lovecraft h. p. y otros - tres relatos de los mitos de cthulhu

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Page 1: Lovecraft H. P. y Otros - Tres Relatos de Los Mitos de Cthulhu

3 relatos de

Los Mitos de CthulhuH. P. Lovecraft y otros

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Page 2: Lovecraft H. P. y Otros - Tres Relatos de Los Mitos de Cthulhu

En nueva dimensión 27, Ediciones Dronte, Diciembre de 1971

Traducciones de Luis Vigil, Pedro Domingo, y M. Trevänner

Edición digital de urijenny ([email protected])

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Page 3: Lovecraft H. P. y Otros - Tres Relatos de Los Mitos de Cthulhu

Índice

Dagon..........................................................................................................................4H. P. Lovecraft..........................................................................................................4Ilustrado por Clayette................................................................................................4

Aquel que Rasga los Velos........................................................................................10J. Ramsey Campbell...............................................................................................10Ilustrado por Nicole Claveloux................................................................................10

El testamento de Claiborne Boyd..............................................................................16August Derleth........................................................................................................16Ilustrado por Virgil Finlay........................................................................................16

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Dagon

H. P. Lovecraft

Ilustrado por Clayette

Dagon, © 1939 by August Derleth and Donald Wandrei. Traducido por Luis Vigil en nueva dimensión 27, Ediciones Dronte, Diciembre de 1971.

Muerto en 1937, a los 47 años, H. P. Lovecraft no sufrió los horrores de la contienda mundial, que iban a minimizar, por comparación, a los que él había imaginado. Pero, aún así, su mitología iba a calar hondo en el alma de los aficionados que crearían (¡ironía máxima!) un “culto” alrededor del culto a los Dioses Primordiales.

Escribo esto bajo una tensión considerable, puesto que esta noche ya no existiré. Sin un céntimo, y acabándose mi provisión de droga, que es lo único que hace llevadera mi vida, no puedo soportar más la tortura; y me precipitaré por la ventana de esta buhardilla a la sórdida calle de abajo. No crean, por mi esclavitud a la morfina, que sea un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas, apresuradamente garabateadas, quizá puedan imaginar, aunque nunca por completo, por qué debo hallar el olvido o la muerte.

Fue en una de las partes más abiertas y menos frecuentadas del ancho Pacífico donde el carguero del que yo era contramaestre cayó víctima de un corsario alemán. La Gran Guerra estaba entonces recién iniciada, y. las fuerzas oceánicas del Huno aún no habían caído en su posterior degradación; así que nuestro navío fue apresado de forma legal, mientras que los miembros de la tripulación éramos tratados con toda la consideración y buenas maneras que se nos debían como prisioneros navales. Hasta tal punto llegó la liberalidad de la disciplina de nuestros captores, que cinco días después de que fuéramos apresados logré escapar, solo, en un botecillo con agua y provisiones para largo tiempo.

Cuando finalmente me encontré libre y a la deriva, no tenía casi idea de donde me hallaba. Nunca había sido un navegante competente, y sólo podía suponer vagamente, por el Sol y las estrellas, que me hallaba en algún punto al sur del ecuador. Nada sabía de mi longitud, y no se veía isla o costa alguna. El tiempo seguía bueno, y durante incontables días derivé sin rumbo bajo el ardiente Sol esperando bien que pasase algún barco, o llegar a las costas de alguna tierra habitable. Pero ni barco ni costa aparecieron, y comencé a desesperar en mi soledad bajo la inmensa vastedad del azul sin límites.

El cambio sucedió mientras dormía. Nunca sabré los detalles del mismo; pues mi duermevela, aunque inquieto y repleto de sueños, era continuo. Cuando al fin me desperté, fue para hallarme medio tragado por una viscosa extensión de infernal cieno negro que me rodeaba, llegando en sus monótonas ondulaciones hasta tan lejos como podía divisar, y en la que estaba encallado mi bote, a alguna distancia.

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Aunque uno puede bien imaginarse que mi primera sensación debiera haber sido de asombro ante una transformación tan prodigiosa e inesperada del paisaje, en realidad me sentí mucho más horrorizado que anonadado; pues en el aire y en la corrompida ciénaga se percibía una siniestra atmósfera que heló mi sangre en las venas. La región era pútrida a causa de los restos en descomposición de peces y de otras cosas menos descriptibles que vi surgiendo del sucio cieno de la llanura sin límites. Quizá no debiera esperar poder expresar en simples palabras la inmencionable repugnancia que puede darse en el absoluto silencio y la yerma

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inmensidad. El silencio más absoluto imperaba, y solo se divisaba una enorme extensión de lodo negro; y no obstante, el mismo hecho de que el silencio fuera absoluto y la homogeneidad del paisaje me oprimían con un terror nauseabundo.

El Sol deslumbraba en lo alto de un cielo que casi me parecía negro por su crueldad sin nubes; como si reflejase el estígeo barrizal bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote encallado me di cuenta de que únicamente una teoría podía explicar mi situación. A través de algún cataclismo volcánico inusitado, una porción del fondo oceánico debía haber sido lanzada a la superficie, exponiendo regiones que por innumerables millones de años habían permanecido ocultas bajo insondables profundidades oceánicas. Tan ciclópea era la extensión de la nueva tierra que se había alzado bajo mis plantas, que no podía detectar el más mínimo murmullo del oleaje del océano, por mucho que forzara mis oídos. Ni pájaro marino alguno descendía a devorar las cosas muertas.

Durante varias horas permanecí sentado, pensando, en el bote, que yacía de costado y me daba algo de sombra mientras el Sol se movía por los cielos. A medida que progresaba el día, el suelo perdió algo de su viscosidad, y pareció que posiblemente se secaría lo bastante como para permitir caminar sobre él, en breve tiempo. Aquella noche dormí bien poco, y al siguiente día me preparé un paquete que contenía agua y alimentos, disponiéndome a un viaje en busca del desaparecido mar y de un posible rescate.

A la tercera mañana hallé que el terreno estaba lo bastante seco como para poder caminar por él con facilidad. El hedor del pescado era insoportable; pero yo estaba demasiado preocupado con cosas más graves como para molestarme por un mal tan secundario, y partí audazmente hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé sin pausa hacia el oeste, guiado por un lejano montículo que se alzaba más alto que cualquier otra elevación del ondulado desierto. Aquella noche acampé, y al día siguiente proseguí mi viaje hacia el montículo, aunque el objeto parecía poco más cercano de cuando lo había divisado por primera vez. Para la cuarta mañana había alcanzado la base del montículo, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía en la distancia; y un valle intermedio lo destacaba con aún mayor relieve sobre la superficie general. Demasiado cansado para ascender, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué mis sueños fueron tan locos aquella noche, pero tan presto cuan la pálida y fantasmagóricamente deformada Luna se hubo alzado sobre la llanura del este, me desperté bañado en sudor frío, determinado a no seguir durmiendo. Las visiones que había experimentado eran demasiado fuertes para soportarlas de nuevo. Y, al brillo de la Luna, me di cuenta de lo poco sensato que había sido el viajar de día. Sin el ardor del omnipresente Sol, mi jornada me hubiera costado menos energías; de hecho, me sentía ahora con fuerzas suficientes como para realizar la ascensión que me había parecido imposible al anochecer. Recogiendo mi paquete comencé a subir hacia la cima del promontorio.

Ya he dicho que la monotonía sin límites de la llanura ondulada era una vaga fuente de horror para mí; pero creo que mi terror fue aún mayor cuando alcancé la cúspide del montículo y miré al otro lado, hacia un inconmensurable abismo o cañón, que la Luna, aún no demasiado alta, no llegaba a iluminar en sus profundidades. Me creí al borde del mundo; atisbando sobre el margen hacia un caos sin fondo de noche

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eterna. Mi terror estaba teñido de curiosas reminiscencias del Paraíso perdido, y de la horrible ascensión de Satanás desde los informes reinos de la noche.

Cuando la Luna se alzó en el cielo, comencé a ver que las laderas del abismo no eran tan perpendiculares como me había imaginado. Salientes y pitones en la roca proporcionaban asideros bastante fáciles para un descenso, y después de unas decenas de metros el declive se hacía más suave. Urgido por un impulso que no podía analizar definidamente, descendí con cierta dificultad por la pared rocosa, hasta llegar a la pendiente más suave de debajo, mirando hacia las profundidades estígeas en las que ninguna luz había aún penetrado.

Inmediatamente, mi atención fue capturada por un enorme y muy curioso objeto situado en la ladera de enfrente, que se alzaba verticalmente a un centenar de metros; un objeto que brillaba blanquecinamente a los rayos de la Luna que se alzaba. Pronto quedé convencido de que era solo una gigantesca masa de piedra; pero también tuve la impresión de que su contorno y su disposición no eran únicamente obra de la Naturaleza. Un escrutinio más detenido me produjo unas sensaciones que no puedo expresar; pues a pesar de su enorme magnitud y su posición sobre un abismo que ya se abría en el fondo del mar cuando el Mundo era joven, me di cuenta, sin lugar a dudas, que el extraño objeto era un monolito cuya tremenda masa había sido obra y quizá objeto de culto de seres vivos y pensantes.

Asombrado y temeroso, y sin embargo con la emoción de un arqueólogo u otro científico, examiné con mayor cuidado los alrededores. La Luna, ahora cercana a su cenit, brillaba extraña y luminosa sobre los vertiginosos despeñaderos que bordeaban el abismo revelando una corriente de agua que fluía por el fondo, perdiéndose en meandros en ambas direcciones y que casi llegaba hasta mis pies, allí donde me encontraba sobre la pendiente. Al otro lado del abismo las pequeñas olas lamían la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía divisar ahora tanto inscripciones como burdas esculturas. La escritura estaba trazada en un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, y diferente a cualquier otra cosa que hubiera podido ver en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos estilizados, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Diversos caracteres representaban, obviamente, seres marinos desconocidos para el Mundo moderno, pero cuyas formas en descomposición había podido observar en la llanura surgida del mar.

Sin embargo, fueron las esculturas lo que más atrajo mi atención. Claramente visibles al otro lado del riachuelo dado su enorme tamaño, había una serie de bajorrelieves cuyos motivos hubieran causado la envidia de un Doré. Creo que esas cosas intentaban representar hombres, al menos un cierto tipo de hombres; aunque aquellas criaturas tenían la actitud de peces en las aguas de alguna gruta marítima, o se inclinaban adorantes frente a algún túmulo monolítico que parecía también estar bajo las aguas. De sus rostros y formas no me atrevo a hablar con detalle; pues su solo recuerdo me hace desmayar. Más grotescos que lo que pudo imaginar un Poe o un Bulwer, y no obstante infernalmente humanos en su trazado general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus repugnantemente gruesos y flaccidos labios, sus vidriosos y prominentes ojos, y otros rasgos de recuerdo aún más desagradable. Cosa curiosa, parecían haber sido esculpidos fuera de toda proporción con el resto de la escena; pues se veía a una de las criaturas en el acto

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de matar a una ballena representada como poco mayor que él mismo. Como digo, me fijé especialmente en lo grotesco que eran y en su extraño tamaño; pero al momento siguientes decidí que simplemente se trataba de los dioses imaginarios de alguna primitiva tribu de pescadores o navegantes; alguna tribu cuyo último descendiente había perecido eras antes de que naciese el primer antepasado de los hombres de Piltdown o Neanderthal. Anonadado por esta inesperada visión de un pasado más allá de toda concepción del más temerario de los antropólogos, me quedé pensativo mientras la Luna producía extraños reflejos en el silencioso canal que tenía delante.

Entonces, súbitamente, lo vi. Su ascenso a la superficie solo fue precedido por una leve agitación, y de pronto la cosa apareció a la vista sobre las obscuras aguas. Vasta, polifémica y nauseabunda, se abalanzó como un colosal monstruo de pesadilla sobre el monolito, que rodeó con sus gigantescos brazos escamosos, al tiempo que inclinaba su repugnante cabeza y emitía ciertos sonidos modulados. Creo que fue entonces cuando enloquecí.

De mi frenética escalada por la pendiente y el acantilado, y de mi delirante viaje de regreso al bote embarrancado, recuerdo bien poco. Creo que pasé mucho tiempo cantando, y que reí en forma extraña cuando ya no pude cantar. Tengo recuerdos inconexos de una gran tormenta algún tiempo después de alcanzar el bote; lo que sí sé es que escuché retumbar de truenos y otros sonidos que la Naturaleza solo emite en sus momentos más demenciales.

Cuando salí de las sombras, me hallaba en un hospital de San Francisco. Fui lle-vado allí por el capitán de un buque norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. En mi delirio, había dicho muchas cosas, pero averigüé que se había prestado poca atención a mis palabras. Mis salvadores no sabían nada acerca de movimientos de tierras en el Pacífico, y no pensé que fuera necesario insistir en algo que jamás iban a creer. En cierta ocasión fui en busca de un célebre etnólogo y lo acosé con extrañas preguntas acerca de la antigua leyenda filistea sobre Dagon, el Dios-Pez; pero dándome cuenta rápidamente de que se trataba de un hombre totalmente convencional, no proseguí con mi inquisición.

Es durante la noche, especialmente cuando la Luna brilla pálida y se ve fantasmagóricamente deformada, cuando veo aquella cosa. He probado la morfina; pero la droga solo me ha facilitado un alivio pasajero, y me ha atrapado entre sus garras, haciéndome su inerme esclavo. Así que ahora acabaré con todo, tras haber completado mi relato, para información o desdeñosa diversión de mis congéneres. A menudo me pregunto a mí mismo si no pudo ser todo una simple fantasía, una alucinación de la fiebre mientras yacía, presa de la insolación y delirante, en el bote, tras mi huida del buque de guerra alemán. Sí, me hago esta pregunta, pero siempre me llega en respuesta una visión aterradoramente vivida. No puedo pensar en el profundo océano sin estremecerme ante la idea de las cosas sin nombre que pueden, en este mismo momento, estar arrastrándose y revolcándose en su cenagoso fondo, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de húmedo granito. Sueño en un día cuando quizá se alcen sobre enormes olas para llevarse arrastrando en sus fétidas garras a los restos de una inerme Humanidad agotada por las guerras... en un día en que las tierras se hundirán, y el obscuro suelo oceánico se alzará entre

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un pandemonio universal.

El fin está cercano. Oigo un sonido en la puerta, como el de un inmenso cuerpo resbaloso que tratase de forzarla. No me encontrará. ¡Dios, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

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Aquel que Rasga los Velos

J. Ramsey Campbell

Ilustrado por Nicole Claveloux

He who rips the veils, © by Arkham House. Traducción de Pedro Domingo en nueva dimensión 27, Ediciones Dronte, Diciembre de 1971.

Ramsey Campbell nació en Liverpool (Gran Bretaña) en 1946. Fanático de Lovecraft desde los diez años de edad, es, quizá, el más joven de los autores fantásticos que han sido atraídos por los mitos lovecraftianos, y sus cuentos constituyen una aportación de sangre nueva a una escuela que ya comenzaba a dar señales de senilidad.

El último autobús a Brichester había partido a medianoche. Llovía torrencialmente. Kevin Gillson pensó amargamente que lo mejor sería tal vez meterse de nuevo al abrigo del cine hasta la madrugada, pero el viento arrastraba a la lluvia. Descendió lentamente la colina y se cruzó con un taxi. El conductor iba a retiro, pero consintió en llevarle. En el momento en que subía al vehículo, un hombre llegó corriendo.

–¡Espere! –gritó–. ¿Me permite que comparta este taxi con usted? Si no, no sé como podré volver a casa.

–¿Dónde vive? –preguntó prudentemente Gillson.

El hombre respondió:

–En Tudor Drive.

–Está en mi camino –respondió Gillson.

En el taxi, Gillson, que era poco hablador, abrió un libro que había adquirido por la mañana: La brujería hoy.

Con una cierta incorrección, su compañero le interrogó:

–¿Cree usted en eso?

–En cierto modo –respondió Gillson con resignación–. Pienso que han habido gentes que creían que bailar desnudos y escupir a los crucifijos les haría bien. Era más bien infantil. Todos ellos eran psicópatas.

Hubo un silencio. Después, el hombre dijo:

–Pero, ¿sabe usted lo que había tras aquel culto de los brujos?

–¿Qué quiere usted decir? –preguntó Gillson.

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–¿Ha oído hablar usted de los verdaderos cultos? –prosiguió la voz–. No los servidores medievales de Satán, sino aquellos que adoran a los dioses que existen.

–Eso depende de lo que usted quiera dar a entender por «los dioses que existen» –respondió Gillson.

El hombre no pareció oír su observación.

–Fundaron ese culto porque buscaban algo. Quizá haya leído usted algunos de sus libros... no esos que se pueden encontrar en los kioscos.

–He ojeado efectivamente algunas obras en el British Museum.

–¿El Necronomicón, presumo? –dijo el otro con una voz un poco divertida–. ¿Y qué piensa usted de él?

–Me sentí bastante confundido –confesó Gillson–. No lo comprendí totalmente.

–Esto es un poco demasiado vago –dijo el otro–. Pero permítame que me presente. Mi nombre es Henry Fisher, y puede usted llamarme «ocultista».

–Me interesa –dijo Gillson.

–¿Por qué? ¿Está buscando algo?

–Más o menos. Desde mi juventud, he estado convencido de que nada corresponde a las apariencias. Si hubiera un medio de ver las cosas sin utilizar los ojos, todo sería distinto.

Fisher, con una voz donde la sorpresa se mezclaba con un cierto aire de triunfo, dijo:

–Es extraño que diga usted eso. Yo he tenido la misma idea durante bastante tiempo, y he hallado un medio de ver las cosas sin utilizar los ojos, pero es un medio peligroso y que exige dos personas para obtener el relieve... Pero, dispense, ahí es donde he de bajar.

Habían llegado ante un inmueble.

–Aquí es donde vivo –dijo Fisher, y se dispuso a pagar el taxi.

–¡Espere un minuto! –dijo Gillson–. Su observación acerca de algunas experiencias que permiten ver las cosas como son realmente... ¿es cierto?

–Cierto, pero peligroso –dijo Fisher.

–No me importa –dijo Gillson.

Y le siguió. Fisher vivía en el entresuelo. Un estudio moderno, con reproducciones de cuadros de Bosch, Clark Ashton Smith, y Dalí, y obras esotéricas. Y otros objetos más difíciles de definir. En el centro de la habitación, un objeto ovoide que emitía un silbido de vez en cuando. Algo extraño recubierto con una tela, sobre un pedestal, en un rincón.

–Siéntese mientras hago café –dijo Fisher–. Voy a explicárselo y, si usted me lo

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permite, conectaré un magnetófono.

Desapareció en la cocina y continuó hablando:

–Yo era un chiquillo extraño. Pretendía que las gárgolas de las iglesias me perseguían en sueños. Los médicos me hallaban mórbido. En la escuela tuve una gran idea. En la clase de física. Estudiábamos la estructura del ojo y me puse a reflexionar. Me pareció que lo que veíamos a través de un sistema tan complicado: la córnea, el cristalino y los humores, debía estar ciertamente deformado. Es muy elegante decir que lo que se forma en la retina es simplemente una imagen como en un telescopio hecho de materia inerte, pero nadie lo ha verificado y esta afirmación no me convence. No me atreví a contárselo al profesor, que se hubiera burlado de mí. Cuando fui a la universidad, me confié a un estudiante llamado Taylor. Este me hizo entrar en una secta de brujos. No sus degenerados brujos, completamente desnudos, sino aquellos que habían aprendido a entrar en comunión con las fuerzas primarias. Aprendí un cierto número de cosas: por ejemplo, para qué sirven las partes no utilizadas del cerebro, y lo que se halla enterrado en un cementerio no lejos de aquí... Pero la secta fue descubierta, y todos aquellos que fueron cogidos fueron expulsados de la universidad. Afortunadamente para mí, yo no me hallaba en aquella reunión. Hecho aún más extraordinario, uno de los estudiantes expulsados abandonó la brujería y me cedió todos sus libros. Entre ellos había las Revelaciones de Glaaki, y es allí donde descubrí el método que vamos a emplear.

Entonces Fisher entró en la habitación, trayendo dos tazas y una cafetera en una bandeja. Las depositó sobre la mesa, y quitó la tela que recubría el objeto situado en un rincón, sobre el pedestal.

Kevin Gillson lo miró fijamente. El objeto era tan complejo que ninguna forma familiar era reconocible en él. Había hemisferios de brillante metal y tubos de plástico mezclándose y rematando en una masa compuesta de cilindros. Sintió que era la imagen de algo vivo. Le pareció que la cosa se había dilatado y había llenado toda la habitación. Pero, mirándola desde más cerca, había vuelto a su dimensión original.

Fisher observó:

–¿Ha notado también usted ilusiones acerca de su volumen? Esto ocurre porque no es más que la proyección en tres dimensiones del verdadero objeto que, en su propio sistema dimensional, no se parece a nada.

–Pero, ¿qué es? –preguntó Gillson con una cierta impaciencia.

Y Fisher respondió:

–Es una imagen de Daoloth, Aquel que Rasga los Velos.

Pasó a Gillson una taza de café, y este observó:

–Será preciso que me explique eso. Pero tengo una objeción que hacer. Si esta mesa no es una superficie plana rectangular, ¿cómo es posible que sea una superficie plana rectangular si la toco cerrando los ojos?

–Alucinación táctil –replicó Fisher–, pero pienso que si la mente pone en marcha este complicado sistema de alucinaciones es porque la realidad oculta es sin duda

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terriblemente peligrosa de percibir.

–No intente causarme miedo –dijo Gillson–, porque no lo conseguirá; por el contrario, esto se hace interesante.

Fisher dijo, en un tono de disculpa:

–Es preciso que me salga un poco por la tangente. He observado que arrojaba miradas furtivas hacia esta cosa amarilla y silbante, hacia la mesa en forma de huevo, desde que ha entrado en la habitación. Usted ha oído hablar de ello en el Necronomicón: los cristalizadores de sueños. Es uno de esos objetos que, cuando uno duerme, lo traslada a las otras dimensiones. Yo he ido así muy lejos y hubiera querido transmitirle las sensaciones que uno siente, cuando llega a ese último espacio, a ese último continuo donde solo existe el espacio y no la materia. No me pregunte dónde he obtenido este cristalizador de sueños: es peligroso hablar demasiado de ello porque su guardián podría ser puesto así sobre la pista. Pero sigamos... Al leer en las Revelaciones de Glaaki que mi idea podía ser eventualmente probada, busqué y hallé un medio de llegar a un cierto punto; y, finalmente, me encontré entre murallas y columnas tan altas que no podía ver dónde terminaban.

»Una gran hendidura, como las causadas por los temblores de tierra, cortaba el

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suelo en dos. Aquella hendidura pareció de pronto agitarse ante mis ojos y algo salió de ella, el terrible original de lo que ha visto usted. Emprendí la huida y fui interceptado por un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas y capuchas de metal ligero. Llevaban pequeñas imágenes de lo que había visto, y así comprendí que eran sus sacerdotes. Me preguntaron por qué había ido a su mundo y les respondí que había ido a suplicar a Daoloth que rasgara los Velos por mí. Uno de ellos me dijo: «Tendrá usted necesidad de esto, es el lazo que no encontrará en su Mundo». Después, la imagen desapareció. Me desperté en mi cama, sujetando en la mano el objeto que ve usted ahí.

–Pero, ¿quién es Daoloth? –preguntó Gillson.

–Fue el dios de los astrólogos en la Atlántida. Si uno intenta mirarlo, se vuelve loco. Es preciso invocarlo en la obscuridad total, como vamos a hacer ahora. En los planetas Yuggoth y Tond, sus sacerdotes lo conocen como Aquel que Rasga los Velos. No solo permite ver el pasado y el futuro, sino que permite ver las prolongaciones de los objetos en las demás dimensiones. Si tiene usted el valor necesario, vamos a invocarlo.

–Lo tengo –dijo Gillson.

–Entonces, écheme una mano –dijo Fisher.

Pasó a Gillson un cierto número de objetos sacados de una vitrina, objetos de plástico que ensamblaron de modo que formara un pentágono. Dos velas negras de extraña forma, un objeto metálico rematado por un idolillo que no se parecía a nada, y un cráneo. El cráneo inquietó a Gillson. Mostraba dos orificios hechos para sujetar las velas, pero, incluso teniendo en cuenta aquellos orificios, era visible que aquel cráneo no había sido jamás humano.

Como Fisher situara las velas en el cráneo, Gillson hizo una objeción:

–Creía que no debíamos tener ninguna fuente de luz en la habitación.

–Se apagarán cuando Daoloth comparezca –dijo Fisher–. Pero facilitan la apertura de la puerta que separa los espacios. Aparecerá en el pentágono y tomará un poco de sangre de cada uno de nosotros.

–¡Pero usted no me ha dicho nada de esto!

–No es grave –dijo Fisher–, no tomará mucha.

Y apagó las luces. Aparte las dos velas negras, la obscuridad era total.

Fisher cantó:

–¡Ven, oh Tú que Rasgas los Velos y muestras la última realidad!

Las velas se apagaron, después brillaron con una llama negra, una especie de fuego negativo. Y Fisher y Gillson supieron que ya no estaban solos en la habitación. Algo les tocó, algo que hacía un ruido de papel al ser frotado. La voz de Fisher sonó en las tinieblas:

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–Has probado nuestra sangre y conoces nuestras intenciones. Rasga los Velos, muéstranos la verdadera realidad, te lo suplicamos.

El inmueble tembló, después supieron que el ocupante del pentágono había partido. Fisher dijo:

–Cuando encienda la luz, veremos los objetos tal y como son. Está aún a tiempo de renunciar a ello: tengo aquí cinta adhesiva negra con la que puede taparse los ojos.

–No me asusta –dijo Gillson.

–Téngalo en cuenta una última vez –dijo Fisher–. Por lo que sé de la cuestión, las ilusiones táctiles ya no se manifiestan más para aquel que ha visto una vez. ¿Cree usted poder sobrevivir?

–¡Adelante!

–Está bien. Cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡enciendo!

Un vecino histérico llamó a la Policía. Al llegar al apartamento de Tudor Drive, los policías encontraron a Kevin Gillson apuñalado y a Henry Fisher con la garganta seccionada por un fragmento de cristal. El magnetófono había continuado grabando y la última parte de la cinta desconcertó a la policía y a los expertos:

«Dios mío, ¿dónde estoy? ¿Y dónde está usted, Gillson? ¡Gillson, eso no puede ser usted! Mueva su brazo. Sí, pues sí, ese ser innombrable es usted. ¡No se acerque! ¡No me toque, le mataré si...!

Y se oían algunos sonidos inarticulados. Era incomprensible el por qué aquellos dos hombres se habían matado mutuamente; el examen de sus cuerpos no mostró ningún cambio. Una última anomalía: después de los gritos estrangulados de las víctimas, el magnetófono había registrado un ruido parecido al de un papel al ser frotado. Los expertos creyeron que se trataba de un defecto de la cinta.

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El testamento de Claiborne Boyd

August Derleth

Ilustrado por Virgil Finlay

The testament of Claiborne Boyd, © 1948 by Weird Tales. Traducción de M. Trevänner en nueva dimensión 27, Ediciones Dronte, Diciembre de 1971.

August Derleth, recientemente fallecido, fue el verdadero “constructor” de la fama de Lovecraft, ya que, a la muerte de éste, tomó la obra dispersa de un autor casi desconocido –considerado por sus contemporáneos como uno de los incontables autores de “pulp”– y la llevó a la fama, aunque para ello tuvo que crear y mantener a pulso una empresa editora, la Arkham House, especializada en relatos fantásticos y, esencialmente, en la obra lovecraftiana.

El manuscrito de Claiborne Boyd, que ahora se halla en las bóvedas de la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires, está dividido en tres partes. Las dos primeras fueron descubiertas entre los efectos que Claiborne Boyd dejó en una habitación de hotel de Lima, Perú. La parte final es la reunión de varias cartas, enviadas al profesor Viberto Andrós, de Lima, y de varios relatos relacionados con ellas. Todo el manuscrito ha sido autorizado para una publicación limitada solo tras una prolongada discusión entre sus custodios.

I

Es una suerte que la habilidad de la mente humana para correlacionar y asimilar hechos sea limitada con relación a lo potencialmente cognoscible, incluso a lo realmente conocido, y más si tenemos en cuenta lo que se halla más allá. Es una suerte, porque los millones de habitantes de la Tierra, exceptuando un número infinitesimal, viven así dichosamente ignorantes de las obscuras profundidades de horror que se abren eternamente, no solo en extraños lugares perdidos del Mundo sino a menudo tras la puesta del Sol o después de la siguiente esquina: los abiertos abismos en el tiempo y en el espacio, y las cosas inconcebiblemente extrahumanas que ocupan esas terribles lagunas.

Hace menos de un año, me dedicaba a un tranquilo estudio de la cultura criolla; residía en New Orleans y efectuaba viajes ocasionales desde esa ciudad a la región de los cayos del delta del Mississipi, que no estaba muy lejos de la ciudad en que nací. Me había estado dedicando a esta tarea durante quizá tres meses cuando me llegaron noticias de la muerte de mi tío abuelo Asaph Gilman, y del envío, bajo su expresa orden contenida en su testamento, de algunas de sus propiedades a mi nombre, dado que era el único «estudioso» que quedaba entre sus pocos parientes vivos.

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Mi tío abuelo había sido durante muchos años profesor de física nuclear en Harvard y, tras su jubilación por ancianidad, había enseñado durante corto tiempo en la universidad de Miskatonic, en Arkham. Desde este último puesto de trabajo, se había retirado a su casa en un suburbio de Boston, y comenzado a vivir sus últimos años en una casi total reclusión; digo «casi» porque la interrumpía de vez en cuando para hacer extraños y misteriosos viajes a todos los rincones del mundo, en uno de los cuales, mientras husmeaba por ciertos distritos de mala reputación en Limehouse, en Londres, se había encontrado con la muerte, en un repentino tumulto de lo que parecían ser los askaris o dakoits de los barcos del puerto, tumulto que había terminado tan pronto como había caído muerto al suelo. Yo había recibido mensajes suyos por escrito de vez en cuando, con su menuda y apretada letra, enviados desde los diversos puntos a los que se había desplazado: desde Nome, Alaska, por ejemplo, y Ponapé, en las islas Carolinas, o desde Singapur, El Cairo, Cregoivacar, en la Transilvania, Viena, y otros muchos lugares. Al comienzo de mis investigaciones sobre las costumbres criollas, había recibido una críptica postal enviada desde París, en cuya parte delantera se veía un excelente grabado de la Biblioteca Nacional y en la trasera una súplica del tío abuelo Asaph:

«Si en tu estudio te encuentras con alguna evidencia de ritos paganos, pasados o presentes, te quedaría muy agradecido si reunieses todos los datos pertinentes y me los enviases a tu conveniencia.»

Dado que, naturalmente, los criollos que yo estudiaba eran en su mayoría de religión católica, no encontré datos como los que él buscaba; por ello, no escribí a la dirección de Londres que me remitía; de hecho, antes de que pensase siquiera en escribirle me llegó la noticia de su inesperada muerte.

Los efectos de mi tío abuelo siguieron a la noticia de su muerte con una quincena de diferencia. Dos enormes baúles llenos completamente, o al menos así parecía por su peso. En el momento de su llegada estaba demasiado ocupado asimilando los principales detalles sobre las costumbres y folklore de la región de los criollos, y por esta razón pasó más de un mes antes de que pensase en abrirlos y hacer al menos un repaso general de su contenido. Cuando finalmente los abrí, descubrí que su contenido podía ser dividido en dos partes: una colección de «piezas» extremadamente curiosas, que hubieran hecho las delicias de cualquier coleccionista de arte indígena, y un montón de notas, algunas escritas a máquina, algunas en la característica letra de mi tío abuelo, mientras que otras eran simples recortes de periódico y cartas.

Obviamente, dado que el arte indígena se prestaba más a un rápido escrutinio, me dediqué inmediatamente a él. Tras estar unas cuatro horas intentando conseguir un cierto orden, llegué a la conclusión de que las piezas que mi tío abuelo había recolectado tan trabajosamente representaban un extraño tipo de progresión creativa. Mi propio conocimiento acerca de aquel arte indígena era bastante limitado, pero mi tío abuelo había pegado notas adecuadas a las partes inferiores o traseras de casi todas las piezas, excepto aquellas que evidentemente no lo necesitaban, tales como, por ejemplo, los tipos más comunes de máscaras polinesias.

La división de las piezas en grupos era ya interesante por sí misma. Había aproximadamente doscientas setenta y siete, contando dos o tres que quizá se hubieran roto de tal forma que pareciesen dos en lugar de una. De ese número,

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probablemente un cuarto de centenar eran de origen indio estadounidense, y otro número similar de origen indio canadiense y esquimal. También algunas piezas sueltas de diseño claramente maya, y una docena debidas a artesanos egipcios. Aproximadamente un centenar de las piezas procedían del continente africano, y unas dos docenas eran originarias de oriente. Casi todo el resto, y formando por consiguiente el mayor grupo procedente de una misma zona, eran originarias del Pacífico del sur, de Polinesia, Micronesia, Melanesia y Australia. Aparte de ésas, quizá hubiera media docena de piezas cuyo origen estaba señalado como desconocido. Esas piezas eran todas ellas extremadamente inusitadas, y aunque diferían ampliamente unas de otras en lo superficial, parecía haber unos nexos de unión entre ellas, como si se hubieran producido algunos obscuros desarrollos comunes a todas las trazas culturales y raciales representadas, nexos tales como los que sugieren ciertas básicas similaridades entre las repugnantes tallas del Pacífico del sur y los repelentes totems de los indios canadienses; y desde luego, mi tío abuelo se había dado cuenta de esa extraña relación, pues así lo indicaban sus notas. Pero, por desgracia, no había en parte alguna clara indicación de la tesis que movía las investigaciones de mi tío abuelo en lo que a esas curiosas obras de arte se refería.

Bien a las claras se podía ver que mi tío abuelo había dedicado sus principales esfuerzos a las piezas del Pacífico del Sur, que no eran, como pude ver en seguida, las acostumbradas variedades de máscara, a pesar de que sus notas no eran demasiado explicativas, y fue solo a la luz de los acontecimientos posteriores cuando me resultó claro este «arte» y las notas que lo acompañaban. Entre las piezas del Pacífico del Sur había algunas que llamaron en seguida mi atención. Son las que siguen, puestas en el orden en que más atrajeron mi mirada, y las notas que la acompañaban:

1) Una figura humana, coronada por un pájaro. «Río Sepic, Nueva Guinea. Se dice que existe la figura opuesta, pero un gran secreto la rodea. No pudo ser encontrada.»

2) Una pieza de tela Tapa de las Islas Tonga, con el dibujo de una estrella verde obscuro sobre fondo marrón. «La primera aparición de la estrella de cinco puntas en esta área. No hay ninguna otra relación. Los nativos no pueden explicar el dibujo; dicen que es muy antiguo. Evidentemente, no hay contacto posible aquí, dado que ha perdido su significado.»

3) Dios de los pescadores. «Islas Coock. No es la familiar efigie de una canoa de pesca. Nótese la falta de cuello, el torso deformado, los tentáculos en vez de piernas y/o brazos. Los nativos no le daban nombre.»

4) Tiki de piedra. «Islas Marquesas. Interesantísima cabeza de batracio en una figura presumiblemente humana. ¿Tendrá los dedos palmeados? Los nativos, aunque no lo adoran, le prestan un significado aparentemente asociado con el miedo.»

5) Cabeza diminuta. «Claramente, es una miniatura de las colosales imágenes de piedra que se encuentran en la ladera exterior del Rano-raraku. Típico trabajo de la isla de Pascua. Encontrado en Ponapé. Los nativos la llaman simplemente Dios primitivo.»

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6) Dintel tallado. «Maori de Nueva Zelanda. Exquisito trabajo. La figura central es obviamente octopoide, y sin embargo no es un octópodo, sino una curiosa combinación de pez, rana, pulpo y hombre.»

7) Marco de puerta tallado (talé). «Nueva Caledonia. ¡Nótese de nuevo la aparición de la estrella de cinco puntas!»

8) Figura ancestral. «Tallada en tronco de helecho gigante. Ambrym, Nuevas Hébridas. En parte humano, en parte batracio. Si es la representación de un verdadero antepasado ancestral, existe alguna relación manifiesta con el mismo culto de Ponapé e Innsmouth. La mención de Cthulhu asustó al propietario, aunque no parecía saber por qué.»

9) Máscara barbada. «Originaria de Ambrym. Impresionante sugerencia de una barba formada por tentáculos y no pelo. Descubrimientos similares en las Carolinas, la región del río Sepik en Nueva Guinea y las Marquesas. Encontrada una similar en una tienda del área portuaria de Singapur. ¡No estaba en venta!».

10) Figura de madera. «Río Sepik. Nótese: a) la nariz: un tentáculo que se extiende hacia abajo rodeando a la figura por la cintura; b) el mentón: otro tentáculo que baja y se une al torso por el ombligo. La cabeza está grotescamente fuera de toda proporción. ¿Hecha a partir de un modelo viviente?»

11) Escudo de guerra. «Queensland. Dibujo de un laberinto. Aparentemente: a) el laberinto está debajo del agua; b) parece verse una figura maciza y antropoide al final del laberinto. ¿Tentáculos?»

12) Pendentif de concha. «Papú. Similar a la pieza anterior».

Parecía evidente que mi tío abuelo buscaba algunas tendencias muy definidas en aquellas piezas. Pero si se trataba del desarrollo del arte primitivo o de algún objeto representado, era algo que ya no quedaba claro. No obstante, probablemente era eso último, pues entre las restantes piezas de origen desconocido había dos que eran extremadamente sugestivas a la luz de las crípticas notas de mi tío abuelo. Una era una burda estrella de cinco puntas, hecha con algún tipo de piedra gris desconocida para mí; la otra era una figura exquisitamente tallada de solo dieciocho centímetros de altura, que no se parecía más que a una ficción de pesadilla. Ciertamente, representaba a algún antiguo monstruo, si es que alguna vez algo así había caminado sobre la Tierra. La criatura era aparentemente antropoide de silueta, pero su cabeza era octopoide, y su rostro era una masa de apéndices parecidos a tentáculos, mientras su cuerpo parecía ser al mismo tiempo escamoso y elástico. Sus corvas y dedos de las patas acababan en garras desproporcionadamente largas, y algo que se asemejaba a las alas de un murciélago parecía surgir de su espalda. Dada su corpulencia y su rostro de horrible maldad, la acuclillada figura tenía una fuerza indudable, daba una vivida e inolvidable impresión de una gran perversidad... no como se entiende ésta habitualmente, sino de un terrible horror destructor del alma que trascendía a la maldad que los hombres normales conocen. Su aspecto era quizá aún más horrible debido a que la cabeza de cefalópodo estaba inclinada hacia adelante, y el aspecto general de la figura acuclillada era el de un ser

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que está a punto de abalanzarse. Mi tío abuelo había pegado a su base una breve nota, aún más extraña que las otras. Solo decía: «¿C... o algún otro?» Aunque mi conocimiento del arte primitivo era, como ya he admitido, relativamente pequeño, estaba convencido de que no había ningún nexo de unión entre el arte de aquella extraña figura y todos los otros tipos de arte conocidos a los que, como cualquier otro individuo de una razonable cultura, estaba habituado; y esta convicción sirvió para hacer aparecer ante mis ojos como aún más misteriosa la adquisición de mi tío abuelo.

Igualmente, no había clave alguna de su origen; por lo menos en lo que a la misma figura se refería. La busqué en vano, pero no apareció nada excepto la extraña pregunta de mi tío abuelo. Por otro lado, aquella figura daba la impresión de una tremenda e incalculable antigüedad; esto era indudable, pues el material con el que había sido modelada era una piedra verde negruzca con estrías y puntos iridiscentes, que no me recordaba ningún otro ejemplar geológico conocido por mí. Además, se veían a lo largo de la base de la figura ciertas incisiones que al principio yo había tomado por marcas hechas durante la talla; y no obstante, tras un prolongado examen, me pareció que aquellas marcas no eran las mellas casuales de una herramienta de talla, sino que habían sido cuidadosamente grabadas en la piedra; de hecho, se trataba de jeroglíficos o caracteres de alguna lengua que no tenía mayor relación con las actuales de la que la talla en sí tenía con los tipos de arte conocidos.

No resultará extraño, pues, que pronto me decidiese a dejar a un lado mi estudio sobre las culturas y costumbres criollas para ocuparme en realizar un estudio más extenso de los papeles de mi tío abuelo. Me parecía bastante evidente que, por muy en secreto que lo hubiese llevado, estaba tras la pista de algo, y que había algunos factores, como por ejemplo su tarjeta inquiriendo acerca de «ritos paganos» entre los criollos y su interés en las piezas indígenas que había conservado, que tendían a mostrarme que el objeto de su búsqueda era probablemente algún tipo de religión antigua que estaba intentando trazar a través de los siglos, en los remotos rincones del Mundo en los que su supervivencia fuera más probable que en los centros urbanos de nuestros días.

Sin embargo, fue más fácil decidirme que llevar a cabo mi decisión, pues los papeles de mi tío abuelo no se encontraban en ningún orden, ni siquiera cronológico. Dado su aparente buen orden dentro de los baúles, yo había esperado que al menos estuviesen dispuestos en forma inteligible, pero me llevó un considerable espacio de tiempo el efectuar el más elemental ordenamiento, y aún mucho más tiempo el establecer un símil de secuencia, aunque no tenía seguridad ninguna de que esta secuencia fuera la correcta. A pesar de todo, tenía algunas razones para creer que si no lo era no debía estar demasiado equivocada, pues las notas de viaje de mi tío abuelo me permitían asignar unas fechas relativas, ya que era posible descubrir a dónde había viajado y cuál era el orden de esos viajes. También fue posible encontrar el motivo original de esos viajes, dado lo inusitado de ellos como forma en que transcurrir sus últimos años, sobre todo teniendo en consideración su vida pasada.

Parecía bastante probable que lo hubiera impulsado alguna experiencia, propia o

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asimilada, relacionada con los dos años pasados enseñando en la universidad de Miskatonic. Pero el origen inmediato de sus primeros viajes se encontraba aparentemente en un curioso manuscrito que, obviamente, era obra de un náufrago. No tenía forma de saber cómo había llegado a poder de mi tío abuelo, aunque era probable que el recorte de periódico que llevaba unido lo hubiera puesto sobre su pista. El recorte era el breve relato del hallazgo de un manuscrito en una botella; se titulaba:

«Resuelto el misterio de la nave perdida. el Advocate se hundió en el mar»

y decía:

«Auckland, Nueva Zelanda, 17 de Diciembre. – El misterio del buque Advocate, perdido el pasado agosto, pareció ser resuelto hoy con el hallazgo de un manuscrito debido al primer oficial Alistair Greenbie. El manuscrito fue descubierto en una botella que flotaba no lejos de la costa de Nueva Zelanda, por la tripulación de un pesquero. Mientras que en su mayor parte parecía ser el resultado del delirio de una mente ya afectada por las privaciones, los hechos esenciales concernientes al hundimiento del Advocate aparecían claros. Tras salir de Singapur, la nave fue alcanzada por la tormenta que descendió de las Kuriles a mitad de agosto; en aquel momento se hallaba a 47° 53' de latitud sur y a 127° 37' de longitud oeste. La tripulación del Advocate se vio obligada a abandonar la nave diez horas después de hallarse en medio de la tormenta, mientras ésta aún proseguía. A continuación, se hallaron a merced de las encrespadas olas y, si se puede hacer caso del relato de Greenbie, cayeron en manos de unos piratas increíblemente brutales cuya acción diezmó a los hombres que quedaban con vida, mientras el bote que llevaba a Greenbie y a sus compañeros llegaba a la costa de una isla que probablemente era una de las Gilbert o las Marianas. No obstante, una isla como la que describe Greenbie resulta desconocida para los navegantes locales, que se inclinan a dudar del relato de Greenbie en lo que se refiere a la parte posterior al abandono del buque.»

El manuscrito estaba redactado sobre las hojas, relativamente pequeñas, de un block de notas de bolsillo, cosidas juntas. Aunque de muchas páginas, estaba escri-to con mano temblorosa, y no había muchas palabras en cada página. No obstante, tenía una cierta longitud, considerando que con bastante probabilidad su redactor estaba sufriendo los rigores de su situación y más o menos convencido de que estaba condenado a morir en el mar.

«Soy todo lo que resta de la tripulación de la nave Advocate, que partió de Singapur el 17 de agosto de este año. El día 21 nos encontramos con una tormenta a 47° 53' de latitud sur y a 127° 37' de longitud oeste, que llegaba del norte y soplaba con terrible fuerza. El capitán Randall alertó a la tripulación e hicimos todo lo que fue posible, pero no pudimos enfrentarnos con tal tormenta en un barco tan poco marinero como el Advocate. A comienzos de la sexta guardia, diez horas después de que la tormenta cayese sobre nosotros, llegó la orden de abandonar la nave; se estaba hundiendo rápidamente; algo se había desgarrado al costado de babor; y era inútil tratar de salvarla. Nos metimos en dos botes. El capitán Randall estaba a cargo del último en partir, y yo del otro. Perdimos cinco hombres al abandonar el buque; el mar estaba más embravecido de lo que jamás había visto, y cuando se hundió el Advocate aún empeoró.

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«Durante la noche nos separamos, pero nos volvimos a reunir de día. Teníamos bastantes provisiones como para aguantar una buena semana si las racionábamos, y creíamos que nos hallábamos entre las Carolinas y las Almirantes, más cerca de estas últimas y de Nueva Guinea. Así que hicimos lo que pudimos, enfrentándonos contra la mar embravecida, para ir en aquella dirección. Al segundo día, Blake tuvo un ataque de histeria y causó un desgraciado accidente; en la lucha, se perdió la brújula. Dado que era la única brújula que había en los botes, su pérdida era un asunto grave. No obstante, mantuvimos, o al menos así creíamos, un curso que nos llevaba directamente hacia las Almirantes o Nueva Guinea, pero, al caer la noche, vimos por las estrellas que nos habíamos salido de rumbo hacia el oeste. A la siguiente noche, aún seguíamos fuera de rumbo, solo que más, pero no podíamos estar seguros de nuestra dirección aun después de rectificar el curso, dado que las nubes cubrieron todas las estrellas excepto la Cruz del Sur y Canopus, que pudieron verse débilmente tras las nubes durante algún tiempo después de que las otras hubieran desaparecido.

«Perdimos cuatro hombres durante aquellos días. Siddons, Harker, Peterson y Wiles enloquecieron. Luego, durante la cuarta noche, Hewett, que estaba de guardia, nos despertó con un alarido; y cuando estuvimos despiertos oímos lo que él había escuchado: gritos y gemidos que llegaban sobre el mar de allá donde creíamos que se encontraba el bote del capitán Randall. Al cabo de unos minutos, todo hubo acabado. Tratamos de llamarlos a gritos, pero no logramos respuesta; si hubiera sido uno de los hombres enloquecido, nos hubiéramos enterado. Pero no se oía nada. Al cabo de un tiempo, dejamos de intentarlo, y esperamos el amanecer, más o menos aterrorizados todos, en la obscuridad, con aquellos horribles gritos resonando aún en nuestros oídos.

«Entonces llegó la mañana, y buscamos al otro bote. Sí, lo vimos, pero no había un solo hombre a bordo del mismo. Ordené que nos acercásemos, pensando que quizá hubiera hombres tendidos en el fondo, pero cuando llegamos junto a él no vimos a nadie, ni señales de nada, excepto la gorra del capitán, que estaba echada por allí. Estudié cuidadosamente el bote; la única cosa que descubrí fue que las bordas parecían viscosas como si algo hubiera surgido del agua y subido al bote. No logré comprender esto.

«Nos apartamos del bote, dejándolo tal como lo habíamos hallado. No teníamos fuerzas bastantes como para remolcarlo, ni íbamos a ganar nada con ello. No sabíamos en qué dirección íbamos, ni sabíamos dónde estábamos, pero creíamos hallarnos cerca de las Almirantes. Unas cuatro horas después de la salida del Sol, Adams dio un grito y señaló hacia adelante, y allí se veía tierra. Nos dirigimos hacia ella, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía. No fue sino hasta última hora de la tarde cuando logramos acercarnos lo suficiente como para divisarla con nitidez.

«Era una isla, pero no se parecía a ninguna otra que hubiera visto antes. Tenía un kilómetro y medio de largo y, si bien no parecía crecer vegetación en ella, se veía algo similar a un edificio en su centro: un gran pilar de piedra negra colocado allí en medio, y junto al borde del mar se veía algo que parecía trozos de mampostería. Jacobson tenía el catalejo, y lo tomé. Había nubes y el Sol estaba a punto de ocultarse, pero aún podía ver. La isla tenía un aspecto extraño. Parecía como barro, hasta en sus partes más altas. El edificio también era raro. Pensé que el calor y la

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falta de agua estaba afectándome, pero de todas maneras me di cuenta de que no podríamos llegar a la costa hasta el día siguiente.

«Nunca logramos llegar a ella.

«Aquella noche le tocaba a Richardson hacer la guardia hasta medianoche, pero estaba demasiado débil para ello, así que Petrie lo substituyó y Simonds se sentó con él, por si uno de los dos se quedaba dormido. Estábamos todos agotados, por haber intentado con demasiado ímpetu el llegar a tierra, realizando un esfuerzo demasiado grande para las escasas raciones que teníamos, y pronto estuvimos dormidos. Me pareció que no llevaba mucho tiempo así cuando un aullido de Simonds nos despertó. Me levanté con un salto felino y me puse a su lado. Estaba sentado, con los ojos y la boca muy abiertos, como un hombre en el punto álgido del miedo. Balbuceaba que Petrie había desaparecido; que algo había salido del agua y se lo había llevado del bote. Solo tuvo tiempo de decir esto; solo tuvimos tiempo de oír esto. ¡Al siguiente minuto, cayeron sobre nosotros, saliendo del agua como demonios, surgiendo por todos lados!

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»Los hombres lucharon como locos. Noté que algo me desgarraba, algo así como un brazo escamoso terminado en una mano, pero, ¡juro por Dios que aquella mano tenía dedos palmeados! ¡Y juro que el rostro que vi era un cruce de hombre y rana! ¡Y aquella cosa tenía branquias! ¡Y su tacto era viscoso!

»Eso es lo último que recuerdo de aquella noche. Después, algo me golpeó; creo que fue el pobre muerto de miedo de Jed Lambert, que probablemente creía que estaba golpeando a una de las cosas que nos abordaban. Me desplomé y quedé sin sentido, y eso es probablemente lo que me salvó; aquellos seres me dejaron por muerto.

«Cuando me desperté, ya hacía horas que era de día. La isla había desaparecido... estaba muy lejos de ella. Derivé durante todo el día y la noche siguiente, y esta mañana he escrito todo esto para que, si nunca llego a tierra, o si no me encuentran pronto, pueda meterlo en una botella y rogar porque alguien lo halle y regrese para vengarse de esas cosas que capturaron, a mis hombres y al capitán Randall y a los suyos, pues no me cabe duda de que lo mismo les sucedió a ellos: arrancados de su bote durante la noche por algo surgido de los infiernos que acechan bajo esas malditas aguas.

(Firmado), «Alistair H. Greenbie

Primer Oficial, buque Advocate»

Sea lo que sea lo que las autoridades de Auckland pensasen del testimonio de Greenbie, lo cierto es que mi tío abuelo lo tomó con la más absoluta seriedad, pues, siguiéndolo en secuencia cronológica, había una gran serie de historias similares: relatos de sucesos extraños e inexplicables, narraciones de misterios nunca resueltos, de curiosas desapariciones, de toda clase de acontecimientos ultranaturales que pueden aparecer en millares de periódicos, pero que solo son leídos con interés superficial por la gran mayoría de las gentes.

En su mayor parte, esos relatos eran cortos; parecía evidente que casi todos los redactores jefes los utilizaban únicamente como material de relleno, e indudablemente se le debió ocurrir a mi tío abuelo que, si el testimonio de Greenbie había sido tratado de tal forma, entonces quizá otros artículos tuvieran tras ellos historias similares. Debo dejar bien claro ahora que los recortes tan cuidadosamente reunidos por mi tío abuelo se asemejaban únicamente en una cosa: en lo extraño de los mismos. Aparte de esto, no había la más mínima similitud entre ellos. Los diversos textos largos que allí se encontraban trataban de asuntos que habían despertado algún interés local, a saber:

1) Un resumen muy completo de los hechos concernientes a la desaparición del doctor Laban Shrewsbury, de Arkham, Massachusetts, al que estaban unidos varios obscuros párrafos copiados de un manuscrito o libro del hombre desaparecido titulados: Una investigación sobre las estructuras míticas de los primitivos de hoy en día con una referencia especial al Texto R'lyeh. Por ejemplo:

«El origen marítimo parece incontrovertible, pues cada narración acerca de Cthulhu está relacionada de alguna manera, directa o indirecta, con los océanos; esto es

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cierto tanto si se trata de alguna manifestación que se suponga surgida de Cthulhu o bien un relato de las acciones de sus seguidores. Uno no está demasiado seguro acerca de la validez de la leyenda de la Atlántida; y no obstante, hay ciertas similitudes superficiales bien aparentes que uno no se atreve a rechazar sin previa investigación. Los puntos focales de estas actividades, a los que se llega simplemente estableciendo unos círculos concéntricos a través de varios mapas del globo, parecen ser ocho: a) el Pacífico sur, estando situado el centro del círculo en o cerca de Ponapé, en la Carolinas; b) el Atlántico, cerca de la costa de los Estados Unidos, estando el centro situado a la altura de Innsmouth, Massachusetts; c) las aguas subterráneas bajo el Perú, centrándose alrededor de la antigua ciudadela de los incas, Machu-Pichu; d) las tierras del norte de África y el Mediterráneo, estando el centro situado en la vecindad del oasis sahariano de El Negro; e) el norte del Canadá y Alaska, centrándose al norte de Medicine Hat; f) el Atlántico, con el centro en las Azores; g) la mitad sur de los Estados Unidos, incluyendo a las islas, con el centro situado en algún punto del Golfo de México; h) el Asia del sudoeste, con su punto focal en un área desértica por los alrededores de Kuwait (?), que se dice se halla cerca de una antigua ciudad sepultada (¿Irem, la ciudad de los pilares?)».

2) Un informe detallado, con notas, aunque algo dispersas, de la misteriosa invasión y parcial destrucción de Insmouth por los agentes federales.

3) El relato de un periódico dominical acerca de la desaparición de Henry W. Akley de su casa en las colinas, cerca de Brattleboro, con alguna mención a las impresiones horriblemente perfectas del rostro y manos de Akley halladas en el sillón del que se había esfumado, y alguna alusión sobre las terribles pisadas vistas en el suelo, alrededor de la casa.

4) La traducción de una larga carta que había aparecido en un periódico de El Cairo, concerniente a las apariciones de extrañas bestias marinas vistas en las aguas de la costa marroquí.

Había muchos otros pequeños recortes, pero todos, como los largos, se referían a asuntos de una extrañeza que se salía de lo corriente, o que sugerían algún asombroso misterio. Había relatos de raras tormentas, inexplicables temblores de tierra, de incursiones policíacas a reuniones de ciertos cultos, fenómenos naturales inusitados, narraciones de viajeros por rincones perdidos de la Tierra, y centenares de asuntos similares.

Además de esos recortes, había varios libros: estudios de la civilización inca, dos libros sobre la isla de Pascua, y asombrosas citas de libros con títulos que yo nunca había oído previamente: los Fragmentos de Celaeno, los Manuscritos Pnakóticos, el Texto R'Lyeh, el Libro de Eibon, el Manuscrito de Sussex, y similares. Finalmente, estaban las notas de mi tío abuelo.

Desafortunadamente, estas eran casi tan crípticas como algunos de los relatos que tan cuidadosamente había atesorado, pero no obstante era posible llegar a ciertas conclusiones a su respecto. No había en parte alguna ningún sumario conciso de sus hallazgos, pero quedaba bien manifiesta una cierta progresión que llevaba a inalterables conclusiones. Por el tono de sus escritos, era bastante fácil deducir: a) que mi tío abuelo estaba tras la pista de alguna organización bastante desconexa que adoraba a uno de cierto número de seres relacionados, siendo el objeto

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específico de la búsqueda de mi tío abuelo la sede central del culto de Cthulhu (que ocasionalmente aparecía escrito como Kthulhu, Cluuluu, etc.), y que algunos o todos los objetos de arte estaban relacionados con ese culto; b) que la adoración a aquel ser era algo malévolo y muy arcaico; c) que mi tío abuelo sospechaba que la imagen de piedra curiosamente repulsiva, de origen desconocido, era la concepción, según el artista indígena, de aquel ser, Cthulhu; d) que mi tío abuelo sospechaba firmemente que existía una relación entre los acontecimientos extraños narrados en los recortes que había coleccionado y el culto de aquél u otros seres similares. A este respecto, sus notas eran singularmente sugestivas, como pueden indicar las siguientes:

«Se presentan ciertos paralelismos, de los que no nos cabe más remedio que sacar algunas conclusiones innegables. Por ejemplo, el doctor Shrewsbury desapareció al año de la publicación de su libro sobre las estructuras míticas. El estudioso británico, Sir Landon Etrick, murió en un extraño accidente seis semanas después de que permitiese la publicación en la Revista oculista de su estudio acerca de los «Hombres-Peces» de Ponapé. El escritor norteamericano H. P. Lovecraft murió al año de la publicación de su curiosa «ficción» La sombra sobre Innsmouth. De esas y otras muertes, únicamente la de Lovecraft parece desprovista de algún elemento extraño. Nota: Parece indicada una investigación acerca de la alergia al frío de H. P. L. Es igualmente significativa su pronunciada aversión al mar y a todas las cosas que a él pertenecen, llevada tan lejos que llegaba a ocasionarle trastornos físicos a la sola vista de alimentos procedentes de él.

«Es inevitable llegar a la conclusión de que Shrewsbury, y también Lovecraft, y quizá lo mismo pasó con Etrick y los otros, estaban a punto de llegar a algún descubrimiento trascendental concerniente a C.»

«Nótese el curioso significado del nombre del oasis: El Negro, que no solo puede significar el diablo sino cualquier criatura de la obscuridad. Nota: no existe ningún relato que sugiera que ni C. ni ninguno de sus más próximos servidores puedan aparecer más que durante la obscuridad, si exceptuamos el relato de Johansen transcripto por Lovecraft. Sólo sus esclavos actúan durante el día. ¡Compárese con el manuscrito de Greenbie! ¿Puede haber duda alguna acerca de que las islas vistas por Johansen y Greenbie son en realidad la misma? Creo que no. Pero entonces, ¿dónde se halla? No hay datos de ninguna cercana a Ponapé. Ni tampoco a Queensland. No hay nada en mapa alguno. El relato de Johansen y el de Greenbie están de acuerdo en que debe hallarse entre Nueva Guinea y las Carolinas, posiblemente al oeste de las Almirante. Johansen sugiere que la isla no está fija, sino que se hunde y emerge. Si esto es cierto, ¿cual es la explicación posible para los «edificios»?

«En todas partes existe evidencia, directa o entrevista, de «hombres» ícteos o batrácicos, particularmente en conexión con ciertos acontecimientos. Fueron vistos en Arkham antes de la desaparición del doctor Shrewsbury. Entrevistos en Londres poco después de la muerte de Etrick. Greenbie menciona seres que le parecieron como «un cruce de hombre y rana». Las ficciones de Lovecraft están repletas de

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ellos, y su cuento sobre Innsmouth sugiere una horrible razón por la cual los servidores batrácicos de C. quizá no deseen a un hombre muerto, lo cual permitió que Greenbie escapase.»

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«A propósito del manuscrito de Greenbie, compárense los relatos existentes acerca de la misteriosa desaparición del Marie Celeste y otras naves. Si los seres marinos podían abordar barcas del tamaño del Vigilant (cf. Johansen), ¿por qué no buques más grandes? Si esta hipótesis es mantenible, en ella se encuentra una plausible aunque increíblemente horrible explicación a muchos misterios del mar, a numerosos barcos hallados a la deriva y navíos desaparecidos. Nota: por otra parte, los únicos relatos que podrían constituir una evidencia directa, no debe olvidarse, son los de hombres cuyas mentes pudieran haber sido afectadas por los sufrimientos desacostumbrados.»

Había muchas otras notas de naturaleza similar, pero también había otras aún más extrañas, que evidentemente venían originadas por las primarias. A medida que mi tío abuelo se hundía más y más profundamente en sus investigaciones, hallé que sus notas se iban haciendo de una creciente obscuridad. Por ejemplo, en cierto lugar escribió, bajo la evidente tensión de algo que lo excitaba:

«¿No podría haber algún principio puramente científico relacionado con los viajes espaciotemporales que se afirma pueden realizar los Primitivos? Es decir, algo que se relacionase con el tiempo considerado como dimensión, transformando a C. y a los demás en seres totalmente diferentes, sujetos a otras leyes antitéticas a las naturales que nosotros conocemos?»

Y, en otra parte:

«¿Qué opinar de la posibilidad de una desintegración atómica con subsiguiente reintegración en otro punto del tiempo y del espacio? Y, si es que hemos de considerar el tiempo puramente como una dimensión y el espacio como otra, entonces las «aberturas» que repetidamente se mencionan deben ser fisuras en esas dimensiones. ¿Qué otra posibilidad cabe?»

Pero el aspecto más intranquilizador de la extraña investigación de mi tío abuelo no aparecía en sus notas hasta los últimos meses de su vida. Entonces, comenzaba a hacerse manifiesta una clara inquietud, una definida evidencia de que el culto o cultos en los que mi tío abuelo estaba interesado no eran fenómenos del tiempo pasado, sino que habían sobrevivido hasta el presente y, además, eran definidamente malignos y perversos. Pues en sus notas aparecían unas ciertas preguntas bien patentes, hechas para sí mismo, como si mi tío abuelo se estuviese planteando cuestiones a cuya importancia apenas si se atrevía a creer.

«Si puedo dar crédito a mis ojos», escribió en cierto lugar, tras regresar de Transilvania, «mi compañero de viaje tenía un marcado aspecto de batracio. No obstante, hablaba en perfecto francés. No tengo ni idea de en qué punto del trayecto subió al Simplón-Orient. Me costó un cierto esfuerzo deshacerme de él en Calais. ¿Estoy siendo seguido? Si es así, ¿cómo pueden haberlo averiguado?» Y, de nuevo: «Seguido en Rangún, sin lugar a dudas. Mi perseguidor era extremadamente escurridizo pero, a juzgar por un reflejo visto en una ventana, no era uno de los Profundos. Su estatura sugería que formaba parte del pueblo Tcho-Tcho, lo cual

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sería muy adecuado, dado que se supone que su habitat queda cerca.» Y, en otro lugar: «Tres en Arkham, cerca de la universidad. La única pregunta parece ya ser: ¿cuánto sospechan que sé? Y, ¿esperarán hasta que lo publique, como en los casos de Shrewsbury, Vordennes, y los otros?»

Las implicaciones de todo esto eran claras como el cristal.

Mi tío abuelo, siguiendo de cerca los pasos de un extraño y maligno culto, había llamado la atención de sus practicantes, y su existencia estaba amenazada. Fue entonces cuando tuve la convicción instintiva de que la muerte de mi tío abuelo en Limehouse no había sido un accidente, sino una muerte premeditada.

II

Llego ahora a aquellos acontecimientos que confirmaron mi resolución de abandonar mi estudio sobre los criollos para hacerme cargo del problema que había atraído la atención de mi tío abuelo Asaph Gilman. Mi interés, puramente abstracto, se había cristalizado ante la convicción de que mi tío abuelo había sido asesinado, pero cuando comencé a buscar a mi alrededor alguna clave sobre dónde iniciar mi búsqueda de sus asesinos y del culto al que pertenecían, no supe por donde comenzar. Por mucho que busqué en sus papeles, no parecía haber un lugar a partir del cual iniciar mis pesquisas, ni persona alguna que pudiera ayudarme en ellas. A pesar de todas las terribles sugerencias e indicios de los papeles y libros de mi tío abuelo, no existía un verdadero punto focal; considerándolos como un todo, sus papeles constituían más bien un trabajo preliminar que conducía a unas hipótesis y conclusiones que mi tío abuelo no había tenido tiempo de formular.

Lo que resolvió mis dudas, así como los puntos obscuros de los documentos de mi tío abuelo, fueron una serie de sueños que comenzaron la misma noche siguiente a mi decisión con respecto a la investigación que había provocado el asesinato de mi tío abuelo. Los sueños fueron singularmente vividos, y cada uno de ellos fue una unidad perfecta en sí misma, sin la nebulosidad, la incoherencia y las increíbles fantasmagorías de la mayor parte de los sueños. En efecto, eran asombrosos en el aspecto de que eran lo suficientemente vividos como para no parecer sueños, sino experiencias de clarividencia y clariaudiencia que trascendían a las leyes naturales. Además, cada sueño me impresionó lo bastante como para impulsarme a pasarlo por escrito para futura referencia, de forma que no olvidase ni un solo detalle de la experiencia.

Mi primer sueño fue como sigue:

«Alguien gritó mi nombre:

¡Claiborne, Claiborne Boyd! ¡Claiborne, Claiborne Boyd!

La voz era de hombre, y parecía llegar de una gran distancia y desde arriba. Me vi a mí mismo despertar del sueño , y, al hacerlo, aparecieron los hombros y la cabeza de un hombre. La cabeza era la de un anciano de largo cabello blanco, bien afeitado, con una barbilla firme y pronunciada y labios gruesos. Tenía una nariz romana y usaba unas extrañas gafas obscuras cuyos cristales se prolongaban hacia

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los lados de la cara. Dado que ya me había despertado, no siguió llamándome sino que me hizo seña de que mirase.

«Cambió la escena; la cabeza se difuminó y desvaneció. Yo, mi cama y mi habitación nos desvanecimos igualmente. La escena que la substituyó me era vagamente familiar. Pasé junto a una calle que parecía estar en Cambridge, Massachusetts. Estaba lejos de la universidad, y en un distrito en el que viven profesionales. Había alguien a quien debía ver, y finalmente lo encontré: era un hombre alto, enjuto, vestido de negro. Caminaba en forma extraña, llevaba bufanda y gafas obscuras. Aunque parecía ser extraño en Cambridge, sabía adonde quería ir. Entró en un edificio y se dirigió directamente a una oficina. Era la de Judah y Byron, abogados. Entró y pidió ver al señor Judah. Tras un momento de espera, fue introducido en el despacho de éste.

»El señor Judah era un hombre de edad mediana y llevaba unos quevedos. Su cabello estaba comenzando a encanecer en las sienes, e iba vestido de gris. El traje era de gabardina, de corte serio. Les oí hablar:

»–Buenas tardes, señor Smith –decía el señor Judah–. ¿Qué puedo hacer por usted?

»La voz del señor Smith era muy extraña; sonaba apagada y distorsionada, como si tuviese un defecto de habla producido por un exceso de saliva. Dijo:

»–Tengo entendido que es usted albacea testamentario del finado Asaph Gilman, ¿no, caballero?

«El señor Judah asintió.

»–El señor Gilman estaba realizando un trabajo en el que yo, como estudioso, estoy profundamente interesado. Conocí al señor Gilman en Viena hace un año, y me dio a entender en aquel entonces que tenía notas y documentos acerca de sus adelantos en el trabajo. Estos papeles no pueden ser de interés más que para otro estudioso como él. ¿Podría decirme si existe alguna posibilidad de que los adquiera a sus herederos?

»El señor Judah agitó la cabeza.

»–Lo siento, señor Smith, pero los papeles del señor Gilman ya han sido remitidos a uno de sus parientes, tal como él mismo indicó.

»–¿Podría quizá adquirírselos a él?

»–Eso ya queda fuera de nuestras manos, señor Smith.

»–¿Podría darme su dirección?

»Aunque el señor Judah dudó, finalmente dijo:

»–No veo que haya nada malo en ello –y le dio mi nombre y dirección.

»La escena se desvaneció, y regresó la cabeza del viejo de blanco cabello. Me recomendó que cuidase de los documentos, que los ocultase en un lugar seguro.»

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Luego, terminó el sueño.

En sí mismo, un tal sueño no debía parecer extraño, tras mi prolongado estudio de los extraños papeles de mi tío abuelo. Pero su extraordinaria vividez me produjo tal impresión, no solo al despertarme, cuando hubo concluido, sino durante toda la mañana siguiente, que al final me llevó a poner una conferencia de larga distancia con el mismo señor Judah, y a preguntarle si alguien le había interrogado acerca de mí.

–¡Mi querido señor Boyd, qué coincidencia! –oí su voz por el teléfono, precisamente con las mismas tonalidades que el señor Judah de mi sueño–. Vino aquí ayer un hombre preguntando por usted... o mejor dicho por los papeles de su tío abuelo. Un tal señor Japhet Smith. Nos tomamos la libertad de darle su dirección. Probablemente se trata de un excéntrico, pero evidentemente es inofensivo. Parecía desear adquirir los papeles de su tío abuelo, o al menos consultarlos.

Como se puede imaginar, esa confirmación de mi sueño tuvo un efecto bastante sorprendente sobre mi. Ya no me quedaba duda alguna de que el «señor Japhet Smith» no era un estudioso, sino un representante del mismo culto maligno que había ocasionado la muerte de mi tío abuelo. Si era así, ciertamente vendría a New Orleans a por los papeles. Entonces, ¿qué hacer? No era muy probable que se echase atrás ante mi negativa de venderlos, sino que indudablemente utilizaría otros medios para obtenerlos. Por consiguiente, determiné no perder tiempo en reordenar y empaquetar los papeles de mi tío abuelo, sino sacarlos de mi domicilio para llevarlos a algún lugar seguro en que ni Smith ni ninguno de sus compañeros pudieran hallarlos.

Pasé la tarde, por consiguiente, en repasar de nuevo los documentos, y al hacerlo me encontré con dos anotaciones muy curiosas en la parte de atrás de unos sobres. Eran más raras de lo usual, y ambas se referían, claramente, al mismo tema. La primera, evidentemente hecha mientras mi tío abuelo estaba en el El Cairo, decía simplemente: «¿Andrade? ¡Seguro que no!». La segunda, hecha durante su última visita a París, justamente antes de su desafortunado viaje a Londres decía: «Preguntar a Andrós acerca de Andrade». Me di cuenta de que en aquellas anotaciones había por fin un punto en el que proseguir la investigación de mi tío abuelo. Pero, ¿quién era ese Andrós? ¿Y dónde estaba?

Redoblé mis esfuerzos para hallar más información en los papeles que poseía, alguna otra pista acerca de la identidad de Andrós o Andrade, pero no había nada. No obstante, en vista de que ambos nombres eran de origen latino, parecía bastante razonable el creer que sus poseedores vivían en algún país de habla hispana o portuguesa; y dado que los viajes de mi tío abuelo lo habían llevado solo de paso por España y Portugal, era mucho más probable que aquellos sujetos en los que se había interesado se hallasen residiendo en algún otro lugar del globo, desde las Azores hasta Sudamérica. Y lo más indicado parecía ser Sudamérica, ya que había las suficientes pistas en los papeles de mi tío abuelo como para deducir que su siguiente visita sería a algún lugar de Sudamérica.

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Pero tuve poco tiempo para seguir especulando, pues se acababa el día, y aún me quedaba mucho trabajo que hacer para tener los papeles dispuestos para su transporte. No solo estaba movido por mi curioso sueño y su confirmación, sino por una convicción, aún más extraña, de que no podía permitirme el perder tiempo. Por consiguiente, trabajé con sumo apresuramiento, y al final del día ya hube terminado. Ciertamente, había memorizado algunos datos de los papeles de mí tío abuelo, y estos y los libros los reempaqueté cuidadosamente y al final de aquel día ya los hube llevado a la oficina de recaderos de la localidad, entregándolos para que quedasen en consigna durante noventa días, pagando por adelantado con una suma adicional para cubrir mis subsiguientes instrucciones de que si no reclamaba los dos baúles tras el período prefijado, fuesen enviados a la biblioteca de la universidad de Miskatonic, en Arkham. Después, tomé todos los recibos y los envié a mi nombre a cargo de Judah y Byron, con una breve nota de instrucciones que les remití a ellos.

Cuando regresé a mi apartamento, había caído la noche ¿Fue mi imaginación o había alguien acechando alrededor del edificio en el que habitaba? El señor Japeth Smith no había tenido tiempo de llegar a New Orleans. Aparté mis imaginaciones y subí a mi apartamento con el vago presentimiento de hallar rastros de unos visitantes indeseados. Pero no había nada, y me permití una leve sonrisa al comprobar la forma en que los raros papeles de mi tío abuelo y mi extraño sueño se habían apoderado de mí... Leve, porque recordé que si mi tío abuelo había estado en lo cierto en su suposición de que el culto de Cthulhu tenía miembros en todo el mundo, ciertamente no era imposible que hubieran algunos en New Orleans y de que Smith hubiera entrado en contacto con ellos por telégrafo. Y, ¿acaso no me había solicitado mi tío abuelo que estuviese al tanto de cualquier manifestación de extraños cultos paganos, porque seguramente tenía referencias de que se llevaban a cabo a Cthulhu y a aquellos otros seres nebulosos?

Apagué la luz y fui a la ventana, quedándome tras las cortinas para vigilar la calle. El barrio en que vivía era uno de los más viejos de New Orleans. Sus edificios eran elegantes, aunque pasados de moda. Eran habitados por artistas, escritores y estudiantes en su mayor parte, y ciertos devotos de la música, desde los clásicos a los blues, también estaban domiciliados en aquel vecindario. Por consiguiente, la calle acostumbraba a estar concurrida a todas horas, y ahora, entre las nueve y las diez, una hora aún relativamente temprana, no faltaba gente en ella. Me llevó algún tiempo localizar a alguien que no pareciese pertenecer a la calle. Y aún entonces, no pude estar seguro. Pero ciertamente había un individuo, no muy visible, que podría haber estado vigilando mi casa, y mi apartamento en particular. Caminaba lentamente arriba y abajo de la manzana y, aunque nuca miraba en dirección a mi casa, podía darse cuenta de cada vez que abrían y cerraban la puerta; de esto estaba seguro como si tuviera pruebas de ello. Además, también me llamó la atención su paso, que era particularmente deslizante, como el de Japeth Smith en mi sueño, y, aún más aterradoramente, como el que se asignaba a los batracios seguidores de Cthulhu en varios de los relatos que acompañaban los papeles de los que me había deshecho temporalmente.

Me aparté de la ventana, con la mente confusa. Falto de pruebas, no podía proceder contra un caminante que quizá me dejase en ridículo al resultar ser un poeta

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persiguiendo a su musa, lo que tal vez fuera tan natural como cualquier otra explicación que se pudiera dar. No era demasiado aventurado pensar que pudiera ser llevado a cabo un intento de entrar a mi habitación. Sin embargo, tras permanecer sentado durante algún tiempo en la obscuridad, tratando de decidir lo que yo haría si nuestras posiciones fueran inversas, concluí que si el tipo de abajo era en realidad un centinela, los acontecimientos habrían seguido este orden: Smith habría telegrafiado para que colocasen a un vigilante frente a mi apartamento; y este habría llegado fortuitamente durante mi ausencia con los baúles, y ahora permanecería, quizá relevándose con alguien durante parte del tiempo, hasta que el mismo Smith llegase. Probablemente los miembros del culto no tenían deseos de crear «incidentes» que revelasen pistas de su presencia a cualquiera lo bastante curioso como para buscarles; por consiguiente, parecía poco probable que llevasen a cabo cualquier tipo de ataque hasta que Smith se convenciera de que no le quedaba ningún otro camino.

No obstante, permanecí en la obscuridad hasta medianoche; solo entonces, cuando la calle estuvo desierta, y ya no pude ver a mi centinela, me atreví a irme a la cama.

Aquella noche tuve el segundo sueño, que aún fue más asombroso que el primero, aunque no acabaría de apreciar toda su importancia sino después de transcurridos algunos días. Como en el caso del primero, particularmente después de su confirmación, tomé nota detalladamente del mismo:

»El sueño comenzó exactamente como el primero.

«El hombre de cabello gris con gafas obscuras apareció como antes. Esta vez había algo más en la niebla que lo rodeaba. Al fondo se alzaba lo que parecía ser un gran edificio de algún tipo. No resultaba muy claro si ese fondo era un interior o un exterior, pero se veía la silueta de lo que parecía ser una enorme mesa de piedra entre la cabeza y la construcción. Dicha construcción era de un tipo totalmente extraño: una gran cámara abovedada, si es que era un interior, cuyos pétreos arcos se perdían en las sombras de arriba; parecía verse también una ventana redonda de colosal tamaño, y columnas monolíticas junto a las cuales la cabeza parecía increíblemente pequeña. Había estanterías que soportaban gigantescos libros, a lo largo de las paredes. En sus lomos se divisaban extraños jeroglíficos. De una forma indistinta, parecían surgir bajorrelieves de la monstruosa construcción megalítica de granito, cuyas piezas parecían ser bloques con la parte superior convexa sostenidos por discos de fondo cóncavo muy ajustados. No se veía suelo alguno, pero tampoco ninguna cosa por debajo del tórax del individuo que me llamaba.

«Me dijo que le prestase mucha atención.

«Se desvaneció la escena. De nuevo apareció una calle familiar. Esta vez la reconocí en el acto. Era una calle de Natchez, Mississippi, donde yo había realizado mis estudios antes de empezar con la investigación sobre los criollos en New Orleans. Parecía estar caminando a lo largo de la calle, pero nadie se fijaba en mí. Divisé la oficina de correos. Entré en ella. Atravesé la sala, pasé junto a las hileras de apartados, entré en el interior. El director y sus asistentes estaban trabajando allí. Nadie se fijó en mí.

«Entonces, ocurrió algo muy extraño El mostrador sobre el que colocaban las cartas

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que debían ser enviadas desde la oficina postal pareció desvanecerse y tras él vi una gruesa carta. Estaba dirigida a mí, y reconocí la letra como perteneciente a mi tío abuelo. Estaba matasellada en Londres el día antes de su muerte. La carta, como la última postal de mi tío abuelo desde París, había sido enviada a mi dirección de Natchez, y reexpedida desde allí, pues llevaba mi dirección de New Orleans escrita junto a la de Natchez, pero antes de serlo, de alguna manera, la carta había resbalado tras el mueble sin que ello fuera advertido. Ahora, nadie de la oficina la podía ver.

»De nuevo escuché la voz del hombre de gafas obscuras. Esta vez me dijo que tuviese bien en cuenta cada una de sus palabras.

»–Señor Boyd –dijo, con tono amistoso pero urgente–. Tiene que hacer precisamente lo que voy a decirle. Como sabe, su apartamento está siendo vigilado. Mañana el señor Smith vendrá a verle. No es necesario que lo reciba. En algún momento de mañana, prepárese a abandonar su alojamiento cuidando de que no le sea preciso volver a él; asegúrese de que no le siguen y vaya a Natchez. Recupere la carta en la oficina de correos; es de su tío abuelo y es lo bastante explícita como para permitirle que siga sus instrucciones si aún está decidido a ello. Tenga buen cuidado de que la carta no caiga en otras manos.

»Luego, la voz se desvaneció.»

Como prueba de lo vivido del sueño, puedo decir que ni por un momento me interrogué acerca de su validez. Desde el instante en que me desperté en la obscuridad de mi habitación, supe también que, con la llegada de la mañana, me dispondría a seguir las precisas instrucciones detalladas por mi mentor de los sueños: ir a Natchez y leer la última carta de mi tío abuelo con toda la intención de seguir cualquier instrucción que pudiera contener.

A pesar de que sentía aún la comezón de la curiosidad por verme frente a frente con Japhet Smith, me daba cuenta de que en cuanto conociese mis pocos deseos de deshacerme de los papeles de mi tío abuelo me sería mucho más difícil, si no imposible, el eludir su persecución.

Por consiguiente, fue con algo parecido a la reluctancia como me evadí de mi perseguidor al día siguiente... pues era seguido; no tenía ni la menor duda acerca de esto. Y mi perseguidor era un individuo de un aspecto sugestivamente repelente: boca amplia, cejas abultadas, ojos sin párpados, y casi sin orejas, con una piel extrañamente correosa. No tuve dificultad en perderlo utilizando uno de los métodos más tradicionales: meterme por una puerta de un edificio y salir por otra.

Naturalmente, en Natchez no pude alegar que conocía la existencia de la carta perdida de mi tío abuelo, sino que expliqué simplemente que había venido de New Orleans a inquirir acerca de una carta que debiera haber recibido, y finalmente logré, tras ansiosos ruegos, convencerles para que mirasen tras el mueble donde sabía que se encontraba. Allí fue hallada, entre asombradas disculpas, y me la entregaron. Por aquel entonces había dejado de preocuparme sobre la forma en que se me había informado de la carta y de los hechos referentes a Smith; el que mis sueños

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no eran del tipo ortodoxo me parecía muy evidente, pero por qué medios había adquirido aquel conocimiento en sueños era algo que no podía saber.

No obstante, lo tangible de la carta que tenía en mis manos superaba cualquier especulación. La abrí ansiosamente y la leí. Una sola mirada me bastó para comprender que era de la máxima importancia en lo que se refería a la extraña investigación de mi tío abuelo, y que había sido escrita en un momento de gran inquietud, cuando a mi tío abuelo ya no le quedaba ninguna duda acerca de la identidad de sus perseguidores, y cuando tenía ya conocimiento de su posible final.

«Mi querido sobrino», había escrito con una letra un poco más grande de lo que acostumbraba, sin duda debido a su nerviosismo. «Creo necesario dar algunos pasos que puedan asegurarme algún éxito en la investigación que llevo realizando durante muchos meses... aún después de mi muerte, pues es seguro que mis pasos están siendo seguidos por algunos de los Profundos, día y noche. Hace algún tiempo, indiqué en mi testamento que debían serte enviados todos mis papeles, así como una modesta ayuda económica para contribuir a tu trabajo, siguieses o no el que yo realizo. Ahora, me apresuro a ponerte al corriente de la naturaleza del mismo.

»Hace algún tiempo, bástete saber que fue después de que me retirase de Harvard, me encontré con un libro muy raro y curioso: el Necronomicón, de un árabe, Abdul Alhazred, libro acerca del cual, quizá, cuanto menos se diga mejor será, pues trata de una creencia religiosa muy antigua, con cultos y ritos de esos cultos, tejiendo toda una mitología que, a primera vista, parece paralela a la familiar historia de la Creación, pero que al leerla incidió sobre extraños rincones de mi memoria de forma que, antes de que me diera cuenta, me hallaba profundamente prendido por la mitología de la que trataba. Esto se debía, posiblemente, a que yo conocía ciertos acontecimientos que parecían, en forma bien extraña, verificar algunas de las cosas sobre las que se había escrito hacía tantos siglos, y, por consiguiente, tomé la determinación de estudiar aquel tema más a fondo... en uno de aquellos impulsos que a menudo saltan a los educadores retirados. ¡Ojalá me hubiera apartado de aquel libro maldito, y lo hubiera olvidado!

»Pues no solo desenterré evidencias, de ciertos hechos siniestros referentes al libro y a otros textos similares que había estudiado, sino que descubrí que había pueblos cuyos cultos seguían aún en nuestros tiempos dedicados al servicio de aquellos arcaicos seres. Y aprendí la verdad del extraño pareado del árabe:

»Pues no es la muerte lo que eternamente puede yacer,»y tras extrañas eras hasta la muerte puede perecer.

»Hay demasiado poco tiempo para explicártelo todo. Créeme si te digo que parece ser que hay datos indiscutibles y horripilantes que indican que la Tierra, junto con otros planetas y estrellas de este y otros universos, fue en otro tiempo habitada por seres que no eran exactamente de carne y huesos, o no al menos de la carne y los huesos que nosotros conocemos, seres llamados los Grandes Primitivos, cuyas huellas aún pueden ser encontradas en lugares escondidos del Mundo, por ejemplo

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las estatuas de la isla de Pascua; seres que habían sido expulsados de las estrellas primigenias por los Dioses Arquetípicos que eran benéficos, mientras que los Grandes Primitivos o Primigenios eran de intenciones malignas en lo que se refiere a la humanidad. No tengo ni tiempo ni espacio para recapitularte la entera mitología. Baste con decirte que esos Grandes Primitivos no murieron, sino que fueron apresados, o se refugiaron (esto no está muy claro, pero presumiblemente se trate de lo primero) en grandes lugares subterráneos de la Tierra y en otras estrellas, y la leyenda dice que «cuando las estrellas sean favorables», o lo que es lo mismo: cuando las estrellas estén de nuevo en la posición en que se encontraban en el momento de la desaparición de los Grandes Primitivos y se cierre el ciclo, aparecerán de nuevo, habiéndoles sido preparado el camino por sus siervos en la Tierra.

»De todos ellos, el más temido es el llamado Cthulhu. Me he encontrado con indicios de culto a Cthulhu en todos los rincones del globo: en el extremo norte ciertos esquimales llevan a cabo un ritual al supremo demonio anciano o Tornasuk, cuya imagen tiene una asombrosa similitud con aquellos repugnantes bajorrelieves que se supone representan la apariencia de los Grandes Primitivos; tanto en los desiertos de Arabia como en Egipto y Marruecos, existe el culto a un temible ser marino; en lugares remotos de nuestro propio país se da la infernal adhesión a las antiguas creencias en seres medio rana medio hombre... y así se podrían citar ejemplos incontables. Me convencí de que el culto a Hastur y Shub-Niggurath y Yog-Sothoth estaba menos extendido que el de Cthulhu, y me dediqué a descubrir tantos lugares en que éste fuera practicado como me fuera posible.

«Realmente, al principio lo hice con el más impersonal de los motivos. Pero, cuando obtuve la aterradora evidencia de que esos sirvientes se estaban preparando para abrir las puertas del tiempo y del espacio a seres sobre los cuales nuestra ciencia nada sabe y contra los cuales es muy posible que resulte impotente, cesé en mi actitud impersonal, y comencé, conscientemente, a intentar enterarme de la identidad del más potente de los grupos que seguían el culto de Cthulhu, y del líder de este grupo, decidido a llevar a cabo todo lo que estuviera en mi poder para terminar con las actividades de dicha secta, aun cuando ello significara el exterminar a su líder.

»Aunque estoy a punto de conocer su identidad, aún ha de pasar algún tiempo. Y, de alguna manera, esos infernales hombres rana u hombres peces, llámeseles como se les llame, también conocidos como los Profundos, que son unos de los siervos más fieles de Cthulhu, han descubierto mis actividades. No sé cómo, se dieron cuenta de mi intención; no deberían haber podido, pues hasta ahora ni he escrito sobre ella ni la he comentado con nadie. Y, no obstante, me están vigi lando, como llevan haciéndolo durante meses, y me temo que no me quede mucho tiempo.

»No vale la pena agobiarte con más detalles.

»Solo quiero decirte que, si te decides a proseguir, creo que el punto focal de actividad más importante en este momento se halla en Perú, en los territorios incas situados más allá de la vieja fortaleza de Salapunco. La primera cosa que debes hacer es ir a Lima, y visitar al profesor Viberto Andrós, de la universidad de esa ciudad. Dile que te envío yo... o, mejor aún, muéstrale esta carta; y pregúntale acerca de Andrade.»

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Esto, aparte de su firma, era todo lo que la carta decía. La acompañaba un mapa toscamente dibujado de un terreno totalmente desconocido para mí, y que no llevaba ningún signo identificador.

III

El Profesor Viberto Andrós era un hombre bajo y delgado, de apariencia venerable, con cabello sedosamente blanco y un rostro ascético.

Su piel era obscura, pero no atezada, y sus ojos eran negros. Leyó la última carta de mi tío abuelo con gran minuciosidad y con un interés que no se molestó en ocultar. Cuando al final la hubo acabado, agitó con gesto de simpatía su cabeza y expresó su condolencia por la muerte de mi tío abuelo, de la que no se había enterado hasta entonces.

Le di las gracias y le hice la pregunta que necesitaba me respondiese, a pesar de la convicción íntima que yo ya tenía: si, en su opinión, mi tío abuelo sufría algún trastorno mental.

–Creo que no –replicó juiciosamente; luego, se alzó de hombros y añadió–: Pero, ¿quién puede decidir acerca de este, como usted lo llama, «trastorno mental»? Ninguno de nosotros. Quizá usted lo haya pensado basándose en esto –señaló la carta–, y en sus papeles. Pero me temo que estas cosas son ciertas, tal como él lo escribió. No sé hasta que punto, ni si en mayor o menor medida de lo que él dice. Su tío abuelo no era el único que lo creía. Y hay libros, manuscritos, documentos; extraños, muy cuidados en algunas de nuestras grandes bibliotecas, que pocas veces son consultados. Pero ahí están, escritos por gentes separadas por siglos, por espacios incalculables... y todos tratan de los mismos fenómenos. ¿Nos atre-veremos a llamar a esto coincidencias?

Estuve de acuerdo en que no era muy probable, y le pregunté acerca de Andrade.

Alzó las cejas.

–Me asombra que él le impulsara a preguntar acerca de ese hombre. Andrade, Fray Andrade, es un sacerdote, un misionero entre los indios del interior. A su manera es un gran hombre, posiblemente hasta un santo, aunque la Iglesia tarde en reconocer el valor de estos hombres. Andrade ha trabajado durante muchos años entre los indios, y según tengo entendido ha logrado miles de conversiones.

–Por alguna razón, mi tío abuelo creía que usted podría darme alguna información sobre Andrade, que él deseaba conocer –dije, buscando cuidadosamente las palabras–. ¿Es posible verle en persona? ¿Está en Lima?

–Estoy seguro de que le concedería una entrevista, pero el problema es encontrarlo. Su trabajo lo lleva a los lugares más remotos del país... y, como ya debe de saber, tenemos muchos de ésos, ya que la mayor parte del Perú está a lo largo de la costa, y las montañas son difíciles y traicioneras, hasta para muchos de los descendientes de los incas.

Proseguí inquiriendo acerca de las estructuras míticas que mi tío abuelo había

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estado investigando y, a lo largo de nuestra conversación, se me ocurrió preguntarle si conocía a alguien que correspondiese a la descripción de mi mentor de los sueños. No había acabado aún de mencionar las extrañas gafas obscuras, cuando el profesor Andrós sonrió y asintió.

–¿Quién iba a olvidarse de él? Es un hombre muy sabio. Me encontré con él hace muchos años en la ciudad de Méjico en una convención de educadores. Me impresionó mucho.

–¿Es un sudamericano?

–No. Se trata del doctor Lavan Shrewsbury, de Arkham, Massachusetts.

–¡Pero, si está muerto! –grité involuntariamente–. ¡No puede ser!

El Profesor Andrós volvió sus ojos obscuros hacia mí y me contempló durante un largo rato, antes de replicar:

–No sé. Ya le he dicho que era un hombre muy sabio... y no me refiero solo a una simple acumulación de conocimientos. Según dijeron, desapareció, y su casa ardió. Pero, anteriormente, había desaparecido durante veinte años, regresando de nuevo, tras lo cual se produjo su segunda desaparición, cuando su casa fue destruida. Pero no se halló el cadáver... no fue hallada parte alguna de un cuerpo humano entre las ruinas de la casa, o en ninguna otra parte. Creo que un hombre prudente únicamente se atrevería a concluir que su muerte no ha sido probada –entrecerró los ojos y concluyó–: Pero, cuando usted dice que no puede ser, será por alguna razón. ¿Cuál es? ¿Acaso lo ha visto?

Interrogado de esta forma tan directa, le delineé brevemente mis sueños.

Me escuchó con gran interés, asintiendo de vez en cuando.

–La descripción es correcta –dijo cuando hube terminado–. Y las palabras del sueño parecen las que él hubiera pronunciado. Me fascina su descripción del escenario en que se hallaba. Mucho más de lo que pueda imaginar. ¡Cámaras antiguas, monolíticas! ¡Qué idea! Y seguramente, no deben de estar en la Tierra.

–¿Cómo puede uno explicar racionalmente tales sueños? –inquirí.

Sonrió suavemente.

–Muchacho, ¿cómo puede explicar alguien racionalmente su propio ser? Yo no sabría qué contestar.

Tomé el mapa que mi tío abuelo había incluido en su última carta y lo extendí frente al profesor, sin decir nada. Lo miró durante largo rato, siguiendo las rudimentarias y apresuradamente trazadas líneas, estudiando detenidamente los cuadraditos, tanto los que llevaban cruz como los que no, y los círculos y rectángulos. Finalmente, puso un frágil índice sobre el mapa, y comenzó a seguir sus trazos.

–Aquí –dijo–, está Lima. Este es el sendero hacia las montañas, hacia Cuzco, y

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luego hacia Machu-Pichu, y desde aquí a Sachsahuamán. Aquí está Ollantaytambo, y por aquí se extiende la Cordillera de Vilcanota. Aquí, con toda seguridad, está Salapunco. El objetivo al que lleva el mapa parece estar en el área de más allá; el sendero acaba aquí.

–¿Y qué región es ésta?

–Unos parajes bastante desconocidos, y muy poco habitados. Este mapa es realmente curioso. Casualmente, en estos momentos está habiendo una gran agitación entre los indios de esa zona... la clase de agitación que no parece tener significado, pero que es realmente amenazadora. Y él no podía haber tenido conocimiento de esto.

Pero yo sabía, intuitivamente, que mi tío abuelo había tenido conocimiento de ello... aunque no sabía cómo.

¡Y estaba seguro de que había llegado al lugar correcto, que las investigaciones de mi tío abuelo lo estaban llevando al punto exacto en que se produciría el resurgimiento mundial del culto de Cthulhu! De alguna manera, debía llegar al interior.

–¿Cómo reconoceré a Andrade cuando lo vea? –pregunté.

El Profesor Andrós colocó ante mí una vieja fotografía del sacerdote. Había sido recortada de un periódico y mostraba a un hombre de ojos brillantes y fanáticos, y una boca de aspecto casi hosco... su ascetismo y energía interior quedaban manifiestas en cada rasgo de sus facciones.

–Si va más allá de Machu-Pichu, tenga cuidado. ¿Va armado?

Asentí.

–No necesitará guías hasta después de pasado Cuzco. Me gustaría que me mantuviese informado de sus progresos. Encontrará mensajeros en Cuzco, que pueden llevar cartas desde su campamento hasta la ciudad, para desde allí ser remitidas por correo normal.

Le di las gracias y regresé a mi hotel, cargado con los libros que me había prestado: libros que contenían transcripciones del Manuscrito de Sussex, los Fragmentos de Celaeno, y los Cuites des Goules del conde d'Erlette... libros que contenían en sus páginas las increíbles leyendas de los Dioses Arquetípicos y su destierro de los Grandes Primigenios de Betelgeuse: Azathoth, el dios ciego e idiota; Yog-Sothoth, el que es Uno en Todo y Todo en Uno; el gran Cthulhu, que se dice que duerme soñando en su gran palacio de la ciudad sumergida de R'lyeh; Hastur, el Inefable, Aquel Que No Debe Ser Mencionado, que se esconde en una estrella obscura cerca de Aldebarán; Nyarlathotep, que habita en la obscuridad; Ithaqua, El Que Camina En El Viento; Cthugha, que regresará de la estrella Fomalhaut; Tsthoggua, que espera en N'kai; todos, todos ellos esperando que llegue el momento propicio, y confiando en las actividades de sus servidores secretos para que les preparen el regreso a sus dominios... una tradición grotesca surgida del más remoto pasado, una tradición apoyada por una enorme cantidad de datos, datos que se extendían desde lo más lejanos tiempos hasta el presente, y que la convertían en algo blasfemantemente

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asombroso por su credibilidad. Podía comprender perfectamente el deseo de mi tío abuelo de dar cima a su propósito, y también su imperturbabilidad en el momento de enfrentarse con la muerte por comparación con la urgencia inherente en su deseo de hacer todo lo que estuviera en su poder para evitar el triunfo de los siervos de Cthulhu. Aquella noche estuve leyendo hasta muy tarde, hasta mucho después de que el hotel se hubiera quedado en silencio y que el soñoliento sonido de la vida nocturna de Lima se hubo apagado.

Aquella noche tuve la tercera de las visitas en sueños de mi mentor.

«El Doctor Shrewsbury apareció como antes, precediendo a su aparición el sonido de mi nombre. Esta vez no hubo cambio de escenario, sino únicamente la cámara monolítica del sueño anterior, viéndose la cabeza, y hombros del doctor recortados contra aquel fondo extraño e impresionantemente extraterrestre. Me habló durante largo rato, advirtiéndome que no hablase con nadie de mi propósito de buscar a Andrade, urgiéndome a que tomase las mayores precauciones posibles, y, una vez me convenciese de cuál tenía que ser el curso de mi acción, que no perdiese tiempo en llevarlo a cabo. El líder del culto debía morir, y debía ser llevada a cabo una destrucción tan completa como me fuera posible del lugar en que se celebraban los cultos, que se encontraba en lo profundo del interior, más allá de la antigua fortaleza de Salapunco.

«Prosiguió diciendo que mi huida de aquel lugar sería prácticamente imposible. Y, no obstante, había una forma en que podría realizarla. Debería esperar, antes de partir en mi periplo hacia el interior del Perú, hasta que dispusiese de tres artículos, que me serían entregados en el espacio de un día, más o menos. Esos artículos eran, primero: un vial de hidromiel dorado que me haría insensible, a los viajes por el espacio, muy por encima de la Tierra; segundo: una estrella de cinco puntas; tercero: un silbato. Me explicó que la estrella de piedra me protegería contra los Profundos y otros secuaces de Cthulhu, pero no contra el mismo Cthulhu o sus siervos más allegados. El silbato traería en mi ayuda a una gigantesca criatura voladora que me transportaría a un lugar en el que mi cuerpo yacería en animación suspendida durante un tiempo sin fin, mientras mi esencia se unía al Doctor Shrewsbury muy lejos, al otro lado de los abismos del espacio interestelar. Después de que se hubiese realizado mi propósito, y antes de que la venganza de los supervivientes pudiese caer sobre mí, debía beber el hidromiel, llevando puesta la estrella de piedra, tocar el silbato, y repetir una extraña fórmula:

«¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur! ¡Hastur cf' ayak 'vulgtmm, vugtlagl vulgtmm! ¡Ai! ¡Ai! ¡Hastur!»

y debía someterme a lo que siguiese a continuación, sin miedo.»

Por extraordinario que este sueño fuera, lo que siguió aún lo fue más.

Al aproximarse el amanecer, fui despertado, o quizá lo soñé, por el sonido de unas grandes alas. Entonces, en la ventana de mi habitación vi una monstruosa y horrible criatura alada; de su lomo bajó un joven. Entró en la habitación por la ventana, colocó algo sobre el escritorio, y salió por donde había entrado. El ser alado, del que únicamente podía ver una parte muy pequeña, lo llevó instantáneamente fuera de mi

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vista, disminuyendo con gran rapidez el sonido de sus alas.

Dos horas más tarde, cuando desperté, fui dubitativo hasta el escritorio; y allí, exactamente tal cual lo había soñado... ¿o no lo había soñado?, se hallaban tres objetos: un silbato, un vial de líquido dorado, y una pequeña piedra verdigris en forma de estrella, duplicado exacto de la que se hallaba entre las piezas coleccionadas por mi tío abuelo, que ahora estaban en depósito en New Orleans.

Partiré hacia el interior antes de que acabe el día.

IV

9 de noviembre

Querido Profesor Andrós:

Estoy acampado en la vecindad del Machu-Pichu y, aunque no llevo aquí más de siete horas, ya me he encontrado con varios hechos realmente inquietantes. Me enteré de ellos a través de uno de los guías que me buscó el individuo ése, Santos, que usted me recomendó. Ayer, de camino a la antigua ciudadela inca, detuve en el sendero a algunos nativos y les pregunté si conocían el paradero de Fray Andrade. Persignándose, hicieron gestos hacia atrás de ellos, en la dirección en que caminábamos, pero no me pudieron dar datos precisos. No obstante, el guía en cuestión se me aproximó poco después y me confesó que había oído mi pregunta y que, si no me asustaba el abandonar el sendero a Machu-Pichu, me llevaría hasta donde se encontraba su hermano mayor, enfermo en su casa de las montañas.

Le dije que no me asustaba; así que, en el punto preciso, le seguí durante quizá cinco kilómetros, fuera del sendero, y encontré a su hermano, tal como me había dicho. Casi no resulta necesario decir que ambos hombres son de raza quechúa-ayar; el hermano, que parecía moribundo, era un converso al catolicismo, uno de los logrados por Andrade; mientras que mi guía, mucho más joven, no lo era. Al enterarse de que buscaba a Andrade, al principio se mostró muy poco dispuesto a hablar; pero cuando supo que no lo conocía personalmente, y que no era un seguidor del sacerdote, comenzó a hablar rápidamente, como si temiese no tener suficiente tiempo para contarme lo que deseaba.

No puedo reproducir aquí sus palabras: hablaba en un mal español, y lo que me dijo era sumamente asombroso. Me confesó sentir una gran admiración por Andrade, que casi llegaba a la veneración. Pero Andrade, me dijo, estaba muerto. «Ya no era como antes». Andrade ya no era Andrade; era otro, cuyas melosas palabras enseñaban cosas malvadas. Decía saber dónde estaba escondido un «papel» de Andrade y que, si podía prescindir de su hermano durante un tiempo, lo enviaría a buscármelo. Le llevaría dos días a pie el llegar hasta aquel lugar. Naturalmente, asentí de buena gana, y el guía ha partido con tal misión. Me apresuro a informarle de esto. De momento no sé qué pensar del asunto, pero el viejo indio estaba muy agitado y no dudo de su sinceridad; además, parecía más tranquilo al poder hablar con alguien que le comprendiese. Tengo la oportunidad de remitir esta carta por medio de un grupo de turistas estadounidenses que acaban de realizar un viaje organizado por las ruinas incas. Cordialmente,

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Claiborne Boyd.

10 de noviembre

Querido Profesor Andrós:

Mi guía regresó anoche con el «papel» que dicen escribió Andrade. Lo he leído, y creo que tiene tal importancia que lo he puesto en manos de uno de mis mensajeros para que lo lleve a Cuzco y le sea remitido sin más retraso. Evidentemente el documento es sólo un fragmento de un relato más largo. Estoy a punto, en este momento, de levantar mi campamento situado en la garganta de las montañas más allá de Salapunco, cerca del lugar, según se me ha dicho, en que Andrade va a llevar a cabo lo que parece ser una «misión» o «predicación», o algo similar. Sinceramente,

Claiborne Boyd.

Le adjunto el documento de Andrade:

«...quién es ese individuo, o de dónde viene, es algo que nadie sabe. Indudablemente es maléfico. Toca una extraña música en un antiguo instrumento similar a una flauta. Desde que ha llegado aquí se nota una gran desazón y aumenta el mal. Por todas partes se aprecia el mal, hasta en las nubes; y de las aguas surgen extraños sonidos... como si grandes seres caminasen por lugares subterráneos. He tratado de combatirle, y no cesaré en mis intentos de luchar contra sus maléficas enseñanzas.

»Un gran terror ha caído sobre mi pueblo. Me hablan de un maleficio o algo similar que surgirá de nuevo, que es más antiguo que la misma Tierra, de extraños seres, a uno de los cuales le llaman Kuiú o algo así, que saldrá de las aguas y se convertirá en el dueño de toda la Tierra y con el tiempo, de todo el Universo. He interrogado a alguno de ellos tan profundamente como me ha permitido su reticencia, y a quien temen no es al anti-Cristo, sino a un ser que, según sus palabras, «no es un hombre», que era «tan viejo como el tiempo» cuando la Humanidad aprendió las enseñanzas de Cristo. Uno de mis feligreses hizo un burdo dibujo de ese ser, tal como se lo describieron sus antepasados. Creí que sería una representación de Pachacamac, al que se ofrecían sacrificios humanos, o de Ylla Tici Viracocha; pero no era ninguno de estos, aunque podría haber sido el dibujo de uno de los monstruos sobrenaturales en los que los antiguos incas creían. Era la bestial representación de un ser que era una horrible parodia de un hombre: macizo, antropoide, con tentáculos y una barba formada por serpientes o tentaculillos, con garras en las manos y un tipo de alas similar al de los murciélagos.

»Él ha llegado predicando el culto a este ser, prediciendo su «regreso». Le pregunté a mi pueblo si alguno de ellos recordaba a Kuiú. Ninguno de ellos lo recordaba, pero algunos confesaron que su pueblo lo recordó en pasadas generaciones. Pero nadie lo ha visto. Estoy seguro que muchos me ocultaban que creían en él. Es descorazonador el observar esta tendencia entre mi pueblo. Haré lo posible para

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alejar a ese extraño, si es necesario, a latigazos. Y no obstante, no dejo de darme cuenta de la existencia de una cierta aura de peligro, de un peligro mortal que se esconde en todas partes... no el peligro originado por Satanás, sino de una maldad mayor, más primigenia y terrible. No puedo definirla, pero creo que mi misma alma está en terrible peligro...»

14 de noviembre

Querido Profesor Andrós:

He visto a Andrade, pero solo a distancia, mediante mis prismáticos. Los guías me dijeron que sería peligroso el acercarme mucho; así que les hice caso, me sitúe en un lugar apropiado y a través de los prismáticos contemplé la reunión. El hombre que vi vestido con hábitos no era el mismo de la fotografía que usted fue tan amable de mostrarme. Y no obstante, me lo señalaron como Andrade, y representaba el papel de Andrade. Esto es, daba una plática a los nativos reunidos para oírle, que calculo serían unos trescientos. Y ciertamente su plática no era un sermón cristiano, pues los tenía aterrorizados. Lo que más me preocupó fue el parecido que tenía con el Japhet Smith de mi sueño; ciertamente no eran el mismo, no trato de sugerir esto; pero también es cierto que existía una cierta relación entre ellos, pues el Andrade que vi a través de mis prismáticos tenía esa curiosa boca de batracio, esos ojos sin cejas y la extraña piel correosa que yo asociaba con Smith; tampoco se le veían orejas. Creo que no cabe duda alguna de que Fray Andrade ha sido asesinado, y que alguien está haciéndose pasar por él, con propósitos mucho más horribles de lo que uno pudiera creer en un principio. Y no es difícil imaginar que se trata de uno de los Profundos...

Ha pasado algún tiempo. Uno de mis guías nativos, que ha estado en la «misión» de Andrade, ha vuelto y me dice que este hablaba en un idioma que le era extraño, pero que despertaba algo en su memoria; dice que debió haberlo oído cuando era muy niño. Lo que me parece totalmente conclusivo es una frase que, según dice, era repetida una y otra vez, como una cantinela, por Andrade, y coreada por los que le escuchaban. Trató de repetírmela y, por sus intentos, no me cabe duda de que se trata del extraño cántico tantas veces reproducido en distintos lugares, y que siempre ha sido asociado con este temible culto:

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

que ha sido traducido como:

«En su morada de R'lyeh Cthulhu muerto, sueña.»

A la mañana siguiente:

El Doctor Shrewsbury se me apareció la pasada noche, aparentemente en sueños;

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digo «aparentemente» porque ya no estoy tan seguro de estar soñando. Ahora comprendo muchas más cosas de este grotesco y repugnante culto. Según lo que S. dice, ha utilizado a ciertos siervos de Hastur, que se oponen al regreso de Cthulhu, para enfrentarse con los siervos de éste. Quedan así explicadas las criaturas aladas de mi anterior sueño. Según parece, el hidromiel es un soporífero que tiene mayores propiedades que las habituales en tales drogas, pues separa el yo, al que supongo que uno podría denominar como cuerpo astral o espíritu, del cuerpo físico, que queda inanimado pero vivo. El cuerpo físico es transportado a un lugar seguro, y el yo toma otra forma corpórea en un lugar diferente (nunca la forma de un hombre), un lugar muy lejano de nuestro Universo: Celaeno, en las Híadas. Puede comunicarse conmigo a voluntad mediante una especie de hipnosis... Dice que Andrade es sospechoso, pero que el punto álgido del culto se halla en un lugar ceremonial secreto usado en otro tiempo por los incas, un templo abandonado excavado en la roca de un cañón no muy lejano a nuestro campamento. Voy a ir allí tan pronto como anochezca.

Más tarde:

He encontrado el lugar de reunión. Se halla al final de una escalinata que comienza tras una oculta puerta de piedra que se abre en la pared de roca sólida del cañón; evidentemente se trata de un antiguo pasadizo inca, pues la tosca talla de las piedras es similar a la de Machu-Pichu y Sachsahuamán. El lugar de culto parece ser algún tipo de viejo templo, tal como me había sido descripto, pero no hay ninguna abertura al cielo, contrariamente a las tradiciones religiosas. Sin embargo, existe un estanque de cierto tamaño; la sala en sí es de las dimensiones de una gran caverna, capaz de dar cabida, diría yo, a varios millares de personas; y de ese estanque emana una infernal luz subacuática verdosa. Parece que los adoradores se reúnen alrededor del estanque, pues el antiguo altar situado al extremo opuesto de la sala parece estar en desuso desde hace mucho. No me quedé allí demasiado tiempo, pues me di cuenta de que había una extraña agitación en el agua, y oí el sonido de una música lejana, como si se acercasen los creyentes, aunque a mi salida del lugar de reunión no hallé a nadie.

Esto quizá sea lo último que oiga usted de mí. Tras enterarme por uno de mis guías de que iba a tener lugar algún tipo de reunión importante en el viejo templo del cañón aquella noche, regresé a ese punto y me oculté. Apenas había acabado de esconderme tras el altar, cuando se produjo un ominoso chapoteo y movimiento del agua iluminada de verde, y algo se alzó a la superficie.

Lo que vi me produjo náuseas.

Bastó una sola mirada para hacerme retroceder tambaleante, y el que no lanzase un grito y traicionase mi presencia fue debido únicamente al hecho de que la visión de la monstruosidad aparecida en la superficie de aquel lago subterráneo me hizo enmudecer. Era un ser como únicamente puede soñarse en las más locas alucinaciones de los fumadores de hashis: una bestial parodia de la humanidad, una criatura que parecía haber sido otrora un hombre, con tentáculos y branquias, y una horrible boca de la que salían una serie de horrísonos chirridos, similares a las notas distorsionadas de una flauta u oboe. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.

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Pensé que se había alzado esperando la llegada de alguien, y no me equivocaba, pues la caverna resonó con el ruido de pisadas, y en un momento entró alguien, siendo iluminado por la extraña luz que emanaba del lago subterráneo.

Era Andrade, y a aquella luz todas las horribles características de batracio de su rostro parecían aún más prominentes. Sin dudarlo, disparé contra él.

Lo que sucedió entonces, es casi demasiado increíble para escribirlo. Andrade, mortalmente herido, pareció contraerse, desplomándose. Cayó al suelo, pero el hábito lo ocultó, cubriendo su cuerpo. Y entonces salió de debajo del hábito una cosa horrible, deforme, una masa de carne convulsa, que se deslizaba viscosamente, se retorcía, se retorcía y deslizaba como una babosa hacia el borde del agua, expirando en el momento en que se hundía y desaparecía... dejando tras de sí únicamente unas sandalias, el hábito vacío y los ornamentos del mismo... una cosa que parecía la caricatura de un hombre-rana, detenido en su evolución y moldeado por algún gran maestro de lo terrible.

De nuevo el agua comenzó a agitarse, pero yo ya había empezado a colocar cargas de dinamita. No miré hacia atrás; encendí la larga mecha a la entrada de la caverna y hui de aquel lugar. He oído la explosión, y mis guías están nerviosos; les he dicho que pueden regresar sin mí, pues sé que no tengo posibilidad alguna de salir con vida de ese sendero. Quedaba únicamente el método del Doctor Shrewsbury. No volveré nunca a verle a usted, y solo me cabe esperar que este mensaje final le llegue a tiempo. Sé que lo que he hecho es bien poco, y que aún queda mucho que hacer en otros rincones de nuestro Mundo, si es que queremos preservarlo de los repelentes y malignos poderes que siempre están acechando, esperando regresar. Adiós.

Claiborne Boyd

V

«Lima, Perú. 7 de Diciembre. AP. – A pesar de intensas búsquedas en la Cordillera de Vilcanota y en la región de los alrededores de Salapunco, no ha podido ser hallado ni rastro de Claiborne Boyd. Boyd desapareció a mediados de noviembre, mientras realizaba una expedición para estudiar costumbres y cultos nativos, según el Profesor Viberto Andrós, al que Boyd visitó en esta ciudad. Los restos del campamento de Boyd revelaron únicamente que este lo había abandonado sin llevarse su equipaje. Se encontró un vial vacío que se suponía que podía haber contenido un veneno, pero un análisis químico de los restos de su contenido reveló que únicamente se trataba de algún tipo de suero, no venenoso, aunque capaz de inducir parálisis y sueño prolongado. Los investigadores no han sido capaces de explicar algunas huellas halladas alrededor de la tienda, que recuerdan las de las alas de los murciélagos, aunque de un tremendo tamaño...»

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