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Pablo Gonz La saliva del tigre Minificciones

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LA SALIVA DEL TIGRE © Pablo Gonz, [email protected] © De esta edición: 20:13 Editores, Valdivia, Chile Primera edición de 500 ejemplares: Septiembre de 2010 RPI: 194.559 ISBN: 978-956-332-775-5 Origen de las ilustraciones de portada: www.morguefile.com Diseño de la portada: Dafne Gho, [email protected] Impreso en Chile. Printed in Chile Imp. América Ltda. Av. Ramón Picarte, 1109 Valdivia. F: (63) 24 41 60 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo del editor.

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NOTA DEL AUTOR

Las minificciones que componen este libro fueron escritas durante el año 2010, en Valdivia (Chile), y aparecieron pu-blicadas en los siguientes medios digitales: La Esfera Cultu-ral, Internacional Microcuentista, El Microrrelatista y, sobre todo, en mi blog personal. Son, por tanto, obras que ya han teni-do un acercamiento a los lectores, muchos de los cuales me han expresado su parecer sobre ellas por medio de comen-tarios escritos o correos electrónicos. Seguiré recibiéndolos con gusto en cualquiera de estas dos direcciones:

CORREO ELECTRÓNICO [email protected]

EL BLOG DE PABLO GONZ

http://pablogonz.wordpress.com

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La saliva del tigre

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EL DESTINO DE UN HOMBRE

Era un hombre duro, de campo, con sus defectos. Lo reclutaron para la guerra. Le enseñaron a leer. Conoció los textos de los ideólogos. Se enardeció. En la batalla decisiva destacó como un héroe. Fue ascendido a co-misario del partido. Fue nombrado ministro. Murió de viejo. Se le erigió una estatua en su pueblo. Y cuando triunfó la contrarrevolución, quemaron el monumento y dispararon sobre su efigie. Luego, lo arrastraron con un tractor a las afueras. Era un hombre duro, de cam-po, con sus defectos.

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VIENTO

Avión. Risas nerviosas. «Cuidate, cariño». Tristeza de Burger King. Borracho, en bicicleta, por las calles de Múnich. En el autobús, camino de la universidad. Do-lor con Margarita en un hotel de Ávila. Las pozas de a-gua cristalina. El beso de Sandra Giannakakis. El com-pás con el que me pegó don Francisco. Las deliciosas rosquillas de tita Nona. Aquellas tardes sin fin, con mi hermana, en el Cine Atenas. Las manos cálidas de mi padre. El gato que me arañó en Brasil. Bueno, calma: voy a tirar otra vez de la anilla. A ver si ahora se abre.

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EL GOL

Escuchó desde la cama el monstruoso grito de la ciu-dad; y media hora después, los primeros cantos calleje-ros. Se levantó, se echó la bata por los hombros y se a-cercó a la ventana: muchachos y muchachas con ban-deras, como el día en que empezó la guerra; con los puños alzados, como el día en que empezó la guerra; sonrientes, como el día en que empezó la guerra. Co-rrió las cortinas. Volvió al dormitorio. Se acostó. Re-pasó mentalmente sus provisiones.

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LOS ANCIANOS…

…atravesaban la ciudad como una jauría de perros.

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MIENTRAS DUERME

Como todas las noches, el tigre de penetrante mirada se sacude el sopor del sueño y emprende su augusta ronda por las anchas espaldas del mundo. La incon-fundible elegancia de su lomo a la luz de la luna llena. Su afilado aliento cuando se asoma al barranco. Sabe lo que busca y confía en obtenerlo. Desciende con real parsimonia, salva la terrible cicatriz y se alebra entre el vello grisáceo de la pradera. Allí está: la blanca paloma que mira a un lado y a otro, vigilante. «De esta noche no pasa», piensa el tigre. Y emprende el sigiloso reptar que lleva impreso en los músculos. «¡Ahora!», a la vez que salta. Pero su presa extiende las alas y huye sin se-pararse del suelo. Persecución implacable entre guita-rras eléctricas, versos extraños y cruces de metal, hasta el fatídico fin de la tierra. Ruge el tigre entre resuellos. Tirita la paloma sin salida. Deja caer su rama de olivo. Y todo ello sin salir de la piel del preso.

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EL MIEDO A LA MUERTE

Cuando salimos de la ciudad, éramos siete. Cuando entramos en el bosque, éramos seis. Cuando dejamos la senda, éramos cinco. Cuando empezamos a desnu-darnos, éramos cuatro. Cuando nos metimos en el la-go, éramos tres. Cuando empezó a tronar, éramos dos. Y cuando él murió, partido por un rayo, yo me quedé solo, flotando sin dueño.

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SATORI

Llevaba unos quince días en un extraño proceso men-tal. Ya casi tocaba el límite redondo del siguiente esca-lón del orden (la fórmula limpia que nos permite ver-nos como invulnerables) cuando me sucedió. Ella ha-bía ido a trabajar. Yo me quedé mirando por la venta-na, absorto. Y de repente supe que era uno de los po-cos hombres que quedábamos en la Tierra. Nos man-tenían vivos artificialmente: en un laboratorio, atados a unas camillas, en fila. Y yo estaba comenzando a reac-cionar. Me agitaba. Movía los párpados. Contraje la ca-ra. Abrí los ojos. En torno a mí había tres médicos. El del centro era alto y llevaba una luz en la frente. A su derecha, había otro más pequeño; y a su izquierda, o-tro aun más pequeño, que luego pasó a la derecha del mediano. Entre los tres discutían sobre la conveniencia de eutanasiarme. Yo sólo pensaba: «Dejadme vivir».

Cuando volví de mi ensoñación (ya era de noche), pensé que aquellos médicos eran en realidad depreda-dores, pero esta idea pronto dejó de importarme. Ella iba a regresar. Y yo debía retirarle la comida al conejo. Salí de casa. Crucé el huerto. Y al abrir la jaula, empecé a comprender. Me toqué la frente. Llevaba el frontal encendido. Miré a la derecha y vi a mi perro. Miré a la

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izquierda y vi a mi gata, que enseguida pasó a la dere-cha. Nosotros tres éramos los depredadores. Y los o-jos de mi conejo no me parecieron tan vacíos como de costumbre.

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VIAJEROS

Aquella tarde tomaron un tren hasta el aeropuerto y se pusieron en la fila de entrega de equipajes. Llevaban dos maletas vacías, seguramente las únicas de todo el vestíbulo. Ante ellos, una mujer negra, alta y soberbia, que iba vestida de celeste y llevaba a la espalda a un bebé dormido. Más allá, descubrieron a una familia de rubios muy rubios, quizás islandeses, y a un chico de unos doce años embutido en la típica chaqueta de in-ternado inglés. Poco después, oyeron y vieron sumarse a la fila a un empresario italiano que no dejaba de be-rrear por teléfono. En resumen, no puede decirse que aquella tarde lo pasaran mal. A las seis ya estaban de vuelta en su pisito.

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ELLOS

Al término de la guerra, él pasó a Francia, como tantos otros, y fue recluido en un campo de refugiados próxi-mo a Pau. Allí conoció a una mujer, una francesa muy joven que le dio un niño. Se llamaba Margarito y murió infante.

Al término de la guerra, ella volvió a Madrid y li-cenció a los niños de la colonia. Su piso estaba ocupa-do por una familia, así que se instaló con una hermana de él. No podía ejercer su profesión de maestra por-que las nuevas autoridades la habían inhabilitado.

En el año 62, él regresó a España y la visitó en su casa, ya recobrada. Le contó lo sucedido. Se separaron. No podían hacer otra cosa a los ojos de la sociedad. Pe-ro algunas tardes de otoño, cuando había mucha gente por las calles, se encontraban frente al escaparate de una ferretería y miraban las novedades con un extraño detenimiento.

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EL MANCHADO

A principios de 1930, en Ozark (Alabama), nació un niño que no era ni blanco ni negro ni mulato. Tenía media cara blanca con un ojo verde que parecía tala-drarlo todo y la otra mitad negra y sedosa como el sen-timiento que le inspiraba el tesón de su madre. En su cabeza peleaban los rizos prietos con los mechones ro-jizos; y en su cuello oscuro moría el albor de su rostro formando algo así como una lágrima de leche. En lo demás de su cuerpo también las dos razas de su origen dibujaron su obstinado deseo de pureza: tenía un hombro y un brazo negros pero la mano blanca, al re-vés que el contrario; y formas que recordaban a islas y a mares repartidas por el pecho, los costados y la es-palda. Sus testículos eran negros, su pene blanco; y te-nía las piernas a rayas, detalle por el que de niño le lla-maron El Cebra. Más tarde, cuando creció, su apodo fue El Vaca e incluso El Picazo, en honor de aquellos caballos fuertes que solían criar los indios. Pero luego, en el servicio militar, empezaron a llamarle El Man-chado, término que a él no le gustaba porque no reía la hermosura, la bondad o la fuerza de ningún animal sino que simplemente tildaba su defecto, acrecentán-dolo. Por lo mismo, comenzó a sufrir y a desear el do-

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lor de otros. Pero no llegó a ver realizado su sueño porque a mediados de los años 50, cuando se desató en Norteamérica el conflicto racial, él fue una de las primeras víctimas. Los blancos no lo querían porque indiscutiblemente no era blanco. Los negros tampoco porque no era del todo negro. Y los mulatos menos porque, según su opinión, era demasiado complacien-te. Por todo lo cual, El Manchado se refugió en los bosques de Florida y en ellos vivió, principalmente de la pesca, hasta que yo lo encontré muchos años más tarde. Iba desnudo, por la orilla de un lago, y las man-chas de su piel se confundían con el entrevero de luces y sombras que proyectaba el Sol entre los árboles.

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LA PUERTA

Calle oscura. Un camión se detiene sobre los panzudos adoquines. Pausa. Pausa. Y un hombre salta de la ca-juela. Joven, cabeza rapada, abrigo largo. No lleva ma-letas ni armas. Mira al camión que se aleja. Al fondo, a-rropado por las sombras, resuena el canto de un ave. Estupor. Estupor. Y el primer paso hacia la puerta. «Sitúese ante ella y espere». «¿A qué?» «Sitúese ante ella y espere». El hombre lo hace. Silencio mineral. Y len-tos taconazos que se acercan. Una sombra oscurece su sombra. «¿Es usted un hombre prudente?», pregunta la voz a sus espaldas. «No podría asegurarlo», dice él vol-viéndose. Un hombre de cabeza grande. Vestido por completo de blanco. Manos desnudas. Sin nudillos. Pa-rece un bebé gigante. Es un bebé gigante. «Sitúese ante la puerta y espere». Y el bebé comienza a pronunciar su grave silencio. Un minuto. Dos. Sepulcros dormi-dos. Tren quieto. Y de nuevo la voz: «¿Es usted un hombre apasionado?» «No podría asegurarlo». «Muy bien». Pausa. Estupor. Y la puerta cerrada, aún. ¿Pre-guntar? No, pensará de mí que soy imprudente. ¿Vol-verme y ofrecer la mano? No quiero revelar mi pasión. «¿Es usted un hombre miedoso?» «Sí». «Muy bien». Y entonces la puerta se abre.

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TRÁNSITO

Tras una larga agonía, cuando por fin murió, vio for-marse una luz sobre su cabeza. Avanzó hacia ella. Sin-tió frío. Lloró. Le arroparon. Le arrimaron a un pecho. Mamó.

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HACIA ADENTRO

Huyendo del ruido de la gran ciudad, aquel hombre se instaló en un bosque. Y le fue bien hasta que se hartó del maullido de su gata. La regaló a unos amigos. Pronto empezó a molestarle también el sonido de las ramas de los árboles. Los podó. Y el viento sur en las ventanas. Las cegó. Con el aislamiento del tejado pudo evitar el repiqueteo de la lluvia en las planchas de zinc. Pero de noche aún lograba percibir el ulular apagado del bosque, los tenues crujidos de las paredes y las rau-das carreras de las arañas. Por eso, tomó una determi-nación drástica: calentó un croché al rojo y se perforó los tímpanos. El silencio fue perfecto durante algunas semanas. Más tarde comenzó a oír las voces.

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LA AJUSTICIADA

Antes de recibir el golpe, sintió la caricia del hacha.

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YEMENI

Envuelta en una magnífica parca, llega a la población una joven funcionaria extranjera, alta y rubia como un guerrero. La acompañan, naturalmente, varios repre-sentantes locales que forman en torno a ella algo así como un cordón sanitario. Avanza la curiosa célula, sobre el telón de las sonrisas infantiles, de calleja en calleja, de corral en corral, hasta detenerse junto a la dura mirada de Yemeni. Ella es Yemeni. Dieciséis a-ños. Ha dado dos vidas. Quitó otras dos. Su pelo lar-go, estropajoso. Su camisón de tergal sucio. Pisa el si-lencio de todos:

–Devuélveme mi parca, gringa de mierda.

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BASADO EN UN CUENTO REAL

En un reino bendecido por el sol... En el claro de un bos-que ebrio de miel... En la coqueta torre de un cómodo castillo... El camisón desgarrado de la Bella Durmiente.

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NOCHES DE VALENCIA

Ella no le esperó en el aparcamiento del Hospital 9 de Octubre hasta las 2:35 de la mañana ni ordenó al tal Erwin que lo redujera a cadenazos metiéndolo poste-riormente en el maletero del coche. Tampoco lo llevó a un descampado que hay cerca del Polígono Indus-trial La Cova donde le rompieron los brazos y las pier-nas procediendo enseguida a arrancarle nueve dientes y a darle por culo con lo de Erwin. ¿Y por qué? Por-que aquel gris cirujano nunca la recogió cuando a ella se le averió el coche volviendo de la discoteca Scala de Cullera, ciento ocho días antes, ni se desvió de la ruta para detenerse junto a una acequia donde le pegó hasta perder el resuello, violándola seguidamente.

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EN CUALQUIER MOMENTO

Los árboles, batidos por el viento, golpeaban los vi-drios de las ventanas como si fueran bromistas. La llu-via se colaba por la chimenea rugiente. Y los niños llo-raban de miedo. Ella picaba cebollas sobre la mesa de la cocina y se hizo un largo corte en un dedo. Inmedia-tamente se produjo el terremoto.

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RO/BESPIERRE

Sobre los valientes adoquines de la Place de la Révolu-tion, orlados de sangre tibia, rueda un carruaje silen-cioso y a la vez chillón. Lo conduce un hombre ancho y taciturno tras el cual se discute a sovoz.

ÉL: Ya ves a lo que conduce tu estúpida idea de la libertad.

ELLA: ¡Qué sabrás tú de eso! ¡Cállate! ÉL: Ya me callé durante demasiado tiempo. Ahora

es momento de que tú me escuches. ELLA (con ojos inexpresivos): Ya no es momento

de nada. ÉL: Con esto no termina la existencia, querida. ELLA: ¡Ja! Y entre tales razones llega el carruaje al cementerio

de Errancis. Dos peones, uno por cada lado, comien-zan a descargar los despojos. Y…

ELLA: ¡Eh! ¡No pueden enterrarnos en fosas sepa-radas! ¡Es injusto!

ÉL: ¡Hasta nunca, Ro!

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PERSEVERANCIA

La octava vez que el ácaro gigante llegó a la perrera, fue recogido y alimentado. Hoy lo adoptó una niña es-pecialmente terca.

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EL EL BESO BESO

Un Una hombre mujer entró estaba en en un un bar bar y y vio vio sentada llegar a a una un mujer hombre muy muy hermosa atractivo.. Se Ella acercó pestañeó a con ella gracia,, la le miró miró a a los los ojos labios y y se se besaron de una forma inaudita.

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UN DÍA MÁS

Despierta en mitad de la noche con una brutal congo-ja. En la mesilla, el reloj marca las diez y diez. «Imposi-ble», dice y se incorpora para encender la lámpara. En efecto, el despertador está al revés. Son en realidad las cuatro menos veinte. Respira hondo sonriendo y da vuelta al reloj. Luego, apaga la luz y se tumba. Pero en-seguida se incorpora de nuevo, gira cuatro veces más el reloj y ríe con demencia: acaba de ganar un día.

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EL VAGO

En un pueblo del centro del país, supimos la historia de un hombre que llevó hasta un extremo impensable su amor por la holganza. Era tan perezoso que un día se echó a morir en la plaza; y como vio que nadie se a-piadaba de él, le pidió a unos vecinos que hicieran un cajón de pino y lo enterrasen de una vez. «De todas formas me voy a morir». Al día siguiente, el vago entró por su propio pie en el cajón, se tumbó, cruzó las ma-nos sobre el pecho y dijo: «Ea, que empiece el entie-rro». Y cuatro hombres enlutados alzaron el ataúd, bastante liviano por cierto, y se lo echaron a los hom-bros. Jamás se había visto un entierro tan bullicioso: la gente rodeaba el cajón e increpaba al muerto con in-sultos de toda índole. Incluso le tiraban cosas o se a-cercaban a palmear las pobres tablas. «¿Qué ejemplo le estás dando a nuestros hijos?», vociferaba una buena madre. Tan llamativa era la escena, que un forastero que se asomó a la puerta de la posada para ver pasar el cortejo, se vio obligado a preguntar:

–¿Quién es el muerto? ¿Por qué lo tratan así? –Aquí no hay ningún muerto –le respondieron–.

Es el tío Pilo que no tiene nada que comer y ha pedido que lo entierren.

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Entonces, aquel forastero, convencido de que iba a realizar una buena obra, echó a correr entre la gente gritando con las manos en alto: «¡Que pare el entierro!» Y cuando el silencio se hizo en torno a él, proclamó con valentía:

–¡Yo le regalo a este hombre un saco de trigo! Al oír esto, la masa vibró y despuntaron como pi-

ques de agua media docena de insultos dirigidos al fo-rastero. Con ellos, nació un murmullo. Y más tarde, un crujir de tablas que dejó al tío Pilo acodado en el borde del cajón que iba a servirle de ataúd:

–¿El trigo está molido? –preguntó. –No –respondió el forastero–. Está en grano. Y el vago, tumbándose de nuevo, sentenció: –Bueno, pues que siga el entierro.

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EL CABALLERO TRANSVERSAL

Él se desabrochó el abrigo y extrajo el hacha del lazo, pero no la sacó del todo, sino que la mantuvo cogida con la mano derecha debajo del abrigo. Sus brazos pa-recían incapaces de energía; notaba que se le entume-cían y agarrotaban por momentos. Temía que el hacha se le escapara de la mano y cayera… Sentía vértigo.

–Pero ¿por qué está envuelta así? –gritó la vieja irri-tada, volviéndose hacia él.

No había un momento que perder. Sacó el hacha, la levantó con ambas manos y…

–¡Depón el hacha, rufián! –truena a su espalda la voz áspera de un tipejo que esgrime una pica–. No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se dé muerte tan sucia a moza tan aseada.

Oído lo cual, Raskólnikov se dice «ancha es Sibe-ria» y escurre el bulto, dejando a la vieja ojiplática:

–¿Y usted quién es? –pregunta la misma encarando al caballero.

–Don Quijote de la Mancha, criatura. Vengo del li-bro de al lado.

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LADRIDOS

Anoche, el perro nos despertó con sus ladridos. Me le-vanté del sillón y salí al camino. Estaba ladrándole a la luna, que se erguía, con la sorda parsimonia de los as-tros, entre dos pinos ramudos o insolentes. Entonces dije: «¡guau!»

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LA FIERA

Esta mañana salimos a cazar al lobo. Éramos veinte hombres con armas, herramientas y perros hambrea-dos. Desde lo alto de su yegua torda nos dirigía Cape-rucita.

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HERMANO

–¡Te has comido los hongos mágicos! –Sí, ¿qué pasa? –aulló el cuarto cerdito.

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EL ATLETA MAGNÍFICO

Soy capaz de correr los cien metros lisos en apenas dos segundos pero necesito seis días (con sus noches) para alcanzar la velocidad necesaria.

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EL MINOTAURO

–¿Por qué no me matas, Teseo? –Me gustó tu sonrisa terrosa.

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LOS LÍDERES

Superando sus particulares prejuicios de raza, el peón del rey negro y el de dama blanca se abrazaron en mi-tad del tablero, dando ejemplo de hermandad a los de-más peones que, avanzando como torres, alfiles e in-cluso como caballos, se reunieron en torno a ellos, muy alegres, para celebrar la hermosura de la paz. Sin embargo, esta actitud de las bases no gustó nada al res-to de las piezas (blancas y negras) que, tras las consabi-das llamadas al orden y la firma de un pacto de no a-gresión, pusieron sitio a los revoltosos para reducirlos por hambre. Hora tras hora, los valientes peones vie-ron disminuir sus fuerzas y su moral, pero cuando al fin fueron atacados, un extraño fulgor recorrió sus o-jos y por medio de una cruenta batalla (que duró más de seis minutos) salieron victoriosos sobre un mon-toncito de serrín. ¡Oyeran ustedes los hurras de ojos desorbitados, las interminables canciones de gargantas roncas, y los hermosos discursos que pronunciaron los líderes revolucionarios aupándose uno en otro! Lás-tima que aquel idiota (un simple peón de torre) lo a-rruinara todo al decir: «Fijáos, compañeros, cuando los líderes se suben uno encima de otro, parecen un rey».

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HISTORIA DEL HOMBRE QUE POR DESCONOCER EL MECANISMO DE LA TÍPICA BROMA QUE SE LE HACE A LOS NIÑOS Y POR

NO QUEDAR COMO UN IGNORANTE FRENTE A SU HIJO DE CUATRO AÑOS, SE LUXÓ EL PULGAR DE LA MANO DERECHA SIN DEJAR DE SONREÍR.

Eso.

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EL MENSAJERO

–Escúchame bien, Pedrito. Ve a donde esa chica y pregúntale si quiere hacer el amor conmigo.

–Vale. … –¿Y bien? –Dice que sí pero que no tiene condón. ¿Qué es

condón? –Eso no importa ahora. Vuelve y dile que yo sí

tengo. –Vale. … –¿Y bien? –Dice que se muere de ganas. Que me pongas el

condón y empecemos de una vez.

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NACE DOS VECES

En la localidad turolense de Royuela se produjo el pa-sado miércoles, 23 de junio, un suceso que mantiene consternada a la exigua población local. Aprovechan-do un descuido de su madre (atribuible quizás a la fati-ga) el neonato Timoteo Lorente se zafó de su mantilla y regresó al vientre materno. Llamada de urgencia la comadrona (que por suerte no había ido muy lejos), a-yudó con notable profesionalidad en estos segundos trabajos, complicados por el hecho de que el niño ve-nía de culo.

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QUEJAS

Un rey muy pero que muy malo sometía a sus súbditos a impuestos tirando a bestiales. Y como la gente no hacía más que proferir quejas, al rey se le ocurrió pro-hibirlas. Fue el no va más y el este tío que se ha creído y el hasta ahí podíamos llegar (lo cual es mucho) y to-do el pueblo se alzó en armas, cucharones y útiles es-colares. Obviamente (esto es, siguiendo al pie de la le-tra los dictados de Hollywood), los rebeldes quebraron las puertas del palacio real (que no eran de cartón pie-dra) y rodearon al tirano en un sótano adonde había corrido a refugiarse. Y entonces lo cubrieron de quejas (muchas de ellas agrias) pero no le tocaron ni un pelo, abandonando el recinto poco más tarde entre voces de indignación pero felices (en el fondo). Aquella misma noche el rey dio orden de asesinar a los cabecillas de la revuelta (se eligió a veinte al azar) y exponer sus cadá-veres en el muro de la barbacana para escarnio de to-dos. Y así se hizo. Pero al alba del tercer día, los cuer-pos de aquellos hermosos mártires resbalaron hasta el suelo y tras celebrar un corto pero atroz conciliábulo, cruzaron el puente y accedieron al palacio en busca de los aposentos del rey, que eran vigilados por un par de caballeros que nunca antes habían visto zombies. «Bu»

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y «coge esa antorcha» y «aquí está el gordinflón» y «ahora se va a enterar éste» y «¡eh, tú, despierta!» Y el rey, más o menos transitando entre estar dormido y o-ler a váter: «¿qué pasa?, ¿quiénes sois?» Respondieron ellos (quizás a coro): «somos súbditos tuyos y venimos a quejarnos de verdad». Y, según parece, lo hicieron. Fíjate tú.

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SE SUICIDA LENTAMENTE

Por un asunto de faldas se suicidó en la tarde de ayer el Sargento Primero del Ejército del Aire, Rodrigo So-moza Llovet, quien, para dar mayor relieve a su acto, optó por realizarlo a cámara lenta. Desde que saltó del viaducto que salva la madrileña calle de Segovia y has-ta que impactó fatalmente contra la vereda de los nú-meros impares (justo enfrente de la panadería San Mi-guel), transcurrieron veintidós minutos y once segun-dos. Los bomberos no llegaron a tiempo.

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¡ME CAGO…

…en la reencarnación, en la transmigración de las al-mas y, sobre todo, en la puta disolución elemental! Es-to no puede ser. Claro, sin necesidades corporales. Y además en una postura muy cómoda. ¡Pero a ver qué coño hago yo ahora, metido en esta caja, hasta el fin de los tiempos!

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PASIÓN MORTAL

Desde lo alto del mesón oscuro, la radio transmite el partido. Y una lombarda entra al trote en la cocina. Trae las raíces aún húmedas y una expresión de inquie-tud en sus tersas y oscuras hojas. «¿Empezó hace mu-cho?», le pregunta a un salero que se mira las uñas jun-to al transistor. «Recién», responde éste. «¿Todavía no marcó nadie?» «Nadie». Y la lombarda se acomoda en un cesto junto a unos nabos que se aprietan para ha-cerle sitio. No habla con ellos. Ni los mira. Toda su a-tención es para el comentarista que gorjea las jugadas con vibrante voz. Los ojos grandes de la lombarda, sus labios trémulos, su respiración indecisa cuando el ba-lón se acerca a una de las áreas. ¡Qué pasión! ¡Cómo se le arrugan las hojas! ¡Cómo se le encoge el tallo! ¡Có-mo se le secan las raíces!

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IMPOSIBLE

Érase una vez un colorín colorado.

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LA COMISIÓN

Llegados en una nave de color canela (algo parecido a un kiwi pero del tamaño de un campo de fútbol), los once miembros de la primera comisión alienígena que arriba a la Tierra (unos hieráticos seres de unos seis metros de altura, con la piel como corcho quemado y vestidos con túnicas de nácar) son recibidos por las autoridades locales a la entrada de Santiponce (Sevilla) y conducidos en multitudinaria procesión por la aveni-da de la Virgen del Rocío hacia el ayuntamiento (enga-lanado a toda prisa). Pero a la altura de la calle del Doctor Fleming, los comisionados (todos a un tiem-po) se detienen y miran a su izquierda (hacia un taxi que hay aparcado bajo un árbol). «¿Qué pasa?», le pre-gunta el alcalde al intérprete (un alienígena de menor edad que los otros, a juzgar por su aspecto y su actitud algo más desenfadada). «Los Maestros quieren hablar con ese hombre», replica el intérprete. «¿Con quién? ¿Con el taxista?» «No, con el que canta por la radio». Y entonces el alcalde pregunta quién es. «Camarón de la Isla», le dicen. Y todos empiezan a reírse, viéndose o-bligado el primero a comunicar que Camarón está muerto y que es imposible hablar con él. En ese ins-tante, los comisionados (todos a un tiempo) entornan

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los ojos (o lo que sea) y se dan media vuelta para em-prender el retorno a su nave. «Eh, ¿qué pasa? –dice el alcalde emprendiendo tras ellos un trotecillo que tiene bastante de cervuno– ¿Por qué se van?» Responde el intérprete (mucho más hierático ya): «No tenemos na-da que compartir con una civilización que permite la muerte de semejante artista».

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ELLAS HABLAN

–Por favor, deje su mensaje después de oír la señal, ¡miiic!

–¡Recarga tu móvil en todos los cajeros automáti-cos y habla más minutos!

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NADIE

Nadie se explica en nuestro pueblo cómo ha podido suceder que María Elena, mujer tan centrada y cabal, tan complaciente esposa de su marido y atenta madre de sus innúmeros hijos, tan buena hortelana, cocinera, lavandera, planchadora, tejedora, limpiasuelos, limpia-cristales, deshollinadora y matarife se haya fugado con un vendedor de colchones.

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NANO

Mecido por altas olas, un elegante náufrago arriba a una playa y se acomoda en un sillón a ver la tele. Pasa una hora. Pasan dos. Y por fin descubre que miles de cordeles lo inmovilizan en su asiento. Aterrorizado, desvía sus ojos de la pantalla y ve a unos hombrecillos que se ríen de él con voz de cristal.

–¿Quiénes sois? –les pregunta–. ¿Hombres dimi-nutos o imaginaciones mías?

–No –responden ellos–, somos noticias.

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HISTORIA DE GUILLERMO LEVICOY

Guillermo Levicoy es un mapuche alto, de complexión fuerte y risa galáctica. Digamos que es como un buey puesto en pie. Tiene ojos de buey, papo de buey y tri-pa de buey. También tiene las manos sudorosas, como los bueyes. Pero esta mini no trata de Guillermo Le-vicoy sino de un cocinero que sabía interpretar el can-to de los pájaros. «¿Qué quiso decir ese pí?», le pre-guntaban. Y él respondía:

–Ese pí quiso decir pí. –¿Nada más? –Pí quiere decir pí y nada más quiere decir nada más.

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TRABAJO

El primer año la tierra era estéril. No obtuvo cosecha. El segundo año abonó con estiércol pero la semilla era mala. No obtuvo cosecha. El tercer año abonó con es-tiércol y eligió una buena semilla pero llovió poco. No obtuvo cosecha. El cuarto año abonó con estiércol, eligió una buena semilla, regó por medio de un canal. Y obtuvo una cosecha monstruosa. Alguien le dijo:

–¡Vaya, qué suerte tienes!

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CICLO

Cuando la encorvada anciana por fin se detuvo, tras correr durante más de cuarenta años por los caminos del bosque, una mujer de mediana edad salió de entre los árboles y ocupó su lugar, mientras que una mucha-cha, que hasta entonces se había entretenido mirando al cielo, echó a correr entre las sombras. Cerca de allí, dos amantes concebían a una niña.

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CAMBIAR EL MUNDO

Un joven idealista llamado Ainil se sentó en un peñón que hay en la playa de Los Enamorados y estuvo allí tres días, sin comer y sin beber, hasta que comprendió o inventó o recordó que era impotente para cambiar todo el mundo pero perfectamente capaz de cambiar parte de él. «Según la filosofía –se dijo– al cambiar una parte, el todo cambia; y según la práctica, las cosas se hacen poco a poco». Y saltó del peñón. Y el mundo cambió al recibir su hermosa huella.

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EL VIEJO ESCRITOR

El viejo escritor ignorado, aquel que arrastraba sus e-normes pies a orillas del mar, se tumbó, para morir, en su mísero apartamento y le dijo a su discípulo, el único que jamás tuvo: «He logrado ver cumplido mi sueño heterodoxo: vivir con un sueño heterodoxo».

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ESPECIES DE SOL Y ESPECIES DE SOMBRA

Cristián Andrade nació en La Pintana (Santiago de Chile), hijo de un taxista y de una tejedora. A los quin-ce años medía un metro ochenta y a los dieciséis co-rrió los 100 metros en 12 segundos. Fue campeón na-cional de atletismo con diecinueve años y con veinti-dós obtuvo la medalla de bronce en los Juegos Pana-mericanos. A partir de ahí, lo único que conoció fue la degradación. Murió con cuarenta y cuatro años, alco-hólico. Infarto de miocardio.

Rodolfo Vicente nació en León (España), hijo de un carnicero y de una ama de casa. A los quince años sufrió un accidente en el que perdió la pierna derecha y sólo a los dieciocho pudo volver a correr (gracias a una prótesis). Con diecinueve años bajó de los 24 segundos en los 100 metros. Y con veintitrés logró su mejor marca: 21.15. A partir de ahí se especializó en carreras largas. Nunca pudo destacar. Murió con 82 años, sere-no y fibroso. Cáncer de colon.

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LOS DOMINIOS DE LA MENTE

Una niña que vivía en la playa de San Ignacio le pre-guntó a su madre en cierta ocasión: «¿Los lobos mari-nos ponen huevos?» «No», respondió la mujer en tono muy seco. Y la niña echó a correr llorando hacia la pla-ya. Y dibujó en la arena un árbol con tres ramas, y en-tre ellas un nido de picaflor, y en el nido un lobo mari-no poniendo huevos. «¡Sí!», fue su primer grito.

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LA VOZ DEL HIJO

–Hola. «Hola». –¿Cómo está mamá? «Mal». –… «Pero te está escuchando». –… «Y de vez en cuando sonríe». –Héctor, entras en veinte segundos. –Oye, tengo que colgar. Dile a mamá que la quiero

mucho. «Se lo diré. No te preocupes». –Chao. «Chao». … –…y tres y dos y… –¡Bienvenidos de vuelta, señores oyentes! ¡Todo

listo ya en el estadio Santiago Bernabeu para que dé comienzo la prórroga de esta apasionante final que…

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LA BUENA MUERTE

Até con firmeza los aparejos, puse proa a occidente, como el Sol, y me encerré en la tibia cabina del vele-rito. Mi cama dura con sus seis cobertores y su piel de oso. Mis libros fieles, amarillos de caricias. Y cientos de onzas de chocolate. ¿Qué más quería? Afuera la tormenta se desataba como un animal retinto. Y pude imaginar la sencillez con que el casco de mi nave se a-pagaba en la frontera cada vez más indistinta de los e-lementos. El repiqueteo de la lluvia en el cristal. Las o-las espumosas y fragantes. Pálida la lámpara. Ardientes mis ojos. Por enésima vez Obélix dice: «¡Deben de es-tar locos estos romanos!» Y el mar abre sobre mí sus verdosas fauces.

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EL TRUENO

El Trueno era campesino pero sentía el mar como un pirata. Tenía la cara redonda, el pelo hirsuto, la barba cerrada; y en las manos llevaba tatuadas letras antiguas que le protegían de todo. Trabajaba con el hacha igual que yo con la pluma, araba con un solo buey y cuando le tocaba cargar animales muertos, siempre lo hacía burlándose de sus hermanos. Verle comer era asom-broso.

Una vez, El Trueno y sus amigos nos sacaron de la zanja donde dormíamos y nos llevaron a lo alto de un monte. La luna asomaba a la izquierda, entre nubes de gasa. Delante respiraba el mar como un animal que se despierta. Y a nuestra derecha, se tendía la costa de hierro. El alba nos sorprendió envueltos en reproches. Un rayo saltó el horizonte y disipó las nubes. Sobre la línea surgieron playas negras y rocas altas. También al-gunas chozas que parían botes como orugas.

Nadie echó de menos al Trueno hasta que alguien le preguntó algo. Nos separamos con miedo pero en-seguida lo vimos en la playa. Estaba desnudo. Corrió por las olas y se arrojó entre ellas. Sus hombros aso-maban del agua como cascos de bronce y su espalda parecía un escudo. Sus pies dejaban una estela de nívea

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espuma. Imposible avanzar más rápido. Cuando sacó la cabeza del agua, dejó de nadar. Pe-

ro todavía la corriente lo alejó un poco. Trató de vol-ver. No pudo. Cabotó hacia el este, hacia el oeste, se internó en el mar; y entonces, una corriente benigna lo trajo de vuelta a la playa. Estaba gris, como el tronco de un chopo. Sonrió y le di mi manta. Él la dobló a lo largo, se la echó al hombro y fue a vestirse. Iba a paso lento dejando en la arena huellas profundas: no había separación entre los dedos.

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UNIDOS

Una fresca tarde de verano, al señor del castillo se le antojó escuchar música. Y mandó que trajeran al arpis-ta, encerrado por costumbre en la mazmorra. «El ar-pista ha muerto», le dijeron al volver. Pero el señor no respondió. Miraba, sin respirar, los undosos trigales de su feudo.

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UN SUEÑO

La otra noche soñé con un reloj de arena forrado de pelos azules que se apoyaba en una mesa redonda de tres patas. Pues bien, ese objeto era un animal. Y se desplazaba (por el desierto) según los caprichos del viento.

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SUBLIMACIÓN

Sucedió una tarde de hojas arrastradas. Misael, el gaite-ro de mi pueblo, subió a la loma desde la que celebra-ba la vida y se puso a tocar como nunca. Todos en el bar nos miramos, sobre los dominós, mudos de repen-te. Pero sólo yo subí. Aún alcancé a ver la gaita, sobre la piedra, vaciándose tristemente por los roncones.

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LA NOBLEZA

En una plaza como ésta, también una tarde tibia, fui engañado con un trapo rojo, aguijoneado con varas de colores y doblegado con una pica, bajo la horrible tor-menta de los gritos. Luego, me atravesaron el corazón con una espada y me rendí a la injusticia contra unas tablas que no son las de la Ley. Recuerdo la blancura deslumbrante del albero y el sabor de mi último vaho, pasos ágiles y una seca punzada detrás de los cuernos. Ya me arrastran las mulas a la oscuridad amortiguada del callejón. Ya vuelvo a oler el moho y las manos roji-zas de aquel hombre. Me revuelvo en un estertor que no le asusta. «Me ha sido reservado un alto destino», pronuncio con claridad. Y tras tres años de sombras, me encuentro de nuevo aquí, listo para aplicar mi ven-ganza. Ya resuenan los clarines, ya se abre la portilla, ya la palmea el hombre, el mismo hombre de siempre. Y yo corro hacia la luz. Con alegría.

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LA AMANTE DEL POETA

El peluquero ve caer una araña en su bacín de bronce. La toma por el hilo invisible y la observa. Le llaman la atención sus ojos como de metal, su abdomen verde y sus patas negras, agudas. Con una mano la coloca so-bre el mesón y con la otra empuña la navaja de afeitar. Pero en sus ojos brilla entonces el reflejo de la lámpara del poeta. «¿Qué haces con esa araña, Choz?» «La mi-ro», responde éste. «¿Y para qué?» «Para saber lo que mato». «No la mates –dice el poeta sacando una ca-denita de oro–. Te daré esto a cambio de su vida». «¡No!», grita el peluquero. Pero tiembla al ver cómo se eriza el bigote del poeta. Y cómo sus ojos toman visos metálicos. No es necesario mirar su melena para saber que está ardiendo. Humo en torno a su verde batín. Uñas que crecen deprisa en sus dedos oscuros.

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EL JINETE

El vaquero de las botas negras, de los pantalones ne-gros, de la cartuchera negra, de la camisa negra, de la cara negra, del sombrero negro, se acerca con su negro caballo al portalón y lo ata de la brida. A sus espaldas declina un sol de oro que tiñe de oro los dorados tri-gales de la llanura y las últimas cortinas del cielo. Silba una negra canción el forastero para hacerse notar en la cantina pero nadie sale a recibirlo. Brama el viento del oeste agitando una bandera. Silencio. Dolor. Ausencia. «Soy el jinete que asoló estas tierras. Soy la peste, a la que nadie acaricia. Dejaron atrás su bandera, su mies, sus casas. Se llevaron los caballos, los perros, a los ni-ños. Condenado a morir de sed por ser la muerte. Condenado a la soledad y a la ceguera. Soy el jinete del Apocalipsis. Temedme y haceos a un lado».

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NUESTRA AMA

Es la de los días de lluvia, la que nos deja pasar al do-mo y nos alimenta con grasa de hurming, la que lustra su casco de oro y zurce sus grebas de piel, la que afila sonriendo sus armas y sus dientes. Pero ella es tam-bién la de los días de sol, la que corre, horrísona, por los bosques escarchados.

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EL ÚLTIMO HOMBRE

El último hombre solía sentarse en un pequeño patio donde predominaba la sombra de un limonero y el a-roma distinto del azafrán. Entre el cielo límpido y la tierra oscura permanecía él, asediado por negros pen-samientos. Tenía siete años de edad. Con más de cua-renta, el último hombre se aficionó a consultar el libro sagrado. Se sentaba en el centro del círculo, como ha-bía visto hacer a los sacerdotes, y pronunciaba lenta-mente un nombre. El azar dirigía sus respuestas. Y él trataba de encontrar líneas puras. Pero su túnica jamás refulgía. Un día, el último hombre se sumergió en la al-berca de aguas harinosas y apoyó su cabeza en el borde pulido. Sobre sus ojos los arcos oscuros por los que corren insectos ignorantes. Y entonces, el astro eterno y la recta que lo abandona, aquel símbolo que siempre fue, entre el cielo límpido y la tierra oscura, entre el a-zar y la memoria condenada.

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CÓSMICO

Ved los fúlgidos ramales de la galaxia. Y cómo se a-rrastran por ellos soles, lunas y planetas. Ved los nú-cleos negros que en su centro se forman. Y cómo de su giro monstruoso nace un chirrido de luz pura.

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PARA SEGUIR LEYENDO MINIFICCIONES

Aprendiz de palabras por Su http://aprendizdepalabras.blogspot.com

Bajo luz propia por Baizabal http://bajoluzpropia.blogspot.com

Brisa de letras por Fabiana Calderari http://facalderari.blogspot.com

Canasta de letras por Luis Héctor Gerbaldo http://www.canastadeletras.blogspot.com

Cortitos por Claudia Sánchez http://sanchezclaudiabe.blogspot.com

Cotidiano Apocalipsis por Vittt http://cotidianoapocalipsis.wordpress.com

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Decati Sonde Teibol por Franco Chiaravalloti http://decatisondeteibol.blogspot.com

Diario de Anónima Mente por Anónima Mente http://diariodeanonimamente.blogspot.com

Diario de Independencia por Adivín Serafín http://diarioindependencia.blogspot.com

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El living sin tiempo por Martín Gardella http://livingsintiempo.blogspot.com

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El ojo que te mira por Virginia Vadillo http://ojoquetemira.blogspot.com

El pasado que me espera por Araceli Esteves http://elpasadoquemeespera.blogspot.com

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En pocas palabras por TR

http://www.tr-tintaroja.blogspot.com Esta que ves por Patricia Nasello

http://patricianasello547.blogspot.com Historias mayúsculas por Maite

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http://isabel-hoyvoyaescribir.blogspot.com Humor mío por Pedro Herrero

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No-comments por Indio

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