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«Un thriller de procedimiento judicial con una excelente trama y una fortísima tensión. La habilidad del autor en el abastecimiento y la dosificación de detalles y datos de la investigación arrastra al lector a un final sorprendente.» Jurado del Premio

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Los crímenes del opio

Daniel Santiño

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LOS CRÍMENES DEL OPIODaniel Santiño

Diciembre de 2012. En la localidad barcelonesa de L’Hospitalet de Llobregat, seencuentran unos restos humanos dispuestos en una macabra escenografía. Launidad de crímenes violentos de la DIC (División de Investigación Criminal) delcuerpo de Mossos d'Esquadra se verá inmersa en una investigación sin prece-dentes y con la presión de un seguimiento mediático internacional.Los asesinatos se suceden, cada vez más crueles y sangrientos, ante el des-concierto e impotencia de los agentes que no logran encontrar en ellos una solapista que les haga avanzar en el caso. El sargento Víctor Santino, al cargo de lainvestigación, no solo deberá enfrentarse al asesino en serie más prolífero y peli-groso de toda la historia del país, sino que también lo deberá hacer con los impe-dimentos implícitos en un cuerpo policial politizado y arrastrando los efectos deun terrible episodio de su pasado.

Víctor Santino lidiará a contrarreloj contra una mente privilegiada y perversa, enuna lucha que traspasará las fronteras entre lo profesional y lo personal y quepondrá en peligro su vida y la de todas las personas que le importan.

ACERCA DEL AUTORDaniel Santiño (Barcelona, 1974), después de vivir dos años en Casablanca(Marruecos) trabajando como diseñador gráfico, y en San Martino (Italia), seincorporó a los Mossos d’Esquadra del Área Básica Policial de L’Hospitalet. Consu primera novela, Los crímenes del opio, ganadora del Premio Internacional deNovela Negra L’H Confidencial 2015, ha podido fusionar sus dos grandes pasio-nes: la escritura y el trabajo policial en su más pura esencia.

ACERCA DE LA OBRA«Un thriller de procedimiento judicial con una excelente trama y una fortísimatensión. La habilidad del autor en el abastecimiento y la dosificación de detallesy datos de la investigación arrastra al lector a un final sorprendente.»JURADO DEL PREMIO L’H CONFIDENCIAL

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Este libro está dedicado a todos aquellos profesionalesque cada día, por vocación y amor a su trabajo, salvanvidas o arriesgan la suya propia en cumplimiento de lasobligaciones inherentes a su profesión. Gracias por con-tribuir a que el mundo sea un poco mejor y más seguro.

A mi familia y mis amigos, que tanto me han apo-yado en mi incursión al fantástico mundo de contar his-torias. Gracias por estar siempre ahí, por confiar en mí,por vuestra paciencia y por vuestros ánimos cuandomás lo necesitaba.

Por último, y con la mención especial que se mere-cen, dedico este libro a las tres personas más maravillo-sas que hay en el mundo: mis dos hijos, Anna y Daniel,y a la mujer que un día decidió compartir su vida con-migo y regalarme tantos años de felicidad. Gracias,Marta, mi mujer, el amor de mi vida y la luz que ilu-mina mi alma.

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OPIUM: mezcla compleja de sustancias que se extrae de las cabezas verdes de la adormidera (Papaver

somniferum) y que contiene la droga narcótica y analgésica llamada morfina,

así como otros alcaloides…

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PRÓLOGO

Miércoles 19 de diciembre de 2012, 20.00 horas

Había llegado el gran momento. Era algo irrefutable.Lo gritaba cada uno de los poros de su piel. Llevaba de-masiado tiempo esperando que la luz se hiciese y habíaaparecido con tal fuerza que no tenía el menor atisbo deduda. Lo sentía tan bien como el aire frío de diciembreque cortaba sus mejillas y sus labios. Lo notó al desper-tarse por la mañana con un escalofrío que lo dejó rígidodurante unos segundos. Supo al instante lo que signifi-caba. Solo un ser superior como él podía entender la se-ñal. Había llegado la hora de que el mundo entero cono-ciera su existencia. Que le venerara. Que le temiera.

Esperó la señal acordada, entró con decisión en el in-mueble y subió por las escaleras hasta la tercera planta.Odiaba los ascensores. De hecho, detestaba cualquier es-pacio pequeño y cerrado del que no pudiera salir cuandole viniera en gana. Entró en el piso y caminó hasta el co-medor con el paso firme de quien ya conoce el lugar. Enrealidad, no había estado allí nunca, pero su sombra sí.Descolgó del hombro la bolsa de lona negra y la dejócon suavidad en el suelo. Colocó su chaqueta en el res-paldo de una de las sillas, y el paraguas contra una pa-red. Cambió los guantes de piel con forro interior porunos de látex y flexionó los dedos hasta que se le ajus-taron perfectamente. Cerró los ojos unos segundos, con

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los brazos laxos en los costados, y visualizó el lugar ycómo había de quedar todo exactamente. La perfecciónera lo más importante. No se podía esperar menos de unser como él. Abrió los ojos, se agachó, descorrió la cre-mallera de la bolsa y se puso a trabajar.

Se retiró unos pasos para observarlo todo con aten-ción. Acto seguido, consultó su reloj de pulsera. No lle-vaba ni quince minutos dentro del piso. Sonrió satisfe-cho. Se bajó los pantalones y se masturbó a un ritmofrenético. Eyaculó sobre su obra para darle un poder quesolo él poseía. Era el toque supremo que le daba el gradode perfección que se merecía. Se retiró una vez más yobservó. Ahora sí. Su pulso se aceleró igual que el díaque recibió el poder de su madre. Su obra brillaba con laluz de los dioses. Esa luz que corría por su sangre desdeque se transformó.

Se subió los pantalones, guardó los objetos que habíautilizado en la bolsa y se puso la chaqueta. Caminó ha-cia el mueble, cogió el auricular del teléfono y marcó elnúmero de emergencias.

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I

Miércoles 19 de diciembre de 2012, 20.20 horas

El coche patrulla volaba por el asfalto con los priorita-rios luminosos lanzando destellos azules; la sirena gri-taba su estridente urgencia.

El agente Munuera, de la Unidad de Seguridad Ciu-dadana de los Mossos d’Esquadra, agarraba con fuerzael volante. La patrulla se deslizaba hábilmente entre eldenso tráfico de Hospitalet de Llobregat. En el asiento delcopiloto, el agente Avilés se ponía los guantes anticortes.

Les había llegado el aviso de un posible caso de vio-lencia de género en el número sesenta y ocho de la ave-nida Isabel la Católica. Tocaba correr.

Giraron por la avenida. Por el retrovisor vieron otrocoche patrulla.

Los vehículos se detuvieron delante del número se-senta y ocho. Fueron a la carrera hacia el portal. Losagentes cruzaron entre sí un ligero saludo con la cabeza.Estaban concentrados. Vieron a un joven apoyado en laentrada del edificio.

—¿Vives aquí?El chico asintió asustado y Munuera le pidió que

abriera la puerta. Los agentes se abalanzaron escalerasarriba. Avilés cogió su radio del cinturón policial.

—Central, indicativos tres diez y tres veinte en Isa-bel la Católica. Ya informaremos —dijo.

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Llegaron a la planta y buscaron el tercero segunda. Lapuerta estaba entreabierta. Dos agentes se colocaron acada lado de ella, con las defensas policiales en las manos.

—¡Policía! —gritó Munuera de forma clara y con-tundente, para que no hubiera dudas al respecto, a la vezque empujaba la puerta con la mano para que quedaraabierta del todo.

Dentro no se veía nada: estaba completamente os-curo. Los agentes sacaron del cinturón las linternas eiluminaron el interior. Solo podían ver un recibidor deunos cuatro metros de largo y la puerta por la que se ac-cedía al salón. Avilés volvió a identificarlos con otrogrito hacia el interior del piso. Nadie contestó. Losagentes sabían que no debían entrar sin indicios sufi-cientes de que se estuviera perpetrando un acto delic-tivo. Un grito de socorro sería suficiente, pero dentropodría haber una mujer herida o inconsciente; apenasunos minutos podían marcar la diferencia entre salvarlela vida o encontrarla muerta.

Munuera y Avilés entraron en el domicilio gritandode nuevo:

—¡Policía! ¿Hay alguien?De forma inconsciente, apretaron las defensas que

llevaban en la mano derecha, mientras que con el haz delas linternas que portaban en la izquierda barrían el in-terior del piso. Sus cuerpos estaban en tensión, comple-tamente atentos a cualquier sonido.

Los otros dos agentes se quedaron en la puerta cu-briendo la entrada. Uno de ellos se comunicó con la centralpara que intentaran localizar al propietario del domicilio.

La puerta del tercero tercera se abrió un palmo y unamujer en bata miró asustada a los agentes.

—¿Es usted la que ha llamado al número de emer-gencias? —preguntó uno de los agentes. Una declara-ción firmada por la persona que había escuchado los gri-tos de socorro justificaría la entrada en el domicilio.

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La mujer negó con la cabeza y preguntó con caraasustada qué es lo que pasaba.

—Entre en casa y cierre la puerta, por favor —lesoltó el agente, serio.

En ese momento, la emisora de los agentes atronó enel silencio.

—Central para el tres diez y el tres veinte. En el pa-drón municipal, el domicilio consta a nombre de JuanRobles Santiago. Sin antecedentes según nuestra basede datos. Nada pendiente. Estamos intentando locali-zarlo en el teléfono móvil.

—Tres veinte para central. ¿Quién es la persona queha llamado a emergencias?

—Central para el tres veinte. El teléfono desde el quese ha realizado la llamada pertenece al domicilio del ser-vicio. Era una mujer que no se ha identificado.

Munuera y Avilés se miraron durante un segundo.Asintieron con la cabeza y abrieron la puerta del come-dor. Lo que vieron les dejó helados. El interior del pisono presentaba daños ni desorden. No había señales depelea alguna, pero, en el centro de la habitación, habíaun brazo humano seccionado por el codo. Estaba en ver-tical, enganchado de tal manera al suelo que parecíaemerger de allí. La mano estaba cerrada en torno a algo.Los agentes centraron la luz de las linternas en esepunto y no pudieron evitar un escalofrío. La mano aga-rraba un corazón.

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II

Miércoles 19 de diciembre de 2012, 21.20 horas

El sargento Víctor Santino conducía su coche por laautopista AP-7 camino de la comisaría central de Saba-dell, donde estaba la sede de la DIC, la División de In-vestigación Criminal.

Media hora antes, había recibido una llamada de te-léfono del subinspector de su unidad.

Santino llevaba veinte años como policía. Los seis úl-timos había trabajado en la DIC. A menos de un mespara cumplir los cuarenta y dos años, cada vez que le so-naba el teléfono fuera de servicio se preguntaba por quécoño no pedía el traslado a un destino más tranquilo.Vivía en un pequeño pueblo de la Anoia, Masquefa. Lacomisaría de Martorell estaba a apenas quince minutosde allí. En los últimos años, había pensado más de unavez pedir el traslado a la oficina de denuncias de esa co-misaría. Trabajo tranquilo y cerca de casa. Pero, por al-gún extraño motivo que ni él mismo entendía, seguíaen la Unidad de Investigación de Sabadell.

Su mujer y él estaban bañando a su hija de tres añoscuando el teléfono empezó a sonar. «Otra muerte porviolencia de género», pensó. Por desgracia, este tipo decrímenes se había multiplicado en los últimos años.

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Normalmente, la instrucción la llevaba la UTI, la Uni-dad Territorial de Investigación, de la región policialdonde se hubiera cometido el crimen, pero si los hechoseran especiales, bien porque la víctima o el presunto au-tor fueran personas relevantes, bien porque el delito po-dría tener una repercusión social importante, la DIC sehacía cargo de la investigación.

Se secó las manos con una toalla y contestó el telé-fono. Que fuera el subinspector de la unidad quien lla-maba lo puso en tensión al momento. La cosa tenía queser muy seria, pues solía ser el cabo de guardia quienhacía la llamada.

Por la expresión que puso Santino mientras escu-chaba, su mujer supo que no volvería a ver a su maridohasta dentro de muchas horas.

—Tengo que irme —le dijo.—Parece grave —respondió ella mientras arrullaba a

la pequeña en una toalla.Santino asintió con la cabeza y fue al dormitorio a

cambiarse el pijama por un jersey negro y unos tejanos.Nunca le explicaba a su mujer nada de los casos que in-vestigaba, y ella tampoco preguntaba. Eso hacía las co-sas mucho más fáciles. Le gustaba que existiese esemuro. Esa barrera invisible que dividía en dos su vida,que separaba la maldad y las atrocidades asociadas consu trabajo de la tranquilidad de su vida personal. Aun-que no siempre fue así.

Estaba abrochándose los cordones de sus botas ne-gras cuando su mujer entró en el dormitorio y se sentóen la cama, con la pequeña en brazos.

—Prepárate un bocadillo…, o te quedarás sin cenar.—No tengo tiempo. Me están esperando. Ya comeré

algo por ahí.Le dio un beso en los labios a su esposa y uno en la

cabeza a su hija. Cogió de la mesita de noche su armapersonal, una Glock 19, y se la colocó con la funda en el

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cinturón. Abrió el armario y cogió una chaqueta de pielnegra. La noche sería larga y fría. Volvió al lavabo y sepeinó fugazmente con un poco de agua. Su pelo negro,antaño espeso y abundante, había retrocedido de unmodo ostensible. Ya tenía la frente despejada. Casi porinstinto, cogió aire para esconder barriga. «Joder, tengoque hacer dieta», se prometió a sí mismo una vez más.

Se esforzaba en correr todos los días ocho kilóme-tros. Con esa rutina había conseguido mantener unaforma física aceptable, pero estaba claro que la edad em-pezaba a ganar terreno. Cogió las llaves del coche y sa-lió de casa.

El agente encargado de controlar los accesos a la co-misaría le abrió la valla cuando Santino se identificó porel interfono. Aparcó su vehículo en la plaza que teníaasignada y entró en el edificio. La calefacción del inte-rior le obligó a quitarse la chaqueta y a colgársela de unbrazo. Caminó por los pasillos de la comisaría con rapi-dez, saludando a los agentes uniformados del turno detarde. Cuando entró en el despacho del subinspector,comprobó que era el último en llegar.

El subinspector Óscar Sánchez estaba sentado detrásde su mesa; los dos cabos de la unidad, Daniel García yÁlex Bosch, esperaban de pie.

—Coged un coche y salid echando hostias para Hos-pitalet —dijo el subinspector en cuanto vio aparecer aSantino—. A las seis de la mañana, reunión, y me con-táis lo que tenemos. Yo estaré toda la noche ocupado—dijo señalando el teléfono—. Este puto aparato va aechar humo dentro de pocos minutos, así que para cual-quier cosa me llamáis al móvil. ¿Entendido?

—¿Sabemos si la prensa está al corriente de algo?—preguntó Santino.

—Ni puta idea. Hasta el momento, lo único que sé es

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lo que os he contado por teléfono. He hablado con el in-tendente jefe de la comisaría de Hospitalet y os han ha-bilitado un despacho allí. Si necesitáis algo, se lo pedís alsargento jefe del turno. El resto de nuestra unidad yaestá en Hospitalet. Venga, a trabajar.

Santino, Bosch y García cogieron una emisora portá-til cada uno y baterías cargadas. Bajaron al aparca-miento y montaron en un Seat León de la policía que nollevaba señales identificativas.

Santino y García llegaron a la DIC el mismo año.García había conseguido los galones de cabo ocho añosantes y estaba destinado en la Unidad de Seguridad Ciu-dadana en la comisaría de Ciutat Vella de Barcelona.Quería ascender a sargento, pero cuando consiguióplaza en la DIC sus planes cambiaron. Un ascenso con-llevaba un traslado allí donde hubiera una vacante delnuevo cargo, y García no tenía la más mínima intenciónde abandonar la DIC. Ese puesto era lo que siempre ha-bía querido. Tenía treinta y seis años. Amante de las ar-tes marciales y del boxeo, pasaba muchas horas a la se-mana en el gimnasio entrenando, pero también poseíauna mente brillante y ágil, por lo que no tardó en con-geniar con Santino.

Alejandro Bosch se unió al grupo un año más tarde. Asus veintiséis años, llevaba una carrera meteórica en elcuerpo de policía. Número uno de su promoción, pulverizótodos los registros de la academia de policía. A los veinti-trés años, y con solo tres en el cuerpo, quedó también nú-mero uno en la promoción de cabo. Casi sin despeinarse,ganó la única y solicitada plaza de cabo en la DIC.

La unidad la completaban cuatro agentes rasos: Ar-turo, Lluís, Arantxa y Anaís.

El Seat León salió de comisaría a toda prisa, con losprioritarios luminosos encendidos. Tomaron la auto-

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pista C-58 dirección Barcelona. Al llegar al nudo de laTrinidad, cogieron la ronda de Dalt dirección Llobregat.No hablaron en todo el trayecto. Santino sintonizó ensu emisora policial el canal de Hospitalet y escucharoncon atención todo lo que se comunicaba. A las diez ycuarto, llegaron a la avenida Isabel la Católica.

La calle estaba cortada al tráfico; el perímetro, llenode civiles, atraídos por lo que había pasado como polillasa una bombilla encendida. Los representantes de losmedios de comunicación se centraron en el Seat León encuanto lo vieron acercarse. Varios agentes uniformadosde la policía local consiguieron abrir un pasillo a toquede silbato y retirar una valla policial para que el cochepudiera acceder a la zona.

—¡Joder! —exclamó García ante el despliegue de ve-hículos.

Había coches policiales del cuerpo y de la policía lo-cal de Hospitalet, ambulancias y bomberos.

Condujo despacio entre ellos, buscando un sitio en elque estacionar. Un sargento uniformado hizo que uncoche patrulla se desplazara y les dejara el sitio. San-tino, García y Bosch se colgaron del cuello las placasidentificativas antes de bajar del vehículo.

—Buenas noches. Soy el sargento Víctor Santino.Ellos son los cabos Daniel García y Álex Bosch, de la DIC.

—Sargento Antonio Guaita, jefe del turno de la co-misaría de Hospitalet de Llobregat. —Les estrechó lamano a los tres—. Los compañeros de la Científica yahan acabado y la comitiva judicial os espera para entrar.

Siguieron al sargento Guaita al interior del edificio.Santino se sorprendió al ver la cantidad de agentes quehabía en el portal del inmueble. Se oía un murmullocontinuo de voces y alguna que otra radio a la que no lehabían bajado el volumen. Les presentaron al inten-dente jefe de la comisaría de Hospitalet y al subinspec-tor jefe de Seguridad Ciudadana.

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A Santino no le gustaban las aglomeraciones deagentes, ya que, la gran mayoría de ellos, lo único quehacían era mirar y estorbar. Rezó para que el interiordel domicilio no estuviese igual.

Siguieron al sargento Guaita por las escaleras hastael tercer piso. En el rellano les presentaron al subins-pector jefe de la Unidad de Investigación de Hospitalet,al juez de guardia, al secretario judicial y al médico fo-rense.

—Me han informado de que disponemos de un des-pacho en la comisaría de Hospitalet —le dijo Santino alsubinspector.

—Así es.—¿Puede hacer que me dejen allí una copia de la mi-

nuta policial de los agentes que atendieron el servicio?—Por supuesto.—Tengo entendido que la llamada al número de

emergencias se hizo desde dentro del domicilio, ¿no esasí?

—Exacto —respondió el subinspector.—Pues también quiero una copia de la grabación de

la llamada.—La encontrará en el despacho.—Muchas gracias.—¿Entramos? —preguntó el juez de guardia, cami-

nando hacia la entrada del piso, sin esperar respuesta asu pregunta.

Santino, García y Bosch entraron en el domicilio de-trás de la comitiva judicial; tras ellos, el subinspector deinvestigación y el sargento Guaita. Santino respiró ali-viado al comprobar que no había nadie más en el inte-rior de la vivienda. Caminaron por el pasillo hasta el co-medor. Todos habían visto cadáveres muchas veces,hasta cierto punto estaban acostumbrados a ello. Sinembargo, en esta ocasión no pudieron evitar que un es-calofrío les recorriera el cuerpo. Cómo estaba dispuesto

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todo aquello… En silencio, observaron que el brazo pa-recía emerger del suelo a la altura del codo y que lamano apretaba un corazón entre los dedos.

A Santino le vino a la mente, sin saber muy bien porqué, la imagen de la entrega de los Óscar de Hollywood,cuando el galardonado alza el brazo agarrando la pre-ciada estatuilla y la muestra a los presentes. «Levan-tando al aire el trofeo, el símbolo de la victoria», pensó.Tomó nota mental de ello. Más tarde le daría vueltas aaquella idea.

El médico forense dejó en el suelo su maletín, loabrió y sacó de su interior unos guantes de látex.

—Brazo humano izquierdo —dijo mientras se losponía y observaba más de cerca—, la masa muscular y elvello indican que es de un varón. A priori, el corazóntambién parece humano. Por el tamaño, pertenece a unapersona pequeña.

A Santino se le encogió el estómago ante la posibili-dad de que se tratara del corazón de un niño. Los casoscon menores le afectaban especialmente.

El forense liberó el corazón de entre los dedos de lamano y lo puso dentro de una bolsa de plástico. Agarrócon las dos manos el brazo y, tirando con un movi-miento circular, lo desenganchó del suelo. A la vista detodos quedó una varilla de acero clavada en el piso, quesobresalía un palmo.

—Se sirvió de esta varilla para que el brazo quedaravertical —añadió el forense, que guardó el brazo en otrabolsa de plástico.

El secretario judicial tomaba nota a mano de todo loque se decía y hacía.

—No puedo decir nada más hasta que analice todoesto en mi laboratorio —dijo el forense quitándose losguantes de látex—. Avisaré a mi equipo y nos pondre-mos con ello esta misma noche.

—Bien —dijo el juez de guardia—. ¿Algo más?

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—No, señoría —dijo el subinspector de investiga-ción—. Los agentes de la Científica no han encontradonada más. Ni huellas, ni señales de lucha, ni sangre. Elpropietario del piso, Juan Robles Santiago, sigue en pa-radero desconocido. Su teléfono móvil no está opera-tivo.

El secretario judicial terminó el acta y todos los pre-sentes la firmaron. Acto seguido, la comitiva judicial semarchó.

—Ahora es cosa vuestra —dijo el subinspectorcuando se quedaron solos—. Voy a pedirle a la Cientí-fica que venga a por la varilla. Cualquier cosa que nece-sitéis…, no dudéis en pedírnoslo a mí o al sargentoGuaita.

—Muy bien. Así lo haremos, gracias —apuntó San-tino—. Nosotros estaremos aquí un rato más, pero elresto de los indicativos pueden irse.

Cuando estuvieron solos se repartieron el piso porzonas y lo revisaron todo concienzudamente.

—García —dijo Santino—, encárgate de la búsquedadel tal Robles, el propietario del piso. —Le dio unaagenda telefónica que había encontrado en uno de loscajones del salón—. Familiares, amigos, compañeros detrabajo, sitios que acostumbra a visitar, lo que sea.Cuelga una orden de búsqueda para él y para cualquiervehículo que tenga a su nombre. Habla con Sánchez yque solicite una orden judicial para ver sus cuentas ban-carias y su teléfono móvil. Quiero saberlo todo. Em-pieza por los extractos del último año. Ingresos, pagos,todo lo que consideres que se salga de lo habitual. Delteléfono móvil nos interesan las llamadas entrantes ysalientes de números desconocidos en los últimos seismeses, y que la compañía telefónica consulte los repeti-dores para ver dónde ha estado este hombre en las últi-mas setenta y dos horas. Mira en aeropuertos, estacio-nes de trenes y hospitales. Que Arturo y Arantxa te

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ayuden con eso. Si localizas a algún familiar directo,hay que comprobar por ADN si el brazo seccionado co-rresponde a Robles.

García tomaba notas de todo en una pequeña libreta.—Bosch —continuó Santino—, a por el malo. Habla

con todos los vecinos del inmueble. Quiero saber sialguno de ellos se ha cruzado dentro del edificio con al-gún extraño en el último mes. Para clavar eso —señalócon la cabeza la varilla de acero en el suelo—, tuvo quehacer ruido. Puede que alguien oyese algo y se asomaraa ver quién salía del domicilio. La gente es muy curiosa.Revisa la avenida Isabel la Católica cincuenta metros encada dirección, partiendo del número sesenta y ocho.Localiza entidades bancarias y cualquier tienda o nego-cio que disponga de cámaras de vídeo vigilancia que re-gistren la calle. Quiero las grabaciones de las últimasveinticuatro horas. Me importa una mierda si son gra-baciones legales o ilegales si con ellas le ponemos cara almalo, ahora o más adelante. Que te ayuden Anaís yLluís. Yo iré al anatómico forense a ver qué sacamos delbrazo y el corazón; luego pasaré por la comisaría deHospitalet para revisar lo que me tienen preparado.Acordaos de que a las seis de la mañana tenemos unareunión con Sánchez en la central. —Hizo una pausa,pensativo—. ¿Preguntas?

—¿Cuál puede ser el mensaje de todo esto? —pre-guntó Bosch—. El malo ha montado toda esta mierdapara nosotros. La llamada al número de emergencias fuepara asegurarse de que la policía fuera la primera en lle-gar. ¿Qué nos quiere decir?

—Es meticuloso —apuntó García—. Ha limpiado elescenario a conciencia. Creo que la única pista que nosha dejado es la respuesta a esa pregunta. Si lo averigua-mos, estaremos más cerca de pillarlo.

—Pues más nos vale hacerlo pronto —apuntóBosch—. Como esa sea la forma que ha elegido para co-

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municarse con nosotros, esto se nos puede ir de las ma-nos. Que sepamos, de momento dispone de dos cuerpospara ir dejándonos mensajes.

Santino estaba de acuerdo con ellos. Notó una an-gustia en el estómago ante la posibilidad de que fueranapareciendo partes de cadáveres en otros sitios, expues-tos de forma macabra, con mensajes ocultos.

—Tenéis razón —dijo—. Hay que descifrar qué haquerido decirnos. Bosch, que Anaís y Lluís se pongan ainterrogar a los vecinos, y tú vuelve a la central. De to-das maneras, con lo de las grabaciones no podemos ha-cer nada hasta primera hora de la mañana. Entra enInternet y busca todo lo que se te ocurra: cuadros, foto-grafías, grabados, esculturas. A ver si encuentras algoparecido. Localiza a algún experto en arte o en icono-grafía, y le consultas, pero sin entrar en detalles. Hayque evitar a toda costa las filtraciones a la prensa…, onos cuelgan a los tres. Si encuentras algo, me llamas almóvil.

—¿Quieres el coche? —le ofreció García.—No. Úsalo tú para ir a la central —le dijo a Bosch.—¿Te acerco a algún sitio? —preguntó este.—No hace falta, la comisaría de Hospitalet está

cerca. Me vendrá bien caminar un poco.Cuando llevaba la mitad del trayecto, empezó a llo-

ver con fuerza. Santino maldijo su suerte, se levantó lachaqueta por encima de la cabeza en un intento inútil deprotegerse del agua y aceleró el paso. Lo último que ne-cesitaba era ponerse enfermo.

Cuando llegó a la comisaría tenía los bajos de lospantalones empapados, pero la chaqueta, al ser de piel,había evitado lo peor. Se identificó ante el agente de laentrada, que le abrió la puerta. Salió a recibirle un cabo,que lo guio hasta el despacho que le habían habilitado.

—¿Necesita alguna cosa, sargento? —le preguntó.—Dos cosas. Un coche no logotipado y café.

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—El comedor está en la primera planta —respondióel cabo con una sonrisa—. Allí encontrará máquinas decafé. Enseguida le gestiono lo del coche.

—Gracias.Cuando el cabo salió del despacho, Santino se quitó

la chaqueta y, tras sacudirla con fuerza para quitarle elagua, la colgó en el respaldo de la silla. Encima de lamesa había una carpeta cerrada y un lápiz de memoria.

Mientras el ordenador se iniciaba, echó una hojeadaal contenido de la carpeta. Encontró la minuta policialredactada por los primeros agentes que llegaron al esce-nario. Llamó por teléfono al laboratorio de criminalís-tica de Sabadell y les pidió que le enviaran por correoelectrónico el informe científico del escenario y todaslas fotografías que se habían tomado. Sacó una libreta yun bolígrafo del bolsillo de su chaqueta e hizo una pri-mera lectura de la minuta policial, anotando detallesque le parecían importantes: «Llegada de los patrullas alas 20.25 […] Puerta del domicilio abierta. Cerradura noforzada […] Ventanas y puertas cerradas. Oscuridad to-tal […] Teléfono del domicilio descolgado».

Volvió a leer la minuta policial más lentamente, porsi se le hubiera pasado algo por alto, y después anotó ensu libreta los números de placa de los agentes. Quizá tu-viera que hablar con ellos.

Salió del despacho para ir al comedor de la primeraplanta. Necesitaba un café antes de enfrascarse en el in-forme de la Científica. Cuando salía del comedor, vio loslavabos. Entró y se quitó los pantalones para intentarsecarlos un poco con el secador de manos. Habría resul-tado especialmente humillante que en ese momento hu-biera entrado alguien. Se miró en el espejo sonriendo ynegando con la cabeza. Se puso los pantalones y volvióal despacho.

Imprimió el informe de la Científica. Lo leyó rápida-mente, pues solo tenía una página. Aunque habían sido

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muy meticulosos, aparte del brazo y del corazón, no ha-bían encontrado nada. Ni una sola huella en el piso, nisiquiera del propietario del domicilio. Estaba limpiocomo una patena. No había un triste pelo de Robles parapoder comparar el ADN con el del brazo. En este caso, laausencia total de pistas era una pista en sí misma. Escri-bió en su libreta: «¿Cuánto se tarda en limpiar a fondoun piso? ¿Lo hizo hoy o ya estuvo allí con anteriori-dad?». Cuanto más lo pensaba, más sentido tenía. Quete pillaran por una violación de domicilio era una cosa,pero con un brazo mutilado y un corazón humano eraotra muy distinta. «Hoy no se ha arriesgado a estar mu-cho tiempo dentro del piso», pensó.

Llamó al teléfono móvil de Bosch y le contó lo quesospechaba. No sabía durante cuánto tiempo se almace-naban las imágenes, así que le pidió que, si encontrabacámaras que hubieran podido grabar algo, se remontaraen el tiempo todo lo que pudiera.

Guardó el informe en la carpeta, conectó el lápiz dememoria en un puerto USB y examinó el interior. Allíestaba la grabación de la llamada al número de emer-gencias. Abrió el archivo de audio con un doble clic:

—Emergencias.—Por favor, tienen que ayudarme. Está loco. Va a matarme.—Dígame dónde está y le enviaremos una patrulla. ¿Está us-

ted herida?—…—¿Hola? ¿Señora?

La llamada finalizó.Santino anotó en su libreta: «Hora de la llamada las

20.17. La llamada la realiza una mujer. ¿La autora de loshechos o a la que le han arrancado el corazón?». Algo nole convencía. No sabía qué era, pero había algo en aque-lla grabación que le había puesto en tensión. Evidente-

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mente, no podía descartar la opción de que el autor delos hechos fuese una mujer, pero había algo extraño enla llamada, algo que no lograba identificar. Escuchó la gra-bación un par de veces más, pero seguía teniendo la mismasensación.

«La voz de ella», pensó. Sonaba distante. Como si es-tuviera a cierta distancia del teléfono. ¿Qué significabaeso? Lo anotó en su libreta y lo subrayó.

En ese momento, el cabo entró en el despacho y dejóencima de la mesa unas llaves.

—Son de un Nissan Note de color blanco. Lo encon-trará estacionado en el segundo sótano del aparca-miento de la comisaría.

—Gracias.Accedió al listín telefónico del aplicativo policial y

buscó el teléfono del forense. Tras un par de timbrazoscontestaron.

—Instituto de Medicina Legal de Hospitalet.—Buenas noches. Soy el sargento Víctor Santino de

los Mossos d’Esquadra.—¿En qué puedo ayudarle, sargento?—Quisiera hablar con el médico forense de guardia.—Un momento.Santino esperó unos segundos escuchando una me-

lodía que, aunque le sonaba de algo, no pudo identificar.—Lo siento, sargento, pero el forense no puede aten-

derle en estos momentos —le dijo la misma voz—. Noobstante, me han comunicado que dentro de una horatendrán el informe acabado.

—¿Hay algún problema en que vaya a recogerlo per-sonalmente?

—Por supuesto que no.—Gracias. Estaré allí dentro de una hora.Santino llamó al subinspector Sánchez y le expuso

todo cuanto tenían hasta el momento, así como las lí-neas de investigación que estaban siguiendo. Ante la

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posibilidad de que aparecieran más escenarios similares,Sánchez le dijo que disponía de todos los recursos queconsiderara necesarios. Le recordó que tuviera prepa-rado un informe escrito para la reunión de las seis de lamañana.

Santino colgó el teléfono y miró su reloj de pulsera.Quizá todavía tendría tiempo de comer algo si encon-traba un bar abierto por la zona.

Se puso la chaqueta y bajó al aparcamiento en buscadel coche.

Diez minutos más tarde estaba en un pequeño bar si-tuado en la calle Masnou, comiéndose un bocadillo deatún y bebiendo una Coca-Cola.

Cuando pidió un café le seguía dando vueltas alasunto de la llamada. O la autora de los hechos era unamujer, o había una tercera víctima. Era imposible matara alguien y extraerle el corazón sin dejar rastros de san-gre, y mucho menos en el tiempo del que dispuso. Re-visó las notas de su libreta: entre la llamada y la llegadade las patrullas solo habían transcurrido ocho minutos.Por otro lado, podía ser que la mujer, si no era autora ovíctima, fuera coautora.

Santino dio un sorbo al café y anotó en su libreta:«¿Varios autores?». Pero no le cuadraba. No hacían faltados personas para colocar el brazo. Para todo el prepara-tivo quizá sí, pero para eso no ¿Qué sentido tenía en-tonces que estuvieran los dos en el piso? ¿Solo para ha-cer la llamada? No, para eso simplemente… Entonces,de golpe, le vino la solución.

—¡Joder! —exclamó.Varias personas que había en el bar se giraron para

mirarlo.Pagó la cuenta y salió a la calle. Seguía lloviendo con

fuerza; corrió hasta el coche para no quedar empapado.

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Ahora lo entendía todo. Si su teoría se confirmaba, elcorazón extraído bien podía ser el de esa mujer. Buscóen la agenda de su móvil el número del laboratorio cri-minalista.

—Buenas noches, soy el sargento Víctor Santino, dela DIC.

—Buenas noches, sargento. ¿Qué necesita?—Os han enviado la grabación de una llamada rela-

cionada con el caso de Hospitalet de Llobregat.—Correcto.—¿La habéis analizado ya?—Aún no. Estamos con una varilla de acero del

mismo caso. Acaba de llegarnos. —Ponte con la grabación ahora mismo. Sospecho

que la voz de la mujer se emite desde algún tipo de dis-positivo. Creo que grabaron ese mensaje muchas horasantes. Llámame a este número en cuanto lo sepas.

Cuando Santino llegó al edificio G de la Ciudad de laJusticia, le estaban esperando. Lo condujeron por unospasillos hasta los ascensores y subieron hasta la sextaplanta, donde estaba la sede del Instituto de MedicinaLegal de Cataluña. En la salida del ascensor, les aguar-daba el médico forense de guardia.

—Buenas noches, sargento —le saludó aquel hom-bre, que le estrechó la mano.

—Buenas noches, doctor.El forense lo guio hasta un despacho.—Aquí tiene una copia del informe. —Le deslizó por

encima de la mesa un sobre cerrado—. Si me permite, leharé un pequeño resumen de lo más relevante. Ya ten-drá usted tiempo de leerlo más tarde.

—Por favor, doctor.—Bien. —Se quitó las gafas y se masajeó con los de-

dos el puente de la nariz—. Empezaré por el corazón.

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Una vez realizado el examen genético, sabemos que per-tenecía a una mujer. Por el peso y tamaño del órganopodemos decir que la mujer pesaba unos cincuenta ki-los, lo que indica que estaríamos hablando de una mujerbajita o muy delgada. Entre metro cincuenta y metrocincuenta y cinco, me atrevería a decir, aunque existenvariables en esta apreciación. Necesitaría saber la masaósea para confirmarlo. —Volvió a colocarse las gafasdespués de limpiar las lentes con un pañuelo de papel—.Hemos encontrado restos de formaldehído, así que nopuedo decirle cuánto tiempo ha pasado desde la extrac-ción. En cuanto al brazo, como ya dije, es el izquierdo deun varón. La amputación se hizo de manera burda. Loscortes son irregulares y hay desgarros en el tejido mus-cular, típicos de los cortes con herramientas de sierra.También ha estado conservado en formaldehído.

—Doctor, ¿puede decirme la edad aproximada de lamujer?

—Difícil. Lo más que le puedo decir es que no era niuna niña ni una anciana. Es una mujer adulta que notendrá menos de veinte años ni más de cuarenta. Sientono poder concretar más.

Santino se guardó el sobre con el informe en el bol-sillo interior de la chaqueta. Sacó su libreta de anotacio-nes y escribió: «El corazón es de una mujer de medianaedad».

—¿Algo más, doctor?—Sí. Me he dejado lo más raro para el final. Hemos

encontrado semen tanto en el brazo como en el corazón.—¿Semen? —exclamó Santino, asombrado.—Exacto. Hemos comprobado que el semen perte-

nece a una sola persona y que no se corresponde con eldel brazo amputado.

—Así pues, ¿dejó a propósito su ADN? La cabeza le iba a mil por hora. No podía creer que

alguien tan meticuloso cometiera semejante estupidez.

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¿Qué significaría? ¿Qué clase de loco se masturbaríadelante de trozos humanos descuartizados?

—Dentro del sobre le he dejado la analítica para quepuedan comprobar si coincide con alguien de su base dedatos.

—¿Me permite usar un fax? Lo enviaré ahoramismo.

—El informe está archivado en nuestros ordenado-res. Si desea, podemos enviarlo por correo electrónico.

—Se lo agradezco, doctor.Santino escribió el siguiente mensaje en el correo:

«Envío como dato adjunto ADN del posible autor. Com-parar con nuestra base de datos. PRIORIDAD ABSOLUTA.Contestar con el resultado a mi teléfono móvil. Sar-gento Víctor Santino. DIC». Después llamó al laboratoriopara asegurarse de que habían recibido correctamente elcorreo y de que se ponían con ello de inmediato.

Era la 1.20 de la mañana cuando Santino entró denuevo en el despacho de la comisaría de Hospitalet. Es-taba escribiendo en el ordenador el informe que teníaque entregarle al subinspector Sánchez cuando su móvilempezó a sonar. Era del laboratorio criminalista de Sa-badell.

—Sargento Santino —respondió.—Sargento, hemos terminado con el análisis de la

llamada. Tenía usted razón. La voz de la mujer es unagrabación.

—Perfecto. ¿Del ADN tenemos algo? —Cruzó losdedos instintivamente.

—Negativo. No consta en nuestra base de datos.—Mierda —exclamó contrariado—. Envíalo a la In-

terpol, a ver si suena la flauta.—Enseguida, sargento.Imprimió el informe que había redactado y lo guardó

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en la carpeta con el resto de los documentos. Sacó sumóvil y marcó el número del sargento jefe de turno deHospitalet. Guaita había terminado su jornada; en sulugar, habló con el sargento Ojeda. Le preguntó si podíadisponer toda la mañana del vehículo que le habían de-jado en la comisaría. No había ningún problema.

Santino se miró el reloj de pulsera y vio que eran lasdos en punto. Aún tenía tiempo de pasar por casa y dor-mir un par de horas antes de la reunión con Sánchez.

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Novela ganadora del Premio Internacional de novela negra L’H Confidencial en su novena edición. Premio coorganizado por el Ayuntamiento de L’Hospitalet.

© Daniel Santiño, 2015

Primera edición en este formato: marzo de 2015

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S.L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 9788416306022

Todos los dere chos reser va dos. Esta publi ca ción no puede ser repro du ci da,ni en todo ni en parte, ni regis tra da en o trans mi ti da por, un sis te ma derecu pe ra ción de infor ma ción, en nin gu na forma ni por nin gún medio,sea mecá ni co, foto quí mi co, elec tró ni co, mag né ti co, elec troóp ti co, porfoto co pia, o cual quier otro, sin el per mi so pre vio por escri to de la edi to rial.