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1 LUMINARIAS DEL TIBIDABO 24 DE OCTUBRE DE 19236 24 de octubre de 1936 “…Llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas”. (Mat.25, 10)

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LUMINARIAS DEL TIBIDABO

24 DE OCTUBRE DE 19236

24 de octubre de 1936

“…Llegó el esposo y las queestaban preparadas entraroncon él a las bodas”. (Mat.25, 10)

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LUMINARIAS EN EL TIBIDABO

“…Llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas”. (Mat.25, 10)

No cabe el miedo cuando las lámparas están a punto y abunda el aceite de repuesto. La espera no invita a la modorra ni a la desconfianza; la noche del sufrimiento es presagio de una claridad que no fenece Nuestras Hermanas Sor Toribia y Sor Dorida no subieron al Tibidabo a oscuras; hacía tiempo que tenían sus lámparas encendidas; las habían prendido en el pebetero de la caridad: Cristo, el Señor. Como discípulas, no podían achicar la luz recibida; habían de ponerla bien alta y visible, “como ciudad situada en la montaña y a la que no es posible ocultar”. (Mt.5 14) A esa pequeña elevación (516,2 m) llamada Tibidabo, vigía de la gran ciudad de Barcelona, se asciende por una carretera sinuosa llamada la Rabassada. Nombre que ha quedado para la historia como símbolo de sufrimiento, de vejaciones en el cuerpo y en el alma; nombre que asociamos a la imagen de un sendero cuyas revueltas están regadas con la sangre de centenares de testigos de Jesucristo.

Allá subían Sor Toribia y Sor Dorinda como atletas del Señor el 24 de octubre de 1936; ascendían con el corazón roto por los ultrajes pero con la nobleza que engrandece el alma; sus corazones sólo supieron amar y perdonar. Llegaban a la montaña con las manos limpias; manos purificadas con el esputo ensangrentado de los enfermos tuberculosos a los que servían con amor y celo en el hospital del Espíritu Santo; si, llevaban las manos purificadas y abiertas como patenas para hacer la ofrenda de sus vidas; cayeron en un solemne acto de adoración al Dueño de la vida y Vencedor de la muerte. Una y otra, con la libertad que da el amor hecho servicio, podrían exclamar: Todo mi ser para ti Señor… “Tibi dabo Dominum”.

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Sus lámparas no se han apagado… esa montaña que también fue calvario, invita a la Compañía y a cada Hija de la Caridad, a mirar hacia arriba para descubrir la calidad del aceite que origina tanta luz.

Hoy la Iglesia nos hace el regalo de añadir a Sor Toribia y a Sor Dorinda a las 27 Hijas de la Caridad beatificadas el 13 de Octubre del 2013 en Tarragona. Nuestras Hermanas mártires son para la Iglesia y para la Compañía, 29 LUMINARIAS DE ESPERANZA, DE FE Y CARIDAD.

UNA LECCIÓN BIEN ASIMILADA

Formadas en la escuela de San Vicente y Santa Luisa, nuestras mártires vivían con alegría su opción por el Señor; no ignoraban que el servicio tendría su parte de cruz. Así se expresaba San Vicente:

“Estas mujeres que se entregan a Dios en vuestra Compañía, lo hacen para estar unas veces entre enfermos llenos de infecciones, otras con niños a los que hay que hacerles todo… ¿No son estas mujeres dignas de respeto? Lo son muy por encima de lo que yo podía decir, y no veo nada

semejante… mirémoslas como mártires de Jesucristo, ya que sirven al prójimo por su amor” (San Vicente de Paül, Conf. 19.08.1646)

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El cuidado a los enfermos, hecho con humildad, respeto y devoción, fue, sin duda, una preparación extraordinaria para aceptar, con serenidad, la profanación de sus cuerpos en la montaña del Tibidabo.

Ambas Hermanas sabían que la persecución religiosa tocaba a sus puertas de manera

inquietante y que, en cualquier momento tendrían que demostrar, que su amor a Jesucristo había de ser más fuerte que la muerte.

“Cuando las Hijas de la Caridad fueron echadas de este establecimiento en julio de 1936, se despidió Sor Toribia de nosotras, y nos dijo: ‘¡Adiós! Ya no nos

veremos; ¡hasta el cielo!’ Lo dijo muy tranquila”.

(Testimonio de: Anastasia Salarique en el Sanatorio del Espíritu Santo

“Sor Toribia me decía: ‘chica, esta gente nos matará, pero ya podían hacerlo en casa, no sea

que nos maten fuera después de profanarnos’; y creo que así lo hicieron, según un miliciano que le apreciaba mucho por haber atendido a su mujer enferma tuberculosa. (Testimonio de Sor Saturnina Huarte, compañera de comunidad)

“A Dorinda le habló mi padre del peligro que había, de que en cualquier guerra o revuelta los

revolucionarios la matasen y contestó: ‘yo quiero ser religiosa, aunque me maten’”. (Testimonio de la hermana de Sor Dorinda)

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SOR TORIBIA MARTICORENA SOLA

Nacía Sor Toribia en este noble caserón del lugar de Murugarren, Valle de Yerri (Navarra), el día veintisiete de abril del mil ochocientos ochenta y dos. Ocupaba el tercer lugar entre los seis hijos de D. Santiago Marticorena Egarrea y Dª Manuela Sola Anocibar.

Fue bautizada ese mismo día en la iglesia parroquial de San Román, Mártir, siguiendo la costumbre cristiana de hacer a los recién nacidos hijos de la Iglesia lo antes posible.

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Cumplidos los seis años, recibía el sacramento de la confirmación, de manos del Obispo de Pamplona Dr. D. Antonio Ruiz y Cabal.

Seguida de cerca por sus padres en su formación cristiana y humana, Toribia, al igual que sus hermanos, iba nutriendo su fe en las celebraciones de la parroquia; al tiempo que sentía un impulso interior de dedicar su vida al servicio de los pobres.

“En cuanto a su vida de fe y oración es casi seguro que continuó con la piedad de su familia y parroquia de origen” (Testimonio Juan Echeverría Marticorena, sobrino)

Muy joven sintió la pérdida de su madre que falleció en un viaje para ayudar a un pariente sacerdote que estaba enfermo.

Toribia conocía, sin duda, a las Hijas de la Caridad, ya que Navarra fue, antes de ella y después, tierra propicia para la vocación vicenciana. A los 23 años y con la madurez que la caracterizó siempre, decidió emprender el camino solicitando su entrada en la Compañía de las Hijas de la Caridad.

En el hospital de Viana (Navarra) vivió su primera experiencia junto a las Hermanas que cuidaban a los enfermos. Ese primer paso de servicio y vida comunitaria fue reafirmando su vocación. Convencida de que el carisma de Vicente de Paúl y Luisa de Marillac era una vía segura para amar a Jesucristo presente en cada hermano necesitado, manifestó formalmente y por escrito, su deseo de ser admitida en la Compañía.

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De Viana a Madrid. Allí se encontraría con un buen grupo de jóvenes que, bajo la mirada atenta de su Directora, Sor Úrsula Tablado López, recibían un curso acelerado sobre el carisma de San Vicente y Santa Luisa. Aquí se encontró también, con una educadora y formadora ejemplar: Sor Justa Domínguez. Años más tarde, esta Hermana, siendo Visitadora, recibió con dolor la noticia del martirio de Sor Toribia. Para la joven seminarista había llegado el momento deseado: se convertía de hecho en Hija de la Caridad el 12 de mayo de 1.905. Después de un año de formación, marchaba feliz hacia su primer destino: Asilo Refugio de Granada.

“Desde el primer momento se distinguió por su porte digno; era sencilla, ocurrente y caritativa, seria y abnegada, dichosa de pertenecer a la Compañía; con los pobres tenía delicadezas maternales, siempre se la encontraba dispuesta a cualquier favor”.

SU HOJA DE RUTA EN EL SERVICIO

Sor Toribia aceptaba con gusto cualquier destino, sabiendo que allí encontraría a quien servir y amar al estilo de su Maestro y Modelo: Jesucristo.

La joven Hermana salía del Seminario en 1906, destinada al Hospital del Refugio de Granada; poco después la vemos en la Cocina Económica de León, y de aquí pasó al hospital provincial de Valladolid, donde pronunció sus primeros votos.

Fue día de enorme gozo para ella y para su padre que pudo acompañarla.

En 1921 salía con otras Hermanas para el hospital militar de Larache (Marruecos), donde destacó por su gran abnegación; “era la

hermana valiente que salía al campo de batalla para recoger a los soldados heridos en la guerra del Rif”

a de sus votos

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En 1929 llegaba destinada al hospital del Espíritu Santo de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona), donde un equipo de médicos dirigidos por el Dr. José Mª Barjau, hacía lo posible para curar a los enfermos y enfermas de tuberculosis.

En este hospital escribiría Sor Toribia sus mejores páginas como Hija de la Caridad. Todos los testimonios destacan su generosa entrega; su dedicación a los

más enfermos; su caridad fraterna; su piedad; su presteza a recoger la sangre de los vómitos antes de que llegaran las empleadas de servicio; su desvelo por los moribundos, no dejándolos solos hasta expirar, aunque tuviera que estar toda la noche acompañándolos, olvidándose de su comida y descanso. Estos testimonios y otros, nos muestran la talla espiritual y humana de esta Hija de la Caridad que así se preparaba para recibir la corona del martirio.

Su familia era para ella una referencia importante a la que escribía con frecuencia. Tuvo ocasión de volver a Murugarren en agosto de 1934, dos años antes de su martirio, mostrando especial afecto a los suyos.

Según sus sobrinos, gozó muchísimo recordando viejos tiempos y contando lo feliz que se había sentido en los lugares donde había estado destinada. Su familia conserva las fotos que hicieron como recuerdo de esta visita a su casa natal.

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En la fotografía adjunta se halla su sobrino Juanito que curó de tuberculosis en el momento en que su tía era martirizada.

“Recuerdo que cada día después de comer hacían largas tertulias con todos los mayores, que duraban casi hasta la cena, en las que se reían mucho, se contaban chistes, se comentaban cosas. Ella se preocupó por todos y a todos daba sus oportunos consejos.

Nos quedó muy grabada su alegría y la paz con que veía el porvenir, a pesar de estar destinada en un lugar difícil en aquel tiempo… “Hemos tenido interés en conservar tal como estaba, la habitación en la que ella nació y la que usaba de joven que es la misma que utilizó en su única visita a Murugarren”.

(Testimonio de su sobrina la Hna. Juana Marticorena, escolapia)

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SOR DORINDA SOTELO RODRÍGUEZ

En Lodoselo (Ourense), el 15 de febrero de 1915 nació Dorinda. Era la primera hija de D. Manuel Sotelo y Dña. Rosa Rodríguez.

Tres días más tarde recibía el sacramento del bautismo en su parroquia titular: Santa María de Lodoselo

Educada cristianamente, destacó, desde muy niña, por su piedad. Sus vecinos no dudan en declarar que era muy aventajada en las cosas de Dios y que, llegaba siempre la primera a la iglesia para las celebraciones.

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Dorinda experimentó el dolor de ver morir a su madre cuando sólo contaba 15 años. Su hermana Rosa declaraba: “Estaba muy unida a mi madre enferma y le ayudaba mucho pues sabía hacer la comida, sabía de todo Al morir mi madre, asumía el cuidado de la casa y era el consuelo de mi padre. No podía ir muchos días a la escuela, pero tenía interés por aprender”.

Ella, tan necesaria en la casa, sentía por otra parte la llamada de Dios a la vida religiosa. Lo comunicó a su padre que, sorprendido, le negaba el permiso; lógica reacción, ya que su hija era un gran apoyo para toda la familia. Pero como buen cristiano y aconsejado por el Párroco, el 29 de septiembre de 1933 acompañaba a su hija a la ciudad de Ourense

donde las Hijas de la Caridad tenían un Colegio que a su vez era aspirantado. Después la visitó varias veces.

Allí fue la joven más feliz del mundo, pensando que había emprendido el camino para ser una más de aquellas Hermanas que no dudaban de su vocación pues veían en la joven cualidades extraordinarias para vivir el carisma de Vicente de Paúl y Luisa de Marillac. Era notoria su sencillez, piedad y generosidad por lo que las Hermanas no dudaron en presentarla como candidata para ser Hija de la Caridad.

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SU HOJA DE RUTA EN EL SERVICIO

Antes de pasar al hospital de San Antonio de León para iniciar su camino de servicio y vida comunitaria, fue a Lodoselo para despedirse de su padre y hermanos. Su padre intentó convencerla de que en casa estaría bien, al tiempo que le advertía de los malos tiempos que

se avecinaban de persecución y sufrimiento. Ella, con todo respeto contestó a su padre: “Aunque me den todo Lodoselo, no dejaré mi vocación; yo quiero ser religiosa aunque me maten”.

Después del su estancia en León, llegaba a la casa central

de Madrid para cumplir su deseo. Era admitida en la Compañía de las Hijas de la Caridad el día 10 de mayo de 1933. Por fin quedaba injertada en el gran árbol de la Familia Vicenciana.

Tenía la suerte de ser recibida por Sor Justa Domínguez, visitadora provincial. Esta Hermana, formadora de jóvenes vocacionadas durante más de dos décadas, había sembrado en ellas virtudes sólidas que tendrían ocasión de confrontar en los acontecimientos que en breve llenarían España de mártires.

Pasados seis meses de intensa formación en el carisma vicenciano, Dorinda marchaba feliz hacia el sanatorio antituberculoso de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona). Ese sería su primer y único destino. Tenía 19 años.

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En el Sanatorio se encontró con una comunidad de Hijas de la Caridad alegre y entregada totalmente a Dios y al servicio de los enfermos. Todas ellas con gran experiencia y que veían en la Joven llegada una esperanza segura para aquellos enfermos. Entre ellas, estaba Sor Toribia con la que caminaría desde ese momento hacia la cumbre de la donación suprema.

“En cuanto llegó a su destino, el Sanatorio del Espíritu Santo, escribió llena de alegría. Mandó a los pocos meses una cajita con estampas y una pequeña foto de la comunidad, y gracias a ella pudimos lograr una ampliación. Esta fotografía está colocada en nuestro recibidor en sitio preferente, pues la miramos como una gloria de este aspirantado” (Testimonio de Sor Asunción, del Colegio de Ourense en 1946)

Los testimonios que convivieron con la joven Hermana, tantos compañeras de Comunidad como enfermeras, estacan su sencillez, dulzura y alegría en el trato con todos, especialmente con los enfermos

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JUNTAS PARA AMAR Y SERVIR

Tres años juntas en el Hospital del Espíritu Santo. Su cometido era claro: cumplir la voluntad de Dios ayudando a sus hermanos enfermos de tuberculosis.

Su manera de ser como personas y, sobre todo, su generoso servicio a los enfermos no dejo indiferente a nadie.

Son muchos los testimonios que avalan la talla humana y cristiana de estas dos Hijas de la Caridad que, juntas, se iban preparando para la llamada del Señor a la donación total de sus vidas.

“De la vida de estas hermanas sé que eran enfermeras del Sanatorio de mi padre, y que éste estaba muy satisfecho de ellas, hasta el punto de ofrecerles su propio domicilio para proteger sus vidas en época de persecución religiosa. Sé por mi familia, que las hermanas eran unas buenas Hijas de la Caridad” (Montserrat Barjau Riu, hija del médico director del hospital)

Dr. J. Maria Barjau, testigo ejemplar de Jesucristo. Murió prisionero en el Hospital de San Pablo en la soledad más absoluta.

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La persecución religiosa, arreciaba en toda España, siendo especialmente dura en Barcelona. La Comunidad del hospital sufría la inseguridad y el temor de ser también víctimas. Como un desahogo en su dolor, Sor Toribia llegó a decir: “Con tal que se termine esta espantosa guerra, y no se ofenda a Dios, poco importan nuestras vidas”.

“Aceptó la muerte por el Señor y para confirmar la entrega que había decidido hacer al servicio de los pobres… A mi tía no le importaba la muerte, con tal que la guerra terminara. Sí le preocupaba el riesgo de ser violada. Su frase habitual era ’que sea lo que Dios quiera’”. (Testimonio de Juan Echeverria, sobrino)

El miedo no paralizó su generosidad con los enfermos; hasta la salida del hospital, su gozo era servir, curar, velar en las noches, cocinar para los milicianos y bailar, si fuera preciso, para alegrar a las enfermas “Sor Dorinda era un angelito de 19 años. Era muy obediente. Angelical. Mi esposo tenía mucha estima de las dos. Mi esposo era el Director del Sanatorio, al cual llevó a las Hijas de la Caridad” (Declara Dña Mª Luisa Riu)

Por fin llegó el momento de la dispersión de la Comunidad. El Director del hospital proporcionó refugio en su casa a Sor Toribia y a Sor Dorinda. La primera se ocupaba de la casa y la joven cuidaba a Francisco, niño de 13 meses, hijo menor del Director que tuvo que huir de Barcelona.

Sor Dorinda, más espontánea y aparentando no tener miedo, sacaba el niño a pasear y visitaba a tres de sus compañeras refugiadas en el domicilio del padre del médico Director. La tranquilidad era aparente, después de sufrir registros y ser delatadas por una antigua sirvienta de la familia. “Las dos estaban muy unidas. Se metían en la habitación donde dormían, y oíamos sus rezos. Un día las sorprendí en la cocina, arrodilladas, rezando el rosario” (Declara Dña Mª Luisa Riu).

El 24 de octubre de 1936 se presentaron seis milicianos en dos coches. Según la portera de la casa, entraron deprisa y, a empujones, bajaron a las hermanas a la portería. Bajaban llorando y lamentándose por la situación del niño. Los milicianos lo entregaron a la portera diciéndoles: “en cuanto estas nos digan dónde están sus compañeras, las soltaremos”.

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Sor Dorinda, intuitiva y ágil, metió en el bolsillo del niño el teléfono de su madre y el de Sor Josefa Pujadas, Hermana Sirviente de la Comunidad; también indicó a la portera el modo de alimentar al pequeño Francisco.

Las dos veían claro que el Señor deseaba asociarlas a su misterio redentor. Así escribía Sor Justa Domínguez en una circular dirigida a todas las Hijas de la Caridad, el 31 d mayo de 1936:

“Esto desea y pide Dios de nosotras, mis amadas Hermanas, que confesemos nuestra santa fe y manifestemos que somos Hijas de la Caridad con la aceptación humilde y sumisa de la prueba a que nos somete y que, sin duda, nos hace falta, y con la paciencia y caridad con que debemos tratar a todos, en especial a los que nos persiguen y maltratan, devolviéndoles bien por mal y repitiendo con nuestro Divino Salvador: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen’ De lo contrario no nos llamarían con verdad Hijas de la Caridad. Ahora, de un modo especial, mis buenas Hermanas nos hemos de esmerar en la imitación de nuestro Divino Modelo, como nuestros santos Fundadores, tan impregnados de su espíritu, honrando al Señor con nuestra ilimitada confianza, abandonándonos en sus brazos como el niño en los de su nodriza. ¡Ánimo, pues, y a no consentir que se apodere de nosotras la tristeza y el desaliento”

A media mañana del sábado 24 de octubre de 1936, víspera de la Festividad de Cristo Rey, emprendían su escalada hacia la cuna de tanto martirio, el Tibidabo, las lámparas encendidas y aceite de repuesto. Iban acompañadas de seis o siete hombres, que cumplían su macabra rutina diaria de subir por la famosa carretera de la Rabassada, para regarla con sangre inocente. En la cuneta quedaron los cuerpos maltratados de nuestras Hermanas y desfigurados sus rostros por las balas.

A eso del mediodía, terminaban su escalada. Allí las esperaba el Señor para darles la corona merecida. Su misión estaba cumplida; lo habían dado todo.

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TIBI DABO DOMINUM

El domingo 25 de octubre ya estaban sus cadáveres en el Hospital Clínico de Barcelona. Allí eran llevados para hacerles la fotografía de rigor, colgándoles al cuello una ficha con un número para su posterior identificación.

A Sor Toribia la correspondía el 263.B, y a Sor Dorinda el 264.B. Entraban así a formar parte de los 144.000 señalados, que llegaban con vestidos blancos y con las palmas de la victoria en las manos (Apocalipsis, 1. 4-7)

El 27 de octubre de 1936 “Constan registradas dos inhumaciones de dos mujeres desconocidas, procedentes del Hospital Clínico con las fichas número doscientos sesenta y tres. B y doscientos sesenta y cuatro. B del fichero del referido Hospital, en la fosa común”.

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El miedo evitó registrar sus nombres, si bien fueron reconocidas por varias personas a petición de los médicos del hospital. Las Hermanas de su comunidad, refugiadas con en el domicilio del padre del Dr. Barjau, médico Director, pudieron dar fe de su muerte porque un miliciano amigo les llevó sus zapatos y trozos de la tela de sus vestidos. No había duda, dichos objetos eran de Sor Toribia y Sor Dorinda.

Meses después de su martirio llegó la noticia a sus familiares. Tanto en Murugarren como en Lodoselo unos padres recibían la triste noticia. Su dolor se fue mitigando con la certeza de que sus hijas habían sido fieles a Dios y que estaban en el cielo gozando del Señor.

“En Lodoselo, se celebró un funeral solemne en la parroquia, dejando en todos los lugareños un fuerte impacto. Acudieron de todos los pueblos de alrededor, considerando a Sor Dorinda como una mártir y santa. Y esta fama perdura. Era voz común: “Está en el cielo, no lloréis, es una santa”. (Testimonio de Sor Mª González Hija de la Caridad)

Ambas familias se ratificaron en la actitud cristiana del perdón y la reconciliación. En el funeral de Sor Toribia se utilizaron ornamentos blancos, considerando que se trataba de una verdadera mártir.

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“Y no amaron tanto su vida que

temieran la muerte; por eso estad

alegres cielos y los que moráis en sus

tiendas” (Apocalipsis 12, 11-12)

Padres y Hermanas martirizados en Catalunya

MADRID, 11 DE NOVIEMBRE DE 2017