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Literatura Grecolatina Profesorado de Lengua y Literatura «Graecia capta ferum victorem cepit et artes intulit agresti Latio» ("La derrotada Grecia conquistó a los vencedores y civilizó a los ignorantes latinos") Horacio Introducción Usted esta ante los fundamentos de la cultura y civilización occidental, a la que pertenece y que a su vez lo lleva a ser como es y a pensar como piensa. En otras palabras es usted original en el sentido antiguo, es decir apoyado en la tradición occidental recorre su vida haciéndose a la luz del hombre greco-romano-cristiano. A medida que su oído o su inteligencia vaya haciéndose al paladar antiguo a través de las lecturas de las obras y de los estudios clásicos empezará ha descubrir el mundo que lo rodea y ha descubrirse a si mismo como mucho más griego y romano de lo que usted cree. Este material ha sido pensado para ayudarlo en este proceso, no es el techo de su formación sino el piso o trampolín para lanzarse a la compresión y el estudio del mundo clásico. Dado que la formación previa suele ser nula o muy escasa hemos organizado el material en dos momentos de lectura y estudio. Usted deberá leer el panorama general que lo ubicará en los contenidos de la materia. Y luego deberá estudiar en profundidad esos mismos contenidos desde los estudios específicos que están a continuación o que se señalarán en clase y que están citados en el programa. Este material presupone tres momentos. El primero es una prelectura sobre los temas a desarrollar en la clase, esto lo deberá realizar usted sólo antes de esta instancia la clase. El margen derecho presenta mayor amplitud para que usted margine los contenidos o anote las preguntas en esta prelectura, para ser explicados por el profesor. Un segundo momento donde el profesor desarrollará estos contenidos interactuando con usted, el material de estudio y la obra analizada. Un tercer momento en el que usted deberá fijar y sistematizar los contenidos desarrollados en la clase. Prof. Cristián Leonardo Mercado E-Mail: profecristian_iesdelatuel@ yahoo.com.ar Página 1

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Libro primero de la materia literatura y cultura grecolatina.

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Literatura GrecolatinaProfesorado de Lengua y Literatura

«Graecia capta ferum victorem cepit et artes intulit agresti Latio»

("La derrotada Grecia conquistó a los vencedores y civilizó a los ignorantes latinos") Horacio

IntroducciónUsted esta ante los fundamentos de la cultura y civilización occidental, a la que

pertenece y que a su vez lo lleva a ser como es y a pensar como piensa. En otras palabras es usted original en el sentido antiguo, es decir apoyado en la tradición occidental recorre su vida haciéndose a la luz del hombre greco-romano-cristiano.

A medida que su oído o su inteligencia vaya haciéndose al paladar antiguo a través de las lecturas de las obras y de los estudios clásicos empezará ha descubrir el mundo que lo rodea y ha descubrirse a si mismo como mucho más griego y romano de lo que usted cree.

Este material ha sido pensado para ayudarlo en este proceso, no es el techo de su formación sino el piso o trampolín para lanzarse a la compresión y el estudio del mundo clásico.

Dado que la formación previa suele ser nula o muy escasa hemos organizado el material en dos momentos de lectura y estudio. Usted deberá leer el panorama general que lo ubicará en los contenidos de la materia. Y luego deberá estudiar en profundidad esos mismos contenidos desde los estudios específicos que están a continuación o que se señalarán en clase y que están citados en el programa.

Este material presupone tres momentos. El primero es una prelectura sobre los temas a desarrollar en la clase, esto lo deberá

realizar usted sólo antes de esta instancia la clase. El margen derecho presenta mayor amplitud para que usted margine los contenidos o anote las preguntas en esta prelectura, para ser explicados por el profesor.

Un segundo momento donde el profesor desarrollará estos contenidos interactuando con usted, el material de estudio y la obra analizada.

Un tercer momento en el que usted deberá fijar y sistematizar los contenidos desarrollados en la clase.

Siguiendo estos pasos debería terminar el cursado con la materia organizada, sistematizada y fijada casi en su totalidad para la instancia final.

Recuerde que la sabiduría supone esfuerzo y constancia en el estudio y como dice José Larralde el su recitado Herencia para un hijo gaucho:

“El tranco del buey es lentopero su fuerza es parejami parecer lo asemejaal hombre que es sabedorlento el tiempo es gran señory es grande el tendal que deja…”

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Panorama generalAl pueblo griego ha correspondido, en la historia cultural de Occidente, asentar las

bases de todo conocimiento científico y crear eternos modelos de belleza artística. Para tamaña empresa hubo de estar dotado de excepcionales cualidades de orden físico y espiritual.

En el orden físico, la raza griega estaba dotada de una elegancia nativa, delicada y, al mismo tiempo, robusta. Estas cualidades se acrecentaron por la frugalidad que impuso la mediocre fertilidad del país, y sobre todo por la constante práctica de la gimnástica, que en la educación griega poseía una importancia capital.

En el orden espiritual era característica del griego la energía individual: es un pueblo de pastores, agricultores y marinos. Además, por la variedad de las aptitudes: razón, imaginación y sensibilidad, constituían en el temperamento del griego una triada de cualidades maravillosamente armonizadas. Gracias a esta variedad y armonía, el griego, sin perder jamás de vista la realidad, sentirá una constante propulsión a superarla con desinteresada curiosidad, base del conocimiento científico y de la creatividad artística. Al borde de estas cualidades, varios defectos amenazaban al temperamento del griego: su natural finura y agudeza mental podían degenerar en sutileza enfermiza, y la elegancia, en frivolidad. En la época de decadencia llegó a denominárseles con una palabra extraordinariamente expresiva de su ocasional decadentismo: la de «graeculi»1.

Su ideología moral y política. Es perfectamente perceptible a través de su literatura. Su moral, caracterizada por el sentido de la medida, no tiene nada de austera, y propende a toda complacencia humana con excesiva debilidad. Su originalidad consiste en el fino sentido del arte; los griegos inventaron una palabra que fundía lo bello y lo bueno en un ideal único: la «kalokagathia».2 Políticamente, la parcelación del país y especialmente la natural psicología de los griegos, no logró superar la concepción de la Ciudad-Estado ni subordinarla a una estructura política de máxima amplitud.

Su educación. La gimnástica y la música dotaban a los jóvenes de un sentido de la precisión y de la armonía3. Esto no es un juicio que formulamos nosotros, sino una convicción suya. Platón, por ejemplo, asegura que un “alma formada por la música adquiere un cierto instinto de lo que es falso e inconveniente, tanto en el terreno intelectual como en el del arte”. La formación literaria se iniciaba ya desde la niñez, recitando y aprendiendo los trozos más notables de los poetas, de Homero especialmente. En fin, la conversación misma era entre los griegos escuela de agudeza y de buen gusto, y el arte de la palabra alcanzó entre ellos una veneración que en algunos aspectos llegó a lindar con el exceso.

Su religión. De una suprema belleza, forjada por unos hombres que concebían a los dioses con mentalidad humana, a su propia humana medida, fue un constante raudal de inspiración para el arte, pues la naturaleza divina era concebida como una naturaleza humana idealizada. En esto consiste, esencialmente, el antropomorfismo religioso de los griegos. Su naturalismo radica en que cada divinidad solía personificar a una fuerza o elemento de la Naturaleza. Pero esta religión, demasiado humana, carecía de elevación moral y cegaba las más profundas fuentes de inspiración; así, el problema del destino del hombre no se planteó entre los autores griegos con la clara profundidad que sublima a la literatura cristiana. En

1 Es oportuno recordar que lo más destacado de la sociedad de tiempos de Cicerón, sentía una gran admiración por la cultura

griega, no ciertamente por las degeneraciones de ésta, encarnadas en aquellos tipos inconsistentes, charlatanes y de dudosa moral, llamados en tono despectivo por las gentes graeculi.2 En estos albores del primer milenio a.C., Homero y Hesíodo crean la paidea arcaica que servirá de inspiración a modelos posteriores. Homero, en sus obras la Ilíada y la Odisea, crea el ideal perfecto de la educación, la kalokagathía (del griego kalós: bello, y de agathós: bueno) que establece la armonía entre la educación física, corporal, y la educación espiritual -intelectual y moral del alma-. Esta areté se basa en la imitación "mimesis" del paradigma de los dioses y héroes.( http://es.wikipedia.org)3 Dice Platón que la música es la que da el temple al alma.

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suma, a la literatura griega pagana y a su religión, bella y humanísima, le faltó la luz de una Revelación divina.

El modelo griego. Grecia fue sentida como un canon para todos los órdenes de la vida. Sus creaciones tuvieron el valor de modelos ineludibles. Los filólogos de Pérgamo y Alejandría iniciaron esta valoración de la vida griega, que Roma aceptó plenamente, y el Renacimiento consagró para el mundo occidental.

Si este valor canónico se percibe claramente en el terreno de las instituciones, mucho más se manifiesta en el orden de las creaciones estéticas. La arquitectura y la plástica griegas dominaron por completo —como categorías de la realización artística— la mente antigua. En el pensamiento filosófico y científico, la Hélade dejó análoga huella. La problemática elaborada desde Parménides y Heráclito hasta él aristotelismo, pasando por los grandes sistemas clásicos, determinó un marco en el que todavía se agita el pensamiento europeo. Y determinadas concepciones han dominado durante milenios enteros en el pensamiento físico y matemático del Occidente.

La literatura ha sido, sin embargo, la manifestación de la vida griega, en qué el valor de, la ejemplaridad alcanzó su máxima eficacia.

La lengua. Por sus orígenes y por su estructura, el griego es una lengua perteneciente a la gran familia indoeuropea, de la que es rama importantísima, junto con el latín, el sánscrito y otras nueve más, mucho peor conocidas que estas tres (y, por supuesto, de importancia literaria prácticamente nula).

El griego se adaptó muy pronto, como idioma, a las necesidades de la poesía y de la prosa; su exacta pronunciación no la conocemos, pero sabemos que sus sonidos eran agradables y variados. Los diversos acentos le conferían una gran musicalidad, y la abundancia de vocales, breves y largas, lo hacían al mismo tiempo ligero y sonoro.4

El vocabulario es riquísimo, con una gran facilidad para la composición y deriva-ción, y apto para proporcionar exactas expresiones a la ciencia y bellos epítetos a la poesía.

Su sintaxis, menos rigurosa que la del latín, más flexible y ágil, permite al sentimiento y a la imaginación prevalecer sobre la lógica y sobre el uso.

Con gran esquematismo, Laurand ha caracterizado a la lengua griega: «Lengua muy rica, capaz de expresar las ideas múltiples de este pueblo tan vivo y tan investigador; clara, gracias a la multiplicidad de las formas y la flexibilidad de la sintaxis, apta para las discusiones filosóficas; sonora y armoniosa, cuya belleza musical contribuirá a la riqueza de la poesía; fácil, libre de trabas, que permite a la idea moverse sin esfuerzo.»5

Dialectos. Lingüística e históricamente, son varios. Literariamente, los más emplea-dos fueron el dórico, el lesbio y especialmente el jónico y su derivado el ático.

Pero hay que advertir que los literatos no siempre se ciñen a emplear el dialecto de su patria, porque ciertos géneros literarios estaban ligados, por el uso y la costumbre poética, al empleo de un dialecto particular; así, por ejemplo, la lírica coral emplea el dialecto dórico, y la tragedia emplea preferentemente el ático en los discursos de los actores y el jonio de Homero o el dórico en las partes corales.

4 Para los griegos, y formaban con las nasales el grupo de las líquidas comparando su sonido con el fluir del agua. Por su naturaleza articulatoria, por su sonoridad y por su grado de abertura fueron consideradas como vocales en sánscrito y otras lenguas indoeuropeas, y los griegos las llamaron es decir, semivocales.5 Cf. Laurand,L. Manual de los estudios griegos y latinos. Madrid. Editor Daniel Jorro.

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En la época de Alejandro se inició la unificación dialectal, formándose una lengua común (koiné diálektos), de base ática, que fue la que se difundió por gran parte de Asia juntamente con el helenismo.

Es por esto que precisaremos algo más el tema, ya que los dialectos, en la concepción de los griegos, estaban ligados intrínsecamente a la perfección de ciertos géneros.

La lengua griega es la de los antiguos Helenos, habitantes de la Grecia y de todas sus islas y numerosas colonias. Es afín de los idiomas de los Indios, Persas, Romanos, Eslavos, Letones, Germanos y Celtas.

El pueblo griego desde los tiempos más primitivos estaban divididos en tribus, cada una de las cuales hablaba un dialecto diferente. Los principales de la lengua griega son el eólico, el dórico y el jónico. En los tiempos más antiguos cada rama, tanto en la poesía como en el lenguaje usual, se servía de sus dialectos, La lengua que principalmente usaron para sus obras literarias, se llama dialecto:

1-El dialecto jónico es el que usó la tribu jónica y se hablaba principalmente en el Asia menor, ática, en muchas islas y en las colonias jónicas. Fue el que primero sirvió para la poesía y dio origen a tres dialectos muy afines entre sí:

1-a-El jónico antiguo o épico, en las poesías de Homero y Hesíodo y las de sus sucesores

1-b-El jónico moderno que conocemos principalmente por la obra histórica de Heródoto.

1-c-El dialecto ático, en el cual están escritas las numerosas obras en prosa y verso, que produjo Atenas en la época de su florecimiento. Los principales escritores del dialéctico ático son: los Trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides, el cómico Aristófanes; los historiadores Tucídides y Jenofonte; el filósofo Platón; los grandes oradores Lisias, Demóstenes y Esquines. Tanto por la importancia que tuvo Atenas en toda la Grecia, como por la excelencia de su literatura, el dialecto ático vino a se el más importante de la lengua griega; y aun hoy se entiende comúnmente el dialecto ático, cuando se dice el griego en general.

2-El dialecto eólico se habló entre los Eolios, principalmente en el Asia menor, Beocia y Tesalia. En Eólico compusieron sus poesías el poeta Alceo y la poetiza Safo, de la isla de Lesbos

3-El dialecto dórico fue hablado por los Dorios, principalmente en el Norte de Grecia, el Peloponeso, en Creta y en las numerosas colonas dóricas, sobre todo en Sicilia y de la Magna Grecia.

Aún después de haber perdido Atenas la supremacía sobre toda la Grecia su dialecto continúo siendo la lengua de los griegos cultos. Pronto sin embargo, comenzó a perder su antigua fuerza y excelencia; de modo que desde el tercer siglo a.C., se separó el ático del griego común.

En el límite entre el antiguo dialecto ático y el dialecto griego común, está el gran filósofo Aristóteles.

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Los dialectos tradicionales se hallan documentados en un número amplísimo de inscripciones, muchas de ellas datadas.

La hegemonía político-cultural de Atenas en el siglo V asegura la supremacía del dialecto ático, el que a su vez constituye la base principal de la lengua común koiné, que llegará a se la lengua oficial del imperio macedónico y de los reinos helenísticos.

El griego o helénico comprende los dialectos: eolio – lesbioaqueo – dórico – jónico y ático.

La literatura. No es necesario insistir en la suprema importancia de la literatura griega en nuestra cultura europea; baste recordar que es la fuente de las literaturas occidentales, y que si hacemos un ligero inventario de nuestra terminología literaria, tenemos que barajar constantemente palabras griegas: epopeya, tragedia, comedia, drama, poesía retórica, lírica, bucólica, diálogo..., todos éstos son vocablos griegos, alusivos a géneros literarios que en Grecia tuvieron no sólo el origen, sino también la cima y culminación.6

Originalidad. Entre todas las literaturas, la griega es, pues, la única absolutamente original. Podrá discutirse si la arquitectura o la escultura griega están más o menos influidas por el Oriente y Egipto, pero su literatura ha carecido siempre de modelos extraños.

Continuidad. Los géneros literarios griegos aparecen en el orden natural y evo-lucionan con toda regularidad. Así, la epopeya, primera manifestación literaria, es el fruto de la imaginación y apetencias heroicas de un pueblo en la menor edad: el lirismo, de la sensibilidad y la pasión de un pueblo joven, y por fin, el teatro y la prosa, de la razón refinada de un pueblo maduro.

Valor artístico. El natural sentido del Arte, característico de los griegos, se refleja claramente en su literatura, que precisamente por su valioso contenido artístico se ha erigido en modelo universal de las literaturas posteriores, destino éste que no ha sido otorgado a las literaturas orientales, Mommsen7 expresó con exactitud esta idea al decir que «Homero y Sófocles no son, como Kalidasa o los Vedas, curiosidades para botánicos literarios, sino que florecen en nuestro propio jardín.»

Los grandes temas del epos ó la tragedia griega persisten en las letras romanas, vitalizando la épica de Virgilio, los relatos poéticos de Ovidio, o las obras dramáticas de Séneca. Persisten también, adaptados a la mentalidad medieval, como la leyenda de Ale-jandro en el milenio posterior al hundimiento del Imperio Romano, Y llegan, por último, al Renacimiento.

LOS PERIODOS DE LA LITERATURA GRIEGA

La Literatura griega abarca un largo espacio de tiempo que comienza, aproximadamente, hacia el siglo x antes de J. C. y que finaliza, prácticamente, hacia el siglo V, después de J. C. Son, pues, quince siglos de producción literaria, cuya abundancia varía dentro de cada uno. En todo caso, el estudio de estos quince siglos requiere, no sólo por razones de método, sino también por motivos de cronología, y principalmente por las exigencias derivadas del especial carácter inherente a los diversos momentos históricos y culturales, una subdivisión en períodos. Tradicionalmente, son cuatro los que podemos apreciar con gran claridad en la Literatura griega, a saber: 1°, un periodo arcaico o jonio-dórico; 2°, el período ático; 3°, el período alejandrino; 4°, el período greco-romano. A continuación señalaremos las características esenciales de cada uno.

6 Cf. Recursos literarios.

7 Christian Matthias Theodor Mommsen (Garding, 30 de noviembre de 1817 – Charlottenburg, 1 de noviembre de 1903) fue

jurista, filólogo e historiador alemán que recibió el premio Nobel de Literatura en 1902 por su obra Historia de Roma (1854-56)

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PERIODO ARCAICO (Jonio-Dórico)

(SIGLOS X-VI, ANTES DE J. C.)

Abraza la época de las epopeyas homéricas, de los poemas de Hesíodo y del lirismo. Se pueden incluir también en él los orígenes de la prosa, tanto filosófica como histórica, incluido, dentro de esta última, Heródoto

Históricamente, este período, que se extiende hasta los comienzos del siglo V, es decir, hasta la sublevación de los jonios y las guerras médicas, ha sido llamado «edad media griega», porque en él la clase superior aristocrática llevaba en sí la cultura del país, todavía unitaria, reflejada en la religión, la política y el arte. Es de notar que el centro de la actividad literaria reside en las colonias, especialmente en el Asia Menor jónica y eólica. La denominación de jónico-dórico que atribuimos a este período, no puede dejar de tenerse en cuenta; obsérvese que a uno y otro abolengo están ligadas, respectivamente, las dos esenciales manifestaciones literarias de este período, a saber: la épica y la lírica. El nacimiento de la épica en los albores de la historia griega señala el despertar de la conciencia poética de un pueblo, consciente de sus valores específicos, pletórico de fuerza y de imaginación, que recoge los hechos heroicos de la raza, intuitivamente comprendida y estilizada por el poeta. El nacimiento de la épica es consecuencia natural de la intensificación de la vida afectiva, del desencadenamiento de pasiones violentas y de la formación de personalidades de una más rica individualidad. En fin, también la prosa hace sus primeras manifestaciones en este período; pero tanto la filosófica como la histórica no se han liberado aún del elemento poético, en el fondo, y, a veces, en la forma, que se halla disuelto en el ambiente de esta etapa inicial y predominantemente mítica.

PERIODO CLASICO (Ático)

(SIGLOS V Y IV ANTES DE J. C.)

Comprende, en líneas generales, el siglo de Pericles y el de Alejandro Magno. Durante este culminante períodose ve nacer el Teatro. En cuanto ala Filosofía, Historia y Oratoria; tenuemente esbozada en el precedente,es ahora cuando llegan a toda su perfección

Un solo nombre, Atenas, sirve para resumir este período, el más brillante de la literatura griega. Se inicia a partir de las guerras médicas (480 a. de J. C), en las que Atenas, transformada de Estado agrario en potencia marítima y comercial, alcanza la preponderancia política en Grecia merced a su energía, espíritu de sacrificio y superioridad integral sobre las restantes ciudades. Desde el punto de vista del espíritu, el tránsito de la época arcaica a la clásica equivale al tránsito del mito a la razón. Es la época en que la literatura ofrece las cualidades del genio griego formando ese complejo de perfecciones que se denomina aticismo. El aticismo se caracteriza por una finura y pureza de gusto que impera en todas las manifestaciones de la vida. Entre los áticos, la razón gobierna siempre a la imaginación y a la sensibilidad, pero con una libertad que excluye toda represión negativa o estéril. Se trata, también, de un arte nacional, tanto en el terreno de la plástica como en el de la literatura, porque expresa las modulaciones más auténticas del alma de una raza que, además, recibe íntegramente su inspiración de las tradiciones patrias. Teatro, filosofía, historia y oratoria, son los cuatro grandes frentes en los que la genial originalidad del espíritu griego alcanzó triunfos inmarchitables, creando, como quien crea de la nada, rutas espirituales por las que la Humanidad ha de caminar siempre.

PERIODO ALEJANDRINO

(SIGLOS III, II Y I ANTES DE J. C.)

Las ciudades de Oriente, y

En pos de las conquistas de Alejandro, la cultura griega, que ya ha logrado su mejor sazón, se expande por todo el Oriente. Como antes Atenas, un nombre expresa el movimiento de difusión espiritual de Grecia: el de Alejandría. Es la edad moderna de la cultura griega. Bajo el influjo de Oriente, adquieren ahora las artes un tinte romántico. Los

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especialmente Alejandría, se convierten en centros difusores del helenismo. El genio griego, cuyas facultades creadoras han entrado en una fase de cansancio, se polariza en torno a la ciencia y erudición

géneros literarios, que reclamaban más fuerte originalidad, entran en decadencia. La inspiración cede el puesto a la erudición y a la ciencia pura. La literatura se hace cosmopolita y deja de ser popular. El único género original, el idilio, es una reacción poética surgida en las grandes ciudades, pura ficción bucólica que representa la evasión espiritual de los temperamentos supercivilizados al perdido paraíso del primitivismo poético.

PERIODO GRECO-ROMANO (siglos I-V, después de J. C.)

Es un período de decadencia. La cultura griega se trasvasa fecundamente al latín para ser el germen de una Edad que ya no será la antigua. Grecia ha cumplido ya su misión providencial en la historia humana, y su agonía coincide con el nacimiento delCristianismo

El poder político del mundo antiguo está ya concentrado en las manos de Roma, mas el antiguo prestigio de Grecia sigue iluminando el mundo de la inteligencia. .Pero la decadencia literaria es clara e inevitable; a pesar de que el número de los escritores no es reducido, se echa más en falta cada día aquella cualidad primordial, tan abundante en los siglos V y IV, que se llama genio. Y el mejor dotado de los escritores griegos de esta época, Luciano, se nos presenta con el gesto incisivo del humorista, a través del cual percibimos una época antagónica de los períodos de fe y entusiasmo creador, una época que no cree ya en los dioses, desconfía de la filosofía y reniega de la cultura. Junto a todo esto, una literatura nueva, inspirada, portadora de gérmenes trascendentales y expresión de la más formidable revolución operada en el mundo por el Cristianismo: la literatura cristiana

El contraste de esta literatura con las orientales es importante: las primeras tienden a la grandiosidad inabarcable para el entendimiento humano, y las segundas procuran delimitar el objeto de las obras de arte. Las primeras «nos asoman a un mundo desconocido que sólo entrevemos o adivinamos y que es el que más nos atrae con su inmensidad misteriosa; aluden a él por medio de imágenes, evocaciones, símbolos; pero sabemos que el objeto, humano o cósmico, no está ante nosotros, sino detrás de la alegoría que lo evoca. Colosales poemas del mundo y del trasmundo; abismos líricos del alma humana que se engarza con el espíritu total del universo o con la voluntad de Dios; literatura narrativa que es preciso interpretar.

Para los griegos el objeto artístico está aquí visible, mensurable, corpóreo. Los dioses tienen formas humanas; los héroes que luchan destacan su individualidad entre los combatientes; las pasiones no se prolongan en profundidades metafísicas, si no es encarando la personalidad efímera del hombre contra el Destino infinito; el lirismo busca fines concretos. Lo abarcable es la ley del arte griego, y por esto cifra la belleza en el equilibrio, la proporción, la armonía, cualidades que el corazón y el entendimiento reconocen con placer.

La Paideia. En el mundo griego la puerta de entrada es la paideia, y para acercarnos a él nada mejor que hacerlo a través de quien la ha estudiado y definido mejor: Werner Jaeger8

“En la introducción he tratado de esbozar, mediante una consideración más general de lo típico, la posición de la paideia griega en la historia. He puesto de relieve, también, lo que resulta de nuestro conocimiento de las formas griegas de educación humana en lo que concierne a nuestra relación con el humanismo de los primeros tiempos.[ …] Pero el

8 Paideia: los ideales de la cultura griega. Fondo de cultura económica México. Decimoquinta

reimpresión, 2001 págs VIII, 2-16.

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conocimiento esencial de la educación griega constituye un fundamento indispensable para todo conocimiento o propósito de la educación actual. […]

INTRODUCCIÓNPaideia, la palabra que sirve de título a esta obra, no es simplemente un nombre

simbólico, sino la única designación exacta del tema histórico estudiado en ella. Este tema es, en realidad, difícil de definir; como otros conceptos muy amplios (por ejemplo, los de filosofía o cultura), se resiste a ser encerrado en una fórmula abstracta. Su contenido y su significado sólo se revelan plenamente ante nosotros cuando leemos su historia y seguimos sus esfuerzos por llegar a plasmarse en la realidad. Al emplear un término griego para expresar una cosa griega, quiero dar a entender que esta cosa se contempla, no con los ojos del hombre moderno, sino con los del hombre griego. Es imposible rehuir el empleo de expresiones modernas tales como civilización, cultura, tradición, literatura o educación. Pero ninguna de ellas coincide realmente con lo que los griegos entendían por paideia. Cada uno de estos términos se reduce a expresar un aspecto de aquel concepto general, y para abarcar el campo de conjunto del concepto griego sería necesario emplearlos todos a la vez. Sin embargo, la verdadera esencia del estudio y de las actividades del estudioso se basa en la unidad originaria de todos estos aspectos —unidad expresada por la palabra griega— y no en la diversidad subrayada y completada por los giros modernos. Los antiguos tenían la convicción de que la educación y la cultura no constituyen un arte formal o una teoría abstracta, distintos de la estructura histórica objetiva de la vida espiritual de una nación. Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior. […]

POSICIÓN DE LOS GRIEGOSEN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN HUMANA

Todo pueblo que alcanza un cierto grado de desarrollo se halla naturalmente inclinado a practicar la educación. La educación es el principio mediante el cual la comunidad humana conserva y trasmite su peculiaridad física y espiritual. Con el cambio de las cosas cambian los individuos. El tipo permanece idéntico. Animales y hombres, en su calidad de criaturas físicas, afirman su especie mediante la procreación natural. El hombre sólo puede propagar y conservar su forma de existencia social y espiritual mediante las fuerzas por las cuales la ha creado, es decir, mediante la voluntad consciente y la razón. Mediante ellas adquiere su desarrollo un determinado juego libre, del cual carecen el resto de los seres vivos, si prescindimos de la hipótesis de cambios prehistóricos de las especies y nos atenemos al mundo de la experiencia dada. Incluso la naturaleza corporal del hombre y sus cualidades pueden cambiar mediante una educación consciente y elevar sus capacidades a un rango superior. Pero el espíritu humano lleva progresivamente al descubrimiento de sí mismo, crea, mediante el conocimiento del mundo exterior e interior, formas mejores de la existencia humana. La naturaleza del hombre, en su doble estructura corporal y espiritual, crea condiciones especiales para el mantenimiento y la trasmisión de su forma peculiar y exige organizaciones físicas y espirituales cuyo conjunto denominamos educación. En la educación, tal como la practica el hombre, actúa la misma fuerza vital, creadora y plástica, que impulsa espontáneamente a toda especie viva al mantenimiento y propagación de su tipo. Pero adquiere en ella el más alto grado de su intensidad, mediante el esfuerzo consciente del conocimiento y de la voluntad dirigida a la consecución de un fin.

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De ahí se siguen algunas conclusiones generales. En primer lugar, la educación no es una propiedad individual, sino que pertenece, por su esencia, a la comunidad. El carácter de la comunidad se imprime en sus miembros individuales y es, en el hombre en una medida muy superior que en los animales, fuente de toda acción y de toda conducta. En parte alguna adquiere mayor fuerza el influjo de la comunidad sobre sus miembros que en el esfuerzo constante para educar a cada nueva generación de acuerdo con su propio sentido. La estructura de toda sociedad descansa en las leyes y normas escritas o no escritas que la unen y ligan a sus miembros. Así, toda educación es el producto de la conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana, lo mismo si se trata de la familia, de una clase social o de una profesión, que de una asociación más amplia, como una estirpe o un estado.

La educación participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, así en su destino exterior como en su estructuración interna y en su desarrollo espiritual. Y puesto que el desarrollo social depende de la conciencia de los valores que rigen la vida humana, la historia de la educación se halla esencialmente condicionada por el cambio de los valores válidos para cada sociedad. A la estabilidad de las normas válidas corresponde la solidez de los fundamentos de la educación. De la disolución y la destrucción de las normas resulta la debilidad, la falta de seguridad y aun la imposibilidad absoluta de toda acción educadora. Esto ocurre cuando la tradición es violentamente destruida o sufre una íntima decadencia. Sin embargo, la estabilidad no es signo seguro de salud. Reina también en los estados de rigidez senil, en los días postreros de una cultura; así, por ejemplo, en la China confuciana prerrevolucionaria, en los últimos tiempos de la Antigüedad, en los últimos tiempos del judaísmo, en ciertos periodos de la historia de las iglesias, del arte y de las escuelas científicas. Monstruosa es la impresión que produce la rigidez casi intemporal de la historia del antiguo Egipto a través de milenios. Pero entre los romanos la estabilidad de las relaciones sociales y políticas fue considerada también como el valor más alto y se concedió tan sólo una justificación limitada a los deseos e ideales innovadores.

El helenismo ocupa una posición singular. Grecia representa, frente a los grandes pueblos de Oriente, un "progreso" fundamental, un nuevo "estadio" en todo cuanto hace referencia a la vida de los hombres en la comunidad. Ésta se funda en principios totalmente nuevos. Por muy alto que estimemos las realizaciones artísticas, religiosas y políticas de los pueblos anteriores, la historia de aquello que, con plena conciencia, podemos denominar nosotros cultura, no comienza antes de los griegos.

La investigación moderna, en el último siglo, ha ensanchado enormemente el horizonte de la historia. La oicumene de los "clásicos" griegos y romanos, que durante dos mil años ha coincidido con los límites del mundo, ha sido traspasada en todos los sentidos del espacio y han sido abiertos ante nuestra mirada mundos espirituales antes insospechados. Sin embargo, reconocemos hoy con la mayor claridad que esta ampliación de nuestro campo visual en nada ha cambiado el hecho de que nuestra historia —en su más profunda unidad—, en tanto que sale de los límites de un pueblo particular y nos inscribe como miembros en un amplio círculo de pueblos, "comienza" con la aparición de los griegos. Por esta razón he denominado a este grupo de pueblos helenocéntrico9. "Comienzo" no significa aquí tan sólo comienzo temporal, sino también origen o fuente espiritual10, al cual en todo grado de desarrollo hay que volver para hallar una orientación. Éste es el motivo por el cual, en el curso de nuestra historia, volvemos constantemente a Grecia. Este retorno a Grecia, esta espontánea renovación de su influencia, no significa que le hayamos conferido, por su

9 Ver mi ensayo introductorio en la colección Altertum und Gegenwart, 2a. ed. (Leipzig, 1920), p. 11.

10 En la historia de la humanidad sólo hubo una Grecia. Occidente se distingue de oriente fundamentalmente en su pensamiento, en Oriente el pensamiento es uno, en cambio en Occidente los presocráticos iniciaron el pensamiento filosófico al empezar a buscar el principio o causa de las cosas. Ese salto marca una diferencia esencial con Oriente. (esta nota es nuestra)

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grandeza espiritual, una autoridad inmutable, rígida e independiente de nuestro destino.El fundamento de nuestro retorno se halla en nuestras propias necesidades vitales, por

muy distintas que éstas sean a través de la historia. Claro es que para nosotros y para cada uno de los pueblos de este círculo, aparecen Grecia y Roma como algo originalmente extraño. Esta separación se funda, en parte, en la sangre y en el sentimiento; en parte, en la estructura del espíritu y de las instituciones; en parte, en la diferencia de la respectiva situación histórica. Pero media una diferencia gigantesca entre esta separación y la que experimentamos ante los pueblos orientales, distintos de nosotros, por la raza y por el espíritu. Y es, sin duda alguna, un error y una falta de perspectiva histórica separar, como lo hacen algunos escritores, a los pueblos occidentales de la Antigüedad clásica mediante una barrera comparable a aquella que los separa de China, de la India o de Egipto.

No se trata sólo del sentimiento de un parentesco racial, por muy importante que este factor sea para la íntima inteligencia de otro pueblo. Cuando decimos que nuestra historia comienza en Grecia, es preciso que alcancemos clara conciencia del sentido en que en este caso empleamos la palabra "historia". Historia significa, por ejemplo, la exploración de mundos extraños, singulares y misteriosos. Así la concibe Heródoto. Con aguda percepción de la morfología de la vida humana, en todas sus formas, nos acercamos también hoy a los pueblos más remotos y tratamos de penetrar en su propio espíritu. Pero es preciso distinguir la historia en este sentido casi antropológico, de la historia que se funda en una unión espiritual viva y activa y en la comunidad de un destino, ya la del propio pueblo o la de un grupo de pueblos estrechamente unidos. Sólo en esta clase de historia se da una íntima inteligencia y un contacto creador entre unos y otros. Sólo en ella existe una comunidad de ideales y formas sociales y espirituales que se desarrollan y crecen independientemente de las múltiples interrupciones y variaciones a través de las cuales una familia de pueblos de distintas razas y estirpes varía, se entrecruza, choca, desaparece y se renueva. Esta comunidad existe entre la totalidad de los pueblos occidentales y entre éstos y la Antigüedad clásica. Si consideramos la historia en este sentido profundo, en el sentido de una comunidad radical, no podemos considerar el planeta entero como su escenario y, por mucho que ensanchemos nuestros horizontes geográficos, los límites de "nuestra" historia no podrán traspasar nunca la antigüedad de aquellos que hace algunos milenios trazaron nuestro destino. No es posible decir hasta cuándo, en el futuro, continuará la humanidad creciendo en la unidad de sentido que aquel destino le prescribe, ni importa para nuestro objeto.

No es posible describir en breves palabras la posición revolucionaria y señera de Grecia en la historia de la educación humana. El objeto de este libro entero es exponer la formación del hombre griego, la paideia, en su carácter peculiar y en su desarrollo histórico. No se trata de un conjunto de ideas abstractas, sino de la historia misma de Grecia en la realidad concreta de su destino vital. Pero esa historia vivida hubiera desaparecido hace largo tiempo si el hombre griego no la hubiera creado en su forma permanente. La creó como expresión de una voluntad altísima mediante la cual esculpió su destino. En los primitivos estadios de su desarrollo no tuvo idea clara de esa voluntad. Pero, a medida que avanzó en su camino, se inscribió con claridad creciente en su conciencia el fin, siempre presente, en que descansaba su vida: la formación de un alto tipo de hombre. Para él la idea de la educación representaba el sentido de todo humano esfuerzo. Era la justificación última de la existencia de la comunidad y de la individualidad humana. El conocimiento de sí mismos, la clara inteligencia de lo griego, se hallaba en la cima de su desarrollo. No hay razón alguna para pensar que pudiéramos entenderlos mejor mediante algún género de consideración psicológica, histórica o social. Incluso los majestuosos monumentos de la Grecia arcaica son a esta luz totalmente inteligibles, puesto que fueron creados con el mismo espíritu. Y en forma de paideia, de "cultura", consideraron los griegos la totalidad de su obra creadora en

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relación con otros pueblos de la Antigüedad de los cuales fueron herederos. Augusto concibió la misión del Imperio romano en función de la idea de la cultura griega. Sin la idea griega de la cultura no hubiera existido la "Antigüedad" como unidad histórica ni "el mundo de la cultura" occidental.

Hoy estamos acostumbrados a usar la palabra cultura, no en el sentido de un ideal inherente a la humanidad heredera de Grecia, sino en una acepción mucho más trivial que la extiende a todos los pueblos de la tierra, incluso los primitivos. Así, entendemos por cultura la totalidad de manifestaciones y formas de vida que caracterizan un pueblo11. La palabra se ha convertido en un simple concepto antropológico descriptivo. No significa ya un alto concepto de valor, un ideal consciente. Con este vago sentimiento analógico nos es permitido hablar de una cultura china, india, babilonia, judía o egipcia, a pesar de que ninguno de aquellos pueblos tenga una palabra o un concepto que la designe de un modo consciente. Claro es que todo pueblo altamente organizado tiene una organización educadora. Pero "la Ley y los Profetas" de los israelitas, el sistema confuciano de los chinos, el "dharma" de los indios, son, en su esencia y en su estructura espiritual, algo fundamentalmente distinto del ideal griego de la formación humana. La costumbre de hablar de una multiplicidad de culturas prehelénicas tiene, en último término, su origen en el afán igualador del positivismo, que trata las cosas ajenas mediante conceptos de estirpe europea, sin tener en cuenta que el solo hecho de someter los mundos ajenos a un sistema de conceptos que les es esencialmente inadecuado es ya una falsificación histórica. En ella tiene su raíz el círculo vicioso en que se debate el pensamiento histórico en casi su totalidad. No es posible evitarlo de un modo completo porque no podemos salir fuera de nuestra propia piel. Pero es preciso, por lo menos, hacerlo en el problema fundamental de la división de la historia, empezando por la distinción cardinal entre el mundo prehelénico y el que empieza con los griegos, en el cual por primera vez se establece, de una manera consciente, un ideal de cultura como principio formativo.

No hemos ganado acaso mucho diciendo que los griegos fueron los creadores de la idea de cultura en unos tiempos cansados de cultura, en que puede considerarse esta paternidad como una carga. Pero lo que llamamos hoy cultura es sólo un producto avellanado, una última metamorfosis del concepto griego originario. No es para los griegos la paideia un "aspecto externo de la vida", inabarcable, fluyente y anárquico. Tanto más conveniente parece ser iluminar su verdadera forma para asegurarnos de su auténtico sentido y de su valor originario. El conocimiento del fenómeno originario presupone una estructura espiritual análoga a la de los griegos, una actitud parecida a la que adopta Goethe en la consideración de la naturaleza —aunque probablemente sin vincularse a una tradición histórica directa. Precisamente, en un momento histórico en que por razón misma de su carácter postrimero, la vida humana se ha recluido en la rigidez de su costra, en que el complicado mecanismo de la cultura deviene hostil a las cualidades heroicas del hombre, es preciso, por una necesidad histórica profunda, volver la mirada anhelante a las fuentes de donde brota el impulso creador de nuestro pueblo, penetrar en las capas profundas del ser histórico en que el espíritu del pueblo griego, estrechamente vinculado al nuestro, dio forma a la vida palpitante que se conserva hasta nuestros días y eternizó el instante creador de su irrupción. El mundo griego no es sólo el espejo que refleja el mundo moderno en su dimensión cultural e histórica o un símbolo de su autoconciencia racional. El misterio y la maravilla de lo originario rodea a la primera creación de alicientes y estímulos eternamente renovados. Cuanto mayor es el peligro de que aun la más alta posesión se degrade por el uso diario, con mayor fuerza resalta el profundo valor de las fuerzas conscientes del espíritu que se destacaron de la oscuridad del pecho humano y estructuraron, con el frescor matinal y el

11 Para lo que sigue, ver mi trabajo: Platos Stellung im Aufbau der Griechischen Bildung (Berlín, 1928),

especialmente la primera parte: Kulturidee und Gnechentum, pp. 7 ss. (Die Antike, vol. 4, p. 1).

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genio creador de los pueblos jóvenes, las formas más altas de la cultura.Como hemos dicho, la importancia universal de los griegos, como educadores, deriva

de su nueva concepción de la posición del individuo en la sociedad. Si consideramos el pueblo griego sobre el fondo histórico del antiguo Oriente, la diferencia es tan profunda que los griegos parecen fundirse en una unidad con el mundo europeo de los tiempos modernos. Hasta tal punto que no es difícil interpretarlo en el sentido de la libertad del individualismo moderno. En verdad no puede haber contraste más agudo que el que existe entre la conciencia individual del hombre actual y el estilo de vida del Oriente prehelénico, tal como se manifiesta en la sombría majestad de las pirámides de Egipto o en las tumbas reales y los monumentos orientales. Frente a la exaltación oriental de los hombres-dioses, solitarios, sobre toda la medida natural, en la cual se expresa una concepción metafísica totalmente extraña a nosotros, y la opresión de la masa de los hombres, sin la cual sería inconcebible la exaltación de los soberanos y su significación religiosa, aparece el comienzo de la historia griega como el principio de una nueva estimación del hombre que no se aleja mucho de la idea difundida por el cristianismo sobre el valor infinito del alma individual humana ni del ideal de la autonomía espiritual del individuo proclamado a partir del Renacimiento. ¿Y cómo hubiera sido posible la aspiración del individuo al más alto valor y su reconocimiento por los tiempos modernos sin el sentimiento griego de la dignidad humana?

Históricamente no es posible discutir que desde el momento en que los griegos situaron el problema de la individualidad en lo más alto de su desenvolvimiento filosófico comenzó la historia de la personalidad europea. Roma y el cristianismo actuaron sobre ella. Y de la intersección de estos factores surgió el fenómeno del yo individualizado. Pero no podemos entender, de un modo fundamental y preciso, la posición del espíritu griego en la historia de la educación y de la cultura desde el punto de vista moderno. Mejor es partir de la constitución racial del espíritu griego. La espontánea vivacidad, ágil movilidad e íntima libertad, que parecen haber sido la condición para el rápido desenvolvimiento de aquel pueblo en una riqueza inagotable de formas que nos sorprende y nos admira al contacto con todo escritor griego desde los tiempos primitivos hasta los más modernos, no tienen su raíz en el cultivo de la subjetividad, como en los tiempos modernos, sino que pertenecen a su naturaleza. Y cuando alcanza conciencia de sí mismo, llega por el camino del espíritu al descubrimiento de leyes y normas objetivas cuyo conocimiento otorga al pensamiento y a la acción una seguridad antes desconocida. Desde el punto de vista oriental no es posible comprender cómo los artistas griegos llegaron a representar el cuerpo humano, libre y desligado, fundándose no en la imitación de actitudes y movimientos individuales escogidos al azar, sino mediante la intuición de las leyes que gobiernan la estructura, el equilibrio y el movimiento del cuerpo. Del mismo modo, la libertad sofrenada sin esfuerzo, que caracteriza al espíritu griego y es desconocida de los pueblos anteriores, descansa en la clara conciencia de una legalidad inmanente a las cosas. Los griegos tienen un sentido innato de lo que significa "naturaleza". El concepto de naturaleza, que elaboraron por primera vez, tiene indudablemente su origen en su constitución espiritual. Mucho antes de que su espíritu perfilara esta idea, consideraron ya las cosas del mundo desde una perspectiva tal, que ninguna de ellas les pareció como una parte separada y aislada del resto, sino siempre como un todo ordenado en una conexión viva, en la cual y por la cual cada cosa alcanzaba su posición y su sentido. Denominamos a esta concepción orgánica, porque en ella las partes son consideradas como miembros de un todo. La tendencia del espíritu griego hacia la clara aprehensión de las leyes de la realidad, que se manifiesta en todas las esferas de la vida —en el pensamiento, en el lenguaje, en la acción y en todas las formas del arte— tiene su fundamento en esta concepción del ser como una estructura natural, madura, original y orgánica.

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El estilo y la visión artística de los griegos aparecen en primer lugar como un talento estético. Descansan en un instinto y en un simple acto de visión, no en la deliberada transferencia de una idea al reino de la creación artística. La idealización del arte aparece más tarde, en el periodo clásico. Claro es que con la acentuación de esta disposición natural y de la inconsciencia de esta intuición, no queda explicado por qué ocurren los mismos fenómenos en la literatura, cuyas creaciones no dependen ya de la visión de los ojos, sino de la acción recíproca del sentido del lenguaje y de las emociones del alma. Aun en la oratoria de los griegos hallamos los mismos principios formales que en la escultura o la arquitectura. Hablamos del carácter plástico o arquitectónico de un poema o de una obra en prosa. Cuando hablamos así, no nos referimos a valores formales imitados de las artes plásticas, sino a normas análogas del lenguaje humano y de su estructura. Empleamos tan sólo estas metáforas porque la articulación de los valores de las artes plásticas es más intuitiva y más rápidamente aprehendida. Las formas literarias de los griegos, con su múltiple variedad y elaborada estructura, surgen orgánicamente de las formas naturales e ingenuas mediante las cuales el hombre expresa su vida y se elevan a la esfera ideal del arte y del estilo. También en el arte oratoria, su aptitud para dar forma a un plan complejo y articulado lúcidamente, procede simplemente del natural y maduro sentido de las leyes que gobiernan el sentimiento, el pensamiento y el lenguaje, el cual lleva finalmente a la creación abstracta y técnica de la lógica, la gramática y la retórica. En este respecto hemos aprendido mucho de los griegos. Hemos aprendido las formas férreas, válidas todavía para la oratoria, el pensamiento y el estilo.

Esto se aplica también a la creación más maravillosa del espíritu griego, el más elocuente testimonio de su estructura única: la filosofía. En ella se despliega de la manera más evidente la fuerza que se halla en la raíz del pensamiento y el arte griegos, la clara percepción del orden permanente que se halla en el fondo de todos los acaecimientos y cambios de la naturaleza y de la vida humanas. Todo pueblo ha producido su código legal. Pero los griegos buscaron la "ley" que actúa en las cosas mismas y trataron de regir por ella la vida y el pensamiento del hombre. El pueblo griego es el pueblo filosófico por excelencia. La "teoría" de la filosofía griega se halla profundamente conectada con su arte y su poesía. No contiene sólo el elemento racional, en el cual pensamos en primer término, sino también, como lo dice la etimología de la palabra, un elemento intuitivo, que aprehende el objeto como un todo, en su "idea", es decir, como una forma vista. Aunque no desconozcamos el peligro de la generalización y de la interpretación de lo primitivo por lo posterior, no podemos evitar la convicción de que la idea platónica, que constituye un producto único y específico del pensamiento griego, nos ofrece la clave para interpretar la mentalidad griega en otras muchas esferas. La conexión de las ideas platónicas con la tendencia dominante del arte griego hacia la forma, ha sido puesta de relieve desde la Antigüedad12. Pero es también válida para la oratoria y para la esencia del espíritu griego en general. Incluso las concepciones cosmogónicas de los más antiguos filósofos de la naturaleza, se hallan gobernadas por una intuición de este género, en oposición a la física de nuestros tiempos regida por el experimento y el cálculo. No es una simple suma de observaciones particulares y de abstracciones metódicas, sino algo que va más allá, una interpretación de los hechos particulares a partir de una imagen, que les otorga una posición y un sentido como partes de un todo. La matemática y la música griegas, en la medida en que nos son conocidas, se distinguen también de las de los pueblos anteriores por esta forma ideal.

La posición específica del helenismo en la historia de la educación humana depende de la misma peculiaridad de su íntima organización, de la aspiración a la forma que domina no sólo las empresas artísticas, sino también todas las cosas de la vida y, además, de su

12 La fuente clásica al respecto, CICERÓN, Or., 7-10, a su vez basado en fuentes griegas.

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sentido filosófico de lo universal, de su percepción de las leyes profundas que gobiernan la naturaleza humana y de las cuales derivan las normas que rigen la conducta individual y la estructura de la sociedad. Lo universal, el Logos, es, según la profunda intuición de Heráclito, lo común a la esencia del espíritu, como la ley lo es para la ciudad. En lo que respecta al problema de la educación, la clara conciencia de los principios naturales de la vida humana y de las leyes inmanentes que rigen sus fuerzas corporales y espirituales, hubo de adquirir la más alta importancia.13 Poner estos conocimientos, como fuerza formadora, al servicio de la educación y formar, mediante ellos, verdaderos hombres, del mismo modo que el alfarero modela su arcilla y el escultor sus piedras, es una idea osada y creadora que sólo podía madurar en el espíritu de aquel pueblo artista y pensador. La más alta obra de arte que su afán se propuso fue la creación del hombre viviente. Los griegos vieron por primera vez que la educación debe ser también un proceso de construcción consciente. "Constituido convenientemente y sin falta, en manos, pies y espíritu", tales son las palabras mediante las cuales describe un poeta griego de los tiempos de Maratón y Salamina la esencia de la virtud humana más difícil de adquirir. Sólo a este tipo de educación puede aplicarse propiamente la palabra formación, tal como la usó Platón por primera vez, en sentido metafórico, aplicándola a la acción educadora.14 La palabra alemana Bildung (formación, configuración) designa del modo más intuitivo la esencia de la educación en el sentido griego y platónico. Contiene, al mismo tiempo, en sí, la configuración artística y plástica y la imagen, "idea" o "tipo" normativo que se cierne sobre la intimidad del artista. Dondequiera que en la historia reaparece esta idea, es una herencia de los griegos, y reaparece dondequiera que el espíritu humano abandona la idea de un adiestramiento según fines exteriores y reflexiona sobre la esencia propia de la educación. Y el hecho de que los griegos sintieran esta tarea como algo grande y difícil y se consagraran a ella con un ímpetu sin igual, no se explica ni por su visión artística ni por su espíritu "teórico". Ya desde las primeras huellas que tenemos de ellos, hallamos al hombre en el centro de su pensamiento. La forma humana de sus dioses, el predominio evidente del problema de la forma humana en su escultura y aun en su pintura, el consecuente movimiento de la filosofía desde el problema del cosmos al problema del hombre, que culmina en Sócrates, Platón y Aristóteles; su poesía, cuyo tema inagotable desde Homero hasta los últimos siglos es el hombre y su duro destino en el sentido pleno de la palabra, y, finalmente, el estado griego, cuya esencia sólo puede ser comprendida desde el punto de vista de la formación del hombre y de su vida toda: todos son rayos de una única y misma luz. Son expresiones de un sentimiento vital antropocéntrico que no puede ser explicado ni derivado de otra cosa alguna y que penetra todas las formas del espíritu griego. Así el pueblo griego es entre todos antropoplástico. Podemos ahora determinar con mayor precisión la peculiaridad del pueblo griego frente a los pueblos orientales. Su descubrimiento del hombre no es el descubrimiento del yo objetivo, sino la conciencia paulatina de las leyes generales que determinan la esencia humana. El principio espiritual de los griegos no es el individualismo, sino el "humanismo", para usar la palabra en su sentido clásico y originario. Humanismo viene de humanitas. Esta palabra tuvo, por lo menos desde el tiempo de Varrón y de Cicerón, al lado de la acepción vulgar y primitiva de lo humanitario, que no nos afecta aquí, un segundo sentido más noble y riguroso. Significó la educación del hombre de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser.15 Tal es la genuina paideia griega considerada como modelo por un hombre de estado romano. No surge de lo individual, sino de la idea. Sobre el hombre como ser gregario o como supuesto yo autónomo, se levanta el hombre como idea. A ella aspiraron los educadores griegos, así como los poetas, artistas y

13 Ver, del autor, Antike und Humanismus (Leipzig, 1925), p. 13.14 πλάττειν. PLATÓN, Rep., 377 B, Leyes, 671 E.15 Cf. AULO GELIO, Noct. Att., XIII, 17.

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filósofos. Pero el hombre, considerado en su idea, significa la imagen del hombre genérico en su validez universal y normativa. Como vimos, la esencia de la educación consiste en la acuñación de los individuos según la forma de la comunidad. Los griegos adquirieron gradualmente conciencia clara de la significación de este proceso mediante aquella imagen del hombre y llegaron, al fin, mediante un esfuerzo continuado, a una fundamentación del problema de la educación más segura y más profunda que la de ningún pueblo de la tierra.

Este ideal del hombre, mediante el cual debía ser formado el individuo, no es un esquema vacío, independiente del espacio y del tiempo. Es una forma viviente que se desarrolla en el suelo de un pueblo y persiste a través de los cambios históricos. Recoge y acepta todos los cambios de su destino y todas las etapas de su desarrollo histórico. Desconoció este hecho el humanismo y el clasicismo de anteriores tiempos al hablar de la "humanidad", de la "cultura", del "espíritu" de los griegos o de los antiguos como expresión de una humanidad intemporal y absoluta. El pueblo griego trasmitió, sin duda, a la posteridad una riqueza de conocimientos imperecederos en forma imperecedera. Pero sería un error fatal ver en la voluntad de forma de los griegos una norma rígida y definitiva. La geometría euclidiana y la lógica aristotélica son, sin duda, fundamentos permanentes del espíritu humano, válidos también para nuestros días, y no es posible prescindir de ellos. Pero incluso estas formas universalmente válidas, independientes del contenido concreto de la vida histórica, son, si las consideramos con nuestra mirada impregnada de sentido histórico, completamente griegas y no excluyen la coexistencia de otras formas de intuición y de pensamiento lógico y matemático. Con mucha mayor razón debe ser esto verdad de otras creaciones del genio griego más fuertemente acuñadas por el medio ambiente histórico y más directamente conectadas con la situación del tiempo.

Los griegos posteriores, al comienzo del Imperio, fueron los primeros en considerar como clásicas, en aquel sentido intemporal, las obras de la gran época de su pueblo, ya como modelos formales del arte, ya como prototipos éticos. En aquellos tiempos, cuando la historia griega desembocó en el Imperio romano y dejó de constituir una nación independiente, el único y más alto ideal de su vida fue la veneracion de sus antiguas tradiciones. Así, fueron ellos los primeros creadores de aquella clasicista teología del espíritu que es característica del humanismo. Su estética vita contemplativa es la forma originaria del humanismo y de la vida erudita de los tiempos modernos. El supuesto de ambos es un concepto abstracto y antihistórico que considera al espíritu como una región de verdad y de belleza eternas, por encima del destino y de los azares de los pueblos. También el neohumanismo alemán del tiempo de Goethe consideró lo griego como manifestación de la verdadera naturaleza humana en un periodo de la historia, definido y único. Una actitud más próxima al racionalismo de la "Época de las Luces" (Aufklärung) que al pensamiento histórico naciente, que tan fuerte impulso recibió de sus doctrinas.

Un siglo de investigación histórica desarrollada en oposición al clasicismo, nos separa de aquel punto de vista. Cuando en la actualidad, frente al peligro inverso de un historicismo sin límite ni fin, en esta noche donde todos los gatos son pardos, volvemos a los valores permanentes de la Antigüedad, no es posible que los consideremos de nuevo como ídolos intemporales. Su forma reguladora y su energía educadora, que experimentamos todavía sobre nosotros, sólo pueden manifestarse como fuerzas que actúan en la vida histórica, como lo fueron en el tiempo en que fueron creadas. No es posible ya para nosotros una historia de la literatura griega separada de la comunidad social de la cual surgió y a la cual se dirigía. La superior fuerza del espíritu griego depende de su profunda raíz en la vida de la comunidad. Los ideales que se manifiestan en sus obras surgieron del espíritu creador de aquellos hombres profundamente informados por la vida sobreindividual de la comunidad. El hombre, cuya imagen se revela en las obras de los grandes griegos, es el hombre político. La

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educación griega no es una suma de artes y organizaciones privadas, orientadas hacia la formación de una individualidad perfecta e independiente. Esto ocurrió sólo en la época del helenismo, cuando el estado griego había desaparecido ya —la época de la cual deriva, en línea recta, la pedagogía moderna. Es explicable que el helenismo alemán, que se desarrolló en una época no política de nuestro pueblo, siguiera aquel camino. Pero nuestro propio movimiento espiritual hacia el estado nos ha abierto los ojos y nos ha permitido ver que, en el mejor periodo de Grecia, era tan imposible un espíritu ajeno al estado como un estado ajeno al espíritu. Las más grandes obras del helenismo son monumentos de una concepción del estado de una grandiosidad única, cuya cadena se desarrolla, en una serie ininterrumpida, desde la edad heroica de Homero hasta el estado autoritario de Platón, dominado por los filósofos y en el cual el individuo y la comunidad social libran su última batalla en el terreno de la filosofía. Todo futuro humanismo debe estar esencialmente orientado en el hecho fundamental de toda la educación griega, es decir, en el hecho de que la humanidad, el "ser del hombre" se hallaba esencialmente vinculado a las características del hombre considerado como un ser político.16 Síntoma de la íntima conexión entre la vida espiritual creadora y la comunidad, es el hecho de que los hombres más significativos de Grecia se consideraron siempre a su servicio. Algo análogo parece ocurrir en los pueblos orientales, y es natural que así sea en una ordenación de la vida estrictamente vinculada a lo religioso. Pero los grandes hombres de Grecia no se manifiestan como profetas de Dios, sino como maestros independientes del pueblo y formadores de sus ideales. Incluso cuando hablan en forma de inspiración religiosa descansa ésta en el conocimiento y la formación personal. Pero por muy personal que esta obra del espíritu sea, en su forma y en sus propósitos, es considerada por sus autores, con una fuerza incontrastable, como una función social. La trinidad griega del poeta (ποιητής), el hombre de estado (πολιτικός) y el sabio (σοφός), encarna la más alta dirección de la nación. En esta atmósfera de íntima libertad, que se siente vinculada, por conocimiento esencial y aun por la más alta ley divina, al servicio de la totalidad, se desarrolló el genio creador de los griegos hasta llegar a su plenitud educadora, tan por encima de la virtuosidad intelectual y artística de nuestra moderna civilización individualista. Así se levanta la clásica "literatura" griega más allá de la esfera de lo puramente estético, en la cual se la ha querido vanamente considerar, y ejerce un influjo inconmensurable a través de los siglos.

Mediante esta acción, el arte griego, en sus mejores épocas y en sus más altas obras, ha actuado del modo más vigoroso sobre nosotros. Sería preciso escribir una historia del arte griego como espejo de los ideales que dominaron su vida. También del arte griego cabe decir que hasta el siglo IV es, fundamentalmente, la expresión del espíritu de la comunidad. No es posible comprender el ideal agonal que se revela en los cantos pindáricos a los vencedores sin conocer las estatuas de los vencedores olímpicos, que nos los muestran en su encarnación corporal, o las de los dioses, como encarnación de las ideas griegas sobre la dignidad y la nobleza del alma y el cuerpo humanos. El templo dórico es, sin duda alguna, el más grandioso monumento que ha dejado a la posteridad el genio dórico y el ideal dórico de estricta subordinación de lo individual a la totalidad. Reside en él la fuerza poderosa que hace históricamente actual la vida evanescente que eterniza y la fe religiosa que lo inspiró. Sin embargo, los verdaderos representantes de la paideia griega no son los artistas mudos —escultores, pintores, arquitectos—, sino los poetas y los músicos, los filósofos, los retóricos y los oradores, es decir, los hombres de estado. El legislador se halla, en un cierto respecto, mucho más próximo del poeta, según el concepto griego, que el artista plástico; ambos tienen

16 Ver mi discurso en la fiesta de la fundación del Reich de la Universidad de Berlín, 1924: Die

griechische Staatsethik im Zeitalter des Plato, y las conferencias: Die geistige Gegenwart der Antike (Berlín, 1929), pp. 38ss. (Die Antike, vol. 5, pp. 185 ss.) y Staat und Kultur (Die Antike, vol. 8, pp. 78 ss.).

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una misión educadora. Sólo el escultor, que forma alhombre viviente, tiene derecho a este título. Se ha comparado con frecuencia la acción educadora de los griegos con la de los artistas plásticos; jamás hablan los griegos de la acción educadora de la contemplación y la intuición de las obras de arte en el sentido de Winckelmann. La palabra y el sonido, el ritmo y la armonía, en la medida en que actúan mediante la palabra y el sonido o mediante ambos, son las únicas fuerzas formadoras del alma, pues el factor decisivo en toda paideia es la energía, más importante todavía para la formación del espíritu que para la adquisición de las aptitudes corporales en el agon. Según la concepción griega, las artes pertenecen a otra esfera. Afirman, en el periodo clásico, su lugar en el mundo sagrado del culto en el cual tuvieron su origen. Eran esencialmente agalma, ornamento. No así en el epos heroico, del cual irradia la fuerza educadora a todo el resto de la poesía. Aun donde se halla ligado al culto, afianza sus raíces en lo más profundo del suelo social y político. Con mucha mayor razón cuando se halla libre de aquel lazo. Así, la historia de la educación griega coincide en lo esencial con la de la literatura. Ésta es, en el sentido originario que le dieron sus creadores, la expresión del proceso de autoformación del hombre griego. Independientemente de esto, no poseemos tradición alguna escrita de los siglos anteriores a la edad clásica fuera de lo que nos queda de sus poemas. Así, aun en la historia en su más amplio sentido, lo único que nos hace accesible la comprensión de aquel periodo es la evolución y la formación del hombre en la poesía y el arte. Fue voluntad de la historia que sólo nos quedara esto de la existencia entera del hombre. No podemos trazar el proceso de la formación de los griegos en aquel tiempo sino a partir del ideal del hombre que forjaron.

Esto prescribe el camino y delimita la tarea de esta exposición. Su elección y la manera de considerarla no necesitan especial justificación. En su conjunto deben justificarse por sí mismas, aunque en lo particular pueda alguien lamentar acaso alguna omisión. Un viejo problema será planteado en nueva forma: el hecho de que el problema de la educación haya sido vinculado, desde un principio, al estudio de la Antigüedad. Los siglos posteriores consideraron siempre la Antigüedad clásica como un tesoro inagotable de saber y de cultura, ya en el sentido de una dependencia material y exterior, ya en el de un mundo de prototipos ideales. El nacimiento de la moderna historia de la Antigüedad, considerada como una disciplina científica, trajo consigo un cambio fundamental en nuestra actitud ante ella. El nuevo pensamiento histórico aspira ante todo al conocimiento de lo que realmente fue y tal como fue. En su apasionado intento de ver claramente el pasado, consideró a los clásicos como un simple fragmento de la historia —aunque un fragmento de la mayor importancia—, sin prestar atención ni plantear el problema de su influencia directa sobre el mundo actual. Esto se ha considerado como un problema personal y el juicio sobre su valor ha sido reservado a la decisión particular. Pero al lado de esta historia enciclopédica y objetiva de la Antigüedad, menos libre de valoraciones de lo que sus más eminentes promotores se figuran, sigue el perenne influjo de la "cultura clásica" por mucho que intentemos ignorarla. La concepción clásica de la historia que lo mantenía ha sido eliminada por la investigación, y la ciencia no ha tratado de darle un nuevo fundamento. Ahora bien: en el momento actual, cuando nuestra cultura toda, conmovida por una experiencia histórica exorbitante, se halla constreñida a un nuevo examen de sus propios fundamentos, se plantea de nuevo a la investigación de la Antigüedad el problema, último y decisivo para nuestro propio destino, de la forma y el valor de la educación clásica. Este problema sólo puede ser resuelto por la ciencia histórica y a la luz del conocimiento histórico. No se trata de presentar artísticamente la cosa bajo una luz idealizadora, sino de comprender el fenómeno imperecedero de la educación antigua y el ímpetu que la orientó a partir de su propia esencia espiritual y del movimiento histórico a que dio lugar.

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LOS ORIGENES DE LA EPOPEYA CUESTION HOMERICAOrigenes. No conocemos la poesía griega anterior a Homero. Pero el arte de los

poetas homéricos supone la preexistencia de una larga tradición poética.Aedas y rapsodas. No es en la Grecia continental, sino en las costas del Asia Menor,

donde se organiza la épica como arte independiente. El nombre de «Aeda» equivale a «cantor». En las mansiones reales, después del banquete, los aedas solían entonar versos de seis pies (hexámetros), que versaban sobre hazañas legendarias de algún héroe semidivino. Existían versos formularios, empleados por todos los aedas; el proceso y el estilo compositivo eran idénticos de poema a poema; el oficio de aeda solía transmitirse de padres a hijos por medio de la tradición oral de los poemas (recuérdese que el uso del alfabeto griego es posterior, incluso, que las creación de los poemas homéricos). En consecuencia, estos poemas constituían una obra colectiva donde la personalidad del poeta era lo de menos, y los hechos heroicos que se narraban, lo decisivo.

Los rapsodas (de «raptein», coser, unir) agruparon y ordenaron los poemas formando repertorios para recitar por ciudades y palacios.

Lo importante es que fue Homero quien dio el primer impulso a la poesía épica. Antes de él, la poesía se limitaba a celebrar en breves cantos aventuras o hazañas aisladas; pero la mitología heroica había allanado el camino a los poetas agrupando los hechos y las proezas de los héroes más ilustres, y dando por ende a estas agrupaciones una coherencia natural y una idea fundamental común. Una vez conocidos los caracteres generales y los puntos más culminantes de estos ciclos de tradiciones y de leyendas, el poeta podía relatar un episodio, ya de la vida de Heracles, ya de un héroe cualquiera de la guerra de Troya, en la seguridad de que el auditorio comprendería la tendencia o fin principal de su canto.

Caracteres de la epopeya. 1° Cierta solemnidad, resultante de las fórmulas rituales y de los arcaísmos del lenguaje.2° Lo maravilloso está siempre presente, por la intervención de los dioses, en los episodios.3° La idealización, con propensión a agrandar siempre la magnitud de personas y cosas.

Cuestión homérica. Es una vieja y moderna discusión, enconadísima, en torno a Homero y a los problemas que plantean la Ilíada y la Odisea. Ya en la época alejandrina dudóse si ambos poemas eran obra de Homero. Ciertos eruditos sostuvieron que el autor de cada poema era distinto (por eso se les motejó de «corizontes», separadores). El más agudo crítico alejandrino, Aristarco17, sostuvo que la Iliada era el poema de la juventud de Homero, y la Odisea, el de la vejez, y que las imperfecciones y contradicciones entre ambos eran fruto de la transmisión oral.

En el siglo XVIII, replanteada especialmente por Wolff, filólogo alemán e hipercrítico, se reanudó una gigantesca polémica aún no acallada. Se llegó a negar la existencia de Homero. Sus poemas serían conglomerados de cantos, sin coherencia, procedentes de distintos aedas, regiones y épocas.

Opinión probable. Hoy predomina la de que Homero compuso una Ilíada y quizá también una Odisea, pero más breves, que sólo contenían los episodios esenciales. Los aedas

17 Aristarco (griego antiguo: Ἀρίσταρχος, Arístarchos o Aristarjos; latín: Aristarchus; c. 310 a. C. - c. 230 a. C.) fue un astrónomo y matemático griego, nacido en Samos, Grecia. Él es la primera persona, que se conozca, que propone el modelo heliocéntrico del Sistema Solar, colocando el Sol, y no la Tierra, en el centro del universo conocido.

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Aristarco de Samos, detalle del Atlas de Andreas Cellarius (siglo XVII).

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sucesores de Homero, es decir, los homéridas, amplificaron cada obra añadiendo elementos secundarios. Esta teoría salvaguarda la idea de un poeta genial como creador de ambas obras, pero no se impone en todo con plena evidencia.

Es claro, en cambio, que estas obras fueron elaboradas entre 950 y 800 a. de J. C; y que hacia 540 fue establecido el texto oficial por orden del tirano Pisístrato, a base de confrontar las versiones orales.

LOS POEMAS HOMERICOSPoemas homéricos—La Ilíada y la Odisea son las obras más gloriosas de la literatura

griega. Fijan y estabilizan para siempre los caracteres y leyes especiales de la epopeya, y contienen, en germen, los elementos poéticos de todas las formas literarias posteriores.

El ciclo épico troyano, es decir, el conjunto de leyendas alusivas a la guerra de Troya, desde el rapto de Helena por París hasta el retorno a su patria de los griegos victoriosos, pasando por los diez años de asedio a Troya, comprendía una multitud de sucesos siempre vivos en la memoria de los griegos. La Ilíada y la Odisea sólo contienen sendos episodios.

Homero. Los griegos atribuían ambas obras a este aeda pobre, errante y ciego. Verosímilmente, vivió hacia el año 900. Muy probablemente, era de alguna ciudad costera del Asia menor. Siete ciudades se disputaron en la antigüedad el honor de haber sido su cuna. También se le atribuyeron 33 himnos, llamados «himnos homéricos».

Ilíada. Argumento. Es el poema sobre Ilion (Troya), cuyo asedio de diez años no se refiere íntegro, sino sólo un breve episodio: la cólera de Aquiles, campeón griego, disgustado con Agamenón, jefe supremo de la expedición. Este le arrebata una cautiva, y Aquiles rehúsa pelear, con gran perjuicio para todos los griegos, hasta que muere en la pelea su gran amigo Patroclo; para vengarle, retorna Aquiles al combate y mata a Héctor, campeón troyano, matador de Patroclo.

Este poema contiene 24 cantos o «rapsodias», con un total de 15.693 versos.Análisis. Es el poema de la guerra. Un grupo de héroes, de ambos bandos, siempre

magnificados, ocupan constantemente el primer plano del interés. Sus caracteres están perfectamente diferenciados con trazos inconfundibles:

Aquiles, el héroe joven y divino, es siempre ardiente y audaz.Agamenón, rey solemne, siempre obstinado y orgulloso.Héctor, campeón troyano, es simpático por su valor, nobleza e infortunio. Ulises, siempre inteligente, agudo, astuto y prudente.Las mujeres tienen menos importancia. Con todo, Andrómaca reúne las virtudes de la

esposa ideal, siempre tierna y sensible.Odisea. Argumento. Es el poema de Ulises (en griego, Odysseus) y de sus viajes y

numerosas peripecias. Una vez tomada Troya por los griegos (merced precisamente a la estratagema del caballo de madera, hechura de Ulises), éste emprende el retorno a su patria por mar. Su periplo dura diez años por mares fabulosos e islas desconocidas. Entretanto, su fiel esposa, Penélope, es asediada por una turba de pretendientes, a quienes ella da largas con el pretexto del lienzo que hilaba de día y deshilaba de noche. AI fin, llega el héroe a su patria y toma venganza de los asediantes, ayudado por su hijo Telémaco.

Análisis. Es una novela de aventuras, más serena que la Ilíada. Aquí, el esfuerzo del hombre no se aplica a la guerra sangrienta, sino que se ejercita contra la naturaleza y el destino. El héroe sólo triunfa a fuerza de energía paciente. Hay menos violenta pasión humana que en la Ilíada y mayor contacto con la naturaleza y el destino. El héroe sólo

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triunfa a fuerza de energía paciente. La Ilíada es el poema del guerrero; la Odisea está hecha para cautivar la imaginación de un pueblo de navegantes y colonizadores. Aquí, el interés psicológico está centrado en torno a un solo hombre: Ulises. En fin, la Odisea es un poema familiar y doméstico, en el que los afectos y objetos cotidianos adquieren un tinte altamente poético.

Conclusión sobre los poemas homéricos. El arte de Homero, emplea trazos simples, fuertes, precisos; descubre y adora la belleza de lo terrible y de lo delicado. El héroe sabe hundir su lanza en el pecho enemigo y llorar ante el infortunio, pronunciar bellos discursos (Homero ha sido llamado padre de la elocuencia) y enloquecer de furor insensato. Todo el pueblo griego se educó, durante siglos, en la lectura de estas obras, a las que Platón llamó «escuela de Grecia».

Literariamente, la influencia de la Iliada y la Odisea sobre los géneros ulteriores fue inmensa. La mitología, el arte y la lengua homérica proporcionaron multitud de elementos a la poesía lírica y al teatro de las épocas sucesivas.

Algunos fueron atribuidos al mismo Homero, y así se formó un copioso ciclo legendario, que más tarde habría de ser recogido por la historiografía y servir de base a la tragedia. Este ciclo tuvo su desarrollo paródico en los poemas burlescos, como el poema Margites y la Batracomiomaquia (lucha de las ranas y los topos), verdadera caricatura de la poesía heroica.

Es evidente que cuantas veces se trata de formamos una idea clara de cómo se compusieron estas dos grandes epopeyas, en una época en que la escritura era aún por completo desconocida, tropezaremos con obstáculos y dificultades; que tienen su razón de ser, más que en las leyes universales de la inteligencia humana, en la falta de datos sobre aquellos remotos tiempos y en la imposibilidad de imaginarnos una creación de la inteligencia sin el auxilio de medios que han llegado a ser de absoluta necesidad. ¿Quién podría determinar cuántos millares de versos pudiera componer en el espacio de un año y confiar a la memoria fiel de discípulos consagrados por entero a su maestro y a su arte, un poeta siempre absorto en la meditación de un asunto? Es verosímil que el anciano aeda estuviese rodeado, de discípulos jóvenes, para quienes era un deber, sagrado recoger de sus labios los versos que pronunciaba para comunicarlos a los demás.

En la época de la Iliada y la Odisea, el pueblo griego, en las fiestas solemnes y bajo los auspicios de sus príncipes hereditarios, escuchaban estas poesías como deben ser oídos los cantos acabados y completos. Sería incomprensible la existencia de poemas épicos de tan grandes, dimensiones si no hubiera habido numerosas ocasiones de recitarlos en toda su integridad, para cautivar con la abundancia de imágenes la atención del auditorio.

Nota: la composición oral y sus las reglas deberá ampliarlas en la siguiente bibliografía: Castellani, Leonardo. El evangelio de Jesucristo. Editorial Dictio. 1957. Págs. 51-67

y 433-445. Kirk. Los poemas de Homero. “La transmisión oral” (extracto) en Cuadernillo de

Cátedra. Villalba, Ana. Las invocaciones épicas. En Revista de Literaturas Modernas. UNC.

Facultad de Filosofía y Letras. Mendoza, 1964, tomo III, págs. 101 –106.

LA EPOPEYA DIDÁCTICA

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Orígenes. Así como la epopeya heroica estaba destinada a entusiasmar al auditorio con la narración de hazañas, la poesía didáctica responde a la necesidad de fijar los conocimientos de todo género divulgando la experiencia adquirida.

Mientras la poesía heroica surgió entre los jonios de Asia Menor, la didáctica tuvo su nacimiento entre los dorios del continente, de carácter más grave y austero.

Hesíodo. El nuevo género literario está representado por este poeta. Poco sabemos de él: que vivió en un pueblecillo de Beocia hacia el 800 a. de J. C, y que fue un rudo campesino, justo y moderado.

Obras. 1.° Los Trabajos y los Días es un poema de 826 versos, escrito con ocasión de sus disensiones con su hermano Perses, que después de haber gastado su herencia pretendía la de Hesíodo. El poeta le exhorta al trabajo y añade consejos prácticos de diversa índole: agrícolas, náuticos, etc.

2° La Teogonía (o «linaje de los dioses»), poema de un millar de versos, donde explica que el mundo surgió de un caos primitivo y habla de todos los dioses y diosas explicando sus atributos. Esta enumeración le confiere cierta pesadez. Pero cuando refiere el combate entre Zeus y los Titanes, el relato adquiere el interés y la movilidad propios de la poesía heroica.

No pertenece a Hesíodo un pequeño poema de 480 versos, titulado «El Escudo», que durante mucho tiempo se le venía atribuyendo.

Los poemas homéricos no tendían a moralizar; con Hesíodo, la moral se impone enérgicamente en todos los órdenes de la vida; el trabajo se considera como ley divina, y se afirma en lo religioso y lo moral una concepción más austera y elevada.Su estilo es mucho más seco y duro que el de Homero; pero, en cambio, se realiza un progreso de excepcional importancia; la poesía ya no será un arte impersonal; por vez primera el poeta habla en su nombre y su personalidad se afirma en la obra de arte.

La fábula. Esopo. Vivió en el siglo VI a C, era esclavo y se le imagina feo y contrahecho. Sus fábulas tuvieron gran circulación y fueron coleccionadas en el siglo IV. En la literatura latina se difundieron notablemente, y Fedro las tradujo, como él mismo dice, en verso.

LA LíRICAOrígenes del lirismo. A lo largo de los siglos VII y VI, el lirismo sustituye paulati-

namente a la epopeya. Se verificó una acentuación de la vida afectiva (crisis religiosa, des-arrollo del sentimiento de la personalidad, paso de la economía natural a la monetaria). El poeta se niega a desaparecer tras de su asunto y deja fluir en el canto su experiencia íntima y personal. La poesía lírica estaba destinada al canto, y los progresos de la música, el per-feccionamiento de instrumentos como la lira, la cítara y la flauta, van unidos al de la lírica.

La lírica griega es síntesis de tres artes que juegan un papel decisivo en la vida griega, a saber: poesía, música y danza, y el lirismo ha sido durante siglos la expresión más completa de este pueblo de artistas. De una de sus formas, el ditirambo, nacerá nada menos que la tragedia. El lirismo griego ha servido de modelo a toda la lírica romana.

El lirismo Jonio. Se desarrolla en dos modalidades: la poesía elegiaca y la yámbica.Poesía elegiaca. La palabra «elegía» parece ser frigia y significar «flauta». Con este

instrumento se acompañaban unas piezas breves alusivas a la política, la guerra o el amor.Tírteo (hacia el 680 a. de J. C). La leyenda le supone maestro de escuela y cojo. Sólo

se conservan fragmentos de sus poesías, que celebraban el patriotismo y las virtudes gue-rreras.

Mimnermo (hacia el 625). Dio a la elegía un carácter melancólico y tierno. Poeta erótico por excelencia, cantó los amores y la belleza de la juventud. El tono sentimental de la

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elegía, que perdurará en toda la literatura latina, arranca en Mimnermo. Sólo restan fragmentos de sus obras.

Solón (hacia 640-558). Legislador ateniense y uno de los Siete Sabios, fue, además, poeta. Sus versos animaron a sus compatriotas a tomar Salamina. El patriotismo, la exhortación moral y el sabio equilibrio del espíritu ático, caracterizan sus poesías.

Teognis (hacia 540). Entre la violencia política de las luchas de la aristocracia y la democracia, florecen las poesías de este ciudadano de Megara, fiero partidario de la aristocracia, enemigo eterno de la burguesía y de la plebe, pesimista y sombrío. Así dice en uno de sus versos: «Lo mejor para los hombres es no haber nacido, no haber visto jamás los punzantes rayos de la luz del sol, y si se ha nacido ya, lo mejor es ir cuanto antes al Orco y reposar, cubierto espesamente por la tierra.»

Poesía yámbica. El «yambo», pie más ágil y vivo que el hexámetro y el dístico elegiaco, ha dado nombré a esta poesía, predominantemente satírica.

Arquiloco (hacia 600). De Paros, de vida turbulenta, que respondía a su carácter aventurero y violento. Famosas en toda la antigüedad son sus sátiras contra el padre de su amada, que le negó la mano de su hija. Altivo y mordaz, su estilo es, en frase de Quintiliano, «todo sangre y nervio».

El lirismo eólico o lesbio. El lirismo eólico (llamado así porque floreció en este dialecto y en la isla de Lesbos sobre todo), se diferencia del dórico en que aquél era monódico (es decir, cantado por un solo cantante), mientras el dórico era coral.

El lirismo lesbio canta diversos sentimientos, a veces gozosos, y siempre con una gracia delicada o sensual.

Alceo (hacia 610). Inventó la estrofa de su nombre (alcaica). Temperamento político, tiene cantos de revolución. Compuso odas amorosas y guerreras. Sólo conocemos sus fragmentos; fue el modelo de Horacio y es notable en él la expresión justa y vigorosa.

Safo (hacia 600). Es la más ilustre poetisa antigua. Los cómicos atacaron más tarde sus costumbres, y la leyenda dice que se arrojó al mar desesperada de amor. Compuso epitalamios, himnos y especialmente odas amorosas. Inventó la oda sáfica, de ritmos delicados y elegantes.

Anacreonte (hacia 540). Poeta blando y epicúreo, alegre y sin rencor, canta el vino y los placeres en versos graciosos y amables.

En la antigüedad se conocían cinco libros de poesías suyas, perdidos hoy en su mayor parte. Con su nombre circuló una colección evidentemente posterior, que ha contribuido a consolidar su fama y dar carácter a la poesía que a partir de entonces se ha llamado anacreóntica.18 En todas las literaturas se han compuesto versos de este tipo, imitando los temas y el tono ligero del poeta griego.

El lirismo dórico o coral, es el más importante de todos y representa la síntesis de poesía, música y danza. Un coro cantaba los poemas (divididos en estrofa, antiestrofa y epodo) al mismo tiempo que evolucionaba rítmicamente. Simonides de Ceos y su sobrino Baquilides son notables cultivadores, pero el más importante es:

Píndaro (522-441), de Tebas, idolatrado, aun en vida, por los griegos, solicitado por reyes y ciudades, apellidado de «divino». Cuando, más de cien años después de su muerte, Alejandro Magno arrasó Tebas, mandó respetar la casa del poeta.

Cultivó todas las variedades del lirismo coral, pero sólo conservamos sus «epinicios» u odas triunfales. Se dividen en Olímpicas, Piucas, Nemeos e Istmicas, según celebren victorias atléticas logradas en Olimpia, Delfos, Némea o el Istmo (de Corinto). Cada oda

18 La anacreóntica es una composición lírica en verso de arte menor que canta a los placeres de la vida, el vino y el amor. Su creador fue el poeta griego Anacreonte (siglo VI a. C.), por lo cual recibe esta denominación.

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Anacreonte.

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contiene tres elementos: un elogio del vencedor, una narración mítica y consejos morales y se cantaba o bien en el campo de deportes o al retorno del vencedor a su patria.

Las concepciones religiosas llegan con Píndaro a su máxima elevación y dignidad. El entusiasmo lírico se manifiesta en él por una noble fiereza que le inspira la conciencia de su genio, y por el cual se considera a sí mismo como un igual de los reyes, a quienes aconseja con noble autoridad. Su estilo audaz, su imaginación brillante, sus abstracciones y genial su-tileza, hacen difícil su comprensión, como él mismo reconocía altivamente: «Mis flechas im-petuosas tienen una voz que percibe el inteligente y no entiende el vulgar.»

La fama de Píndaro, inmensa durante su vida, aún se agrandó después de muerto. Ho-racio, que ni osaba imitarle, le compara a un «torrente arrebatador que se precipita de las montañas».

LA TRAGEDIAOrígenes de la poesía dramática. La palabra «dramática» se deriva del griego drama con

la significación de «hecho representado». Este nuevo género literario contenía elementos épicos (ar-gumento, forma dialogada) y elementos líricos (ex presión de afectos, subjetivismo).

Concretamente, la dramática griega es un resulta do de la evolución del ditirambo; es decir, de la oda coral entonada en honor de Dionysos (Baco) por un coro que evolucionaba en torno al altar de este dios. El fondo más popular del ditirambo contenía una narración de episodios relacionados con la vida de Dionysos.

Origen de la tragedia. De los ditirambos entonados en las fiestas que se celebraban en el Ática nació la tragedia. Esta palabra, compuesta de tragos (macho cabrío) y ode (canción), parece aludir al sacrificio que se realizaba de dicho animal, dañino a la vid, e inmolado por esto ante el altar de Dionysos con acompañamiento de cánticos adecuados.

Según la tradición, el primer organizador del drama, y más especialmente de la tragedia, fue Tespis, que vivió hacia el 550 a. de J. 5. Tespis, adicionando en el ditirambo un actor que respondía al canto del coro, forjó ya el elemento dialogal, que, añadido a una elemental caracterización y a la capacidad mímica de los oficiantes, contenía ya en germen el nuevo género literario. Este, por lo demás, evolucionó con rapidez hacia una mayor complejidad; los asuntos derivados del culto a Dionysos fueron sustituyéndose por otros sacados de las viejas leyendas mitológicas y heroicas. Entre Tespis, iniciador de la tragedia, y Esquilo, primer gran trágico cuyas obras conocemos, es muy poco lo que sabemos respecto a dramaturgos y precursores.

Los teatros. Primitivamente, la representación se hacía en la plaza pública, ante el templo de Dionysos. El año 500 a. de J. C. se edificó en Atenas, al pie de la Acrópolis, el primer lugar de espectáculo (eso significa la palabra theatron).

Era, lo mismo que los construidos posteriormente en todo el mundo griego, de forma semi-circular, en piedra, al aire libre. Constaba de tres partes: el semicírculo de graderías para los es-pectadores, una plataforma frente a ellos llamada escena, y el espacio intermedio entre ambos, u orquestra, destinada a los personajes de1 coro (12 ó 15) que cantaban y evolucionaban a su debido tiempo. Los actores iban cubiertos con una máscara, y calzaban unos zapatos (coturnos) que iban provistos de un tacón muy alto para aumentar la magnitud del actor. La recitación era lenta y solemne, y toda la función tenía el carácter de ceremonia religiosa oficial en honor de Dionysos, a la que acudía, como es natural, la ciudad entera.

Estructura de una tragedia. 1° trilogías. Al principio, las piezas formaban trilogías: es decir, grupos de tres tragedias, que trataban el mismo asunto en tres fases sucesivas. Sólo se conserva una trilogía completa: La Orestiada, de Esquilo. Después, cada tragedia era independiente.

2° El Dialogo. Habitualmente se compone de largos discursos. A medida que evoluciona la tragedia es más vivo y cortado. Las intervenciones del coro constituían una especie de himnos intercalados en el diálogo de los actores, y alusivos al momento dramático.

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3° Los actores.—Eran siempre y sólo hombres; aun para representar papeles femeninos. Eran sólo tres, que se repartían todos los papeles, cambiando de caracterización: el primero y principal se denominaba protagonistes. Como llevaban la cara cubierta por la careta, la mímica no podía consistir en los cambios de fisonomía, sino en las actitudes del cuerpo. Amplias túnicas, voz grave y potente, ademanes majestuosos: todo esto contribuía a dar a la tragedia un tono imponente de solemnidad religiosa.

4° Asuntos. Son siempre de carácter nacional, sacados de las leyendas heroicas, y alguna vez, de acontecimientos históricos recientes. Nótese que apenas existía lo que hoy llamamos «intriga»; todo espectador sabía de antemano el argumento de la obra, puesto que versaba sobre leyendas conocidas por todos. El dramaturgo no trataba de «interesar» al espectador, sino más bien de despertar en él intensos sentimientos de piedad, admiración o terror.

Esquilo (525-426). De noble linaje ateniense, vivió durante la época más gloriosa de Atenas en el aspecto militar: es decir, durante las guerras médicas. Tomó parte en las victoriosas batallas de Mara-tón, Salamina y Platea, y su figura se nos presenta rodeada de la heroica aureola propia de la época que vivió.

Obras. Sabemos que Esquilo escribió alrededor de setenta, pero sólo conservamos siete. De ellas, tres constituyen una trilogía, denominada. La Orestiada, formada por

Agamenón Las Coéforas Las Euménides,

que refieren la serie de crímenes que la fatalidad había concitado en la familia del desdichado Orestes.

Las cuatro piezas restantes formaban parte de otras trilogías que no hemos conservado completas: pero cada tragedia posee unidad dentro de sí misma. Son:

Prometeo Encadenado, donde Se representa el castigo de este héroe por la culpa que contrajo robando de los cielos el fuego para traerlo a los hombres.

Las Suplicantes son un coro de vírgenes perseguidas por un grupo de asediantes.Los Siete contra Tebas versa sobre la guerra desencadenada en esta ciudad por la rivalidad de

dos hermanos.Los Persas es, además de tragedia, un drama histórico referente a un asunto contemporáneo

del autor: la derrota de Jerjes por los griegos.Juicio. Para apreciar en todo su valor el teatro de Esquilo hay que tener en cuenta que es el

verdadero creador de la tragedia, que antes de él sólo logró ser un engendro impreciso, y gracias a él llegó a ser una creación definitiva.

En sus obras, el coro es aún el protagonista, y las vinculaciones con el elemento lírico originario son preponderantes. La acción, breve y sencilla, es siempre grandiosa: pone siempre ante los es-pectadores el momento más dramático de todo un pueblo, o de un héroe, o de un semidiós, y los dioses mismos descienden a la escena. Pero, sobre todo, la emoción trágica adquiere en Esquilo una vio-lencia salvaje capaz de erizar a los espectadores con terror religioso y cósmico cuando, por ejemplo, veían moverse en la «orquestra» el cortejo obsesionante de las Furias persiguiendo al desventurado Orestes.

Esquilo no busca sutilezas en el análisis psicológico de sus personajes; su genio es manejar, más bien que hombres, titanes sobrehumanos luchando contra el destino y sufriéndolo. Penetrado en un intenso sentido religioso y moral, propone la moderación como único lenitivo contra los viejos conflictos planteados por la fatalidad, la herencia o el crimen.

Es insuperable su estilo en cuanto a imágenes brillantes y audaces, que se adecúan con la grandeza de sus concepciones artísticas.

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Su característica es su religiosidad y su grandeza, circulando por sus versos un constante afán de dignidad moral. Los personajes están delineados a grandes rasgos y la obra brilla más por el efecto de conjunto que por sus pormenores.

Sófocles (596-406). El más perfecto y fecundo autor trágico griego, vivió una vida de triunfos durante noventa años. Inteligente y estimado de sus paisanos los atenienses, fue nombrado estratega juntamente con Pericles en 440. Según una tradición poco verosímil, en su vejez, citado ante los Tribunales por un hijo suyo, que pretendía demostrar la incapacidad senil de su padre, probó su lucidez mental leyendo ante los jueces un trozo de su Edipo, en Colono, que por entonces componía.

Obras. Había compuesto más de cien. Sólo conservamos siete tragedias:Edipo rey, que es, quizá, la obra cumbre del teatro clásico, presenta al infeliz Edipo, víctima de

la Fatalidad, que inconscientemente mata a su padre y se desposa con su madre, y después, desesperado, se arranca los ojos.

Edipo, en Colono. El mismo desdichado rey, ciego, miserable y desterrado de su patria por sus hijos, es acogido benévolamente en la pequeña ciudad de Colono (en el Ática) y desaparece milagrosamente en un bosque sagrado, donde la tierra, compadeciéndose de su dolor, se abre suavemente para guardarle en su seno.

Electra, hermana de Orestes, es la mujer fuerte para la venganza.Ayax retrata la violencia de este héroe homérico, que, enojado con sus camaradas griegos y

pretendiendo asesinarlos, es burlado por Palas Atenea, que le ciega, haciéndole blandir su espada contra un rebaño. Vuelto en sí, e incapaz de sufrir su deshonor y su ridículo, Ayax se suicida.

Filoctetes, dueño de las invencibles armas de Hércules y desterrado en una isla salvaje, es engañado por el astuto Ulises, que se lo lleva a él y a sus armas, necesarias para vencer a los Troyanos.

Antígona, joven heroína que no duda en arrostrar la ira de un tirano que prohibió la inhumación de un hermano de la doncella. Condenada a morir de hambre en la prisión, y sin que las sú-plicas de su prometido, hijo del tirano, consigan ablandar a éste, Antígona se ahorca; ante el cadáver, su amante se da muerte, y, abrazados ambos cuerpos, «celebran sus nupcias en el sombrío Hades».

Juicio. Además de haber convertido el diálogo en trílogo por la introducción de un tercer actor, y de ser el primero que abandonó el sistema de las trilogías, Sófocles reduce la importancia del coro.

La intriga, que en Esquilo era mínima, se planea más complejamente en sus tragedias, que adquieren así una más sólida estructura.

Se ha dicho que Sófocles hizo descender la tragedia del cielo a la tierra, y, en verdad, en ellas es el hombre el protagonista, y aquélla, que era una fuerza desatada en el mundo de Esquilo, Só-focles la encierra en el pecho de sus personajes como potencia al servicio de la razón y de la bondad. Conducido por su mano, el amor aparece por vez primera en la tragedia, y una mujer, la infeliz Antígona, revela el secreto de la feminidad: «he nacido para amar».

Una dulzura humana existe en el fondo de su obra, cuyos personajes idealizados siempre sobre una base de verismo, contienen siempre un doble atributo: fuerza y gracia.

Su estilo es menos audazmente lírico que el de Esquilo, más sereno; y el diálogo, siempre conciso y firme.

Eurípides (408406). Recibió una educación esmerada, fue discípulo y amigo de varios filósofos y el mismo era un pensador aficionado á teorizar; filósofo de la escena se le ha llamado. Su ambiente y su carácter fueron muy diversos de los de Sófocles: hombre solitario y melancólico, infortunado en la vida conyugal y atacado por los cómicos, se tornó

misántropo y misógino.Obras. Compuso setenta y cinco, de las que se conservan diecisiete tragedias.En Medea está admirablemente retratado el carácter de la protagonista, que se venga

de la infidelidad de su esposo Jasón matando -a la amante de éste y a sus hijos.

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En Hipólito se describe la funesta pasión que por él siente Fedra, que desdeñada por él, se mata y pierde a Hipólito.

En Las Bacantes, el rey Tebas es castigado por Dionysos (Baco) por haberse opuesto a las fiestas orgiásticas que se celebraban en honor de este dios.

En Alceste, esta heroína se entrega a la muerte por salvar a su marido, y Hércules la premia retornándola a la vida.

En Ion se glorifica la estirpe jónica, refiriendo el mito de Ion, hijo de Apolo.En Ifigenia en Aulis, la hija de Agamenón (jefe de la expedición griega contra Troya),

destinada a ser sacrificada, es salvada por la diosa Artemisa (Diana).

En Ifigenia en Tauris, la misma heroína, convertida en sacerdotisa en un país extraño, tiene la obligación de sacrificar a dos jóvenes griegos, pero rehusa inmolarlos y huye con ellos —uno de los cuales resulta ser su hermano Orestes— a la patria, común.

Las diez tragedias restantes versan sobre acontecimientos relacionados con la guerra de Troya (ciclo troyano), que son:

Hécuba, Andrómaca, Las Troyanas.Helena, Electra, Orestes.

O sobre asuntos diversos, a saber:Las Fenicias, Las Suplicantes.Hércules Furioso, Los Herdclidas.

Juicio. Decía Sófocles que Eurípides pintaba a los nombres como eran realmente, mientras que él los pintaba como debieran ser. Efectivamente, la pintura de caracteres es lo más notable de este consumado psicólogo, conocedor de todas las pasiones, instintos y debilidades humanas, con cuya introducción consigue producir fuerte emoción en los espec-tadores. Con todas sus debilidades, con todas sus miserias y, a veces también, con todo su heroísmo, los hombres —y, sobre todo, las mujeres— comparecen en escena ofreciendo el espectáculo patético de su dolor moral, de su drama. Drama, mejor que tragedia, es el nombre que cuadra a sus obras.

No hay que olvidar que la época de Eurípides coincide con la debilitación política de Atenas, el pulular de sofistas y la extensión del escepticismo en religión y filosofía; así, el sentido profundo de las viejas leyendas escapa a la comprensión, excesivamente intelectualista, de Eurípides. Los dioses olímpicos no suelen ser para él sino meros elementos de artificio dramático, y las inquietudes sociales y políticas de su tiempo se reflejan en sus obras.

Su estilo, todo naturalidad, acepta el lenguaje corriente de la conversación.

LA COMEDIAOrígenes de la comedia. El nombre de comedia parece derivarse de komos, palabra

que designaba un cortejo rústico en honor de Dionysos. En este cortejo los aldeanos, semi-embriagados y encaramados en carros, entablaban con los espectadores diálogos groseros y satíricos.

Parece que fue en la colonia dórica de Sicilia donde estas burdas expansiones popu-lares se organizaron, por vez primera, como género literario dramático. Este progreso se debe a Epicarno, de Siracusa, que vivió entre los siglos VI y V, comediógrafo de gran vena satírica.

Sea por influencia de estos festejos sicilianos, o bien, como es más probable, indepen-dientemente de ellos, el hecho es que la comedia apareció en Atenas, favorecida por el progreso de la tragedia y por los triunfos de la democracia.

Las representaciones. — Se hacían en el mismo teatro antes descrito, pero cada come-diógrafo acudía a los concursos con una sola obra. El coro de la comedia contaba de 24

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coreutas, y los actores, enmascarados también, pero con máscaras grotescas, no calzaban el alto coturno de las tragedias, sino unos zapatos más bajos.

Periodos de la comedia. Esencialmente, la comedia atravesó por dos momentos perfectamente diferentes, tanto histórica como literariamente, llamados de la Comedia Antigua y de la Comedia Nueva.

Comedia antigua. Se caracteriza por el tono procaz de las bufonadas, vestigio de la grosera indecencia de los cortejos dionisíacos, y es de suponer que las mujeres no podían asistir a un espectáculo de esa naturaleza. Pero, sobre todo, la comedia antigua se caracteriza por la implacable sátira política, cruel y mordiente, contra los gobernantes. Para dar una idea de la agresividad de la comedia antigua, recuérdese que el personaje satirizado aparecía en la comedia con su propio nombre y caracterización, que toda injuria era habitual y que, merced al azuzamiento de la comedia que desacreditaba a un ciudadano, fue posible, como en el caso de Sócrates, crear un ambiente al difamado que le acarrease, como causa remota, la pena de muerte.

Comedia nueva. Los gobernantes mitigaron la mordacidad y el ataque personal de la comedia y se logró suavizar sus excesos. La comedia nueva, que florece entre 330 y 270, no ataca ya a personas concretas, sino más bien a tipos generales, ridiculizando, con más humor que crueldad, figuras de soldado fanfarrón, de esclavo ruin, de pícaro mendicante, de avariento. Esto hizo ganar a la comedia nueva en calidades psicológicas y literarias.

Aristófanes (450-380) es el comediógrafo mejor conocido representante de la comedia antigua. Ateniense, debutó como autor dramático cuando sólo contaba veinte años, y demostró desde el comienzo de su carrera artística tanta y tan aguda virulencia agresiva como ingenio. Atacó a los gobernantes de la democracia, de la que era enemigo acérrimo, y, en general, se pronunció siempre en contra de todo espíritu innovador, en política y arte como en filosofía. De todos modos, la evolución sufrida por la comedia en general desde el punto de vista de la mitigación de sus excesos, alcanza también a Aristófanes en particular, y de ese modo las últimas comedias que compuso se acercan a la tónica de la Comedia Nueva.

Obras. Compuso 44 comedias, de las que sólo conservamos integras 11. De ellas merecen especial mención:

Los caballeros, donde se ataca la persona y la política de Cleón, jefe del partido democrático, que es representado como un esclavo innoble que se dedica a engañar a su señor (el pueblo). La sátira contra Cleón era aquí tan violenta que hubo de ser el propio Aristófanes quien representase este papel, porque ningún actor se atrevía.

Las nubes. Se dirige contra Sócrates, a quien atribuye doctrinas de los sofistas, ridiculizándolo y exhortando al público, al final de la comedia, a quemar la casa de éste, a quien se pinta como corruptor del pueblo.

En Lisistrata, las mujeres obligan a los hombres a concertar la paz.En Las avispas se ridiculiza la manía de los atenienses de provocar litigios y peleas de

todo género.En Las ranas se ataca directamente a Eurípides, considerándolo como responsable de

la decadencia de la tragedia.En Las aves se satirizan los vicios y defectos de la vida pública y privada de Atenas,

especialmente la afición a empresas desmesuradas y la inconstancia.Los títulos de las restantes comedias son: Las Tesmofortazusas. Las Acámeos. La Paz.

La Riqueza. La Asamblea de Mujeres.Juicio. Aristófanes es, en cuanto a su ideología política, un intransigente conservador:

se acuerda constantemente de los mejores tiempos pasados y de la gloria de Atenas en la época de las guerras medicas, y siente un gran descontento de su época, de los demócratas que engañan al pueblo y del pueblo mismo, todo credulidad y grosería.

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En religión, presume de defender las creencias tradicionales, aunque él es el primero en hablar de los dioses con desenvoltura. En filosofía y arte se pronuncia contra las sutilezas de sofistas y psicólogos, a quienes considera como decadentes y pervertidores de la antigua energía del pueblo.

Pero más que pensador, Aristófanes es un poeta satírico de singular temperamento, que maneja la exageración cómica y el sarcasmo con una habilidad suprema. Su imaginación sabe forjar escenas de gracia bufonesca, y en medio de sus extravagancias inventivas hay una finísima observación.

A pesar de la grosería y crudeza de algunas de sus escenas, el genio de Aristófanes rebosa gracia. Sus personajes hablan un lenguaje lleno de verdad y naturalidad, y su teatro es insustituible para conocer muchos aspectos de la sociedad de su época.

En la época alejandrina, el género cómico tuvo nuevo florecimiento. La comicidad se consigue por medios menos burdos que en tiempos anteriores; las obras son más finas de forma y contenido en esta última época de la comedia griega. Es la denominada por los antiguos comedia nueva, ya explicada anteriormente. Entre los autores que alcanzaron mayor nombradía figura Menandro, muy imitado y traducido por los latinos Plauto y Terencio.

Menandro (343-292). Es el representante de la comedia nueva. Ateniense, parece que vivió una vida elegante y fácil, consagrada a su arte, en el que compuso alrededor de un centenar de obras. De todas ellas no conservamos ni una sola íntegra, pero sí numerosos fragmentos que permiten reconstruir algunas y formar un juicio acerca de sus cualidades dramáticas.

El temperamento de Menandro, como hombre y como poeta, difiere notablemente del de Aristófanes. Menos hiriente que éste, su ingenio y su humor están llenos de una sabia indulgencia y melancólica humanidad. Pero la nota más excelente del arte de Menandro consiste en la maestría y sinceridad con que representa la plenitud de la vida humana, tomándola del natural con rara perfección, hasta el punto que un crítico antiguo preguntaba: Menandro y vida: ¿Cuál de los dos habéis servido de modelo al otro? Como poeta es un «virtuoso de la composición» y son inolvidables algunas de sus sentencias, como aquella de que aquel a quien los dioses aman muere joven.

Menandro será el maestro de los comediógrafos romanos, especialmente de Terencio, que trata de imitarle.

ORIGENES DE LA PROSALa prosa primitiva.—Apareció entre los griegos mucho más tarde que la poesía, fenómeno, por lo demás, común a todos los pueblos, cuyo primer lenguaje es el poético; sólo cuando se desarrolla la inteligencia crítica y el afán de demostración, hace su aparición la prosa en las literaturas.

En Grecia, además, los comienzos de la prosa —hacia mediados del siglo IV— coinciden con la difusión de la escritura, que hasta' este momento no se había empleado con finalidad literaria (recuérdese que los poemas homéricos venían confiándose, desde hacía por lo menos dos siglos, a la memoria de los rapsodas).

Durante el siglo VI predomina aún la poesía sobre la prosa, hasta el punto de que algunas obras filosóficas se escriben todavía en verso; así ocurre con las disquisiciones sobre el origen del mundo de filósofos-poetas como Jenófanes, Parménides y Empédocles.

Los dos géneros literarios t en que vemos aparecer por primera vez la prosa, son la Historia y la Filosofía. Hay que advertir que ambas son creación del espíritu jonio (lo mismo que la epopeya).

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Comienzos de la historiografía. La historiografía es hija de la epopeya: en el momento que el narrador no se proponga como fin esencial entretener al oyente, sino más bien informarle, la forma métrica cederá el paso a la prosa.

Los primeros prosistas se denominaron logógrafos (palabra que significa precisamente esto: «escritores en prosa», pues aquí se contrapone epos — poesía a lógos = prosa). El más importante de todos es (prescindiendo de Heródoto, a quien, por razones de método veremos luego) Hecateo de Mileto (hacia el 500), autor de una Geografía que describe gran parte del mundo entonces conocido, por el que viajó recogiendo las cosas notables que vio u oyó.

Son especialmente notables las narraciones de viajes (periplos), a los cuales los griegos tenían especial opción, como pueblo de navegantes y mercaderes, dotado de viva curiosidad exploradora. Desde la Odisea hasta las novelas bizantinas, pasando por los logógrafos Heródoto y Jenofonte, las aventuras y viajes por países extraños formaron siempre uno de los géneros más importantes de la literatura griega.Comienzos de la filosofía. También en la Jonia surgen los primeros ensayos de la filosofía griega, que es tanto como decir de la filosofía de Europa. El problema capital que inquieta a los primeros pensadores es el del mundo que les rodea, y más concretamente, el del principio constitutivo de todas las cosas, de modo que sus preocupaciones versan sobre filosofía de la Naturaleza, y sus obras suelen ostentar un mismo título: «De la Naturaleza». Los principales filósofos son:Anaximandro, para quien el principio de todas las cosas es el agua.Anaximeno, que hace consistir este principio en el aire. Heráclito, en el fuego. Pitágoras. Filósofo, matemático y fundador de una secta filosófica y religiosa, opinó que el principio de todas las cosas era el número.Demócrito. Concibió el universo formado por un número infinito de átomos.Anaxagoras. Fue el primero, que imaginó una inteligencia ordenadora del mundo.

La prosa ática. Pero aunque los orígenes de la prosa tienen lugar en la Jonia, es precisamente Atenas y sus escritores quienes la elevaron a un grado de perfección comparable al que ellos mismos consiguieron en el teatro. Historiadores, filósofos y oradores, crearon por vez primera los tres géneros literarios respectivos que iban a constituirse en modelo perenne, no sólo de Roma, sino de toda la literatura universal.Heródoto de Halicarnaso (484-425).—Es el primero que elevó la historiografía a obra de arte literario y fue denominado «padre de la Historia». Se dedicó a viajar por Egipto y Oriente y pasó algún tiempo de su vida en Atenas, en el círculo de Pericles.

Escribió una «Historia», dividida en nueve libros (en honor de las nueve musas). Contiene una narración de las guerras médicas, intercalando entre los episodios todo género de disquisiciones, a veces novelescas, sobre los países o personas de quienes trata.

Su obra es una cantera de datos verdaderamente preciosa. Posee, en general, veracidad y sinceridad, y habla de sus enemigos los persas sin parcialidad. Pero le falta sentido crítico, y a veces refiere anécdotas pueriles y sucesos maravillosos. No es un historia-dor riguroso y científico, sino más bien un narrador, diestro en referir anécdotas novelescas, aficionado a introducir en boca de sus personajes bellos discursos ficticios, y todo ello en un estilo Heno de suave sencillez no exento de candidez graciosa.

Su narración es ingenua y sencilla. Acoge las leyendas más inverosímiles, por eso sus Historias se parecen a la poesía épica, y a veces halla en ésta y en los relatos legendarios de los países que recorre, la fuente más copiosa de noticias.

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Tucídides (470-460) nació cerca de Atenas. Vivió de lleno la guerra del Peloponeso, en la que actuó como general del ejército ateniense, hasta que sus compatriotas, descontentos de su gestión, le desterraron. Durante veinte años permaneció exilado, dedicándose a recorrer el teatro de la guerra, para mejor informarse de ella con vistas a su obra, la más genial producción histórica que se ha escrito en griego.

Escribió una Historia de la guerra del Peloponeso, que ha llegado a nosotros dividida en ocho libros. Tucídides comprendió la gran importancia de esta guerra, menos heroica y más cruel que las médicas, y decidió narrarla para legar al mundo, según sus propias palabras, «una adquisición eterna». No pudo concluirla; su narración comprende lo ocurrido en veinte años de lucha (desde 431 a 411); como la guerra no concluyó hasta el 404, dejó de escribir los acontecimientos de siete años.

Tucídides es el primer historiador en el sentido más exacto de la palabra: la exactitud y la veracidad, la desconfianza de lo legendario, el afán de informaciones precisas y la crítica de los testimonios resultan en él insobornables, hasta el punto de que no hay en la historia griega ningún período mejor conocido que los veinte años que él historia. Su imparcialidad absoluta y su admirable psicología le ha valido el título de «pensador de hombres». La visión de los acontecimientos es realista, agudamente política, al margen de toda concepción religiosa de la Historia. Su estilo es de una concisión y de un vigor inimitables, nervioso, lleno de ideas profundas. En Roma, Salustio y Tácito le tomarán como modelo.Jenofonte (Hacia 440-350). Ateniense, discípulo de Sócrates, tomó parte en la expedición de los 10.000 griegos que pelearon en Persia junto a Ciro el Joven contra Artajerjes, expedición que narra en su Anábasis. Vuelto a Grecia y enemistado con sus paisanos atenienses, vivió siempre en Esparta.

Como historiador, es autor de la Anábasis (o expedición al interior de Asia de 10.000 soldados griegos), de las Historias Griegas (continuación de la obra de Tucídides) y Ciropedia (o educación de Ciro el Mayor, rey de Persia». Es autor también de las «Memorias de Sócrates», donde recuerda varios diálogos sostenidos por el gran filósofo con todo género de personas, y de varios otros tratados técnicos sobre política, economía, caballería y caza.

Como historiador, no posee cualidades que le hagan comparable a Tucídides. A veces resulta parcial, acaso por cuestiones personales de simpatía a Esparta. No es un filósofo ni un pensador, y de ello se resiente su visión de Sócrates. Sin ser genial, Jenofonte merece un alto aprecio por la multitud de obras que nos ha legado, y el encanto de su estilo, fácil y agradable, cautivó a varios historiadores posteriores que lo tomaron por modelo.

Todas sus obras están escritas con elegante superficialidad. No ahonda en los hechos ni investiga sus causas; se limita a narrarlos de un modo agradable. Aludiendo a esta cualidad de su estilo, los antiguos le llamaron «la abeja ática», porque siempre vuelve a la colmena con su gota de miel.Los sofistas. Estos hombres, que recorrían las ciudades enseñando filosofía y retórica, constituyen un fenómeno de gran importancia como movimiento cultural, en la Historia de Grecia. Teorizadores de la cultura, dedicados a la enseñanza, escépticos en filosofía, sus doctrinas se enderezaban al dominio práctico de la vida, descuidando la verdad objetiva y atentos más bien al éxito de la persuasión y a la brillantez dialéctica. Como orientaban su actividad hacia fines lucrativos, se dedicaron generalmente a la enseñanza oral —bien remunerada— y no tanto a la actividad literaria, aunque algunos de ellos compusieron tratados de índole diversa. De todos modos, su influencia en la producción poética y filosófica de sus contemporáneos fue considerable y deja huella en la literatura. Los más famosos fueron: Protágoras, Pródicos y Georgias.Socrates (469-399). Es quizá el hombre que, sin saber escrito nada, ha ejercido mayor influencia en el pensamiento humano. Ateniense, debelador de los sofistas, apóstol de la filosofía, fundó los cimientos

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del gran edificio filosófico que levantó luego su discípulo Platón. Acusado de no creer en los dioses y de corromper a la juventud con doctrinas nuevas (véase Aristófanes), fue condenado a muerte.

La filosofía socrática es, sobre todo, moral. Conocerse a sí mismo para tornarse mejor. Dios existe y su existencia está probada por el orden del mundo a todo lo que es adaptado a un fin resuelto de una inteligencia; si el hombre es inteligente, también debe ser inteligente la causa que lo produjo. Dios no solo existe como quien gobierna el mundo, sino que Dios es Providencia.

No dejó nada escrito y su doctrina nos es conocida a través de Platón y de Jenofonte. Enseñaba en los gimnasios, en los banquetes y, sobre todo, en las calles, mercados y lonjas. La independiente ironía de su crítica le atrajo muchos enemigos, y eso le llevó a la muerte.Platón (428-347), de noble familia ateniense, es, además de un genial filósofo, el más perfecto prosista griego. Cuando a los veinte años conoció a Sócrates, sintióse tan irresistiblemente atraído por él, que abandonó las ocupaciones artísticas que hasta entonces cultivó, para entregarse de lleno a la filosofía. Muerto el maestro, viajó por Egipto y Sicilia', sufriendo más de una ingrata peripecia como consecuencia de sus conatos de innvaciones políticas. Vuelto a Atenas, fundó una escuela que, por tener su emplazamiento en los jardines de Akademos, vino a denominarse Academia.

Se conservan de él 42 diálogos, de los que la crítica moderna rechaza como apócrifos un número que oscila en la mitad de ellos. Los más notables, y de autenticidad probada, son:Fedón, sobre la inmortalidad del alma.Critón, sobre los deberes del ciudadano.Banquete, sobre el amor.Fedro, sobre la belleza.Parménides, sobre las Ideas.República (12 libros), sobre un Estado ideal.Leyes, sobre la legislación ideal.

Desde el punto de vista literario —único que aquí nos interesa— los Diálogos platónicos son un modelo de estilo, natural y armonioso, rápido en las preguntas y respuestas, grandioso en los pasajes elevados y admirable siempre en la descripción y en el retrato. Además, revela un singular temperamento dramático en el arte de componer las escenas, algunas de las cuales —v. gr., la muerte de Sócrates, descrita en el Fedón— son de una emoción inolvidable.Aristóteles (384-322), de Estagira, alumno de Platón y preceptor de Alejandro Magno, a quien inculcó el amor a la ciencia, fundó la escuela denominada Peripatética (de «peripatein» = pasear, pues enseñaba a sus discípulos paseando con ellos). Representa el pleno florecer de la cultura griega en toda su enciclopédica amplitud.Obras. Atendiendo al tema, podemos agrupar sus obras en ocho apartados:Lógica: El «Organo», sobre el arte de razonar, del que es creador.Ciencias naturales: La más notable es la «Historia de los animales».Metafísica: En doce libros conteniendo los principios de la philosophia prima.Ética: Tratados de moral, el más notable, titulado «Ética a Nicómaco».Psicología: Tres libros que estudian el alma.Historia: Sólo conservamos la «Constitución de los atenienses».Política. En ocho libros, sobre la ciencia del Gobierno.Literatura: Tres libros de Retórica "y uno de Poética.

Los escritos de Aristóteles están compuestos sin preocupaciones literarias y han llegado a nosotros en estado deficientísimo, de modo que no podemos apreciar con exactitud su talento de escritor, que debió ser muy notable a juzgar por los elogios que le tributaron quienes leyeron las obras tal como salieron de sus manos. En el estado en que' hoy se encuentran, revelan un estilo forjado a base de precisión y brevedad, carente de pasión y de sensibilidad, de estructura netamente científica.

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La elocuencia griega. El pueblo griego estaba naturalmente dotado de gran inclinación hacia el arte de la palabra; en ciudades como Atenas, quien sobresalía por su elocuencia poseía ya lo principal para conquistarse a sus conciudadanos y prosperar políticamente. No es, pues, extraño que la oratoria griega alcanzase un brillante desarrollo.

Al hablar de los poemas homéricos, dijimos ya que en ellos existía, germinalmente, una oratoria consistente en los largos discursos de los personajes. Pero la oratoria, como género literario, prosperó, sobre todo, en Atenas, favorecida por la libertad política del régimen democrático.

Buena parte de los políticos y legisladores fueron grandes oradores —Solón, Pisístrato, Temístocles, etc.—, y por su elocuencia conquistaron sus altos puestos en el Gobierno. Según las leyes de Atenas, los litigantes debían comparecer ante los Tribunales para defender personalmente sus querellas. En tiempos sencillos, en QUE las leyes eran pocas y las costumbres patriarcales, la defensa estaba al alcance de todos los ciudadanos. Pero cuando hubo que prepararla con ayuda de especialistas, los primeros abogados escribían los discursos que habían de pronunciar sus clientes. Así nació la oratoria forense.

El primer gran orador fue Pericles, del que no conservamos directamente discursos, pero sí a través de la obra de Tucídides, que los intercala. La oratoria llegó a su máximo desarrollo entre los años 420 y 320.

Son tres los géneros de oratoria, a saber: la Indiciaría, elaborada por oradores profesionales que escribían sus discursos a petición del CHENTE que tenía que defenderse o acusar en un tribunal de justicia. La Política, consistente en discursos políticos pronunciados en las asambleas públicas, y la Epidíctica, dedicada a componer discursos académicos, generalmente panegíricos, que celebraban las glorias patrias o exaltaban el mérito de héroes difuntos.

Con el nombre de Oradores áticos, se conoce una serie de diez oradores como modelos ya desde la época alejandrina. Los principales son Lisias, Isócrates y, especialmente, Demóstenes.Lisias (440-380). Siracusano, es el más notable de los oradores dedicados a la elocuencia judiciaria. Vivió en Atenas como meteco (extranjero), y a causa de su riqueza fue perseguido por los Treinta Tiranos, que mataron a su hermano y no consiguieron hacer lo mismo con él. Ejerció la profesión de maestro de Retórica y compuso cerca de 200 discursos para sus clientes.

De ellos nos quedan 34, entre los cuales el principal es el que pronunció él mismo contra Eratóstenes, uno de los Treinta Tiranos, principal culpable de los desmanes inferidos a Lisias y a su her-mano durante el dominio de aquéllos.

Todos los discursos de Lisias son cuadros vivos que nos permiten ver la vida privada de Grecia en toda su realidad. Pero lo admirable del orador —del escritor de discursos sería más exacto decir— consiste en la perfecta adecuación del tono de cada uno con el carácter de quien, lo tenía que pronunciar, y en la sencillez y espontaneidad de la redacción.

Isocrates (436-338), ateniense, discípulo de Sócrates, no habló nunca en público, y es el más notable de los oradores del género epidíctico. Compuso no muchos discursos, pero minuciosamente elaborados, que se consideraron como piezas de una suprema perfección académica.

Conservamos 21 discursos suyos. El principal es el famosísimo «Panegírico», en el que era fama que trabajó durante diez años, y con el que se exaltaba el heroísmo de Atenas en la lucha contra os persas.

Su elocuencia contrasta con la de Lisias. Isócrates es todo sonoridad y solemnidad. Elige minuciosamente las palabras y mide los períodos, anteponiendo siempre la abundancia ornamental. Esta clase de oratoria fue la preferida de los romanos y la particularmente admirada por Cicerón.Demostenes (384-322), ateniense, se estrenó como orador en un proceso en que denunció a sus tutores, que le habían robado parte de la herencia paterna. A los treinta años entró de lleno en la política, a la que dedicó toda su vida, combatiendo siempre encarnizadamente a Filipo de Macedonia. Hubo de presenciar el triunfo político de Filipo y las victorias de Alejandro Magno. Cuando nada podía hacer ya

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contra Macedonia y era perseguido de cerca por los partidarios de Alejandro, se envenenó para no caer vivo en manos de su enemigo.

Sus más famosas obras son sus Filípicas, cuatro ardientes discursos contra la política imperialista de su eterno rival, Filipo. Las Olinticas, contra el mismo personaje y denominadas así porque fueron pronunciadas para mover a los atenienses a acudir en socorro de Olinto, que estaba a punto de caer en manos de Filipo, y el Discurso de la Corona (contra su rival Esquines, orador al servicio de Filipo), denominado así porque este orador quiso desacreditar a Demóstenes, a quien sus conciudadanos habían premiado con una corona por sus servicios patrióticos.

Demóstenes es todo pasión arrebatada e impulso romántico. Enamorado de la grandeza de su patria, dedicó su vida entera a la independencia de Atenas, política que históricamente estaba condenada al fracaso, en la que laboró con una entereza singular. La elocuencia llega con él a su punto culminante. Su arte, de una grandiosa contundencia en el razonamiento, está lleno de claridad, de energía y de fuego.Otros oradores. Son: Antífonte, el más antiguo de los diez oradores, modelo de sutileza lógica. Andocides, contemporáneo de Sócrates. Iseo, precursor de Demóstenes. Licurgo de Atenas, culto y hábil político amigo de Demóstenes. Hiperides, correligionario de Demóstenes y enemigo de Macedonia, a manos de cuyos secuaces murió. Esquines, el constante rival de Demóstenes, por lo demás muy inferior como orador y como hombre. Dimarco, último en edad y en mérito.

PERIODO ALEJANDRINOSe designa con el nombre de Helenismo el movimiento cultural de origen griego que

se verificó en el mundo antiguo a partir de las conquistas de Alejandro. Al volcarse los griegos por el Oriente llevaron consigo su cultura y su lengua a través de muchos y muy diversos países, cuyo carácter más saliente era la heterogeneidad racial y cultural desde Egipto hasta Babilonia. En este medio, la cultura y la lengua griega se impusieron rápidamente. Hasta qué punto fue decisiva la influencia griega puede deducirse de hechos como éstos: Babilonia llegó a poseer un teatro griego, y la escultura india de esta época ofrece una clara influencia de la escultura clásica griega. Naturalmente, toda esta difusión de la cultura griega por el Oriente no se realizó de un golpe durante la vida de Alejandro, que fue excesivamente breve para tamaña empresa cultural, ya que no para la conquistadora. Fue él quien dio un primer impulso a la difusión, pero ésta llegó a consumarse durante la época de sus sucesores los Diadocas. Los reyes de Siria (Seleúcidos), los de Pérgamo (Ata-lidas), y especialmente, los de Egipto (Tolomeos), pusieron gran empeño en difundir en sus ciudades la cultura griega, que sólo después de rotos los límites de la ciudad-Estado de los griegos pudo convertirse en universal.

El máximo florecimiento del Helenismo ocurrió en Alejandría, bajo los Tolomeos. En la ciudad, que aún lleva el nombre de su fundador, se creó una grandiosa Biblioteca, la más importante de toda la antigüedad, en la que se conservaban las obras maestras de la literatura griega, prosperaron espléndidamente la erudición y la investigación filológica y científica, y vino a convertirse en sede principal del Helenismo. De ella tomó su nombre el período cul-tural que subsigue a la cultura griega, el período alejandrino. Durante él, la Grecia propiamente dicha tuvo una vida política precaria bajo la amenaza del yugo macedónico, contra el cual cometió la imprudencia de aceptar el concurso de Roma, que en el año 168 venció a Macedonia, y veintidós años después, en 146, sometió a toda la Grecia.

Desde este momento puede considerarse a Roma como primera potencia política. Con todo, y desde el punto de vista de la Historia de la Literatura, el período romano sólo comienza en el año 30 antes de J. C, cuando la última reina de Egipto, Cleopatra, fue vencida, en la batalla naval de Actium por Augusto, y la primacía cultural de Alejandría comenzó a eclipsarse mientras el Imperio romano se extendía hasta los últimos confines del mundo conocido.

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Culturalmente, existe, pues, un periodo romano de la Literatura griega, contemporáneo de la Literatura latina florecida en Roma, y dentro de aquel período cultural de signo griego, una literatura greco-cristiana.

Durante él, aún florece en Atenas la vieja cultura, especialmente la Filosofía, y también el teatro, pero siempre, con una vida carente de la originalidad propia del periodo clásico, del cual es una prolongación muchas veces inerte y consuetudinaria. Existen, no obstante, algunos sobresalientes ingenios que brillaron notablemente en su época y sirvieron de modelo y lazo de unión con los literatos posteriores. Estudiaremos separadamente la poesía y la prosa de este período.

POESIALírica. Las formas líricas cultivadas son la elegía y el epigrama, que contienen un carácter, respectivamente, de poesía sentimental y de breve poema de ocasión con tendencia galante o frívola.Calímaco (310-240), además de gran lírico, fue uno de los más notables eruditos que labora-ron como bibliotecarios en Alejandría, y en este sentido es autor de numerosas obras de investigación y catalogación. Pero como 'poeta, que es su aspecto más interesante para nosotros, produjo bellas elegías, que sirvieron de inspiración a poetas latinos como Cátulo, Propercio y Ovidio (que en algún caso tradujeron al latín poemas de Calímaco), y muchos epigramas, de los que conservamos 64 (además de seis himnos entonados en honor de las divinidades). En los epigramas acredita Calímaco su fino ingenio cortesano. Pero en conjunto. Calímaco tiene más erudición de bibliotecario que auténtico sentimiento de poeta, y de esta erudición se resiente su lírica, en la que es más frecuente la culta alusión mitológica que la inspiración fresca y auténtica.Bucólica. La poesía bucólica es un género nuevo, nacido en este período, y que tiene como principal cultivador a Teócrito. Consta de elementos líricos y dramáticos, que reproducen cantos pastorales en forma dialogada.Teocrito (305-250), siracusano, vivió la mayor parte de su vida en Alejandría, en la corte de los Tolomeos. Cultivó el epigrama, pero su obra más notable la constituyen los Idilios, en número de 31, muchos de ellos de estructura bucólica y rústica de ambiente pastoril, y otros con un mayor movimiento dramático (denominados mimos), entre los que es el más notable el intitulado «Las siracusanas».

Aunque Teócrito no es un escritor de genio, es el poeta más notable del período helenístico, está dotado de notable talento poético y, sobre todo, ha ejercido una decisiva • influencia en los poetas latinos. Es característica de Teócrito la simplicidad potente y sugestiva, de sus pinceladas, que con un verso evocan toda una escena captada agudamente de la realidad. La naturaleza está intensamente sentida, mas en ella los pastores están idealizados, carecen de toda grosera rusticidad y poseen, en fin, alma de artistas y una elegancia natural.

Sucesores e imitadores de Teócrito fueron Bión, de Esmirna, y Mosco, de Siracusa, autores también de bellísimos idilios de asunto amoroso. Pero el mayor mérito de nuestro poeta consiste en haber sido el precursor de Virgilio, que le tomó como modelo para sus Eglogas.Ética. La poesía épica había surgido en Grecia bajo un primitivismo poético, que se apoyaba en la fe en el mito. Fue resucitada en este período, pero no pasó de ser una fría simulación completamente inauténtica, elaborada fríamente por algún erudito como Apolonio de Rodas (295-230), alumno de Calimaco, y, lo mismo que él, erudito, bibliotecario de Alejandría, autor del poema épico «Los Argonautas», imitación de los poemas homéricos, que aunque

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posee vivaces descripciones carece del sentimiento de la edad heroica y abunda en artificio y pesadez mitológica.

PROSALa prosa del período alejandrino se caracteriza por la abundancia de obras escritas, y

especialmente por la multiplicidad de los temas abarcados. Las ciencias particulares, Astronomía, Matemática, Historia Natural, etc., son cultivadas abundantemente al lado de la Filología, Filosofía, Geografía e Historia. Aquí nos referiremos exclusivamente a estas cuatro últimas.La filología. Al abrigo de la famosa Biblioteca, de Alejandría, que poseía 700.000 volúmenes, y del Museum (o templo de las musas, que era una especie de Universidad), se formó una escuela de eruditos filólogos, entre los que hay que nombrar, además de los poetas Calimaco y Apolonio, ya mencionados.Aristófanes, de Bizancio, el más grande crítico de la antigüedad, editor de los poemas homé-ricos y comentador de muchas obras clásicas, yAristarco, discípulo del anterior, eruditísimo también, autor de más de 800 libros de comentarios y maestro de toda una escuela de gramáticos.La filosofía. Así como otras manifestaciones culturales de esta época se realizan en Alejandría, la Filosofía tiene su sede en Atenas, donde se perpetúan las grandes escuelas de Platón y Aristóteles. De todos modos, la nueva Filosofía es de carácter predominantemente ético.

La Academia Platónica se perpetúa y pasa por tres fases coincidentes en la común atonía de sus producciones, que se limitan a seguir las orientaciones de Platón, y cosa parecida puede decirse de la Escuela Peripatética, prolongación de la fundada por Aristóteles. Las escuelas filosóficas de mayor difusión fueron:Escepticismo, que tuvo a Pirrón como fundador, que cifraba la felicidad humana en la indi-ferencia y negaba la posibilidad de conseguir la certeza.Estoicismo, que propugnaba la resistencia a las pasiones y el dominio del dolor, de modo que se es virtuoso —y feliz— viviendo conforme a la naturaleza. 'Epicureísmo, fundada por Epicuro, para quien el fin supremo de la vida era el placer, pero no el placer en general ni el corporal y momentáneo, sino el perdurable bienestar del alma, la paz espiritual.La Geografía. Su principal cultivador fue Eratóstenes (275-195), de una cultura portentosa, autor también de grandes obras históricas, v. gr.: su Cronografía, y cultivador de la Astronomía, la ciencia natural, la filología e incluso la poesía, y Director de la Biblioteca de Alejandría. Pero quizá su obra más famosa es su Geografía (nombre inventado por él), que fue el verdadero creador de esta ciencia.La Historia. Numerosísimas fueron durante este período las obras de Historia, especialmente sobre Alejandro, pero la mayor parte de la producción no ha llegado a nosotros.Polibio (210-125), que luchó contra los romanos y después vivió en Roma protegido por los Escipiones, es, sin duda, el máximo prosista de esta época. Su obra única es su «Historia», que comprende desde 221 a 146, y está completa; versa especialmente sobre el desarrollo del poder de Roma. Semejante a Tucídides en algunos aspectos (racionalismo y espíritu crítico), Polibio comprendió que la historia del mundo se confundía ya con la Historia de Roma; posee una clara visión histórica de político práctico. Su estilo es sencillo y severo, notablemente inferior a Tucídides, carente de encantos, sobrio, de crónica cancilleresca.

PERIODO GRECO-ROMANO

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Literatura pagana. La literatura pagana del período romano de la literatura griega comprende, como ya dijimos, desde Augusto hasta el final del Imperio Romano, y como abarca, por lo tanto, cerca de cinco siglos, la estudiaremos cronológicamente, comenzando por el siglo I después de J. C.El siglo I. Mientras la Historia de Grecia se confunde, a partir de Augusto, con la Historia del Imperio Romano, su literatura persiste bajo la dominación política de Roma, que en el orden cultural fue mas bien dominada, felizmente, por el espíritu de Grecia. Durante este primer siglo decae notablemente la literatura de los griegos y únicamente merece mencionarse aquí.La historia. Tres son los historiadores notables en este primer siglo.

Diodoro de Sicilia, autor de una vastísima Enciclopedia histórica en 40 libros, que comprende a todos los pueblos conocidos y de la que sólo nos queda una tercera parte.

Estrabon, autor de una valiosísima Geografía, que atiende a la historia y costumbres de los habitantes de cada región descrita.

Flavio Josefo, judío de Jerusalén y cautivado en la toma de esta ciudad por Tito, prosperó en Roma protegido por los Emperadores y escribió la «Guerra de los judíos» y la «Historia de Israel», para dar a conocer en Roma su historia patria.Los siglos II y III. Señalan un cierto renacimiento de la literatura griega, dentro del marco favorable de la «paz romana», extendida por todos los ámbitos del Imperio. Pero durante estos siglos el espíritu griego aparece muy distinto de lo que había sido durante el periodo clásico que a veces trató de ser imitado, y fluye bajo el signo del cosmopolitismo. Exceptuando a Plutarco y Luciano, los escritores originales resultan raros en las múltiples manifestaciones literarias.La filosofía. Insatisfechas las inteligencias por la insuficiencia del politeísmo religioso, la filosofía se convirtió en una especie de religión de las almas superiores, y, sobre todo, el Estoicismo y el Neoplatonismo.Epicteto, esclavo en Roma, es autor de un célebre Manual de filosofía estoica.Marco Aurelio, el emperador, estoico también, escribió (en griego, por seguir la tradición filosófica) sus famosos «Pensamientos», redactados en los intervalos de sus campañas contra los marcomanos.Plotino, de origen egipcio, autor de las Ennéadas (seis grupos de nueve disertaciones cada uno), profesó una filosofía mística de base neoplatónica. -La historia. Si tenemos en cuenta que Plutarco es más aún que un historiador un moralista, concluiremos que en estos siglos la Historia no cuenta con ningún cultivador genial. De todos modos, merecen citarse:Arriano, admirador e imitador de Jenofonte, incluso en el título que dio a la obra en que refiere la expedición de Alejandro por el Asia, que intituló «Anabasis».

Appiano, autor de una «Historia Romana», donde considera cada uno de los pueblos sometidos por Roma; preciosa desde el punto de vista informativo, pero poco sutil en el análisis«de la política romana.Pausanias, que escribió una «Descripción de Grecia», libro único en su género, de estimable valor por las noticias que recogió respecto al arte y monumentos de Grecia, insustituible para el arqueólogo y el historiador del arte.Diógenes Laercio, autor de un libro que contiene numerosos retratos de filósofos, titulado «Vida y doctrinas de los filósofos ilustres».

Plutarco (50-120 después de J. C), de Queronea, de noble familia, maestro de filosofía en Roma, estimado de sus contemporáneos y gobernador de la Acala, es autor de las famosas «Vidas Paralelas» y de «Obras Morales». La primera es una colección de 56 biografías de hombres célebres, ordenadas por parejas formadas por un griego y un romano; por ejemplo,

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Alejandro y César, Demóstenes y Cicerón, seguidas - de una comparación entre los dos personajes. Con dicha obra trató de demostrar la análoga grandeza de ambos pueblos. Sus «Obras Morales» son una colección de anécdotas de la antigüedad, destinadas a poner de relieve la virtud de famosos personajes.

Más que historiador, Plutarco es un psicólogo, y más aún que psicólogo, moralista. Lo que le atrae en la historia es el aspecto ético de los personajes, que propone como ejemplos a imitar. Es un temperamento amable que sabe contentarse contemplando bellos ejemplos de humanidad en los héroes fenecidos, hacia quienes torna la vista en la hora crepuscular de Grecia.Luciano (125-200), nacido en una humilde familia siria, estudió Escultura, se hizo sofista, y viajó por Grecia, Roma y las Gallas, y acabó su vida ocupando un cargo en Egipto.

Es autor de una multitud de escritos, generalmente breves diálogos. Unas veces trata de literatura, como en «Historia Verdadera» y «Sobre la manera de escribir la historia»; otras, de la filosofía, como en «El sueño» o «El Gallo», y en los «Diálogos de los muertos»; otras, compone una novela como en «El asno», y otras, en fin, aborda los temas más diversos. Sus obras ascienden a 80.

Luciano es, ante todo, un satírico y un escéptico, que se ha comparado muchas veces con Voltaire, con el cual coincide, además, en la irreverencia habitual en burlarse de lo divino. Enemigo de la religión, que él confundía con la superstición, empleó su hábil ingenio en criticar burlescamente las costumbres de su tiempo, y no perdonó clases, hombres, dioses ni difuntos. Su don esencial es la fantasía inventiva, y en cuanto a la forma literaria, sus escritos poseen una pureza de estilo que recuerda a los autores de la mejor época ática.Literatura Cristiana. El Cristianismo empezó sirviéndose del griego, y en este idioma se escribieron los Evangelios (excepto el de San Mateo) y el resto del Nuevo Testamento. A continuación surgió una abundante literatura ajena a las preocupaciones estilísticas, sencilla y natural, pero plena de una inspiración nueva y sublime, reflejo de la grandiosa revolución espiritual que operó el Cristianismo en el alma antigua.

Pero en el siglo II alcanzan incluso una gran perfección literaria las obras de algunos escritores, que por el tono de sus escritos se denominan Apologistas.

Siglos II y IIILos apologistas. Dedicaron sus obras a defender la nueva religión de los burdos ataques que se le inferían. Los que alcanzaron una: mayor altura literaria son San Justino, San Clemente y Orígenes.San Justino, filósofo y convertido, martirizado hacia el 165, es autor de dos Apologías, una de ellas dirigida al emperador Antonino, y se caracteriza por la valiente energía de su dialéctica.San Clemente de Alejandría, de la segunda mitad del siglo II, profundo conocedor de la literatura pagana, compuso una magnífica «Apología del Cristianismo», tan notable por la erudición como por la cálida elocuencia.Orígenes, también de Alejandría, vivió en la primera mitad del siglo III; hombre que admiró a sus contemporáneos por su poderosísima inteligencia y gran sabiduría. Es autor, entre otras muchas obras, de unos «Comentarios» a la Biblia v una «Exhortación al martirio».

Siglo IVTriunfante el Cristianismo en el terreno político por efecto del Edicto de Milán (313),

su literatura cobra un aspecto nuevo: más qué de apologías y defensas, necesita de obras dogmáticas y pastorales, que dan lugar al crecimiento de la elocuencia cristiana. En este siglo florecen los llamados «Padres de la Iglesia griega», que son:

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San Atanasio (+ en 737), patriarca de Alejandría, luchó toda su vida contra la gran herejía de su tiempo: el arrianismo. Sus escritos se caracterizan por el rigor y la precisión del pensamiento y por la fuerza de la expresión.San Basilio (+ en 379), obispo de Cesárea, es autor de obras muy importantes. Citemos, ante todo, sus «Homilías» o sermones familiares y su Discurso acerca de la utilidad que puede reportar a los jóvenes la lectura de los clásicos paganos. La perfección de su estilo recuerda la prosa de los mejores clásicos.San Gregorio de Nissa (+ en 394), obispo de dicha ciudad, tiene gran importancia como teólogo y doctrinario, aunque como escritor es inferior a San Basilio, del que era hermano.San Gregorio de Nazianzo (+ en 390). Además de gran teólogo y orador brillante, es un notable poeta de lirismo profundamente cristiano y singular inspiración.San Juan Crisóstomo (+ en 407) (es decir, «boca de oro»), el más grande de los Padres de la Iglesia, de cuya elocuencia es reflejo el sobrenombre que le añadieron, fue célebre en el Oriente y llegó a obispo metropolitano de Constantinopla. Sus obras son muchas y varias: tratados, discursos, correspondencia. Entre los primeros es notabilísimo el titulado «Sobre el Sacerdocio», y de sus discursos son los más notables los que pronunció «Sobre las estatuas» y «Sobre Eutropio». La finura de su estilo y la gran pureza de su lengua ática corren parejas con el calor de sus peroraciones y con la intrepidez humana en levantar la voz contra las co-rrupciones de la corte.

EL FINAL DE LA LITERATURA GRIEGAEl esplendor de la literatura cristiana no prosperó en Constantinopla, y

paulatinamente, durante los siglos medievales, el movimiento general de la civilización bizantina discurre por cauces alejados del espíritu griego, y aunque perdure una lengua que sustancialmente es el griego de Sófocles y Demóstenes, se trata de una cultura prácticamente desglosada de la que había surgido en el suelo fecundo de la Grecia clásica.

A partir del decreto de Justiniano, por el cual se cerraban las escuelas paganas de filosofía, la literatura griega se recluye en Bizancio, donde perdura toda la Edad Media, sin producir más que obras de muy escaso valor: libros teológicos, erudición histórica y literaria, algunas novelas de aventuras. Este período bizantino termina en el 1453, al apoderarse los turcos de Constantinopla.

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Ahora una vez terminado este panorama general abordaremos estos temas con más profundidad.

IHOMERO Y HESIODO

Los orígenes de la literatura griega se han perdido. Los griegos atribuían a Orfeo19, a Lino20 y a Museo21 los primeros intentos de canto, pero ni la Antigüedad conoció ya sus obras, ni la existencia de tales personajes es cosa demostrada. Para nosotros la literatura griega empieza con el nombre de Homero1 y con las dos epopeyas famosas, la llíada y la Odisea. Por desgracia, se lia abatido durante más de cien años tal tormenta polémica sobre ambos poemas, que su mismo sitio en la historia queda algo oscurecido, y aun su reputación lesionada inmerecidamente. Baste aquí decir que la Ilíada y la Odisea fueron compuestas hacia el siglo IX o el siglo VIII a. C; que su estilo, construcción e índole suponen la existencia de un autor único; que no hay ninguna buena razón para abandonar la tradición

antigua y universalmente aceptada de que el autor se llamaba Homero y que éste procedía de la costa griega del Asia Menor. Por otra parte, es igualmente seguro que Homero no sacó la épica de la nada; que su obra representa la culminación de una larga tradición de bardos; que a esta tradición debe sus temas, su lengua, su métrica, y muchos de los recursos de que se vale para hacer su obra inteligible y atractiva. Acaso incorporó en ella fragmentos de anteriores poemas, aunque modificándolos al objeto. Su texto, en el estado actual, tampoco está exento de interpolaciones y de cambios lingüísticos posteriores. Pero el giro creador del gran poeta es manifiesto a lo largo de los poemas, los cuales no pueden ser obra de una escuela

de poetas, sino de un hombre solo, nutrido en una rica tradición.La Ilíada y la Odisea son epopeyas heroicas. Celebran las hazañas de una generación

ya desaparecida y que era capaz de realizar cosas imposibles para los hombres posteriores. Sus valores corresponden a una edad que todo lo juzga a la talla del hombre heroico, tan señalado en la guerra como en el consejo. Los poemas son el eco de acontecimientos que agitaron al mundo, y lo mismo que otras epopeyas heroicas, fueron compuestos como un segundo acto que siguió a la guerra y a la conquista. Los conquistadores comienzan a

19 Orfeo (en griego Ορφέυς) es un personaje de la mitología griega. Según los relatos, cuando tocaba su lira, los hombres se reunían para oírlo y hacer descansar su alma. Así enamoró a la bella Eurídice y logró dormir al terrible Cerbero cuando bajó al inframundo a intentar resucitarla. Orfeo era de origen tracio; en su honor se desarrollaron los Misterios Órficos, rituales de contenido poco conocido.20

Lino es un personaje de la mitología griega. Su filiación es diferente según las fuentes: lo más difundido es considerarle hijo de la musa Urania y de Apolo; pero también hay quien lo considera hijo de Calíope o de Terpsícore, y quien lo identifica como esposo de la misma musa Urania, mientras que sus padres serían Hermes y Medusa. En algunas fuentes se le considera el creador de la poesía lírica.

Como hermano de Orfeo, le enseñó a éste la música. Pasó a habitar en Tebas, y allí fue designado como instructor de música de Heracles, a quien enseñó a tocar la lira. En una ocasión en que reprendió agriamente a su pupilo, éste perdió los estribos y le golpeó con la lira en la cabeza, matándolo.21

En la mitología griega, Museo fue un aedo o cantor anterior a Homero. Se le cree hijo del aedo tracio Eumolpo; también se le hacía hijo, ayudante, discípulo o incluso maestro de Orfeo; en todo caso, se le relacionaba con él. Además de gran músico capaz de curar con sus melodías diversas enfermedades, era adivino y estaba asociado al culto de Ceres en Eleusis y al citado Eumolpo, uno de los fundadores de los Misterios eleusinos. Según Platón en su República (II), a Museo y Orfeo los hacían hijos de Selene y de las Musas. Para Eurípides sin embargo era de Atenas. Aristófanes en Las ranas lo hace médico y adivino. Se le atribuyen diversos poemas de inspiración mística.

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Medallón de una cílica de cerámica ática de figuras rojas (440 - 435 a. C.): Museo con unas tablillas de escribir y su maestro Lino con un rollo de papiro. Museo del Louvre

Orfeo representado en un mosaico romano. Museo Arqueológico Regional de Palermo.

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instalarse en sus nuevos dominios y, en aquella civilización naciente, los bardos divierten a sus amos recitando hechos heroicos. Homero está ya lejos de la guerra que canta, pero se ha apropiado las nociones de la Edad Heroica, y es un bardo auténtico, educado en la rapsodia y la recitación. Compone para oyentes, no para lectores, y su arte es el arte que se desarrolló en las cortes de los conquistadores griegos y los colonos de Jonia.

La Edad Heroica de Grecia es la fuente de la tradición épica. Corresponde a los siglos XIII y XII a. c, cuando las tribus griegas confederadas trataron de establecer nuevos reinos en el Asia Menor y en Egipto. Conocemos por documentos históricos la inquietud que este empeño despertó entre los Faraones y los monarcas hetitas, pero, entre los griegos, la imaginación poética vino a cristalizar aquellas luchas de razas en torno al Sitio de Troya, la opulenta fortaleza que resguardaba el paso de Europa y Asia, sobre los Dardanelos.En esta elaboración poética, muchos acontecimientos resultaron adulterados; pero los bardos épicos conservaban la memoria de los esfuerzos y victorias, también de los desastres, de aquella época en que todavía los hombres eran hijos de los dioses.

A esta tradición debemos la Ilíada. Nos relata el asedio de Troya; y aunque su acción cae dentro del último año de los diez que duró el asedio, y aun cuando la captura misma de la plaza queda ya fuera del poema, éste nos da los principales trazos de la guerra troyana. La acción acontece sobre todo en el campo de batalla y el campamento; sus principales personajes son los guerreros, y sus principales estímulos son de ánimo militar. El plan de conjunto logra darnos un cuadro de la Edad Heroica en plena guerra, y los detalles del combate están descritos para hombres que entendían de guerra y sabían apreciar una buena "pelea. A la primera lectura, la Ilíada no es más que una gran pintura de combates: tan llena está de encuentros singulares y de escaramuzas, tanto es el espacio que concede a las mareas, idas y venidas de tropas en el campo de la contienda. Cada héroe tiene su hora de gloria, y luego cae herido para dejar el sitio a otro héroe. En esto, la Ilíada se parece a otras epopeyas marciales. Pero su trama, aunque complicada, está tejida realmente sobre un tema original e interesante.

La Ilíada, como dice el propio Homero, narra la cólera de Aquiles. En este hijo de uno diosa, dotado de todas las facultades humanas, bravo, hermoso, elocuente, pero condenado a muerte temprana, la Edad Heroica encuentra la mejor encarnación de sus ideales. Aun en las fallas de su nobleza es Aquiles el auténtico héroe. Se explica que Homero lo escoja para su historia. Pero el contexto en que lo envuelve no es el conocido en otras distintas tradiciones. Para éstas, Aquiles pudo ser, sobre todo, el guerrero que pierde a su amigo Patroclo y venga cruelmente su desgracia dando muerte a Héctor, el matador de su amigo.

La Ilíada nos cuenta otro cuento. Su tema, "la cólera de Aquiles", se convierte en un tema trágico cuyo protagonista es Aquiles. La tragedia está en que, a despecho de sus dones semidivinos, el héroe hace mal uso de sus oportunidades. Riñe con su jefe, Agamemnón, a propósito de una muchacha cautiva, y lo cierto es que le asiste el derecho. Pero, en seguida, se niega a seguir peleando y deja que sus amigos sufran pérdidas y descalabros. Éstos, en su desesperación, imploran su ayuda, y aun Agamemnón le ofrece generosas disculpas. Pero Aquiles persiste en su actitud díscola, y ahora sí que está en el error. Desde luego, viola el principio que manda socorrer a los amigos necesitados. Y aquí vienen los peores desastres. Patroclo le pide permiso de acudir en auxilio de los derrotados aqueos. Aquiles se lo concede, y le presta sus propias armas. Patroclo muere a manos de Héctor, que lo despoja de sus armas. Aquiles, entonces, se decide a volver al campo, pero con el solo ánimo de tomar venganza de Héctor. Medio loco de furor y despiadado para cuantos adversarios encuentra al paso, persigue a Héctor, le da muerte, y luego, con violación de todos los códigos heroicos, pretende mutilar su cadáver. Pero Homero ofrece una conclusión diferente. El padre de Héctor, el anciano Príamo, viene a rescatar el cuerpo de su hijo. Ante el anciano suplicante,

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"que besa las manos del terrible matador de hombres que ya arrebató la vida a varios de sus hijos", el corazón de Aquiles cede de pronto a la piedad. Se acuerda de su propio padre, y hasta los rastros de la ira se borran en su ánimo. Entrega el cadáver reclamado; a la cólera sucede la compasión. El desastre ha obrado de purga saludable, y Aquiles vuelve a ser quien era.

Tal es el argumento central de la Ilíada, pero, entorno a él, Homero ha dibujado otra historia, la del asedio de Troya. Y aquí también lo guía una intención ética. Troya es sitiada porque París ha raptado a la esposa de Menelao, Helena. A pesar de las instancias de los troyanos, se niega a devolverla, y Troya paga las consecuencias. Sobre Troya, como sobre Aquiles, se cierne la maldición de una ceguera enviada por los dioses. Ya se ve que Troya tiene que caer, y que su caída arrastrará tremendas miserias, muertes y esclavitudes. Pero los troyanos resisten al lado de París, aunque sufran por la deslealtad de éste, porque también son héroes. Y en esta nueva tragedia, paralela a la de Aquiles, Homero dibuja también cuidadosamente al protagonista. El opositor ideal, la antítesis de Aquiles, viene a ser Héctor. Hijo de simples mortales, posee las cualidades de un hombre, más que las de un héroe. Aun su bravura es deliberada y se inspira en el amor a su país. Hay en él instantes de duda y hasta de miedo. Esposo y padre intachable, hijo predilecto de sus ancianos padres, se siente obligado a las responsabilidades humanas, lo que Aquiles ignora. Digno de amor y de admiración, sabe luchar soberbiamente porque tal es su deber, pero nunca disfruta mucho el arrebatado deleite de las batallas. También sobre él se cierne la sombra de la muerte. El hombre, enfrentado con el semidiós, no tiene más remedio que sucumbir. Héctor parece pertenecer a una edad posterior a la de los grandes héroes. Carece de aquella sublime confianza en sí mismo y de aquella indiferencia ante las pretensiones ajenas que siempre encontramos en los héroes. Y así, a pesar de la íntima simpatía que nos inspira, no es tan importante como Aquiles; pero, eso sí, es para él un adversario perfectamente adecuado.

Estos dos temas, Aquiles y Troya, se desarrollan en un mundo de hombres y mujeres de carne y hueso. La tradición ha podido proporcionar a Homero los nombres y los rasgos principales de sus figuras, y esposible que a ella deba los epítetos que las denominan: "Agamemnón, rey de los hombres", "Helena de los brazos blancos", "Príamo el de la lanza de fresno", "Néstor domador de caballos". Pero, así como de aquel "Aquiles de píes ligeros" hizo un héroe trágico, así Homero transforma las criaturas de la saga en seres vivientes. Sus personajes pueden dividirse en dos grupos, espléndidamente construidos y contrastados. La vida de los aqueos corresponde al campamento. Aquí está el rey de reyes, Agamemnón, impulsivo y apasionado, agobiado bajo el peso de sus responsabilidades, pero capaz de generosidad y nobleza; el viejo Néstor, gárrulo, astuto y delicioso, lleno de sabiduría acumulada por tres generaciones; el joven Diomedes, educado en el afán "de ser siempre el mejor y superar a los demás hombres", y que no teme pelear contra los mismos dioses; Odiseo, en fin, encarnación del buen sentido y la estratagema. En Troya la vida es diferente. Héctor cuenta con la ayuda del raptor París, que no carece de encantos y momentos de bravura; y con la ayuda de los jóvenes y caballeros príncipes Sarpedón y Glauco. Pero, en esta región del cuadro, las figuras verdaderamente magistrales son el viejo monarca, cansado de padecer, pero capaz de resistir animosamente, aunque sepa que todavía falta lo peor; su mujer Hécuba, más altiva que su marido aunque con menores reservas de coraje; la paciente y patética Andrómaca, esposa de Héctor, y por último la radiosa, trágica y hermosísima Helena. Helena aparece poco, y ese poco basta para que nos revele su abatimiento y soledad, su horror de la propia hermosura y su aversión a la diosa que se la otorgó como funesto presente. Ella viene a ser el disputado botín entre las luchas mortales que la rodean.

Estos diversos temas y personajes quedan trabados en un conjunto algo complejo, y

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sazonados con episodios distintos que, a veces, nos llevan muy lejos de Aquiles. Pero los mantiene unidos un hilo común, y es el esfuerzo de los aqueos cuando se ven privados de la ayuda de Aquiles, y sus resultados, incluso el retorno del héroe al campo de batalla. Por de contado que abundan las descripciones de batallas, pero Homero sabe evitar que decaiga el interés. Desde luego, adereza tales descripciones con aquellos símiles que siguen siendo los antecedentes de todos los símiles poéticos, e introduce breves y brillantes cuadros tomados de su propio ambiente. Del grande Ayax, durante su obstinado retroceso, nos dice que es como un asno que se ha metido en un terreno y se niega a salirse. París, cuando acude, a la pelea, es como un garañón criado con cebada que se precipita hacia el prado donde pacen las yeguas. Apolo derriba el muro de los aqueos como un niño desbarata su castillo de arena. La luz centellea en la cabeza de Aquiles como la fogata que encienden los vecinos de una ciudad sitiada para alumbrarse y pedir socorro. El escenario mismo cambia constantemente. De la batalla, pasamos a las murallas de Troya, donde Héctor conversa con su esposa e intenta tomar en brazos al niño, que se asusta con el morrión del casco y sólo se tranquiliza cuando su padre se descubre. Más allá, dos adversarios suspenden la pelea para contarse divertidas narraciones sobre sus abuelos que combatían con monstruos. O bien se nos cuenta con encanto fascinador cómo estaba hecho el escudo que Hefesto fabricó para Aquiles, donde los relieves representaban escenas populares de la paz y la guerra.

Como Homero componía para la recitación, no hay que pedirle siempre aquella cohesión de las narraciones escritas para ser cuidadosamente leídas. Se ve obligado a acentuar los puntos importantes, y a prescindir de los demás. Por eso la historia parece mal zurcida. Omite algunos tránsitos que la completarían mejor; y en cuanto acaba con un episodio, se desembaraza de él como quiera, sin preocuparse por atar cabos sueltos. Pero este aparente descuido es parte de su técnica, y está calculado para acelerar la marcha del poema. No hay epopeya que corra más de prisa o que acierte a comunicar igual impresión de vida activa y abundante. El cuento por contar siempre es lo primero para el poeta, y nunca un pretexto para filosofar. Aun las convenciones del estilo contribuyen a la rapidez. Los versos que repiten los epítetos de su repertorio como que facilitan la atención. Pero el verdadero secreto está más bien en el ritmo del hexámetro dactílico, metro casi imposible en lenguas modernas como el inglés, y está asimismo en la admirable facultad que tiene Homero para aplicarse a su materia. Su imaginación ve positiva y exactamente lo que describe, y nos lo cuenta con la vivacidad y precisión de un testigo ocular. Entre él y sus personajes no hay refracción alguna, ni siquiera la torsión que podría producir la lejanía del tiempo. Se deja llevar por su relato y, de paso, nos arrastra consigo.

A tales aciertos de Homero contribuye la lengua. Trátase de una lengua en cierto modo artificial. Jamás se la habló en el trato ordinario, y disfruta de ciertas libertades respecto a las reglas. Es un habla poética, destinada a funciones más solemnes que el coloquio diario, rica de sinónimos y formas alternantes, con un abundante y audaz vocabulario traído de muy variadas fuentes. Es obra de muchas generaciones de poetas, y el reconocer su vigor es el mejor tributo que podemos rendir a los anónimos precursores de Homero, que a tal excelencia supieron llevarla. A ellos debe acaso Homero- los bellos epítetos recurrentes, la Aurora "de rosados dedos", el mar "de numerosos rumores" y color "de vino oscuro", la noche "de ambrosía", la lanza "de larga sombra", etc. A ellos debe también acaso algunas frases repetidas que despiden un olor añejo y parecen venir de un tiempo en que las mismas cosas corrientes eran realzadas con especiales títulos, como la "barrera de los dientes", la "sagrada fuerza" de un hombre, las "amarillas cabezas" de los corceles. A pesar de tales arcaísmos, el estilo parece siempre natural y apropiado. Por lo pronto, es siempre lúcido, y su riqueza ayuda a mantener el nivel adecuado al asunto, la dignidad heroica.

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Pues la Ilíada nunca abandona el tono heroico, a la vez que funda su intenso vigor en el sentimiento de las proezas humanas. Homero sostiene una tensión sólo posible para un hombre educado en las nociones de la Edad Heroica. Como la dignidad suma corresponde entonces al hombre, sin que pueda rebajarla parangón alguno, los mismos dioses sufren las consecuencias. Si Homero hace a sus hombres semejantes a dioses, también sus dioses son semejantes a hombres. Tienen sus momentos de majestad, como- cuando Zeus asiente y sólo con ello sacude el Olimpo, o Poseidón cruza el mar en tres trancos, o Apolo desciende acarreando la plaga al modo "como cae la noche". Pero no siempre sus actos se conservan en este plan. Su vida es una perpetua fiesta, contrapartida inmortal de los festines reales del palacio. Y, por curiosa paradoja, Homero descubre en los dioses aquel elemento de comedia que poquísimas veces halla en los hombres. Ares, el dios de la guerra, es herido en la pelea y se queja a gritos; Hera distrae la atención de su marido con amorosas tretas; las aventuras galantes de Zeus son enumeradas con burlesca solemnidad. Estas diversiones divinas son verdaderos alivios y desahogos cómicos y pertenecen al arte puro. La religión de Homero no es puritana, y le permite burlarse un tanto de los dioses. Si éstos viven libres de cuidados humanos, también se emancipan, de tiempo en tiempo, del peso de sus propias rivalidades y su propio esplendor. En su mundo no hay heroísmo. No hay por qué acercárseles siempre con solemnidad.

La dignidad verdadera es atributo humano, y el hombre es ya por sí objeto suficiente de la poesía. Tal es el secreto de Homero. Contempla al hombre ocupado en grandes proezas y amenazado a la vez por los destinos inevitables. En ello reside el pathos característico de Aquiles, y la sublimidad característica de Homero está en el tacto con que sabe captar el instante crítico. Cuando los viejos de Troya, "como unos grillos", discuten sobre Helena y declaran: "No hay por qué indignarse de que los hombres se despedacen por una belleza semejante; su presencia evoca de modo extraño la presencia de los inmortales", no hacen con ello más que exponer las opiniones del mismo Homero. La guerra trae consigo horrores incontenibles, pero su causa ha sido magnífica. Cuando la mujer de Héctor está llena de funestos presagios, Héctor no halla cómo consolarla, y acaba por decirle: "Día vendrá en que la santa Ilion sea destruida, y Príamo, y el pueblo de Príamo el de la temida lanza de fresno." Pero, en este sentido, el pasaje más expresivo acaso es aquel en que Aquiles, medio loco por la muerte de Patroclo, se niega a perdonar la vida a Licaón, el tierno hijo de Príamo: "Amigo, también tú debes morir. ¿De qué te quejas? Murió Patroclo, que valía mucho más que tú. ¿No me ves a mí, varón fuerte y hermoso? Hijo soy de un padre noble, y una diosa ha sido la madre que me alumbró; pero también sobre mí está suspendida la muerte y pende el duro destino. Alguna mañana, o una tarde, o un mediodía, hombre habrá que me arrebate la vida en plena contienda, hiriéndome con lanza o con flecha disparada de un arco."

Cuando Homero compuso la Odisea, sin duda comprendió que no le era posible repetir los efectos trágicos de la Ilíada. La Odisea es historia de aventuras, y no arranca de los cantos heroicos, sino de vetustos cuentos y narraciones folklóricos. Ella nos habla de un hombre que, tras de muchos padecimientos y vagabundeos, vuelve a su hogar, donde lo espera su esposa materialmente sitiada por un puñado de pretendientes, a quienes castiga él con la muerte. Este antiguo asunto se desarrolla a lo largo de una epopeya que se enriquece y complica singularmente al enlazarse con otras historias también muy antiguas y con un enredo ingenioso y lleno de interés humano. El relato es menos difuso eme en la Ilíada y adelanta con mayor economía. El plan principal es sencillo y de mano maestra. La primera sección nos cuenta de la casa de Odiseo en Ítaca, diez años después de la captura de Troya. Penélope, personaje patético pero no exento de cálculo, se encuentra indecisa respecto a si su esposo vive aún o ha fallecido. En el tratamiento de este personaje, Homero se consiente ciertos procedimientos de comedia, aunque también hay patetismo y simpatía en la pintura de

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su aislamiento y su perplejidad. Los pretendientes que han invadido su casa y codician su riqueza representan un estudio sobre la vulgaridad, y distan mucho de los héroes de la Ilíada. Aquí la dignidad heroica deja el sitio a la complacencia de sí mismo y a la baja ambición. Su admiración por Penélope es superficial y aun simulada. Lo que anhelan es su riqueza y su posición. Tienen caracteres propios y personalidad aparte, pero todos son igualmente desdeñables, y Homero se cuida bien de que no lleguen a inspirarnos la menor simpatía.

En esta sección del poema, el personaje principal es Telémaco, el hijo de Odiseo. Está en los albores de la edad viril, es algo tímido y sensitivo, pero la vergüenza que le inspira la conducta de los pretendientes en su casa lo empuja a obrar, y arriesga la vida en un viaje para ir en busca de su padre. En el curso del viaje, encontramos a algunos conocidos que ya aparecen en la Ilíada, y pronto vemos que ésta es la misma mano que ha dibujado a Néstor y a Helena. Pero el propósito poético del viaje es despertar el afán por el encuentro de Odiseo. Por todas partes se deja sentir su ausencia, y acabamos por experimentar una inmensa curiosidad a su respecto; nos preguntamos dónde andará, qué es lo que Homero se ha propuesto. La segunda sección se refiere ya al propio Odiseo, y al período que va desde la caída de Troya hasta su regreso al hogar. Es obra maestra del arte narrativo, y ha sido la desesperación de sus imitadores. Ya habla el poeta en primera persona, o ya pone su relato en boca del mismo Odiseo. Usando de este procedimiento, partimos del punto en que habíamos dejado a Telémaco, y luego retrocedemos a algunos hechos anteriores. De paso, Odiseo, como habla por su voz, nos revela su carácter íntimo. Apreciamos aquel ánimo temerario que lo arroja a acciones desesperadas, y aquel ingenio fértil que le ayuda a escapar de los malos trances. El poeta se abstiene de juzgarlo, pero es evidente que ve en Odiseo un ideal de varones, un dechado de la cortesía, la bravura, el señorío; un hombre que se mete en aprietos a la primera provocación, pero mantiene firmemente su propósito de volver al hogar y de contemplar un día "el humo que se levanta de sus amadas playas nativas".

En esta sección, Homero cuenta otra vez viejas historias de monstruos fabulosos y aventuras en aguas nunca antes exploradas. Otras versiones de estas historias se encuentran en el folklore, desde Polinesia hasta Escandinavia, lo que prueba su incalculable vetustez. El monstruo de un solo ojo, burlado y muerto por el extranjero que le dice llamarse "Nadie"; los vientos que escapan del odre y arrebatan a la nave sin rumbo; los ogros "enormes como montañas", que devoran a los marineros; la encantadora que los transforma en cerdos; la droga que los hace olvidar su patria; las islas movedizas y las rocas oscilantes, todo ello tiene su parangón en tradiciones populares, fuera de Grecia. Todo ello existía antes de Homero, y aun sin Homero hubiera sobrevivido en la imaginación de los pueblos. Pero el arte de Homero está en exaltar en poesía las toscas especies del folklore. Las versiones primitivas tratan sobre todo de animales, de la astuta zorra o del ágil conejo; pero Homero traslada estas condiciones a los humanos. Aun Polifemo, el cíclope devorador de hombres, tiene algo de aquella emoción confusa y bestial del salvaje y del primitivo. Su glotonería y su afición a la embriaguez, sus burlas espesas, su afecto para su carnero, lo hacen inteligible y hasta un tanto atractivo. Y las encantadoras Circe y Calipso, la mujer "halcón" y la mujer "ocultadora", no obstante su hechicería y sus islas desiertas, son deliciosamente humanas en su admiración y su cariño para Odiseo.

En uno o dos lugares, nos es dable apreciar el arte de Homero, al comparar sus historias con las tradiciones semejantes que se han conservado en otras partes de modo independiente. Una historia egipcia del año 2000 a. c. nos cuenta de un héroe que naufraga y, agarrado a una tabla flotante, cae en una isla, donde lo rinde el sueño. Al despertar, se encuentra con una hermosa serpiente que lo hospeda con munificencia y pone a su disposición un barco cargado de presentes. Esta historia recuerda un poco las aventuras de Odiseo en Feacia, sólo que acá, en vez de serpiente, encontramos la seductora figura de

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Náusica, la hija del Rey que, habiendo ido a lavar la ropa a la playa, da con Odiseo, desnudo y manchado de espuma marina, y con la más admirable sencillez le da de vestir y le facilita el contacto con sus padres. De ellos Odiseo recibe la más generosa hospitalidad, y Feacia resulta ser un país donde todos son ricos y felices. Pero, aun en esta Tierra Soñada, Homero logra crear la imagen de un mundo real. El Rey y la Reina tienen rasgos claramente humanos, como un deseo de impresionar al distinguido huésped, o su firme creencia de que ellos son la única gente que cuenta de veras entre todos los países. Odiseo les relata sus andanzas, y esta inquietante narración de perseverancia y sufrimiento viene a ser el cabal contraste de la existencia ociosa, agradable y escondida de los feacios.

Otra vieja historia, el héroe que cruza el Océano para visitar los espíritus de los difuntos, se relaciona con el nombre de Gilgamesh y es familiar en Babilonia y Asiría. También Homero hace a Odiseo cruzar el Océano. Éste cava un foso y lo llena de sangre, y los espectros de los difuntos acuden a abrevarse, único medio de recobrar algo de la vitalidad perdida. Esta rara escena es más que necromancia. Cuando las sombras han bebido, empiezan a hablar. Entre ellas está la madre de Odiseo, fallecida en ausencia de éste y cuyo fallecimiento él ignoraba. Interrogada por su hijo, contesta: "No vino hasta mi cámara el Vidente Arquero para atravesarme con sus leves dardos ni me atacó dolencia alguna, de ésas que suelen arrebatar la vida de los miembros entre espantosas corrupciones, sino sólo el ansia de volverte a ver y saber de ti, glorioso Odiseo, el de dulce corazón, me robaron la dulce vida." Odiseo intenta abrazarla, pero ella se escurre entre sus brazos, "como sombra y sueño". Y así el viejo tema se vuelve profundamente humano y conmovedor.

La segunda sección acaba con el regreso de Odiseo a Ítaca, a bordo del barco encantado de los feacios, y el resto del poema se consagra a las aventuras que esperaban a Odiseo en su casa, las cuales culminan en la matanza de los pretendientes. Aquí Homero vuelve a la manera empleada en la primera sección. Los acontecimientos se desarrollan en gran escala, dando libre juego a los caracteres y a la conversación. Odiseo revela quién es sucesivamente a su hijo, a su anciana nodriza, a su porquerizo, a su esposa y a su padre. Estos reconocimientos deleitaban a los griegos, y Homero sabe manejarlos a maravilla y con variedad. Mucho más conmovedora aún es la escena en que el viejo perro Argos, que se arrastraba, añoso e inútil, en su basurero lleno de garrapatas, reconoce a su amo. Menea la cola, baja las orejas, pero ni siquiera puede llegar hasta su amo, y muere en cuanto Odiseo se vuelve a verlo. A través de esta serie de encuentros, Homero conduce a Odiseo hasta el momento en que toma venganza de los pretendientes. La narración se acelera, y el tono de la comedia entretenida va dejando sitio a un tono siniestro. El arcaico tema de la venganza toma el primer lugar. Se ven portentos en el cielo, y el adivino Teoclímeno los proclama. "¡Ah míseros! ¿Qué mal es ése que padecéis? Noche oscura os envuelve la cabeza y el rostro, y abajo, las rodillas; crecen los gemidos; báñanse en lágrimas las mejillas; y así los muros como los hermosos intercolumnios están rociados de sangre. Llenan el vestíbulo y el patio las sombras de los que descienden al tenebroso Erebo. El sol desapareció del cielo y una horrible oscuridad se extiende por doquier."22 Fría y metódicamente, Odiseo procede a su venganza. Debe su triunfo a su pericia en el arco, y va atravesando con certeras flechas, uno tras otro, a los pretendientes. Los detalles descriptivos demuestran que Homero era entendido en este deporte, pero también se trasluce aquí un fiero regocijo ante el castigo de "hombres que no honraban a hombre ninguno, bueno o malo".

Tras la matanza, esperamos que la Odisea acabe; pero los griegos se complacían en los finales quietos y dignos. Hay que atar todos los hilos dispersos de la trama. El poema, pues, continúa, para dar tiempo a que Odiseo entierre a los pretendientes y se haga conocer de su esposa y su padre. Todo esto parece muy natural. Pero más interesante aún es la escena

22 Trad. L. Segalá y Estalella.

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en que los espectros de los pretendientes muertos se amontonan junto al río Océano y conversan con los grandes héroes de la Ilíada, y especialmente con la sombra de Agamemnón, quien había sido asesinado a su regreso. Aquí Homero anuda su moraleja, y une la Ilíada y la Odisea. El cortejo de los muertos ilustres ofrece un vivo contraste con el de los pretendientes, gente de linaje inferior y de vergonzosa conducta. Y entonces percibimos que Odiseo y Penélope pertenecen a la familia superior, y que, con ellos, ha triunfado la parte más noble de la humanidad.

Entre la Ilíada y la Odisea hay una notable diferencia de temperamento. La Ilíada celebra la fuerza y el valor heroicos, mientras la Odisea celebra la astucia y el ingenio heroicos. Los triunfos de Odiseo se deben, por mucho, a su inteligencia superior. En sus tareas, siempre lo ayuda e instiga Atenea, cuya debilidad por él es de un descaro encantador. La diosa admira a su protegido porque posee todas las cualidades de que ella más se enorgullece. Aun llega a encomiar sus embustes y bribonadas, aunque con su miga de ironía. Odiseo triunfa sobre un mundo inferior por ser en todo mejor y más capaz que cuantos intentan oponérsele. Pero arduo sería el averiguar si, en la Odisea, Homero ha conservado incólume su antigua confianza en la vida. Ya aquella heroicidad de antaño comienza a verse amenazada por una marea de advenedizos sin virtud, que creen poder alcanzar recompensas sin merecerlas dignamente. La matanza de los pretendientes parece el último desquite de la generación heroica, antes de desaparecer en el olvido. Y acaso esta postura de desesperación, aunque disimulada y disfrazada, cuenta por mucho en los elogios que el poeta prodiga al ingenio de Odiseo. Pues el ingenio parece alcanzar su crédito máximo cuando ya declinan otras cualidades más nobles, y Odiseo se alza donde ya Agamemnón y Aquiles han desaparecido. Ellos perecen y Odiseo sobrevive, por lo mismo que era el más ingenioso, y Homero lo escoge como héroe apropiado de esta nueva etapa.

Un antiguo crítico ha comparado al Homero de la Odisea con el sol poniente, "cuya grandeza se sostiene ya sin violencia", y no deja de haber justicia en estas palabras. Hemos perdido la vigorosa vitalidad de la Ilíada, pero nos compensan de tal pérdida el sentimiento de una intimidad más cálida y el encanto de los detalles. Los principales caracteres están dibujados más a fondo y más minuciosamente que en la Ilíada, con excepción de Héctor, y recorremos la vida de la gente en Ítaca, desde el porquerizo que duerme entre sus piaras, hasta las mujercillas que, en el palacio, coquetean con los pretendientes; desde la oculta despensa de Penélope hasta la trabajosa existencia junto al pozo, o la silenciosa caverna donde sólo entran los dioses. En este mundo, donde el mar nunca se pierde de vista y siempre se escuchan sus rumores, donde las cabras pacen entre las rocas y las cosechas se amontonan en los huecos de las laderas, Homero sitúa su drama, y de allí se alarga, llenando los intersticios de su historia. Es un mundo pequeño, donde todos se conocen y la presencia de un extranjero es un acontecimiento notable, donde el poderoso y el humilde hablan entre sí como iguales, y el padre del rey trabaja su huerto con los guantes puestos para no herirse con las espinas. Todo sucede entre ciertas islas nebulosas que caen por los linderos del ámbito griego, lejos de las llanuras de Troya o de los opulentos palacios del Peloponeso. Los miembros dispersos de una casa real andan expuestos, casi en total aislamiento, al peligro y al deshonor. Libran a solas sus batallas, sin la menor ayuda, y su triunfo es el triunfo de la nobleza que han heredado.

Aun concediendo todas las palmarias diferencias que hay entre la Ilíada y la Odisea, todavía las semejanzas son más, y más notables. En ambos poemas encontramos el mismo sentimiento generoso de la humanidad, igual afición a las buenas cosas de la vida, el comer y el beber, la riqueza, la cortesía y la hospitalidad, el arte de construir navíos y manejar con pericia el arco, los numerosos episodios de la vida pastoril, los bueyes, las cabras y los cerdos, y finalmente los paisajes naturales de Grecia, las aves marinas que se sumergen o que

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posan en los mástiles, el viento que se levanta o se aplaca, el amanecer o el anochecer que alternan su constante giro, el sol, el mar y el cielo. Si es verdad que Homero era ciego —y tal tradición tiene muy escasos fundamentos—, al menos reconozcamos que se acordaba muy bien de lo que había visto antes de cegar. Pocos poetas tienen igual don para evocar con tanta nitidez las cosas visuales. En la Odisea este don se manifiesta con más libertad que en la Ilíada, mostrándonos las radas protegidas de rocas, los jardines que dan frutos a lo largo de todo el año, las cuevas revestidas con los racimos vinosos. El poeta tiene también oído muy alerta, y su verso evoca fácilmente el correr del agua bajo el navío, el balar de las ovejas en la majada, el batir de la ola en el escollo, el rebotar de las piedras cuesta abajo.

Pero todo esto no es más que el plano de fondo para que resalten sus estupendos personajes. Su poesía está hecha con las acciones de éstos, y aunque el poeta domina la dulce melodía lírica, no se desvía de su tono artístico y sitúa el interés principal en los hechos y en los actores, en la función épica. Sus efectos principales brotan de la emoción que se expresa en actos, y consigue su objeto a través de sus personajes mismos, sin intervenir nunca con sus reflexiones propias sobre ellos o sobre la vida en general. Así logra dar una impresión de extraña impersonalidad. Conocemos sus gustos, sus tipos humanos preferidos, los aspectos del mundo que más le atraen; pero de lo que él mismo piensa o cuáles sean sus juicios, sus esperanzas o sus temores respecto a su época o su arte, no nos dice ni una palabra. El primer poeta de Europa comparte con Shakespeare el singular destino de que se le haya negado el ser autor de sus obras, por haber escondido su nombre y sus opiniones a la publicidad y a la fama. Al menos, lo conocemos bien como poeta. Él sentó las bases de la literatura griega, y los griegos siempre acudieron a él en busca de inspiración y ejemplo. Fue a la vez padre de la comedia y de la tragedia, y aunque su manera épica no podría ser imitada con acierto, muchos poetas aprendieron de él a edificar los materiales y a manejar la lengua. También aprendieron de él aquella economía en el aprovechamiento de la experiencia, que todavía nos asombra al considerar lo mucho que puede expresarse en pocas palabras. Pero hay algo que es patrimonio exclusivo de Homero, y en que ninguno de sus sucesores ha podido emularlo: la amplitud inmensa de la creación. Su mundo estaba limitado por los conocimientos de su época, pero lo pobló generosamente de hombres y mujeres, y de la saga popular y el folklore hizo figuras y episodios que siguen hoy tan vivos como en los remotos días de su existencia.

HESÍODOJunto a Homero se agita una sociedad consciente de sus éxitos, y anhelosa de saberse

elogiada. Pero la vida de Grecia no siempre se desarrolló en esta atmósfera de privilegio. El otro lado del cuadro puede verse en Hesíodo, a quien la Antigüedad tenía por contemporáneo de Homero, y cuya obra Los trabajos y los días data acaso de los siglos IX u VIII a. c. Hesíodo era natural de Jonia, de donde se trasladó a la Grecia continental, radicándose en Beocia, donde las circunstancias de la vida eran duras y donde el glorioso pasado resultaba ya muy remoto. Pertenecía a la clase de los labradores en pequeña escala, y poco o nada se le daba de los nobles y cortesanos para quienes Homero componía sus poemas. Para él los reyes no son "hijos de Zeus", sino "devoradores del pueblo", y su interés primordial está en la diaria lucha por la vida. Los trabajos y los días fueron escritos con un propósito útil; Vienen a ser un manual dedicado a Perses, hermano del poeta, un mal administrador que está muy necesitado de consejos sobre las faenas del campo. Está escrito por un hombre que muestra conocer bien el oficio, que se ha enfrentado con la áspera lucha para ganar el sustento diario y que sabe aceptar las realidades con tanto valor como prudencia. El poema describe el año del labrador en Beocia, situándolo en su escenario natural; nos cuenta sus imaginaciones y nos pinta su desesperanza.

Hesíodo revela cualidades poco comunes para esta tarea didáctica. Cierto que desmerece cuando se lo ha comparado con Homero. No posee los dones de éste. Su objeto

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era muy otro y muy nuevo: la aplicación de la épica a un tema didáctico. Los trabajos y los días es un poema mal dibujado y lleno de encantadoras fruslerías. El pulso del verso es aquí mucho más lento que en Homero, aunque posee su solemnidad y decoro propios. Hesíodo no es un poeta mediano: es el primer europeo que se ocupa de la naturaleza en sí misma. La conoce y domina con la mirada del labrador, a cuya atención no escapa el sentido del más leve rasgo. Cuando la grulla vuela hacia el sur, hay que ponerse a la cosecha; cuando el cuclillo canta entre las ramas del roble, hay que echar mano del arado. El poeta ha escuchado los murmullos del bosque al soplo de los vientos de Tracia, y ha visto a los animales estremecerse y esconder la cola; ha conocido aquellos días estivales en que las ensordecedoras cigarras cantan sin cesar, las cabras se ponen gordas y el jugo de las viñas llega a plena sazón. También ha observado aquellas calmas marinas que dejan pintado en el agua el trazo de las gaviotas. Pero, por su parte, prefiere la tierra y sus afanes, aunque reconoce que el trato marino ofrece sus ganancias y lucros, lo que no es de desdeñar en este mundo miserable y hambriento.

Esta desengañada sabiduría de campesino se matiza con algunos cuentos sabrosos. Hesíodo es el primero que habla del cántaro de Pandora y de las Siete Edades del Hombre. Y todo, con viviente estilo y con un arte muy cumplido. Véase la pericia con que saca partido del collar de oro que las Gracias y la Persuasión obsequian a Pandora; o de la muerte que, "como un sobrevenir del sueño", se apodera de los hombres de la Edad de Oro; o bien de los héroes que habitan "las Islas Afortunadas, entre los profundos vórtices del Océano". Tiene ojos para el rasgo más insignificante, y aunque suele ser implacablemente didáctico, posee el secreto de dar atractivo a los consejos morales. Es gran coleccionador de máximas, a las que comunica la concisión y encanto de los mejores proverbios. Sabe que "el ollero riñe con el ollero, y el constructor con el constructor"; que "la mitad suele ser más que el todo"; y encuentra palabras atinadas para decir que el mucho afán de honra es impropio de menesterosos, que conviene la cortesía entre vecinos, que hay que dejar solos a los que andan en pleitos. Su moralidad es del todo práctica, aunque se le salen estallidos de indignación ante las injusticias del mundo, y acusa a los príncipes que abusan de su mucho poder. Cierto: la fuerza parece triunfar siempre en el orden de la naturaleza; el halcón no tiene piedad para el ruiseñor, como llegue a asirlo entre sus garras. Pero Hesíodo sabe bien que hay un Zeus todopoderoso, cuyos tres mil guardias mortales vigilan a los humanos, y castigarán a cuantos se atrevan a violar la justicia.

Hesíodo no es más que uno en toda una escuela de poetas, y otras obras de género semejante andan bajo su nombre. La Teogonía, compuesta por algún anónimo que llama a Hesíodo su maestro, es una relación de los dioses de Grecia, sus descendencias y sus respectivas atribuciones. Amén de su interés enorme para el estudio de la religión primitiva, posee méritos propios. El poeta, en un solemne exordio, comienza diciendoque las Musas se le han aparecido, y le han ordenado que declare la verdad, comunicándole el don de "expresar las cosas que han sido y las que serán". Desfilan a nuestros ojos los dioses olímpicos y sus precursores, el Caos, la Tierra y el Cielo, los Titanes y los Gigantes. En el desenvolvimiento de esta complicada historia divina, el poeta se enreda a veces, por su ansia de exponer claramente los hechos, de suerte que la mera información usurpa el lugar de la poesía. Pero no faltan pasajes sublimes, como cuando describe la victoria de Zeus sobre los Titanes, trozo cuya excelencia resalta comparándola hasta con otras obras maestras de la narración cósmica, los poemas nórdicos primitivos, por ejemplo: "Zeus ya no contuvo más sus ímpetus; antes, henchida su alma de furor, dio salida a toda su fuerza. Bajando a la vez del cielo y del Olimpo, venía lanzando relámpagos a su paso. De su mano vigorosa volaban los rayos entre truenos y lumbres y en precipitado tumulto, a los giros de la llama divina. En torno a él, la tierra, nutriz de vida, crepitaba incendiada, y los inmensos bosques, pasto de

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incendio, lanzaban alaridos. Todo el suelo hervía, y las ondas del Océano y el estéril mar." Esto es sin duda más torvo y a la vez más simple que cuanto encontramos en Homero, y pertenece a un estado de primitivismo mayor; pero el arte del poeta está a la altura de su visión del mundo, lo que no es poco decir.

Parece que la progenie literaria de Hesíodo fue prolífica. En cuanto a la poesía que de él deriva, pronto tiende a ser más instructiva y menos puramente literaria. Se llena de catálogos de nombres a los que acompañan pequeñas descripciones, y de aquí que ella sea empleada, más tarde, como fuente de narraciones y dramas. .Pero de esta literatura muy poco sobrevive. Un poema completo, El escudo de Heracles, merece recordarse. No es más que la descripción de un objeto artístico, y algo debe seguramente a la pintura del escudo de Aquiles que trae Homero. Pero es una obra trabajada con honradez y aplicación. Su autor no sólo era un conocedor en arte de metalería; también tenía sensibilidad para lo heroico, y había observado de cerca la naturaleza. En sus versos desfilan el jabalí silvestre aguzándose los colmillos y echando espuma por las jetas cuando se dispone a arremeter a los cazadores, los buitres que riñen sobre los despojos de una cabra, o la cierva que, inadvertidamente herida por un hombre, muere abandonada.

En tanto que la escuela hesiódica explota el folklore tradicional, los poetas épicos de Jonia no descansan. Homero es seguido por una pléyade que se consagra a llenar el vacío que hay entre la Ilíada y la Odisea, y que completa el ciclo de la epopeya desde el punto en que Zeus resolvió reducir la población humana de la Tierra hasta la muerte de Telémaco. Casi nada queda de esta abundante literatura, aunque por las pocas citas casuales en que se conserva averiguamos que no era desdeñable. Poseemos, en cambio, algunas reliquias de cierta deliciosa forma poética relacionada con la épica. Tales son los llamados Himnos Homéricos, compuestos por los bardos para ser recitados como preludios en fiestas y ceremonias públicas, antes de entrar en la verdadera epopeya. Se refieren a un dios o a una diosa, acaso la divinidad que presidía el festejo, y cuentan algún episodio sobresaliente de su mito. Se han salvado unos treinta, y su extensión es muy variable: de cuatrocientos, a seis y aun a cuatro versos. No son menos variados en cuanto a su fecha o a su asunto, y sin duda los últimos datan ya de la época clásica. Pero la unidad del tono y manera muestra la fuerza de la tradición que impone sus normas a las letras de Grecia. El estilo viene de Homero, aunque se muestra en general más libre y, a menudo, menos claro. Pero las palabras conservan la vivacidad del modelo, y el metro, la misma rapidez: productos auténticos, en fin, de una gran familia narrativa. Los Himnos Homéricos no muestran la gravedad de la Ilíada, ni se atreven con asuntos tan tremendos como la matanza de los pretendientes a manos de Odiseo. Nos hablan de los dioses que, exentos de la muerte y del sufrimiento, llevan una vida tan envidiable como imposible para los hombres. Son humorísticos y placenteros. Nos transportan a un ambiente de alegres aventuras, donde Hermes engaña a Apolo y le roba sus toros; donde Dionisos es capturado por unos piratas y, transformado luego en león, amedrenta a sus captores; donde Afrodita, en el Monte Ida, aparece ante Anquises revestida de radiosos fulgores y lo rinde de amor. O bien nos llevan a un mundo todavía más singular, donde Apolo conduce el coro celeste, las Musas lo acompañan con sus canciones, y las Horas y las Gracias danzan tomadas de la mano. Entre estos poetas, no hay uno que se asuste de dar a los dioses un inesperado atractivo haciéndolos muy semejantes a los hombres. El Himno a Deméter nos cuenta la seductora historia del rapto de Perséfone y las fatigas con que su madre la busca por toda la tierra. El poeta dispone de un cuadro extensísimo, desde la espléndida y terrible escena en que Perséfone alarga la mano para cortar la flor fatídica, donde se han juntado todas las sonrisas de tierra y mares, hasta el pasaje patético e inquietante donde Deméter, disfrazada de vieja, hace de nodriza, y es sorprendida por una madre mientras acrisolaba a su criatura en el fuego, para hacerla mortal. Aun los himnos menores que sólo cuentan muy

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pocos versos están llenos de belleza, ora invoquen al cisne que canta a Apolo, a la Tierra, al Cielo, o de algún modo nos dejen sentir los deleites de una religión cuyas ceremonias eran verdaderos festejos. Los autores de los Himnos Homéricos no padecen los cuidados que agobiaban a Hesíodo, ni se embarazan con las grandezas que Homero celebraba. Cantan a los dioses inmortales, cantan su vida venturosa.

IIPOESÍA LÍRICA Y ELEGIACA PRIMITIVAS

Las circunstancias que produjeron la poesía épica no podían durar eternamente. Cuando a la era de las monarquías heroicas sucedió la era de las aristocracias, más bien halladas y menos belicosas, la literatura experimentó un cambio correspondiente. Las emociones y experiencias militares sustituyen a las viejas historias; la poesía viene a ser obra de aficionados, a la vez que de profesionales; se vuelve más íntima e inmediata. La primera manifestación de este cambio es el dístico elegiaco, variedad del hexámetro épico encaminada ya al verso lírico, que se mantiene desde el siglo VII a. c. hasta los últimos días de Bizancio, Esta novedad poética resulta de combinar el hexámetro dactílico con pentámetros alternados. La unidad no es ya el párrafo, sino esta copla que llamamos dístico. Ella permite al poeta expresarse en un compás menor, en vez- de lanzarse a la períodos ilimitados del estilo épico. La aparición del dístico es el medio camino entre el libre flujo épico y la monodia lírica. Conserva aún el lenguaje y el ritmo épicos; pero ya el poeta, si le place, habla de sí mismo.

Parece que el género de la elegía debe su nombre y su cuna a la Anatolia. Era originariamente un canto acompañado de flauta, y como la flauta se usaba para marchas y fiestas, los primeros elegiacos son poetas amatorios y militares. Tal vez el primer ejemplo es cierto poema de Calino de Éfeso (fl. 660 a. C), que alienta a sus compatriotas a alistarse para combatir a algún adversario. Los contados versos que nos quedan muestran a Calino como poeta de brillante y delicado estilo. Son un llamamiento al honor. Puesto que el hombre debe morir, ¿por qué, mejor, no morir gloriosamente en la batalla, en vez de arrastrar una existencia deshonrada y morir en el hogar, olvidado? El valiente es par de los semidioses, "pues los hombres lo contemplan como se contempla una torre; que aunque uno, realiza proezas dignas de muchos".

Algo parecido se halla en Tirteo (fl. 650-630 a. C ) , de quien se dice que era un maestro de escuela ateniense, trasladado a Esparta, donde con sus cantos y alientos ayudó a reducir la rebelión de los mesenios. Su estilo es menos puro que el de Calino, y a veces su verso es áspero. Su indignación es hermosa, y legítimo su sentimiento de la guerra y la gloria. Sus versos son un llamamiento al valor, una apelación a los jóvenes para que eviten a los viejos el sufrimiento y las humillaciones de la mendicidad y el destierro. Su verso es sencillo, sincero, directo, y tan persuasivo como el propio estímulo de la altivez y de la hazaña.

Mayor talento que en Calino o en Tirteo hay en Mimnermo de Colofón (fl. 630 a. C), poeta consagrado al otro aspecto de la elegía, al amoroso. Primera voz del hedonismo literario, se atreve antes que nadie a proclamar sin rubor que, en nuestro breve camino hacia la muerte, lo único que importa es el placer y, sobre todo, el amor. Temeroso de la vejez y la muerte, las pinta con vivo sentimiento, y justifica su hedonismo en la fugacidad misma de los goces. A su lado, dice, están los negros Hados, el uno con los castigos de la penosa vejez, el otro con la amenaza de la muerte. Nuestra vida pasa como las flores de la primavera, y hay que disfrutarla mientras podemos. "Y ¿qué vida hay, qué placer, sin la Afrodita de oro? ¿Será que he de morir, cuando ya tales deleites nada me digan, la ternura íntima, los dones dulces como la miel, y el sueño?" Tales sentimientos se expresan en un estilo de flexibilidad y suavidad singulares. Mimnermo conocía su oficio a maravilla, y sabía, oportunamente, echar mano de Homero. Parece que lo principal de su obra está dedicado a la flautista Nano. A

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través de sus imitadores romanos, Propercio y Ovidio, es el padre de la poesía amorosa. Pero tampoco desdeñó otros asuntos. Uno de sus fragmentos es una preciosa muestra de poesía mitológica, si vale decirlo. Nos habla del sol laborioso, que jamás descansa de su tarea; pues, llegado al Poniente, todavía sigue su viaje por debajo de la Tierra, en una copa de oro, hacia el país de los etíopes, dondesu carro y sus potros lo están esperando para galopar hacia la nueva Aurora.

La culminación de esta poesía personal se aprecia en un hombre de carácter muy diferente. Arquíloco de Paros (fl. 648 a. C.) ha sido llamado per la posteridad "el Escorpión". Su personalidad violenta, apasionada y atrayente, todavía respira entre las reliquias de su obra. Pobre y desdichado, arrastra una vida de aventurero en Eubea, desgraciado en sus amores y en sus negocios, reñido con sus amigos de ayer, perseguido por sus enemigos. Su soberana inteligencia sólo la aprovechó en su arte; pero aquí fue un genio verdadero, cuya originalidad marcó de modo indeleble el lenguaje. Si no el inventor, al menos fue el modelador definitivo de aquellos metros yámbicos y trocaicos que el drama ático usará tantas veces. Autor de bellas elegías, amplió su marco habitual para dar cabida en ellas a cuantos temas le dictaba el capricho, desde la lanza que era su alimento y sustento, hasta el escudo que dejó perdido en la batalla contra los tracios. Rompió las cadenas de la imitación homérica e inventó un estilo ágil y brillante, lleno de frases coloquiales, proverbios y audacias. Se entregaba a sus emociones, y éste era su único empeño. Su desconcertante sinceridad es el sello de todas sus palabras. Era capaz de desear el mayor mal a sus enemigos: es el primer poeta del odio de que haya noticia. Pero no le faltaban ternuras.

Así cuando, con delicada sencillez, describe a la muchacha que lleva racimos de mirto y rosas; o cuando predice los horrores que traerá un eclipse; o cuando, ante el encrespado mar, siente que se acerca la tempestad. También hizo fábulas de animales, llenas de sabiduría e ingenio y en que se deja traslucir su amargura. Los griegos lo consideraron como un innovador de la talla de Homero, y es lástima que hoy no podamos apreciar toda la magnitud de su genio.

Mientras en Jonia y en las islas nacía esta poesía personal, el continente helénico maduraba de otra suerte sus formas tradicionales. Desde los albores de su historia, los griegos habían conocido el canto acompañado de danza y música. Estos cantos solían honrar a los dioses y a las diosas, o celebraban la llegada de una estación del año o algún sitio sagrado. Muchos había destinados a las grandes ocasiones del nacimiento, el matrimonio, la muerte, las vendimias, las cosechas, la peste, el hambre. El canto era ejecutado por un coro, que hacía a la vez ciertas marchas rítmicas bajo la conducción de un director. Homero habla ya de estos cantos. Su residuo son esos juegos infantiles que sin duda son su preservación. Por ejemplo, un grupo de niños podría cantar:

¿Dónde están mis rosas, mis pensamientos,mis lindos racimos de perejil?

Y el otro grupo podría contestar:Aquí están tus rosas, tus pensamientos,tus lindos racimos de perejil.

Juegos como éstos abundan en Grecia y en Esparta los coros organizados eran parte.de la educación infantil. En ellos se adiestraban los niños, y luego pasaban fácilmente a otras formas más elaboradas del arte coral.

De tales cantos y danzas nació en Grecia la poesía coral, forma artística siempre asociada a las ceremonias, que exigía a la vez pericia en la música, la danza y el verso. Los

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rasgos originales se conservan a lo largo de la evolución del género. Casi siempre, el poema trata de un dios o un héroe, sin duda el patrono de la fiesta, y también suele ser un repertorio de máximas morales. A diferencia de Homero, los poetas corales se sentían obligados a dictar preceptos de conducta y de vida, y todos ellos recuerdan al hombre su condición mortal y la imprudencia de querer rivalizar con los dioses. A veces, hay alusiones personales. El poeta conserva el derecho de hablar con toda libertad de sí mismo o de los miembros del coro. Puede encomiar al huésped o al anfitrión, lo que lleva frecuentemente a evocar recuerdos de familia. Estos elementos distintos dificultan la inteligencia del poema coral, pues a menudo el sentido de las alusiones se nos escapa y se ha perdido para siempre. Entre todas las formas de la poesía griega, es ésta sin duda la más lejana del gusto moderno. Para los griegos, era la poesía más vinculada en las ocasiones solemnes, y en las celebraciones de su diario vivir aquella a la que más naturalmente confiaba la expresión de sus pensamientos íntimos. Aunque a veces nos parezca algo rígida y ritual, y aunque pocas veces nos parezca fácil de entender, esta poesía ofrece fragmentos de magnificencia concentrada y de auténtica sublimidad. En la épica, tipo más popular, no es fácil hallar notas semejantes. La oda coral, en efecto, nos lleva al mismo corazón de la vida cotidiana en Grecia.

En la Esparta del siglo VII a. c, las autoridades auspiciaban las artes e importaban músicos y poetas.

Toda una corriente literaria se inicia, en Esparta, con Terpandro (fl. 676 a. C ) , autor de himnos, y con Tirteo, autor de elegías. Ya para entonces participaban en las fiestas espartanas niños de ambos sexos, y los nuevos poetas se limitaron a componer según la costumbre establecida. De su éxito puede juzgarse por un precioso, aunque difícil y mutilado poema de Alemán (fl. 630 a. c ) , compuesto para un coro de mujeres. Alemán venía de la lidia Sardis, pero adoptó el dialecto y las maneras de Esparta. En el Coro Femenil muestra los rasgos tradicionales de la oda: mito, máximas y alusiones personales. Éstas son, en verdad, tan íntimas, que nos resultan indescifrables, al punto que la intención del poema es algo incierta. Parece que se lo cantaba en alguna fiesta, antes del amanecer. Como hay competencia entre varios coros, Alcmán espera que el suyo merezca el premio por la belleza y talentos de su conductora, Hagesícora, que —aunque no canta tan bien como las Sirenas, pues éstas son divinas— canta al menos como el cisne del río Janto. No obstante la oscuridad de las alusiones ocasionales, el poema brilla por el encanto de las .imágenes y la fluidez melódica. La delicada comparación de las doncellas con los potros briosos o las aves canoras, las cortas y nerviosas sentencias, la tersura del metro, nos dan algunas vislumbres de lo que pudo ser aquel mundo, ya perdido para nosotros.

En otros fragmentos, Alcmán hace gala de una limpidez cristalina. Hay dos que merecen mencionarse. En uno, obra de su vejez, el poeta se lamenta de no poder entrar ya en la danza:

"¡Oh damas, ya mis miembros se resisten a transportarme al compás del tono melifluo y las voces anhelantes! ¡Ay, quién fuera como el martín pescador, que vuela a par de los alciones sobre las flores acuáticas, con desenfadado corazón, ave primaveral de las ondas azules!"

En otro fragmento, describe la noche:

"Las cimas y los valles del monte duermen ya, los promontorios y los arroyos, y todas las tribus reptantes que cría la negra tierra, los silvestres brutos que rondan las montañas y la familia de las abejas, los monstruos en el seno azul de las aguas, y las bandadas de aves alígeras: todos duermen."

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Estos solos versos rectifican la ligera afirmación de que los griegos ignoraron la poesía de la naturaleza. Alcmán es el único poeta coral del siglo VII de quien conservamos algunos versos. Sus contemporáneos de Jonia escribían por entonces acidas y punzantes sátiras, sobretodo contra las mujeres. No es muy importante, en Semónides (fl. 630 a. C ) , la equiparación entre los tipos femeninos y los animales. Tampoco respecto a su imitador Hipónax (fl. 542 a. C ) , que lo continúa en el siglo siguiente, podemos decir que se haya perdido mucho con la desaparición de sus versos. Pero, allá por 600 a. C, la isla de Lesbos dio al mundo verdadera poesía. Posible es que las inspiraciones de Safo y de Alceo se encuentren en la canción folklórica, pero la obra de estos poetas no es coral y ni siquiera popular. Fue escrita para ser cantada entre amigos. Nace de motivos locales y personales, pero trascendidos en un todo por el genio poético que les da valor universal. En ambos, la sensibilidad y la pasión se juntan con arte consumado. Tenían que decir muchas cosas de hondo sentido, y sabían decirlas cabalmente. El lenguaje ele Safo tiene la sencillez del coloquio diario, exaltado a su mayor temperatura expresiva. Apenas usará palabra que no proceda de su habla vernácula, pero la selección ha sido siempre impecable, y la frase construida siempre con tino. El arte métrico no tiene secretos para ella. Cada estrofa es un vehículo ajustado, dócil y apropiado a su contenido, y las palabras parecen haber caído sin busca ni esfuerzo. La poetisa representa el mejor estilo, el de los elementos intocables e insustituibles.

Vivió Safo en un ambiente de mujeres que no se consentían artificios ni convenciones. A estas amigas de su vida consagra sus poemas; y como siente con profundidad y pasión, su obra parece recorrida por hondos y apasionados latidos. Su nombre, manchado por la maligna imaginación de Alejandría y de Roma, ha padecido a causa de tanta y tan extremada ternura. Pero quien lee su poesía no puede menos de convencerse de que la ha inspirado el verdadero amor. En estos versos gritan las congojas de la pasión desairada, el dolor de la separación, la recordación de los amores pasados; tópicos eternos expresados con sinceridad tal que deja ociosas las metáforas. Los hechos, de bulto, hablan por sí con suficiente elocuencia, y los pocos fragmentos que de esta poetisa nos quedan son pedazos palpitantes de vida. Nada se puede quitar ni añadir en cuanto ella exclama: "Yo te amaba, Atís, una vez, hace mucho tiempo", o bien: "Tuve en mis brazos a una criatura deliciosa, más linda que las doradas flores, Ciéis, mi adoración."

Los poemas mayores recorren las notas más intensas de su vida emocional. Ruega a Afrodita que cumpla sus promesas y le desate ya las duras cadenas del anhelo. Confiesa que, a presencia del objeto amado, su pecho enmudece, sus ojos se empalian, le zumban los oídos. Evoca así el cariño ausente: "Tanto superas a las mujeres de Lidia cuanto, tras la puesta del sol, la luna de rosados dedos supera a las estrellas. El rocío derrama entonces sus alivios, y florecen la rosa, la blanda yerba y el trébol retoñado." En palabras directas, llanas, recuerda el olvido de los no cumplidos favores, un tiempo disfrutados con mutuo encanto. Pero no siempre se retuerce al azote de las pasiones. También es capaz de los deleites más serenos; también se complace en el canturrear del agua entre los manzanos, la hinchada luna llena que resplandece, la estrella de la tarde que invita al regreso de los ganados, y devuelve al seno maternal al cabritillo y al niño. Se burla donosamente de una mujer necia que parece revolotear a ciegas entre los espectros insustanciales, incapaz de cortar la rosa en el jardín de las Piérides. Celebra con delicado acento las gracias de la novia:

Dulce manzana que se ruborizaprendida en lo más alto de la ramadonde tal vez la mano la descuida,

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o no la olvida, no, que no la alcanza.

El canto fluye, espontáneo, como agua de la henchida frente. Pero no sólo sabe cantar, sino que maneja sus recursos con perfecta maestría, haciendo de las pasiones música. Ataca y vence las más difíciles empresas poéticas, donde sólo han logrado éxito los más altos, y acierta a decir a la perfección "cuanto pasa por su ser en esos instantes supremos de concentración y casi inexpresable arrebato.

Su amigo Alceo no alcanza tamaña excelencia ni, desde luego, aquella nerviosa feminidad. Era hombre de acción, dado a guerras y placeres, cuya poesía resulta la expresión de su agitada existencia. Se diría uno de esos poetas caballeros que concertaban versos en los intervalos del combate, aunque versos de desusada intensidad. Todo él es virilidad robusta, y sus versos tienen la reciedumbre y la entereza propias del soldado. Menos atrevido que Safo en las combinaciones métricas, menos dueño del habla vernácula, no por eso carece de singular pericia, y sabe trasmitirnos cierta álacre embriaguez, cierta acerba cólera y hasta la devota religiosidad, según el humor se lo- dictaba. Sus más famosos poemas se refieren a su lucha larga y tenaz contra los tiranos de Lesbia: Pitaco y Mirtilo. Contra ellos suelta la vena de su odio, y se revela maestro en la diatriba. A él se debe la ya tan sobada metáfora del "barco del estado", y cuenta con bravura y nobleza los peligros en que viven él y sus amigos. Sobre sí mismo, escribe con felicidad y encanto, ya dé la bienvenida a su hermano que regresa de Babilonia, donde ha dado muerte a un enemigo gigantesco, o ya celebre a "Safo, la de los cabellos violeta, la sagrada, la de la dulce sonrisa." Parece que sus himnos eran dechados de gracia. No se le escapaba un rasgo pintoresco. Peleo conducía a la nereida Tetis hasta la cueva del Centauro, nido de sus amores. Castor y Polideuces, los divinos hermanos, fulguraban en la tormenta, luz que ampara a los náufragos.

Con Safo y Alceo acaba la poesía de Lesbos. Pero algo más al sur, con Anacreonte (ca. 563-478 a. c ), el arte de la canción personal prosigue su carrera. El tiempo no ha sido benigno con Anacreonte. Sus innúmeros imitadores no han hecho más que manchar su nombre, convirtiéndolo en el tipo de la senilidad envinada e impúdica. Sus fragmentos auténticos no confirman esta imagen. Comparado con sus imitadores, Anacreonte es la salud misma. Gozaba su vida y se afligía con el término cercano. De su versatilidad no hacía secreto. Era, cierto, amigo del vino. Sus pasiones no eran duraderas ni profundas. Pero es un excelente poeta del placer. Disfrutaba alegremente lo que caía, y se expresaba a la vez con levedad y firmeza. Aun al enfrentarse con el espectro de la muerte, supo saludarlo medio en burla. Se contemplaba a sí mismo con las sienes encanecidas y la boca despoblada, y el abismo del Tártaro le arrancaba una muequecilla, pero no dejaba de reír mientras esto escribía, y es de creer que murió de tan buena gracia como supo vivir. Juzgaba de la vida por el goce que nos proporciona, pero sin dejar que se le nublara el ingenio. Sus imitadores de Alejandría y de Bizancio compusieron una muchedumbre de poemas a su modelo, que tuvieron larga influencia en la literatura del Renacimiento francés e inglés. Con todo su encanto, no resisten la comparación con el maestro. Anacreonte era, sí, poeta del placer, pero también un señor de las palabras y una inteligencia superior.

El mundo de Anacreonte en nada se parece al de Alemán. El siglo vi era época de expansión y de cambios. La ordenada vida de las ciudades griegas, confinadas en sus contornos, resultó afectada por los nuevos movimientos políticos y los ensanches de la experiencia y los contactos. Anacreonte no escribía para sus amigos y la gente del lugar, como Safo y Alceo, sino que encontró mecenas a cuyo principesco amparo vivió en Samos, en Atenas y en Tesalia. La profesión poética se ha vuelto migratoria. El poeta tiene que mudarse cuando su protector fallece o se cansa de él. Y de aquí la poesía, especialmente la coral, pierde su viejo arraigo en los cultos y los ritos locales. Los poetas, entonces, comienzan

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a usar un acento más internacional, y a escribir en una lengua mezclada de diferentes dialectos, a la vez que echan mano de las historias más comunes y difundidas por toda Grecia, en vez de atenerse a las tradiciones regionales. Además, como tienen que ganarse el pan, pliegan su personalidad a los gustos de sus protectores, y aun llegan a decir lo que no sienten del todo. Por otra parte, las necesidades de la competencia y el deseo de complacer a los auditorios los impele a buscar variedades artísticas, en que llegan a ser expertos. Y así, el siglo vi presenciala madurez de la oda coral.

La figura representativa de esta evolución es Estesícoro de Himera (ca. 630-553 a. C) , cuya importancia sólo puede medirse por el testimonio de los griegos, pues los cortos fragmentos que nos han llegado dan escasa idea de sus méritos. Parece que a él le tocó arrancar la oda coral de sus conexiones rituales y convertirla en una forma de lírica narrativa. Para esto, amplió los temas y aun las dimensiones, alteró la estructura e introdujo nuevos efectos métricos. En la elección de asuntos era muy fértil. Inició o impulsó al menos la fortuna de ciertos temas que llegarían a ser famosos, como el asesinato de Agamemnón o las peripecias de Helena en Egipto. Ejerció en Píndaro una influencia determinante, y en este poeta podemos apreciar bien el enriquecimiento de la oda coral iniciado por aquel ingenioso director de coros.

Otro griego del sur de Italia, íbico de Reggio (fl. 560 a. C), deja ver juntamente las ventajas y los defectos de la mudanza. Alcanzó mucho renombre como poeta amatorio, y dos de sus fragmentos muestran un giro apasionado que, a pesar de sus arreos sobrecargados, recuerda a Safo. En el primero describe un jardín primaveral, con pomares, arroyos y viñedos, sobre el cual de repente sopla el amor como un viento septentrional, destruyéndolo en un instante. En el segundo, se ve cogido por las imperiosas redes del amor, y tiembla como el caballo a quien por la fuerza llevan a las carreras de carros. No deja aquí de evocar a ciertos cantores ingleses de la era isabelina, aun por el acento sincero. Pero también el pobre poeta tenía que escribir para vivir, y un fragmento no ha mucho descubierto en Egipto nos lo muestra cumplido palaciego del tirano samiota y de su hijo. Esta poesía cortesana procuraba complacer y halagar, y nada hay de extraño si en ella no sentimos el alma de los poetas.

Mientras de esta suerte seguía sus destinos la poesía coral, la elegiaca continuaba al servicio de hombres acomodados que componían para su propio deleite. El legislador ateniense Solón (fl. 594 a. C.) la usaba para expresar sus opiniones políticas y sus reflexiones filosóficas. No es un poeta sumo, pero lo enaltecen claras virtudes domésticas, prendas de honradez y buen juicio, y sobre todo aquella seriedad y dignidad que fundaron la autoridad de su política. Tenía a Atenas en el mismo corazón, y habla de ella en términos de grande nobleza y generosidad. Pero sus versos parecen insignificantes en cantidad y calidad comparados con la considerable colección que anda bajo el nombre de Teognis (fl. 520 a. C). Si todos estos poemas son realmente obra de Teognis, en ellos podemos adquirir un conocimiento cabal de la elegiaca en el siglo vi, pues la colección está bien preservada y difiere mucho de aquellos montones de fragmentos con que tenemos muchas veces que contentarnos.

Pero tal vez la colección es una mera antología de varios poetas que van del año 700 al 460 a. C. De esta mezcla, es lícito entresacar un Teognis auténtico, y por cierto un poeta de extremado valor. Es un aristócrata megarense, arruinado, expropiado y expatriado, que declara con nitidez los ideales y la visión del mundo propios de los terratenientes en vías de desaparecer, ante los avances de la democracia.

Los poemas de Teognis están dedicados, en su mayoría, a su escudero Cirno, a quien expone su doctrina militar y caballeresca. Para él los nobles son los buenos, y el pueblo es cosa abyecta. Hay que codearse con aquéllos nunca con éste, cuyo contacto corroe el ánimo.

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Este ideal aristocrático tiene su credo. El poeta cree en la educación y cultivo de las razas humanas, como para los ciervos y los asnos. Su concepción de los placeres es la que cuadra a un noble. Estima el buen vino y la hospitalidad, y la compañía entre iguales. Es aquel tipo, muy conocido ya en la historia, del señor rural que se queja de las injusticias y abusos de la expropiación. Pero sus quejas suben hasta el tono de la poesía. Sabe ver muy bien lo que vale la pena de ser visto; sabe cuajar un epigrama en un brioso dístico. Hay en él temblores de emoción ante el trino del ave que anuncia el buen tiempo, y el corazón se le estremece a la idea de que otros, a esas horas, disfrutan sus campos. Su mejor poema es la promesa de la inmortalidad a Cirno su escudero. Los versos marchan majestuosos caminos de la gloría inmortal, pues que han de perpetuarse en labios de los hombres, y acaban con un dístico patético y doloroso, en que se lamenta de las aficiones de Cirno a las burlas y a las trampas, inesperada salida que hace pensar en ciertos sonetos de Shakespeare.

Ya en Teognis la época de la poesía personal está .agonizando. En la Atenas de fines del siglo vi se cantaban lindas tonadas, por lo común de sesgo político, en ocasión de los banquetes a los héroes populares, en que solían deslizarse algunos consejos de sabiduría proverbial. Pero las grandes figuras de esta época son Simónides (556-467 a. C.) y Píndaro (522-448 a. C). Ambos representan la oda coral y ambos fueron poetas profesionales que dieron la vuelta a Grecia. Ambos tenían una alta idea de su vocación, y aunque de personalidades opuestas y aun adversas, a ambos les sonrió «el mismo éxito. Ellos nos muestran de lo que es capaz la oda coral, en manos.de un maestro, y en ellos este género llegó a su culminación.

Simónides gozó crédito de sabio. Sus sentencias eran citadas como ejemplos de buen seso, y la preocupación ética domina en todos sus fragmentos. El más largo es un verdadero sermón contra el orgullo, enderezado al rey de Tesalia. En otro, se burla de un vanidoso que se figuraba su tumba tan imperecedera como la naturaleza misma. En un tercer fragmento habla de la Virtud que habita en inaccesibles rocas. Pero aunque nunca le falta sustancia en los temas que llamaríamos instructivos, y esto justificaría ya su renombre, Simónides es mucho más que un maestro de ética. Es un poeta de rara calidad, cuyos aciertos nacen de la reticencia más severa y del freno bien sujeto, lo que consigue merced a la absoluta corrección del lenguaje, que le da un estilo de singular pulimento. Sus símiles y metáforas son deslumbrantes: compara los súbitos reveses de la fortuna con el vertiginoso vaivén de la libélula, y el ruido que estalla de repente en mitad del silencio con un "pinchazo en la oreja".

Esta técnica envuelve una rica experiencia imaginativa. Simónides posee aquella suerte de sublimidad que brota del mucho concentrarse en pocas y puras emociones. Para la endecha de los griegos muertos a manos del persa en la batalla de las Termopilas, por ejemplo, le bastan unas cuantas palabras sencillas: "De los que cayeron en las Termopilas gloriosa ha sido la fortuna, envidiable el destino. Un altar es su tumba; por lamentos tienen recordaciones, y en vez de compasión, encomio. Tal mortaja no ha de deshacerse en pesadumbre, ni el tiempo implacable podrá con ella. Claro santuario de nobleza, la gloria de Hélade es su custodio." Estilo severo, sin duda, pero adecuado a la reverencia que inspiran los muertos no vencidos. En otros pasajes, Simónides se lanza al tono patético. Dánae y su recién nacido flotan en el cofre, expuestos al mar y al terror nocturno, los gritos lamentosos y las imploraciones de la madre cuentan entre las obras maestras de la emoción frenada, sin rastro de blanduras sentimentales.

La derrota de los invasores persas, en 479 a. C, puso a Simónides en trance de escribir epitafios para los héroes, y aumentó considerablemente su fama. Desde muy temprano aparecieron en Grecia las inscripciones métricas de las tumbas, donde se hacían constar el nombre del difunto y de su familia, y acaso la mención de su oficio y sus principales obras. Suelen ser conmovedoras y graciosas, difícilmente poéticas. Simónides se apoderó de esta

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forma e hizo con ella maravillas. Los griegos posteriores se empeñaron inútilmente en emularlo. En dos o cuatro versos inmortalizaba a los contemporáneos, aplicándoles el merecido elogio y el epíteto justo. El más célebre es el epitafio a los espartanos de las Termopilas: "Forastero: anuncia a los lacedemonios que aquí yacemos en obediencia a sus mandatos." En la lengua original, las asonancias, el pulso de los versos, la alternancia de palabras largas y cortas, producen un efecto artístico incomparable. Muchos epitafios hizo Simónides, y cada uno posee su encanto peculiar: ya es el vidente que ocupa su puesto en la batalla aunque sabe que va a la muerte; ya es Arquédice, hija, esposa, hermana de príncipes, que jamás supo de altivez; o el joven que perece a punto de desposárselo hasta el humilde can cuya bravura todos recuerdan en las soledades montaraces. Le acontece, también, escribir con ironía mordaz sobre el náufrago traficante, "que no buscaba esto, sino el medro"; o con tremenda intención, decir del poeta calumniador: "Tras mucho comer y mucho beber y mucho maldecir del prójimo, yazgo al fin, yo Timocreón de Rodas." Con este procedimiento tan estrecho y dificilísimo, Simónides alcanza la perfección y ocupa un sitio único entre los griegos. Nadie pudo hacer otro tanto, y si él logró hacerlo es porque escribía en lengua griega.

Píndaro mismo no quiso competir en esta perfección concisa, ni estaba dotado para ello. Aunque beodo de origen, y aunque discípulo de aquella Corina que escribió unos primitivos y populares cuentos de viejas en grosero dialecto, poseía la visión poética del heleno, y consagró su existencia a las que consideraba glorias auténticas de Grecia. Hoy nos resulta singularmente pasado de moda y hasta reaccionario. En efecto, poco se le daba de la ciencia o la democracia, o cualquiera de las altas causas que Atenas había conquistado para el mundo. Él pertenecía a un orden más antiguo; su vida se gobernaba por su creencia en la religión hereditaria y en las pretensiones de la nobleza. Reverenciaba cuanto era cosa del pasado, y sus odas corales son una supervivencia magnífica, en tiempos cuyo arte característico es más bien la tragedia ática. Aun en el arte que escogió por suyo apenas se permitió innovaciones. Lo tomó como lo encontró, y pareciera haber querido demostrar que sus restricciones y formalismos dejaban ancho margen a la belleza.

La masa de obras pindáricas que poseemos consiste en cantos corales escritos para los vencedores en los cuatro grandes festivales atléticos de Grecia. Recientemente, se han descubierto algunos fragmentos de péanes, ditirambos y cantos femeninos, los cuales demuestran que, en cualquiera índole de asuntos, Píndaro no variaba gran cosa su manera, y que nada hemos perdido, en suma, por el hecho de que su obra mejor conservada contenga elogios de púgiles, carreros o corredores. Él sabía enaltecer el asunto a su modo, dando a las proezas atléticas magnitud divina, y buscando en los triunfadores la sangre de antecesores heroicos. En los raptos de su imaginación, pronto desaparece el pretexto de los juegos agonales; cuanto hay de trivial y transitorio en la gloria atlética queda transfigurado por la esplendidez de la corona que él apronta. A los juegos concurría la gente más importante de la época, y allí encontraba Píndaro poderosos valedores con quienes, por lo demás, siempre habla de igual a igual. Para sus victorias, Píndaro compuso odas que se cantaban en las fiestas o las procesiones que visitaban la casa del vencedor, y estos poemas nos hacen entrever el esplendor y el regocijo de las celebraciones.

La poesía de Píndaro es difícil. Sus bruscas transiciones de tema, sus rápidas alusiones mitológicas, el orden tan complicado de sus palabras y la dificultad de captar el verdadero alcance de sus juicios éticos, hacen de él, al pronto, el más complicado de los poetas griegos. Con todo, poco a poco es dable vencer tales obstáculos y hasta convertirlos en estímulos de placer. Como que ellos nos transportan a un ambiente especial de sutilísimos matices, donde la aristocracia griega se sentía como en su casa. Todavía Píndaro nos exige otro esfuerzo más. Nótese que escribía en vista de individuos determinados, y no para la posteridad uniforme y

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anónima. Los cumplimientos que ofrece, los consejos que propone, la adecuación de sus recuerdos históricos o sus anticipaciones del futuro, piden a menudo un esfuerzo de imaginación para el cual no bastan los hechos que registra la historia. Algunos de sus héroes sólo a través de él nos son conocidos, y entonces tenemos que adivinar la intención de los relatos ejemplares y los aleccionamientos que les dedica.

Pero, aunque a veces haya un velo entre Píndaro y nosotros, no se nos ocultan los muchos encantos inteligibles de su arte. Su forma aparece como un modelo recurrente en que vuelca los frutos de su fantasía tumultuosa. Sus audaces implantaciones de palabras tienen la frescura de un talento aún en vías de experimentación. Solicita las máximas, los mitos, las evocaciones personales que requiere la tradición, e imprime en todo ello su marca propia. Las máximas le acuden solas. Él se tiene por intérprete inspirado del Apolo Pitio, y toda una vida consagrada al Oráculo Deifico lo ha provisto de un fondo de conocimientos respecto a las relaciones del hombre con los dioses. Harto está él de saber que al hombre no corresponde encaramarse hasta el broncíneo cielo, o meterse por la aventurada ruta de los hiperbóreos; que no debe, en suma, creerse un dios. Aquí funda toda su moral, pero de aquí saca soberbias conclusiones. El código humano que predica es la moderación en la riqueza y en el poder. De ello trata con los magnates sicilianos que lo protegen. En sus tablas incluye la cortesía y el perdón —"aun el inmortal Zeus dejó en libertad a los Titanes"—, la gratitud, la hospitalidad, cuantas virtudes sean accesibles a los humanos, máxime cuando no los estrecha la pobreza y están en condiciones de ser generosos y magnánimos.

Estas lecciones se proponen en forma de cuentos o relatos ejemplares que vienen a ser el núcleo de las odas. Las -virtudes reales se ilustran con la historia de Pélope, el joven príncipe que mereció la victoria por haber confiado en los dioses. La hospitalidad se aprecia en el banquete celeste en que Apolo tañe la lira mientras el águila, soñolienta, cabecea posada en el cetro de Zeus. Y, al revés, el pecado de ingratitud queda patente en el caso de Ixión, que fue atado a una rueda y derrumbado del cielo, "y en grilletes de que no podía librarse, cayó para hacer oír este mensaje a todos los humanos"; y la deslealtad es personificada en Coronis, la muchacha amada de Apolo y que, en castigo de su traición, fue despedazada por éste, aunque salvando indemne al hijo que lleva en el seno. Cuando Píndaro no se propone dar lección ninguna, siempre habrá alguna razón que lo guía en la elección de la historia. Un pugilista rodio lo lleva a contar tres tradiciones de Rodas; o al rey de Cirene le dedica un recuerdo sobre la Cuesta del Vellocino de Oro; o a un corredor corintio le hace oír episodios de Pegaso y Belerofonte, asuntos de su patria. Como esté de vena, la menor provocación lo lanza a un largo relato y a veces se consiente meros caprichos que serían inoportunos, salvo por su peso moral.

El procedimiento narrativo de Píndaro consiste en tomar algunos momentos culminantes del cuento mitológico o heroico y elaborarlos después. Da por sabido que tales tradiciones son conocidas de sus oyentes y que la novedad reside para ellos en la manera de evocarlas. Lo ayuda en la tarea su aguda sensibilidad para los detalles; su narración es un rosario de escenas vivas, separadas unas de otras. Pélope, errante por el mar, eleva su plegaria a Poseidón "en la sombra y en la soledad"; Atenea brota de la cabeza de Zeus, "y el Cielo tiembla al verla y la materna Tierra"; Ixión se abraza con la nube que ha asumido la apariencia de Hera, "gozándose, necio, en su dulce engaño"; en un festín dionisiaco del Olimpo, resuenan los címbalos de la Diosa Madre, y Artemisa aparece conduciendo sus silvestres leones. Lo patético descuella en la fidelidad de los hermanos Castor y Polideuces, o en la muerte de Casandra a manos de Clitemnestra. Pero los pasajes más felices y más propiamente pindáricos son de pura y simple visión. Aquí el poeta alcanza un fulgor paradisiaco, y dice del hijo, Yamo, nacido entre violetas, o de las nupcias de Cadmo y Harmonía, a que concurren como huéspedes los dioses y las musas cantan en Tebas; de

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Apolo, que sabe cuántas flores brotan a cada primavera; de los Bienaventurados que moran a la parte del mar occidental, entre flores doradas que refrescan las deleitosas brisas.

Estas páginas deslumbradoras son un tributo de Píndaro, un homenaje personal, y la mayoría de sus odas se cierran con un encomio o con un consejo al atleta y protector a quien la dedica. Estos encomios suelen ser aburridos. Nada nos interesan ya las listas de los vencedores. Pero los consejos siempre tienen miga. A veces, cuando habla Píndaro al rey de Siracusa sobre la realeza o al rey de Cirene sobre la clemencia, lo hace con tal sencillez, que no hay palabra perdida y el final posee la sublimidad y belleza extática de una sinfonía de Mozart Pero, en resumidas cuentas, quien nos interesa no es el que recibe el homenaje, sino el poeta Píndaro, cuya personalidad poética nunca decae a lo largo de su obra. Todas sus experiencias quedan transfiguradas en algo único y nos dominan por completo. Alguna vez ataca ciegamente a sus enemigos; alguna vez se enreda en extrañas disculpas sobre sus propios errores. Pero siempre a lo grande. Acata la majestad de los dioses, desde Zeus cuya carroza es el relámpago, basta Apolo el tañedor de la lira y hasta Afrodita de pies de plata. A sus ojos, Pegaso todavía tiene caballeriza en el Olimpo, e Ixión sigue todavía atado a su cuerda. De tiempo en tiempo se deja decir que todo es vanidad, pero vuelve a los consuelos y esperanzas propios de su temperamento. Ya viejo, escribe un día —y sin duda lo pensó siempre, y vale por epitafio adecuado de su obra—: "Criaturas de un día ¿qué somos? ¿qué no somos? El hombre es una sombra del sueño. Pero cuando baja la luz, don de los dioses, el hombre parece refulgir y sus días son dulces como la miel. Cara Madre Egina, guía a esta ciudad en su viaje hacia la libertad, con la" merced de Zeus y del señor Eaco y de Peleo, y del buen Telamón y de Aquiles." Tal es el mundo en que vivió Píndaro. Todo iba bien, si bajaba sobre los hombres la luz divina y, a falta de ella, todavía quedaba recurrir a la protección de los dioses. Placer, gloría y honor iluminan la oscuridad de la vida, y el poeta explica lo que todo ello significa para el hombre. Aun cuando la sociedad que encarnó estos ideales había desaparecido o iba decayendo, él conservó hasta el último instante la fe en los antiguos principios.

Píndaro consideraba con cierto desdén a su joven contemporáneo, Baquílides (504-450 a. c.), sobrino de Simónides, que había aprendido su arte en buena escuela. Sus dieciséis odas nos muestran lo que sucedía con el género coral en otras manos que las de Píndaro. La mayoría de estas odas recibe el nombre de ditirambos, pero no tienen relación alguna con Dionisos y apenas mencionan su nombre. Fueron escritas para festivales, a menudo atléticos, como las odas de Píndaro. Su estructura también recuerda a Píndaro, pero no su estilo ni su temple. El estilo de Baquílides es límpido y alegre, a menudo parece reflejar las bellezas de Simónides, y resulta naturalmente claro. Su adjetivación es muy feliz y felices sus reminiscencias homéricas. Pero le falta la gravedad pindárica, y en la nota didáctica —no muy frecuente— es un tanto anodino. La gran preocupación del poeta es ser agradable, y lo consigue; una vez al menos, el rey de Siracusa lo prefirió a Píndaro, y le pidió que escribiera la oda a su victoria en las carreras de carros de Olimpia. Culmina en la narración, y a veces tiene aquí momentos geniales. Así cuando cuenta cómo Creso, el rey lidio, se arrojó a una pira, pero fue rescatado por Zeus y transportado por Apolo al país de los hiperbóreos; o bien la cacería del jabalí de Calidón y la muerte de Meleagro. Para su público ateniense, compuso dos notables poemas que se refieren al héroe nacional, Teseo. En uno de ellos, Teseo, engañado por Minos, se arroja al fondo del mar, donde encuentra a las Nereidas danzando, y Anfitrite le obsequia una capa de púrpura. En el otro, nos sorprende con algo único en la poesía griega: un diálogo entre el coro y su director, que habla en nombre de Egeo, el padre de Teseo, mientras su hijo se encamina a Atenas, matando a su paso monstruos y salteadores. Aquí logra crear un ánimo de expectación, y acaba triunfalmente mostrándonos cómo Atenas era la meta y objeto de la jornada del héroe.

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Este poema anuncia ya la nueva edad en que el drama pasa a la primera línea. Después de Baquílides y Píndaro, la lírica coral deja de ser una forma por los elementos líricos que hay en el drama, y en parte adulterados en los nuevos tipos del ditirambo, donde las palabras van siendo cada vez más sacrifica das a la música, y los excesos bombásticos alardean de estilo grandioso. Los fragmentos de Timoteo (ca. 447- 357 a. c) , en los Persas, muestran los extremos de este vicio. En esta ciénaga de realismo pedestre y de absurdas perífrasis, donde los persas chapurrean el griego y los dientes son llamados "los lucientes y marmóreos hijos de la boca", vemos claramente que el siglo V ha perdido ya el gusto por las austeridades y noblezas de la lírica coral. Ésta, al fin, pertenecía a un mundo más viejo y de mayor sentido ritual.

LA TRAGEDIA ÁTICALOS FESTIVALES DIONISIACOS Y LOS CONCURSOS.

En qué ocasiones se realizaban en Atenas las representaciones dramáticas. En Grecia, el drama surgió de la religión—al igual que en Francia—,en la Edad Media. En efecto, el ditirambo, coro danzado y cantado en honor de Dionisos, es el que ha dado finalmente nacimiento a la tragedia, a través de sucesivas transformaciones. Y ese carácter religioso no ha desaparecido nunca por completo. En todas las épocas, las representaciones dramáticas en Atenas no tienen lugar más que tres veces al año, en ocasión de los festivales dionisíacos. Estas fiestas eran: las Dionisíacas Urbanas O Grandes Dionisíacas, las Lencas y las Dionisíacas Rurales23.

La más magnífica de las tres era la Dionisíaca Urbana, celebrada en la primavera: la gente acudía desde los cuatro puntos del mundo helénico. El programa comprendía, además de una procesión solemne en la que participaba toda la ciudad, concursos de coros ditirámbicos y concursos de tragedias y comedias. La fiesta duraba seis días. (Los espectáculos dramáticos ocupaban, al parecer, los tres últimos: se representaba a la mañana una tetralogía trágica y una o dos comedias por la tarde24.

Las Leneas tenían un carácter más local. Celebradas en invierno (fines de enero), atraían pocos extranjeros. El programa se limitaba a una procesión y a un doble concurso, trágico y cómico.

Las Dionisíacas Rurales (fines de diciembre) se celebraban en los burgos del Ática, que sumaban más de un centenar. En la mayoría no se daban representaciones dramáticas, por falta de recursos. Y aun los burgos más afortunados se limitaban en general a las reposiciones, es decir a piezas que ya habían sido representadas anteriormente en el teatro de la ciudad. Sólo El Pireo constituía la excepción: la fiesta comprendía un doble concurso de tragedias y comedias, donde se realizaban, para esa ocasión, estreno.

Los concursos dramáticos: su reglamentación. Las representaciones dramáticas en Atenas eran organizadas por el Estado, que les había impuesto, como a todas las manifestaciones de arte que patrocinaba, la forma de una competencia entre varios rivales.: El concurso de tragedias fue introducido en las Dionisíacas Urbanas desde la época

23 En las Anthesterias, otra fiesta dionisíaca, no parece haber habido representaciones dramáticas.24 El número de comedias presentadas en los concursos ha variado según las épocas.

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de Pisístrato (534 a. de J, C.) y Atenas no tuvo otro durante un siglo, es decir hasta aproximadamente el año 433, en que se creó un segundo concurso en las Leneas. En consecuencia, es en la primera de esas dos fiestas que los más antiguos poetas trágicos, incluso Esquilo, hicieron representar todos sus dramas. En cuanto al concurso de comedias, admitido hacia el año 486 en las Dionisíacas Urbanas, no fue incluido en las Leneas sino aproximadamente medio siglo más tarde (hacia í42 a. de J. C.)25. Todas las piezas de Aristófanes han sido representadas en estos festivales.

En las Dionisíacas Urbanas, la cantidad de poetas trágicos autorizados para intervenir en el concurso estaba fijado definitivamente en tres, desde principios del siglo V. Por el contrario, el de las piezas presentadas por cada concursante ha variado en repetidas ocasiones. Durante todo el transcurso del siglo V, la regla era que cada poeta trágico aportara un grupo de cuatro piezas, compuesto por tres tragedias y un drama satírico (tetralogia). Pero un acta de concurso, que comprende los años 341-339, nos informa que, en la segunda mitad del siglo IV, los poetas no presentaban más que tres o hasta dos tragedias, estando repre-sentado el genero satírico por un drama único que servía de preludio al conjunto del espectáculo. Se representaba en cambio cada año (esta innovación se remonta al año 386), además de las tragedias nuevas, una tragedia antigua, seleccionada del repertorio: esta reposición era tomada generalmente de Eurípides.

Poseemos pocas referencias relativas al concurso trágico de las Leneas. Según un acta relativa a los años 419-418 26, parece haber estado reducido a dos poetas que presentaban cada uno un par de tragedias. De este escaso programa puede sacarse la conclusión de que los espectáculos trágicos no tuvieron jamás en las Leneas tanto brillo e importancia como en las Dionisíacas Urbanas. Agreguemos que en el siglo siguiente las piezas nuevas fueron excluidas de esta fiesta y que no se presentaron sino reposiciones.

Las reglamentaciones de los concursos cómicos han experimentado menos variaciones que las de los concursos trágicos. En todas las épocas, los poetas no presentaron cada uno más que una sola pieza. En cuanto' al número de concursantes, no sabríamos afirmar si eran tres o cinco en el período primitivo. Pero, durante todo el último cuarto del siglo V, es decir, en la época de la mayor actividad de Aristófanes, lo hallamos fijado en tres, tanto en las Dionisíacas Urbanas como en las Leneas. Alrededor del año 400 fue llevado a cinco, y esta cifra está comprobada, también en los siglos siguientes.

La preparación de los concursos: designación de los coregas, de los poetas y de los actores. La preparación de los concursos dramáticos correspondía en las Dionisíacas Urbanas, al arconte epónimo: en las Leneas, al arconte rey; en las Dionisíacas Rurales, al burgomaestre (o alcalde). Implicaba varias tareas. Había que designar, en primer término, a los coregas. La "coreegia" dramática era uno de esos servicios públicos (liturgias) impuestos por el Estado ateniense a los ciudadanos ricos. El ciudadano designado para este cargo debía reunir a los coreutas, equiparlos, ocuparse de su instrucción, remunerarlos durante el largo tiempo que duraban los ensayos. Luego venía la elección de los poetas. Entre los candidatos, el arconte admitía en el concurso al que le parecía bien, sin control ninguno, pero no sin haber solicitado consejo a la gente del oficio. Y finalmente faltaba la designación de los actores, Originariamente no hubo otro actor más que el poeta mismo. Pero poco a poco la acción trágica se fue complicando y exigió más personajes; fue por este motivo que Esquilo introdujo el segundo intérprete y Sófocles el tercero, número que nunca fue superado. Hasta más allá de la mitad del siglo V, los poetas reclutaron a voluntad sus intérpretes. Pero en esa época, el Estado adoptó una doble medida que demuestra en qué

25 Nos referimos a los concursos oficiales, pues la comedia, en su forma primitiva, el , había figurado en las Leneas

desde. 580-560, y en las Dionisíacas Urbanas a partir del año 501 aproximadamente; pero no se trataba aún sino de iniciativas privadas.26 La atribución de este acta a las Leneas no es absolutamente segura

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forma había aumentado en la estima pública el arte de los actores. Por una parte, se reservó desde entonces su selección: eran designados luego de un examen que no podía limitarse en absoluto, COMO sucede en la actualidad, a una recitación de trozos tomados de las piezas del repertorio. En segundo término, al concurso entre los poetas trágicos se agregó, en cada festividad, un concurso de interpretación entre sus actores o, mejor dicho, entre sus protagonistas27. El Estado, en efecto, sólo designaba a protagonistas o actores de primeros papeles. Pero cada uno de ellos era, en realidad, un verdadero jefe de compañía, que tenía bajo sus órdenes y a su cargo, a dos actores subalternos, un deuteragonista y un tritagonista. En los concursos cómicos, observamos las mismas fases. En primer término, libre elección de los intérpretes por los poetas. Luego (desde 442 en las Leneas y hacia 325 solamente en las Dionisíacas Urbanas), intervención del Estado bajo las dos formas indicadas. Parece estar comprobado, sin embargo, por las comedias de Aristófanes, donde los diálogos entre cuatro personajes son comunes, que las compañías cómicas se componían normalmente, no de tres actores, sino de cuatro.

Una vez designados los coregas, poetas y protagonistas, era necesario agruparlos, es decir, asignar un poeta a cada corega, y mi protagonista a cada poeta. La primera atribución se realizaba por medio de un sorteo. Durante mucho tiempo se utilizó el mismo procedimiento para la segunda: en ese sistema, cada protagonista interpretaba el drama, o el grupo de dramas presentado en el concurso por el poeta que le había tocado en suerte. Pero, a mediados del siglo IV, época en que, según Aristóteles, "el actor participaba más del éxito de las piezas que el poeta", se introdujo en los concursos trágicos un sistema nuevo. Se su-primió el sorteo, y a partir de entonces cada uno de los protagonistas interpretó sucesivamente uno de las tragedias de cada poeta. En esa forma, se aseguraba una interpretación de igual valor a todos los poetas concursantes.El " ". — En la víspera de las Dionisíacas Urbanas tenía lugar, en el Odeón28, una ceremonia preliminar, llamada . Tenía por objeto hacer conocer previamente al pú-blico los nombres de los poetas concursantes, los de sus intérpretes, los temas de sus piezas. Esos informes eran dados por los poetas mismos, que se presentaban por tumo sobre un estrado, acompañados por todo su personal, actores y coreutas, sin ninguna caracterización.

EL EDIFICIODescripción del teatro griego. Un teatro era, en Grecia, algo completamente

distinto de lo que lleva actualmente la misma denominación. No era una sala cerrada y cubierta, donde pueden realizarse representaciones a cualquier hora, gracias a la iluminación artificial. Era un edificio al aire libre, desprovisto de techo tanto para el público como para los actores, y donde las representaciones sólo eran posibles en pleno día y cuando la temperatura lo permitía. En Grecia, el edificio teatral nació, al igual que la tragedia, del ditirambo. La multitud formaba círculo alrededor de los danzarines. De allí derivó la forma circular de la orquesta, elemento primordial, al que fueron agregándose sucesivamente todos los demás durante el transcurso del tiempo.

27 Los dos concursos eran completamente independientes, es decir que el poeta podía ser vencido, mientras que su protagonista era coronado o viceversa.28 El Odeón era un teatro cubierto, destinado especialmente a las audiciones musicales.

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El teatro griego, si se lo considera en el momento en que alcanzó su máximo desarrollo, comprende esencialmente las siguientes partes: l° en el centro, la orchestra (u or-questa), explanada circular sobre la que evoluciona el coro; 2°el theatrón o koilon, destinado a los espectadores. Es un conjunto de gradas dispuestas en semicírculo y divididas en seccione, verticales (kerkides) por medio de escaleras y en pisos por plataformas horizontales (diazômata); 3°) frente al theatrón del cual está separado por corredores abiertos (parodoi) se levanta el edificio de la escena o skene. Este nombre, que significa "tienda", designó originariamente la primitiva barraca de madera donde el actor cambiaba de traje entre un personaje y otro. Luego se pensó en ocultar esta tienda con un tabique, provisto de puertas, que era considerado como la fachada exterior de la habitación donde transcurría la acción. Así nació el decorado teatral. Más tarde, la aplicación de pinturas adecuadas sobre este tabique, contribuyó a crear la ilusión.

Delante de la skene se extendía un estrado de forma alargada, de aproximadamente tres a cuatro metros de altura, llamado logeion o proskénion, cuya finalidad ya trataremos más adelante.

Volvamos ahora a las partes constitutivas del teatro griego para describir sus disposiciones particulares. La orquesta, en el teatro griego, formaba siempre un círculo completo. En el centro del área, de simple tierra apisonada, se levantaba generalmente la thymele o altar en honor de Dionisos. El círculo de la orquesta está casi enteramente rodeado por una depresión concéntrica, que sirve a la vez de canal para la evacuación de las aguas pluviales y de corredor para el acceso del público. Sin embargo, en algunos edificios, el canal y el corredor están separados.

El theatrón, adosado —salvo raras excepciones— al flanco de una colina, forma alrededor de la orquesta algo más que un semicírculo. El número de plataformas horizontales que lo dividen varía de uno a tres. El de las escaleras es igualmente proporcional a las dimensiones del edificio (14 en Atenas y en Siracusa, 23 en Epidauro); generalmente se duplica a partir de la primera plataforma.; Las gradas son siempre de piedra: había 55 en Epidauro y cerca de 80 en Atenas. Hay que distinguir de los asientos comunes los sitiales de honor o proedrias, reservados a los sacerdotes y sacerdotisas, magistrados, benefactores de la ciudad, embajadores extranjeros, huéspedes oficiales, etcétera. Eran sillones separados o bancos con respaldo y posamanos, situados generalmente en la primera fila alrededor de la orquesta (fig. 8). El número aproximado de asientos en el teatro de Delos era de 5.500; en los de Epidauro y Atenas, 14.000. Entre el theatrón y la skene se abren en forma paralela, de cada lado, pasadizos laterales abiertos o parodoi: es por ellos que el coro se dirige hacia la orquesta y también sirven de acceso a los espectadores para llegar hasta las gradas. Además de estos parodoi, que son las entradas principales en la mayoría de los teatros, se abren puertas suplementarias, en la parte superior del theatrón, y en los extremos de los diazômata.

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La skene presenta en general la forma de un rectángulo muy alargado, bordeado en sus dos extremos por dos construcciones salientes (paraskénia). A veces la fachada exterior está provista de un pórtico de columnas, que asegura un refugio a los actores en caso de lluvia. Gracias a recientes excavaciones, se puede reconstituir también el aspecto que ofrecía su parte interna (frons scenae), detrás del logeion. En efecto, era un muro de más de seis metros de altura, CON siete amplios pórticos encuadrados por pilares (fig. 4); en Oropos (Ática), había cinco aberturas similares a las de Priene (figs. 2 y 3). Se conciben fácilmente las razones de esta disposición sobre la pared de fondo debían ser aplicados los decorados pintados que representaban templos, palacios y habitaciones privadas: era necesario que estuviera «así completamente al descubierto para que se pudieran practicar en esos decorados tantas puertas, ventanas y pasadizos como fueran necesarios. La altura de ese muro permitía, por otra parte, simular sobre el piso bajo, el piso superior, con techo y terraza que supone la acción en numerosas piezas conservadas.

El "proskénion": su finalidad. Delante de la fachada de la skene se extiende, como ya se ha dicho precedentemente, el proskénion O logeion. en todos los ejemplares conocidos, el muro anterior de esta construcción presenta una serie de columnas dóricas o jónicas, cuyos espacios estaban cerrados con paneles de madera rectangulares (pinakes) una sola puerta ocupa el intercolumnio central, generalmente más ancho que los otros sobre este muro, el proskénion está recubierto horizontalmente por un piso o techo en forma de plataforma, y la sala situada debajo de éste comunica con el interior de la skene tal es el aspecto general de los proskénion de piedra que han dejado al descubierto las excavaciones los más antiguos no se remontan más allá de la primera mitad del siglo III, pero ya habían sido precedidos por los proskénion de madera, como se halla aun expresamente mencionado en las inscripciones de delos relativas la construcción del teatro (290 y 282 a. de JC.) y que, por otra parte, han dejado en varios teatros huellas visibles además, esos proskénion primitivos no diferían probablemente en nada de los que les sucedieron.

¿Cuál era él destino del proskénion? hasta 1886, es decir antes de las excavaciones y las publicaciones del arquitecto alemán m. dörpfeld, se admitía que los actores y el coro formaban, en el teatro griego, dos grupos separados que representaban a un nivel muy distinto, este último en la orquesta y aquéllos a unos diez o doce pies de altura, sobre el proskénion es necesario confesar que esta concepción era prácticamente absurda. en efecto, no existe, por así decirlo, ningún drama griego que no deje de exigir, en varias oportunidades, la reunión, el contacto inmediato de los actores con el coro. la estrechez del proskénion no constituye una dificultad menor. no tiene más que un promedio de 2.50 a 3 metros de profundidad, de los que hay que descontar aún una parte considerable para la ubicación de los decorados en este espacio tan estrecho, ¿cómo es posible distribuir, aún momentáneamente, a quince coreutas trágicos o veinticuatro coreutas cómicos juntamente con los tres actores y su séquito? estas observaciones nos llevan a una doble conclusión: 1°) la existencia cierta, en la época postclásica, de una escena elevada, implica que en esa época el coro no ocupaba la orquesta. y sabemos en efecto que a partir de la segunda mitad del siglo IV el coro, decaída

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su importancia de otrora, se reducía a un pequeño número de ejecutantes (aproximadamente media docena) que ya no evolucionaba ni bailaba y cuya única función era, como en el teatro latino, cantar en un sitio fijo. en esas condiciones, debió parecer sin duda natural hacerlos subir al escenario, al nivel de los actores podemos imaginarlos agrupados en un solo lado, o divididos en dos grupos colocados frente a frente; 1°) inversamente, la presencia del coro en la orquesta en el siglo v, excluyó en esa época toda posibilidad de una escena elevada creemos entonces, no como lo pretende Dörpfeld, que los actores y el coro en la época clásica representaban al mismo nivel en la orquesta y que más bien los actores ocupaban un nivel ligeramente sobreelevado en relación al coro (dos o tres escalones), que no perturbaba en absoluto las comunicaciones entre los dos grupos esta solución ofrece, entre otras ventajas, la de explicar los términos casi técnicos, "subir" y "bajar", que emplea Aristófanes para señalar las entradas y salidas de sus personajes.

Los dos teatros de Atenas: el teatro de Dionisos y el teatro Lenaico. Entre todos los teatros griegos, hay uno cuya historia interesa particularmente: es el de Atenas, donde se representaron las obras maestras de la tragedia y de la comedia griegas.

De acuerdo a la tradición, las representaciones teatrales en Atenas se habrían dado primitivamente (siglo VI a. de J. C.) en la plaza del Mercado Viejo. Cada año se levantaban andamiajes de madera que sostenían las gradas. Pero en el año 490, durante una representación, estos andamiajes cedieron. A raíz de este accidente, el teatro fue transportado definitivamente a la ladera sudeste de la Acrópolis. Las excavaciones practicadas después de 1886 bajo la dirección de Dörpfeld han sacado a luz estas ruinas

El teatro de Dionisos se elevaba en el recinto sagrado de Dionysos eleutheros. Del edificio del siglo V queda muy poca cosa, lo suficiente empero como para poder reconstruir la fisonomía general. Dos restos de muro, así como una hendidura practicada en la roca, esbozan aún el círculo de una antigua orquesta, construida anteriormente a las guerras médicas; tenía de veintiséis a veintisiete metros de diámetro y estaba situada a unos quince metros al sudeste de la orquesta actual. Del theatrón de aquella época no ha subsistido nada: la razón de esto es que se componía (lo sabemos por algunas alusiones de Aristófanes) de simples gradas de madera que se apoyaban en su mayoría en la ladera de la colina. En cuanto al edificio de la escena, las excavaciones, por la misma razón, no han revelado tampoco ningún vestigio. Era un barracón de madera que se renovaba en ocasión de cada festividad; es necesario imaginarlo elevado, de dos pisos por lo menos. Un teatro así puede parecer muy rudimentario, pero los días de representación su aspecto era ciertamente distinto, cuando cerca de 15.000 espectadores ocupaban el theatrón, cuando el coro desplegaba en la orquesta sus danzas y evoluciones, y cuando el frente de la escena estaba revestido con decoraciones brillantes. Así era el teatro donde Sófocles, Eurípides y Aristófanes hicieron representar sus dramas.

No es sino hacia el año 330 que fue construido, o al menos terminado, bajo la administración del orador Licurgo, el primer teatro permanente de piedra que conoció Atenas. En sus disposiciones esenciales, está conformado de acuerdo a la descripción general del teatro griego que se ha leído precedentemente. Pero está muy lejos de presentar la armonía de líneas y de proporciones que se admira en los demás edificios, el de Epidauro por

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ejemplo. Considerando el plano, puede apreciarse a primera vista la forma irregular de su theatrón, chato al oeste, saliente al este y cerrado en la parte inferior por dos muros de longitud muy desigual. En este plano, un elemento merece especial atención: es el espacio abierto del lado de la orquesta y limitado en los tres lados restantes por el fondo de la escena y por las paraskénia. En este emplazamiento vacío, existe la posibilidad de reconstituir imaginariamente un proskénion de madera que se erigía temporariamente para cada fiesta. No es sino tardíamente, en la época helenística (¿siglo II?), que este estrado fue reemplazado por un proskénion permanente de piedra, ornado en su parte delantera con columnas de unos cuatro metros de altura aproximadamente.

En la época cristiana y particularmente bajo Nerón, el teatro de Dionisos sufrió graves alteraciones que, en su conjunto, tenían por objeto transformarlo en teatro de tipo romano. Pero éstas no nos interesan.

Además del teatro de Dionisos, Atenas poseía durante la época clásica un segundo, llamado Lenaico, porque se elevaba en Lenaion, recinto sagrado de Dionysos Lenaios (dios de los lagares). Al igual que el teatro de Dionisos, no era naturalmente más que una construcción provisoria de madera. Estaba destinado especialmente a los concursos dramáticos de las Leneas. Pero desde el día en que se erigió el teatro permanente de Licurgo, todas las representaciones dramáticas fueron transportadas a ese nuevo edificio.

A esos dos teatros de la ciudad hay que agregar una cantidad bastante apreciable de teatros suburbanos diseminados en los burgos del Ática: inscripciones, textos y excavaciones nos han hecho ya conocer a diez de ellos. El Pirco, gran puerto de Atenas, poseía dos.

LA REPRESENTACIONConstitución técnica de la tragedia, de la comedia antigua y de la comedia nueva.

Una tragedia griega se dividía en partes dialogadas y cantadas. Las partes dialogadas, en número de tres, eran: 1) El prólogos, por donde comenzaba la pieza y que respondía, en consecuencia a nuestro primer acto; 2) Los episodion, de número variable, separados por cantos del coro: es lo que nosotros llamaríamos los actos II, III, IV, etcétera; 3) El éxodos, o acto final. Las partes líricas eran: 1) El parados, canto del coro a su entrada en la orquesta y que sigue inmediatamente al prólogos; 2) Los stasimon, cantos ejecutados por el coro entre los diversos episodios. Durante el diálogo, también figuran otros trozos líricos: cantos del coro, más breves que los precedentes (chorica), arias o dúos de actores, dúos entre un actor y el corifeo. Las dos terceras partes aproximadamente de las tragedias conservadas comprenden tres episodios, que juntamente con el prólogos y el éxodos comprenden cinco partes dialogadas. Se puede observar que la regla de los cinco actos, adoptada por los latinos y transmitida a los modernos, tendía a imponerse ya desde el siglo V. La métrica utilizada en el diálogo trágico es: el trímetro yámbico y excepcionalmente el tetrámetro trocaico29.

29 Todo lo que acaba de decirse es igualmente aplicable al drama satirico

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La estructura de la comedia antigua tal como la conocemos a través de las piezas de Aristófanes, es infinitamente más compleja. Nacida del komos ático30 , sufrió además la influencia de la farsa peloponesa, de la tragedia, y sin duda también de la comedia siciliana, y por otra parte no alcanzó jamás una unidad verdaderamente coherente. Puede afirmarse sin embargo que cualquier comedia de Aristófanes se compone esencialmente de los siguientes elementos: 1) Un prólogos comparable al de la tragedia, pero mucho más extenso; 2) Un parados, cuyo carácter tumultuoso y ruidoso recuerda la irrupción repentina del komos popular en el lugar del espectáculo; 3) un agón, o combate dialéctico: es también el perfeccionamiento de uno de los episodios primitivos del komos, "el combate verbal"; 4) La parabasis, que es otra reminiscencia del KOMOS: despojándose de máscaras y vestiduras escénicas, el coro retomaba su verdadera personalidad y, enfrentando a los espectadores, los interpelaba en su propio nombre o en el del poeta; 5) Escenas en trímetros yámbicos, muy comparables a los episodion de la tragedia, que sirven de unión entre los elementos precedentes. Estas diversas partes constituyen un primer grupo, muy claramente caracterizado. La segunda mitad de la pieza conforma igualmente un conjunto, pero mucho menos unido. Comprende un número variable de escenas dialogadas que, por su forma métrica (trímetros yámbicos), son verdaderos episodios al modo de la tragedia, Finalmente las comedias de Aristófanes terminan casi siempre con una jubilosa salida del coro con cantos, danzas y brincos, que constituye una nueva supervivencia del komos. La comedia antigua emplea mucho más metros que la tragedia. En el diálogo utiliza no solamente el trímetro yámbico, sino que ocasionalmente también los tetrámetros yámbico, anapéstico y trocaico. Para las partes líricas, su ritmo favorito es el peón, acompaña-miento habitual de la danza cómica (kordax), pero le agrega casi todos los metros trágicos empleados en la mayoría de los casos con espíritu de parodia.

La forma técnica de la comedia nueva no es sino una degeneración de la de la comedia antigua. En Menandro ya no pueden hallarse ni parados, ni agón, ni paralasis. En general, todos los cantos del coro han desaparecido para dar lugar a los intermedios o divertimentos sin relación con la acción, y que dividen habitualmente la pieza en cinco actos. Queda por lo tanto únicamente el diálogo, cuyo metro casi exclusivo lo constituye el trímetro yámbico.

Distribución de los personajes. Hemos visto ya que los poetas dramáticos no disponían, para la ejecución de sus dramas, nías que de tres intérpretes para la tragedia y cuatro para la comedia31. Cifras siempre inferiores al número de personajes que debían aparecer en escena: tal tragedia (por ejemplo, Las Fenicias de Eurípides) cuenta once personajes, tal comedia de Aristófanes (Los Acarnienses, La Paz, Las Aves) una veintena, o más aún. Gracias a las máscaras que permitían a cada actor interpretar sucesivamente varios

30 El komos era un cortejo de campesinos ebrios que, en las Dionisíacas Rurales, se dispersaban por

las calles de la ciudad, cantando alabanzas en honor de Dionisos, frecuentemente interrumpidas por invectivas y alegres burlas dirigidas a los transeúntes.31 Se ha discutido recientemente esta limitación oficial del número de actores pero contradecir la evidencia. Entre otras pruebas, es la única explicación de ciertas anomalías de estructura que se observan en las piezas conservadas

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personajes, esta desproporción no creaba inconvenientes demasiado graves. El artista que había interpretado el papel del rey o de la reina volvía a aparecer en la escena siguiente irreconocible, bajo los rasgos de un esclavo o de un campesino. La distribución de los personajes entre los actores se realizaba de acuerdo a una jerarquía profesional. Al protagonista; jefe de compañía, le correspondían por derecho, los personajes más importantes, cuyo nombre da título a la pieza (Edipo, Antígona, Electra, Hécuba, etcétera). El deuteragonista recibía los de segundo plano, que son frecuentemente, los personajes femeninos (Ismena, Crisotemis, Yocasta, en Sófocles). En cuanto al tritagonista, era una especie de factótum a quien incumbían en particular los personajes ingratos.

Ejecución vocal. Música. Danza. Evoluciones del coro. Tres variedades de elocución, correspondientes a los metros empleados, eran utilizadas en el drama griego. La recitación (o hablado) de tono noble y un tanto convencional, se aplicaba al conjunto del diálogo (trímetros yámbicos). Por el contrario, todas las partes líricas eran cantadas, con acompañamiento instrumental. Quedaba aún una forma intermedia llamada paracataloge o casi recitación, sostenida también por la música: correspondía aproximadamente a lo que nosotros denominamos recitativo o elocución melodramática (tetrámetros anapésticos, yámbicos, trocaicos y sistemas).

E1 acompañamiento musical era proporcionado, en la tragedia y en la comedia griegas, por un instrumento que se acostumbra denominar, bastante impropiamente, la flauta doble; era en realidad, una especie de clarinete de dos tubos, provisto cada uno de ellos de un estrangul. Acompañamiento bastante discreto y que no ahogaba nunca las palabras: todo canto de varias voces era, en efecto, ejecutado por los griegos al unísono, o a una octava como máximo, y el ritmo musical permanecía estrechamente unido al metro. Con Eurípides se introdujo en el teatro un estilo musical más liberado del metro, donde una misma sílaba se descomponía a veces en varios sonidos diferentes. Estas novedades, vivamente atacadas por Aristófanes, no conquistaron menos rápidamente el entusiasmo del público.

La danza, para los griegos, no era solamente, como para nosotros, una sucesión de pasos ritmados. Era también una mímica que pretendía expresar a la vez los objetos materiales y los afectos del alma. En la danza así concebida, podía ocurrir que los pies permanecieran inmóviles; en cambio, todas las otras partes del cuerpo, la cabeza, los ojos, etcétera, estaban activas. El órgano expresivo por excelencia, era la mano y los dedos. Se decía comúnmente: "bailar con las manos". Los tres géneros dramáticos poseían, cada uno, su propia danza. La de la t r a gedia era la solemne emmeleia. La danza cómica era el kordax, que se caracterizaba especialmente por contoneos lascivos. El drama satírico poseía a su vez la sikinnis, compuesta por saltos y cabriolas.

El coro trágico hacía su entrada en la orquesta, en filas (tres unidades de frente por cinco de profundidad), o en hileras (cinco de frente por tres de profundidad). El flautista lo precedía. Los cantos del coro acompañaban su marcha o comenzaban recién cuando éste había tomado ubicación en la orquesta. Durante la ejecución de los stasimon evolucionaba de izquierda a derecha cantando la estrofa, de derecha a izquierda cantando la antistrofa y permanecía quieto para cantar el epodo. Durante los episodios, naturalmente, se volvía hacia

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los actores para dialogar con ellos. El tiempo restante se dividía en dos semi-coros colocados frente a frente. Su salida era un simple desfile sin evoluciones. En la comedia, donde el coro contaba veinticuatro ejecutantes, se utilizaban igualmente las formaciones en filas ( cuatro de frente por seis de profundidad) o en hileras (seis de frente por cuatro de profundidad). Pero a menudo el coro también se dividía en dos mitades, o semi-coros. Mucho menos regular que los parados trágico, el de la comedia tomaba formas muy diversas: su característica más constante es una entrada tumultuosa (carrera, persecución, carga, batalla, etcétera). El agón posee la misma característica, más pronunciada aún: es casi siempre una verdadera batalla entre los dos serni-coros, o del coro entero contra un contradictor. Finalmente, la salida del coro cómico no era menos ruidosa ni menos agitada, en general, que su entrada. Durante el dialogo, los coreutas miraban hacia la escena o se alineaban en dos mitades, de cada lado. En la parábasis, como ya se ha dicho, se colocaban momentáneamente con el rostro vuelto hacia el público.

Decorados y máquina teatral. En los primeros tiempos de la tragedia, el decorado parece haber consistido generalmente en un objeto único, de amplias proporciones, material-mente representado en la orquesta, ya se tratara de un altar, una tumba, una torre, etcétera. Así ocurre aún en las más antiguas piezas de Esquilo (Las Suplicantes, Los Siete contra Tebas, Los Persas). La invención de los decorados pintados es atribuida por Aristóteles a Sófocles (año 465, aproximadamente). Desde entonces el decorado usual de la tragedia griega consistió en cuatro tipos generales: 1) El templo "Las Euménides de Esquilo; Ifigenia en Táuride de Eurípides. El palacio (Agamennón y Las Coéforas de Esquilo; Antígona y Edipo Rey de Sófocles; Medea de Eurípedes); 3) La tienda de un conductor de ejército (Áyax de Sófocles; Hécuba, Las Troyanas, Ifigenia en Áulide de Eurípides); 4) El paisaje rústico o marino (Filoctetes y Edipo en Colono de Sófocles; Electra, de Eurípides). Casi siempre el decorado trágico comprendía tres partes, a las que correspondían tres puertas o aberturas, en el centro y a los costados.

En todas las épocas, tanto en Aristófanes como en Menandro, la comedia tuvo como decorado habitual el frente de una o de varias habitaciones. En el primer caso, se elevaban simétricamente anexos a derecha e izquierda.

El decorado satírico (utilizado también, excepcionalmente, en la tragedia y la comedia32) comprendía dos variantes: el paisaje marino y el paisaje campestre, poseyendo uno y otro generalmente como centro una caverna (El Cíclope de Eurípides; Ichneutes de Sófocles).

Estos decorados, según toda verosimilitud, eran obtenidos mediante grandes bastidores pintados que se deslizaban sobre correderas. Gracias a esta movilidad, era fácil renovar rápidamente, entre dos piezas, el aspecto del fondo de la escena. En cuanto a los cambios durante una misma obra, eran muy poco frecuentes. En la tragedia no conocemos más que dos ejemplos: 1 ) La acción en Las Euménides de Esquilo transcurre en primer término delante del templo de Apolo en Delfos, y luego ante el de Atenea en Atenas; 2) En Áyax de Sófocles, la acción, después de haber comenzado delante de la tienda del héroe, se traslada a un bosque apartado donde se da muerte. Estos cambios súbitos se realizaban muy simplemente, al parecer, por medio de los periaktes, como se llamaba a dos prismas triangulares, colocarlos en escuadra a derecha e izquierda del decorado central, que giraban sobre un eje, y que presentaban en cada una de sus caras una decoración distinta. En Las Euménides, la revolución simultánea de los dos prismas, modificando los dos decorados laterales, prestaba al templo una apariencia y una significación nuevas. En Ayax, la revolución de uno de los periaktes, presentaba el bosque solitario requerido por la acción.

32 Para la tragedia, ver párrafos precedentes; en la comedia, ejemplo de Las Aves de Aristófanes.

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Aparentemente, podría parecer que en la comedia, por el contrario, los cambios a la vista fueran frecuentes. Una determinada pieza de Aristófanes nos transporta sucesivamente a tres lugares distintos de la ciudad, y luego al campo (Los Acarnienses); otra, de la tierra al cielo (La Paz); una tercera, de la tierra, al infierno (Las Ranas). Pero en realidad, en tales casos, los diferentes lugares donde debía mudarse la acción eran figurados de ante mano, en ambos lados es lo que se denomina el "decorada simultáneo", muy empleado también en Francia en la Edad Media.

Ninguna alusión formal, ningún vestigio material /permite suponer que los griegos hayan conocido jamás el uso fiel telón.

En cambio, ya utilizaban en el teatro diversas/máquinas. La más extraña de ellas Se denominaba ekkykléma. Hemos visto que el decorado griego simulaba invariablemente la fachada exterior de una habitación, "delante" de la cual transcurría la acción, de modo que cualquier acontecimiento que ocurriera en el interior de esta habitación debía necesariamente permanecer invisible a los espectadores. Era para subsanar este inconveniente que se habían inventado los ekkykléma. Cuando se había cometido un crimen en el palacio, se veía salir, a través de una de las puertas del fondo, una plataforma rodante que llevaba al criminal inmovilizado en la actitud del crimen y, a sus pies, sus víctimas. Era pues una parte de la habitación, la misma cámara del crimen, la que venía a ofrecerse a los ojos del público. El mecanismo del ekkykléma es muy poco conocido. Esta máquina funcionaba ya en dos piezas de Esquilo, las Coéforas y las Euménides (458 a. de J. C). Pero, en razón de su ingenuidad, pronto dejaron de ser utilizadas (hacia 420 a. de J. C).

El meechanee, o máquina para volar, era en suma lo que denominamos actualmente una grúa. Consistía esencialmente en un eje inclinado, provisto de una polea, sobre la que se deslizaban cables accionados por un torno. El extremo destinado a levantar los personajes adoptaba las formas más diversas: carros volantes, grifos alados y otras armaduras fantásti-cas. A veces el actor estaba suspendido directamente por un simple gancho. El aparato estaba fijado en el piso superior de la skene, detrás del muro de fondo, el cual mediante una abertura ad hoc libraba el pasaje al árbol inclinado. Numerosos dramas de Eurípides tienen como desenlace la intervención de una divinidad que desciende del cielo por medio del meeehanee (deus ex machina). El más antiguo empleo conocido de este aparato se encuentra en Medea (431 a. de J. C), pero la invención es sin duda anterior en algunos años a esta fecha.

El theologeion (lugar desde donde hablaban los personajes divinos) descubría en cierto modo a la vista de los hombres el reino celeste. Más que un practicable era una máquina. Es necesario representárselo bajo la forma de una tribuna aérea, instalada en la parte superior del decorado, sobre la habitación.

Existían dos aparatos para traer desde los abismos subterráneos a los dioses infernales o las almas de los muertos. La escalera de Caronte consistía simplemente en una escalera que ascendía desde el subsuelo hasta la luz. El anapiesma era una trampa móvil que elevaba mecánicamente a los personajes.

El bramido del trueno era producido por un dispositivo bastante rudimentario, llamado bronteion. Era un gran recipiente e estaño, colocado detrás de la escena, en el cual se arrojaban con estruendo guijarros y hierro viejo. En cuanto a los relámpagos, se producían por medio de antorchas agitadas con vivacidad.

El traje en la tragedia y en el drama satírico. El vestido trágico, al igual que la propia tragedia, es de origen dionisíaco. En sus rasgos generales es la vestidura festiva que Dionisos muestra ya en los vasos pintados del siglo VI y que llevaban sus sacerdotes en las ceremonias del culto.

Este, traje puede observarse en varios vasos pintados de los siglos V y VI. Se compone, como el de la vida real, de dos piezas: la túnica y el manto. Pero se distingue por la

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extraordinaria riqueza de los bordados que recubren toda su superficie: ramajes, estrellas, arabescos, figuras animales y humanas. En los siglos subsiguientes esta decoración adoptó un carácter más geométrico, sin perder nada de su magnificencia: franjas verticales y horizontales entrecruzadas, cuadrados, triángulos, etcétera. A la suntuosidad de los bordados se agregaban la variedad y esplendor de los colores: oro, púrpura, verde, amarillo azafrán. Por otras características aún, el vestido trágico difería del traje usual." La túnica, en lugar de simples bocamangas, estaba provista de largas mangas al estilo oriental. Además, en lugar de no descender más que hasta las rodillas, caía hasta los pies. Finalmente, la cintura, en lugar de ajustarse a las caderas, estaba situada debajo del busto. Estos dos últimos artificios perse-guían el mismo fin: realzar la estatura de los personajes

En el drama satírico aparecen a la vez, los héroes trágicos (llevan la vestimenta que acabamos de describir) y seres semi-animales, los sátiros y su padre Sileno. El disfraz tradicional de los sátiros consistía en una especie de pantalón de pelo de cabra, provisto en la parte anterior de un falo y en la posterior de una cola de caballo. A primera vista, todo el resto del cuerpo parecía desnudo, pero en realidad estaba recubierto por una malla ajustada de color carne. El viejo Sileno tenía su traje especial: una malla recubierta de pelos largos que lo envolvía desde el cuello hasta los pies y le otorgaba la apariencia velluda de un animal.

El traje en la Comedia antigua y en la Comedia nueva. La Comedia antigua, tal como nos la presenta Aristófanes, es una farsa desenfrenada, cuyo objeto principal es provocar la risa. Así se explica el ridículo atuendo que llevaban sus actores. Tenemos un conocimiento bastante exacto de ellos por algunas alusiones de Aristófanes, pero sobre todo por una serie de vasos pintados y estatuillas que nos proporcionan todos los detalles. En estos objetos los personajes aparecen como verdaderos monigotes. Debajo de una malla color carne, llevan vientres postizos y enormes caderas, confeccionadas con almohadas; habitualmente también, la indecente brevedad de su túnica, de gruesa tela rígida como el cuero, deja al descubierto las nalgas y el falo. El origen de este disfraz no es dudoso; como ya se lo puede observar en vasos corintios del siglo VI, puede afirmarse que proviene de la farsa popular peloponesa.

Los personajes del coro también vestían de la misma manera. Pero éstos no eran siempre seres humanos, Con frecuencia, eran animales, abstracciones personificadas, invenciones fantásticas: fieras, hombres-caballos, hombres-hormigas, cabras, avispas, ranas, nubes, ciudades, etcétera.

No es asombroso que la comedia ática, a. medida que rechazaba la locura de sus comienzos y se impregnaba de verdad humana, haya introducido más naturalidad en el atuendo de sus actores. El elemento grotesco, en efecto, ha desaparecido casi por completo de los trajes de la Comedia nueva. Túnicas y mantos, en los personajes de Menandro, no se distinguen en nada por su forma de los de la vida real. Observemos solamente una curiosa convención: el uso de los colores estaba fijado por la tradición y había adquirido una significación simbólica. Por ejemplo, las mujeres viejas se adornaban con verde y azul, las jóvenes con blanco y amarillo. Podía reconocerse al rufián por su manto abigarrado, a los .soldados por su clámide color púrpura, a la cortesana por su vestido amarillo, símbolo de concupiscencia, etcétera.

Las mascabas en la tragedia y en el drama satírico. La máscara de teatro es una supervivencia, el último perfeccionamiento de las mascaradas utilizadas en todos los tiempos en el culto de Dionisos. .Es a Esquilo a quien se atribuía la introducción de la máscara pintada, a imitación del rostro humano. Confeccionada en un molde mediante lienzos estucados, era seguidamente recubierta con una capa de yeso que el pintor coloreaba. Se le adaptaba una peluca y, cuando la necesidad lo requería, una barba. La mayoría de las máscaras trágicas que se conservan provienen lamentablemente de una época decadente.

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Todo en ellas está subordinado intencionalmente a la expresión: cejas convulsas, ojos dilatados, bocas abiertas, arrugas profundas. La impresión general es de una fealdad patética. Un artificio de estructura contribuye aún más al aspecto extraño de estos rostros: es una elevación artificial de la frente (llamada onkos), que estaba disimulada por la peluca. Pero no es ciertamente de acuerdo a esos modelos que debemos imaginar las máscaras del período clásico. El arte del siglo V, prendado ante todo de la belleza y serenidad, rechazaba estas exageraciones. Puede observarse en imágenes, que datan aproximadamente de fines del citado siglo, al lado de los sátiros, a dos personajes trágicos: el rey Laomedonte y Hércules, llevando en la mano sus máscaras. El rasgo más patente de éstas es la abertura —por otra parte moderada-- de la boca. Toda otra deformación intencional está ausente en ella.

Las máscaras más antiguas fueron evidentemente individuales. Pero, con el tiempo se operó una clasificación, y cada máscara, habiendo tomado una fisonomía definitiva, no representó ya a un individuo, sino a un tipo, general. Existió también la máscara-tipo del rey, del tirano, de la heroína enlutada, del enamorado, del fantasma, del mensajero, etcétera. En cada tipo, dos o tres variantes correspondían a las diferencias de edad. Se puede admitir que desde el siglo V las grandes líneas de esta clasificación ya estaban esbozadas; pero es de absoluta certeza que no ha sido codificada antes del período alejandrino.

Los sátiros eran, originariamente, demonios-machos cabríos. De esta naturaleza animal, sus máscaras habían conservado en el teatro varios rasgos: nariz aplastada (como la de los machos cabríos), barba y cabellera desgreñada, rostro achatado, amplia frente surcada de arrugas. Tal es también, en la mayoría de los monumentos, la apariencia de Sileno, pero agravada por las taras de la vejez: arrugas múltiples, semi-calvicie, boca desdentada.

Las máscaras cómicas. Las máscaras, en la Comedia antigua, estaban en relación a los trajes. Eran caricaturas enormes, monstruosas. Únicamente constituían la excepción, y estaban exentos de desfiguración los rostros de las mujeres jóvenes. Es necesario señalar aparte una categoría de máscaras, que eran combinaciones irreales: nubes, pájaros, ranas, etcétera.

Cosa curiosa, las máscaras burlescas de la Comedia antigua no desaparecieron de la Comedia nueva. Un cierto número de tipos consagrados, tales como el rufián, el capitán, el parásito, el palurdo, se perpetuaron en ella con su fisonomía tradicional. Asimismo, la fealdad y la exageración grotesca continuaron caracterizando a los viejos de ambos sexos. En cambio, los monumentos decorados atestiguan que las mujeres jóvenes y los hombres jóvenes presentaban rostros regulares, sin caricatura. Más netamente, aún que las máscaras trágicas, las de la Comedia nueva son en su mayoría máscaras-tipo, es decir caracteres. El lexicógrafo Pollux enumera cuarenta y cuatro de ellos, donde reconocemos a todos los personaje; de las obras de Menandro, Planto y Terencio: padres indulgentes o severos, sicofantes, rufianes, adolescentes prudentes o libertinos, palurdos, matamoros, parásitos, adulones, esclavos bribones, madres bondadosas, esposas de mal carácter y charlatanas, damas jóvenes e ingenuas, cortesanas, doncellas, etcétera.

El calzado, el peinado, los accesorios. E1 calzado que llevaban los actores se denominaba coturno. En la mayoría de los monumentos (que son, en verdad, de la época de-cadente) son borceguíes de alta caña y suela gruesa, a veces hasta de veinte, centímetros. Pero este coturno-sanco es ciertamente una invención tardía, contemporánea y correlativa del onkos. Como este apéndice alargaba por la parte superior el cuerpo del actor, se hacia necesario, para restablecer las proporciones normales, alargarlo también por la parte inferior. Pero, en la época clásica, el onkos, ciertamente, no existía, y el coturno no tenían aún sino una elevación moderada, exactamente la necesaria para que la estatura de los héroes trágicos apareciera a la altura de la dimensión de sus acciones y de sus sentimientos.

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En el drama satírico, los sátiros estaban descalzos, de manera que nada entorpeciera su agilidad.

En la comedia, las diversas clases de calzado en uso no parecen haber sido diferentes de los de la vida real.

Para los griegos, el uso de sombrero era poco menos que desconocido. Naturalmente, lo mismo ocurría en el teatro. Únicamente los viajeros (por ejemplo, Ismena en Edipo en Colono) se cubrían con un sombrero de ala ancha llamado capacete. Las mujeres, en sus salidas, se envolvían la cabeza con su manto.

Los dioses y los héroes conservaban en la escena los atributos tradicionales que poseen en el arte. Reyes y adivinos llevaban en la mano el cetro. Todos los ancianos se apoyaban en bastones. Los mensajeros de buenas noticias se presentaban con la cabeza coronada. Se reconocía al parásito por su frasquito de aceite y por su estrigil, instrumentos destinados al acicalamiento de su amo, después del baño.

I V . EL PÚBLICO. EL JUICIOEl público. Los espectáculos dramáticos en Atenas comenzaban desde el alba. La

gente acudía con la cabeza adornada, como para una ceremonia religiosa. ¿Era admitido sexo femenino? Para la tragedia, la respuesta no es dudosa: expresa un texto de Platón que las mujeres más honorables más cultas las frecuentaban. En lo que concierne a la comedia, se ha objetado, no sin aparente razón, el impudor de espectáculos que ofrecía a menudo ante la vista. Pero no hay que olvidar qué había sido, en su origen, y había permanecido siéndolo, un acto del culto en honor de Dionisos: de modo que se puede afirmar que ninguna ley excluía de ellas a las mujeres. No obstante, existen poderosas razones para pensar que, si las cortesanas y muchas mujeres del pueblo encontraban placer en tales espectáculos, las atenienses honestas no se aventuraban.

Para facilitar la distribución .de los asientos en esos vas edificios que constituían los teatros antiguos, tuvieron -que tomarse algunas medidas prácticas. En Atenas, es casi seguro que cada una de las diez tribus tenía su sección particular (kerkis). Otros emplazamientos estaban reservados al Consejo de los Quinientos, a los efebos, a los extranjeros, tal vez también a las mujeres. Además, cada espectador recibía, cuando entraba al teatro, una ficha (symbolon) EN cuyo anverso había letras del alfabeto que designaban la sección adonde debía dirigirse. El precio de la entrada era de dos obolos (alrededor de 32 francos) por asiento y por día. Pero, hacia el año 411 a. de J. C, los pobres recibieron del Estado una indemnización, calculada a razón de dos óbolos por día de fiesta, que les permitía asistir, sin desembolso alguno, a los espectáculos. Agentes llamados perdigueros, y apostados en la orquesta sobre los escalones de la thymele, estaban encargados de la función de policía.

Juicios, premios, ex-votos. La clasificación final de los concursos era pronunciada por un jurado. La constitución oficial de este jurado comprendía en primer lugar el estable-cimiento de una lista general, luego dos operaciones eliminatorias que tenían por objeto evitar la intriga y el fraude. La lista general era confeccionada por el Consejo de los Qui-nientos, asistido por los coregas interesados, en razón de un número igual de nombres por tribu. Esos nombres eran depositados en diez urnas, correspondientes a las diez tribus. A la apertura del concurso, el arconte extraía al azar de cada urna un nombre; y las diez personas así designadas oficiaban como jueces, y una vez finalizado el concurso, emitían su voto. Pero sus sufragios no eran definitivos: un nuevo sorteo los reducía a cinco, y esos cinco sufragios constituían el veredicto. En su conjunto, los juicios emitidos por los jurados dramáticos atenienses parecen haber sido equitativos y justos. Del número de victorias obtenidas por los tres glandes trágicos, Esquilo y Sófocles^ resultan triunfadores dos veces de cada tres y Eurípides una de cada cinco. El premio, tanto para el poeta como para el protagonista vencedores, consistía en una simple corona de hiedra, otorgada por el arconte,

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en pleno teatro.Todo corega vencedor en un concurso de tragedia o de comedia, dedicaba a Dionisos

un exvoto. Ordinariamente, era una placa de mármol, con una inscripción. Otras veces, sobre todo cuando se trataba de una "coreegia" cómica, se consagraban simplemente algunas piezas del equipo del coro, coronas, máscaras, etcétera.

El Estado por su parte, después de cada concurso, consignaba sus resultados en actas grabadas sobre mármol y depositadas en archivos. Algunos fragmentos de estos anales del drama ático han llegado hasta nosotros.

LA TRAGEDIA En cierta antigua forma de la danza coral, los hombres solían disfrazarse de animales,

con la idea de asemejarse a las divinidades y asimilar algo de su poder. Estas danzas seguían usándose cuando ya no respondían al objeto primitivo; y cuando la religión de Dionisos, el dios de las vides, invadió a Grecia hacia el siglo VIII o VII a.C , muchas de aquellas danzas quedaron afectas a su culto, y Dionisos vino a ser el amo de aquellos que, bajo disfraces de chivos, representaban el espíritu de los bosques y la vida silvestre. Era él, en efecto, el dios de las exaltaciones extáticas, y ejerció natural señorío sobre cuantos se sentían en contacto con los secretos de la naturaleza o procuraban indagar los misterios que gobiernan la existencia humana, de la cuna a la sepultura. Los ritos dionisiacos absorbieron en su seno a otros varios ritos de antigüedad inmemorial que se celebraban en las ocasiones trascendentales y solemnes de la vida humana, singularmente los instantes en que parece que nos enfrentamos con los poderes superiores que dictan el sufrimiento y la muerte. En Sición, el tirano Clístenes adaptó al culto de Dionisos los coros tradicionalmente consagrados a Adrasto, el héroe local. Pero ya en Corinto, por 620 a. C, el poeta Arión había organizado los ritos en suerte de coro dramático. El ditirambo o canto de Dionisos pasó de ser una canción improvisada a ser un verdadero himno coral con música y acción mímica. Con el tiempo, el elemento dramático fue desarrollándose, y el director del coro se convirtió en personaje, como en el Teseo de Baquílides, y dialogaba en canciones con el resto del coro.

Sin embargo este canto dramático se hubiera mantenido inalterable, a no ser por un juego de circunstancias peculiares. Por la segunda mitad del siglo VI, la gente ateniense

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comenzó a madurar en su propia índole. Bajo el gobierno de príncipes ilustrados que protegían las artes y hospedaban a los poetas eminentes llegados de otras tierras, aprendió a sentir la literatura como una necesidad, expresión de su íntimo carácter. El gusto público no sólo se había formado y educado al contacto con los forasteros distinguidos, sino en las recitaciones anuales de los poemas homéricos instituidas por Pisístrato, y ya el don creador del ateniense pugnaba por encontrar salida. Y es característico que no la haya encontrado en ninguna nueva forma literaria, sino en las vetustas danzas corales incorporadas al rito dionisiaco. El dios del rapto extático parecía significar el despertar del anhelo artístico, y el canto y la danza que lo celebraban proporcionaron medios perdurables que preservarían para la posteridad los pensamientos y los sentimientos de aquel pueblo respecto a los problemas fundamentales de nuestra especie.

La tragedia ática comenzó su carrera histórica en la primavera de 535 a. c., cuando, en el gran festival de Dionisos, Tespis apareció con su coro de tragódoi o "cabros cantores" y presentó algo como un drama en rudimento. De su obra nada sobrevive, pero consta que era cantada y no hablada, algo como una cantata dramática. La acción era muy sencilla, y sólo el jefe del coro tenía un papel definido. Pero de tan rudos comienzos, el genio ático, mudo hasta entonces, fue alzando su tono poético singular. Durante el siglo v la tragedia es, en Atenas, el arte literario por excelencia; y sus últimos triunfos coinciden con el derrumbe del imperio ateniense. Hasta el fin conservó este teatro la huella de su origen dionisiaco y, tanto en carácter como en estructura, siempre fue cosa diferente de la tragedia del Renacimiento o del mundo moderno. A su asociación con el dios debe la conservación del coro, que siempre siguió expresando nociones propias de la mente religiosa. Y a ello debió asimismo su no desmentida gravedad. Sin ser invariablemente trágico en el sentido moderno, siempre se refiere a los extremos fundamentales de la vida y la muerte, y especialmente a la relación del hombre con sus dioses. En el origen, había sido una cantata que narraba alguna proeza, pero sin representarla, y se abstuvo en general de mostrar en escena ninguna acción violenta. La muerte o los desastres eran referidos por un mensajero, no acontecían a los ojos de la audiencia. Salvo contadas y notorias excepciones, los asuntos procedían de la saga o leyenda, se referían a la solemnidad que se celebraba con la representación. La tragedia siguió siendo una forma de la actividad religiosa, aun para los días en que sus creadores habían dejado de creer en aquella religión. A ella confiaban los mayores poetas atenienses la expresión de sus meditaciones más profundas, y en ella el pueblo ateniense reconocía el arte que más hondamente entraba en su conciencia común y más le ayudaba a entender su unidad espiritual.

De la primitiva tragedia ática nada ha quedado. Aristóteles dice que consistía en "breves mitos y lenguaje ridículo", y acaso sus actas se parecían a los "milagros" medievales. Las piezas que nos han llegado son obras de los tres grandes trágicos que Grecia reverenció entre todos. El desarrollo del género cubre un siglo, y la variedad de las piezas muestra la capacidad de la tragedia ática. Su cabal apreciación exige un esfuerzo diferente del que aplicamos al entendimiento de la moderna tragedia. La escena única, los muy contados actores, la sublimidad de la lengua en discursos de antemano fijados, los diálogos en que los actores conversan recitando alternadamente un verso cada uno, los complicados cantos del coro, los arduos problemas de religión y moral, y las tersas verdades caseras y sencillas, todo ello mezclado da a la tragedia ática un aire de extrañeza. Pero, tras las exterioridades algo escuetas, palpita un mundo de poesía verdadera, obra de inteligencias privilegiadas, cuya trascendencia sigue siendo hoy tan honda y universal como en los grandes días del siglo v.

Esquilo (525-456 a. c.) pertenecía a aquella brillante generación que derrotó a los invasores persas entre 490 y 480 a. c Peleó en Maratón, e hizo recordar este hecho en su tumba, aun olvidando toda mención de su poesía. Contribuyó como ninguno a dar a la

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tragedia griega su forma definitiva. Aumentó de uno a dos el número de actores; redujo el coro; hizo del elemento hablado algo más importante que la parte cantada. Siempre estaba experimentando novedades, aprendiendo de los demás, perfeccionando su técnica dramática. Componía en grande escala. Su unidad artística no era la tragedia, sino tres tragedias relacionadas por el asunto, o trilogía. A éstas seguía otra pieza semihumorística, donde un tema heroico era tratado con comicidad. Pero de estas piezas, llamadas satíricas porque los coros se disfrazaban de sátiros, nada sobrevive. Esquilo, pues, trabajaba según un plan en que la simple tragedia es parte de un conjunto mayor y se explica con relación a éste. Esta dimensión de la obra todavía queda superada por su excelencia poética. A sus ojos, la humanidad queda transfigurada en un destino trascendente, y todavía allende este mundo heroico se dejan ver ensanches terribles e inesperados. El poeta es un vidente que lanza penetrantes miradas al seno de los misterios creados por los conflictos y los dolores; pero también era un poeta capaz de ver el reflejo de lo universal en los símbolos particulares, configurados en ritmos y en dibujos. No pensaba en abstracciones, sino en vivas imágenes, y cada una de sus palabras muestra la naturalidad con que sus experiencias se vuelcan en poesía. El mundo por él creado es un mundo suyo, tan individual y tan grande como el de Miguel Ángel. Pero jamás dejó que la realidad se le escapara ni dejó de ser un hijo de su edad, edad de héroes si los hubo.

El más antiguo drama de Esquilo que poseemos, Las suplicantes, data de la primera década del siglo V. Es la primera pieza de una trilogía cuyas dos piezas siguientes, Los egipcios y Las hijas de Dánao, se han perdido. Su carácter arcaico se manifiesta en la importancia del coro, que aún desempeña el papel principal, en la sencillez de la acción, en el reducido número de personajes y en la ponderosa magnificencia del estilo. Las cincuenta hijas de Dánao han huido con su padre de Egipto a su hogar tradicional de Argos, por no casarse con sus parientes, unión que consideran como antinatural. Y la intriga consiste en sus esfuerzos para obtener protección y la llegada de un heraldo de Egipto, quien anuncia la presencia de los pretendientes rechazados. La acción es lenta y los personajes apenas dibujados. Las palabras, aunque sublimes y soberbias, no aciertan por eso mismo a diferenciar una persona de otra, y en el diálogo o cambio de discursos se advierte una extraña rigidez. Con todo, Las suplicantes no sólo es obra de poesía, sino gran poesía dramática. Hay verdadera emoción cuando las suplicantes piden a Zeus que las liberte o se estremecen de horror antes las amenazas del heraldo. Pero el nervio y atractivo de la pieza está en el tono palpitante y exaltado que levanta todas y cada una de sus palabras. Si la acción es escasa, hay pasión y ternura a manos llenas; y sí es algo escueta y elemental, está cargada de íntimo sentido dramático. Los versos parecen dictados por el sentimiento mismo del ansia y la tortura que doblegan a los personajes.

El meollo de Las suplicantes está en su problema ético. Esquilo revela ya su capacidad de encontrar I rama y poesía en las abstracciones de la moral. Las mujeres que pretenden escapar al matrimonio son tan censurables como los egipcios que intentan sujetarlas por la violencia; y parece que, en la continuación de la trilogía, Esquilo da su aprobación a una sola mujer, Hipermnestra, quien cede a su instinto de mujer y viene a ser la abuela de los reyes de Argos. El conflicto es hondo y enmarañado, y Esquilo lo trata con rectitud y simpatía. En los motivos encontrados el poeta reconoce que hay una lucha tan grave como apasionadora. Porque, dondequiera que caigan el error o el acierto, ellos afectan en definitiva a seres humanos. No escapa a su mirada profética el hecho de que tal conflicto compromete los temores y les anheles humanos, y éstos constituyen su verdadero tema. Sin duda que de antemano tiene preparada su solución, pero como buen poeta y dramaturgo, la guarda hasta el fin y deja que la obra oscile entre los secretos y desacuerdos del alma.

De Las suplicantes a Los persas, pieza representada en 472- a. c, hay una laguna.. Los

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persas es obra notable por muchos conceptos. Trata de un asunto casi contemporáneo: la batalla de Salamina, que había acontecido ocho años antes, y la pieza se presenta como unidad aislada, sin trilogía. La escena es en Susa, capital de Persia, donde los Ancianos y la Reina Madre aparecen llenos de presentimientos sobre la fatalidad que amenaza a Jerjes y a su ejército. Un mensajero, en efecto, anuncia su derrota en Salamina; y el espectro del gran rey Darío aparece para profetizar peores calamidades. Llega, a esto, el fugitivo Jerjes, y la obra acaba con sus lamentaciones y los llantos del coro. No es, pues, una obra trágica en el sentido moderno. Su objeto es celebrar la heroica victoria ateniense y describirla. Los discursos de los mensajeros son espléndidos; como que el autor tenía experiencia personal del caso, y no hay asomo de aquella exageración que afea tantos versos marciales. Los mensajes son verdaderos péanes en loor de la vencedora Atenas. Pero Esquilo es ecuánime para el enemigo y le concede grandeza en la derrota. La anciana reina es digna y moble, y el espectro de Darío tiene la majestad que corresponde a un gran rey. Aun las lamentaciones de Jerjes parecían sin duda a los griegos más varoniles de lo que a nosotros nos parecen. El éxito de Los persas reside en su estilo y temperatura. Las imágenes majestuosas y arcaicas de Las suplicantes dejan aquí el sitio a un modo más plástico y personal. Los magníficos versos poseen una efectividad inmediata y nos transportan a la atmósfera triunfal de las luchas por la libertad de Grecia. El estilo sostiene el temple heroico, y aunque la belleza del final haya perdido algo sin su música, la pieza alcanza una emoción suma con aquel derrumbamiento de una orgullosa potencia. Aquí Esquilo ha extraído poesía del viejo tema de la arrogancia humana aniquilada por los dioses, y deja que sus versos lo hagan sentir sin necesidad de subrayar la consecuencia moral.

En el Prometeo encadenado, Esquilo olvida a los hombres por los dioses. La escena, en los desiertos de Escitia, donde no hay figuras humanas. El Titán Prometeo ha ayudado a los hombres a robar el fuego del cielo, y el nuevo dios, el joven Zeus, lo sentencia a ser encadenado en una montaña. La pieza es la primera de una trilogía y se abre en el momento en que Hefesto y la Fuerza clavan a Prometeo en la roca. Al quedarse solo, éste exclama:

"¡Oh divino éter, y alígeras auras, y fuentes de los ríos, y perpetua risa de las marinas ondas; y Tierra, madre común, y tú, ojo del Sol omnividente: Vedme cual padezco, dios como soy, por obra de los dioses!" 33

En su soledad, es visitado por el coro de las ninfas Oceánidas, por el Océano mismo y por la errabunda Io. A todos ellos les anuncia el futuro y les cuenta lo mucho que ha hecho por el hombre, quejándose de la crueldad de Zeus. Declara saber a ciencia cierta que a la postre Zeus será derrumbado y confiesa poseer el secreto de que depende el destino del dios. Hermes, que lo escucha, le exige su secreto. Como Prometeo se rehusa a decirlo, es precipitado en el Tártaro, en medio de un inmenso cataclismo y terremoto.

El Prometeo encadenado es una de las obras más inspiradas de la humanidad. Se mueve con facilidad en un mundo trascendental donde las perspectivas son mayores y más claras que. en la tierra misma. Prometeo es la personificación del espíritu, que acepta el sufrimiento a cambio del bien que puede hacer y su orgullo indomable, en vez de alejarlo, nos lo hace todavía más simpático. Su carácter se destaca por contraste con el gárrulo y contemporizador Océano y con la torturada y delirante Io. Sus elocuentes discursos son magníficos argumentos para justificar su conducta. Nos demuestran que su triunfante adversario, Zeus, no pasa de un ingrato y, como todo tirano joven, abusa de su poder. Nuestras simpatías y aun nuestro juicio ético caen de su lado y no del de Zeus; y cuando Shelley escribió su Prometeo libertado para predecir la caída de Zeus, no hizo más que seguir la senda ya trazada por Esquilo. Pero es inconcebible que en el perdido Prometeo libertado de Esquilo la conclusión haya sido la misma. El poeta antiguo más bien parece haber

33 Trad. F. S. Brieva Salvatierra.

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propuesto una reconciliación entre Prometeo, algo domado ya por el sufrimiento, y Zeus, dulcificado a su vez por sus largos siglos de gobierno. El conflicto se establece entre dos causas igualmente rectas: el mejoramiento de la humanidad y la necesidad del orden. Esquilo había presenciado el auge del imperio ateniense, y sabía que toda consolidación del poder implica el sacrificio de algunas cosas buenas. Creía que aun los dioses pueden aprender y perfeccionar sus métodos. Y por eso concibió una reconciliación final entre los dos poderes opuestos.

La siguiente obra de Esquilo que conservamos vuelve a la edad heroica. En 467 a. c., dio a la escena una trilogía sobre los pecados y calamidades de la casa de Lábdaco. De esta trilogía sólo nos queda la tercera tragedia, Los siete contra Tebas. Aquí los dos hijos de Edipo se matan mutuamente en combate, lo que pone término a la raza maldita. Pero en la pieza, la maldición queda como plano de fondo. Etéocles, el hijo que defiende a Tebas contra su hermano, es prototipo de guerreros y es un grande hombre. Es el jefe, y casi el personaje principal. Anuncia la inevitable guerra; se mofa del coro de mujeres, por la cobardía con que acoge la noticia, y toma las medidas del caso para prevenir todas las posibles vicisitudes. La mayor parte del drama consiste en escenas en que se le ve dictando órdenes; y aunque en ellas hay poca acción, poseen tales escenas una belleza dramática y descriptiva. Al fin, Etéocles sale a defender la ciudad y a combatir a su hermano, y poco después averiguamos que ambos han muerto. Tal vez aquí acababa el drama, y la escena siguiente, que nos lleva a la amenazante sentencia de Antígona, parece una adición ulterior, destinada a conectar la conclusión de Esquilo con las de Sófocles y Eurípides.

La estructura de Los siete contra Tebas es arcaica. La serie de escenas inconexas posee el rudo encanto de la escultura primitiva y de las pinturas en los vasos. El drama, con todo, se sostiene por la carga de imaginación que por todas partes rezuma. Etéocles es vástago de una raza maldita, y con su muerte y la de su hermano llega a término la maldición. Pero Esquilo no hace de su héroe un mero juguete del destino, sino que su héroe, por su propia deliberación, se encamina arrojadamente hacia su fin. La herencia no ha afectado un punto su carácter. Él sabe bien que, si no libra batalla contra su hermano, la ciudad entera será esclavizada. No vacila, pues, y acepta su propia muerte.

En 458 Esquilo presenta su última obra, la Orestía, que consta de tres piezas: Agamemnón, Las coéforas (portadoras de libaciones) y Las Euménides. Tal es la única trilogía completa que conservarnos de Esquilo, y que Swinburne considera "en conjunto, como la obra espiritual más alta hecha por el hombre". En ella, Esquilo se nos muestra en la plenitud de su fuerza, aun cuando todavía en proceso de aprendizaje, puesto que adopta el actor suplementario y la decoración pintada recién traídos por Sófocles. A la edad de sesenta y siete años, Esquilo todavía acepta las novedades y las incorpora a su manera. La Orestía nos revela con nitidez sus métodos y nos permite ver el despliegue cabal de sus efectos dramáticos en la gran escala de la trilogía.

También aquí se trata de una culpa hereditaria. En el primer drama, Agamemnón regresa victorioso del sitio de Troya y halla la muerte a manos de Clitemnestra su esposa. En Las coéforas, su hijo, Orestes, venga la muerte de su padre matando a su madre. En Las Euménides, es exculpado y purificado de su crimen. Cada tragedia posee su unidad propia, pero hay una unidad superior que a todas las conforma magistralmente, y el tema común es la sangre con que se rescata la sangre derramada. Tal problema queda absorbido en el conjunto artístico. Los personajes lo ilustran mediante su conducta y sus actos, y no son meras abstracciones simbólicas. Son individuos responsables de su destino, y el conflicto que padecen resulta del encuentro de sus voluntades contrastadas. Las lecciones que de ello se desprenden quedan confiadas a las explicaciones de los coros, portavoces del sentir personal del poeta, o bien van como transportadas en las reflexiones y sentimientos que los hechos

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sugieren. Estas tres tragedias son más patéticas que las demás piezas esquilianas. El

Agamemnón se inicia con la escena en que el vigía, en lo alto del palacio, espera la fogata que ha de anunciar la caída de Troya. Diez años ha pasado en su acecho, y cuando al fin descubre a lo lejos la luminaria, su alegría sólo dura un instante, porque conoce los abominables secretos de la casa y sabe del culpable amor entre Clitemnestra y Egisto, durante la larga ausencia del esposo. El coro, entonces, nos habla de la sospecha y de la retribución de la falta, suspendida como amenaza; y el ostentoso descaro de Clitemnestra mitiga el temor sin disiparlo. Llega Agamemnón, y Clitemnestra lo hace pisar tapetes de púrpura, a pesar de la moderación recomendable a los conquistadores. Al entrar en su palacio, Casandra la cautiva predice su muerte en una escena de desbordado patetismo. Después, sr oyen los gritos del rey moribundo, y Clitemnestra ap;¡rece y cuenta lo que acababa de hacer.

En las soberbias escenas del Agamemnón, Esquilo logra los efectos trágicos más auténticos. Las coéforas comienzan por el encuentro y reconocimiento entre Orestes, desterrado desde su infancia, y su hermana Electra. La escena es sencilla y exenta de las exageraciones y artificios que encontramos en dramas posteriores. La sigue un largo dúo antifonal en que Orestes y Electra invocan el espectro del padre y le piden ánimos para la venganza. A pesar de la intensidad poética, la escena parece poco dramática mientras no se entiende que sólo mediante una ayuda sobrenatural Orestes puede atreverse a matar a su propia madre. Y entonces, la catástrofe se precipita. Orestes se enfrenta con su madre, y tras un cambio de palabras tan breve como doloroso, le da muerte. El esfuerzo ha sido excesivo para él y, a punto de perder la razón, sólo tiene tiempo de declarar que ha obrado según la estricta justicia.

El problema implícito en el drama es el mostrar si Orestes ha obrado bien, en efecto, y si es así, qué término puede haber para la sangre que llama a la sangre. Las dos primeras piezas plantean el caso mediante los actos de los personajes y los comentarios del coro. En Las Euménídes aparece la solución. Las Furias, azuzadas por el espectro de Clitemnestra, reclaman la muerte de Orestes. Éste, confiado en el amparo de Apolo, se presenta ante el tribunal, y es absuelto. Y la trilogía acaba con un himno triunfal en que se anuncia que las Furias se han transformado en deidades protectoras de Atenas. Sin duda, la conclusión es más religiosa que ética. Las Furias pertenecen a un orden vetusto del mundo, orden que declina al advenimiento de las nuevas deidades, Apolo y Atenea, los patrones de Atenas. Pero las Furias aún no han sido desposeídas. Como que son las tradicionales guardíanas de la ley, y su ayuda es más urgente que nunca, aun cuando ya las concepciones antiguas aparezcan más dulcificadas.

En la Orestía, Esquilo es ya un verdadero dramaturgo. Ha superado la etapa de las limitaciones líricas o recitativas, a que pertenecen sus obras anteriores. Ahora presenta en escena una sucesión de acciones violentas, y acomoda a ellas su lenguaje. El moribundo Agamemnón se expresa en gritos sencillos y terribles; el vigía usa figuras del coloquio familiar; las sentencias de Orestes se embrollan cuando se apodera de él la locura. El estilo no ha perdido su habitual vigor, sino que es ahora más flexible y sigue más dócilmente las necesidades de la situación dramática. Evolución semejante puede apreciarse en los personajes. Ya no son meros ejemplares de la grandeza heroica. Cada palabra de Clitemnestra corresponde a su carácter, que ni después de morir abandona su orgullo y su crueldad peculiares. Aunque más dura e imperiosa que Lady Macbeth, tiene momentos de ternura, se acuerda de su hija sacrificada, titubea a presencia de su hijo, pero la sed de venganza la ha convertido en asesina. Los personajes modestos, el Vigía, la Nodriza de Orestes —a la vez gárrula y conmovedora—, Electra misma, hija solitaria que rumia a solas la deshonra de su casa, son auténticos y reales. Esquilo acierta a crear bellos efectos aun con la situación en que

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coloca a sus personajes. Nada sabemos del Heraldo que anuncia la llegada de Agamemnón: sus solas palabras manifiestan de modo cabal el ánimo que sucede a una difícil proeza, cuando la memoria parece poetizarlo todo y el hombre se siente dispuesto a morir. Casandra, junto a la puerta de Agamemnón, le anuncia a un tiempo que él y ella morirán en breve, y no hice falta más para que su personalidad se nos revele íntegramente. Su situación trágica se basta sola para ello, y sus últimas palabras son el mejor comentario:

¡Menguada vida humana! En la fortunaes sombra nada más; y en la desgracia,pintura frágil que una esponja borra.

Esquilo se adueña de la cantata y la hace tragedia, a la vez que adecuado vehículo de su experiencia imaginativa. Había meditado profunda y originalmente en el destino humano, y sus dramas eran el espejo de sus meditaciones, meditaciones sobre la criatura humana, a la luz de una ancha visión. Su mirada era tan segura, y su juicio tan humano que sus figuras nunca son muñecos. Arrastradas en un plan cósmico, siempre son individuales y siempre están vivas, sin perder un punto su elocuencia o su vitalidad. Hasta se siente que participan en la edificación de sus propios destinos. Escogen con libertad, y de aquí depende su porvenir. Esquilo es un libertador, que resuelve las discordias religiosas sin mirar la religión misma. Su religión lo hizo poeta, y su incomparable don verbal, sus sorprendentes y vigorosas metáforas, sus raptos súbitos o inesperadas rigideces, sus momentos de gracia o ternura, su facilidad en el manejo de lo sobrenatural y lo terrorífico, eran otros tantos presentes de la divinidad que hablaba por sus labios, convirtiéndolo en instrumento de su revelación.

Sófocles (495-406 a. a ), todavía niño, tuvo ocasión de cantar en el coro de acción de gracias por la victoria de Salamina. Su existencia coincide con los mejores días de Atenas, y muere antes de que esta ciudad sea vencida. En su vida y su obra, ha venido a ser un símbolo de la era de Pericles, y en muchos sentidos la representa legítimamente. Hombre de opiniones moderadas, respetuoso de la religión y la moral, vivió en armonía con su época, amigo de los poderosos y respetado por todos. Pero, además, era un poeta, un continuador de Esquilo, en cuanto representaba en el teatro los extremos de las relaciones entré el hombre y los dioses. La forma tradicional le resultó adecuada, y aunque introdujo reformas técnicas, se contuvo siempre en los límites de su arte y observó cuidadosamente el tono aceptado de la tragedia. No fue de su gusto la trilogía, y prefirió la escala menor del drama aislado. Aumentó el número de actores y ensanchó el campo de la acción dramática. Acentuó los perfiles del carácter y el alcance de los motivos. Pero respetó la línea de la tradición y por eso es el propio continuador de Esquilo.

Sófocles evolucionó a través de diferentes etapas, pero de su primera obra, en que la influencia de Esquilo es perceptible, apenas algo se conoce. Los fragmentos de una pieza satírica, Los sabuesos, trata del robo de los toros de Apolo por Hermes y presenta a los dioses empeñados en rivalizar de ingenio entre las ninfas y los carboneros de Arcadia. Pero el primer drama completo que nos queda es el Ayax, donde, a despecho de ciertas crudezas, podemos afirmar que Sófocles encontró ya su camino. Su asunto es el conflicto de un grande hombre con su destino. El héroe, Ayax, ha sufrido una injusticia por parte de los capitanes aqueos. En un rapto ele locura, da muerte al ganado de éstos, creyendo acabar con sus enemigos. Al recobrar la lucidez, se considera deshonrado y se suicida. Toda nuestra simpatía está con él, pero conforme al juicio tradicional Sófocles deja bien claro, desde el principio, que el héroe es culpable de desacato a los dioses y, en tal virtud, será castigado. Tal consideración ética no impide el que Sófocles presente a Ayax como digno de simpatía y lo haga hablar en términos nobilísimos sobre los agravios de que ha sido víctima. Hay un

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patetismo legítimo en el derrumbamiento de su personalidad y en los consecuentes sufrimientos de su esposa y su hijo. Pero Sófocles para nada intenta justificarlo ni sublevarse contra la sentencia dictada por los dioses. Su actitud es perfectamente ortodoxa.

La pieza no acaba con la muerte del héroe; la tercera parte final, se emplea en una disputa sobre su cadáver, cosa a nuestros ojos extravagante, pero indispensable en esta historia para el modo de ver de los griegos. La carrera de un hombre sólo acaba con su inhumación, y si el difunto Ayax había quedado deshonrado en efecto, había lugar a una conclusión penosa. Sófocles, da término a la ingrata historia convirtiendo a Odiseo, el principal enemigo de Ayax, en abogado de sus honras fúnebres. La animadversión que Odiseo le tenía no va más allá de su muerte, y la pieza acaba entre los consuelos del perdón y el honor concedidos al desaparecido. Aun así, el Ayax nos resulta un tanto remoto. Posee momentos de inolvidable belleza y el gran poeta se revela cuando Ayax habla de lo efímero de todas las cosas y dice adiós a la existencia terrestre. Pero la estructura de la obra es algo desmañada y la querella sobre el cadáver tiene un tono grosero. Hasta aquí, Sófocles parece mayor poeta que dramaturgo. Aún no ha aprendido a armonizar su estilo con los requerimientos dramáticos de la acción que presenta, creando así una perfecta unidad ética y artística.

En la Antígona (442 a. c.) los elementos en conflicto han sido dominados del todo. En esta tragedia, donde chocan la ley divina y la ley humana, Sófocles ha logrado superar el criterio ortodoxo, que aún priva en el Ayax, alcanzando una nota más humana y trágica. Antígona se dispone a enterrar a su hermano muerto, a despecho del edicto de Creonte, su pariente, que le niega todos los ritos fúnebres como castigo a su traición. Por esta desobediencia, Antígona incurre en la pena de muerte. Y es que también ella ha caído en la culpa de desacato, según se lo dice su hermana, encarnación de la feminidad ordinaria. Pero Sófocles ha descubierto ya en la tragedia un resorte más potente que el mero sentimiento del desacato. Y la Antígona resulta expresión de un contraste, acaso inconciliable, entre dos especies del bien. Pues no puede haber transacción entre las pretensiones de Creonte, que sostiene la ley y el orden, y las de Antígona, que está por los principios imborrables y no escritos de la piedad celeste. Antígona es castigada por su desobediencia; pero con su muerte, Creonte pierde a su hijo y a su esposa, y aun su orgullo y su propio corazón quedan rotos. Si en este castigo de los dioses ha habido justicia, no así en el de Antígona. Sófocles ha comenzado a comprender que la esencia de la tragedia está en un conflicto y una pérdida, y aunque el saber que el sufrimiento es merecido sirve de alivio en cierto modo, el choque trágico no puede anularse.

La Antígona está construida con arte consumado. Comenzamos por sentir que Antígona tiene una devoción excesiva para el muerto y es algo áspera para con su pusilánime hermana. Pero gradualmente se nos va humanizando. Su certidumbre parece vacilar. Acumula razones para justificar su acto, algunas morales, otras de íntima ternura. Al enfrentarse con la muerte, casi pierde el valor y piensa en todo lo que se le va con la vida. Después de todo, es mujer. Y conforme aumenta nuestra simpatía hacia esta mujer, disminuye nuestra simpatía por Creonte. Éste al principio no es más que el gobernante empeñado en restaurar el orden de una ciudad revuelta. Ahora, el desafío de Antígona revela los peores aspectos de Creonte. Ya no obra por principio, sino por orgullo, desoyendo los moderados consejos de su hijo y las graves advertencias del profeta Tiresias. Y cuando llega la hora de su castigo, no podemos menos de sentir que lo ha merecido cabalmente. Y sin duda ésta fue la intención de Sófocles. Los cantos del coro examinan los extremos de la cuestión y explican su significado general. Cuando Antígona desobedece a Creonte, el coro entona un himno para cantar la astucia y la grandeza del hombre. Y cuando Hemón, enamorado de Antígona, argumenta con su padre, el coro emprende la loa sobre el "Amor invencible en los

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combates". Y el punto de estrecho Icgalismo pasa, de lo presente y lo particular, a asumir un sentido universal y perdurable.

En sus Traquinias Sófocles abandona toda relación de la tragedia con la idea de castigo, y emprende nuevas rutas. En esta historia de la joven Deyanira, que incautamente causa la muerte de Heracles, su esposo, por el desmedido afán de conservarlo suyo, y al fin acaba suicidándose, Sófocles trata un asunto verdaderamente tráfico, y procura la solución mediante las mociones religiosas. Deyanira está dibujada con exquisitez y sutileza. Su lucha interior de celos y ternura, mi ansiedad por recobrar el amor del esposo, esposo a quien apenas conoce por otra parte, son verdaderos triunfos del arte de Sófocles. Ella nada ha recibido de Héracles, y este mismo, ante la noticia de la muerte de Deyanira, no tiene una sola palabra de piedad. Hasta aquí el drama es enteramente humano y natural, escrito con extremo cuidado y conocimiento. Pero cuando el horror llega al colmo, cuando ha sobrevenido la muerte de Deyanira y Heracles se revuelve entre las torturas de la fatal túnica de Neso, el tono cambia. Heracles comprende que se acerca a su fin, y al fin de todos sus trabajos. En palabras de creciente confianza y que muestran un cabal dominio de sí propio, ordena a su hijo que prepare su pira funeraria en el Monte Eta. Se dispone a cumplir el oráculo que ha predicho su muerte, y nada puede ya detenerlo.

Semejante conclusión es extraña, y el transportar así el interés dramático de Deyanira a Heracles parece cosa desmañada. Pero ello obedece a un plan. Heracles es la encarnación de la virilidad heroica, sobre cuya existencia los dioses se han complacido en acumular fardos y fatigas. De aquí que se mantenga más allá de los ordinarios contornos de lo humano, y aun más allá del dolor de su pobre esposa. Pero los griegos saben que, al fin y a la postre,. fue recibido entre los dioses; y, cuando Sófocles nos prepara para presenciar su muerte, sabe que se trata de una apoteosis, de una recompensa por las muchas penas que el héroe ha padecido. Tal recompensa parece atenuar aun los tintes trágicos de la muerte de Deyanira. Su tremendo error, después de todo, más que un error resulta una parte del plan divino para liberar a Heracles de sus penalidades. Sófocles encuentra, pues, la solución en este tránsito del héroe hacia la divinidad, acontecimiento cuyos extraños medios caen fuera de la censura humana.

Con todo, la conclusión no es completamente satisfactoria. El hombre es, en Sófocles, más intenso que el moralista, y Las traquinias acaban con una nota de interrogación y casi de queja. El vástago de Heracles y Deyanira habla de las muertes y sufrimientos acontecidos, y dice: "En ninguno de ellos hay más que una cosa: Zeus." Se diría que Sófocles, en su aceptación de la voluntad divina, no aparece aquí tan satisfecho como cuando escribió el Ayax; se diría que no le basta apelar a la fe. Queda un humor de discordias no resuelto, un sentimiento de la injusticia de los dieses. Nos ha presentado el conflicto entre los dioses y el hombre, y las conclusiones no parecen satisfactorias. Aunque se conserva religioso hasta el fin, y profundamente respetuoso de las ceremonias y los cultos de Atenas, cada vez parece percatarse más de que la explicación ortodoxa del sufrimiento es estrecha y cruel, y se deja fuera todo el calor de la simpatía por lo humano. En los dramas posteriores a Las traquinias recorre las zonas sensibles de la situación trágica, y siempre da con un choque entre el hombre y su "circunstancia". Nunca nos lo explicó abiertamente, y dejó siempre las vías divinas en postura de actos injustificados. Su verdadera solución es una solución de poeta. Se dio cuenta de que, en las garras del inevitable desastre, el hombre alcanza la cima de su nobleza; y con eso se conformó.

El resultado de estos cambios íntimos en su visión de la tragedia se aprecia claramente en su Edipo rey. Escrita esta obra a los comienzos de la guerra entre Atenas y Esparta, refleja los funestos días de la plaga que devastó a Atenas. Es íntegra y esencialmente trágica; es la historia de un grande hombre perseguido y al fin atrapado por la fatalidad. Admirada por Aristóteles como la tragedia perfecta, posee una originalidad singular, y en cuanto al

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argumento o el estilo, los caracteres o la poesía, nunca fue superada. Edipo ha sido advertido por un oráculo de que habrá de casarse con su madre y dar muerte a su padre. Hace cuanto puede para huir de semejante destino, y al fin y a la postre, años más tarde, descubre que no ha hecho más que cumplir los avisos del oráculo. La pieza se refiere a este descubrimiento de la espantosa verdad y al rapto de dolor que lo lleva entonces a arrancarse los ojos. Sófocles no pierde un instante el tacto al acelerar los acontecimientos que desembocan en la tremenda catástrofe. Cada escena es una etapa que acerca a Edipo un paso más, y aun les aparentes paréntesis de esperanza están preñados de desastres latentes. El grande hombre, ingenioso y bravo, honesto como pocos, es arrastrado por su propio carácter a investigar más y más, y cuando al fin da con la verdad, su ánimo se quiebra y, horrorizado, se ciega a sí mismo.

En el Edipo rey Sófocles ha hecho una tragedia en el sentido moderno. Edipo tiene sus fallas o, al menos, posee los defectos de sus extremadas calidades. Su temperamento violento y su autoritaria rapidez para la acción acaso lo marcaban ya como víctima señalada, pero la calamidad que cae sobre él es del todo inmerecida y él no hubiera podido evitarla. Aun al cegarse a sí mismo, rasgo que no deja de chocar en la sensibilidad griega, ha sido dictado por el anhelo de escapar al intolerable peso de una culpa casi física. Es esencialmente trágico por cuanto, en su lucha contra accidentes insuperables, revela toda su nobleza y, sin embarco, queda vencido. Los demás personajes están adecuadamente trazados para acompañarlo: el viejo vidente Tiresias, deseoso de ocultar la verdad, pero obligado a confesarla; Creonte, convencional y honorable; Yocasta, profundamente femenina, que sólo sueña en la felicidad de Edipo, sea cual fuere la verdad. Y todos ellos quedan presos en aquella red de horrores mortales. La pieza comienza con las imploraciones del pueblo que, azotado por una plaga, pide ayuda a Edipo, y acaba con el instante en que éste se encuentra ciego, desposeído de sus hijas y enfrentado con el destierro. Pero acaso el momento culminante de ésta, como en general de todas las tragedias griegas, sea el reconocimiento, es decir, cuando Yocasta se da cuenta de que está casada con su propio hijo, y se dirige al palacio dispuesta a suicidarse y diciendo: "¡Ay de mí, maldita, que tal nombre, y nunca otro más, es mi nombre!"

Los tristes años de la guerra dejaron diferentes huellas en la Electra. El asunto es el mismo de Las coéforas de Esquilo; pero Sófocles lo trata a su modo. Para él, la figura principal no es ya Orestes, sino su hermana Electra. En su amargura y su soledad, su rumia de las pasadas calamidades y sus esperanzas por el regreso de su hermano, Sófocles encontró el pulso de su drama. La acción se refiere a la noticia de la muerte de Orestes, su llegada y la venganza que toma de Clitemnestra y su amante. El drama está escrito con gran brío, y en la escena en que Electra llora sobre las supuestas cenizas de su hermano alcanza una emoción honda y vigorosa. Sófocles no intenta para nada rivalizar con Esquilo en aquella su manera de proyectar trascendentales conclusiones. Toma la historia tal como la encuentra en la saga o leyenda tradicional. No le importa tanto la significación ética cuanto las reflexiones y sentimientos de las figuras. Dado el tema, esto hasta parece al principio un tanto cruel. Ni Clitemnestra ni su amante parecen ser tratados con objetividad y desprendimiento. Lo cierto es que, con la creciente barbarie de la guerra, Sófocles ha acabado por entender el afán de venganza y la dureza de corazón que vienen del mucho meditar los agravios sufridos. En Electra ha muerto ya todo amor para su madre; y en Orestes, la sed de venganza ha sido exaltada en devoradora pasión por la vieja servidora que lo ha criado para tal venganza. El drama es un estudio de estas oscuras pasiones. Es un drama casi objetivo, libre de intenciones religiosas o éticas. Sófocles parece haberse preguntado a sí mismo por qué sucedió todo aquello, y haber escrito su drama como una respuesta.

Sófocles siguió escribiendo hasta la extrema vejez, y quedan dos dramas para mostrarnos que, después de los ochenta, sus dones no habían flaqueado. El Filoctetes,

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representado en 409 a. c, no tiene un final trágico, pero se desarrolla en trágicas perspectivas. Es un estudio vivido, palpitante y doloroso sobre tres caracteres en conflicto íntimo y en conflicto unos con otros. Es la historia del intento de traer a Troya al héroe Filoctetes, abandonado por diez años en una isla desolada. En el carácter de Filoctetes, Sófocles nos revela una nueva fase de su arte. El solitario y abandonado personaje, cuya vida aparece quebrantada por enfermedades y continuas dificultades, es todavía un grande hombre, noble, generoso y honorable. Pero se ha pasado años haciendo amargas reflexiones sobre los agravios recibidos, y mal podría olvidar o perdonar el daño que le ha hecho Odiseo. El tema del drama es el intento de Odiseo, a través de Neoptólemo, hijo de Aquiles, para comprometer a Filoctetes mañosamente y hacerlo ir a Troya. Odiseo mismo aparece endurecido por la guerra. Entiende de razones de Estado, y casi de nada más, y a ellas sacrifica, si es fuerza, honor y caridad. Apela a Ja ambición y al sentimiento del deber de Neoptólemo, y por algún tiempo todo va bien. Neoptólemo se muestra muy dotado para los embustes, y está a punió de persuadir a Filoctetes, cuando todo se viene abajo. La amistad abierta y confiada de Filoctetes conmueve al joven guerrero, quien de repente le confiesa toda la verdad. Su nobleza natural triunfa de su ambición y de su sentido de la disciplina. Y entonces los tres caracteres se ven enfrentados en un conflicto insoluble. Filoctetes sabe qre Odiseo lo necesita, y no quiere ceder un punto en sus sentimientos hostiles. Odiseo maldice y se desespera en vano, pero es impotente; y nada puede ya domeñar la reavivada simpatía humana de Neoptólemo, que ha prometido amistad a Fíloctstes y sostiene su palabra. Sólo la intervención divina desata este conflicto.

Acaso el Filoctetes no sea una obra enteramente feliz. La conclusión viene a ser como una confesión de que la intriga no admite ya salida por los caminos ordinarios. Pero, entre todos los dramas de Sófocles, éste revela mejor que ninguno la fina intuición psicológica del poeta y su capacidad de abarcar las tempestades que agitan a las naturalezas superiores. A estos elementos dramáticos queda sacrificado casi todo lo demás. No hay discursos de mensajeros, y los cantos de los coros no tienen mucha importancia. Cada verso parece calculado para ir trazando la situación dramática en que los personajes se van enredando, y cada verso cuenta. En este mundo de iracundas pasiones y de encontrados intentos, Sófocles encuentra emoción y tragedia auténticas. El honor es amenazado por el interés o corroído por largos agravios. La degradación y miseria creadas por la guerra nos dan el plano de fondo sobre el cual se mueven las torturadas figuras, y aun cuando el final es en cierto modo feliz, y las palabras de ira se aquietan al fin en una calma divina, nos quedamos con la impresión de que Sófocles una vez más ha sido arrastrado por su asunto y ha encontrado en la vieja fábula ciertas especies oscuras y dañinas que no admiten una justificación ortodoxa. El poeta se ha aplicado singularmente a trazar sus caracteres y los sentimientos de los personajes, con implacable análisis y un hondo sentido de los valores trágicos, que anulan y borran la moral tradicional de la historia.

En su último drama, Edipo en Colono, Sófocles trata en parte de pasiones semejantes a las del Fíloctetes, pero les da un tratamiento diferente. El anciano y ciego Edipo ha llegado al Ática, sabedor de que aquí se encuentra el sitio final de su reposo, y que la influencia benéfica de sus restos protegerá para siempre a Atenas. A pesar de la devota compañía de sus hijas y de la caballerosa acogida que le dispensa Teseo, rey de Atenas, Edipo no deja ele encontrar obstáculos en este término de su jornada; y toda la primera parte del drama nos muestra el horror del pueblo a su presencia, y cómo Creonte, mediante el fraude y la violencia, trata de ganar para Tebas, arrebatándola a Atenas, aquella protección sobrenatural. Pero estas feroces escenas quedan trascendidas en t! milagroso final, donde Edipo, sin guía alguno que lo conduzca, escucha una voz del cielo, adelanta a solas, y entra en la tierra, confiado e invisible. Su cuerpo, pues, ha de descansar en Colono, y Sófocles ofrece a Atenas

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esta idea consoladora, en los últimos días de la Guerra Peloponesia, como para distraer la atención pública de los dolores presentes, invitándola a meditar en la dulzura del campo y en sus inmemoriales tradiciones sagradas.

En esta obra, Sófocles muestra muy a las claras que Edipo no es culpable de sus actos horrendos y que su expulsión de Tebas no es más que una incalificable crueldad. Su muerte es el alivio de sus sufrimientos, y acaso Sófocles encontró en este punto la solución al extremo que toda su vida lo venía perturbando: a través del dolor, y aun a través de las injusticias padecidas, el grande hombre se convierte en dios. Pero el drama propone todavía otras cuestiones más profundas. Las ásperas escenas en que Edipo reconviene a Creonte o maldice a su propio hijo, Polinices, se explican por la misma lealtad y el sentimiento de camaradería que Sófocles tenía en tanta estima y que parecen decaer ahora bajo la perniciosa influencia de la guerra. Edipo recompensa a quienes lo ayudan, pero para quienes le han sido injustos no encuentra perdón en su pecho, sino recta indignación. Sófocles ha visto demasiado lo que es una guerra civil, y sabe que corrompe las raíces de la sociedad y que, para ciertas formas de es lealtad, el perdón ni es útil ni merecido. En una palabra, que donde la vida cuenta poco, la constancia y la amistad son lo único que vale. Edipo, enterrado en el suelo de Ática, se mantiene leal para con aquellos que lo ampararon hasta el último instante, y mal podría conceder su amparo sobrenatural a aquellos que lo agraviaron y expulsaron.

Hay muchas rarezas en el Edipo en Colono, y también hartas cosas penosas. Cuando el coro canta, en palabras de insuperable elocuencia, las miserias de la vejez y la inutilidad de la vida, o cuando Edipo dice a Teseo que

Muere la fe, la deslealtad florece,

Sófocles, esta encarnación de la serenidad ática, deja caer todas sus reservas y nos deja ver que conoce, como Shakespeare, la vanidad de las cosas. Pero para esta desesperación apenas confesada posee también sus consuelos, sintetizados en la inquebrantable lealtad de Antígona, la ágil comprensión de Teseo y, sobre todo, los deleites del campo que lo vio nacer, en aquel bosque de Colono donde cantan los ruiseñores y florecen los narcisos y los azafranes, donde Dionisos discurre entre las Ninfas y donde las Musas rodean a Afrodita. Los lazos que atan a Sófocles con su tierra resultan ser los más firmes, y en las últimas horas de Edipo cree ver una parábola de aquella lealtad que mantiene unidos a los hombres en las horas más negras, y que es un inapreciable don de los dioses.

Para sus contemporáneos, Sófocles era el ateniense perfecto, avenido con su época y con su arte. Así ha de haber sido en su vida ordinaria, pero esta concepción marmórea de su persona no hace más que torcer nuestro juicio sobre su obra. Era, ante todo, un poeta, un poeta que encontraba sus materiales en los sufrimientos y conflictos humanos, y que usaba todos los recursos de su estilo inigualable y su gran sentido dramático para trasmutar esas discordancias en poesía. Su mayor preocupación es el hombre. Veía a sus caracteres por dentro, y les trasfundía vida real, exaltándolos hasta aquel estado de vitalidad que sólo puede comunicar la verdadera poesía. Si no propuso grandes soluciones para las dificultades cósmicas, no es que se despreocupara de ellas o que fuera incapaz de hacerlo. Sobre estos problemas meditó honda y largamente, pero no hay que buscar la pauta de su pensamiento en las declaraciones explícitas, sino en el dibujo de sus personajes. Él no quería demostrar por medios intelectuales, sino mediante las emociones de la poesía. Con inmenso vigor y abundantes recursos, hizo sentir dónde estaba el conflicto, pero dejó todas las respuestas y los juicios religiosos o éticos al criterio de sus auditorios. Era, ante todo, un artista, pero un artista que sabía bien que su arte no hallaba camino cerrado, y para quien las discordias que superan al intelecto humano todavía pueden resolverse en el corazón.

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Eurípides (480-406 a. c.) sólo era quince años menor que Sófocles, pero ya pertenecía a otra generación. Entre uno y otro hay todo el abismo del movimiento sofístico. Los sofistas eran maestros profesionales que aplicaban nuevos métodos críticos a todas las cosas de la vida. Entre ellos había hombres sumamente originales y de gran vigor mental. Los había también de dones más modestos y aun de sospechosaprobidad. Pero, en conjunto, los efectos del movimiento sofístico fueron incalculables. La tradicional y bien ordenada vida de Atenas quedó sometida al análisis agudo y, sin remedio, muchas nociones aceptadas perdieron crédito. Científico en su origen, este movimiento invadió muchos campos. Lo mismo la física que las artes, la religión y la moral. Desarrollóse, con esto, la afición por las nuevas ideas; se altero por completo la vida intelectual de Atenas y, por consiguiente, el drama.

Eurípides fue hijo de este movimiento. De ahí que fuera un escéptico y un crítico. La sofística afectó toda su actitud ante el mundo, y le hizo imposible el aceptar los supuestos del arte trágico tales como los habían aceptado sus grandes predecesores. Se vio llevado a componer tragedias porque tenía algo que decir, porque era poeta, porque sólo a través de la tragedia podía llegar a los vastos auditorios. Pero distaba mucho de sentirse en conformidad con la religión establecida, y su agnosticismo vio en los dioses olímpicos, más que figuras de la fantasía mitológica, figuras de diablos. Parece no haber poseído una verdadera filosofía propia, y aun pasar de unas a otras novedades en asunto de ideas. Hasta cierto punto, sus dramas nos dan la trayectoria de sus veleidades espirituales, y nos lo hacen ver ensayando esta y aquella teoría sin hallarse a gusto con ninguna. Sus cambios de punto de vista y su pasajera aceptación de ideas que hoy nos parecen singularmente deleznables quitan a su obra aquella solidez que hay en la obra de Esquilo y de Sófocles. Aquí, en cambio, falta un fondo, falta una personalidad estable. Y, con todo ello, no sólo es Eurípides un alma superior; es también un poeta que dio a la tragedia algo que hasta entonces sólo había tenido en muy pequeña medida.

Eurípides abordó la tragedia enteramente desde el ángulo humano. Por cuanto a su sentimiento de los dioses, los tenía por poderes ciegos e irracionales de la naturaleza, tantas veces destructora y mortal. Su interés estaba en los seres humanos, y su contribución a la evolución artística consiste en su amplia visión y su agudo entendimiento de los hombres y las mujeres. Era un psicólogo que no se detenía ante límite alguno y, en consecuencia, vio más y acaso más hondo que Sófocles. Nunca cohibido por la tradicional nobleza de la tragedia, tampoco quiso encerrarse en los sentimientos de los grandes. Su campo era la humanidad toda, y buscó sus temas en caracteres hasta entonces olvidados o desdeñados. Lo ayudaban en ello no sólo su natural curiosidad y su inteligencia, sino asimismo su corazón sensible y lleno de humana simpatía. Su piedad se estremecía ante cosas que a otros dejaban impávidos o que pasaban para otros inadvertidas. La compasión y la comprensión intuitiva informan su arte. Así impulsado, se acerca a los extremos de la tragedia y los maneja de cierta manera desusada, proponiendo tal vez soluciones nuevas.

Sus dos primeras obras, El Cíclope y Alcesta (438 a. c ) , revelan ya un poeta que ha encontrado su camino y su estilo propios. El Cíclope es un drama satírico sobre un episodio de la Odisea. No sólo posee un encanto chispeante en la presentación de la vida pastoral del Cíclope; también hay aquí un nuevo sentido de la personalidad. El Cíclope es semejante, desde luego, al Polifemo de Homero, pero Eurípides desarrolla su carácter y dibuja sombras y matices en el contorno trazado por Homero. Es, desde luego, borracho, lascivo y bestial, pero es algo más. No carece de cierta alegría y aun de cierto espíritu poético. Es un hijo de la naturaleza, y Eurípides muestra entenderlo bien. Alcesta se representó enjugar de un drama satírico, y no es en modo alguno una tragedia, pero indica el sentido en que la mente de Eurípides comienza a moverse. Un rey es salvado de la muerte porque su esposa consiente en

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morir por él, y la esposa es rescatada de la muerte por Heracles. La vieja historia, medio sentimental y medio humorística, cobra nuevos y variados destellos en manos de Eurípides. La emoción de la reina moribunda y la intervención de Heracles ebrio permiten apreciar el don del dramaturgo para sacar el mayor partido de sus situaciones. Pero para el auditorio, que esperaba una lección en el heroísmo de la esposa dispuesta a morir por su esposo, Alcesta debió parecer algo desconcertante. Eurípides se atiene con apego a la vieja historia, aunque su interpretación de los caracteres trastorna el punto de vista tradicional. El rey, Admeto, que esperamos noble y heroico, resulta inferior y ridículo, por su miserable insistencia en que su mujer se sacrifique por él, y por la compasión con que se considera a sí propio, una vez que se ha consumado el sacrificio. Sólo Heracles logra evitar que se derrumbe en el descrédito más completo. El sabroso cuento toma así un giro inusitado, y deja ver el ánimo desembarazado con que Eurípides se acerca a la tradición.

Los asuntos de la tragedia griega tenían que buscarse entre las historias de la Edad Heroica, y esta limitación sin duda entorpecía la índole moderna y "progresista" de Eurípides. Pero aceptó tal limitación y trató con nuevo espíritu las viejas historias, procurando en ellas lo que había de verdad permanente. El resultado fue una serie de dramas sobre las mujeres famosas de la antigüedad. En Meclea (431 a. a ) , Hipólito (428 a. c ) , Hécuba (ca. 424 a. c.) y Andrómaca (ca. 422 a. a ) , Eurípides traza un conjunto de estudios trágicos sobre la feminidad que admiraban y sorprendían a sus auditorios. Dejando de lado las conveniencias y pasando sobre las opiniones recibidas respecto a la mujer, creó algo enteramente nuevo en estos cuadros de almas violentas, cuadros íntimos, exactos, descarnados y a la vez plenamente simpáticos. Sus heroínas distan mucho de la Antígona o la Deyanira; con todo, y a despecho de su flaqueza demasiado humana y sus raptos de extravagante violencia, son esencialmente trágicas. Pues mucho del interés que estas naturalezas inspiran a Eurípides se funda en el conflicto que conllevan en sí. En Medea, el poeta pinta la lucha entre el amor eterno y el ansia de venganza de la esposa burlada; en Fedra, el amor ilegítimo busca dolorosamente su expresión por entre las costumbres establecidas; en Hécuba, la ternura se hace furia salvaje por efecto del sufrimiento; y en Andrómaca, una princesa aparece rebajada por la cautividad al punto de aceptar cuanto los dioses ordenen. Y, en todos los casos, el conflicto del personaje se refleja en el conflicto exterior que lo rodea; y en cada drama, el asunto resulta del choque entre voluntades encontradas, hasta de caracteres irreconciliables. El objeto de la insana pasión de Fedra es nada menos que Hipólito el hijastro, que aborrece el amor; y el tremendo duelo de Flécuba se enfrenta con Odiseo, cuyo duro corazón parece insensible. La solución es siempre dolorosa, y, en verdad, en vez de solución no habría más que desastre y muerte, a no ser por la intervención de los dioses.

En estas obras, Eurípides creaba algo completamente nuevo. El vigor de tales obras es indiscutible. En ellas no todo se reduce a aquella profundidad psicológica que fascinaba a los públicos, sino que campea también aquel apurado y terso estilo, y se dejan sentir los aleteos del canto en graciosos giros, los ojos del pintor que empapa en ricos coloridos los trozos de descripción, el genuino poder de los soberbios momentos dramáticos en que, por ejemplo, Medea habla a sus hijos antes de darles muerte, o Fedra declara el amor que tanto desearía ocultar. Desde luego, hay otras cualidades y condiciones más al gusto de la época que al moderno. Cuando Jasón explica a Medea lo mucho que ella ha ganado con poder ahora disfrutar de la vida griega, o cuando Hipólito insinúa que los dioses no debieron haber creado a las mujeres, o bien Hécuba riñe con los conquistadores de su tierra, parece que los personajes pierden el nivel de la dignidad trágica; pero esto, para los apasionados de Eurípides, era precisamente un realismo plausible, que acercaba hasta la vida diaria el sentido de las antiguas fábulas. Pero hay otras singularidades en Eurípides que aun a sus más decididos partidarios solían desconcertar. La religión de Eurípides es toda de dientes afuera.

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Los coros no olvidan el invocar a los dioses, y las fuentes de las leyendas son cuidadosamente referidas a las costumbres o tradiciones locales del caso. Pero el tono religioso suena falso. En Hipólito, Afrodita castiga a Hipólito porque éste la desaíra, y Artemisa, a quien el joven príncipe ha consagrado su existencia, no puede hacer nada por él al verlo moribundo. Bien está que se trate de grandes poderes naturales, más allá del bien y del mal, pero no se presentan como objetos dignos de adoración y culto. En Andrómaca, Apolo, por quien Eurípides demuestra singular aversión, traiciona a Neoptólemo y lo conduce a la muerte en Delfos. No es que haya aquí una crítica manifiesta y explicitar tampoco un asomo de blasfemia; pero el ateniense ortodoxo debe de haberse sentido incómodo ante esta luz desusada bajo la cual se le ofrecen los actos de sus dioses.

La verdad es que a Eurípides le interesaba más que nada el hombre, y veía en las divinidades unos como símbolos de los poderes naturales, y meras ficciones engañosas. Su índole moral se sublevaba ante algunas leyendas mitológicas, y prefería buscar sus soluciones en algo que no fuera la caprichosa voluntad de los dioses. En Heracles (ca. 422 a. c.) y en Electro, (ca. 413 a. c.) toma dos asuntos muy teñidos de tradición religiosa y los interpreta a su manera. Su Heracles es un cuadro del héroe que mata a sus hijos en un acceso de locura; pero no ya como castigo a su orgullo, sino que su locura, según Eurípides, es inexplicable e injustificada, es una grieta en el universo. Y el drama se cierra con una escena de hermoso sentido moral en que Teseo purifica al ya recuperado Heracles y lo absuelve de sus culpas. En Electra, se trata de aquella conocida historia familiar, y la sed de venganza asume un aspecto de morbosidad y aberración. Donde Esquilo explicaba y donde Sófocles aceptaba, Eurípides entiende y condena. Nos hace ver cómo Orestes y Electra son arrastrados a asesinar a su madre, pero también nos hace ver que tal acción y los principios que invocan son horribles. Con sólo mostrar a la madre bajo los rasgos humanos ordinarios, hace comprender la abominación del matricidio. Cometido el crimen, los criminales no hallan satisfacción posible.

El vigor de estas dos intensas tragedias descubre una fase de Eurípides. En otras obras, muestra su interés por la política. Durante los primeros años de la Guerra Peloponesia era un ardiente defensor de la causa ateniense y compartía la creencia de Pericles, quien veía en Atenas la escuela de Hélade y una ciudad por quien era honroso morir. En Los hijos de Heracles trata de la hospitalidad que Atenas ofreció un día a los fundadores de Esparta y recuerda la cordialidad de otros tiempos para con el enemigo de hoy. Las suplicantes es un estudio sobre la ciudad ideal que él concibe. Teseo es allí la imagen del perfecto gobernante, del que asegura los plenos derechos y la libertad de todos los ciudadanos. El drama se refiere precisamente a los derechos de sepultura, y apenas cabe decir que hay en él conflicto de caracteres. Nos da, más bien, una bella y poética figura de la gran ciudad gobernada por el gran monarca. El tono de subida nobleza corresponde a una acción situada en la Edad Heroica, pero el sentimiento de Atenas bien podía parecer actual a los contemporáneos del poeta.

Como en los casos de Tucídides o de Sófocles, el patriotismo de Eurípides se nota menos ardoroso cuando la guerra comienza por segunda vez. Su tragedia Las troyanas (415 a. c.) es un cuadro terrible de las grandes mujeres de Troya después de la caída de la ciudad, que ya sólo esperan la esclavitud o la muerte. También aquí apenas hay argumento o enredo, y el personaje principal es el coro que, en admirables palabras, nos habla del dolor de la guerra y del cautiverio. Aun Hécuba y la patética profetisa, Casandra, parecen meras figuras destacadas del coro con un leve acento personal. En esta obra hondamente trágica, Eurípides nos revela las amargas experiencias de la guerra, y es notable que parece haber tenido pocas ilusiones en cuanto al verdadero valor de la victoria. La guerra, a sus ojos, se ha vuelto una crueldad inútil y sin sentido, tan desmoralizadora para el vencedor como para el derrotado. Es

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muy expresivo, como muestra de su bravura moral y su clara visión, que haya presentado Las troyanas en 415 a. c, el año de la funesta expedición ateniense a Sicilia. La negra sombra de la guerra se cierne también sobre Las fenicias (ca. 410 a. C) , en que Eurípides adopta el asunto esquiliano de Los siete contra Tebas, y proyecta sobre el pasado remoto un problema candente de la historia contemporánea, como lo es la feroz guerra intestina que destroza a todas las ciudades griegas y los viejos lazos de lealtad y de doméstico respeto. La pintura que nos da del poder en pugna con el derecho, de las groseras e incontenibles ambiciones, de la desmoralización general, está sacado de la misma vida que él contempla y ni siquiera acomoda al escenario heroico. Los límites del arte trágico resultan ya estrechos para los sentimientos del poeta.

Aquella parte activa y aguda, que tan bien supo descubrir los errores de la política, también se preocupaba por la religión. En Ion (ca. 420 a. c.) Eurípides continúa observando la conducta de los dioses. Su heroína es una mujer que ha sido raptada por Apolo y luego abandonada, y el asunto gira en torno al descubrimiento que la mujer hace del hijo que le dio Apolo, y a quien ella había abandonado años atrás. El drama es cruel y aun salvaje. La heroína, Creusa, denuncia a Apolo con palabras de odio y venganza, y aunque nuestras simpatías están con ella, Eurípides procura que nos percatemos de que el carácter de la desgraciada se ha echado a perder y se ha amargado con el mucho sufrimiento. Si su propósito ha sido meramente el desacreditar a Apolo, la verdad es que su arte mismo lo ha llevado demasiado lejos, y el Ion resulta una pintura del todo real, aunque repelente, de las pasiones. Su Orestes (408 a. c.) combina un tema ético y psicológico con un verdadero melodrama. Es la historia de Orestes perseguido por las Furias, y Eurípides —cosa muy suya— hace de las tales Furias unos engendros de la perversa y desordenada fantasía de Orestes. Así se aprecia en las primeras escenas, pero pronto cambia el tono; la pieza se vuelve una obra de conspiraciones y violencias, y acaba como con un telón dramático, como si Eurípides comprendiera que ha ido demasiado lejos y tiene que volver al drama común y corriente.

Se advierte, sin embargo, en Eurípides, otra tendencia, enlazada de modo curioso con su realismo, y es una corriente de gozo romántico y lírico. Ella encuentra salida, por ejemplo, en los cantos de los coros y en el Hipólito; ella se manifiesta como en un segundo florecimiento durante los últimos años de la guerra, cuando las repelentes realidades lo orillan a refugiarse otra vez en el reino de la fantasía. En la Ifigenia en Táuride (ca. 413 a. c.) es cierto que Orestes todavía aparece perseguido por espectros, y es cierto que Apolo se conduce todavía como "el villano". La acción se desarrolla al término del mundo conocido, entre bárbaros que sacrifican a los extranjeros. Pero la amargura de los actos parece disolverse en cantos llenos de ráfagas marinas y en das emociones tónicas y deleitosas de las escenas en que los griegos escapan a sus captores. En Helena (412 a. c ) , obra escrita acaso para consolar a los atenienses del desastre de Síracusa, Eurípides vuela más allá de los problemas actuales. Es un cuento fantástico sobre la historia de Estesícoro, según la cual Helena nunca estuvo realmente en Troya, sino que permaneció en Egipto. Llena de lindas canciones y de graciosos pasos de comedia, la obra no toca la nota trágica y más bien procura mostrarnos el poder de aquella mujer bellísima y sabia para librar a los hombres de las dificultades en que la suerte los enreda. Helena triunfa del jactancioso monarca egipcio y también de su estúpido y presumido esposo. Eurípides ha logrado crear en este personaje una figura de vivacidad y encanto maravillosos, un símbolo de lo que pueden el buen sentido y la dulzura donde la fuerza ya ha fracasado.

Antes de acabar la guerra, Eurípides salió de Atenas y vivió sus últimos años en Macedonia. Allí escribió Las bacantes, muestra excelsa de sus cualidades. El drama se refiere a Dionisos, el poder del vino, la religión extática, la fuerza verdadera de la naturaleza que es indiferente al bien o al mal y destruye cuanto se le opone. Es la historia de cómo el Rey de

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Tebas desafía a Dionisos, quien lo fascina e hipnotiza y acaba entregándolo a la furia de su propia madre que lo despedaza. Eurípides ha acertado con un tema hondamente trágico y aun horrible, pero rico de sombrío sobresalto y cargado con la magia y el misterio de la naturaleza. El poeta entiende bien el inhumano arrebato de las bacantes, pero el pensador que hay en él no puede disimularse el efecto destructor del fervor extático. Con todo, compone estos elementos contrarios y los funde en un conjunto perfecto, donde cada escena suspende el ánimo y cada canción lo embriaga. Aquí el poeta no combate ya con fantasmas, sino que se enfrenta con algo real y terrible, y trata del fatal conflicto entre un hombre y aquellas energías sobrehumanas y amorales, asunto en que revela todos sus dones trágicos. Con esta obra y con la Ifigenia en Aulide, pieza inacabada y seductora por su gracia y ternura, Eurípides acabó su vida.

A diferencia de Sófocles, Eurípides no sigue un único desarrollo lineal; su arte es el registro, el rastro de los variados intereses que lo solicitan. Objeto de controversia en vida, sigue siéndolo para la posteridad, y el valor de su obra todavía mueve disputas. Trajo a la poesía ciertas dotes sin precedente, un estilo deslumbrador, un sentido natural de la melodía, una gran intuición dramática, una rara penetración en los caracteres, especialmente en los desusados o mal comprendidos. Pero su propia índole le impedía sentirse a gusto dentro del cuadro tradicional de la tragedia. Y trató de variar sus figuras con nuevos expedientes, no siempre afortunados. Sus tiradas de retórica sofística, sus sutiles apotegmas, su complacencia en ciertos recursos anticuados como lo son el prólogo explicativo y la solución del enredo mediante la súbita intervención de un dios, su afán de insertar alusiones a los hechos contemporáneos, todo esto deleitaba a sus partidarios, pero ya para nosotros sólo posee un interés de documento histórico. Además, cierta íntima discordia le impedía muchas veces llegar a los conjuntos armónicos. Por una parte, era un romántico y un lírico, enamorado de las historias viejas y para quien los dioses mismos tenían sobre todo un encanto de seres fantásticos, que se complacía en la casi tangible belleza de lo pasado y se entregaba a extrañas y exquisitas ensoñaciones. Por otra parte, era un crítico y un realista, exigente en punto a la solidez de los motivos dramáticos y a la seriedad de los asuntos por discutir. A veces, como en el Hipólito y en Las bacantes, estas dos fases se conciliaban muy bien, y el realismo daba peso y energía a las concepciones imaginativas. Otras veces, el desacuerdo es visible, y obras llenas de belleza resultan afeadas por inesperados desentonos. A despecho de lo cual, Eurípides sigue siendo "el más trágico de los poetas", por haber visto en la tragedia una representación de lo humano, y haber pintado estupendamente el sufrimiento de los hombres y mujeres, sin intentar aleccionarlos ni consolarlos. A él le importaba crear tragedias; y aun cuando torciera los moldes tradicionales e hiciera audaces experimentos, acertó, no una sino muchas veces, con situaciones tan patéticas y terribles que con razón se lo pone junto a sus inmortales compañeros, Esquilo y Sófocles.

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VIEJA Y NUEVA COMEDIAAsí como la tragedia nació del ritual y las danzas referentes a los misterios del

sufrimiento, así la comedia se engendró en los ritos relativos a los misterios de la fertilidad y la procreación. Desde los tiempos primitivos, los griegos contaban con ceremonias en que las procesiones itifálicas y las burlas rústicas se combinaban con regocijadas mojigangas. Tales ritos primitivos se ven pintados en los vasos de los siglos VII y VI procedentes de Corinto y Sición, y. la tradición atribuía al Peloponeso los primeros vagidos de la comedia. Pero donde la comedia aparece por primera vez en forma definida es en Atenas y entonces, lo mismo que la tragedia, está asociada a Dionisos. Viene a ser así la contrapartida natural de la más seria de las artes y se ejercita en el campo del cinismo, y la burla. Se la representa en ciertos festivales fijos, donde se atribuye un premio a la mejor comedia. Sus autores son conocidos y mencionados. Es un arte cuyos orígenes se han olvidado ya. Vino a madurar después de la tragedia, y alcanzó su apogeo con Aristófanes (450-385 a. C), de quien nos quedan once pie/as, todas representadas por los días en que comenzaba la Guerra Peloponesia. Es el único comediógrafo del que conservamos obras enteras, pero él parece compendiar las principales cualidades de sus predecesores y ofrecer una representación completa de aquel género hecho de sorpresas.

Por su construcción y manera, la comedia griega es muy diferente de la comedia que ha de aparecer en literaturas ulteriores. Su forma conserva e incorpora muchos elementos tradicionales. El coro se disfraza para representar cuanto quiera el poeta: ranas, aves, ancianos, mujeres, avispas —figuras que generalmente dan su nombre a la obra—, y tiene grande importancia a la vez en el tratamiento de la acción y en la expresión de las opiniones del poeta sobre varios temas de actualidad. El director del coro tiene a su cargo un "breve discurso en que es portavoz del poeta y trata de moral, poesía o política o cuanto interese especialmente al poeta. Esto es una supervivencia de las antiguas burlas y sátiras. La acción es vivida y variada, y en ellas las viejas y más celebradas travesuras se mezclan con escenas de vapuleos y camorras que son el núcleo mismo de la farsa. Tampoco se olvidan del todo aquellos rasgos itifálicos que están en el germen de la comedia. La comedia griega es francamente cruda, "inconveniente", y algunos de sus chistes preferidos serían inaceptables en la escena moderna. También está llena de alusiones locales. Los personajes bien conocidos de Atenas son en ella ridiculizados constantemente. Nunca falta un debate o disputa en que se discuten temas de interés general. Todo esto proviene de los elementos tradicionales: se lo respeta religiosamente y se lo disfruta sin cansancio. Pero Aristófanes lo combina todo en una estructura de farsa trascendental. Las viejas bufonadas y burlas no son más que detalles para amenizar sus argumentos tan imposibles como magníficos, y se los transporta a un mundo de pura fantasía. Sus escenas llegan a una irrealidad extrema, y las puebla con figuras prominentes de sus días, a quienes obliga a los actos más ridículos, o bien crea un mundo extravagante en que los hombres y las mujeres que él inventa —gente común y corriente— contrastan su buen sentido en acciones de una improbabilidad que llega al absurdo.

En la culminación de su grandeza, los atenienses se complacían en que se hicieran burlas a expensas suyas, y toleraban de buen humor cualquier censura de sus costumbres y su política. Los comediantes podían imitar a los hombres públicos sin que se los persiguiera ante los jueces por falta de respeto o difamación. A veces se propasaban, naturalmente, y entonces se los multaba, como aconteció a Aristófanes con Cleón, por ridiculizar a su ciudad ante los aliados y extranjeros que concurrían a Atenas en ocasión de ciertos festejos. Aristófanes aprovechó cuando pudo aquel

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ambiente de libertad para poner en solfa cuanto le desagradaba y exponer sus propias miras sobre la política. Con un valor nunca desmentido y una notoria constancia en los mismos ideales, sostuvo sus puntos de vista, llenos de moderación, a lo largo de su carrera, y exhortó a sus compatriotas a no pelear con Esparta y a no tratar a sus aliados como meros súbditos tributarios. A este fin, presentaba a sus adversarios políticos en las posturas más risibles, e insertaba en sus obras verdaderas peroraciones de sana doctrina. Y habla mucho en pro de la democracia ateniense el hecho de que se le permitiera todo esto en plena época de guerra, pues a los comienzos al menos, pudo decir cuanto se le antojó.

La primera de las piezas que de él conservamos, Los Acarnienses (425 a. C), es una sátira contra el partido de la guerra y los generales. En una serie de cortas y vividas escenas la guerra es presentada como cosa absurda, y sin apelar nunca a las emociones patrióticas, sus crueldades aparecen bajo una luz injustificada. He allí al enviado persa que se presenta "como un barco de guerra", al general traga-hombres ataviado para la batalla, al megarense innato de hambre obligado a vender a sus hijas como si fueran cerdos, al informador público vendido a los beocios en calidad de producto típico de Atenas, y luego, aquel convenio privado de paz que se contrata entre el astuto héroe y el enemigo, y el ridículo resbalón del general que pretende saltar un charco y hace reír con sus quejidos, mientras el héroe prepara sus celebraciones de paz. Todo ello se desarrolla con vertiginosa rapidez. Las escenas se suceden rápidamente y los personajes desfilan uno tras otro. Lleno de alusiones y burlas, el diálogo se ajusta a cada situación y cada nuevo incidente es completo en sí mismo. La rechifla de la guerra es el tema de unión, como cosa opuesta a un tiempo a la cordura y a la felicidad. Pero la atmósfera de farsa no nos impide apreciar el buen sentido que sirve de sustento a la obra. Las causas de la guerra se exponen en un discurso que era la verdad desnuda para el auditorio contemporáneo, y el poeta pleitea su causa presentando a los militaristas como menos que; humanos. Las simpatías del autor están con su héroe, un campesino listo y tenaz que, con suma claridad, se enfrenta con el problema y lo resuelve para sí mismo.

Los Caballeros (424 a. C) no es obra de igual brío y aun tiene resabio de amargura. Es un ataque al demagogo Cleón, por quien Aristófanes comparte la aversión de Tucídides, y de paso es también una divertida y no acerba sátira de la democracia. Una vez más vemos en escena a los personajes públicos. Esta vez se trata de los generales Nicias y Demóstenes, quemas tarde hallarán una triste muerte en Sicilia. Pero la figura principal es Cleón, el paflagonio vendedor decueros, que se ha apoderado del ánimo del pobre viejo Demos (el pueblo), y que al fin es desposeído y derrocado por el complot de los dos esclavos Nicias y Demóstenes, quienes lo reemplazan por el choricero Agorácrito, que resulta todavía más sensible a las adulaciones. El argumento es sencillo, y la pieza es más bien una sátira que no una farsa. La acción resulta divertida; el diálogo, a menudo excelente. Pero el verdadero interés reside en las personalidades públicas. Nicias es tímido y respetuoso; Demóstenes atrevido y aventurero, aunque aficionado al trago; Demos, pesado y bobo, y muy amigo de sus pequeñas comodidades. Cleón es retratado con rasgos cruelísimos. Se lo pinta violento, vanidoso, bribón, dado a cohechos y sumamente vengativo. La fantasía y la realidad se mezclan de modo intrincado, pero los caracteres están dibujados nítidamente. Sus principales rasgos sin duda correspondían a la realidad, pues sin esto el poeta no hubiera logrado el efecto que buscaba. Su propósito principal era desacreditar a Cleón, partidario de una política y unos procedimientos profundamente repugnantes para Aristófanes. Éste, a quien Cleón

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había maltratado un tanto, le devolvía ahora golpe por golpe. Estas dos comedias son, por lo demás, las únicas en que Aristófanes presenta en escena figuras de la política contemporánea. A éstas sigue otra comedia, Las Nubes (423 a. C) , en que el poeta se propone ridiculizar a una persona que ha ocupado mucho la imaginación de la posteridad, y mucho más que todos los demagogos o generales atenienses. Sócrates ha sido santificado por Platón, pero para Aristófanes no es más que un representante del movimiento sofístico, y Las Nubes son un ataque rencoroso, aunque brillante, contra su persona. Comparando los efectos disolventes de la nueva educación con una pintura idealizada de la tradición ateniense, poco le cuesta al poeta desacreditar a los sofistas. En la figura de Sócrates acumula todas las condiciones desagradables que puede, haciéndolo un viejo impostor, sórdido y sucio, que todo el día murmura cosas sin sentido o propone absurdos acertijos científicos. Sus discípulos son unos estudiantes astrosos, que todo el día andan agachados como buscando trufas, o unos mozos desaprensivos, capaces de probar lo peor con las mejores razones y hasta de pegarle a su padre. El hilo del argumento está en las relaciones entre un padre anticuado y un hijo a la moderna, y la lección resulta clara de un largo y apasionado debate entre la Lógica Recta y la Incorrecta. La moraleja es compendiada, al final, por la destrucción de la Fábrica Mental de Sócrates.

El contraste entre las dos generaciones coetáneas es el tema de Las Avispas (422 a. C), aunque aquí los papeles se han invertido. Los personajes son todos imaginarios, y la pieza es una alegre burla contra la vieja manía ateniense de sentarse en los jurados públicos a juzgar las causas. Acaso el asunto no se prestaba para que Aristófanes desplegara su talento y esta comedia carece de la vitalidad que en las otras se admira. Hay una buena escena en que un par de infelices son juzgados ante el infatigable jurado, y el final alcanza el alto estilo orgiástico. Aristófanes procura aquí algo como una comedia de costumbres, pero aún no acierta a sacar todo el partido de los caracteres. Las figuras del padre y del hijo tienen firme relieve, pero no despliegan toda la gama de sus posibilidades por falta de ambiente más fantástico o estimulante.

Las cualidades algo borrosas en Las Avispas se destacan con toda expresividad en La Paz (421 a. C.) y en Las Aves (414 a. C). En estas dos piezas, Aristófanes da libre juego a su atrevido ingenio y crea un delicioso mundo irreal. La Paz es una fantasía política. Un hacendado ateniense, cansado de la guerra, vuela al cielo montado en un escarabajo, y allí se encuentra con que, disgustados de los hombres, los dioses se han remontado un poco más arriba, y que en el Olimpo se ha instalado la Guerra, encerrando antes a la Paz y regresa a la tierra con las compañeras de aquélla, la Abundancia (o la Cosecha) y la Teoría (o Fiesta). Se casa con la Abundancia, y la obra acaba con los regocijos de los cantos matrimoniales. En La Paz, Aristófanes abre una nueva ruta de sus talentos. El tratamiento burlesco de los dioses cuadraba mucho a su manera. Hermes, portero de un Olimpo deshabitado, y la figura de la Guerra, tumultuosa y camorrista, son de un gran realismo, y conservan lo bastante de su carácter oficial para producir un efecto cómico.

Las Aves llevan a temperatura de perfecta maestría esos mismos principios. Construida con los puros elementos de la fantasía poética, esta historia de dos aventureros que persuaden a las aves de que se construyan un imperio en los cielos está llena de vida y encanto. Bien puede ser una burla de las ambiciones atenienses, muy maduras ya por los días de la Expedición Siciliana, pero este pretexto se queda atrás y desaparece. Escenas de verdadero encanto, en que el poeta revela un sentimiento incomparable de los pájaros y su existencia alada, se mezclan aquí con rápidas sátiras de tipos familiares de Atenas, y todo ello nos lleva a la soberbia crisis

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en que los dioses, privados de su imperio, entran en negociaciones con los nuevos dueños del aire, y el héroe se desposa con una diosa llamada algo así como la Soberanía. En Las Aves combina Aristófanes todas sus facultades para producir una obra maestra. Los personajes principales: son unos formidables aventureros, siempre prontos a afrontar cualquier contratiempo, y siempre preparados para la respuesta. Las cortas escenas se precipitan aceleradamente, de modo que no se pierde un instante. Las burlas de actualidad llegan a un brillo inusitado, cuando el obeso cobardón Cleónimo es comparado a un árbol que muda las hojas en invierno, o cuando Nefelococigia, la nueva ciudad en cuyo nombre se mezclan las nubes y los cucos, es fundada por las aves de un modo que recuerda muy de cerca los relatos de Heródoto sobre Babilonia. El mismo humorismo chispeante hace aparecer a Prometeo bajo una sombrilla para que Zeus no pueda verlo, y presenta a una divinidad extranjera o bárbara, el Tribalo, que habla un griego casi incomprensible.

Pero lo que constituye la característica de Las Aves es el lirismo que penetra la obra y se manifiesta en cantos deliciosos. Ya este don poético era patente en Las Nubes, donde el coro entona un límpido y delicioso poema. También lo pone de relieve el elogio de la antigua educación, cuando el joven "se regocija en el disfrute de la estación juvenil, con los confundidos murmullos del plátano y el olmo". Pero en Las Aves el lirismo alcanza notas triunfales. Aristófanes era un verdadero poeta de la naturaleza, capaz de expresar el encanto de las aves y las flores del Ática. Sus cantos melodiosos y apropiados, ora sea la abubilla que está llamando al ruiseñor, ora el coro de los pájaros que cuentan su vida errante, alcanzan los acentos de la más alta poesía lírica, y llenan de artística alegría el ambiente de la comedia toda, que acaba, conforme a los cánones, con canciones nupciales.34

La reanudación de la guerra y el sentimiento del fracaso inminente que amenaza a Atenas afecta a Aristófanes como afectó a los grandes trágicos. Leal a sus doctrinas, se niega a dejarse cegar por el fanatismo patriótico, y en la Lisístrata (411 a. C.) hace una estupenda y sincera exposición cíe sus opiniones. Su idea es que la guerra debe acabar a todo trance, y así lo predica en una farsa donde las mujeres toman por su cuenta la tarea de imponer la paz, negándose a cumplir los deberes matrimoniales. Ya se entiende que tal comedia no puede menos de ser un tanto impúdica, pero el fácil humorismo de Aristófanes logra darle un tono en que todo se vuelve risa sin procacidad. Sus mujeres, resultan expertas en los alegatos y poseen un sano sentido político. Demuestran un claro entendimiento de las necesidades públicas y una franca decisión de arreglar las cosas. Firmes en su resolución, obligan a los espartanos a pedir la paz, qué al fin es sellada entre gozosos himnos dedicados a las deidades protectoras de Atenas y Esparta. Aun cuando en esta obra no luce el lirismo exaltado de Las Aves, la Lisístrata es tina comedia magnífica, tejida admirablemente con escenas vividas y personajes llenos de realidad. Su enseñanza moral es harto sencilla, y nunca como aquí Aristófanes dejó sentir toda su sinceridad política, al abogar por una confederación de aliados que sustituya al imperio tiránico. Y logra ser convincente sin necesidad de ser solemne.

La Lisístrata es la última manifestación política de Aristófanes. La psicología creada por la derrota no le permitió continuar sus prédicas teatrales, y aun es posible que las considerara ya inútiles. Buscando entonces otro campo donde ejercitar su ingenio, lo encontró en Eurípides. Ya en Los Acarnienses había presentado a Eurípides en escena, pero ahora le consagró todo el peso de dos comedias sucesivas.

Las Thesmophoriazusae o Tesmoforias (411 a. C.) es una farsa bien armada,

34 Son características de los coros y trozos líricos las onomatopeyas o imitaciones del trino de las aves.

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que se refiere a la imagen de la mujer en la obra de Eurípides. Las mujeres deciden vengarse de él. Eurípides mete entre ellas a su secretario disfrazado de mujer para que lo defienda, pero el disfraz es descubierto, y sobreviene un escándalo que Eurípides logra calmar pactando con el enemigo. Hay también aquí algunos rasgos atrevidos, y Aristófanes elude toda posible imputación de falta de equidad o hipocresía, justificando por su parte muchos de los cargos de Eurípides contra el otro sexo. La obra rebosa buen humor, y si algunos personajes allí representados no pueden haber quedado muy satisfechos, tampoco habrán podido quejarse de que se los haya tratado con rencor o suficiencia. En rigor, Eurípides es quien sale vencedor, aunque tal vez no lo haga mediante recursos a la altura de su dignidad.

En Las Ranas (405 a. C), Aristófanes toma por otra senda y crea una fantasía cómica fundada en la crítica literaria. Escrita inmediatamente después de la muerte de Eurípides, la obra es un intento para establecer su valor patético y moral. Nunca, salvo en Las Aves, se nos ha mostrado Aristófanes tan de cuerpo entero. La escena en el Hades, el tratamiento irreverente de Dionisos, la fresca belleza del Canto de los Iniciados, las soberbias y acertadas parodias, la ocurrencia de convocar y hacer hablar a los muertos, o vestir a Dionisos con los atavíos de Heracles y hacerlo asustarse de las consecuencias, muestran que el último año de la Guerra Peloponesia encuentra a Aristófanes en pleno disfrute de sus talentos. Tras de admirables escenas de farsa, se alcanza el apogeo cuando Esquilo y Eurípides son examinados y juzgados en persona, para resolver cuál de ellos es más digno de volver a la vida. En esta comparación, Aristófanes no se deja aconsejar solamente de sus inclinaciones personales. Sus principios morales lo llevan a preferir a Esquilo, pero la discusión toma un sesgo marcadamente estético, y es la primera aparición de la crítica literaria en Grecia. A fuerza de parodias y mofas, Aristófanes argumenta eficazmente contra la contextura de los prólogos en Eurípides, contra su complicado estilo coral, contra sus yámbicos sin robustez. Tampoco sale indemne Esquilo, por sus oscuridades y pasajes bombásticos. Pero, desde luego, Eurípides es el que sale peor, y su derrota es remachada con alguna rudeza. Había algo en su carácter y en su influencia pública que irritaba a Aristófanes, y así se ve que, tras de hacerle reparos artísticos, concluye tratándolo de bribón.

Con Las Ranas acaban los días áureos de Aristófanes y de la Antigua Comedia. La derrota de Atenas por Esparta puso término a las circunstancias generales que hacían posible esta manera de representación teatral. Desde luego, ella resultaba muy costosa para una generación empobrecida, y su crítica descarada no acomodaba ya al ánimo desconfiado de un pueblo quebrantado por la derrota. Aristófanes todavía vive durante el siglo IV y todavía sigue escribiendo. Pero ni en La asamblea de mujeres ni en Pluto o La Riqueza encontramos el brillo y vigor de las obras anteriores. La asamblea de mujeres es interesante como burla contra la pretendida igualdad de los sexos y contra la comunidad de las mujeres que Platón preconiza en La República. O Aristófanes conoció alguna versión primera de esta obra, u oyó tales ideas en la conversación del autor. La comedia, en todo caso, carece de vitalidad. Los chistes han comenzado a ser anticuados y falta la verdadera animación dramática. Pluto padece de iguales defectos, pero al menos tiene interés por cuanto nos muestra a Aristófanes debatiéndose con temas adecuados a su momento y trae ya vislumbres de la Nueva Comedia. El argumento se reduce a una alegoría. Como la Riqueza es ciega y distribuye sus favores sin ton ni son, se resuelve a devolverle la vista, y a partir de ese momento los buenos se enriquecen. Esta sencilla ocurrencia puede haber impresionado a los empobrecidos atenienses de aquellos días,

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pero le falta vis cómica y posibilidades imaginativas. Los personajes están bien concebidos dentro de la manera habitual en Aristófanes, pero la ausencia de largos cantos corales y la pobreza de alusiones a las cosas contemporáneas enrarecen el aire. Todo ello parece una mera conversación, cargada de máximas morales. Todo indica que entramos en una nueva era.

El carácter singularísimo de la Vieja Comedia hace muy difícil juzgarla. No puede comparársela con ninguna otra forma artística, y ni siquiera con el tipo de comedia que ha de seguirla. Pues si es verdad que la farsa y la fantasía alcanzan en ella una temperatura poética, no es fácil decir hasta qué punto los dones personales de Aristófanes contribuyen a ello, más que la tradición del género. No hay eluda que es divertida y deliciosa, a pesar de sus alusiones a cosas de actualidad y a pesar de las pullas cuyo sentido se ha perdido irremediablemente y sólo puede esclarecerse con muchos esfuerzos. Verdad es que muchas burlas conservan su juventud perenne. Aristófanes usa las palabras con maestría, y en sus diálogos emplea todas las armas de la comedia, monstruosidades recién acuñadas, el lenguaje de la calle y del campo, el dialecto y el lenguaje oficial, chistes de actualidad y fragmentos de viejas canciones. Sus equívocos son tan buenos como puede serlo un equívoco, y sus parodias son sencillamente geniales. La inacabable transformación de versos conocidos en disparates o hasta inconveniencias tiene siempre la gracia de resultar cabalmente adecuada al caso. Descuella en las sublimidades ridículas, y de repente aplica las palabras más sagradas a las situaciones en que menos se espera, produciendo efectos risibles. Su inagotable inventiva hace sus diálogos sumamente vivaces, y el vaivén de los altercados es el pulso mismo de sus obras. Pero, con toda su fertilidad, Aristófanes nunca pierde el freno. Todo lo arregla y dispone con economía y dominio. Nunca insiste demasiado en una burla, nunca alarga excesivamente la cadena de epítetos. Su estilo, todo riqueza, es al par de extrema nitidez. Nunca hallamos en él aquel derroche y exhibición de habilidades propios, por ejemplo, de Rabelais. Es maestro del argumento, y alcanza un vigor extraordinario cuando se expresa en aquellos metros anapésticos que se han comparado al "galope de la cuadriga solar". Al igual de los trágicos, se ha forjado un lenguaje a la medida de sus necesidades y lo hace cambiar según su capricho y satisfacer todas sus exigencias.

Aristófanes se proponía divertir, y sus comedias tienen siempre un final regocijado y feliz. Los dioses transigen con las aves, se arregla el tratado de paz, Sócrates queda humillado, Esquilo vuelve a la vida, los buenos se enriquecen. Todo lo que anhelamos acaba por suceder. En el camino, acontece toda casta de absurdos. Los hombres emplean alas o se remontan al cielo en escarabajos. Sobrevienen mil conspiraciones, y hay disputas y rencillas en que alguien queda anonadado. Pero la virtud de este arte reside en el hecho de que los personajes obran como la gente común y corriente, aun cuando su pintoresca jerigonza, sus injurias, sus adulaciones, sus salidas cínicas, sus raptos de entusiasmo, los pinten más vividos y activos que en la realidad. El que parezcan retratos abultados no tiene nada de absurdo. Aun los que sirven de portavoces a las opiniones del poeta tienen sus momentos de picardía, en que trampean o se jactan más de la cuenta o ceden a las flaquezas de la carne. Sus figuras femeninas aprontan una franca respuesta a los que pretenden que las mujeres no contaban en la vida griega. Pelean como unas placeras y poseen clara conciencia del lugar que les ha asignado la naturaleza; y como, además, siempre tienen el buen sentido de su parte, los entusiasmos masculinos parecen, a su lado, tonterías candorosas.

Todo poeta cómico y satírico tiene su lado serio y ataca lo que le rodea

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partiendo de algunos principios que respeta. Aristófanes podrá burlarse a más y mejor, pero también es amargo y cáustico para las cosas que odia. Hombre de temperamento e ideales conservadores, considera con desagrado y aun repulsión las novedades que los sofistas han traído a la vida ateniense. Vuelve, en cambio, los ojos con arrobamiento y no sin manifiesta sentimentalidad hacia los grandes días de Maratón, y su disgusto y reprobación de las modas viene a cristalizar en dos personajes, Eurípides y Sócrates. Sin duda que mucho de su crítica es mero jugueteo destinado a la risa, y que no todas sus acusaciones han de tomarse por lo serio. Pero no hay duda que desaprobaba la causa que ambos representaban. En Sócrates encuentra el blanco para descargar su aversión contra las nuevas y disolventes costumbres educativas, y en Eurípides ataca las nuevas tendencias en arte y música, no menos que la inmoralidad, que le es imposible compartir. Pero seguramente que bajo todo esto hay algo de antipatía personal: ni uno ni otro eran gente de su gusto.

Por otra parte, distaba mucho de ser un reaccionario remilgoso. En política era un hombre del centro, y se opuso constantemente d partido militar. En parte por verdadero amor a las grandezas pasadas, en parte por sentido común, prefería la Atenas de su juventud a las cosas que ahora ofrecían los generales o los filósofos. Pero, en el fondo, abrigaba una intima convicción con la que no comulgaba Sócrates ni Eurípides. Creía en la buena vida, en la vida de los sentidos, el placer y la inteligencia, y los hombres a quienes combatía eran más bien partidarios de otras concepciones de la existencia humana. Ellos más bien anhelaban un mundo nítido y racional, o bien un mundo de exaltación religiosa y de puritanas abstenciones. Aristófanes estaba satisfecho de las buenas cosas de la vida, y combatía por ellas incansablemente, oponiéndose a los charlatanes, a los fanfarrones, a los jactanciosos, y a cuantos se creen con derecho a intervenir en la vida ajena y a hacer de aguafiestas.

El arte de Aristófanes no tuvo sucesor. Se puede decir que acabó, más que con él, antes de él. Lo sustituyó una verdadera comedia de costumbres que debía mucho a Eurípides en sus sentimientos y en sus máximas. La Media y la Nueva Comedia, como se las llama, se parecían mucho entre sí. Sus autores, especialmente Menandro (343?-293 a. C), crearon ese género que hoy propiamente llamamos comedia, y que a través de las adaptaciones de Plauto y Terencio, ha de resucitar en los días del Renacimiento. De Menandro no ha quedado una sola obra completa, pero en Egipto han aparecido varios fragmentos, y numerosas referencias y citas nos dan idea de su teatro, Menandro escribía para la recreación de generaciones entristecidas, que preferían no contemplar la vida muy de cerca. Su arte es un escape hacia un mundo de singular romanticismo. Está lleno de inesperados encuentros y hallazgos de personajes, de gemelos que se confunden entre sí, de nobles prostitutas y de padres incomprensivos e iracundos. Por supuesto, todo acaba siempre del mejor modo y la virtud es recompensada. Encantadoras en su época, estas ingeniosas invenciones como que se han marchitado con el tiempo, y Menandro nos resulta tedioso. Pero era sin duda hombre de temperamento atractivo, y poseía un estilo a la vez pulcro y natural. Inteligente, tolerante, capaz de afecto, hizo de sus comedias los depósitos de su sabiduría práctica, especialmente de esa sabiduría que facilita la existencia y dulcifica a los hombres. Es la antítesis del grande hombre concebido por el siglo de Pericles. Sabe que la vida no es más que un teatro flotante, que los amados de los dioses mueren jóvenes, que la mucha conciencia nos vuelve a todos cobardes. El mismo San Pablo no hace más que citarlo cuando afirma que "las malas compañías pervierten las buenas costumbres". Sus máximas enseñan a vivir sin exigir mucho de

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la vida: expresiones de aquella blanda aceptación de un mundo al que no debemos nunca pedir cosas imposibles. Era Menandro, en todo y por todo, el mejor tipo que su época podía producir, pero desde luego que su obra no resiste la comparación con aquellos inspirados disparates y aquellas fascinadoras melodías de la Vieja Comedia.

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