los guerreros jose asenjo sedano

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En Guadix, con su mole anclada enuna heroica época inmemorial dehonor y de guerra, se sitúa elescenario de «Los guerreros». Allí,entre la Catedral y la torre de laAlcazaba como vigías, se levantanlas casas de los Espinosa y losFonseca (los Montesco y Capuletode nuestra historia) que polarizan eldiscurrir diario de la ciudad por suodio secular y su mutuaintransigencia: «el amor estabamuerto dentro de aquellos muros ysólo había odio por todas partes».Frente a ellos, como si la Historia

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diese un paso atrás y fuese un ecolejano de las luchas medievalesentre moros y cristianos, surge todoun mundo de adolescentes, demuchachos que libran sus batallasactuales en las afueras de la ciudad,con sus jinetes y sus infantes, susvencedores y sus vencidos, ytambién sus moros y sus cristianos.Pero por encima de todo, y siemprepresente a lo largo de toda lanovela, fluye el halo poético de unencendido amor adolescente, de unabella y patética historia amorosa, enconstante antagonismo con laincomprensión y mezquindad del

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mundo adulto.

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José Asenjo Sedano

Los guerreros

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Título original: Los guerrerosJosé Asenjo Sedano, 1970Diseño de portada: 17ramsor

Editor digital: 17ramsorePub base r1.0

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Esto me han vuolto míosenemigos malos.

Poema del Mío Cid. Cantar I.

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ILa historia empezó cuando Diego

Espinosa disparó contra su novia y ladejó muerta a la entrada del pueblo.

Era el día de Santiago.Aquella mañana hubo misa mayor en

la iglesia del santo. Sobre el altar habíauna imagen del apóstol en actitud deperegrino. Podía verse su enormesombrero, sus botas y la calabaza huecaque colgaba de su bastón.

En cuanto acabó la misa, las monjasde cierto convento de la ciudadpermitieron a sus colegialas llegar —dando un paseo— hasta la alameda del

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río. Y fue ese día, yendo BlancaDomínguez con sus amigas, cuando aDiego le entró aquel arrebato.

Se dijo que Blanca —cuyo cuerpovestido de colegiala, con sombrero ycon botines, quedó exánime sobre lacarretera—, tan pronto decía sí, comodecía no, a su ardiente enamorado.

Días antes, por cartas que ambos secruzaban por medio de una sirvienta delcolegio, habían acordado aprovecharaquella festividad para tratar deescaparse juntos.

Ese día se presentó Diego en ellugar de la cita con un coche tirado pordos caballos blancos. Más de una hora

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llevaba esperando allí cuando sepresentó Blanca. Ella, por seguir sujuego, no sólo se negó a la fuga, sino quele dijo que todo había sido una burla yque jamás había pensado en hacer talcosa.

—Yo nunca te he querido —llegó adecirle.

Fue entonces cuando Diego sevolvió desengañado a su casa, cogió unapistola y salió enseguida en busca deella para matarla.

Blanca estaba con sus amigas en lacarretera y allí mismo, a la vista detodos, le disparó su amante. Después,completamente desolado, la volvió

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contra su pecho y cayó derrumbadotambién sin vida.

Toda la ciudad pasó por la carreterapara ver a la colegiala y a DiegoEspinosa muertos en un charco desangre. Era verano y el sol hacía brillarsus cuerpos exangües. El párroco de SanMiguel, horrorizado, les rezó unresponso allí mismo y rogó a Diostuviese piedad de sus almas. El juezordenó el levantamiento y los doscuerpos fueron trasladados alcementerio donde recibieron sepultura.

La historia comenzó ese día. A partirde entonces un abismo quedó abierto

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para siempre entre los Domínguez y losEspinosa.

Los Domínguez tenían su casa sobrela muralla en ruinas de la puerta Alta dela ciudad. Desde sus ventanas se veíanlas casas, los huertos y los campos detodo el pueblo. Sin embargo, desde esedía, todas las puertas y todas lasventanas fueron cerradas. Allíconsumieron sus vidas doña Blanca ydon Luis, los padres doloridos de lacolegiala. Se decía que doña Blancahabía enloquecido y que desde la callese la oía gritar muchas veces. Un cura,don Segundo Ruiz, que también era

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administrador de la casa, iba losdomingos muy temprano y les decía misaen la capilla. Pero se negó siempre acomentar nada de aquella familia. Detarde en tarde, pasado ya mucho tiempo,una hermana de don Luis sacaba depaseo al hijo y a las otras dos hijas delmatrimonio. Siempre vistieron de luto,muy pálidas y con las manos tristes.

Don Luis encaneció en seguida. Nopermitía que se le hablase del crimen niquería encontrarse con ningún Espinosa.

Algún tiempo después falleció lapobre doña Blanca. Entonces pudo verlatodo el mundo. Desde la muerte de suhija nadie había vuelto a verla, y eso

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que era famosa por su belleza. Peroaquella que vieron todos muerta no erani su sombra. La gente se hacía la cruzcon este motivo y, durante unos días, sevolvió a hablar de aquellas muertes.

A las cuatro de la tarde de un díanublado, fue el entierro. Dobló lacampana de Santiago todo el día. Perolo peor fue en el cementerio. En uno delos nichos había una losa donde se leía:

Blanca Domínguez Pulgarentregó su alma a Dios a los 16

años de edad.R.I.P.

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Debajo don Luís mandó grabar algoque encogió el corazón de todos:

¡Hija de mi alma!

Aquella noche fueron muchos losque no pudieron dormir tranquilos acausa de aquel grito estremecedor.

Los Espinosa vivían en la Plaza. Enuna casa grande con los balcones demadera. Habían vivido allí de siempre.

Los Espinosa tenían muchas tierras ymuchos caballos. Por eso ni la muerte deDiego, a los 18 años, impidió a su padresalir todas las tardes a caballo por la

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plaza del conde Luque camino de lapuerta de Granada. Eran orgullosos; setenían por descendientes de uno de losgrandes capitanes de la Reconquista.Atardeciendo se le veía galopar desdeel cementerio hasta ganar la muralla yvolver a su casa. A esa hora apenas sihabía algunas luces. En Guadix, la gentese acostaba temprano y madrugabamucho. Una espesa niebla envolvía lasaltas torres. Brillaban algunas estrellas yel reloj de la catedral hacía sonar suscampanadas. Don Nuño descabalgaba yhacía rechinar en el suelo sus espuelas.Gaspar, el criado, lo aguardaba en lapuerta, recogía las riendas y llevaba el

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animal a la cuadra. En tanto don Nuñosubía lentamente por la escalera que ibadesde el corral a la cocina.

Si mucho era el dolor de doñaBlanca, no menos lo era el de doñaTeresa. La infeliz, con el rostroendurecido, sujetaba aquel dolor por suhijo. Contaban que, ni aun cuando lotuvo yerto en los brazos, derramó unalágrima. Le cruzó los brazos y le cerrólos ojos. Luego le puso su rosario en lasmanos.

La gente decía:—Doña Teresa no ha sentido a su

hijo; no ha llorado nada.Pero la gente, ¡qué sabía!

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Sin embargo, una guerra había sidodeclarada entre una y otra familia. Todoel mundo sabía que cualquier día podíapasar algo terrible. Aquella muertesobre la carretera, cerca de unos olivos,no se iba de la cabeza de nadie.

Fueron pasando los años. Variasveces cambió la ciudad de aspecto. Sederrumbó una parte de la muralla y huboque apuntalar otra. Pasaron variosinviernos; pasaron veranos llenos desol. Pasaron lluvias y pasaron vientos.Muchos también se marcharon parasiempre. Apenas si hubo quien lo notara.Pero muchas puertas se cerraron ymuchas puertas, también, se abrieron.

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Cuando alguien ausente volvía,exclamaba en seguida:

—No conozco a nadie; todo hacambiado.

Pero la gente de Guadix no habíacambiado nada. Ellos seguían lo mismo.

Cayeron torres tan altas como donLuis, don Nuño, doña Teresa… Ahorahabía otros Domínguez y otros Espinosa.Las dos niñas pálidas hermanas de lamuerta habían crecido y se habíancasado. Ambas habían salido de laciudad y no habían vuelto por ella. Encuanto al hijo, José Domínguez Pulgar,también se casó y quedó en la vieja casade la puerta Alta.

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En cuanto a los Espinosa, el hijo dedon Nuño, don Santiago, también sehabía casado. En él continuaba ladinastía: la casa, su afición por loscaballos, y aquella seriedad tan firme.Muchos decían:

—Es el mismo retrato de su padre.Y era verdad. Don Santiago tenía su

misma estatura, la misma seguridad quesu padre en la silla. Pero la mirada erade doña Teresa.

Siguió pasando el tiempo. Se talaronmuchos árboles que casi tocaban labarbacana. Ahora el sol, en cuanto salía,teñía de oro las almenas y las torres de

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las iglesias y conventos. Nuevamente semultiplicaron los Espinosa y losDomínguez. Pero el abismo no secerraba. La vieja casa de la puerta Altaseguía siendo la misma. Tenía un escudogrande encima de la puerta y dos torresmuy altas.

En la plaza, la de los Espinosa consus balcones de madera. Don Santiagoera un ser extraño. Tenía el pelo blancoy la barba también. De sus hijos, sólouno vivía con él en la casa, Ramón.Estaba casado y, de este matrimonio,tenía cuatro hijos. Como buen Espinosase le veía cabalgar con frecuencia cercade las murallas o por mitad del campo.

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En cuanto a la mujer de don Santiago, laabuela María, hacía ya unos cuantosaños que no vivía.

Con los Domínguez vino a pasar otrotanto. Del matrimonio de José vinieronal mundo tres hijas. Una entró en unconvento renunciando a las pompas deeste mundo; las otras dos casaron conlos hermanos Fonseca, los comerciantesmás ricos de la ciudad. Uno de ellos,Juan, quedó a vivir en la casa.

Los domingos, a la hora de misamayor, se veía a los Domínguez (lagente, a pesar de aquel casamiento,seguía llamándolos así) sentados con sushijos en los altos sillones del coro de la

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iglesia de Santiago. Detrás, en lascelosías, la comunidad cantaba al sondel órgano.

A la misma hora los Espinosa hacíanlo mismo en el coro de la catedral. Porencima, presidiendo con la mitra y elbáculo, había un San Torcuato demadera. Enfrente se abría el altarllevado en volandas por dos ángelesatléticos.

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IIOcurrió por aquel entonces que

Rodrigo, el tercero de los hijos de donRamón Espinosa, sobrino nieto, porconsiguiente, del muchacho muerto porsuicidio, puso sus ojos en los ventanalesde la casa grande de los Domínguez. Delas dos hijas de don Juan Fonseca, sedecía que Blanca era la más bella. Laotra, Rosita, tenía la nariz ganchuda. Eldía en que corrió la noticia de queRodrigo andaba enamoriscado de unaDomínguez, todo el mundo pensó en lomismo:

—Esto acaba en una tragedia. Los

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Domínguez no consentirán que unEspinosa se acerque a esa niña. Lomatarán, lo más seguro.

En este tiempo, Rodrigo (que es elprotagonista de nuestra historia) sólotenía catorce años. Lo que dio motivopara que la gente hablara, fue el haberlovisto rondar varias veces, al atardecer,alrededor de la casona y galopar luegocamino de los barrios de la Alcazaba.Se dijo que el muchacho espiaba la horaen que la niña salía con sus criadas ahacer en la parroquia la visita alSantísimo. También a que ésta pudieraasomarse a alguno de los balcones. Laniña, por entonces, tenía doce años

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solamente.

El autor de esta historia ha tratadode ser lo más aproximado en lanarración de los hechos. Para ello haindagado en ambas familias. Haclasificado cuantos recuerdos y cuantascosas le contaron de ese tiempo. Contodo ese material ha rehecho —en lo quele ha sido posible— los amores y losodios que entre unos y otros existieron.

De mucho valor fue también el hallaralgunos documentos (en cuadernos,generalmente) en los que Rodrigo dejóescritos algunos de los sucesos másinteresantes de su vida. Algunos de ellos

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el autor de este libro ha preferido darlosaquí tal como él los encontró.

He aquí, pues, los amores yaventuras de Rodrigo Espinosa, nacidoen Guadix en el año mil novecientos ypico, y bautizado en la parroquia delSagrario de aquella ciudad.

Todo el mundo sabe que a estaciudad la cerca una muralla muy antiguaque debieron levantar los moros.Durante algún tiempo se abrían las trespuertas que tenía y pequeños grupos desoldados a caballo salían con susalfanjes y sus yataganes. Lejos estaba laguerra contra los cristianos. La ciudad

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era una ciudad endurecida. Frente a loscerros que la rodean, la gente tan prontomiraba el cielo, como se peleaba entresí hasta matarse. Por eso lo mismo dabasantones, como Ibrahím el Gerbí, comofilósofos autodidactas al estilo deAbentofail. Todavía, al pie de laalcazaba, había una casucha vieja con lapuerta en arco en donde se dijo siemprehabía nacido el famoso escritor.

Allí vivieron judíos, moros ycristianos renegados. Pero cada vez laguerra fue estrechando más y más losmuros de la ciudad. Durante algunosaños, las puertas se abrían y se cerrabansin cesar en salidas incesantes de

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caballos revoltosos que ponían sobre lavega y el polvo sus relinchos africanos.

Luego llegó el momento en que laciudad ya no tuvo más guerreros paradar y las puertas se cerraron silenciosas.En tanto, el cielo se cubrió de tristespresagios. Los Reyes de Castilla y deAragón llegaron un día, reclamaron laciudad y entraron por ella ante los ojosatónitos de la gente. Muchos noquisieron salir; otros huyerondespavoridos temiéndole a la muerte y alos soldados cristianos. Los Reyesllegaron hasta el que había sido palaciode El Zagal, ordenaron acabar con lamezquita y que allí mismo se levantara

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una catedral. Para ello nombraronobispo a fray García de Quesada, que enseguida empezó sus intentos deconversión de la morisma. Para ellotrató de llevar a cabo una reforma en lascostumbres. Prohibió que las mujeresmontasen a caballo y que se rizasen elpelo. Muchos moros no pudieron resistiraquella vida y se marcharon tristes,guardando entre sus ropas las llaves desus casas, pensando volver algún día.Para ello escondieron entre los tabiquesde sus casas, los pequeños y los grandestesoros que tenían. Los judíos, los queno quisieron convertirse, también semarcharon a otras tierras en busca de

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mejor fortuna. Otros se quedaronpretextando que estaban dispuestos abautizarse, y lo hicieron pasando suscabezas por las pilas bautismales delSagrario. Éstos eran los ropavejeros, loszurcidores de zapatos, los hojalateros ylos chapuceros. Se contaban cosasterribles de esta gente. A veces laInquisición recibía denuncias y entoncesintervenía para aclarar las cosas. Éstoseran siempre días terribles en la ciudad.Desde muy temprano acudían mujeres yhombres de todo el campo, con susmochilas y sus asnos, para no perdersela celebración del auto.

Con los años acabaron muchas de

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aquellas cosas. Las murallas seguían ensu sitio, y las casas, muchas, habían idosaltando sobre ellas para ir ganandoparte de la vega. Ahora no había por quécerrar las puertas. Tanto fue así que,seguramente de viejas, o quizá porquelas robaron, un día desaparecieron.Incluso, más adelante, al romperse lasmurallas, hubo quien aprovechó la bocade entrada de alguna puerta para ponersu casa entre los dos torreones.

Pero incluso para los cristianos eranprecisas las puertas. Para elloadelantaron una de ellas y llegaron aabrirla y a cerrarla, quizá porque no sehabían hecho a dormir a la intemperie.

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Se levantó un arco y se puso, en unacapilla, la imagen del primer obispo dela ciudad. Y se la llamó —y se la siguellamando— puerta de San Torcuato.Delante se abría el campo y el río.

Todavía, con el tiempo, la ciudad nohabía perdido este aspecto medieval. Acualquier hora se oía el toque de unacampana. O se veía pasar un fraile, o aun grupo de monjas, pequeñas ycelestes, bajando por la calle de laConcepción camino del PalacioEpiscopal.

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IIILa primera vez que Rodrigo vio a

Blanca, la hija de sus mortales enemigoslos Domínguez, fue cuando ésta bajabacamino de la iglesia rodeada por suscriadas. Rodrigo iba a caballo. Lapequeña bestia, negra y con los ojosbrillantes, levantó un segundo las patasdelanteras. El pequeño grupo hubo deabrirse para dejarle paso. Fue entoncescuando la niña levantó los ojos y sequedó mirando al jinete.

Los criados, por instigación de susamos y por ser —en parte—descendientes de aquellos otros criados

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y criadas que había en la familia entiempos del crimen, lanzaron al apuestomuchacho miradas llenas de rencor y desorpresa. Les sorprendía que unEspinosa montase tan bien a caballo envez de andar a cuatro patas (como,según ellos, tenían que andar por fuerzatodos los Espinosa). Por eso hicieronalgunos comentarios ofensivos y serieron a grandes carcajadas.

Rodrigo siguió su camino tancampante, no sin volver también lamirada y clavarla en la niña.

Desde ese momento algo dormido sele despertó dentro.

Al día siguiente volvió el muchacho

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a buscar el encuentro. Era un día demarzo. El aire venía húmedo desde lasierra. Y tal como la buscó, volvió aencontrarla a la misma hora y en elmismo camino. Rodrigo picó su caballoy galopó delante con el solo intento delucirse ante Blanca. El muchacho hizogala de sus buenas dotes de caballero.De nuevo no pudieron los criados menosque maravillarse a pesar de que, comosiempre, no pudieron ocultar sus malaspalabras para un Espinosa.

—Será un demonio como todos.La niña se calló.Como viniera a pasar lo mismo al

tercer día, don Juan Fonseca, de acuerdo

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con su mujer, prohibió terminantementeque la niña volviese a poner los pies enla calle por cualquier motivo.

—Si veo a ese niño andar por aquí,lo reviento de una patada —sentenciódon Juan, tirándose del bigote.

—Esa gente está loca —afirmabacon frecuencia.

Y luego añadía:—Más les valiera trabajar como

todo el mundo. Lo único que saben esmontar a caballo y matar a muchachasinocentes.

Sin embargo, desde entoncesRodrigo no perdía de vista aquella casa.Trataba de alguna manera de hacerse ver

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por la niña. Luego, cansado de esperaren silencio, se marchaba al paso parabajar por el antiguo barrio moro hastasalir por el Almorejo, que era un ríoestrecho que pasaba al pie mismo de lamuralla. A veces se detenía en la casade su amigo Martín González y echabana bailar los trompos. Dejaba el caballoatado por la brida en la ventana. Otrasveces se iban a la huerta de losdominicos, saltaban la tapia y se poníana buscar nidos en los árboles. Para estoMartín tenía una habilidad muy especial.Era un muchacho bajo, con el pelo y losojos negros. Descendía —al parecer—de uno de aquellos moros conversos de

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la ciudad. Un día el fraile portero lesechó los perros y entrambos salieronmalparados. Más tarde, sentados alborde del Almorejo, se lamentaban desu mala suerte y de las malas pulgas deaquel fraile. Aún oían ladrar a losperros al otro lado de la tapia.

—Teníamos que matar a esos perros—chillaba Martín lleno de rabia. Selamía una herida que se había hecho enuna rodilla al saltar la tapia.

—¿Y cómo? —preguntó Rodrigo.—Con una morcilla. Se le meten

alfileres y no queda uno.—Es mejor a pedradas.Lo de las pedradas le trajo buenos

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recuerdos a Martín. Por eso dijo con laboca llena de risa:

—Así matamos al que tenía elMolinero. Lo tiramos a la balsa y nospusimos todos alrededor con piedras. Encuanto el perro quería salir, letirábamos. Así estuvimos hasta que seahogó.

—¿Y no te dio lástima?—A mí, no.

Ahora, desde que Rodrigo se habíafijado en una Domínguez, al pasar por lacasa de Martín no sentía ganas de hablarde nada. Se sentaba en un tronco ypermanecía silencioso.

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Pero aquel silencio no podía durarmucho tiempo.

Un día, yendo con Martín —los dossubidos en el mismo caballo— éste ledijo:

—A ti te pasa algo. Me lo ha dichomi padre y lo dice todo el mundo.

—¿El qué?—Que a ti te gusta Blanca, la hija de

don Juan, el rico.Rodrigo palideció.—Y tú, ¿qué dices?Martín se rascó la cabeza.—Que los Espinosa y los

Domínguez no se quieren.—¿Y qué?

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—Pues que por algo será.Rodrigo guardó silencio.—También que un Espinosa mató a

una de la puerta Alta —continuó Martín.—Eso no es verdad —saltó Rodrigo

—. Fue una Domínguez quien mató a mitío.

—¿Y por qué?—Dicen que porque era su novia y

no lo quería.—Pero eso no puede ser.

Aquel día ya no hablaron más delasunto. Volvieron al trote por la puertade Granada. Era ya de noche. Lasestrellas asomaban por encima de la

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iglesia de San Miguel. Rodrigo dejó a suamigo, subió la cuesta empedrada, entróen el barrio de la Alcazaba y bajó luegopor la Concepción camino de su casa.

Cuando a don Ramón Espinosa lefueron con la noticia de que su hijorondaba la casa de los Domínguez, alprincipio trató de negarlo.

—Eso son habladurías.Pero le pasó por la cabeza el

recuerdo del hermano de su padre. Eracomo si hubiera algún fatalismo entre sufamilia y la de los Domínguez. Por esoanduvo preocupado y decidió por sucuenta hacer alguna cosa para alejar al

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niño de aquella casa. Y lo que mástemía era que la noticia llegase a oídosdel abuelo. Su desprecio por losDomínguez era terrible. Si a él lehubiera valido, no habría dejado a unocon vida en la ciudad.

—Es una familia de mentirosos —solía decir con frecuencia—. UnaDomínguez engañó a mi hermano y lomató. Claro que no pudo reírse de él. Deun Espinosa no se ha reído todavíanadie.

Lo que decidió don Ramón fuecomprarle a su hijo un caballo. Tan sóloun caballo podía ser capaz dedesarraigarle un amor manchado por la

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muerte.

De ese tiempo y de ese caballoRodrigo escribió algunas cosas. No fuepoca la ilusión que le produjo aquelanimal. Era blanco, con los ojos negrosy una pinta negra en la grupa. Nuncapudo suponer su padre el destino queaquel caballo había de tener en estahistoria.

«El 27 de agosto compró mi padreaquel caballo. Le pusimos de nombre“Alhorí”. Tenía los ojos brillantes y lapiel blanca con una pinta negra.Algunas mañanas lo montaba mi padre.

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Iba al galope hasta el río. Alucinabaverlo correr con la cola levantada.Cuando volvía venía cubierto de sudor.Le poníamos una manta para que nofuera a enfriarse. Lo único que lefaltaba era hablar. Yo creo que cuandohablábamos nos entendía.

»De muchas partes venían paraverlo; sobre todo cuando lo montabami padre.

»El 15 de mayo fue la romería quetodos los años se hace en Guadix a laermita de Facerretama. Subieron a SanTorcuato en un carro de vacas y todo elmundo iba detrás con mulas, concarros y a pie. Era ese el tiempo en que

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florecía el olivo milagroso y todo elmundo iba con sus alcuzas paraestrujar algunas aceitunas y traerse elaceite que se podía.

»Aquél fue el primer día que mipadre me dejó montar a “Alhorí”.

»—Desde hoy mismo, ya es tuyo.»Sobre la silla llevaba una manta

de colores. El día antes, Gaspar lehabía trenzado la cola.

»Todo el campo estaba verde. Eraprimavera y la luz convertía en oro elpolvo del camino. Era digno de ver alsanto, con su mitra y su báculo,manteniéndose tembloroso sobre lacarreta. Detrás, un puñado de mozos

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portaban a hombros la reliquia con elbrazo.

»Al atardecer volvimos a la ciudad.Las torres relucían por el sol. Porencima la de la catedral con todas lascampanas echadas al vuelo.

»Entramos cantando por el Arcodel santo. El estampido de los cohetesllenó el cielo de millares derelámpagos y truenos. A cada instanteparecía que la ciudad iba a salir porlos aires. A todo esto se oía el relinchode los caballos asustados y el mugir delos novillos uncidos. Recuerdo con quévigor había de sostener a “Alhorí”para que no se me desbocara. A cada

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estallido levantaba la cabezaencrespado.

»La noche ya había caído. Laprocesión cruzó la plaza, el arco delCorregidor y entró para la catedral. Lagente se apiñaba en los soportales convelas encendidas. Estaba abierta lapuerta de la Encarnación, la mayor detodas. Dentro se oía el retumbar delórgano. El obispo aguardaba en lapuerta, revestido. También el Cabildocon el deán al frente. Todos iban depúrpura.

»El resplandor de las velas daba unaspecto misterioso a la plaza. Lascasas, con los viejos escudos; la gente;

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y las hornacinas vacías de la fachada.De repente, mientras la imagen y lareliquia hacían su entrada en eltemplo, el cielo se encendió con milesde cohetes. Fue un momento de muchaconfusión.

»Después la ciudad se llenó desilencio.

»Desde mi casa, se veía la plazavacía, y la farola con sus luces tristes.

»Oí a mi padre contarle a mi madrelas incidencias del día. Pero de quienmás hablaba era del caballo, de micaballo. Jamás le había oído hablarcon más entusiasmo.

»Hasta el abuelo, sentado en su

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sillón, escuchaba con cierto orgullo.»—La gente se quedó pasmada.

Todo el mundo lo miraba con la bocaabierta. Si no fuera porque es pecado,juraría que miraban más al potro queal santo.

»—¡Jesús! —exclamó espantadauna de las criadas de la casa—. Nodiga usted eso, amo. Si le oye el santopuede mandarle una desgracia.

»—Pero si es la verdad…»De toda la vida fue mi padre un

hombre con afición por los caballos.Decía que los hombres de verdad lohicieron siempre todo subidos en uncaballo. Un hombre así, podía sentirse

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dueño del mundo.»—Y no sólo del mundo —añadía

levantando el pulgar—. Un hombre acaballo era un caballero.

»Por eso no era extraño encontrarsiempre en la caballeriza tres o cuatrojacos. Creo que era el mejor jinete quehe conocido en mi vida. Más de cienveces le vi dominar a una yeguaimposible. Y ni una sola vez se dejótirar al suelo.

»Aquella afición nos la metió en lasangre. Cuántas veces, de pequeños,jugábamos entre las patas de losmismos animales. Nunca nos pasó laidea de peligro.

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»Otras veces nos creíamos caballosnosotros mismos y nos poníamos agalopar por el corral. Nuestros pasosnos sonaban igual que cascos demuchos caballos. Relinchábamos ycoceábamos, como habíamos vistotantas veces».

«Lo peor era el invierno (escribíaen otra ocasión). Las noches se hacíanmuy largas. Gaspar encendía por lamañana el fuego del comedor y desdemuy temprano ya estaba allí el abueloSantiago con los pies encima de lostroncos. Toda la casa se llenaba con elresplandor de las ascuas. Por la

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ventana se veía parte de la sierra y delos cerros cubiertos de nieve.

»En ese tiempo, la tía Manuela —era una criada muy vieja que habíaentrado en la casa como niñera delabuelo— contaba un sinfín de historiasque ella juraba habían pasado deverdad. Recuerdo lo que nos contaba apropósito del San Antonio que había enla cuestecilla del mismo nombre, a lasespaldas del convento de Santiago.Una noche las monjas notaron que elde Padua había dejado su peana y sehabía marchado de su hornacinallevándose al Niño. Grande fue laconmoción en toda la casa cuando la

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noticia fue de celda en celda. Se lebuscó por todas partes, en la iglesia,en la torre, en la huerta…

»—Pero, ca, el santo no aparecíapor ninguna parte —decía la tíaManuela juntando sus dedosaplastados.

»La hermana María del Niño Jesúsera partidaria de tocar a rebato y deque se avisase a todo el vecindariopara que todos saliesen en su busca.Nadie sabía adónde había podido salirel santo a esa hora y en una nochecomo aquella.

»La hermana Caridad decía que lomejor era que toda la comunidad fuera

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a la capilla. Cada una pensaba unacosa.

»Rayando el alba, cuando la MadrePortal de Belén subió a la torre paratocar la campana, vio de pronto a SanAntonio que subía toda la callellevando al divino Niño de la mano. Lapobre mujer no supo de momento sigritar, si tocar la campana. Pero eratal la cara de alegría que llevaba eltierno Infante que no se atrevió ni auna cosa ni a la otra. Y se quedóenajenada mirándolo.

»—La noticia de lo que habíapasado voló pronto por el convento. Ydel convento, naturalmente, pasó al

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señor obispo y del obispo corrió portodo el pueblo. Muchos venían yponían exvotos al pie de la imagen.Otros se empeñaban en tocar las manosdel Niño o el hábito del santo.

»Pero una de aquellas noches, eldiablo (que estaba negro de envidia) sevino con el rabo entre las patasdispuesto a echarlo todo a perder.Para ello se subía a lo alto de los tilosy siseaba como una lechuza. Tambiénponía los ojos redondos o daba saltospor las ramas para asustar al Niño.

»En vista de aquello, la madrecampanera salió escaleras arriba y sepuso a tocar la campana con todas sus

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fuerzas. Fue tal el alboroto que formóque toda la ciudad se puso en pie.Hasta el señor obispo —que acababade conciliar el sueño— vino a todaprisa para ver lo que había pasado.Entonces se pusieron a echar aguabendita por todas partes y el diablotuvo que salir a cuatro patas para novolver nunca jamás.

»—Pero lo peor de todo —decía latía Manuela con lástima—, es que elsanto también se asustó del arranquede la campanera y esta es la hora queno ha vuelto a moverse de su sitio.

»—Y colorín colorado, esta historiase ha terminado…»

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En otro cuaderno tenía anotado otrode aquellos pequeños recuerdos de suvida:

«El 2 de setiembre nos dijo Agustín,el hijo del campanero, si queríamossubir a la torre. Nosotros dijimos quesí. Ese día nos llegamos Martín y yopor la parte del paseo y entramos poruna puertecilla por la que se va hastalas campanas. Ninguno de los doshabíamos subido tantas escaleras ennuestra vida. En caracol, muyestrechas y con algunos ventanos pordonde se colaba la luz. Martín se

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asustó cuando unas cuantas palomasecharon a volar delante de nosotros.

»—¿Estáis ahí? —nos chilló elAgustín desde arriba.

»—Sí; estamos subiendo.»Él con su padre y con su madre y

con cuatro hermanos vivía en todo loalto.

»En cuanto llegamos arriba ymiramos por el balcón a la calle, loprimero que le preguntamos fue si no ledaba miedo vivir tan alto.

»—No —nos dijo—. A mí no me damiedo.

»—¿Y no te mareas cuando miraspara abajo?

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»—¿Por qué?»Lo miramos con cierta

admiración. Estaba claro quecampanero no podía ser todo el mundo.Nos enseñó todas las campanas y noslas fue nombrando.

»—Esta es la Encarnación.»—Y esta la Santa Teresa.»—Y esta Santa Fandila.»—Y esta San Torcuato.»—¿Y esta? —le pregunté.»—Esta es la de San Pedro y

aquella la de Santiago.»—¿Y esa?»—Esa San José.»—Y esa la de los Reyes.

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»—La gorda no se puede voltear…»—¿Y tú sabes tocarlas?»—Claro; los domingos siempre las

toco yo.»Para probarlo dio con el badajo

en una. La voz de la campana vibródurante unos segundos. Nos asomamosdesde el balcón y se veía toda la ciudadcon sus plazas, sus calles, sus iglesiasy su gente.

»—¡Qué alto!»Pero lo de ver era el reloj. Estaba

ya en lo último. Allí nunca subía nadie.Decían que el tictac del segunderopodía tirarlo a uno de espaldas de lafuerza que tenía. Y lo peor era cuando

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daba la hora; si estaba uno cercapodía costarle la vida. Pero todo esoeran leyendas de la gente.

»—Eso no es verdad —nos aseguróel Agustín—. Las campanas no hacennada.

»—¿No?»—No. Son lo mismo que las

personas; o mejor todavía.»Vimos la campana y después nos

volvimos a la calle. Durante muchotiempo fue ésta una de nuestrasmejores aventuras. Fue llegar al paseoy dar el reloj los tres cuartos».

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IVDon Ramón tenía en la casa un

profesor para sus hijos. El profesor eraun bachiller en Filosofía por elSeminario. Les enseñaba las materiasque entonces se consideraban esencialespara un estudiante. Letras y algunasciencias. Los dos hijos mayores, pordisposición del abuelo, estaban en elSacromonte. Desde allí tenían Granada ala vista, con sus torres bermejas ydeslumbrantes.

Los dos menores seguían en laciudad. A estos era a los que enseñabael profesor. El hombre llegaba a la casa

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a las ocho de la mañana, se sentaba enun viejo sillón de raso y se ponía ahablar y a hablar… Los niños en tantoestaban pensando en otra cosa y laspalabras del profesor se iban con elviento. Al final, como volviendo a estemundo, decía siempre la misma cosa:

—Esto no puede seguir así. Y lopeor es que vuestro padre llegue aenterarse.

Otras veces le hacían al profesorque contara alguna de sus muchasaventuras. Había sido seminarista. Encuanto se escapó del Seminario (saltópor una tapia enamoriscado como estabade una muchacha del barrio moro) se

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marchó a Cádiz y embarcó en unbergantín para las Indias. Fue hastapirata, según decían. Otros no creíannada de aquello y decían que donPalomo Palomares no era capaz dematar ni a una mosca. Pero, en tocándolea don Palomo el cuento de las aventuras,se hacía lenguas. El mar embravecido,lleno de espuma y de niebla, le salía dela boca como vivo. En medio de todoeso salía su barco tan campante con susvelas desplegadas y con todos loshombres encaramados en los palos.

Pero, verdad o mentira, aquellascosas enardecían a los muchachos. Poreso, Carlos, el tercero de los cuatro,

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clamaba con ser marino y andar por losmares.

—Nosotros somos gente de tierra —le decía su padre—. Ésas son cosas dedon Palomo. Un Espinosa no anduvo enla vida por el mar.

—Pero yo quiero, papá.—No hablemos más; tú serás lo que

yo diga.Pero al final tuvo un día que llevarlo

hasta Almería para que viera el mar. Elmuchacho sólo conocía lo que donPalomo le había contado. Pero contestóen seguida:

—Sí quiero, papá.—Está bien, será como tú quieres.

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Y a poco lo mandaba comoguardiamarina a San Fernando.

Rodrigo, en cambio, tenía su vida enlos caballos. Muchas veces, con otrosmuchachos, hacían guerrillas en loscerros próximos a la ciudad. Un barriocontra otro barrio. Era una guerradespiadada hecha a pedradas y apuñetazos. La ciudad se quedaba lejos,encendida, con las torres humeantes porla niebla. Los recuerdos de moros,moriscos y cristianos no habían muertoen Guadix. Por eso, en cuanto selanzaban a la guerra, cada uno tomabaparte por un bando. En trapos robados

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en la casa, se pintaba con tinta negra lacruz de Castilla o la media luna deGranada. Y cada uno ponía el mejorempeño en salir victorioso. Laimaginación era tan fuerte que lessonaba dentro de la cabeza el galopar delos caballos y el ruido ensordecedor delos tambores. Para Rodrigo (en suinterior) aquellas victorias eran siemprepara Blanca, la señora de todos sussueños.

Veces hubo en que volviódescalabrado y con la camisa cubiertade manchas de sangre. En el fondo, adon Ramón, su padre, le gustaba aquellaentereza de su hijo. Un hombre, para

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serlo de verdad, necesita ver su sangrederramada en lucha. Por eso simulabano enterarse de nada. Le gustaba que suhijo buscase la pelea y no se amilanasepor las piedras. También él, en sus añosmozos, se había enfrentado lo mismo. Yésos eran los mejores recuerdos de todasu vida.

Aquélla era una ciudad de guerrerosimpenitentes. Un gobernante allí teníaque ser antes que nada un buen jinetepara saber mantenerse en pie y parasaber tirar de las riendas a su tiempo.Allí todo el mundo luchaba a su modo ynadie podía vivir sin tener sus enemigospropios. Esto venía a ser como el

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secreto de su vitalidad.En una de aquellas luchas, uno de

los heridos fue un Domínguez. El chicohabía tomado parte por el bando moro.No porque él lo fuera, sino porque nadielo viera de la misma parte de unEspinosa. Tenía muy poca estatura, peroera bastante valiente. Andaba corriendopor el campo sin cubrirse cuando unapiedra vino y le pegó en la frente. Lasangre le tapó un ojo. En el barullo de lapelea nadie supo de dónde había salidoaquella piedra, pero, en seguida, sinsaberse el porqué, dijeron que habíasido Rodrigo el que la había arrojado.

—Has sido tú —le dijo un

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guerrillero, herido también, señalándolecon el dedo.

Negó Rodrigo:—No he sido yo.—Sí has sido —insistieron unos

cuantos más—. Le has tirado al ojo paradejarlo tuerto.

Rodrigo siguió negando, pero no levalió de nada.

Al chico le liaron un pañuelo en lafrente y lo llevaron a su casa. En cuantolo vieron asomar de aquella manera, seconmocionó toda la familia. Y máscuando se dijo que el autor de aquellohabía sido un Espinosa.

—Ése es un criminal como toda su

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familia —exclamó la madre fuera de sí.En cuanto el médico lo vio, dijo que

aquello no tenía mucha importancia. Lopeor había sido la sangre.

—Pero no es nada —dijo.El buen hombre recordaría los años

en que él también había hecho laguerrilla.

—Pero es que ha sido un Espinosa—le aseguró la madre.

—No hay que darle muchaimportancia. Ésas son cosas dechiquillos.

Al día siguiente el niño ya estabadispuesto para otro combate. Cuando lepreguntaban:

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—Fue un Espinosa, ¿no?Él lo negaba. No le gustaba saber

que un Espinosa hubiera podidovencerle de aquella manera. Además,ésas eran cosas de la guerra. Pero estasrazones no convencían a la familia. Supropio padre llegó a amenazarle:

—Si otra vez vienes así… ¡Es queeres un idiota! Desde mañana te quierover en el almacén.

Y no es que el muchacho dijera esoporque a él no le importaran losEspinosa. Al contrario. Pero lo hacíapor amor a la guerra y por orgullo. Porotro lado le gustaba llevar en la cabezaaquel vendaje. Todos los muchachos en

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cuanto lo veían se le quedaban mirando.—¡Vaya! —le decían.—La próxima vez los venceremos.Eso fue lo primero que dijo cuando

se encontró con los suyos. Se habíanreunido en las ruinas de un viejo molinoque había junto al río.

Aunque su padre lo hubiera matadoél nunca hubiera renunciado a la guerra.

Los otros lo miraron y se sonrieron.Cuando el Fonseca decía aquello, esporque tenía que ser verdad. ¿Acaso supadre no era el más rico del pueblo?

Empezó a anochecer y cada unomarchó para su casa. El cielo se habíailuminado.

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Pero la próxima vez los «cristianos»prepararon una sorpresa que ellos, los«moros», no se esperaban. Rodrigo sepresentó a la batalla con su caballo, quefue como toda la caballería en marcha.Lo primero que hizo fue salir disparadopara hacer una carga y detrás losiguieron los demás, gritando yarrojando piedras. Naturalmente aquellairrupción provocó el desconcierto en elotro ejército, que se dio a la fuga casi acuatro patas. A los pocos minutos los«moros» andaban parapetados yescondidos detrás de unos cerretes. Peroen seguida, en cuanto veían que elcaballo se les venía encima, volvían a

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correr hasta que no quedó ni uno enmedio del campo.

Era una tarde con mucho sol. Loscerros relucían amarillos y rojos porefecto de la arcilla. Por arriba pasabanlos grajos con las alas abiertas ygraznando.

Aclamado por los suyos, Rodrigobrillaba con su caballo blancoencrespado. El animal relinchaba llenode alegría.

—¡Viva! ¡Viva! —gritaban todosdando saltos.

—¿Hay algún prisionero?—Hemos cogido a cuatro.—Pues que se hagan cristianos.

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—¿Queréis haceros cristianos y osperdonamos?

—No queremos.—¿No?—No queremos.—¿Qué castigo les damos? —

preguntó el jinete a toda su tropa.—¡El gargarejo!—Pues a por ellos.Cogieron a los cuatro cautivos (uno

de ellos era bizco) y los pusierontendidos en el suelo con las manossujetas por detrás. Luego les abrieron labragueta y todos se pusieron a echar porallí tierra y gargajos (de ahí lo delgargarejo). En cuanto consideraron que

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el castigo había sido suficiente, lesdieron suelta haciéndoles correr hastacerca de una ramblilla. Una vez allí losdejaron a su suerte volviéndose, losunos, riendo, y marchando, los otros,llorando, no sin gritarles antes:

—¡Maricones! —y otras palabras demás subido tono.

El sol se iba ya cuando todosecharon camino de la ciudad.Comenzaba a oírse el toque de algunacampana. También las chicharras. Cercadel río les anocheció. Entonces tuvieronque galopar para entrar por el arco deSan Torcuato y llegar hasta la plaza.Junto a la farola se apearon todos de sus

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caballos invisibles y dejaron en el suelosus espadas y sus lanzas de palo.Palidecían los escudos de piedra delAyuntamiento y la torre de la catedralpicando pequeñas nubes blancasiluminadas por la luna.

—Hemos vencido.Luego se fueron repartiendo.

Rodrigo, en cuanto se quedó solo entrócon su caballo por la calle del HospitalReal camino de la puerta Alta. Desdeuna esquina miraba la casa grande de losDomínguez. Ni el caballo, ni la guerra,ni ninguna otra cosa lo apartaban deaquel amor tan grande.

Después de un buen rato, se

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marchaba como siempre por el barriodel Almorejo.

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VEn cuanto llegó el invierno, la

ciudad casi quedó tapada. Pero habíacomo un fuego por dentro que atizabalos odios y los amores de los unos y delos otros.

De noche, en la trastienda de labotica de don Lorenzo, en la plaza, sejuntaban en tertulia un grupo de señoresentre los que se encontraban un canónigoque escribía novelas, varios literatosmás (entre ellos un relojero y un maestrode escuela) y el mismo don RamónEspinosa, quien acudía algunas veces.Allí se jugaba al julepe y a las siete y

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media. En tanto discutían de todo lodivino y humano. Posiblemente nohabría en el pueblo un centro tanimportante como aquel.

Don Ramón sólo tenía que cruzar laplaza y a veces, ni eso. Pasaba lossoportales y ya estaba dentro.

Era allí donde se enteraba de lasamenazas de Fonseca y Domínguez y delas tropelías que cometían los tales.

—Esa gente es capaz de venderle sualma al mismo diablo.

—Eso me recuerda al don Gil de«El Esclavo del Demonio», de nuestropaisano el doctor don Antonio Mira deAmescua —dijo el canónigo con

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bastante énfasis.—Lo que yo digo, que son unos

judíos —afirmó don Ramón tirando lascartas sobre el tapete—. Por eso hacenlo que hacen.

—Don Antonio era un digno hijo desu pueblo; no podía negarlo —siguiódiciendo el canónigo—. Con la mismamano lo mismo le escribía un sonetocomo le daba a usted una bofetada. Eraun toro bravo. ¿Usted no ha leído esesoneto suyo que dice?:

Sale a la plaza el toro deJarama

como furia cruel de los

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infiernos.Tiemblan los hombres porque

son no eternos;¿cuál huye, cuál en alto se

encarama…?

Esos versos los dice Angelio, eldemonio de la obra. ¿De verdad que nolos ha leído?

En torno al arcediano Mira deAmescua se organizó una encendidadisputa. El relojero, que había dejado lacapa colgada de la percha, recitótambién otros versos. Se protestó de queun poeta como don Antonio estuviera tanolvidado. Y entonces se dijo que era

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muy amigo de Lope de Vega.—Había una pintura de él que le

hizo Heredia «El Mudo». A ese cuadrose refirió Lope cuando escribió aquellode:

El divino pincel del mudoHeredia

(que entera no pudiera) aldoctor Mira

de su figura retrató la media.

Eso lo dijo porque Mira era unhombre tremendamente grande —dijo elcanónigo—. Lo enterraron en la catedraly se le cantó la misa de Vigilia. Eso fue

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el 8 de setiembre de 1644.

Eran aquellos días muy duros. Por elcristal se veía la nieve caer sobre laplaza y poner en los brazos de la farola,brazos de nieve helada.

Don Lorenzo avivaba la estufa.Pocos sitios había tan confortables comola botica. Veces había en que no seatrevían a moverse de allí y se estabantoda la noche. Aquello, con sus disputasliterarias y filosóficas, valía por todo unateneo de gran ciudad.

A pesar de lo duro del invierno,muchas veces se veía al viejo, a donSantiago, con las botas puestas y

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cabalgando por las afueras de la ciudad.Unos días le acompañaba Gaspar en unamula y, cuando los veían, los llamabanen seguida «Don Quijote y SanchoPanza». Otros, por el contrario, elanciano salía solo. Casi siempre eranlos días que hacía algún sol. Era un solamarillo que se pegaba sin calor a losárboles. Muchas veces llegaba hasta laermita de San Lázaro y se asomaba pararezarle alguna cosa a la imagen quehabía dentro. Otras cambiaba de ruta,tiraba camino del cementerio y llegabahasta Paulenca, un anejo de Guadix. Lasierra brillaba y los cerros se abrazabanunos a otros dentro de sus delirantes

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hábitos de arcilla. Le gustaba meditar enaquella soledad. La yegua le seguíacomo entendiendo las cosas que pensabasu dueño. Volvía luego enhiesto, igualque un guerrero de romance.

Fue uno de esos días, yendo por larambla de Baza, cuando oyó comentardetrás de una tapia algo que teníarelación con los Domínguez y con sufamilia. Se avispó, tiró de las riendas yse metió por entre unas piedras paraencontrarse con los que hablaban.

—¡Eh, vosotros! —les gritó a losdos individuos que estaban hablando.

Fue oír al anciano y quedarse losdos sorprendidos. De buena gana

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hubieran echado a correr.—Mande usted, don Santiago —le

dijeron.—Quiero que me digáis qué es lo

que estabais hablando de mi familia.—Ninguna cosa, don Santiago.—No me gusta perder el tiempo.—Pero…—A ver, tú…—Yo —el hombre se quedó confuso

—, dicen que uno de sus nietos ronda auna hija de don Juan Fonseca.

—¿Qué nieto?—Rodrigo.—¡Estáis locos! —gritó el viejo—.

Eso es una mentira. ¡Bandidos! Debiera

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mataros a los dos…Y picó la yegua con ánimo de

echarla encima de los dos. Gracias quepudieron escapar a tiempo saltando porencima de la tapia.

Oír aquello fue como si le clavasende pronto un acero. Sus años juvenilesle pasaron en un vuelo por delante. Vioa su hermano en un charco de sangre; vioa la muchacha con la sien destrozada.Apretó los ojos y se echó a cabalgarfuriosamente hasta muy lejos, hasta elcortijo de la Tala. Descabalgó y se sentódesolado debajo de un árbol.

—No puede ser —repetía—. Esimposible.

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El frío de la noche le hizo montar denuevo. Ladraban millares de perros portodas partes. Todo el camino relucíaescarchado. Decían que los lobosestaban llegando hasta las primerascasas.

El mismo don Ramón, su hijo, saliópreocupado a su encuentro.

—Por Dios, padre, con el día quehace.

Traía las mejillas heladas.Gaspar le quitó las botas. Con sólo

mirarlo a los ojos supo como el viejo sehabía enterado de todo. Por eso le pusola mano en el hombro con intención deconfortarlo.

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—No se apure usted, amo —le dijo.Pero el anciano no le respondió.

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VIEn otra parte había escrito Rodrigo:

«El 22 de setiembre pasó el Rey porGuadix. Desde por la mañana andabatodo el mundo en la calle. Habíaordenado el alcalde en un bando quetodos los vecinos engalanaran susbalcones y ventanas con mantones demanila y banderas. Recuerdo la queflameaba en el balcón central delAyuntamiento. El sol hacía relucir laspiedras doradas de la catedral.

»Recuerdo al señor alcalde de levitasaliendo del ayuntamiento rodeado de

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todo el concejo. Delante iba un piquetede soldados dando escolta al Pendón dela ciudad. Más adelante, abriendocamino, iba la banda de música y losmaceros con sus trajes bordados en oroportando sobre el hombro las mazas deplata. Al pasar junto a la farola elalcalde se quitó el sombrero de copa yse hizo sombra por un instante paramirar el cielo. Una bandada de palomasremontó el vuelo espantadas por elestampido de un cohete. El alcalde seatusó el bigote, sonrió satisfecho, semetió nuevamente el sombrero y siguiódiligente golpeando el suelo con su vara.

»Desde muy temprano andaba

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revuelta toda la casa. No todos los díaspasaba el Rey por la ciudad. Mi padrehabía enjaezado los dos mejorescaballos de tiro. Los enganchó a lacalesa, se subieron todos y echaron porel arco de palacio, camino de laestación. Yo fui detrás con “Alhorí”.

»Todo el camino iba lleno de gente.A pie, con mulos, en carretas.

»De pronto se abría paso el auto dealgún principal a fuerza de bocinazos.

»Cuando llegamos tuvimos queesperar bastante. Las locomotoraspitaban echando vapor. Las autoridadesestaban nerviosas en el andén. Se habíamontado un arco triunfal para que S.M.

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pasara por debajo. Allí estaba elgobernador de la provincia con el pechocubierto de medallas. Había ademásotros señores de uniforme. También vial señor obispo, de morado. Muchos sele acercaban para besarle el anillo.Detrás estaba el Cabildo, las parroquiascon sus cruces y las órdenes religiosas.

»A eso de las doce apareció el trenque traía a S.M. La banda de músicatocó la Marcha Real. Yo pude ver, porencima de las cabezas, al Rey asomadoen una de las ventanillas del tren. Lagente gritaba “¡Viva el Rey!” y agitabanen el aire sus sombreros. En tanto, desdeun cerro, se disparaban los cohetes más

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soberbios que nunca jamás se vieron enla ciudad. Tanto fue así que la gentecontaba después que S.M.,impresionado, se había interesado por elemplazamiento de aquella artillería. Elalcalde, que estaba cerca, contestó enseguida orgulloso de aquel impacto:

»—Son cohetes, Majestad.»El Rey, muy socarrón, felicitó al

alcalde y le dijo que no había tenidonunca un recibimiento “tan sonado”.

»Durante unos minutos permaneciósaludando, sin bajar del vagón.Recuerdo su rostro enjuto, su bigote y sumano saludando.

»Inmediatamente, después de

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algunas ofrendas que se le hicieron, eltren volvió a ponerse en marcha.Volvieron los cohetes a abatir confiereza los cielos. Piqué a “Alhorí” conánimos de acompañar al Rey de Españadurante unos minutos al par del tren. Elruido de los cohetes espantó a micaballo, que levantó las patas conintenciones de echarme a tierra. Claroque pude hacerme con él. Entonces vi aS.M. saludarme desde la ventanilla ygritarme:

»—¡Bravo! Muy bien, muchacho.»Me volví a la calesa de mis padres

y me puse a chillarles emocionado:»—¡Me ha hablado! ¡Me ha hablado!

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»—Pero quién, ¿quién te hahablado?

»—¡El Rey!»—¿El Rey?»—¡Sí! ¡El Rey!»Nunca pude olvidarlo. El Rey me

había saludado y me había dicho:“¡Bravo! Muy bien, muchacho”».

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VIIDurante varios días el abuelo se

negó a decir ninguna cosa. Se estabasentado en su sillón y no dejaba de mirarlas llamas que subían por la chimenea.Pero, aunque no hablara, todos sabíanmuy bien lo que le pasaba.Especialmente Rodrigo. Para él, elabuelo era algo sagrado. Admiraba sutemple. Por eso, cuando lo veía deaquella manera, se sentía nervioso y nose atrevía a mirarlo frente a frente.Aquel silencio era más pesado que milpalabras.

Al fin el abuelo lo llamó una

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mañana. Siempre se levantaba muytemprano y andaba ya a esa hora viendolos caballos en el corral.

—Hijo —empezó, poniéndole sumano arrugada encima de la cabeza—.Tenemos que hablar.

Rodrigo se sentó con calma. Por unsegundo le pareció el abuelo más viejoque nunca. Al verlo así, le latió confuerza el corazón. Hacía frío y por laventana se veía un sol oxidado caídosobre los cerros. El abuelo era como sivolviese de mil batallas. El polvocubría todo su cuerpo; sus armas, elcasco que le brillaba en la cabeza; susbotas de montar.

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—Los Espinosa hemos sido siempreel todo de esta ciudad. Un Espinosapuso en la torre de la mezquita elpendón de Castilla y la cruz de loscristianos.

Rodrigo se emocionó. De pronto oíael estruendo cristiano a las puertas deGuadix, con sus timbales y suscaballerías. Y en medio de todos, unEspinosa con la misma cara del abuelo.

—Me han dicho que frecuentas lapuerta Alta y que te gusta unaDomínguez. Quiero que me digas queeso no es verdad.

Al decir esto el abuelo dio un pasoadelante. Rodrigo temió que se le echase

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encima y que lo destruyera.Calló sin quitarle los ojos al abuelo.—Hace años que esta casa le puso

guerra a esa casa, desde la muerte de mihermano.

El abuelo se detuvo de nuevo. Laspalabras le salían a pedazos. Tuvo quesentarse para poder seguir hablando.

Rodrigo sintió una pena muyprofunda. El abuelo era ya un montón deruinas.

—No quiero que se diga que unEspinosa anda dando vueltas por esacasa si no es para matar.

Pareció resucitar de repente. Otravez volvía a renacer con sus armas.

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—No te digo más —acabó.Rodrigo estaba como muerto. No era

posible que el abuelo le hubiera salidoasí, como para un combate. Lo teníadelante con los ojos encendidos y labarba apretada. No era un ancianocualquiera, era el Cid Campeador.

Rodrigo se levantó y salió comosordo. La sangre le hacía un galopar pordentro. Lo que acababa de decirle elabuelo, era el final de todo. Era muertepor muerte. Entre los Espinosa y losDomínguez había una espada siempredesnuda. Cogió su caballo, montó y,¡qué curioso!, comenzó a cabalgar e hizosin saberlo el mismo camino que había

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hecho el abuelo unos días antes. Alllegar a la Tala, desmontó, se sentó enun balate, y se puso a mirar lejos. Laciudad estaba oculta por un monte. Elviento venía helado. Aunque intentópensar, le fue imposible. Volvió amontar y cabalgó durante una hora.

Por unos días dejó Rodrigo derondar por la casa de los Domínguez. Sedecía que en ella había nacido el famosodon Lope de Figueroa, que inmortalizaraCalderón de la Barca. Hubo en otrotiempo una lápida que lo recordaba.Tenía aquella casa un miradoresquinado y desde allí se dominaba toda

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la ciudad, la vega y los montes. Tenía lacasa aspecto de fortaleza o de convento.La vida dentro debía estar privada demuchos placeres.

Por la tarde Rodrigo iba en busca desu amigo Martín. Ahora subía toda lacalle de San Miguel. Procuraba no pasarpor la puerta Alta; para que nadiepudiera verlo. Pero había algo que loentristecía. No podía olvidar a Blanca, yahora, con aquellas cosas, menos quenunca. Si hubiera sido mayor, o si suspadres hubieran sido otros padres, sehabría marchado a la guerra o a lasIndias. El caso era encontrar dondeolvidar. Lo hablaba con Martín muchas

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veces. El muchacho lo miraba desde elfondo de sus ojos negros.

—Puede que tengas razón; yo mismome iría a las Américas en busca deaventuras. Pero mi padre ya está viejo yyo soy lo único que le queda.

—Pero lo que yo quiero es olvidar.—Eso es imposible.—Por eso quiero irme a la guerra.—¿Y tu madre?—A ella no se le puede hablar de

eso.—¿Y si te fueras de marino?—A mí me gustan los caballos.—Y a mí. Entonces, ¿qué vas a

hacer?

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—Quedarme.—¿Y dejar la novia?—Eso nunca.—Lo mejor es que se muera tu

abuelo.—Pero eso no puede ser; mi padre

dice que los Espinosa no puedenmorirse.

No convenció mucho a Martín esode que los Espinosa no podían morirse.Que él supiera, el único que se sabíaque no hubiera muerto todavía era elprofeta Elías, que lo arrebató un carrode fuego.

—¿Y si ella no te quiere? —seatrevió a preguntar todavía.

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Rodrigo se estremeció.—Eso no puede ser; ella tiene que

quererme si yo la quiero.—Entonces, al primero que intente

rondarla le damos la paliza.

Los días iban pasando. Pero ningunode los dos perdía de vista aquella casa.Nadie puso los ojos en sus ventanas ymucho menos en la niña que vivíadentro. Todos sabían que un Espinosatenía puesta su guarda y nadie queríapelea con esta gente.

Muchos llegaron a creer que losamores de Rodrigo por Blanca habíanllegado a su fin. Pero otros sabían muy

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bien que eso no podía ocurrir nunca.—Cuando un Espinosa se empeña…—Pero ésos ya no tienen humos.

Aquellos tiempos pasaron ya.—Pues yo te digo que no.—Pues yo te digo que sí.—¿Qué te apuestas?Disputas de éstas eran muy

corrientes.Pero el mismo abuelo, cuando le

decían que el niño ya lo había olvidadotodo, no lo creía. Movía la cabeza yquedaba pensando. Lo mismo le pasabaa don Ramón. Algunos, por animarle, ledecían:

—Esas cosas pasan siempre. A esa

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edad uno se enamora muchas veces.—Sí; pero un Espinosa, no —

contestaba siempre.

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VIIIMalas se habían puesto en verdad

las cosas para Rodrigo. No valieronninguno de sus intentos para olvidar. Enrealidad lo que quería evitar a todacosta es que los odios se afilasen más delo que estaban y que por su causavolviera a correr la sangre. A tal puntollegaron las cosas, que en vista de queestaba como atado, decidió (ya estaba apunto la primavera) escapar de laciudad con su amigo Martín e ir enbusca de los moros que, según suscálculos, tenían que andar, escondidos,desde siglos, en lo alto de la sierra.

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Aquella escapada con todos suspreparativos y la emoción con queestuvo rodeada, se la contó años mástarde el propio Martín González al autorde esta historia. Para ello, además de«Alhorí», se habían hecho de un caballode los que tenía la familia en una huertacercana a la ciudad. Se hicieron deprovisiones para unos cuantos días y unabuena mañana se tiraron al camposaliendo por la puerta del corral de losEspinosa.

Antes de que los gallos empezaran acantar, ya estaban los dos en el camino.Llevaban bastante tiempo andandocuando les salió el sol. Iban para

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Exfiliana con deseos de entrarse por losllanos del Marquesado. Lejos se veía lavilla de Alcudia y, bastante más allá, elfamoso castillo de La Calahorra. Lohabían construido en plenoRenacimiento para combatir a losmoriscos que no querían someterse.Desde lo alto de una roca dominaba todaaquella comarca. Casi ya era mediodíacuando llegaron a la base de lafortaleza.

A la vista del enorme castillo y sumuralla, se quedaron boquiabiertos. Enaquel silencio lo menos que se esperabaera ver salir a todo un ejército defantasmas cristianos, con sus estandartes

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y sus caballos.—¿Tú crees que habrá alguien aquí?—Yo no lo sé —contestó Martín

amoscado. La verdad era que no legustaba aquel lugar con tanto silencio.¡Quién podía saber si el castillo noestaría lleno de duendes! Volvió losojos y la llanura se le apareció másdesierta que nunca—. Lo mejor es quenos vayamos.

—¿Adónde?—Adonde haya moros.La sierra estaba cubierta por algunas

nubecillas.—Esta noche nos quedamos aquí —

dijo Rodrigo muy resuelto bajándose del

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caballo—. Ahora vamos a entrar.Empujaron la puerta y en seguida se

encontraron en un patio grande, con unpozo. A la derecha había una escalinatabellísima. Anduvieron por toda la casasin encontrar la menor señal de personaque allí pudiera vivir.

Se les vino la noche y entonces serefugiaron en uno de los salones, no sinantes poner en seguridad los doscaballos en las caballerizas del castillo.Desde una de las ventanas pudieron verel cielo y la llanura toda cubierta por laluz del crepúsculo.

—A Rodrigo, el ver el campo así, loenvalentonaba —contaba años después

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Martín—. Llegó hasta querer salir a esahora a luchar, pues decía que el campotenía que estar plagado de moriscosocultos.

Le contó Martín al autor de estelibro que aquella noche la pasaron allícon no poco resquemor. No en baldehabían leído muchas veces el misterioque se encierra en estos sitios. Sinembargo, nada les ocurrió que pudieracontarse. Al amanecer, cuando el solempezaba a herir las almenas de lafábrica, salieron del castillo con nopoco alborozo y henchidos de espírituguerrero. Para ellos, el pasar la nocheallí, había sido como una vela de armas.

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Al menos habían pernoctado en elmismo lugar donde siglos antes lohicieron guerreros de verdad. Por eso,ni cortos ni perezosos, la emprendierona galope camino de la sierra deseososde encontrarse con los descendientes delos moriscos que, según sus cálculos,tenían que estar escondidos por aquelloslugares.

Dos días más anduvieron poraquella parte del Marquesado avistandopueblos tan pintorescos como Lanteira,Aldeire, Ferreira, hasta meterse en elpropio barranco de Jeres. La inmensidadde pinos y el frescor de la sierra les hizotumbarse sobre la hierba y dar gracias a

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Dios de que existiese en el mundo unlugar tan lleno de maravillas. Fuellegando a la altura de Gogollos cuandolos avistó una pareja de la Guardia Civila caballo (que ya estaba enantecedentes) y los llevó con la mayordiligencia camino de Guadix. Los dosmuchachos, sorprendidos, no seatrevieron a oponer la menor resistenciay se dejaron llevar tranquilamente. Eraya de noche cuando los cuatro caballosentraban por la puerta de San Torcuato.Unas cuantas luces brillaban en lascalles.

Don Ramón, que había hallado enuno de los cajones de la mesa de su

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despacho una carta que le había dejadoescrita su hijo, no quiso ser demasiadosevero con los muchachos. En esa cartaRodrigo le decía que, ansiosos de ganarfama, lo mismo que habían hecho susantepasados, tanto él como Martínhabían decidido irse al Marquesado enbusca de los moriscos y darles guerra.Una razón como aquélla desarmó a supadre y pensó que no era cosa mala paraun muchacho tener semejantes cosas enla cabeza.

—Aquella noche —nos contó Martín—, ninguno de los dos quisimos cenar ynos acostamos en seguida. Pero yo —que no era un Espinosa ni caballero—

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no pude librarme de la paliza que medio mi padre, que en gloria esté.

Para consolarse del fracaso deaquella aventura, algunas otras tardesfueron a caballo hasta la cueva del Niñode la Bola. Era ésta una ermita cavadaen un cerro en donde, sobre un altar,estaba el divino Niño con la bola delmundo en una mano. Otras vecesvariaban la ruta, cruzaban el río, y semetían por unas huertas hasta llegar a lacueva del Monje. Allí vivía desde hacíaaños un fraile. Dejaban los caballos alpie del cerro y subían para charlar unrato con el anacoreta y recibir su

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bendición. El monje les salía hasta lapuerta con los brazos abiertos.

Aunque Rodrigo intentó por todoslos medios a su alcance olvidar aquelamor, el paso tan sólo de unos cuantosmeses fueron suficientes para probarleque no podría conseguirlo. Por eso,nuevamente, amparándose en laoscuridad de la noche y sin caballo,andaba otra vez por la vieja murallaintentando comunicarse con la hija deFonseca, el rico. A veces conseguía veruna lámpara que se encendía en algunade las ventanas o alguna sombra quecruzaba y que ni siquiera podía saber de

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quién era. Sin embargo, algo le decíaque ella lo veía de alguna manera y quetampoco podía olvidarlo. En cuantonotaba que podía ser descubierto poralguien que pasara, Rodrigo se pegabaal muro y se alejaba de allí con elcorazón entristecido. Bajaba luego porel barrio de la Alcazaba hasta elAlmorejo. Martín lo aguardaba con elcaballo. Era el único que estaba al tantode todo. La noche se cubría de estrellasy un viento suave se dejaba venir desdela sierra, coronada con manchas denieve.

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IXLlegó el verano y la ciudad se

cubrió de florecillas. Se las veía asomaren lo alto de los árboles, al pie de lamuralla o entre las grietas de los viejostorreones. Todo el aire se llenaba conaquella fragancia. En ese tiempo, en losgrandes caserones, la vida venía ahacerse en los patios. Para ello, y paralibrarse de los rayos del sol, se poníanpor arriba unos toldos enormes. Lodemás lo hacían los cientos de macetasque se alineaban por todas partes y elpozo exuberante que había en el centro.Muy temprano, apenas la campana de la

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catedral daba el primer toque para lamisa, ya estaba el aire lleno con elarrullo de las palomas revolando por elcielo. Luego, mansamente, sin temor anadie, llegaban hasta la plaza y seposaban en el suelo. Por eso, para lamayoría de la gente, aquella plaza de lossoportales, más que ninguna otra cosa,se llamaba de las Palomas.

Muchas veces, en la tertulia de labotica, el canónigo, ante aquella bellezade la ciudad, se enternecía y lacomparaba con la vieja Atenas.Aseguraba que ésta sería una de lasúltimas ciudades que desaparecerían alfinal de los siglos. También, viendo

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cómo el sol desaparecía por encima dela sierra, ante la luz crepuscular quehería todas las torres y las puntasdoradas de los cerros, exclamaba conarrobo que aquella luz era luz hecha oro.Era tremendo ver toda la ciudad refulgirdurante unos minutos. Después todoaquel soberbio montón de ascuas sevolvía rápidamente polvo y ceniza.

Pero el verano era mala cosa paraentibiar los espíritus. Muchas vecessalía ahora el viejo don Santiago en sujaco y se perdía por entre las arenas delrío. Nadie sabía hasta dónde llegaba.Sobre su frente quemada por el sol y por

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los vientos, un sello de orgullo y debarbarie hacía bajar los ojos acualquiera que pudiera cruzársele en elcamino. Muchos decían que cuandomurió su hermano, se estuvo delante unbuen rato mirándole, crispado, sin abrirla boca. Llevaba en los ojos desdeentonces una amarga sombra de muerte.Por eso le temía todo el mundo.Difícilmente un hombre así es capaz deolvidar. Cabalgaba horas y horas y, aveces, aquel viejo guerrero que no salíanunca de su propia batalla, llegaba hastalas ruinas de uno de aquellos castillosdel Marquesado, bajaba de su caballo, yle gustaba rastrear con su bastón en

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medio de aquellas ruinas. Debajo deaquellas piedras se decía estabaenterrado el primero de los Espinosaque llegó a aquella ciudad con laReconquista. Lejos, entre la niebla, sóloel castillo del Zenete, de don Rodrigo deMendoza, permanecía intacto, altivo,como un David ante aquel Goliatterrible y voraz de la sierra.

Después, el anciano volvía y nadie,ni los suyos propios, se atrevían apreguntarle nada. Pero todos pensabansiempre en lo mismo.

—El abuelo tiene algún secreto —sedecían—. Algún día lo veremos.

—¿Por qué?

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—Yo no lo sé. Pero todos los díashace lo mismo. Se va y nadie sabedónde.

Pero la verdad de aquel secreto erabastante simple. Las arcas de losEspinosa se iban cerrando con ciertaprecipitación. Tan sólo les restaban yalos caballos, la casa y la huerta de juntoa la carretera. Pero esto estaba elanciano dispuesto a defenderlo fueracomo fuera. Máxime sabiendo comosabía que los Fonseca andabansolapadamente buscando la manera dequedarse con la finca. Por eso se pasabatantas horas cabalgando.

Su mismo hijo le decía:

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—Padre, tenemos que vender lahuerta; no hay otra solución.

—Eso nunca.—Pero, padre…—He dicho no. Y si hay que morir,

moriremos.Era inútil tratar de aquel asunto.

Durante el verano, Rodrigo y Martínse bañaban en alguna de las balsas quehabía por el campo. Especialmente, enla del Chirivaile y la del tío Minini.Después se iban tranquilamente hastacerca del Humilladero. Allí había unaermita con un Cristo muy grande. Aveces se veía llegar alguna mujer

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llevando una lamparilla y la dejabadelante de la imagen.

Los Domínguez pasaban los veranosen una casa que tenían a las afueras de laciudad, en pleno campo. Era una casacon dos pisos, rodeada por una verja.Era difícil acercarse a ella. Sobre todopor los perros que, de día, ladraban enla puerta sujetos por una cadena y, denoche, vagaban sueltos por el campollenándolo todo con el terror de susaullidos. Se contó que, una noche,estuvieron a punto de devorar a unguarda que a esa hora andaba cerca delrío. El hombre tuvo que hacer varios

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disparos con la escopeta para podersalvarse.

Al terminar la jornada, los doshermanos Fonseca echaban el cierre desu tienda y se subían al «Ford» que sehabían comprado. El mecánico le dabaprimero unas cuantas vueltas a lamanivela e inmediatamente el autocomenzaba a resoplar. Luego salían portoda la ciudad sin cesar de tocar labocina para que todo el mundo seasomara a verlos.

La gente decía:—Ya van ahí los Fonseca.Y los miraban con cierto despreció y

cierta adulación.

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En realidad la mayoría losenvidiaban por el dinero que tenían.

En cuanto llegaban a la huerta metíanel auto en el garaje y se sentaban entirantes debajo de un emparrado.

Los domingos, después de la siesta,daban con toda la familia un paseo porla carretera. Las señoras iban delantecon los niños; detrás iban los doshermanos hablando de negocios.

Era entonces cuando Rodrigo losseguía, agazapado detrás de un árbol ode un cerete, para poder ver a Blanca.Toda la semana la pasaba pendiente deaquellos momentos. Después se quedabaallí, inmóvil, contemplando la casa en

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donde ella vivía.La noche venía lenta. La ciudad se

encendía con sus luces amarillas.Rodrigo se volvía camino de la ciudad,entraba por la puerta de Granada y, porel paseo, se marchaba a su casa.

Un día le aseguró a Martín queestaba dispuesto a buscar un encuentrocon Blanca.

—Aunque se mueran todos; tengoque verla.

Martín se le quedó mirando.—Ten paciencia —le dijo—. No

debes enfrentarte a los tuyos y a lossuyos. Son demasiados para ti solo.

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—Si al menos yo supiera…—Eso es muy difícil. No hay quien

llegue a su casa.Sin embargo, Martín sabía muy bien

que Rodrigo acabaría haciendo algunacosa. Había crecido en esos meses y susojos permanecían tristes.

Fue su madre, doña Emilia, quien lenotó aquello una mañana. Por lo generalla señora permanecía como alejada detodo. Su vida transcurría entre su misade prima en la catedral y el reparto delimosnas en el asilo de ancianos o a lasmonjas del Hospital de Caridad. Cuandono, se la veía con el rostro pegado alcristal de su cuarto con un libro de

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santos en las manos.—Hijo, estás demacrado, ¿qué

tienes? —y lo atrajo hacia síacariciándole la cabeza. Doña Emiliasoñó siempre con poder darle a Diosuno de sus hijos.

—Nada, madre.—No; tú tienes algo.Luego, como cayendo en la cuenta,

le preguntó:—¿La has visto?—¿A quién, madre?—A Blanca.—No.—Haces bien, hijo. Nuestras

familias desgraciadamente no se

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quieren. Es inútil cuanto tú hagas.Rodrigo no dijo nada. Miraba a la

calle por el balcón de madera. Veía laplaza con los soportales. Encima de lascolumnas brillaban deslucidos losviejos escudos de la ciudad, el yugo ylas siete flechas, que les habíanconcedido Isabel y Fernando.

Todavía siguió doña Emilia:—Bueno, hijo. Difícilmente

podemos comprender a los demás. Perolos padres son cosa de Dios y nosotrosno podemos rebelamos. Sería un pecadomuy grave.

Rodrigo permanecía inmóvil.Después salió del cuarto y bajó las

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escalerillas que daban al corral. Ensillósu caballo, abrió el portón y salió algalope.

El verano pasaba también. El día deSantiago. En la puerta sur de la catedralhabía una imagen del apóstol vestido deperegrino. Llevaba, para saciar su sed,el casco de una calabaza seca colgandodel cayado. Miraba de un modo quemismamente caminaba sin moverse de susitio.

También pasó el día siguiente, el díade Santa Ana. La abuela de Jesús salíapor las eras de aquel barrio a hombrosde campesinos para que les bendijera

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sus cosechas, que permanecían doradas,en montones redondos. El vientolevantaba el polvo de la trilla y todo elaire se iba llenando de aquella rociadade oro.

La santa, sentada, con el rostrosurcado de arrugas, señalaba a la Virgenniña las letras con su dedo en un libro,que ella apoyaba en sus rodillas. Nadiesabía por qué el autor de la imagen lahabía ideado de aquella manera.

Antes habían pasado los días de SanPedro, con sus enormes llaves del Cieloen la cintura, y San Pablo, con rayos defuego saliéndole de las manos. Elobispo, mientras los tubos del órgano

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resoplaban llenando el templo deacordes, entonaba con los brazoslevantados delante del altar las palabrasdel Ángel en la Noche de Belén:«Gloria a Dios en las alturas y Paz en latierra…»

El sol pasaba por los vidrios de losventanales iluminando los colores de losapóstoles.

El verano, en la ciudad, estaba unidoa todas aquellas festividades. En elcoro, el Cabildo se reunía vestido depúrpura (los canónigos) y de negro (losbeneficiados). En el centro, el chantre,leyendo en un libro enorme con loscaracteres góticos, llenaba la catedral

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con su voz enorme.Nuevamente los días comenzaron a

estrecharse. Por arriba, la polvareda quelevantara el apóstol peregrinocomenzaba de nuevo a perderse.Maduraban las uvas y en los lagares sepreparaban con prisa las tinajas quehabían de servir para guardar el vino.

Los frailes de Santo Domingo,subidos en escaleras de palo, cortabancon cierto empaque las enormes ubresque colgaban de las parras. Eranfamosas en toda la ciudad las uvas deaquella huerta.

Fray Basilio, un fraile muy grueso,les regalaba muchas veces a Rodrigo y a

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Martín algunos de aquellos racimos.—Tomad —les decía—, pero que

no vuelva a veros más por la tapia. ¿Osfiguráis que no os he visto más de unavez?

Y luego se reía estremeciendo suenorme cavidad abdominal.

Los dos niños se alejaban muertosde risa.

—¡Adiós, fray Gordo!—¡Granujas!Uno de aquellos días, Rodrigo, sin

poder resistirlo más, se pasó todo el díarondando cerca de la finca de losDomínguez, en el campo. Ya notardarían mucho en volverse de nuevo a

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la casona de la puerta Alta. El solcalentaba fuerte y algunas nubeszumbaban como cañonazos desde lo altodel cielo. Aquella misma mañanaGaspar se lo decía al abuelo:

—Ya tenemos aquí las tormentas. Encuanto caigan cuatro gotas se acabó elverano.

—¿Estás seguro?—Seguro.Y fue verdad. Para el mediodía, el

cielo estaba completamente negro ygotas enormes caían sobre la tierra seca.

Rodrigo quiso aprovechar aquel díapara llegar hasta Blanca. Durante variosdías había observado cómo la niña, que

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se había convertido en una mujer, jugabacon sus primas en el espacio de una erapequeña. Desde muy temprano,procurando no ser visto por nadie,andaba oculto entre unas matas.

Como otras veces Blanca vino porallí con sus primas. Rodrigo pudo oírlahablar y reír. Era la primera vez que loconseguía. La voz de ella casi lo puso enéxtasis. Al menos, sintió como elcorazón le golpeaba dentro de la jaulade su pecho. Nunca podría recordardespués el tiempo que pasó de aquellamanera. A veces le parecía unaeternidad; otras, un segundo. Para élsólo existía ella, tan cerca, con su rostro

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blanco y sus ojos tan bellos. Hubo unmomento en que estuvo casi a un palmode su cuerpo.

—Si hubiera querido, hasta lahubiera podido tocar —le contó mástarde a Martín.

Durante varios días estuvorepitiendo aquella misma aventura. Perouno de ellos, al estallar un trueno, una delas niñas lo descubrió de repente. Fueverlo y salir corriendo camino de lacasa. Blanca, durante un instante, nopudo menos que mirarlo atemorizada.Luego salió también corriendo, huyendode allí.

Comenzaron a ladrar los perros. Se

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les oía aullar sueltos por mitad delcampo. Rodrigo se vio obligado a salircorriendo antes de que pudierandescubrirlo.

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XEl autor de esta historia, entre los

cuadernos de Rodrigo encontró lanarración de lo que seguramente fue suúltima aventura de niño. Pertenece alfinal de este verano, cuando ya el cielose cubría con las primeras nubes queanunciaban el otoño.

«Todavía hablaba la gente de lavenida de S.M. a nuestro pueblo. Comoprincipio de otoño (o final de verano) elcielo aparecía con frecuencia cubiertode nubes. La ciudad parecía habervuelto a otro siglo. Como otras veces,

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nos juntábamos en el paseo paraorganizar la guerrilla. Unos serían losmoros y otros el ejército cristiano. Nosmontábamos en nuestros caballos y, afuerza de pegarles en la grupa de caña,salíamos por el torreón para ir a pararcerca del río. Allí nos dividíamos y nospreparábamos para la batalla mástremenda que conocieron los tiempos. Elque más y el que menos se habíaprovisto de una espada de palo o de unahonda, que es la que servía de artillería.

»A mí, a causa de la victoria pasaday por tener un caballo de verdad, mehicieron por aquella vez rey de loscristianos. Todavía recordaba al Rey

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sonriéndome desde la ventanilla deltren. Yo era un rey poderoso, con miarmadura reluciente, mi caballo de carney mi tropa que había luchado contra losturcos y contra los franceses. Hicerelinchar mi jaco, que se encabritó yestuvo a punto de tirarme.

»—¡Soldados! —les arengaba yagalopando de un sitio para otro.

»Mientras, los moros nos gritabandesde un paredón y nos incitaban parahacernos salir. Para ello nos soltabanpalabrotas castellanas que ofendían anuestra madre y nuestra fama.

»Serían las cuatro de la tarde. Por unmomento el sol salió por un pedazo de

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nube. Toda la tierra se puso dorada y laciudad se nos acercó brillante. Lasmurallas, la catedral, las torres partidasde la Alcazaba y los cerros encogidos ymacilentos. Todos comprendimos queaquélla era la mejor señal para nuestravictoria. Había que lanzarse porsorpresa, saltar el paredón, matar a sualcaide y poner la cruz en todo lo alto dela mezquita (las ruinas de un molinodeshecho). Nos pareció oír la voz delmuecín desgañitándose y echándonosmiradas encendidas. Por eso, en unarranque de entusiasmo, grité:

»—¡A por ellos! ¡Viva Santiago!¡Viva San Torcuato!

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»Y nos lanzamos como rayosdispuestos a jugárnoslo todo. Yo, másque nada, deseaba curarme inútilmentede las heridas de cierto amor y de otrosfracasos en la guerra.

»En un santiamén aquel pedazo desol se cubrió de polvo, de caballosquejumbrosos y de gritos. Antonio elNegro (porque era muy moreno) hacíade moro Muza y mandaba los ejércitosenemigos. Vi al Negro galopar a lajineta de una mula que le había robado asu padre para aquella pelea. El animal,asustado, chingaba y daba unos saltosescalofriantes. Tanto fue así, que elMuza se vino por el suelo con las

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narices reventadas y sin dejar de chillarcon la espada desenvainada.

»—¡Por Mahoma! —gritaba—. ¡PorGranada!

»Corriendo como iba y tratando devolver a la mula se me vino encimaalocado. El encuentro de nuestrasespadas fue tremendo. No recuerdohaber dado, ni haber recibido más palosen tan poco tiempo.

»El sol se fue apagando y las nubesse fueron haciendo más gordas y másnegras. La ciudad volvió a verse lejos.Estábamos extenuados, con la ropadestrozada y algunas manchas de sangreen la frente y en la camisa. Muchos

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“moros” y muchos “cristianos” habíandesertado y contemplaban la pelea ensilencio o dando gritos sentados en unbalate. Algunos trataban de taponarsesus heridas con los jirones de unpañuelo.

»Antonio el Negro había perdido elturbante que se había anudado en lafrente y andaba con los calzonescolgando. Al pobre, en una arremetida,se le habían caído los botones paraabrochar los tirantes. Otros habíanconvertido sus caballos en estacas y lasutilizaban como recurso de última hora.Las levantaban sobre sus cabezas y lasdejaban caer con todas sus fuerzas.

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»De repente el cielo se abrió comoencendido por una bengala. Un rayoterrible desgarró todo el cielo desde unextremo a otro. Las nubes se inflaron yla tierra toda quedó atónita. Nosotrosmismos detuvimos la lucha y nosquedamos inmovilizados. Un truenoespantoso vino rodando desde lasalturas hasta precipitarse sobre elcampo. Tiramos las armas y laemprendimos “moros” y “cristianos” acorrer en tanto caía la lluvia sobre latierra. Corrimos, corrimos… hasta ganarla muralla de la ciudad, encaramarnos aella y colarnos chorreantes debajo delArco del palacio del obispo. Nos

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guarecimos allí, cansados y temblandode frío. En verdad, unos y otros,parecíamos un ejército vencido. Hasta elcaballo estaba como triste. La tormentaseguía rompiendo las nubes y lanzandosu luz repentina sobre las casas. Fueamainando y, como pudimos, nos fuimosseparando, temiendo, y no sin razón, lospalos pendientes todavía en nuestraspropias casas. Ya había anochecido ylas lámparas de la calle se balanceabancon aquel viento y aquella lluvia delotoño que empezaba».

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XILa noticia de que un Espinosa había

andado rondando cerca de la casa,exasperó a los Fonseca. Al díasiguiente, muy temprano, antes de quesonaran las campanas de la catedralpara la misa de prima, dejaron la casade campo y se volvieron todos para lacasa grande de la ciudad. Estaba el cielodespejado y el sol hería la punta de latorre.

Alguien cruzó a esa hora con ellos yobservó que don Juan conducía el auto yque las señoras iban muy serias. La niñallevaba la cabeza baja y las mejillas

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sonrosadas.A los pocos días don Juan salía con

ella camino de Granada para dejarla conlas monjas.

Aquella decisión les cayó muy mal amuchos en el pueblo. Se interpretó comoun signo de orgullo por parte de losDomínguez. Estaba claro que los odiosentre las dos familias se estabanatizando y que más tarde o más tempranolas cosas acabarían bastante mal.

En la misma tertulia, las ausenciasde don Ramón, que durante unos días noapareció por la botica, se interpretaronde mala manera.

—Ahí pasa algo. Yo creo que están

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todos reunidos pensando lo que van ahacer.

—Dicen que el abuelo ha queridosalir esta mañana con la escopeta —afirmó muy seguro el boticario mirandopor los cristales—. Pero lo peor es elnieto. Lo han encerrado en la torre a pany agua.

—¿Y qué dice? —inquirió elcanónigo.

—Nada. El niño no dice nada.—Dios quiera poner paz en esa

casa. Cuando dos familias se ciegan…—Ahí el de temer es don Santiago.

Es capaz de hundir a esa casa y acabarcon medio mundo.

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—¡Demonio de viejo!—Como que yo no sé qué tiene en la

sangre. Se levanta antes que nadie y encuanto sales por el campo se te echaencima como un fantasma.

—Es increíble —remató un literatojoven. El hombre trataba de que elcanónigo le leyese unas poesías quehabía compuesto.

—Ese hombre es de hierro…

En todas partes, en el casino, en lastabernas, en las casas, se oíanconversaciones parecidas. Unos de partede los Domínguez y, otros, en contra. Laciudad también estaba dividida. Unos

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con don Santiago, el señor de la plaza;los otros con la familia de la puertaAlta.

En tanto, como siempre, los Fonsecaseguían yendo todos los domingos yfiestas de guardar a la misa mayor de laiglesia de Santiago; y los Espinosa,llenos de mucha hidalguía, altivos yorgullosos, hacían lo mismo en lacatedral.

En cuanto salían, las gentes se lesquedaban mirando con ciertaadmiración.

Fue verdad que a Rodrigo loencerraron con siete llaves en la torre

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más alta de la casa. Tenía aquella torredos ventanas, una para el norte, y la otraorientada al sur. Silencioso se pasabaallí los días, solo, sin que nadie seatreviese a dirigirle la palabra. Lo habíaprohibido el abuelo y había juradocolgar de una ventana al primero queosase desobedecer sus órdenes. Toda lacasa estaba en pie de guerra. Hasta doñaEmilia hubo de suspender sus salidas alos conventos y su reparto de limosnas.Decían que el abuelo habíadesenvainado su espada y se pasaba lashoras andando de un extremo a otro dela casa hablando consigo mismo yhaciendo terribles juramentos. Nadie se

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atrevía a mirarlo a los ojos. El mismodon Ramón no salía de su despachodesesperado por aquella actitud de supadre y sin saber en realidad quécamino tomar.

El muchacho, en tanto, andaba por laprisión, desempolvando un sinfín detrastos que se guardaban allí desde hacíamuchísimos años. Escudos, lanzas, botasde guerra, sombreros de copa, espadas ypistolones. Todo un pasado roído porlos ratones. Cuando se hartaba dehusmear entre todo aquello, se tumbabaen un colchón que le habían llevado.Pero lo peor era el recuerdo de Blanca yel saber que se la habían llevado de

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Guadix por su causa. A veces seasomaba por la ventana sur y veía laplaza cubierta por el sol y la farola enmedio. Otras se echaba a dormirangustiado. La vida le parecía cruel eintentó quitársela a fuerza de no probarbocado de nada de lo que le llevaranpara comer. En cuanto oía la puerta yadivinaba los pasos de Gaspar, se hacíael dormido y no levantaba la cabeza.

—Anda, niño —le decía—. Come…No vas a morirte.

Pero él no contestaba.Cuando volvía y lo hallaba todo (el

pan y el agua, otra cosa no consentía donSantiago) lo mismo, movía la cabeza y

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se iba apesadumbrado.A los siete días de aquel estado, una

mañana, al entrar el viejo, lo encontrósin sentido en mitad del suelo.

Lo llamó con no poca inquietud.Para él, que el muchacho estaba muerto.

—¡Rodrigo! ¡Rodrigo! ¡Hijo!Como no contestara, se puso a gritar

por las escaleras.—¡Señor! ¡Amo! Venga pronto, el

niño…A los gritos de Gaspar todos

salieron corriendo para la torre. Laprimera en llegar, a pesar de sulanguidez, fue doña Emilia. La mujer, encuanto vio a su hijo desfallecido en el

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suelo, sacó de su cuerpo todo su templede madre y se encaró desencajada con elabuelo.

—¡Esto se ha terminado! Mi hijo noestá preso ni un segundo más. Antespasarán todos por encima de micadáver.

Aquel arrojo de su nueradesconcertó a don Santiago y al mismodon Ramón, que no se imaginó en lavida el valor de su mujer.

Todos la miraron en silencio yninguno le dijo nada. En realidad leshabía asustado no poco ver a Rodrigotan pálido en el suelo. Era lo mismo queun muerto.

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Lo bajaron a su cuarto y duranteunos días se debatió entre la vida y lamuerte. Tal había sido el impacto queaquellos amores le habían causado en sualma.

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XIIPocos días después se celebraba la

fiesta del Cascamorras. Desde hacíamuchos años, todos los años salía deGuadix camino de Baza un hombrevestido con andrajos de muchos colores,una bandera estandarte con la imagen dela Virgen y un pollinillo para aliviar aratos su larga caminata. Su misión erapedir de aquella ciudad la entrega de laimagen de una virgen encontrada, hacíanadie sabe cuánto, por unos braceros deGuadix en aquel término. Al clavar unapiqueta en el suelo, uno de ellos oyó ungrito de ¡piedad!, salir de entre la tierra

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removida. Asombrados con aquellosiguieron cavando hasta tocar con susdedos el rostro bellísimo de la imagenque yacía enterrada en aquel lugar. Loprimero que se les ocurrió a aquellosbraceros fue traérsela con ellos aGuadix para entregarla a la ciudad;pero, enterados de ello los vecinos deBaza, salieron en tropel en pos de ellos,les arrebataron la imagen, después dealguna lucha, y se la llevaron a suciudad donde la hicieron patrona, contodos los honores.

Llevada la noticia de lo ocurrido aGuadix, cundió el furor en todos y apunto estuvieron de acabar con los

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pobres braceros que no supieron cómodefenderse. Sólo les permitieron laentrada en la ciudad cuando hubieronjurado que todos los años volverían areclamar la imagen.

La tradición, con los muchos años,se continuaba como siempre. Una vezmás salía un emisario para Baza a tratarinútilmente de recobrar la Virgen. A lavuelta, sabiendo ya todos que el talhabría de volver sin nada, lo esperabanpor los caminos, a la entrada de laciudad y por todas las calles por dondehabía de pasar para tirarle frutospodridos, tiznarle la cara o echarlo decabeza a las fuentes que se encontraran

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al paso. Claro que él también tenía conqué defenderse. Iba provisto de unaporra, la cual, según se contaba, la teníatodo el año metida en vinagre para quese pusiera dura. Aquel que probaba suarma, caía patas arriba en medio de lacalle.

Detrás de todos, en silencio,caminaba siempre el borriquilloportando la bandera plegada con laimagen de la Virgen, y un tamborileroque hacía sonar monótonamente su caja.

Aquel año el Cascamorras (que asíse llamaba al emisario) era un individuobastante bárbaro al que todo el mundo

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conocía por el Avelino. De este hombrese contaban (y se contaron) cosastremendas. Vivía en la calle Real, muycerca de la iglesia de la Magdalena. El9 de setiembre hizo su entrada en laciudad de vuelta de su embajada. Tanpronto como fuera avistado, cientos depersonas le salieron al pasoentablándose en pocos minutos una luchadescomunal. En realidad, muy pocoseran los que se le escapaban sin llevarseun recuerdo en la cabeza. A pesar deeso, no faltó quien lo llegara a tirar auna fuente y le hiciera hincharse de agua.En cuanto salió de ella, rugió como unabestia y se abalanzó sobre todos

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dispuesto a no dejar a ninguno. Encuanto todos lo vieron de aquellamanera, lo dejaron solo y nadie seatrevió a tocarlo más. Al llegar a laErmita Nueva, final de toda aquellacarrera, tremoló extenuado la bandera yse marchó a su casa.

Pero lo más famoso del Avelinovino a los pocos meses. Intentó unanoche entrar a robar a una huerta de laciudad, con tan mala suerte, que seclavó, al saltar la verja de hierro, lapunta de uno de los hierros en la barriga.Por la mañana la gente lo encontrópinchado y con las tripas fuera. Parecíaimposible que un hombre como aquél

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hubiera muerto de aquella manera. Lobajaron de la verja entre unos cuantos.En el suelo, y en los barrotes, habíamanchas enormes de sangre.

Aquella noche se lamentó la muertedel Avelino en la tertulia de la botica.

—Era un hombre terrible.—Por cierto que la vida de ese

hombre era un enigma. Se llegaron acontar muchas cosas —aseguró elrelojero.

—¿Usted cree?—Ese hombre tiene su historia —

intervino el boticario—. La historia deese hombre está en la historia de esta

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ciudad. Se dice (eso lo saben muypocos) que era hijo de don SantiagoEspinosa.

—Eso es imposible.—¿Usted no se había fijado en sus

ojos? Eran los mismos que los de esehombre.

—Sí, pero eso no es suficiente.—Pues a mí me sobra con eso —

aseguró el boticario un poco molesto.Aquella revelación despertó el

interés de todos. Estaba visto que elmundo estaba lleno de sorpresas. Sediscutieron las razones que podía tenerel Avelino para considerarse enemigode todo el mundo y se trató de averiguar

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cuáles habían sido esos amores de donSantiago. Pero fue muy poco lo que sepudo sacar en claro.

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XIIIEl invierno. Pocas veces la ciudad

presentaba un aspecto más deplorable.Las palomas de la catedral ni se atrevíana dar su vuelo de siempre. Permanecíanapretujadas en los palomares. La mismaplaza estaba más sola que nunca. Loscopos ponían suaves pinceladas en losbalcones de madera, en los tejados y enlos brazos de la farola.

Durante ese tiempo los más ancianosse iban marchando poco a poco. Todaslas mañanas se hacían la mismapregunta: «¿A quién le ha tocado hoy?».Y en seguida la campana de alguna

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iglesia sonaba tristemente bajo el cieloencapotado. El cura, revestido y concapa negra y llevando en la cabeza unbonete negro, salía temblando de fríoacompañado por el sacristán (de sotanay roquete) y del monago que llevaba lacruz y el hisopo con la naveta. Al llegara la Cruz de Piedra (límite entre la viday la muerte), la parroquia, los amigos,los deudos, los curiosos… se despedíandel muerto y lo dejaban a hombros deunos cuantos hasta dejarlo hundido en sufosa. Por el camino millares de nubesgrises bajaban soñolientas para tocar latapa del ataúd.

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También a Rodrigo le afectó aquelinvierno. Durante unos meses no se levio con su caballo por la muralla ni porla vega. Don Palomo, muy temprano,llegaba a la casa, se sentaba en el sillónde siempre, abría su libro y se ponía ahablarle al muchacho de Platón, deHoracio o de Virgilio. Por la ventana elcielo pasaba opaco. Otras, viéndole conaquella tristeza, trataban de consolar almuchacho contándole alguna de susaventuras. El mar salía embravecido desus labios y un barco se debatía sincontrol sobre la espuma de su boca.

—Hijo mío —le decía. Luego

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bajaba la voz—: Te voy a fiar unsecreto: yo he sido pirata…

El Brasil o Puerto Rico afloraban enmedio de aquella neblina de palabras.Finalmente cerraba la boca, se quitabalas gafas, recogía su libro y salía dandozapatazos por toda la casa. Al llegar a lapuerta (lloviera o no lloviera) abría suenorme paraguas y se alejaba por mediode la plaza.

Largo tiempo estuvo Rodrigoenfermo a causa de aquel aislamiento ypor aquellos amores. Ahora aparecíatriste, con los ojos hundidos y lejanos.El invierno fue muy duro. Pronto se

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coronaron de nieve todos los picachosde la sierra. La nieve llegaba hasta elpueblo y cubría las murallas, lostorreones y las torres. Éstos eransiempre días de mucha soledad. Parecíacomo si a Guadix lo hubierandeshabitado y no hubiera quedado nadie.

El hijo de los Espinosa se volvióserio, callado. Había cierta indiferenciaen su mirada, cierta tozudez. Galopabahoras enteras, ensimismado, sin darsecuenta de nada. Ni siquiera en la casa,viéndole de aquella manera, se atrevíanahora a preguntarle ni a prohibirle.Después del alejamiento de BlancaDomínguez, ninguna de aquellas cosas

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hubiera tenido ya sentido.Lo decía don Juan Fonseca en el

casino, cuando se escapaba un rato de latienda para ir a leer los periódicos.

—Un Espinosa no se acerca a mihija porque a mí no me da la gana.

Y daba con el puño en la mesa demármol. Muchos no comprendían porqué un Fonseca, que en cierto modo notenía mucho que ver con aquellos odiosde la familia de su mujer y la otra, sesentía tan ofendido siempre que hablabade los Espinosa. Por otra parte, todossabían en la ciudad que los Fonseca nohabían sido nunca nada y que si habíanllegado a emparentar con una familia tan

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importante como la de los Domínguez,se debía solamente al mucho dinero quehabían amontonado últimamente. En elfondo todos estaban seguros de queaquella actitud de don Juan era debida ala envidia que sentía por la grandeza yaltivez de los Espinosa.

El abuelo era el que menos hablaba.Le había crecido la barba y los pómulosquerían romperle la piel.

Para muchos aquél era el últimoinvierno de don Santiago.

—Ese hombre no aguanta otroinvierno —decía el relojero poetadándole una paletada al brasero, quedon Lorenzo tenía puesto en la mesa-

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camilla.—¿Usted cree?—Lo he visto varias veces delante

de las ventanas de San Diego rezándolea la Virgen.

—¿Y qué?—Pues nada; pero eso es que él no

se encuentra bien. Cuando un hombrecomo él, que toda la vida se ha sentidodueño del mundo, anda entre dos lucespara ir a rezarle a la Virgen como aescondidas…

—Los Espinosa han sido siemprecristianos viejos —terció el canónigodejando sus cartas descubiertas—.Nunca han faltado a su misa de la

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catedral.—El caso es que ese hombre se nos

muere.—Y su hijo, ¿qué dice?—Para mí ése no se da cuenta de

nada. Él con sus caballos tiene bastante.En esa casa cada uno tiene su vida. Yono los comprendo del todo —dijo elmaestro de escuela.

—Es verdad.—Hay mucho orgullo en esa familia.—Es una familia hecha para la

guerra; de ésas quedan muy pocas.Don Lorenzo a propósito de todo

aquello se puso a contar una serie deaventuras que él recordaba de cuando

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don Santiago y su hermano eranmuchachos. También del padre de donSantiago. Aquél era un hombreimportante. Alto, con el pelo blanco yunos bigotes tremendos. Había sidomilitar y, cuando andaba por la ciudadde uniforme y a caballo, imponía por suporte. En la casa, nada más entrar en eldespacho del abuelo, podía verse elretrato de aquel hombre mirando fijo,con los ojos penetrantes. Había quebajar siempre los ojos ante aquellamirada.

—No sé cómo ustedes —les decía alos tres o cuatro literatos jóvenes que sereunían en la trastienda esperando

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pacientemente que el canónigo (que eraun exquisito poeta y escritor) les leyesealguna de sus composiciones— no seatreven a escribir una historia de todoeso.

—Es una historia demasiadobárbara, don Lorenzo —protestabanellos—. La vida tiene cosas más bellas.

—Pues a mí me gustan.

Era verdad que el abuelo andabamás hundido. Nadie sabía cómo aquelgigante podía de repente irdesplomándose. Hasta su mismo caballoparecía levantar a veces la cabezainquiriendo alguna razón convincente.

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Por lo que se veía, don Santiago teníaque haberse dado de bruces con lamuerte. Tenía que habérsela cruzado enalguno de sus caminos.

—No se atormente usted, amo —ledecía a veces Gaspar, cuando estabansolos—. Eso ya no tiene remedio.

Don Santiago lo miraba un instante ynegaba con la cabeza.

Estaba claro que aquel secreto delabuelo tenía un partícipe en el viejocriado. Él lo sabía todo. Pero por nadadel mundo se habría atrevido a levantarpor su cuenta el velo de aquel secreto.

Sin embargo, en sus visitas alcementerio, don Santiago, al entrar a

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caballo por aquel recinto, siempre separaba más tiempo que con ninguno enla tumba donde yacía el cuerpo delAvelino. Con la cara hundida en supecho y con los ojos cerrados, nadiesabía qué extrañas cosas pasaban por sucabeza. Después se marchaba de aquellugar.

Pero lo peor fue cuando un día, alentrar, encontró delante de aquellatumba a un muchacho vestidopobremente. El abuelo frenó de repenteel caballo y se quedó parado. Aquelmuchacho con los ojos negros y la bocaapretada tenía la misma cara que suhermano Diego.

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En cuanto se vio observado, escapóde allí corriendo. Era el hijo mayor delAvelino.

Aquel encuentro le afectó bastante alanciano. Durante unos días anduvoindeciso. De noche, doña Emilia, sunuera, lo oía andar a zancadas por sucuarto hasta bien entrada la madrugada.Al final, el hombre caía rendido en lacama, para levantarse otra vez en cuantoamanecía.

Fue uno de esos días, cuando al ir asubirse al caballo, le dijo a Gaspar:

—Nunca me dijiste que tuviera unhijo.

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—Usted no quiso nunca saber nadadel muchacho.

El anciano bajó la cabeza.—A éste quiero ayudarlo.—No sé si podrá ser —dijo el

criado—. Es gente de mucho orgullo.

Con el tiempo aquella historiavolvió de nuevo a enterrarse. Ahora donSantiago no iba ya por la parte delcementerio. Echaba para la vega deAlcudia. Los días de sol la sierrabrillaba. Lejos se adivinaba entre labruma el castillo de La Calahorra.

Otros días, cuando el viento inflabatodo el cielo de nubes inmensas, el

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abuelo se sentaba en su sillón y no semovía de junto al fuego. De noche,invariablemente, sacaba su caballo,montaba y cruzaba la plaza camino de laiglesia de San Diego. Descabalgaba, sepegaba a una de las ventanas y orabatristemente ante la imagen de la Virgen,con el Hijo muerto en los brazos. DonSantiago se sentía también como otrohijo muerto y estaba allí para que Ella losalvara. Nuevamente volvía a montar yse alejaba.

El 4 de enero ya no pudo donSantiago salir a la plaza. Su aspectohabía cambiado bastante y difícilmente

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conseguía mantenerse en pie. Noobstante intentaba andar por la casa conun bastón que había sido de su padre.Parecía como si el anciano quisierallevarse con él los recuerdos grandes opequeños de aquella casa. Se parabadelante de los retratos de susantepasados, les hablaba como siestuvieran vivos o como si él estuvieraya muerto. Especialmente solía hacerlodelante del retrato de su madre. Estaaparecía joven, con los ojos llenos devida y las manos blancas descansandoen los brazos del sillón. Don Santiagosentía un respeto impresionante poraquella mujer. En otras ocasiones se

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ponía delante del balcón y contemplabacon arrobo la ciudad. Toda su vidaandaba escrita sobre las piedras y en lascalles de aquel pueblo. Muy pocasveces había salido de aquellos límites.El mundo tenía cerradas sus enormespuertas delante de Guadix.

El 17 de enero, día de San Antón, laciudad apareció cubierta de nieve.Muchos fueron aquella mañana a lavieja ermita a llevarle al santo pezuñasde cerdo y a darle las nueve vueltas.

Aquel mismo día se agravó de talforma don Santiago que hubo queadministrarle el santo viático. Loconfesó el Deán de la catedral y, al

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oscurecer, se organizó la procesióndesde la iglesia del Sagrario, parallevarle el Santo Sacramento. El vientosoplaba por aquella placeta de lacatedral. En seguida se formaron dosfilas portando velas. La luz amarillahacía oscilar los escudos labrados sobrelas columnas de la plaza. Un ruido decampanillas y el resplandor de losfaroles anunciaban al Señor, llevadobajo palio por el párroco del Sagrario.

Al amanecer, cuando la nevadahabía arreciado nuevamente, murió donSantiago rodeado por todos sus hijos.

«Nos costó trabajo creer que el

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abuelo hubiera muerto (había escritoRodrigo). Lo llevaron al salón grandedonde estaban los retratos de todos losbisabuelos. Pusieron el ataúd en el suelocon cuatro cirios encendidos.Presidiendo había un Cristo con elcuerpo manchado de sangre. A los pies,sobre un cojín de raso, estaba el escudode la familia. A mí esto me produjomucha emoción. Pero más que nada elver al abuelo con hábito de maestrante,tan rígido, con una cruz en las manos.Parecía como si con él, el mundo enterose hubiera venido por tierra. Toda lanoche, quizá fuera por el frío, estuvieronrelinchando los caballos y ladrando los

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perros. Hasta entonces no nos dimoscuenta de lo que el abuelo significabapara todos.

»A la mañana del siguiente día seorganizó el entierro. Las campanas de lacatedral no cesaron de doblar desde muytemprano. Hacía tanto frío que ni laspalomas se atrevían a remontar el vuelo.El ataúd salió de la casa portado ahombros de mi padre y mis tíos. Detrásíbamos la familia, el señor Deánenvuelto en su manteo, el alcalde, delevita, y otras autoridades. En general,unos por curiosidad, otros porsentimiento, casi todo el pueblo estabaallí. Delante abría la cruz alzada de la

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parroquia y el clero, de capa negra conbordados en oro.

»El día era muy triste. Todas lascasas, los árboles y los montesaparecían cubiertos de blanco. Detrás, acierta distancia, iba solo el tío Gaspar,el fiel criado y amigo del abuelo,tirando de la brida de la yegua que a éltanto le gustaba. Parecía como siaguardase a que el abuelo lo llamarapara ayudarle a montar. Sin poderloremediar, y sin darme cuenta, me eché allorar desconsoladamente».

Con la muerte de don Santiago,parecieron serenarse de momento los

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ánimos de muchos. La misma ciudadllegó a notar aquel vacío que el ancianohabía dejado en medio de todos. El díaque no volvieron a verlo más, notaronque la ciudad había perdido una de suscolumnas más cimentadas.

Durante unos cuantos días estuvieronreunidos todos los Espinosa en la casade la Plaza con motivo de lasparticiones. Al cabo de los cuales, ybastante menguados en sus bienes, seretiró cada cual para su casa. Sólo donRamón continuó allí con los suyos. Lehabía tocado quedarse con aquellacasona, con los pocos caballos que yaquedaban en la cuadra, unas tierras de

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regadío y un par de casas viejas de lamuralla, en el antiguo barrio moro.

A los pocos días, doña Emilia, conun manto tupido, negro, volvió de nuevoa sus misas de prima y a sus algo másreducidas limosnas.

Sólo Gaspar era en aquella casacomo la sombra del muerto.

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XIVPasaron tres años y la ciudad volvió

a desbordarse. Se abrieron unos cuantosagujeros en la vieja muralla y por ellaasomaron otras casas con sus tejadosencendidos. Otros niños volvieron asalir ahora por las puertas hundidas,sobre cientos de caballos invisibles, ylibraban batalla cerca del río. En cuantoatardecía, se les veía volver iluminados.Entraban triunfantes haciendo brillar susestandartes y las puntas de sus lanzas decaña. Las campanas sonaban a esa hora(lo mismo que siempre) y los cuerpos delos obispos, que yacían dentro de sus

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sepulcros, se estremecían. Pero ni pornada había bastado ese tiempo para quetodos olvidasen.

Desde la muerte de don Santiago,don Ramón había como encarnado elespíritu de su padre. Se le veía másgrave, vestido de negro, a caballomuchas veces. En cuanto lo veían pasar,muchos aseguraban que había algonuevo en los ojos de este hombre.

—Desde la muerte del viejo pareceotro.

En la misma tertulia de don Lorenzose llegó a comentar.

—¿Tú no le notas algo? —preguntaba el relojero al boticario.

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—Sí, hay algo; parece como si lodominara el espíritu de don Santiago.

—¿Y eso puede ser?—¡Qué sabemos!—Un hombre como don Santiago no

podía morir nunca.—Vamos, eso son palabras —rio el

canónigo que acababa de terminar elúltimo capítulo de una novela—, lainmortalidad de los hombres es un decir.Hasta ahora nadie ha tenido eseprivilegio. Sólo el alma es inmortal.

—Sí, todo eso es verdad; pero ustedno puede negarme que antes don Ramónera más tratable.

—En eso estamos de acuerdo; pero

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eso era porque el abuelo estaba entoncesvivo. Ahora las cosas han cambiado. Éles ahora la familia y ese espíritu es elque se ha apoderado de su manera deser.

—Y entonces, ¿usted qué cree? ¿Nohabrá paz en este pueblo?

—La paz no es cosa nuestra;nosotros hemos vivido siempre de lapelea.

—Pero eso es tremendo.—Pero es la verdad.

Era cierto. Sin saber por qué,cuando la gente miraba ahora la casa dela Plaza, con su torre en lo alto y sus

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balcones castellanos, encontraban allíalgo que les hacía pensar en seguida enun castillo, en un cañón y en miles deguerreros acuartelados. Era como si lahistoria diese un paso atrás ynuevamente la guerra pusiera incendiosy muertes en todas las torres y en todaslas almenas del pueblo. Por la tarde,hasta el cielo se cubría de retazos depúrpura, tiñendo la atmósfera de unamuerte que podía ser verdad. Y unos yotros sabían que sólo bastaría una señal,el menor indicio de pólvora, paraprovocar el gran estallido.

Y la guerra estalló la misma mañanaen que don Juan Fonseca apareció en el

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pueblo alborotando la calle a bocinazos.Iba en su coche. Subió la calle Ancha,entró por el Arco del Pósito a la Plazacon el solo propósito (eso se contóentonces) de provocar a los Espinosa. Asu lado, radiante de belleza, iba su hijaBlanca, vuelta de nuevo a su casadespués de aquella ausencia. Los quepudieron verla, que fueron muchos,dijeron que la niña ya era mujer, que ibamuy pálida y con los ojos bajos. Alllegar a la altura de la casa de susenemigos, hizo sonar el claxon con todassus fuerzas para desafiarlos. Tan sólo elviejo Gaspar pudo darse cuenta de todoy cerró los puños al paso del auto. Sin

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embargo no dijo una palabra de todoaquello.

Que don Juan había vuelto deGranada con la hija fue una noticia quevoló por el pueblo. Muchos llegaronhasta la casa de la puerta Alta por si seveía alguna cosa anormal. Tan sólo losque más corrieron pudieron ver el«Ford» parado delante de la puerta, conlos neumáticos embarrados en polvo.

Se contó que aquella alegría de donJuan se debía a que había concertado ensu viaje la boda de Blanca con el hijo deuna familia muy rica de la capital.

Aquella misma tarde, Rodrigo, que

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había cumplido los diecisiete años, seacercó con su caballo por aquella partede la muralla. Anduvo en torno a lacasa, galopó y esperó inútilmente a queBlanca se dejara ver un segundo. Talcosa le llenó de furor, picó a «Alhorí»,y como tantas veces había hecho deniño, se metió por el arco de laAlcazaba y bajó por las ruinas de losque en otro tiempo fueron torreonesmoros. Cruzó el Almorejo y se acercó ala casa de su amigo Martín.

—No está —le dijo su padre—; sefue temprano y todavía no ha vuelto.

Rodrigo picó su caballo y se alejópegándose a la tapia del convento de los

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dominicos. Salía por la puerta deGranada cuando el cura de San Miguelbendecía desde el altar. Un Arcángelhercúleo trataba de cortarle la cabeza aun Lucifer horripilante que rechinaba asus pies.

Durante una hora cabalgó poraquellos caminos desolados. Estabaseguro de que aquella familia pondríatodos sus medios para que Blanca nuncafuera a sus brazos. Hubiera renegado desu sangre y de su destino. Si ahora lehubiera valido se habría marchado de laciudad para siempre y nunca jamáshabría vuelto. Volvió los ojos y la viocomo un novillo acostado. Sólo las

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luces de algunas esquinas poníanresplandores. Pero ya era tarde parahuir. Si lo hiciera ya no sería quien era yse vería despreciado por todos. Por otrolado eso hubiera sido una cobardía ysólo citar esa palabra le hacía buscarseen la cintura la sempiterna espadainvisible.

Relinchó el caballo y esto lo sacó desu ensimismamiento. Tomó las riendas yvolvió para el pueblo. Entró por lapuerta de San Torcuato, subió toda lacalle y entró a su casa por la puerta delcorral.

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XVFue su padre el que le dijo que no

quería saber que andaba otra vezbuscando a la niña y dando vueltas conel caballo en torno a la casa de losDomínguez.

Se había sentado en el mismo sillónen que solía sentarse el abuelo cuandovivía. Rodrigo le miró las espuelas quebrillaban desde el filo charolado de susbotas.

—Entre esa gente y nosotros —ledijo—, hay un profundo abismo. Y ni túni nadie es capaz de cerrarlo…

A Rodrigo le pareció al ver a su

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padre así, tan exaltado, con la barbilladescansando en su mano derecha, leparecía que era otra vez el abuelo quevolvía a señalarle la puerta de la callesi no se sometía a ser un Espinosa deverdad.

—Fue lo último que me pidió mipadre —dijo otra vez don Ramón,clavándole los ojos. De repente, padre ehijo, vieron pasar por allí el espíritu dedon Santiago montado en su yegua,lanzando angustiosas miradas.

Por aquella vez Rodrigo no dijonada. Eran demasiados en su contra. ¿Yquién podría saltar aquel terribleabismo…? Desvió los ojos a la calle y

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la plaza, con sus arcos, sus tejados y suspalomas; se quedó inmóvil.

Salió del despacho perseguido porlas miradas de todos los Espinosa y sedirigió al corral.

—¡Gaspar! —llamó—. ¡Gaspar!El hombre se había quedado

dormido. Al oírse llamar, contestó:—¡Voy, amo!Por un segundo el viejo creyó

reconocer en aquella voz la de donSantiago.

—Parecía la voz del abuelo —dijo.A Rodrigo le asustó que su voz fuera

la misma que la del muerto.—Esta tarde quiero montar la yegua.

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—Eso no puede ser.—¿Por qué?—Porque esa yegua era suya.—¿Y qué?—Nadie puede subirse en ella.—Pues yo voy a hacerlo.—No; eso no.—Te digo que sí.

En cuanto llegó la tarde Rodrigosacó la yegua de la cuadra. El animalhacía mucho tiempo que no salía aninguna parte, desde la muerte delabuelo. La dejó libre para que ella fueradonde mejor le pareciera. Hacía algúncalor y millares de pájaros picoteaban

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en los troncos de los árboles. Se notabaque el animal sentía de nuevo el regustode llevar un hombre en la montura, deolfatearle las piernas y sentir en la bocael tirón de su mano. También el viento yel sol, y aquella fragancia del campo amitad de su madurez. Hasta echó un trotelevantando del suelo pequeñasnubecillas de polvo.

El animal, como otras veces en suvida, tomó una vereda desviándose de lacarretera que llevaba a Exfiliana.Durante un rato fue trotando juguetonahasta entrar en una alameda. Cercapasaba una acequia y había un molino enruinas. Todavía anduvo algo más la

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yegua hasta pararse delante de unapequeña casa de labor, con su chimeneade ladrillos y sus dos ventanas. Un perroque dormía delante de la puerta selevantó y se puso a ladrar con alegría.Estaba claro que había reconocido alcaballo.

En seguida se abrió la puerta de lacasa y salió sorprendida una mujerenlutada, con un pañuelo en la cabeza.Levantó los ojos y los fijó en Rodrigo.El paso de la yegua y los ladridos delperro le tenían que haber traído algunosrecuerdos. Por eso permaneció allí, enla puerta, sin saber qué decir.

Al fin preguntó:

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—¿Busca usted algo?—No, nada —contestó Rodrigo—.

Iba de paso.La mujer volvió a preguntar:—Tú eres nieto de don Santiago,

¿no?—Sí, ¿usted conocía al abuelo?—Todo el mundo lo conocía —

contestó la mujer.Sin esperar más, se volvió otra vez a

su casa. Rodrigo quedó sorprendido. Encuanto llegó a Guadix, le contó al viejoGaspar lo que le había pasado. Pero ésteno quiso contarle nada.

—Es mejor dejar tranquilos a losmuertos —fue lo único que dijo.

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Más tarde supo por Martín queaquella mujer era la madre del Avelino,el Cascamorras.

—Dicen que está loca…Aquella misma tarde unos cuantos

jornaleros que labraban unas tierras delos Espinosa las anduvieron a pedradascon otros jornaleros de los Domínguez.No era la primera vez que ocurría unacosa así. El caso fue que un tal Manuel,labrador joven de don Ramón, cayómalherido de una puñalada. En cuanto lavíctima gritó: «¡Me han matado!» y sellevó las dos manos al vientre, echaron acorrer los demás refugiándose en lacasona de sus amos.

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Lo cruzaron en una caballería y conla mayor premura lo llevaron al hospitalde Caridad. Un enorme gentío, conformese iban enterando de lo sucedido, se fuesumando a la comitiva tratando de verlela cara y la herida al muchacho.

Don Ramón fue uno de los primerosen acudir y ponerse a la cabecera deManuel.

En cuanto el médico le descubrió laherida dijo que la cosa era bastantegrave.

—Ha perdido mucha sangre.—¿Entonces? —inquirió don

Ramón.—Se hará lo que se pueda.

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El hospital estaba en una casa quefue antiguo convento. Tenía un patio demármol con un pozo en el centro. Unidaa él había una iglesia con su placetadelante.

Toda la noche duró la crisis delherido. Don Ramón anduvo todo esetiempo de una punta a otra del patio, sinabrir la boca.

Hasta muy tarde llegaban algunaspersonas y se cogían a la reja de lasventanas tratando de ver, por ellas, alherido.

Lo peor fue cuando llegaron lospadres, los hermanos y las hermanas delmuchacho gritando delante de la puerta.

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Sus chillidos llenaron la nochesilenciosa y se oyeron con terror en todala plaza.

—¡Asesinos! —gritaban—. ¡Lástimade mi hijo! —O bien—: ¡Lástima de mihermano!

A las cinco de la mañana el médicollamó con urgencia a don Ramón y lecomunicó alarmado que el herido semoría.

—¿Está usted seguro?—Desgraciadamente ya no tiene

solución.—¡Dios mío!Poco después dejaba de existir el

pobre Manuel sin haber recobrado el

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conocimiento, desde el momento en quecayó apuñalado en el campo.

Las escenas que siguieron fuerondesgarradoras.

El ver muerto a su compañeroenardeció a los otros jornaleros, quetoda la noche se la habían pasadocuchicheando delante del hospital. Searmaron de piedras y se dirigieron a lacasona de los Domínguez. Pero la viejacasa parecía más inexpugnable quenunca. Todas las ventanas y balconesestaban herméticamente cerrados.Indignados como iban y con lágrimas enlos ojos tuvieron que conformarsearrojando todas sus piedras contra la

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fachada y la puerta de la casa.

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XVILa noticia de la muerte del

muchacho voló a esa hora ya por toda laciudad. Hasta al mismo obispo, que muytemprano pasaba del palacio a lacatedral por un pasillo comunicable,llegó la mala de aquella desgracia. Aesa hora dijo su misa en el altar de SanTorcuato y le suplicó al viejo obispomártir hiciera bajar un poco la paz delcielo sobre aquel pueblo. El santo, conlos ojos tristes, parecía compadecerlo.En cuanto acabó la misa tuvo quesentarse en un sillón de la sacristía paradescansar. Era ésta una estancia grande

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con las paredes cubiertas de lienzos, conretratos de antiguos obispos y de santos.Por una ventana grande, con reja, se veíael campo, la alameda del río y loscerros de la estación férrea iluminadospor el sol. El señor obispo, encorvadopor los muchos años que tenía, se dolióprofundamente de aquellos odios.Inmediatamente envió a su paje a cadauna de las dos familias invitándolas arestablecer la concordia y evitar underramamiento de sangre.

—Dios nuestro Señor tenga piedadde todos nosotros —dijo entregándole elmensaje a su secretario.

Luego se levantó ayudado por el

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canónigo penitenciario y salió muydespacio apoyado en su bastón,enseñando, bajo la sotana, los calcetinescolorados.

Aquel fue un día aciago en la ciudad.En cuanto se supo la muerte deljornalero, fueron muchas las personasque se presentaron en el hospital atestimoniar su duelo. La mayoría erangentes humildes.

El autor del navajazo, un tal José elTrigueño (un individuo seco con lospómulos salientes), se dio a la fuga en elmismo momento en que vio caer heridomortal a Manuel. Unos cuantoslabradores lo testificaron diciendo que

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lo habían visto muy alborotado caminode la sierra.

—Dijo que huía por temor a lajusticia.

A pesar de que se le buscó durantetodo el día, fue inútil.

El Trigueño no apareció por ningunaparte.

El juez de instrucción, a pesar dehabérselo suplicado insistentemente donRamón, no quiso acceder a que la veladel cadáver se hiciera aquella noche enla casa de la Plaza.

—Imposible —negó—. Lo mejorpara todos es que el cadáver pase alcementerio cuanto antes.

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Fueron muchos los que aquellanoche permanecieron cerca del muerto,en el cementerio.

La luna ponía sobre las tapias y losárboles una sombra de misterio.

Sólo se oían los suspiros y los ayesde sus allegados.

En los ojos de todos había unacrispación de venganza.

El párroco de San Miguel, con lasotana cubierta de polvo, le rezó unresponso al borde mismo de la fosa.Apenas si quedó alguien que no fuera asu entierro.

El mismo don Ramón estuvo allí conlos ojos amoratados. En seguida se alejó

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al galope, tirando para el camino delcaño de San Antón.

Nadie se movió en todo aquel día enla casona de la puerta Alta. Parecíacomo si todos sus habitantes se hubieranmuerto de repente o como si algúnencantamiento se los hubiera llevado aotra parte. Ni siquiera se abrió la puertacuando el paje de su ilustrísima estuvoallí llamando. En vista de lo cual elhombre se alejó bastante asustado.Desde un principio no le habíailusionado mucho la misiva del obispo.Lo único que pudo hacer fueencomendarle a Dios aquellas almas.

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Muchos, teniendo todas aquellascosas como anuncio de algo más maloque lo pasado, procuraron cerrartemprano las puertas de sus casas y desus comercios. A nadie se le pasabaaquel ambiente de lucha. En todaspartes, en las tabernas de la calle SanMiguel o en las casas del barrio moro odel barrio latino, todo el mundocomentaba aquellas cosas.

Sin embargo, el día pasó tranquilo yla noche se metió expectante. Apenas sehabía marchado el último rayo de sol,cuando toda la ciudad quedó desierta.Tan sólo se oía el reloj de la catedral.

Incluso la misma tertulia de don

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Lorenzo estuvo aquella nochedesanimada. Muchos de los asiduos, elrelojero, el canónigo, el maestro deescuela, un médico y tres o cuatroexseminaristas aspirantes a poetas, sehabían excusado. El mismo don Lorenzoterminó por echar el cierre y marcharsea su casa.

A esa misma hora, don RamónEspinosa paseaba de una punta a otra desu despacho. Desde las paredes lomiraban sus antepasados. Había comoun tácito acuerdo de guerra dentro deaquel cuarto. Llamó a su hijo y sin máspreámbulos le juró por todos aquellos

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muertos que renegaría de él si llegaba aenterarse de que andaba cerca de lamaldita casa de los Domínguez.

—Es preciso que te olvides de esagente.

Rodrigo, que tenía en los ojos elrecuerdo del muchacho muerto, no supoque contestar. No obstante, había algoaltivo en su manera de mirar.

Don Ramón se derrumbo en el sillónque había sido de don Santiago. Con lasdos manos trató de acariciar excitadolos brazos de madera. Todos sabían enaquella casa que aquel sillón lo usó unEspinosa al terminar la guerra contra losmoros, herido como estaba en una

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pierna. Después todos habían pasadopor él. Aquella madera tenía dentro desí el peso de toda aquella viejísimafamilia. Guardaba parte de la fierezaque tuvieron siempre los Espinosa.

—Ya hemos hablado todo lo queteníamos que hablar —terminó donRamón aferrado al sillón. Por unmomento pareció que iba a coger fuerzaspara saltar.

Rodrigo no se movió mirando comomiraba a su padre.

—¿Tratas de oponerte a lo que temando? —le preguntó su padre.

Rodrigo salió con los puñoscrispados perseguido por la furia de

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todos aquellos Espinosa difuntos.Aquella noche los tuvo a todosrondándole en su cuarto armados deespadas y de viejos pistolones. Leechaban en cara el que fuera capaz detraicionarlos por una simple mujer sinimportancia.

Por el balcón de su cuarto se veía laciudad metida en la oscuridad.

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XVIIA la mañana siguiente, en vista de

que no había pasado nada durante lanoche, decidieron muchos abrir concierta cautela las puertas de sus tiendasy de sus casas. No tardó en llenarse lacalle de gente. El mismo señor obispo,al cruzar aquella mañana el pasillo quele llevaba de su casa a la catedral, notóque algo le refrescaba el espíritu. Laventana ojival del pasillo estabaentornada y se veían los cerrosiluminados.

—¡Vaya! —dijo maquinalmente—,parece que es verdad eso de que

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después de la tempestad viene la calma.¡Loado sea Dios!

Los demás parecieron sentir unasensación semejante.

El mismo alcalde, al entrar en elAyuntamiento, saludó de mododesacostumbrado a la pareja demunicipales que hacían guardia en lapuerta.

—Sin novedad, ¿no? —preguntócomo el que está al tanto de la calle.

—Sin novedad, señor alcalde.Y sin saber por qué, los dos

guardias sonrieron satisfechos. Aquellanoche habían tenido que redoblar elservicio de vigilancia en torno a las dos

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casas.Muchos llegaron a decir:—Quizá la muerte de ese hombre

haya hecho recapacitar a esa gente.La misma tienda de los Fonseca, con

sus siete cierres, fue abierta algoavanzada la mañana. Naturalmente losdueños no aparecieron por allí en todoel día. Estaban demasiado excitados losánimos y las cosas podían llegar a más.

Era aquél un buen día y el sol estuvodando fuerte toda la mañana sobre laspuntas de las casas y de las iglesias. Laspalomas de la catedral volaronincesantes desde la torre hasta el centro

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de la Plaza. Tan bueno fue el día quehasta el pobre Marco el Cojo anduvo laciudad, sin miedo, aporreando las callescon su pata coja. Al buen hombre, quehabía sido lego en su mocedad, le entróla chifladura por pregonar por todo elMarquesado una cruzada a Galicia pararescatar el cuerpo de San Torcuato,depositado en Celanova por losaccitanos cuando la invasión de losmoros. Además de esta campaña, vendíaemplastos y hierbas medicinales paracurar los males de este mundo, y ¡quiénsabe si del otro! Lo malo de Marco erasu afición a las mujeres. Cierta vez queiba camino de la ciudad le dio por poner

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los ojos en unas cuantas mozaslabradoras que llevaban su mismocamino, con tan mala suerte que lollevaron a pedradas hasta el pueblo. Elhombre brincaba como un saltamontes.Otras veces cogía todas sus cosas y seiba por los llanos del Marquesado. Enalgunos de aquellos pueblos lo recibíande buena manera y hacía su avío; enotros, como en Lateira, lo cogían y loataban a un árbol y medio lo desollaban.Por eso él muchas veces se titulaba«mártir». Lo peor era cuando lollamaban moro o hereje. Cierto día enque esto le pasó se fue derecho allevarle sus quejas al obispo. Se sentó

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en la puerta de palacio y allí hubieraestado toda la vida si su ilustrísima nosaliera con ocasión de visitar unaparroquia y, al verlo, le dio a besar suanillo y le llamó «hijo mío». El sentirsellamado de esa manera enterneció alpobre Marco y se retiró sin protestar.

Esta vez, como otras veces, gritabacon las piernas plegadas sobre susmuletas, sentado, delante de la puerta deSan Torcuato.

—¡Hermanos! —gritaba—. ¡AGalicia!

La gente, los niños principalmente,se le acercaban y le tiraban de unamuleta al tiempo que le chillaban:

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—¡Hereje!—¡Moro!El tal se levantaba dando saltos y les

disparaba la otra muleta a voleo. Y eraentonces cuando les recitaba de un tiróntodos sus improperios.

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XVIIISin embargo, aquella paz duró muy

poco. Unos días después, con ocasión deintentar Rodrigo pasar por un viejocamino que cruzaba junto a unas tierrasde los Domínguez, se sintió atacado porunos cuantos labriegos de esta familiaque querían cortarle el paso.

—Por aquí no se pasa —le dijo uno,con una escopeta en la mano.

—¿Por qué?—Porque este paso es de mi amo.—¿Desde cuándo?—Desde siempre.—Pues por aquí pasa todo el mundo.

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Yo lo he visto.—Eso es mentira.—¿Eso lo dices tú?—Lo digo yo y lo dice ésta —y

señaló el arma.—Me río yo de ti y de ésa.Y para probarlo picó su caballo y la

emprendió a galope. En seguida sintiópasarle cerca un par de cartuchazos.Rodrigo tuvo que frenar y volverse. Enese momento le había saltado al rostrola cara de ira del abuelo don Santiago.Fue verlo y salir el criado y los demáscorriendo camino de la huerta.

A los pocos minutos salía armadoJuan, el hijo de don Juan Fonseca. Había

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crecido también y era un muchacho duro,con los ojos llenos de bravura.

En cuanto vio a Rodrigo, se leencaró con rabia.

—¿Qué buscas aquí?—Uno de los tuyos me ha tirado por

la espalda.—Porque tú lo provocaste.—Eso no es cierto.El Fonseca no se amilanó. Le

sostuvo la mirada a Rodrigo y leamenazó en seguida.

—Si vuelves por aquí, te mato. Y sivuelves a rondar por mi casa, te juro quete mato.

—Eso lo dices porque vas armado.

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—A mí no me asustas tú.Y para probárselo tiró la escopeta al

suelo.—Es inútil que te empeñes en rondar

a mi hermana. Todos los Espinosas soisunos asesinos.

Rodrigo notó que todo el cuerpo letemblaba al oír aquello y a punto estuvode arremeter contra sus mortalesenemigos. Sin embargo, fue el recuerdode Blanca el que le hizo desistir. Poreso salió como si huyera.

Durante algunos días Rodrigoapenas si habló con nadie. Ni siquieraquiso volver por la muralla. Se alejaba

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de la ciudad. Estaba claro que habíaalgo en su vida que le obligaba a ir pordonde él no quería. Cabalgando llegabahasta Hernan Valle. Volviendo lamirada, Guadix aparecía hundido entreun montón de hierros oxidados.

Otras veces se juntaba con su amigoMartín. Juntos solían recordar lostiempos en que salían al campo parahacer guerrillas.

—Ahora todo es distinto —sequejaba Rodrigo.

—Como que todo es mentira —remataba Martín.

Al anochecer volvían a la ciudad,entraban por la puerta de San Torcuato y

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se sentaban en uno de los bancos dehierro de la Plaza.

Una tarde anduvo Martín buscando aRodrigo por todas partes. De su casahabía salido como siempre y no sabíandónde podía estar. Después de muchasvueltas, alguien le dijo que lo habíavisto a caballo por el arco de SanMiguel, camino de la ermita de SanFandila.

Se estaba poniendo el sol.Al verlo, Rodrigo se avispó en

seguida.—¿Qué es lo que pasa?—Tengo que decirte una cosa.

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—¿A mí?—¿Tú conoces a Toño Ruiz?—¿Tu vecino?—Sí.—¿Y qué?—Que ha entrado de criado en la

casa de tu novia.—¿Y bueno?—He pensando que si tú quisieras

podrías darle una carta.Rodrigo no supo qué contestar.—¿Tú crees?—Con intentarlo nada se pierde.

Aquella misma noche esperó Martína su vecino cuando éste iba a entrar en

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su casa. El muchacho venía corriendodesde lo alto de la cuesta empedrada.Estaba un poco asustado porque lehabían dicho que algunas noches salía unfantasma por la parte embovedada delAlmoreo.

—Toño —lo llamó Martín conmucho sigilo.

El otro se le quedó mirando.—¿Qué es lo que quieres?—Quiero pedirte un favor.—¿A mí?—Sí.—¿Y qué favor es ése?—Tienes que darle una carta a tu

ama Blanquita.

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—Eso no puedo hacerlo.—¿Por qué?—Porque mi amo me mataría.—Le tienes miedo, ¿no?La pregunta hirió el amor propio del

muchacho.—Yo no le tengo miedo a nadie.—Pues entonces lo que tienes que

hacer es que no haya delante nadiecuando se la des.

—Está bien —contestó aregañadientes.

A la noche siguiente volvieron aencontrarse los dos en el mismo sitio. Elmuchacho, antes de hablar, desvió lavista por todas partes. Se veía que

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estaba un poco nervioso.—¿Qué es lo que hay? —le preguntó

Martín.—Le di la carta.—¿Y ella, no te ha dado nada?—No.—Pero algo te habrá dicho.—Me dijo: «Antonio, pídele que no

se acuerde de mí».—¿Nada más?—Estaba muy triste.—¿Y tú qué crees?—Que ella quiere al señorito

Rodrigo, pero el padre, mi amo, quierecasarla con otro.

—¿Y ella no se iría con Rodrigo?

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—No.—¿Por qué?—Porque no.—¿Y no le importa casarse con

otro?—Ella hace lo que le manda mi amo.

Poco después se encontraban los dosamigos en la casa de Martín y hablabande aquello.

—¿Y tú que piensas hacer? —lepreguntó Martín.

—Nada.—Pero ella te quiere.—Por eso mismo.—Pues no te entiendo.

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—En otro tiempo, un Espinosahabría asaltado la casa y se la habríallevado.

—¿Y ahora no? —preguntó Martíncon intención.

Los dos callaron un segundo yrememoraron batallas. Era verdad. Lomejor sería poner sitio a la casa y entrara saco por ella. Todo lo demás eraperder el tiempo.

—¿Te atreverías? —le insinuóMartín con los ojos brillantes.

Rodrigo tardó en contestar.—Si intentan casarla contra su

voluntad, naturalmente.—Pero eso es una locura.

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—Por eso mismo.—Pero ellos piensan que tú eres

como tu tío Diego Espinosa.Rodrigo tembló al pensarlo.—Eso no es verdad.—¿Y tu padre?—Mi padre es como yo.—Estará siempre en contra tuya. Y

más con el muerto. Eso fue lo peor.—Pero yo la quiero y eso es más

que mi padre y que mil muertos.—Entonces cuenta conmigo.Y se dieron la mano.

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XIXAlgunas veces aparecía por la casa

don Palomo. Ahora tenía otros alumnos,en la puerta de Granada. Pasaba parasaludar al ama doña Emilia y preguntarpor la salud de toda la casa. Aquelpretexto le servía para almorzar en lacocina. Pero lo que más le interesabaeran las cartas del marino. En cuantollegaba, don Ramón le entregaba conorgullo un fajo de ellas y el hombre selas embebía. Al tocarlas con las manostrataba de descubrir el salobre del marescondido en los papeles.

—Huele a mar, ¿no lo ha notado

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usted? —acostumbraba a decirle a donRamón—. Es inconfundible…

Pero en seguida volvía a los mares.Olas tremendas salían encrespadas deentre líneas. Delante tenía un barcosorprendente con su chimenea pintada deblanco y sus palos. Se sentaba en elmismo sillón de otras veces con elparaguas entre las piernas y las gafassubidas a la frente. En cuanto terminabade leer todo aquello, se entreteníacontándole aventuras suyas al pobreGaspar. Este había envejecido mucho ytenía que ponerse una mano en forma deembudo en la oreja para poder oíralguna cosa. Últimamente había perdido

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el oído y casi toda la vista.—Aquéllos eran tiempos de

epopeya, amigo Gaspar —decía donPalomo metiéndole materialmente laboca en aquel embudo.

—Sí señor… Sí señor…—Ahora no hay ilusión.—No; no señor…—Pero entonces…—¡Ah, pero entonces…! —y el

anciano movía la cabeza con muchapena.

Los dos hombres se quedabanparados recordando por su cuenta cadauno aquellos tiempos.

El uno veía los campos de la ciudad,

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los castillos y los pueblos delMarquesado. Delante, a caballo, iba suamo, él detrás en una mula. ¡Había tantafelicidad en todo aquello…!

El otro tenía delante las tapias delseminario. Detrás estaba el mundo… yel mar. Millares de barcos pasaban porsu vista embistiendo olas inmensas conel gran testuz de sus proas afiladas.

—¡Ah, pero entonces! —seguíarepitiendo Gaspar.

Don Palomo entraba en la cocina adespedirse del ama. Bajaba lasescaleras y en cuanto llegaba a la calleabría como siempre su paraguas.

Al pasar por el arco del Corregidor,

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se topó uno de esos días con Rodrigoque volvía jinete sobre «Alhorí». Al vera su antiguo maestro, se apeó en seguiday lo saludó.

Don Palomo, que a pesar de viviralejado de todo tenía algunos momentosde vislumbre, le soltó en seguida:

—Tú tienes mal de amores…—¿Yo, don Palomo?—Naturalmente.Y le señaló el corazón con la punta

del paraguas.—Lo mejor para curarse de eso, es

el mar (don Palomo abrió los ojosinconmensurablemente, como si fuera aarrojarlos de sus órbitas). ¡Si lo sabré

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yo!En seguida que dijo aquello siguió

su camino sin volver la vista.

Rodrigo de buena gana le habríahecho caso a don Palomo. Lo mismo queuna vez había salido con Martín enbusca de los moriscos de la Alpujarra,ahora habría cruzado la sierra hastallegar a la orilla del mar. Él sabía quepasada aquella mole inmensa, el maresperaba debajo con sus ojosalucinantes y sus enormes escamas deespuma. Tal vez el mar y un caballovinieran a ser la misma cosa. Sinembargo pensó que él era hombre de

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tierra, hecho para subir montañas y paraandar al pie de las murallas de Guadix.Por eso miró tristemente a don Palomo ytiró para su casa.

En aquellos días de tregua, latertulia de don Lorenzo había recobradola normalidad. De nuevo volvían areunirse los de siempre y se planteabannuevas discusiones en torno a figurasilustres de la ciudad. Se hablaba de donPedro de Mendoza y Luján y de la casadonde había nacido en la plaza de lasCampañas.

—Ese hombre llevó a la Argentinalos primeros caballos de la Pampa —

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afirmó el relojero que acababa de leerla crónica del viaje.

—Lo peor fue que después de haberpreparado la mejor expedición a lasIndias, pereció de hambre.

En torno a esto se hicieron algunasconsideraciones de importancia. Sehabló del hermano de Santa Teresa queacompañó al Adelantado y de losestragos que causaron los indios en elfuerte de Santa María del Buen Aire,que habían fundado.

—De esa aventura se han escritomuchas leyendas —dijo el canónigo.

—Lo que es seguro es que a estaciudad no le han faltado nunca ni

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guerreros ni poetas —declaró el maestrocon orgullo.

—Ni santos, amigo mío, ni santos —abundó el señor canónigo—. Tengausted en cuenta que según la tradiciónésta fue la primera ciudad que como talse convirtió a la fe de Jesucristo. ¿No seimaginan ustedes aquella coloniaromana que se llamaba Julia GemelaAcci, con sus legiones y sus monedas ysus murallas de entonces…? Cuentanque la primera mujer que oyó lapredicación de San Torcuato y sebautizó, se llamaba Lupa (o era lupa). Elcaso es que después que se hicieracristiana se cambió el nombre y hoy es

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nada menos que santa Luparia. Detrás deella pidió el bautismo toda la colonia. Yno le nombro a San Félix, el obispo quepresidió el concilio de Ilíberis, ni a SanFandila.

—Pero volviendo a lo de losguerreros, ahí tiene usted a don Pedro deAlarcón y la guerra de África.

Todos los asistentes se enardecíancon aquellas cosas de la ciudad en quehabían nacido. Cada uno la veía a sumodo. Unos romana, con el solreluciendo en las corazas de loslegionarios. Otros la veían visigoda yotros la veían mora, rodeada demurallas y de torreones. Finalmente

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acabaron viéndola todos como estabaahora, cubierta de ruinas y dividida endos bastiones. Entre la firmeza de latorre de la catedral, las casas de losEspinosa y la de los Domínguez.

—Ambas son también otro vestigiode ese tiempo —dijo el maestro deescuela que además escribía versos—.El día en que ellos mueran, tendrán quenacer otros para que nunca se acaben laspeleas de este pueblo.

—Es verdad, es verdad…

El 10 de octubre, don Juan Fonsecacomunicó a sus amistades que para laprimavera sería el matrimonio de su hija

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Blanca con un hijo de la conocidísimafamilia Ruiz Pardo, de la capital.

Los aduladores de siempre seapresuraron a darle la enhorabuena, nosólo por el casamiento sino también portratarse de emparentar con una familiatan importante.

A partir de ese momento las cosasiban a tomar otro rumbo.

Empezaron a caer las primeraslluvias del otoño y la ciudad rebrillababajo el agua.

Sólo algunas tardes, en cuantoanochecía, se veían las lucesencendidas, en guardia permanente, delCasino, de la barbería de Manolo, o los

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cristales, con el rótulo de «Farmacia»,de la botica de don Lorenzo.

Algunos grupos de niños se parabana jugar junto a la farola y se marchabandespués en cuanto daba el toque deánimas en la catedral.

Ladraban a partir de entoncesmillares de perros por toda la ciudad.

En la puerta Alta, entre el silencio yla luz que la luna ponía sobre el cielo, lacasa de los Domínguez, completamenteencalada, parecía el fantasma de uncastillo medieval.

En la plaza, la casa solariega de losEspinosa remendaba, con la luz deaquella noche, sus heridas inmortales.

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Había una languidez, una tremendaquietud que a todos adormecía. Y nadieera capaz de poner una explicación en lanaturaleza de semejante fenómeno.

A esa hora, Su Ilustrísima el señorObispo de la diócesis rezaba sus últimasoraciones en la capilla privada depalacio. Tenía tantos años quedifícilmente podría arrodillarse sin laayuda de nadie en su reclinatorio deraso. La vida había puesto rosas yespinas en su largo camino. Gimiópensando en la vanidad de todo y en lainmortalidad del alma.

A esa hora, el alcalde de la ciudad

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dejaba en la cama a su señora, y salíaacompañado del jefe de Orden Públicopara comprobar si se cumplía, o no secumplía, el servicio. Se embozaba enuna capa y parecía un mosquetero.

A esa hora, don Ramón Espinosarepasaba una vez más el árbolgenealógico de la familia y los ojos sele llenaban de sangre con tantas batallas,tantas muertes de moros y tantas heridasen combate. Al respirar, el pechoparecía chocarle con el hierro de sucoraza.

A esa hora, Rodrigo veía una bodaque iba desde la casa de los Domíngueza las puertas de la catedral. La novia,

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naturalmente, era Blanca, y el novio,naturalmente, era él…

A esa hora, Blanca Fonseca, en sualcoba de rico artesonado, también veíaotra boda, pero completamente distinta.La comitiva iba de su casa a la iglesiade Santiago y, en vez de flores, todo elcamino estaba cubierto de sombras. Sinpoderlo remediar, se le llenó el rostrode lágrimas.

A esa hora, don Juan, su acaudaladopadre, se quitaba los ojos apuntandocuentas y cuentas…

A esa hora… todo el mundo seechaba a dormir o a velar.

El diablo, en tanto, andaba por los

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tejados revolviéndolo todo,complicándolo, avivando tentaciones…

El día más duro de la vida deRodrigo fue aquel en que se presentaronen Guadix los Ruiz Pardo acompañadosde su hijo, el prometido de Blanca.Llegaron en un coche desde la capital, einmediatamente se dirigieron por lacalle de San Miguel a la casa de lapuerta Alta. Muchos vieron pararse elauto delante de la casona y apearse a lafamilia. En seguida corrió la noticia porel pueblo.

—¿Pero esa niña no es novia delnieto de don Santiago? —preguntaba

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todavía algún despistado.—¡Ca, hombre!Como el día no era malo, idearon en

seguida dar aquella tarde un paseo porla ciudad. No le gustó mucho aquello adon Juan, aunque, por otro lado,tampoco le desagradaba mucho. Asítendría ocasión de lucirse delante detodo el mundo.

—Muy bien, daremos esa vuelta.A las tres de la tarde salieron los

dos coches calle de San Miguel abajo,hasta salir por la puerta de Granada, consus dos torreones moros. El paso de losdos autos llamaba la atención de lasgentes que se asomaban con intención de

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ver a los viajeros.En uno iban los novios con las

señoras.En otro iba don Juan Fonseca con

Ruiz Pardo.—¡Esa es Blanca Domínguez! —

señalaban las mujeres.—Qué guapa.—Y ése es el novio…

Aquella noche llevó don Juan a susfuturos consuegros al Casino. Éste era elcentro social de la ciudad. Muchastardes, distinguidas señoritasinterpretaban a cuatro manos bellaspartituras de Chopin o de Mendelssohn,

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en el piano de cola que había en uno delos salones. También se organizabanbailes, piñatas y otros juegos muyanimados. Don Juan presentó a los RuizPardo a sus amistades más relevantes.Todos estaban absortos ante laostentación de poder y de influencia quehacía aquella familia. Parecía imposibleque existiese quien pudiera hacersombra a los Fonseca. Don FranciscoRuiz Pardo, cogido a un puro enorme,hablaba sin cansarse de sus posesiones,de sus cortijos, de sus rentas, de suscotos y de sus amigos de Madrid. Aquelhombre era un verdadero rey taifa.

—Últimamente estuve en Madrid

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para ver al Ministro de Fomento.—¡Oh! ¿Usted conoce al señor

Ministro?La esposa, con los ojos lánguidos,

no quitaba la vista de Blanca. Estaestaba sentada en un sillón y aparentabaescuchar a su futuro. El muchacho teníalos ojos grandes y gesticulaba a cadamomento.

La esposa de don Juan, con lasmanos muy pálidas en su regazo, tratabade no dormirse. A cada momento abríalos ojos y decía «¡oh!».

A eso de las doce (se oyeron lascampanadas del reloj de la catedral)todos decidieron retirarse. Paquito Ruiz

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Pardo (que así se llamaba el hijo) sepuso firme, algo nervioso. Le cohibía laactitud bastante fría de Blanca.

Salieron del Casino, los Domínguezcamino de su casa rodeados por algunosde sus criados.

Los Ruiz Pardo, para el hotel.La noche era algo fría, con unas

cuantas nubes por el cielo.

El saber que aquella gente estaba enGuadix fue como un lanzazo en el pechode Rodrigo. Aquella misma tarde,desesperado, cogió a «Alhorí» y semarchó al galope de la ciudad. Era muytarde cuando los cascos de su caballo

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resonaron de nuevo en el sueloempedrado. Tanto el jinete como elcaballo venían completamente agotados.«Alhorí» pateaba con los bofes llenosde espuma.

A pesar de la hora, Martín lo estabaesperando, oculto en la sombra de unacolumna.

Rodrigo se le quedó mirando.—¿Qué pasa? —le preguntó.—Nada; sólo venía para decirte que

no te preocupes —le dijo Martínponiéndole la mano sobre el hombro.

Rodrigo bajó la cabeza. Luego, en unarranque de furia, rompió en milpedazos la vara que llevaba en una

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mano.—¡Maldita sea esta ciudad! —gritó.Martín no quiso insistir. Lo vio

desaparecer y en seguida se alejó por laplaza de la catedral y entró, luego, porlos callejones del barrio latino, la plazadel conde Luque, hasta la Alcazaba. Allítenía Martín buenos amigos, antiguoscamaradas de la escuela y de guerrilla.A esa hora estaban muchos bebiendovino en una taberna que había pegada auna esquina o hablando con sus novias.En cuanto vieron asomar a Martín,pensaron en seguida que alguna cosabuena les traía.

—¿Tú por aquí? —le preguntaban.

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—¿Es que no puedo venir a mibarrio?

—Sí, hombre, pero no es locorriente. A ti te gusta más la Plaza.

—Pues yo soy el mismo de siempre.—Al grano, Martín; cuando tú

asomas por aquí es que algo gordo estápasando —esto lo dijo un tal López, conlos ojos algo atravesados.

Entonces Martín pidió una ronda yse pusieron a recordar algunas guerrillasque habían hecho juntos. Sentados, conentusiasmo, parecían viejos veteranosde alguna guerra descomunal. Estabancomo en éxtasis imaginando batallas.Más tarde Martín les propuso algo que

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más adelante de esta historia habráocasión de ver.

Mientras pasaban las cosas que seacaban de contar, Rodrigo llegó a sucasa, dejó el animal en la cuadra, subió,cenó lo que pudo, y se sentómalhumorado junto al fuego.

Unos cuantos troncos poníanchispazos rojos en las paredes y en lascaras.

En otro lado estaba su padre con unlibro abierto en las manos. Por elsilencio que había estaba claro quetodos estaban en el secreto de lo quepasaba aquella noche en el pueblo. Don

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Ramón no quería de ningún modo que suhijo anduviera cerca de aquella niña;pero también le dolía que aquéllos sepermitieran pisotearle en su honor.Cerró los ojos queriendo dormitar. Perolo único que conseguía era que aquellasideas le dieran vueltas como moscas enla cabeza. No podía olvidar las muchasofensas que osaban hacerle. Pero algúndía… Don Ramón abrió los ojos alpensar esto. Algún día pudiera ser quese arrastraran a sus pies como perros. Yentonces sería la ocasión que tantobuscaba para acabar con ellos.

Rodrigo, por su parte, veía el mundoentero como algo rotundamente

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perverso. Se sentía destrozado pordentro y por fuera. No comprendía porqué Blanca —para su mal— habíatenido que venir al mundo precisamenteen aquella casa y en aquella familia.¡Hubiera sido tan fácil de otra manera!

Doña Emilia, absorta en susmeditaciones, sacó un rosario, con lascuentas de nácar, de su rosariera deplata y comenzó a desgranar uno a unolos misterios de la Pasión del Señor.Todos los criados y criadas, al oír lavoz de la señora (era una costumbreinveterada) acudieron sumisos hasta elsalón y se fueron acomodando donde lahumildad de su condición les permitía.

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Durante casi medía hora sólo se oía elmurmullo soñoliento de todos. Jesúspasaba azotado, coronado de espinas,con la cruz a cuestas… hasta morircrucificado en el calvario, entre dosladrones. La Virgen María, en tanto,aparecía vestida de negro, con lasmanos cubiertas de sortijas de oro y consiete espadas clavadas en su pecho.

En cuanto se acabó el Rosario, loscriados se retiraron, con permiso de losamos, para dormir.

Días antes, unos parientes de LaPeza (villa de la sierra) habían venido apor el anciano Gaspar y se lo habíanllevado con ellos.

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—Queremos que muera con lossuyos —le dijeron a don Ramón.

Ese fue un día de duelo para la casa.Doña Emilia fue la última de

retirarse. Antes se acercó al balcón ymiró para el cielo.

—Va a llover —dijo.Y cerró los postigos.

Después de dos días de estar en elpueblo, la familia de Ruiz Pardo sevolvió para la capital. Habían acordadobastantes cosas relacionadas con laboda de los niños. Lo primero, que elcasamiento se celebraría en la primeraquincena de mayo. A la señora de don

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Francisco le encantaba la primavera.—Yo me casé un siete de mayo —

dijo con énfasis.Otro acuerdo fue la dote de los

niños, la casa y los regalos.—Vivirán en Granada, —sentenció

don Francisco—. Yo los necesito cerca.A todos les encantó la idea.Después del almuerzo, los Ruiz

Pardo, eufóricos, abandonaron laciudad.

Antes, Paquito Ruiz había tenido unaconversación con Blanca. El muchachose condolía de su poco interés y de sufrialdad.

—Entonces, ¿me escribirás? —le

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preguntó.—¿Y para qué? —decía ella—. De

aquí hay pocas cosas que contar;además, ya lo hace mi padre.

—¡Oh, pero eso no es!—¿No?—Necesitamos conocernos.—¿A ti te parece necesario?—Naturalmente.—Entonces tendré que hacerlo.—Estaré impaciente hasta que tú me

escribas.Blanca no dijo nada.—Bueno, nos vamos ya. Adiós,

Blanca.—Adiós.

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En cuanto el coche salió, don Juanregañó a su hija.

—No me gusta como te has portado—le dijo—. Ése es el muchacho que a tite conviene y ése será tu marido.

Blanca no intentó replicar. Pero, encuanto podía, llorabadesconsoladamente.

No podía olvidar a RodrigoEspinosa tal como lo vio la primera vezen su caballo subiendo la brecha de lamuralla. Tampoco olvidaba el día enque lo encontró agazapado en la huerta,escondido, para verla.

—Tú harás lo que yo te mande —lechillaba don Juan—. En esta casa todo

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el mundo hace lo que yo digo.Ella hubiera tenido el consuelo de su

hermano, pero éste había jurado muchasveces un odio a muerte contra Rodrigo.

—Antes que verte con él, prefieroverte muerta —le dijo en cierta ocasión.

Pero ella no sabía comprender elporqué de todo aquello. Desde quenació sólo había escuchado palabras demuerte en aquella casa. Desde que nacióapenas si podía poner los pies en lacalle. El amor estaba muerto dentro deaquellos muros y sólo había odio portodas partes.

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XXEl invierno llegó pronto a la ciudad

y la nieve puso sobre las casas y sobrelos picachos su capa reluciente. Muchosllegaron a decir que algunas noches seoían manadas de lobos hambrientoscerca de los árboles del río. Pero estono llegó a confirmarse nunca.

Muy temprano, en cuanto se iban losúltimos rayos de sol, la gente se retirabaa su casa, echaban el cerrojo grande y seaseguraban de que nada, ni persona niespíritu, podía colarse por alguna de lasrendijas abiertas de la casa.

Sin embargo, como en todas las

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historietas y en todos los pueblos deEspaña, en éste también pasaban cosasextrañas. Se supo que, por ciertos sitiosde la ciudad y a cierta hora de la noche,era muy difícil el paso. En cuantosonaban las doce de la noche salían porallí fantasmas con sus vestimentasblanqueadas, sus cadenas espeluznantesy sus gritos de ultramundo.

Para muchos eran almas en penavagando penitentes; para otros eransinvergüenzas tratando de espantartestigos y así cometer, más libremente,algunos de sus pecados amorosos.

Pero cuando la nieve lo cubría todo,difícil era correr alguna de aquellas

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aventuras.La sierra, en tanto, cubierta de

nubarrones, parecía esperar el instantepreciso para abalanzarse sobre laciudad y devorarla.

Como todos los años, fueron muchoslos que se murieron aquel invierno.Nuevamente la parroquia de turnovolvía a salir entumecida, con su cruz,su cura, su sacristán y su monago. Todosse apresuraban a despachar cuanto antesal difunto ante el viento que pasabaacuchillando en la Cruz de Piedra. Alpie de la muralla se veía la parte nuevadel pueblo.

Ese invierno falleció el viejo

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Gaspar en la casa de sus parientes de LaPeza. Don Ramón y su hijo Rodrigoestuvieron hasta el último instante a sulado. Después del entierro (un día enque unas veces llovía y otras granizaba)se volvieron para Guadix por loscaminos de la sierra.

También murió en ese tiempo (entrela verdad y la leyenda) el Monje quevivía desde hacía muchísimos años en lacueva de su nombre. Tenía la barba muylarga y los dedos delgados. Ése fue undía de mucha expectación. Todos loconocían por sus virtudes. Se contabancosas muy grandes de su vida y se leatribuían muchos milagros conseguidos

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gracias a su intercesión. De toda lacomarca acudieron cientos de personaspara seguir su cadáver y para tratar dellevarse alguna reliquia de su hábito.

Todavía, en un cerro abandonado, seve la cueva en la que vivió tanto tiempo.Enfrente tiene la sierra y la ciudad. Elmundo, tan encendido bajo el sol, teníaque ser como una acuciante tentación ensu vida.

Rodrigo dejó escrita, en uno de suscuadernos, la historia del famosoanacoreta cuyo nombre nunca se supo, alparecer.

«El buen Monje llegó a la ciudad un

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7 de octubre. Habían caído las primeraslluvias y la ciudad brillaba bajo gotasrelucientes.

»El Monje vino por el camino largoy entró por la puerta de Granada. Elarco se abría pegado a un riacho. A unay otra parte las dos torres estaban mediohundidas. Subió la calle, se detuvodelante de la iglesia de San Miguel ysiguió camino hasta el convento deSanto Domingo. Unos árboles asomabanpor lo alto de la tapia.

»Desde las ventanas de mi casa le vimuchas veces cruzar la plaza. Llevaba labarba enmarañada y los ojos ni se leveían de tantas mortificaciones.

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»Recorrió todas las iglesias, losconventos y las ermitas y, al final, pidiólicencia a Su Ilustrísima para retirarse aun monte y hacerse allí una cueva. SuIlustrísima, que tenía ya muchos años, ledijo:

»—Ve, hijo mío, y que Dios tebendiga.

»Otra vez se puso en camino, cruzóla plaza y —atardecía ya y los caminosse manchaban de ceniza— salió esta vezpor la puerta de San Torcuato, que teníaun altar con la imagen del primer obispode Guadix.

»Aquella misma noche se puso acavar su cueva. Los pájaros llegaban

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hasta las mismas puntas de los cerros ymiraban pasmados cómo trabajaba elfraile.

»Al cabo de algún tiempo, la cuevaquedó terminada.

»Y entonces se contaban muchascosas por el pueblo. Se decía que denoche iban los ángeles y se estabancantando hasta el alba. Un resplandorinmenso llenaba la cueva.

»Por la tarde el Monje bajaba desdelo alto del cerro y andaba aquelloscaminos, llegaba al Humilladero y sehincaba delante del Cristo que allíhabía. Luego echaba a andar y entrabaen la ciudad por los arrabales de Santa

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Ana. La gente, en cuanto lo veían pasar,se le acercaban para besarle las cuentasdel rosario y las manos. Y les sonreía atodos desde las arrugas de su cara.

»—Que Dios os lo pague, hermanos.»Y seguía andando por todas las

calles, la de la Gloria, la de SanMarcos, la de las Cruces… recogiendoen su bolsa cuantas cosas le daban. Alfinal se marchaba a las puertas de laciudad, bendecía aquellas limosnas y lasrepartía entre los pobres.

»En cuanto terminaba echaba otravez camino de su cueva. La tarde moríay un olor a tierra mojada salía del caucedel río. Contaban que donde el Monje

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ponía su pie al día siguiente florecíanlas hierbas. Muchos iban a verlas y allevárselas con cierta veneración. En mimisma casa, entre las hojas de un misal,mi madre guardaba algunas de aquellasflorecillas. Fue entonces cuando corrióla voz de que el Monje era un santo yque la Virgen Santísima se le aparecíatodas las tardes por el cielo del miradory cubría toda la cueva con su mantoceleste.

»Cientos de personas iban de todaspartes del Marquesado (de Gor, deCharches, de Benalúa, de Purullena, delBejarin, de Paulenca…) para pedirlealguna gracia. El Monje los bendecía a

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todos sonriente y se marchaba silenciosocon sus pies descalzos. Y entonces eracuando, al pisar, salían aquellas floresblancas.

»El mismo obispo dejó una tarde susaposentos y salió por la puerta de suhuerto, e hizo el difícil camino quellevaba hasta la cueva. Hacía sol, lasflores se reían gozosas en las puntasverdes de las plantas. Toda la naturalezarebullía radiante de vida.

»—Verdaderamente —comentaba SuIlustrísima a su paje—, es inmensa lamisericordia de Dios.

»Y bendecía desde los dedos de sumano delgada y blanca todas aquellas

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cosas. Con el sol, su anillo pastoralrelucía como una estrella.

»El paje del obispo, el reverendodon Juan Martínez, asentíahumildemente. Llevaba las manosescondidas en la boca de sus mangas ymiraba perplejo las campanillas, lostréboles y las amapolas.

»Anduvieron largo rato y al cabodivisaron la cueva. Por encima, el cieloazul pasaba como un mar inmenso. Encuanto el Monje vio a Su Ilustrísima,salió al camino tembloroso. Se postródelante del pastor y le rogó lo bendijerauna vez más.

»—Buenas tardes, hijo mío. He

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venido a visitar tu casa. Que Dios tebendiga.

»—Señor, no soy digno…»—El buen pastor debe conocer a

todas sus ovejas, hijo mío.»En seguida se adentraron por un

barranco hasta ganar el cerro.»Una bandada de pájaros salió

volando de unas matas.»—¡Qué silencio! —dijo Su

Ilustrísima que añoraba desde hacíamuchos años un retiro semejante—. Casise oye a nuestro Señor.

»El Monje asintió. La barba le caíasobre el talar de su hábito.

»El señor obispo subió hasta lo alto

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y se sentó unos minutos para tomarfuerzas. Desde el mirador grande de lacueva, la ciudad se veía lejos, comoincendiada. La niebla y el humo tirabandel pueblo y lo hundían lentamente. Porencima, la sierra coronada de nieveamenazaba con aplastarlo todo.

»El Monje miraba de pie al viejoobispo y aguardaba a que éste abriese laboca. Pero el señor obispo seguía conlos ojos clavados en la ciudad, en elcielo pálido, en los cerros apilados y enlas puntas de todas las iglesias pordonde tantas veces andaba el diablo conel rabo entre las patas. De repente, sinque nadie pudiera esperárselo, el

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anciano obispo se echó a llorar lleno deemoción.

»Luego, sin decir ninguna cosa más,se puso a bendecir cada una de lasestancias de la cueva. Encima del altar,con una calavera a los pies, había uncrucifijo con los ojos abiertos y unaimagen de María con las manos cruzadassobre el pecho.

»Como recuerdo de aquella visita, elobispo le regaló al Monje una cruz, conuna reliquia de la verdadera cruz delSalvador. Luego se despidió y echó aandar camino de la ciudad. Algo leempujaba de tal modo que a veces sentíaSu Ilustrísima que llevaba como alas y

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que sus pies no rozaban el suelo.»Al llegar a la ermita de San

Sebastián, se sentaron junto a la cruz demármol que había allí. El lucero de latarde encendía todas las velas del cielo.

»Un día corrió la voz de que elMonje había muerto. La gente, en cuantolo supo, se echó por todos los caminospara ver pasar su cadáver. Iba en unacaja de pobre, sin pintar, con una cruz(la que le regalara Su Ilustrísima)cogida entre sus manos. Yo mismo lopude ver. No parecía muerto; tenía quehaberse quedado dormido… Muchospobres habían estado con él toda la

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noche. Contaron que al amanecer una luzvino de lo alto y se paró delante de lacueva. Entonces el Monje, irguiéndoseen su jergón, dijo:

»—Me voy…»Se levantó, tomó su cayado y se

echó a caminar por el aire. Todos vieronsu ánima irse resplandeciente. Unosdijeron que el mismo Salvador habíabajado para llevárselo. Otros dijeronque aquella estrella que se había paradosobre la cueva era la Virgen María.

»Lo amortajaron con su hábito y asílo trajeron a la ciudad, cruzando todoslos campos. Era invierno y el sol tratabade romper el frío de la mañana. Los

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chopos gemían con sus hojas verdes.»El mismo obispo, con su báculo y

su mitra, salió de luto hasta la margendel río para seguir su entierro. Lollevaron sin tapar para que todospudieran verlo. Decían que su cuerpoexhalaba olor de santidad. Parecíaimposible que el Monje no viviese. Encualquier momento podría abrir los ojosy despertarse. Millares de pobres, consus cayados, lo seguían llorando, lebesaban los pies y le llamaban “padre”.

»El mismo obispo gemía encorvadocon los ojos cubiertos de lágrimas. Yatenía más de cien años.

»Todas las campanas doblaron hasta

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llegar la noche. Después, el silenciobajó sobre toda la ciudad. Desde elbalcón de mi casa veía yo la farola consus brazos iluminados. Hacía frío.Millares de estrellas —acaso unaestrella más— relucían aquellanoche…»

En ese tiempo la vida y las cosas dela ciudad parecían haberse paralizado.Pasó la Navidad con su alborozo decampanas. En la catedral el señorobispo celebró con mucho regocijo unnuevo nacimiento del Niño Jesús.Millares de ángeles rubios y morenosbajaban sobre las casas y cantaban como

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en la noche de Belén «Gloria a Dios…»En el coro, acompañados de zambombasy de guitarras, cantaban los niños de laEscolanía con sus voces maravillosas.Todo el templo estaba como lleno deluces de muchos colores.

Llegó el Año nuevo y toda la ciudadse cubrió con su armadura de cristal.Vestida de nieve parecía un guerrerogigante a punto de romper su espadaentre los árboles y las nubes.

Vino San Antón con su marranillocebón, y la campana de su ermita volteódesde por la mañana.

Después San Sebastián, desnudo yatravesado de flechas. Era el patrón de

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los comerciantes.San Blas, en un día tremendo de frío.

Nadie quedaba sin llevarle una vela.La Candelaria, con la Virgen

purificándose después de la cuarentenapresentándose en el templo con un parde tórtolas.

En ese tiempo apresó la GuardiaCivil al Trigueño cuando andabadesorientado por la sierra de Aldeire. Elhombre no había podido resistir aquellahorrible soledad y andaba buscando unrefugio mejor para pasar el invierno.Contaban que prefirió entregarse élmismo antes que perecer comido por loslobos.

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La noticia de su captura volvió aavivar los odios entre los criados de unay otra casa. Volvieron a amenazarse y atener algunas peleas.

—Algún día las pagaréis todas —lesdijo un tal Juli, de la casa de losDomínguez, a unos jornaleros de losEspinosa—. El que hayan puesto presoal Trigueño os tiene que pesar.

Y al decir esto no pensaba en elcriado que habían apuñalado no hacíamucho tiempo.

En cuanto llegó marzo y las primeraslluvias cayeron sobre la comarca, laciudad pareció salir de repente de su

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propia tumba. Se la vio romper elsudario de nubes y de nieve que la teníasujeta y echar a andar resucitada pordebajo del sol.

Las tiendas abrían de nuevo suspuertas bien temprano y las gentesvenían en sus pollinos desde todos lospueblos. Había una curiosa animaciónen la cara de todos, como si seencontraran milagrosamente después dealguna terrible catástrofe. Por eso unos yotros se interesaban por la familia, porsus negocios, por sus animales y suscampos. En las mismas puertas de laciudad llegaban los botijeros y loslebrilleros con sus cargas de arcilla

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cocida. Ahora nuevamente volvían atrabajar las alfarerías y los sillares. Porentre los cerros salían las columnas dehumo negro de los hornos cociendo elbarro milenario.

En el café volvían a resonarfrenéticas las fichas del dominó y elmanoseo de la baraja dejando los naipessobre la mesa verde. En el Casino solíanencontrarse ahora todos aquellos quehabían conseguido pasar aquella barreradel invierno. Se les veía enjutos, con losojos victoriosos. Hablaban de suspresiones, de sus arterias y de susenergías. La vida les sonaba por dentronuevamente como un órgano recién

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fabricado.Hasta la tertulia de don Lorenzo

llegó aquel nuevo renacer. El canónigocompuso un soneto maravilloso a lallegada de la primavera. Los pájaros,las flores y el sol se combinaban por losversos como un grandioso mensaje deluz y de esperanza.

—Nunca he visto una primaveracomo ésta —afirmaba el relojeroentusiasmado con los versos delcanónigo.

Todo el pueblo parecía habersepuesto a andar con prisa. Se veía latorre enhiesta de la catedral como un

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estandarte, moviéndose entre las nubesy, detrás de ella, las casas, las iglesias,las murallas y los torreones. Cada unade las viejas piedras de la ciudad seconvertía en sangre por el sol.

La casa de la Plaza, con sus torres ysu balcón de madera, seguía lo mismoque un centinela. Ahora andaba algo másmermada debido a que cada vez ibanpara menos los bienes de la familia. Sedecía (aunque nada pudo confirmarse)que don Ramón se había desprendidosecretamente de algunas joyas y deciertos documentos importantísimos dela familia. Sin embargo, y a pesar deestos despojos, no perdían los Espinosa

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su altivez y el orgullo natural de sulinaje.

—Un Espinosa es algo que nace;nadie es capaz de hacer a uno de nuestrasangre —solía decir muchas veces donRamón, consolándose de alguna manera.

En cuanto atravesaba la ciudadsubido en su caballo, todo el mundo, alverlo, se sentía un poco vasallo de señortan poderoso. Había algo en su aspecto,algo que se le acentuaba conforme ibapasando el tiempo y el pelo se le llenabade canas, que le convertía en mitadpersona y mitad leyenda.

En la puerta Alta, con todas susventanas y sus torres, se preparaba con

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verdadero entusiasmo lo que iba a seruno de los mayores acontecimientos deaquella casa. Se sabía que en todos losconventos de clausura docenas demonjas bordaban, sin cesar, millares deencajes, puntillas y otras maravillas,para el ajuar incomparable de BlancaFonseca. Todo ello sin contar lo que sehacía en la misma casa y lo que lafamilia guardaba desde hacía más decien años en sus propias arcas.

Millares de invitados de toda lacomarca, familiares y deudos deFonseca y Domínguez, remitíancontinuamente sus regalos para la novia.Había una tremenda expectación

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esperando la llegada de ese día, ya quedifícilmente se daría en la ciudad unacontecimiento de tanta categoría enmuchos años. Tanto los Fonseca comolos Ruiz Pardo estaban dispuestos a queel día del casamiento fuese sonado entoda la provincia.

En cuanto anochecía, la ciudad caíaen un mar de sombras y de silencio.

Llegó la fiesta de San José y cientosde personas acudían a saludar al ancianopadre putativo de Jesús. Estaba en sualtar de San Miguel con la varaflorecida en una mano y, en la otra, eldivino Niño mirando con sus ojos

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picarones.El párroco, que también se llamaba

José, recibía ese día a todos susfeligreses. Los sentaba en el banco demadera de la sacristía, y los unos leentregaban sus presentes (pollos,palomas, dulces, un libro…), y él lesofrecía algunas de las golosinas que sumisma madre hacía en la hornilla de lacasa. Éste era siempre un día de rumboen la casa del cura. En tanto, una imagenpequeña del santo que había sobre unamesa los miraba a todos llena decuriosidad.

Después de San José, llegaron losdolorosos días de la Semana Santa. La

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ciudad pareció cerrar nuevamente suspuertas y recogerse dentro de susmurallas. Cristo crucificado, y con elmadero encima de los hombros, pasabapor todas las calles cubierto de sangre,con los cabellos arrancados por la turbay los ojos medio ocultos por la coronade espinas. Detrás, angustiada y con lasmanos abiertas, iba la Virgen María,acompañada por otras santas mujeres,María Salomé y María la de Santiago, ypor Juan, el apóstol muchacho.

Todos apesadumbrados los veíanpasar desde sus ventanas y desde suspuertas semicerradas. Ninguno seatrevía a salir, unos por miedo y otros

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por vergüenza. Tan sólo hubo una mujervalerosa que se atrevió a abrir de golpesu puerta y con un pañuelo blancopurísimo le limpió el rostro al Redentor.En premio a ese rasgo, Él le habíadejado su rostro ensangrentado retratadoen la tela.

Eran días nublados con algunos ratosde sol sobre las casas. Cada uno desdela suya meditaba aquel terrible misterioy no se atrevían a mirarse llenos deculpabilidad.

Al atardecer del viernes, entretemblorosos cirios encendidos, sacaronel ataúd de Cristo de la iglesia de SanMiguel. Podía verse el cuerpo del Señor

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desnudo y martirizado a través de loscristales de la caja. Delante iba laparroquia de capa negra, el sacristán ylos monaguillos con el incienso y lanaveta. Unos cuantos hombresapesadumbrados y entristecidos secolocaron el ataúd sobre los hombros yse pusieron en marcha camino delcementerio. Detrás iban todos, lascabezas gachas y llorosas, golpeándoseel pecho con los puños apretados. Aveces, alguna vieja con la cabezaescondida en un pañuelo negro sehincaba al paso y suspiraba. Entre lagente iba María, enlutada y con los ojosenrojecidos de tanto llorar. La rodeaban

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algunas mujeres en las que Ella seapoyaba para no rodar por el suelo, deagotada que iba. También iba José deArimatea y Nicodemo y Juan y el mismoseñor obispo con su mitra y su capanegra bordada en oro. Todos subían lacalle oscurecida bajo un cielo cubiertode nubes grises y negras. El vientosilbaba por entre los árboles de SantoDomingo y gruesas gotas de lluviaamenazaban continuamente cayendopesadamente sobre los guijarros y elpolvo del camino.

Los días que el cuerpo de Cristopermanecía enterrado fueron días deinmenso pavor. Casi nadie se atrevía a

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aparecer por la calle. Todo el mundotenía cerradas las puertas de sus tiendasy de sus casas. Ni las campanas semovían perplejas como estaban.

Al tercer día, en cuanto los gallos sepusieron a coro sobre las tapias, todo elmundo se tiró de golpe de la cama,abriendo las ventanas y las puertas,encendieron sus cocinas y se pusieron agolpear frenéticamente los almireces ylas tapas de las cacerolas.

¡Cristo había resucitado!Levantaron los ojos y lo vieron subir

para el cielo. Apenas si alguien eracapaz de sostener la mirada con losreflejos de aquella nube de oro. ¡Ya no

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había muerte! La vida renacía otra vez.Aquella mañana el sepulcro de Jesúsaparecía completamente vacío. Unascuantas mujeres recogieron el sudario,todavía manchado de sangre. Sobre loscampos y sobre los árboles, millares deflores y de pájaros reían a carcajadas, lomismo que personas.

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XXIDespués de aquellos días,

nuevamente la ciudad volvió a su vidade siempre. Pero ahora era primavera yla tierra aspiraba con todas sus fuerzas.Se veían cientos de golondrinasafricanas pasando rasantes por la calle,la carretera e incluso por el centro de laPlaza. En los aleros, bajo las tejas, losaviones hacían, con pajitas que ellostraían, nidos para otros vencejospequeñines y famélicos. La vida sedespertaba todos los días por encima ypor debajo de la ciudad. Ni siquiera losfantasmas eran ya suficiente motivo para

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impedir que la gente se desbordase en lacalle.

Pero, con aquel sol y con aquellaansiedad, llegaba, y estaba ya casi apunto, el día de la boda de BlancaFonseca.

Toda la casa de la puerta Alta habíasido blanqueada.

Ahora, en las noches de luna, se laveía relucir como una isla sobre lamuralla deshecha.

Venían con frecuencia los RuizPardo en su automóvil y se veía a losnovios, siempre acompañados de suspadres y de algunos criados, pasear porla carretera. Pero, a pesar de todo,

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Blanca seguía mustia, sin entusiasmoninguno. Lo decía otra vez Toño Ruiz, elcriado niño, vecino de Martín González.

—Mi ama no lo quiere; no hace másque llorar.

Y aquella verdad, sin saber cómo, lasabía todo el pueblo.

—Eso es una infamia, hacer unacosa semejante con una hija —comentaba alguno en la taberna o en lacalle.

—Lo que va a hacer es venderla; esetío es un judío.

Se encendían miradas de odio encuanto veían pasar a don Juan por lacalle.

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Además, con motivo del casamiento,trataba de cobrarse de alguna maneracon sus clientes los gastos que estabaacarreando.

—Pero, don Juan —le decía ciertodía un campesino descompuesto—, estoes una estafa. Esto no puede ser; me estárobando.

Él se encogía de hombros y lomiraba con burla.

—¡Pues ya sabes lo que hay! Si no teconviene…

El hombre tenía que entrar poraquello y marcharse con la caraabotagada.

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Pero que todo aquello no acabaríabien, fue algo que empezó oliéndose enla tertulia. Una noche lo dijo donLorenzo sentándose con sus amigos elcanónigo y el relojero. Los otros todavíano habían llegado.

—¿Saben lo que les digo? Que aquíse barrunta algo.

—¿Y cómo lo sabe usted?—No dejo de mirar a esa casa (y

señaló la de los Espinosa). Don Ramónparece la momia de don Santiago. De lanoche a la mañana se ha transfigurado;ahora ni me saluda. Yo creo que no sefija en nadie; está absorto. Pero en

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cuanto al hijo la cosa va peor. Para míque el casamiento de la niña de JuanFonseca lo tiene trastornado. Sale con elcaballo y cuando vuelven los dos vienenextenuados y cubiertos de polvo.

—Bueno, ¿y eso qué quiere decir?—preguntó el canónigo quitándose loslentes.

—Quisiera equivocarme, pero metemo que vamos a tener sangre pronto.

—¡Qué barbaridad!—Como se lo digo. Me han dicho

que el niño anda soliviantando a la gentedel barrio de la Muralla.

—¿Y usted qué cree que pasará?—Yo no lo sé, pero Dios nos libre

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de lo que pueda estar preparando elmuchacho.

Todos se callaron ensimismados conlo que oían.

Volvían a ver días de sangre en laciudad. La veían humeando por todaspartes, como si un ejército llegara depronto a sus puertas y las demoliera.Oían el fragor de la pelea, los golpes delas espadas, el griterío de lostriunfadores ante las gradas de lacatedral y los ayes de los heridosdesangrándose debajo de los arcos de laPlaza. Todos (los tres) sintieron un nudoen la garganta y sin darse cuentavolvieron los ojos para la puerta de

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cristales. La farola relucía silenciosa,con sus brazos encendidos.

Sin embargo, aquellas luces, que noeran nada, les parecieron como el brillode miles de soldados que avanzabanagazapados con sus puñales desnudos.

—Me marcho —dijo el relojeroconsultando su reloj—. No espero unminuto más; la noche no me gusta.

—Yo también me marcho —añadióel canónigo poniéndose el manteo—.Mañana, con más sosiego, seguiremosnuestra charla.

Y sin darle más vueltas escaparonpor la puerta de la botica amparados enlas sombras de los soportales.

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Detrás, mientras andaban, la casa delos Espinosa ponía en la noche el brillode sus cañones y de sus espingardas.

Don Lorenzo, solo, tuvo que cerrarla puerta de la botica y marcharsetambién.

Algunos perros aburridos ladrabanimportantes por alguna parte del pueblo.

Don Ramón, a esa hora, mirabadesde el balcón de su casa a la Plazasolitaria. Vio salir al canónigo y alrelojero huyendo entre las sombras; viodespués a don Lorenzo, con el sombreroen la mano y el bastón. Apenas si le dioimportancia; eso era algo que pasaba

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todos los días. Últimamente andabapreocupado con su hacienda. Habíatenido que vender las dos casas de laAlcazaba y, según le habían contado, elcomprador, al demoler algunos tabiques,había encontrado un montón de monedasde oro escondidas en una vasija debarro. Por eso muchos, al pasar ahorapor aquella casa, la llamaban la casa deltesoro.

—Ha sido una desgracia —sequejaba doña Emilia—. Teníamos quehaberla registrado.

Pero don Ramón no dijo nada.Cada vez se iban despidiendo de

más cosas, pequeños recuerdos de

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familia, sortijas, retratos, documentosdonde se contaban hechos gloriosos desus antepasados. También libros de lossiglos XV y XVI y papeles con las firmasde algunos reyes españoles. Venían unosseñores extraños desde la Corte, seentrevistaban con don Ramón en eldespacho de éste, examinabanminuciosamente aquellos documentos(como poniendo en duda aquellashazañas de su familia) y despuésofrecían cualquier cantidadinsignificante. Era doloroso ver en loque quedaba todo un mundo de honor yde guerra.

El día menos pensado tendría que

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vender su caballo y el caballo que leregaló a su hijo. De los demás se habíaido desprendiendo poco a poco. Encuanto a los hijos que tenía en elSacromonte, nadie sabía cómo podíaseguir manteniéndolos allí. Del marinono se sabía mucho y hacía ya muchosaños que no había vuelto por Guadix. Suvida estaba llena de aventuras por todoslos mares y acabaría casándose conalguna muchacha de ultramar.

Pero ¿y Rodrigo?Cada vez que el padre pensaba en él,

sentía algo que le hería por dentro. Ésteera el continuador de la casa, algo asícomo el abanderado. Pero ¿qué iba a

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sostener de aquella casa que se hundíavertiginosamente…? No pudo resistiraquel pensamiento y tuvo que levantarsedel sillón.

—Y lo peor de todo —decía muchasveces—, es que no se puede hacerninguna cosa para evitarlo.

Quizá fuese verdad lo que decía donLorenzo cuando hablaba de Rodrigo. Sele veía rondar por las afueras de laciudad, junto a San Lázaro, bajando consu caballo por aquellos cerros yentrando luego por la puerta de Granada.Las murallas y las torres, hundidas ydeshechas, lucían como los rayos de sol.

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Subía la calle de San Miguel por laorilla del Almorejo y se entraba luegopor el barrio moro. Por aquella parte lascasas se montaban unas sobre otras,edificadas sobre la muralla y al pie desus ruinas. Otras veces se hartaba decabalgar por el campo, o andaba cercade la cueva abandonada en donde habíavivido tantos años el Monje. Seencaramaba a ella y desde allícontemplaba la ciudad envuelta enniebla. La hubiera borrado de unmanotazo y de un solo golpe habríaconvertido aquello en un tremendo vallemuerto. Por otro lado, mirando aquellosbarrancos con tantas piedras, le parecía

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que acababa de pasar la guerra (losbárbaros, quizás, o tal vez los moros) yque ellos se habían llevado en las puntasde sus lanzas el cuerpo herido de sunovia. A punto estuvo de salir a galopeen busca de aquéllos y rescatarla. Perono, ella estaba dentro de su casa,prisionera, dispuesta a casarse conotro… Cerró los puños y hubieradeshecho la montaña de un puñetazo.Ahora comprendía que los moros deverdad, los enemigos con los que éltenía que luchar, estaban dentro de suscasas, y deseosos de acabar con su vidapara siempre.

Cabalgaba de nuevo y volvía lento a

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la ciudad. Mientras lo hacía, mirando lavía de hierro del tren, recordaba el díaen que pasó el Rey y él anduvo con sucaballo para hacerle compañía. El Reyestaba allí de verdad, como en lasbatallas de los libros, delante de susejércitos, con su espada levantada. Dehaber podido, habría cogido su pluma yle habría escrito a S.M. una carta sobretodo aquello que le pasaba. Al fin y alcabo el Rey era como el padre de todosy nadie sería capaz de oponerse a suvoluntad.

Los días avanzaban apretando aquelcerco terrible. El sol se iba y se volvía

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continuamente. Todos los mundos erancomo barcos gigantescos guiándose porel destello de su luz achicharrante.

Pero Rodrigo no se cruzaba debrazos mientras aquellas cosas estabanpasando. Sin que nadie lo supiera, conla ayuda de su amigo Martín, estabareuniendo un ejército con todos aquellosque habían sido de su guerrilla. Sereunían en una de las casas abandonadasde la muralla en cuanto se quitaba el sol.Todos estaban dispuestos a hacer lo quefuera necesario por deshacer aquellaboda y por liberar a Blanca de lasgarras de su padre.

Pasaron muchas veces por delante

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de la puerta de la casona de losDomínguez y estudiaban sus ventanas, laaltura de los balcones y del tejado, y laposibilidad de poder escalar todoaquello.

Ponían un cabo de vela sobre unacaja de tabaco (sin tabaco) y en aquellasoledad discutían la estrategia de laoperación.

—Será una guerra de verdad —dijoRodrigo, de pie, en medio de todos—.Tenéis que daros cuenta. El que tengamiedo o tema alguna cosa, ahora puedemarcharse.

Ninguno se movió. Tenían los ojospuestos en Rodrigo, hechizados por su

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aspecto misterioso. En la cara, en susojos negros.

—Llevaréis todas las piedras quepodáis.

—¿Y espadas?—El que tenga alguna, también.—¿Y si alguno muere?Se miraron todos sorprendidos. A

ninguno se le había ocurrido que algunopudiera perder la vida. Se miraron unosa otros, convencidos de que el muerto nopodía andar entre ellos.

Rodrigo los miró a todos.—Eso pasa siempre en las guerras.—¿Por qué? —preguntó el

campanero, a quien no le convencía

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mucho la explicación.—Porque si eso no pasara, no serían

guerras de verdad. ¿Acaso no os gustanlas guerras?

—Sí, sí… —contestaron todos.Habían soñado muchas veces con ella.La habían visto llegar de noche hasta laspuertas de sus casas y llamar con elpuño de la espada. La guerra era alta(dijo uno) y llevaba un casco de aceroen la cabeza. ¡No, no! (dijo otro), nollevaba un casco de acero en la cabeza,era un vendaje manchado de sangre…La guerra se reía (se levantó un terceroun poco tartamudo)… se reía y cantaba ylloraba y gritaba… ¡Sí, sí! (salió otro),

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la guerra cuando salía a la calle llevabalos bolsillos llenos de piedras y seescondía en una esquina para ver quiénpasaba… Todos la habían visto muchasveces y se habían asomado al balcón desus casas para verla pasar. Y erahermosa la guerra, muy hermosa…

—Igual que mi madre —dijo uno.—Nos gusta —dijeron todos—.

¡Nos gusta la guerra!—Entonces, ya lo sabéis.—Sí, sí…Se levantaron y fueron saliendo poco

a poco, para no llamar la atención. Lanoche parecía esconder moros terriblesen los rincones. La guerra andaba

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vigilante con su armadura negra, acaballo, a pie… con las manos llenas depiedras, con una espada, con los puñoscerrados…

—¿Cuándo atacaremos? —preguntóMartín con avidez. Ya casi se olía elhumo de aquella pólvora fantástica.

—Eso ya lo diré.Y no quiso volver a preguntarle.

Durante esos días anduvieron todosfrenéticos haciendo acopio demuniciones y pertrechos. Había unasilenciosa preparación de batalla. Seencontraban por la calle y unas palabraso una simple mirada eran suficientes

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para sentirse vinculados con ellevantamiento.

Eran días radiantes en la ciudad. Elsol ponía una luz especial sobre lastorres y sobre las nubes blancas quepasaban por el cielo llenando los cerrosy las montañas con sus resplandores.

El propio Martín se hizo con unaespada vieja que tenía unos adornos muycuriosos en la empuñadura. La habíaencontrado hacía unos cuantos años enel torreón de Ferro. Allí, entre la tierraasentada, apareció también el cañón deun fusil francés y los restos de unsoldado de Napoleón con sus botaspuestas.

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Con aquella espada, Martín sedispuso a ser, por lo menos, ayudante decampo de su amigo Rodrigo. Sentíacierta emoción al tenerla en sus manos.Desde la ventana de su casa (debajotenía un gallinero con unas cuantasgallinas) veía los cerros de enfrenteenrojecidos por el sol y el cielocompletamente azul. Casi deslumbrabael blanco de las cuevas encaladas.

—Venceremos… —dijososteniéndola en alto—. Nadie podrácon nosotros…

Había una extraña fiereza en sumodo de mirar. Algo que le salía dedentro y lo embravecía.

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De noche escondía el arma debajode la cama. En cuanto se acostaba, leparecía que la espada respiraba tambiény que entrechocaba con las losetas delsuelo. Tenía muchas veces quelevantarse para verla con la luz de laluna que se colaba por la ventana.

Soñaba con la batalla que se venía yen otras que él había leído. La casa delos Domínguez estaba defendida pormiles de soldados con cañones ycaballería. Nadie sabía en la ciudad porqué todos veían siempre la guerra deaquella manera. Era como si un espíritu(que viviera en sus mismas piedras y ensus murallas) los tuviera a todos

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frenados en las luchas de los moros y delos cristianos. Para ellos no existíanotras guerras de verdad que no fueranaquéllas.

Rodrigo, en cuanto amanecía,ensillaba su caballo, se iba lejos de laciudad, y lo sometía a un durísimoentrenamiento. Galopaba a velocidad yatacaba fieramente a un enemigo que demomento se conformaba con ser eltronco de un árbol, una mata plantada enmedio de la llanura, o un trigal cubiertode millares de amapolas.

A veces, en aquella carrera, cargadode armas, llegaba hasta la plaza de

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Alcudia, dejaba el caballo en la plaza, ysubía hasta la iglesia. En el altar mayorhabía un santo Cristo enorme que aRodrigo le impresionaba mucho. Habíaen aquella imagen una tremendahumanidad. Él veía a Cristo allí,crucificado, como un guerrero grandiososacrificándose por la salvación de todoslos hombres. Sólo un guerrero podía sercapaz de tanto sacrificio.

En seguida montaba y seguía susejercicios por aquellas enormesllanuras. En la soledad del campo, casise oía el fragor de terribles batallas dehacía cientos de años. Lejos estaba elcastillo del Zenete con su armadura

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puesta, marchando a lomos de una rocadespotricada.

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XXIILlegó el día señalado, el 10 de

mayo, un día de completa primavera.Durante toda la mañana, sin parar

apenas, se veían subir por la brechaabierta en la antigua muralla (y tambiénpor los otros caminos que iban a lapuerta Alta) docenas de jumentos conlos serones cargados, carruajes yalgunos autos que traían ya a losprimeros invitados de la comarca. Lapuerta de la casa grande estaba abiertapor primera vez desde hacía muchosaños. Desde la calle podía verse elpatio empedrado cubierto de flores. La

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intimidad del palacio correspondía altiempo de la Reforma. Mirando aquellouno esperaba ver salir de un momento aotro al mismísimo don Lope de Figueroahaciendo sonar su espada con lospeldaños de la escalera.

Muchos se quedaban paradosdelante de la puerta para contemplartantas maravillas.

Continuamente llegaban cargamentoscon regalos.

Toda la ciudad estaba llena de unaextraña intranquilidad. Habían acudidoDomínguez que vivían en los máslejanos confines de la provincia. En suscasas solariegas de Iznalloz o de

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Huéscar, o en sus cortijos de Fonelas,Beas o La Peza.

Aquel día se reunieron todos en elsalón grande de la casona. En lasparedes, cubiertas por enormescortinajes antiquísimos, estaban losretratos al óleo de los Domínguez másantiguos. Unos iban vestidos conarmaduras y otros con hábitos talares.Don Juan Fonseca, el más poderoso dela familia, ocupaba la presidenciasentado en un sillón centenario quehabía pertenecido a su suegro, al padrede su suegro, y así sucesivamente. En elespaldar tenía labrado el escudo de lacasa. Al verse sentado allí, él, un

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comerciante (todas las batallas laslibraba en el mostrador), se sentía todoun rey. Por eso los miró a todos concierto gusto.

—Hoy es un gran día… —decía a suizquierda y a su derecha—. Hoy es undía muy grande para todos.

—Hacía muchos años que no sereunía toda la familia —señalócomplacida su esposa—. Muchos años.

—Es verdad —dijo el más ancianode todos. Un hombretón con la caratostada por el sol—. Tengo quefelicitaros; que este día brille por muchotiempo.

—Eso, eso…

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—Ha sido una gran idea la que hatenido tu marido al reunirnos a todosaquí en la víspera del casamiento de tuhija. Ya lo creo… —al decir esto, aquelDomínguez, grande como un roble, sepuso encarnado. Era la primera vez ensu vida que había salido de sus tierrasde Fonelas—. En fin, yo creo que estascosas debieran pasar con másfrecuencia…

—Sí, sí… es una buena idea —exclamó otro Domínguez tirándose delas guías del bigote—. Yo recuerdocuando mi padre me hablaba a mí deesta casa y de tu abuelo… ¡Qué familiaesta familia!

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—Yo he querido que todos estemosaquí, para que esta casa vuelva a ser loque siempre fue —dijo don Juan con losojos brillantes por la ambición—.Tenemos poder, mucho poder (lorecalcó golpeando la mesa) para ser losdueños de toda la comarca. Nadie serácapaz de enfrentarse con nosotros.

Lo oían todos boquiabiertos, sinatreverse a replicar ninguno. ElDomínguez de Fonelas se tuvo querascar la cabeza. ¡Demonio!, ¿qué eratodo aquello?

—También he querido que todosvosotros seáis testigos del lugar en queyo he puesto a esta casa. Y más ahora al

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emparentar con la familia más grande dela provincia.

—Es verdad, es verdad…No pudieron menos que felicitarle.

Cada uno, a su modo, le mostró sucomplacencia.

—En otro tiempo —exclamó AntónDomínguez, de Huéscar—, en otrotiempo puede que te hubiéramos hechopor todo eso duque, o quién sabe si rey.

Por los grandes ventanales del salónentraba el sol radiante, llenando deresplandores las grandes paredesblancas.

Era ya tarde cuando se dio por

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terminado el banquete familiar. Todoslos Domínguez con sus esposas, sushijos, sus yernos, nueras y nietos, seretiraron abochornados por laefervescencia de la digestión.

Un enorme silencio cayó sobre lacasa.

La novia era la única que velaba ensu alcoba de soltera. La rodeaban susprimas, ansiosas de recoger aquelúltimo momento de su doncellez. Alamanecer se levantarían todas paravestir a la novia con todas sus galas. Eraun rito impresionante.

Pero…—Mi ama no cesa de llorar… —

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seguía diciendo al anochecer Toño aMartín.

La familia del novio llegaría lamañana de la boda.

Muchos invitados se hospedaban enlas varias fondas de la ciudad; en elhotel, o en casas particulares.

Parecía reinar una extraña animaciónpor todas partes.

En cuanto cayó la tarde, la ciudadpareció arder por sus cuatro costados.Fue como si de repente el ángel de latrompeta se hubiese puesto a dartrompetadas desde lo alto de la torre dela catedral. Los comerciantes cerraron

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con prisa las puertas de sus tiendas y lasmujeres salieron frenéticas a la calle enbusca de sus niños. El mismo don José,el cura de San Miguel, procuró avivar elrezo del rosario y cerrar con precauciónla puerta de la iglesia.

—Que Dios os ampare a todos —dijo echando con prisa el cerrojo en lapuerta.

En seguida se encaramó en laescalerilla del campanario, al objeto deavizorar la calle y los torreones de laAlcazaba.

—¡Bendito sea Dios! —exclamaba—. ¡Cualquier día no queda uno de ésos!

Y lo decía porque aquella tarde se

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adivinaba algo inquietante en el pueblo.Su corazón, que había presentido yaotras cosas, le amenazaba con algotremendo. Por eso andaba turbado.

Aquella tarde Rodrigo y todos susguerreros se reunieron en los llanos deJeres del Marquesado para hacer elúltimo simulacro de aquel combate.Habían conseguido hacerse con unoscuantos mulos en buen uso y con unayegua entrada en años que aportó JuanGarcía, el Cenizo. El hombre (tendríaunos dieciséis años) apareció aquellatarde en el campo a lomos del animal yportando en el brazo izquierdo un

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enorme escudo fabricado de madera ypintado en rojo.

La tarde arrancaba de la llanuradestellos de oro. Salían de las piedras yde las matas. Hasta los pájaros, cuandoremontaban el vuelo, parecíanllamaradas.

Paco el Romo, que teníapretensiones musicales, le había robadoa su padre el tambor de los bandosmunicipales y redoblaba furiosamenteponiendo en el llano un intenso ambientede lucha.

A aquella guerra no le faltaba nadapara ser una guerra de verdad.

Rodrigo galopó raudo llevando su

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espada. Tenía la empuñadura de oro yunas iniciales Y.E., Yñigo Espinosa.Algunos de sus soldados lo veían comoun San Miguel a caballo, invencible.

—Bien —les dijo a todos—.Mañana, en cuanto amanezca,atacaremos la casa.

Estaban todos emocionados. Losmismos caballos bajaron la cabezacomo asintiendo. Sin embargo, habíaalgo triste en el modo de mirar deRodrigo. Últimamente habíaenflaquecido y le salía por los ojos elespíritu inquieto del abuelo donSantiago.

Dieron unas cuantas galopadas los

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de caballería, secundados por losinfantes, que arrojaban piedras, ya amano, ya provistos de hondas. Decualquier modo las piedras arrancabandel suelo pequeñas nubecillas de polvo.

También, como los ejércitos deverdad, y porque lo habían oído contar ala gente y en los libros, dieron grandesgritos al objeto de apabullar al enemigo.

Al final, con el sudor saliéndolespor todo el cuerpo, se pusieron enmarcha, de vuelta para la ciudad.

El sol, terminado el espectáculo,también se iba con su morral de fuegopor encima de las montañas.

Parejo con Rodrigo, iba Martín

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González, llevando colgada de sucintura aquella espada mora o francesaque había encontrado en el torreón deFerro.

—Venceremos —le decía aRodrigo. Había una luz extraña en susojos—. Nadie es capaz de quitarnos lavictoria.

Rodrigo lo miró sonriente. Desdehacía muchos días era la primera vezque lo hacía.

—Sí, venceremos —fue lo único quedijo.

Entraron a la ciudad por un caminoviejo que daba cerca de la iglesia deSan Diego. Unos cuantos cerros pasaban

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como camellos con sus jibas enormes.Amparados en la oscuridad, se fueronrepartiendo.

—En cuanto amanezca, todo elmundo en las tapias de Santo Domingo—recalcó Rodrigo.

«Alhorí» relinchaba un poconervioso.

—Sí, sí… —repitieron todos.—Si alguno quiere echarse atrás,

ahora está a tiempo. Nunca se sabránada.

Ninguno contestó. Era la primera vezque todos iban a una guerra de verdad.Todos eran muchachos de quince,dieciséis a dieciocho años. Antes, en

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otros siglos, sólo con salir al campo unopodía encontrarse con la guerra, peroahora…

—No faltará ninguno —contestó portodos un tal Torcuato Sánchez, con unapiedra en cada mano—. Moriremos sihace falta.

—Entonces, ya está dicho todo. Quecada uno se vaya para su casa; noconviene que nos vean juntos.

—Hasta mañana.—Adiós.—Adiós…Rodrigo fue el último en salir para

su casa. Bajó la cuesta de San Antonio,pasó por la plaza de Santiago y vio

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asomar, sobre la muralla, la casa deBlanca con su mirador castellano. Nopudo reprimir un gemido y picó elcaballo con ánimo de alejarse de aquelsitio.

Millares de estrellas echabanchispas por el cielo.

Los cuerpos de los Espinosa, queyacían desde siglos repartidos en lospanteones de la ciudad, temblaronembravecidos dentro de sus viejosataúdes. Muchos contaron, añosdespués, que habían oído aquella nocheel trote de caballos extraterrestres.

Cientos de batallas salieron aquellanoche de sus tumbas y anduvieron

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ensangrentadas por los murallones deGuadix. Se levantó un poco el viento.Hubo quien aseguró (un zapatero de laplaza del conde Luque) que habíallegado a ver al difunto don Santiago, acaballo, apostado por uno de aquelloscallejones.

—Lo vi con mis propios ojos —juraba el zapatero con la lezna en lamano.

Fue aquélla una noche llena defantasías.

El mismo don Ramón había sentidodurante todo el día una ciertaintranquilidad. Se le vio cabalgar en

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torno a las murallas de la ciudad ygalopar luego entre los álamos del río.Es posible que todo estuvieserelacionado con la presenciaintempestiva de todos aquellosDomínguez en la ciudad. Se les veía irpor todo el pueblo, entrar en la catedraly sentarse en la puerta del Casino concierta superioridad. Según don Ramónaquella gente lo único que trataba era dehumillarlo públicamente. Inclusollegaron a ofrecerle, por medio de untercero solapado, la compra de la casaen donde vivía. Don Ramón,naturalmente, echó a rodar a aquelintruso por las escaleras de su casa.

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—¡Bandidos! ¡Embusteros! —gritaba—. Venir hasta esta casa parahumillarme…

A tal punto habían llegado las cosas,que la misma doña Emilia había tenidoque suprimir sus visitas a los conventos.Ahora, muy temprano, iba a su misa dela catedral y después se encerraba en sualcoba con un libro de oraciones o devida de santos. La opinión que de ellacorría era que aquella mujer era unasanta. Otros, por el contrario, opinabanque era la causa (por sus limosnas) de laruina de aquella familia.

Era ya de noche cuando Rodrigo

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entraba por el arco de la Plaza ydescabalgaba delante de su casa. Lanoche era tranquila. Apenas si transitabanadie. Un rayo de luz era la señal clarade que todavía quedaba alguien en latertulia de don Lorenzo.

Rodrigo entró en su casa, escondióla espada de Yñigo Espinosa. Despuésde cenar muy ligeramente y del rezo delrosario, se retiró con premura a sucuarto. No pudo conciliar el sueño entoda la noche. Le era imposible quitarsede la cabeza la presencia de la casa dela puerta Alta y el rostro de Blanca,cautiva dentro de sus muros. Abrió elbalcón y las sombras pasaron dentro.

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Por lo alto se adivinaba la torre de lacatedral cargada de silencio.

Fue entonces cuando se atrevió aescribirle una carta a su padre:«Querido padre: No quiero que piensesmal de mí y que fui un mal hijo. Yonunca deshonraría la sangre de unEspinosa. Por eso, en cuanto amanezca,iré a luchar y a luchar por lo mássagrado para un guerrero, por el amor.Adiós, si es que no vuelvo, Rodrigo».

Don Lorenzo se asomó un momentopor la puerta de la botica y trató deinquirir alguna impresión de la casa delos Espinosa. Estuvo mirando,

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husmeando la proximidad de algúntemporal y en seguida se volvió paradentro. Aquella noche no se habíanpresentado ni el canónigo ni el relojero.Tanto el uno como el otro habíanalegado no sé qué extraña jaqueca. DonLorenzo, que ya tenía bastanteexperiencia, sabía muy bien cuál era laverdadera causa de aquellas ausencias.

Aquella noche sólo había acudido elmaestro de escuela y los dos exseminaristas. En seguida que entró donLorenzo lo asaltaron a preguntas.

—¿Ha visto usted alguna cosa departicular?

—¿Hay alguna novedad?

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—¿Se ha fijado usted bien?Don Lorenzo levantó los brazos.—¡Calma, señores, calma! —dijo—.

Nada; no se ve absolutamente nada. Yeso es lo peor…

—¿Usted cree?—La tormenta puede estallar en

cualquier momento. Yo la respiro.—Pero si no se oye nada…—Por eso, por eso.—No acabo de entenderlo.Varias veces más volvieron a

asomarse, ya don Lorenzo, ya elmaestro, ya los dos ex seminaristas. Muytarde, desilusionados, se marcharontodos.

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La noche se llenó de miles deladridos y de estrellas rutilantes por elcielo. Parecía como si el encrespadomar de que tanto hablaba don Palomo seestrellara allí mismo, sobre losacantilados de la sierra.

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XXIIITan pronto alumbró el primer claro

del día, Rodrigo, que ya se habíacolocado un antiguo traje de guerrerocon su coraza y su escudo, se colgó de lacintura la famosa espada de YñigoEspinosa y bajó descalzo todos lospeldaños de la casa hasta meterse en lacuadra. Ensilló a «Alhorí», levantó losojos para ver aquella casa tan llena derecuerdos en su vida y se sintióacongojado. Vio al abuelo entrando agalope; vio también al viejo Gaspar yvio a su padre. Todos estaban allí. Peropronto se esfumaron aquellos fantasmas

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por los rincones del corral.Se golpeó el pecho con el puño

cerrado, cerró los ojos y salió conmuchísimo sigilo. Hasta que no llegó ala plaza de la catedral no montó alcaballo. Algo debió notar el animal enese momento cuando levantando lacabeza lanzó un tremendo relincho.

—¡Cállate…!Tuvo que tirarle de las bridas.

Fueron por el barrio latino (todavíaentrado en la oscuridad), la plaza delconde Luque hasta la calle de SanMiguel.

En cuanto llegó Rodrigo a la alturade las tapias del convento de los

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dominicos, vio la sombra de Martín quesalía de un callejón.

—¿Eres tú? —le preguntó.—Sí.Relucían en la oscuridad sus ojos.—¿Y los demás?—No tardarán mucho; es temprano

todavía.—¿Has dormido?—Yo no he podido. ¿Y tú?—Yo, tampoco.Callaron unos minutos, expectantes.

Por encima de la muralla se veían lastorres de la Alcazaba que empezaban asalir de entre las sombras.

Enseguida empezaron a llegar todos

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los demás. Unos lo hacían por la brechade la muralla, otros subían por la callede San Miguel y otros bajaban por laCarrera. Unos lo hacían a pie, otros enmulo. Tan sólo el Cenizo llegó ahorcajadas de su yegua que a esa hora(no acostumbraba a madrugar ya, por susmuchos años) se negaba a subir la calley mucho menos a ir de pelea.

—¡Maldita cobarde! —chillaba elCenizo arreándole con una estaca—.¡Pues no quiere desertar!

En cuanto estuvieron todos juntos,Rodrigo les dio las últimasinstrucciones. El vientecillo de lamañana les daba en la cara

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refrescándoles el sueño. A todos lesparecía que volvían, como antaño, a unade aquellas guerrillas del río de loscerros. En seguida que acabó su arenga,salieron todos calle arriba. El cielo sefue volviendo blancucho y algunaspalomas de la torre de la catedrallevantaron el vuelo. Siguieron su caminobordeando siempre los altos muros de lamuralla mora y de la Alcazaba, enruinas. Aquélla era la parte mejorfortificada de la ciudad. Ni siquiera conlos años habían podido demolerlas loscristianos. Al final, cansados de verlassiempre tan altivas, les metieron el picoy les vaciaron las entrañas sobre el

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Almorejo.En seguida se encontraron con la

casona de los Domínguez y, por abajo,la iglesia de Santiago con su torreterminada en azulejos, y los enormestilos que había en la plaza. Más abajo,las casas permanecían ancladas, comoen un puerto inmóvil. Por encima detodas, la casa de los Domínguez poníasu quilla sobre el murallón.

—Ésta es —dijo Martín, como siaquella fuera la primera vez que laveían. Levantaron los ojos y se pusierona mirarla. El tejado, las ventanas conreja, los balcones… Sí, era aquélla.

—Nos colocaremos de frente todos

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—dijo Rodrigo—. Así atacaremos.Luego llamó a Paco el Romo y le

ordenó se pusiera a su lado con eltambor.

Paco, algo nervioso, agarró un palocon cada mano, y se preparó. Él sabíamuy bien cuál era su misión. Estaríaencargado de mantener a fuerza degolpes el ritmo de la batalla y el espíritude cada uno de los combatientes. Sinpoderlo remediar, todos clavaron susmiradas en la caja con el pellejoatirantado.

—¡Adelante! —mandó Rodrigo.Se colocaron en fila delante de la

casa y la miraron así, con sus dos torres

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levantadas. No se oía nada, pero parecióde momento que aquella casa era ungigante con sus dos brazos preparadospara atraparlos de dos manotazos.

—Yo creo que ya es la hora —apuntó Martín, que tenía la espada en lamano.

—Sí —dijo Rodrigo. Miró a Paco elRomo y le gritó de repente:

—¡Toca!Los dos palos en las manos de Paco

se embrujaron de golpe. Jamás (ni élpudo explicarlo después) sabía cómopodía salirle de las manos aquellaterrible tensión. La batalla era sutambor, un tambor completamente

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borracho de piedras y de gritos. Lostreinta y tantos guerreros que serían entotal arremetieron con sus espadas y suspuñados de piedras contra la puertagrande de los Domínguez. Muchos(exagerando en demasía) juraron que aloír el estruendo de la descarga sobre lapuerta creyeron que era un trueno o unmillar de truenos. Por eso llegaron aasomarse a las ventanas de sus casas ymirar el cielo esperando ver caer a lasnubes por su peso.

—¡A por ellos!—¡Hala!—¡Viva Santiago!—¡Viva San Torcuato!

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(Esto era lo que siempre se gritabaen las guerras que ellos conocían.)

Algunos pretendieron echar unaescala a uno de los balcones de la casa.Para ello, entre dos sostenían a uno delos mulos y el otro escalaba subidosobre la bestia.

No tardaron mucho, naturalmente, endar señales de vida los habitantes de lacasa. Aunque intentaron abrir lospostigos de alguna ventana, fue baladí,ya que las piedras caían enseguida sobreaquel sitio. No obstante, muchos de loscriados, los más ágiles, se parapetaronen los tejados y comenzaron desde allí atirar piedras, trozos de tejas y a proferir

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insultos. En pocos minutos se habíaentablado una terrible batalla y laspiedras iban y venían incesantes ymortíferas. El mismo don Juan, enpijama, se dejó ver un momento a travésde un enrejado completamentedemudado.

—¡Asesinos! —gritaba—.¡Bandidos!

—¡Judío! —le chillaban desdeabajo.

Algunos de los criados, ayudadospor las sirvientas, empezaron a lanzardesde arriba calderos de agua hirviendo.Muchos de aquellos bravos enseñabandespués las quemaduras que habían

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recibido en su cuerpo. Otros eranretirados descalabrados a uncallejoncillo.

El estrépito del tambor y del griteríolos tenía a todos como locos. Con laayuda de un tronco que tenían preparadoy unos petardos consiguieron echar portierra el portón del antiguo palacio ytodos se precipitaron dentro entre losrelinchos de los caballos y los golpes delas espadas y de los pedruscos.

Fue entonces, al pasar el umbral,cuando se apercibieron del griterío delas mujeres. Se las veía correr por lospasillos, arrojando macetas llenas deflores. Todo el patio quedó arrasado y

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los macetones grandes derrumbadosentre las piedras del piso.

—¡Que suben! ¡Que suben! —gritaban.

Unos contaron que Rodrigo intentósubir con el caballo por la escalinata dela casa y que estaba ya a mitad decamino, cuando Juan FonsecaDomínguez salió con una escopeta y ledisparó a quemarropa varios disparosmatando tanto al caballo como al jinete,que rodaron hasta el patio.

Otros dijeron que no fue así.Contaron que Rodrigo llegó a subir conel caballo hasta el piso superior y queanduvo por el corredor al galope

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buscando el aposento en que podía estarsu novia. Al oír los pasos del caballo,muchos salían de sus cuartos y serefugiaban en las primeras habitacionesque encontraban al paso. Contaron queRodrigo llegó a encontrar a Blanca yque fue al disponerse a llevarla cuandosalió el hermano y los mató (al jinete yal caballo) cayendo desde la barandilladel corredor al patio.

Fuera lo que fuera, el caso fue que alverlo morir, los suyos abandonaron elcampo perdiéndose de estampida poraquellos callejones. En pocos minutos elsilencio fue terrible. El sol, que ya habíasalido, encendía la fachada de la casa.

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Rodrigo yacía abrazado a «Alhorí»junto al pozo de la casa, con los ojosabiertos.

Desde la barandilla y desde elmismo patio lo miraban todos sinatreverse a tocarlo. Unos por miedo aque pudiera levantarse todavía y losatacara con aquella espada queempuñaba; otros perplejos ante tantaosadía.

—¡Pero si es un rapaz…! —seatrevió a decir un Domínguez (el deFonelas). Estaba atónito.

En seguida se corrió la noticia de loque había sucedido. Todo el pueblo

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acudió allí para ver las huellas de labatalla y al jinete abrazado a su caballo.

El mismo don Ramón, en cuanto lellevaron la mala, salió armado caminode aquella casa. Era la primera vez ensu vida que cruzaba aquel umbral.Llevaba en la mano la carta que le habíadejado Rodrigo. En cuanto vio elcadáver la deshizo entre sus manos.

—Hijo… —fue lo único que habló.El mismo señor obispo, avisado por

su paje el reverendo don Juan Martínez,se presentó en la casa a esa hora,agotado como iba por los años y por lossufrimientos. Iba apoyado en un bastón ylas lágrimas le corrían por la cara. En

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cuanto lo vieron llegar muchos trataronde arrodillarse a sus pies para besarle elanillo, pero él sólo movía la cabezaconmovido. (Muchos dijeron, al verlotan pálido y tan viejo, que parecía elpropio San Torcuato.) Viendo de unlado a don Ramón Espinosa con laespada de su hijo en una mano (se lahabía arrebatado y la hacía brillardesnuda tendida a lo largo de su pierna)y en la otra una pistola; y en el otro ladoa don Juan Fonseca, a su mujer, a susdos hijas y al hijo con la escopetatodavía apretada entre las manos, gritódeshecho, levantando sus brazosenflaquecidos:

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—¡Por Dios! ¡No más guerras enesta ciudad! ¡No más muertes!

Don Ramón arrojó la espada y lapistola junto al cadáver de su hijo ysalió enajenado de allí.

El juzgado se presentó en seguida y,esta vez, el Juez de instrucción autorizóla vela del cadáver en la casa de losEspinosa. Lo colocaron en su ataúd, enel mismo salón en que algún tiempoantes había estado el abuelo donSantiago. La luz que entraba por elbalcón dejaba ver su rostro pálido ydormido. Le habían puesto en las manosuna cruz de plata.

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Allí se reunieron todos los hermanos(incluso el marino, con su uniforme dealférez). Lo velaron silenciosos toda lanoche.

La madre pareció no comprender elalcance de aquella muerte. No se moviódel lado de su hijo, mirándole sin cesar,acariciando su rostro.

En cuanto al padre, a causa de laimpresión, desde aquel día funesto sequedó mudo. Muchos lo vieron despuéssentarse con frecuencia en el coro de lacatedral, y pasarse las horas allí, con lasmanos juntas, suplicante. En la tertuliallegaron a decir que se había convertidoen una sombra.

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—La muerte de ese muchacho haterminado con esa casa —decía donLorenzo aferrado a la puerta de la botica—. Ahora todo es ya de otra manera.

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XXIVEl día del entierro, fue un día triste.

Muy temprano lo sacaron de su casa ahombros. Ninguno de sus guerreros sehabía atrevido a aparecer. Unos sehabían ocultado por los pueblos delMarquesado y otros andaban por elbarrio moro. Delante iba la parroquiacon la cruz alzada. Detrás iba donRamón, enlutado, acompañado del muyilustre señor Deán; los tres hermanos deRodrigo, todos los tertulianos de labotica de don Lorenzo e infinidad deamigos y deudos.

Pasaron por el arco del Corregidor,

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pasaron por delante de la catedral, laplaza del conde Luque, la calle de SanMiguel… El sol encendía de púrpura laspuntas de las torres. Unas cuantaspalomas revolaron por encima de lascabezas de todos con un extraño mensajede paz.

La gente se asomaba a las puertas desus casas para ver pasar la comitiva.

Con la muerte de Rodrigo Espinosa,parecía haber terminado toda una épocade Guadix. Hasta las murallas, tandeshechas, parecían otra cosa aquellamañana. Ahora parecían realmentemuertas. Todos los fantasmas, todas lasguerras que andaban día y noche entre

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sus torres, desaparecieron para siempre.Unos cuantos días después de la

tragedia, se casó Blanca en la iglesia deSantiago. Se suprimieron todos aquellosfestejos que la familia tenía preparados,y sólo asistieron los más íntimos a laceremonia. Los pocos que pudieronverla contaron que iba muy bella, peroque había una sombra en su rostro. Enseguida salió con su marido hacia lacapital y nunca más se supo de ella.

El tiempo siguió su caminodemoledor. La ciudad creció algo más yvolvió a salirse de nuevo por encima delas murallas. Cayeron desplomados

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algunos de aquellos viejos torreonesmoros y algunas de aquellas torrescristianas. La gente siguió reuniéndosedonde siempre, unos en el Casino, otros(los poetas) en la botica de don Lorenzoy, otros, en las tabernas, en algún cafetíno en sus propias casas.

Los días de verano, grupos de niñossalían corriendo por la orilla del río ymontaban en terribles caballos de caña.Se arrojaban piedras unos a otros y, alfinal, volvían lesionados, con manchasde sangre en la cabeza. Entrabanvictoriosos por el viejo arco de SanTorcuato (ya sin santo y sin lámpara) yse detenían en la Plaza a la luz de la luna

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para desmontar de sus corceles. (Lafarola también se había marchado a otraparte y hasta el palacio del Corregidorhabía llegado, inverosímilmente, acambiar de postura. La vida era capazde cualquier milagro.)

El canónigo, envejecido, escribió unbellísimo soneto a la muerte de RodrigoEspinosa, el caballero enamorado. Se leveía galopar, atacar la casa de losDomínguez, y morir con la espada en lamano por el amor de Blanca Fonseca.

Los que llegaron a leer aquellosversos, los celebraron mucho y dijeronque eran dignos del mismísimo Lope deVega.

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—Pero lo que él hizo, no loigualarán las plumas —confesó elcanónigo—. Por algo se llamabaRodrigo como el Cid.

El autor de esta historia encontró enla casa de los Espinosa algunas cosasque pertenecieron a Rodrigo: la espadacon las iniciales Y.E., la cruz de plataque tuvo en sus manos el día de suentierro, la silla del caballo, suscuadernos, sus libros…

También visitó la tumba delmuchacho en el cementerio. Sólo teníauna losa blanca con su nombre y la fechade su óbito.

Pero fue en la propia ciudad donde

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encontró los mayores recuerdos de suvida. Toda ella estaba impregnada de suespíritu guerrero y enamorado. Podíadecirse que la ciudad toda era él mismo.

Cádiz, julio 1965.