mas alla del olvido

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Patrick Modiano Más allá del olvido Traducción de María Fasce ALFAGUAR A

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  • Patrick Modiano

    Ms all del olvidoTraduccin de Mara Fasce

    ALFAGUARAHISPANI CA

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  • Ella era de estatura media, y l, Grard van Bever, ligeramente ms bajo. La tarde de nuestro pri-mer encuentro, aquel invierno de hace treinta aos, yo los haba acompaado hasta un hotel del Quai de la Tournelle y luego me haban hecho pasar a su habitacin. Dos camas, una cerca de la puerta, la otra bajo la ventana. La ventana no daba al muelle, creo que se trataba de una buhardilla.

    Todo pareca estar en orden. Las camas esta-ban hechas. No haba maletas ni ropa a la vista. Solo un gran reloj despertador, sobre una de las mesitas de noche. Y a pesar de aquel despertador, se hubiera dicho que vivan all de manera clandesti-na y evitaban dejar rastros de su presencia. Por otra parte, aquella vez solo permanecimos un instante en la habitacin, el tiempo justo para dejar en el suelo los libros de arte que me haba cansado de cargar, y que no haba conseguido vender en una librera de la Place Saint-Michel.

    Y era precisamente en la Place Saint-Michel donde me haban abordado, al final de la tarde, en me-dio del ro de gente que se sumerga en la boca del metro y de los que, en sentido inverso, se alejaban por el bulevar. Me haban preguntado dnde po-dan encontrar la oficina de correos ms cercana. Tem que mis explicaciones fueran demasiado vagas, ya que nunca he sabido indicar el trayecto ms corto

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    de un punto a otro, razn por la que prefer guiarlos personalmente hasta la estafeta del Odon. Por el ca-mino, ella se detuvo en una tienda y compr tres se-llos. Los peg en el dorso del sobre, de modo que tuve tiempo de leer: Mallorca.

    Desliz la carta a travs de la ranura de uno de los buzones sin verificar si era el indicado para las cartas al extranjero. Luego dimos la vuelta hacia la Place Saint-Michel y los muelles. Pareca preocupa-da al verme llevar los libros, porque deban de pe-sar mucho. Entonces le dijo a Grard van Bever con una voz seca:

    Podras ayudarlo.l me sonri y se puso bajo el brazo uno de

    los libros, el ms grande.

    En la habitacin del Quai de la Tournelle deposit los libros en el suelo, junto a la mesilla so-bre la que se encontraba el reloj despertador. No se oa el tic-tac. Las agujas marcaban las tres. Una mancha en la almohada. Al inclinarme para dejar los libros en el suelo haba percibido un olor a ter proveniente de la almohada y la cama. Su brazo me haba rozado al encender la lmpara.

    Cenamos en uno de los cafs del muelle, junto al hotel. Solo pedimos el plato principal del men. Van Bever pag la cuenta. Yo no llevaba dine-ro aquella noche y Van Bever crea que le faltaban cinco francos. Hurg en los bolsillos de su abrigo y finalmente consigui reunir la suma en peque-as monedas. Ella lo dejaba hacer y lo miraba dis-

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    tradamente mientras fumaba un cigarrillo. Nos ha-ba cedido su plato para que lo compartiramos y se haba contentado con probar algunos bocados del plato de Van Bever. Se volvi hacia m y me dijo con su voz algo ronca:

    La prxima vez iremos a un verdadero res-taurante...

    Ms tarde nos quedamos solos delante de la puerta del hotel mientras Van Bever suba a buscar mis libros a la habitacin. Para romper el silencio le pregunt si vivan all desde haca mucho tiempo y si venan del interior del pas o del extranjero. No, eran de los alrededores de Pars. Haca dos meses que vivan all. Fue todo lo que me dijo aquella no-che. Y su nombre: Jacqueline.

    Van Bever regres con los libros. Quera saber si todava intentara venderlos al da siguiente y si ese tipo de negocio dejaba alguna ganancia. Me dijeron que podamos volver a vernos. Y que, aunque iba a resultar difcil citarnos a una hora determinada, fre-cuentaban un caf en la esquina de la Rue Dante.

    He vuelto all algunas veces en mis sueos. La otra noche, el sol de un atardecer de febrero me cegaba, caminando por la Rue Dante, y nada haba cambiado despus de todo este tiempo.

    Me detena delante de los ventanales y mira-ba a travs del cristal la barra, el flipper y las pocas mesas dispuestas en crculo, como si rodearan una pista de baile.

    Cuando llegu a la mitad de la calle, el gran edificio del Boulevard Saint-Germain proyectaba su sombra. Pero a mis espaldas la acera todava estaba soleada.

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    Al despertar, el perodo de mi vida en el que conoc a Jacqueline se me present bajo el mismo contraste de luz y sombra. Calles descoloridas, in-vernales, y tambin el sol filtrndose a travs de los postigos.

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  • Grard van Bever llevaba un abrigo de tweed que le quedaba demasiado grande. An puedo verlo en el caf de la Rue Dante, de pie frente al flipper. Pero es Jacqueline la que juega. Sus brazos y su torso apenas se mueven mientras se suceden los restallidos y las seales luminosas del flipper. El abrigo de Van Bever era largo y le cubra las rodillas. Se mantena muy erguido, con las solapas del cuello alzadas, las manos en los bol-sillos. Jacqueline llevaba un jersey gris de ochos, de cuello alto, y una chaqueta de cuero liviana co-lor marrn.

    La primera vez que volvimos a vernos, en la Rue Dante, Jacqueline se gir, me sonri y retom su partida de flipper. Yo me sent a una de las me-sas. Sus brazos y su torso me parecan grciles frente a aquel aparato macizo cuyas sacudidas ame-nazaban con arrojarla lejos de un momento a otro. Ella se esforzaba por permanecer de pie, como si se hallara en la cubierta de un barco y corriera el riesgo de perder el equilibrio y caer. Se acerc para hacerme compaa y Van Bever la reempla-z en el flipper. Al principio me llamaba la atencin que pasaran tanto tiempo frente a aquella mqui-na. Muchas veces era yo quien interrumpa la par-tida, que de lo contrario habra podido durar in-definidamente.

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    Despus del medioda el caf permaneca prcticamente vaco, pero a partir de las seis de la tarde los clientes se amontonaban en la barra y en las mesas de la sala. Me llevaba cierto tiempo dis-tinguir a Van Bever y a Jacqueline en medio del bu-llicio de las conversaciones, los restallidos del flipper y toda aquella gente apretujada. Primero reconoca el abrigo de tweed de Van Bever, y luego a Jacque-line. Muchas veces regres sin haberlos encontrado, tras haber esperado largo rato sentado a una de las mesas. Pensaba entonces que nunca ms volvera a verlos, que se haban perdido para siempre entre el gento y la confusin. Hasta que un da all estaban, al fondo de la sala desierta, uno junto al otro, fren-te a la mquina.

    Apenas recuerdo otros detalles de aquel pe-rodo de mi vida. He olvidado casi por completo el rostro de mis padres. Haba vivido con ellos duran-te un tiempo, luego abandon mis estudios y gana-ba algn dinero con la venta de libros antiguos.

    Poco despus de conocer a Jacqueline y Van Bever me instal en un hotel que estaba cerca del suyo, el hotel de Lima. Me puse un ao de ms en la fecha de nacimiento que figuraba en mi pasaporte, y obtuve de ese modo la mayora de edad.

    La semana anterior a mi llegada al hotel de Lima, como no tena dnde dormir, Jacqueline y Van Bever me haban confiado la llave de su habi-tacin mientras iban a uno de esos casinos de pro-vincias que solan frecuentar.

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    Antes de nuestro encuentro haban visitado el casino de Enghien y otros dos o tres ms en pe-queos balnearios de Normanda. Luego se haban limitado a Dieppe, Forges-les-Eaux y Bagnoles-de-lOrne. Partan el sbado y estaban de regreso el lunes con la suma obtenida, que nunca sobrepasa-ba los mil francos. Van Bever haba encontrado una estrategia en torno al cinco neutro como de-ca, pero solo daba resultado si se jugaban sumas modestas.

    Nunca los acompa a aquellos sitios. Los esperaba hasta el lunes, sin abandonar el barrio. Al cabo de un tiempo, Van Bever iba a Forges se-gn su expresin porque se encontraba a menor distancia que Bagnoles-de-lOrne, mientras Jacque-line se quedaba en Pars.

    En el transcurso de las noches en que estuve solo en aquella habitacin siempre flotaba ese olor a ter. El frasco azul se hallaba sobre uno de los es-tantes del cuarto de bao. El armario contena al-gunas prendas de vestir: una chaqueta, un panta-ln, un sujetador y uno de aquellos jersis grises de cuello alto que llevaba Jacqueline.

    No dorm bien durante esas noches. Me des-pertaba sobresaltado. Solo despus de un largo rato reconoca la habitacin. Si me hubieran interroga-do acerca de Van Bever y Jacqueline, me habra vis-to en aprietos para responder y justificar mi presen-cia en aquel cuarto. Volveran? A fin de cuentas, no estaba seguro de ello. El tipo de la recepcin del ho-

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    tel me saludaba con un movimiento de cabeza, de-trs del mostrador de madera oscura. No pareca inquietarle el hecho de que ocupara la habitacin y me quedara con la llave.

    La ltima noche me despert a eso de las cinco y ya no pude volver a conciliar el sueo. Me hallaba probablemente en la cama de Jacqueline, y el tic-tac del despertador era tan intenso que quera guardarlo en el armario o esconderlo bajo la almoha-da. Pero tena miedo del silencio. Entonces me le-vant de la cama y sal del hotel. Camin por el muelle hasta las rejas del Jardn Botnico, luego en-tr en el nico caf abierto a esas horas, frente a la estacin de Austerlitz.

    La semana anterior haban partido hacia el casino de Dieppe y haban regresado a primera hora de la maana. Hoy ocurrira lo mismo. Una hora ms de espera, dos horas... Los habitantes de las afueras, cada vez ms numerosos, salan de la estacin de Austerlitz, tomaban un caf en la barra y se sumergan en la boca de metro. An no haba amanecido. Yo bordeaba nuevamente las rejas del Jardn Botnico, luego las del antiguo mercado de vinos.

    A lo lejos divis sus siluetas. El abrigo de tweed de Van Bever era una mancha clara en la no-che. Estaban sentados en un banco, del otro lado del muelle, frente a los puestos cerrados de los libre-ros. Acababan de llegar de Dieppe. Haban llama-do a la puerta de la habitacin, pero nadie haba respondido. Pocos minutos antes yo haba salido, llevndome la llave conmigo.

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    Mi ventana, en el hotel de Lima, daba al Boulevard Saint-Germain y el final de la Rue des Bernardins. Desde mi cama poda ver, recortado en el marco de la ventana, el campanario de una igle-sia cuyo nombre he olvidado. Las campanadas se oan en la noche, cuando se apagaba el ruido del trfico. Me encontraba a menudo con Jacqueline y Van Bever. Cenbamos en un restaurante chino. bamos a una sesin de cine.

    Aquellas noches nada nos distingua de los estudiantes con los que nos cruzbamos en el Boule-vard Saint-Michel. El abrigo un poco gastado de Van Bever y la chaqueta de cuero de Jacqueline se fundan en el sombro decorado del Barrio Latino. Yo llevaba un viejo impermeable de un beige sucio y libros en la mano. No, francamente, no veo qu hubiera podido llamar la atencin sobre nosotros.

    Haba escrito en la ficha del hotel de Lima estudiante de Letras, pero se trataba de una simple formalidad, ya que el hombre de la recepcin jams me haba pedido ninguna documentacin. Le basta-ba con que pagara la habitacin cada semana. Un da en que sala con un paquete de libros para intentar vendrselos a un librero conocido, me haba dicho:

    Y cmo van los estudios?En un primer momento cre advertir cierta

    irona en su voz. Pero el hombre hablaba sin segun-das intenciones.

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    El hotel de la Tournelle ofreca la misma tranquilidad que el de Lima. Van Bever y Jacqueli-ne eran los nicos clientes. Me haban explicado que el hotel cerrara en poco tiempo y sera conver-tido en un edificio de apartamentos. De hecho, du-rante el da podan orse los golpes de martillo en las habitaciones vecinas.

    Tambin ellos haban completado la ficha? Cules eran sus profesiones? Van Bever me respon-di que, de acuerdo con la ficha, era vendedor am-bulante, pero yo no saba si bromeaba. Jacqueline se encogi de hombros. Ella no tena profesin. Vendedor ambulante. Tambin yo, a fin de cuen-tas, habra podido adjudicarme aquel ttulo, ya que pasaba el tiempo transportando libros de una libre-ra a otra.

    Haca fro. La nieve fundida sobre la acera y los muelles, las tonalidades negras y grises de aquel invierno me vienen a la memoria. Y Jacqueline, siem-pre con su chaqueta de cuero demasiado liviana para la estacin.

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  • Sobre el autor

    Patrick Modiano naci en 1945 en Boulogne-Bi-llancourt (Francia). Exquisito explorador de un pa-sado que ha revivido con gran viveza y sensibilidad, es considerado uno de los mejores escritores vivos. Su primera novela, El lugar de la estrella (1968), fue ga-lardonada con el Premio Roger Nimier y el Premio Fnon. Diez aos ms tarde obtuvo el Premio Gon-court por La calle de las tiendas oscuras. Entre sus obras destacan Los bulevares perifricos (Alfagua-ra, 1977), merecedora del Gran Premio de Novela de la Acadmie Franaise, La ronda de noche (Alfa-guara, 1979) que formaron junto a El lugar de la estrella la Triloga de la Ocupacin, Domingos de agosto (Alfaguara, 1989), Ms all del olvido, Dora Bruder (1997) y En el caf de la juventud perdida (2007). Ha recibido el Prix littraire Prince-Pierre-de-Monaco (1984), el Grand prix de littrature Paul-Morand de la Acadmie Franaise (2000), el Prix mondial Cino Del Duca (2010), el Prix de la BNF y el Prix Marguerite-Duras (2011) por el conjunto de su obra. En 2014 se le otorg el Premio Nobel de Li-teratura por el arte de la memoria con el que ha evo-cado los destinos humanos ms inefables y ha desve-lado el mundo cotidiano de la Ocupacin.

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