los intelectuales inventaron a fidel castro

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Carlos Ramírez Los intelectuales inventaron a Fidel Castro Archivo Carlos Ramírez / Proyecto México Contemporáneo 1970 - 2020 Literatura 36

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Ensayo política y literatura sobre Fidel Castro y los intelectuales. Por Carlos Ramírez.

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Page 1: Los Intelectuales Inventaron a Fidel Castro

Carlos Ramírez

Los intelectuales inventaron a Fidel Castro

ArchivoCarlos Ramírez /

P r o y e c t o M é x i c o C o n t e m p o r á n e o 1 9 7 0 - 2 0 2 0

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Archivo Carlos Ramírez / Indicador Político© Grupo de Editores del Estado de México© Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S.C.© Indicador Político.Una edición del Centro de Estudios Políticos y de Seguridad

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Los intelectuales, paradójicamente, habían inventado a Fidel Castro. Fueron los intelectuales progresistas, lo mismo Cabrera Infante que Regis Debray y muchos otros que después abjuraron de su creatura. Y Castro los usó y después los des-deñó.

La relación de los intelectuales con Cuba, Castro y la revolución cubana ha pasado por etapas. Entre ellas, hay una que muchos intelectuales críticos de la fase estaliniana del castrismo quisieran olvidar: cuando esos intelectuales convirtieron a Fidel Castro no sólo en el jefe de la revolución socialista mundial, sino en un intelectual-revolucionario o en un revolucionario intelectual. Como Sísifo, esos intelectuales subieron cargando a la montaña una pesada roca llamada Fidel Cas-tro, pero luego esa roca se viene pendiente abajo. Y otros intelectuales le entran al relevo para volver a subir la roca hasta lo más alto de la montaña.

Las críticas de intelectuales a la decisión autoritaria de Castro de fusilar a tres cubanos que habían secuestrado una lancha para huir del país y de encarcelar a 75 disidentes en el 2003 llamaron la atención no tanto por la crítica al endureci-miento político en Cuba sino por las firmas. En los “abajo firmantes” aparecieron intelectuales que no sólo apoyaron en el pasado a la revolución cubana, sino que convirtieron a Fidel Castro en el prototipo de los intelectuales revolucionarios. Castro, en realidad, era un político, un revolucionario y un abogado. Pero nunca había publicado algún ensayo o novela, salvo sus largos discursos.

Los intelectuales inventaron a Fidel Castro

Carlos Ramírez

Intelectuales cubanos y Castro

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De los intelectuales que antes apoyaban a Castro y que luego rompieron rela-ciones ideológicas y sentimentales con la revolución cubana, pocos —casi ningu-no, en realidad— hicieron algún acto público de razonamiento sobre su ruptura. Si acaso, el peruano Mario Vargas Llosa allá por comienzos de los setenta a raíz del caso Padilla, el chileno Jorge Edwards justamente por haber sido uno de los protagonistas del caso Padilla y haber sido echado de Cuba como persona non grata por reunirse con el poeta Heberto Padilla y el francés Regis Debray con su libro de autocrítica AlAbAdos seAn nuestros señores. Los demás tienen en su pasado ese encumbramiento de Castro como revolucionario y como “intelectual”.

Debray fue un caso singular. Como estudiante nacido en 1940, Debray había hecho su primer viaje a Cuba en 1961. Ahí recopiló datos para su ensayo, escrito a los 25 años, “El castrismo: una larga marcha de América Latina”. Luego de haberlo leído, Fidel Castro invitó a Debray a La Habana en 1965. Y de inmediato lo incorporó a tareas revolucionarias. El ensayo había sido publicado en julio de 1965 en la revista Les temps modernes, dirigida por Jean Paul Sartre. Durante una visita a París, Ernesto Che Guevara había leído el texto. Atraído por su con-tenido, Guevara lo tradujo y se lo envió a Castro. Y Castro lo cooptó. De 1965 a 1967, Debray publicó bajo el influjo de la revolución cubana, varios ensayos sobre América Latina para culminar en 1967 con su clásico “¿Revolución en la revolución?”, un texto promotor del foquismo guerrillero. Ese mismo 1967, Cas-tro lo ayudó a viajar a Bolivia para entrevistarse con el Che Guevara, pero éste lo mandó de regreso porque el intelectual francés carecía de preparación guerrillera. Apenas salido de la zona del Che, Debray fue aprendido junto con el argentino Ciro Bustos. La historia aún debate quién de los dos proporcionó los datos de ubicación del Che, pero el ejército, asesorado por la CIA, arrinconó al Che, lo aprendió y lo asesinó. Debray estuvo detenido hasta 1970 y fue exiliado a Chile. Ahí tomó relación con Salvador Allende hasta el golpe militar de 1973. Más tarde regresó a Francia, rompió con los comunistas, se afilió al Partido Socialista Fran-cés, asesoró a Francois Mitterrand en el partido y en la presidencia. Y finalmente se dedicó a la reflexión sin partido.

La firma de Debray no sorprendió en los comunicados públicos de abril del 2003 en contra de Cuba y de Castro. Lo que sí debió de haber sorprendido a muchos fue el hecho de que Debray había sido uno de los más entusiastas promotores de Castro y la revolución cubana. Sus textos “¿Revolución en la revolución?”, “El castrismo: la larga marcha de América Latina” y “América Latina: algunos problemas de es-trategia revolucionaria” —incluidos en su libro ensAyos sobre AméricA lAtinA de Editorial Era en 1969— contribuyeron a teorizar sobre la lucha guerrillera como la vía para acceder al poder. Debray fue el promotor de la tesis de que “lo decisivo para el futuro es la apertura de focos militares y no de focos políticos”. Asimismo, Debray consideró al castrismo como “un leninismo hecho práctica”.

Pero Debray fue más allá. Se convirtió en uno de los primeros en razonar el papel de Fidel Castro no sólo como líder guerrillero y factor revolucionario sino como intelectual. Era, ciertamente, la época romántica de la revolución cubana. Y los intelectuales extranjeros, infectados de ese romanticismo revolucionario, habían comenzado a subordinar su capacidad creativa a la prioridad de enaltecer

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a la revolución y a los revolucionarios. En el número de marzo-abril de 1966, la revista cAsA de lAs AméricAs —un centro de agitación de la propaganda intelec-tual de la revolución cubana— publicó el texto de Debray titulado “El papel del intelectual en los movimientos de liberación”.

El razonamiento de Debray fue, de origen, el del compromiso. Escribió que correspondía al pueblo, el campesino y el obrero, concluir si “sienten en su lu-cha la necesidad del intelectual”. El intelectual debería, en consecuencia, esperar el directamente del pueblo, a menos, decía que el intelectual “haya participado realmente en un combate armado”. Debray fue el promotor de la “teoría del salto cualitativo del intelectual”: pasar de “intelectual” y “sabio” a la fase de “revolu-cionario”. A partir del papel del intelectual como factor revolucionario, Debray dio su propio salto cualitativo: convertir al intelectual en revolucionario. “Corres-ponde igualmente a los intelectuales desencadenar (subrayado de Debray) la lu-cha: Fidel, Luis de la Puente, Douglas Bravo y tantos otros”. Debray consideraba que en un país sin pasado obrero y sin organizaciones revolucionarias, los intelec-tuales deberían asumir el liderazgo revolucionario de la sociedad. “El castrismo reclama mucho del intelectual: le pide que sepa aprender una humildad alerta”.

Pero la propuesta de Debray tenía un punto de partida audaz: asumir a los lí-deres de la revolución cubana no sólo como intelectuales —en realidad eran clase media ilustrada y educada: Castro como abogado y el Che como médico— en funciones de acto revolucionario, sino como prototipos de intelectuales. A partir de los modelos de Ernest Hemingway, John Dos Passos y André Malraux —los dos primeros combatieron en la guerra civil española junto a los republicanos y Malraux también en la resistencia francesa contra los nazis—, Debray encontraba una fusión a priori. Su análisis se sustentaba, por cierto, en una opinión de Mal-raux sobre el hecho de que el acto intelectual no se consumaba en libros sino que se refería a la posesión de “una sola idea, por elemental que ésta pueda ser”.

Para el Debray revolucionario, en consecuencia, el valor del intelectual no se agotaba en la reflexión sino que se consumaba en la acción: intelectual y además revolucionario. “El secreto del valor del intelectual no reside en lo que éste pien-sa, sino en relación entre lo que piensa y lo que hace”. Pensar no basta, escribió el Debray de 1966; es “necesario aprender de y en la lucha revolucionaria”. La conclusión de Debray se convirtió en uno de los factores del estalinismo intelec-tual de Castro desde aquellos años hasta el 2003 del encarcelamiento de disidentes por no pensar con la revolución cubana: “hombres nacidos de esta América, como Fidel Castro y Ernesto Guevara, ¿no delinean, sin ellos ni nosotros saberlo, la verdadera figura del intelectual, elevada a su más alta incandescencia?”

Si la función del intelectual es la de pensar la realidad para criticarla, De-bray había subordinado la tarea intelectual a los objetivos de la revolución. Lo escribió claramente en las conclusiones de ¿revolución en lA revolución?: “no escapa a nadie que hoy, en América Latina, la lucha contra el imperialismo es decisiva. Si es decisiva, todo lo demás es secundario”. Esta reflexión de 1967 de Debray es exactamente la misma de Fidel Castro en su ofensiva represiva del 2003: acallar la disidencia porque la lucha contra el imperialismo norteamerica-no es decisiva para Cuba.

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La revolución mexicana había radicalizado a los intelectuales. En septiembre de 1967, Debray envío una “Carta a sus amigos” para razonar su papel como in-telectual subordinado a la revolución cubana. Lo interesante era que a Debray le había tocado vivir de cerca el primer conflicto de Castro con los intelectuales: la crisis del documental p.m. que había llevado a la ruptura en el suplemento lunes de revolución que dirigía Guillermo Cabrera Infante. Ante la necesidad de con-trolar la crítica, Castro había lanzado ya su apotegma: “dentro de la Revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Debray había asumido sus propias palabras de darle prioridad a la revolución por encima de la labor como intelectual.

La prueba de fuego ocurrió durante su encarcelamiento. Debray había sido acu-sado de ser guerrillero y él aclaraba que no pero agregaba que estaba en camino de serlo. “Cuando se ha escrito lo que yo he escrito, se debe necesariamente, como una necesidad teórica y moral, llegar a ser un simple combatiente un día u otro. Sin fusil, pésima pluma; sin pluma, pésimo fusil”. Como intelectual y “si escribir es un acto de compromiso”, Debray se declaró “responsable de haber justificado y ensalzado la guerra de guerrillas y acepto esta responsabilidad como un cumplido”.

Años después, Debray habría de asumir su realidad diferente. En 1973 publi-có el libro lA críticA de lAs ArmAs para reconocer el fracaso de la guerrilla. La decepción por Castro ocurrió en 1989 —el año del desmoronamiento del campo comunista y de la caída del Muro de Berlín— con el caso del general Arnoldo Ochoa, héroe de la revolución cubana fusilado por Castro luego de un proceso irregular. Debray escribiría con dolor en AlAbAdos seAn nuestros señores: “desde esta fecha yo llamo, a Fidel, “Castro”. El cambio de nombre no se ha llevado a cabo sin animosidad, Con tristeza y en silencio, como después de una derrota ínti-ma. No estoy seguro de haber envejecido mejor que mi antiguo mentor —sin duda más expuesto a las desfiguraciones de la edad que un memorialista marginal—. Hay que tener cuidado de no odiarse a sí mismo en los padres difuntos”.

Las razones políticas eran entendibles. Pero en ese texto doloroso, Debray habría de reflexionar —después de pasar por la experiencia práctica— sobre los motivos intelectuales de la imposibilidad del intelectual de ser político. Se trataba, pues, del Debray que había encontrado en Castro y Guevara la síntesis filosófi-ca del intelectual con el político revolucionario: “con la gran desventaja de sus lealtades, es cosa probada que el hombre de pensamiento sería más fácilmente lapidable que el corazón de oro. Abraza la lógica de las ideas, cuando seguir la lógica de las fuerzas es el destino de la gente del poder. Porque es más rigurosa, luego más abstracta, la inteligencia exige líneas rectas, mientras que la voluntad zigzaguea para ajustarse al acontecimiento; por lo que el intelectual es más pro-penso a traicionar al político”.

La reflexión de Debray fue hasta el fondo filosófico: “el qué filosófico se vuel-ve contra el quién político, porque a menudo el quién se acomoda a cualquier qué. Como el juego de las fuerzas cambia más rápido que nuestras ideas, buenas o malas, el hombre de acción habrá tenido tiempo de cambiar tres veces de cha-queta antes de que el doctrinario a su lado se percate de que se ha cambiado de ortodoxia. Pero es el práctico quien, al simbolizar para las multitudes la causa que de hecho niega, fijará en definitiva la norma de lo recto y lo desviado”.

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La fábula del príncipe y el cantor había llegado a su fin. “No me vanaglorio de mis abjuraciones”, razonaba Debray en AlAbAdos seAn nuestros señores. “Son otros tantos remordimientos. Me despiertan antes del alba”. Y más adelante: “nece-sité diez años para dejar a Fidel Castro”. Y su ruptura fue de fondo. En lA críticA de lAs ArmAs ajustó cuentas consigo mismo y con su propuesta de ¿revolución en lA revolución? Debray había estado en la cárcel y había pasado por el fracaso del Che en Bolivia, los golpes de Estado de derecha en AL y la derrota de Salvador Allende en Chile, así como otras evidencias de derrotas guerrilleras en el continente.

En este contexto, Debray había cambiado de parecer en pocos años. “Fue un libro de un momento”, escribió sobre su ensayo de exaltación del foco guerrille-ro. Su pasión por las armas formaron parte, reconoció, de “fiebres hoy mitigadas”. El calentamiento intelectual de un lustro, de 1966 a 1971, había registrado el dato de que “todo el mundo dejó plumas y muchos la vida”. Además, Debray consideró que su ensayo había sido tomado casi como libro de texto. Y Debray se asumió como el tercero en discordia: “no fui más que un chivo expiatorio ideológico y ¿revolución en lA revolución? No habría causado jamás todo ese sobresalto de no haber permitido a los portavoces latinoamericanos de determinada ortodoxia vaciar su rencor largo tiempo comprimido por no haber tenido la audacia de diri-girlo a quien correspondía, a la dirección de la revolución cubana”.

Pero el daño ya estaba hecho. Los intelectuales habían sido los responsables de encumbrar a Castro, de endiosarlo hasta dotarlo del don de la infalibilidad y luego ver cómo la roca camusiana de Sísifo se iba pendiente abajo. En 1969 el escritor co-lombiano Oscar Collazos habría de tropezarse con la piedra debrayiana. Trabajando en la Casa de las Américas de Cuba, Collazos publicó un ensayo en la revista uru-guaya mArchA, de Carlos Quijano. Titulado “La encrucijada del lenguaje”, el texto causó escozor: era una crítica a la novela 62/modelo pArA ArmAr de Julio Cortázar, a declaraciones de Mario Vargas Llosa en el suplemento lA culturA en méxico de la revista siempre y a Carlos Fuentes por su novela cAmbio de piel.

En 1969 acababa de pasar la polémica por el primer desencuentro del caso Pa-dilla: la premiación del poemario FuerA del juego, en medio de un debate sobre la libertad del creador frente a la revolución. Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes eran escritores reconocidos internacionalmente en el contexto del boom literario lati-noamericano, como lo calificó en crítico Emir Rodríguez Monegal. A muchos mo-lestaba en el fondo la fama de los escritores, sobre todo porque los había alejado del apoyo a la revolución cubana. Collazos era de la opinión de que la revolución cubana había parido al boom de narradores. Los escritores habían, por su parte, simpatizado y apoyado a la revolución cubana pero sin perder su cosmopolitismo.

El debate abierto por Collazos tocaba la relación del intelectual y la revolu-ción. Vargas Llosa ya había roto con Cuba, Cortázar se mantenía dolorosamente fiel porque tenía que pasar por constantes agravios a su literatura fantástica y alejada del inmediatismo revolucionario —aunque en lo personal siempre apo-yó a las revoluciones socialistas— y Fuentes se encontraba deslumbrado con la experiencia revolucionaria cubana. Vargas Llosa y Fuentes aparecieron firmando el desplegado de abril del 2003 contra Castro por los fusilamientos y encarcela-mientos.

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La discusión atendió al dilema de subordinar la literatura a la revolución o la revolución a la literatura. La crítica de Collazos a Cortázar y Fuentes radicaba en el alejamiento de las obras literarias del tema revolucionario. 62/modelo pArA Ar-mAr era un desprendimiento del capítulo 62 de rAyuelA. A pesar de su propuesta de revolución del lenguaje y la creatividad, rAyuelA había sido recibida en Cuba con mohines de disgusto por su cosmopolitismo y su alejamiento de las luchas re-volucionarias de América Latina. cAmbio de piel fue leía en La Habana como una apología de la clase media alta en decadencia y sus vicios. Collazos le reclamaba a Cortázar y a Fuentes regresar al cuento reunión que trataba sobre el Che y a lA muerte de Artemio cruz, como la capacidad de invención de una obra literaria pudiera manipularse a discreción.

Collazos usó la polémica para sentar la tesis de que la revolución estaba por encima de la literatura. Su razonamiento no fue filosófico sino pragmático: Castro era el ejemplo del intelectual revolucionario. Collazos lo escribió sin rubor: “pienso cómo en los discursos de Fidel Castro se traduce una manera de decir, un discurso literario, un ordenamiento y una reiteración verbal, una modelación de la palabra en el plano del discurso político que, a su vez, podría ser la fuente de un tipo de li-teratura cubana dentro de la revolución”. Es decir, los discursos de Castro como un estilo literario, como una moda, como una función. Aunque Cortázar rechazó por estalinista esta propuesta, de todos modos en 1970 se referiría “al discurso de Castro del 26 de julio de 1970 es el de un creador”. Castro como intelectual al frente de una revolución y sus dichos y prioridades reimplantadas en el intelectual.

La repuesta de Vargas Llosa en 1969 a la propuesta de Collazos de tomar los discursos de Castro como una fuente literaria hizo hincapié en el hecho de que la creación carece de controles humanos. El temor de Cortázar estaba en esos mo-mentos en las limitaciones creativas del escritor —el caso Padilla en 1968 había bordado justamente sobre el hecho de que la línea de Castro debía de ser seguida inflexiblemente por los intelectuales— como una forma de estalinismo: “en la época de Stalin ocurrió: el líder no sólo fue “fuente” de verdades políticas, sino también literarias, científicas, morales, lingüísticas”.

La culpa del autoritarismo literario de Castro la tienen los intelectuales. En 1969 se publicó el libro el intelectuAl y lA sociedAd, escrito casi colectivamente por Roque Dalton, René Depestre, Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Reta-mar, Ambrosio Fornet y Carlos María Gutiérrez. En un registro de frases, el poeta Gabriel Zaid encontró algunas perlas sobre el endiosamiento de Castro como el intelectual paradigmático: “no veo una tragedia en el hecho de que papel de la conciencia crítica caiga en manos del intelectual de esta revolución, Castro”. “Fidel Castro, Che Guevara y muchos otros dirigentes de la revolución, ¿no son intelectuales?” “Castro y el Che no son sólo dirigentes políticos máximos de la revolución, sino ellos mismos, en varios sentidos intelectuales que, como en el caso de Martí, se realizan como conductores de pueblos”. “La sociedad se autocritica a través de sus dirigentes, de sus cuadros. Es evidente que Fidel, por ejemplo, es el crítico más intransigente de la sociedad revolucionaria”. Y “sería ridículo por parte del intelectual querer ser más polémico y más rebelde que los hombres de acción que han hecho la revolución”.

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9En aras del intelectual-revolucionario Fidel Castro, los intelectuales arrearon

sus banderas: “no veo otra salida para nosotros, en este continente y en un proceso revolucionario de este tipo, que el de colaborar, con la máxima eficiencia y la adecuada modestia, en un proceso que no está en nuestras posibilidades dirigir”. Lo cual implica “cierto renunciamiento a una libertad de maniobra sin límites prefijados y, por lo menos en forma transitoria, el reconocimiento de una discipli-na total donde las dudas queden postergadas por la confianza”. “Un intelectual, ahora, no tiene más posibilidades de poder que un machetero, un conductor de camión o un soldado”.

Así, los intelectuales inventaron a Castro y le ofrendaron su poder creativo a los objetivos terrenales de la revolución. Lo dijo sin dobleces Carlos Fuentes en los sesentas, cuando los escritores progresistas mexicanos quedaron deslumbra-dos con la revolución cubana como una extensión posible de las banderas radica-les de la revolución mexicana. Cuenta el escritor chileno José Donoso en historiA personAl del boom que Fuentes le dijo en un viaje a Concepción —a una reunión de intelectuales latinoamericanos que cubanizó la creación literaria— que “des-pués de la revolución cubana él (Fuentes) ya no consentía hablar en público más que de política, jamás de literatura; que en Latinoamérica ambas eran inseparables y que ahora Latinoamérica sólo podría mirar hacia Cuba. Su entusiasmo (de Fuentes) por la figura de Fidel Castro en esa primera etapa, su fe en la revolución, enardeció a todo el congreso de intelectuales”.

El entusiasmo que refirió Donoso llevó a Fuentes, junto con Pablo Neruda, a convencer a Alejo Carpentier que no leyera en el congreso su ponencia “Elemen-tos mágicos en la literatura del Caribe” sino que en su lugar “improvisara algo bastante soso sobre las reformas educativas de Fidel Castro”. Para Donoso, una de

Salvador Allende y Fidel Castro

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las tres razones que empujaron el boom de la literatura latinoamericano había sido la adhesión de los escritores a la revolución cubana y su apoyo a Fidel Castro. De modo creciente pero asumido concientemente por los intelectuales, Castro, Cuba y la revolución cubana se metieron hasta el inconciente creador de los intelectua-les, pero como propuesta autoasumida de los propios intelectuales, aunque a pesar de la crisis de 1961 con lunes en revolución.

Los intelectuales mexicanos de los cincuenta quedaron efectivamente deslum-brados por Castro. E. Suárez-Íñiguez explica en los intelectuAles en méxico el surgimiento del grupo El Espectador alrededor de la revista el espectAdor en mayo de 1959: Víctor Flores Olea, Carlos Fuentes, Francisco López Cámara, Luis Villoro, Jaime García Terrés y Enrique González Pedrero. Uno de los temas recurrentes fue justamente el de la revolución cubana. De hecho, dice el autor, “la defensa de Cuba fue un punto esencial del grupo El Espectador”. El grupo se acercó al general Lázaro Cárdenas en la fundación del Movimiento de Liberación Nacional en 1961. Así, las revistas políticA y el espectAdor y el MLN se con-virtieron en México en defensoras de Cuba y de Castro, como lo refuerza Gabriel Careaga en los intelectuAles y lA políticA en méxico.

El desencanto de los intelectuales debería ser también hacia sí mismos. Fuen-tes firmó desplegados de apoyo a Castro y ahora lo critica. Pero los intelectuales contribuyeron, con su deslumbramiento y razonamientos, a la consolidación de un liderazgo fuerte y sin contrapesos en la conducción del proceso de la revolu-ción cubana. Fuentes aparece hoy desencantado de lo que ayudó a edificar. Lo mismo pasa con Hans Magnus Enzensberger, intelectual alemán que apoyó con entusiasmo a Castro y ahora lo critica. Lo interesente de Enzensberger radica en el hecho de que en 1969 publicó en la revista cAsA de lAs AméricAs un texto sobre el interrogatorio de los invasores de Bahía de Cochinos en 1961. En el interrogA-torio de lA hAbAnA, Enzensberger trazó una interpretación política de los juicios sumarios contra los invasores y los respectivos fusilamientos y los justificó. En el 2003, la firma de Enzensberger aparece en cartas públicas de crítica a Fidel Castro por el fusilamiento de tres cubanos que secuestraron una lancha para huir del país y por el encarcelamiento de 75 disidentes. Lo curioso es que la argumentación de Castro es la misma en los casos de 1961 y 2003, pero en 1961 Enzensberger los asumía de un modo y en el 2003 de otro. En 1961 se trataba de endiosar a Castro; en el 2003, de condenarlo.

La historia aparece en el libro el interrogAtorio de lA hAbAnA y otros en-sAyos de 1973. En 1961, Enzsensberger asumía la situación de Cuba en el con-texto dialéctico revolución-contrarrevolución. Así, se trataba de una revolución poniendo en el banquillo de los acusados a una “contrarrevolución vencida”. Los juicios, por tanto, no fueron legales sino revolucionarios: “frente a la contrarrevo-lución vencida toma asiento el pueblo que ha derrotado a la burguesía y la sigue derrotando”. Eran, en suma, juicios políticos. “El interrogatorio no goza de nin-gún estatuto jurídico ni forma procesal alguna; no es parte integrante de ningún procedimiento judicial. Gracias a ello, pasa por alto el formalismo, las sutilezas y los subterfugios tácticos de un tribunal. Al término del interrogatorio no se dictan condenas; no es ésta su misión. Los prisioneros de guerra no son unos acusados”.

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Se trata, para Enzensberger de un hecho singular: “el interrogatorio de La Habana no sólo nace de una situación revolucionaria sino que es por sí mismo un acto revolucionario”. Se trata, repite el intelectual de invasores, mercenarios y pistoleros contrarrevolucionarios que atacan a la revolución. Sería, por cierto, el mismo escenario del 2003: tres cubanos que delinquen para huir de la revolución y 75 escritores y periodistas que critican a la revolución. Se repite la dialéctica revolución-contrarrevolución. Sólo que en 1961 era el romanticismo intelectual y en el 2003 la irracionalidad del poder. Pero en 1961 los intelectuales fueron parte de los responsables de haber idolatrado a Castro y a su revolución.

El juicio de 1961 fue revolucionario. Escribió entonces Enzensberger para jus-tificarlo: “los vencedores no buscan una prueba de culpabilidad”. Se trataba, hay que repetirlo, de actos revolucionarios. “Cualquier encubrimiento o manipulación quedan excluidos: la burguesía, como peón del imperialismo, ha sido descubierta en flagrante”. “El interrogatorio no tiene por meta obtener una confesión sino trazar un autorretrato. Más concretamente, el autorretrato de una clase social”. Los actos revolucionarios, en la lógica de Enzensberger, pueden prescindir de la racionalidad jurídica y hasta humana. Por tanto, se trata de exhibir a la contrarrevolución antes de fusilarla. La misma lógica de la represión revolucionaria del 2003. “A la hora de la invasión, la contrarrevolución ya no conocía partidos, sino sólo el enemigo común: el pueblo cubano; y un patrón común: el imperialismo norteamericano”.

En su texto, Enzensberger hizo hincapié en el aspecto político e ideológico de los interrogatorios a los invasores. No se trataba de juzgar la violación del territorio y el uso de armas contra el gobierno, sino de exhibirlos públicamente a través de la televisión como contrarrevolucionarios. Castro lo dijo en el discurso del primero de mayo de 1961: entre los mil cien invasores había 800 miembros de las familias ricas que poseían 372 mil hectáreas, 10 mil casas de alquiler, 70 empresas industriales, 2 periódicos, 10 refinerías azucareras, 2 bancos, 5 minas y todos eran miembros de los clubes más aristocráticos. Por tanto, merecían morir por representar el viejo régimen. Intelectuales como Enzensberger avalaron el razonamiento del poder.

Enzensberger reproduce un diálogo ilustrativo de los juicios de La Habana de 1961. Antes de ser fusilado, el invasor José Andreu fue sometido a un interroga-torio político, no judicial:

—¿Conoce usted las cooperativas que funcionan hoy en día?—No tuve ocasión de estudiarlas.—¿Ha intentado usted enterarse del funcionamiento del movimiento sindical?—No tuve oportunidad de realizar tales estudios.—¿Tampoco tuvo usted ocasión de enterarse de las reformas universitarias

que estamos llevando a cabo aquí y que por primera vez abren a los obreros las puertas de la universidad?

—No sé nada acerca de esto.La revolución juzga a la contrarrevolución: juicios políticos, ideológicos. Y

hasta filosóficos:—Usted ha dejado arrinconado su racionalismo cuando decidió atacar con la

fuerza de las armas a sus propios compatriotas.

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—Nos encontramos aquí —responde José Andreu— ante una contradicción: la contradicción entre las reflexiones que preceden a una acción y esta acción misma. Esta contradicción es inevitable. Por lo tanto, nunca se puede saber con exactitud en qué punto es preciso interrumpir las reflexiones e iniciar la acción.

En escenarios similares, las conductas intelectuales cambian. El Enzensberger de los interrogatorios de 1961 justificaba los juicios políticos en la dialéctica re-volución-contrarrevolución; el Enzensberger del 2003, en una situación borgiana tipo pierre menArd, Autor del Quijote, reescribe la historia pero condenando al jefe revolucionario. El intelectual del 2003 como crítico ante el poder fue el intelectual del poder en 1961.

Los intelectuales, pues, inventaron a Fidel Castro y ahora no saben cómo desarmarlo. “Abajo firmante” de cartas públicas contra Fidel Castro por los fu-silamientos y encarcelamientos de 2003, el escritor uruguayo Eduardo Galeano decidió cortar el cordón umbilical con el castrismo. Pero es el Galeano que le dio la coartada ideológica al castrismo como movimiento revolucionario nacionalista en los sesenta con su ensayo lAs venAs AbiertAs de AméricA lAtinA, un estudio de la explotación imperialista. Hoy Galeano decide separarse de Castro, de Cuba y de la línea autoritaria de la revolución cubana. “Cuba duele”, escribió a raíz de los fusilamientos y encarcelamientos del 2003.

Pero Galeano fue otro de los promotores o inventores de la leyenda de Castro y la revolución cubana. En 1964, estallada la crisis de 1961 con lunes en revo-lución, el escritor Galeano le cantaba a Cuba con sentimiento, como recuerda en la recopilación de textos en su libro Nosotros decimos no. “Bien se puede afirmar, Cuba, que una revolución como la tuya nace vacunada contra el sectarismo y el dogmatismo”. Era un canto al idealismo de la revolución cubana. Y a Fidel: “yo hubiera querido estar en ti, Cuba, para el 26, en los carnavales de Santiago. Sin sombra de duda, me hubiera gustado compartir la euforia del cumpleaños de la revolución, sentir al pueblo dialogando con Fidel en la plaza, desde un océano de sombreros de yatey y machetes; bailar contigo en las calles; beber, contigo, guarapo y cerveza”.

Y en un texto fechado en 1988-89, ya enmohecida de autoritarismo la revolu-ción, Galeano seguía apuntalando la Cuba de Castro. Comenzó Galeano su texto “Cuba, 30 años después, una obra de este mundo”, con una frase de Bolívar: “saben elogiarme pero no saben defenderme”. Galeano siguió: “a Cuba le ocurre, sospecho, algo parecido”. Y Galeano se largó una defensa de Cuba: “los enemi-gos de la revolución cubana, que tanto dinero tienen y tanto poder, le faltan el res-peto confundiéndola con el Infierno”. No hay campos de concentración, escribió, “cualquiera que no tenga telarañas en los ojos puede ver que la gente se expresa a pleno pulmón”, aunque reconoce que no es el “reino de la perfecta felicidad”: en Cuba “encuentran tiendas vacías, teléfonos imposibles, transportes pésimos, una prensa que a veces parece de otro planeta y una burocracia que para cada solución tiene un problema”.

La Cuba de Galeano era contradictoria, sin libertad, pero sin descalzos, sin analfabetas, sin hambrientos de los que sobran en América Latina, solidaria con las luchas revolucionarias del tercer mundo. “En estos 30 años Cuba ha

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derrotado su hambre, ha multiplicado la dignidad latinoamericana y ha dado un continuo ejemplo de solidaridad al mundo”. La Cuba perfecta, pues. El Galeano que le duele Cuba no es el Galeano de los 30 años de revolución que perdonaba todo y le perdonaba todo. En efecto, disculpaba los errores. Por toda esa Cuba “aunque sus enemigos tuvieran razón en lo que contra Cuba dicen y mienten, valdría la pena seguir jugándose por ella. Con burocracia y todo”. Galeano aguantó 30 años. Quince años después Cuba no le da alegría sino que le duele. Pero como intelectual, durante 30 años contribuyó a construir el mito político de Cuba y de Castro.

Así, los intelectuales que construyeron a Castro paulatinamente, en diferentes etapas y por motivos diversos se fueron alejando de Fidel, de Cuba y de la revo-lución cubana. Pero casi todos —a excepción de Debray— lo hicieron acrítica-mente, sin ajustar cuentas consigo mismos ni documentar su ruptura, sobre todo a partir de que su involucramiento fue total —como Carlos Fuentes— y por tanto comprometido con un modelo que no dio los resultados esperados. Su deslinda-miento ha sido como “abajo firmante” y en función de excesos del poder castrista. Sin embargo, su afiliación fue integral por tanto, su ruptura debería de pasar por un enjuiciamiento del modelo social, político, económico y cultural de Cuba.

II

Sin la guerra fría como telón de fondo, en un mundo que viene de regreso del frío soviético y en medio de una ola que ha privilegiado la libertad como esen-cia de la democracia, intelectuales progresistas han vuelto a encontrarse —como personajes de Dickens— con uno de los fantasmas de la navidad pasada: el au-toritarismo castrista de la Revolución Cubana. Y como hace 42 años, el régimen unipersonal de Fidel Castro no permite vacilaciones ni reflexiones y de nueva cuenta exige la lealtad ciega, sin información, a priori. Sólo que ahora el mundo ha cambiado y los intelectuales procastristas comienzan a romper el cordón um-bilical de la ideología y a darse cuenta que el rey cubano realmente está desnudo.

José Saramago, Darío Fo, Carlos Fuentes y Eduardo Galeano —como antes Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa y luego Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Eliseo Alberto y Norberto Fuentes—, todos ellos sim-patizantes de la causa de Castro en Cuba pese a las evidencias de represión y falta de libertades de los últimos 40 años, han hecho finalmente público su alejamiento de Castro. Así no, dijeron algunos; sigan solos, afirmaron otros; me duele, afirmó otro. El fusilamiento de tres cubanos que querían huir de Cuba y el encarcelamien-to de poco menos de un centenar de periodistas y escritores por delitos de opinión provocó una nueva polémica. Y de nueva cuenta los intelectuales burocráticos de Cuba, encabezados por el sargento Roberto Fernández Retamar, vuelven a las an-dadas con desplegados públicos que claman por la adhesión acrítica, como antes, como hace más de cuatro décadas, para “no hacerle el juego a Estados Unidos”.

Pero el problema en la relación intelectuales-Cuba no tiene que ver sólo con casos concretos sino que implica definiciones de fondo en uno de los temas que

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el socialismo en el poder nunca pudo resolver —ni en Cuba ni en la URSS, ni en China ni en los países del Este europeo ni en Chile—: la libertad de pensamiento, de creación y de opinión junto a la instauración de un sistema socialista de Estado o democrático. A 42 años de la declaración excluyente de Castro sobre la creación literaria —“con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”—, la argumen-tación castrista sigue siendo exactamente la misma: evitar cualquier crítica a las decisiones de la Revolución Cubana.

El escenario, sin embargo, ya cambió. El escritor mexicano Carlos Fuentes, que disculpó los autoritarismos del pasado castrista y guardó silencio cómplice sobre la represión a los intelectuales con Cuba, acaba de anunciar su ruptura con el gobierno de Castro. Saramago dice que llegó hasta aquí, hasta los fusilamientos de tres cubanos que habían secuestrado una lancha para huir de la isla. Eduardo Galeano se dice lastimado por Cuba. Y, de nueva cuenta, Gabriel García Márquez pondera su amistad con Castro por encima de sus posiciones políticas e intelec-tuales y guarda ominoso silencio.

Como si el tiempo no hubiera pasado, el ejercicio de la libertad de crítica revi-ve el fantasma de Stalin. En 1961 por la libertad de prensa. En 1971 por el encar-celamiento del poeta Heberto Padilla, en 1989 por el fusilamiento del general Ar-noldo Ochoa y ahora por más fusilamientos y penas de cárcel a periodistas. Castro y la Revolución Cubana no han podido resolver uno de los conflictos originales del socialismo: la libertad para pensar, decir, escribir dentro de un proceso revo-lucionario aislado y sin capacidad para convivir con la crítica. En medio de una situación de crisis profundizada, Cuba ha aumentado las exigencias de disciplina, control y autoritarismo, pero a costa de la represión a intelectuales, periodistas o simples disidentes.

III

De todas las experiencias revolucionarias del Siglo XX, sólo la cubana despertó tantos entusiasmos entre los intelectuales. Y ahí nació la primera polémica: ¿Cuba provocó el llamado boom de escritores latinoamericanos en el mundo en los sesenta o los escritores latinoamericanos jalaron la atención mundial hacia Cuba? Esta pri-mera polémica sigue sin ser resuelta. Y fue puesta en la mesa de debates por el escri-tor colombiano Oscar Collazos en un texto publicado en la revista Marcha de Uru-guay —de don Carlos Quijano— en septiembre de 1969, a propósito de las novelas 62, modelo para armar de Julio Cortázar, de Cambio de piel de Carlos Fuentes y de unas declaraciones de Mario Vargas Llosa sobre el acto creador como independiente de la realidad. El texto de Collazos provocó la respuesta de Cortázar “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, sin duda el texto más reflexivo sobre la autonomía entre creación y realidad pero sin demeritar a ninguna de las dos.

La tesis de Collazos retomaba la polémica abierta por la Revolución Cubana en 1961 a propósito de la crítica como la función esencial del escritor y del inte-lectual: el papel de Castro como el eje —y límite— de los espacios de libertad. Collazos lo escribió así: “pienso cómo en los discursos de Fidel Castro se traduce

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una manera de decir, un discurso libertario, un ordenamiento y una relación ver-bal, una modelación de la palabra en el plano del discurso político que, a su vez, podría ser la fuente de un tipo de literatura cubana dentro de la revolución”. Así, los discursos del dirigente Castro habrían de proponerse como el paradigma del acto creador, aunque Max Weber hubiera mucho antes delineado la separación entre el intelectual y el político en función de la ética de la convicción para el primero y la ética de la responsabilidad para el segundo.

Castro, como muchos años atrás Stalin, Papa Stalin, habría de ser señalado como el prototipo del político-creador. Collazos coloca a Castro por encima de la realidad y del debate. Por ello Collazos le reclamó a Mario Vargas Llosa en 1969: “cuando cito el riesgo del endiosamiento o soberbia producido por un pensamien-to, por un intelectual que se mueve en esquemas ideológicos que quiere dar el mot d´ordre de la honestidad o de la definición de una permanente conducta crítica, no puedo dejar de pensar en el gran novelista Mario Vargas Llosa dándole lecciones de política internacional y sensatez, desde una tribuna reaccionaria, a Fidel Castro cuando la ocupación o “invasión” a Checoslovaquia (en 1968)”. Castro, pues, sí podría dictarle lecciones a los intelectuales, pero los escritores tenían prohibido aconsejar a Castro en materia política.

El texto de Collazos definía el centro del debate: la Revolución Cubana había prohijado a los escritores y por tanto éstos tenían una deuda pendiente con aque-lla: “de ahí que, a partir de la Revolución Cubana, se haya producido ese vuelco violento del intelectual hacia el único país que ofrecía y ofrece una posibilidad real de afirmación cultural, el único país que es un desafío frente a las formas más refinadas de colonialismo cultural”. También: “nos debemos (como intelectuales y escritores) a un momento sociocultural y político que el refinamiento de algu-nos escritores latinoamericanos, volcados hacia Europa, quiere desvirtuar”. Y fue hasta el fondo: “en una revolución se es escritor pero también se es revoluciona-rio”. “Dentro o fuera de la revolución, participantes o espectadores de ella, no podemos seguir permitiéndonos la vieja libertad de escindir al escritor entre ese ser atormentado y milagroso que crea y el hombre que ingenua o perversamente está dándole la razón al lobo”.

Las tesis de Collazos no hacían más que revivir, negándola obviamente, la tesis del arte de contenido o subordinado a la revolución que había causado tan-tos estragos en el largo ciclo estalinista en la Unión Soviética. Las respuestas de Cortázar y Vargas Llosa eludieron las trampas dialécticas de Collazos y fijaron el criterio de que el arte, aún sofisticado, puede ser revolucionario, que lo revolucio-nario no radicaba en escribir sencillo y que la revolución dentro de la literatura tenía que ver con el lenguaje y las propuestas estilísticas. Y los dos reivindicaron —Vargas Llosa casi rompiendo con la Revolución Cubana y Cortázar doliéndose sentimentalmente de los ataques— el papel del intelectual como creador y tam-bién como crítico de los abusos de poder.

El boom de la literatura latinoamericana había atraído la atención mundial. La Revolución Cubana había derrocado al dictador Fulgencio Batista el primero de enero de 1959 y ese mes entraron las columnas guerrilleras en La Habana. En abril de 1961organizó Estados Unidos un intento de invasión con grupos cubanos

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entrenados por la CIA pero fueron derrotados en Playa Girón. Ese año, Castro de-cretó el contenido marxista-leninista de la Revolución y comenzaron las presiones pero también las adhesiones. A lo largo de los sesenta, al calor de una radicaliza-ción progresista del mundo, Cuba y los escritores latinoamericanos se colocaron en el primer plano. En 1968, el mundo se dio un frentazo: ganó Richard Nixon las elecciones en EU, asesinaron a Robert Kennedy y al luchador negro y tanques de la Unión Soviética invadieron la ciudad de Praga para romper de cuajo con la experiencia de socialismo democrático de Alexander Dubcek.

El verdadero boom —o estallamiento— de la literatura latinoamericana ocu-rrió en 1963 y duró hasta 1967. En esos cinco años aparecieron las mejores nove-las. En 1963 circularon La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Rayuela, de Julio Cortázar; Los albañiles, de Vicente Leñero. Carlos Fuentes había sor-prendido con La región más transparente en 1958, con La muerte de Artemio Cruz y Aura en 1962, por lo que se consideraba de otro ciclo literario, aunque por afinidad de edad y de amistad se metió en el grupo del boom. Su novela Cambio de piel que generó elogios y críticas se publicó en 1967, el mismo año en que circuló Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

Al boom pertenecen, en el lustro de la irrupción, La casa verde y Conversación en la catedral de Vargas Llosa; 62, modelo para armar, de Cortázar; Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante en 1969; Paradiso, de José Lezama Lima, una novela maravillosa aunque fuera de los marcos de referencia del boom, aunque el autor cercano a los escritores latinoamericanos; El astillero y Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti; y De dónde son los cantantes, del cubano Severo Sarduy. Estas novelas llevaban una propuesta de estilo, de estructura y de registro de la realidad de la región. De todas ellas, sólo dos hablaban de Cuba y no precisamente con elogios aunque sí de los tiempos anteriores al castrismo: Cabrera Infante, que había partici-

Sartre, Che Guevara, Armando Hart y Fidel Castro

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pado en algunas actividades culturales de la guerrilla y dirigido el primer periódico de la Revolución, ya había roto con Castro, publicó su novela como una propuesta de ruptura estilística. Sarduy realmente no perteneció al boom aunque su novela se leyó en el contexto de una revolución literaria en la novela.

El boom se cruza con la Revolución Cubana, pero a la vuelta de los años se pue-de localizar un detonador menos político. El descubrimiento de la nueva literatura mexicana por los lectores europeos, sobre todo los españoles y luego los franceses. España seguía atada a las restricciones de la dictadura de Franco y Juan Goytisolo irrumpiría hasta 1970 con Señas de identidad, la novela de la ruptura española. Los escritores de Francia oscilaban entre el formalismo del noveau roman y los resabios de la posguerra de Sartre y Camus. De América Latina habían llegado los textos de Juan Rulfo, los primeros de Mario Benedetti y los cuentos de Vargas Llosa y García Márquez. Pero en realidad ninguno de los autores centrales del boom —Vargas Llo-sa, Cortázar, Fuentes y García Márquez— había escrito sobre Cuba. Al final, Castro había revolucionario la política latinoamericana al instalar un gobierno comunista a 90 millas de EU y los escritores habían a su vez revolucionado las letras con las propuestas estilísticas de Cortázar y Cabrera Infante. Lo curioso fue que ninguna de las obras del boom trataban sobre la Revolución Cubana.

Si hubo un detonador sin duda que fue el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, un semillero de la nueva literatura española, latinoameri-cana e internacional por las traducciones. En 1969 Collazos trataría de explicar, desde la perspectiva de la literatura de contenido que promovió la Revolución Cubana, el auge de la novela latinoamericana en función de la atención hacia Cuba. Pero en materia literaria el camino había sido desbrozado por Alejo Car-pentier, Augusto Roa Bastos y Pablo Neruda. Carpentier, por cierto, impuso el género de lo “real maravilloso” por la magia de los escenarios a partir de un lenguaje sin inhibiciones. A este género adicionan Cien años de soledad, de García Márquez.

En el fondo, Cuba atrajo la atención y el interés de los escritores latinoameri-canos por la frescura de sus ideas y el símbolo de lo revolucionario, además de la acusada carga anti norteamericana de la cultura de América Latina. Algunos es-critores cubanos se habían sumado a la lucha guerrillera, pero ninguno en niveles de dirección. El detonador de la relación entre Cuba y la cultura latinoamericana se dio alrededor de las tareas de la organización Casa de las Américas de Cuba, de su revista y evidentemente de sus premios anuales. Cuba atrajo cada año a los más importantes escritores como jurados de los premios, cuyos géneros de novela, cuento, testimonio y poesía eran muy cotizados entre los escritores. Pero hubo el detalle de que los más importantes escritores de la región participaron en los jura-dos de los premios de 1960 a 1968. Luego, por los problemas de debate en torno al contenido y las críticas severas a algunos de ellos —sobre todo a Cortázar por 62, modelo para armar y Carlos Fuentes por Cambio de piel— y la incomodidad por las declaraciones de Vargas Llosa, la calidad de los jurados de los premios de las Américas decayó.

Varios de jurados y premiados por Cuba fueron defenestrados al estilo estali-niano.

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IV

De 1960 al 2003 han pasado más de 40 años de conflictos entre Fidel Castro y la Revolución Cubana con los intelectuales. En el jurado de novela de 1960, por ejemplo, estuvo Carlos Fuentes; en el 2003, Fuentes decidió romper públicamente con Castro. En ese año de 1960 fue jurado de poesía Virgilio Piñera, quien años después sería humillado por la homofobia del castrismo debido a su debilidad homosexual. En los jurados de 1960 a 1968 llegaron a participar Fuentes, Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Julio Cortázar, José Lezama Lima, Jorge Edwards y Jor-ge Semprún, todos ellos luego críticos del autoritarismo de Castro.

El centro de la polémica no fue si el boom de los escritores latinoamericanos se había debido a la Revolución Cubana y por tanto le debían lealtad, sino el conflicto original del socialismo entre libertad de creación y dependencia hacia la doctrina socialista. El tema, en los sesenta, no era nuevo. Había estallado en la URSS hacia 1950 con los primeros testimonios sobre la falta de libertad de crea-ción en todo el campo socialista soviético. Justamente en 1950 Octavio Paz había comenzado su viaje de distanciamiento del socialismo autoritario que lo llevaría en los setenta y sobre todo en los ochenta al nivel de Diablo. Paz criticaba la exis-tencia de prisiones políticas y un año después publicaría un texto al respecto en la revista Sur de Buenos Aires.

El problema de fondo no afectaba a los escritores en particular. Más bien se había hecho sensible en el nivel de los creadores. Stalin había impuesto la obli-gación de darle “contenido” socialista a toda obra creativa, algo que en México había ocurrido con la pintura mural que debía de tener por obligación un apoyo al socialismo. Paz se metió a fondo en el caso de los campos soviéticos, pero en Mé-xico pasó casi desapercibida la polémica en torno a la novela Los días terrenales de José Revueltas, circulada en 1949 pero sometida a una severa crítica estalinista que lo llevó a retirarla de la circulación. El contenido de esa novela dibujaba de manera pesimista a los personajes de la lucha socialista. Uno de los críticos más severos de Revueltas fue Enrique Ramírez y Ramírez, entonces en los cuadros or-todoxos del Partido Comunista Mexicano y posteriormente una importante pieza del priísmo progresista. El eje del debate giraba en torno a la obligación de los creadores de dibujar el socialismo con optimismo.

Contenido y libertad refería el primer choque entre creadores y funcionarios revolucionarios. En ese camino hubo un incidente que debió de haber profundi-zado la polémica pero que se dejó pasar por la comunidad intelectual: el refor-zamiento del socialismo soviético en el Medio Oriente con el ascenso de Nasser en Egipto y la nacionalización del Canal de Suez en 1956 y el aplastamiento de la experiencia de socialismo democrático en Hungría por parte de tanques soviéticos, lo que se repetiría doce años después en Checoslovaquia. El único que le entró al asunto fue Jean Paul Sartre con su texto poco leído y menos analizado El fantasma de Stalin. La tesis de Sartre serviría para fijar criterios de largo plazo: ejercer la crítica contra los excesos autoritarios del socialismo pero con el sentido de buscar evitarlos. “Para conservar la esperanza (en el socialis-mo) hay que hacer, precisamente, lo contrario (a ocultarlos): reconocer, a través

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de los errores, de las monstruosidades y los crímenes, los evidentes privilegios del campo socialista y condenar con tanto más vigor la política que pone esos privilegios en peligro”, escribió Sartre.

Pero la izquierda socialista y sus intelectuales acompañantes tenían más moti-vos de alejamiento que de alianza. El primer gran tropiezo de los intelectuales fue su incomprensión y crítica al pacto de Stalin con Hitler en 19.., sobre todo porque se veía venir el holocausto nazi. La crítica a Stalin bordaba sobre el oportunismo, aunque la justificación implicaba ganar tiempo. Al final, Hitler rompió con Stalin y lanzó la invasión sobre la Unión Soviética. Pero a la fecha cierta izquierda inte-lectual no le perdona a Stalin su pacto con Hitler. Y luego vinieron las invasiones a Hungría y Checoslovaquia para romper con tanques las experiencias democra-tizadoras del socialismo. La invasión de tanques rusos a Praga en 1968 —acción que, por cierto, fue avalada por Castro y con ello provocó mayores críticas de la izquierda democrática— terminó de detonar la ruptura entre los gobiernos socia-listas autoritarios con intelectuales proclives al socialismo democrático.

Si bien el pacto y Hungría y Checoslovaquia estaban lejos de América La-tina, el punto de disputa con los intelectuales latinoamericanos ocurrió al calor de la libertad de expresión de los creadores. El caso Padilla de 1968 cuando el poeta recibió el premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba por su libro de poemas Fuera del juego hasta su carta de autoconfesión de 1971 y el debate Collazos-Cortázar-Vargas Llosa había tenido un incidente anterior que marcó las primeras rupturas dentro de la Revolución Cubana pero sin afectar la relación con escritores no cubanos: en 1961 ocurrió el primer choque de Castro con la libertad de creación de los intelectuales. El centro de la polémica fue Guillermo Cabrera Infante, un escritor que había colaborado activamente con la guerrilla y que había publicado en 1960 el mejor libro de historias y cuentos sobre la gesta revolucio-naria Así en la paz como en la guerra.

Al triunfo de la Revolución Cubana, Cabrera Infante fue designado director de un suplemento cultural Lunes de Revolución y de Ediciones R(evolución). Pero a mediados de 1961, menos de dos y medio años de gobierno revolucionario, ocurrió el primer gran enfrentamiento entre la libertad de creación y los dogmas revolucionarios. Ese 1961 fue de definiciones: fracasó el intento de invasión pa-trocinado por Estados Unidos, Castro declaró la tendencia marxista-leninista de la Revolución y los intelectuales fueron condicionados a sumarse a las tareas de la Revolución, preparó la alineación a la URSS y la crisis de los misiles de octubre de 1962 y arribó en 1964 a la magnificación del autoritarismo con la creación en la provincia de Camagüey de los primeros campos de trabajos forzados (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) para los disidentes y minorías sexuales. En ese 1961 Castro se puso por encima de los intelectuales.

El motivo fue la exhibición del documental P.M. que contaba la vida nocturna en La Habana, producido por un hermano de Guillermo Cabrera Infante. El su-plemento Lunes de Revolución, dirigido por el propio Guillermo, abrió un debate “para esclarecer la cuestión” de la libertad de creación intelectual. El gobierno de Castro le entró al tema y organizó, durante los sábados 16, 23 y 30 de junio, reu-niones en la Biblioteca Nacional a las que asistió Castro acompañado de los uni-

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formados de su gobierno. En las reuniones se transmitió el documental y luego el presidente Osvaldo Dorticós abrió la discusión sobre la película y, de paso, sobre la situación del intelectual dentro de la Revolución. Guillermo Cabrera Infante contó después que nadie quiso hablar pero “de pronto la persona más improbable, toda tímida y encogida, se levantó de su asiento y parecía que iba a darse a la fuga pero fue hasta el micrófono de las intervenciones y declaró: yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por tengo ese miedo pero es todo lo que tengo para decir”.

Era Virgilio Piñera, poeta, jurado del Premio Casa de las Américas, ganador de uno de esos premios y luego perseguido político por sus ideas exclusivistas pero sobre todo por su homosexualismo. El miedo de Piñera revelaba la primera rup-tura de los intelectuales respecto a la Revolución. La Revolución Cubana había perdido su generosidad. Si la revolución socialista se había ofrecido como libera-dora de la opresión del viejo régimen capitalista, bien pronto exhibió su rostro de puño cerrado. Y si el socialismo era el sistema de la alegría, el miedo de Piñera simbolizaba los sentimientos de los intelectuales frente al uso de la fuerza por el poder y sobre todo indicaba muy pronto el ascenso de Fidel Castro a la cúspide del poder represor.

Luego de un debate intimidado por la presencia de altos funcionarios del go-bierno y del propio Castro y a partir de la experiencia de que el gobierno decidía cargos, ingresos y permisos para los creadores, Fidel Castro hizo uso de la palabra y pronunció uno de sus discursos más famosos: “Palabras a los intelectuales”. El líder guerrillero que en 1969 sería propuesto por Collazos como la síntesis entre el revolucionario y el intelectual definió la línea autoritaria del gobierno castrista: “con la revolución, todo; contra la revolución, nada”. El mensaje había sido muy claro: la creación intelectual debería de subordinarse a las exigencias políticas. La crítica, por tanto, estaba cancelada. Las primeras decisiones posteriores a ese discurso fue-ron muy claras: prohibición definitiva a la exhibición del documental P.M, cancela-ción del espacio de televisión que se había abierto para las discusiones y sobre todo el fin del suplemento Lunes de Revolución aduciendo falta de papel.

La línea contenidista del arte fue privilegiada por la Revolución después de junio de 1961. Los premios Casa de las Américas debían de ser asignados a los que exaltaban la Revolución. El arte fue sometido a la política. Y los intelectuales debieron de ser calificados no en función del talento de sus obras sino de su apoyo a la Revolución. Un caso fue significativo: cuando apareció la novela Rayuela de Julio Cortázar, los intelectuales del régimen cubano la exaltaron pero no por su propuesta revolucionaria en lenguaje, estilo y contenido sino por el hecho de que su autor era amigo “incondicional” de la Revolución Cubana. En una carta del 17 de agosto de 1964, Cortázar le agradece a Fernández Retamar, el intelectual buró-crata por excelencia de Cuba, sus conceptos. Cortázar, por cierto, se congratula de una frase de Fernández Retamar sobre la novela: “¿de modo que se puede escribir así por uno de nosotros?”.

El idilio duraría poco. En 1969 Cortázar se había alejado de los criterios de amistad de la Revolución Cubana y en 1968 había apoyado a Padilla. Por tanto, Rayuela había sido sometida a una nueva lectura. En su texto de septiembre de 1969, el escritor colombiano pero cercano a los afectos a la Revolución Cubana

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Oscar Collazos criticaba Rayuela y sobre todo uno de sus desprendimientos más lúcidos y propositivos del estilo revolucionariamente literario de Cortázar: 62, modelo para armar, un texto de 1968 que era una continuación oblicua justa-mente del capítulo 62 de Rayuela. Presionado por las circunstancias, Cortázar no se desvió del su camino experimental pero publicó en 1973 una novela sobre la guerrilla titulada Libro de Manuel. Los más fieles cortazarianos la consideraron una novela fallida, escrita casi a pedido de las circunstancias, como una forma de probar que la literatura fantástica —un género en el que encasillaron errónea-mente a Cortázar— podría también vincularse a la realidad. Casi paralelamente apareció en 1975 la novela El otoño del patriarca de García Márquez como una forma de ajustarse a la lógica contenidista y predeterninada de Castro. Las dos, por cierto, fueron criticadas justamente por su orientación y falta de libertad al escribir, además de ser una larga lista de metáforas sin sentimiento.

A diferencia del Fuentes que permaneció al margen, del García Márquez que se hizo amigo incondicional de Castro y del Vargas Llosa que rompió de tajo con la Revolución Cubana, Cortázar fue el escritor latinoamericano que más sufrió el problema de la creación y la realidad. En su respuesta a Collazos, por ejemplo, Cortázar no pudo ocultar su sentimiento de decepción por la incomprensión hacia la literatura que se escribía en una determinada realidad pero que no la incluía por defi-nición. Inclusive, Cortázar llegó a polemizar alrededor de su cuento El perseguidor al calificarlo él mismo como el más político de todos —aun más que Reunión, una anécdota que gira en torno a la guerrilla cubana en Sierra Maestra y al Che Gueva-ra—, aunque su tema fuera una reproducción del jazzista Charlie Parker. Después del experimento fallido de Libro de Manuel, Cortázar se alejó de la literatura de contenido pero se convirtió en un apoyador de movimientos revolucionarios, sobre todo de Nicaragua, pero con declaraciones y textos periodísticos.

El esfuerzo analítico de Cortázar no fue comprendido por la burocracia inte-lectual de La Habana. En su respuesta a Collazos, Cortázar abrió un tercer cami-no —ni en contra ni a favor de la Revolución, sino un camino propio— para la literatura frente a la realidad: “ocurre que un cuentista o un novelista no lo es por crítico (a la realidad) sino por creador; si su capacidad crítica la comparte con el político, el dirigente e incluso con cualquier ciudadano consiente y responsable, la función creadora en el plano narrativo le es propia y privativa, es eso que hace de él un novelista, un poeta o un dramaturgo”. “¿Olvido la realidad? De ninguna manera: mis cuentos no solamente no la olvidan sino que la atacan por todos los flancos posibles, buscándole las venas más secretas y más ricas. ¿Desprecio de toda referencia concreta? Ningún desprecio, pero sí selección, es decir, elección de terrenos donde narrar sea como hacer el amor para que el goce cree la vida”.

En su debate, Collazos había exaltado la novela Los hombres de a caballo del argentino David Viñas, que había recibido el premio Casa de las Américas en 1967 y en cuyo jurado había estado precisamente Julio Cortázar. A partir de ahí, Cortázar reconoció el valor de las obras que recogen una realidad muy precisa y en situación revolucionaria, pero no dejó de insistir en el hecho de que las pro-puestas de estilo también ayudaban a modificar la realidad. “Una literatura que busca internase en territorios nuevos y por ello más fecundos, no puede acanto-

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narse en la vieja fórmula novelesca de narrar una historia, sino que necesita tramar su estructura y su desarrollo de tal manera que el texto de lo así tramado alcance su máxima potencia gracias a ese tratamiento implacable de la exigencia”.

Los esfuerzos de análisis de Cortázar no fueron entendidos ante el dogma del contenido. Cortázar le había escrito a su colega Collazos: “la revolución es también, en el plano histórico, una especie de apuesta a lo imposible, como lo demostraron sobradamente los guerrilleros de la Sierra Maestra. La novela revo-lucionaria no es solamente la que tiene un “contenido” revolucionario sino la que procura revolucionar la novela misma, la forma de la novela, y para ello utiliza todas las armas de la hipótesis de trabajo, la conjetura, la trama pluridimensional, la fractura del lenguaje”. “Uno de los más agudos problemas latinoamericanos es que estamos necesitando más que nunca los Che Guevara del lenguaje, los revo-lucionarios de la literatura, más que los literatos de la revolución”.

El caso de Cortázar fue desgarrador para un intelectual que nunca se alineó al contenidismo de la literatura pero que siempre fue simpatizante —más senti-mental que racional— de los movimientos revolucionarios de América Latina. Cortázar había escrito —en una carta a Fernández Retamar— el dato de la incom-prensión de los revolucionarios a las obras literarias complejas, aun cuando los exaltaran a ellos. Cortázar había escuchado que su cuento Reunión, que habla del Che, le haya resultado “poco interesante” a Guevara. Cortázar explicaba inútil-mente la dimensión creativa y recreativa de la literatura. “¿Qué puedo saber yo del Che, y de lo que sentía o pensaba mientras se abría paso hacia la Sierra Maestra? La verdad es que en ese cuento él es un poco —mutatis mutandis, naturalmente— lo que fue Charlie Parker en El perseguidor: catalizadores, símbolos de grandes fuerzas, de maravillosos momentos del hombre”.

De poco le sirvieron a Cortázar las explicaciones. En una carta a Fernández Retamar de mayo de 1967 a propósito de un número de la revista de la Casa de las Américas sobre “la situación del intelectual latinoamericano” —ya no era, en lenguaje de Gramsci, la cuestión—, Cortázar hizo su enésimo esfuerzo para sacar a la literatura del debate sobre contenido, al grado de reconocer —sin ser totalmente cierto— que su obra se había latinoamericanizado gracias a la Revolu-ción Cubana. Cortázar había comenzado a reflexionar sobre un matiz fundamental que después racionalizaría con mayor profundidad en su debate con Collazos: la diferencia entre el escritor y el intelectual: el “error principal de Collazos en este terreno es su división entre el novelista, respondiendo de una manera auténtica a un talento vertiginoso y real, y por otra el intelectual, el teorizante seducido por las corrientes del pensamiento europeo”.

A partir de esa división, Cortázar le escribió en 1967 a Fernández Retamar: “cuando regresé a Francia después de esos dos viajes a Cuba, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi entonces vago compromisos personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de defi-niciones concretas de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi propia manera de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una

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novela (62. modelo para armar) que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnado-res del arte al servicio de las masas, sigo siendo un cronopio que escribe para su regocijo personal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendidas como a priori pragmáticas”. Y remató: “jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo, hoy sé que escribo para que haya una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside la semilla del hombre futuro”. Para Cortázar la diferencia estaba en el tribuno y el testigo.

Pero Cortázar fue el ejemplo del intelectual incomprendido por la Revolución Cubana pero comprometido con sus objetivos sociales y libertarios. En febrero de 1972, a propósito del Caso Padilla, Cortázar le escribió una dolida carta a Hay-dée Santamaría, fundadora de la Casa de las Américas y promotora de la cultura latinoamericana, pero dura estalinista hasta que se decepcionó de la Revolución Cubana y se suicidó. En esa carta, Cortázar hizo hasta lo imposible para justificar su firma en un desplegado de intelectuales para criticar a Castro y exigir la libe-ración de Padilla.

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V

El Caso Padilla fue paradigmático de la relación de la Revolución Cubana con los intelectuales. Heberto Padilla, nacido en 1932, no había participado directa-mente en la guerrilla. En 1959 fue designado corresponsal de la agencia oficial cu-bana Prensa Latina en Nueva York. Ese mismo año regresó a La Habana y formó parte del periódico Revolución que dirigía Carlos Franqui, uno de los intelectuales protagonistas de la Revolución y autor del Libro de los Doce que narra la lucha guerrillera desde el Granma hasta la toma de La Habana. El suplemento Lunes de Revolución le publicó fragmentos de su novela Buscavidas y recibió una mención honorífica del premio Casa de las Américas por su poemario El justo tiempo. Fue fundador de la Unión Nacional de Artistas y Escritores Cubanos —la misma que luego lo condenó— y trabajó en el Ministerio de Comercio Exterior. En 1962 se fue a Moscú como corresponsal de la agencia Prensa Latina y Revolución.

A partir de 1966 Padilla se convirtió en un factor de crisis intelectual en Cuba, hasta su aprehensión en marzo de 1971 y su exilio definitivo en 1980. En 1966 Padilla se enfrascó en una dura polémica ideológica en el periódico Juventud Re-belde, de la Unión de Jóvenes Comunistas. Padilla era ya un disidente y defensor de la libertad de escribir, mientras que la burocracia castrista comenzaba a acotar los espacios de los escritores. La revista Verde Olivo lo atacó con el texto “Las provocaciones de Heberto Padilla” en 1968, pero ese mismo año recibió el premio por su polémico poemario Fuera de juego. Así, el problema con Padilla no era su libro de poemas sino su conducta disidente.

Por la polémica que despertó el premio, la Unión de Escritores y Artistas de-cidió publicarlo pero sorprendentemente fue prologado por un texto de la propia UNEAC criticando el premio y la publicación. Más que un ejemplo de demo-cracia, se trató de un abuso de poder. El prólogo criticaba severamente el libro y alentaba su inmolación. En el texto, los dirigentes de la Unión se comportaron como verdaderos “policías del pensamiento” del Orwell de 1984. “La dirección de la UNEAC no renuncia al derecho ni al deber de velar por el mantenimiento de los principios que informan nuestra Revolución, uno de los cuales es sin duda la defensa de ésta, así de los enemigos declarados y abiertos como —y son los más peligrosos— de aquéllos otros que utilizan medios más arteros y sutiles para actuar”.

El texto de la Unión revelaba el acotamiento de las libertades. Al fundamentar la publicación de libros no gratos a la Revolución Cubana, la Unión expresaba “la decisión de respetar la libertad de expresión hasta el mismo límite en que ésta comienza a ser libertad de expresión contrarrevolucionaria”, aunque con la circunstancia agravante de que esa libertad absoluta de expresión “estaba siendo considerada como el surgimiento de un clima de liberalismo sin orillas, producto siempre del abandono de los principios”. La Unión señaló en el prólogo que los premios a los géneros de poesía y teatro “habían recaído sobre elementos ideo-lógicos francamente opuestos al pensamiento de las Revolución”. Así, el primer límite estaba definido por la vigencia, por encima de todas las cosas, del “pensa-miento de la Revolución”.

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Lo inusitado del prólogo de la Unión radicaba en el esfuerzo de fundamen-tación política e ideológica de los poemas de Padilla. Como policías del pen-samiento, los dirigentes de la Unión diseccionaron los poemas de Padilla y los caracterizaron como contrarrevolucionarios. El problema, sin embargo, fue de matiz. De haberse publicado sin problemas, el libro de Padilla hubiera pasado desapercibido. Al meterlo en un conflicto de ideas y de personalidades, las auto-ridades políticas e intelectuales cubanas sobredimensionaron el poemario y lo co-locaron en el centro del interés mundial. Y lo peor fue que el manotazo autoritario organizado por Fidel Castro convirtió a un humilde poeta en un personaje famoso.

El análisis de los directivos de la Unión de los poemas de Padilla fue un ver-dadero reporte policiaco sobre el pensamiento. Su título Fuera de juego, decía la Unión, “deja explícita la autoexclusión del autor de la vida cubana”. Al elu-dir la situación geográfica de la realidad, Padilla “puede lanzarse a atacar a la Revolución Cubana amparado en una referencia geográfica”. Por tanto, Padilla mantenía en su libro dos “actitudes básicas: una criticista y otra ahistórica”. La primera le permitía un distanciamiento “que no es el compromiso que caracteriza a los revolucionarios” y por lo tanto era contrarrevolucionario. Su ahistoricismo se expresaba por medio “de la exaltación del individualismo frente a las demandas colectivas del pueblo en desarrollo histórico y manifestando su idea del tiempo como un círculo que se repite y no como una línea ascendente. Ambas actitudes han sido siempre típicas del pensamiento de derecha y han servido tradicional-mente de instrumento de la contrarrevolución”.

La lectura ideológica y marxista de los poemas convirtió a Fuera de juego en un documento a la altura de las obras de Marx y Lenin, como si unos poemas pudieran cambiar el rumbo de la historia y del desarrollo dialéctico de la realidad. Pero los redactores del prólogo de la Unión no tuvieron pudor. Y escribieron que “cuando Padilla expresa que le arrancan los órganos vitales y se le demanda que eche a andar, es la Revolución, exigente en los deberes colectivos, quien des-membra al individuo y le pide que funcione socialmente. En la realidad cubana de hoy (1968), el despegue económico que nos extraerá del subdesarrollo exige sacrificios personales y una contribución cotidiana de tareas para la sociedad”.

La disección ideológica de la Unión sobre los poemas de Padilla fue verdadera-mente sorprendente por su sensibilidad para interpretar lo que el poeta dibujó con palabras, como si los redactores de la Unión hubieran descubierto una conspiración para derrocar a Castro y minar las bases de la Revolución Cubana en un poemario que hubiera tenido una circulación de no más de 2 mil ejemplares. Pero el fondo político fue también policiaco. Castro aprovechó el incidente para aplicar su mo-delo de operación política: adelantar las vísperas y reventar conflictos antes de que pudieran estallar por sí mismos para tomar ventaja y quitársela al adversario.

De ahí que el prólogo de la UNEAC haya sido parte de la estrategia de Castro de arrinconar no sólo al poeta Padilla, sino también a los jurados y simpatizantes. Se trataba de obligarlos a dar explicaciones sobre sus comportamientos políticos y, de paso, conducirlos a actos de fe revolucionarios. Ciertamente que los poemas de Padilla llevaban implícitas algunas metáforas de crítica hacia la Revolución Cubana, pero en el fondo su efecto iba a ser menor, casi de capilla. En cambio,

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Castro obligó a Padilla a salir al despoblado y a debatir nada menos que con la cúpula revolucionaria que había hecho la guerrilla para derrocar a Batista.

La tesis policiaca de los colegas narradores y poetas de Padilla se basa en la caracterización del poemario Fuera del juego tenía que ver más con la ideología que con la creación. En los textos de Padilla “se realiza”, decía la UNEAC, “una defensa del individualismo frente a las necesidades de una sociedad que constru-ye el futuro y significan una resistencia del hombre a convertirse en combustible social”. La argumentación de los sargentos de la policía del pensamiento castrista estaba basada en una incomprensión de las tareas del creador: como escritor y como intelectual. Cortázar se lo dijo a Collazos en 1969 en la revista Marcha: “un novelista semejante (refiriéndose a Mario Vargas Llosa) no se fabrica de buenas intenciones y de ninguna militancia política; un novelista es un intelectual crea-dor, es decir, un hombre cuya obra es fruto de una larga, obstinada confrontación con el lenguaje que es su realidad profunda, la realidad verbal que su don narrador utilizará para aprehender la realidad total en todos sus múltiples contextos”.

Muchos años después el escritor húngaro y ganador del premio nobel de lite-ratura 2002 Irmez Kremész lo resumiría con sencillas en un libro de conferencia sobre la literatura en los escritores que vivieron y padecieron el holocausto nazi contra los judíos: (localizar cita en su libro).

A partir de la exigencia para practicar solamente una literatura que se apar-tara de la defensa del individualismo y se pusiera del lado de la sociedad que construye el futuro, los redactores del prólogo de la UNEAC concluyeron que el mensaje de Padilla en sus poemas trataba de fijar el criterio de que “el que acepta la sociedad revolucionaria es el conformista, el obediente. El desobediente, el que se abstiene, es el visionario que asume una actitud digna”. Así, seguía el prólogo oficial, Padilla “realiza un trasplante mecánico de la actitud típica del intelectual liberal dentro del capitalismo, sea ésta por escepticismo o de rechazo crítico”.

Eso sí, los escritores oficiales se lavan las manos: “la Revolución Cubana no se propone eliminar la crítica ni exige que se le hagan loas ni cantos apologéti-cos. No pretende que los intelectuales sean corifeos sin criterio”. Sin embargo, el prólogo está redactado de tal manera que se condena al intelectual que ejerce la libertad de criterio y de pensamiento con su poesía pero es condenado por no privilegiar las tareas ideológicas de la Revolución Cubana en la cultura. Los ata-ques contra Padilla fueron justamente por no cantarle loas ni cantos apologéticos a los revolucionarios y a la Revolución. La presión oficial contra el jurado para evitar la asignación del premio ocurrió justamente porque el poemario de Padilla se apartaba de los cánones del arte oficial.

La preocupación de los policías de la cultura y del pensamiento castrista se basó en la interpretación ideológica de algunos versos. El prólogo señaló: “al hablar de la historia como el golpe que debes aprender a resistir, al afirmar que ya tengo el horror / y hasta el remordimiento de pasado mañana y en otro texto decir sabemos que en el día de hoy está el error / que alguien habrá de condenar mañana, Padilla ve la historia como un enemigo, como un juez que va a castigar. Un revolucionario no teme a la historia, la ve, por el contrario, como la confirmación de su confianza en la transformación de la vida”. Este

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párrafo del prólogo confirma la percepción de que estaban criticando en Padilla la interpretación ideológica de un poema.

Padilla era asumido como un evasor político. La UNEAC señaló en el in-usitado prólogo del poemario premiado Fuera del juego que “Padilla trata de justificar, en un ejercicio de ficción y de enmascaramiento, su notorio ausentismo de su patria en momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo; y su inexistente militancia personal”, aunque los datos de la biografía de Padilla señalan que de 1959 a 1966 trabajó como funcionario en ministerios de la Revolu-ción y además había sido corresponsal de la agencia oficial Prensa Latina. Apenas de 1966 a 1988 Padilla había entrado en polémicas con otros intelectuales por la libertad de creación.

Los redactores del prólogo no midieron la dimensión de sus acusaciones ni el tamaño de sus razonamientos. Se metieron con la vida privada del poeta —“con-vierte la dialéctica de la lucha de clases en lucha de sexos”—, lo acusan de ima-ginar “persecuciones y climas represivos” —el prólogo era la evidencia de los temores del poeta—, le recuerdan que la Revolución “se ha caracterizado por la generosidad y la apertura” —aunque sea un condenado político—.

Pero los redactores de la UNEAC estaban realmente indignados por algunos versos de Padilla: “resulta igualmente hiriente para nuestra sensibilidad que la Revolución de Octubre (de la URSS, de la que después los castristas abjuraron por lo que llamaron la “traición” de Mijail Gorbachov) sea encasillada en acu-saciones como el puñetazo en plena cara y el empujón a medianoche, el terror que no puede ocultarse en el viento de la torre de Spaskaya, las fronteras llenas de cárceles, el poeta culto en los más oscuros crímenes de Stalin, los 50 años que constituyen un círculo vicioso de lucha y de terror, el millón de cabezas cada noche, el verdugo con tareas de poeta, los viejos maestros duchos en el terror de nuestra época, etcétera”.

La UNEAC no dejó pasar la oportunidad de ajustar cuentas con Padilla y pa-sarle facturas pendientes; las acusaciones de Padilla a la Unión “con calificativos denigrantes y que en breve lapso y sin que mediara una rectificación” participara en un concurso de la Unión. Y “también entendemos como una adhesión al enemi-go la defensa pública que el autor hizo del tránsfuga Guillermo Cabrera Infante, quien se declaró públicamente traidor a la Revolución”.

En fin, concluyó el prólogo, “se trata de una batalla ideológica, un enfren-tamiento político en medio de una Revolución en marcha a la que nadie podrá detener. En ella tomarán parte no sólo los creadores ya conocidos por su oficio, sino también los jóvenes talentos que surgen en nuestra isla y sin duda los que trabajan en otros campos de la producción y cuyo juicio es imprescindible en una sociedad integral”. “En resumen, la dirección de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba rechaza el contenido ideológico del libro de poemas y de la obra teatral premiados. Es posible que tal medida pueda señalarse por nuestros enemigos de-clarados o encubiertos y por nuestros amigos confundidos como un signo de en-durecimiento. Por el contrario, entendemos que ella será altamente saludable para la Revolución porque significa su profundización y su fortalecimiento al plantear abiertamente la lucha ideológica”.

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Sin embargo, el caso Padilla no había comenzado con el concurso, el premio y la publicación a regañadientes. Tenía antecedentes que los cubanos no conocieron y que algunos pocos supieron: la lucha burocrática y las presiones para evitar el premio a Padilla. La historia la contó el poeta Manuel Díaz Martínez, quien había sido uno de los jurados del premio de Padilla y que había ganado el mismo pre-mio de la UNEAC en 1967. El antecedente del conflicto había apuntado ya una dura polémica entre Padilla y Lisandro Otero, uno de los intelectuales oficiales de Castro. Padilla se había quejado por escrito que en la difusión de novelas que compitieron por el premio Biblioteca Breve de Seix Barral le hubieran dado es-pacio en el suplemento El Caimán Barbudo a una novela de Otero —Pasión de Urbino— que no había ganado y no a Tres tristes tigres de Cabrera Infante que sí había ganado el premio. Padilla se había referido entonces a las nefastas conse-cuencias de la estalinización de la cultura en Cuba.

Con ese antecedente y la polémica alrededor de la política cultural del socia-lismo cubano, Padilla había enviado su libro Fuera del juego al concurso de la UNEAC. Con algunos versos críticos al estalinismo, sin duda que Padilla había previsto la dimensión del conflicto. Díaz Martínez no lo escribió en su texto pero dejó entrever que Padilla había llegado al concurso envuelto en el escándalo cul-tural con los redactores de El Caimán Barbudo. Poco a poco, Díaz Martínez fue sintiendo las presiones para evitar que el poemario de Padilla, que se perfilaba como favorito, fuera el ganador. Díaz Martínez, por cierto, formaba parte de la estructura cultural del gobierno cubano: era en ese entonces redactor jefe de La Gaceta de Cuba de la UNEAC.

Fidel Castro con Gabriel García Márquez y Felipe López Caballero

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Díaz Martínez contó en su versión del caso Padilla que él mismo contaba ya con problemas culturales. Durante el proceso de la llamada “microfracción”, Díaz Martínez había sido castigado. Ese proceso fue una dura lucha por posiciones políticas entre grupos del viejo Partido Socialista Popular y el nuevo Partido Co-munista de Cuba. Juzgado militarmente por delitos de opinión y de pensamiento, Díaz Martínez recordó que había sido encontrado “culpable de debilidad política” por no haber denunciado a otro microfraccionario estalinófilo y prosoviético que intentó reclutarlo. Asimismo, Díaz Martínez había manifestado su apoyo al grupo democratizador de Praga, dirigido por Alexander Dubcek, pero luego de que Cas-tro apoyó la invasión de los tanques soviéticos. A Díaz Martínez lo castigaron con la prohibición de ocupar cargos ejecutivos, administrativos, políticos o militares durante tres años y lo condenaron a “pasar a la producción” como obrero.

Con esos antecedentes, Díaz Martínez fue jurado junto con otra figura polé-mica de la cultura cubana: José Lezama Lima, uno de los más grandes poetas y narradores. Lezama había sido jurado del premio Casa de las Américas, pero su falta de involucramiento con la Revolución Cubana y su homosexualismo había sido colocado en el cajón de los disidentes peligrosos. Sin embargo, el peso inter-nacional de Lezama impedía cualquier agresión, aunque durante años había sido marginado de la vida cultural oficial. Los intelectuales por excelencia de Cuba eran Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Roberto Fernández Retamar.

Como el poemario de Padilla se perfilaba como el posible ganador, las pre-siones oficiales sobre el jurado comenzaron a crecer para evitar el dictamen fi-nal. Díaz Martínez reveló entonces que un día recibió la visita del poeta Roberto Branly, quien acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, órgano oficial de las fuerzas armadas y por tanto terreno exclusivo de Raúl Castro, hermano de Fidel. “Confidencialmente” le habían dicho a Branly que el premio a Padilla sería considerado “contrarrevolucionario” e iba a provocar graves problemas.

“No me di por enterado”, escribió Díaz Martínez, “y en la reunión del jurado sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario, más bien revolucionario por crítico, y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria”. Los otros miembros del jurado coincidieron con este criterio. “No hubo cabildeo, nadie tuvo que convencer a nadie de nada”. Pero sí hubo presio-nes del lado contrario: “sí hubo cabildeo, en cambio, por parte de la UNEAC para que no le diéramos el premio a Padilla. Nicolás Guillén visitó a Lezama e intentó disuadirlo”.

Los intentos por evitar la premiación a Padilla llegaron al punto de que Gui-llén —el poeta cubano del songorocosongo y candidato oficial a todos los premios nacionales e internacionales— envió a David Chericián, cuyo libro competía con el de Padilla, a casa del jurado José Zacarías para “que persuadiese al viejo poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se premiara Fuera del juego”. Zacarías se indignó, corrió a Chericián de su casa y le llamó a Guillén por teléfono para increparlo por pretender coaccionarlo. Asimismo, el poeta y cuen-tista Félix Pita Rodríguez, presidente de la sección literatura de la UNEAC “me aconsejó que desistiera de votar por Padilla”, contó Díaz Martínez.

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Los intentos por quebrar al jurado llegaron al grado de extender el castigo a Díaz Martínez por su juicio ideológico al terreno de las sanciones “ideoló-gico-educativas” para sacarlo del jurado. El poeta contó cómo llevó el asunto hasta el comité central del Partido Comunista, con el enojo de Guillén. Los bu-rócratas lograron su cometido…, pero sólo por unas horas. Díaz Martínez salió del jurado del premio de poesía de la UNEAC. Al final de una noche de sábado, Lezama Lima le llamó por teléfono a Díaz Martínez para decirle: “joven, cam-panas de gloria suenan, usted ha sido repuesto en el jurado”. La intervención de Carlos Rafael Rodríguez, comunista y tercer hombre en la jerarquía de Cuba, había sido decisiva.

El costo iba a ser alto. Díaz Martínez fue de todos modos castigado y destitui-do de su cargo de jefe de redacción de La Gaceta de Cuba, lo acusaron de conspi-rar contra Cuba por cartas que le había escrito a Severo Sarduy y lo espiaron hasta quitarle la privacidad. Ya publicitado el premio a favor de Padilla, la UNESA hizo de todos modos un foro a modo de juicio contra el libro Fuera del juego y contra el jurado que lo premió. Pita Rodríguez, narrador pero burócrata de la cultura castrista, dijo que “el problema, compañeros y compañeras, es que existe una conspiración de intelectuales contra la Revolución”. Como castigo, la UNEAC no le entregó a Padilla y al dramaturgo Antón Arrufat el premio en metálico de mil pesos cubanos ni el viaje prometido a Moscú.

El criterio oficial, incluido en el inusual y sorprendente prólogo de la UNEAC para desprestigiar y limitar la lectura del libro publicado, rayaba en la politización de un asunto cultural: “nuestra convicción revolucionaria”, decían los redactores de la Unión, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar el caba-llo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su po-lítica de agresión bélica frontal contra Cuba”. El criterio policiaco también operó con eficacia: la oficina de Díaz Martínez fue saqueada y dispersados sus papeles como un aviso de que la Revolución iba a confrontarlo con todas las armas.

La persecución no cesó. Díaz Martínez reveló en su texto del caso Padilla que en noviembre de 1968 apareció un texto difamatorio en las páginas de Verde Oli-vo firmado por un tal Leopoldo Ávila para atacar sin piedad a Padilla, a Virgilio Piñera, a Antón Arrufat, a Rodríguez Llois, a Cabrera Infante y a muchos otros tachados de enemigos de la Revolución. El texto era rabioso y hacia acusaciones de homosexualidad y acusaba a Cabrera Infante de ser agente de la CIA.

VI

La segunda fase del caso Padilla estalló en abril de 1971, casi tres años después del affaire del premio de poesía. Padilla fue arrestado por razones polí-ticas, encarcelado dos semanas y liberado a cambio de una confesión de errores revolucionarios para delatar a los cómplices de la conspiración. Esta segunda parte de la historia tenía un antecedente. El escritor chileno y diplomático Jorge Edwards había sido designado encargado de negocios de Chile en Cuba y en-

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viado a La Habana a instalar la embajada formal. Gobernado por el socialista Salvador Allende, Chile había sido el primer país en restaurar relaciones diplo-máticas con Cuba desde la ruptura de 1962 organizada por Estados Unidos a través de la OEA. A excepción de México, todos los países del área rompieron relaciones diplomáticas con Cuba.

La designación de Edwards no había sido bien recibida por Cuba, pero nada hicieron para impedirla. Edwards llegaba no sólo con trabajo diplomático de ca-rrera sino por su excelente relación personal y literaria con el poeta Pablo Neruda, candidato presidencial del Partido Comunista Chileno que había renunciado a favor de la nominación de Allende como candidato único de la Unidad Popular. Edwards debía de abrir la embajada, entregarla al que sería nuevo embajador e incorporarse a la embajada de Chile en París con Neruda.

Edwards había trabado una buena relación con Cuba. En 1968 había sido ju-rado del género cuento del premio Casa de las Américas, en la que había sido galardonado Norberto Fuentes por su libro Condenados de Condado. Entre otros, un compañero de jurado de Edwards había sido Rodolfo Walsh, un extraordinario escritor y militante político que sería asesinado años después por la dictadura argentina. En un prólogo a una edición posterior de esos cuentos, Fuentes narró la irritación de Castro por la premiación a un libro que hablaba de algunas de las víctimas campesinas de la Revolución Cubana. Sin control, Fidel Castro lanzó el libro contra la pared y gritó que era un desperdicio gastar papel en esas obras que en nada ayudaban a concienciar a la gente.

El jurado y el libro premiado de Fuentes —como preludio a lo que vendría des-pués con Fuera del juego— fueron destrozados en la revista Verde Olivo de Raúl Castro. En su libro de memorias sobre su estancia habanera, Edwards escribió que “los cuentos de Norberto Fuentes transcurren en los parajes de Escambray, donde la huella de las balas da testimonio de la violencia y el dramatismo de la lucha. Pero Fuentes, que lo había hecho como cronista, no quiso como narrador dividir el mundo en blanco y negro, con lo cual toco el dogma de la inmaculada pureza del ejército revolucionario, de su disciplina, una de las divinidades intocables en el altar de la Salud Pública. Todo está dicho en las viejas páginas de Michelet sobre el Comité, sobre Robespierre, sobre la Revolución y sobre la guillotina”.

Edwards narró los incidentes de su corta estancia de casi cuatro meses en Cuba en su libro Persona non grata, que fue editado con censuras y autocensu-ras en 1973 antes de la caída de Allende y que después apareció ya sin ningún recorte. Durante esos meses, Edwards tuvo muchas reuniones con intelectuales disidentes, sobre todo con Lezama Lima y con Heberto Padilla. Las reuniones, realizadas en el hotel Habana Libre, habían sido grabadas por la policía polí-tica de Castro. Con el contenido de las grabaciones, Castro le pidió a Allende que sacara a Edwards de Cuba porque se había convertido en un enemigo de la Revolución. Edwards abandonó Cuba echado por Castro y se incorporó a la embajada de París con Pablo Neruda.

La salida de Edwards de La Habana ocurrió horas después de haberse dado el arresto de Padilla. Con Padilla en la cárcel y a punto de tomar el avión para salir de Cuba, Edwards fue llevado ante Castro para una ácida conversación de

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despedida que narra en su libro. Pero nada hizo dar marcha atrás a las ruedas del molino del socialismo cubano. Padilla se quedó en la cárcel, fue obligado a delatar a amigos escritores que conspiraban —en el lenguaje de las autori-dades cubana— contra la Revolución. Luego fue despedido de sus trabajos y enviado a hacer traducciones. Enfermo, tuvo que recluirse mucho tiempo. En 1980, por una campaña internacional, salió de La Habana exiliado rumbo a Estados Unidos.

Pero el desgarramiento interno de Padilla no fue comprendido por la Revo-lución. Días antes de su arresto, Padilla fue entrevistado por Cristián Huneeus y ahí habló de sus contradicciones internas. Contó que los escritores latinoameri-canos que vivían en regímenes no socialistas hablaban del socialismo como de una esperanza. “Los latinoamericanos viven todavía una fase épica en su litera-tura, es decir, que el socialismo es para ellos un propósito a cumplir, pero que en modo alguno exigiría una reflexión sobre su práctica, sobre su existencia. Pero nosotros, a 13 ó 10 años, de haberse creado en Cuba una sociedad socialista, no podemos escribir ya en la misma forma. A tal punto la experiencia histórica nos ha marcado”.

La aprehensión de Padilla detonó un escándalo cultural internacional. Si el argumento de las autoridades cubana insistió en el hecho de que Padilla realizaba actividades personales contrarrevolucionarias —que en realidad eran de crítica al sistema socialista—, los intelectuales llevaron el asunto al tema de la libertad de creación. Una carta apareció en el diario Le Monde de Francia firmada por Jean Paul Sartre, Somine de Beuavoir, Susan Sontag, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo. Después, en 1972, Cortázar trataría de matizar su adhesión en contra del encarcelamiento de Padilla en una carta enviada a Haydée Santa-maría, directora de la Casa de las América, acreditando la dureza de la misiva de los 50 intelectuales a la ausencia de información. Pero ocurrió que nadie en Cuba se atrevió a dar más información que la policía. Y luego Santamaría acusó a Vargas Llosa de “escritor colonizado, despreciador de nuestros pueblos, vanidoso, confiado en que escribir bien no sólo hace perdonar actuar mal, sino que permite enjuiciar a todo un proceso grandioso como la Revolución Cubana. Que a pesar de sus errores humanos, es el más gigantesco esfuerzo hecho hasta el presente por instaurar en nuestras tierras un régimen de justicia”. Años después Haydée Santamaría se suicidaría decepcionada por el socialismo cubano.

La carta de autocrítica de Padilla no causó gran conmoción porque todos vie-ron detrás la mano autoritaria del régimen cubano. Inusitadamente, Padilla elo-giaba a los organismos de seguridad de Cuba y a sus anteriores enemigos litera-rios, censuró a sus amigos y hasta a su propia esposa y a los intelectuales que lo defendieron. No era el Padilla que conocía, el Padilla que había polemizado en 1968 con Lisandro Otero y a propósito del cual había escrito padilla: “ciertos mar-xistas religiosos asegurar por ahí que el revolucionario verdadero es el que más humillaciones soporta; no el más disciplinado, sino el más obediente; no el más digno, sino el más manso. Allá ellos. Yo admiraré siempre al revolucionario que no acepta humillaciones de nadie, y menos a nombre de la revolución que rechaza tales procedimientos”.

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La carta de los intelectuales a Fidel Castro del 9 de abril de 1971 contenía un acto de fe en Cuba pero también una severa crítica a la perversión autoritaria de la revolución: “los abajo firmantes, solidarios con los principios y objetivos de la re-volución cubana, se dirigen a usted para expresar su preocupación ante el arresto del poeta y escritor Heberto Padilla y para solicitar a usted se tenga a bien exami-nar la situación creada por dicho arresto. Considerando que el gobierno cubano no ha evacuado hasta el momento ninguna información sobre la materia, empezamos a temer el resurgimiento de un proceso de sectarismo más fuerte y más peligroso que aquel denunciado por usted en marzo de 1962 y al que el comandante Che Guevara hiciera alusión muchas veces cuando denunciaba la supresión del dere-cho de crítica en el seno de la revolución.

“En momento en que se instaura un gobierno socialista en Chile y en que la nueva situación creada en Perú y Bolivia (golpes militares de generales de iz-quierda) facilita la ruptura del bloqueo criminal contra Cuba por el imperialismo norteamericano, el recurso a los métodos represivos contra los intelectuales y ar-tistas que han ejercido el derecho a la crítica en la revolución no puede tener sino una repercusión profundamente negativa entre las fuerzas antiimperialistas del mundo entero, y más especialmente de la América Latina, donde la Revolución Cubana es un símbolo y una bandera. Agradeciendo de antemano la atención que usted se sirva dispensar a esta solicitud, reafirmamos nuestra solidaridad con los principios que guiaron la lucha en la Sierra Maestra y que el gobierno revolucio-nario ha expresado tantas veces a través de la palabra y la acción de su primer mi-nistro, del comandante Che Guevara y de otros tantos dirigentes revolucionarios”.

Las firmas fueron muchas: Carlos Barral (editor de la editorial Seix Barral), Simone De Beauvoir, Italo Calvino, Fernando Claudín (comunista español), Ju-lio Cortázar, Jean Daniel (director de Le Nouvel Observateur), Marguerite Du-ras, Hans Magnus Ensenberger, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Maurice Nadeau, Octavio paz, Rossana Rossanda, Claude Roy, Jan Paul Sartre, Jorge Semprún (ex jurado del premio Casa de las Américas y luego comunista echado del PC español por demócrata) y Mario Vargas Llosa, entre otros.

La respuesta del gobierno nunca llegó directa pero sí indirecta. El gobierno preparaba la realización del primer gran encuentro de intelectuales y artistas en mayo. Por tanto, el arresto de Padilla parecía parte del escenario preparado por Fidel Castro para darle sentido, orientación y contenido al congreso cultural. En el discurso oficial, Castro se refirió con desprecio a los intelectuales que asumen actitudes críticas contra la Revolución. Se trataba de un discurso que seguía la línea del de 1961 a propósito del documental P.M. y del papel de Cabrera Infante en la apertura crítica de los medios del gobierno y en donde fijó el criterio autori-tario de que “con la revolución, todo; contra la revolución, nada”. En 1971, Castro afirmó: “algunos (intelectuales) retratados aquí con lúcidos y nítidos colores hasta trataron de presentarse como simpatizantes de la revolución”. Pero había entre ellos más de un “pájaro de cuenta”.

Castro perdió la medida del tema y habló de los intelectuales que estaban “locos de remate”, “adormecidos hasta el infinito”, “marginados de la realidad del

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mundo”, de los que ven problemas en Cuba cuando se trata de “dos o tres ovejas descarriadas”, los intelectuales que “no tienen derecho de seguir sembrando el veneno y la insidia dentro de las Revolución, los que “no ven que los problemas reales de Cuba son los de un país amenazado por el bloqueo, por las armas de todo tipo, hasta bacteriológicas”. Dogmático, Castró sacó la Revolución Cubana del debate y dijo que el socialismo “no puede servir de pretexto a los semi izquier-distas descarados que pretenden ganar laureles en París, Londres, Roma”. Acusó a los intelectuales que “en vez de estar en las trincheras del combate, viven en los salones burgueses a diez mil millas de los problemas, usufructuando un poquito las platas que ganaron cuando pudieron ganar algo”. Se refirió a “estos señores intelectuales burgueses y liberalistas burgueses y agentes de la CIA ya no vendrán a hacer el papel de jueces de concursos, ya no tendrán entrada a Cuba. Cerrada la entrada indefinidamente, por tiempo indefinido, y por tiempo infinito”.

Para Castro, la función del intelectual y del escritor era la de producir obras para apoyar al proceso revolucionario. “Es ilógico que falten libros de formación infantil mientras la minoría privilegiada continúa escribiendo cuestiones de las que no deriva ninguna utilidad, que son expresiones de decadencia”. Para Castro, los intelectuales se consideraban “un grupito que ha monopolizado el título de trabajador intelectual”. “Esos intelectuales aquí han estado recibiendo premios señorones escritores de basura”. La tesis no pudo dejar de emitirse: “nosotros, en un proceso revolucionario, valoramos las actividades culturales y artísticas en función del valor que le entreguen al pueblo, de lo que aporten a la felicidad del pueblo. Nuestra valoración es política”.

Los desplegados de los intelectuales en realidad no le preocupaban a Castro. Se lo dijo a Edwards en su conversación de marzo de 1971: “ya sabemos que ahora se ha puesto de moda en Europa atacarnos entre los que se llaman intelec-tuales de izquierda. ¡Eso no nos importa! ¡Esos ataques nos tienen absolutamente sin cuidado!” El caso Padilla de 1971 había llevado a Cuba al endurecimiento político, ideológico y cultural y muchos intelectuales solidarios con el proceso re-volucionario estaban siendo dejados a la vera del camino. La Revolución Cubana no admitía sino lealtades a ciegas, acríticas.

El enfriamiento sentimental de la izquierda hacia Cuba dejó aislado a Castro. Paz rompió definitivamente con el autoritarismo cubano. Carlos Fuentes mantuvo la distancia crítica. Regis Debray se desencantó de la vía armada y luego corrigió su ensayo Revolución en la Revolución con dos libros sobre el fin de la vía armada y terminó su ruptura en Alabados sean nuestros señores. García Márquez prefirió la amistad con Castro y ayudar a salir de Cuba a escritores malditos. Semprún, también jurado del premio Casa de las Américas, luchó contra el autoritarismo del comunismo español y fue echado junto con Claudín, como lo narra en su libro Autobiografía de Federico Sánchez. Cortázar siguió fiel pero siempre mal com-prendido y sufrió mucho las críticas cubanas hacia su literatura fantástica, aunque se alejó sentimentalmente de Cuba y prefirió el sandinismo de Nicaragua, aunque no pudo ver su decadencia también autoritaria y corrupta. De todos ellos, Vargas Llosa fue no sólo el más coherente sino el más lúcido en sus argumentaciones en contra del autoritarismo de Castro y de la Revolución Cubana.

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P r o y e c t o M é x i c o C o n t e m p o r á n e o 1 9 7 0 - 2 0 2 0

C o L E C C I ó N

1. Salinas de Gortari, candidato de la crisis.2. El proyecto salinista.3. El nuevo sistema político mexicano.4. La vida en México en el periodo presidencial del Sup Marcos.5. Las muchas crisis del sistema político mexicano.6. El nuevo sistema político mexicano.7. La polémica Sartre-Camus.8. Carlos Fuentes: el pensamiento Manchuria.9. Narcotráfico y violencia: vidas paralelas.10. Las estaciones políticas de octavio Paz.11. El crimen del padre Leñero.12. Manuel Buendía 1948-1984. Periodismo como compromiso social. 13. La posdemocracia en México.14. México: hacia un nuevo consenso posrevolucionario. Lázaro Cárdenas, la izquierda y la última muerte de la Revolución Mexicana.15. Los intelectuales en el reino de PRIracusa. La parresia de Gabriel Zaid.16. Los intelectuales inventaron a Fidel Castro.17. Benedetti, el último comisario del Camelot tropical.18. Emilio Rabasa: prensa y poder en el siglo XIX.19. Carlos María de Bustamante (1874-1848). Los intelectuales y la política en el México independiente.20. García Márquez no le torció el cuello al cisne.31. De cómo Cuba y Fidel Castro castraron literariamente a Cortázar32. Cortázar en París33. Una entrevista inédita con Cortázar34. El cuento de Cortázar35. La Maga, modelo para armar36. Los intelectuales inventaron a Fidel Castro

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