios divinos, que solamente la Revelación puede hacer accesibles (Denz., 1796).

Según el Concilio Vaticano, existe en consecuencia un verdadero conocimiento humano, adquirido con una búsqueda metódica y que, por consiguiente, es un verdadero conocimiento natural. Esta enseñanza vale para toda ciencia humana y, por ello, también para la ciencia experimental.

¿Cuáles son las relaciones entre esta ciencia experimental y el conocimiento revelado?

Contra los neoaristotélicos de la Escuela de Pa-dua, en especial contra P. Pomponazzi—•• quien, para rehuir la censura eclesiástica y enseñar así libremente sus errores sobre el alma humana, había recogido

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del averroísmo medieval la teoría de la doble verdad, una humana y otra divina, independientes entre sí e incluso contrarias en muchas ocasiones —, el Concilio Lateranense V proclamó elevadamente no existir oposición entre las verdades humana y divina: «dado que la verdad no puede contradecir en modo alguno a la verdad — enseñaban los Padres del Concilio —, definimos que toda afirmación contraria a la verdad de la fe es falsa por completo y prohibimos rigurosamente afirmar lo contrario» (Denz., 738).

Esta idea vino repetida y luminosamente ilustrada por el Concilio Vaticano. Aun cuando la fe esté por encima de la razón, no es posible, empero, ninguna verdadera discordia entre fe y razón. En efecto, el propio Dios, que revela los misterios e infunde la fe en el alma, ha otorgado al hombre la luz de su razón; por tanto, ni Dios puede negarse a sí mismo, ni la verdad se puede contradecir (Denz., 1797).

Es más. No solamente no existe oposición entre ciencia y fe, sino que es posible entre ellas ayuda recíproca: así, la razón demuestra los fundamentos de la fe y ayuda para cierta inteligencia de los misterios divinos; mientras la fe, indicando la verdad con la seguridad propia de Dios, casi muestra la meta a la que deben llegar las argumentaciones humanas, a la par que manifiesta la incógnita que debe descubrir la indagación científica con sus propios medios e impide desviarse hacia falsos senderos (Denz., 1799).

Estas clarísimas afirmaciones son formuladas ante toda ciencia humana, incluso ante la experimentar, también ésta, si está en la verdad, ni puede ni debe oponerse a la Revelación; sino que con frecuencia, en cuestiones relativas al dogma, puede y debe ayudar a la fe. Expresamente de las ciencias experimentales habla León XIII , en su encíclica Providentissi-mus Deus sobre el estudio de las Sagradas Escrituras, cuando observa que no puede existir oposición entre teólogos y físicos, sino que el conocimiento de

RELIGIÓN Y CIENCIA '25

las ciencias naturales es una ayuda óptima para la comprensión de la Escritura Sagrada (Denz., 1947).

Con esto no intenta la Iglesia oponerse al progreso de las ciencias humanas, sino estimularlas y ayudarlas: de hecho conoce bien la Iglesia la utilidad de estas ciencias; y así como también las ciencias humanas tienen su origen en Dios, hacia Dios ciertamente conducirán, con tal que sean cultivadas recta y honestamente. Por ello la Iglesia no intenta invadir el campo específico de las ciencias humanas, sino que deja a cada una de ellas su propio trabajo, su propio método de investigación, sus propios principios: que son, en las ciencias naturales, métodos experimentales y principios racionales. Reconociendo esta justa libertad, la Iglesia preocúpase solamente de que la ciencia humana no acepte errores opuestos a la doctrina revelada y de que no entre *en el campo de las verdades reveladas, sobrepasando el ámbito propio de sus indagaciones (Denz., 1799).

Ante los enlaces entre ciencia y fe, la Iglesia — a la que ha sido confiada la misión de conservar intacto el depósito de la Revelación y de enseñar — pone a los fieles en guardia contra aquellas teorías científicas contrarias a la fe y, por ello, merecedoras de ser eludidas y de ser estimadas como falsas hasta en el propio terreno científico (Denz., 1789). Por lo demás, toda oposición entre ciencia y fe — según advierte el propio Concilio Vaticano—deriva del hecho de que, o bien las enseñanzas de la Revelación no han sido comprendidas rectamente, siguiendo la interpretación de la Iglesia, o bien alguna opinión científica, siendo aún solamente opinión, viene admitida cual verdad demostrada (Denz., 1797). Compréndase bien cuanto la Revelación dice, fíjese con honestidad el significado de las conclusiones científicas, y se verá que nunca existe verdadera oposición: resultando claro que las conclusiones científicas, inciertas y falibles siempre, deben ceder ante los datos infalibles de la Revelación, rectamente entendidos.

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Un último documento, de gran valor, sobre la estima y el recto uso de la ciencia experimental, es la carta encíclica Humani generis. «Llegada parece la hora de hablar — ha escrito el Sumo Pontífice Pío XII — sobre aquellas cuestiones que, aun perteneciendo a las ciencias positivas, están más o menos conexas con la verdad de la fe cristiana. No pocos, en efecto, piden con insistencia que la religión católica tenga en cuenta, hasta el máximo, a tales ciencias. Lo cual es laudable, sin duda, cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero es preciso ser cautos cuando más bien se trata de hipótesis — aunque fundamentadas, de algún modo, en lo científico — en las cuales se afecta a la doctrina contenida en la Escritura o mantenida en la Tradición; porque si tales hipótesis atenían, directa o indirectamente, contra la doctrina revelada, en tal caso no pueden ser admitidas de ninguna de las maneras.»

* * *

Por consiguiente, la Iglesia no impide el progreso - de las ciencias, a las que, por el contrario, estimula:

quien teme a la Iglesia no es la verdad — sea del tipo que sea, humana o divina, filosófica o científica —, sino el error. Testimonio irrefragable de este fervor suyo por las ciencias humanas es la propia historia, de la Iglesia y de la civilización cristiana, con las instituciones de cultura alumbradas por la religión católica: existen documentos solemnísimos para testimoniarlo, como cuando el Concilio Vaticano afirmó su estima por la cultura humana, la cual beneficia a la propia religión, aparte de elevar el nivel vital del hombre. Todas las ciencias y artes son favorecidas por la Iglesia, incluso las ciencias positivas. A propósito de las cuales baste recordar la Pontificia Academia de Ciencias, las universidades católicas esparcidas por el mundo entero, y, en fin, los discursos innumerables

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que los postreros Sumos Pontífices han dedicado a asambleas seflectas de científicos, para precisar los puntos de contacto — siempre más y más numerosos — entre la fe o la moral cristianas y las ciencias positivas (biología, medicina, psicología, física, etc.).

Un acto de confianza, ante las ciencias positivas, es la exhortación dirigida—por el papa Pío XII y desde la encíclica Humani generis — a los estudiosos católicos, para que cultiven con diligencia las ciencias humanas, incluso las experimentales: «Intenten con todo esfuerzo, y hasta con pasión, concurrir al progreso de las ciencias que enseñan. Pero guárdense bien de sobrepasar los confines, establecidos por Nos, exigidos por la defensa de la fe y de la doctrina católica. Ante las nuevas cuestiones, las que han llegado a ser de actualidad por la cultura y el progreso moderno, ofrezcan las aportaciones de sus cuidadosas investigaciones: mas con la prudencia y la cautela convenientes.»

Va sin decir que los enlaces entre Revelación y ciencia humana se multiplican, en especial, entre aquellas disciplinas que guardan con la primera relación más inmediata, por razón de su objeto: eso es, la filosofía y, más en particular, la teodicea y la ética. Mas esos enlaces no faltan tampoco respecto de las otras ciencias, incluso con las ciencias positivas: la Humani generis habla expresamente de la evolución y el polige-nismo, que son problemas pertenecientes a las ciencias experimentales. Para el estudio de los capítulos primeros del Génesis resultan útiles estas ciencias: astronomía, física, geología, paleontología, biología, glosología, etnología, historia de las religiones, etcétera. Existen paralelamente problemas biológicos en los cuales tiene la Iglesia derecho y deber de hablar, como los problemas que afectan al cuerpo humano o que hacen al hombre dueño del propio destino biológico : modificaciones hormonales, partenogénesis, fecundación artificial, selección eugenésica mediante esterilización, control de nacimiento, teoría de Ogino-Knaus, parto sin dolor, fertilización, etc. Cuestiones

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son éstas que —> fácil resulta comprenderlo — afectan a la persona humana, a la familia o a la sociedad, y que pueden dañar profundamente a Ja moralidad (la privada, la familiar o la social). Son campos en los cuales, antes y por encima de las leyes biológicas o físicas que son competencia de la ciencia, existen otras leyes, cuya competencia incumbe a la Iglesia, a la cual ha sido confiada la misión de salvaguardar la fe y las costumbres en todos los órdenes de la actividad humana. Dígase otro tanto de algunas aplicaciones de la medicina, o la cirugía, o la psicología, para la curación de enfermos.

Otro enlace, entre Revelación y ciencia positiva, surge ante la posibilidad del milagro, argumento de la divina Revelación que alguna teoría científica ha intentado también negar.

En el presente trabajo consideraremos las principales teorías científicas modernas, sobre todo de la física y la biología, que pueden ofrecer alguna relación con la Revelación; y veremos cómo, de hecho, las enseñanzas del Concilio Vaticano vienen corroboradas en la ciencia entendida con honestidad y con rectitud.

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CAPITULO II

LA EXISTENCIA DE DIOS Y LAS CIENCIAS

I. PREMISAS DE LAS VÍAS TOMÍSTICAS.

II. EXISTENCIA DE DIOS Y TERMODINÁMICA. — 1. La entropía.— 2. Extensión del universo.—3. El principio de Carnot como ley estadística.—

4. La muerte térmica del universo.

III . EXISTENCIA DE DIOS Y COSMOGONÍA MODERNA. —

1. El sistema solar. — 2. Las estrellas. — 3. El universo. — 4. Origen del sistema solar. — 5. Escala del tiempo cósmico. — 6. La creación y Dios.

IV. EXISTENCIA DE DIOS Y CÁLCULO DE PROBABILIDADES.

I. PREMISAS DE LAS VÍAS TOMÍSTICAS.

El problema fundamental para la vida humana es el de la existencia de Dios. Precisamente por ello, de manera más o menos directa, retorna de continuo a ese problema la ciencia humana, tanto la especulativa como la experimental.

La existencia de Dios puede ser conocida mediante demostración racional y mediante la fe: según enseña el Concilio Vaticano, «podemos llegar a conocer con

LA EXISTENCIA DE DIOS 31

certeza — desde las cosas creadas y por medio de la luz natural de la razón humana — la existencia de Dios, en cuanto principio y fin de todas las cosas habiendo, empero, complacido a su sabiduría y bondad el revelarse a sí mismo y a los decretos de su voluntad al género humano mediante otra vía, que es la sobrenatural» (Denz., 1785).

Cierto es, por consiguiente, que la demostración de la existencia divina puede hacerse mediante la razón humana, partiendo de las cosas creadas. La ciencia que debe interesarse— con inmediatez — de tal demostración es la filosofía. De hecho, Dios no es una realidad material, sino espíritu puro, al que puede llegarse únicamente mediante raciocinios filosóficos.

Las demostraciones de la existencia de Dios son muchas y parten siempre de las creaturas: por ello, de las diferentes especies de tales cosas creadas obtiénense diferentes especies de demostraciones. Pueden ser considerados los mundos material, intelectual y moral, surgiendo así diversas demostraciones en cada una de esas tres categorías. Pero las pruebas clásicas de la existencia de Dios, las más fáciles y más evidentes para toda mente humana, son las presentadas por Santo Tomás en sus famosas cinco vías.

Adviértase que las vías tomísticas parten siempre de una consideración empírica. La primera vía, la más fácil, parte de la comprobación del movimiento, o sea, de la mutabilidad de las cosas del mundo material: observando al efecto Santo Tomás que «es cierto y consta a la sensibilidad que algunas cosas se mueven en el mundo». La segunda vía considera la casualidad eficiente y parte, ella también, de la eficiencia de las cosas materiales: «encontramos, de hecho, entre las cosas sensibles un orden de causas eficientes». La tercera vía se inicia con la consideración de la contingencia de las cosas materiales: «encontramos que algunas cosas pueden ser y no ser, dado que pueden ser y no ser cuantas vemos nacer y morir». También la cuarta vía, que se eleva hasta la metafísica altísima,

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32 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

iniciase en el mundo material: «la cuarta vía es tomada de los grados de perfección que se hallan en las cosas, ya que existen cosas más o menos buenas, y verdaderas, y nobles, etc.». La quinta vía, en suma, considera el orden del mundo: «vemos que cuanto carece de conocimiento, o sea los cuerpos naturales, todo obra por algún fin, lo cual deriva del hecho de que esas cosas, siempre o con frecuencia, obran del mismo modo y se enderezan hacia lo que es óptimo» \

Estas comprobaciones sensibles pueden encontrar diverso desarrollo según los casos: son hechos físicos que pueden ser considerados, bien mediante la experi-riencia común, en cuyo significado fueron tomados por Santo Tomás, bien mediante la más refinada técnica experimental. Pero en ambos casos constituyen el mismo punto de partida para llegar a Dios, y ambas consideraciones, la vulgar y la científica, ofrecen el mismo valor para fundamentar la prueba metafísica de la existencia de Dios.

Un primer servicio que la ciencia ha hecho a la fe es el descubrimiento continuo de las maravillas de la creación: evidente es — ante toda consideración honrada— la grandeza, y la potencia, y la belleza sobrehumanas del mundo material; están acordes todas las ciencias (física, química, biología, astronomía, etc.) y proclaman elevadamente la sabiduría ahí ínsita, en el orden y la estructura de los seres materiales, vivientes y no vivientes. La constitución del átomo, con su núcleo y sus electrones, o de la molécula, o de los cuerpos mayores; las leyes físicas que regulan las relaciones entre los cuerpos, al igual que las leyes químicas; el ciclo de la economía de la tierra, y el sistema solar, y las estrellas, y las nebulosas galácticas; el fenóme-

1 SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 2, a. 3.

LA EXISTENCIA DE DIOS 33

no mismo de la vida, en el campo del mundo orgánico, y la estructura de las formas vivas, desde las más elementales hasta las más complejas, y la variedad sin fin de las formas vivas existidas durante la historia de la tierra, al igual que las complicadísimas y perfectas funciones vitales, especialmente en el cuerpo humano, e t c . . todo ese complejo de realidad, de leyes físicas, y químicas, y biológicas, que constituyen el mundo material — desde las partículas elementales hasta los universos —• son prueba aplastante de una suprema armonía, y un poder ilimitado, y una inteligencia inescrutable, y una providencia amantísima, escondidas y a la par bien visibles en el mundo material: son testimonio elocuente de la perfección del Autor del mundo. Siendo esto tanto más verdadero por cuanto los científicos más sabidos y más serios, sin excepción, han admitido siempre que conocemos solamente una pequeña parte de las maravillas de lo creado.

En suma, podemos concluir que todo el desarrollo de las ciencias experimentales es una continua demostración de la sabiduría oculta tras el mundo material. Prescindiendo del valor intrínseco de los descubrimientos en sí mismos, las ciencias experimentales son un desarrollo del punto de partida, sensible y empírico, que Santo Tomás situó al principio de las cinco vías: ellas explican, siempre mejor y siempre más profundamente, el movimiento de las cosas, la subordinación casual de los fenómenos, la mutabilidad del mundo, las diferentes perfecciones y el orden cósmico. Si quisiéramos, por consiguiente, desenvolver esos cinco puntos, deberíamos recorrer todo el camino de la ciencia experimental: lo cual no es nuestro cometido2. Sin embargo, importante resulta la observación que hemos hecho.

Desde un punto de vista metafísico, si verdad es

2 P . LANDUCCI, Esiste Diol, Asís, 1957.

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:>>4 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

que un átomo de materia plantea con inmediatez el problema de la existencia de Dios, en cuanto exige una razón suficiente de su realidad, mucho más trascendente será este problema ante la consideración, no de un átomo, sino de la inmensidad toda del mundo, de la tierra y de los cielos sin fin: si un átomo supone a Dios, con mayor razón e inmensamente más el universo conducirá a Dios. Sin embargo, desde el punto de vista metafísico, tanto si se considera un átomo como si se considera el universo entero, el discurso tiene el mismo valor: ciertamente que impresiona, y hasta presenta cierto vigor trágico, cuando viene esto planteado, ante nosotros, por la complejidad grandiosa e incomprensible del mundo material; mas en sí mismo, atendiendo a su significado metafísico, un átomo o un universo exigen — de modo idéntico —> la existencia de Dios.

II. EXISTENCIA DE Dios Y TERMODINÁMICA

1. La entropía.

Las ciencias experimentales pueden hoy ofrecer algo más, aparte de sus explicaciones de las premisas articuladas en los argumentos de Santo Tomás: desde los descubrimientos más recientes de la ciencia, podemos extraer consideraciones que poseen el aspecto de argumentos, con valor propio, para llegar a Dios.

Antes de seguir adelante, cabe preguntarse si es posible que las ciencias experimentales in genere, y en particular la física, consigan demostrar la existencia de Dios. La física experimental o teorética es el estudio de los hechos físicos y de las leyes que regulan tales hechos, las cuales vienen luego agrupadas en teorías o leyes más generales: no corresponde a la física — en el significado común —* indagar sobre las razones últimas de las leyes naturales y de todo el universo. Claro resulta que, mientras permanecemos en este plano, no ascendemos jamás hasta Dios. Sin embargo,

LA EXISTENCIA DE DIOS 35

si integramos esos conocimientos obtenidos desde el plano físico, mediante consideraciones más generales relativas a la realidad misma de las cosas, teniendo presente la misma naturaleza de los hechos físicos y de sus leyes, posible será — según veremos — ascender hasta mucho más arriba y construir algún raciocinio particular que nos conduzca hasta Dios 3.

* * *

Una de las grandes leyes de la ciencia experimental es la ley de la conservación de la materia y de la energía. En 1774, A. L. Lavoisier comprobó experimental-mente la conservación de la materia en las mutaciones químicas; en el siglo siguiente, con el descubrimiento de la transformación recíproca, entre energía mecánica y calor, y de la transformación de todas las energías entre sí, vino establecida la ley de la conservación de la energía — por obra de R. Mayer (1842), J. P. Joule (1843), Colding (1843) y H. E. Helmholtz (1847) —, la cual es el primer principio de la termodinámica.

Precisamente a base de esas leyes científicas se proclamó jubilosamente, por científicos y filósofos materialistas, la eternidad e indestructibilidad de materia y energía: si nada se crea y nada se destruye en el mundo físico, el mundo material no podría haber sido creado, no pudiendo haber tenido principio y siendo eterno; a partir de lo cual proclamábase la inconcilia-

3 Cfr. A. GRÉGOIRE, immanence et Transcendance, .Bruselas, 1930; Les preuves scientifiques de l'existence de Dieu, pp. 137-157. F. VAN STEENBEKGHEN, Le probléme philosophique de l'existence de Dieu, en «Revue philosophique de Louvain» XLV (1947), pp. 150-51; ID.. La physique moderne et l'existence de Dieu, en «Revue philosophique de Louvain», XLVI (1948), pp. 383-4. C. FABHO L'uomo e il problema de Dio, en «Dio nella ricerca umana», op. cit., p. 38 s. En este volumen cfr. La scienza di fronte al problema di Dio.

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bilidad de la ciencia con la Revelación. Por ejemplo, en 1907 escribía Píate: «La materia existe, de la nada no nace nada; en consecuencia, la materia es eterna. Nosotros no podemos admitir la creación de la materia» 4. Y Svante Arrehnius, según su conocida teoría cosmológica, pudo escribir: «La opinión de que algo pueda nacer de la nada está en pugna con el estado actual de la ciencia, según la cual la materia es inmutable» 5. A este efecto, Arrehnius sostenía que el universo había sido siempre como ahora es, en un ciclo continuado de nacimiento y muerte entre las estrellas. Evidentemente, todos estos autores incurrían en un tránsito ilógico desde el terreno físico hasta el filosófico: si cierto fuera que materia y energía no se destruyesen en sentido físico, no se seguiría de ello que también lo fuese en sentido metafísico; esto significaría que la conservación de materia y energía se verifica en todos los fenómenos físicos, mas nada diría de la posibilidad metafísica del tránsito entre ser y no ser, entre creación y destrucción.

Por lo demás, con la teoría de la relatividad y con el desarrollo de la física nuclear se ha venido bien pronto a conocer una equivalencia entre masa y energía, así como la intermutabilidad — al menos en sentido físico-—entre masa y energía de manera que los dos principios de la conservación, el de la masa y el de la energía, han ido adquiriendo un sentido único al fusionarse en principio único. En Darticular la inmutabilidad de la materia, antes afirmada, no es ya soste-nible hoy, a causa de las profundísimas modificaciones que sobrevienen de continuo en el interior del átomo y a causa de las mutaciones .de partículas en diversas formas de energía.

4 PLATE, Ultramontane Weltanschauung und modeme Lebenskunde, 1907, p. 55.

s S. AIBREHNIUS, Die Vorsteüung vom WeltgeOaude im Wandel der Zeiten, 1911, p. 362.

LA EXISTENCIA DE DIOS 37

Al principio de la conservación de la energía, que es el primero en la termodinámica, se ha unido el principio segundo de tal ciencia. Fué descubierto prácticamente por Sadi Carnot, quien lo propuso en un breve trabajo: Riflessioni sulla forza motrice del fuoco e sulle machine adatte a svüuppare calore (1824). Carnot era ingeniero y su propósito era perfeccionar las máquinas de vapor: en su estudio llegó a la conclusión de que la fuerza motriz del calor es independiente de los agentes aplicados para conseguirla, mientras viene determinada sólo por las temperaturas de los cuerpos entre los cuales tiene lugar el transporte de calor; por ello, cuanto mayor es la diferencia de calor entre dos cuerpos, más grande es la cantidad de trabajo mecánico que se obtiene. Este principio fué valorizado por Lord Kelvin y, en especial, por R. Clau-sius, quien lo expuso en forma matemática; fué precisamente al desarrollar el principio de Carnot en forma matemática, cuando Clausius encontró una función (es decir, una expresión matemática) denominada entropía, cuyo valor depende de las

t variables que determinan el estado termodinámi-co del sistema. De gran importancia aparece el modo según el cual varía esa función: ha sido descubierto que, en un sistema térmicamente aislado — esto es, sistema que no ofrezca intercambios de calor con el exterior, aun cuando le sobrevengan transformaciones—, la entropía o permanece constante (si las transformaciones son reversibles, es decir, pueden repetirse con identidad, pero en sentido inverso a aquel en el cual han sobrevenido), o bien aumenta (si las transformaciones son irreversibles); un aumento de entropía significa, para decirlo con palabras sencillas, aumento de la nivelación de las energías del sistema, bajo forma de calor, a temperatura uniforme. De hecho, todas las transformaciones reales son irreversi-

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bles por la presencia de aumentos. En consecuencia, en todo sistema cerrado la transformación natural es tal que tiende al máximo de entropía, es decir, a la máxima nivelación de la energía: alcanzado este máximo, ninguna transformación es ya posible. Ello sucederá cuando todas las energías se hayan transformado en calor, quedado igualadas las temperaturas de todos los cuerpos. Entonces, imposible será el paso de calor entre dos hontanares a diferentes temperaturas, siendo por tanto imposible obtener trabajo: el sistema permanecerá perennemente inmóvil, a menos que venga turbado por energía procedente del exterior.

A partir de este hecho resulta que las transformaciones naturales poseen un sentido bien determinado y que un sistema aislado no pasa jamás dos veces por el mismo estado. Precisamente Clausius denominó a la función por él descubierta con la voz «entropía» (del griego IVTPOTTT), involución) para sugerir Sa transformación natural de los cuerpos hacia un sentido deterior.

* * *

Cualquier sistema suficientemente grande puede ser considerado como térmicamente aislado. Clausius y lord Kelvin pensaron extender, a todo el universo, la ley de la degradación de la energía, llegando a la conclusión de la muerte térmica del universo. H. Helm-holtz, en su obra Exposición elemental de la transformación de las fuerzas naturales (París, 1869, p. 28), expone así — con gran claridad—-el razonamiento: «Si todos los cuerpos de la naturaleza poseyesen una misma temperatura, jamás se transformaría en trabajo la más mínima cantidad de calor. Pueden establecerse, por tanto, dos partes en el cúmulo cuantitativo total de la fuerza universal: una, compuesta por el calor, que permanece inalterable; la otra, compuesta por una parte del calor de los cuerpos más cálidos y

LA EXISTENCIA DE DIOS 39

por todo el complejo de las fuerzas químicas, y mecánicas, y eléctricas, y magnéticas, que es susceptible de las más variadas transformaciones y comprende todo el dominio de las acciones mutuas de la naturaleza. Pero el calor de los cuerpos más cálidos tiende incesantemente, por la conductibilidad y la irradiación, a comunicarse hacia los cuerpos menos cálidos y a establecer el equilibrio de la temperatura. Todos los movimientos de los cuerpos terrestres se reducen a calor por sustracción y adición: una parte de la fuerza mecánica, y solamente una parte de ese calor, puede ser de nuevo empleada; lo mismo sucede en todos los fenómenos físicos y eléctricos. Sigúese, de todo ello, que la primera parte del complejo de las fuerzas naturales, la que no contiene sino calor inmutable, adquiere sin cesar nuevos incrementos a costa de todas las acciones naturales.»

También científicos recientes, como James Jeans, han reemprendido el mismo raciocinio: «Consideraciones de carácter general demuestran que el universo, como un todo, posee aún mucho camino por recorrer antes de llegar a su estado final de entropía máxima. En ese estado final las concentraciones de la radiación y la temperatura habrán ambas desaparecido, de modo que la radiación será distribuida uniformemente en el espacio y la temperatura será dondequiera la misma» 6. Semejantemente, ha escrito A. Eddington, el otro gran astrónomo inglés : «No existe duda ninguna de que el esquema de la física de estos tres últimos cuartos de siglo postula una fecha en la cual las realidades del universo fueron creadas en estado de elevada organización, o bien realidades preexistentes fueron dotadas de esa organización elevada, que de entonces en adelante fueron disipando. Es más, esa organización es lo contrario de la casuali-

6 J. JEANS, I nuovi orizzonti della scienza, Florencia , 1943, p. 248.

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dad: es algo que no pudo acaecer fortuitamente» r . Al igual que Jeans y Eddington piensan otro muchos autores modernos.

Establecida esta descripción del desenvolvimiento físico del universo —- según nos viene presentada por la propia ciencia, mediante exponentes cuales Clau-sius, lord Kelvin, Helmholtz, Jeans, Eddington, etc. —, podemos razonar del siguiente modo: el universo se desenvuelve en sentido bien determinado y tal desenvolvimiento no puede ser eterno. Presentemente vemos que el desenvolvimiento está en plena actuación: por consiguiente, esto quiere decir que ha comenzado en un tiempo determinado y no desde la eternidad;; si, por el contrario, hubiese comenzado desde la eternidad, hoy habría concluido. Y establecido ya tal inicio, posible era pasar al inicio del tiempo en sentido absoluto, esto es, afirmar la creación del mundo y la existencia de un Dios Creador: según aquellas palabras de la Biblia «en el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen., 1, 1), y según las enseñanzas de la Iglesia, expresamente declaradas en el IV Concilio Lateranense y en el Concilio Vaticano (Denz., 428

.y 1783).

2. Extensión del universo

Sv.. Arrhenius 8 y W. Nerst9 han negado la posibilidad de aplicar a todo el universo la ley de Carnot, por razón de que, habiendo presupuesto que el mundo existe desde un tiempo eterno, si el universo estuviese sujeto a la degradación indicada por Carnot, habría ya desaparecido. Ese raciocinio es evidentemente un

7 A. EDDINGTON, The nature of the physical world, Nueva York, 1931, p . 84.

8 Sv. ARRHENIUS, Das Werden der Welten, Leipzig, 1908, cap. V I I ; cfr t r . it. II divenire dei mondi, Milán, 1909.

9 W. NERST, L'Univers á la lumiere de l'investigation scientifique.

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círculo vicioso, en cuanto presupone que el mundo existe desde un tiempo eterno.

Hacia fines del siglo pasado, cuando ¡—* bajo el influjo de la metafísica positivista y materialista.— las afirmaciones científicas devenían axiomas absolutos y universales, admitíase comúnmente la eternidad de la materia, a base de las leyes físicas sobre conservación de la materia y de la energía; en consecuencia, se imaginaron diversos modelos de evolución del universo, adaptados a una concepción del mundo material existente desde lo eterno10. Más todos esos modelos presuponen precisamente una concepción filosófica, y son sin excepción círculos viciosos, a la par que — incluso desde un punto de vista meramente físico — han quedado sobrepasados". Sobre ellos no nos interesaremos en particular.

Necesario resulta en cambio, antes de establecer con exactitud nuestra conclusión, comprobar — mediante criterios más modernos — los conceptos sobre los cuales se basa tal raciocinio. Tras la formulación de la teoría de la termodinámica, sobrevenida hacia la mitad del siglo pasado, la física ha hecho enormes progresos. De ahí que debamos considerar qué valor posee hoy el segundo principio de la termodinámica y si, para su aplicación, el universo verifica hoy las condiciones indispensables 12.

10 Cfr., por ej., CLIFFORD, The first and the last catastro-phe, en «Forn ight ly Review», abri l 1885, p . 480.

11 Cfr. A. EDDINGTON, The nature of the physical world, Nueva York, 1931, p . 85.

12 GUIBERT, Les origines, Par ís , 1896; D. COCHIN, Le monde extérieur, l'énergie, la théorie de Clausius sur la création, en «Annales de phi losophíe chré t ienne», 1895, p . 519; J JOOSSENS, Les questions actuelles, París-Bruselas , 1913, etc. Cfr F . Russo, Pensée scientifique et foi chrétienne, en «Recherches et débats», mayo 1953, p . 18 s.

Sobre el p roblema del or igen del m u n d o cfr. G. UNITÁ, Sull'origine degli esameroni, Roma-Milán, 1937.

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# * *

Comencemos por el segundo punto: el referente a que la ley de la degradación de la energía verifícase sólo cuando el sistema está térmicamente aislado.

Tan pronto como queramos aplicar al universo esta condición, debemos preguntar si posee dimensiones finitas : claro resulta, en efecto, que si el universo es finito, puede también ser considerado cual térmicamente aislado. Notorias son las dificultades e interminables las discusiones sobre la extensión del universo: en este punto la astronomía no consigue presentar ninguna demostración con base empírica: nuestros telescopios más potentes son demasiado débiles para indicarnos algo seguro sobre los confines del universo; inclusive el de Monte Palomar, por ejemplo, que explora el espacio mediante un rayo de más de media miríada de años-luz. Hasta parece que el espacio estelar conocido por nosotros sea una parte asaz pequeña de todo el espacio real.

Para conocer las dimensiones del universo, resulta por ello necesario confiarse al razonamiento abstracto y a las matemáticas. No queremos ahondar en estas discusiones multiseculares: deseamos sólo demostrar que, con toda probabilidad, el universo es finito, ora venga pensando según la geometría euclídea, ora venga concebido según la geometría riemanniana.

Consideremos ante todo la noción común de espacio, según la cual el universo tiene tres dimensiones: el universo finito viene, entonces, imaginado cual un inmenso sólido, de forma esferoidal y de volumen determinado. Notorio resulta que, en el ámbito de este común concepto de espacio, existen dos opiniones opuestas sobre la posibilidad de demostrar el absurdo de una magnitud actual infinita y, por ende, de un universo infinito: algunos afirman tal posibilidad y otros la niegan. Existen muchos argumentos contra la posibilidad de una magnitud infinita o de un número infinito,

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pero no poseen valor del todo convincente. Nuestro concepto de lo infinito es, en efecto, negativo: infinito es aquello que carece de límites; trátase de un concepto imperfecto que no nos permite definir directamente la cuestión de la posibilidad de una infinitud dimensional. Santo Tomás, en varias ocasiones, ha abordado el problema de la posibilidad de una extensión infinita o de un número actualmente infinito: mas lo ha hecho siempre con incertidumbre, a la par que acepta ahí, como apodícticos, argumentos que, en otras obras, considera meramente probables ,3.

Recientemente, ha sido propuesta y discutida una argumentación nueva contra la infinitud espacial ", que sin duda vale la pena considerar. Se razona por la vía del absurdo: supongamos que el universo sea, de hecho, infinito; de ser verdadera esa hipótesis, deben existir dos cuerpos — al menos — en tal universo que estén a distancia infinita (dos átomos o dos estrellas, poco importa); sean estos dos cuerpos A y B. En la distancia AB existirán otros cuerpos que disten de A infinitamente, mientras otros distarán de A con distancias finitas; mas como la distancia AB es continua, la serie de los cuerpos que distan de A infinitamente deberá encontrarse con aquella otra de los cuerpos que distan sólo finitamente. Ese punto de cruce debería ser el último en distar finitamente de A y el primero en distar de A infinitamente; mas evidente resulta que esto es absurdo, dado que tal punto debería estar a u n a distancia que, a la vez, fuese finita e infinita respecto de A. Pues bien, como la existencia de ese punto ha sido deducida lógicamente de la hipótesis de que existen dos cuerpos a distancia infinita entre sí, sigúese que la propia hipótesis es absurda: esto es, resul ta

1 3 Cfr. SANTO TOMÁS, Sum. theol., I. q. 7, a. 3, ad 4 ; De aeternitate mundi; Physica, I I I , lee. 8; Quodl. X I I I , a. 2.

14 P C. LANDUCCI, La finitezza dimensiva dell'universo, en «Bollettíno Filosófico del! Ateneo Lateranense» , K o m a , 1935, n. 1, p . 24; ÍDEM, Esiste Dio?, Asís, 1957, pp. 96 s.

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absurdo que dos cuerpos disten infinitamente entre sí; por ello el universo debe ser finito en cuanto a extensión.

Existen diversas opiniones tanto en torno de ésta como de otras argumentaciones similares 16. Parécenos, sin embargo, que toda la disputación multisecular sobre el problema de lo infinito otorga probabilidad sólida a la tesis finitista; de modo que, con certeza, puede afirmarse —* incluso a base de consideraciones generales, siempre en el campo de la física — que el mundo real no puede ser actualmente infinito en su extensión.

Toda la cuestión de las dimensiones del universo ha conseguido un desarrollo insospechado, a causa de las aplicaciones de las modernas geometrías no-eucli-dianas a la física del espacio real.

Nosotros poseemos nociones clarísimas de la línea, la superficie y el volumen: como resultado, el espacio es un volumen de tres dimensiones: trátase del espacio ordinario o euclídeo. En el plano cabe considerar una línea, con una dimensión única, que sea curva respecto de otra dimensión: esto ocurre, por ejemplo, en el círculo. Paralelamente, en el volumen, cabe estudiar una superficie, con solas dos dimensiones, que

15 Cfr. R. MASI, Dimensioni deU'universo, en «Euntes docete», I I (lSf49), pp . 383 s.; P . C. LANDUCCI, Si pub dimostrare filosóficamente la temporaneitá e la finitezza dimensiva deU'universo materiales, en <¡Divus Thomas P l a c » , I I I (1949), pp. 340 s. H. DEGL'INNOCENTI, De infinito in quantitate,, it>.-dem„ L i l i (1950), pp . 234 s R. MASI, M. CRENNA, M. SIGNORE-LLI, P . SELVAGGI, R. A. BELLUCCI, A. TEDESCHI, Sulla finitezza dimensiva deU'universo, ibídem, pp. 370 s. P . C. LANDUCCI, h'infinita dimensiva e temporale deU'universo é veramente assurda?, ibídem, LIV (1951), pp . 60 s.

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sea curva respecto de otra tercera: por ejemplo, la superficie esférica. Semejantemente, no resulta absurdo pensar un volumen, con sus tres dimensiones, que sea curvo respecto de una cuarta dimensión: este nuevo ente geométrico, diferente por completo de los imaginados en el espacio ordinario, constituye un supervo-lumen, en un superespacio de cuatro dimensiones: por ejemplo, una superesfera. Estos superespacios, y otros similares, son los estudiados precisamente por las geometrías no euclidianas.

La teoría general de la relatividad, por su parte, ha aplicado al espacio real la geometría de Riemann sobre el espacio positivamente curvo; así ha surgido la teoría de un espacio real, no euclídeo, sino curvo. Veamos cuanto deriva, con inmediatez, de esta concepción, en orden al problema de las dimensiones del universo, ayudándonos para ello con una comparación.

Todo círculo —• en su plano — es finito, aunque sin límites, pues girando en torno de su circunferencia jamás le hallaré limitación. Algo análogo ocurre con la superficie esférica: si recorro su envoltura jamás encontraré tampoco limitación ninguna, aun cuando tal superficie sea finita. Análogamente, pensemos ahora en un volumen curvo, dentro de un espacio con cuatro dimensiones: corriendo siempre, según una dirección constante, jamás llegaré yo al fin, ni encontraré jamás un límite: en consecuencia, podemos decir que el espacio curvo de la geometría riemanniana es finito, pero ilimitado. Con esta solución consigúese resolver elegantemente el problema de las dimensiones del universo, incluso evitando el concepto embarazoso de un confín en el mundo material, más allá del cual nada existiría; si bien álzase la dificultad de concebir al universo real cual dotado de cuatro dimensiones, por razón de que la experiencia atestigua únicamente tres dimensiones.

Desde cualquier concepción que se prefiera elegir para representar el espacio real — sea la euclídea, sea la no-euclídea — débese siempre admitir que el espa-

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ció es finito. Por ello mismo resulta posible — y hasta aquí queríamos llegar en nuestro razonamiento—concebir el universo cual sistema térmicamente aislado, de manera que para él valga la ley de la entropía.

A menos que se intente admitir, en un universo material finito, una cantidad infinita de energía, la cual podría suplir indefinidamente a la degradación de la ley de la entropía. Mas tal hipótesis, incluso desde el punto de vista estrictamente físico, resulta absurda: deberíamos con ello admitir que, en el universo entero, o en una parte del mismo, existiría espacio finito con infinita concentración de energía; pero una concentración infinita de energía es, físicamente, un concepto absurdo.

3. El principio de Carnot como ley estadística

Hemos demostrado, con todo lo anterior, que el universo verifica las condiciones exigidas para la aplicación de la ley de la entropía, pudiendo ser considerado cual un sistema térm icamente aislado. Veamos ahora si tal ley tiene valor para el universo entero, incluso tras los descubrimientos de la física más reciente.

Hacia finales del siglo pasado, L. Boltzmann demostró que el principio de Carnot es una ley estadística. Existen en física, de hecho, leyes que poseen valor absoluto — por ejemplo, la ley de la inercia — ,mientras otras leyes poseen solamente valor estadístico: esto es, valen como promedios de ciertos complejos de fenómenos. Boltzmann llegó a este resultado en el estudio de la teoría cinética de los gases y en este momento intentaremos seguirle en una de sus concreciones particulares. Supongamos dado un volumen de gas, por ejemplo, un litro: podremos estudiarlo siguiendo el movimiento de sus moléculas, consideradas como pelotillas elásticas que se mueven de continuo a gran velocidad, chocando entre ellas lo mismo que contra las paredes del recipiente. Pero evidentemente, aparte de la imposibilidad práctica de comprobar las moléculas

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una por una, existirá además la dificultad teorética de que no es posible estudiar, desde nuestras capacidades intelectuales, el comportamiento de miríadas y miríadas de moléculas, cual las existentes en un litro de gas. Por ello adóptase otro método: es decir, se consideran los valores medios del gas — temperatura media (la correspondiente a la velocidad de las moléculas), presión media (la ejercida sobre la pared del recipiente), etc. —, y con tal expediente, mediante la teoría cinética de los gases, se consigue precisamente reencontrar las leyes descubiertas por la experiencia, entre las cuales cuéntase también el principio de Carnot. De esta suerte encontró Boltzmann que las velocidades de las moléculas tienden a uniformarse según una velocidad media. Pero si observamos los gases desde el punto de vista microscópico comprobamos en seguida que los valores medios no se corresponden exactamente con los reales: en los diversos puntos del volumen de un gas, sucederá con frecuencia que la temperatura sea algo mayor o algo menor, respecto de la media, durante tiempos brevísimos; bastará, en efecto, que en tales puntos se encuentre alguna molécula con velocidad mayor o menor en relación con la media; así, si en un punto de la pared incide una molécula más veloz, la presión durante un instante será mayor. Claro resulta, pues, que en este sentido existirán en el seno del gas «fluctuaciones»: es decir, desviaciones, ligerísi-mas e irregulares, respecto de los valores medios. Por otra parte, estas fluctuaciones son tanto más notables cuanto más pequeños son los volúmenes de gas estudiados: posible es, por ejemplo, pensar una fluctuación tal que, considerando dos pequeños volúmenes de gas muy próximos, mientras en determinado momento el gas está uniformemente distribuido en los dos, tras pocos instantes el gas se retrae por entero en uno de los volúmenes, mientras el otro queda vacío. Según se ve, no se verifica ya, en el orden microscópico, aquella tendencia a la distribución media, que venía en cambio postulada por el principio de Carnot: lo mismo podría

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decirse de la velocidad de las moléculas o de las presiones, etc.

El principio de Carnot puede aplicarse, en el orden macroscópico, cuando viene afectado un gran número de elementos, no verificándose, en cambio, si consideramos los elementos uno por uno: en este sentido el principio de Carnot es una ley estadística, rigiendo en tal sentido también la consiguiente ley de la entropía. Si ponemos en comunicación — por ejemplo — dos recipientes, de los cuales uno contiene gas y el otro está vacío, tras poco tiempo hallaremos el gas difundido uniformemente en los dos recipientes. Imaginemos ahora el colocar en la apertura de comunicación entre los dos recipientes un mecanismo — o incluso, según la suposición de Maxwell, una válvula tal que, cuando una molécula pase del primero al segundo recipiente, encuentre el paso libre, encontrándolo, en cambio, cerrado las moléculas que vayan en sentido opuesto; tras poco tiempo habrá ocurrido que en el segundo recipiente se habrá concentrado todo el gas, mientras el primero habrá quedado vacío. Desde un punto de vista probabilístico, lo que hemos obtenido mediante el mecanismo — o mediante la válvula — podría también ocurrir espontáneamente.

De hecho existe una probabilidad matemática, aun cuando extremadamente pequeña, de que las moléculas de un recipiente, en su movimiento desordenado, se orienten todas hacia el orificio de paso al otro recipiente, mientras las moléculas de este último permanecen en sus puestos. Tal hecho sería contrario al principio de Carnot y dejaría sin cumplimiento la ley de la entropía.

* * *

La ley de la entropía expresa el hecho de que, en los sistemas, existe una tendencia constante hacia el estado más probable: el cual coincide precisamente con la transformación de energía en calor y con la iguala-

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ción total de las temperaturas. Tal tendencia quedará, por tanto, verificada también en el universo. Mas ahora sabemos que el verdadero valor del principio de Carnot es estadístico, en cuanto fundamentado sobre el concepto de probabilidad ante algún dato previo. De ahí que sea posible pensar que también en el universo existen fluctuaciones de manera tal que a un estado más probable de uniformación suceda otro estado menos probable, donde exista una diferenciación energética de las diversas partes del universo y donde la entropía no aumente, sino disminuya, al modo como aumentan las posibilidades de surgir nuevas energías mediante el movimiento de los cuerpos del universo. Según un ejemplo de Jeans, colocando un matraz en el fuego sería posible que el calor del agua pasase al fuego y, mientras el fuego devendría más cálido, el agua se helaría. De ser verdadero tal raciocinio, el principio de la entropía no sería ya válido y fallaría el razonamiento que condujera a admitir un principio temporal en la evolución física del universo.

Para superar esta dificultad observemos que la existencia de las fluctuaciones contradice al principio de Carnot en su forma rígida. No se le opone, en cambio, si tal principio viene entendido cual ley estadística: en tal caso, en efecto, afírmase que el equilibrio termo-dinámico, al presentar un máximo de entropía, expresa un equilibrio estadístico que se corresponde con el estado más probable, mientras los restantes estados no habrá por qué excluirlos, si bien resultan tanto menos probables cuanto más alejados están de aquél. Por ejemplo, coloquémonos ante dos cuerpos, a las temperaturas de 27 y 28 grados centígrados: ordinariamente, en cierto tiempo, un ergio de energía pasará desde el cuerpo más cálido hasta el menos cálido; y, siendo estadística la ley del tránsito del calor, existe alguna probabilidad de que el referido cambio de calor no sobrevenga. Haciendo los cálculos, hallamos que tal probabilidad es mínima: existirá una probabilidad sobre un número de pruebas que se escribe con la cifra 1 se-

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guida de 300 ceros. En cambio, la probabilidad de que, en las mismas condiciones, no pase una millonésima de millonésima de ergio es harto más relevante: sobre treinta y siete pruebas, diez serán las veces en que no habrá transición de calor 1B.

El valor del principio de Carnot, en consecuencia, exige ser considerado desde un punto de vista estadístico. Dícese en física que las aplicaciones de tal principio ofrecen mayor probabilidad en el microcosmos, mientras en el macrocosmos la probabilidad es mucho menor, hasta infinitesimal, aunque no queda excluida del todo. Ese modo de razonar refleja las ideas del cálculo matemático sobre las probabilidades y es exacto en la física matemática. Mas razonemos desde un punto de vista concreto: consideremos ahora el concepto de probabilidad según la física clásica y no según la mecánica cuántica.

Ante todo, advertimos que el caso no existe en realidad : decimos tal vez que una molécula se encuentra en un punto determinado, porque no nos resulta posible comprobar las causas que han lanzado a tal molécula hacia aquel punto; sin embargo, en realidad de verdad, las causas existen y el cálculo de probabilidades se orienta precisamente a suplir esa nuestra ignorancia.

Por consiguiente, deducimos de repente que las fluctuaciones no son casuales, sino causales: una inteligencia superior podría prever matemáticamente el desarrollo de todos los fenómenos microscópicos internos en el gas y, por ende, todas sus fluctuaciones. En cambio, ¿será posible que tal inteligencia pueda prever alguna excepción microscópica a las leyes de Carnot? En otras palabras: ¿será posible la verificación de un alejamiento de la ley de Carnot sobre escala macroscópica? ¿Será posible, en un sistema macroscópico, un estado tal que en su desarrollo futuro ofrezca algún hecho contrario a la ley de Carnot?

"' (.!. CASTELFRANCHI, Física moderna, Milán, 19'49, pp. 68-9.

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El cálculo matemático responde que una excepción, sobre escala macroscópica, a la ley de Carnot, aunque mínimamente probable, es posible. Mas preguntamos nuevamente: Tal excepción ¿es posible también en lo real y lo físico? De hecho el paso de la ley, desde su formulación matemática estadística hasta la realidad física, hace entrar en juego muchos presupuestos físicos que poseen efectiva incidencia en la realidad y no permiten la verificación de la ley/ abstracta, según su significado estadístico, en el mundo macroscópico : de tal modo que la ley —- la cual en abstracto podría admitir excepciones mínimamente probables — de hecho debe verificarse, necesariamente, sin ninguna excepción posible en los fenómenos macroscópicos.

Estas posibles excepciones, o fluctuaciones, de la ley macroscópica son, efectivamente, la suma de otros tantos pequeños fenómenos desde la escala microscópica. La posibilidad de las fluctuaciones macroscópicas dependerá, pues, de ese confluir de pequeños fenómenos según directrices anormales. Mas ese confluir anómalo debería tener alguna causa y tal causa falta: existe, en cambio, la causa del concluir normal de los pequeños fenómenos hacia la directriz común: por ejemplo, la uniforme distribución de la temperatura de un gas deriva de la ley física de los equilibrios dinámicos de los cruces, que aminora la velocidad de las partículas más veloces y acentúa la propia de las partículas menos veloces. A fin de que surja, en un punto, algún aumento de temperatura, mensurable con un termómetro sobre escala macroscópica, deberá existir una causa natural en el confluir de las partículas más veloces hacia aquel punto, causa que deberá contrastar con la ley susodicha del equilibrio dinámico. Pero tal causa no existe y, por ello, no son posibles excepciones macroscópicas a la ley de Carnot.

Si en cambio existiera diferencia entre la ley estadística y el desarrollo efectivo de los fenómenos macroscópicos, deberíamos decir que la ley es errónea, o bien que ha intervenido alguna causa extraña, pertur-

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budora del curso natural de los fenómenos. En tal sentido, no es justo decir que las leyes estadísticas admiten en el macrocosmos real posibilidad, aunque sea mínima, de no quedar verificadas. Por ejemplo: es pro-babilísticamente posible que el agua de un matraz colocada sobre fuego devenga hielo, mientras el fuego deviene más cálido a expensas del calor desprendido por el agua; mas resulta cierto que jamás sucederá a base de una probabilidad; si alguna vez ocurre, deberé preguntar cuál es la causa física que ha producido el fenómeno y, ciertamente, no recurriré =— para su explicación— a la distribución probabilística del calor.

Por consiguiente, si las fuctuaciones son posibles, incluso realmente, cuando quedan afectados pocos elementos, por ejemplo, unas pocas moléculas, tan pronto como aumente el número de los elementos devendrán ellas más y más difíciles; hasta que, cuando se llegue a cierto número de elementos, la excepción a la ley estadística devenga físicamente imposible. Evidente resulta, pues, que, aplicada a todo el universo, no admitirá la ley excepciones de importancia ".

4. La muerte térmica del universo.

Una vez reducida la ley de Carnot a un principio estadístico, fué negada por algunos la posibilidad de aplicarla al universo entero: así como no es válida sobre la escala atómica, podría no serlo sobre la escala astronómica. Intentáronse de esta suerte diversas vías para rehuir la ley de la entropía considerando las varias situaciones en que puede encontrarse la materia en los espacios interestelares, en las estrellas, en las nubulosas, etc. Así, por ejemplo, Arrhenius, quien — en su célebre obra La evolución de los mundos 18 —- imagi-

17 Cfr. P. C. LANDIECI, Esiste Dio?, op. cit., pp. 93 s.; D. ¡Soc-COKSI, De vi cognitionis humanae in scientia physica, Roma, 1958, pp. 1945.

18 Sv. ARRHENIUS, Dar Werden der Welten, op. cit.

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nó un ciclo de muerte y resurrección para las estrellas, según los períodos siguientes: la colisión entre dos estrellas genera una estrella «nueva», ésta se transforma en una nebulosa espiral, la nebulosa en un amasijo de estrellas, las cuales luego se enfrían y vuelven a colisionarse. Así, la mera colisión de dos estrellas daría origen a un nuevo ciclo estelar, Además Arrhenius eludía la ley de la entropía en cuanto admitía que, mientras entre los cuerpos en estado de sol la energía viene deteriorada, en las nebulosas, por el contrario, viene mejorada, haciendo así posible el paso a un nuevo ciclo estelar.

Estas ideas están hoy abandonadas por todos, en cuanto sobrepasadas por los descubrimientos recientes de la astronomía. Hace algunos años el científico ruso Mendéléev19 repetía que no puede aplicarse al universo el principio de Carnot, basándose sobre dos conceptos generales: 1) todos los fenómenos pueden explicarse mediante la concepción atomística mecánica, según la cual todos los fenómenos son reversibles; 2) la ley de los grandes números, para los que son igualmente probables todas las combinaciones, las ordenadas y las desordenadas. Por ello, si entre nuestras observaciones vemos que naturalmente las combinaciones tienden desde el orden hacia el desorden, aunque sea en otro lugar del espacio real, por vigencia de la ley de los grandes números sucederá lo contrario, es decir, que las combinaciones de los elementos físicos tenderán desde el desorden hacia el orden. De modo que la entropía universal no aumentaría, sino que permanecería siempre constante.

Este raciocinio presenta diversos defectos esenciales. Ante todo es falso — según la propia ley física ha mostrado — que los fenómenos puedan ser explicados mediante una concepción mecanicista. Además,

19 G. MENDÉLÉEV, Le principe de Carnot et l'univers, en «Scientia», LXXXIX (1945), n. 1, pp, 14-20.

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y consiguientemente, tampoco es cierto que todos los fenómenos sean reversibles, sino que existe, por el contrario, una tendencia real — ínsita en la naturaleza propia de la energía — hacia el desorden, esto es, hacia el aumento de la entropía: esto lo comprueban las experiencias, que—al manifestar cuanto sucede siempre a la energía — indican su propia naturaleza. Por ello, si por naturaleza propia la energía tiende hacia la degradación, esta tendencia existirá dondequiera ella exista; por ende, dondequiera también, o sea en todo el universo, tendrá siempre vigencia el principio de Carnot.

Otro gran científico contemporáneo, Roberto Milli-kan, en sus estudios sobre los rayos cósmicos, ponía en duda la posibilidad de aplicar la ley de Carnot a todo el universo20. Otros piensan que el descubrimiento de la transformación de masa en energía, y viceversa, puede explicarse mediante un suponer que, mientras en algunos lugares del espacio la materia se destruye y la energía — irradiando — se degrada, en otros lugares esta misma radiación devendría nuevamente materia y

^reconstruiría nuevos mundos, en los cuales recomenzaría el ciclo evolutivo con perenne rejuvenecimiento.

Todas estas hipótesis—surgidas para eludir, sobre la escala universal, la vigencia de la ley de Carnot — presentan el defecto de ser demasiado vagas y de no probar nada: son simples hipótesis, sin prueba positiva ninguna. En particular, la posibilidad de reestructuración de materia a partir de energía no ofrece incompatibilidad crucial con la ley de la degradación de la energía, que domina también este hecho particular y tantos otros hechos, conocidos y desconocidos; los cuales, en vez de eludir el principio de Carnot, son instrumentos para su realización21. Por tanto, si ningún

20 R. A. MILLIKAN, Electrons, protons, photons, neutrons and cosmic rays, Cambridge, 1935, p. 455.

21 A. EDDINGTON, The nature of the physical world, Nueva York, 1931, p 86, cfr. pp. 76, 169.

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argumento positivo lo impide expresamente, lógico resulta aplicar a todo el universo la ley de la entropía: de hecho, partiendo de las observaciones /iue hacemos — en el campo a nosotros accesible — deducimos que la ley de la degradación está en la propia naturaleza de la energía y, por ende, vale dondequiera exista energía, tanto para un sistema pequeño como para un sisteíha grande, como incluso para todo el universo. Lógico resulta admitir, pues, que la energía total del universo padece un deterioro continuado: ni se comprendería por qué las nuevas escuelas deberían excluir tal conclusión.

La muerte térmica del universo — de la que han hablado Clausius, lord Kelvin, Helmholtz, Jeans y Eddington —• es un concepto válido aún hoy, no existiendo razones positivas para negarla. Lícito será, pues, seguir el raciocinio antes indicado: si el curso del universo está en pleno desarrollo y va hacia un fin, ciertamente ha tenido también un inicio. Desde este inicio de la historia cósmica, fácil resulta pasar a un inicio absoluto en el tiempo, es decir: a la creación del mundo, según las palabras de la Biblia y las enseñanzas de la Iglesia.

Este razonamiento, basado sobre los principios de la termodinámica, viene confirmado por la astrofísica reciente, desde otro punto de vista más grandioso y más maravilloso.

III. EXISTENCIA DE DIOS Y COSMOGONÍA MODERNA

1. El sistema solar

Conocido es que, en la antigüedad clásica y durante toda la Edad Media, pensábase que la tierra era el centro del universo, según las ideas de Claudio Tole-meo (siglo ii d. C.}.

Al principio de la época moderna, sobrevino el resurgimiento de la astronomía por obra de Nicolás Co-pérnico, sacerdote católico (1473-1543), quien sostuvo

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el sistema heliocéntrico en su obra De revoliitionibus orbium caelestium; Juan Kepler, quien enunció las tres famosas leyes del sistema solar, basándose sobre experimentos de Tycho Brahe; y Galileo Galilei (1564-1642), quien mediante secciones cónicas descubrió los cuatro primeros satélites de Júpiter (1609), las fases de Venus y Mercurio, las manchas solares, etc. Conocidos son los avatares del caso Galileo frente al Santo Oficio: avatares, empero, que en nada menoscaban la infalibilidad de la Iglesia. Quien estableció luego la sistematización definitiva de la teoría del sistema solar fué Isaac Newton (1642-1727).

Huyghens descubrió, en 1655, un satélite de Saturno y el anillo luminoso de este mismo planeta. Poco después, Juan Domingo Cassini descubría otros cuatro satélites de Saturno. En marzo de 1781, W. Herschel vislumbra otro gran planeta, Urano, y al poco tiempo encuentra dos satélites de Urano y dos más de Saturno. El 1 de enero de 1801 el sacerdote católico Piazzi, director del Observatorio de Palermo, descubre un pequeño planeta, entre Marte y Júpiter, el primero en la gran familia de los asteroides; a continuación muchos otros asteroides fueron descubiertos, hasta llegar al número de unos 1.500. En septiembre de 1846, siguiendo las indicaciones de los cálculos de U. Leverrier, Galle descubrió el planeta Neptuno, más allá de Urano. Algunos años después Lassel descubrió un satélite de Neptuno, otros dos de Urano y un octavo satélite de Saturno. En 1930 C. W. Tombaugh avistó un último planeta más allá de Neptuno, el que se conoce con el nombre de Plutón.

En total el sistema solar cuenta con 9 grandes planetas, 29 satélites y cerca de 1.500 asteroides o pequeños planetas; el sol dirige todo el sistema mediante la fuerza de la gravitación.

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* * * Conocido es que todos los planetas giran en derre

dor del sol en un mismo sentido, sobre órbitas elípticas, cuyos planos están muy próximos entre sí. Además, el sol y todos los planetas — exceptuando alguno de los más alejados — giran en torno de sí mismos en idéntico sentido sobre un eje que viene a1 ser casi perpendicular al plano de la elipsis de revolución. Estas observaciones valen también para los satélites, que giran en torno a sus planetas en el mismo sentido que los planetas: además, los satélites giran en torno a sí mismos en sentido idéntico a los planetas y al sol, sobre ejes casi paralelos a los ejes de rotación de los planetas y del sol, existiendo, empero —- aquí también —, algunas excepciones para los satélites de los planetas más alejados del sol.

Mientras el ritmo, en la cantidad de movimientos, concéntrase casi por completo en los planetas (el sol, con su lento giro de rotación en torno de su propio eje, ofrece solamente una treintava parte del ritmo, en cuan to a cantidad de movimiento, de los planetas considerados en conjunto), por el contrario, casi toda la masa del sistema solar se concentra en el sol: el cual posee, de hecho, una masa 800 veces mayor que la de todos los planetas en conjunto. Las masas de los planetas, a su vez, aumentan al alejarse del sol: desde Mercurio, que posee una masa igual a cuatro centésimas de la masa de la tierra, hasta Júpiter, que es más de trescientas veces mayor que la tierra; luego las masas disminuyen — por ejemplo, Neptuno posee una masa igual a diecisiete veces la propia de la tierra—. El radio del sol alcanza setecientos mil kilómetros; la tierra dista del sol ciento cincuenta millones de kilómetros; el planeta más próximo al sol es Mercurio, que dista poco más de un tercio de la distancia de la tierra, mientras el más alejado es Plutón, que dista cerca de seis miríadas de kilómetros.

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Además de los planetas y los satélites, otra gran familia de cuerpos vinculados al sol es el conjunto de los cometas, que se mueven sobre órbitas casi parabólicas, con su centro en el sol. Los elementos de estos cometas son muy irregulares; los planos de sus órbitas álzanse en todas las posiciones, mientras sus movimientos no ofrecen idéntica orientación. Los cometas son numerosísimos y casi cada año se descubre alguno nuevo: la mayor parte de ellos pasarán nuevamente por las inmediaciones del sol tras períodos muy dilatados, elevándose su número al parecer por encima de los 100.000.

Otros cuerpos, dentro del sistema solar, son los meteoritos: algunos de ellos proceden de los espacios estelares, mientras otros — según la teoría de Schiappa • relli — son restos de cometas disgregados sobre sus órbitas.

2. Las estrellas

Los anteriores cuerpos son los comprendidos en el sistema solar. Si nos alejamos del sol más allá de Plu-tón, encontramos un grandísimo espacio vacío de cuerpos celestes: para encontrar nuevos cuerpos es preciso viajar a lo largo de unos cuarenta trillones de kilómetros — esto es, unos cuatro años a la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo) — , y encontramos entonces las estrellas más próximas, por ejemplo, la Próxima Centauri. Viajando aún más por el espacio a grandes distancias, otras muchas estrellas: por ejemplo, Sirio, que dista de nosotros casi nueve años de luz; o Aldebarán, a unos cincuenta y siete años de luz, etc.

Las estrellas son enormes globos gaseosos, producidos por la concentración del gas cósmico. El estudio de sus características físicas viene cumplimentado mediante el análisis espectral de la luz estelar, que consiguió una decisiva afirmación por obra del jesuíta A. Secchi.

En las estrellas encuéntranse los mismos elementos

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que constituyen la corteza terrestre: el hidrógeno existe en gran abundancia, comprendiendo cerca del ochenta por ciento de todos los áomos. En general las estrellas poseen una misma composición química: su temperatura superficial oscila desde los 30.000 grados, en las estrellas azules, hasta los 20.000, en las estrellas blancas, o los 10.000, en las estrellas blancoamarillas, o los 7.000, en las estrellas amarillas (entre las cuales está el sol), o los 4.000, en las blancoanaranjadas, o los 3.000, en las rojas. Además, existen estrellas especiales llamadas supergigantes. Otras estrellas, llamadas enanas-blancas, poseen una masa igual a la del sol, pero con un volumen semejante al de un planeta: por ende, con una gran concentración de materia, hasta llegar a superar las 100.000 veces en relación con la densidad del agua.

El diámetro de las estrellas es el de 20 o hasta 30 veces el del sol en las estrellas gigantes, siendo aún mayor en las supergigantes, por ejemplo, la Epsüon Aurigae, que posee un diámetro 2.000 veces superior al del sol. Las estrellas enanas-rojas son, en general, menores que el sol: por ejemplo, la Próxima Centauri, cuyo diámetro es 30 veces menor que el del sol.

Las masas de las estrellas oscilan entre una quinta parte y cinco veces más en relación con el sol: de ahí que las de gran volumen poseen escasísima densidad, según ocurre — por ejemplo — en Antares, que posee una densidad 20.000 veces menor que la del aire.

Aun cuando el análisis espectroscópico indique solamente los datos de las superficios estelares, mediante la física se consigue conocer las estructuras internas. La materia de las estrellas está constituida por átomos ionizados por completo: es, por ello, un gas compuesto de núcleos y electrones liberados. A base de estos conceptos, hase calculado — por ejemplo—-que en el centro del sol la temperatura es de 20 millones de grados, y la densidad, 80 veces la del agua, y la presión, 100 miríadas de kilómetros por centímetro cuadrado. Las temperaturas centrales de las otras estre-

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lias son aproximadamente iguales, excepto en las gigantes y las supergigantes rojas, cuyo centro está entre los uno y los cinco millones de grados.

Un grupo importante de estrellas está constituido por las cefeides, que son estrellas variables de modo regular, a causa de expansiones y contracciones de la atmósfera estelar, con cambios de temperaturas y, por ende, de resplandecencia: su importancia radica en el hecho de que su período de pulsación está ligado con la resplandecencia real de la estrella, mediante lo cual puede calcularse su distancia; y como estas cefeides se encuentran también en las nebulosas extragalácti-cas, posible resulta con su indicación fijar las distancias de estos cuerpos celestes.

Otra importante categoría de estrellas es la de las llamadas novae, por razón de que adquieren de improviso gran resplandecencia, incluso hasta 50 y 100 veces la resplandecencia primitiva, para después volver a las condiciones precedentes. Ignoramos las causas de esas explosiones de las novae, las cuales son bastante numerosas: hanse contado un centenar en los últimos cincuenta años, mas ciertamente muchísimas otras permanecen desconocidas. Más impresionante es aún el fenómeno de explosión en las supernovae, debido a fenómenos harto diferentes a los que las determinan en las novae: la intensidad de radiación es aquí tan grande que una vez la famosa estrella supernueva de Tycho Brahe, en 1572, resultó visible incluso de día. Mediante este fenómeno, las estrellas pueden alcanzar una resplandecencia cien millones de veces mayor que la propia del sol: este terrorífico fenómeno es el más grandioso que se conoce, liberando una energía igual a la energía total de una estrella ordinaria: es algo así como la explosión de una enorme bomba de energía nuclear y con la magnitud de una estrella.

Un problema muy importante, en este terreno, es el del origen de la energía emitida por las estrellas. Hase pensado que los orígenes fueran reacciones químicas semejantes a la combustión, o incluso contracciones en

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las estrellas por efecto de la gravitación. Mas en ambas hipótesis la estrella debería poseer brevísima vida. La física nuclear ha encontrado, para este problema, la solución adecuada: la energía estelar viene obtenida mediante una reacción nuclear llamada ciclo de Bethe-Weizsacker, en el cual cuatro átomos de hidrógeno se unen — para formar un átomo de helio — con cierta cantidad de masa, que se manifiesta como energía, según la célebre relación de Einstein.

A partir del conocimiento de la constitución de los fenómenos internos de las estrellas, posible resulta delinear en general su vida propia. Las estrellas tienen su nacimiento por condensación de nubes de materia interestelar: esta condensación aumenta la temperatura y aparecen así las estrellas gigantes rojas: aumentando las temperaturas, inícianse las reacciones nucleares (en particular, el ciclo de Bethe), que suministran energía ulterior, al aumentar aún más la temperatura —•por ejemplo, la temperatura del sol está en la fase de aumento y, tras varias miríadas de años, abrasará la tierra —. Así, las estrellas pasan de la categoría roja a la amarilla y a la blanca; luego declinan, pierden temperatura y luminosidad, disminuyen en volumen hasta devenir enanas-blancas, las cuales — al seguir enfriándose—«se oscurecen; y así mueren las estrellas.

3. El universo

Las precedentes noticias, en especial las más particulares relativas a las estrellas y a su constitución, son objeto de estudio y van perfeccionándose de continuo. Aun más imprecisos son nuestros conocimientos sobre la forma y la estructura del universo: la astrofísica consigue, también en este terreno, continuos progresos, mediante las técnicas — siempre más y más refinadas —* de estudio y mediante los instrumentos — de día en día mejores —'de observación. Nos referiremos, por ello, únicamente a las noticias más generales, las que poseen cierto interés para nuestro tema y que ofrecen

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relativa estabilidad, al menos en sus ideas fundamentales.

Importa ante todo considerar la disposición de los cuerpos celestes en el espacio sideral. Hacia fines del siglo xviii, Herschel — mediante secciones cónicas ideadas por él mismo — vio que las estrellas están esparcidas por todo el ámbito celeste, a la par que van apiñándose en torno de la Vía Láctea; en consecuencia, imaginó el universo cual un amasijo de estrellas, dispuestas como si formasen un inmenso elipsoide en rotación, esto es, formando una lente con un diámetro de 6.000 años de luz y un espesor de 1.200 años de luz. Al principio del siglo xx, Cornelio Kapteyn aumentó las dimensiones del universo de Herschel: atribuyó al diámetro de esa inmensa lente unos 60.000 años de luz, considerando que el sol estaría hacia el centro de la misma, donde existe una gran concentración de estrellas, y que los astros existentes en el universo serían unas dos miríadas.

Hacia el año 1920, el descubrimiento de las estrellas «cefeides» aumentó aún más las dimensiones del sistema galáctico: por el método de las cefeides, Harlow Shapley atribuyó a la Galaxia un diámetro de más de 200.000 años de luz. Hoy, en cambio, los astrónomos son más moderados: piensan que la Galaxia contiene solamente unas 100 miríadas de estrellas, poseyendo un diámetro de unos 100.000 años de luz y un espesor de unos 10.000 años de luz. Nuestro sol viene a encontrarse casi sobre el plano ecuatorial respecto del elipsoide, alrededor de unos 30.000 años de luz respecto del centro. Toda la Galaxia está dotada de un movimiento de rotación en torno de un eje que pasa por el centro y que es perpendicular al plano ecuatorial del elipsoide, cumplimentando el sol un giro completo cada 250 millones de años. Las estrellas más próximas al centro de la Galaxia cumplimentan sus giros en tiempo menor y las más alejadas en tiempo mayor: de este modo la Galaxia adquiere su forma de nebulosa en espiral. Esta conclusión ha sido demostrada, ora directamente, ora

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mediante las radioondas: la radioastronomía ha permitido descubrir varias de estas espirales en torno al sol.

La Galaxia está rodeada por un centenar de amasijos globulares: por ejemplo, el amasijo de Hércules, en el que los grandes telescopios han permitido descubrir más de 40.000 estrellas, a la par que su centro es tan denso en estrellas que no se consigue distinguirlas una por una. Estos amasijos distan de nosotros entre 40.000 y 500.000 años de luz, pero están dispuestos en torno de la Galaxia, de modo tal que el centro del grupo de los amasijos coincide con el centro de la Galaxia. En la Galaxia misma existen cerca de 300 amasijos estelares, llamados amasijos galácticos abiertos, cada uno de los cuales contiene entre una decena y u n a centena — como máximo — de estrellas.

En la Galaxia encuéntrase difundida la «materia interestelar», especialmente sobre el plano ecuatorial, a lo largo de un espesor de centenares de años de luz: esta materia está formada en parte por gases —¡- especialmente el hidrógeno — y en parte por polvillos interestelares (humo), siendo la masa interestelar d e la Galaxia casi igual a la de las estrellas galácticas. Muchas veces los gases interestelares se concentran e n nebulosas, que pueden ser oscuras (hanse contado más de 1.500), apareciendo como manchas negras e n la Vía Láctea, o bien luminosas, tal vez porque r ec iben luz desde alguna estrella vecina; éstas son las nebulosas galácticas, que no poseen luz propia, sino q u e reflejan o difunden las luces recibidas desde alguna es t re l l a brillante de las cercanías. Además de ellas ex i s t en en la Galaxia también nebulosas planetarias, que t ienen el aspecto de un disco elíptico o casi circular: conocemos aproximadamente cien de esta especie, en c u y o centro existe casi siempre una estrella in tensamente cálida.

Sin embargo, este amasijo de estrellas, que es la Galaxia, constituye una parte mínima del u n i v e r s o . Además de la Galaxia existen otros enormes amas i jos estelares, que le son muy semejantes: la n e b u l o s a extra-galáctica más próxima a nosotros es la de Andrómeda ,

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que dista un millón de años de luz y que contiene alguna decena de miríadas de estrellas, con un diámetro de unos sesenta mil años de luz. Existen otras muchas nebulosas extragalácticas, de forma elíptica más o ¡menos alargada, o bien de forma espiral, cada una de las cuales contiene alguna decena de miríadas de estrellas, distando entre sí algunos millones de años de luz. Con el telescopio de Monte Wilson, que posee un diámetro de abertura de dos metros y medio, se divisan nebulosas hasta unos 250 millones de años de luz; mientras el telescopio de Monte Palomar, con su diámetro de cinco metros, permite ver nebulosas hasta distancias de unos 500 millones de años de luz. En los límites de estas enormes distancias, que empero parecen ser una pequeña parte del espacio, las nebulosas extragalácticas — según parecen indicar recientes estudios— se disponen en amasijos frecuentemente gigantescos. La Vía Láctea, o Galaxia, pertenece a un grupo de nebulosas en el cual está comprendida también la nebulosa de Andrómeda y una aecena de nebulosas más pequeñas, entre las cuales cuéntanse las dos llamadas Nubes de Magellano, que son las nebulosas extragalácticas no gigantescas más próximas a nosotros (a 100.000 y 200.000 años de luz).

Las nebulosas extragalácticas contienen un promedio ó*e diez miríadas de estrellas. Existen, empero, grandes diferencias: la Vía Láctea — que es una nebulosa supergigante — contiene más de cien miríadas, mientras las nebulosas extragalácticas enanas no contienen más allá de unos diez millones. El número de las nebulosas extragalácticas —* observadas con los medios puestos a nuestra disposición — elévase al orden de las diez miríadas. Por último, es preciso anotar que, según las investigaciones de W. Baade sobre las ce-feides de la nebulosa de Andrómeda, las distancias extragalácticas deben ser todas tenidas por superiores ;i lo calculado hasta ahora.

lOn las nebulosas extragalácticas no toda la materia está condensada en estrellas, sino que su mitad

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aproximadamente hállase difusa bajo forma de gas y de partículas. A base de cálculos, piénsase que la densidad media de la materia en el espacio cósmico hasta ahora conocido es pequeñísima: una millonésima parte de una miridadésima de gramo (1 dividido por 10 elevado a 15) en cada kilómetro cúbico; es decir que el espacio está casi vacío de materia. Recientes estudios parecen, empero, que deberán modificar estos cómputos: por una parte, las observaciones de W. Baade duplican las distancias entre las galaxias; por otro lado, han sido descubiertas nuevas nebulosas, más menudas y más numerosas que las ya conocidas, a la par que ha sido localizada la presencia de materia difusa incluso en los espacios intergalácticos.

Según las observaciones de Edwin Hubble, los reflejos espectrales de las nebulosas extragalácticas se inclinan vigorosamente hacia el rojo, siendo tal inclinación proporcional a la distancia; pues bien, dado que tal efecto puede explicarse — a base del principio de Dop-pler —cual un alejamiento progresivo de las nebulosas, ha surgido la hipótesis de una expansión del universo. La velocidad de tal alejamiento es proporcional a la distancia, de manera que los cuerpos más distantes de nosotros huirían, haciéndolo a la enorme velocidad de 60.000 kilómetros por segundo.

En este inmenso campo de observaciones los estudios se intensifican más y más, a la vez que los descubrimientos se sucejden con rapidez, modificando de continuo los precedentes enfoques.

4. Origen del sistema solar

Tras haber descrito la estructura del universo material, nos interesa considerar su inicio y su historia.

¿Cómo tuvo origen el sistema planetario? Conocida es, sobre el particular, una hipótesis avanzada en primer término por el teólogo Swedenborg, recogida luego por E. Kant y expresada en términos físicos por P. S. Laplace .(1796): según tal hipótesis, la materia

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del sistema planetario estaba antes difundida en el espacio cual una nebulosa en lenta rotación. A medida que la nebulosa se contraía a causa de la gravitación iba aumentando la velocidad de rotación y, en consecuencia, la fuerza centrífuga, de modo que desde sus bordes ecuatoriales se destacaron sucesivos anillos circulares: cada anillo, al condensarse, dio origen a un planeta. Esta teoría ha sido abandonada por dificultades teoréticas y astronómicas.

Otra teoría expuesta recientemente (Chamberlain, Jeans, Moulton) es la hipótesis dualista del choque del sol con una estrella. Jeans ha supuesto (1916) que, en tiempos remotos, una estrella se aproximó mucho respecto del sol: tal hecho produjo, en el sol, dos ondas de marea, desde flancos opuestos, semejantes a las causadas por la luna sobre nuestros mares terrestres, pero enormemente mayores; a causa del movimiento de la estrella, estas dos ondas de materia gaseosa habrían recibido un empuje de rotación en el sentido del movimiento del astro, habiendo empezado así el sol a girar entre los dos impulsos. Sucesivamente, la masa de los dos impulsos se habría condensado en pequeños núcleos, que formaron pequeños planetas (de donde deriva el nombre de «hipótesis planetisimal» otorgado a esta concepción), en donde habrían encontrado su origen los actuales planetas. Esta teoría explica bien por qué la casi totalidad del momento, en la cantidad de movimiento del sistema solar, está en los planetas, mientras el sol posee poquísima; pero se le opone la consideración de que la materia de las dos hipotéticas ondas de marea antes se habría dispersado en los espacios que condensado en planetas; además, puede objetarse la extrema improbabilidad del choque entre dos astros.

Recientemente, Carlos von Weizsácker (1944), a base de nuevos descubrimientos sobre la constitución química de la materia cósmica, retornó algo hacia la teoría de Kant-Laplace: a tal efecto, parte de una nube de gas en rotación en torno de una condensación cen-

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tral que originará después al sol; mediante el juego de movimientos gravitatorios, créanse dos grupos de remolinos a distancias determinadas, mediante los cuales encuentran origen los planetas y, análogamente, los satélites. En esta teoría la existencia de planetas es un hecho ordinario en la evolución de las estrellas.

A su vez, P. Hoyle (1950) supone que el sol estaba acompañado por otra estrella, la cual habría hecho explosión cual una «supernova» y, como efectos de la explosión, habrían nacido los planetas y los satélites22 .

De estas teorías acabadas de exponer, y de otras menos importantes que no van a detenernos, puede concluirse con certeza que no conocemos bien los fenómenos que dieron origen al sistema solar, existiendo, empero, el acuerdo de admitir un proceso de formación. En cambio, resulta posible decir algo más determinado sobre el tiempo del nacimiento de los planetas, mediante el estudio de la edad de nuestra tierra.

* * *

¿Cuál es la edad de la tierra en que vivimos? Existen métodos diversos, más o menos precisos, para conocer la edad de la tierra; mas ciertamente el mejor conocido hasta ahora es el método basado sobre los cuerpos radiactivos. Conocido es que algunos elementos, precisamente los más pesados, son radiactivos por naturaleza: esto es, emiten radiaciones electromagnéticas o corpusculares; también ha sido establecido que algunos elementos, a causa de la radiactividad, dan lugar a otros elementos a su vez radiactivos, y así sucesivamente, hasta formar una escala descendente de elementos radiactivos, que concluye en cierto punto. Existen, al efecto, tres familias radiactivas, encabezadas por el uranio, el torio y el atinio: tras una larga

« P. HOYLE, The nature of ttie universe, Nueva York, 1951.

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serie de transformaciones, estos elementos devinieron isótopos del plomo — respectivamente, los isótopos 206, 208 y 2 0 7 ^ , con los cuales concluye toda radiactividad. Las investigaciones han establecido el tiempo necesario para la transformación de una cantidad dada, por ejemplo, de uranio en plomo: por ello, si en una roca antiquísima encontramos uranio encerrado, allí habrá también plomo y, pesando cuidadosamente las dos cantidades, la de uranio y la de plomo, podremos conocer desde cuánto tiempo el uranio quedó aprisionado en la roca: es decir, podremos calcular el tiempo de formación de la roca, remontándonos así — mediante las rocas más antiguas — hasta el período de solidificación de la corteza terrestre. Semejantemente, en vez del plomo puede pesarse la cantidad del gas denominado helio-—producto también él de la radiactividad —•, que ha permanecido encerrado en la roca; a base de estas últimas observaciones calcúlase que la edad de los minerales más antiguos oscila entre las tres y las cuatro miríadas de años.

La edad de las rocas puede ser estudiada, además, a partir de la radiactividad natural, con un método más refinado, propuesto por A. Holmez, quien se ha entretenido en consideraciones comparativas: el resultado siempre es el de tres o cuatro miríadas de años.

Hacia esas fechas, por tanto, la corteza terrestre comenzaba a pasar del estado fluido al de roca sólida. La formación del sistema solar debe haber sobrevenido — evidentemente — poco tiempo antes: así, llégase a la respetable edad de unas cuatro miríadas de años.

Este mismo dato viene confirmado por el conocimien-miento del tiempo de formación de los meteoritos, encontrado — una vez más — mediante el estudio de productos de la radiactividad, los productos de los propios meteoritos.

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5. Escala del tiempo cósmico

Otro problema, más importante aún, es el de la edad del universo y de su evolución: si bien, más que de una edad del universo, los astrónomos prefieren hablar de una «escala del tiempo cósmico», en cuanto quieren establecer puntos de referencia en el pasado, más que un inicio absoluto del tiempo.

Piénsase que la materia primigenia fué una nebulosa gigantesca, de hidrógeno, frígida y extremadamente rarefacta, desde la cual-—por condensación — tuvieron origen la Galaxia y las nebulosas extragalácti-cas; y, sucesivamente, las estrellas. De hecho el hidrógeno constituye la mayor parte de la materia cósmica, viniendo a ser algo así como el 70 por 100 de la materia estelar y el 80 por 100 de la materia interestelar. Pues bien, como el hidrógeno va lentamente transformándose en helio y en otros elementos más pesados, el alto porcentaje de hidrógeno indica la juventud del universo.

Otra indicación, en tal sentido, viene dada por la evolución de las nebulosas galácticas: créese que éstas nacen como nebulosas en espiral, las cuales •— replegándose en torno de su núcleo central —> pierden lentamente las espirales para devenir elípticas o esféricas. El hecho de que el 1,80 por 100 de las nebulosas extragalácticas aparezcan hoy en espiral indica el estado relativamente joven de estos enormes sistemas de estrellas y, por ende, que el universo está en los inicios de su vida.

Establecida la juvenil edad del universo, puede pensarse también en determinarla numéricamente. En los inicios del presente siglo se pensaba que el universo ha existido—en su estado actual — desde hace un tri-Ilón de años (diez elevado a doce): en efecto, se creía que toda la masa de una estrella podía venir transformada en energía según la relación de Einstein (E=metros cuadrados); de donde se infería que el sol habría

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podido irradiar, con la misma intensidad actual, durante un cuatrillón de años (diez elevado a quince). Pues bien, como la masa de una estrella no puede superar en cien veces la masa actual del sol, pues de otra suerte se destruiría, calculábase que el sol puede tener, como máximo, la edad de ocho trillones de años (ocho por diez elevado a doce). Por ello, Jeans pensaba que, como promedio, las estrellas podían tener la respetable edad de cinco trillones de años.

Hacia el año 1930 los astrónomos se convencieron de que era necesario cambiar el planteamiento del problema y pasar para el tiempo cósmico, de la primitiva «escala amplia» a otra «escala reducida».

* * *

La teoría general de la relatividad de A. Einstein ha fusionado el espacio con el campo gravitatorio, el cual determina precisamente las propiedades métricas del espacio real. Claro resulta, pues, que, desde las ecuaciones matemáticas del campo gravitatorio, será posible conocer la estructura del espacio. En 1917 Einstein y, casi coetáneamente, De Sitter encontraron dos modelos geométricos de espacio: el espacio de Einstein está lleno de materia, distribuida uniformemente y con la forma de una superesfera, esto es, de una esfera en el espacio de cuatro dimensiones, según los principios de la geometría de Riemann, y con radio constante; por ello es un espacio finito, pero ilimitado. De Sitter, en cambio, calculó con sus fórmulas el esquema de un universo vacío de materia, con la forma de una superesfera de cinco dimensiones, cuyo radio va aumentando. Algo más tarde A. Friedmann (1922) y el sacerdote G. Lemaitre (1927) encontraron otros dos modelos del universo, con radio variable en ambos casos. Lemaitre observó que esta concepción de un universo con radio variable viene corroborada por las experiencias, que indican un aumento del radio del universo; a este efecto E. Hubble descubrió la desviación de los reflejos

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espectrales de las nebulosas extragalácticas hacia el rojo, desviación que fué al momento interpretada - ^ a base del efecto de Doppler — como consecuencia del alejamiento de las nebulosas, es decir como una expansión del universo. Partiendo de estas teorías relativistas, fueron calculados la masa de todo el universo— que sería igual a cerca de diez mil miríadas de miríadas (diez elevado a veintidós) de soles—y el radio de la curvatura de todo el espacio — valorado en unas cinco miríadas de años de luz.

De esta suerte vino a precisarse otra concepción de la evolución del universo: de hecho, si el radio de curvatura del universo aumenta, lógico será pensar que, en su principio, el universo tuvo un radio muy pequeño.

Esta idea adquirió concreción en la teoría del átomo primitivo de Lemaitre23, desenvuelta después por diversos autores. En un principio toda la energía estaba concentrada en un pequeño espacio, cuyo radio era inferior a un año de luz. En ese enorme átomo primigenio condensábase toda la energía del universo y toda la materia, bajo forma de neutrones: estos neutrones emitieron electrones, resultando de ello protones. Así habría comenzado la formación de los elementos por reacciones nucleares. Ese universo, que corresponde al modelo de Einstein, habría estallado y habría aumentado su radio — pasando por los esquemas de Fr iedmann y de Lemaitre —, para tender finalmente hacia el estado final, el indicado por el modelo de De Sitter, en el cual la materia deviene extremadamente rarefacta, mientras el radio aumenta más y más24 . En esta teoría, considerada la velocidad de expansión del univer-

23 G. LEMAÍTRB, L'hypothése de l'atome primitif, .París, 1946; ÍDEM, Rayón cosmique et cosmologie, Lovaina, 1949; ÍDEM. L'univers, Lovaina, 1951.

21 Cfr. P. CALDIROLA, La scienza e la fine del mondo en «II Símbolo», vol. XI I I , Asís, 1956, pp. 115 s. Véase P . Cou-

DERC, Les theories de l'univers en expansión, en «L/Astrono-mie», enero 1953 (brevemente expuestas las teor ías d e Eins-

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so, la escala del tiempo deviene inmediatamente más restringida: la expansión no podría haber comenzado antes de tres o cuatro miríadas de años atrás.

Un genial científico, el astrónomo americano Jorge Gamow, en un libro reciente (1952), acepta la idea de Lemaítre e intenta desarrollarla, siguiendo paso a paso la evolución del universo desde su primer instante de vida hasta hoy.

En el principio habría existido un inicio pregalác-tico, anterior al inicio de la historia de nuestro universo, que ha podido durar tiempo indefinido. La iniciación de la vida de nuestro universo consistió en una espantosa comprensión, por la cual materia y energía se concentraron en un espacio pequeñísimo: todo lo formaba un gas — de neutrones, protones y electrones — a la temperatura de una miríada de grados. Este amasijo comenzó repentinamente a dilatarse y refrigerarse, estableciéndose entonces — en el tiempo aproximado de una hora — los átomos de los elementos; el ambiente era como el que existe en el núcleo de una bomba atómica. Tras esa primera hora, estando ya formados casi todos los elementos, el universo se dilató refrigerándose de continuo, sin que nada nuevo su-sucediese durante unos treinta millones de años. Tras este tiempo ha comenzado a regir, la gravitación de Newton: la materia del universo había ya devenido una nube inmensa de gas, en la cual comenzaron — por los fenómenos de gravitación — a delinearse las primitivas nubes, de las cuales habrían nacido las galaxias, las estrellas y los sistemas planetarios. Desde la primera gran comprensión hasta hoy habrían transcurrido unas seis miríadas de años25.

Para explicar el origen del universo existen tam-

tein, De Sitter, F re idmann , Eddington, Lemaí t re) . P . COUDERC, L'univers est-il en expansión?, en «Scientia», 89 (1954), pp . 145-151.

25 G. GAMOW, The creation oí the universe, Nueva York y Londres , 1952; tr . it., Milán, 1956.

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bien otras teorías cosmológicas. Además de la teoría — ya expuesta — modelada sobre la relatividad general de Einstein, existe la teoría de E. A. Milne (1948), basada sobre la relatividad cinemática. Habiendo aceptado la recesión de las galácticas, Milne crea, para explicarla, una nueva cinemática, según la cual sobreviene— en el correr del tiempo — una variación de las constantes físicas fundamentales, dependiendo la expansión del universo precisamente de esta variación de medidas (regraduación de las escalas) no siendo, por ende, fácticamente real. Pero esta teoría de Milne es, más que nada, una obra de epistemología y de metafísica.

Existen también teorías que tienden a considerar el universo como algo existente desde la eternidad en un estado casi idéntico al actual (hipótesis del universum stabile). En este terreno, H. Bondi, T. Gold y especialmente P. Hoyle26 piensan que el universo está actualmente en expansión, lo cual determina un desgastamiento de materia, que viene suplido —> para mantener constante la densidad media de la materia — por una creación continuada, ocurriendo así siempre, sin principio y sin fin.

Un célebre astrónomo ruso, Vorontzoff-Velyaminov, ha propuesto recientemente (1948) la hipótesis de un universo sin principio, por exigencias—-con toda probabilidad— del materialismo dialéctico27. Supone un proceso estelar, por el cual pierde la estrella — a causa de su expansión — la propia masa, que va a formar las nebulosas y la materia interestelar, de la cual fórmanse estrellas de nuevo, y así de continuo en un ciclo indefinido. Como se ve, esa hipótesis recuerda no

26 F . HOYLE, The nature of the universe, Nueva York, 1951; II. BONDI, Cosmology, Londres , 1352.

27 A. VORONTZOFF-VELYAMINOV, Nebulose gassose e stelle nuove, Academia de ciencias 'U.R.SLS' . , MOSCÚ; 1948; cfr. O. STRÜVE, en «Astrophysical jounal», vol. 110, 1949, pp . 315-¡118, quien da u n extracto.

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poco la de Arrhenius y al igual que aquélla no ofrece suficientes garantías científicas.

Hoy por hoy la teoría de la expansión del universo ha perdido mucho de su interés, dado que la desviación de los reflejos espectrales hacia el rojo puede ser explicada en sentido diferente que el propugnado por el efecto Doppler. Además subsiste la dificultad de admitir o no el valor real de la teoría general de la relatividad, con un espacio de más de tres dimensiones. De todos modos la teoría de la expansión parece la más completa incluso prescindiendo del espacio riemannia-no. En tal sentido, en el espacio euclídeo, el universo no sería ni finito ni infinito, sino indefinido, en cuanto aumentaría continuamente sus dimensiones.

* * *

Así como adquieren probabilidad mayor y mayor las teorías cosmológicas que establecen un pasado finito, así también han aumentado los argumentos en favor de una escala restringida para el tiempo cósmico. En efecto, ha sido averiguado que todas las nebulosas ex-tragalácticas están dotadas de un movimiento de rotación en torno al propio eje perpendicular respecto de los brazos nebulares: tal movimiento — según se dice — no es rígido, sino diferenciado, de manera que todas las estrellas emplean el mismo tiempo para conseguir el giro completo; y como el sol emplea 250 millones de años, por eso tal período de tiempo es llamado año cósmico.

La rotación diferenciada de la Galáctica produce la disgregación de los amasijos estelares, que están dentro de la propia Galáctica: en particular los amasijos galácticos abiertos vienen disgregados por las mareas galácticas, mientras los amasijos estelares más densos — como, por ejemplo, las Pléyades — se deshacen a causa de fuerzas internas que provocan la expulsión de estrellas. Diez o quince años cósmicos inciden profun-

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damente sobre la vida de estos amasijos: por ello él hecho de que en la Galaxia existan un centenar de tales amasijos indica que su vida es más bien breve. De ahí un argumento para la escala restringida del tiempo cósmico, que ha sido calculada — a base de estas consideraciones— entre las 4 y las 5 miríadas de años.

Otro argumento es el de las estrellas dobles. Chan-draseckar ha fijado una fórmula mediante la cual se calcula el tiempo de disolución de un sistema binario de estrellas —* a causa de las fuerzas de marea que los dos astros se producen con reciprocidad cuando se aproximan—; según tal fórmula, las estrellas en que el semieje mayor de la órbita descrita por la estrella satélite es mil veces la distancia entre la tierra y el sol se disuelven en unas 700 miríadas de años; mientras los sistemas binarios «amplios», es decir, aquellos en que el propio semieje es 10.000 veces la distancia entre la tierra y el sol, se disuelven en 2 miríadas de años. Confrontada con las observaciones, esta fórmula indica que la disolución de los sistemas binarios apenas ha comenzado; mientras en la escala amplia del tiempo trátase de trillones de años, los sistemas binarios amplios, empero, no serían tan numerosos como parecen resultar de la experiencia.

Una confirmación de estos resultados se halla en la consideración de la edad de los átomos: por ejemplo, sabemos que la abundancia relativa del torio y del uranio — 238 es aproximadamente igual a la de los otros elementos químicos pesados (mercurio, oro, etc.). Sabemos, por otra parte, que el período del torio y del uranio —»238 (esto es, el tiempo en que la cantidad de los elementos radiactivos se reduce a la mitad) es, respectivamente, de 14 y 4,5 miríadas de años. Ello significa que el torio y el uranio — 238 no existen desde hace muchas miríadas de años, pues habrían ya desaparecido de ser así.

Por ello hase averiguado que el uranio — 235 posee un período de 0,9 miríadas de años; y sabiendo que el uranio—.235 existe en la naturaleza solamente en la

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proporción de un 0,7 por 100 respecto del uranio — 238, cabe concluir que tal cantidad mínima depende del hecho de que el uranio — 235 ha vivido ya siete períodos — esto es, cerca de seis miríadas de años — y se ha consumido ya.

Las mismas consideraciones valen para los otros elementos con radiactividad natural. Evidentemente no puede probarse a priori que los isótopos de un elemento existieran al principio en cantidades iguales: mas la coincidencia entre diversos resultados no carece de significado; tanto más cuanto que los isótopos radiactivos de períodos máximamente breves — los de una fracción notable respecto de una miríada de años, que empero pueden existir, dado que los fabricamos en nuestros laboratorios — no se encuentran en la naturaleza, lo cual parece indicar que han sido ya consumidos por la radiactividad28.

* * *

En conclusión, el mundo material parece más bien joven, incluso prescindiendo de la concepción del universo en expansión: su vida no supera ciertamente, aun admitiendo cálculos dilatados, las diez miríadas de años. Más jóvenes son las estrellas ordinarias, como el sol, frente al cual es coetáneo el sistema solar y, en él la tierra. Las estrellas gigantes rojas, por el contrario, son más jóvenes todavía y algunas están ahora naciendo.

Si el universo ha comenzado, es porque camina hacia un fin. Teniendo presente el principio de Carnot, así como la eventual expansión del universo, la física

28 Cfr. T. DE DOMINIOS, Física nucleare e creazione, en «Doctor Communis», 7 (1954), v. 258. Cfr. L. GIALANEÜA, La scala del tempo cósmico, en «Scientia», 85 (1950), pp. 1 s. La revista «Nature» (The age of the universe, en «Nature», 175 (1955), pp. 68-69) da noticia de un concurso sobre la edad del universo.

LA EXISTENCIA DE DIOS 77

prevé el caminar del mundo cual dirigiéndose hacia una nivelación entre materia y energía, entre una temperatura extremadamente baja y, a la vez, una extremada rarefacción de la materia. Este caminar durará muchas miríadas de años, a menos que intervengan otros elementos: por ejemplo, una directa acción divina. J. Jeans ha calculado que, basándonos en la física, la historia del universo podría durar todavía alrededor de mil millones de millones de años (diez elevado a quince): la cifra es ciertamente aproximada, pero puede resultar indicatoria.

La historia del universo, reconstruida por la ciencia de hoy, puede genéricamente ser descrita así: en un tiempo asaz remoto el mundo estaba constituido por un amasijo de materia y energía, con densidad y temperatura enormes. Este amasijo inició una transformación, por la cual — bien pronto, tras las reacciones nucleares correspondientes—resultó compuesto por los mismos elementos químicos que hoy existen. Sucesivamente, ha experimentado luego una rápida expansión y un enfriamiento incesante, junto con modificaciones ininterrumpidas en todas sus partes, hasta desembocar en el estado actual. En suma, se prevé que e l universo continuará desenvolviéndose de modo tal que su entropía irá aumentando, mientras su energía s e degradará más y más, hasta una completa nivelación de las temperaturas, en todas las regiones del espacio, y hasta una extremada rarefacción29.

Así se desenvuelve el universo, según la física. S in embargo, en cuanto afecta al futuro del mundo y especialmente a su fin, bien poco puede decir la ciencia: es necesario remitirse a la Revelación y a la teología, que contienen sobre el particular múltiples datos ciertos 30.

29 P. CALDIROLA, La scienza e la fine del mondo, en s i l Símbolo», vol. XIII, Asís, 1956, p. 121.

30 Cfr. A. PIOLANTI, De novissimis, Turín, 1947, pp. 126 s-

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6. La creación y Dios

Tras haber propuesto los resultados de la ciencia, plantéanse dos problemas de tipo filosófico: el del principio del tiempo y el de la creación del universo material.

Resulta, de la descripción de los datos científicos más recientes, que la parte del universo accesible a nuestras indagaciones encuéntrase en un proceso evolutivo, que se dirige desde un inicio hacia una orientación, bien precisos ambos: esto se infiere, ora de la ley de la entropía — aun incluso si se la concibe cual ley estadística —, ora especialmente de la astrofísica reciente. ¿Podemos extender tal conclusión al universo en su conjunto? No conseguimos hoy hacernos una idea, con certeza y precisión, de lo que es el universo; sin embargo, a partir de cuanto conocemos, lógico parece extender a todo el universo los conceptos de evolución física y de inicio, dado que nada positivo existe en contra. Así, llegaremos a decir que el mundo se encuentra hoy en un estado físico que presupone un largo proceso, cuya iniciación puede remontarse a unas diez miríadas de años hacia atrás. Tal raciocinio no llega a la certeza, sino solamente a la probabilidad; no obstante, las cosmogonías con un pasado finito devienen en la ciencia más y más probables.

Establecido esto, ¿podemos llegar a admitir — con base en resultados científicos —- un inicio del mundo en el tiempo? Admitida una iniciación en la evolución del universo, ¿podremos afirmar que el inicio de tal evolución coincide con el del tiempo? Podría pensarse también que, antes de iniciarse la presente evolución, el universo estuviera en estadio de inactividad, o bien, que hubiera recorrido un proceso evolutivo de otra índole. Mas tales hipótesis no parecen científicamente aceptables; en efecto, conocemos hoy la materia, con las leyes particulares que regulan la evolución física del universo presente; para poder admitir un estado precedente de inactividad, o bien una evolución diversa

LA EXISTENCIA DE DIOS 79

precedente, sería necesario afirmar que en aquellas situaciones las leyes actuales de la materia no regían, sino que existían otras leyes. Con esas hipótesis se entra en el reino de la fantasía y se pierde el contacto con el terreno de la ciencia. Sobre la base de las leyes físicas que conocemos, es preciso decir que no ha sido posible — con anterioridad al proceso físico actual del universo — otro estado u otra evolución física: a menos que haya existido una radical transformación de la propia estructura de la materia y de los cuerpos, lo cual científicamente no debe admitirse sino mediante demostración. Debemos, por ende, concluir que, verosímilmente, según cuanto hoy conoce la ciencia, la iniciación del proceso físico que ha llevado al mundo hasta su presente estado ha sido una iniciación de la existencia del mundo material; y así como tal proceso físico hase desenvuelto en un tiempo dilatadísimo, pero finito, sigúese que la materia no es eterna. Por lo demás, si la materia fuese eterna, el universo habría ya vivido toda su vida y habría ya muerto: el hecho de existir todavía significa que no existe desde la eternidad.

Por consiguiente, la iniciación del desenvolvimiento del universo es también la iniciación del tiempo, es decir, de la existencia de la materia; por ende, antes de tal iniciación la materia no existía; y, dado que nada puede llegar a la existencia por virtud propia, la materia ha tenido que ser creada en el principio del tiempo, llegándose así al concepto de creación.

* * *

De observar es, sin embargo, que el precedente raciocinio carece de rigor apodíctico: precisaríase demostrar, en primer lugar y de modo absoluto, que l a degradación de la energía, además de valer para u n a porción de materia, vale también para todo el universo -^deducción ésta que es probable, pero no cierta—•; J> «•ii segundo lugar, precisaría asimismo demostrar rigurosamente que la iniciación de la actual evolución

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SO RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

del mundo es la iniciación absoluta del tiempo, precisando esto demostrar que no es posible pensar la materia en otro estado sino en el presente, lo cual es, por cierto, razonable y científico, en cuanto no podemos, sin ningún fundamento, fantasear sobre otras leyes y sobre otras condiciones en la materia, totalmente extrañas a la condición presente " . Sin embargo, conviene subrayar cuánto concuerdan, con la metafísica y la Revelación, los datos científicos antes expuestos. En efecto, la metafísica puede demostrar que el universo, siendo contingente y mutable, no puede existir por sí mismo, sino que ha sido creado por Dios, aun cuando no consigue demostrar —- según ha afirmado Santo Tomás en diversas ocasiones-—-que el mundo no pueda ser eterno. La Revelación, por su parte, enseña que Dios ha creado el mundo en el tiempo; por ello el papa Pío XII, en su célebre discurso del 22 de noviembre de 1951, ante la Academia de las Ciencias y en presencia de los más célebres científicos hoy en vida, exclamaba : «Parece en verdad que la ciencia, remontándose de golpe a través de millones de siglos, haya conseguido convertirse en testimonio de aquel primordial fiat lux, cuando desde la nada irrumpió en la materia un mar de luz y de radiación, mientras las partículas de los elementos químicos se escindieron y se reunieron en millones de galaxias. Bien cierto es que los hechos hasta hoy verificados no son aún prueba absoluta de la creación en el tiempo, en contraste con los correspondientes a la metafísica y la Revelación, en lo relativo a la mera creación, y con los correspondientes a la sola Revelación, en lo relativo a la creación en el tiempo. Los hechos dependientes de las ciencias naturales, a los que nos estamos refiriendo, esperan aún ulteriores averiguaciones y comprobaciones, mientras las teorías sobre ellas fundamentadas necesitan nuevos

81 Cfr. M. GSISON, Problémes d'origines, París, 1954 pp. 49-52.

LA EXISTENCIA DE DIOS 81

desarrollos y pruebas para ofrecer base segura en las argumentaciones, que por naturaleza propia están fuera de la esfera de las ciencias naturales. Ello no embargante, digno es de atención que modernos cultivadores de estas ciencias estimen la idea de la creación del universo conciliable por completo con sus concepciones científicas, y que incluso hayan sido conducidos espontáneamente hacia tal idea desde sus indagaciones». 32.

Digno de subrayarse es, además, el que la ciencia ha evidenciado la mutabilidad de la materia, desde el universo entero hasta las galaxias, las estrellas, los átomos, los núcleos, y las partículas elementales, con mutabilidad que afecta a la materia y a la energía; ahora bien, tal mutabilidad es el fundamento no sólo de la demostración metafísica de la existencia de Dios sino incluso de la demostración metafísica de la creación del mundo material; pues si el universo es mudable hasta en sus constitutivos más ínfimos, consiguientemente no podrá existir por sí, sino que deberá haber sido hecho por otro ser que exista por sí mismo, el Ens a se, es decir, Dios; en consecuencia, Dios existe y ha creado el mundo material. Pero aquí surge otro argumento, que es de incumbencia de la teología.

IV. EXISTENCIA DE Dios Y CÁLCULO DE PROBABILIDADES

En las páginas precedentes hemos considerado el desenvolvimiento físico del universo; y, dado que tal desenvolvimiento debe de haber tenido un principio, si bien muy alejado en el tiempo, hemos comprobado que será lógico y fácil ascender hasta un poder que haya iniciado, con eficiencia, esta evolución. Así 'encontramos, en la cosmogonía moderna, una correspondencia con la doctrina revelada de la creación, por parte de Dios, del universo en el tiempo.

32 A.A.S., 25 enero 1952, p. 41.

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La evolución del universo puede venir considerada también desde otro punto de vista; en efecto, aparece con claridad cual un desplegarse y actualizarse sucesivo de un orden cósmico, que reviste hasta las más mínimas particularidades y realidades del mundo material. Con el transcurrir de la historia cósmica, y con el aumentar de la entropía en el mundo físico, han aparecido en la tierra formas corpóreas más o menos complejas — plantas y animales •—, que no consiguen encuadrarse bajo las leyes ordinarias de la evolución física: conocido es, a tal efecto, que los organismos vivos poseen actividades fisicoquímicas, según direcciones muy particulares, que permanecen fuera del mundo anorgánico.

Este orden, al desplegarse en todo el universo y en particular sobre la tierra — a la que conocemos mejor que a cualquier otro objeto celeste —, posee con evidencia un valor eminente. De hecho no es lo mismo un sistema ordenado de elementos físicos que otro desordenado: el orden es algo más que el desorden, no solamente en sentido real y filosófico, sino incluso en sentido estadístico, en cuanto el desorden ofrece más posibilidades de actuación que el orden.

Estas observaciones sirven de base para un razonamiento que articula conceptos extraídos del cálculo probabilístico y los aplica a la física para construir una demostración particular de la existencia de Dios. Esta demostración, empero, pese a que no deja de impresionar con viveza el ánimo de algunos científicos habituados a trabajar el cálculo de probabilidades, debe ser bien entendida, tanto en su significado fisicomatemático como en su valor filosófico, que es lo que otorga vigor al razonamiento.

Evidente es, para todos, el orden de las cosas de este mundo: en la tierra, en el cielo, en todo el universo ; no hay necesidad de emplear muchas palabras para

LA EXISTENCIA DE DIOS 83

subrayar este orden soberano, que aparece tanto más profundo cuanto más se adentra en el estudio de la naturaleza. Hay orden en el mundo atómico y molecular, en la sustancia divina, en todos los misteriosos procesos vitales de cuya comprensión cabal estamos aún muy lejos: la economía terrestre toda, en sus relaciones entre minerales, vegetales y animales — con el su-cederse de las estaciones, las lluvias y los vientos, el calor y el frío —, así como el sistema solar, y la Vía 'Láctea, y las galaxias del universo mundo, están indicando un orden cósmico, al que nada escapa.

Tal es el dato de hecho que nadie puede negar. ,,(*uál será su explicación? ¿Será posible que todo este orden universal sea debido al acaso, como tantas veces ,so lia repetido desde Demócrito en adelante? De ser así, entonces Dios quedaría excluido y el mundo se explicaría, por sí mismo, sin Dios; por ende, Dios no existlriii. I'or el contrario, si resulta imposible explicar ciiHiiiilmerito la formación del universo, entonces será prcclNo concluir que algún artífice lo ha producido, como l'iml.or niiplente y ordenante; será preciso concluir, lúKlcimii'Nl»', que Dios existe.

Por lo gcnerid, cumulo no sabemos explicar un hecho lo atrlbtilmon n la ciiHiialidad; por ejemplo, ha podido caer un rayo y aliniHur un castillo. La casualidad es ciega, ul Igual que nuestro conocimiento del hecho casual. Posible rcHulln, empero, subordinarla a una regulación maternal leu, mediante el cálculo de probabilidades. Lanzando un dudo, ea casual que resulte el número 3 : mas el cálculo probabilístico me dice qué probabilidades existen de (pie, lanzando un dado, obtenga un determinado número. Al constar cada dado de seis caras, y debiendo por necesidad salir una, existirá la probabilidad de un Mexto para que salga un número prefijado, por ejemplo, H 3; ya que el 3 ocupa una sola cara, mientras son MCIH las caras del dado que pueden salir. La probabilidad es, por tanto, el enlace entre el número de los eventos favorables y el de los eventos posibles.

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• I Itl 'XIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Llámase, en cambio, frecuencia de un evento el enlace entre el número de veces que el evento se ha verificado realmente y el número de las pruebas. La experiencia atestigua que, repitiendo un gran número de veces, y siempre en las mismas condiciones, una serie de pruebas, la frecuencia con que se verifica uno de los eventos posibles se aproxima a la probabilidad teórica del evento mismo, tanto más cuanto mayor sea el número de las pruebas. Tal es la ley empírica de la casualidad. Por ende, cuanto mayor sea el número de las pruebas tanto más de cerca se verificará que el número prefijado del dado saldrá en un sexto de las pruebas, según el empleo del ejemplo antes indicado.

Cuanto más complejo sea el evento tanto menor será la probabilidad. Si en el juego de dados, por ejemplo, quisiera obtener en dos pruebas consecutivas un número prefijado — como, por dos veces, el número 3 —, la probabilidad sería igual al producto de la propia del primer evento por la propia del segundo, esto es, sería igual a un sexto elevado al cuadrado; si quisiera obtener en seis pruebas consecutivas el número prefijado — como, por seis veces, el número 4 —, la probabilidad sería igual a un sexto elevado a la sexta potencia— es decir, sería una probabilidad mucho más pequeña, etc.

Como se ve, la probabilidad de eventos compuestos por múltiples elementos disminuye con rapidez.

* * *

Por medio del cálculo de probabilidades, la casualidad viene subordinada a una regla matemática. Entonces resulta posible calcular, en cierto modo, los fenómenos físicos que estimamos casuales; por ejemplo, la probabilidad de que en un recipiente de gas, en un instante dado, dos moléculas se encuentren y se combinen conjuntamente para dar origen a un cuerpo compuesto. Dado que el cálculo de probabilidades puede aplicarse a los hechos casuales, y que el origen del

LA EXISTENCIA DE DIOS 85

mundo viene explicado por algunos casualmente, intentemos aplicar a la formación del mundo el referido cálculo.

Decir que el mundo ha surgido por casualidad supone premisas que excluyen toda instancia nnalística y causal, que es precisamente lo contrario de la casualidad. Supónese, por ende, lo siguiente: 1) Que todo el mundo es un agregado de corpúsculos y de procesos elementales; 2) Que las partículas son indiferentes, es decir, sin tendencias o preferencias particulares hacia determinados agregados o procesos, como los átomos de Demócrito. Si, de hecho, estos corpúsculos poseyeran diferencias determinadas, esto es, tendiesen hacia determinados procesos, ello indicaría una tendencia hacia un orden particular, que no puede ser admitida en la hipótesis de la pura casualidad: el hecho de que las realidades materiales —- observa Santo Tomás, en la quinta vía — obren siempre, o con frecuencia, de un mismo modo, actualizando un orden particular, indica . una finalidad real, que excluye el acaecer casual33; 3) Supónese además que los corpúsculos poseen movimiento desordenado y caótico, tal como para permitir todas las combinaciones posibles, sin preferencias hacia una cualquiera de ellas, pues la preferencia indicaría ya alguna finalidad.

Todos los elementos constitutivos de este caos primigenio, desde tiempo inmemorial, se venían combinando casualmente de todas las maneras posibles, según las leyes de la probabilidad. En el perenne sucederse de las combinaciones la materia ha asumido la combi- ' nación actual de sus elementos, que era precisamente una de las posibles y constituye el orden del universo. Así, casualmente, habrían surgido átomos y moléculas, cristales y rocas, la tierra y la vida, estrellas y galaxias: en suma, el universo.

Si en consecuencia ha surgido el mundo por casua-

33 SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 2, a. 3.

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lidad, apliquémosle las leyes de la casualidad, es decir, el cálculo de probabilidades. Podemos calcular la probabilidad que acompaña a determinados fenómenos que ciertamente han concurrido en la formación del mundo, tal y como hoy existe; por ejemplo, la probabilidad de formación casual de las sustancias proteicas, que -^ según es sabido—son los compuestos fundamentales en la materia viva.

Estudiemos para ello la probabilidad del surgir fortuito de una molécula proteica, en cuanto forma la base de la estructura de las cuerpos vivos; supongamos, para simplificar, con Lecomte Du Noüy 34, a una molécula proteica con dos mil átomos de dos especies diversas. En realidad, las proteínas menos complejas contienen más de 4.000 átomos de cuatro especies; por ejemplo, la ovalbúmina ofrece una molécula con 4.448 átomos. Además, las moléculas proteicas ofrecen la llamada asimetría, al igual que todas las moléculas elementales de los cuerpos vivos, por la cual los átomos en ellos contenidos están dispuestos según un orden asimétrico: los de la primera especie por una parte y los de la segunda por la otra. La máxima asimetría, designada con el número 1, surge cuando todos los átomos de la primera especie acuden a un lado y los otros al otro; la mínima asimetría, designada con el número 0,5, surge cuando los átomos están mezclados en partes iguales entre sí. Supongamos que nuestra molécula proteica simplificada ofrece una asimetría parcial, precisamente 0,9. Haciendo los cálculos del caso, encuéntrase que la probabilidad de que se forme casualmente tal molécula proteica es igual a 2,02.1B-3íl

t

es decir, un número decimal con 321 ceros. Supon-i gamos que se quiere obtener tal molécula mezclando conjuntamente sendas cantidades de las dos especies de átomos componentes por igual de la tierra; si en cada

•» LECOMTE DU Noüy, P., L'homme devant la science, París 1939. Cfr. Uomini incontro a Cristo. Asís, 1955, pp. 160 s.

LA EXISTENCIA DE DIOS 87

segundo hago 500 trillones de intentonas, se obtendrá una molécula cada 243 años de pruebas, es decir, tras un número de miríadas de años indicado por la cifra uno seguida de 243 ceros. Ahora bien, si se tiene presente que, según las últimas investigaciones, la edad de la tierra oscila entre las tres y las diez miríadas de años, adviértese claramente que no habría habido tiempo suficiente para la formación de una sola molécula 3¡s. Imposible resulta, por tanto, a la luz de las presentes investigaciones, que una molécula de proteína haya sido formada fortuitamente, y precisamente a base del cálculo de probabilidades.

Esta aplastante argumentación puede aún ser reforzada. En este mundo no existe solamente una molécula de proteína, sino millones y millones, reunidas en miríadas de organismos de extrema complejidad; piénsese, por ejemplo, en los mamíferos y en el cuerpo humano, ¿qué cifra tan extremadamente baja sería la que encontraríamos? Tanto más si calculásemos las probabilidades de que surgieran casualmente todos los seres vivos de todas las especies vivas, vegeta-

35 Cfr. V. MABCOZZI, II problema di Dio, etc., pp. 95-96. «Lo stesso ragionamento vale per ogni altro composto chimico inorgánico ed orgánico, essendo la probabilitá piü o meno grande secondo della loro complessita.

»I1 fatto che i composti non sonó indifferenti alie diverse combinazioni, hanno una tendenza costante ed intera, hanno un ordine; ció eselude decisamente la formazione casuale, mentre postula una causa efflciente ed una causa íinale. Non e dunque possibile, anche per questa ragione sperimentale, ammettere che il mondo si sia formato per caso. Noi pres-scindiamo per ora da questa constatazione, ma escludiamo la possibilitá del caso in base alia improbabilita dell'evento. Se di fatto nell'esperienza si verifica la sintesi della molecoia proteica, con una certa frequenza, partendo dagli elementi, n da composti inorganici per mezzo di energia elettrica o luminosa, ció significa che gli elementi hanno una tendenza a questa sintesi, la quale percio non é piü casuale, ma implicata ¡n una finalitá impressa nelle cose stesse dalla causa efficien-to del mondo.»

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les y animales. Adviértase, además, que el raciocinio está construido considerando sólo la estructura físico-química de la materia viva, sin tomar en consideración el principio vital que la anima, pues entonces el problema superaría cualquier cálculo de probabilidades.

Aparte de los cuerpos vivos existen también muchos otros complejos coordenados: baste pensar, por ejemplo, en las relaciones entre el mundo viviente (aire, mar, estaciones, sistema solar, galaxias, etc.). Si quisiéramos calcular la probabilidad de que casualmente se hayan producido todas estas cosas, encontraríamos evidentemente una probabilidad tan bajísima que casi resulta imposible pensarla: una probabilidad que cabe estimar cual nula.

Teniendo presente tal posibilidad, prácticamente igual a cero, no es posible sostener sensatamente que el mundo haya nacido por acaso. Además, la verificación de tal posibilidad reclamaría un proceso casual de pruebas tan grande que no es absolutamente posible contenerla en el período de tiempo que las investigaciones de hoy atribuyen a la vida en nuestro mundo.

No es lícito afirmar, por tanto, tras esos cálculos estadísticos, que el universo haya surgido por casualidad: sería una afirmación científicamente ilógica y errónea. De lo cual resulta, con inmediatez, una conclusión: siendo imposible que el universo se haya originado por casualidad, necesario resulta que haya sido hecho por alguien, por Dios: por consiguiente, Dios existe.

* * *

Éstas consideraciones estadísticas conducen hacia una improbabilidad extrema, en lo matemático, a la tesis de que el universo haya surgido por acaso, llegando prácticamente hasta una imposibilidad física, no llegando empero hasta una imposibilidad absoluta. Cabe suponer posible, de hecho, el origen fortuito de las cosas, y puedo siempre admitir que el mundo haya

LA EXISTENCIA DE DIOS 89

surgido fortuitamente, aun cuando la probabilidad de que ello haya sucedido sea extremadamente pequeña; para que una probabilidad haya llegado a la existencia, puedo siempre decir que tal probabilidad mínima, siempre por casualidad, ha sido plasmada en las circunstancias temporales y físicas del mundo actual"6.

Para demostrar la absoluta imposibilidad de la formación casual del universo, es preciso integrar las consideraciones estadísticas con principios filosóficos, los cuales sustentan todo raciocino y no son excluidos por las apreciaciones de la estadística matemática.

Comencemos por considerar qué sea la casualidad. Toda causa natural determinada tiene su efecto de

terminado, el cual deriva de ella ordinariamente por la propia naturaleza. Débese, empero, advertir seguidamente que tal efecto natural puede venir impedido por cualquier obstáculo que accidentalmente surja, in-terfiriéndose con la actividad de la causa; en tal circunstancia el efecto o no es obtenido o es imperfecto o por añadidura resulta otro efecto que estaba fuera de la intención de la actividad natural del agente. Tenemos con ello que de la unión accidental de una causa natural con otra resulta un efecto accidental — esto es, fortuito o casual —., que no era precisamente el fin natural hacia el cual tendía el orden de la acción. La casualidad es, por ende, el efecto accidental que está fuera del fin naturalmente perseguido por la causa na tu ra l " . Trátese, por ejemplo, de un parto monstruoso; la potencia generativa, de hecho, está destinada naturalmente a engendrar vivientes normales; el parto monstruoso queda fuera de la ordenación y la intencionalidad de tal potencia generativa, siendo determinado por causas accidentólos que impiden a la naturaleza obrar con regularidad.

La casualidad existe cuando una causa particular que está destinada a producir un efecto produce, en cambio, otro muy diverso, haciéndolo casualmente. La

•''" Cfr. P. LANDÜCCZ, Esiste Dio?, Asís, 1957, vp. 76 s. •" SANTO TOMÁS, S. C. G., 1. I I I , 74; cfr. i b íd , c. 3, 5, etc.

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!)() RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

(•¡isualidad existe así incluso para la inteligencia humana, la cual considera la causa particular y ve un <>focto diverso del natural. Si se tiene presente, empero, a toda la naturaleza en su conjunto, la casualidad no existe realmente, dado que existe siempre una razón por la cual a una causa particular únese otra causa, hasta determinar un efecto distinto del natural. Casual es para mí, por ejemplo, que al echar un dado obtenga el número 6, en cuanto que al lanzamiento de mi mano úñense otras muchas causas particulares — posición inicial del dado, colocación de su baricentro, golpes con la mesa, elasticidades del dado y de la mesa, etc. —, las cuales determinan unívocamente el rodar y hasta el detenerse del dado en la postura que indica el número 6. Todos esos elementos son casuales para mí, que no los conozco; mas si pudiese conocerlos y calcularlos prevería con certeza el número del dado, que jamás sería ya casual para mí. Dígase lo mismo de todos los otros hechos a los que denominamos casuales; la concurrencia de causas que da lugar a cada efecto fortuito encuentra su razón de ser en todo el complejo de la naturaleza, la cual — en su desenvolverse — ha determinado precisamente tal concurrencia. Esa concurrencia, por ello, respecto de toda la naturaleza, no resulta ya casual, sino prevista y causal3S.

La casualidad sobreviene, pues, fuera del orden de las causas naturales singulares; si la extendiéramos a toda la causalidad natural encontraríamos que el acaecer mundano estaría fuera del orden; esto es, existiría sin orden y, por ende, sin finalidad39. En toda su extensión, la casualidad vendría así a negar la finalidad en la realidad de las cosas; y esto es imposible, dado que nada existe sin un fin, ni en lo real ni en lo operativo. Por otra parte, para la dialéctica interior de

3 8 SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 22, a. 2, ad 1; I, q. 116, a. 1, ad 2; S. c. G., 1. III, c. 74; etc.

3 9 Cfr. SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 115, a. 6; S. c. 0?., 1. III, c. 74.

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las causas, la negación de la finalidad reporta la negación de la causalidad en general y viene a implicar una contradicción en la estructura misma del ser40. Por consiguiente, en realidad, la casualidad no existe.

La comprobación de que la casualidad no existe, para nada excluye la posibilidad de los cálculos estadísticos. Esos cálculos consideran el solo aspecto formal — matemático de los acontecimientos fortuitos, mientras prescinden de algunas implicaciones metafísicas suyas; por ello no las niegan. Pueden consecuentemente ser aplicados a los hechos reales, prescindiendo de las leyes metafísicas de la causalidad.

* * •

Quien diga, pues, que el universo se ha formado fortuitamente, dirá palabras carentes de verdad; lo cierto es que la casualidad no existe, porque cada realidad posee un causalidad — un arquetipo sobre cuyo modelo está construida, un fin al cual está destinada, una eficiencia que le ha dado la existencia'—. Esto cabe aplicarlo a todas las cosas, incluso al universo y a su ordenación. El proceso físico de las combinaciones de los elementos del universo no puede haber acaecido casualmente, sino que se ha desarrollado según un plan, guiado por causas eficientes, formales y finales, lo cual le ha conducido al presente estado de cosas. Decir que, desde un caos inicial, mediante procesos ciegos y casuales, ha nacido el orden del mundo, es afirmar un absurdo, dado que con ello se afirma un orden cósmico racional sin una causa proporcionada. No basta, pues, el cálculo matemático de las probabilidades para explicar un hecho al que llamemos casual, sino que es necesario además un principio filosófico superior, que dé la razón metafísica de tal orden: sus causas eficiente, formal y final. Esto vale para toda realidad, valiendo incluso para esa suma de las reali-

10 iCfr. para este problema la bellísima discusión de SANTO TOMÁS en su Comentario al Perihermeneias, 1. I, lect. 14.

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dades que es el universo. Si el orden es una realidad^ debe ser explicado real y racionalmente, y para ello no basta el cálculo estadístico. Orden y desorden no son la misma cosa, sino que poseen diversa realidad y, por ende, diversa explicación filosófica; mientras que el cálculo estadístico les sitúa sobre una misma base, como dos combinaciones posibles, aunque con diversa probabilidad.

Por eso, si la consideración formal nos indica una extrema improbabilidad de que, desde un caos inicial, hayase originado fortuitamente el orden cósmico, la consideración total y real asegura —* complementariamente— una absoluta imposibilidad; trataríase de un efecto sin causa proporcionada. Por consiguiente, no sólo es matemáticamente improbable y físicamente casi imposible que el mundo haya nacido por acaso, sino que esto es además real y absolutamente imposible

Necesario será, pues, afirmar la existencia de un ordenador del mundo, sabio e inteligente. La materia ha sido ordenada en cuanto podía serlo, es decir, en cuanto era susceptible de orden en su íntima realidad. Existe, pues, no sólo un orden cósmico exterior, sino también un orden interior en la misma naturaleza de la realidad corpórea. La mente ordenadora del universo ha dado, pues, a la materia orden externo y orden interno, ambos esenciales. ¿Cómo sería posible otorgar un orden esencial interno a una cosa a no ser produciéndola en su constitución más íntima, esto es, produciéndola de la nada?

El universo no puede, pues, haber derivado del caos ciego, por ciega y fortuita combinación, sino que ha surgido de la potencia creadora y ordenadora de Dios. En consecuencia, Dios existe.

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CAPÍTULO III

LA TEORÍA ATÓMICA ANTE LA FILOSOFÍA Y ANTE LA FÍSICA

I. TEORÍA ATÓMICA FILOSÓFICA. - 1. Pensamiento griego y medieval—2. Tiempos nuevos.

II . TEORÍA ATÓMICA CIENTÍFICA. - ^ 1. Teoría atómica de D.aitón — 2. Teoría cinética de los gases. — 3. Estructura reticular de los cristales. — 4. Química estructural y estereoquímica. — 5. Electrones e iones. — 6. Orientación filosófica.

III. FÍSICA MODERNA. — 1. Los cuantos de Planck. — 2. El átomo de Bohr.—3. La mecánica cuántica. 4. Las partículas elementales. — 5. Concepciones fi

losóficas. —- 6. Indeterminismo y causalidad.

IV. CONSTITUCIÓN ATÓMICA DE LA MATERIA

En torno a la constitución de la materia han sido formuladas innumerables teorías, filosóficas y científicas, que han tratado el asunto en todos los sentidos. Mientras algunas se mueven en el campo estrictamente cosmológico, otras en cambio.— por sus presupuestos metafísicos —> quieren aportar soluciones válidas incluso ante problemas filosóficos más vastos, implicando

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 95

una filosofía completa sobre el valor absoluto de la materia, según la cual resuelven problemas ora morales, ora religiosos, etc. Llegóse así al materialismo ateo, al cual — especialmente en el siglo xix — se le intentó fundamentar en los descubrimientos científicos y en la teoría científica de la materia. La ciencia de la materia devino así la paladina del ateísmo materialista. Hoy, por lo demás, ha quedado claro que la ciencia no puede ser — de hecho-— invocada para fundamentar el ateísmo y que, para demostrar que Dios no existe, no se puede en modo alguno apelar a la teoría sobre la estructura de la materia. La estructura de la materia, según hoy es entendida, nada absolutamente dice en contra de la existencia de Dios. Por el contrario, si consideramos la gran sabiduría que se manifiesta en tal estructura, éste puede ser un argumento para la demostración de la existencia de Dios a partir de perfecciones de realidades del mundo. En tal sentido estamos siempre en las cinco vías tomísticas, a la par que el estudio de la constitución de la materia deviene uno de los tantos puntos de partida empíricos propios de las cinco vías: «cierto es y consta a la sensibilidad...».

Recientemente la física del átomo, y de sus partículas vino a ser considerada como contraria a la religión, en cuanto parecía negar — por razón del prinncipio de indeterminación de Heisenberg — la vigencia del principio causalidad, que es el fundamento para la demostración de la existencia de Dios. Trataremos especialmente del asunto, y veremos que el principio de Heisenberg no niega el principio metafísico de causalidad, Hiño que lo presupone, sea en sentido filosófico, sea incluso en sentido restringidamente físico.

I. TEORÍA ATÓMICA FILOSÓFICA

I. Pensamiento griego y medieval

El concepto de átomo, cual piedra fundamental en ' l;i estructura de la materia y de los cuerpos, aparece

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96 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

ya claramente en los inicios de la filosofía griega, con Demócrito, el célebre sabio de Ábdera.

Demócrito intenta construir una filosofía diciendo: el ser es el átomo, indivisible e inmutable; los átomos se mueven en el vacío, se agrupan de diversas maneras y originan así la indefinida variedad de las cosas del mundo. Demócrito construye así una metafísica me-canicista y aplica además ampliamente su concepción metafísica a la explicación de los fenómenos físicos particulares (vientos, lluvias, formación del mundo, etc.), suministrando así explicaciones — por ejemplo, en sus obras Gran cosmología y Pequeña cosmología 1 — del tipo que hoy llamaríamos científico.

La base metafísica del atomismo de Demócrito es, por tanto, el mecanicismo; lo mismo cabe afirmar de los atomismos de Epicuro y de Lucrecio Caro, el poeta-filósofo de la latinidad.

Aristóteles ha criticado vigorosamente la metafísica de Demócrito por mecanicista y por materialista; sin embargo, ha juzgado conveniente no abandonar por completo el concepto de átomo, integrándolo, por el contrario, en su metafísica como consecuencia de su teoría sobre la esencia de los cuerpos. Conocido es, en efecto, que, según Aristóteles, la sustancia corpórea no es simple, sino compuesta por dos elementos: uno que es raíz de multiplicidad y extensión, de temporalidad y pasividad, tal como las hallamos en los cuerpos, y denominado materia prima; mientras el otro es la raíz de la que depende la determinación específica, y la actividad, y las fuerzas de los cuerpos, denominado forma sustancial. Estos dos elementos no son dos realidades completas, sino dos coprincipios reales de una misma realidad sustancial. Así, la esencia de un cuerpo — por ejemplo, de un elemento — viene determinada por la forma sustancial; cada forma sustancial

1 Cfr. Gil atomisti, Frammenti e testimoníame, t rad. y notas de V. E. ALFIERI , Barí , 1936, pp. 77 s.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 9?

exige, para su propia posibilidad, un mínimo de extensión cuantitativa, por debajo de la cual no puede ya subsistir; ese mínimo de extensión, llamado mínimo natural, en cuanto depende de la naturaleza propia del cuerpo, es precisamente el átomo de Aristóteles. Resul-l;i claro así que cada especie de cuerpo, poseyendo una determinada naturaleza específica, posee unos mínimos naturales idénticos entre sí. Lo cual vale tanto para I11H cuerpos vivos como para los minerales ' .

I <OH comentaristas griegos aclararon estas ideas: por i-limpio, Alejandro de Afrodisia, Temistio y Pilopón. hlMla minina teoría encuéntrase en Santo Tomás i \'.','Mi lií'AI), quien exige estos mínimos de extensión para lodos IOH cuerpon, vivientes o no vivientes; estos mlnlinoH naUíralea agrega Santo Tomás ^—poseen idénlleuH propledadeM e Idéntica extensión para cada <npeeie\ Sin cmliargo, Santo Tomás considera la doc-nlna desde el punto tle VINIÜ general y filosófico, sin aplicarla a casos partlculureH; el mínimo natural es más Iilen el término último en la división más que el prime-iii en la composición. Por lo demás, Santo Tomás ha iiMl.enido enérgicamente que, en el cuerpo natural

• (impuesto — es decir, en el compílenlo que es una sola instancia—, los elementos componentes no existen en uto, no conservando, por ende, HII forma sustancial; \iste, en cambio, una sola forma mistancial— afirma anto Tomás—, aquella propia del cuerpo compuesto;

I.IS propias de los elementos son potenciales, dado que, .il sobrevenir la destrucción del compuesto, resurgen los elementos componentes y, por ende, también sus formas sustanciales.

Carácter más científico parece tener la teoría de los mínimos naturales en Averroes (1126-1108) y en los averroístas, en cuanto muestran una tendencia a apli-

2 ARISTÓTELES, Phys., I, 4, 187 b 20, 36; De An., I I , 4, 416 ;i 16; Phys., VI, 10, 241 a 33.

3 Cfr. De Pot., q. 4, a. 1, ad 5 ; Sum. theol., I, q. 7, a. 3 ; l'hys., I, lect, 9, etc.

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(,u' prácticamente la teoría para explicar los hechos experimentales. Averroes prefiere considerar los mínimos naturales como actualmente existentes en los cuerpos. Agustín Nifo (1473-1546) afirma que las gotas socavan las piedras porque cada una de ellas es portadora de mínimos naturales; y en su comentario al tratado De generatione et corruptione observa que, según Aristóteles y Averroes, cuando los elementos reactúan entre sí, en una combinación química, quedan divididos hasta los mínimos naturales.

La teoría de los mínimos naturales era común entre los escolásticos, tras el Medievo y antes del desarrollo de la ciencia del Renacimiento. Incluso se intentaba, mediante tal concepto, explicar los hechos empíricos que nosotros llamamos químicos; a tal efecto escribe Toledo (1532-1596)4 que existían diversas opiniones sobre el modo como acaecen las reacciones químicas, mientras todos los autores pensaban que, en las combinaciones, los cuerpos se dividían hasta los mínimos naturales; así, los mínimos de cada elemento entrarían en contacto con los propios de los otros, influyéndose con reciprocidad, hasta que resultaría un tercer cuerpo compuesto.

Pero la teoría de los mínimos naturales estaba difundida también en otros ambientes. El médico Julio César Scalígero (1484-1558) la defiende y la aplica con difusión; por ejemplo, explica la densidad de los cuerpos mediante los mínimos naturales y presenta algunos interesantes enfoques físicos sobre los tres estados — el de agregación, el gaseoso líquido y el sólido,—; junto con Nifo y con Toledo, Scalígero sostiene que «la combinación es el movimiento de los mínimos naturales para entrar en mutuo contacto y unirse» 5.

4 TOLEDO, Comentaría in de gen. et de corr., 1, cap. 10, q. 19.

5 G. C. SCALÍGERO, Exotericae tixercitationes, Franfcfurt, 1607, p . 345.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 99

2. Tiempos nuevos

Interesante resulta observar, desde ahora, que la teoría de los mínimos naturales — desenvuelta según los principios de Aristóteles — introdujo conceptos que después pasaron a la teoría atómica de la química del siglo xix.

Muy importante, para esta evolución es el siglo XVII, dado que en ese tiempo la física insiste en su emancipación frente a la filosofía, y viene así delineándose, poco a poco, una teoría científica de los mínimos naturales, esto es, del átomo, la cual empero no quedará completa hasta el siglo xix.

D. Sennert (1572-1657), que enseñó medicina en Wittenberg, siendo más físico y químico que filósofo, intentó conciliar la teoría de los mínimos con el atomismo de Demócrito; por lo demás, su concepto de átomo coincide con el de mínimo natural ofrecido por Scalígero. Interesa aquí anotar que Sennert introduce un nuevo concepto: el de átomo compuesto, al que nosotros llamaremos molécula de cuerpo compuesto y que él denomina primum mixtum.

En el siglo xvn fueron célebres: P. Gassendi (1592-1665), quien renovó el atomismo de Epicuro, liberándolo del materialismo; R. Descartes (1596-1650), i|uien aplicó la teoría corpuscular para dar explicaciones de tipo científico e introdujo la matemática en istas consideraciones; Galileo Galilei (1564-1642), quien no sabe interpretar las mutaciones sustanciales sino como cambios locales de las partículas de los cuerpos; y, especialmente, R. Boyle (1626-1691), quien puede ser llamado propiamente físico, tanto en sus concepciones como en su método. Según había hecho ya Descartes, I ioyle buscó una conexión entre las propiedades de los corpúsculos y los fenómenos de la mecánica; en su obra «El químico escéptico» (The Sceptical Chemist, Londres, 1661) critica la teoría aristotélica de los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego) y la de Para-celso sobre los tres principios (mercurio, azufre, sal),

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100 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

llegando en tal crítica al concepto moderno de elemento. Para comprender la mentalidad científica de Boyle, en contraste con la filosófica, interesante será recordar una observación de Godofredo G. Leibniz: «Boyle se aferra con cierto exceso, a decir verdad, en el propósito de no deducir, desde una infinidad de hermosas experiencias, otra conclusión sino la que podría él asumir como principio, esto es, que todo acaece en la naturaleza mecánicamente; principio que se puede demostrar con la sola razón y jamás por medio de experiencias, por numerosas que sean» 6. El hecho es que Boyle,, cual verdadero físico, quiere demostrar sus ideas mediante experiencias.

El siglo xvn es importante porque las teorías corpusculares, aun cuando surjan como soluciones de un problema filosófico, poseen todavía carácter científico, en cuanto intentan referirse a datos experimentales, sin atender demasiado a las conexiones con los problemas filosóficos fundamentales; tales son las teorías de los mínimos naturales, de los corpúsculos y de los átomos. En este período, fué precisamente cuando la teoría aristotélica de la materia prima y de la forma sustancial, por no ser comprendida — siendo explicada de manera errónea y absurda —, quedó abandonada definitivamente para ser sustituida por la concepción meca-nicista, la cual es por ello la mentalidad filosófica que subyace bajo todas las explicaciones de tipo científico, desde el siglo xvn en adelante.

II. TEORÍA ATÓMICA CIENTÍFICA

1. Teoría atómica de Dalton

Hemos querido presituar la precedente exposición histórica para evidenciar, sin lugar a dudas, el des-

6 W. LEIBNIZ, Nuovi Saggi, 1. IV, cap. 12, n. 13. Para esto cfr. A. G VAN MELSEN, From atoms to atom. The history of the concept natomti, Pittsburgh, 1952.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 101

nrrollo de la teoría atómica de la materia y su trán-HH.O desde el significado filosófico hacia el significado científico. Muchas veces se ha dicho que el Medievo y l;i Kscolástica han sido negativos ante la ciencia experimental; mas esa afirmación es debida a poco conocimiento de la cultura de tal época, pues numerosos es-IIHIION recientes han aportado una valoración harto illvcrmí '. Se luí dicho también que la química comien-.'.ii cnii I ,iivulnler y con Dalton; esto puede ser admitido 'linio vori hulero, clin tal que no sea negado todo el tra-IIHJII iln ile ION HIHIOH previos, que los pioneros de la • 'lencin inuilernu hnn utilizado ampliamente.

101 Hlgln xvii Imlihi (leiiiirrollado la teoría del átomo; uillnlm, empero, muí NOIIIIII Imne experimental, que vino pi'epni'iiilii, en ciimlilo, ilnriinle el nifjlo xvru, especialmente por IOM (rnhiijim de (!. K. Lnvoisier (1 (¡00-1734). lulire I'HI.ÍIH IIIIHCH experlmenlíiIcH, precisamente, le fué

punible II <!. Dalton (I7(¡(! IH-II) construir su famosa lilpolcHis atómica; en realidad, Dalton no introduce concepciones completamente nuevas, según confiesa él iiilHino en la introducción a su afamada obra A Nev Sys-ii'in of Chemical Philosophy (tres volúmenes: Man-<'|ienl,er, 1808-10-27), en la cual muestra claramente su dependencia de la teoría de los mínimos naturales, y de las concepciones de los corpúsculos propias de los científicos y filósofos precedentes. La posición verdaderamente nueva y genial en él es la conexión de su teoría con los datos experimentales; eso convirtió a la leoría en fundamentada sólidamente y dio a sus átomos fisonomía concreta y clara, con propiedades determinadas, con funciones—físicas y químicas—>bieh precisas.

Lavoisier demostró (1774) que, en las transformaciones químicas, la masa de los cuerpos reaccionantes ( s conservada rigurosamente idéntica. Luis Proust propuso (1801) la ley de las proporciones definidas; a su

i Cfr. especialmente a P. DUHEM y A. MAIER.

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Hl. ' RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

tenor es invariable la proporción ponderal según la cual se combinan los cuerpos, para dar origen a nuevos compuestos. Dalton, en suma, descubrió la ley de las proporciones múltiples: cuando dos elementos se combinan para formar diversos compuestos, el peso de uno de los dos permanece el mismo, mientras el peso del otro varía según cantidades enteras. Para explicar estas leyes, Dalton supuso que los elementos químicos están constituidos por partículas indivisibles, los llamados átomos, que intervienen en las reacciones químicas; que existen tantas especies de átomos cuantos son los elementos, a la par que todos los elementos de un mismo átomo son iguales entre sí, con identidad en propiedades y en peso; y que, para componer cualquier compuesto, se unen pocos átomos de un elemento con otros pocos del otro. Reflexionando, compréndese cómo esas hipótesis dieron inteligibilidad a las tres leyes fundamentales de la química.

Obsérvese que las hipótesis de Dalton, por otra parte, reemprenden muchos conceptos formulados ya precedentemente por diversos filósofos y científicos. Su mérito fué el vincular tales conceptos con las leyes experimentales, ofreciendo así sólido fundamento em pírico para la teoría atómica, que se situó sobre una base rigurosamente científica.

El desarrollo, rápido y fecundo, de las hipótesis de Dalton hizo intuir que se estaba en el camino adecuado; por este derrotero, basándose sobre las leyes de los cuerpos gaseosos — descubiertas por Boyle, Ma-riotte, Gay-Lussac y Volta—, es cómo G. Berzelius (1779-1848) midió con agudeza los pesos atómicos de numerosas sustancias.

Según D. Bernouilli, pensábase que los gases estaban compuestos por partículas, mínimas y elásticas, idénticas entre sí en cada sustancia, en actitud desordenada entre ellas. Teniendo presente las leyes de los gases, en especial la ley de los volúmenes, Amadeo Avogadro (1776-1856) emitió la célebre hipótesis de que «en volúmenes iguales de cuerpos gaseosos, en ¡as

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 103

mismas condiciones de temperatura y presión, queda contenido un número igual de moléculas». Tal hipe-tesis no quedó aceptada de inmediato, pues le oponía dificultades la idea de átomo compuesto, es decir, de moléculas en cada elemento químico; sólo cincuenta años más tarde, por obra de S. Cannizzaro (1816-1910), el principio de Avogadro quedó reconocido, resultando de ello una ventaja inmensa para la química, la cual pudo continuar expeditamente su camino. Así, por medio de la hipótesis de Avogadro, fué posible establecer muchas fórmulas químicas, medir los pesos atómicos de muchos elementos y, en particular, contar las moléculas contenidas en determinados volúmenes de gas (número de Avogadro).

2. Teoría cinética del gas

Hacia la mitad del siglo xix los trabajos de S. Car-not, R. Mayer, J. P. Joule y C. Clausius llevaron a la convicción de que el calor es convertible en energía mecánica. Por otra parte, el estudio del estado gaseoso de la materia condujo a la creación de la teoría cinética del gas por obra de afamados físicos, como C. Clausius, C. Maxwell y L. Boltzmann. Por ello todo cuerpo gaseoso vino a ser concebido cual un conjunto de moléculas: es decir, de partículas iguales todas y elásticas, que se mueven desordenadamente en el recipiente donde el gas está contenido; la temperatura del gas corresponde a la velocidad de las partículas, la presión viene determinada por el choque que las moléculas originan en las paredes del recipiente, etc. Tratando matemáticamente estos conceptos se obtuvieron confirmaciones maravillosas de las leyes experimentales, conocidas ya desde tiempo atrás.

La concordancia de las conclusiones de esta teoría con las leyes experimentales indicaba que se estaba en el camino correcto; mas no quedaba, con ello, demostrado que moléculas y átomos existan realmente, dado que la teoría atómica podría ser válida incluso

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104 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

si los átomos no existiesen. A mayor abundamiento, hombres como E. Mach y W. Ostwald eran contrarios a admitir la realidad de átomos y moléculas; las dificultades de Mach eran filosóficas, mientras las de Ostwald eran más bien físicas.

Sin embargo, los estudios de J. Perrin (1909)8, basándose sobre los movimientos de Brown, demostraron que tales movimientos vienen producidos por causas externas a las partículas y que corresponden cuantitativamente al movimiento molecular supuesto por la teoría cinética del gas. En vista de ello muchos pensaron— el propio Ostwald, entre otros.— que Perrin había medido indirectamente las moléculas.

Más tarde otros experimentos pusieron en evidencia—i más o menos directamente—-el comportamiento de moléculas en aislamiento, de manera que ello hizo imprudente el negar realidad a moléculas y átomos. Por ejemplo, Otto Stern midió directamente (1920) las velocidades moleculares supuestas por la teoría cinética.

3. Estructura reticular de los cristales

La teoría atómica de la materia fué confirmada también desde otro punto de vista. Sabido es que, según la concepción del abad Renato Haüy, todo cristal está compuesto por muchísimos cristalinos regulares superpuestos en la misma dirección. Mas hacia la mitad del 800 pensóse en aplicar, a los cristales también, la teoría atómica. Supúsose entonces que los átomos constitutivos de cada cristal están dispuestos de manera regular en el espacio, sin tocarse, en los nudos de una estructura reticular espacial que individua poliedros elementales. Muchísimas son las estructuras reticulares posibles; mas los retículos que verifican las leyes de simetría matemática, las cuales se encuentran en

8 J. PERRIN, Les Atoms, Par ís , 1914.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 105

las formas cristalinas existentes en la naturaleza, son escasos y se corresponden exactamente con las formas cristalográficas existentes. Esta admirable correspondencia hacía suponer que, en realidad de verdad, los cristales poseían la forma reticular indicada por la teoría.

La confirmación llegó más tarde, en 1912, por obra de Max von Laue, el cual observó que, si verdaderamente los cristales son reticulares, deben originar difracción en los rayos X. La experiencia — abordada en diversos aspectos — dio la razón a Von Laue, constituyendo otra prueba de la estructura particelaria de la materia.

4. Química estructural y estereoquímica

Conexa con la concepción reticular de los cristales está la estereoquímica. Conocido es que las sustancias químicas vienen indicadas mediante fórmulas, que precisan los elementos componentes y sus cantidades. Mas esas fórmulas dan indicaciones harto limitadas, mientras nada dicen sobre la estructura interna de las moléculas. Después que F. Frankland—^con sus experiencias memorables sobre combinaciones metálico-orgánicas (1852) — hubo introducido en la química atómica el concepto de valencia, por obra de Kekulé y de A. S. Couper surgió el concepto de concatenación molecular; a base de tales conceptos se consiguió preci-;:nr las fórmulas de estructura, las cuales indican — además de la composición de cada molécula — su constitución interna, puntualizando la disposición de los vínculos que ligan en la molécula a los diversos átomos. Así encontraron explicación los llamados isómeros, los «•nales son aquellos compuestos químicos que, teniendo idéntica fórmula racional — es decir, los mismos elementos componentes y en la misma proporción—, son impero sustancias químicas diferentes. La diferencia no está, pues, en la composición cuantitativa, sino en l.i diversidad entre los ligámenes de los átomos com-

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10(¡ RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

ponentes dentro de la molécula; resultando posible, una vez conocida la fórmula racional de cualquier sustancia, establecer a priori todos sus isómeros a base de algunas sencillas reglas.

Aclarada ya la disposición de los átomos dentro de la molécula, vióse empero acto seguido que la distribución de los átomos sobre planos no resultaba suficiente, precisando pensar, por el contrario, en el espacio. Tales ideas fueron expresadas ya por L. Pasteur (1860), Kekulé (1861) y B. Paterno (1869) coincidiendo todos en que la distribución de los átomos en la molécula no es plana, sino espacial. Según esta concepción, por obra especialmente de J. A. Bel y de Van't Hoff, vino propuesta— en 1874 — la idea de la distribución, para las valencias del átomo de carbono, a la manera de vértices de un tetraedro. Tal concepción revistió en seguida extrema importancia y permitió amplios desarrollos químicos y físicos. Algo más tarde, experiencias con rayos X confirmaron estos enfoques y consiguie • ron además medir las distancias de los átomos en Jas moléculas, indicadas antes solamente por fórmulas estructurales.

5. Electrones e iones

En 1883 descubrió M. Faraday que, en la electrólisis, una misma cantidad de electricidad descompone siempre otra cantidad idéntica de algún elemento, independiente del compuesto que contenga al elemento y de la concentración de la solución. Por consiguiente, en 1874, C. G. Stoney pensó que a cada átomo de materia descompuesta se le agrega una carga eléctrica o átomo de electricidad; de ahí estableció el orden de magnitud de tales cargas y las denominó electrones (1891). En 1897 J. J. Thomson descubrió que en las cargas eléctricas de los gases en estado de rarefacción, toman parte corpúsculos de electricidad cargados negativamente, con una masa 1840 veces menor que la masa del átomo de hidrógeno; con ello quedó

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 107

descubierto el electrón, confirmado luego por los rayos beta de las sustancias radiactivas, por el efecto termoiónico, por la cámara de Wilson, etc.

En 1887 S. Arrhenius supuso que en las soluciones las partículas de los cuerpos disueltos quedan despedazadas en dos partes: una con carga positiva y otra con carga negativa, llamadas por Faraday tone (es decir, «vagantes»).

H. Lorentz estableció además relaciones entre la luz y la materia. Habiendo supuesto que la luz, según los estudios de C. Maxwell, es un movimiento ondulatorio del campo electromagnético, afirmó que los electrones— dentro de los átomos—son los que producen tales vibraciones. Agregando que, al igual como un campo magnético produce modificaciones en las vibraciones de cada electrón, éste origina consiguientemente también modificaciones en las ondulaciones electromagnéticas producidas por los electrones; Lorentz calculó tales modificaciones y en 1892 Zeemann comprobó experimentalmente la exactitud de esos cálculos, mediante el llamado efecto Zeemann.

Estos conceptos prepararon una nueva teoría del átomo, que habría de ser desarrollada en el siglo xx.

(¡. Orientación filosófica

Todas las teorías atómicas científicas, desde Dalton hasta finales del siglo xrx, fueron pensadas sobre un supuesto mecanicista: la idea de reducir todos los fenómenos a movimientos de partículas ofrece, por su claridad, un atractivo especial ante la mente del físico. Tal orientación devino predominante hacia fines del siglo xix, cuando, por ejemplo, lord Kelvin y H. I lelmholtz decían que el objetivo de la ciencia era explicar cada fenómeno físico, construyendo un modelo mecánico del mismo.

Por lo demás, la segunda mitad del siglo xix señaló el triunfo de la idea mecanicista: el mundo sería una máquina gigantesca, perfectamente explicable según

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1 OS RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

un determinismo rígido, mediante modelos construidos con partículas, fuerzas y movimiento. En tal sentido, precisamente, debe entenderse el famoso pasaje de P. S. Laplace9, aquel donde sostiene que una inteligencia capaz de considerar todos los cuerpos del universo y de subordinarlos al cálculo matemático según las leyes físicas, podría conocer toda la historia del universo — la pasada y la futura —, la cual se desenvuelve necesariamente según leyes deterministas. El positivismo estaba en su pleno auge y aplicaba un ostracismo intransigente a la metafísica; la ciencia se desarrollaba con rapidez, y de esta suerte había surgido el cientificismo, que pretendía explicarlo todo mediante la ciencia entendida en sentido positivista. Luego el mecanicismo se alió con el materialismo y nació una concepción del mundo a la par antirreligiosa y atea. Eran los tiempos de la ciencia en contra de la fe.

Esta situación cambió al aparecer la crítica de la ciencia, realizada en especial por obra de P. Duhem, E. Poincaré, E. Meyerson, etc., quienes destruyeron el optimismo ingenuo del cientificismo con la indicación de los límites y de las posibilidades de la ciencia. Además la propia física contenía en sí los gérmenes que habrían hecho derrumbarse a la concepción mecanicis-ta; en particular el concepto de «campo de fuerzas», introducido por Maxwell — luego tan fecundo—, no consiguió ser encuadrado en la concepción mecanicis-ta. Más tarde, en 1900, Max Planck—-con sus cuantos de acción — colocaría las bases para una revisión total de la física, lejos del mecanicismo.

La teoría atómica científica del siglo xix, que fué interpretada filosóficamente mediante el mecanicismo, con tal que sea despojada de los elementos superpuestos precisamente desde la concepción mecanicista, eviden-

9 P. S. LAPLACE, Théorie analytique des probabilités, París , 1920, p . VII.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 109

tes sobre todo en algunas de sus doctrinas especiales, y con tal que se acepten las solas experiencias en su significado más obvio y realmente demostrado, puede ser interpretada mediante la teoría aristotélica de la materia prima y la forma sustancial. Sin embargo, no conviene insistir sobre este concepto, pues el desarrollo de la física — en el siglo xx — ha rechazado decididamente el mecanicismo — el del siglo xix —, mientras ha incorporado conceptos indicados ya por Aristóteles y por Santo Tomás 10.

I I I . FÍSICA MODERNA

1. Los cuantos de Planck

En 1900 Max Planck hizo el famoso descubrimiento de los cuantos, que había de cambiar la fisonomía de toda la física. Quería explicar una ley empírica: la que indica la distribución de la energía en las varias frecuencias emitidas por el denominado «cuerpo negro». La física clásica daba para ello una ley en desacuerdo completo con la experiencia; por lo cual Planck supuso que la energía radiante era emitida y absorbida por el cuerpo negro, no de manera continuada —• según se suponía hasta entonces —, sino mediante cantidades discretas o cuantos de energía, medidos por la fórmula hv (en la que v es la frecuencia de la radiación y h es el cuanto de Planck = 6 , 66. 10-27 ergios por segundo).

Tal idea se vio luego demostrada por diversos caminos y fué fecundísima en resultados. En especial vino aplicada a la explicación del efecto fotoeléctrico, cuyas modalidades no son inteligibles a no ser supo-

10 Cfr. P. HOENKN, Cosmología, Roma, 1945; ÍDKM, Filosofía della natura inorgánica, Brescia, 1949, R. MASI, Struttura dalla materia. Essenza metafísica e costituzione física, Brescia, Morcelliana, 1957.

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110 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

niendo que la luz, cuando excita la célula, corre dividida en cantidades discretas, según demostró rotundamente A. Einstein. También el efecto Compton recibió fácil explicación, suponiendo que los rayos X son cuantos de luz o fotones, que golpean a los electrones de los átomos, según las leyes del cruce mecánico entre corpúsculos.

El descubrimiento de Planck introdujo confusión en el campo de la física; comprendióse, en seguida, que la nueva idea no podía estar en perfecto acuerdo con la concepción de la física clásica. Pretendióse, empero, que no toda la física clásica estaba equivocada; ella seguiría adecuada al macrocosmos, mientras daría resultados erróneos en el microcosmos. Al principio el concepto de cuanto de acción vino así colocado junto a las ideas de la física clásica, especialmente en el esquema atómico de N. Bohr.

2. El átomo de Bohr

Hacia fines del siglo xix estaba ya comprobado como cierto que el átomo no es indivisible, sino que posee una estructura interna. Entonces surgió un nuevo problema ¿cómo está constituido el átomo?

En 1902 J. J. Thomson supuso que el átomo era una esfera de electricidad positiva, en la cual estarían inmersos los electrones. E. Rutherford, en 1911, sometió a la prueba de la experiencia tal opinión y la encontró errónea; por su parte supuso que el átomo estaba constituido por un núcleo positivo central, en torno del cual girarían los electrones eléctricamente negativos. Mas ese esquema planetario presentaba dificultades — contra las leyes de la electrodinámica clásica —, por lo cual, en 1913, N. Bohr lo modificó, introduciendo dos hipótesis fundamentales, correspondientes a la teoría cuántica de Planck; que los electrones giran en torno al núcleo sobre órbitas obligadas, según las condiciones cuánticas, manteniendo constante su energía; y que mudan, en cambio, la energía, la

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 111

cual se manifiesta bajo forma de radiaciones electromagnéticas (luz) cuando saltan de una órbita externa a otra interna (emisión), o viceversa (absorción). Esta teoría explica convenientemente las experiencias sobre átomos de hidrógeno y de los hidrogenoides, adaptándose además bien a la tabla periódica de Mendele-jeff: los diversos períodos de la tabla se corresponden con las diversas órbitas del átomo de Bohr; y la diversidad del número de elementos contenidos en los diversos períodos se corresponde con el diverso número de electrones que pueden estar en la misma órbita, calculados según la ley empírica de Pauli.

La teoría de Bohr tiene el mérito de haber precisado el concepto de nivel energético, que ha sido luego verificado experimentalmente, y de haber originado la ley de Bohr, según la cual la energía de u n cuanto de luz emitido (fotón) es igual a la diferencia de las energías de los dos niveles energéticos entre los que ha oscilado el electrón, en la emisión del cuanto de luz. Sin embargo, vióse bien pronto que la teoría era incompleta y que no se correspondía ya con la experiencia cuando era aplicada a átomos con muchos electrones rotatorios. Por lo demás, contenía una inconsecuencia interna; las dos condiciones impuestas por Bohr estaban en contraste estridente con las leyes conocidísimas de la electrodinámica clásica, la cual era, en cambio, considerada válida para todas las restantes partes del átomo. De ahí precisamente la dificultad interna del esquema de Bohr.

Para superar esta incoherencia era preciso construir una nueva formulación general de los principios de la mecánica, la cual estuviese de acuerdo, ora con las condiciones cuánticas, ora con la mecánica clásica; quedó así establecida una mecánica más general de la que sería una parte de la mecánica clásica, mientras la otra parte aceptaría los saltos cuánticos; resultando de todo ello una construcción híbrida, que no conseguía describir exactamente los fenómenos, pero constituía una ventaja notable sobre la teoría prece-

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112 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

dente. Mérito particular, en esta elaboración, lo tiene el «principio de correspondencia» de Bohr, mediante el cual se vio que la interpretación cuántica no era completa ante la realidad física, a la vez que la interpretación clásica conservaba parte de la verdad.

Preparóse así el camino a las mecánicas nuevas, que debían eliminar toda incongruencia lógica interna y suministrar una interpretación más perfecta de los fenómenos atómicos.

3. La mecánica cuántica

Sabido era, desde hacía mucho tiempo, que la radiación elecromagnética y la luz en particular tienen un aspecto ondulatorio característico, estudiado profundamente por A. Fresnel, a través de los clásicos fenómenos de interferencia, difracción, etc. El descubrimiento de Planck y las consiguientes teorías del efecto fotoeléctrico y del efecto Compton mostraban que la luz posee también un aspecto corpuscular, llamado cuanto de luz o fotón, si bien no en sentido unívoco frente a los comunes corpúsculos materiales, a los que no puede ser igualado el fotón en todos los sentidos. El ligamen entre los aspectos ondulatorio y corpuscular de la luz puede encontrarse en el estudio de la intensidad de las radiaciones, en cuanto las ondas y sus emisiones, que son también derivaciones de la concepción ondulatoria, resultan instrumentos matemáticos adecuados para reencontrar la distribución de los fotones en el espacio y el tiempo, fotones que representan el aspecto corpuscular: es decir, que la longitud de una radiación en un punto y un instante expresa la probabilidad de encontrar un fotón en aquel punto y aquel instante. Este ligamen, de tipo lógicomatemático, está fundamentado sobre la naturaleza misma de la luz, que presenta realmente los dos aspectos: el ondulatorio y el corpuscular. Son dos aspectos reales ambos y no contradictorios, dado que ninguna realidad puede ser contradictoria; son

LA TEOEÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 113

dos aspectos complementarios, según el «principio de complementariedad» de Bohr.

La comprobación de que la luz posee un doble aspecto, ondulatorio y corpuscular, dio el primer impulso a la nueva mecánica. En 1923 L. de Broglie pensó que la dualidad de onda y corpúsculo, descubierta para la luz, debería valer también para las partículas; por ello asoció a toda partícula una onda portadora, cuyas características calculó.

E. Schrodinger, en 1926-27 y con intuición felicísima, encontró la solución completa del problema, partiendo de las analogías entre mecánica y óptica, conocidas ya en la física clásica. A base de tales analogías persuadióse de que, así como existía una óptica microscópica, debía existir también por analogía una mecánica microscópica, que él — siempre mediante analogías frente a la óptica — construyó con instrumentos matemáticos, empleados por costumbre para el estudio de los fenómenos ondulatorios, obteniendo así la famosa mecánica ondulatoria. Consiguió además fijar una célebre ecuación, que describe el comportamiento de las partículas mediante la oscilación de una función ondulatoria, designada con la letra griega ip. Tal función ondulatoria requiere una interpretación estadística, en cuanto su valor, en un punto del espacio y en un instante determinados, indica la probabilidad de encontrar una partícula en tal punto del espacio y en tal instante. De esta suerte la función de onda recibió una interpretación análoga a la dada por la óptica clásica a la longitud de onda, indicando además la intensidad de la radiación, sobre lo que más adelante hablaremos.

W. Heisenberg, casi contemporáneamente, construyó la mecánica de las matrices. Eliminó todo esquema mecánico y todo modelo preconstruído, queriendo atenerse sólo a los datos experimentales: por ejemplo, la longitud de onda y la intensidad de los trazos espectrales emitidos por el átomo. Para utilizar estos datos, empleó un nuevo cálculo matemático, llamado

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1 14 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

cálculo de las matrices indefinidas. Heisenberg obtuvo así una mecánica del átomo, llamada precisamente mecánica de las matrices.

Algo más tarde Schródinger demostró que ambas mecánicas, la ondulatoria y la de las matrices, pueden reducirse a una sola, por ser interpretaciones diversas — en lo matemático —- de una misma teoría del átomo, pudiendo quedar unidas en la mecánica cuántica. La mecánica cuántica contiene en su seno la teoría del átomo de Bohr, siendo frente a ésta más lógicamente coherente y correspondiéndose mejor con las experiencias. La nueva teoría ha sido «un triunfo magnífico de la técnica matemática, que, aplicada hábilmente y guiada por intuiciones físicas más que por principios lógicos, ha trazado el camino hacia el descubrimiento de una teoría que estuviese en situación de abarcar todo lo observable», siempre en el mundo atómico 1!.

Tras las huellas de la mecánica ondulatoria pensóse luego experimentar si verdaderamente las partículas presentan fenómenos ondulatorios. Las experiencias fueron hechas, en América y en 1927, por Da-visson y Germer; obrando por analogía frente a las experiencias de difracción de los rayos X, estos dos autores hicieron incidir un rayo de electrones sobre un cristal, obteniendo espectros de difracción. También la posible mutación de electrones en fotones, demostrada experimentalmente por P. M. S. Blacket y G. P. Ochialini en 1933, es una confirmación más de los enfoques de la mecánica ondulatoria.

En 1927 Heisenberg puso en evidencia el principio de incertidumbre, que ofrece valor fundamental para comprender el sentido de la mecánica cuántica y que ha acarreado un cúmulo de problemas filosóficos. En

11 H. REICHENBACH, Phüosophical foundations of quantum mechantes, Berkeley, 1944, cfr, tr , it., I fondamenti filosofici delta meccanica quantica, Tur ín , 1954, p . 8.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 115

el concepto de corpúsculo están implícitos los de posición y velocidad; para definir un corpúsculo era necesario, pues, indicar experimentalmente su posición y su velocidad, según el método de la definición operatoria. Heisenberg ha demostrado, por el contrario, que es imposible determinar experimentalmente, con absoluta precisión, la posición y la velocidad conjuntas del corpúsculo; el producto de los errores de medición ante estas dos magnitudes será siempre igual o mayor que la constante de Planck; análogamente, para los fotones o cuantos de energía, vale el mismo principio.

4. Las partículas elementales

La mecánica cuántica, con satisfactoria exactitud, consigue describir los fenómenos del átomo y también diversos fenómenos nucleares. No obstante, en estos últimos tiempos viene desarrollándose un nuevo capítulo de la física, que escapa a las concepciones de la mecánica cuántica.

Que también el núcleo del átomo esté compuesto de partes es, desde hace mucho tiempo, algo sabido, especialmente a partir de los fenómenos de la radiactividad natural. En un principio se pensó que el núcleo estaba compuesto de protones y electrones, computados en correspondencia frente al peso atómico y al número atómico. Pero después que, en 1932, J. Chad-wich descubrió el neutrón, se admitió que el núcleo estaba compuesto por protones y neutrones. Cuando el núcleo absorbe o emite electrones o protones, surge un cambio de protones en neutrones, o viceversa, según los casos. De las diversas combinaciones posibles entre protones y neutrones nacen los diversos y numerosísimos núcleos, estables e inestables o radiactivos. Los núcleos no son inmutables, sino que — en la radiactividad y en el bombardeo — pierden y adquieren electrones y positrones, neutrones y protones, mudando o el número atómico o el peso atómi-

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RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

co, según leyes precisas. Posible resulta, pues, cambiar un elemento en otro; incluso han sido producidos elementos no contenidos en la tabla de Mendelejeff. Así han sido producidos en experimentos de laboratorio: el neptunio, con número atómico 93, y el plutonio, con número atómico 94; y luego otros elementos transuránicos, hasta el centurio, cuyo número atómico es igual a 100. Recientemente, un grupo de científicos americanos, ingleses y suecos, bombardeando el cúrium — que es un elemento transuránico, cuyo número atómico es 96 —--, mediante el isótopo 13 del carbono, han obtenido un nuevo elemento: aquel cuyo número atómico es 102 y cuyo peso atómico es 253, y que es radiactivo con una vida media de unos 10 minutos.

No existe aún teoría ninguna satisfactoria sobre el núcleo, resultando ya del todo imposible concebirlo—*a la usanza mecanicista — cual una suma de las partículas que lo componen; baste recordar que, en el núcleo, sobrevienen transformacione|s aun misteriosas, cual la transformación entre protones y neutrones, la emisión y la absorción — de positrones, de electrones, de mesones, etc. —, realidades que no pueden explicarse de modo mecanicista.

Con el estudio del núcleo está vinculada la cuestión de las partículas elementales, es decir, de las partículas que son los constitutivos últimos de la materia. Hoy conocemos unas 25 partículas que estimamos elementales, es decir, no compuestas por otras partículas: protones, neutrones, electrones, positrones, antiprotc-nes, varias especies de mesones, etc.

Los mesones son numerosos y de tipos diversos: existen algunos ingrávidos, como el pión y el muón, con masas iguales respectivamente a 273 y 212 veces la masa del electrón, eléctricamente o positivos o negativos o neutros, con una vida de millonésimas de segundo, tras la cual se desintegran en electrones y otras partículas; existen otros grávidos, con masas comprendidas entre la del pión y la del protón (1.840

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 117

veces la masa del electrón). Existen también los hipe-rones, con masas hasta de 2.500 veces la del electrón, que se desintegran en neutrones, protones, piones, etc. Y reciente es el descubrimiento del antiprotón y del antineutrón.

Las partículas elementales poseen masa, carga eléctrica, momento magnético y el llamado «impulso mecánico»: algunas ofrecen vida larguísima, otras brevísima; se desintegran en partículas y en radiaciones. En particular, conocidísima es la transformación de la diada electrón-positrón en una radiación gamma; análogamente piénsase en la transformación de la diada protón-antiprotón en energía de tipo diverso. Estas transformaciones acaecen todas según la fórmula de Einstein: E = me (donde E es la energía obtenida; m, la masa de las partículas, y c, la velocidad de la luz = 300.000 kilómetros por segundo).

No sabemos aún explicar las partículas y sus propiedades; la mecánica cuántica no consigue decir gran cosa al respecto. Ni sabemos siquiera si el elenco de las partículas que conocemos es completo. Los mejores físicos están trabajando arduamente para la elaboración de una teoría completa sobre las partículas elementales; trátase, en sustancia, de elaborar una expresión matemática — por ejemplo, una ecuación —, de la cual se puedan deducir, con las oportunas suposiciones, las propiedades de las partículas elementales. Importante resulta, en este problema, su parangón con el campo electromagnético: así como el fotón es un cuanto del campo electromagnético, así cada partícula lo es en su campo — el mesón en el campo me-sónico, el electrón en el campo electrónico, etc. —; cada partícula viene a ser el aspecto cuántico del campo. Mas este camino no parece conseguir descripciones de todas las partículas; por ello los científicos están tanteando también otros caminos.

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1 18 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

5. Concepciones filosóficas

¿Cuál es el trasfondo filosófico sobre el cual ha surgido la física de Planck, Bohr y Heisenberg, desenvolviéndose incluso inconscientemente?

Claro resulta, por el momento, que existe una diversidad frente a la física clásica; dijimos ya que ésta tenía, cual transfondo presupuesto, la filosofía meca-nicista, esto es, el átomo inmutable, capaz solamente de mutaciones locales, sujeto a un determinismo total que permite seguir el desarrollo de los fenómenos en particular y en conjunto. Hoy estas perspectivas han cambiado por completo, a causa especialmente de la teoría del cuanto de Planck y por razón de los descubrimientos experimentales en los terrenos del núcleo y de las partículas elementales.

Importantísima es la nueva conceptuación de la partícula. Antes, en la física clásica, era pensada con posición y con velocidad determinadas; esto es hoy imposible, por razón del principio de indeterminación. Aun más profundos son los enfoques modernos sobre la mutabilidad de las partículas; hoy es un dato experimental incontrovertible que muchas partículas se desintegran y cambian en otras partículas o en tipos diversos de energía; esto está enlazado también con el doble aspecto, corpuscular y ondulatorio, de las radiaciones y de las partículas en general, vinculándose con la ley de Binstein, que pone en relación masas y energías. Todos esos hechos indican una separación menos nítida — entre materia y energía — de lo que se pensaba en la física clásica.

Otra consecuencia notable de la mecánica cuántica es el estudio de los sistemas de partículas. Si las partículas no son intercambiables, cada una de ellas debe ser considerada separadamente, con una función de onda propia. Mas como quiera que tales partículas están unidas en un sistema y por ello se intercambian a veces entre sí, existe una sola función de onda que las estudia en conjunto, dado que en ella están incor-

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 119

poradas las funciones de onda especiales de las partículas. Así, por ejemplo, al vibrar una cuerda se pueden sobreponer muchas ondas para formar una onda compuesta, de la cual son una modificación particular las ondas componentes. En tal concepción las partículas individuales no son individuos físicos, separados y distintos, regidos por vínculos particulares; sus in dividualidades han desaparecido, a la par que ha aparecido la nueva individualidad superior del sistema, de la cual son modificación los componentes. En especial, si las dos partículas son de la misma especie —-por ejemplo, dos electrones en un átomo—, mientras en la física clásica era posible seguirlas singularmente en el proceso de los fenómenos y cambiar incluso sus posiciones, en la mecánica cuántica no es ya posible seguir a cada partícula, por cuanto no es ya posible señalar con precisión sus posiciones y sus velocidades; por ello en la mecánica cuántica no tiene sentido el intercambio de dos electrones en un átomo; al igual como, análogamente, en una cuerda que vibra según dos sistemas de ondas estacionarias carece de sentido cambiar un sistema por otro. La meca-nica cuántica acarrea así una nueva concepción de la individualidad física, ante las partículas y ante los sistemas de partículas.

Todos estos conceptos nuevos significan una profunda condena del mecanicismo de la física clásica: los modelos mecánicos, construidos sobre la falsa apariencia del mundo macroscópico, en el cual se mueven nuestros sentidos, no son válidos para los mundos atómico y subatómico. Cierto es que hoy los físicos piensan muchas veces en modelos mecánicos, mas lo hacen solamente con propósito de esclarecimiento, mientras introducen después en ellos limitaciones que destruyen su significado mecanicista; por ejemplo, el núcleo viene casi siempre imaginado cual un cúmulo de protones y neutrones, mas no en el sentido mecanicista, que no puede ya satisfacer a las teorías y experiencias modernas.

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120 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

MI desenvolvimiento de la física moderna no ha terminado todavía y no puede preverse hasta dónde llegará. De todos modos las recientes concepciones — a la vez que rechazan el mecanicismo — se acercan a la filosofía de la naturaleza desarrollada por Aristóteles y en el Medievo, la cual fué menospreciada en el Renacimiento con el resurgir de la ciencia experimental. La vinculación entre materia y energía plantea el problema de una profundización en las propiedades accidentales del cuerpo, cantidad y cualidad, masa y energía. Mientras, el problema físico de la individualidad de las partículas en todo sistema viene, en parte, a repetir la teoría aristotélica de la existencia potencial o virtual de los componentes en el cuerpo compuesto. En vista de ello compréndese bien por qué, en los sistemas, las partículas ofrecen leyes diversas de las que les rigen cuando son libres; dentro del sistema, de hecho, han devenido una realidad diversa, siendo modificaciones del sistema; y por ello obedecen a las leyes del sistema. La teoría aristotélica de la materia prima y la forma sustancial es hoy por hoy !a teoría filosófica más conveniente para una interpretación de la física moderna, en especial de la mecánica cuántica y de la física de las partículas elementales.

6. Indeterminismo y causalidad

Mucho eco ha encontrado, tanto en la física como en las esferas afines, el principio de indeterminación, dada su conexión con el principio de causalidad, que es uno de los puntales de la metafísica.

Claro resulta que, para conocer el desenvolvimiento de un elemento físico en el futuro, es necesario conocer todas las magnitudes físicas que establecen la situación presente de un sistema, impidiendo conocer por ello también su situación futura, a no ser de modo pro-babilístico. De ahí, precisamente, el íneliminable indeterminismo de la mecánica cuántica.

El principio de indeterminación depende de los mis-

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 121

mos principios matemáticos de la mecánica cuántica, en los cuales está contenido. Experimentalmente el principio depende del hecho de que cuando establecemos mediciones turbamos el sistema mediante alguna acción; y aun cuando se aminore tal estorbo, jamás será inferior al cuanto de acción de Planck, el cual es indivisible. También en la física conocíase que la medida perturba el sistema de medición; por ejemplo, la tensión entre dos polos de una pila eléctrica. Mas un simple cálculo sobre la lectura del voltímetro consigue indicar la verdadera fuerza electromotriz de la pila. ¿No será posible, en consecuencia, seguir el mismo método también en la mecánica cuántica, por ejemplo, en la medida de la velocidad y la posición de un electrón, y eludir así el principio de Heisenberg? Es preciso responder que no: la perturbación debe ser corregida mediante las leyes de la mecánica cuántica, las cuales contienen indeterminación en sí mismas.

* * *

Sin embargo, el principio de incertidumbre no se opone al principio filosófico de causalidad. Ante todo conviene anotar que, mientras éste afecta a la cosa en sí misma, aquél afecta a nuestra posibilidad de conocer el desenvolvimiento real del futuro; además, el principio de causalidad vale siempre de manera total, siendo un principio metafísico de la realidad, mientras el indeterminismo físico se aplica al futuro, pero no al pasado, en tanto que nosotros podemos conocer con exactitud cómo se ha desenvuelto cualquier fenómeno en el pasado 12.

Intentemos ahora precisar los conceptos de causalidad, determinismo e indeterminismo. El principio de

l a W. HEISENBERG, Dic physikalischen. Primipien der Quantentheorie, Leipzig, 1930; cfr. tr. it., I principa fisici dalla teoría dei quanti, Turín, 1948, p. 32.

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122 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

causalidad «en sentido metafísico» es el mismo principio de razón suficiente aplicado a la producción de las cosas: cada efecto supone una causa, a la vez que causas y efectos son realmente distintos. Este principio vale en sentido absoluto, ora para las realidades espirituales dotadas de libertad, ora para las realidades corpóreas. Cuando aplicamos el principio metafísico de causalidad a las realidades corpóreas surge el «determi-nismo filosófico en la física»; en efecto, aplicando el principio de causalidad vemos que cuando un cuerpo posee las propiedades filosóficas y físicas para obrar, obra siempre y necesariamente de una misma manera, de modo tal que idénticas causas en idénticas circunstancias producen idénticos efectos. Porque si el cuerpo situado en circunstancias idénticas pudiese producir efectos diferentes, tendría la potestad de autodeter-minarse, esto es, sería libre; mas sabemos, por el contrario, que la libertad es una dote elevadísima, perteneciente con exclusividad a las realidades espirituales. El determinismo filosófico es, por tanto, el determinis-mo de la realidad material en sí misma.

Por otra parte, el «determinismo físico» indica aquella concepción—general en la física clásica — según la cual, habiendo presupuesto un estado determinado en un sistema, y siendo cognoscible cuando menos en el plano teorético mediante experiencias y hasta sus particularidades mínimas, tal estado se desenvuelve según leyes necesarias y determinadas, de manera que es posible prever indefinidamente sus futuros desarrollos. En cambio, el «indeterminismo físico» de la física moderna, derivado del principio de incertidumbre, habiendo presupuesto que no es posible conocer el estado actual de un sistema con precisión absoluta, afirma que no será posible conocer el desarrollo futuro del sistema a no ser de manera probable.

De cuanto procede infiérese que el principio filosófico de causalidad, al ser aplicado a la física mediante lo que llamamos determinismo filosófico, puede concordar bien tanto con el determinismo físico como con el

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 123

indeterminismo físico. En uno y otro caso cabe presuponer el determinismo filosófico. En efecto, el científico sabe que todo efecto físico presupone una causa física bien determinada, y que idénticos efectos, en idénticas circunstancias, presuponen idénticas causas; sin esas premisas cualquier ciencia sería imposible. La diferencia entre determinismo físico e indeterminis- < mo físico radica en esto: en que el primero presupone el conocimiento absoluto de las medidas de la realidad física y el desarrollo de ésta según leyes determina-nadas; mientras el segundo niega la posibilidad de conocer, con precisión absoluta, la situación de las realidades físicas y, en consecuencia, debe contentarse con seguir su desarrollo mediante leyes probables. Uno y otro presuponen siempre el determinismo filosófico. Por lo demás, de no existir tal presupuesto, ¿cómo serían posibles las constancias en las realidades físicas y, por ende, las leyes y las teorías físicas?

* * * Entre estas consideraciones, necesario resulta obser

var que la física indeterminista no excluye que en la realidad exista un desenvolvimiento determinista de los fenómenos. J. von Neumann ha querido demostrar que es imposible un determinismo físico escondido bajo el indeterminismo, mas su raciocinio — según han observado H. Reichenbach 13 y L. de Broglie 14 —• parte de una concepción probabilista y presupone unas leyes probabilistas; y con tales premisas no puede llegarse sino a una concepción probabilista. En suma, que von Neumann incurre en un círculo vicioso, presuponiendo aquello que quería demostrar.

18 H. REICHENBACH, I fondamenti filosofici delta meccani' ca quantica, Tur ín , 1954, pp. 38-9.

14 L. D E BEOGLIE, La physique quantique restera-t-elle in-déterininiste?, Par ís , 1953, p . 18.

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124 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

El indeterminismo es solamente una interpretación razonable de la experiencia, a la vez que subsiste aún como posible otra nueva interpretación determinista del mundo atómico. Esta última idea subsiste en muchos insignes representantes de la física moderna, pese, a la interpretación indeterminista usualmente aceptada de la mecánica cuántica; tal ocurre, por ejemplo, con M. Planck y H. Reichenbach. Alberto Einstein 15

sostiene que el estado real de un sistema existe realmente y puede ser descrito con los medios de la física, al menos en principio. De ahí que la descripción de la mecánica cuántica, lograda mediante la función de onda, sea incompleta, a la vez que de esto depende su carácter estadístico. Por ello, según estas ideas, debería existir una descripción completa de la naturaleza y de carácter determinista: sin embargo, puntualiza Einstein, hoy esa descripción no existe. También Schródinger 16, uno de los fundadores de la mecánica ondulatoria, declárase poco satisfecho ante la interpretación probabi lista de su función de onda f, a la par que preferiría un retorno a las interpretaciones deterministas.

Muy en particular Luis de Broglie, el ideador de las ondas asociadas a corpúsculos en la mecánica ondulatoria, ha sugerido ardientes tentativas por regresar a una concepción determinista de las ondas asociadas, en la cual los corpúsculos serían singularidades de nuevas ondas vinculadas con las ondas \p. Tal teoría no intenta negar Ja mecánica cuántica — tan brillante en su lógica interna y en sus confirmaciones experimentales—, sino desarrollarla y eximirla de la embarazante interpretación indeterminista ".

15 A. EINSTEIN, Einleitende Bemerkungen über Grundbeg-riffe, en «Louis de Broglie, physicien et penseur», Par ís , 1953, pp. 4-15.

16 E. SCHRODINGEE, The meaning oj wave mechantes, op. c i t , pp. 16-32.

17 L. D E BROGLIE, Nouvelles perspectives en microphysi-Que, Par ís , 1956.

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA 125

Incluso aquellos físicos que niegan la posibilidad de un determinismo físico admiten siempre la posibilidad de un determinismo real y objetivo, al que consideran inaccesible a la experiencia. Además, hoy ha cambiado la actitud de adhesión incondicional al indeterminismo, contra lo ocurrido en los primeros y entusiastas tiempos de la mecánica cuántica, por lo que se ha llegado a hablar varias veces de una crisis en tal teoría 1S.

Cualquiera que sea el desarrollo futuro de la física teorética, la cual deberá tener en cuenta las experiencias recentísimas sobre partículas elementales, lo cierto es que el indeterminismo de la física moderna no es en absoluto contrario al principio de causalidad de la metafísica clásica, el cual subsiste como base de todo conocimiento y de toda ciencia 19.

IV. CONSTITUCIÓN ATÓMICA DE, LA MATERIA

Tras las páginas precedentes, cabe preguntarse si ha sido demostrada la estructura de la materia a base de partículas. Acaso la pregunta pueda parecer extraña, pero encierra un claro significado; con inmediatez y con claridad aún no ha sido vista ni una sola partícula, ni será posible verlas o experimentarlas directamente usando los medios que poseemos. Precisamente por esto, tras tantas teorías filosóficas o científicas y tras tantas experiencias, planteamos la pregunta de si ha quedado realmente demostrado el que la materia posea una estructura atómica. Con esta pregunta prescindimos de la cuestión relativa a la actualidad o virtualidad de las partículas en los cuerpos; es decir, no intentamos interrogar sobre si las partículas existen,

18 Por ej. , J. ULLMO, La crise de la Physique quantique, París , 1955.

19 Cfr. F . SELVAGGI, Causalitá ed indeterminismo nella revente letteratura, en «Gregorianum», XXXVIII , 1957, pp . 747-758.

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126 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

con distinción y discontinuidad, en los cuerpos compuestos; o si, por el contrario, existen unidades conjuntamente, en una unidad sustancial superior, y distinguidas sólo virtualmente. Preguntamos únicamente si ha sido demostrado el que la materia posea, en sentido genérico, una estructura a base de partículas.

¿Cuál es el valor de las teorías filosóficas sobre la constitución atómica de la materia? Fácil resulta comprender que no es posible afirmar que la materia está integrada por partículas, basándose sobre afirmaciones de las teorías filosóficas de Demócrito, o de Epicu-ro, o de Gassendi, etc. En efecto, muy discutible resulta el valor de esas metafísicas, aun cuando subsista siempre como posible el que, pese a ser rechazables en sus conceptos y principios de metafísica general, puedan incluir partes de verdad en sus explicaciones de los fenómenos materiales. Tampoco la teoría filosófica aristotélica puede ofrecer plenas garantías sobre la existencia de las partículas elementales.

De hecho, hasta que no se ha transitado a la esfera de la filosofía pura, jamás se ha poseído un concepto claro de las partículas, elementos constitutivos primeros de la variedad discontinua de los cuerpos del universo. No obstante, las teorías filosóficas han ofrecido indicaciones preciosas, que la ciencia ulteriormente ha elaborado.

La teoría científica de los átomos se ha impuesto con las ideas de Dalton y ha sido reforzada más y más por las teorías posteriores. Mas, considerándolo bien, en el siglo xix—al que podríamos llamar el siglo del triunfo del átomo — los científicos no estaban convencidos del todo de que el átomo exista realmente, pese a que de continuo hablasen de él. En realidad, las teorías podían continuar siendo buenas aunque el átomo no existiese; de ahí que se haya pensado que el concepto de átomo pueda ser útil aun sin ser verdadero; esto es, sin tener correspondencia con la realidad. Cierto es que la concurrencia de tantas teorías, desde diversos campos de la ciencia experimental, recomendaba

LA TEORÍA ATÓMICA, FILOSOFÍA y¿J

vigorosamente la realidad objetiva del átomo; sin embargo, subsiste siempre la objeción de que nadie ha experimentado jamás directamente sobre el átomo, el cual por ello puede venir siempre puesto en duda.

En el siglo xx, con la física moderna, las teorías atómicas se han desarrollado vigorosamente, reforzando más y más la conceptuación de la materia a partir de partículas. En especial, las experiencias más perfectas y amplias han demostrado, de hecho y definitivamente, que la materia posee estructuras mediante partículas.

La teoría de Dalton, la teoría cinética de los gases la teoría de la estructura cristalina, la hipótesis de Avo-gadro y la mecánica cuántica están basadas sobre la hipótesis atómica; a la par que su correspondencia con las experiencias es tal que no parece posible negar la validez de los principios más generales sobre los cuales vienen fundamentadas, en particular la validez de la concepción atómica. Incluso más allá existen experiencias— las cuales en física constituyen criterio de verdad — que aseguran concretamente la existencia de partículas. No es éste el momento de acumular las innumerables experiencias que demuestran o intentan demostrar la estructura atómica de la materia; algunas infieren indirectamente las partículas de la materia, otras se aproximan a ellas desde más cerca. Recordemos rápidamente algunas entre las más significativas, sin pretender enumerarlas todas: movimiento de Brown, rayos catódicos, efectos fotoeléctrico y termoeléctrico, radiactividad natural y artificial, caminos de partículas indicados en la cámara de Wilson y en las emulsiones fotográficas, espectros de los rayos X, experiencias nucleares, experiencias con las máquinas aceleratrices más recientes, experiencias sobre rayos cósmicos y sobre protones, mesones o antiprotones, mediciones de masas o cargas o ímpetus de las cargas elementales, etc. Ante todos estos datos experimentales no parece ya posible dudar de que la materia posee una constitución mediante partículas.

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328 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Respecto del problema de la actualidad o virtualidad de las partículas en los cuerpos compuestos, del cual nos proponíamos prescindir al inicio de este parágrafo, podemos ahora precisar que, en el siglo pasado, los físicos de tendencia mecanicista afirmaban que las partículas existen actualmente en el compuesto, distantes y distintas; mientras que, en Ja física moderna y sobre todo en la mecánica cuantística de los sistemas de partículas, prevalece la concepción opuesta; en tales sistemas las partículas perderían su individualidad, para devenir modificaciones del sistema propio, poseyendo así una existencia virtual. La actitud general de la física moderna, adversa al mecanicismo, corrobora esta última concepción.

Desde el punto de vista filosófico el mecanicismo no consigue explicar las experiencias y teorías modernas, mientras que la doctrina aristotélica de la materia y la forma sí ofrece una interpretación conveniente ante la física moderna. Precisamente tal doctrina sostiene que los elementos poseen una existencia virtual en el cuerpo compuesto, tal y como en cierta manera ha venido a afirmar también la física cuantística20.

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FLUEGGE, S-, KBEBS, A., Experimentelle Grundlagen der Wellenmechanik, Dresde y Leipzig, 1936.

20 Cfr. R. MASI, Struttura della materia. Essenza metafísica e costituzione física, Brescia, Morcelliana, 1957.

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CAPÍTULO IV

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD DE ALBERTO EINSTEIN

1. Relatividad y relativismo.—2. Teoría de la relatividad.— 3. Experiencia de A. Michelson.— 4. Significado de la teoría de la relatividad.— 5. Noción filosófica de tiempo: tiempos absoluto y relativo. —* 6. Espacio-tiempo, existencia, eternidad. — 7. Teoría de la relatividad y causalidad. — 8. Teoría general de la relatividad.

1. Relatividad y relativismo

Un lugar fundamental en la física contemporánea es, sin duda, el ocupado por la teoría de la relatividad de Alberto Einstein.

Por su propio nombre, esta teoría podría ser ocasión de una incomprensión, tanto más grave cuanto resultaría ilusoria en su significado fundamental. Para aquellos que no la conocen, o la conocen sólo muy superficialmente, podría equivaler a la afirmación de una relatividad, en el mundo físico, bajo la acepción de relativismo. Con esta teoría, piensan algunos, ha quedado demostrado que todo es relativo, incluso en el campo de la física y del universo material. Si todo fuera

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 131

relativo, tendríamos que admitir que estamos abocados al relativismo del ser y de la verdad, con lo cual no existiría ningún valor absoluto; ello implicaría, evidentemente, el fin de toda metafísica, de toda religión y de toda Revelación.

Tal manera de pensar traslada la relatividad de lo físico a lo filosófico, siendo así como han entendido la teoría algunos autores, desde los ámbitos del subjetivismo y del idealismo; por ejemplo, E. Cassirer, G. De Ruggiero, A. Tilgher, etc. La razón para esta reducción de la relatividad einsteiniana al relativismo subjetivis-ta no es otra sino la subjetivación del espacio y del tiempo, atribuida a Einstein cual corolario respecto de E. Kant. Así, por ejemplo, ha escrito A. Tilgher: «Merced a Einstein, espacio y tiempo, esos baluartes supervivientes del antiguo objetivismo, aparecen ahora como maneras de ver por parte de nuestro espíritu, espejos de nuestro yo tras los cuales se revela, y a la vez se oculta, lo en sí de las cosas. A esto, en verdad, los filósofos habían ya llegado de golpe gracias a Kant; mas lo que caracteriza a la revolución einsteiniana es que Einstein ha llegado al mismo resultado exclusivamente por la vía de raciocinios fisicomatemáticos. Es bajo la punción de una autocrítica interna cómo la moderna física, para rehuir las contradicciones mortales que la atormentaban, hase inclinado a abandonar la objetividad de espacio y tiempo, haciendo de estas pretendidas entidades objetivas dos modos de ver, dependientes del punto de vista del observador» \ Por ello Tilgher saluda a Einstein cual «iniciador de la era subjetivista en las ciencias de la naturaleza».

Esta interpretación subjetivista de la teoría de la relatividad está, por entero, fuera de lugar. Einstein supone que existe un mundo físico, que se desenvuelve en el espacio y el tiempo, distinto del observador y

1 A. TILGHER, 11 significato filosófico della relativitá di Einstein, en A. KOPFF, I fondamenti della relativitá einstenía-na, Milán, 1923, p. 410.

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132 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

existente en sí, a la manera realista; y supone que tal mundo es objeto de observación y de medida por parte de observadores diversos. Su relatividad afirma solamente que las medidas de los datos espaciales y temporales dependen de la situación en movimiento del observador. Evidentemente esa afirmación no implica ningún relativismo metafísico o escepticismo, según veremos mejor acto seguido, antes bien un perfeccionamiento de nuestro conocer del mundo real físico. En suma, con su doble relatividad general y especial, Eins-tein no pretende ofrecer una concepción idealista del mundo, o una representación puramente subjetiva, sino que quiere describir — al igual que todo físico consciente de su ciencia — la realidad, y del modo más preciso y más completo2.

Frente a ese claro realismo del sentido común, que todo físico presupone en sus investigaciones, cuando menos implícitamente, y que otorga verdadero valor a toda investigación de los fenómenos naturales, exigido parece excluir también la interpretación que, de la relatividad de Einstein, ha dado A. Aliotta mediante su experimentalismo. Sostiene Aliotta que no puede hablarse de una realidad en sí, sino sólo de una realidad en relación con el sujeto; la realidad sería precisamente el conjunto de las varias experiencias concretas de los individuos singulares.

El universo es, por tanto, el conjunto de las perspectivas diversas de las singularidades, a la vez que cualquier visión particular jamás comprende Ja realidad toda. Según se ve, el experimentalismo deviene relativismo, el cual corre el riesgo de ser destruido por el escepticismo, y se sitúa en actitud negativa ante la metafísica, por situarse así ante el concepto de lo absoluto, necesario para los verdaderos conceptos de Dios y de religión. En este esquema viene interpretada la rela-

2 Cfr. A,. .ALIOTTA, II Valore filosófico della teoría de A. Einstein, en «Cinquant 'anni di relat ivl tá», Florencia , 1955, pp. 467 s. 473 s.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 133

tividad de Einstein; la teoría de la relatividad es «una visión del mundo en la que quedan conciliadas todas las perspectivas posibles, hasta de las estrellas más alejadas en lugares diversos, moviéndose con velocidad uniforme o uniformemente variable; es, por ello, una teoría más completa que la antigua... Pero tal teoría no puede tener la pretensión de hacernos salir fuera del mundo de nuestra experiencia humana... Estaría privado de sentido erigir el nuevo esquema sobre el trono de la misma realidad. De ella no podemos hablar críticamente: conocemos sólo la naturaleza en sus enlaces con nuestros órganos de sensibilidad y con nuestro pensamiento. Las ecuaciones de Einstein son válidas desde cualquier punto de vista, ante cualquier observador, para cualquier sistema de coordenadas; podríase por esto alegar que se ha descubierto el medio para liberar a la realidad de toda referencia a los sujetos de experiencia y para alcanzar el mundo en sí mismo. Mas no debemos olvidar que esas fórmulas son construcciones de nuestro pensamiento y que sólo en él y por él poseen significado. Presuponen siempre nuestros sistemas matemáticos, así como los postulados que están en sus bases y que son convenciones nuestras. El valor de verdad de las ecuaciones de Einstein radica en su concreta verificación de los hechos de nuestra experiencia: son leyes que expresan enlaces entre estos acontecimientos y no pueden, por ello, ser concebidas como existentes sino en la concreción de los hechos, por lo que el universo resulta referido a nuestra vida espiritual» 3.

Aun prescindiendo de la crítica que podría formularse ante la concepción general por él suscrita, parécenos que Aliotta ha constreñido la teoría de Einstein dentro

s A. ALIOTTA, Valore filosófico della teoría di Einstein, en Cinquant 'anni di relat ivi tá», Florencia , 1955, pp. 457-6. Cfr. Ali.iOTA, La teoría di Einstein e le mutevoli prospettive del mondo, Pa lermo, 19*22; II relativismo, ¡'idealismo e la teoría di. Einstein, Roma, 1948.

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I.'M RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

de un esquema filosófico contrario, por completo, a l;i mentalidad realista y objetivista de la propia teoría física.

* * *

Precisados ya estos conceptos, se ve bien que la teoría de la relatividad nada tiene que objetar contra Dios y la religión. Al contrario, toda la estupenda creación conceptual de la teoría es una afirmación más de la racionalidad del mundo físico y de su orden, los cuales reclaman — más insistentemente que nunca, si preciso fuera — una mente ideatriz, ordenadora y con poder creador.

Sin embargo, la teoría de la relatividad ofrece ocasión para algunas reflexiones sobre el principio de causalidad, fundamental para la demostración de la existencia de Dios. Además, la representación relativista del espacio-tiempo tetradimensional puede originar una interpretación que ponga en discusión el concepto de existencia y el propio devenir del mundo, incluyendo todos los acontecimientos del universo en una especie de eternidad, representados matemática y físicamente. Sobre estas cuestiones, dependientes de la teoría de la relatividad y vinculadas tanto con la metafísica como con la filosofía de la religión, queremos ahora discurrir. Antes, empero, será necesario entretenernos sobre la misma teoría de la relatividad.

2. Teoría de la relatividad

Esta teoría ha nacido como explicación de unas experiencias, las que intentaron poner en evidencia el éter, sede de los fenómenos luminosos. Fué precisamente la célebre experiencia de A. Michelson la que abrió camino a la relatividad de Einstein.

Supongamos que el éter esté quieto y que la tierra corra por en medio de él, sin de hecho arrastrarlo; el movimiento de la tierra determinará entonces un «viento de éter». La experiencia de Michelson intenta pre-

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 135

cisamente poner en evidencia este viento de éter; esto es, el movimiento de la tierra respecto del éter. Para exponer claramente el asunto pongamos un ejemplo: En un lago corren las ondas, de norte a sur, a la velocidad de 11 kilómetros por hora. Si una nave está quieta en el lago —- por ejemplo, detenida por un áncora—>, las ondas poseerán respecto de ella la velocidad susodicha; si la nave, por el contrario, camina sobre el lago, hacia el norte, a 5 kilómetros por hora, las ondas poseerán respecto de ella la velocidad de 11 + 5 = 16 kilómetros por hora; si la nave, en cambio, va hacia el sur, también a 5 kilómetros por hora, las ondas poseerán respecto de ella la velocidad de 11 —'5 = 6 kilómetros por hora. Sustituyamos ahora el agua por el éter, y las ondas por la luz, y la nave por la t ierra: cuanto se verifica para las ondas de agua del lago debería verificarse para las ondas de éter, es decir, para la luz; diversa debería ser la velocidad de la luz según que la tierra se moviese en el sentido de los rayos de luz o en el sentido contrario. Michelson intentó precisamente poner en evidencia esta diferencia; mas pese a la alta precisión de sus experiencias, repetidas centenares de veces incluso por otros célebres experimentadores, el resultado fué siempre negativo: sucedía todo como si la tierra estuviese inmóvil en el mar de éter, o bien, lo cual viene a ser lo mismo, como si el éter fuese plenamente arrastrado por la tierra. Tras varios intentos infructuosos de explicación, Alberto Einstein, en su célebre memoria de 1905, Zur Elektro-dynamik bewegter Koerper*, propuso interpretar la experiencia de Michelson admitiendo «el principio de relatividad» según este enunciado: «la velocidad de la luz en el vacío, respecto de cualesquiera observadores, es una constante independiente de los movimientos de su origen y del observador»5.

4 «Ann. d. Ph.», 1905, n. 10. 5 Cfr. A. EINSTEIN, L. INFELD, L'cvoluzionc delta física,

t r . de iA. Graziadei, Tur ín , 1950, p. 185.

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| 3 6 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Toda la teoría de la relatividad depende de este principio. Ante todo, sigúese de él con inmediatez la relatividad de la simultaneidad. He aquí un ejemplo del propio Einstein: Yo veo pasar un tren; en el momento en que el punto medio del tren está delante de mí, dos luces se encienden en las extremidades del mismo; por ejemplo, mediante contactos eléctricos. Así como, por el principio de relatividad, sé que respecto de mí — es decir, respecto de la tierra en la que estamos — la luz posee velocidad constante en todas las direcciones, estando yo en el punto medio y recibiendo los dos rayos a la vez, juzgo que el encendido de las dos luces ha sobrevenido al mismo tiempo. Por su parte, el viajero que estuviese en el tren y exactamente delante de mí, cuando se encendieron las dos luces, por estar él en el punto medio del tren recibirá primero evidentemente el rayo procedente de la cabeza del tren, en el cual se mueve él, y después aquel procedente de la cola. Mas el principio de relatividad vale también para él — es decir, para el tren — y, por ende, también para el sistema del tren la luz posee la misma velocidad en todas direcciones; pues estando dicho viajero en el punto medio del tren y no recibiendo las señales contemporáneamente, debe concluir que las dos luces no se han encendido simultáneamente. De ahí se infiere que la simultaneidad de dos fenómenos depende del movimiento relativo del observador respecto del sistema en que los fenómenos acaecen.

Si la simultaneidad es relativa, el cálculo demuestra que, cuando establezco medidas en un sistema en movimiento respecto de mí, encuentro que el tiempo va más lento y queda además sobrepasado; es decir, que los relojes señalan horas diversas en los diversos puntos del sistema en movimiento. Por tanto, de la relatividad de la simultaneidad sigúese que no es posible parangonar entre sí temporalmente todos los acaecimientos del universo material; es decir, que no existe un tiempo único, un tiempo que transcurra igual-

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 137

mente para todos los cuerpos en movimiento recíproco entre ellos.

Obsérvese que, cuando mido la longitud de un cuerpo, debo hacer coincidir los extremos de una medida con los extremos de aquel cuerpo y simultáneamente; es decir, utilizo la simultaneidad. Compréndese pues que, si mido un cuerpo en movimiento respecto de mí, la relatividad de la simultaneidad conduce a una relatividad de la medida: encuentro, de hecho, que el cuerpo en movimiento se ha acortado en la dirección del movimiento; es decir, que en el sistema en movimiento el espacio se contrae.

La teoría de la relatividad está contenida en el principio de relatividad: si la velocidad de la luz es constante, con independencia de la velocidad del origen y del observador, sigúese que la simultaneidad es relativa; el tiempo se lentifica y queda sobrepasado, mientras el espacio viene contraído, en tales sistemas, según movimientos relativos. Por ello Einstein pudo sintetizar la teoría de la relatividad en las siguientes palabras: «¿No es acaso posible suponer que las mutaciones— al verificarse, según el ritmo del reloj, en movimiento y en la longitud de reglas también en movimiento— son tales como para que la constancia de la velocidad de la luz no descienda directamente? En sustancia, podemos suponerlo... Cabe comprobarlo contrahaciendo nuestro argumento: Si la velocidad de la luz es la misma en todos los sistemas de coordenadas inertes, también las reglas en movimiento deben cambiar de longitud y los relojes en movimiento deben cambiar de ritmo, siempre según leyes de variaciones rigurosamente determinadas»6; esto es, según las transformaciones de Lorentz, que ofrecen precisamente un tiempo lentiñcado y sobrepasado, a la vez que un espacio contraído en los sistemas en movimiento.

6 A. ENSTEIN, L. INFELD L'evoluzipne delia física, op. cit., P. 195.

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138 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Tal es, en sus conceptos fundamentales, la teoría de la relatividad, restringida a los movimientos rectilíneos y uniformes. Preguntamos ahora: ¿cuál es ¡su valor? Para responder a esta interrogación, antes de cualquier otra valoración teorética, parece necesario considerar su base experimental. En efecto, fué al intentar una explicación para la experiencia de Michelson cuando Einstein propuso el principio de relatividad, de forma que toda la teoría depende de tal principio. Pero la experiencia de Michelson ¿prueba realmente el principio de relatividad?

3. Experiencia de A. Michelson

Mientras J. Newton pensaba que la luz es un flujo de partículas (teoría corpuscular de la luz), C. Huyghens sostuvo que la luz es una ondulación mecánica en un medio elástico sutilísimo denominado éter. La autoridad de Newton prevaleció durante bastante tiempo sobre la de Huyghens; sólo hacia finales del siglo XVIII y principios del xix, por obra de T. Young y de A. Fresnel, la concepción ondulatoria se impuso. Cuando Maxwell descubrió después sus célebres ecuaciones, el éter mecánico de Huyghens y de Fresnel fué sustituido por un éter no mecánico, sede de los fenómenos electromagnéticos; las ecuaciones de Maxwell sugerían precisamente que la luz es una mutación periódica electromagnética.

Suponiendo que el éter llena el espacio físico, pueden hacerse tres hipótesis: 1) el éter no viene, de hecho, arrastrado por el movimiento de los cuerpos; 2) el éter viene arrastrado sólo parcialmente; 3) el éter viene arrastrado totalmente. Frente a las tres hipótesis existen experiencias favorables.

1) En 1728 J. Bradley descubría el fenómeno de la aberración estelar, que explicaré con un ejemplo. Cuan-

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 139

do llueve sin viento, la lluvia cae directamente sobre la t ierra; si voy en automóvil, veo a la lluvia caer oblicua. Análogamente se comprueba que, en un telescopio, la luz de una estrella incide oblicua; ello quiere decir que el telescopio, o sea la tierra, se mueve respecto del caer de la luz, o sea que se mueve respecto del éter. Por ende, el éter no es arrastrado por la tierra, según decía la primera hipótesis.

2) Si el telescopio es llenado de agua, la oblicuidad en el incidir de la luz, en caso de que el éter permaneciese inmóvil, debería resultar mayor que con el telescopio vacío, dado que la luz en el agua ofrece menos velocidad que en el aire. Mas Airy comprobó que la oblicuidad permanece la misma. Arago, suponiendo siempre inmóvil al éter, dedujo teoréticamente que la distancia focal de una lente es diversa si es aproximada a la luz o bien, por el contrario, es alejada de ella; mas los experimentos no ofrecieron diferencia ninguna. Además, en 1851 y mediante una ingeniosa experiencia, A. Fizeau demostró que la velocidad de la luz disminuye cuando recorre un medio transparente —-por ejemplo, el agua—•, a la vez que se mueve en sentido opuesto al propio de los rayos, y que aumenta cuando se mueve en el mismo sentido. Estos t res hechos quedan explicados admitiendo que el éter sea arrastrado parcialmente por el cuerpo en movimiento, según enuncia la hipótesis segunda.

3) En cuanto a la hipótesis tercera, sabemos ya que la experiencia de Michelson puede ser comprendida admitiendo que el éter venga arrastrado completamente, en su movimiento, por la tierra.

* * *

Dado que la experiencia de Michelson es decisiva para la relatividad, es necesario recorrer brevemente su historia, para comprender su significado. F u é sugerida fundamentalmente, en 1878, por J. C. Maxwell, y expuesta por vez primera, en Berlín, por A. Michelson,

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140 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

y durante el curso 1880-81, en el «Physikalisches Instituí» '. Michelson dividía un rayo de luz en dos, hacía avanzar uno de ellos en el sentido del movimiento de la tierra y el otro en sentido perpendicular; después los reunía y los hacía entrecruzar en un telescopio, donde se advertían franjas de interferencia, debidas a las diferentes longitudes de los caminos de los dos rayos. Girando el aparato llamado interferómetro hasta 90 grados, el rayo antes paralelo al movimiento de la tierra deviene perpendicular y el que era perpendicular deviene paralelo; evidentemente cambiaba, además, la respectiva longitud del camino de los dos rayos y esta mutación debía causar un desplazamiento de las figuras de interferencia, que se advertían dentro del telescopio.

En 1886, y mediante un profundo examen del experimento, H. Lorentz 8 demostró que el desplazamiento

7 A. MICHELSON, Relative motion of the earth and luminiferous ether, en «Am. J. Se» , XXII (1881), p . 120. El apara to ideado por Michelson, l lamado in te r fe rómetro porque pone en evidencia la in terferencia de la luz, consiste en e s to : u n rayo de luz L incide en u n espejo S, incl inado unos 45» y l igeramente plateado, de modo que el rayo se desdoble en dos. Uno pasa a t ravés del espejo y el ot ro se refleja, según la inclinación de 90°. Tras u n t recho de te rminado los dos rayos se encuen t ran con dos espejos, 1A1 y B, los cuales los r emi ten hacia a t rás , hacia el vidrio semiplateado, que a su vez los recoge de nuevo y los remi te al telescopio C. Los dos rayos habían par t ido al unísono, pues per tenec ían al mismo r a y o ; cuando r e to rnan al telescopio, l legan desigualados, por ser diversos en genera l sus dos recorr idos , desigualación que se descubre porque origina franjas de in ter ferencia en el telescopio. Si el in ter ferómetro viaja dent ro de u n viento de éter, fácil será descubr i r que, g i rando el apara to , cambia el recorr ido de los dos rayos en el éter, de modo que debe cambiar también la posición de las franjas de interferencia , que se ven en el telescopio. P rec i samente el exper imento consist e en adver t i r la desviación de las franjas de in ter ferencia al g i rar el apara to .

8 H. LORENTZ, De l'influence du mouvement de la terre sur les phenoménes lumin., en «Archives Néerlandais», XXI (1886), 2.o l ibro.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 141

de la figura de interferencia a observar con el aparato ideado por Michelson entraba dentro de los límites de los errores experimentales; por ello, los resultados

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Fig. 1. — ESQUEMA DEL INTERFERÓMETRO DE A. MICHELSON

obtenidos no tenían valor. Michelson perfeccionó el interferómetro, ayudado por W. Morley, montándolo sobre un lastre rígido de arena, oscilante en una cavidad de mercurio9 . El experimento fué realizado en

• jAl MICHELSON, W. MORLEY, On relative motion of earth tmd the luminiferous ether, en «Phil, Mag.», XXJV (1887), p. 449.

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Cleveland, en América, los días 8, 9 y 11 de julio de 1887, obteniéndose un efecto que era menor que la vigésima parte del esperado; la tierra poseería según esto una velocidad de 8 kilómetros por segundo, en vez de los 30 kilómetros por segundo admitidos comúnmente para la rotación en torno al sol. Michelson y Morley pensaron que este resultado podría depender de que la velocidad de la tierra en torno del sol se compusiese con otros movimientos eventuales; por ello era necesario hacer otras experiencias, en otras épocas del año y en un lugar elevado, para evitar eventuales arrastramientos del éter por los cuerpos opacos. De esta suerte Miller, volviendo más tarde sobre estos trabajos, observaba que el resultado no era nulo 10.

Las experiencias de Michelson-Morley suscitaron gran interés, dado que mostraban que los conocimientos sobre el éter eran muy limitados e imperfectos.

Fitz-Gerald, en 1891, formuló la hipótesis de que las moléculas del cuerpo en movimiento se aproximan, en la dirección del movimiento, hasta una cantidad tal que anula el efecto del interf erómetro; esta idea fué recogida y precisada, en 1895, por Lorentz. Pensóse que esta contracción debía depender de la naturaleza del material empleado para construir el interf erómetro; por ello se intentó sustituir la arena por madera de pino. Los experimentos con el nuevo aparato fueron realizados por Morley y Miller en agosto de 1902 y en junio de 1903 en Inglaterra, observándose un efecto algo mayor que el observado en 1887, pero demasiado pequeño para decidir si podía ser atribuido a la contracción de la madera en la dirección del movimiento, según sugerían Fitz-Gerald y Lorentz X1.

Más tarde Morley y Miller construyeron otro mter-

10 D. MILLER, The ether drijt experiments and the deter-mination of the absolute motion of the earth, en «Rev. Mod. Phys.», V (1933).

11 MORLEY, MILLER, Report of an experiment to detect the Fitz-Gerald Lorentz effect, en «Phil. Mag.», IX (1905), p . 680.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 143

ferómetro de acero, estudiado hasta sus más mínimas particularidades, para evitar disturbios debidos a causas diversas — magnetismo terrestre, inestabilidad, distorsión, temperatura, etc...., y ejecutaron los experimentos en las épocas más aptas del año, en julio de 1904, sobre el terreno plano del laboratorio de la «Case School" of Applied Science» de Cleveland, en América. El resultado reentró en el ámbito de los errores experimentales, pues fué un 1/100 del previsto 12. Más tarde, empero, Miller sostuvo que, en el cómputo de esta experiencia, se hicieron mal los promedios de los resultados y el efecto había sido, a su vez, equivalente al de las experiencias de Morley y Miller en 1887. Para verificar, una vez más, la hipótesis de la contracción de Fitz-Gerald y de Lorentz se rehicieron las mismas experiencias, a 285 metros sobre el nivel del mar, en Cleveland y en 1905, sobre lugar abierto; el resultado fué positivo, pero inferior al previsto; según el resultado, la tierra tendría una velocidad de 8,7 kilómetros por segundo en vez de los 30 kilómetros por segundo.

En 1905, y mediante la célebre memoria Zur Elec-irodynamik bewegter Koerper («Ann. de Phys.», 1905, n. 10), Alberto Einstein inició la teoría de la relatividad, que se propagó rápidamente. Entonces resultó interesantísimo repetir las experiencias del interferó-metro, mas sólo en 1921 Miller pudo reemprenderlas; a tal efecto transportó el interf erómetro de acero al Monte Wilson (a 1.750 metros sobre el nivel del mar) y tuvo en cuenta los eventuales influjos de la temperatura, magnetismo terrestre, acciones centrífuga y gi-roscópica, irregularidades del campo gravitacional terrestre, etc. El resultado fué parcialmente positivo; la tierra manifestó tener, sobre el éter, la velocidad de 10 kilómetros por segundo. El interferómetro fué re-conducido a los laboratorios de Cleveland, para exá-

12 Cfr. «Phil, Mag., IX (1905), p . 680.

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menes más detenidos del aparato. Acabados esos exámenes, tras una primera aplicación en Cleveland mismo, el resultado fué nulo. En el Monte Wilson obtúvose de nuevo un nítido efecto de 10 kilómetros por segundo, en septiembre de 1924. Experiencias continuadas sobre el propio terreno, entre 1925 y 1926, confirmaron este resultado 13.

Los datos obtenidos por Miller suscitaron gran interés y sus experimentos fueron después reemprendidos por otros estudiosos. La Universidad de Bruselas quiso reintentar la prueba en 1926, y confió el encargo a A. Piccard y E. Stael; ellos utilizaron el interferó-metro, mas para evitar el eventual arrastramiento del éter por parte de cuerpos sólidos montaron el aparato sobre un globo, con el cual ascendieron hasta 2.500 y 4.500 metros de altura. El resultado fué nulo y no confirmó los datos de Miller, mas con poca seguridad, pues la experiencia vino perturbada por circunstancias particulares, que disminuyeron su precisión " . La prueba fué repetida en 1926 en el laboratorio de Bruselas, pero siempre con efectos nulos 15. Los mismos autores quisieron repetir el experimento sobre el monte Righi, a 1.800 metros sobre el nivel del mar, donde el horizonte es completamente libre, y, pese a la gran precisión, llegaron a resultados nulos, no quedando confirmadas las afirmaciones de Miller16.

R. J. Kennedy, tras haber aumentado la sensibilidad del interferómetro de Michelson y disminuido las eventuales perturbaciones, pudo cómodamente medir un cuarto del efecto anunciado por Miller, mas el resultado de sus experiencias fué negativo, tanto en la 11a-

13 Cfr. D. C. MILLER, Ether-drift experiment at Mount Wilson, en «Proc. Nat. Ac of Sciences», vol. 11, 1925, p . 306; «Rev. Mod. Phys». v. (1933), p . 220; «Astrophys, J.», k X V I l l (1928), p. 397.

" «Comptes Rendus», vol. 183, 1926, p . 420. 15 «Comptes Rendus», vol. 184, 19(27, p . 451. 16 «Comptes Rendus», vol. 185, 1927, p . 1198.

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nura como en el Monte Wilson ". Algún año más tarde K. K. Illingworth quiso repetir las experiencias con el mismo aparato de Kennedy, tras un examen cuidadoso de su sensibilidad; pese a la gran precisión, ningún efecto fué advertido, a partir del cual, pudiese confirmarse la íeoría de Miller 1S. También Michelson quiso reemprender sus antiguas experiencias para comprobar las afirmaciones de Miller, ayudado por P. G. Pease y por P. Pearson; las pruebas fueron intentadas en julio de 1926 y en el otoño de 1927; algo más tarde hiciéronse otras pruebas sobre el monte Wilson. El resultado fué constantemente negativo1S.

La casa Zeiss, de Jena, quiso repetir el experimento, confiándolo a G. Jóos; el aparato, construido de cuarzo y suspendido con taras para evitar inexactitudes, fué situado en el vacío dentro de un recipiente de metal, con un registrador fotográfico para medir con máxima precisión los datos. Pese a todos los cuidados, el resultado no confirmó las afirmaciones de Miller 30.

¿Qué conclusión puede deducirse de todos estos experimentos? Considerando la precisión de las experiencias realizadas después de Miller, queda uno inclinado a negar todo efecto positivo. Mas las experiencias de Miller fueron tan metódicas y duraderas que difícilmente se puede llamar inexistente! o erróneo su resultado positivo. El mismo Lorentz llegó a decir, ante las experiencias de Miller: «I think there can

17 R. J . KENNEDY, A refinement of the Michelson-Morley experiment, en «Proc. Nat . Ac. of. Sciences, voL 12, 1926, p. 621; «Astrophys, Journ .» , vol. 68, 1928, p . 397.

18 K. K. ILLINGWORTH, A repctition of the Michelson-Mor-ley experiments, en «Phys. Rev.», XXX (1927), p. 692.

1 9 A. A. MICHELSON, F . G. PEASE, F. PEARSON, Hcpctition of the Michelson-Morley experiments, «Nature», vol. 123, 1929. p. .88; «J. Opt. Soc. Am.», vol. 18, 1929, p . 181.

20 G. Jóos, Die Jenear Widerholung des Michelson Versu-ches, en «Phys, Zs.» XXXI (1930, p„ S01; cfr. «Phys. Kev.», XLV (1934), p . 114.

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liandly exist any doubt that there is an actual displa-ccment of fringes» 21. Por ende, existe incertidumbre en el resultado experimental.

* * *

Por otro lado, existe incertidumbre también sobre la propia teoría del interferómetro. En efecto, ade-más de la elemental e incompleja teoría del interferómetro, existen otras teorías más completas, que tienen en cuenta aspectos descuidados por tal elementalidad y no llegan siempre a idénticas conclusiones: una teoría fué propuesta por Lorentz22, otra por Hicks 23. Tras la teoría de Hicks, pareció que el resultado del experimento debía ser diferente del calculado mediante la teoría elemental, por lo que Morley y Miller re-analizaron la teoría del interferómetro en los puntos debilitados por Hicks24. También Rigbi reconstruyó la teoría del interferómetro25 y concluyó que ni siquiera teóricamente debía el interferómetro dar resultado positivo. Luego la teoría de Righi fué examinada por G. Valle26. Otra teoría del interferómetro fué aportada por E. P. Hedrick27.

A causa de toda esta diversidad de opiniones, en 1928 los principales estudiosos de la cuestión se reunieron para estudiar conjuntamente las divergencias, experimentales y teoréticas, así como para delimitar

21 «Astrophys. J.», LXVIII (1928), p . 389. 22 H. A. LORENTZ, De l'influence du mouvement ole la terre

sur les phenoménes lumin., en «Archives Néerlandais», XXI, libro 2, 1886; «Astrophys. X», LXVII I (1928), p . 345.

23 W. M. HICKS, On Michelson-Morley esperiments rela-ting of the drift of the ether, en «Phil. Mag.», I I I (1902), p . 9.

** «Phil. Mag.», IX (1905), p . 669. 25 Cfr. «II Nuovo Cimento», 1918-21, «Memorie R. Acc.

dell'Istituto di Bologna», 1918-20; «II Nuovo Cimento», 1922, p. 17.

26 G. VALLE, Complementi alia teoría del Highi, en «11 Nuovo Cimento», 1925, p . 39.

27 «Astrophys. J.», LXVIII (1928), p . 374.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 147

las múltiples teorías matemáticas28. Vióse que, desde el punto de vista matemático, las teorías son exactas; sin embargo, de hecho, presentan divergencias no indi ferentes, que ponen en duda la misma posibilidad teórica de obtener un efecto positivo, incluso una vez supuesto el viento de éter. Entonces pareció que la teoría de Hicks y la de Righ, corregida por Valle, eran las más completas y exactas. Habría sido necesario revisar a fondo toda la teoría para decidir qué esperanzas debían realmente tenerse y qué influjo podía alcanzar un viento de éter en la rotación del aparato. Sobre esta conclusión pusiéronse de acuerdo Miller, Lorentz, Hedrick y los demás.

En consecuencia, además de la incertidumbre del resultado experimental, positivo en los trabajos de Miller y negativo en los demás, existe incertidumbre en la propia teoría del interferómetro, tanto que no sabemos con precisión si realmente un viento de éter puede quedar evidenciado por los célebres experimentos. Por esta doble incertidumbre, las experiencias de Mi-chelson no pueden probar el principio de relatividad de Einstein, el cual continúa siendo por ello un postulado. En cambio, situándonos en el punto de vista de un mar de éter, en el cual estaría inmersa la tierra, la aberración estelar de Bradley y el experimento de Fizeau están indicándonos — cuando menos — un arrastramiento parcial del éter.

* * *

También cabe exponer una crítica más profunda. La experiencia de Michelson quiere evidenciar una diferencia de recorrido entre dos rayos de luz. Ahora bien, en la mecánica cuántica un rayo de luz aparece como fenómeno que, según los casos, es ondulatorio o corpuscular. Mas como quiera que se la represente,

28 Conference on Michelson-Morley experiment, en «Astrophys, J.», LXVIII (1928).

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la luz es siempre un fenómeno del campo electromagnético, el cual circunda el aparato de Michelson y existe en el espacio real, el constituido precisamente por tal campo, solidario con el observador, con el aparato y con la tierra en conjunto. Según esta interpretación, la experiencia no debía y no podía dar ningún resultado positivo; por tanto, deducir de ella el principio de relatividad sería ilógico por completo.

Como quiera que la experiencia deba interpretarse, deducir de ella el principio de relatividad implica una inferencia ilógica desde el punto de vista operacional, según el cual existe solamente aquello que es mensurable y en el cual se ha colocado el propio Einstein, con su definición de simultaneidad. En efecto, del experimento de Michelson puede sólo deducirse que la velocidad de la luz es constante si es medida en un sistema físico inerte, con independencia del movimiento del sistema. Con ello viene extendido también a los fenómenos electromagnéticos el principio según el cual los fenómenos mecánicos no se resienten del movimiento inercial del sistema. En cambio, con el principio de relatividad, Einstein no sólo va más allá de cuanto la experiencia afirma, sino que además supone situaciones no experimentales y, por ende, carentes de significado físico. Einstein esclarece, de hecho, el principio de simultaneidad con el ejemplo del t ren; en tal ejemplo supónese posible que el mismo rayo de luz —• el constituido, en el sistema real, dentro del tren — puede existir también en ese otro sistema real que es la tierra. Mas un rayo de luz, según se ha observado antes, recorre un espacio real, y el espacio real está lleno de materia o de campos energéticos, los cuales pertenecen a un sistema único y no a dos sistemas conjuntamente; por tanto, el espacio real perteneciente al sistema del tren no puede ser el mismo perteneciente al sistema de la tierra, dado que precisamente materia y campos son solidarios entre sí y con el fenómeno luminoso. No resulta posible que un rayo de luz exista contemporáneamente en dos sistemas reales.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 149

Podría pensarse en producir un rayo de luz en el vacío, mientras dos observadores en movimiento relativo — siempre desde ese vacío — deberían hacer sus observaciones: Einstein supone el vacío, por cierto, con su principio de relatividad; mas esa experiencia no puede existir. En el vacío, en sentido absoluto, ni el rayo de luz puede existir, ni los observadores situarse, o moverse, o medir 2\

4. Significado de la teoría de la relatividad

Aclarado lo anterior, queda por ver si el postulado de relatividad, y con él toda la teoría de Einstein, aun no habiendo sido objeto de demostración por el experimento de Michelson, encierran empero validez y corresponden a las cosas en realidad y con objetividad.

Supuestos dos sistemas en movimiento relativo, S y S', el observador verá, desde S, a S' en movimiento, rastreando en ellos las consecuencias relativistas del movimiento relativo—-contracción del espacio y dilatación o desplazamiento del tiempo—. Mas el movimiento es recíproco y, a su vez, S puede ser considerado en reposo y afirmar a S' en movimiento: en tal caso, es el observador desde S' quien ve las consecuencias relativistas en S. Mas no es posible, evidentemente, afirmar en realidad que el segmento de S sea más corto que el de S': la contracción del espacio, siendo recíproca, no puede ser real. Dígase lo mismo de la lenti-ficación en el tiempo: la relatividad no puede, por ende, tener un sentido real.

Sobre estos conceptos, básase el célebre ejemplo de los dos gemelos: si uno de ellos viajara sobre los espacios estelares, sobre un artefacto con velocidad semejante a la propia de la luz, para el gemelo que permanece en tierra los años pasan con regularidad, mientras para el otro — dado que su tiempo queda extrema-

29 Cfr. V. TONINI, Relativitá strutturale, Cagliari, 1948, pp. 8 ss.

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damente lentificado, a causa de su gran velocidad — pasa poquísimo tiempo. Sucedería así, al encontrarse de nuevo sobre la tierra, que los dos gemelos advertirían que su edad es muy diferente. No obstante, como el movimiento es recíproco, el gemelo que hace el viaje puede ser considerado en reposo, mientras el otro recorre el camino inverso, con toda la tierra; entonces quien envejecería sería el gemelo situado sobre el artefacto, mientras el que continuase en tierra permanecería joven. La reciprocidad, evidentemente, no puede ser real; en realidad de verdad no puede cada uno de los gemelos ser más joven que el otro biológicamente: es decir, tener cada uno menos tiempo que el otro.

Ante tal ejemplo podría objetarse que implica diversas consideraciones, no susceptibles de ser comprobadas fácilmente; por ello trasladémonos a otro caso más claro.

Supongamos dos segmentos larguísimos, S y S', quietos uno ante el otro. Algo lejos de ellos están situados, a distancias iguales, relojes que marchan a la misma hora, estando los relojes de S precisamente delante de los propios de S'. En cierto momento, S comienza a desplazarse sobre S'; entonces un observador desde S' ve que las longitudes en S quedan contraídas; y viceversa, pues S puede a su vez ser considerado en reposo y afirmar que S' se mueve, siendo el observador desde S quien verá las longitudes de S* contraídas. Esta reciprocidad de contracción no puede ser real, evidentemente, ya que la desigualdad carece de la propiedad conmutativa; si M es mayor que N, será falso que N sea mayor que M. Además, el observador desde S verá que los relojes ante S' vienen lenti-ficados; el observador desde S', a la viceversa, verá lentificados los relojes ante S. Por ejemplo: el observador O, que está próximo a un reloj de S, verá — mientras le pasa por delante—al reloj que está próximo al observador O', ante S', en retraso respecto del propio; y viceversa, el observador O' verá el reloj de O lentificado respecto del propio. Podrían incluso, am-

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pliando el ejemplo, hacer los dos observadores una fotografía instantánea de los dos relojes, en el instante en que estén uno frente a otro; entonces verían que las dos fotos son diversas, aunque sean imágenes de dos relojes idénticos y en un mismo instante; y esto no puede ser real30. En fin, el movimiento podría cesar y sería posible de nuevo confrontar los relojes de los dos sistemas: siempre uno y otro observador debería ver los relojes de S lentificados y sobrepasados respecto de los de S'; y viceversa, los de S' respecto de los de S; y todo ello no puede ser real.

A estas consideraciones objétase que los segmentos pasan de la quietud al movimiento y luego nuevamente del movimiento a la quietud, lo cual comporta aceleración, mientras la relatividad restringida atiende solamente al movimiento rectilíneo uniforme. PoJ* ello, otros autores modifican un poco el ejemplo: haciendo intervenir, conjuntamente, el concepto de lenti-ficación y sobrepasamiento del tiempo, a la vez qu# prescindiendo de toda aceleración, demuestran que, eí1

realidad, durante el movimiento, el observador O ve \o$ relojes de S' lentificados, sin implicar con ello una leu' tificación recíproca. Parécenos, empero, que el r a c i c cinio no es exacto; mas, aun aceptándolo, debe obseí" varse que las fórmulas según las cuales O ve el tierxi' po en S' y las fórmulas según las cuales O' ve el t iemp" en S son diversas; ahora bien, ¿será posible que \of dos grupos de fórmulas, las válidas para O y las val*' das para O', sean objetivamente verdaderos, indicand^ la realidad y una misma realidad, dado que la realida^ no puede ser sino una? ¿Cómo una misma realidad' podría ser indicada y descrita, en su objetividad, p° fórmulas diferentes?

Por ende, no es posible que la relatividad poSe

un significado real.

so Q. MAIORANA, Sulla relativitd, di 'Alberto tsinstein, , «Atti della Acc. Nazionale dei Lincei», Ser ie VI I I , vol . V,' f̂ ' cíeulo 5, pp. 213 ss.

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5. Noción filosófica de tiempo. Tiempos absoluto y relativo.

La cuestión, empero, no es tan simple como puede parecer tras el precedente examen. Conviene profunda zar en el tema y explicarlo en sus íntimos desarrollos.

Decíamos que cada observador ve, en el otro sistema, contraído el espacio, y lentificado o sobrepasado el tiempo. Ahora preguntamos: ¿ Cuál es el tiempo real, el que existe en sí mismo con realidad y con objetiva dad? ¿Será el visto por O, o el visto por O', o ambos, o ninguno de ellos?

Excluyamos que el tiempo real sea el visto por O y por O' conjuntamente, pues las observaciones son di-versas y no pueden ser veraces a un tiempo; en conse-cuencia, ni el visto por O ni el visto por O' pueden ser verdaderos, ni siquiera por separado, dado que los dos observadores se hallan en idénticas condiciones y no existe razón para preferir uno a otro. Pues bien, como existe algún tiempo real, sigúese que difiere de los tiempos medidos. El tiempo real es el tiempo indepen-diente del movimiento relativo del observador.

La fundamentación metafísica del tiempo absoluto vincúlase al concepto de ser; siendo este concepto mN

dependiente del espacio y del tiempo, fundamenta la simultaneidad y el tiempo absolutos.

En la filosofía de Aristóteles y de Santo Tomás el tiempo es la medida del movimiento. Pues bien, ¿qué es el movimiento? No interesa ahora definirlo en su naturaleza metafísica, sino que basta determinar un carácter particular del mismo, la sucesión. Por ejemplo, el movimiento local es una mutación sucesiva y continua de la posición en el espacio; es, por ello, un devenir espacial y continuo, de una entidad única, pero divisible en partes existentes sucesivamente, que son actualidades imperfectas y coimplicadas en sí propias las unas en las otras. Precisamente el flujo de estas partes — en cuanto distantes espacialmente, antes y después, distanciadas y opuestas, quedando por ende

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 153

estrictamente medidas — es lo que constituye el tiempo. Existen en el universo muchos movimientos locales, además de los movimientos o mutaciones en cantidad o calidad, ante los cuales podremos aducir idéntico razonamiento; en cada uno de ellos existe una actualidad deviniente, diversa de la de todos los otros movimientos; mas esas actualidades son entes, en el senti-do metafísico de la palabra, aunque de carácter particular; entes devinientes, imperfectos y fugaces, pero entes. En tanto que entes, son entre sí parangonables metafísicamente, con independencia de toda consideración espacial, de su posición y hasta del movimiento al que pertenecen. Si, pues, tales entidades devinientes son parangonables metafísicamente entre sí, en tanto que realidades, lo serán también con relación a la distinción o interdependencia de sus partes potenciales —•> de sus diversos instantes —, en relación con su pasar en cuanto pasar, siempre con independencia de sus determinaciones espaciales. Si tenemos presente que, sin duda, ese pasar en cuanto pasar, esa distinción y oposición de partes potenciales, esa medida del movimiento es el tiempo; de ahí sigúese que los tiempos son esencialmente confrontables entre sí, con independencia de su posición, de su movimiento y hasta de los medios con que tal parangón pueda efectuarse. Todos los tiempos particulares de todos los movimientos resultan, por ello, fusionados en un tiempo único universal.

* * *

De este modo resulta posible la fundamentación metafísica del tiempo único universal, una simultaneidad objetiva y ontológica independiente de los observadores. Planteada la cuestión en tal sentido, la teoría de la relatividad adquiere particular significado. La cuestión no apunta a la cosa en sí misma, es decir, el tiempo real en su significado ontológico, sino que apunta a cómo resultan las medidas del tiempo. Se-

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gún esta interpretación, existe un tiempo universal, en el que los acaecimientos del universo encuentran una comparación ontológica. De hecho, empero, para hacer tal comparación, es preciso actuar señales que transportan a distancia las indicaciones de acaecimientos dados; y estas señales tienen propiedades físicas particulares, entre ellas la de poseer velocidad finita. El mejor y más veloz de los señalamientos es el electromagnético, en especial la luz; por ello las medidas del tiempo ofrecen propiedades dependientes del modo particular de la propagación de la luz; por ejemplo, del hecho de que la propagación en su velocidad es finita, etc. En consecuencia, medimos nosotros el tiempo de acaecimientos distantes con dependencia respecto de estas propiedades de la luz y las medidas coinciden con las previstas por la relatividad.

En nuestras medidas, por tanto, el tiempo aparecerá relativo al movimiento del observador lentificado; y, por consiguiente también, el espacio aparecerá con^ traído. En realidad el tiempo no es relativo, sino que existe un tiempo único; en efecto, si pudiéramos actuar señalamientos a velocidades infinitas, ello anunciaría acaecimientos con independencia frente al movimiento relativo de los observadores, y entonces nuestras medidas indicarían una simultaneidad absoluta y un tiempo absoluto, universal, según las consideraciones hechas antes. Mas un señalamiento a velocidad infinita no existe y, por ende, no podemos comprobar experimentalmente la existencia de un tiempo único. Si no existieran además, en este universo, los hechos electromagnéticos, entonces el señalamiento más veloz sería otro cualquiera, con velocidad menor que la propia luz. En tal caso tendríamos que los efectos relativistas serían mucho más vistosos y que podríamos comprobar también, con velocidades pequeñas, la contracción espacial, a la par que la lentificación y el desplazamiento del tiempo. Así pues, con diversos señalamientos posibles a diversas velocidades, tendríamos diversas descripciones relativistas de la sucesión

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 155

de los acontecimientos; es decir, medidas diversas de un tiempo universal único.

El principio de la relatividad y toda la teoría relativista de Einstein, según esta interpretación, no indican la realidad objetiva, sino que ofrecen suposiciones lógicas y matemáticas que permiten prever las medidas efectivas y sintetizar, en un esquema, las leyes de la física.

* * *

La objeción que suelen aducir los relativistas contra nuestro razonamiento es el círculo vicioso. Enumerando cuatro posibilidades respecto del tiempo, afirman los relativistas, vosotros habéis excluido la de que el tiempo verdadero pueda ser el visto por S y conjuntamente el visto por S', precisamente porque suponíais que existe un tiempo único; el cual, con su validez para todo observador, no ha sido demostrado, sino que meramente ha sido establecido. Si partimos del presupuesto de que existe un tiempo único universal, ciertamente la teoría de la relatividad no puede ser verdadera; mas la cuestión es precisamente ésa, la de si el tiempo es relativo al observador o bien es independiente de él, por ser único para todos los acaecimientos. Si suponemos que existe un tiempo único, la relatividad entonces ofrece significado fenomenoló-gico; viceversa, si suponemos que la relatividad tiene significado fenomenológico, entonces existirá un tiempo único. Si, pues, suponemos que la relatividad describe el tiempo en su significado real ontológico, es porque no existe un tiempo único, sino que el tiempo es real y objetivamente relativo; mas si suponemos que el tiempo es relativo, es cuando la relatividad puede tener significado ontológico y real.

Por otra parte, dicen además los relativistas: ¿Por qué rechazar a priori un tiempo relativo? La relatividad es perfectamente lógica y las medidas indican precisamente el tiempo relativo. ¿Por qué, pues, querer atribuir significado fenomenológico a la teoría de la

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relatividad? Por lo demás, toda la física moderna ha seguido las ideas relativistas, que han perfeccionado las teorías antiguas y perfeccionan las modernas. Vosotros suponéis que la longitud es una realidad absoluta, independiente del movimiento, y que el tiempo es también realidad absoluta, independiente del movimiento. Mas precisamente esto es lo que nosotros los relativistas negamos: para nosotros el absoluto es el espacio-tiempo, siendo por ello independiente del movimiento del observador. Es decir, lo invariable con absolutez no es la distancia entre dos puntos (dl2= dx2-f-dy2 + dx2), sino el espacio-tiempo llamado el intervalo del universo (ds2= dx2+dy3+dz2—>c2dt2). Prescindamos ahora cíe hipótesis a priori, de si el tiempo es absoluto o relativo, y consideremos qué nos dice la experiencia: la experiencia concuerda con la relatividad, en tanto que ésta predice los resultados de las medidas e indica por ello un tiempo relativo.

A estas observaciones respondo que, si quiero considerar el problema hasta el fondo, suponiendo lógica perfecta en la teoría de la relatividad, es preciso conceder que la diferencia entre las diversas concepciones del tiempo relativo y del tiempo absoluto está en el punto de partida. Si admitimos a priori un tiempo absoluto, la relatividad adquiere una interpretación fenomenológica: conserva valor de teoría física, en cuanto indica los resultados de las medidas, mas excluye toda la interpretación ontológica de lo real. Si, en cambio, aceptamos a priori un tiempo relativo, la teoría de la relatividad admite una interpretación ontológica y realista. Una y otra interpretaciones son lógicamente posibles. Por otra parte, la experiencia puede ser sujeta a explicaciones comprensivas.

Consideremos el asunto más profundamente. Bien cierto es, desde un punto de vista apriorista y lógico, quo son posibles tanto el tiempo absoluto como el tiempo relativo. Pero existen dificultades, físicas y conceptuales, contra la interpretación realista de la relatividad. 1.a El principio positivista del que toma inicio la

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relatividad, según el cual existe únicamente cuanto es medible, puede valer como método en el campo de la física, mas no es lícito aplicarlo también en metafísica. Por tanto, es falso que el tiempo absoluto no exista por no ser medible, o que sea real el tiempo relativo por ser el indicado por las medidas. Einstein mismo no se atiene al principio positivista cuando habla, junto al postulado de la relatividad, de la velocidad de la luz en el vacío; en efecto, claro resulta que, en el vacío, no pueden existir ni luz alguna ni medida alguna. 2.a El postulado de relatividad, además, no ha sido demostrado experimentalmente. 3.a La relatividad conduce a imposibilidades físicas. El ejemplo de los dos gemelos, y aun más el de los dos segmentos, cuyos relojes marchan tras el movimiento, uno tras otro, contemporáneamente y en un mismo sistema, no parece haber sido suficientemente esclarecido por la relatividad, de modo que evite Ja imposibilidad evidente de una interpretación realística.

Einstein y Lorentz, en 1914, rechazaron el ejemplo de los dos gemelos; mas puede hacerse notar que en el ejemplo de los dos segmentos, primero en reposo y luego en movimiento, y finalmente en reposo, las aceleraciones inicial y final no sólo no corrigen la lentifica-ción de los relojes, sino que la agravan, dado que la aceleración, por ser equivalente a un campo gravitato-rio, lentifica los relojes (relatividad general); e incluso si existiese tal corrección, escogiendo dos segmentos inmensamente largos, podría determinarse un movimiento uniforme talmente extenso que superara las correcciones de las aceleraciones inicial y final. Subsis te por ello la contradicción de la lentificación real recíproca entre los relojes.

4.a Insistimos sobre la afirmación de que un tiempo real, a la par que objetivo y relativo, es absurdo. ¿Qué podría significar tal tiempo real relativo? Un mismo tiempo, si es real, no puede ser relativo. Por ejemplo, los relojes de S' quedarían realmente sobrepasados por O, mientras seguirían realmente atendí-

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dos por O'. ¿Cómo sería ello posible? Unos mismos relojes no pueden ir, a un tiempo, retrasados y puntuales, aunque sea para dos observadores diversos, dado que la puntualidad o el retraso son propiedades intrínsecas. Por tanto, si lo son para los dos observadores diversos, esto quiere decir que la diversidad depende de elementos privativos en cada observador, es decir, de elementos subjetivos. Dígase lo mismo de los relojes de S, que seguirían realmente puntuales para O y realmente retrasados para O'. Si admitimos que el tiempo es esencial y totalmente subjetivo, podremos entonces aceptar, en sentido filosófico, las conclusiones de la relatividad; mas si sostenemos, como debe sostenerse, que el tiempo es objetivo, no puede ser en sí mismo realmente diverso para observadores diversos. Existe, pues, una imposibilidad interna que impide hablar de un tiempo real y relativo en el sentido de la relatividad.

5.a En suma, el hecho de que las medidas resulten según prevé la relatividad, y de que la física moderna sea un tanto relativista, puede ser interpretado en sentido fenomenológico, sin atribuir por ello a la relatividad un alcance ontológico; la relatividad afecta a las medidas físicas. Así explicamos, por ejemplo, por qué toda la dinámica, la atómica y la subatómica, es relativista y viene regida por leyes relativistas; en efecto, tratándose de fenómenos velocísimos, los influjos de las transformaciones de Lorentz no son ya transmuta-bles, como ocurría en la mecánica macroscópica. Ello no es prueba del alcance ontológico de la relatividad, sino sólo de las transformaciones de Lorentz, subsistiendo siempre el significado fenoménico de la relatividad.

A la conclusión de que la relatividad indica un resultado de las medidas, sin pretender afectar a la realidad en sí misma, ha llegado también por otro camino V. Tonini, presuponiendo principios establecidos experimentalmente; así como ha sido empíricamente probada una invariación formal entre los fenómenos

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mecánicos y electromagnéticos dentro de cada sistema inercial, así también debe existir una ley física con idéntica formalidad, sea referida a un sistema S en reposo, sea referida a un sistema S' en movimiento relativo. En particular la velocidad de la luz en un sistema físico es siempre constante, con independencia del movimiento inercial del sistema y de que venga medido por O o bien por O'. El problema consiste en encontrar qué relación pasa entre las coordenadas x, y, z, t respecto de S y las coordenadas x' y' z', V respecto de S\ determinando si las leyes físicas deben tener la misma forma ante S y ante S'. El cálculo matemático ha encontrado las transformaciones de Lorentz, las cuales han sido así deducidas sin introducir un tiempo o un espacio relativos. Las fórmulas de transformación de Lorentz indican que un hecho físico, si aparece en un sistema S, aparece también en el sistema S', y viceversa, habida cuenta de que la velocidad de la luz, con la que se transmiten las señales a distancia desde un sistema hasta el otro, es finita y constante. Por ello, para el observador O, desde el sistema S, el tiempo de S' aparece lentificado y sobrepasado, a la vez que el espacio contraído, mientras en realidad ni espacio ni tiempo quedan modificados en sí mismos 31.

6. Espacio-tiempo, existencia, eternidad

Con una genial intuición, el matemático H. Min-kowski propuso una síntesis del espacio-tiempo que dio ocasión para interesantísimas observaciones matemáticas y físicas.

Según la relatividad, espacio y tiempo devienen relativos ante el observador y vienen vinculados entre sí; por ello, resultaba obvio pensar que no sería ya lícito considerarles como dos magnitudes del todo diversas, a tratar separadamente; deberían quedar fusionadas en las consideraciones físicas. No existe ya es-

31 V. TONINI, Kelativita non Einsteniana, Uagliari, 1948.

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pació por una parte y tiempo por otra: debe existir una realidad única, el espacio-tiempo o cronótopo. ¿Cómo representar matemáticamente el nuevo concepto? Minkowski aportó una intuición genial: creó un ente tetradimensional, en el que tres dimensiones son espaciales y la cuarta es el tiempo.

F í g . 2. — REPRESENTACIÓN ESQUEMÁTICA DEh ESPACIO-TIEMPO DE MlNKOVSKI

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Para explicar mejor esta idea imaginemos estar en un espacio con una dimensión (una línea): representemos así todos los acaecimientos que acaezcan en tal espacio; en un plano cartesiano, la abscisa s representa al espacio, con todos sus puntos, mientras la ordenada t representa al tiempo, con todos sus instantes. Cada acaecimiento instantáneo (punto-evento) podrá ser representado por un punto P (s0ta) de tal plano; la abscisa representa el punto del espacio en que acaece el acaecimiento, mientras la ordenada representa el instante de tiempo correspondiente. Una línea l en el plano representa un acaecimiento que dura en el tiempo. Si dura diverso tiempo en un lugar idéntico, será representado mediante una línea p, paralela al eje t de los tiempos; por ejemplo, un punto material inmóvil; es decir, que mientras el tiempo cambia, el punto queda en el mismo lugar. El movimiento de un cuerpo, a velocidad constante, será representado por una línea recta r, que forma ángulo con la abscisa: tal ángulo es tanto más pequeño cuanto mayor es la velocidad; la recta más inclinada será la que represente la velocidad de la luz. Además, dos rayos de luz que corren en direcciones opuestas vienen representados por dos rectas, la u y la v, que se encuentran en el origen B y forman dos pares de ángulos opuestos. Un par de esos ángulos contiene toda la recta de los tiempos y la otra toda la recta del espacio.

En este esquema, pueden representarse todos los eventos que acaecen en nuestro espacio de una dimensión, pasados y futuros, respecto de cualquier evento particular. El origen B de las coordenadas representa un punto-evento indeterminado, por ejemplo, aquel en el que me encuentro, al que se considera como presente. El pasado viene representado por todos los puntos contenidos dentro del ángulo de la red u/v, sub-ordinador de la mitad negativa de la recta t del tiempo; esos puntos pasados son todos los puntos eventos que pueden haber influido físicamente sobre B. El futuro viene representado por todos los puntos contení-

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dos en el ángulo de la red u/v, subordinador de la mitad positiva de la recta t: esos puntos del futuro representan todos los puntos/eventos sobre los cuales puede influir B. Los dos ángulos de las redes u/v, al contener la mitad del espacio s, comprenden todos los puntos del presente: es decir, los puntos sobre los cuales- B no puede influir y que tampoco han podido haber influido sobre B. En efecto, para ejercer una influencia a distancia, precisa emplear algún medio, que jamás correrá más que la luz; por ende, la recta que representa ese medio estará siempre contenida dentro de los ángulos del pasado y del futuro. No existe, pues, ningún medio cuya acción pueda ser descrita dentro del ángulo de las redes u/v, que a su vez comprende la recta s; es decir, no existe ningún medio físico para el cual sea posible una interacción entre el punto B y los puntos contenidos dentro del ángulo de la red u/v, comprensivo de la recta s. Por ello todos los puntos-eventos contenidos en el ángulo de las redes u/v, comprensivos de la recta s, son llamados puntos presentes.

Podemos ahora representar los eventos en un espacio de dos dimensiones: tendremos una representación de tres dimensiones, con los ejes x/y para el espacio y con el eje t para el tiempo: en esta representación, las rectas u/v devienen dos conos opuestos por los vértices, subordinadores de la recta del tiempo í y de todos los puntos-eventos, pasados y futuros, en el mismo modo indicado antes.

Así como el espacio real es de tres dimensiones, la representación completa de Minkowski es el cronótopo tetradimensional; es decir, el espacio-tiempo, en el que tres dimensiones son espaciales y la cuarta es el tiempo.

En consecuencia, a partir de esta representación, que viene considerada cual exactamente correspondiente frente a la realidad, hácese el siguiente razonamiento. Todos los lugares del espacio existen contemporáneamente y son representados por tres rectas

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espaciales, dadas las tres en su integridad. Mas el tiempo debe ser igualado al espacio, en sus propiedades, y dado que, en la representación de Minkowski, la recta del tiempo es ofrecida por entero simultáneamente, también los instantes existen realmente todos simultáneamente, al igual que todos los lugares del espacio. Poseemos así una imagen del universo, donde las realidades y los acaecimientos vienen dados una vez para siempre, todos conjuntamente, en el espacio y en el tiempo. Tal es la realidad estática, sin un devenir, sin un tránsito del no-ser al ser o viceversa. De esa realidad universal, compacta y estable, percibimos nosotros solamente las secciones que se suceden, de continuo, según la dimensión del tiempo, secciones diferentes según los diversos observadores, y es por ello que percibimos el tiempo que transcurre. Mas esas secciones no son la verdadera realidad, sino diversos aspectos suyos, manifiestos a diversos observadores, mientras la realidad verdadera es la totalidad espacio-temporal, ofrecida una vez para siempre e inmóvil. En tal sentido, por ejemplo, observaba Einstein que «no existe ya el devenir en un espacio de tres dimensiones, sino que existe el ser en el espacio de cuatro dimensiones» 32.

Algún científico, habiendo aceptado como real esa representación, avanzaba además observaciones filosóficas más vigorosas aún; a cuyo tenor, el espacio-tiempo de Minkowski sería la representación matemática de la eternidad, en la que todo es presente fuera del tiempo.

32 A. EINSTEIN, Sulla teoría genérale c speciale della Relativüa, Bolonia, 1921, p. 110. Recientemente L>. FANTAPPIÉ, Relativita e concetto di esistenza, en «Problemi filosofici del mondo moderno», Roma, 1949, p. 98: «Dalla teoria della relativita segué di necessita che tutto esi.ste ugualmente, passato, presente e futuro, e cioé che tutte le cose, tutti gli eventi, passati, presenti e futuri, esistono insieme; essi esistono qui o la, ora o ieri o domani, ma esistono tutti insieme».

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La representación de Minkowski es verdaderamente genial y ha sido muy útil para investigaciones de tipo fisicomatemático. Sin embargo, ¿es posible aceptar esta representación como expresiva adecuadamente de la realidad en toda su amplitud? Si la respuesta fuese afirmativa, encontraríamos consecuencias filosóficas importantes : deberíamos decir que, en realidad, todos los acaecimientos del universo existen conjuntamente; es decir, todo sería realmente presente, mientras pasado y futuro existirían sólo para los observadores, o sea, para nosotros los hombres. Evidentemente, tal afirmación sobrepasa demasiado el alcance de una teoría fisicomatemática, por ser de tipo metafísico.

Mucho menos posible será afirmar que el universo de Minkowski representa la eternidad, en la que todo es presente e inmóvil. La eternidad, en su concepto metafísico, es algo muy diverso: mientras el tiempo es la duración del ser mudable, de modo continuo y sucesivo, la eternidad es la duración del ser inmutable, de modo absoluto; por ende, es propiamente la existencia de Dios por esencia inmutable, en cuanto infinitamente perfecta 33. Por ello Severino Boecio definía la eternidad cual «posesión simultánea y perfecta de una vida interminable».

Además, si el universo de Minkowski correspondiera a la realidad, tendríamos que en el universo habría desaparecido todo devenir; todo sería, nada devendría; no ya en el sentido de Parménides, sino en tanto que dado todo conjuntamente en el existir, por lo que hasta el devenir vendría fijado en un presente constante. Evidentemente esta negación del devenir ofrece una faceta metafísica con derivaciones incalculables; por ejemplo, no sería ya válida la demostración de la existencia de

"'•' SANTO TOMÁS, Sum. theol., I, q. 10.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 165

Dios extraída del devenir, por cuanto el devenir no existiría.

Pero resulta fácil comprender que el universo de Minkowski, aunque útil en lo matemático, no tiene un significado real: es un esquema abstraído de la realidad. En efecto, no es posible igualar el espacio con el tiempo: espacio y tiempo son dos realidades conexas, pero del todo diferentes; por ejemplo, mientras una longitud espacial puede ser recorrida en dos direcciones opuestas, no es posible recorrer el tiempo hacia atrás. Por lo demás, también la expresión matemática de Minkowski indica el tiempo de manera diferente a la propia de las dimensiones espaciales. No es posible, por tanto, considerar al espacio y al tiempo de una misma manera y mucho menos hacer del tiempo una dimensión del cronótopo, de modo unívoco respecto de las otras dimensiones. El mismo Einstein observaba recientemente, a propósito del espacio-tiempo de Minkowski, que «la indivisibilidad del continuo tetradi-mensional de los eventos no implica, en modo alguno, equivalencia entre las coordenadas espaciales y la coordenada temporal; por el contrario, débese recordar que esta última es definida, físicamente, de manera por completo diversa a la propia de las coordenadas espaciales»; las relaciones matemáticas «muestran una ulterior diferenciación entre las coordenadas temporales y las espaciales: el término ¿^t* posee en efecto signo opuesto a los términos espaciales ¿\jí2,¿\y2, Zbs.z2» 3d.

A mayor abundamiento, podemos agregar que, según cuanto hemos discutido por extenso con anterioridad, la teoría de la relatividad restringida afecta a las medidas del tiempo y del espacio, según aparecen a los observadores, y no a la propia realidad filosófica de tiempo y espacio. Y con ello toda la construcción del

34 A. EINSTEIN, II significato della relativitá, (tr. it. 1953), Turín, 1953, p. 40. Cfr. P. STRANEO, Genes? ed evolusione della concezione relativistica di Alberto Einstein, en «Cinquant'anni di relativitá», Florencia, 1955, p. 106.

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universo de Minkowski queda reducida a su verdadero significado de teoría fisicomatemática representativa, que nada indica sobre cómo es la realidad en sí, sino que es meramente una abstracta representación esquemática.

Antes de concluir, queremos observar — según habrá ya fácilmente comprendido el lector—-que el espacio-tiempo de la teoría de la relatividad nada tiene que ver con el Espacio-Tiempo de la filosofía de Samuel Alexander. Cierto es que Alexander desarrolla su pensamiento bajo el influjo del evolucionismo de E. Bergson y de la teoría de Einstein, pero él está en un terreno filosófico que desborda completamente la teoría de Einstein. Alexander es un espinosiano, según él mismo confiesa; su Espacio-Tiempo, en efecto, es la raíz metafísica de la realidad, la matriz originaria, unidad indiferenciada de la que emanan materia y espíritu, lo finito y lo infinito, con un movimiento evolutivo incesante; del Espacio-Tiempo emerge la materia, de la materia la vida, de la vida la conciencia y el espíritu, de la conciencia la divinidad 3S. De lo cual resulta que el espacio-tiempo de Minkowski y el Espacio-Tiempo de Alexander tienen en común solamente el nombre.

7. Teoría de la relatividad y causalidad

La teoría de la relatividad restringida ofrece ocasión también para algunos consideraciones sobre la causalidad entre los fenómenos físicos.

Supongamos el acaecer de diversos eventos instantáneos. Si el punto-evento A acaece bastante antes y bastante lejos del B, tanto como para que la luz partida de A llegue a B en el mismo instante, o poco antes, de que B acaezca, entonces A puede haber obrado sobre B y existirá absolutamente antes que B, para todos los observadores; si el evento B acaece tanto tiempo

" S. ALEXANDER, Space, Time and Deity, Londres , 1920.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 167

antes y a tanta distancia, respecto de un tercer punto-evento C, que su luz llega a C en el momento, o poco antes, de que C acaezca, entonces B puede haber obrado sobre C y C existirá siempre en el futuro de B para todo observador. Si, en cambio, parangonando B con un cuarto punto-evento D, ocurre que D acaece en un tiempo y a una distancia de B que la luz partida de B llega sobre D antes de que D acaezca, entonces B! no puede haber obrado sobre D, por resultar imposible encontrar un medio más rápido que la luz para trasladar la acción de B sobre D. En este caso último, según la relatividad, existe siempre un observador que puede poseer un movimiento para el cual B exista antes que D, otro para el que B y D sean contemporáneos, y un tercero para el que B exista después que D. Para comprender el enlace entre B y D, recuérdese el ejemplo de las dos señales desde las extremidades del tren en curso; para mí, si estoy sobre el camino, las dos luces son contemporáneas; para el viajero del tren, existe antes la luz que procede de la parte del motor; y para un tercer viajero que corriese en dirección opuesta, existiría antes la luz procedente del vagón de la cola.

En la representación del espacio-tiempo de Minkowski, A está en el cono del pasado de B, C en el cono del futuro de B y, en los vértices de los dos conos opuestos, está el punto-evento B, mientras D está representado en el espacio comprendido entre los dos conos; es decir, en el presente relativista.

Esta concepción parece dificultar el principio de causalidad. Si, para el observador O, B es anterior a D, entonces B podrá influir o causar de algún modo sobre D. Pero el observador O' podría asumir un movimiento relativo tal que, desde él, D fuese anterior a B. Entonces, mientras B obraría causalmente sobre D para O, para O' tal causalidad no sería posible, ya que el efecto nunca es anterior a la causa. Deviene así la causalidad relativa para el observador, lo cual es metafí-sicamente erróneo.

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Tal dificultad viene ya resuelta en el mismo concepto de presente relativista. Llámanse en efecto presentes, en la relatividad restringida, todos aquellos puntos-eventos que no pueden haber tenido influjo entre sí; por ello no es lícito suponer que B actúe sobre D o viceversa, en modo alguno. Todos los puntos-eventos distantes contemporáneos no pueden tener ningún influjo físico causal entre sí, por ausencia de un medio de acción superior a la velocidad de la luz. Precisamente todos estos puntos-eventos simultáneos quedan comprendidos en el ángulo del presente: escogiendo oportunamente un movimiento relativo, un punto-evento simultáneo puede devenir anterior o posterior respecto de otro. El principio de causalidad no queda ni mínimamente afectado, pues la relatividad niega la posibilidad de acción entre dos puntos-eventos, siempre y cuando puedan intercambiar su orden temporal en dependencia respecto del movimiento relativo del observador.

Adviértase además que, según nuestra interpretación, la relatividad restringida afecta no a los hechos en sí mismos, sino a sus medidas; por ello el desorden temporal de los puntos-eventos comprendidos en el presente relativista no está en la realidad de los hechos, sino en su medición; ya que, admitido un tiempo absoluto que corra igual para todos los acaecimientos, en él quedarán también ordenados B y D, mas nosotros no podremos advertir ese orden, precisamente porque la velocidad de la luz es finita. Compréndese así cómo B y D pueden aparecer simultáneos u ordenados diversamente en el tiempo, ante observadores diversos; sin embargo, trátase siempre de un aparecer de las medidas reales, precisamente porque la velocidad de la luz es finita.

Incluyese así también, en el tiempo absoluto, la imposibilidad de un influjo causal entre B y D. Ante todo, débese decir que si este influjo pudiera existir, debería existir en el evento que existe antes según el tiempo absoluto. De hecho, empero, ese influjo no es posible, ni

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siquiera en el orden del tiempo absoluto, pues ningún medio físico, ni siquiera la luz, puede transportar la acción del primer evento sobre el segundo, el cual acaba incluso antes que algún influjo del primero llegue al lugar del segundo.

* * *

Una objeción al principio de causalidad, por parte de la teoría de la relatividad, puede partir de las consideraciones siguientes.

La teoría de la relatividad especial afirma que un cuerpo en movimiento acorta sus dimensiones; mientras que, según la teoría de la relatividad general — tal y como veremos mejor después —, el cuerpo se deforma a causa de su diversa posición en el espacio. En la física clásica, acortamientos y deformaciones espaciales, en bloque, vienen siempre atribuidos a una causa física real, a fuerzas físicas; en cambio, en la relatividad, la eficacia causal viene atribuida al espacio en sí mismo, considerado métricamente; por ser el espacio relativista contraído y deformado, determina contracción y deformación incluso en las dimensiones reales de los cuerpos.

Esa noción de causa está en contraste con la causalidad comúnmente admitida en la física clásica; no se ve cómo la pura métrica espacial puede causar efectos físicos y reales, pues falta un enlace proporcionado entre causa y efecto. Por otra parte, la causalidad espacial revélase ilusoria ante un análisis filosófico. ¿Qué es, en efecto, el espacio? Es la misma extensión de los cuerpos en cuanto ta l : absurdo resulta pensar on un espacio distinto de los cuerpos, existente en sí mismo, o sea en el espacio absoluto. Mas decir que las dimensiones se contraen y deforman a causa de la contracción y deformación del espacio equivale a decir que las dimensiones reales de los cuerpos se contraen y deforman a causa de la contracción y deformación de las dimensiones: una tautología.

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La noción metafísica de causalidad está por encima de las consideraciones físicas, que no pueden debilitarla, bajo pena de convertirse en no significativas: la física debe suponer la noción metafísica de causalidad, pues precisamente la física quiere explicar los fenó menos reduciendo los efectos a sus causas.

La dificultad, empero, que se nos ha presentado sobreviene si consideramos el significado global de la teoría de la relatividad. En efecto, decíamos que la contracción espacial no puede ser real, por ser recíproca ; es sólo un dato de las medidas, que aparecen contraídas en el sentido del movimiento relativo, a causa de la velocidad finita de las señales empleadas para establecer señalamientos a distancia. La contracción está sólo en las medidas de las dimensiones de los cuerpos, no en las dimensiones mismas. Con ello la dificultad se desvanece: la causalidad espacial es aparente y no real. En cuanto afecta a la teoría general de la relatividad, podemos afirmar desde ahora que no ha sido probada experimentaímente y que se ofrece, más bien, cual una magnífica síntesis lógicomatemática del universo, síntesis que no intenta explicar cómo son las cosas en sí mismas, sino sólo describirlas ordenada y matemáticamente. Por ello, deformaciones espaciales y deformaciones dimensionales no son reales en los cuerpos. También para esta teoría desaparece así la dificultad de una causalidad eficiente espacial36.

8. Teoría general de la relatividad

Antes de concluir este capítulo daremos un balance de la teoría general de la relatividad; esa teoría contiene conceptos de gran importancia, desde el punto de vista filosófico, pero es una teoría matemática que no ha recibido confirmaciones físicas decisivas.

36 Cfr. P. LANDUCCI, LO spazio e la física moderna, Koma, 1935; Causalitá spaziale, p . 169 ss.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 171

La teoría restringida de la relatividad afecta solamente a los movimientos inerciales, es decir, a los movimientos rectilíneos y uniformes. Mas en la realidad existen también movimientos no rectilíneos y no uniformes; esto es, los movimientos diversamente acelerados. Ante tales movimientos no vale el principio de relatividad mecánica; es posible conocer el movimiento de un sistema acelerado, con experiencias hechas dentro del sistema mismo, sin referirse a cuerpos externos. En otras palabras, las fórmulas que expresan los fenómenos físicos ofrecen diversas formas ante los diversos sistemas en movimiento acelerado; por ejemplo, conocido es, por experiencia común, cómo puede advertirse la partida o la llegada de un tren a causa de las fuerzas de inercia.

Einstein quiso crear una teoría de la relatividad incluso para los movimientos acelerados. Notando la identidad entre masa gravitacional y masa inercial, propuso el principio de equivalencia: «un sistema acelerado equivale a un sistema en reposo dentro de un campo gravitatorio» 37. Por ejemplo, si estoy en una habitación cerrada, quieta en un campo gravitatorio, o bien en un ascensor que asciende con movimiento acelerado hacia fuera de un campo gravitatorio, el efecto físico es siempre el mismo.

A causa del principio de equivalencia, el campo gravitatorio tiene influjo en la métrica del espacio y del tiempo, pues el campo determina curvatura en el espacio-tiempo. Por ejemplo, un rayo de luz, que atraviesa la estancia interpuesta ante un campo gravitacional, cúrvase como si la estancia se moviese hacia lo alto con movimiento acelerado; en particular, un rayo de luz, cuando pasa por el campo gravitacional próximo al sol, cúrvase hacia el sol.

Resulta así que las propiedades del espacio-tiempo

37 A. EINSTEIN, Entwurf cincr vcraUucmcincrt.cn liria-tivitatstheorie und einer Theoric der Gravitalion, 1913.

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dependen de la materia y la energía, que determinan al campo gravitacional. Por ello la distribución de la materia y la energía, en cualesquiera regiones del espacio-tiempo, y la geometría propia de tal región, pcceen idénticas propiedades. De esta manera viene a consumarse la geometrización de la física; es decir, los fenómenos físicos vienen descritos como modificaciones intrínsecas de la métrica espacial. Si, por ende, se tiene presente que el espacio relativista contiene al tiempo como cuarta dimensión, sigúese que también el tiempo viene modificado por el campo gravitacional; viene así el tiempo relativo, no sólo para el movimiento, sino también para todo punto del campo gravitacional, dado que en cada punto del campo existe un tiempo propio.

Elaborando estos conceptos con método matemático, Einstein propuso sus ecuaciones del campo gravita-torio; y como éste coincide con el espacio real, estudiándolas pueden conocerse las propiedades del espacio real.

Tal estudio ecuacional ha sido precisamente de donde han surgido los diversos esquemas del universo, de los que se ha hablado en el capítulo II de este libro.

En cuanto al valor de la teoría general de la relatividad, advirtamos que el principio de equivalencias no ha sido demostrado y que toda la teoría no ha encontrado aún pruebas físicas que la afiancen como suficientemente fundamentada. Resulta por ello meramente una óptima hipótesis matemática, de gran valor esquemático y heurístico; por lo demás, sabido es que el propio Einstein y otros valiosos físicos han intentado crear una teoría de la relatividad aun más general, en la que se tomase en consideración también el campo electromagnético, descuidado en las teorías precedentes. Mas tales tentativas no han llegado todavía a buen término.

Respecto del valor de la teoría de la relatividad, impresionante resulta que el propio Einstein escribiese el 4 de abril de 1955, dos semanas antes de su muerte, en el prefacio a la gran obra en colaboración surgida ante

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD 173

el cincuentenario de la propia teoría: «Preséntase espontáneamente la tentación de declarar o priori, como necesario conceptualmente, el principio de la relatividad general. Yo considero, empero injustificado tal punto de vista. En efecto, no aparece evidente a priori razón ninguna para que las leyes de la naturaleza no puedan estar constituidas de tal modo que asuman formas especialmente simples para ciertos sistemas de coordenadas. En tal caso la exigencia de covariación general en las leyes naturales sería plenamente estéril. Tal exigencia aparece justificada sólo a base de igualaciones entre las masas inertes y grávidas,.. La mayoría de los físicos de hoy inclínase precisamente por buscar alguna escapatoria ante la teoría cuantificada de los campos energéticos. Yo, empero, estimo que tal solución no alcanza a lo esencial, dado que renuncia a la completa descripción real de los casos individuales... Las últimas y rápidas observaciones deben revelar cómo, en mi opinión, estamos muy lejos de poseer u r i base conceptual, en física, a la que podamos confiarnos de alguna manera» 38.

Sintomática es esta confesión de Einstein al fin de su vida, y tanto más verdadera cuanto más sincera: confesión de la complejidad interior de las teorías científicas hoy más avanzadas, la cuantística y la rc-lati-vística, que no han encontrado aún bases comunes de acuerdo y de desarrollo.

De todos modos, evidente resulta — de cuanto ha sido expuesto, en las páginas precedentes — que la teoría de la relatividad es de tipo físico, no reportando consecuencias metafísicas y no aportando, en particular, dificultad ninguna contra el conocimiento de Dios, la fe o la Revelación, ni de modo directo ni de modo indirecto.

38 Cinquant'anni di relativitd, l'lorencia, 1955, pp. X1X-XX.

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174 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

BIBLIOGRAFÍA

Sobre los p r imeros ve in te años de relat ividad existe un vo lumen entero de bibl iograf ía: el compuesto por M. LECAT. Bibliographie de la relativité (Bruselas, 1924); la bibliografía de los t r e in ta años poster iores ocupar ía otro vo lumen semejante .

P a r a el lector lat ino resul ta hoy insust i tu ible el vo lumen i tal iano conmemora t ivo Cinquant'anni di relativita 19'05-1955, dirigido por M. PANTALEO^ donde los mejores especialistas itálicos h a n explicado las teor ías de Eins te in , en sent ido técnico o en sentido divulgatorio, en t r e el los: G. ARMELUNI , P. CALDIROLA, B. F I N Z I , G. POLVANI, F . SEVERI, p . STRANEO.

El ar t ículo de A. ALIOTTA, in t e rp re tando a Eins te in desde c4 pun to de vista filosófico, resul ta ajeno a nues t ro propósi to. E n cambio, r esu l t an aconsejables, a u n sin poseer amplios conocimientos matemát icos , los escri tos s igu ien tes : II moto delta térra, filo storico della relativita, de G. POLVANI; Genesi ed evoluzione della concezione relativistica di Alberto Einstein, de P. STRANEO; Aspetti matematici dei legami tra relativita e senso comune, de F . SEVERI; La teoría della relativita nell' astronomía moderna, de G. ARMELLINI, y Verifiche sperimen-tali ed applicazioni della relativita, de P. CALDIROLA.

Además de var ios escri tos del propio Eins te in y de otros autores , aludidos ya en el texto, h e aquí a lgunas indicaciones bibliográficas adic ionales : MINKOWSKI, H., Raum und Zeit, en «Phys. Zeit.», X (1909),

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CAPÍTULO V

LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA

1. Origen de la vida sobre la tierra. — 2. Generación espontánea.—-3. IEI «virus fiiltrabile».—>4. El «mosaico del tabacor>.

Lo mismo que la evolución, la generación espontánea fue considerada en el siglo pasado cual conclusión inmediata del materialismo: si la materia es el todo, del cual han derivado las formas corpóreas vivientes y no vivientes, será preciso admitir sin más que de la materia ha nacido espontáneamente la vida. Retorciendo el argumento, los materialistas pensaron que sería suficiente demostrar la generación espontánea para tener la prueba de que el materialismo ateo monístico es la única concepción posible del mundo.

Cuando, recientemente, las experiencias sobre el virus filtrabile del mosaico del tabaco hiceron sospechar el posible tránsito de la materia a la vida, las esperanzas de los evolucionistas y, en especial, de los materialistas dialécticos se reavivaron, suponiendo haber hallado finalmente la demostración de no haber sido creada la vida por Dios, según dice la Biblia, por haber surgido espontáneamente de la materia inorgánica.

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En realidad, los propósitos de los materialistas son harto atrevidos. Aun cuando fuera posible efectuar en laboratorios síntesis vitales partiendo de materia no viva, la filosofía cristiana no tendría dificultad en aceptar el hecho: bastaría admitir que Dios mismo había infundido, en la materia, capacidad de desplegarse hacia formas vivientes. Recordemos que la generación espontánea era admitida por los máximos doctores escolásticos.

Por otra parte, los experimentos realizados sobre el mosaico del tabaco no han demostrado la generación espontánea; por ello, seguimos aún bajo la tesis clásica omne vivum ex vivo, según decían Spallanzini, Pasteur y tantos otros pioneros do la biología moderna.

1. Origen de la vida sobre la tierra

La vida existe sobre la tierra desde hace muchísimo tiempo, si bien sería erróneo aseverar que los vivientes pueblen nuestro planeta desde tiempo infinito. Todos saben que la tierra, en los inicios de su existencia cual planeta del Sol, no era sino una masa incandescente, a temperatura tan elevada que la mayor parte de las rocas que ahora la componen formaban un mar de fluido viscoso. En tales condiciones, resulta absurdo pensar que sobre ella existiese vida, ni siquiera rudimentaria. Cualesquiera proteínas, aun las más ter-moestables, habrían sido reducidas a anhídrido carbónico, hidrógeno y oxígeno. Cuando la superficie de nuestro planeta quedó suficientemente refrigerada (sabemos que el interior está todavía en incandescencia), miríadas de vivientes poblaron los mares, formados ya mediante síntesis de hidrógeno y oxígeno, o bien del oxígeno y de la subsiguiente condensación del desaparecido manto de vapor que ceñía la tierra.

De los primitivos habitantes de los océanos, probablemente nada subsistió; la Era Agnostozoica no ofrece rastros de vivientes. La posterior Era Paleozoi-

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ca, desde los inicios, presenta seres muy diversos entre sí, algunos de los cuales nada tienen que envidiar — en cuanto a complejidad — a los modernos antró-podos. Ofrécese empero, a nuestra mente, una pregunta : Los vivientes del Agnostozoico, admitiendo que hayan existido de hecho, ¿serán todos incomplejos o alguno entre ellos era ya complejo? Parece lógico, por muchas razones, suponer que fueron más simples y más robustos que los surgidos en el período posterior : trataríase de seres capaces de obtener la nutrición del mundo inorgánico, sin tener precisión de colaboraciones de otros vivientes; mas, dado que no poseemos ni el más mínimo elemento que nos revele su constitución, resulta más prudente renunciar a fáciles lucubraciones, hijas o al menos estrechamente emparentadas respecto de ideas preconcebidas. Aquí encontramos, empero, un hecho indiscutible: la vida estaba ausente y de improviso aparece; ni siquiera exprimiéndonos las meninges encontramos nada más que muy escasas posibilidades para explicar el surgimiento de la vida. Podemos resumir en cuatro directrices las hipótesis formuladas:

1. La vida ha procedido de otro planeta, que gira como el nuestro en derredor de alguna estrella.

2. La vida es una propiedad intrínseca de la materia, una forma de energía material semejante a las de^ más (electricidad, calor, magnetismo, etc.).

3. La vida, aun no siendo una energía material, está vinculada por la omnipotencia de Dios a la materia y explícase cuando, dadas ciertas cantidades y calidades de ciertas sustancias, asumen una disposición bien determinada, sin que precise una ulterior intervención divina, de modo que los vivientes no formados por un progenitor deberían su vida solamente a «causas segundas», aquellas que dispusieron oportunamente las sustancias materiales necesarias.

4. La vida, como entidad diversa de la materia, ha sido producida directamente por Dios, quien creó un ser en el cual el principio vital queda ligado a de-

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terminadas cantidades y calidades de materia, formando un individuo capaz de engendrar seres semejantes a sí mismos: ya que la simple disposición de la materia es insuficiente para producir vida.nueva.

Si conociésemos nosotros los primeros vivientes, sería más fácil resolver esta cuestión, pero es inútil perderse en vanas recriminaciones: examinaremos, en cambio, las posibilidades particulares, confrontándolas con los hechos que están a nuestra disposición, ciertos de que por otras vías — acaso más arduas, pero no menos seguras — podríamos llegar a la misma meta.

1. La primera suposición es, en verdad, la más necia y vacía. Quedamos no poco perplejos al ver participar de ella a ciertos científicos: en la práctica, tal teoría no resuelve el problema, sino que lo rehuye, aseverando que sobre la tierra no pueden haber existido condiciones tales como para explicar el surgir de la vida y refutando la hipótesis creacionista por pura petición de principio. Los fautores de esta teoría no deberían fatigarse en comprender que trasladar el problema no implica resolverlo y que, al apoyarse en tal suposición, viene a agregarse una nueva dificultad: ¿Cómo podrían tales gérmenes provenir de un planeta vecino? ¿Acaso por medio de algún aerolito, según sostenían Brueckner y Helmholtz? No parece admisible. ¿Cómo habría el planeta podido lanzar ese cuerpo sólido, receptáculo del germen viviente, no sólo lejos del campo de su actuación, sino incluso fuera del campo gravitatorio de su sistema, sin una explosión que hubiera antes pulverizado cualesquiera disposiciones de proteínas? Además, si no queremos admitir el absurdo de que el viviente se haya reproducido, por generaciones innumerables, durante su viaje interestelar, y esto sin alimentarse, o bien haya sobrevivido durante miríadas de años, deberemos atribuir una velocidad hiperbólica al corpúsculo en cuestión; mas tal velocidad ¿no le habría desintegrado plenamente a su entrada en la atmósfera o al hacer impacto contra el agua o el suelo?

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Si queremos recurrir a la hipótesis de Arrhenius, de que la presión de la luz habría impelido al viviente extraterreno desde remotas regiones del egpacio hasta nosotros, ¿no le habría desviado la misma presión de la luz solar de su camino hacia la tierra? Ese germen, desprovisto de una robusta coraza, ¿cómo habría podido sobrevivir al bombardeo de los rayos cósmicos que, durante decenios cuando menos, le habría entrecruzado, sin que el escudo atmosférico le pudiese defender?

Mejor será abandonar esta hipótesis, inútil e insostenible bajo todos los aspectos.

2. La vida no es energía física, fruto de transformaciones en otras energías o transformables en ellas. Hasta ahora las más escrupulosas observaciones y mediciones nunca han demostrado que la desaparición de una cantidad dada de energía corresponde al surgir de alguna vida, aun cuando para el mantenimiento de toda vida sea indispensable un continuo suministro de energía, fruto de la transformación indirecta de energía luminosa — la que nos viene dada incesantemente por el sol — en energía química propia de las sustancias alimenticias, energía que viene liberada de los alimentos mediante oxidaciones (respiración celular) o mediante fermentaciones, según ocurre en las bacterias anaerobias.

3. En la tercera hipótesis, que contrasta con las precedentes por ser plausible, podríamos encontrar la vida unida a determinadas cualidades y relaciones de materia.

Es una verdad innegable que la vida consiste en una entidad totalmente diferente y distinta de la materia : basta observar cómo viene reconstruida la parte previamente amputada de un viviente; es decir, basta observar la llamada regeneración. En muchos animales, como, por ejemplo, los reptiles urodelos (Tritón), pueden observarse células que han quedado indiferen-ciadas — esto es, en estado indeterminado —, sin que asuman la forma típica que poseen las células circuns-

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tantes; así, cuando esas «células durmientes» están anidadas en un músculo no toman la forma alargada y estriada típica en las células musculares normales; tales células, en los casos ordinarios, están destinadas a permanecer en estado inactivo durante toda la vida, mas si una mutilación viene a perturbar el equilibrio biológico de la bestia, las células asumen formas y funciones muy diversas — cartilaginosas, musculares, epiteliales, etc. — hasta que la bestia amputada se ha reconstruido en su forma y sus funciones. Ocurre como si, en una población de desocupados, fuese introducido repentinamente un complejo de enrolamientos — en las más variadas especialidades del ejército y de las profesiones civiles—-, obteniéndose que, tras pocos días, los individuos antes ineptos para cualesquiera actividades devienen perfectos colaboradores en el estado reedificado.

Las células indiferenciadas podemos considerarlas a la manera de «cambiables» (es decir, integradoras en las plantas dicotiledóneas del «cambio» o zona de células indeterminadas, capaces de dar madera hacia lo interior y corteza hacia lo exterior); mas existe una diferencia sustancial entre la función del cambio y la de las células que formarán nuevamente sustancias mediante «epimórfosis» (así designó Morgan al proceso antes descrito); mientras en el primer caso las células están hechas para funcionar siempre (aun cuando se interpongan períodos interrumpientes en el rigor del invierno y en el corazón del estío), las células que hemos denominado «durmientes» no están llamadas a funcionar sino en períodos del todo excepcionales y, además, su misión viene prescrita exclusivamente por las necesidades del momento.

Más sorprendente y maravilloso aún que el caso de la epimórfosis es el de la llamada morfallasis (Morgan); aquí encontramos células perfectamente diferenciadas (es decir, con forma y funciones definitivas), que pierden sus características transformándose en entidades circuloidales, para luego rediferenciarse según un es-

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quema diverso, asumiendo forma y funciones del todo extrañas a las precedentes, para reconstruir un órgano destruido accidentalmente. Para ejemplificar este hecho, que parece increíble pese a venir demostrado sin ninguna duda por experimentos innumerables, realizados en muchísimos laboratorios, citaré un caso, no ciertamente el más importante, pero sí muy claro. Un famoso escritor francés se ha preguntado mediante qué extraña combinación la piel del gato ofrece dos agujeros que se corresponden precisamente con los dos ojos del animal: si tal literato lo hubiera preguntado a un biólogo, su vago estupor se habría cambiado ciertamente en sentido de admiración ante la naturaleza. En efecto, entre los vertebrados en estado embrional el ectodermo no aparece perforado en los lugares correspondientes a los ojos; en un momento dado, empero, parten del cerebro dos prolongaciones, las vesículas ópticas primarias, que crecen hasta llegar al ectodermo; cuando llegan a sus proximidades se plasman los ojos, mientras el ectodermo próximo se repliega y se retrae más y más hasta que una prolongación de tal tejido se desprende y viene a formar una cavidad que, en torno de los ojos, se sitúa en derredor y se transforma en la lente. He acá resuelto un importante problema doble, el de las «cavidades» oculares y el de los mismos ojos.

Hasta aquí el entrometido observador «nada extraño» halla: trátase, nos dice, del proceso normal de formación del ojo en los vertebrados; más debemos recordar que, en algunos animales, por ejemplo en el tritón (anfibio urodelo), puede suceder algo inesperado; si un desgraciado incidente viene a privar, al ojo del tritón, de su cristalino, la pobre bestiecilla queda sin el uso de tal órgano, permaneciendo su ojo ciego, mas por breve tiempo; a partir del iris, que — anotémoslo bien — está formado de células cargadas de pigmentos y, por ende, totalmente ajenas a la luz, viene a formarse una excrecencia que aumenta de dimensiones, hasta asumir forma esférica, deviniendo al propio tiempo más y

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más límpida. Esta esférula se destaca después del iris y va a tomar el puesto dejado por la lente originaria, siendo el nuevo cristalino perfectamente idéntico al primero antes formado, por células originarias del todo diversas a aquellas que produjeron el ectodermo (y en consecuencia el precedente cristalino).

Volvamos a nuestro problema de la vida: células que habrían debido permanecer indiferenciadas para toda la vida, de improviso, como si hubieran intuido la necesidad de formar un órgano, divídense y diferén-cianse. Células que poseían una característica definitiva abandonan su función y su aspecto para asumir nuevos oficios y nuevas formas. No es ciertamente alguna «característica de la célula» lo que Ja impele a escoger según la necesidad del momento: la «elección» no puede derivar sino de una entidad que puede darse cuenta de la necesidad del «todo»; tal entidad no puede ser sino el alma, que rige a la materia sin ser dominada por ella.

Hemos visto ya que la vida no resulta de fuerzas fisicoquímicas de la materia: la vida domina a la materia; sin embargo, el Creador habría podido encerrar la vida en la propia materia, de modo que bastase unir determinadas sustancias químicas para hacer brotar la chispa vital.

Intentando establecer un parangón, aunque sea impropio, podemos comparar la vida a la corriente eléctrica : los contactos del interruptor no producen la corriente eléctrica, pero basta que se unan con oportunidad para que tal fluido ajeno circule por los conductores. Admitir que Dios haya suministrado a la materia fuerzas capaces de aprisionar en ella la vida, una vez hayan sido oportunamente dispuestas sus partículas, equivale a admitir la generación espontánea, si bien tal suposición no exige identidad entre materia y vida.

4) Según la última hipótesis, tendríamos una materia distinta de la vida: la materia podría ser vivificada sólo en dos casos, cuando Dios mismo infunda di-

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rectamente en ella la chispa vital y cuando un individuo engendre a otro ser de su misma especie.

En suma, descartando las hipótesis abiertamente absurdas, no subsisten sino dos posibilidades: generación o creación inmediata.

2. Generación espontánea

Los antiguos no recelaban creer que las propiedades de un individuo pudiesen ser transmitidas a otro ser: como el calor del fuego pasa de un cuerpo a otro, así también el «calor provocador de enfermedades» (fiebre) podría pasar de unos cuerpos a otros; de ahí el erróneo concepto de enfermedades transmisibles por «contacto» y el término aun hoy usado de «morbo contagioso»; sólo mucho más tarde, el concepto de germen patógeno transmitido por contacto ha sustituido al de influjo maléfico transmisible — con transmisión semejante a la de los otros «influjos»: calor, frío, salud, fuerza, etc.

En la antigüedad solamente los griegos se mostraron escépticos ante la teoría simplista del contagio, sin conseguir empero sustituirla por otra mejor.

A fines de la Edad Media quísose parangonar la «enfermedad provocada por calor» (fiebre) con las fermentaciones, acompañadas también ellas por producción de calor, sin poder explicar, empero, cómo sobrevienen una u otras.

Hacia el año 1500 el médico veneciano Jerónimo Fracastoro intuyó que enfermedades y fermentaciones no son debidas a indeterminadas «propiedades de la materia», sino que dependen de especiales «semillas» o gérmenes. Nadie aceptó explícitamente esa idea genial que sólo se abrió camino lentamente. El estrecho parentesco entre fermentaciones y enfermedades fué ya un hecho adquirido para la ciencia humana, dado que existen muchas características en común entre ambos órdenes de fenómenos: subida de temperatura, trans-misibilidad indefinida sin que el fenómeno se atenúe,

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etcétera; mas a los antiguos no les parecía aceptable que «gérmenes extraños» pudiesen causar semejantes fenómenos.

La antigua hipótesis de que ranas, renacuajos, etc., pudiesen derivar del fango de los pantanos, por vivificación directa, perdía más y más crédito, hasta que Francisco Redi, en 1668, intuyó que los «gusanos» de la carne pasada no derivan de generación espontánea, sino que son larvas depositadas por las moscas; Redi ofreció una confirmación, colocando carne apenas aireada (y, por ende, no contaminada aún por las moscas) en un recipiente cubierto, demostrando que es suficiente esa precaución para que no se formen gusanos ; la verdad empieza con esto a abrirse paso, si bien muchos científicos — teólogos y filósofos—sostuvieron todavía, a golpe de espada, la teoría de la generación espontánea. Mas la evidencia de los hechos, expuesta en el libro Experiencias sobre la generación de los insectos, acabaría por vencer: admitida ya la imposibilidad de generación espontánea para las larvas de moscas y, con mayor razón, para los diversos vertebrados —̂ para los cuales teníase todavía como posible tal origen—, el descubrimiento de los protozoos (o animales unicelulares tan pequeños como para ser observables sólo mediante microscopio) replanteó con energía el problema: dado que, las infusiones de cieno, aunque se conservasen cubiertas con paja, se enturbiaban a los pocos días y era fácil luego observar cómo en ellas pululaban esos extraños seres unicelulares. Mas en tales infusiones no podía existir nada vivo si, antes del experimento, habían sido hervidas cuidadosamente: ante lo cual, los doctos decían que la única explicación del fenómeno radicaba en la generación espontánea, ya que en tales infusiones aparecían entonces también seres vivientes algunas veces.

Lázaro Spallanzani (1729-1799), de Scandiano, abad y teólogo, tras haber leído el libro de Redi, preguntóse si realmente esos protozoos, o animalitos con formas tan armoniosas, procederían de la simple transforma-

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ción de la materia inanimada o si valdría también para ellos cuanto había sido establecido por Redi para las larvas: para abordar sistemáticamente el problema llenó de varias infusiones algunos matraces de vidrio, y, tras haber soldado con el soplete algunos de ellos, los puso a hervir durante bastante tiempo al baño maría; cuando hubo terminado el tratamiento térmico cubrió cuidadosamente con azúcar los matraces aun abiertos y esperó; tras una semana, mientras el líquido de los matraces soldados con el soplete seguía perfectamente limpio, el contenido en los matraces cubiertos con una simple capa de azúcar resultó turbio y lleno de infusorios.

El experimento anterior parecía haber ya desvanecido toda duda, pero hacia mediados del siglo xvm la facción de los abiogenistas era todavía demasiado fuerte para rendirse: fué especialmente un estudioso inglés, John Truberville Needham, quien combatió las acertadas ideas de Spallanzani: él había acuñado la rimbombante expresión «fuerza vegetatriz» para explicar la causa invisible que produciría la vida en la materia y sostenía que el italiano erraba en su método; según él, no es el calor lo que destruye la «fuerza vegetatriz de la materia», sino que la presión causada por el vapor —• en el recipiente cerrado — es lo que modifica las características del aire circundante y lo que impide la acción de tal fuerza vegetatriz. De ahí que a Spallanzani le bastó demostrar que el aire no modificaba de hecho sus características tras la ebullición, para demostrar que la hipótesis de Needham era falsa.

Transcurre luego un siglo, tras las observaciones de Redi: desde 1750 hasta 1850, aproximadamente, la cuestión de la generación espontánea permaneció sepultada en el olvido, para reaparecer — más robusta y truculenta que nunca — cuando se descubrieron las bacterias patógenas. Esos minúsculos seres, observados ya cien años antes por Leeuwenhoeck y luego totalmente olvidados, devinieron el centro de los estudios médi-

LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA 187

eos y biológicos hacia mitad del 1800. Habría bastado con repetir escrupulosamente los métodos de Spallanzani para convencerse de que los microbios proceden con exclusividad de seres a ellos semejantes, mas fueron precisos los estudios de Luis Pasteur (1822-1895), sobre corrupciones y fermentaciones bacteriológicas (lácticas, butíricas, etc.), para que al fin se conviniese en que, no solamente los protozoos, sino también los fermentos alcohólicos y las bacterias se desarrollan desde gérmenes que vienen transportados por las corrientes de aire, no siendo seres provenientes de la «potencialidad de la materia».

Con lo anterior llegó la demostración de los famosos seminarias (semillas) presupuestos por Jerónimo Pracastoro como existentes realmente en la atmósfera. El materialismo, imperante en el siglo pasado, había visto desaparecer — con esta negación de la generación espontánea — una de sus bases fundamentales. ¿Cómo poder aseverar que Dios no existe, si a cada momento vemos trazos de su actividad inconfundible? Alguna mente simplona podría acaso admitir que las formas más elementales de vida pueden surgir sin un Ordenador inteligentísimo, mas desde un punto de vista serio — tanto filosófico como científico — tan absurdo es admitir que se forme sin causa eficiente, ora un ser complicadísimo, ora el más simple de los seres.

Cuando T. H. Huxley (1825-1895), en 1868, sondeó los océanos y su sonda descubrió profundidades superiores a los 4.000 metros y en ellas una sustancia gelatinosa que parecía dotada de movimientos lentísimos, no se receló en considerarla el primer estadio de la vida. Con entusiasmo, tal ser fue dedicado a Ernesto Haeckel (1834-1919), el más fanático entre los materialistas, y así alcanzó su momento de gloria el Batybius haeckeli (es decir, el «viviente de fondo» de Haeckel); esa fué una de las más famosas bufonadas que los materialistas se fraguaron con sus propias manos, dado que poco después, ante el estupor general, vióse sin lugar a dudas que el famoso Batybius no era sino un

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musgo de diversos coloides, producido por el alcohol usado para conservar los preparados, surgido al contacto con las sales disueltas en el agua marina. Tras ese fracaso los materialistas esperaron pacientemente su desquite, pero tuvieron que esperar mucho: sólo cuando ciertos experimentos han demostrado que existen seres mucho más pequeños que las bacterias comunes, tan minúsculos como para no poder ser vistos ni siquiera con ayuda de un potentísimo microscopio que ofrezca amplificaciones de hasta 600 diámetros, sólo entonces una chispa de esperanza se ha encendido entre ellos. A tal efecto, un conjunto de experiencias empezó a acumularse desde 1921: hasta que, en 1955, una insospechada observación de Fraenkel-Conrat y de Willams dio a los materialistas esperanza grande, y para algunos hasta certeza, de plena victoria.

3. El «virus filtrabile»

Hasta que no fué descubierto el microscopio elecró-nico, capaz de ofrecer imágenes de los objetos engrandecidas unas 50.000 veces, las ideas sobre virus permanecieron inciertas y, con frecuencia, contradictorias.

La designación virus filtrabile obedeció al hecho de que el agente patógeno se aparece cual un veneno (virus) capaz de atravesar también los filtros de la bacteriología. Muchísimas son las enfermedades que los diversos virus producen en las plantas, animales y hombres. Algunas de esas afecciones son harto peligrosas : basta recordar la hidrofobia; mas hasta el siglo xix nadie había advertido que esas enfermedades no eran producidas por microbios de tamaño normal, sino por seres tan pequeños como para poder pasar a través de los filtros de porcelana que los bacteriólogos usan corrientemente para separar los microbios de las toxinas. En 1892 Iwanowski observó el fenómeno de la «filtra-bilidad», estudiando el llamado «mosaico», una enfer-

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medad del tabaco que produce manchas típicas sobre las hojas de esta solanácea.

En 1897 Friedrich Loeffler pudo constatar que el afta epizoótica está producida por un agente morbí-geno también filtrable. Un año después el holandés Beijerinck repitió los mismos experimentos y advirtió que, realmente, no parecía pasar a través del filtro ningún elemento visible al microscopio; quiso luego ver si la sustancia filtrada en cuestión no era algún veneno extremadamente virulento, producido por algún microbio (es decir, alguna toxina); si se hubiese tratado de alguna toxina, por virulentísima que fuese, no habría podido conseguir eficacia a no ser muy diluida. Dado que, en los medios ordinarios de cultivo de los microbios, el virus desaparecía sin dejar rastro, Beijerinck proyectó someter a tratamiento alguna planta de tabaco sana con el filtro infectante; cuando hubieran surgido los síntomas de la enfermedad, habría extraído su jugo para infectar a otra planta, y así sucesivamente, durante múltiples transiciones consecutivas. Si el agente patógeno está en grado de reproducirse, la toxicidad puede permanecer idéntica, mientras en caso de tratarse de una toxina resulta evidente que, permaneciendo siempre más y más diluida en el jugo de cada planta nuevamente infectada, ante cada nueva transición provocará el surgir de síntomas más y más atenuados, hasta devenir totalmente innocuo, cuando se haya alcanzado dilución suficiente. El éxito de los experimentos fué clarísimo: en las varias plantas infectadas los síntomas no se atenuaron, señal segura de que el agente morbígeno se reproducía.

Beijerinck supuso erróneamente que el virus, resultando invisible al microscopio óptico, no podía tener forma corpuscular, y lo denominó «fluido viviente contagioso».

En 1900 Woods quiso explicar—desde el punto de vista químico—'la enfemedad del «mosaico», considerando la enfermedad como debida a un notable aumento de los fermentos oxidantes. Pese a las dos inter-

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pretaciones precedentes, la gran mayoría de biólogos considera como microbio al virus.

A principio de siglo ningún microscopio estaba en situación de revelar el aspecto del virus: a fin de conocerle, cuando menos en sus dimensiones, se recurrió a los filtros de porcelana y de colodio, provistos de poros gradualmente más sutiles, para separar los diferentes virus, al igual como se separan los granulos de savia de diversas dimensiones, método ciertamente rudimentario, pero que dio resultados satisfactorios, confirmados poco ha por los métodos ópticoelectrót-nicos.

También otras ramas de la técnica contribuyeron a explorar el misterio del virus: así, fuerzas centrífugas ultraveloces, capaces de alcanzar los 20.000 giros por segundo, consiguieron concentrar — en una parte del filtro —• al virus, que posee densidad mayor que la propia del agua.

El microscopio electrónico hácenos ver que el virus del vaiolus vaccinus posee un diámetro de 150 submi-crones (el submicrón es la milésima parte de un mi-crón y, por ende, la millonésima parte de un milímetro), mientras el propio del herpes simples tiene 125; el de la hidrofobia, 125; el del «sarcoma de Rous», 85, y el bacteriófago que destruye los estafilococos, 60 sub-micrones.

Existen también virus alargados: por ejemplo, el del tabaco posee 280 submicrones de longitud frente a sólo 15 de anchura; y el del mosaico de la patata, 430 de longitud frente a 10 de anchura. Quien quisiera parangonar estas dimensiones con los diámetros de los microbios visibles mediante el microscopio óptico encontraría que los más grandes entre éstos, como el microbio del carbonchius, pueden medir 20 micro-nes, mientras los microbios más pequeños, cual el mi-crococcus progrediens, miden sólo 0,15; engrandeciéndolos 100.000 veces, el primero asumiría las dimensiones de una barra de dos metros de longitud, mientras el segundo alcanzaría las dimensiones de un palmo;

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paralelamente, el virus poliomelítico, al ser engrandecido en la misma proporción, resultaría una esférula de un milímetro de diámetro.

En cuanto a dimensiones, por tanto, existe continuidad entre los microbios visibles al microscopio y los virus, mientras encontramos diferenciación nítida por sus propiedades: en especial, las poseídas en exclusividad por los virus de formar paracristales y de ausencia de metabolismo energético (oxidaciones y fermentaciones).

La propiedad de «cristalizar» no ha sido reconocida en todos los virus, sino hallada solamente en una decena de ellos, parásitos todos de los vegetales. El virus poliomelítico, uno de los pocos parásitos de los animales en los que ha sido comprobada la capacidad de cristalizar, forma paracristales tetragonales, con un promedio de 30 micrones de longitud y conteniendo alrededor de un millar de gérmenes. Tal propiedad resulta enigmática: hasta ahora, no se había observado jamás viviente ninguno en estado cristalino; los biólogos propusieron soluciones diversas, algunos formularon la suposición de tratarse de verdaderos cristales, otros de tratarse de seudo-cristales, otros la de que en el cristalizar concurrían sólo sustancias extrínsecas y no los virus mismos. Muchos biólogos participan hoy de la opinión de que, aun si se tratara de verdaderos cristales formados por el propio virus, no debería por esta razón excluirse en él la posibilidad de vida.

Otra propiedad harto enigmática del virus es la ausencia de las sustancias llamadas enzimas; en efecto, solamente en el virus vaccínico ha sido advertida la presencia de catálisis y lipasis, subsistiendo aún dudas sobre el origen de estos fermentos, que podrían provenir del individuo infectado y no del propio virus.

Prescindiendo de este caso, parece que los virus están desprovistos de metabolismo energético: en efecto, los virus —• incluso en los períodos de actividad máxima—no presentan ni fermentaciones ni oxidaciones; pese a ello, tienen necesidad de que las células

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sobre las que actúan como parásitos estén en situación de elevada actividad metabólica— consumiendo por ello mucho oxígeno, pues en caso contrario los virus permanecen inactivos y no se reproducen. Acaso su actividad viene enmascarada por la de las células: la hipótesis es sostenible, mas carecemos por ahora de todo medio para demostrarla, dado que es imposible cultivar los virus sobre materiales no vivientes, carácter que les diferencia de las bacterias, las cuales se desarrollan y reproducen con velocidad en los líquidos nutricios (como caldo glucosado, leche, etc.).

Los virus son muy exigentes en cuanto afecta al medio nutritivo: en efecto, no sólo exigen seres vivos que pertenezcan a determinadas especies para poderse reproducir, sino que además se incrustan sólo en tejidos dados particulares; por tal razón, presentan acentuados tropismos, como — por ejemplo — el que impele al virus rábico a alcanzar el sistema nervioso, y al virus poliomelítico a anidar en las células anteriores de la medula espinal, y al virus variólico a ciertos asentamientos, etc.

Al igual que para cualquier proteína compleja, la composición química del virus es extremadamente difícil de determinar. Mientras los biólogos, hasta poco tiempo ha, tendían a considerar al virus cual una molécula química única, hoy esta aserción — al menos para los de dimensiones medianas y grandes — viene puesta en duda, pues se han encontrado enormes diferencias de composición química en el ámbito de una misma especie vital, incluso cuando no existe ninguna modificación biológica; es decir, que hasta virus con idéntica forma y comportamiento, provenientes de un mismo hontanar, prese'ntan variaciones notabilísimas en la composición química (según resulta de los análisis, cuidadosísimos, realizados en 1955 por Cómmoner).

Los virus contienen ácido nucleico, bajo forma de ácido ribonucleico o alguna otra forma similar; al igual que muchísimas proteínas, los virus dotados de dimensiones mayores tienen también reservas gruesas y di-

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versas. En muchos casos estas sustancias están ligadas químicamente entre ellas, mas resulta muy improbable que siempre ocurra así. Los resultados de los análisis emprendidos por diversos autores son por ahora muy heterogéneos: esto no sorprende a químicos y biólogos, quienes conocen cuántas dificultades rodean a esta investigación y cuan fácil sea alterar, durante los análisis, las compaginaciones de moléculas proteicas. También por eso el profano debe ser cauto al aceptar o — lo que sería aún peor — extraer conclusiones precipitadas, de modo especial cuando se hable sobre bioquímica de los virus parásitos de animales (pues entre ellos, además de las causas susodichas, interviene con facilidad grande el factor «proclividad proteica»).

Gran diferencia existe entre una bacteria y una célula de metazoo; pero enormemente mayor es la diferencia entre una célula y un virus; muchísimos entre éstos están desprovistos de membrana; pese a todo, no conviene inferir que tal distancia últimamente indicada sea insondable, según suponen muchos autores, quienes admiten que, dadas las características de los virus, no pueden ser reputados como vivientes: a este tenor, su facultad de reproducción no sería una facultad vital, sino una propiedad equiparable a aquella de ciertas sustancias fermentantes que se autorreproducen; según hacen, por ejemplo, el labfermento, pepsina y tripsina, la rombona, etc.

Si queremos convencernos de que estas últimas sustancias químicas se autorreproducen, podemos preparar varias probetas, conteniendo en situación de estabilidad plasma sanguíneo (es decir, sangre privada de glóbulos); esto así no coagula. Si introducimos en la primera probeta una gota de trombina, el líquido coagulará en pocos minutos, liberando una pequeña cantidad de fluido. Extraigamos una gotita desde ahí y pongámosla en la segunda probeta: también aquí surgirá coagulación; y así, indefinidamente, se formaría siempre nueva trombina a expensas del plasma que se solidifica. Con ello parece que la trombina se regenera,

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como si fuese viva y se reprodujese; mas una sencillísima variante en el experimento demuéstranos que no es la trombina la que se reproduce, sino que es el plasma lo que, al coagularse, genera la nueva sustancia. En efecto, si tomamos plasma de conejo y le unimos trombina de rata, habrá coagulación, más la trombina obtenida por tal procedimiento será la de conejo y no la de rata. Con los virus, esto no acaece: si hacemos multiplicar mosaico de tabaco sobre una solanácea diversa, incluso tras innumerables transiciones obtendremos virus de tabaco; es decir, en este caso ha sido el propio virus quien se ha reproducido transformando proteínas heterogéneas en propia sustancia.

Los virus ofrecen muchos caracteres que les aproximan a los microbios normales: por ejemplo, producen mediante toxinas enfermedades varias, provocando en el enfermo síntomas iguales a los producidos por bacilos; son sensibles a determinadas sustancias químicas ; en general, y al igual que las bacterias, sucumben a las temperaturas elevadas y son muy resistentes al frío, resultando dañados por las radiaciones de pequeña longitud de onda. Menos importante, para establecer semejanzas entre bacterias y virus, es la capacidad de éstos a impeler a ciertos individuos, cuando les son inyectados, hacia la producción de «anticuerpos» (contravenenos formados por el viviente para defenderse de los microbios infectantes); en efecto, cualquier proteína introducida en un animal origina esta producción. Ni siquiera el fenómeno de interferencia de los virus entre sí, o su capacidad de convertir en virulentas a bacterias que normalmente son innocuas para el organismo (v.-gr., los gérmenes de salida), asegura la identidad entre virus y bacterias, dado que también sustancias inorgánicas pueden causar fenómenos análogos. Mayor consideración merece el fenómeno del llamado «virus latente»: un individuo, tras haber sido curado clínicamente de alguna infección virulenta, puede continuar hospedando el virus en su organismo, sin exteriorizar ni el más mínimo síntoma mor-

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boso y sin que surjan recaídas en la dolencia; el virus está «latente», vive y se multiplica en el huésped-sin dañarle, existe entre ellos una especie de gentlemen agreement (Hauduroy). Ese fenómeno de latencia se asemeja bastante al de las bacterias hospedadas por un «portador» normal; pero mientras en éste los microbios no se multiplican, el «virus latente» sí lo hace.

No estamos en situación de decir, con certeza absoluta, que los virus sean vivientes, pero sí parece que lo son, en tanto que dotados, empero, de caracteres muy singulares, capaces de revolucionar los conceptos biológicos tradicionales: debemos estar en presencia de entes que, no sólo sustraen a otros vivientes sustancias elaboradas según hacen los parásitos normales, sino que incluso aportan a sus huéspedes fuentes de energía que nos son por ahora ignoradas.

4. El «mosaico del tabaco))

Entre los varios «virus», uno de los más interesantes— desde el punto de vista científico — es el portador de la enfermedad «mosaico del tabaco»: sobre él hanse practicado interesantes experimentos, relativos al problema de la generación espontánea.

El análisis químico y el del microscopio electrónico confirman que tal virus no es un amasijo de proteínas heterogéneas: la constancia del espectro de difracción obtenido mediante los rayos X, la del punto isoeléctrico y la del peso específico — determinado mediante el método ultracentrífugo—, amén de la especificidad de los anticuerpos producidos por la planta huésped frente a ese virus, indican que sus proteínas poseen una constitución típica. Si tales proteínas no fuesen siempre las mismas, los predichos caracteres no podrían mantenerse idénticos y tampoco podrían ser siempre idénticos los anticuerpos'—esto es, los contravenenos producidos por el organismo inoculado —. Todos saben que una determinada proteína, si es inoculada en un organismo, origina la producción de un anticuerpo típi-

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co, producido con el fin de destruir aquella y solamente aquella proteína: la especificidad de los anticuerpos es acentuadísima y da lugar a reacciones no equívocas.

Este virus que, en estado normal, forma bastoncillos de 280 submicrones de longitud por 15 de anchura, en condiciones oportunas puede formar cristales granulares, oscilantes entre 20.000 y 40.000 submicrones de longitud por 400 de anchura.

Empresa verdaderamente ardua ha sido la delimitación del peso molecular de este virus: los resultados oscilan entre unos 17.000.000 o unos 100.000.000 de veces la unidad de los pesos atómicos (1/16 del peso de un átomo de oxígeno). La cifra más atendible parece ser la de 50.000.000, propuesta por Williams. Tras las consideraciones hechas no nos sorprendemos ante estas discrepancias.

En 1936 Stanley consiguió separar el virus de toda proteína inquinante y vio que, tras ser purificado y aislado, el virus seguía vivo (potencialmente activo), bajo forma de polvo cristalino. Pocos años después Stanley mismo consiguió despedazar la molécula viral, obteni-niendo proteína y ácido nucleico, separados una de otro, mas sin conseguir comprender la relación existente entre el grupo proteico y el grupo protético. El virus del tabaco, al igual que todas las proteínas compuestas ( proteidos), posee un grupo formado de aminoácidos (grupo proteico) y otro grupo prottico, mucho más fácil de analizar, formado por ácido ribonucleico que, tratado químicamente (por hidrólisis), se escinde en numerosos compuestos. Según los estudios recentísimos de H. K. Schachmann, el ácido nucleico queda subdividido en 12 partes o submoléculas, con un peso molecular en conjunto de 3.000.000; mientras el complejo proteico del «mosaico» queda subdividido en unas 500 submoléculas, cuyo peso en conjunto es de 5.000.000.

Roger Hart observó, en 1954, que el laurilsolfonato de sodio separa las partes proteica y protética, consiguiendo obtener fotografías electrónicas óptimas de

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las partes separadas: tras ello aseveró que el ácido nucleico es el centro de la partícula viral, bajo forma de filamentos alargados, los cuales están dispuestos como los hilos de un ramal en el interior de un cable eléctrico; además, las proteínas quedan colocadas al exterior y no forman una superficie homogénea, sino una mole cilindrica, en torno de tales filamentos, a modo de eje; de esta suerte, si trepida la solución de laurilsolfonato, oportunamente diluida, actúa por un tiempo determinado, mientras el eje de proteínas se despedaza en pequeños fragmentos, tan minúsculos como para no poder ya ser divisados mediante el microscopio electrónico; esos fragmentos, empero, al ser colocados en ambiente acidado, son capaces de reagruparse, adoptando la disposición primitiva.

La reconstruida espiral de proteínas carece, pues, de su parte interna (es decir, del ácido ribonucleico): por ello, cuando viene colocada sobre hojas de tabaco es incapaz de producirles la enfermedad, mediante las típicas manchas alveoladas.

Proteínas y ácido nucleico, tras haber sido separados en un virus mediante el solfonato, no consiguen reagruparse. En 1955 Praenkel-Conrat supuso que esta no capacidad era debida ora a una desnaturalización de la proteína, a causa del efecto demasiado intenso de la sal, ora a una alteración del ácido ribonucleico. Para precisar esto tomó dos porciones de virus y sometió una de ellas bajo solución muy diluida (1 %) de solfonato, a fin de obtener la proteína íntegra; la otra porción la sometió, en cambio, bajo carbonato de sodio, obteniendo así ácido ribonucleico, íntegro y sin proteínas. El experimentador ensayó, además, separadamente, aplicando proteínas y ácido nucleico sobre plantas de tabaco, obteniendo una doble seguridad; 1) que realmente las diversas porciones en aislamiento son totalmente ineficaces; y 2) que en ninguna de las dos partes había quedado virus sin alterar. Comprobado esto, Fraenkel colocó en ambiente ligeramente ácido (pH 6) diez partes de proteína y una de ácido nucleico:

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la solución devino opalescente, casi de súbito, tomando así el aspecto de las suspensiones normales de virus; pocos minutos después la solución fué colocada sobre hojas de tabaco y produjo los típicos puntitos del «mosaico», de manera que porciones trasladadas así sucesivamente producían sobre el tabaco manchas siempre más numerosas; y tal aumento continuó hasta las 24 horas del inicio del experimento. Todo esto demostró que la recombinación del virus comienza, con inmediatez, cuando las dos partes vienen mezcladas, y que el número de gérmenes activos deviene siempre más numeroso, hasta que tras un día entero han sido todos activados. /•

Fraenkel-Conrat, Williams y Hart, examinando con métodos directos el virus resintetizado, no llegaron a desvelar ni la más mínima diferencia respecto del virus natural.

Por ello, lógico resulta plantearse ahora el triple interrogante siguiente: 1) Si esta unión entre los dos constitutivos fundamentales (proteína y ácido nucleico) representa una síntesis vital; 2) Si la separación de las dos partes del virus es una auténtica muerte; 3) Si la síntesis subsiguiente es una vivificación, en el plenario sentido de la palabra. En otros términos, preguntamos si puede brotar vida de una simple unión entre sustancias químicas no organizadas.

En caso de que el viviente hubiera derivado de compuestos químicos que jamás antes hubieran formado parte de un organismo seria preciso admitir que la vivificación había tenido lugar; mas en el caso de la síntesis realizada por Fraenkel no es posible asegurarlo; cuanto el científico puede deducir es que el susodicho experimento no ha causado la muerte del virus cuya vida ha podido permanecer latente en una de las dos porciones (sin duda ninguna parece que en la proteica). Para ser explicada, la vida tiene^precisión de la parte ribonucleica y podremos admitir "que esta última no viene a participar sino indirectamente en las

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funciones vitales; pero el virus subsiste vivo aun cuando haya sido privado de la ribonucleína.

Los intentos hechos, por biólogos, para demostrar que la vida puede surgir con inmediatez de las potencias de la materia mineral son innumerables.

Ni mentarse merecen los fantasiosos experimentos de los alquimistas, antiguos y modernos: remontémonos sólo a las experiencias de Traube (1864); el cual, colocando en silicato de sodio un cristal de cierto sulfato, observó cómo de él partían arborizaciones, las cuales podían recordar estructuras celulares y formas vegetales a quien estuviese dotado de vigorosa fantasía. Tampoco los sucedáneos más recientes de las experiencias de Traube han ofrecido nada nuevo.

En todos los casos en que aparece un ser vivo, dentro de un líquido esterilizado, se está siempre en grado de demostrar que se trata de origi naciones por parte de gérmenes provenientes del exterior. La constante práctica industrial de la incapsulación de carnes y de la producción de conservas manifiesta comprobaciones cotidianas de ello.

La resintetización del virus es cosa bien diversa de los experimentos de Spallanzani y de Pasten r : en ella inténtase hacer revivir un ser mediante la reintegración de sus partes consideradas fenecidas; mas insuficiente resulta declarar muerto a un ser dado para que sea /ncapaz de cumplimentar funciones típicas en circunstancias determinadas, dado que en tal caso podríamos decir también que una semilla si no está humedecida está muerta, basándonos en que es incapaz de cumplir la doble acción normal de asimilar y crecer; partiendo de esto, a nadie se le ocurriría jamás aseverar que el agua haya infundido la vida a la semilla en sentido propio; sólo impropiamente cabría decir que las apariencias (que nunca a nadie deben inducir a error) parecen ser tales.

El concepto de «vida latente» en las semillas, en las esporas bactéricas y en los quistes protozoarios es demasiado conocido por todos para que pueda ser pues-

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to en duda: suponer que el virus «resurja desde la muerte» es otro tanto absurdo, hasta que se aduzcan pruebas en contrario; tan absurdo como admitir que semillas y microbios realmente fenecidos resucitan cuando son puestos en contacto con el agua.

Los experimentos hechos a fin de obtener síntesis de virus, de hecho, no poseen el significado filosófico que algunos han pensado poder atribuirles: aun siendo de máxima importancia para el progreso en biología y en medicina; sostiénese, en efecto, que podrán darnos informaciones preciosas sobre el protoplasma, o parte que es viva en las células, y quizá podrán decirnos algo sobre la asimilación, o proceso que transforma el alimento en parte típica del cuerpo vivo; incluso estos estudios pueden alcanzar importancia práctica, enseñando a producir vacunas antivirus, eficacísimas desde el punto de vista terapéutico, dado que tales vacunas —- obtenidas con proteínas /le virus aun vivos y, por ende, no alterados — podrán ser totalmente innocuas, ya que las proteínas de virus privadas de su parte protética serán incapaces de multiplicarse y de producir toxinas. Sólo el futuro podrá decirnos qué trascendencia práctica es la contenida en estos estudios: por el momento concedamos que hasta las más rosadas esperanzas podrán ser pronto cumplimentadas; mas en cuanto afecta a la faceta filosófica de estos estudios sobre las síntesis de virus, de presumir es que nada sustancialmente nuevo se alcanzará con ellos, pues nada autoriza a decir que seres vivos hayan sido producidos por sustancias inanimadas; aun prescindiendo del hecho de que el virus no puede ser considerado cual el viviente primero existido sobre la tierra, pues siendo un parásito—-obligado y exigentísim o — resulta incapaz de subsistir sin la presencia de otro ser vivo asaz más complejo que él. El virus, en los experimentos de 1955 y subsiguientes, realizados siempre con máximo celo, ha sido solamente reanimado y jamás ha sido producido en modo ninguno a partir de materia inanimada.

LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA 201

Podemos resumir nuestras consideraciones mediante palabras de Rudolf Virchow (1821-1902), que conservan actualidad pese a haber sido pronunciadas hace ya un siglo: «No se conoce un solo hecho positivo que establezca haber tenido lugar la generación espontánea. Aquellos que sostienen lo contrario vienen contradichos por los científicos y no únicamente por los teólogos.»

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CAPÍTULO VI

EL EVOLUCIONISMO

1. Concepto de evolución. —-2. La idea evolucionista en la historia. —* 3. Argumentos de la\evolución — 4. Discusión de los argumentos.

El evolucionismo, presentado en el pasado siglo cual demostración de que la materia contiene en sí misma todas las fuerzas necesarias para hacer florecer la armonía múltiple de los vivientes que pueblan la tierra, ha sido indirectamente aducido como prueba de que ningún influjo de Dios ha obrado sobre la naturaleza: hasta para demostrar que Dios no existe ha intentado ser usada la teoría evolucionista.

En especial, por obra de E. Haeckel, la evolución devino un dogma sobre el cual, en el siglo pasado, se fundamentó todo el castillo del monismo, materialista y ateo. También hoy los materialistas dialécticos se obstinan queriendo encontrar en la evolución la prueba de su filosofía atea: en realidad, empero, la evolución, entendida en su veraz significado, tal y como puede ser aceptada con base en la experiencia, ni demuestra ni favorece en modo alguno el materialismo ateo, ni en lo científico ni en lo filosófico.

EL EVOLUCIONISMO 203

1. Concepto de evolución

Podría emplearse el término «evolucionismo» — esto es, «desarrollarse»—para indicar el desenvolverse de un individuo, desde la célula-óvulo hasta el estadio adulto, pasando si necesario fuera a través de diversas formas (larvas), según ocurre en insectos, crustáceos, etc. Para designar este desarrollo no se usa hoy el término de «evolucionismo», sino el de ontogénesis.

Por su parte, «transformismo» indica las transformaciones o variaciones que convierten a un ser en diverso de su progenitor, cuando son debidas a causas externas; mientras que evolucionismo viene hoy a significar la modificación en la descendencia de un individuo cuando es debida a causas intrínsecas. Mas por cuanto estas palabras son empleadas por muchos científicos en sentido diverso, oportuno parece prescindir de particulares distinciones lingüísticas y usar estos términos — evolucionismo, transformismo, teoría de la descendencia y filogénesis — como sinónimos, aptos para indicar la doctrina que admite que los organismos más complejos y perfectos derivan (por gradaciones sucesivas o imprevistas) transformándose desde seres inferiores.

El término evolucionismo puede utilizarse con significado vario; por ejemplo, para designar la hipótesis que sostiene haberse venido a producir — desde el primer viviente aparecido sobre la tierra y sin intervención de Dios — toda la gama de animales y plantas que llena ahora la tierra. Tal hipótesis, completada por la suposición de la generación espontánea independiente de todo influjo divino (suposición de la que ya se ha demostrado ser totalmente insostenible, en el capítulo dedicado al surgir de la vida), intentaría explicar en sentido crasamente materialista la naturaleza toda, en su devenir y en su ordenación perennemente reconstruida.

La anterior suposición resulta, con evidencia, radicalmente errónea. Nemo dat quod non habrl; ¿Cómo podría un individuo, simple e imperfecto, dar a sus descendientes perfecciones que no posee? lícsultn ab-

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surdo pensarlo. Como máxima concesión cabría suponer que un individuo genere seres menos perfectos que él — por ejemplo, carentes de vista u oído —; tendríamos entonces un empobrecimiento gradual en los descendientes, es decir, una involución; existe incluso quien ha formulado toda una teoría sobre semejante hipótesis, mas tal teoría —sin duda ninguna aplicable a casos particulares —, si es generalizada, viene a pugnar contra los datos adquiridos con seguridad por la ciencia. En efecto, la paleontología nos asegura que los primeros vivientes que poblaron la tierra fueron de los más simples, mientras poco a poco—' según progresaba la vida sobre la tierra — aparecieron entes más y más perfectos, hasta que por último apareció el hombre.

Evolucionismo puede también querer significar que, desde uno o unos pocos entes muy sencillos, vinieron a producirse vivientes más perfectos, atribuyendo empero esa transformación y ese gradual aumento de perfecciones a la disposición de Dios, quien con sucesivas intervenciones habría concedido nuevos dones a las creaturas: de esta suerte, la intervención divina sería cotejable a la de un constructor que gradualmente perfeccionara un edificio.

También podría concebirse el evolucionismo de otra manera: es decir, suponiendo que Dios ha situado, en la propia naturaleza de los primeros vivientes, creados de la nada, la facultad de producir sucesivamente, en el tiempo, otros seres que estarían dotados de las necesarias perfecciones para vivir mejor, en condiciones ambientales que prevenía diversas la Divina Sabiduría; podríamos parangonar esta posibilidad con aquella que impeliese a un sagaz caudillo a proveer a sus hombres de los medios de defensa necesarios ante contingencias particularísimas que sólo él hubiese podido intuir.

Mientras la primera hipótesis revélase abiertamente como absurda, no puede decirse otro tanto de las dos últimas.

EL EVOLUCIONISMO 205

Antes de examinar más a fondo el problema, sin embargo, oportuno será echar una ojeada al desarrollo histórico de la idea evolucionista.

2. La idea evolucionista en la historia

Ya los antiguos griegos, en el siglo vi antes de Cristo, vislumbraron nebulosamente la hipótesis de que unas especies animales pudieran transformarse en otras: Tales y Anaximandro — con Empédocles y algunos pocos más, un siglo después — habían entrevisto esta suposición; mas hasta el siglo xvm, los científicos estuvieron concordes en admitir que no existía posibilidad de tránsito de una especie a otra — es decir, que nunca un viviente podría engendrar sino hijos semejantes a é l — ; incluso aquellos que admitían la posibilidad de la generación espontánea, aceptando por añadidura el tránsito de lo inanimado a lo vivo, postulaban que el ser así producido permanecería igual siempre a sí mismo y, en caso de reproducirse, habría necesariamente formado entes idénticos al progenitor.

Cuando aparecieron, en el siglo xvm, los primeros escritos que intentaron justificar la idea evolucionista, la posición de los fijistas•— o sea, los defensores de que las especies son fijas e inmutables, sin posibilidad de tránsito de unas a otras, en el sucederse de las generaciones — no se manifestaron ciertamente en crisis: Carlos Linneo (1707-1778), el insigne taxónomo ideador de la nomenclatura binomia, declaró explícitamente que las especies son inmutables y que los caracteres del individuo vienen transmitidos por «herencia» a los descendientes; llegando a declarar que las varias especies fueron creadas directamente por Dios: tot sunt species, quot initio mundi creavit Injinitum Ens. Sólo en las últimas ediciones de su Systerna Naturae (por ejemplo, la 12.a ed., aparecida en 1787), Linneo se muestra algo menos convencido de que las especies sean inmutables.

El primero en expresar, con términos rotundos, los

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conceptos evolucionistas, fué Jorge-Luis Buffon (1707-1788), quien afirmó que las especies son abstracciones, mientras los individuos se mudan lentamente, por cuya razón no existen formas estables.

Erasmo Darwin (1731-1802), abuelo del famoso Carlos, de quien todos han oído hablar, admitía una modificación de los vivientes debida a sus aplicaciones: tales modificaciones, que convertirían a los seres en más adaptados para sobrevivir en sus ambientes, serían transmisibles a las descendencias, idea luego recogida por otros autores (Lamarck, Spencer, Eimer, Cope).

Inútilmente buscaríamos, en Erasmo Darwin, demostraciones u observaciones rigurosamente científicas : en sus escritos no aparecen sino intuiciones indeterminadas y observaciones fugaces, no resistentes al acero de la crítica.

Étienne-Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844) nada escribió sobre las causas de la evolución; sin embargo, al formular su teoría de las analogías u homologías ofreció base científica a la anatomía comparada y suministró material copioso a los evolucionistas. En su libro Phüosophie Anatomique describió ampliamente las homologías y los aspectos teratológicos: dio mucha importancia a las formaciones embriológicas; por ejemplo, describió minuciosamente los esbozos dentarios en los embriones de las ballenas, esbozos que en vez de desarrollarse se repliegan para dejar desarrollarse las fauces en el lugar de los dientes.

Jorge Cuvier (1769-1832) fué el más vigoroso adversario de Saint-Hilaire, llegando a ser uno de los fijistas más intransigentes y pudiendo decirse que, en justicia, se hizo acreador al sobrenombre de «dictador» en este orden.

La ciencia debe mucho a este científico «dictador»: la paleontología recibió de él un impulso formidable cuando , en 1800, publicó un estudio comparado entre elefantes vivos y fósiles, observando que los fósiles tenían formas diversas de las típicas en los correspondientes animales vivos. Pocos años después (1812) pu-

EL EVOLUCIONISMO 207

blicó este autor otro libro fundamental, el intitulado Recherches sur les ossements fossües.

Cuvier — quien mostró verdadera pasión por la naturaleza desde cuando, con apenas veinte años (1788), fué preceptor en Normandía — clasificó, seccionó e hizo reproducir cuantos peces y animales marinos pudo poseer. La dilatada práctica le hizo habilísimo en las reconstrucciones, incluso de animales antiguos parcialmente conservados, y el ascendiente que conquistó mediante sus escritos fué enorme, merced en parte a la forma llana y clara de sus explicaciones. Magistral al observar las correlaciones entre los varios órganos de los vivientes, Cuvier sostenía que las variedades derivaban de modificaciones en las condiciones de vida (calor, nutrición, humedad), mas negaba que una especie pudiese jamás desembocar en otra \

Los discípulos de Cuvier, exagerando la actitud de su maestro, sostuvieron además la teoría de las creaciones sucesivas; es decir, admitieron que, de tiempo en tiempo, inmensos cataclismos cancelaban en el globo todo vestigio de la vida, repoblando la tierra sucesivas creaciones; D'Orbigny enumeró, cuando menos, 20 nuevas creaciones precedentes, explicándose así la parcial semejanza entre fósiles y vivientes. El diluvio universal no habría sido sino uno de tantos cataclismos; es más, habría sido el último y el menos imponente.

Lyell (1797-1875), en sus Principies of Geology (1830-1833), consideró errónea la hipótesis de los cataclismos y sostuvo que los fenómenos geológicos ••— erosión, sedimentación, etc. — fueron entonces los mismos que hoy, si bien hoy sobrevienen tan lentamente que no permiten observar cómo el aspecto de la tierra está cambiando profundamente de continuo.

La teoría de Lyell, denominada actualismo, despertó gran interés entre los científicos, llevando esta persua-

1 CUVIEB, Le regne animal distribué d'apres son organi-sation, París, 1817.

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sión — la de que fenómenos geológicos y mutaciones de ambiente fueron graduales — a admitir que también las transformaciones de las especies han sido lentas, como para adaptarse grado a grado a las modificadas condiciones de temperatura, humedad y alimentación.

Entretanto, las teorías evolucionistas habían quedado en estado embrionario, por el vigoroso influjo que había ejercido el prestigio científico de Cuvier. Mas el actualismo las hizo revivir.

Juan Bautista Monet de Lamarck (1744-1829) fué el primero en exponer una teoría completa sobre el transformismo. Su figura es muy compleja: había sido destinado por su padre a los estudios eclesiásticos; muerto éste, tomó parte con el ejército francés en las postreras fases de la guerra de los Siete Años. El mismo día de su llegada al frente, en Alemania del Norte, comportóse tan valerosamente que, inmediatamente, fué nombrado oficial. Por haber enfermado, dejó las armas en 1765 y, por hallarse en estrecheces financieras, empleóse en un banco, dedicándose a la medicina en los ratos libres, así como también a la metereología y la botánica. Amigo de Agustín De Candolle, dedicóse con celo a la botánica, escribiendo el libro Flore de Fran-ce (1778). Buffon le procuró un empleo como botánico en el «Jardín du Roi», pero en 1793 debió dedicarse a la zoología, para reorganizar un museo: entonces escribió, además de otras muchas obras, su Philosophie zoologi-que (París, 1809-1839-1873).

Según Lamarck, pocas especies zoológicas se han extinguido: por ejemplo, hablando de la creación del hombre, no recela en reconocer la autoridad de la Biblia, a la que declara más autorizada que su propio pensamiento.

La obra Philosophie zoologique, aunque digna de gran estima, alcanzó empero poquísimo crédito, tanto por el influjo potente y prepotente de Cuvier como por las numerosas ingenuidades que ofrece entremezcladas entre sus profundas observaciones; por ejemplo, Lamarck no recela en afirmar que las jirafas tienen el

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cuello tan largo porque, en las reiteradas tentativas hechas para alcanzar los brotes verdes de los árboles, debieron... alargar su cuello; y llega a sostener que las plumas de los pájaros son pelos que vinieron inflamados desde lo interior, por efecto del aire escapado de sus pulmones.

El principio reputado como más típico en Lamarck es el de la «heredabilidad de los caracteres adquiridos». La práctica común nos dice, en cambio, que los caracteres adquiridos no son transmisibles por herencia: si un cargador o un agricultor han desarrollado enormemente sus músculos, no por ello sus hijos serán más musculosos y robustos que los demás, si ellos a su vez no se ejercitan físicamente. Pero Lamarck expone también otros principios, que hasta hace poco no han sido recordados: entre ellos el más notable afirma que los vivientes tienden espontáneamente a modificar su forma. Tal aserto, aunque indemostrado, merece nuestra atención, dado que, así como un huevo de mariposa deviene primero gusano y luego cambia totalmente de forma para tornarse en insecto volador, por el simple hecho de que posee una determinada naturaleza, así semejantemente deja de ser absurdo admitir que una especie dada se mude — tras sucesivas generaciones —• hasta cambiar radicalmente de aspecto.

El segundo pilar del evolucionismo es Carlos Dar-win (1809-1882), autor inglés nacido en Shrewsbury. Dotado de gran pasión ante los problemas de la naturaleza, ánimo inquieto, primero se dedicó al estudio de la medicina y después pasó al de la teología, tarea que abandonó para embarcarse como naturalista en el Bea-gle, un bergantín de 238 toneladas. La expedición iba guiada por el capitán Fitzroy y tenía por misión dar la vuelta al mundo, para hacer descubrimientos científicos: el viaje, comenzado en 1831, duró cinco años, durante los cuales Darwin tuvo ocasión de estudiar faunas, flores, climatología, metereología, etc., en las regiones más dispares.

Darwin se detuvo sin prisa en Cabo Verde, Brasil,

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islas Falkland y Tierra de Fuego, donde estudió en particular las condiciones de los habitantes capaces de sobrevivir, pese al rígido clima y a las condiciones vitales, de vestuario y de habitación, plenamente primitivas.

En Chile y Perú la expedición permaneció cerca de un año, mientras Darwin escaló los Andes. También se detuvo mucho en las islas Galápagos, situadas a unas 500 millas de la costa del Ecuador; sobre esas numerosísimas islas volcánicas estudió sus diversas razas — animales y vegetales—-, parangonándolas entre sí y en sus semejanzas frente a las del Ecuador. Después recorrió Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Tasmania, islas de Mauricio, Santa Elena y Ascensión, pasando nuevamente por Brasil y Cabo Verde, para — tras una breve escala en las Azores — regresar a Inglaterra, algo enfermo. Habiendo ya mejorado, en 1839 retiróse a unos 25 kilómetros de Londres, en el condado de Kent, donde se había comprado una casita rústica, que raramente abandonó ya y sólo para ausencias brevísimas. Desde su eremitorio, Darwin sostuvo correspondencia con los más eminentes científicos y elaboró el copiosísimo material recogido en su célebre viaje. Sobre esto dice en su autobiografía: «Durante el viaje del Beagle fui sorprendido... por el carácter sudamericano de casi todas las especies de las islas Galápagos, especialmente por la manera en que difieren algo entre sí desde cada una de las islas: ninguna de tales islas parece antigua desde el punto de vista geológico... Evidente resulta que estos hechos, y muchos otros análogos, pueden explicarse sólo admitiendo que las especies se modifican gradualmente... Con certeza, no es el ambiente lo que... hace adaptar maravillosamente tales organismos.»

En 1859 publicó Darwin The origin of species, libro muy aplaudido por los científicos y por el gran público, traducido a muchísimas lenguas y que aun es la obra evolucionista más destacada.

No fácil resulta ofrecer una idea exhaustiva del pen~ Sarniento de Darwin a propósito del evolucionismo, so-

EL EVOLUCIONISMO 211

bre todo porque, bajo el influjo de Heriberto Spencer, el autor modificó parcialmente sus opiniones, hasta un punto fundamental que le diferencia de Lamarck: a saber, la negación decidida de la heredabilidad de los caracteres adquiridos por el cuerpo — los adquiridos mediante el uso e inclusive mediante el no - uso.

Para ofrecer una idea esquemática del darwinismo cabe reducirlo a los siguientes puntos:

a) El germen (o célula a partir de la cual se desarrollará el nuevo individuo) viene modificado, por las condiciones ambientales, de manera fortuita y nunca fmalística.

b) Las modificaciones del cuerpo de un individuo no son transmisibles a sus descendientes, dado que no existe ninguna razón para que una célula muscular que se modifica pueda influir paralelamente sobre otra célula destinada a la formación de un nuevo individuo, por cuanto tal célula estaba ya formada mucho antes de que ninguna causa externa pudiera obrar sobre el músculo.

c) La concurrencia entre los vivientes hace morir a los inadaptados a la vida: por esta razón viven y se multiplican velozmente sólo los seres que están adaptados a sus ambientes (selección natural).

Las teorías de Lamarck y de Darwin ofrecen notables lagunas, para colmar las cuales surgieron numerosísimas hipótesis nuevas, que nada aportan, empero, sustancialmente nuevo, sino que se limitan a ampliar o racionalizar en sus aplicaciones alguno de los argumentos propuestos por estos dos autores fundamentales. Así surgió el «neolamarckismo», con Heriberto Spencer (1820-1903), Eduardo Cope (1840-1897) y muchos otros: los neolamarckistas están concordes en admitir la transmisibilidad de los caracteres somáticos adquiridos 2.

Los «neodarwinistas», en cambio, con Augusto Weis-

2 Caracteres del cuerpo, no del germen.

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mann (1834-1914) a la cabeza, niegan resueltamente esa heredabilidad, mostrándose en esto incluso más intransigentes que el mismo Darwin. Según ellos, sólo las modificaciones del germen pueden ser transmitidas: el germen cambia no sólo fortuitamente, por efecto del ambiente, sino también porque en su formación sobreviene una verdadera lucha de concurrencia entre las partículas que lo deben integrar (selección intergerminal).

Para demostrar que los caracteres adquiridos — los del cuerpo — no pueden ser transmitidos a los descendientes, Weismann crió hasta 22 generaciones de topos, cortándoles las colas en los primeros días de vida: pese a la amputación, los topos nacían siempre caudados; ello vino a demostrarle que las amputaciones no son heredables.

Por otro lado, el «mutacionismo» del famoso biólogo holandés Hugo De Vries (1848-1935), para salvar el obstáculo presentado por las lentas modificaciones propuestas por Darwin, supuso que modificaciones súbitas trascenderían en la estructura de los entes; las cuales, siendo casuales y heredables, obedecerían a remotos influjos, conservados latentes en sus efectos durante decenas de generaciones.

Por último, el «hologenismo» de Daniel Rosa se remite a aquel principio lamarckiano que sostenía que toda especie tiende a la modificación de la propia forma, aun cuando ninguna causa externa venga a obrar sobre ella; Rosa agrega, gratuitamente por completo, que ante cada modificación morfológica vienen a formarse dos «ramas», es decir, dos grupos de individuos con semejanzas meramente parciales.

3. Argumentos de la evolución

Ninguna teoría evolucionista es satisfactoria. En efecto, todas han tenido una duración harto efímera, precisamente porque sus manquedades saltan a la vista; y si nuevas teorías no han saltado al palenque, des-

EL EVOLUCIONISMO 213

de algunos decenios hacia acá, ello no obedece a la victoria incondicionada de ninguna de ellas, sino más bien a que cierto cansancio ha invadido a los cultivadores del transformismo, quienes se limitan a asegurar que, pese a no haber triunfado ninguna teoría evolucionista, los hechos empero demuestran que la evolución de hecho ha tenido lugar.

a) Argumento morfológico. Nos dice que, entre dos especies animales o vegetales bien diferenciadas entre sí, existe una gama vastísima de subespecies o variedades que parece establecer un puente entre ellas. Obsérvase, además, que animales pertenecientes a especies alejadísimas entre sí (v. gr., mamíferos y reptiles) pueden presentar en los esqueletos caracteres muy semejantes: observación que se explica admitiendo parentesco entre tales seres.

b) Argumento paleontológico. Dice que en tiempos remotísimos vivieron seres dotados de formas muy diversas de las que caracterizan a los animales y plantas actuales.

Mientras nos aproximamos más y más en el tiempo, hallamos seres más y más semejantes a los que nos son familiares; los primeros vivientes fueron mucho más simples y rudos que cuantos ahora viven; algunos poseían caracteres intermedios entre los de las clases hoy vivientes; por ejemplo, el Archaeopteryx, que vivió en el Jurásico, que pese a estar dotado de plumas presenta larga cola y mandíbulas guarnecidas de dientes, por lo cual fué considerado como animal intermedio entre reptiles y aves.

También los «antepasados del caballo» mostrarían que un animal dotado de cinco dedos (acaso el Phena-codus) habría dado origen a descendientes con solo cuatro dedos, cual el Eohippos del Eoceno; y de estas formas habrían provenido luego, en el Oligoceno, otras cual el Mesohippus, con sólo tres dedos. Después, en el Plioceno, habría aparecido el Protohippus, con un dedo único en cada pata y, para testimoniar el atronamiento de los precedentes dedos, tanto en él como

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en el caballo moderno habrían subsistido dos largos y sutiles huesos, los denominados estiletes.

c) Argumentos extraídos de la embriología. En los primeros estadios del desarrollo de un individuo obsér-vanse a veces formas semejantes a las definitivas, pero menos «perfectas»: estas conformaciones retroceden, o desaparecen por completo, durante el desarrollo del individuo.

Ernesto Haeckel (1834-1919) sostiene que las formas adultas de los predecesores produjeron — en los descendientes — las formaciones transitorias de las que se ha hablado, mientras el viviente adquiría, al desarrollarse, caracteres propios que le diferencian de sus predecesores y le constituyen en especie nueva; los órganos que repiten las formas de los predecesores son denominados palingenéticos, mientras las adquiridas recientemente reciben de él el nombre de «cenogenéti-cas». Las formas transitorias, en el organismo que se desarrolla, serían «recuerdos» de estadios precedentes; así, un embrión de ave, al desarrollarse en su propia cascara, pasaría por los estadios de unicelular (inicio), colonia (cuando ofrece un amasijo de células agrupadas promiscuamente), celentéreo (al modo de las medusas, cuando la gastrulación ha estructurado la doble pared de la cascara) y pez (cuando conforma un em-brioncillo alargado, con los vasos sanguíneos aun libres y dispuestos de modo análogo a como están dispuestos en las branquias de los peces)...

Haeckel condensó su hipótesis en esta expresión: «la ontogénesis (o desarrollo del individuo) es la recapitulación de la filogénesis (o evolución de la especie)»; y la definió, con la humildad en él peculiar, cual «ley biogenética fundamental». Además, partiendo de las consideraciones expuestas, en su obra Anthropo-genie — editada en 1874—enumeró veintidós estadios en el desenvolvimiento desde el primer viviente al hombre, al tenor siguiente:

1) Mónera 2) Animales unicelulares primitivos

EL EVOLUCIONISMO 215

Animales pluricelulares primitivos. Plánulas ciliadas o planeadas Gastreadas o animales primitivos dotados de intestino Tubelarios o gusanos planos Escolécidos o gusanos cilindricos Himategras o gusanos en forma de saco Acranios Monorrhinos Seláceos Dipneustas Anfibios sozobranquios Anfibios sózuras Protamnios o amniotos primordiales Protomamalios o mamíferos primitivos Marsupiales

18)1 Lemuros o prosimios ÍO): Simios catirrinos caudados 20) \ Simios catirrinos acaudados 21) 1 Pithecanthropus u hombre-mono 22) | Hombre.

i i

Esta gradación, como obra de fantasía, no está m|al: cabría agregarle cual complemento que, pocos arios después (1898), Haeckel enumeró hasta treinta estadios en el desarrollo del hombre 2.

d) Argumento de la ecología. Dos organismos —-dice este argumento — están adaptados al ambiente en que viven y están provistos de los órganos necesarios para actuar en él, siendo lógico admitir que se hayan ido adaptando al sucederse de modificaciones ambientales.

e) Argumento de la genética. Cultivadores y ganaderos consiguen formar, mediante selección, variedades muy diversas entre sí: por ejemplo, plantas con más pétalos (casos de las rosas y los geranios cultivados). Incluso sin selección particular pueden aparecer de improviso, formas totalmente nuevas en las dimensiones y formas de las hojas o en las coloraciones y aspectos de las ñores. Así ocurrió con la Oenothe-

8 T. HAECKEL, Ueber unsere gegenwtirtlge Kenntnis vom Ursprunge des Menschen, Bonn, 1898.

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ra lamarckiana, la planta que sugirió a De Vries la-idea de la teoría mutacionista. /

f) Argumento de la biogeografía. Lleva a aceptar modificaciones morfológicas en plantas y animales cuando han vivido en ambientes aislados, sin posibilidades de contactos con otras faunas y flores. Este argumento reviste especial importancia, pues fué el que indujo a Darwin hacia la formulación de su teoría: parangonando las especies vivas en las islas Galápagos (según antes quedó expuesto), tanto entre sí como frente a las vivas en Ecuador, país distante unas 500 millas, advirtió parciales semejanzas y concluyó que fos vivientes de las Galápagos habrían sido transportados desde el continente por obra del viento y de las corrientes marinas; hizo, además notar que las Galápagos, islas de origen volcánico y bastante recientes,' no podían poseer fauna desde antiguo; e infirió, por qllo, que los animales inmigrados, idénticos al principio frente a los del continente, poco a poco se modificaron, con trayectoria diversa a la seguida por los permanecidos en el continente.

4. Discusión de los argumentos

Las teorías evolucionistas presentan, en conjunto, notables dificultades. Además, los evolucionistas no están de acuerdo ni siquiera en las cuestiones más generales: baste recordar la profunda escisión, entre darwinistas y lamarckistas, en negar o admitir la he-redabilidad de los caracteres adquiridos: por ello nos limitaremos a analizar el alcance de los sucesivos argumentos.

Contra el argumento morfológico obsérvese que semejanza no implica parentesco ni viceversa: cabe hallar diferencias agudísimas en una misma familia; por ejemplo, entre abejas reales y abejas obreras, idénticas genéticamente y diferenciadas luego por un especial alimento (jalea real) que se suministra a las primeras.

Los argumentos de la paleontología, aunque muy

EL EVOLUCIONISMO 217

espectaculares, otorgan menos de lo que prometen. Nadie ha sostenido jamás que todas las especies, vivas y extinguidas, hayan aparecido simultáneamente: aquí conviene observar que, según resulta obvio, el término «día» empleado por las Sagradas Escrituras no debe identificarse con el período que separa dos culminaciones del sol, sino interpretarse en el sentido de período temporal asaz dilatado. Claro resulta también que primeramente aparecieron los seres menos perfeccionados, en cuanto exigen menos y pueden sobrevivir en condiciones que, para los vivientes superiores, resultarían prohibitivas: de ahí que hayan preparado lentamente el terreno a los más perfectos.

Fuera de discusión queda también que los primeros habitantes de la tierra fueron resistentes en extremo: que hayan sido, asimismo, «simplicísimos» es algo no tan cierto; en efecto el Eurypterus, que vivió en el Cambriano Inferior, no es menos complejo o «perfeccionado» que los modernos escorpiones. Otras formas apenas se han modficado durante los millones de años que han vivido: como el Limulus, gran arácnido que aun ahora podemos encontrar vivo en las costas atlánticas de América del Norte, apenas modificado sus-tancialmente respecto del remoto Trías.

El famoso Archaeopteryx podría perfectamente ser una especie autónoma y no el famosísimo anillo entre reptiles y aves. El hecho de que este volátil poseyera larga cola (hasta 21 vértebras), o que estuviese dotado de dientes robustos, nada significa: muchos reptiles volantes (Pterodáctilos) del período Jurásico poseían cola corta, no faltando tampoco reptiles sin dientes (baste recordar las tortugas antiguas y modernas); además, hasta tiempos geológicos relativamente recientes sobrevivieron aves dentadas (Hesperornis).

Las «series continuas», como los antepasados de caballos y proboscídeos, serían un argumento convincente si se hubieran encontrado sólo las formas que generalmente se enumeran, pero otras muchas — coetáneas y posteriores — se les entrecruzan, hasta un pun-

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to tal que deviene problema insoluble el ordenarlas: de ahí han brotado disputas (Cope, Mattews, Osborn, etcétera.), no faltando biólogos valientes (Scott, Vogt, Guyenot, Raffaele) que niegan por añadidura todo valor a tales series, considerándolas como «cementerios de fósiles», esparcidos en el espacio y el tiempo.

Tampoco los argumentos embriológicos son demostrativos. Las transformaciones por las que pasa un ser en desarrollo surgen no por vacuos recuerdos de estudios pasados, sino por necesidades — espaciales y funcionales— imprescindibles para el ser que se desarrolla. Admitimos que el embriólogo debe con frecuencia confesar que se le escapan significados de formas de transición; mas estas lagunas, con el progresar de la ciencia, van siendo rellenadas paso a paso.

Por ignorancia de los biólogos, muchos órganos importantísimos habían sido considerados como apéndices inútiles: bastó, empero, interpretar sus formas en acepción evolucionista para desembocar en las hipótesis más absurdas. Así fué como las glándulas endocrinas llegaron a ser consideradas como «recuerdos atávicos»: la tiroides, por su forma de escudo, fué considerada... como recuerdo del escudo subbucal de los peces. Al continuar con raciocinios según esta directriz tan perfectamente «lógica», concluyóse que todo órgano inactivo no puede ser sino dañoso para la salud, por absorber energía y porque su propia inactividad sería sede de infecciones; por ende, pasando al terreno práctico, abrióse una campaña para... extirpar las tiroides : más de un centenar de infelices hombres, entre ellos varías personalidades, se hicieron operar para su extirpación, con ventajas no escasas para la ciencia y para las empresas de pompas fúnebres.

T. H. Huxley (1852-1895) buscó con detenimiento, en embriones de caballos, huellas de dedos o, cuando menos, de los supernumerarios «estiletes», mas siempre sin resultado. Por su parte, Haeckel mismo esforzóse inútilmente en rastrear huellas de su «ley biogené-tica fundamental», intentando al fin demostrarla me-

EL EVOLUCIONISMO 219

diante fotografías oportunamente falsificadas; pero los fraudes, descubiertos y reconocidos unívocamente, no contribuyeron por cierto al buen nombre del científico y de la causa por la que luchaba.

En suma, decididos estudiosos (Vialleton, Pujiula y otros) niegan hoy decididamente, o por lo menos atenúan, el valor del argumento embriológico. El cual, reducido a sus justos límites, al igual que el argumento extraído de la existencia de órganos rudimentarios, puede más bien conducir a que admitamos cierta «involución» o «pérdida» de perfecciones poseídas, en vez de conducir a una evolución o «adquisición» de perfecciones crecientes.

El argumento ecológico, paralelamente, resulta seductor, pero un lamarckismo que otorgue a los seres esas posibilidades de plasmarse en el ambiente, o de adquirir cuanto les resulte «desable», resulta del todo enigmático. Cierto es que podemos admitir que Dios haya dado a los seres posibilidades de transformarse radicalmente, pues conoce desde la eternidad las vicisitudes todas que modificarán los climas y los ambientes ; mas esa suposición ofrécese más como pensamiento de un místico que cual raciocinio de un biólogo.

Admitir con Darwin que la selección natural va suprimiendo a los desadaptados parece lógico; pero menos comprensible resulta determinar por qué razón van apareciendo seres adaptados a los ambientes. Una selección que, a efectos prácticos, es finalística y que debería actuar sobre adultos, mientras de hecho recae en la mayoría de casos sobre estadios juveniles, resulta un contrasentido: sería algo así como imaginar que, en una guerra atómica, puedan sobrevivir más fácilmente los individuos dotados de los brazos más vigorosos y firmes, algo que podría ocurrir en las guerras medievales, mas no en las futuras. Y decir que la selección natural ha producido seres dados no tiene significado mayor que decir, cuando un árbol produce miel, que así ocurre para que los niños puedan aprovecharla.

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También la genética, hija primogénita del evolucionismo, ha demostrado hacia su padre escasísimo afecto.

Así, la Oenothera lámarckiana, punto de partida del mutacionismo, ante el análisis genético resultó ser un ser polihíbrido, no siendo las múltiples conformaciones que imprevistamente aparecen en su árbol genealógico sino manifestaciones de cuanto contienen potencial-mente sus cromosomas. La selección es eficaz sobre los caracteres de un heterozigote; pero cuando han sido separadas las varias «líneas puras» (Iohannsen), deviene ineficaz toda selección, aun cuando sea prolongada por muchísimas generaciones.

Las «mutaciones factoriales» existen y pueden ser ' producidas también artificialmente mediante rayos Roentgen y radiaciones atómicas; mas no implican sino pequeñas modificaciones, las cuales en general nada implican para el organismo, sino que deben más bien considerarse anormalidades dañosas. Las configuraciones de las Drosófilas, obtenidas mediante mutaciones artificiales, fueron con escarnio designadas como «museo de horrores»: las mutaciones, ora artificiales, ora naturales, no pueden ser caminos para formaciones de especies nuevas más armónicas y perfectas.

El argumento de la biogeografía es vinculable al precedente: las especies inmigradas (vegetales o animales) — por ejemplo, del Ecuador a las islas Galápagos—* suelen sufrir modificaciones diversas de las que afectan a las especies originarias de fauna y ñora; si tales especies hubieran quedado en el continente acaso habríanse modificado de la • misma manera, pero los entrecruzamientos y la concurrencia vital habrían sumergido, en el mare magnum de las otras formas, a tales modificaciones, las cuales en cambio quedaron en las islas exentas de la lucha y de la selección natural.

Por esto mismo, las islas de Cabo Verde y Galápagos, pese a ofrecer condiciones climáticas y geológicas asaz similares, poseen faunas totalmente diversas; ahora bien, ¿i Dios hubiera creado pequeñas especies para los archipiélagos, no se ve la razón por la cual ha-

EL EVOLUCIONISMO 221

bría estructurado especies aun más estructurales — de semejantes entre sí — para las islitas minúsculas, seleccionando, sin embargo, para ello formas afines a las de los continentes próximos, pese a tener condiciones ambientales diversas; en cambio, lo evidente es el parentesco ofrecido por los vivientes de las Galápagos y de Sudamérica, por un lado, y los de las de Cabo Verde y de África, por otro.

El raciocinio de Darwin a este último propósito es lógico; mas obligado resulta reconocer, ante este argumento, que sólo sugiere una variabilidad limitada dentro de lo que cabría denominar «especies naturales».

* * *

En lo tocante a nuestra Fe, nos deja libres de creer o no creer que seres dados deriven de otros más incomplejos, al igual como nos deja libres de creer o no creer que la luna esté hecha de plata y el sol de oro. Esta libertad deriva del hecho de que las teorías científicas son siempre admisibles a condición de respetar que todas las cosas circundantes son obras de Dios, Creador del universo entero. Existen determinaciones particulares que son incumbencia de la ciencia, la cual debe ilustrar la verdad con sus propios medios.

Por ahora, la ciencia no ha ofrecido prueba ninguna de que el evolucionismo haya tenido lugar. Los argumentos — pomposamente llamados pruebas — nos dicen que muchos hechos serían fácilmente explicables incluso admitiendo el fijismo, por cuanto la creación debe ser lógicamente admitida en uno y otro caso. Negar la obra de Dios en lo creado no iría sólo contra la Fe, sino que además implicaría admitir un efecto sin causa, mortal pecado contra el más elemental buen sentido.

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CAPÍTULO VII

EL HOMBRE FÓSIL

1. Restos fósiles más importantes.—2. Monogenismo y poligenismo. — 3. Conclusión.

La paleontología asegura que el hombre es el habitante mas reciente de la tierra. Para explicar su aparición, los creacionistas no hallan dificultad ninguna: tras haber sacado de la nada todos los otros seres, Dios creó también al hombre, otorgándole dones — a diferencia de los otros seres — sustancialmente superiores, en especial una inteligencia abstractiva que le hiciese apto para progresos graduales y le permitiera procurarse tanto alimento como defensa, hasta el punto de poder sobrevivir y multiplicarse donde ningún otro habitante de la tierra, precedentemente creado, habría estado en situación de mantenerse con vida, en caso de haber sido tan corporalmente inerme como el «bípedo implume».

Para los evolucionistas, en cambio, reporta una grave dificultad admitir ante el hombre un origen independiente del propio de los otros animales, pues existen nexos de estructura — aunque no sean esenciales — entre el cuerpo humano y el de algunos simios, los cuales por tal semejanza han sido designados con el nombre de antropomorfos.

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224 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILpSOFÍA

Según los fijistas, la cuestión queda resuelta de modo definitivo y no subsiste dificultad ninguna aun cuando surjan formas intermedias entre el animal y el hombre, en cuanto la multiplicidad de formas, diferentes o semejantes entre sí, no implica sino múltiple actividad creadora: ninguna razón hay para admitir que el Creador no sea capaz de formar toda una gama de seres completamente diversos o, incluso, una serie de vivientes dotados de formas tan semejantes como para difundir los límites entre unas especies y otras. Según los evolucionistas, en cambio — si quieren dar base de atendibilidad a su teoría—, debe encontrarse una gradual serie de formas que esté dispuesta en el tiempo de x

tal manera como para estructurar un puente continuado entre el animal y el hombre.

Dado que el científico no trabaja sobre problemas ya resueltos, sino que tiende a esclarecer los no resueltos que le impelen a emplear su espíritu deductivo, nada hay sorprendente en que la mayoría de investigadores— sean espiritualistas, sean materialistas — sea atraída por ciertos problemas aun no resueltos, para dilucidar consistencias y veracidades; nada debe sorprender, por tanto, que la mayoría de investigadores quede entusiasmada por cada nuevo hallazgo de restos humanoídeos, siendo natural que para aclarar su problemática sea necesario entrar en contacto con los núcleos evolucionistas.

En poco tiempo numerosos hallazgos han venido a enriquecer nuestros conocimientos sobre los seres pi-tecoides y antropoides que poblaron las postrimerías del Cenozoico y los inicios del Neozoico. Los nuevos descubrimientos dejan en nosotros la impresión de que la cadena simio-hombre ya rápidamente colmándose, mas obligado resulta proceder con mucha cautela en este terreno, pues los preciosos métodos que ha puesto a nuestra disposición la física moderna J para indagar

1 Método del carbono radiact ivo.

EL HOMBRE FÓSIL 225

la edad de los fósiles, aun habiendo resuelto algunos problemas cruciales, por ahora no nos han suministra-

Fig. 3. - ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN DE LOS ANTROPOIDES

A LOS SIMIOS Y AL HOMBRE, SEGÚN E . IHViECKEL

do las respuestas que nos son indispensables y que esperamos obtener en un futuro no lejano. Pese a tales limitaciones, podemos decir hoy que los hallazgos pa

í s . — MASI. — Rp.lini.6n. rienria

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226 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

leontológicos demuestran, sin lugar a dudas, que la hipótesis formulada por numerosos antropólogos del pasado siglo, en el sentido de que el hombre derivaría directamente de los simios antropoides actualmente existentes, es errónea. Estamos hoy seguros de que el hombre no puede provenir ni del orangután, ni del chimpancé, ni del gorila, ni de ninguna otra especie simiesca actualmente con vida. Si queremos suponer que el cuerpo humano 2 no ha sido creado directamente por %

Dios, antes bien proviene de la transformación de algún animal preexistente, necesario será buscar entre los fósiles para establecer la existencia de formas pre-humanas, a partir de las cuales—como desde ramas distintas — habrían evolucionado, por una parte, el hombre y, por otra, los actuales simios.

El magisterio eclesiástico permite a los estudiosos (naturalistas y teólogos) investigar y discutir — a tenor del moderno estado de sus respectivas ciencias — la posibilidad de que el cuerpo humano derive de materia antes preexistente y viva, pero siempre de modo tal que los argumentos en pro y en contra sean esgrimidos con la debida prudencia \

Ninguna idea concreta tenemos sobre la trayectoria que habría podido seguir un eventual desarrollo de algún ser inferior hacia la conformación humana; pero, refiriéndonos a semejanzas, intuitivo resulta dirigir nuestras hipótesis hacia el Parapithecus, ser muy primitivo del Oligoceno ,que era ciertamente un simio cuya vida transcurrió en territorio egipcio i, hace quizás unos 40 millones de años (Payum). En la actualidad no hay ya ocasión para remontar nuestras indaga-

2 El a lma h u m a n a no puede, en n i n g ú n caso, der ivar del a lma simiesca. . .

3 A) Encíclica Humani generis. B) Allocuzione Pontificia ai membri deW'Accademia delle

Scienze, 30-XI-41: A.A.S., vol. XXXII I , p . 506. * L E CROS-CLARK, History of the primates, Br i th ish Mu-

seum, Londres , 1950, p . 55.

EL HOMBRE FÓSIL 227

ciones hasta épocas más remotas, en cuanto los seres más antiguos no presentan ya semejanzas de relieve ni con el hombre ni con los simios actuales.

1. Restos fósiles más importantes

Para ofrecer ideas concretas al lector que no tenga tiempo de releer sus libros de bachillerato le recordaremos que la historia de la tierra se divide en eras: Arcaica, Paleozoica, Mesozoica, Cenozoica o Terciaria y Neozoica o Cuaternaria. Sus duraciones son muy inciertas: los varios autores apenas concuerdan sus datos en nada; mas, para referirnos a alguna periodifi-cación tenida por atendible entre muchos científicos, podemos admitir que el Paleozoico inicióse hace media miríada de años; el Mesozoico, hace 195 millones de años; el Cenozoico, hace 70 millones de años, y el Neozoico, hace un millón escaso de años.

Las eras se subdividen, a su vez, en períodos. Así, el Cenozoico comprende cuatro: Eoceno, Oligoceno, Mioceno, Plioceno, cuyos inicios habrían tenido lugar, respectivamente, hace 70, 45, 35 y 15 millones de años.

Respecto de la edad de la tierra, el lapso de tiempo transcurrido desde la aparición del Parapithecus es realmente pequeño: a nosotros, empero, en este estudio, más que la edad de la tierra nos interesan los caracteres del Neozoico, período en que aparecen las razas estrictamente humanas, así como el Cenozoico, en el cual aparecen los antropoides.

En el Oligoceno hallamos el Parapithecus, un ser conocido solamente por su mandíbula, la cual posee una fórmula dental equivalente a 4 X (2 incisivos, 1 canino, 2 premolares y 3 molares), que es la fórmula común a los simios del Viejo Mundo, a los antropoides y al hombre. Los diversos dientes, según se desprende de la figura 4, no son realmente semejantes a los humanos, pero la dentadura en conjunto se asemeja bastante a la del Propliopithecus haeckeli (fig. 5), otro simio del Oligoceno egipcio, que ofrece la característica

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de tener los dientes conformados a la manera del hombre, en especial por lo que afecta a la corona reducida del canino y a la ausencia de cúspides, alargadas y agudas, sobre todos los dientes; pese a todo esto, la dentadura del Propliopithecus presenta indiscutibles semejanzas con la del Parapithecus; en cambio, las peculiares conformaciones humanoideas de los dientes del Propliopithecus no se repiten en ninguno de los simios actuales, ni siquiera en los antropomorfos.

Fig. 4. - PARAPITHECUS Fig. 5 - PROPLIOPITHECUS

Algo más tarde, en el Mioceno inferior, vivieron los simios llamados Procónsul: restos de ellos fueron hallados, en 1945, por Leakey, en la isla Rodinga del lago Victoria. Los Procónsul han recibido este nombre por asemejarse a los simios achimpanzados que los ingleses denominan Cónsul. Este Procónsul, con cierta precipitación, fué interpretado cual ser semejante al Homo sapiens, y esto originó una justa reacción5, por cuanto las muchas semejanzas entre denticiones y estructuras craneales de uno y otro no pueden neutralizar las diferencias muy notables que los separan, hasta alejar al Procónsul de las formas humanas y aproximarle al gorila o al chimpacé.

Durante el Plioceno, en África aparecieron las Aus-tralopithecinae (figs. 6 y 7), animales interesantísimos por las formas de sus arcadas dentarias y por el aspecto general del cráneo. Los primeros hallazgos acae-

« Scientia, vol, L.XXXVI, fe.brero 1951, p. 71.

EL HOMBRE FÓSIL 229

cieron, el año 1924, en Taungs (Sudáfrica), siendo el geólogo R. B. Young quien tuvo la fortuna de encontrar un cráneo jovencísimo, dotado aún de la dentición de leche: sólo un molar permanente existe en esa pequeña dentadura; refiriéndola a lo usual entre simios y hombres, la edad de ese ser cabe fijarla en unos seis años. Mientras, el anatomista R. A. Dart de Johan-nesburgo estudió los restos fósiles, a los que denominó

F i g . 6 - AUSTRALOPITHECUS F i g . 7. - AlUSTRALOPITHECUS

Australopithecus africanus: el volumen craneal fué fijado en unos 500 ce, resultando mayor que el de un chimpancé o un orangután de la misma edad; de la pequeña testuz hase conservado la parte frontal, mientras la occipital quedó destruida en la extracción, dejando al descubierto el «calco interno» del cráneo.

Entusiasmado Dart por el descubrimiento, no receló un instante en admitir (1925) que el Australopithecus fué un ser intermedio entre simios y hombres, provocando reacciones que parecen excesivas ante el moderno estado de nuestros conocimientos; en efecto, Abel lo declaró sin más un chimpancé", mientras re-

6 ABEL, W., Krüische Untersuchungen über Australopithecus Africanus Dart., en «Morphol. Iahrb.», 65, 1931.

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2 3 0 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

sulta evidente que ello no es exacto, bastando observar su dentición (fig. 7): adviértase ora su disposición en la mandíbula, ora la forma de los dientes, y repárese—por ejemplo — en cómo los primeros molares (los de leche) ofrecen cuatro cúspides, a diferencia de lo que ocurre entre los antropomorfos, que poseen dos.

Muy sabiamente Sera7 considérale, contra la precedente opinión, cual tipo independiente.

Desde 1936 encontró Broom—del Museo de Pretoria— restos de otras Australopithecinae en Sterkfon-tein y en Kroomdraai (situados a 70 kilómetros al oeste de Johannesburgo). tales restos difieren, empero, tanto entre sí como frente a los hallazgos de Taungs, pasando a ser denominados Paranthropus y Plesianthropus.

A partir de 1946 renováronse las búsquedas: hasta el presente han sido hallados más de doce cráneos y mandíbulas del Plesianthropus, provenientes casi todos de Sterkfontein.

Digno de especial atención es el Telanthropus, forma más pequeña hallada el año 1952 en Swartkrans (cerca de Sterkfontein): integran los hallazgos una mandíbula, con el tramo ascendente cortísimo, y fragmentos del omóplato. Parece ser una de las Australopithecinae, pero dotada — según cabe deducir — de caracteres más humanos.

Otra variante en este orden es el Australopithecus prometheus: Dart lo denominó de este modo para sugerir que este ser debió descubrir el fuego y, por ende, debió estar dotado de verdadera inteligencia.

En general, la discusión sobre los fragmentos óseos y las aptitudes de las Australopithecinae despertó vivo interés 8 y enconadas polémicas: la edad, en tales fósiles, es aún incierta, por la dificultad de encontrar referencias seguras entre las formaciones geológicas

7 SERA, G., en «Ene. Ital.», XXXIV, p. 752, 1937. 8 BROOM, R.-ROBINSON, J. T., «Nature», 160, 1947 a, p . 153. ÍDEM, «Nature», 160, 1947 b, p . 430. ÍDEM, «Nature», 161, 1948, p . 438.

EL HOMBRE FÓSIL 231

africanas y europeas; con aproximación, admítese que estos fósiles pueden remontarse a un millón de años hacia atrás.

Entre los depósitos al respecto, el más antiguo es el de Kroomdraai, luego el de Taungs y, por último, el más reciente parece ser el de Sterkfontein 9.

Para las Australopithecinae, la forma general del cráneo es algo sememejante a la propia de los chimpancés, aunque mejor redondeada: el occipucio sugiere una posición erecta o, al menos, semierecta, robusteciendo esta suposición las situaciones de la perforación occipital y de los cóndilos; la arcada supraciliar está muy poco desarrollada (mucho menos que en el hombre de Neanderthal, forma celebérrima ante la cual volveremos a detenernos por extenso); su prognatismo 10, aunque pronunciado, es considerablemente menor que en los chimpancés. Mientras los caninos son muy semejantes a los humanos, los premolares poseen dos cúspides menos que en la dentadura humana: hasta la dentición de leche es más semejante a la correlativa humana que a las propias de los actuales simios. Incluso las junturas de los dientes denotan un modo de masticar semejante al nuestro. La disposición de los dientes está en parábola como en el hombre, no en forma de U como en los actuales simios (fig. 8). Los huesos encontrados, en particular los del muslo, muestran que su andar era erguido, con no pocos caracteres semejantes a los del hombre. Sumándolo todo, parece que su cuerpo ha sido muy similar al humano, mientras el cerebro — aunque voluminoso (hasta unos 66 ce. en el adulto) —i es de tipo harto primitivo. Hasta ahora carecemos de pruebas para admitir que usaran instrumentos (sobre este aspecto insistiremos más tarde) e incluso el

9 BROOM, R., Y ROBINSON, J. T, Sterkfontein Ape-Man Plesianthropus en «Transvaal Mus. Pre tor ia Men.», 4, 1950.

BROOM, R. - SCHEPERS, C. W., The South African Ape - Man: the Australopithecinae, «Transvaal Mus, Men.» 2, 1946, p'. 2TZ.

10 Alargamiento de la mandíbula .

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fuego: debido precisamente a su escasa capacidad craneana y por cuanto no consta por vía ninguna que estuvieran dotadas de lenguaje, los autores las asimilan a los animales.

Tampoco es de hecho cierto que las Australopithe-cinae se hubieran extinguido antes de la aparición del hombre: por hallazgos de restos animales, encontrados junto con otros humanos, parece lógico deducir que aparecieron en el Plioceno y sobrevivieron hasta bien entrado el Pleistoceno (el período más antiguo de la Era Cuaternaria).

Pese a que los restos del Australopithecus se han hallado en cantidades notables, necesaria resulta mucha circunspección en los juicios, pues jamás se ha localizado un esqueleto entero; y las partes localizadas, aunque numerosas y de enorme interés, aparecen todas fragmentarias y contorsionadas. Haciendo estas reservas, parece tratarse de «primates» diversos tanto de los actuales antropoides como de los homínidos.

Otros seres muy importantes para la paleoantropo-logía, conocidos desde el decenio último del siglo pasado, son los pitecántropos: forman un grupo extinguido de antropoides, que vivieron a principios del Pleistoceno, acaso hace medio millón de años. Tales seres son semejantes al hombre, siendo notable el hecho de que sus puntos de contacto con él no se corresponden con los ofrecidos por las Anstralopithecinae.

Una primera cariota de pitecántropo fué la descubierta, en 1891, por el holandés Dubois, en el centro de Java, junto con un fémur de aspecto típicamente humano, un fragmento de mandíbula y algunos dientes. Poco tiempo después, en un lugar próximo, encontráronse otros fragmentos de mandíbula u : en los años 1936-37 Von Koenigswald encontró— en Java siempre,

11 DUBOIS, E., Pithecanthropus erectus-Eine mensche-naehnliche Uebergangsform aus Java, Batavía, 1894. ÍDEM, Sur le Pithecantropus erectus du pliocéne de Java, en «Bull. d. 1. Soc. Belge de Géologie», 9, 1895.

EL HOMBRE FÓSIL 233

en Sangiran, cerca de Bapang — la mitad derecha de una mandíbula con tres molares y con el segundo premolar 12; y algo más tarde se localizaron otra cariota y otro fragmento craneal.

Los hallazgos en torno al pitecántropo, desde 1891, causaron gran estupor, pues se estimaban demostración directa de una teoría —- luego tenida por totalmente falsa —: aquella de Haeckel cuando formuló la hipótesis de que el hombre derivaba del gibbón 13, sugiriendo como cierto que antes o después sería hallado un individuo intermedio entre esos dos seres. Haeckel atribuyó a ese hipotético ser el nombre de Pithecanthropus

Fig. 8 - GORILA Fig. 9. - PITHECANTHROPUS

erectus; por su parte, el médico Dubois, entusiasmado ante las ideas haeckelianas, proyectó trasladarse a la patria originaria de los gibbons, para localizar restos fósiles; cuando en septiembre de 1891 encontró, en Trinil, un molar, y en el siguiente octubre una cariota peculiar (en forma de bolsa, cual ciertas petacas de

12 VON KOENIGSWALB, G. H. R., Erste Mitteilungen über fossilen Hominiden aus den Altpleistocaen Ostjavas, en «Proe. Royal A'cad. Amsterdam», 39, 1936.

13 HAECKEL, E., Anthropogenie, 6.» ed., Leipzig, 1910.

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tabaco), con occipucio aplanado y con arcadas supraor-bitarias muy pronunciadas, hasta el punto de recordar las propias de gorilas y chimpancés, el júbilo de los evolucionistas ascendió hasta las estrellas, para no ser superado sino al año siguiente, al descubrirse un fémur típicamente humano y significando que el individuo del cual había formado parte debía necesariamente haber andado erguido.

La cariota en cuestión recuerda el aspecto del cráneo de hombres harto primitivos, por su limitado volumen y por sus relieves internos, demostrativos de que las circunvoluciones cerebrales eran asaz más simples de las que se hallan en el hombre: incluso las escisiones, semejantes a las localizables en los simios, parecían una prueba irrefutable de que el pitecántropo habría sido el primer estadio del hombre, apenas salido de la familia pitecoide; o mejor aún, el último estadio simiesco, antes de llegar al hombre. Así, todos los evolucionistas quedaron convencidos de que el pithecán-tropo era el «anillo ignorado» en la cadena evolutiva humana.

El sinántropo (Synanthropus pekinensis) fué hallado en Choukoutien (a unos 40 kilómetros al sudoeste de Pekín), al descubrirse varios dientes dotados de caracteres humanos. En 1937 Wen-Chung-Pei halló, en el mismo lugar, fragmentos mandibulares, una cariota y un gran fragmento de otra cariota con los temporales adheridos. Desde entonces numerosos hallazgos se sucedieron hasta 1939, cuando la guerra interrumpió las búsquedas.

En conjunto el sinántropo aseméjase mucho al pitecántropo : está dotado de cráneo peculiar con vigoroso torus o núcleo de arcadas supra-orbitarias; sus restos aparecen, empero, menos rudos y los calcos cerebrales ofrecen mayor semejanza con los del hombre moderno. El volumen cerebral es de unos 1.050 ce. (oscilando entre 900 y 1.200 ce). Uno y otro se asemejan a los simios porque la longitud máxima del cráneo se localiza inmediatamente encima del conducto auditivo,

EL HOMBRE FÓSIL 235

mientras en el hombre actual está situada mucho más arriba.

Wen-Chung-Pei encontró, además, en 1930-31 y siempre en Choukoutien, numerosas manufacturas de cuarzo: advirtió también señales indiscutibles de uso del fuego, que dejó sus huellas sobre huesos de sinántropos y de animales con él congregados en la misma caverna. Incluso según Sergio Sergi, el sinántropo habría sido el primer tipo humano, mientras el pitecántropo representaría el estadio último en la evolución prehumana. Tampoco faltan quienes juzgan a ambos como hombres ", ni quienes los enjuician como simios, reservando la naturaleza humana al Homo jaber: el cual, aunque viviendo también en Extremo Oriente, no dejó vestigios de su cuerpo; él habría sido el forjador de las manufacturas ubicadas en Choukoutien y el despiadado cazador — y si se prefiere, hasta devora-dor—del sinántropo, con lo cual quedaría éste exonerado de la acusación de canibalismo. En cuanto al tiempo de su existencia, como simple hipótesis, suele hablarse de unos 500.000 años ha.

El Atlanthropus mauritanicus está representado por fósiles notabilísimos que fueron localizados, en Argelia, en Termfine Palikao (Oran), el año 1954. Los descubridores, Arambourg y Hofstetter, encontraron dos mandíbulas humanas, similares a las del pitecántropo: son enormemente masticadoras — tanto que parecen más robustas que las del hombre de Mauer (Alemania)— ; están también provistas de mentón, ofreciendo vertientes horizontales, altas y gruesas, y otras ascendentes, anchas y bajas; sus dientes son robustos, pero dotados de perfil humano y forman una parábola muy seme-

14 WEIDENREICH, F., The Skull oj Sinanthropus Pekinensis. A Comparative Study on a Primitive Hominid Skull, Nueva York, 1943.

DUBOIS, E., Racial identity of Homo soloensis and ¡Sinanthropus pekinensis; Cf. «Proceedings Abead Wet.» Amster-dam, 39, 1936.

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jante a la humana. En el estrato donde se extrajeron tales restos fueron hallados también algunos fósiles (Machairodus, etc.), que permiten determinar con certeza su pertenencia al Pleistoceno: sus descubridores hallaron, junto a los restos humanos, manufacturas pertenecientes a la industria «bifacial Chelleana»15

y no recelaron en adscribirlas, sin más, a la actividad del Atlanthropus, el cual fué estimado por ello como hombre.

El Homo heidelbergensis, en 1907, fué descubierto por el anatomista Schoetensack 16 en Mauer, a 10 kilómetros al sudeste de Heidelberg. Fué hallada una mandíbula (fig. 10) muy semejante a la acabada de describir: pertenece a algún coetáneo del sinántropo y está caracterizada por la ausencia de mentón; por ello el nuevo hombre, del que hasta ahora poseemos sólo la mandíbula, fué denominado también Homo sine mentó. Sus dientes son de tipo humano: los caninos no se ladean y no existe diástema o espacio libre entre caninos y premolares; la arcada dentaria es parabólica (carácter humano). El cuerpo de la mandíbula es muy espeso en sus tramos horizontales, mientras los ascendientes alcanzan anchuras de 6 centímetros (en el hombre moderno no sobrepasan los 4 cm.). De este ser no se han localizado por ahora manufacturas: poco conocemos sobre su enigmática silueta; algunos lo identifican con el sinántropo.

El Homo soloénsis (Ngandong). En tos años 1931-32 fueron hallados por Oppenoorth y por Von Koenigs-

15 AIHAMBOÜKG, C , y HOFSTETTBR, R., Decouverte en Afrique du Nord de restes humains du Paléolitique Inférieur, en «Comptes-Rendus des Séances de l 'Académie des Sciences». 5, VI, 1954.

ARAJMBOURG, C , L'hominien fossüe de Ternefine (Algéne), ibíd, 5, VI, 54.

16 SCHOETENSACK, O., üer Unterhiefer des Homo Heidelbergensis au den Sanden von Mauer bel Heidelberg, Leipzig, 1908.

EL HOMBRE FÓSIL 237

wald, en Java, junto a Ngandong17 numerosas cariotas (fig. 11) y otros fragmentos craneales. Hasta la fecha poseemos once cráneos incompletos y dos tibias. Aunque el lugar, situado cabe el río Soto, diste unos 10 kilómetros de Trinil, donde se encontró el pitecántropo, los huesos hallados no pueden en modo alguno atribuirse a este último, pese a notables semejanzas: por ejemplo, vigoroso torus o visera supraorbitaria, restricción de la cariota hacia lo alto, etc. Pero su capacidad craneana, enormemente mayor (unos 1.100 ce), según Weidenreich IS, no permite tal equiparación: los evolucionistas le consideran cual un descendiente tar-

Fig. 1 0 - H O M O HEIDELBERGENSIS Fig. 11 -HOMO SOLOÉNSIS

dio suyo. También en Ngandong, casi exclusivamente, lo hallado han sido cráneos solos: apareciendo, como en el caso del sinántropo, con las bases casi siempre raspadas ásperamente, quizá por razón de ritos particulares o con fines antropofágicos. La industria localizada en este lugar aparece muy perfeccionada y podría incluso ser referida al mesolítico europeo; mas el su-cederse de culturas fué, en Java y en Europa, harto diverso, no pudiendo excluirse que tales manufacturas sean enormemente más antiguas de cuanto parezca a

17 OPPENOORTH, W. F . , Homo (Javanthropus) solensis een pleistoceene mensch van lava, en «Wetensch. Mededeel. Diens t» , V. D. Mijnbow, en «Need Indie», n. 20; 1932.

18 WEIDENREICH, F. , The relation of Sinanthropus pekinen-sis to Pithecanthropus, Javanthropus a. Rhodesian Man, en «Journ. of t h e roy. An th r . Inst .», 67 (1937).

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primera vista. Con referencia a su antigüedad, los antropólogos en general la remontan al período Riss-Wuerm.

Homo Palaestinus. En varias localidades palestinia-nas fueron hallados restos humanos: así, en 1925, no lejos del lago Tiberíades; el año 1932, en el Monte Carmelo; hacia 1934-35, cerca de Nazaret (fig. 12)... Estos

Fig. 12 Fig. 13 HOMO PALAESTINUS HOMO1 ¡STENHEIMENSIS

cráneos antiquísimos ofrecen caracteres intermedios entre los hombres de la actualidad y de Neanderthal: visera supraorbitaria notable, frente no huidiza, sino bien redondeada, occipucio que recuerda a su vez el propio del hombre moderno1S. Estos restos, muy antiguos, debieron ser anteriores respecto de los neander-thalenses: la industria que les está asociada es la acheulomusteriense.

Homo-Swanscombe. Marston encontró en Kent (Inglaterra), los años 1935-36, dos fragmentos suyos, tenidos por antiquísimos 20, junto con muchas manufactu-

19 Me. COWN, T., Mount Carmel man, en «Ann, School of P reh . Res. Bull.», 12 (1936).

2 0 HÜNTON, A- C , OAKLEY, K. P. D I Ñ E S , H. C , Repon on the Swanscombe skull prepared by the Swanscombe Committee of the Roy1. Anthropol. Inst., en «Journ. of the Roy. Anth rop . Inst.», 68 (1938).

VALLOIS, H. V., La crüne humain fossil de Swanscombe, en «L/Anthropologie», 49 (1939).

SERGI S., / profanerantropi di Swanscombe e di FontScheva-de, en «Atti. d. Accad. Naz. dei Lincei», V. 1953.

EL HOMBRE FÓSIL 239

ras de origen acheulano; el método del flúor confirma su enorme antigüedad, estimada en unos 250 millones de años. Sorprendente en este hallazgo es que la cariota, pese a su antigüedad, posee una forma típicamente moderna.

Homo Fontéchevade. En Francia Central (Charen-te), el año 1947, Henri Martin encontró una cariota y, a tres metros de ella, un fragmento de otro cráneo,

constituido por un frontal y parte de la región ocular adyacente. Los huesos son muy densos: la capacidad craneana, muy notable, debía girar en torno de los 1.425 ce . Ambos fragmentos muestran que la visera supraorbitaria brilla por la ausencia y que el cráneo no es de la forma bursátil; los caracteres, en gran parte, son los del hombre moderno 21; pese a ello, parece rigurosamente comprobado1—- tanto por el método del flúor como por la antigüedad de los fósiles que acompañaban a ambos fragmentos (rinoceronte de Merck, hiena, tortuga, etc.) y por las manufacturas (pertene-

21 VALLOIS, H. V., Un homme jossüe «tayacien» en Cha-rente, en «L,'Anthropologie», 51 (1947).

ÍDEM, L'homme fossile de Fontéchevade, Ex t ra i t des Comp-tes-Rendus des Séances de l 'Académie deti Sciences», 228 (1949).

Fig. 14. - SACCOPASTOKE

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cientes a la industria de Tayac, antiguo musterien-se) — que el hombre que nos ocupa fué anterior al Neanderthal22 .

Homo-Steinheim (fig. 13). A 30 kilómetros al norte de Stuttgart, el año 1933, fué localizado un cráneo dotado de mediana capacidad (unos 1.000 ce), dotado de vigorosa visera supraorbitaria, frente no huidiza y occipucio redondeado. A no dudarlo, el individuo al que perteneció ese cráneo vivió antes del Neanderthal, probablemente en el período tercero interglaciar o acaso en el segundo. Algunos autores le atribuyen edades de hasta 150.000 años, detalle indemostrado, si bien todos están de acuerdo en atribuirle antigüedad muy

22 Para hallazgos relativamente recientes, o sea que no superan los 25.000 años, el empleo de carbono radiactivo da óptimos resultados y llega al grado de indicarnos la edad absoluta; es decir, puede decirnos cuántos años han transcurrido desde la muerte del animal o de la planta (cfr. Euntes, VIII, í. I. 1955, pp. 128-134). En cambio, para hallazgos más recientes no podemos recurrir sino a dataciones relativas, como la del empleo del flúor. El principio del método del flúor es sencillo; los huesos de los vivientes son muy pobres en flúor; tras la muerte del individuo, sus restos vienen de continuo humedecidos por las aguas circulantes en su ambiente, las cuales le ceden lentamente flúor. El fosfato de calcio óseo transfórmase lentamente en varios compuestos de flúor: cuanto más tiempo ha sido el tejido óseo expuesto a las aguas mayor es el porcentaje de flúor que contiene. Jín otros términos: un hueso será tanto más antiguo cuanto mayor es la cantidad de flúor que posee. El enriquecimiento en flúor no es siempre el mismo, sin embargo, durante períodos iguales, en lugares diversos, pues ello depende de muchos factores (difusión del flúor en las aguas, temperatura, presencia de compuestos químicos particulares en el terreno etc.); por esto no basta determinar la cantidad absoluta de flúor por unidad de peso en el hallazgo para determinar su edad; en compensación, empero, si varios huesos encontrados en un mismo lugar presentan igual riqueza en flúor, se podrá concluir que se remontan a una misma época, y esto nos ayuda, no sólo para determinar si varios fragmentos forman parte de una misma individualidad, sino incluso para averiguar si son coetáneos entre sí restos de animales, típicos en una época dada, encontrados conjuntamente con fragmentos humanos.

EL HOMBRE FÓSIL 241

superior a la del musteriense. Ofrece algunos caracteres que le aproximan a los neanderthalenses (visera, etc.) y otros que le asimilan al hombre moderno (por ejemplo, la fosa canina o estrechamiento por enci-

Fig. 16 Fig. 17 HOMO NEANDERTHALENSIS HOMO SAPIENS DILUVIALIS

(CRÓ-MAGNON)

ma de los dientes caninos, típico del Homo sapiens); el occipucio aparece redondeado y la frente no huidiza 23.

Homo-Saccopastore (fig. 14). En Roma, el año 1929, fué hallado junto a Saccopastore — a un kilómetro de la basílica de Santa Inés, en la Vía Nomentana — un cráneo completo, de la capacidad de 1.200 ce.; y en 1935, allí mismo fué hallado otro con 1.300 ce. de capacidad. Estos fósiles, más antiguos que los hallados en Neanderthal, son casi iguales a estos últimos (el cráneo es bursátil y dotado de vigorosa viscera supraorbitaria),

23 BERCKHEMER, F., Ein Menschenschaedel aus den diluvia-len Schotten von Steinheim an der Murr, en «Anthrop. An-throp. Anz», 2 (1933).

BEKCKHEMER, F., Der steinheimer Urmensch u. die Tierwelt seines Lebensgebietes, en «Aus der Heimat», 47 (1934).

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pero poseen también caracteres peculiares del Homo sapiens: por ejemplo, occipucio redondeado2l .

Homo rhodesiensis (fig. 15). Muy semejante al Sal-danha, ha sido también llamado Broken Hill, porque allí fué descubierto. En ese lugar (Rodesia), el año 1911, fueron hallados: dos cráneos bien conservados, parte de una mandíbula, pedazos de húmero, osamenta sacra, fragmentos de ancas, fémures y tibias. El volumen del cráneo es de cerca de 1.300 ce.; aunque con exactitud no se pueda determinar la edad, probable resulta que los seres de los cuales formaron parte tales restos vivieran inmediatamente antes de la glaciación última o «wuermiana»; por ello, habrían sido coetáneos del Saccopastore, ofreciendo caracteres intermedios entre éste y el típico Neanderthal2S. Sus semejanzas frente a este último son tan nítidas que algún autor le ha valorado como degeneración de este tipo.

Homo Neanderthal (fig. 16). Durante el paleolítico medio vivió un hombre dotado de caracteres propios e inconfundibles. Recibió este nombre porque de allí — a pocos kilómetros de Düsseldorff (Alemania)26 — procedía el primer cráneo hallado al respecto. Tal hallazgo, en 1856, movilizó con gran ruido a los científicos, quienes empero habían ignorado totalmente otro hallazgo similar, el año 1848, en Gibraltar. Esta raza, muy homogénea, se había ampliamente extendido por Europa: razas semejantes, acaso idénticas, fueron ha-

24 SERGI, S., Cranometria e craniografia del Prime Paleon-tropo di Saccopastore, en «Ricerche di Morfología», 20-21 (19-44).

ÍDEM, II cranio del secondo paleontropo di Saccopastore, en «Palaentographia Itálica», 42 (1048).

25 WOODWARD, A. &., A new Cave Man from Hhodesia, South África, en «Nature», 17, IX, 1921.

PYGRAFT, W. P., ELLIOT SMITH, G., etc. Rhodesian Man a. associated Remains, Londres , 1928.

26 SCHWALBE, J., Der Neandertalschaedel, en «Bonner Jah rbücher , 106, 1901.

EL HOMBRE FÓSIL 243

Hadas también en Asia y África. Es el hombre fósil mejor conocido, del que poseemos restos pertenecientes a más de 100 personas distintas: entre ellos, muchos cráneos perfectamente conservados y una veintena de esqueletos casi íntegros. La primitiva suposición de que poseyera un andar semierecto pronto fué rechazada2 7 : el error obedecía a una reconstrucción defectuosa; mas la simple observación de la base íntegra de uno de esos cráneos bastó para corregir la errónea interpretación.

La longitud del cráneo es de 20 centímetros y la anchura de 12 (promedios); el volumen es de unos 1.500 c e ; supera, por ende, la capacidad craneana del hombre actual.

La visera supraorbitaria está muy acentuada, el cráneo aparece bursátil (es decir, estrechado en la zona inmediatamente posterior al hueso frontal), el occipucio se inclina mucho hacia atrás y las crestas occipitales resultan muy marcadas. La nariz, bastante larga, estaba separada de la frente mediante un reentrante profundo. La mandíbula, asaz tosca y robusta, es mucho menos primitiva que en el Homo heidelbergen-sis. La estatura del neanderthalense no era muy pronunciada (alrededor de 1,60 m.); sus miembros, mucho más toscos incluso que los del pitecántropo, ofrecen un aspecto harto rudimentario, mas no ciertamente semi-bestial—> según pretendían los evolucionistas cuando los describían a principios de siglo —. Alguien ha querido dudar de que pudiera hablar: esto parece sencillamente infundado; sus rasgos endocránicos no muestran un cerebro sustancialmente diverso del nuestro, y además, en caso de haber sido encontradas circunvoluciones dispuestas de manera diversa a la nuestra (lo cual no ha ocurrido), hoy sabemos con certeza que tal argumento no sería decisivo. Los tiempos de Rolando y de Brocea han pasado ya plenamente, y el Congreso

2 7 Del antropólogo i taliano SERGIO SEEGI.

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244 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Psicológico de Londres (1950) ha corregido muchos falsos «dogmas».

Nadie puede poner en duda que el hombre neanderthalense tuviera inteligencia; por el contrario, no hubiera podido — con las armas rudimentarísimas que poseía—> capturar y matar animales de inmensa mole y fuerza, como osos, mamuts y rinocerontes; de hecho, han sido hallados huesos de tales animales con huellas y fragmentos de esas primitivas armas. También está fuera de duda que poseyó agudo sentido estético, por reflejarse ello en el cuidado que empleaba al elaborar sus manufacturas, bellas además de útiles (cultura musteriense). Otros aspectos de su vida espiritual son sus ritos funerarios2S, cuando sepultaba sus muertos no en lugares alejados de los habitados, sino excavando fatigosamente fosas en las propias cavernas que le servían de habitación, todo para permanecer cerca de las personas anteriormente veneradas o amadas: si se hubiera tratado simplemente de liberarse de un cuerpo en descomposición, porque enrarecía el aire, hubiera sido mucho más sencillo abandonarlo al alcance de los carnívoros necrófagos o, tal vez, echar el cadáver a un pantano.

Las tumbas — en las que se depositaban cráneos de oso, fragmentos de rinoceronte y manufacturas de sílice — denotan la existencia de ritos especiales, sin duda ligados a ideas religiosas referentes a la sobrevivencia del alma. En efecto, en La Chapelle-aux-Saints (Francia del Sur) la zarpa de rinoceronte colocada junto al cadáver aparece dotada de carne en el momento del sepelio; evidentemente trátase de un «pasto» preparado para el alma del difunto.

Los juicios de los antropólogos, a propósito del hombre neanderthalense, no han sido demasiado felices: así, el hallado junto a Düsseldorff ha sido juzgado cual

28 BLANC, A. C , L'uomo fossile del Monte Circeo. Un cra-nio neandertaliano nella grotta di Guattari a S. Felice Circeo, en «Rend. Acc. Naz. Lincei», 1939.

EL HOMBRE FÓSIL 245

un antiguo celta (Pruner), cual un anormal moderno (Virchow), etc.

Atribuir una antigüedad absoluta a estos restos no resulta fácil, pues el método del carbono radiactivo no puede aplicarse a hallazgos tan antiguos; según Zeu-ner, un cálculo bastante aproximado la fijaría en unos 100.000 años. Conocer con más exactitud cuál fué esa época neanderthalense sigue siendo una meta importantísima para la antropología.

Homo sapiens. Hacia fines del musteriense (paleolítico medio), hace unos 80.000 años, desapareció por completo el hombre neanderthalense y, según lo hoy sabido, Europa y el mundo entero aparecen bajo el dominio exclusivo de razas humanas con características plenamente modernas. Mientras el hombre antiguo (Paleanthropus) estuvo presente sólo en Europa, África y Asia (incluidas sus grandes islas), el Homo sapiens puebla desde épocas remontísimas (más de 15.000 años) estos continentes y, además, las dos Américas (septentrional y meridional) y Australia s*. Los correspondientes tiempos geológicos están ya muy próximos a nosotros : es la época de la última glaciación (la «wuer-miana»). Las nuevas razas — denominadas Cró-Mag-non (fig. 17), Grimaldi y Chancelade, por los lugares donde fueron hallados sus primeros restos — resultan muy semejantes entre sí, tanto que fueron reunidas bajo la denominación única de Homo sapiens.

De dónde y de quién derive el Homo sapiens, imposible resulta aún decirlo: antes opinábase que derivaba del hombre neanderthalense, tesis hoy puesta en duda. Ante el neanderthalense con caracteres de Sapiens (Steinhein), ante el sapiens con caracteres neandertha-lenses (Combe-Chapelle, Bruenn, Predmost), se prefiere hoy hablar de analogías en vez de predecesores.

29 HRDLICKA, A., Early Man in South America, en Smlthso-nian Ins t i tu t ion Bureau of Amer. Ethnology», 52 (1912).

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246 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Según Zeunerso, el Homo sapiens estaba muy difundido en casi toda Europa, hace ya unos 70.000 años, cifra que ha sido ulteriormente discutida.

Los modernos europeos son, sin duda, descendientes inmediatos de los Cró-Magnon y los Chancelade. Muchos sostienen que la primera de esas razas consérvase con máxima pureza en Suecia (Dal Rasse), o en-

Fig. 18 IjAUGURIE B A S S E

BISONTE

re los bereberes (Ber Rasse), o entre los vascos, o entre los tschuscos de Siberia, no faltando tampoco quienes suponen que el idioma vascuence es aún hoy una lengua Cró-Magnon. En cambio, los negroides africanos podrían ser nietos actuales de la raza Grimaldi31.

El sapiens diferenciase mucho del neanderthalen-

30 ZEUNER, F . E., The Pleistocene period, Londres , 1945. ÍDEM, Dating the past., Methuen, Londres , 1946. 31 BATTAGLIA, R., LO strato di Grimaldi, en «Natura», 11,

1920.

EL HOMBRE FÓSIL 247

F i g . 1 9 - LOCALIZACIONES DE LOS HALLAZGOS FÓSILES

MÁS IMPORTANTES

1. Australopithccus

2. Pitecántropo

Hombre de Solo (Ngan-

dong)

3. Atlanthropus

4. Atlanthropus

5. Heidelberg

6. Palaestinus

7. Swascombe

8. Fontéchevade

9. Steinheim

10. Saccopastore

11. Saldanha

12. Broken Hill {Homo rhodesiensis)

13. Neanderthal

14. Cró-Magnon

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218 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

se: posee una frente con elevación poco inclinada y bien redondeada; prescindiendo de unas pocas variedades— por ejemplo, la de Combe-Chapelle, subraza de Cró-Magnon—, la arcada supraorbitaria aparece poco acentuada; el occipucio resulta redondeante y las inserciones musculares permiten prominencias harto mediocres; los huesos del cráneo son sutiles, las órbitas más pequeñas y la nariz disminuida. La capacidad craneana — aunque notablemente más pequeña que en el neanderthalense — aparece bastante elevada en el sapiens, prácticamente igual a la del hombre moderno. Tras haber observado con detalle cráneos nean-derthalenses, los del sapiens parecen haber sido inflamados desde el interior. Sus mandíbulas son más «gentiles» y el mentón muy prominente, como si la arcada dentaria se hubiera enormemente empequeñecido.

Sus manufacturas son siempre más perfectas y aparece claramente el arte cual exteriorización de capacidad artística: así surgen las sílices talladas cual «hojas de laurel», sutiles hasta devenir fragilísimas; no podían tener ninguna aplicación práctica; eran bellas y no útiles. El antiguo sapiens habitaba profundas cavernas, cuyas paredes se iban poblando de pinturas rojinegras y de grafitos tan acentuadamente bellos que al principio fueron atribuidos a tiempos recientes (figura 18). Por demasiado conocidos, innecesario parece comentar los prodigios de Altamira (Santander, España), Les Eyzies y Laugerie Basse (estos últimos, en la región francesa de Dordogne).

Las sepulturas testimonian la constancia en los ritos religiosos, la fe en la sobrevivencia del alma y el amor recíproco que ligaba a los cónyuges.

La aparición del Cró-Magnon aparece en el período último del Paleolítico, caracterizado por las culturas aurignaciense y magdaleniense. La duración de tal período es cuestión muy ardua de delimitar, acaso 50.000 años, acaso más (Zeuner). Este Paleolítico extiéndese hasta pocos milenios antes de la época histórica, o sea la propia de las grandes culturas caldea y

EL HOMBRE FÓSIL 249

egipcia. En el intervalo relativamente breve que separa al Paleolítico de los primeros documentos escritos, se suceden las culturas mesolítica y neolítica (la primera como transición y la segunda caracterizada por la cerámica y la piedra pulimentada), desembocándose al fin en la era de los metales.

2. Monogenismo y poligenismo.

Queriendo admitir, aun sin estar demostrado, que el hombre proceda por evolución, en lo referente al cuerpo, de animales inferiores, será preciso averiguar de qué animales ha podido tomar origen y decidir, además, si deben considerarse humanos-—como predecesores o como colaterales del hombre actual — los tipos ya estudiados de los pitecántropos, australopitecinos, neanderthalenses, etc.

A tal efecto cabe citar el esquema último de Haeckel (el de 1910, tras múltiples variantes introducidas en los de 1874 y 1886)32: a su tenor, de los antropoides habríase destacado el gibbón y de éste el hombre (figura 3).

Según Osborn, en cambio, hombres y simios serían ramas diversas de un tronco común. Aquí, empero, preséntase una nueva cuestión: es preciso saber si las ramificaciones humanas, o sea las razas provenientes del tronco antropoidc común, parten de un individuo único devenido ya hombre (monogenismo) o derivan, por el contrario, de individuos varios que, tras haber llegado a ser hombres independientes unos de otros, sean los iniciadores de las diversas razas (poligenismo).

Hasta el siglo xix nadie dudó en admitir la unidad del linaje humano; y si, a comienzos de ese siglo, surgió un autor que disintió de la opinión común, Agas-siz (1807-1873) fué un fijista, quien supuso que los hom-

a2 HAECKEL, E., Anthropogcnie, 6.° ed., Leipzig, 1910.

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250 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

bres habían sido creados por naciones (!!), idea que nadie pudo tomar en serio.

Quatrefages (1861), por su lado, formuló una teoría monogenista completa, en la cual sostiene que el punto de origen para los hombres fué único y que la formación de las razas dependió sólo de ambientes y herencias 33.

Entre los poligenistas destacan ante todo José Sergi, quien en 1908 formuló una teoría, modificada en 1913 y al tenor siguiente: el Palaeanthropus (neandertha-lenses, etc.) derivaría del Dryopithecus3*; el Nothan-tropus (africanos, árabes y habitantes de la India anterior, Indonesia, Polinesia y Australia), del gorila y del chimpancé; el Heoanthropus (mongoles), del orangután; el Archaeoanthropus (fósiles de Necochea, Sud-américa) y el Hisperanthropus (hombre americano), del Proanthropus ss.

Otro poligenista famoso es Klaatsch, quien afirmó en 1910 que neanderthalenses y gorilas derivan de un tronco común, mientras de otro origen derivan el hombre de Combe-Chapelle 36 y el orangután. En cambio, sería pariente el gorila de los negros de elevada estatura.

Montandon" aplica la hologénesis38 al hombre: es decir, sostiene que de cada tronco se diferenciaron dos formas, con caracteres sólo parcialmente similares entre sí; una de esas formas, la precoz, es imperfecta, mientras la tardía (o forma segunda) es más perfecta y estable. Por ello los hombres habrían aparecido coe-

33 D E QUATHEFAGES, L'Espéce Humaine, 2.a ed., P a r í s (1877), p. 183.

34 Restos de este simio fueron hal lados hacia el 1856 en St. Gaudens (Francia) y más t a rde en Siwalik (India).

35 Proanthropus: Fósiles sudamer icanos descri tos por AME-GHINO.

36 Homo sapiens algo diferente del Cró-Magnon hallado en Dordogna.

37 MONTANDON, G., Ologenése humaine, Par ís , 1928. 33 Vide pág. 191.

EL HOMBRE FÓSIL 251

táneamente en diversos lugares de la tierra, al sobrevenir tiempos maduros para los tránsitos de las formas animales a las humanas. El árbol genealógico que propone este autor comprende muchas razas hipotéticas (las «precoces»), que desaparecerían sin dejar rastro.

Estos pocos ejemplos de teorías poligenistas no han sido elegidos, contra lo que podría parecer, entre las más excéntricas y fantásticas, sino entre las más serias y templadas, las únicas que pueden granjearse credibilidad. Casi superfluo resulta subrayar sus manquedades, o sea sus estridentes discordancias en los ensamblajes entre razas humanas y formas antropoideas, amén de la inconsistencia de los caracteres que llevan a asociar las estructuras humanas con otras antropoideas.

Contra el poligenismo, en suma, álzase la unidad de los caracteres psíquicos humanos. Otro argumento muy vigoroso, para subrayar la unidad del género humano, es la interfecundidad de las diversas razas y de los híbridos provenientes de las mismas (por ejemplo, los «rehoboth» del Transvaal, híbridos entre alemanes u holandeses y mujeres hotentotas). Y un último argumento es la diversa distribución de los grupos sanguíneos y de las razas humanas: de ahí que los resultados de las suerodiagnosis (precipitaciones) no sean para nada clasificables según las razas.

De cuanto hemos observado, legítimo resulta deducir que las ciencias antropológicas hodiernas niegan toda base al poligenismo: obligado parece advertir, además, que si mañana la ciencia pudiese encontrar varias formas animales diferentes con caracteres similares a las que diferencian a las razas humanas, tal argumento no sería suficiente para convencer de que el proceso poligenista haya tenido lugar de hecho. Semejanza no implica parentesco: Dios pudo haber creado seres similares a las varias razas humanas, sin que por ello exista consanguinidad entre ellas y los correlativos seres humanos.

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252 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

3. Conclusión

En el fugaz recorrido precedente — a través del reino de los fósiles humanos y antropoides — hemos observado que han existido, en tiempos asaz remotos, formas intermedias entre los simios actuales y el hombre; después hemos visto aparecer hombres con caracteres morfológicos diversos de los nuestros; por último, hemos asistido a la aparición de hombres muy semejantes a nosotros, hombres que no vemos vinculados a sus predecesores mediante genealogías seguras.

Podría suponerse que seres intermedios entre simios y hombres hubieran tenido descendientes, dotados de caracteres ligeramente diversos entre sí, y que, a partir de ellos, mediante largas series de generaciones se hubieran acentuado más y más las diferencias, hasta que se hubieran formado los antropomorfos más antiguos y los hombres primitivos hoy extintos; desde estos últimos en adelante, durante milenios, se habrían desprendido los hombres actuales.

En los primeros lustros de nuestro siglo los científicos estimaban haber resuelto definitivamente el problema, estableciendo un sucederse de formas al tenor siguiente: simios - pitecántropos - neanderthalenses -hombre sapiens; pero estudios más profundos han ido apareciendo, a manos llenas, esparciendo dudas sobre la validez de tal serie. Una riada de hipótesis contradictorias surgió después y trascendió sobre los años posteriores.

En especial, el problema de las australopithecinae va asumiendo, en los postreros años, importancia creciente, no sólo por sus caracteres morfológicos — que aproximan tales seres al hombre, dado el incidir erecto que las caracteriza39 —-, sino también porque (en

39 Esta caracter ís t ica aparece en la forma de la base o 0 en la del occipucio.

EL HOMBRE FÓSIL, 253

el año 1949) se hallaron, junto a sus restos, huesos de animales diversos (antílopes, pingüinos, aves, roedores) que fueron fragmentados con toda intención por medio de piedras. En 1954 C K. Brain halló en una gruta—en el valle de Makapansgat—piedras ahumadas 10: tales piedras son semejantes a las manufacturas de la industria «kafiana», propia de varios lugares de África. No faltan estudiosos que estiman tales piedras como auténticas manufacturas y atribuyen su producción a las australopithecinae. A primera vista, esta suposición resulta muy seductora, pero falta demostrar que fueron realmente ellas quienes produjeron tales manufacturas, utilizándolas para abrir los cráneos de los animales capturados: los científicos reunidos en 1955, para el III Congreso Panafricano de Prehistoria, mostraron el más amplio escepticismo a este propósito. Además, aun si en el incierto mañana esta posibilidad quedara demostrada — lo cual es improbable, pues los modernos antropomorfos (que al parecer debieran ser más avanzados] no producen ni han producido jamás manufacturas —, no podría excluirse que tales piedras hubieran sido oportunamente elaboradas por instinto, sin que el animal tuviese conocimientos de las finalidades actuales en su modo de obrar: basta acudir al maravilloso libro de Fabre (Recuerdos entomológicos) para observar admirables ejemplos de instinto, bien superiores al de pulimentar piedras.

A propósito también de las australopithecinae, la hipótesis de Dart atribuyéndoles el uso del fuego (Aus-tralopithecus prometeus) ha quedado demostrada como errónea; nada sorprendente sería que el atribuirles la industria «kafiana» corriere la misma suerte.

Las recientes indagaciones impelen a admitir que, antes de aparecer los neanderthalenses, poblaron la tierra formas humanas con caracteres similares a las que

40 DART, A. R., The first Australopithecinae fragment from the Makapansgat Pebble Culture stratum, en «Nature», VI, 1955, pp. 170-171.

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254 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

se rastrean en el mundo moderno: los hombres de Swanscombe y Fóntéchevade, mucho más antiguos que los de Neanderthal, ofrecen no escasos caracteres modernos; algo similar cabe decir de los hombres de Steinheim y de Saccopastore, semejantes también respecto del sapiens. Otros tipos, en cambio, cuales los del Monte Carmelo y del Uzbekistán — ora sean bastardos, ora sean exponentes de un desarrollo gradual, desde un tronco común, poseedor en potencia de los caracteres del neanderthalense y del sapiens —•-, aunque no aportan dudas sobre el origen unitario del linaje humano, sí sugieren, por el contrario, que el sapiens quizá no descienda del neanderthalense.

En cuanto afecta al sucederse de las formas humanas, nada fácil resulta concretar suposiciones de cierta consistencia: la que parece más plausible, por el momento, sostiene que, a partir de un núcleo abundante de individuos, formóse una población compleja, rica en caracteres en estado latente, que poco a poco vinieron por selección a separarse, originando la conocida diversidad, desde el synanthropus hasta el atlanthro-pus. De ese único tronco común vinieron poco a poco seleccionándose los neanderthalenses, que acaso contaron también entre sus predecesores los tipos humanos de Ngandong, Palestina, Steinheim, Saccopastore y Saldanha. La otra raza en cambio, la sapiens, que heredó del synanthropus, sobre todo, firmeza de miembros, a través de las formas de Swascombe, Fóntéchevade, etc., vino a florecer en las variedades de Grimal-di, Cró-Magnon y Chancelade, las cuales se esparcieron, tras la extinción completa de los neanderthalenses, por todo el mundo, llegando incluso a América, probablemente a través del mar de Behring: esa transmigración, acaecida en época bastante reciente (unos 10.000 o 15.000 años atrás), estructuró la base de las poblaciones paleoamericanas.

La antropología va justamente rastreando las huellas que encuentra, mas éstas son talmente fragmentarias que no permiten las deducciones tan importantes

EL HOMBRE FÓSIL 255

que suelen hacerse. La Paleontología, por su lado, no posee sino rarísimos ejemplares de simios fósiles con esqueletos perfectamente conservados, a la vez que sus restos humanos están despedazados, fragmentados y contorsionados, cuando menos los más antiguos: si pensamos que Asia, enorme cantera de hombres, nos ha dado hasta la fecha bien pocos restos antropológicos — apenas unas decenas de synanthropo—, ¿cómo podemos pretender esbozar con seguridad matemática el largo camino de la humanidad? ¿Cómo podemos arrogarnos el derecho de poder decidir si el hombre — en lo relativo a su cuerpo — deriva de seres desprovistos de inteligencia o, por el contrario, ha sido creado directamente ex novo?

En lo referente al espíritu humano, con toda seguridad cabe aseverar que no puede proceder de las fuerzas constitutivas de la materia, pues no es bajo ningún aspecto ni materia ni energía material.

Si el Magisterio de la Iglesia deja en libertad de creer, bien que el cuerpo humano (nunca el espíritu) puede derivar de transformaciones producidas por Dios en el cuerpo de algún ser preexistente, bien que haya sido formado ex novo, lo hace no por tener precisión de que las ciencias naturales den su respuesta para resolver el problema, sino simplemente porque tal cuestión resulta opinable 41, siendo su doble respuesta posi-

41 La enciclica Humani generis dice: «Quamobren íüccle-siae Magisterium non prohibet quominus evolutionismi doctrina, quatenus nempe de humani corporis origine inquirit ex iam existente ac vívente materia oriundi—ánimas enim e Deo immediate creari catholica fides nos retiñere iubet — pro-hodierno humanarum disciplinarum et sacrae theologiae sta-tu, investigationibus ac diputationibus peritorum in utroque campo hominum pertractetur; ita quidem ut rationes utrlus-que opinionis, faventium nempe, vel obstantium, debita cum gravitate, moderatione ac temperantia perpendantur ac diiu-dicentur; dummodo omnes parati sint ad Eclesiae iudicio obobtemperandum, cui a Christo munus demandatum est et Sacras Scripturas authentice interpretadi et fldei dogmata tuendi. Hanc tamen disceptandi Hbertatem nonnulli teme-

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256 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

ble — en un sentido o en otro—-conciliable con el patrimonio de nuestra fe.

Como creyentes, somos libres de adherirnos a una u otra hipótesis; pero como cultivadores de la ciencia tenemos la obligación de investigar cuál fué la ascendencia del hombre. Dada la fragmentariedad de los conocimientos modernos, ligereza imperdonable sería presentar como resuelto definitivamente el problema, siendo así que no disponemos sino de una mínima parte de los datos necesarios para su resolución.

El científico que sea precipitado en exceso, al elaborar sus juicios, bien difícilmente podrá eludir despistes humillantes. Recuérdese siempre que todo principio puede tener excepciones. Si con frecuencia podemos clasificar a un individuo conociendo un solo diente suyo, no siempre puede dar resultados suficientes tal estudio: pruébalo, con amarga experiencia, la anécdota de aquel paleontólogo que clasificó, como perteneciente a algún hombre pleistocénico, el diente único hallado en un fragmento de mandíbula descubierta el año 1879 en Wellington (Nueva Gales del Sur)... ¡pudiendo

rar io usu t r ansg red iun tu r , cum ita sese ge ran t quas i ipsix h u m a n i corporis origo ex iam exsis tente ac v ívente mate r i a per indicia hucusque repa r t a ac per rat iocinia ex i isdem indiciis deducta, iam certa omnino si ac demons t ra ta , a tque ex divinae revelat ionis fontibus nihi l habeatur , quod in hac r e max imam modera t ionem et caute lam exigat.

»Cum vero de alia coniectural i opinione agi tur , videlicet de polygenismo, quem vocant , t u m Ecclesiae fllii e iusmodi libér ta te min ime f ruun tur . Non ením christifideles eam senten-t iam amplect i possunt, quam qui r e t inen t asseverant vei post Adam hisce in t e r r i s veros nomines extit isse, qui non ab eodem prout i o m n i u m proptoparen te , na tu r a l ! genera t ione or ig inem duxer int , vel A d a m significare mul t i tud inem quam-dam p r o t o p a r e n t u m ; cum n e q u á q u a m apparea t quomodo hums-modi sentent ia componi queat cum iis quae fontes revela tae ver i ta t is et acta Magisterii Eclesiae p roponun t et peccato originali , quod procedi t ex peccato veré comisso ab uno Adamo, quodque genera t ione in omnes t ransfusum, inest uni-cuique proprium.» A. A. S., 2 sept iembre 1950, p . 576.

EL HOMBRE FÓSIL 257

luego Finlayson demostrar que se trataba del cuarto premolar de un canguro!

Nadie sabe durante cuantos años será imposible prácticamente definir cuál fué la forma humana primera que apareció sobre la tierra y a través de qué vicisitudes se desenvolvieron las razas de homínidos, los extinguidos y los actuales: lógico parece, empero, suponer que sólo el perfeccionamiento en los métodos de datación y, sobre todo, el hallazgo de fósiles nueyos posibilitarán el que penetremos en el reino de este misterio.

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CAPÍTULO VIII

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA: EL POSITIVISMO LÓGICO

1. Principios del positivismo lógico. — 2. Desarrollo del positivismo lógico. — 3. La eliminación de la metafísica y las ciencias experimentales. —> 4. Crítica del positivismo lógico.

Así como en el siglo xix el desarrollo de la ciencia condujo a la creación de una filosofía científica, o sea el positivismo de A. Compte, así la continuación de ese desarrollo en el siglo xx — que tanto ha influido en lo humano y en lo social — ha determinado otra filosofía científica de renovado positivismo, que en sustancia parte de los mismos principios y posee el mismo espíritu que el positivismo clásico.

De esta suerte la filosofía científica contemporánea, que pretende ser un desarrollo lógico de la ciencia, sitúase por esencia como negación del conocimiento científico y como afirmación exclusiva del conocimiento físico experimental. Tal es el concepto central, bien cabe asegurarlo, de este neopositivismo en su faceta filosófica: la negación de la metafísica; y con ella, la negación de todas las realidades y todos los problemas que integran su objeto; en particular, negaciones de Dios,

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del alma humana, etc., con las consecuencias que —* en lo teórico y lo práctico, en lo individual y lo social, en lo religioso y lo moral — fácilmente pueden imaginarse.

Consideraremos ahora, brevemente, esta filosofía de la ciencia, con sus negaciones de lo metafísico, lo divino y lo religioso. Luego veremos por qué resulta insostenible y por qué convierte en imposible hasta a la propia física sobre la cual debería basarse.

1. Principios del positivismo lógico

Este nuevo positivismo es una corriente filosófica iniciada oficialmente hacia 1928. Su propósito fué enunciado en una proclama que anunciaba la fundación del Círculo de Viena, der Wiener Kreis (Wissen-schaftliche Weltauffassung. Der Wiener Kreis, Viena 1929; pp. 15 y ss.). He aquí sus intentos:

1) Asegurar la fundamentación de la ciencia; 2) demostrar que toda metafísica carece de significado. Pese a que han existido otros muchos sistemas filosóficos que han repudiado la metafísica, el carácter de la nueva escuela es precisamente el uso del análisis lógico (es decir, el logístico) para demostrar las tesis positivistas.

He aquí las dos afirmaciones fundamentales del positivismo lógico: 1) las proposiciones con contenido existencial encierran una referencia exclusivamente empírica; y 2) esta referencia empírica puede ser probada siempre mediante el análisis lógico del lenguaje científico.

Intentando señalar precedentes históricos a esta nueva filosofía, cabe pensar en Hume, quien combatió con vigor la metafísica y convirtió las afirmaciones concernientes a hechos en afirmaciones experienciales. Luego Leibniz distinguió entre verdades de hecho y verdades de razón, mientras Kant, a su vez, volvió a combatir la metafísica: tras todo ello, Comte creó el positivismo y Mach lo extorsionó hasta su forma extrema. Mas todos esos autores siguieron influidos, cuando

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menos, por residuos de metafísica y de psicologismo. En cambio, el positivismo lógico — para construir una filosofía del todo «ametafísica» — ha decidido adoptar la lógica simbólica.

Varias han sido las corrientes científicas y filosóficas más recientes que han preparado el terreno para el desarrollo del positivismo lógico. Henos acá ante los cuatro elementos científicos diversos que más han contribuido a este respecto:

1) Estudios sobre la axiomática de la geometría, culminantes en la obra de Hilbert Grundlagen der Geometrie (1899).

2) Secular discusión en torno al éter y a la acción a distancia, resuelta por el artículo de Einstein Elek-trodynamik bewegter Koerper (1905), que dio inicio a la teoría de la relatividad.

3) Cuestión sobre la naturaleza de los números y sobre la verdad de la matemática, dilucidada en parte por N. Whitehead y B. Russell en sus Principia mathe-matica (1910-1913).

4) Cuestiones sobre el concepto de lo subjetivo en sus enlaces con los de inteligencia, mente, alma, emoción y conciencia, esclarecidas por el «behaviorismo» de J. B. Watson, en la obra Behaviour: an introduction to eomvarative psychology (1914).

Tales estudios y obras ofrecían amplios contenidos filosóficos, sirviendo para determinar cuanto la ciencia puede decir y cuanto la filosofía, según se suponía, no podía decir: esbozándose así una vía para esclarecer la separación entre cuestiones científicas de hecho y cuestiones relativas al lenguaje científico. Vióse con ello que el éxito en las investigaciones científicas era debido a clarificaciones mediante análisis de lenguaje.

En particular fueron muy instructivos los métodos adoptados en las obras antes enumeradas. Los trabajos de Hilbert, Whitehead y Russell enseñaron métodos de-finitorios, mediante axiomatización, y que las definiciones de términos mediante tal método no tienen valor sino dependientemente de los correlativos axiomas. Los

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trabajos de Einstein y Watson, por su parte, instauraron el análisis operacional: es decir, enseñaron a definir los conceptos científicos, indicando métodos y medios experimentales, con los que tales conceptos vienen precisados y definidos.

Los precedentes filosóficos inmediatos de este positivismo pueden hallarse en los escritos de G. E. Móore y de B. Russell. Más importante, empero, ha sido el influjo de Ludwig Wittgenstein, discípulo de Russell, con su ya famoso Tractatus Logico-Philosophicus (1922). He acá sus tesis primordiales:

1) El carácter tautológico de la lógica y la matemática, ciencias que son complejos de proposiciones de-ducibles de algunos axiomas, según leyes de transformación ; viniendo, leyes y axiomas, tomados como postulados indemostrables (Tractatus, 6.1 y 6.2).

2) El lenguaje es una imagen de la realidad y el análisis del primero implica análisis de la segunda; y la habilidad en establecer qué especie de lenguaje es la más adecuada para representar la realidad es precisamente lo que puede ser denominado conocimiento en la ciencia (Ibid 4.01, 5.6, etc.).

3) En sentido estricto, nada puede decirse sobre esta relación entre lenguaje y realidad. El lenguaje nada puede decir sobre la propia representación de la realidad por parte del lenguaje (Ibid., 4.121). De ahí que las afirmaciones filosóficas no debieran ser formuladas (Ibid., 6.54, 7). En su prefacio al libro de Wi t tgenstein, Russell sugiere la idea de un metalenguaje, con posibilidades para describir el lenguaje (Ibid., p. 23". edición 1949). Esta idea ha sido desenvuelta por Goe-del, Tarski y Carnap.

En 1928 quedó fundado el Círculo de Viena. Carnap selecciona, entre sus miembros, a los siguientes: G. Bergmann, H. Feigl, P. Franck, F. Goedel, H. Hahn, O. Neurath, M. Schlick y F. Waismann.

A este respecto, G. Bergmann observa que todos los defensores del positivismo lógico podrían convenir

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en cuatro puntos (localizables los cuatro en el Tracta-tus logico-philosophicus)1:

1) Concepción, a lo Hume, de la causalidad y la inducción.

2) Carácter tautológico de las verdades matemáticas y lógicas.

3) Identificación entre filosofía y análisis lógico-formal.

4) Exclusión de la metafísica.

2. Desarrollo del positivismo lógico

La primera síntesis neopositivista ha sido obra de M. Schlick y R. Carnap, quienes construyeron su wis-senschaftliche Weltauffassung a base de los temas del empirismo, de la lógica simbólica y del análisis del lenguaje de Wittgenstein.

M. Schlick, alardeando de motivos tomados del análisis del lenguaje, intenta eliminar las pretensiones de la metafísica tradicional — que la convertían en su-perciencia — y demostrar que, en el discurrir científico, agótase la actividad teorética del hombre.

La expresión lingüística y científica de los datos de experiencia es esencial para pasar de la comprobación al conocimiento; por otra parte, el significado de una proposición consiste en el método de su verificación (principio de significancia). Por todo ello, el programa de Schlick es semántico, un intento de coordinación entre los símbolos lingüísticos y los datos sensoriales.

Por otra parte, en su obra Der logische Aufbau der Welt (1928), R. Carnap indica cómo sea posible construir los conceptos usados cotidianamente en la vida ordinaria y en la ciencia, partiendo de los datos de la experiencia vivida, mediante una interpretación suya del

1 Cfr. T. STORER, An Analysis oj logical positivism, en «Methodos», 1951, III, pp. 252 s.

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 2'65

«principio de significancia» de Schlick: la verificación, en tanto que significado de una proposición, resultaría ser así únicamente posible, aun cuando no fuera efectuable actualmente. Este nuevo concepto de «ve-rificabilidad en principio» permite ante proposiciones científicas pasadas o futuras, hacerlas significativas, quedando sólo sin significado las proposiciones metafísicas. Carnap ha explicado este punto en un célebre artículo, Ueberwindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache (1931), en el que intenta demostrar que las proposiciones metafísicas carecen de significado y deben ser desechadas.

La filosofía de estos dos autores quedó aceptada cual negación de la metafísica, mas sin llegar a diluir plenamente la filosofía en la ciencia. A Neurath, la apelación de Schlick al dato inmediato de experiencia parecióle — en su pretendido aspecto de base para el discurrir significante—un residuo de metafísica. Por ello propuso un «fisicalismo radical» que, liberándose de todo dato, adoptara como base empírica del discurrir científico las proposiciones, elementales o protocolarias, formuladas por los científicos en un ambiente cultural determinado. Así, el análisis lingüístico no transcendería ya al lenguaje — cual complejo de sonidos y de signos escritos —, permitiendo colocar a la ciencia sobre un plano objetivo e intersubjetivo. Resultó así un programa de ciencia unificada, con la indicación de un lenguaje unitario, el lenguaje de la física o «fisicalista», el cual es objetivo e intersubjetivo, por estar formado de predicados observables, y debería ser aplicado a todas las ciencias.

Cuando se sitúan, en cambio, para fundamentar el discurrir científico, no ya proposiciones sobre datos inmediatos, sino proposiciones «protocolarias», tal discurrir queda privado de absolutez. En efecto, dentro del fisicalismo, la verificación de proposiciones no es realizada ya mediante datos inmediatos experimentales, sino mediante confrontaciones con otros enunciados, quedando siempre en el terreno lingüístico. La verdad

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de una teoría depende entonces no de la correspondencia con el dato empírico, sino de la coherencia interna de las proposiciones. Siendo, pues, las proposiciones protocolarias análogas a las otras bajo este aspecto, toda proposición concreta del lenguaje fisicalista puede ser tomada cual proposición protocolaria a base de un convenio decisorio.

En este orden de ideas, Carnap modificó el criterio de verificabilidad y prefirió hablar más bien de confirmabilidad (Testability and meaning, 1936), por cuanto ésta — en una proposición sintética — viene indicada por su coherencia con el discurrir científico.

En esta segunda fase del despliegue del neopositi-vismo, el factor empirista pasa a segunda línea y adquiere importancia el concepto de «convención»: más que el problema semántico propio de la fase primera — el de la correspondencia entre símbolos lingüísticos y datos —, considérase ahora la logicidad interior del discurrir científico. El problema no es ya semántico, sino sintáctico, o sea, problema de conexiones formales entre expresiones lingüísticas. Para profundizar en esto escribió Carnap la obra Logische Syntax der Sprache (1934), que representa la contribución más importante aducida a la fase segunda del neopositivis-mo, en la que Carnap afirma la posibilidad de elección libre entre los sistemas formales de lógica: no existe ya el problema de la justificación, sino sólo el problema de la elección y de sus consecuencias lógicas. Carnap extiende este convencionalismo lógicotécnico al campo general del conocimiento científico del mundo, para eliminar todo residuo de misticismo y absolutismo, subsistentes aún en la primera fase del neopositivismo. Con ello, los problemas filosóficos — aquellos que no sean meras expresiones de estados afectivos- devienen problemas lógicos, mientras la lógica de la ciencia constituye el residuo único de la filosofía.

Tras esa segunda fase europea del neopositivismo surgió la fase americana.

Por un lado, el empirismo semántico de la fase pri-

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mera implicaba un retorno a la metafísica de la relación entre pensamiento y ser, retorno contenido en el enlace entre lenguaje y datos. Por otro, el convencionalismo sintáctico, al ser ubicado como principio general, devenía un canon absoluto, que implicaba diversas asumciones filosóficas, surgiendo así de nuevo la problemática metafísica: esta segunda fase acabó por llegar a un formalismo vacío, desconocedor del propio problema que había originado la problemática del conocimiento científico del mundo. Por ello, cuando las vicisitudes políticas europeas dispersaron los núcleos vienes y berlinés, el neopositivismo resurgió en América, donde habíanse refugiado sus más notables representantes, buscando superar las dificultades de la fase sintáctica con las aportaciones del pragmatismo americano y con motivos de la escuela lógica polaca, iniciándose así la «fase americana» del neopositivismo: A. Tarski y R. Carnap intentarán ahora una semántica lógica, mientras C. Morris unirá muchos temas del pragmatismo americano con la concepción científica neopositivista del mundo2 .

# # *

Desarrollo particular del positivismo lógico es el alcanzado en Cambridge y Oxford tras las lecciones dictadas por Wittgenstein en Oxford, a partir de 1930. Desarrollando algunos conceptos contenidos en las Phüosophische Untersuchungen, colección postuma de varios escritos de Wittgenstein, la llamada «filosofía de Oxford» o «filosofía analítica» hace una severa crítica del neopositivismo de la Escuela de Viena, en especial porque presupone que existe un mundo dado y que se dan de él representaciones más o menos fieles.

Los oxonienses sostienen una particular doctrina

2 Cfr. F . BARONE, Neopositivismo, en «Enciclopedia iilosoli-ca», vol. I I I , Venecia-Roma, 1957, ce. 857-873.

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del lenguaje, el language-game, o sea el idioma considerado conjuntamente con las acciones entre las que aparece, como parte de una actividad y forma de vida: «la expresión language-game — observa Wittgens-tein — quiere poner de relieve el hecho de que hablar un lenguaje es parte de una actividad o de una forma de vida» 3. No es justo, por tanto, considerar al idioma como un complejo de símbolos referidos a realidades simbolizadas.

El lenguaje es un «instrumento», cuyo uso viene indicado por reglas. Este concepto es muy importante: el idioma puede ser usado con muchos propósitos, para comunicarse, para expresar sentimientos o deseos, etc. Hablar un lenguaje es siempre algo más que el liga-men entre palabras y cosas significadas. De este modo el elemento primero del lenguaje es la proposición, o sea un retazo de lenguaje que posee sentido, no la idea o el concepto. La proposición implica el contexto mínimo para fijar modos de uso de palabras en el lenguaje. Otra noción por ello muy importante, para los oxonien-ses, es la «regla» de uso.

Las reglas constituyen los significados y, por ende, el lenguaje: su significado es su modo de uso y éste viene determinado por las reglas.

El uso ordinario, en el «lenguaje ordinario», es el criterio para juzgar de los usos del lenguaje. Aplicar palabras sin atender a su uso reglado causa confusiones y perplejidades. Cuando la palabra es sacada de su ordinario juego lingüístico y proyectada allende, sin reglas, viene tergiversada. Por ello la filosofía extrae sistemáticamente las palabras de su juego lingüístico, las aplica prescindiendo de acciones y circunstancias — entre las cuales es como surgen las palabras —, y por eso las tergiversa. En realidad la filosofía no existe. Los problemas filosóficos surgen de confusiones lingüísticas: el filósofo, o sea el analista, deberá inten-

8 L. WITTGENSTEIN, Phüosophische Untersuchungen, número 23.

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 269

tar exactos análisis de las expresiones que plantean los problemas filosóficos, desapareciendo así las confusiones y esclareciéndose los problemas. «La filosofía — termina observando Wittgenstein— es una batalla contra el encantamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje»". La filosofía, al construirse, se destruye.

De esta suerte la «filosofía de Oxford» reaviva la batalla contra la metafísica, iniciada por el positivismo lógico de la Escuela de Viena, con la doble acusación de transgredir las reglas «sintácticosemánticas» y de no responder al principio de verificabilidad, incluso interpretándole según las exigencias del análisis del lenguaje5.

3. La eliminación de la metafísica y las ciencias experimentales

En el desarrollo del neopositivismo hemos advertido que un problema fundamental era la eliminación de la metafísica del discurrir científico, pese a lo cual la metafísica resurgía con insistencia en los mismos principios del neopositivismo.

Ésta fué una de las motivaciones que estimularon el tránsito de la fase primera a la segunda y, luego, a la fase americana; incluso la filosofía analítica de Oxford ha venido estimulada por ese problema. Mas cabe preguntarse: ¿Consigue verdaderamente el positivismo lógico eliminar a la metafísica de la ciencia?

Uno de los intentos más interesantes, en tal sentido, es el ofrecido por Carnap. En el artículo — célebre ya — donde expone tal intento", Carnap observa que

4 Op. cit., n. 109. 5 Cfr. sobre filosofía analít ica, J . O. URMSON, Philosophical

analysis: its development between the two wars, Oxford, 1956; F. ROSSI-LANDI, Sulla mentalitd della filosofía analítica, en «Ki-vista filosófica», 1955, pp. 48-63.

6 R. CARNAP, Ueberwindung der Metaphysik durch logi-sche Analyse der Sprache, en «Erkenntnis» , II , 1031, pp. 219-241.

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han existido muchos enemigos de la metafísica en la historia de la filosofía; unos la han llamado falsa, por oponerse a la experiencia; incierta otros, por sobrepasar los límites del conocer humano; y muchos, en suma, la denominan inútil, con referencia a los objetivos prácticos.

Carnap piensa que la lógica moderna ha dado, a la secular cuestión del valor de la metafísica, una respuesta nueva y mejor, a través de las búsquedas de la «lógica aplicada» o de la nueva «teoría del conocimiento». Intenta con ello establecerse que, mediante la moderna lógica, puede esclarecerse finalmente el concepto de ciencia, mientras toda la esfera conceptual perteneciente a la metafísica queda sin significado: la metafísica habría sido radicalmente superada por la lógica moderna.

«Una serie de palabras que, en un particular lenguaje prefijado, no forma proposición ninguna» 7 carece de significado: tal serie es una proposición aparente; y Carnap afirma que las proposiciones metafísicas quedan reducidas, por el análisis lógico, a proposiciones aparentes.

Dos elementos cabe distinguir en el lenguaje: 1) vocabulario, o palabras con significado; 2) sintaxis, o reglas que indican cómo deben formarse aquellas series de palabras que son las proposiciones. Y existen dos motivos por los que las proposiciones son aparentes: I) porque las palabras no tengan significados comúnmente aceptados; y II) porque las palabras, aun teniendo significados en común, estén ordenadas de modo contrario a las reglas de la sintaxis. En realidad de verdad, la metafísica ofrece proposiciones sin significado en estos dos sentidos, hasta quedar constituida por ellas.

I. Una palabra que posee un significado indica un concepto: si no indica concepto ninguno surgen les

7 R. CARNAP, op. cit., p . 220.

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 271

seudoconceptos. Para comprender cómo pueda acaecer esto último obsérvese que cada palabra en principio posee un significado: mas puede ocurrir que, en el decurso del tiempo, lo pierda sin adquirir otro; surge así el seudoconcepto.

Carnap observa que, para determinar el significado de alguna palabra, es preciso considerar cómo viene usada en las proposiciones elementales, o sea en las más simples, y comprobar después cómo éstas pueden vincularse con la verificación experimental: mientras el primer requisito afecta al análisis lógico del lenguaje, el segundo afecta, en cambio, al principio fundamental del positivismo, de rígida vigencia, que lo reduce todo a la experiencia. El punto fundamental de ese análisis es la afirmación positivista de que el conocimiento único es el sensible: cualesquiera conocimientos que no se reduzcan a los sensibles quedan excluidos.

Pasemos ahora a considerar algunos vocablos de la metafísica carentes de sentido. Por ejemplo, la palabra «principio». Preguntáronse los hombres: ¿Cuál es el principio del mundo? Respondió la metafísica: Agua, número, movimiento, espíritu, etc. Para ver lo que significa «principio», es preciso comprobar bajo qué condiciones serán verdaderas o falsas las proposiciones cuya forma sea la siguiente: «X es el principio de Y». Tal proposición significa que «Y surge de X», que «el ser de Y está contenido en el ser de X», que «Y se establece por medio de X», etc. Preguntemos: ¿Y sigue a X en sentido empírico? La metafísica responderá que no siempre: así, en la cuestión del principio del mundo, la respuesta será negativa, pues no es una cuestión física. De esta suerte la palabra «principio» adquiere significado metafísico, no establecido con criterio empírico ninguno, no verificable y, por ende, no existente en la realidad: tal palabra, que originariamente significó comienzo en sentido físico, ha perdido el primitivo sentido sin adquirir otro ninguno verificable ; ha devenido un seudoconcepto.

Algo análogo puede decirse de la palabra «Dios».

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272 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

Carnap divide la historia de esta palabra en tres fases : 1) Período mitológico. Dios indica una esencia corporal o espiritualanimística, visible empero y experimentaba empíricamente; 2) Período metafísico. Dios indica un ser supraempírico y espiritual, perdiendo su primitivo significado, sin adquirir otro empíricamente verificable, y resultando por ello un seudoconcepto. En este caso la proposición elemental adquiere la forma «X es Dios». Pero la metafísica es incapaz de decir si existen o no objetos que puedan ponerse en el lugar de X; 3) Período teológico. Dios ofrece aquí un significado intermedio entre los dos precedentes.

Análisis similares podrían hacerse .de las palabras alma, idea, absoluto, incondicionado, cosa en sí, esencia, yo, nada, etc., llegando siempre a la conclusión de que son palabras sin significado.

II. Consideremos ahora el significado de las proposiciones. 1) Algunas contienen palabras sin significado y por ello carecen de significado. V. gr.: «Twas brilñng and der slither», ndarluddo dul robti>, etcétera 2) Otras contienen palabras significantes, pero agrupadas sin establecer significados. Por ejemplo: a) César es E; b) César es un número primo. La primera proposición carece de sentido por no observar las reglas de la sintaxis; la segunda carece de sentido también (lo correcto sería decir: César es un general), pues aunque observa las leyes de la sintaxis, parece olvidar que el ser número primo es propiedad de números y no de hombres; nada nos dice tampoco, por tanto, que pueda ser verificado; o mejor aún, es también inverifi-cable y carente de significado.

En estos ejemplos, fácil resulta descubrir la ausencia de significado; en otros casos de proposiciones metafísicas, no resulta tan fácil. Para no construir ninguna proposición sin significado, sería preciso no solamente distinguir entre sustantivos, adjetivos, etc., sino además establecer algunas subdivisiones tras esas distinciones Por ejemplo, entre los sustantivos, discriminar los referentes a cuerpos, propiedades, números,

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 2 7 3

etcétera. En un lenguaje lógicamente perfecto, la metafísica no podría formular proposición ninguna, dado que en él no serían posibles proposiciones sin significado: tal es precisamente el objetivo de la sintaxis lógica, imposibilitar ilusiones en metafísica.

* * *

La metafísica no es quimera o fábula: fábulas y quimeras son falsas, pero poseen significados. Tampoco es una superstición, porque ésta es imposible entre series de palabras no significativas. Tampoco es una hipótesis de trabajo, porque no guarda relación ninguna con proposiciones empíricas. Tampoco, en suma, sería posible que alguna mente más poderosa que las humanas consiguiera otorgar sentido a las proposiciones metafísicas: a este respecto oigamos a Carnap: «Lo que para nosotros es inconsistente, sin sentido, no puede devenir significativo con la ayuda de otro, aun cuando fuera conocedor de cuanto se quiera. Por ello, ningún dios y ningún diablo pueden ayudarnos a elaborar metafísicas». «Was für uns unverstehbar ist, sinnlos ist, kann uns nicht durch die Hilfe eines andern sinvoll werden, und wüsste er noch so viel. Daher kann uns auch kein Gott und kein Teufel zu einer Meta-physik verhelfen» s.

En conclusión la metafísica no puede ofrecer proposiciones significantes a causa de su propio método: intenta explorar el campo del conocer, que es inaccesible a la ciencia empírica; y con ello deviene inverifi-cable, o sea, sin significado. En efecto: «El sentido de una proposición es el método de su verificación. Una proposición dice sólo aquello que es en ella verifica-ble. Por ende, una proposición, si en general significa algo, significa precisamente una realidad empírica. Aquello que, en principio, yace más allá de toda expe-

8 R. CARNAP, op. cit., p. 233.

18.— MASI. — Religión, ciencia.

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274 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

riencia, no puede ser ni afirmado, ni pensado, ni interrogado» °.

Existen proposiciones que, en su misma formulación, son siempre verdaderas (tautologías en el sentido de Wittgenstein), constituyendo la lógica y la matemática. Otras son la negación de las precedentes, por necesidad falsas: son sus contradictorias. Las restantes son verdaderas o falsas, según su dependencia de las proposiciones protocolarias, y proposiciones no existen otras con significado: no existen, por ende, en lo especulativo, ni una metafísica ni una teoría del conocimiento. Carecen, en consecuencia, de significado las metafísicas realista, idealista, solipsista, fenomenista, etcétera.

Cabe, pues preguntar: Si la metafísica no existe y si las proposiciones significantes incumben o a la lógica, o a la matemática, o a las ciencias experimentales, ¿sobre qué trata la filosofía? He aquí la respuesta: A la filosofía le está reservado un método, o sea el análisis lógico. Mientras las ciencias experimentales buscan verdades experimentales, la búsqueda de la filosofía está en esclarecer el significado de las proposiciones que enuncian los hechos experimentales. Rinde así la filosofía un doble servicio: negativamente, como análisis lógico, elimina los seudoconceptos y las seudo-proposiciones; positivamente esclarece los conceptos y las proposiciones significantes, para la fundamenta-ción lógica y sintáctica de la ciencia experimental y de las matemáticas. El objetivo del análisis lógico y sintáctico es precisamente la «filosofía científica».

Esta misma doctrina viene expresada, por Carnap, en su trabajo Logische Syntax der Sprache (trad. ingl. — Londres, 1951—•, pp. 277 ss.). En el campo teorético, nos advierte, existen problemas de objeto y problemas de lógica. Los primeros, si afectan a objetos de

9 R. CARNAP, op. cit., p . 236.

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 275

las ciencias experimentales, pertenecen a esas ciencias, mientras que si afectan a objetos no experimentales son seudoproblemas metafísicos. Los segundos afectan a la contracción de las mismas proposiciones que indican hechos — proposiciones, términos, conceptos, teorías, etc. —; estos problemas constituyen la lógica de la ciencia, que sustituye a la fallecida metafísica.

¿Qué ocurre con la ciencia experimental en este orden de ideas? I0. Según el positivismo lógico o neoposi-tivismo, la ciencia experimental viene entendida como una negación explícita total de la metafísica. La ciencia tiene por objetivo encontrar nuevos datos experimentales: éstos son expresados en proposiciones, las cuales vendrán luego analizadas por la filosofía, reducida a análisis de lenguaje. La ciencia, por ende, debe ser entendida en su sentido experimental: todo cuanto la experiencia afirma y nada más.

Las leyes físicas son expresión, en consecuencia, de regularidades de fenómenos experimentadas en el pasado y válidas verosímilmente en el futuro. Mas la validez en el futuro no resulta demostrable: la ley es, por ende, pura expresión lingüística, que sintetiza hechos observados, sin asegurar su verificación incluso en el futuro. La teoría científica posee un consiguiente sentido ametafísico: no intenta decir cómo están las cosas en la realidad, sino que excluye positivamente tal intencionalidad; es sólo una síntesis lógica de leyes físicas, de la cual sea posible deducir, con deducción lógica y matemática, expresiones que se vinculen luego con la experiencia; quiere sólo sintetizar los resultados de medida, sin interesarse por las cosas mismas n .

10 Cfr. General VOUILLEMIN, Science et philosopliie, Fa-rís , 1945, especialmente el capítulo «Loi et théorie», p . S9 s.

11 Sobre posi t ivismo lógico cfr. C. FABBO, en Storia delta filosofía, Roma, 1954, pp. 703 ss.

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4. Crítica del positivismo lógico

El positivismo lógico ¿consigue realmente suprimir toda huella de metafísica del saber humano?

A mayor abundamiento ¿consigue construir una ciencia experimental prescindiendo totalmente, y excluyendo positivamente todo elemento metafísico hasta en lo más mínimo?

Esto es, precisamente, lo que requiere contestación y lo que alcanza al corazón mismo de la nueva filosofía científica.

Muy curioso resulta el hecho de que quienes, con actitud crítica — la máximamente crítica entre las posibles —, quieren rebelarse ante toda especie de dogmatismo, no se dan cuenta de ser ellos mismos dogmáticos, y de la peor especie. El neopositivismo, con una crítica aristada, intenta eliminar toda metafísica; mas esa crítica, aunque en apariencia de logicidad férrea, oculta puntos débiles; tiene valor en cuanto depende de la odiada metafísica, a la que quisiera expulsar del reino de la filosofía. Tal es la ironía de la antañona metafísica, que sabe hacerse indispensable hasta a sus propios adversarios y, expulsada por la puerta, regresa por la ventana, según suele decirse.

I. Comencemos ahora por observar cuál es el complejo del saber del positivismo lógico, tras haber eliminado a la metafísica. Por una parte, existen las ciencias positivas, que tienen por objetivo descubrir datos experimentales. Por otra, están la lógica y la matemática, que estudian las proposiciones tautológicas. Por último, surge la lógica de la ciencia, o sintaxis del lenguaje científico (filosofía), cuyo objetivo es esclarecer las proposiciones que expresan los resultados de las ciencias experimentales y descubrir las seudoproposicio-nes (las metafísicas) para eliminarlas. El complejo de estas doctrinas constituye el saber positivo en sentido

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 277

total, sin residuo de metafísica, en el cual puede alcanzarse perfección en exactitud y en claridad l2.

Mas cabe preguntar si es cierto que, en tal saber positivo, queda eliminada toda huella metafísica. Para referirnos a algún punto particular: en la metodología científica — la aplicada, por ejemplo, a la física, o a la biología, etc. —, aun siendo parte esencial del saber positivo, ¿no está acaso contenida alguna base metafísica? Cuando el físico busca una ley supone que existe algo por buscar y que aun no ha sido hallado: supone que existe, cuando menos, un mundo físico independiente del experimentador y de su experimentar. Además, cuando afirmo que los Curie hicieron los primeros descubrimientos sobre radiactividad, supongo que algo ha sido hallado y medido independientemente de mi experiencia. Neopositivistas y positivistas, en cambio, intentan crear objetos de búsqueda para la ciencia, no presupuestos por la experiencia, sino que dependan de la experiencia: pese a todos sus esfuerzos, la exigencia metafísica de algo se impone; tanto más porque el método científico prescinde, de hecho, de la construcción filosófica de cualquier objeto, y se remite con inmediatez a las ideas de la metafísica común y natural, sin la cual la física y las restantes ciencias pierden el evidente significado propio.

II. El carácter estrictamente empirista del positivismo lógico viene determinado por el conocido criterio de verificabilidad.

Wittgenstein había ya sostenido que el significado de una proposición depende de la experiencia que la muestra cual verdadera o falsa, careciendo de significado toda proposición que no corresponda a una experiencia posible 13. De manera más precisa, Carnap asevera:

12 M. SCHLICK, The future of philosophy, en «Seventh in-ternational congress of philosophy», Oxford, 1930, pp. 112 ss.

13 Tractatus logico-phüosophicus, 4, 2.

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«der Sinn eines Satzes in der Methode seiner Verifica-tion liegt»; el significado de una proposición consiste en el método de su verificación ". El criterio de yerifica-bilidad, en sustancia, implica decir que solamente aquello que es experimentable posee significado: la metafísica, por ocuparse de objetos suprasensibles y no experimentabas, carece de significado.

Prescindo del hecho de que este principio no ha sido demostrado, pues antes debería demostrarse que la única fuente de conocimiento es la experiencia sensible ; y prescindo de la consideración de que el principio priva de sentido a las proposiciones generales de la ciencia, por ejemplo, a las leyes naturales. Así, este principio abraza las nociones de «observable» y de «verificación experimental»; por tanto, estas nociones vienen tomadas en préstamo por la metodología de la ciencia experimental. Quedó además observado, ya que la ciencia experimental, aun inconscientemente, aplica las nociones de la metafísica común; por ende, dentro del mismo principio de verificabilidad quedan ocultos conceptos metafísicos 15.

III . Afrontemos el neopositivismo desde otro punto de vista, mediante una rcductio ad absurdum. Como consecuencia del principio de verificabilidad, que establece un positivismo a ultranza, sólo lo experimentable es significante: la realidad queda por ello contenida dentro de toda experiencia posible y nada existe fuera de ella. Mas es preciso considerar que la experiencia es personal, estrictamente personal y subjetiva: yo experimento, en sentido propio, solamente mis impresiones, sin saber nada de lo que les corresponde fuera, o sea en las cosas. Además, esta realidad exterior no

14 Ueberivindung der Metaphysik durch logische Analy-se der Sprache, en «Erkenntnis» , I I (1931), p . 236.

15 Vide T. STORES, An Analysis of logical positivism, en «Methodos», I I I (1951), pp. 251 ss

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 279

existiría, precisamente porque me sería inaccesible: el color rojo es, para mí, la impresión que experimento al ver aquella parte del arco iris a la que precisamente nosotros, los hombres, llamamos rojo; mas tal impresión es mía, incomunicable a los otros hombres y no parangonable con la impresión que otros hombres experimentan al contemplar la misma parte del arco iris. Por lo tanto, mi rojo podría diferir del rojo de otros: el ejemplo del daltonismo esclarece este razonamiento.

El neopositivismo, al querer crear un fundamento lógico para la ciencia, elimina así la objetividad y la posibilidad de la comunicación intersubjetiva, que son esenciales a la ciencia.

Insistiendo algo más sobre la subjetividad de la experiencia, el neopositivismo debe negar también la existencia de otros hombres y de otras mentes. Así como nada sé de ningún objeto externo si no es mediante mi experimentación, así nada puedo saber de otros hombres a no ser mediante las impresiones sensibles que de ellos tengo —<• color, figura, voz, porte, etc. —. Estas impresiones son personales mías: cuanto está fuera de ellas me es ignorado y no existe. Por ende, no existen otros iguales a mí, que tengan experiencias y me las comuniquen, sino que todo es experiencia mía subjetiva.

Tal conclusión se identifica con la doctrina filosófica del solipsismo, que ha sido evitada siempre por los filósofos máximos, estribando la razón de ello en que, si sólo existo yo, y si todo lo demás son impresiones y creaciones mías, determínase para mí una situación embarazosa en exceso.

Estas objeciones resultan fundamentales y viven sentidas vigorosamente por los neopositivistas: las valerosas acrobacias con las que Carnap intenta otorgar significado a expresiones como «mi cuerpo», «mi mente», «otros cuerpos», «mundos de otras personas»,

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«mundo intersubjetivo», etc.16, no eliminan la dificultad; una vez encerrado en mis sensaciones, no puedo ya salir de ellas.

Incluso el fisicalismo de Neurath, surgido precisamente para eludir toda metafísica, tampoco alcanza éxito si no es en las palabras. Neurath, pensando que la confrontación entre proposiciones y datos empíricos implica algún residuo de metafísica, jamás confronta una proposición con la experiencia, sino con otras proposiciones ya aceptadas, proponiendo el examinar la búsqueda dentro del reino de la lógica y del lenguaje, sin residuos de datos empíricos: escoge como lenguaje universal, para todas las ciencias, el de la física (de ahí el nombre «fisicalismo»); en efecto, tal lenguaje es presentado como «intersensual» — en tanto que una misma proposición puede venir atestiguada por varios sentidos—-, «intersubjetivo» — por venir atestiguada entre diversos sujetos—y «universal» — pues resulta expresable, en este lenguaje, toda proposición con aceptabilidad científica—. Pero este fisicalismo, si no quiere reducirse a huero logicismo, supone ciertamente algún contenido: no pareciendo posible aceptar contenido ninguno, en un lenguaje inter sensual e intersubjetivo, prescindiendo del sujeto y del objeto correspondientes.

La instancia metafísica, por consiguiente, subsiste. Reemprendamos ahora la argumentación. Si signifi

cante lo es sólo cuanto está contenido en la experiencia, o sea lo verificable, también quedará eliminado el sujeto, según viene comúnmente entendido. Experiencia es sencillamente cuanto acaece: es por completo impersonal, nunca de uno o de otro. Las sensaciones (algo subjetivo) no deben obtener preminencia respecto de los hechos físicos (lo objetivo): la di-

16 R. CAKNAP, Der logische Aufbau der Welt, Berl ín, 1928; cfr. J. R. WBINBEKG, An Examination of logical positivista, Londres 1936, p . 208, s.

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 281

ferencia entre lo subjetivo y lo objetivo surge por relaciones de los hechos en general a un hecho particular, que es un ser humano individual. En cambio, el hecho en general no es ni sujetivo ni objetivo. Por ello, Wittgenstein llega a sostener que no existe el sujeto pensante en sentido metafísico: «Das denkende, vors-tellende Subjekt gibt es nicht» 17. El sujeto no es sino el límite del mundo, no pertenece al mundo: al igual como el ojo no pertenece al campo visual, y nada, en el campo visual, atestigua su existencia 1S. Este solipsis-mo de Wittgenstein es muy particular: el sujeto viene a coincidir con la misma experiencia y, por ende, de hecho no existiría: «Aquí advertimos que el solipsis-mo, estrictamente conducido hacia adelante, coincide con el puro realismo. El yo, en el solipsismo, se reduce a un punto sin extensión, subsistiendo sólo la realidad coordinada ante él» 19.

Llegamos, pues, a la conclusión de que no existen ni objeto ni sujeto, sino únicamente la experiencia: el ser es la experiencia en sí. Ahora bien, este concepto resulta incomprensible: para mí es absurdo pensar una experiencia sin pensar algún sujeto que experimente algún objeto. A menos que esa experiencia, la cual es identificada después con la realidad entendida en sentido fenoménico, no adquiera en sí concreción y subsistencia autónomas, estableciéndose ella misma como objeto en sentido realístico. En este caso la metafísica realista del sentido común resurgiría de nuevo, tras esfuerzos casi infinitos por privarle de existencia.

IV. Consideremos ahora la cuestión desde un punto de vista lógico.

17 Tractus, 5, 631. ] s Op. cit., 5, 632; 5, 63. 19 Op. cit., 5, 64: «Hier sieth man , dass Solipsismus, s t reng

durchgeführ t , m i t dem re inen Real i smus zusammenfal l t . Das Ich des Solipsismus schrumpf t zum ausdehnungs losen FunKt zusammen, und es bleibt die ihm koord in ie r te Realitat.»

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El sentido de una palabra viene definido, en el neo-positivismo, por su uso en las proposiciones protocolarias, o sea en las elementales verificables con inmediatez. Si tiene sentido concreto, refiérese a un objeto experimental. Si, en cambio, no lo tiene, es cuando acudía la antigua filosofía, presuponiendo que toda palabra posee en sí algún significado propio, y afirmaba que en tal caso debía corresponderle un objeto universal o concepto. Surge entonces la cuestión de si tal objeto universal posee realidad en sí (realismo) o sólo en el nombre (nominalismo). Ante esta cuestión el neopo-sitivismo responde sosteniendo que las palabras no poseen significados en sí mismas, pues no indican por sí mismas objetos o conceptos en el sentido tradicional: «el concepto no es sino el conjunto de las reglas que fijan el uso de la palabra correspondiente al mismo» («der Begriff ist nur die Substantivierung fuer den Gebrauch der fuer das Wort insgesamt geltende Regeln»). Nuestro pensamiento deviene así palabra y hasta lenguaje, en cuanto complejo de reglas admitidas arbitrariamente. He aquí el nominalismo extremo del positivismo lógico: un concepto general (por ejemplo, el niño) adquiere sentido sólo de esta suerte; no existen objetos generales, sino sólo experiencias de objetos particulares (este niño, aquel niño).

El concepto universal de niño, según el positivismo, pasa a ser un complejo de reglas lingüísticas arbitrarias, indicadas por su nombre y aplicadas a muchas experiencias distintas, en las que vemos ciertas semejanzas. No existe, pues, ni base estable ni metafísica ninguna que fundamente la universalidad de nombres aplicados idénticamente a muchas cosas; la palabra «niños» dícese idénticamente ante muchas experiencias, no existiendo en ellas realidad idéntica ninguna que permita una predicación, objetiva y estable, indicadora de un contenido inmutable de pensamiento.

El positivismo lógico transfórmase así — por su doble carácter empirista y lingüista — en un nominalismo a ultranza: este nominalismo presupone el relati-

LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPORÁNEA 2 8 3

vismo — en el ser y en el conocer—, y éste a su vez el escepticismo. El presupuesto escéptico resulta, en efecto, inmediato: si todo es verdadero, hasta las afirmaciones contradictorias, nada será entonces verdadero. Cabe aquí repetir lo que ya observaba el viejo Aristóteles ante las doctrinas sensistas de Protágoras: «Estos raciocinios y sus similares llegan así, según todos saben, a destruirse a sí mismos. Quien dice, en efecto, que todo es verdadero, convierte en verdadero incluso al razonamiento opuesto al suyo, declarando al propio tiempo no verdadero (según lo postula el adversario) al suyo propio» 20.

Si el positivismo lógico quiere evitar el abismo escéptico, deberá hacerlo ofreciendo: un contenido estable en su pensamiento, un objeto inmutable en el conocer, una base metafísica en último término. He aquí que la metafísica vuelve a resurgir: pues la filosofía o es metafísica o no existe.

Un razonamiento similar valdría para la forma particular de neopositivismo que se encarna en la «filosofía analítica» de Oxford.

V. A todo este discurrir nuestro, el neopositivismo opondría un alibi: Yo, neopositivista, niego la metafísica y con ello rechazo todo discurrir basado en la metafísica. Mas como la argumentación expuesta supone precisamente y se basa sobre la metafísica, por ello resulta inaceptable: todo ese discurrir no pasa de ser un elegante círculo vicioso.

Singularizando, respondo: No niego que haya elaborado mi razonamiento con mentalidad metafísica y suponiendo a la metafísica. Mas no resulta posible actuar de otro modo si se intenta dar sentido al discurrir, pues sin metafísica se va a la deriva, en el inseguro mar del escepticismo. Los mismos positivistas se ven abocados a actuar como yo: esto, según creo, lo he demostrado. Pues si el neopositivista rechazase la

20 Met , IV, 8, 1012 l) 13 ss.

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284 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

aceptación de mi raciocinio, por contener metafísica, comportaríase como el escéptico, que no puede aceptar refutación ninguna, por suponer que no existe verdad en argumentación ninguna: ya dije que el neopositi-vismo es, en su espíritu, un escepticismo. Mas el defecto no está en mí, que no puedo ser escuchado por el neopositivista, sino en él mismo: dado que, al no aceptar la metafísica, suprime las bases para toda verdad, en cualquier sistema; y, por ende, también en el propio sistema.

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CONCLUSIÓN

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN

1. La ciencia ochocentista.—2. La filosofía científica ochocentista. — 3. Crítica de la ciencia. — 4. La física moderna. —• 5. La crisis interna de la física moderna. — 6. La crisis de la técnica. — 7. Hacia Dios.

En estos últimos años, especialmente tras la segunda guerra mundial, los hallazgos de la ciencia han orientado el interés general de la opinión pública. Los problemas de la energía atómica y de la propulsión a reacción ocupan y preocupan a las cancillerías de la diplomacia internacional: la ciencia ha entrado en la vida práctica, con peso enorme, incidiendo profundamente en los problemas económicos, sociales, políticos, nacionales e internacionales.

Con ello hase provocado en nuestros días una situación similar a la que existía en el siglo xix: el triunfo de la ciencia, y su influjo en la vida humana, interesan y orientan vigorosamente, según los problemas suscitados por la propia ciencia, a la cultura y al pensamiento en general.

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 287

1. La ciencia ochocentista

El siglo xix aparece lleno de descubrimientos científicos que, más o menos directamente, han alcanzado trascendencia profunda en la vida humana.

En el campo de la electricidad, Galvani (fl798) y Volta (fl827) descubrieron la corriente eléctrica. A su vez, Laplace (f 1827) y Ampére (tl836) fijaron las leyes de la electrodinámica, aplicadas luego —. tras el «anillo» de Pacinotti (1860) y las «espirales» de Ferraris (1885)— a construcciones de máquinas eléctricas.

En el campo de la termodinámica, Sadi Carnot (1824), Mayer (1842), Joule, Cblding y Clausius (1850) formularon las dos primeras leyes termodinámicas — esto es, las referentes a la conservación y transformación de la energía —, que permitieron perfeccionar las máquinas de vapor.

También la química del siglo xix alcanzó un desenvolvimiento prodigioso: en esta centuria se cimentaron las bases de la actual teoría atómica. Basta recordar algunos nombres: Dalton, quien propuso (1808) la hipótesis atómica, fundada sobre las leyes de la química general; Avogadro, quien permitió — con su famosa ley — contar las partículas y átomos, abriendo la puerta a su estudio experimental, ya considerado teoréticamente por Dalton, incluso con referencia a las partículas; y Mendelejeeff, quien consiguió (1870) clasificar los elementos químicos en su famosa tabla periódica, que fué una primera indicación de la estructura íntima de la materia.

También en las ciencias biológicas aporta el siglo xix grandes descubrimientos: así, Cuvier (f 1832) es el fundador de la paleontología; Schwann, el descubridor (en 1840) de las células en el mundo animal; y Pasteur (fl859), el establecedor — con sus trabajos sobre microbiología — de las bases de la medicina moderna. Fundamental importancia ofrece también la teoría de la evolución, que desde la clasificación de los vivientes en sentido dinámico, propuesta por Buffon (fl788),

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288 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

condujo hasta el transformismo de Lamarck (1809) y hasta el evolucionismo de Darwin, autor de la célebre obra On the origin of species (1859). Poco después (1866) el monje Mendel descubrió las leyes de la herencia

2. La filosofía científica ochocentista

Los descubrimientos científicos fueron de gran utilidad, en el siglo xix, para mejorar la vida privada y social, elevando los niveles económico y cultural.

Por ello resulta natural que los hombres prestaran gran atención al desarrollo científico, al pensamiento y al método de las ciencias experimentales: de ahí que los científicos devinieran maestros no sólo en el campo científico, sino además en la filosofía y ante todos los problemas en general.

Mientras el idealismo, que floreció en la primera mitad del siglo, en especial mediante las filosofías de Fichte, Schelling y Hegel, ofrecía magníficas especulaciones, sin consecuencia práctica ninguna, la ciencia, en cambio, resultaba verdaderamente útil a los hombres y podía enseñarles mucho: por ello el pensamiento filosófico orientóse hacia la ciencia y nació la filosofía científica, representada por el positivismo de Comte (1798-1857). En sustancia, el positivismo limita el conocer humano al experimental y repudia la metafísica, porque ésta pretende estudiar realidades no experi-mentables: el método científico deviene así método para todo el saber humano y, por ende, también para la filosofía.

Esta nueva filosofía positivista, que es filosofía de la ciencia, no mantiene su propósito antimetafísico, sino que se constituye en metafísica al convertir en absolutas las realidades experimentales: deviene una metafísica materialista, con la pretensión de resolver todos los problemas, científicos y filosóficos, sociales y éticos, y hasta los religiosos. Fácil resulta comprender cómo vienen considerados estos problemas: todo viene fun-

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 289

damentado sobre base materialista; hasta los problemas de Dios y de la religión fueron vistos desde esta perspectiva y resueltos, por consiguiente, con una negación radical.

En tal ambiente filosófico desarrollóse la ciencia experimental de la segunda mitad del siglo xix: una ciencia que, impregnada de materialismo metafísico, era por ello atea y adversaria de la religión, en especial del cristianismo. Tal fué, en síntesis, el terreno cultural de la contraposición — errónea, dañosa y despreciable— entre ciencia y fe. En realidad, fe y razón no se contraponían sino que eran los hombres de ciencia, imbuidos de prejuicios materialistas y presupuestos ateos, quienes utilizaban la ciencia contra la fe y la religión.

La aversión de los científicos contra la religión, en el siglo xix, manifestóse sobremanera bajo forma de materialismo científico, el cual-—con Moleschott, Vogt y Büchner a la cabeza —<• aplicaba los resultados de la ciencia experimental para defender el ateísmo; y bajo forma de evolucionismo monista, el cual — encabezado por Haeckel — devino una metafísica a cuyo tenor todas las realidades quedaban explicadas.

No debe creerse empero que todos los científicos de ese siglo fueran materialistas: baste recordar a Ampé-re, Berzelius, Cuvier, Galvani, Volta, Joule, lord Kel-vin, Maxwell, Pasteur, etc., quienes fueron creyentes en Dios y, al menos en su gran mayoría, fervientes católicos.

3. Crítica de la ciencia

A fines del siglo pasado y principios del actual hombres célebres emprendieron la crítica de la ciencia, que condujo a la demolición del mito positivista del ochocientos y preparó la ciencia del novecientos.

Ya el año 1872, en Leipzig, en una conferencia famosa, Dubois-Reymond formuló una vigorosa acusación contra la ciencia contemporánea y escribía, poco

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después, un libro sobre Los siete enigmas del mundo («Die sieben Weltraetsel»), hablando de enigmas que la ciencia no conseguiría explicar. Años más tarde, en el año 1890, F. Brunetiére denunciaba la bancarrota de la ciencia.

E. Poincaré E. Meyerson, P. Duhem y E. Boutroux — entre otros—, observando que la ciencia del siglo xix no consguía explicar tantos problemas científicos y filosóficos, iniciaron una severa crítica de los límites y de las posibilidades de la ciencia. Por lo demás, una corriente de crisis empapó a toda la cultura, hacia finales de siglo, tanto en la ciencia como en la filosofía, con el surgir del relativismo, del pragmatismo, del escepticismo, del existencialismo, etc.; ocurriendo algo análogo, ora en literatura—-al afirmarse el decadentismo y el tremendismo de los comienzos de siglo —, ora en las artes figurativas — con sus nuevos estilos: futurismo, impresionismo, cubismo, abstractismo, surrealismo, etc.—•, ora en música — con la búsqueda de nuevos medios expresivos, según puede advertirse en las obras modernas —. Baste pensar en las pinturas de Picasso, la música sincopada, el jazz, las novelas de un Faulkner, un Gide o un Kafka, y el teatro de un Piran-dello o un Sartre. El optimismo lógico-científico del 800, en bloque, pasó a quedar destituido de fundamento y se quebró, dejando un vacío que la cultura de los inicios del 900 intentó suplir. El estallido de la primera guerra mundial fué determinante a tal efecto: vióse entonces, bajo pruebas de hechos, cuan infundado era el optimismo idealista, según el cual todo está ordenado en el mundo humano, todo es bueno; en especial, evidencióse la fatuidad del cientificismo materialista, que^ había prometido resolver todas las dificultades, llegando hasta el bienestar, y — contrastando con ello — una guerra terrible estaba conduciendo hacia la catástrofe a gran parte de la humanidad.

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 291

4. La física moderna

En este ambiente de crisis terminó la ciencia clásica, debilitóse la antinomia artificiosa entre ciencia y fe, surgiendo la nueva ciencia: la cual sintió in genere la propia limitación, mientras siguió extraña y respetuosa ante valores más altos.

La ciencia moderna carece del carácter de facciosos que muestran diversos científicos del siglo pasado. No puede afirmarse que la ciencia contemporánea demuestre la existencia de Dios, pues no es misión suya; mas sí puede y hasta debe afirmarse que la ciencia de hoy nada opone a la fe en Dios y a la religión, dado que en algunos capítulos suyos viene a serles netamente favorable.

En el campo de la física, las ideas fundamentales —• que fueron el fermento de la revisión de la física clásica— son: las nociones de «quanta» de energía, introducidas por Max Planck en 1900, y la teoría de la relatividad, propuesta por Albert Einstein en 1905.

La teoría de la relatividad es una crítica profunda a los conceptos de espacio y tiempo de la física clásica. En efecto, para la física clásica dos fenómenos simultáneos para un observador son simultáneos también para todos los observadores posibles; en cambio, la teoría de la relatividad sostiene que no existe tal paridad, en caso de que un segundo observador se mueva en relación con el primero. Los clásicos pensaban que el espacio es plenamente igual en todo punto y en toda dirección; en cambio, los relativistas afirman diversidad de propiedades según la diversidad de puntos y direcciones; por ejemplo, en un sistema en movimiento, el espacio se contraería en la dirección del propio movimiento. La física clásica pensaba que el tiempo transcurre con igualdad y uniformidad para todo observador; en cambio, la relatividad sostiene que el tiempo es diverso en diferentes puntos y para observadores en movimiento recíproco; por ejemplo, en un sistema en movimiento el tiempo correría más lenta-

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mente y, cuanto más veloz fuera el movimiento, tanto más lento sería el tiempo. De este modo, en una nave espacial que corriese a velocidad próxima a la luz, el tiempo resultaría casi inmóvil y los viajeros no envejecerían jamás.

En 1916 Einstein creó la teoría general de la relatividad, según la cual el campo gravitatorio determina curvaturas y modificaciones en todos los puntos del espacio y del tiempo. Como se ve, estos conceptos físicos — espacio y tiempo —, que eran esenciales en la física clásica, quedan profundamente afectados por la teoría einsteiniana, la cual introduce una profunda revisión en todo el clasicismo físico.

* * *

La teoría de Planck sobre los «quanta», con ¡sus desarrollos hasta llegar a la mecánica cuantística, ha provocado una revisión aun más profunda de la física.

La física clásica ofrecía una visión determinista y mecanicista del mundo: los fenómenos del universo venían concebidos según un desenvolverse determinista, regulado por leyes precisas e inderogables; de modo tal que, según la célebre hipótesis de Laplace, si existiera una inteligencia que pudiera conocer el estado actual de todo el cosmos, dominando perfectamente las leyes físicas y el cálculo matemático, podrían preverse todos sus desenvolvimientos físicos futuros.

Hoy ese determinismo, tras el descubrimiento del principio de indeterminación realizado por Heisenberg, ha sido abandonado. En efecto, tal principio enseña que no resulta posible experimentar — con absoluta precisión — el estado de una partícula o un sistema de partículas, mientras se cometa por necesidad en la experiencia algún error ineliminable. Siendo imposible, por principio, conocer el estado de un sistema, tampoco será posible conocer su futuro desenvolvimiento: podremos conocer sólo su desenvolvimiento probable. Precisamente sobre esta concepción está basado el in-

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 293

determinismo de la física cuantista, en contraste rotundo con el determinismo de la física clásica.

Conexas aparecen, con esta concepción, otras muchas afirmaciones modernas, antimecanicistas y anticlásicas. En particular, la física cuántica impide elaborar representaciones de los fenómenos atómicos o subatómicos, a base de los fenómenos macroscópicos. El concepto común de partícula implica, en efecto, que posea posición y velocidad determinadas en algún punto del espacio y en algún instante del tiempo. Mas el principio de indeterminación prohibe precisamente asignar a las partículas existentes —• electrones, protones, neutrones, etc. — determinadas posiciones y velocidades en instantes determinados. Ello hace que no resulte posible concebir partícula ninguna del mundo atómico según el concepto común de punto material — por ejemplo, como una intersección—. Por consiguiente, tampoco resulta posible hablar de trayectorias de partículas, ni introducir siquiera en el mundo atómico esquemas mecánicos de partículas en movimiento, pues esas imágenes implican siempre el concepto de partícula en cuanto dotado de posición y velocidad bien precisas.

A ese aspecto únese otra radical modificación del concepto clásico de partícula.

La teoría física y las experiencias dicen, de hecho, que las partículas, además de su aspecto corpuscular —•' notorio y común —, pueden aparecer bajo el aspecto ondulatorio, en diversos fenómenos, como por ejemplo en las difracciones de rayos de electrones; por otra parte, los fenómenos hasta ahora llamados ondulatorios—, v. gr., los rayos de luz — pueden manifestarse también bajo aspecto corpuscular, como fotones o cuantos de luz — v. gr., en el efecto fotoeléctrico —.

5. La crisis interna de la física moderna

La crítica de la ciencia, fines del 800, y la reforma profunda de la física moderna, según las ideas relati-

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294 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

vistas y cuantistas, han insistido sobre los límites de la ciencia, de sus teorías y de sus concepciones, en plena oposición frente al optimismo y a la vanagloria del siglo xix.

En especial, la imposibilidad de aplicar al mundo atómico nuestras concepciones válidas en el mundo macroscópico, así como la unión — harto difícil de comprender para nosotros — entre los aspectos corpuscular y ondulatorio en una misma realidad, han sembrado la desconfianza respecto del alcance ilimitado de las concepciones científicas.

En sustancia, éste es el gran testimonio que la ciencia moderna rinde ante Dios y ante la religión: haber reconocido la fatuidad de las convicciones científicas del pasado siglo, cuando pretendían profundizar hasta lo más hondo en el conocimiento teorético y en la vida humana. Esta prudente reserva es consecuencia de una crisis doble: la interior, que afecta a toda la cultura de la primera mitad del siglo presente, y la exterior, que afecta vigorosamente a los hombres convencidos de la imposibilidad de resolver los problemas prácticos, los de la vida y los de la felicidad humanas, con los solos medios ofrecidos por la ciencia. Por estas dos razones hase advertido un retorno de hombres eminentes hacia valores más elevados y, sobre todo, hacia la religión.

En la crisis interior, difundida especialmente entre los ambientes científicos, ha sido comprendido con ardor el hecho de que, mientras la ciencia del siglo pasado pretendía haber descubierto la verdad en sentido absoluto, presentando su descubrimientos como auténticos dogmas, la ciencia moderna es mucho más cauta: reconoce la arbitrariedad y precariedad de sus teorías, la limitación de sus leyes, la deficiencia de sus métodos, dejando abierto el camino hacia nuevos desarrollos y hacia concepciones, físicas y filosóficas, más comprensivas.

Mientras la ciencia del siglo pasado pretendía haberlo descubierto todo y dominar todo lo scibüe, ex-

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 2 9 5

cluyendo cualesquiera misterios superiores al hombre, la ciencia de hoy sabe muy bien que sus descubrimientos están limitados al propio campo de estudio, a la par que existen otras ciencias superiores; reconociendo otrosí que, en su propio campo, muchas cosas resultan todavía oscuras e inaccesibles.

Este reconocimiento no es ciertamente el reconocimiento de Dios y de Cristo, pero implica una vía abierta hacia existencias superiores, en las que muchos hombres de ciencia contemporáneos han entrado con efectividad. Así, el padre de la física moderna, Max Planck, ha observado: «La ciencia conduce hasta un punto, más allá del cual no nos puede ya guiar.,.. Ciencia y religión no están en contraste, sino que se necesitan una a otra, para completarse en la mente de todo hombre que reflexione con seriedad. No es ciertamente por casualidad que los máximos pensadores de todos los tiempos hayan sido también naturalezas profundamente religiosas, aun cuando no desvelaran gustosos esas reconditeces de sus almas» \ Más explícito es aún el brillante astrónomo A. Eddington: declara vigorosamente que la ciencia no consigue juzgar los valores del conocer y exige una visión religiosa del mundo, observando expresamente que «ciencia y teología no pueden entrar en conflicto si se mantienen cada una en su propio reino» 2. También A. N. Whitehead, el conocido filósofo y científico inglés, afirma que religión y ciencia no pueden contradecirse, dado que «la ciencia se interesa por las condiciones observables que regulan los fenómenos físicos, mientras la religión está completamente inmersa en la contemplación de los valores morales y estéticos»3: la ciencia por sí sola — agrega lue-

1 MAX PLANCK, La conoscenza del mondo físico, Turln, 1943, pp. 137-8; cfr. pp. 134-5.

2 A!. EDDIGTON, La natura del mondo físico, Barí , 1935, p. 3S7; cfr. todo el cap. Scienza e misticismo.

3 A. N. WHITEHEAD, La scienza ed il mondo moderno, Milán, 1954, p. 211.

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296 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

go — no puede satisfacer al alma humana, por cuanto la religión es el único elemento humano que presenta de modo continuado tendencias hacia lo alto.

Las citaciones podrían multiplicarse a discreción: bástenos, empero, recordar los nombres de otros grandes científicos modernos que, expresamente, han mostrado respeto y estima ante los valores religionos: Jame Jeans, Luis Fantappié, Francisco Severi, José Ar-mellini, Bernardo Bavink, Pedro Lecomte de Noüy, Alexis Carrel, Pedro Rondoni, Luis Lepringe-Ringuet, Edmundo Whittaker, etc.".

6. La crisis de la técnica

A la crisis interior de la ciencia, añádese una crisis externa, que afecta vigorosamente a los hombres, por su intensidad y por su violencia. La civilización contemporánea — radio, energía atómica, televisión, satélites artificiales, eugenética — no es capaz de hacer feliz al hombre, antes pone en peligro su propia existencia.

Las ondas electromagnéticas, previstas por Maxwell en la formulación de las ecuaciones que llevan su nombre, fueron descubiertas experimentalmente por E. Hertz, el año 1888, en su laboratorio; Guillermo Marconi, contando apenas veintitrés años (1895) — en la villa paterna de Móntecchio, junto a Bolonia •—•, implantó la primera estación de radio, transmisora y receptora a la vez. Ese año, el 1895, marca el inicio de una verdadera revolución de la vida ciudadana, tan cambiada por la telefonía y la telegrafía sin hilos, por la radio y la televisión. En 1899 Marconi hizo la primera transmisión sin hilos a través del canal de la Mancha; en 1901, la primera a través del océano At-

4 Sobre este tema: Uomini incontro a Dio, Asis, 1955; P. TIBEBGHIEN, La science méne-t-elle a Dieu?, París, 1933; A. HAAS, Modern physics and religión, en «The new sciiolasti-cism», 1938, n. 1, pp. 1-8; etc.

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 297

lántico; en 1924 consigue realizar la primera transmisión radiofónica de Europa a Australia; en 1933 inauguró la primera estación de radio, mediante microon-das, entre Roma y Catelgandolfo. A partir de las micro-ondas, Marconi estructuró la televisión, que ha presentado un gozoso despliegue tras la segunda guerra mundial. En el ínterin, durante esta misma guerra, por las exigencias bélicas desarrollóse el radar: a la vez, la técnica del mando a distancia — mediante ondas electromagnéticas — prefecciónase más y más. Fácil resulta comprobar cuan vigorosamente han influido todos estos inventos sobre la vida humana: cultural, económica, privada y social.

Otro descubrimiento que ha tenido y seguirá teniendo influencia decisiva, sobre los desarrollos de la futura civilización humana, es la energía atómica. Desde las experiencias de E. Becquerel y de Jos esposos Curie, a fines del 800, hasta la pila atómica de Fermi, el tiempo transcurrido ha sido breve, mas el correr de los acaecimientos ha sido rápido. En 1919 Rutherford realiza la primera reacción nuclear experimental. En 1933 Federico e Irene (Curie) Joliot descubren la radiactividad artificial. En 1938, Otón Hahns y Francisco Stres-mann observan la «fisión» nuclear, o sea la división en dos partes de cada núcleo grávido (Uranio 235). En 1942 Enrique Fermi construye — en América — la primer pila atómica eficiente. En 1945 J. R. Oppenhei-mer pone en acción la primera bomba atómica; algo después Teller estructura la bomba de hidrógeno. Entretanto, los estudios para perfeccionar bombas y energías nucleares, motores y centrales eléctricas de combustible atómico, y pilas atómicas de rendimiento creciente, prosiguen con rapidez: cabiendo pensar que, bien pronto, la energía nuclear sustituirá en gran parte y superará a la energía obtenida del petróleo.

Recientemente, también se han verificado progresos notables en los motores térmicos, en los de vapor y en los de petróleo. Pero, en especial, un nuevo tipo de motor ha cambiado las perspectivas y aumentado

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2 9 8 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

las velocidades en los medios de locomoción: el motor de reacción, que consigue desarrollar potencias enormes. En los últimos años estamos asistiendo al perfeccionamiento de este motor, con sistemas que permitirán alcanzar velocidades, impensadas hasta hoy, en sus aplicaciones a proyectiles estratosféricos y espaciales. Estáse así concretando el sueño de viajes más allá de la tierra, hacia los espacios interastrales.

A estos descubrimientos baste agregar, en los campos de la medicina y la cirugía, las modernas técnicas, con resultados sorprendentes, que permiten a los hombres dominar un peligroso poder sobre el destino biológico propio: piénsese en ciertas intervenciones cardíacas y de injertos, en la reanimación, en las posibilidades de la genética, etc. Mientras, en el campo de la industria, la automoción hace prever inmensas potencialidades de producción.

Sin embargo, estos descubrimientos, en vez de aumentar el optimismo y la confianza en la humanidad, según ocurría en el 800, engendran hoy sentimientos de temor, de inseguridad, de crisis: crisis tanto más angustiosa cuanto más notorias son las conquistas. El hecho es que, no raramente, los descubrimientos resultan mal empleados.

Así, la técnica científica es ocasión para un rearme mundial sin precedentes en la historia: la energía atómica es aplicada, prevalentemente, para las bombas de todos los tipos: proyectiles y satélites artificiales son experimentados en función prevalentemente bélica. El gran temor hodierno es precisamente el peligro de que los nuevos hallazgos, mal encaminados, conduzcan a la humanidad entera hasta el desastre. Todos advierten que el progresar de la técnica no ha ido acompañado por acrecentamientos paralelos en la moralidad y en los valores más elevados del hombre: tal es precisamente la crisis externa del devenir científico, el cual —»postulando el afirmarse de valores superiores, para la salvación material y espiritual de los hombres — impele hacia Dios y hacia la religión.

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 299

7. Hacia Dios

La orientación de la ciencia contemporánea — hacia los valores supremos, Dios y la religión —, ante quienes honestamente quieren escuchar su voz, sin prejuicios teoréticos o pragmáticos, articúlase en tres momentos fundamentales: 1) Un sentido de crisis y de limitación, que exige apertura hacia lo alto, hacia los valores supremos: 2) Nuevos estudios geniales sobre el orto y la evolución física del cosmos, que conducen científicamente hasta el principio en el tiempo de todas las cosas naturales y, por ende, hasta la creación y hasta Dios; 3) Las consideraciones, aun más profundizantes, sobre la armonía, la perfección y la sabiduría ínsitas en el cosmos, que postulan muy insistentemente un supremo Artífice.

1) Desde los puntos de vista teórico y técnico, las ciencias de hoy, lejos de ofrecer la fatua seguridad, tan generalizada en la última centuria, advierten en todos los terrenos su limitación, sea en orden a su comple-mentación por una filosofía, sea ante las realidades superiores. Los científicos de hoy hallan, en la propia ciencia, un impulso hacia la comprensión de la realidad total, hacia la realidad absoluta que es salvación para el pensar y el vivir, hacia Dios. Por ello, ha devenido hoy fácil—-para los hombres honestos y de buena voluntad—-una serena consideración del camino hacia Dios, hacia la fe y la religión.

2) La ciencia de hoy, además de haber acogido exigencias de un valor absoluto, ha desarrollado también capítulos que llegan casi a indicar la existencia de Dios, por caminos impensados. En efecto, la ley de la entropía, aplicada al universo entero, muestra que la evolución física del mundo material ha tenido inicio en el tiempo; la cosmogonía moderna no sólo confirma esta idea, sino que consigue incluso indicar — con suficiente aproximación — el tiempo en el que la evolución del universo debió tener su iniciación: con tal aseveración, posible y lógico resulta pasar a la aseveración del ini-

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3 0 0 RELIGIÓN, CIENCIA Y FILOSOFÍA

ció del universo en el tiempo, esto es, a su creación por obra de Dios.

3) El desarrollo de la ciencia, a mayor abundamiento, ha evidenciado más y más la complejidad, el orden y la sabiduría del mundo material; estableciendo con ello como mejor y mejor exigido un raciocinio filosófico que, mediante el principio de causalidad, llegue a Dios y a sus perfecciones. La ciencia experimental en conjunto, considerada desde ese punto de vista, resulta un impulso continuado y una exhortación continuada a ascender hasta el Fautor, Ideador y Creador de las maravillas todas del mundo. Tras las bellezas creadas, entrevemos la Belleza Infinita y la Sabiduría Eterna, con tanta mayor claridad cuanto más pura, sencilla y honesta sea nuestra mirada.

* * *

Grande es la diferencia entre las ciencias ochocentistas y novecentistas, en cuanto a conceptuación general y a orientación espiritual. Pasados quedan ya los tiempos de lucha entre ciencia o técnica y fe o religión, los tiempos del ateísmo científico, miope y sectario. Las objeciones todas que la ciencia atea hacía contra Dios, o la religión, o la Revelación, han desaparecido, al profundizarse los estudios y la crítica científica. Al perfeccionarse los descubrimientos, a la vez que las delimitaciones de las posibilidades .de la ciencia experimental, aparecen más y más infundadas las objeciones que, en nombre de la ciencia, se hacían contra tesis como la existencia de Dios, la posibilidad del milagro o de la Revelación, y hasta contra la religión en general. Ante un estudio honesto y sereno aparece hoy con claridad, como la luz del sol, que la ciencia moderna nada puede objetar contra los valores superiores de Dios y la religión, antes bien se muestra favorable a ellos con decisión.

Sin embargo, pasiones humanas y vicisitudes políticas no siempre permiten ver el exacto significado

LA CIENCIA HACIA LA RELIGIÓN 301

de la ciencia o los hallazgos científicos, no faltando hoy tampoco defensores de una ciencia contraria a la religión: las causas de tales afirmaciones, empero, nunca son culturales, y mucho menos científicas. En el ínterin, contra tergiversaciones y contra falsedades, álzase la realidad de una ciencia maravillosa y consciente, con humanidad y con humildad, de sus limitaciones; álzase la realidad de una técnica poderosa, la cual — con sus proyectiles, energía nuclear, auto-moción y genética — pone en peligro la propia existencia de la humanidad; álzase la realidad de los progresos científicos y técnicos, que espantan a los hombres porque, de no ir unidos a paralelos progresos morales y religiosos, aumentan sin una norma objetiva universal de seguridad, y de justicia, y de honestidad, sin el fundamento de una realidad absoluta, sin obediencia a la ley de Dios.

La Sagrada Escritura relata que Dios, tras haber creado cielos y tierra, el sexto día creó a los hombres y les dio este precepto: «Poseed la tierra» (Gen., 1, 28). Cuando los hombres de hoy descubren energías nucleares y fabrican pilas atómicas, o proyectiles, o satélites, aun cuando no quieran reconocerlo, obedecen ese precepto de Dios: «Poseed la tierra.» Esos hallazgos maravillosos, que ensoberbecen a los hombres, podrían empero devenir temibles poderes destructivos tan pronto como se aplicaran en contra de la ley de Dios y el amor, para servicio del odio.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abel W. 229 Agassiz L. 249 Alejandro de Afrodisia 97 Alexander S. 166 Alflerl V. E. 96 Airy G. B. 139 Aliotta A. 132, 133 Ameghino F. 250 Ampére A. M. 287, 289 Anax imandro 205 Arago 139 Arambourg 235, 259 Aristóteles 11, 15, 96, 97, 109,

120, 283 Armell ini G. 296 A r r h e n i u s S. 19, 36, 40, 52,

53, 107, 180 Averroes ©7 s. Avogadro A. 102, 103

Baade W. 65 Bayo 22 Barone 267 Battaglia 246, 257 Bautain 22 Bavink B. 296 Becquerel E. 297 Beijer ink M. W. 189 Bel J. A. 106 Berekhemer F . 241, 258 Bergman G. 263 Bergson E. 166 Bernoull i D. 102 Berzelius J. 102, 289 Bethe H. A. 61 Biasutti. 258 Blacket P. M. S. 114 Blanc A. C. 244

Boecio Severino 164 Bohr N. 110-112, 113, 114,

118 Bol tzmann L. 46, 47, 103 Bondi 73 Bonnet ty 22 Boule M. 222, 25S Bout roux E. 290 Boyle R. 16, 99, 100, 102 Bradley 138 Brain K. C. 253 Broca P , 243 Broom R. 230, 258 Bruckner E. 179 Brune t ié re F . 290 Büchner L. 17, 289 Buffon G. D. 17, 206, 287 Barne t F . M. 201

Caldirola P. 71 Cannizzaro S. 103 Carnap R. 263, 264, 265, 266,

267, 269-272, 273, 274, 279, 280

Carnot S. 37, 40, 46-52, 76, 103, 287

Carrel A. 296 Cassini G. 56 Cassirer E. 131 Castelfranchi G. 50 Caullery M. 222 Cicerón 14 Clausius 37, 38, 40, 55, 103, 287 Cochin 41 Colding 35 Commoner B. 192, 201 Compte A. 17, 260, 261, 288 Cope E. D. 206, 211, 218

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304 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Copérnico N. 15, 55 Couderc P. 71 Couper A. S. 105 Curie I, 297 Cuvier G. 206, 207, 208, 287

289

Chadwich J. 115 Chandraseckar 75

D'Alembert J. L. 16 Dalton G. 101, 102, 126, 127,

287 Dar l ington C. D. 222 Dar t R. A. 229, 253, 25S' Darwin C. 18, 21, 206, 209-211,

212, 219, 221, 288 Darwin E. 206 Davisson C. J. 114 De Broglie L. 113, 123, 124 De Candolle A. P. 208 De Dominicis 76 Degli ' Innocenti H. 44 Demócri to 13-15, 83, 96, 126 Denzinger 22 De Quatrefages J. L. 250, 257 De Ruggero G. 131 Descartes R. 16, 99 De Sinety 222 De Sit ter 70, 71 De Vries H 212, 216, 222 Diderot D. 16 Diels H. 14 Diñes H. C. 258 Dobzhanski T. 222 D'Orbigny 207 Dubois E. 232, 235, 257, 258 Dubois-Reymond E. 289 D u h e m P. 101, 108, 289

Eddington A. 39, 40, 41, 54, 55, 72, 295

E imer T. 206 Eins te in 61, 69, 70, 71, 73, 110,

124, 130-138, 143, 147, 149, 155, 157, 163, 165, 171, 172, 291, 292.

Elliot-Smith G. 242 Empédocles 205

Engels F . 7, 20 Epicuro 14, 15, 96, 99, 126

F a b r e H. 253 F a b r o C. 35, 275 Fan tapp ié L. 163, 296 Fa raday 106 Feigl H. 263 F e r r a r i s G. 287 F e r m i E. 297 Feuerbach L. 20 F ich te W. G. 288 Fi lopón 97 F i she r R. 222 Fitz-Gerald G. F . 142, 143 F i tz roy R. 209 Fizeau A. 13y Fracas to ro G. 184 Fraenkel-Conrat H. L. 188, 197

198 F r a n c k P. 263 F r a n k l a n d F . 105 Fresne l A. 112, 138 F r i e d m a n n A, 70, 71 F r o h s e h a m m e r G. 22

Galileo Galilei 16, 20, 56, 99 Cali F . G. 17 Galle 56 Galvani L. 287, 289 Gamow G. 72 Gassendi P. 16 Gay-Lussac G. L. 102 Gemelli A. 222 Geoffroy Saint-Hilaire E. 206 Germer L. H. 114 Giolanella L. 76 Goedel K. 263 Gold T. 73 Goldsehmidt R. 222 Green E. G. 201 Grégoire A. 35 Grison M. 80 Guibert M. J. 41 Guil lermo de Occam 15 Guyénot E. 218, 222

Haas A. 296 Haeckel E. 19, 187, 202, 214 s,

218, 233, 24», 289

ÍNDICE ONOMÁSTICO 305

H a h n H. 263 H a h n s O. 297 Haldane J. B. 222 H a r t R. 196 H a ü y R. 104 Hedr ich E. F . 146, 147 Hegel G. F . 20, 288 Heisenberg W. 95, 114, 115,

118, 121, 292 Helmhol tz H. E, 35, 38, 40, 55,

107, 121, 179 Helvet ius C. A. 16 Herschel W. 56, 62 Hicks W. 146 Hi lber t D. 262 Hin ton A. C. 238 His W. 222 Hoenen P . 109 Hofste t ter R. 235, 259 Holbach von P . E. D. 16 Holmez A. 68 Hoyle F . 67, 73 Hrdl icka A. 245 Hubble E. 65. H u m e D. 261 Huxley T. H: 17, 187, 218 Huyghens C. 56, 138

I l l ingworth K. K. 145 Infeld L. 137, 175 Iohannsen W. 220 I w a n o w s k y D. 188

J e a n s J . 39, 49, 55, 66, 70, 77, 296

Joliot Curie F . 297 Jóos G., 145 Joossens J. 41 Joule J. P. 35, 103, 287, 289

Kan t E. 65 131 Kapteyn C. 62. Kekulé F . A. 105 Relvin Lord (W. Thomson)

37, 38, 40, 55, 107, 289 Kennedy R J. 144 Kepler J. 15, 56 Klaatsch H. 250 Kl imke F . 20

Knight C. A. 201 Laid law P . 201 Landucci P . C. 33, 43, 44, 52,

89, 170 Lamarck J. B. 18, 206, 208,

211, 221, 2S8 Laplace P. S. 7, 18, 20, 65, 108,

287, 292 Lassel 56 Laue von M. 165 I.avoisier G. E. 101 Lecomte De Noüy P. 86, 296 Le Dantec F . 17, 222 Leeuwenhoeck A. 186 Le Gros Clark W. E. 222, 226 Leibnitz G. 100, 261 Lemaí t r e G. 70, 71 Leonardo de Vinci 15 León XI I I 24 Lepr inge-Ringuet L. 296 Lever r i e r U. 56 Linneo C. 205 Loefler F . 189 Lembroso C. 17 Lorentz H. 107, 140, 143, 145,

146, 157 Lucrecio Caro 14, 96 Lyell C. 207

Mach E. 104, 261 Maier A. 101 Maiorana Q-. 151 Marconi G. 29B, 297 Marcozzi V. 87 Mariotte JE. 102 Marston J. 238 Marx C. 20 Masi R. 44, 109 Mat tews T. 218 Mauper tu is 16 Maxwell C. 48, 103, 107, 108,

138, 139, 289, 296 Mayer R. 35, 103, 287 Me Cown T. 238, 258 Mendel 288 Mendéléév 53 Mendelejeff D. I. 287. Melsen Van A. G. 100 Mettr ie de la G. O. 16

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:;o(; ÍNDICE ONOMÁSTICO

Meyerson E. 108, 290 Michelson A. 134, 135, 138,

139, 140, 141, 142, 145 Miller D. 142, 143, 144, 145

146 Millikan R., 54 Milne E, A. 73 Minkowski H. 159, 160, 162,

163, 164, 165, 166, 167 Moleschott G. 17, 289 Montalenti 222 Montandon G. 250, 257 Moore G. E. 263 Morgan T. H. 181 Morley W. 141, 142, 146 Morr is C. 267 Mueller H. J. 201

Naegeli C. 222 Needham J. T. 186 N e u m a n n von J. 123 Neura th O. 263, 265, 280 Ners t W. 40 Newton I. 7, 16, 20, 56, 138 Nicolás D 'Autrecour t 22. Nifc A. 98

Oakley K. P . 258 Occhialini G. P . 114 Oppenheim J. R. 297 Oppenoort W. F . F . 236, 237,

257 Osborn H. F . 218 Ostwald W. 19, 104

Paccinott i A. 287 Pablo (San) 12 Pas teur L. 106, 177, 187, 199,

287, 289 Pas t e rnó E. 106 Pearson F. 145 Pea se F . G. 145 Pei W. C. 234, 235 Pent imal l i F . 201 Pe r r i n J. 104 Piazzi G. 56 Piccard A. 144 Píe XI I 26, 27, 80, 222 Piolant i A. 77

Pir ie N. W. 201 Pive teau J. 222 P lanck M. 108, 109, 110, 112,

118, 124, 201, 292, 205. Pía te 36 Pla tón 11 Poincaré E. 108, 290 P ro tágoras 283 Prous t l i . 101 P r u n e r F 245 Puj iula J. 219 Pun ton i U. 201 Pygraf t W. P. 242

Quesnel 22

Raffaele F . 218 Redi F . 185 Reichenbach H. 114, 123, 124 Riccardo S. 201 Ricciott i G. 11. R iemann B. 70 Righi A. 146 Robinson J. T. 230, 231, 258 Rolando L. 243 Rondoni P. 201, 296 Rosa D. 212, 222 Rossi-Landi F . 269 Rous P . 190 Russell B. 263 Russo F . 41 Ru the r fo rd E. 110

Scaligero G. C. 98 Scanga F . 201 Sehell ing F . W. 288 Schepers C. W. 231 Schiaparell i G. 58 Schlick M. 263, 264, 265, 277, Schoetensack O. 236, 257 Schroedinger E. 113, 114, 124,

158 Schwalbe J. 242, 257 S c h w a n n T. 287 Schapley Har low 62 Secchi A. 7, 20, 58 Selvaggi F . 44, 125 Senner t D. 99 Sera G. 230

ÍNDICE ONOMÁSTICO 307

Sergi G. 17, 222, 250 Sergi S. 222, 235, 238, 242, 243,

258 Severi F . 29'6 Siger de Brabante 15 Simplicio 13 Singer C. 222 Spallanzani L. 177, 185, 199 Scccorsi F . 52 Spencer H. 18, 206, 211 Stahel E. 144 Stanley W. M. 196, 201 Steenberghen Van F. 35 Stern O. 104 Stoney C. G. 106 Storer T. 264, 278 Straneo P. 165 Stresraann F. 297 Strove O. 27 Swedenborg 65

Tales 205 Tarskí 263, 267 Teller 297 Temist io 97 Thomson J. J. 106, 110 Tiberghien P . 296 Tilgher A. 131 Toledo 98 Tolomeo Claudio 55 Tombaugh C. W. 56 Tomás de Aquino (Santo) 12,

32, 33, 43, 85, 89, 97, 109', 164

Tonini V. 149 158, 159 Traube L, 199 Tyeho Brahe 56, 60

Ullmo J. 125 Urmson J. O. 269

Valle G. 146 Vallois H. V. 238, 239, 258 Van' t Hoff 106 Vialleton L. 219, 222 Virchow R. 201 Vogt C. 17, 218, 28S Voltaire 16 Volta A. 102, 2S7, 289 Von Koenigswald G. H. R.,

233, 236-37, 258 Vorontzoff-Velyaminov 73 Vouillemin General 275

Wai smann F . 263 Watson J. B. 262, 263 Weidenre ich F. 235, 237, 258 Weinbe rg J. R. 280 Wei smann A. 211-12, 222 Weizsaecker von C. 61, 6G Will iams R. 188, 196, 198 Whi thead A. N. 262, 295 Whi t t ake r E. 296 Wit tgens te in L. 263, 264, 2G8,

274, 277, 281 Woods D. D. 189 Woodward A. S. 242, 257

Young R. B. 229 Young T. 138

Zeuner F . E. 245, 246, 248, 258

Zittel K. 222

Page 154: MASI, R. - Religion, ciencia y Filosofia - Liturgica española, Barcelona 1961

ÍNDICE ANALÍTICO

Abiogenistas, 186 Acheulana (Industr ia) , 238 Acranios, 215 Aerolitos, 179 África, 221, 228, 243, 253 Afta epizoótica, 189 Agnostozoica (Era), 177 Aire, 186 Alquimistas , 199 Al tamira , 248 Ambiente , 211, 216, 219, 250 América, 245 Analogía, 206 Andes, 210 Anfibios, 215 Anormal idad, 220 Anthropogenie , 214 Antropoides, 225, 227, 232 Antropomorfos , 223, 228, 252,

253 Arácnidos, 217 Arcaica (Era), 227 Arcada supraci l iar , 231 Archaeoan thropus , 250 Archaeopteryx , 217 Argelia, 235 Argumentos de la evolución,

212 Artrópodos, 178 Ascensión, 210 Asia, 243, 245, 255 Asimilación, 199 Ateísmo, 11, 21 At lan thropus , 235 Átomo, 85-116 Atenuación, 189 Aur ignaciense (Cultura), 248

Austral ia, 210, 245 A u s t r a l o p i t e c u s , 230-232, 247,

252, 253 Azores, 210

Bacterias, 194-195 Bapang, 233 Batybius, 187 Beagle, 209 Behaviorismo, 262 Ber-Rasse, 246 Biogeografía, 216, 220 Broken Hill, 242 Bruenn, 245

Cabo Verde, 210, 220 Calco endrocránico, 229 Caldea (Cultura), 248 Calor, 184 Cambio (botánica), 181 Cambriano, 217 Canino, 227 Caracteres adquir idos, 211 s. Carbonchius, 190 Carbono radioactivo, 224 Carmelo (Monte), 238, 254 Cataclismos, 207 Catálisis, 191 Casualidad, 84-86, 89-91 Causa, 89, 187, 221 Causalidad, 121-122, 166, 170 Célula, 193 Cenozoico, 224, 227 Centrífuga, 190, 195 Cerámica, 249 Circeo (Monte), 244 Círculo di Viena, 261

Page 155: MASI, R. - Religion, ciencia y Filosofia - Liturgica española, Barcelona 1961

310 ÍNDICE ANALÍTICO

Clima, 220 Cola, 212 Combe-Chapelle, 245, 250 Concurrencia , 211 Cónsul, 228 Contagio, 184 Convencionalismo, 266-267 Correlación, 206 Cráneo, 228-230 Creación del universo, 78-81 Creacionismo, 178, 180, 223 Crecimiento, 199' Cristales, 104 s., 191, 196 Cristalino, 182 s. Crítica de la ciencia, 289-290 Cró-Magnon, 245, 246, 247, 248,

254 Cromosomas, 220 Cronótopo, 159-166 Cuaternar ia (Era), 227, 232

Chancelade, 245, 254 Chelleana (industria), 236 Chile, 219 Chimpancé, 226, 228, 229, 231,

250 Choukout ien, 234, 235

Da! Rasse, 246 Dientes, 206, 217, 227 s., 229,

230, 231, 236, 256 s. Diluvio, 207 Dios, 271 s., 295; existencia

7-10, 30-92, 299-301 Dryopi thecus , 250 Drosóflla, 220 Dusseldorf, 242

Ecología, 215, 219 Ectodermo, 182, 183 Efecto, 221 Embriología, 214, 218, 219 Embr ión , 214 Endocr inas , 218 Energía , 180 Ent rop ía , 34-39, 46-55 Enzimas , 191 Eoceno, 227 Epimórfosis , 181

Erosión, 207 Esbozos dentar ios , 206 Estafilococo, 190 Éter , 138-146 Europa , 237, 242, 245 Euryp te rus , 217 Evolución, 219 Evolucionismo, 202-222, 223

Fa lk land , 210 Fauna , 216, 220 Fayum, 226 Fémur , 232, 234 Fermentac ión , 180, 184, 187,

191 Filosofía analít ica, 267-269 Filogénesis, 214 Final i smo, 211 Fisicalismo, 265-266 Físico-Química, 183 Flora , 216, 220 Flu ido contagioso, 1S& Fluor , 240 Fontéchevade , 233, 247, 254 Fosa canina, 241 Fósiles, 206, 223-259 Frecuencia , 84 Fuego, 232, 235, 253

Galápagos (islas), 210, 216, 220 Gástrulación, 214 Generación espontánea, 159-

181 Genética, 215, 220 Geometr ía no euclidiana, 44-46 Gibbón, 225, 233, 249 Gibral tar , 242 Gorila, 225, 226, 228, 233, 234,

250 Grimaldi , 246, 254

Heidelbergensis (Homo), 236, 237, 243, 247

Heoan thropus , 250 Hespe ran th ropus , 250 Hesperorn is , 217 Hologenismo, 212, 250 Hombre , 215, 223, 259

ÍNDICE ANALÍTICO1 311

I avan th ropus , 237 Inde te rmin ismo, 120-125, 292 s. Intel igencia, 223 In ter ferencia (biológica) 194 in te rg lac ia l , 240 Involución, 204, 219 I r i s (ojo), 182

Kafiana ( industr ia , 253 Kent , 210 Kroomdraa i , 230

La Chapelle-aux Saints , 244 Lamarck ismo, 219 Larvas , 185 La ten te (Virus), Wi Lauger ie Basse, 248 Len te (ojo), 182 Les Eyzies, 248 Líneas puras , 220 Líquidos nutr icios, 192 Londres (congreso de), 243 Lógica moderna , 270 Luz (presión de la), 180

Magdaleniense (Cultura), 248 Magisterio eclesiástico, 22-28,

226, 255 Mamíferos, 215 Mammut , 244 Mandíbula, 230, 232, 236,

243, 248 Marsupiales, 215 Materia, 125-128 Material ismo, 13-14, 17-21,

176 s., 224 Material ismo dialéctico, 7, 20 Mauer, 235, 236 Mauricio (Islas), 210 Mecánica cuántica, 112-115,

120-125 Mecanicismo, 16, 107-109, 118-

119 Medusas, 214 Membrana, 193 Mentón, 235 Mesolítico, 237 Mesozoica (Era), 227 Metabolismo, 191

Metafísica, 260, 264, 269-275 Metales, 249 Metazoos, 103 Michelson (experiencia de),

138-148 Microbios, 19'0 Micrococos, 190 Microscopio, 185, 188, 190 Microscopio electrónico, 190,

195 Mínimo na tu ra l , 97-98 Mioceno, 227, 228 Molar, 230 Molécula, 192 Mónera, 214 Monismo, 202 Monognismo, 223, 249 Mosaico del tabaco, 176, 189,

19'4, 195-196 Muslo, 231 Muster iense (industria), 238,

241, 244 Mutaciones factoriales, 220 Mutacionismo, 212, 216

Nariz, 243, 248 Nazaret , 238 Neander tha l , 231, 238, 241, 242,

243-245, 249 Neodarwinismo, 211 s. Neolamarckismo, 211 Neolítico, 249 Neopositivismo, 260-284 Neozoico, 224, 227 Ngadong, 236 Nomencla tura binomia, 205 Nomentana (Vía), 241 Nominal ismo, 282 Notan thropus , 250 Nucleico (ácido), 192, 197

Oenothera, 215-216, 220 Oligoceno, 227 Ontogénesis, 203 Ordenador, 187 Orden del universo, 10, 32, 83,

91, 300 Órganos rudimentar ios , 215,

219

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312 ÍNDICE ANALÍTICO

Organismo, 215 Origin of species, 18, 210, 221

Palaest inus , 238 Pa lean th ropus , 245, 250 Paleolítico, 245, 248, 249 ¡Paleontología, 204, 206, 213,

223, 255 Paleozoica, (Era), 177 s. Pal ingenét icos (órganos), 214 Pa ran th ropus , 230 Parap i thecus , 226, 227, 228 Parási tos , 191, 200 Par t ículas elementales, 115-117 Pekín , 234 Pepsina, 193 Perú, 210 Phenacodus , 213 P i thecan thropus , 215, 232, 233,

243, 249 Planeada o plánula, 215 Plasma (Sangre), 193 Pleistoceno, 232, 236 Ples ian thropus , 230 Plioceno, 213, 227 Poligenismo, 223, 249-251 Poliomielit is, 191, 192 Positivismo, 288 Posit ivismo lógico, 261-2S4 Predecesores , 214 Predmost , 245 Prehis tor ia , 253 Premolar , 231 Pretor ia , 230 Pr incipio de Carnot, 37, 46-52 Principio de relat ividad, 135,

136 P roan th ropus , 250 Probabil idad, 84 Probabil idad (cálculo), 81-84 Proboscídeos, 217 Procónsul , 228 Prognast ismo, 231 Propl iopi thecus, 227, 228 Prosimios, 215 Protét ico (grupo), 197 Pro tamnia , 215 Prote ína , 177, 192, 195 Protohippus , 213

Protomammal ia , 215 Protoplasma, 200 Protozoos, 185 Punto-evento, 166-167 P u n t o isoeléctrico, 195

Quanta de Planck, 109-110, 292

Radiaciones, 194 Rayos cósmicos, 180 Rayos X, 195, 220 Razas, 210, 249-251 Rehoboth, 251 Relat ividad (Teoría de la), 130-

175, 262, 290 Relat ividad (Teoría genera l de

la), 170-173 Religión, 9, 19, 20, 21, 22, 95,

131, 244, 248, 261, 295, 300 Rhodesiensis , 239, 242 Ribonucleico (ácido), 19'2, 198,

199 Rinoceronte , 239, 244 Riss-Wuerm, 238 Rodesia, 242 Rodinga (isla), 228

Saccopastore, 239, 241, 247, 254

Saldanha , 242, 247, 254 Sangiran , 233 Sapiens (Homo), 228, 241,

245-249, 250, 252 Sarcoma, 190 Sedimentación, 207 Selachia, 215 Selección na tura l , 211 Selección in tergerminal , 212 Series cont inuas , 217 Siberia, 246 Simios 215, 223, 225, 250, 255 Sinántropo, 212, 213, 254 Sis tema solar, 55-58, 65-67 Siwalik (India), 250 Subjet ivismo, 131-134 Solo (río), 237 Soloensis (Homo), 236-237,

254

ÍNDICE ANALÍTICO 313

Steinheim (Homo), 238, 240, 241, 245, 247, 254

Sterkfontein, 230 Stut tgar t , 240 Submicrón, 190 Sudamérica , 221 Suerodiagnosis , 251 Swanscombe (Homo), 238, 238',

247, 254 Systema Na tu rae , 205

Tabaco, 189 Tahit í , 210 Tasmania , 210 Taungs , 230, 231 Tayac (industria) , 240 Técnica, 296-298 Te lan thropus , 230 Tempera tu ra , 184, 194 Teólogos, 226 Teoría atómica de Bhor, 110-

112 Teoría atómica de Dalton, 100-

103, 287 Teoría cinética del gas, 103-104 Terc iar ia (Era), 227, 232 Termodinámica (principio),

35-40, 46-50 Tiber íades , 23S Tiempo cósmico, 69-78

Tiempos absoluto y relat ivo, 152-159

Tiroides, 218 Tortuga, 239 Torus , 234, 237 Transvaa l , 251 Trías , 217 Tr ini l , 233, 237 Tripsina, 193 Tr i tón , 180 Trombina , 193 Tropismo, 192 Tschuscos, 246

Universo (extensión), 40-46, 61-65, 69-74

Uzbekistán, 254 Vascos, 246 Vaticano (Concilio), 23, 24, 25,

30, 40 Vías tomísticas, 30-34 Vida, 177-184, 199 Vida latente, 199 Vi rus filtrabile, 8, 176, 188, 189 Virus latente, 194

Well ington, 256 Wuerm, 238, 245

Zelanda (Nueva), 210

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ÍNDICE GENERAL

PREMISA Págs. 7

Cap. I RELIGIÓN Y CIENCIA . . . . . . 11

1. El ateísmo en la ciencia — 2. La iglesia y la ciencia.

Cap. II LA EXISTENCIA DE DIOS Y LAS CIENCIAS , » 30

I. PREMISAS DK LAS VÍAS TOMÍSTICAS, II . EXISTENCIA DK DIOS Y TERMODINÁMICA. — 1. La entropía. — 2. Extensión del universo. — 3. El principio de Carnot como ley estadística. 4. La muerte térmica del universo. I I I . EXISTENCIA DK DIOS Y COSMOGONÍA MODERNA.—1. El sistema solar.—2. Las estrellas. — 3. F.l universo. — 4. Origen del sistema solar. — 5. Escala del tiempo cósmico. — 0. La creación y DiOS. I V . EXIHTIÍNCIA DE DlOS Y CÁLCULO DE KROUAH1LIDADES.

Cap. III LA TEORÍA ATÓMICA ANTE LA FILOSOFÍA Y ANTE LA FÍSICA » 94

I. TEORÍA ATÓMICA FILOSÓFICA. — 1. Pensamiento griego y medieval.—2. Tiempos nuevos. — II . TEORÍA ATÓMICA CIENTÍFICA. — 1. Teoría atómica de Dalton. — 2. Teoría cinética de los

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316 ÍNDICE GENERAL

gases. — ¡¡.Estructura reticular de los cristales.— 4. Química estructural y estereoquímica. — 5. Electrones e iones. — 6. Orientación filosófica. — III — FÍSICA MODERNA. — 1. Los cuan-tos de Planck. — 2. El átomo de Bohr. 3. La mecánica cuántica. — 4. Las partículas elementales. — 5. Concepciones filosóficas. — 6. Indeterminismo y causalidad. — IV. CONSTITUCIÓN ATÓMICA DE LA MATERIA.

Cap. IV LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD DE

ALBERTO EINSTEIN Pags. 130

1. Relatividad y relativismo. — 2. Teoría de la relatividad. — 3. Experiencia de A. Michelson. — 4. Significado de la teoría de la relatividad. 5. Noción filosófica de tiempo: tiempo absoluto y relativo. — 6. Espacio-tiempo, existencia, eternidad.—7. Teoría de la relatividad y causalidad. 8. Teoría general de la relatividad.

Cap. V LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA , ... » 176

1. Restos fósiles más importantes. — 2. Monogenismo y poligenismo. — 3. El «virus filtrabile». — El ¡¿mosaico del tabacos.

Cap. VI E L EVOLUCIONISMO » 202

1. Concepto de evolución. — 2. La idea evolucionista en la historia. 3. Argumentos de la evolución. 4. Discusión de los argumentos.

Cap. VII E L HOMBRE FÓSIL , » 223

1. Restos fósiles más importantes. 2. Monogenismo y poligenismo — 3. Conclusión.

Cap. VIII LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA CONTEMPO

RÁNEA: EL POSITIVISMO LÓGICO . . . » 260

ÍNI l l l ' r , (¡ICNIOHAL 317

1. Principios itcl ¡xisitivismo lógico. 2. Desarrollo ili<l ¡loxltlvismo lógico.— 3. La cliiniiiiiciiiii de la metafísica y las ciruela* i'Jinrimentales.-— 4. Crítica del /iim/í/i'/xmo lógico.

CONCLUSIÓN: LA CIENCIA HACIA I.A RELIGIÓN. Págs. 286

1. La ciencia ochocentista.— 2. La filosofía científica ochocentista.— 3. Crítica de tti rítmela. — 4. La física moderna. — 5. ha rrlsi* interna de la física moderna, II, l,n crisis de ia técnica. — 7. Huela Dhix.

ÍNDICE ONOMÁSTICO » 303

ÍNDICE ANALÍTICO » 309