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LO MALO DE AMOR
DE AMOR ES QUE NO TE MUERES
RAÜL CÓRDOBA
© Raül Córdoba, 2017
Diseño de cubierta: Daniela Henao
Fotografía de portada: Júlia Méndez Loste
depósito Legal: aB 331-2017
I.S.B.N.: 978-84-17055-58-5
Impreso en españa
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La reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, no autorizada por los autores
y editores viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente autorizada.
Hemos llevado a cabo la exploración que se nos encargó y
hemos podido observar de cerca, sin ser observados,
gracias a nuestras supersónicas cortinas de humo, la su-
perficie del planeta tierra y los cambios que tiene lugar
en ella; cambios que creemos que son debidos a su mayor o
menor distancia de la estrella central de la cual reciben luz
y calor.
Después de repetidas observaciones y pruebas, hemos
llegado a la conclusión de que efectivamente sí que existe
vida vegetal y animal en el planeta tierra, y de que exis-
ten una gran variedad de seres vivos que hemos pasado a
estudiar con detalle.
La especie más influyente parece ser la de unos bípe-
dos de piel lisa que habitan en colonias con una rígida
organización. Estos seres vivos habitan en hormigueros
altos de forma generalmente rectangular, con celdas indi-
viduales para cada subgrupo o en algunos casos para cada
individuo. De estas celdas salen todos aproximadamente a
la misma hora y aparecen revestidos de caparazones de
diversos colores, aunque todos obedecen a un patrón ge-
neral que cambia con las estaciones. Después entran en
unas cápsulas de superficie metálica, con cuatro ruedas, y
se agrupan en líneas apretadas unos detrás de otros a
lo largo de canales cuidadosamente trazados, avanzando
lentamente durante largo rato en direcciones contrarias.
Es una conducta extraña cuya razón no hemos podido
averiguar. esas máquinas también producen grandes
ruidos y humos que según nuestras conjeturas, basadas
en la frecuencia y cantidad de esos humos, parecen ser la
atmósfera que necesitan para sobrevivir y por eso la re-
nuevan constantemente. Por lo que se refiere a los ruidos,
también parecen una comunicación prevocálica destinada a
mantener el contacto con el grupo mientras cada individuo
está en su propia cápsula.
Al cabo de un tiempo, en el mismo día, se invierte el
proceso y las cápsulas vuelven a los hormigueros de donde
habían partido. Una vez en ellos, por lo que hemos obser-
vado a través de las ventanas, se acomodan frente a una
pequeña pantalla, que no falta en ninguna celda, y en la
que aparecen sombras y luces al mando de un botón. Es
posible que esa sea la manera que tienen de alimentarse y
por eso no pueden pasársela sin ella.
Otro fenómeno extraño que hemos observado es que,
con frecuente regularidad, se reúnen grandes multitudes
de bípedos en unos enormes anfiteatros escalonados. En
estos lugares observan a un reducido número de ellos que
ejecutan rápidos movimientos difíciles de explicar en tor-
no a un objeto generalmente esférico, de mayor o menor
tamaño, y dan grandes muestras de excitación mientras
dura el extraño rito. Quizá esto tiene alguna relación con
el ciclo sexual de la especie, pero no hemos podido confir-
mar esta hipótesis.
Pero lo más inexplicable de todo lo observado, y que
hemos comprobado una y otra vez en medio de nuestro
más aturdido asombro, es el hecho de que los nombrados
bípedos se atacan unos a otros sin razón o motivo algu-
no que parezca poder justificar la agresión. Esto ocurre a
veces entre individuos, a veces entre grupos y otras veces
entre clanes enteros por largos períodos. No existe nada
en nuestros propios conceptos que pueda explicar tan ab-
surda conducta.
Por todas estas razones, hemos llegado a la conclusión
de que los bípedos de piel lisa no son seres racionales, que la
inteligencia aún no se ha desarrollado en el planeta
tierra, que tardará aún muchas edades cosmológicas en
aparecer y que, por consiguiente, es inútil hablar de un
contacto cultural con los seres que hoy habitan la tierra.
Nuestra misión ha terminado.
Informe de una tripulación espacial procedente de la Vía Acua
Jaime Garzón (1960-1999)
Periodista, humorista y pacifista colombiano
Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío, no se habría escapado.
Pero así ya no sería más un pájaro
y lo que yo amaba era un pájaro.
MIKEL LABOA
13
L
I
aura era preciosa. Tenía una larga melena rizada
de color castaño que le caía hasta media espalda,
unos enormes ojos marrones oscuros y unos labios
carnosos que dibujaban el contorno de una sonrisa
inquietante. Todos suspirábamos por los encantos de
aquella hermosa quinceañera que tenía fama de tener
experiencia con chicos, aunque sin llegar a ser una presa
fácil de conseguir. Dudaba sobre los motivos que habían
hecho que se fijara en mí. A diferencia de los otros chi-
cos, no me empeñaba en hablar de mi vida ni en alar-
dear de falsas conquistas. Tampoco elogiaba a las chicas
como hacían los demás, e incluso mi actitud, en muchas
ocasiones, podía parecer de desprecio. Y no lo hacía por-
que no les tuviera miedo; era tanto el pánico que sentía
que apenas me atrevía a hablar con ellas. A pesar de
todo, mi imagen daba la errónea sensación de que no
las temía, y eso a las chicas les gustaba.
Una tarde, cuando volvíamos de la piscina con el
resto del grupo, Laura me pidió que la acompañara a su
casa. Sus padres se encontraban fuera de la ciudad. Subi-
mos a un desván. Entonces Laura, con una sonrisa en los
labios, abrió un baúl y sacó un pañuelo de seda. Después
de vendarme los ojos, me cogió una mano y la puso sobre
su pecho desnudo.
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Sentí en los dedos el tacto rugoso del pezón y cómo poco
a poco empezaba a endurecerse. Estaba nervioso. Era la
pri-mera vez que tocaba un pecho y noté la erección por
debajo del pantalón. Siguió deslizando mi mano por su
cuerpo hasta llegar al ombligo y finalmente al sexo. Unas
gotas de sudor empezaron a resbalar por mi frente. Al
descubrirme los ojos, no pude evitar un suspiro de
admiración. Tenía los pechos pálidos y en uno de ellos
tenía un lunar. Laura sacó un preservativo y rodeán-
dome con los brazos me quitó la camiseta. Cuando se
dispuso a hacer lo mismo con el pantalón, se dio cuenta
de que este estaba manchado. No había podido contener
la excitación y había tenido una eyaculación precoz. Enro-
jecí. Luego no pude soportarlo más y salí corriendo a la
calle. Después de recorrer un centenar de metros, me apo-
yé con una mano en la corteza de un árbol y empecé a
llorar. Aquel verano que cumplí catorce años, no sola-
mente fue el último que vi a Laura, sino que también fue
el último que pasé en Barcelona con mi tía Lupe.
Lupe vivía en un pequeño ático situado en la calle
Asturias del céntrico barrio de Gracia. Desde que tenía
siete años iba a veranear todos los meses de julio y agosto
con ella. Con mi primo Gabriel, que era un año mayor que
yo, había cometido las peores travesuras que se recor-
daban por el barrio. Como aquel día que el señor Aurelio,
un anciano que era dueño de un antiguo comercio situa-
do en la Plaza del Sol, destrozó nuestra pelota ante nues-
tra atenta mirada. Para vengarnos, decidimos capturar
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doce palomas y liberarlas en el interior de su tienda de
electrodomésticos. Las aves empezaron a volar destro-
zando los aparatos que se depositaban sobre las estan-
terías. El interior de la tienda quedó bastante malpara-
do, y ni las mentiras, como en otras ocasiones, fueron
suficientes para apaciguar la bronca de nuestras res-
pecttivas madres. El señor Aurelio murió a los pocos
años y su negocio pasó a manos de una gran multinacio-
nal. «El gran monstruo del capitalismo está empezando
a asomar su cabeza por el barrio», me escribió Gabriel al
cabo de unos años. Lupe, después de aquel incidente,
no mostró ningún tipo de escrúpulo al afirmar que las
travesuras del pequeño Adrián, como siempre me lla-
maba, con el tiempo le iban a pasar factura. Sus pronós-
ticos no se desviaron mucho de la realidad. Se había
casado muy joven con un hombre diez años mayor que
ella y fruto de esa relación había nacido su único hijo.
Cuando Gabriel cumplió cinco años, un accidente laboral
acabó prematuramente con la vida de su padre. Lupe, le-
jos de dejarse vencer por aquel contratiempo, logró salir a
flote con coraje, hasta que hace un par de años su trágica
muerte nos sorprendió a todos al fallecer inesperadamen-
te de un fallo cardíaco. La muerte, aunque nadie de noso-
tros quiere esperarla, ella sí que lo hace. Podemos ganarle
una mano, con suerte dos, pero nunca podremos ganarle
la partida puesto que ya está perdida antes de empezar.
En ese instante, el fuerte silbato del tren me devolvió a
la realidad del interior del vagón donde me encontraba.
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La estación de sants estaba repleta de personas que
corrían desorientadas de un lado hacia otro, empujando
junto a sus pertenencias invisibles relojes de arena. Decidí
esperar a Gabriel en la terraza de una cafetería de Plaza
del Diamante. Estaba nervioso por mi reciente ingreso
en la Facultad de Derecho. Durante los últimos meses,
había estado preparando el traslado de mi pueblo natal a
Barcelona minuciosamente. Las cenizas de mi infancia y
adolescencia habían pasado a formar parte de la histo-
ria de un pueblo situado en la falda de los Pirineos, cuyos
residentes no llegaban a los ochocientos y donde la me-
dia de edad de la población había sufrido un notable
crecimiento en la última década. El factor principal de
este crecimiento se podía explicar a partir de la emi-
gración de las personas jóvenes hacia las grandes ciu-
dades en busca de un futuro más esperanzador. Una vez
que afincaban las residencias en los nuevos destinos,
volvían al pueblo exclusivamente para visitar a algún
familiar residente, rara vez para volverse a quedar.
Tanto mis padres como yo éramos conscientes que la
amarga despedida del día anterior era muy diferente a la
de otras ocasiones.
Hacía dos años, desde el funeral de mi tía, que no veía
a Gabriel. Todavía recuerdo la imagen de aquel chico
alto y delgado, con una larga melena pelirroja y unos
grandes ojos azules, llorando desconsoladamente sobre el
ataúd de su madre. Gabriel estaba cursando tercero de
Psicología y compaginaba sus estudios con un trabajo
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de orientador laboral. En su última llamada, al conocer
la noticia sobre mi ingreso en la universidad, me ofreció
la posibilidad de ir a vivir con él al antiguo ático de la calle
Asturias. Me ilusionaba la idea de volver a disfrutar de su
compañía en un apartamento repleto de tantas histo-
rias. Tras una breve espera, y mientras observaba los
edificios antiguos de la plaza, sentí depositarse una ma-
no sobre mi hombro.
—¿Conoces cuál es la diferencia entre un viajero y un
turista? —me dijo de repente Gabriel, señalando el bulto
de maletas que me rodeaban. Negué con la cabeza—.
¡El tiempo! —comentó a continuación—. El turista
sabe de antemano todo lo que va acontecer su visita.
El viajero, por el contrario, no está condicionado por
una fecha de vuelta ni tiene una ruta detallada. se aban-
dona a los caprichos del azar y siempre busca lo que no
imagina. Adrián,¿eres viajero o turista? —me preguntó
con una sonrisa. Miré todas las maletas que había a mi
alrededor. En una de ellas sobresalía la carta de ingreso
en la universidad.
—Creo que solo voy a ser un simple turista —res-
pondí devolviéndole el guiño. Seguidamente, me abalan-
cé sobre él para fundirme en un caluroso abrazo.
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