bañeras de opio

10

Upload: juanjo-maria

Post on 18-Feb-2016

231 views

Category:

Documents


1 download

DESCRIPTION

Bañeras de opio (1895) de Margarida Trosdegínjol

TRANSCRIPT

Page 1: Bañeras de opio
Page 2: Bañeras de opio

IX

Vera había contemplado durante días el crujir del torso huesudo de la señora Vilar. Durante horas, había contado las respiraciones entrecortadas de la anciana de piel grisácea, sentada junto a la alta cama de sábanas putrefactas que jamás liberarían su perfume, aunque fueran lavadas por manos de vírgenes en el margen de un río surcado de narcisos. Tan lento el mundo, tan lenta la pena por las horas que se van deprisa. El frío, que provenía de las exhalaciones de la vieja, le golpeaba el pensamiento y, a latigazos, le robaba los últimos destellos de su lozanía casi marchita. La casa entera parecía crujir, o gruñir, como un ogro preso de un ataque de calmada locura. Los cristales seguían cerrados, pues la moribunda no soportaba el aire cálido que el verano escupía sobre árboles, animales y niños, y Vera respiraba una y otra vez esa atmósfera infectada de tinieblas. Al mínimo grito apagado de la ajada dama, que ya eran minúsculos sollozos decrépitos, sumideros del último aliento, la zagala, dócil asistenta, disponía una de las bolitas de opio debajo de la lengua áspera del cadáver viviente que había sido su única compañía en los últimos días. Este rito se había repetido cinco veces cada jornada durante el último mes, desde que el señor Chang había traído, por fin, la resina para atajar aquel dolor definitivo. Pasados unos instantes, la achacosa relajaba el ceño, y la sangre caminaba más lenta por las venas violáceas que poblaban sus manos transparentes. Vera, tomada por una tristeza infinita que le teñía el rostro, desdibujaba sus deseos y se instalaba en su piel como centenares de agujas, causándole un dolor inagotable, observaba el bombear arrítmico de esa lúgubre sabia. En esa quietud punzante se acontecía súbitamente el vómito, y entonces la abuela parecía devolverse a la vida, arqueada sobre si misma, expulsando los ojos de sus cuencas, rasgando la mortaja con sus afiladas uñas aguileñas. Y otra vez el dulce desmayo. Vera desconocía los límites del sufrimiento, y la aparente infinitud de aquella miseria de flema y fiebre, le hacía padecer

Page 3: Bañeras de opio

su propio perecer en un camino de abandono que no le correspondía. Hubo un silencio. Los pulmones de la enferma suspendieron su copioso movimiento mecánico. Vera se incorporó lentamente con la mirada anclada a las pupilas de la funesta desagradecida que ahora cedía su vida frente a ella, y se llevó la mano a la boca en un gesto de sorpresa y angustia. La vieja soltó el aire de repente, y en un acto reflejo Vera se mordió el interior del dedo índice. El olor del opio fluyó de sus dedos, hábiles manufacturadores de esferas hipnóticas, y no pudo más que lamer la esencia de aquél agrio y maravilloso aroma. Miles de hormigas diminutas e histéricas parecían haber tomado sus labios, y una profunda intuición de bienestar le nubló cualquier deseo de actuar contra la muerte de la señora Vilar, tan ansiada en tantas tardes de tedio. Vera le había sido siempre fiel sin mostrarse herida por su displicencia, sin dar cuenta a sus constantes y retorcidos desprecios, sin mostrar el asco y el miedo que la visión de su cuerpo, tan estropeado y tan desfigurado, le producía. La había aseado cuidadosamente de día. Le había vendado llagas dolorosas de noche, cuando el calor no era tan fuerte y la hinchazón se reducía. Le había mojado los labios, finos como culebras, con un algodón impregnado de agua de azahar en los atardeceres de fiebre y delirio. Había callado durante horas, obligada a permanecer junto a la cama mientras la vieja dormía y en sus sueños escupía palabras inconexas, palabras de bruja: lagarto, decía, lagarto y sapo, me hundo, decía. Había respondido a sus gemidos de madrugada apretándole suavemente su mano cadavérica. Las constantes amenazas silenciosas que la criada esputaba en las notas garabateadas que Vera encontraba allí donde pisara, alimentaban el miedo que la muchacha sentía cuando imaginaba a sus padres en la ciudad, enfrentados a tanta miseria y a tanta violencia camuflada de necesidad, y éste miedo se le aparecía a cada rato como el ancla acecha las entrañas del piélago, para recordarle que no podía descuidar sus deberes. Pero en aquel instante, casi viendo ya a Azrael flirtear con el collar de la expirante, anheló consumirse también, extinguir la tribulación que la mantenía sujeta a aquello

Page 4: Bañeras de opio

que no podía reconocer como vida, y decidió abandonar a su destino a la señora Vilar. Por fin, Vera fue capaz de fabular dos caminos divergentes: la senda de cipreses y campanas redoblando eternamente en la que se tambaleaba la vieja, y un atajo de rosas evaporando el perfume de sus almas, aguardando frente a ella.Se levantó lentamente, luchando contra el incipiente mareo que empezaba a desdibujar la soledad y el hastío que la aterrorizaban e inmovilizaban desde que empezó el descenso hasta la muerte de Anna Vilar. Anna Vilar, repetía en voz alta mientras corría el cortinaje que había oscurecido la pieza. Te estás muriendo, Anna Vilar, y yo muero contigo. La luz, que durante tanto tiempo había sido escondida, tomó la alcoba, descubriendo el orden siniestro que en ella imperaba. Abrió los ventanales con tal ímpetu que los cristales batieron contra las cornisas. El viento, empachado de fragancias y bellas palabras recitadas a lo lejos, le peinó hacia atrás la melena pelirroja haciéndole recuperar el aliento, y el sol le lamió la cara devolviéndole instantáneamente el color que ese largo y gélido verano le había robado. La deslumbró el centelleo del follaje, ya rojizo, como mariposas aleteando frenéticamente. Anna Vilar. La señora Vilar se removió en el lecho como se agitan los peces en las cestas de los pescadores, horas después de ser capturados. Anna Vilar. Vera se giró para observarla pero no pudo sostener su mirada. Caprichosa de parda resina, se lanzó sobre la mesilla de los remedios sintiéndose extrañamente ligera, determinada, sin voluntad y sin freno. Tomó tres bolitas de opio y las examinó. Las hizo rodar sobre la palma de la mano intentando descifrar el acertijo de su naturaleza, sanadora o nefasta. Entonces entró la criada sujetando en sus manitas venenosas, enfundadas en algodón blanco, la bandeja de plata reservada para las meriendas que nunca se servían, ya, en esa cárcel del deseo. Vera, al sentir su presencia, escondió las pequeñas alhajas cerrando el puño, y le sonrió, como sonríe, sonrojada, una niña sorprendida con las manos bajo la falda. La criada, que nunca antes había visto sonreír a Vera, respondió a la inusual mueca con

Page 5: Bañeras de opio

un gesto cínico de ceja. Las dos mujeres se miraron presas del desconcierto. La criada miró la ventana, repleta de verano, y Vera miró a la criada, que desprendía el halo de los inconformes. La criada miró a la exangüe, tan alejada. Vera miró el jardín, más allá de las cristaleras, tan inasible. Y finalmente sus ojos volvieron a encontrarse durante un soplo, y entonces la criada dejó la bandeja en la repisa de las fotos, frente al retrato del general Vilar, se sacudió el delantal con las dos manos, y se dio la vuelta para irse. Antes de cruzar el umbral volvió a girarse para decir algo, pero nunca lo dijo y desapareció por la galería que mantenía inexorablemente casadas las habitaciones de la vieja y la asistente. De la misma forma que Vera había aprendido el tedio en esos meses, la criada había aprendido el silencio en esos años. Sola otra vez, solamente acompañada del silencio quejumbroso de la anciana, inspiró una bocanada de aquel aire purificado. Le pareció que inhalaba un campo entero de trigo joven y amapolas, y entonces aflojó el puño que contenía la promesa de un final deleitoso. Sintió las bolitas y el sudor en la palma de la mano, y luego se las llevó a la boca sin mirarlas. Durante los últimos meses, Vera había desaparecido en aquella alcoba, ya no era una mujer, ni una persona, se había difuminado, y se habían desvanecido también sus ideas, los ruegos de su espíritu. Sus anhelos habían sido el vapor escapándose a través del sudor ácido cultivado por el verano y el sopor que afrontaba sin lamento. La penuria de la señora Vilar había sido su desgracia. Los silencios, su celda. El hambre, su condena. El tiempo, su enemigo flemático. Y entonces, decidida, tragó uno a uno esos diminutos universos. Su respiración empezó a acompasarse con el ritmo de las ráfagas de la brisa que ahora traían también retazos de mar. Los párpados le pesaban como caparazones de tortuga y una fuerte somnolencia la arrastró hasta la cama, se estiró junto al saquito de huesos y piel, privada momentáneamente de recato, y se regaló a la mano de Morfeo. Pero no por mucho tiempo. O quizá demasiado.Cuando volvió a abrir los ojos, la brisa era viento huracanado y,

Page 6: Bañeras de opio

en el cielo, cientos de familias de elefantes se apretujaban y lloraban. Se quebrantó con el desconsuelo de tantos y tan bellos animales, y se acercó a la ventana. La cabeza de una elefanta de tez arrugada y sombría destacó sobre las otras y, como un eco amargo, su voz llegó hasta ella: lloramos porque olvidamos recordar, sollozó la elefanta. Sin memoria no hay felicidad ni justicia, dijo con su voz ronca la vieja. Vera se giró atónita por la habilidad recitadora de la señora Vilar y la vio colgada sobre la cama, con los pies atados a una soga y dando vueltas sobre si misma, haciendo girar los brazos como aspas. Giraba y giraba y los hilos de plata que le nacían del cráneo eran cada vez más largos y se extendían sobre el colchón, y bajaban por los suelos para luego enfilarse por los muros, como serpientes, hasta llegar al techo, y entonces se deslizaban por el artesonado y se convertían en la soga que le ataba los pies y seguía girando y girando. Cuando Vera iba a pedirle que volviera a su reposo inevitable, sintió como el suelo se partía y se abría un abismo bajo sus pies, y una fuerza indomable la arrastraba hacia un precipicio, poblado de gusanos y sabandijas. No pudo oponer resistencia, y al tiempo que caía se alivió al comprobar que su vestido resistía el peso de su cuerpo y amortiguaba el hundimiento. Cayó, finalmente, en un pozo recóndito de suelo mullido, caliente y húmedo. No tuvo tiempo de aclimatarse a ese útero de tierra, porque el pozo empezó a inundarse de lodo negro y le cubrió los pies, luego las piernas cruzadas, se coló entre sus muslos, le llenó el ombligo, le anegó el pecho y, cuando llegó a la altura del cuello, se levantó con gran esfuerzo e intentó reptar, presa de la angustia, pero sus pies se hundían más y más en el légamo. Cuando ya intuía el miedo definitivo, la mano de la señora Vilar la rescató del ahogo tirándola con fuerza del pelo, arrancándola violentamente de ese vacío cenagoso para lanzarla a la orilla de un hipotético lago. Vera se encaró a la vieja, jadeante, y ésta desapareció dentro del agua. Exhausta, quedó atrapada en la visión de aquella atmósfera estática y sosegada. El agua cristalina y sucia, con peces rojos flotando. El tiempo sostenido entre una suave neblina de pétalos de margarita. En el

Page 7: Bañeras de opio

horizonte, los esqueletos de treinta y siete chopos bailando con treinta y siete lunas en cuarto creciente. Las piedras atávicas asomando su erudita existencia. La historia inerte, reposada sobre el pasto. En ese interludio se sabía espíritu, ella que siempre había dudado la existencia del alma desligada del cuerpo. Pero su cuerpo sucio, destemplado, magullado, había quedado relegado del juego de la sensación, los sentidos interrumpieron sus labores, y entonces se descubrió mezclada con las partículas esenciales de todos los demás cuerpos que habitaban esa nada continua e infinita. No había conceptos, no era una nada que se pudiera pensar o imaginar, simplemente Vera se sabía. No era agua pero fluía, no era viento pero volaba, no era fuego pero ardía, no era tierra pero comprendía. La voz de la vieja recitando una suerte de conjuros incognoscibles la devolvió a su cuerpo de nuevo. Se asustó al verse en la habitación y al ver a la vieja inhumada en la cama, con los brazos en alto sujetando un anillo, rodeada de Euménides.Miró hacia la ventana e intentó dirigirse hacia aquella, ahora si, última grieta de vida, huyendo del pánico provocado por los ininteligibles gritos de loba malévola que la vieja espetaba revolviendo los brazos. Una inquieta bandada de cuervos cruzó el cielo. Serpenteando por el suelo, entre el charco de caldos humanos que en aquellas horas, que habían pasado como minutos, ambas habían vertido, llegó por fin y se levantó agarrándose al marco robusto de la tapia profanada. Por vez primera desde que la tomaran las visiones pudo percibir cada dedo, cada pronta arruga, el latir de su corazón escortado por mil razones. Acertaba a apreciar su sangre caliente alimentando su juicio mientras unas nubes bajas y negras, que parecían emerger del fondo del océano, iban oscureciendo la casa, devolviendo a la cámara un aspecto más parecido a su innecesaria e incesante naturaleza fúnebre. Vera se sentó en la ventana con los pies hacia fuera, colgando sobre el jardín minúsculo y selvático, separado del bosque por una tapia que no podían saltar ni los niños, ni los hombres. Permaneció perfectamente inmóvil mientras las horas trágicas

Page 8: Bañeras de opio

acontecían a sus espaldas, sin olvidar el dolor que la conminaba pero alejándolo. Las nubes violentas, que estallaban a cada rato en temibles relámpagos sin descargar sus lágrimas de odio, persistían en su intento desestabilizador fallido, y la acompañaron hasta que llegó la luna, en su carro de argento. Bajo esa noche atronada, espejo plateado, la señora Vilar la miró y emprendió su grito terminal, ululando y escupiendo sangre. Vera quiso torcer el cuello, todavía sentada en el marco del ventanal, pero no pudo moverse. La agonía de la vieja ya era solamente ese chillido cegador. Comprendió que aquello era el final, o debía serlo, y cerró los ojos para rendirse al tránsito. Fue entonces cuando, desde el corazón del bosque, emergió el trote imposible de un enigmático animal, y al instante, un caballo bruno cruzó al galope el muro del jardín, rescatando a Vera de un posible sueño perenne, y apareció de repente en la alcoba. Aferrado a su crin, un caballero sin rasgos, vestido con un traje negro abrochado hasta la garganta por escorpiones de oro. El jinete se situó entre la cama de la señora Vilar, que mantenía el alarido, y la ventana desde la que Vera le miraba, ahora si, gracias a la contorsión de su cuello. Nunca Vera había sentido su espíritu tan fuerte como entonces, contemplando aquella silueta desprovista de actitud, carente de pasión y de piedad. Lentamente llevó sus piernas hacia el suelo, finalmente firme, para quedar de pie, enfrentada al vacío de aquel rostro inexistente. Los truenos retumbaban desde el ombligo del bosque hasta las vísceras de la muchacha. Sorteando sin temor al caballero, Vera se acercó a la cama de la señora Vilar. Anna Vilar. Anna Vilar, repitió, te estás muriendo, y yo no voy a morir contigo. Ahora recuerdo el tiempo, y las charlas en los lavaderos, y recuerdo la risa en los labios de mis amigas, como pétalos en una primavera perpetua. Recuerdo las calles sucias, y mi casa, y los chicos revoloteando detrás de una rata de patas largas, huidiza y temblorosa. Y recuerdo mi aliento embriagado de otro aliento y su noche de terciopelo. Recuerdo manos, como pinceles pintando mundos. Recuerdo haber soñado. Y contigo sólo duelo de mi muerte, y la nada, Anna Vilar.

Page 9: Bañeras de opio

Vera puso su mano sobre la de la anciana cuando el caballero se acercó sigilosamente a la cama y, mudo, puso la suya sobre la espalda de la chica. Sus tactos eran aguijones helados. La vieja cesó el grito de repente, aflojó cada tendón de su cuerpo, cerró los ojos apaciblemente, y sus labios parecieron dibujar una sonrisa inexperta. Un escalofrío hizo temblar a Vera al tiempo que un trueno partía la nube más opaca. La señora Vilar había muerto.Miró al caballero, y pudo intuir unos ojos de gato mirándola desde el fondo del averno de aquella quimérica faz. El desconocido tomó el cadáver, de un solo gesto lo dispuso sobre el caballo, y después se le acercó de nuevo. Permanecieron frente a frente unos instantes. Ella sentía un oscuro deseo, una llamada incomprensible, un anhelo insistente de permanecer frente a él para siempre, quisiera encadenarse a su montura, trotar con él hasta la luna. Mientras confrontaban sus existencias, la lluvia, excitada por el viento, encharcaba el jardín. Él se acercó a Vera sin vacilar, con su mano álgida recorrió la geografía de su rostro en una inquietante caricia, dibujando sus cejas, ablandando sus mejillas, paseando sus labios. Antes de que pudiera abrir los ojos, después de deleitarse en el placer efímero del tacto recobrado, el caballero desapareció galopando más allá del muro, y se fundió otra vez con el bosque.La lluvia parecía amainar, y tras las nubes no se descubría el manto de la noche, sino un brillante y cálido amanecer que Vera examinaba como si nunca antes hubiera visto salir el sol, alejada de toda nostalgia. El presentimiento de un futuro que había quedado postergado se presentaba diáfano ante ella. Descubriendo un camino más allá de la muralla del jardín, reparó en el hecho de que, desde que había llegado a la casa por ese mismo sendero arrastrando su fardo, nunca había levantado la vista más allá de las piedras que la ataban a su rumbo cautivo, y presa de esa imagen, tomó carrerilla, y cruzó de un salto el alféizar. Corrió por el jardín, jadeando, tan hechizada y furiosa que, al vadear la tapia, resbaló en el barro, y el rostro le quedó hundido en el agua turbia y fresca. Se levantó en una lenta flexión, y entonces vio su cara reflejada en el cristal acuoso en el que también

Page 10: Bañeras de opio

brillaban los robles y las pequeñas, simpáticas y redondeadas nubes que flotaban en el cielo de esa aurora repentina. No comprendió al instante el espejismo que le ofrecía la charca, y terminó de levantarse para buscar tras de sí, o a su lado, la persona a la que perteneciera ese rostro. Nadie en el bosque. Sola ella y su desconcierto. Hizo un paso hacia adelante y se miró otra vez en ese espejo inaceptablemente exacto. Se arrodilló para escrutarse brevemente. Pudo descubrirse en ese incómodo retrato, tras aquellas cejas, ahora apenadas, pese a las cordilleras que de repente surcaban su frente, aunque sus los labios se hubiesen convertido en finas culebras y su piel se tornara grisácea. También sus manos eran ya las de una vieja, su cuerpo entero había olvidado la primavera que le caracterizaba. Desde el zaguán la criada gritó su nombre. Vera. Pero no le importó el reclamo de la fámula, ni el eco del dolor de sus rodillas, ni los días y noches extraviados en su presidio, ni el inseparable miedo, ni el venidero indeterminado. Vera corrió hasta desvanecerse en el horizonte.