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ALICE ROBERTS LA INCREÍBLE IMPROBABILIDAD DEL SER La evolución y cómo hemos llegado a ser humanos Traducción de MARC FIGUERAS Increible improbabilidad_roberts.indd 5 12/4/18 11:43

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ALICE ROBERTS

LA INCREÍBLE IMPROBABILIDAD DEL SER

La evolución y cómo hemos llegado a ser humanos

Traducción de

MARC FIGUERAS

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A la memoria de Pam Stevens, con cariño

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LOS INICIOS

El enigma de la concepción y la historia escrita en nuestro cuerpo

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Ex ovo omnia(«todo procede de un huevo»)

William Harvey, 1651

La manera que tengo de observar el mundo y mi propia idea de lo que soy en el espacio y en el tiempo se alteró completamente cuando fui madre. Tuve mi primera hija en 2010 y en ese preciso momento me invadió una increíble y casi mística sensación de conexión: de conexión con mis antepasados y de cone-xión con mis descendientes; una sensación de ser algo más que un individuo, de ser un eslabón en una cadena de vida. Para mí, se trataba de algo muy feme-nino; había dado a luz a una hija, tal como yo había nacido de mi madre y ella de su madre, y así sucesivamente, remontándonos cada vez más en el tiempo.

Si tú, querido lector, eres un hombre, aunque no puedas dar a luz, sí que puedes reflexionar de un modo parecido acerca de tu cromosoma Y, que te conecta con todo un linaje de antepasados masculinos. Admito que quizá no parezca tan épico, pero es que, ciertamente, no hay nada como dar a luz para que un pensamiento parezca trascendental.

Como madre gestante en un país desarrollado en pleno siglo xxi, tuve la fantástica oportunidad de ver a cada uno de mis hijos antes de que nacieran. Recuerdo la inmensa alegría que tuve cuando, a las doce semanas de embara-zo, pude ver a mi hijita por primera vez, flotando en su pequeña charca de lí-quido amniótico. En ese momento ni tan solo sabía que era una niña. Fue ma-ravilloso poder verla, pero seguía habiendo un gran abismo entre esa imagen de la pantalla y la experiencia de estar embarazada.

Yo soy anatomista (es decir, mi trabajo es conocer la estructura del cuerpo humano y cómo se desarrolla), pero todos los conocimientos que tengo acerca del desarrollo embrionario no atenuaron la sensación de que lo que estaba te-niendo lugar en mi interior era algo verdaderamente milagroso. La fertiliza-ción ya es algo increíble por sí mismo, a lo que hay que añadir el asombroso

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proceso de un óvulo humano fertilizado, una única célula, que se convierte en algo tan complejo y completo como un ser humano. Cuando me hicieron la ecografía de las doce semanas, buena parte del feto ya se había formado: tenía brazos y piernas, dedos en las manos y los pies, intestinos y un corazón que la-tía. Ya parecía una niña en miniatura. ¿Cómo había llegado a ser como era, cuando en el momento de la concepción no era más que una sola célula?

La improbabilidad de que tú, lector, estés ahora y aquí, leyendo estas palabras, es abrumadora. Podemos empezar por la improbabilidad de que tus padres se conocieran, con tantísimas ocasiones en las que sus vidas podrían haber toma-do otro rumbo al conocer a otras personas. Y una vez conectaron, tenemos la improbabilidad de que ese óvulo en concreto se encontrara con ese espermato-zoide que, juntos, se convirtieron en ti. Aun así, creo que esta perturbadora sensación de improbabilidad llega todavía más lejos.

El desarrollo de un óvulo fertilizado, una única célula, en un ser humano completo parece desafiar nuestras creencias, como si fuera algún tipo de milagro biológico. Pero es un milagro que no obliga a creer en ninguna intervención di-vina ni sobrenatural; se trata de un milagro natural, y durante los últimos siglos los científicos han logrado desentrañar buena parte de los secretos de esta fasci-nante transformación (aunque todavía quedan algunos por descubrir). A prime-ra vista, el desarrollo de un solo óvulo en una persona completa parece un hecho tan imposible, un suceso tan poco probable, que tendemos a imaginar alguna clase de mano sobrenatural que va guiando el proceso; pero cuando empezamos a comprenderlo en todos sus detalles, podemos ver cómo se unen moléculas, células y tejidos para construir los órganos de nuestro cuerpo. Es un proceso fundamental que nos enlaza con todos los demás animales de este planeta.

Cuando piensas en tus orígenes como individuo, resulta difícil creer que fueras una única célula: un óvulo fertilizado, pero sabes que es cierto. Parece improbable, pero tu existencia misma demuestra que así sucedió. También te puede resultar difícil creer que descendemos de antepasados que, hace mucho tiempo, eran asimismo unas simples células. Pero una vez aceptas el hecho in-negable de que durante tu desarrollo embrionario has ido creciendo a partir de una única célula, quizá resulta más fácil creer que todos nosotros, como espe-cie, hemos evolucionado a partir de tan humildes balbuceos. Si miras a tus an-tepasados más recientes (aunque bastante antiguos), encontrarás ancestros que eran gusanos y, siguiendo tu linaje a lo largo del frondoso árbol de la vida, te toparás con antepasados que eran peces, anfibios, reptiles, mamíferos pri-mitivos, primates primitivos, simios y, finalmente, tú mismo (y, por cierto, recuerda que tú también eres un simio, uno muy especial).

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He escrito este libro no solo para ayudarte a reconectar con tu propio ori-gen como ser humano (desde el momento en que uno de los óvulos de tu madre fue fertilizado por uno de los espermatozoides de tu padre), sino también para que puedas recuperar el vínculo con tus antepasados. Este libro te acompañará en un recorrido por tu cuerpo, empezando por la cabeza y bajando hasta los dedos de los pies (y de las manos). En los primeros capítulos nos centraremos en nuestros antepasados más lejanos, como los gusanos y los peces, y avanzare-mos paso a paso hacia los parientes más cercanos de tu árbol genealógico. Cuando lleguemos a tus extremidades, estaremos echando un vistazo a las ma-nos y los pies de tus antecesores homininos y de tus primos más cercanos: los hominoideos actuales.*

La manera en que se desarrolla el cuerpo humano es la historia más fasci-nante que nos ofrece la ciencia (o eso espero demostrar). Todos nosotros he-mos hecho este viaje, de una sola célula a un organismo complejo formado por cientos de tipos diferentes de células, con un total de unos 100 billones. Pero todos nosotros somos también el producto de la evolución y, tal como descu-briremos, estamos muy lejos de ser una perfecta obra de arte. Millones de años de evolución han dado lugar a algo que funciona, sin duda, pero que está cons-treñido por su propia historia y por la forma en que está construido. Cuanto más profundizo en la estructura y el funcionamiento del cuerpo humano, más cuenta me doy de que somos un revoltijo de piezas y fragmentos amontona-dos; el resultado es brillante, pero también tiene sus fallos. Nuestra historia evolutiva está imbricada en nuestro desarrollo embrionario e incluso en nues-tra anatomía adulta, de modos a menudo sorprendentes; muchos fallos de nuestro cuerpo solo se pueden comprender en un marco evolutivo. Nuestros antepasados nos han legado grandes dones, pero también problemas, y en nuestros cuerpos, en la forma del embrión en desarrollo o incrustados en nues-tro ADN, podemos hallar restos de antiquísimos ancestros.

*En este punto vale la pena hacer un breve inciso sobre la terminología, a veces confusa, de los hominoideos (Hominoidea, en español también simios superiores). Los hominoideos constan de dos grandes familias: los hilobátidos (gibones) y los homíni-dos (orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos). A partir de aquí, las agrupaciones, más modernas, son menos conocidas: los homínidos se dividen en orangutanes, por un lado, y la subfamilia Homininae, que incluye a los demás; estos se dividen a su vez en gorilas, por un lado, y la tribu Hominini, los llamados homininos (aunque a veces este término se usa para los Homininae y no para los Hominini). Algunos autores incluyen en esta tribu a chimpancés y humanos (y sus antepasados), mientras que otros la reser-van solo para los humanos (y sus antepasados). En el libro, la autora usa siempre el término hominino con el significado de ‘humanos actuales y todos sus antepasados y ramas laterales hasta el ancestro común con los chimpancés’. (N. del t.)

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Son tiempos apasionantes para la biología evolutiva, si por apasionante en-tendemos montones de preguntas nuevas. Aún intentamos comprender si la evolución se produce gradualmente o a saltos y cuán predecible puede ser. To-davía estamos determinando qué parte de la forma y la función de nuestros cuerpos está moldeada por lo innato y qué parte por lo adquirido: cuánto está limitado por su pasado evolutivo y por el programa genético que dirige su de-sarrollo y cuánto se debe a la influencia del entorno y de la selección natural.

Al relatar esta historia de «cómo hemos llegado a ser humanos» mediante la evolución y la embriología, exploraremos nuestra anatomía y conoceremos a los ancestros de nuestro pasado evolutivo, pero también a diversos científi-cos pioneros que formarán la tripulación con la que haremos este viaje de des-cubrimientos. Ahora bien, el protagonista de esta historia es muy claro: eres tú, estimado lector. Hablaremos de tu herencia evolutiva y de tu desarrollo embrionario, cuando creciste y cambiaste hasta alcanzar la forma humana, cuando tus diversas partes se fueron plegando cual figura de papiroflexia. Como humanos, es lo más parecido que tenemos a una transformación tan pro-funda como la de una oruga en mariposa. Todos hemos pasado por esta meta-morfosis, de un simple óvulo a un disco aplanado, luego a un tubo hueco, más adelante a una pequeña criatura con unos achaparrados brazos y piernas y, fi-nalmente, a algo vagamente humano… en apenas un par de meses desde el momento de la fecundación.

Se trata del mejor relato de creación, porque es cierto. Y viene con un en-voltorio de extrañas sorpresas, como que en tu ADN hay restos de un ancestro común que compartiste con la mosca de la fruta; o que, en un cierto momento de tu desarrollo, el embrión que eras estuvo a punto de formar branquias. Los utensilios que nuestros antepasados empezaron a elaborar y a usar millones de años atrás acabaron por modificar su anatomía, lo que hizo que tus manos sean lo que son hoy en día. Esta historia científica, descifrada a partir de muchas pruebas diferentes, es más asombrosa, más extraña y más hermosa que cual-quier mito de creación que pudiéramos imaginar.

Una breve historia de las ideas

El origen de un nuevo ser humano o, de hecho, de cualquier organismo, era uno de los grandes misterios de la ciencia hasta hace muy poco. En el siglo iv a.C., Aristóteles escribió La generación de los animales, el primer texto científico sobre embriología, en el cual sugería que el semen masculino activaba la sangre menstrual femenina para que esta formara un embrión. Aunque ahora nos pue-

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da parecer una propuesta francamente rara, si lo pensamos un poco se basa en suposiciones muy razonables; para empezar, asume una relación entre el sexo y el embarazo (y hasta aquí está en lo cierto, sin duda). Mucho antes de que nadie hubiera observado un óvulo humano por un microscopio, la idea aristotélica acerca de la sangre menstrual parecía de sentido común, puesto que cuando una mujer se queda embarazada, cesa su menstruación.

Durante los siglos siguientes, el hecho de que no se conocieran precursores específicos del embrión, aparte de los líquidos corporales, no parecía represen-tar un gran problema para muchos científicos; incluso se creía que algunos ani-males se generaban a partir de materia inanimada, como las moscas, por ejem-plo, que se podían generar espontáneamente a partir de la carne putrefacta. La teoría aristotélica del desarrollo, denominada epigénesis, proponía que se po-día desarrollar un cuerpo humano complejo a partir de la mezcla de líquidos simples, como el semen y la sangre menstrual (y recordemos que Aristóteles no sabía nada de espermatozoides; por lo que a él respectaba, el semen era un líquido lechoso y homogéneo). Su teoría permaneció indiscutida durante dos milenios.

Hipócrates, «el padre de la medicina», había sugerido que la fecundación requería una semilla masculina y otra femenina, pero la idea de Aristóteles (que el semen masculino era el ingrediente crucial para crear un niño) resultó más influyente. No obstante, hacia mediados del siglo xvii, William Harvey, sin duda poco convencido de esta explicación, se dedicó a investigar la gene-ración de los animales mediante la disección; aunque estaba convencido de que tenía que haber un «huevo» femenino, e incluso que debía de originarse en los ovarios, no pudo encontrarlo.

Hoy en día, todos sabemos cómo se produce la concepción, y es algo que nos parece obvio. Pero la fascinante historia del descubrimiento de los oríge-nes de la vida humana dependía de la capacidad de ver lo que estaba sucedien-do, y a una escala diminuta; dependía de una tecnología que pudiera mejorar las capacidades ópticas del ojo humano y nos permitiera observar objetos mu-cho más pequeños que los que podíamos ver a simple vista. Desde el siglo xvi, si no antes, ya se usaban lupas simples, pero no está nada claro quién inventó el primer microscopio. Galileo quizá es más famoso por haber inventado el telescopio, pero también inventó un artefacto que denominó occhiolino (lite-ralmente ‘ojito’, aunque actualmente significa ‘guiño’). A principios del siglo xvii, el «ojito» de Galileo ya se conocía por el nombre actual: microscopio, y pocos años después, en ese mismo siglo, Robert Hooke, en Inglaterra, usó el microscopio para estudiar detalles ocultos de objetos cotidianos (pulgas, orti-gas, aguijones de abejas) y publicó sus resultados en un hermoso libro titulado Micrographia.

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Mientras tanto, al otro lado del mar del Norte, un pañero holandés llama-do Antonie van Leeuwenhoek se obsesionó con su afición de fabricar diminu-tas lentes de vidrio y usarlas para construir microscopios. Al observar a través de sus minúsculas lentes empezó a ver todo tipo de diminutos detalles y obje-tos que nadie antes había visto. Observó algas Volvox, minúsculos animales planctónicos, moscas poniendo huevos, glóbulos rojos humanos y detalles mi-croscópicos del bazo, de los músculos y de los huesos.

Van Leeuwenhoek también fue la primera persona en ver un espermato-zoide humano. Imaginemos por un momento lo asombroso que debió de ser (no es fácil, puesto que nosotros ya sabemos que los espermatozoides existen, pero olvidémoslo por un rato): estamos en 1677 y eres Van Leeuwenhoek, fascinado por las posibilidades que ofrece el mundo de la microscopia. Sabes que, de algún modo, el semen ayuda a producir niños, de modo que te agen-cias una cierta cantidad (dejo a tu imaginación los detalles de tal proceso) y con tu microscopio observas una pequeña gotita de ese líquido lechoso. Al mirar, quedas asombrado por la imagen que llega a tus ojos: todo tu campo visual bulle de movimiento. Puedes discernir células individuales con aspecto de renacuajo que agitan sus colas con furia; parecen microorganismos como los infusoria, o protistas, que has descubierto no hace mucho (y sobre los cua-les has escrito cartas a la Royal Society de Londres), pero con la diferencia de que estos «animálculos» proceden de un ser humano.

Con la ventaja de la perspectiva histórica que tenemos, lo que nos puede parecer asombroso es que ni Leeuwenhoek ni los científicos de la Royal Socie-ty a los que escribió detallando sus observaciones se dieran cuenta de la impor-tancia de estos estudios: tenían ante los ojos medio secreto de la concepción.

Fue otro holandés quien se llevó el premio de casi encontrar el óvulo hu-mano: el médico Reigner de Graaf que, en 1672, publicó un tratado sobre los órganos reproductores femeninos, que incluía una descripción del desarrollo de los folículos del interior del ovario de los conejos. Estas pequeñas bolas de células (presentes también en los ovarios humanos) acabarían recibiendo su nombre: folículos de De Graaf. De Graaf también observó unas diminutas esfe-ras dentro de las trompas de Falopio después de la ruptura folicular y dedujo que los folículos (y las esferas) debían de contener óvulos. Pero no fue hasta 1827 que alguien identificó el óvulo de los mamíferos.

Esta persona fue Karl Ernst von Baer. Tal como su nombre nos puede hacer sospechar, los antepasados de Von Baer eran alemanes, pero él nació en Estonia, que, en 1792, formaba parte del Imperio ruso. Siendo profesor de zoología en la Universidad de Königsberg, Von Baer estudió embriología y en 1827 descubrió el óvulo de las hembras de mamíferos, acurrucado dentro del folículo de De Graaf del ovario.

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¡Maravilloso! Parecía que esos científicos habían resuelto el entuerto: hay un óvulo y hay un espermatozoide, que se combinan para dar lugar a un em-brión. Pero, nuevamente, solo parece fácil desde nuestra perspectiva histórica, con todo lo que ya sabemos. Quizá las ideas aristotélicas estaban tan firmemente enraizadas que era imposible pensar en una contribución igual del espermatozoi-de y del óvulo a lo que fuera que daba lugar a la creación de un nuevo individuo. Así, la comunidad científica se separó en dos bandos: los ovistas y los espermis-tas. Los ovistas consideraban que el espermatozoide era solo un estímulo para «despertar» al óvulo, mientras que los espermistas veían el óvulo como una sim-ple fuente de nutrientes para la nueva vida creada por el espermatozoide.

La identificación del espermatozoide y del óvulo también implicó dejar de lado el concepto de epigénesis de Aristóteles, según el cual nueva vida compleja podía surgir de líquidos simples. Pero entonces aparecía un nuevo problema a resolver: ¿cómo podía desarrollarse un organismo complejo a partir de dos co-sas tan aparentemente simples como un espermatozoide y un óvulo? Para mu-chos científicos de los siglos xvii y xviii la respuesta estaba en la teoría de la preformación. Esta teoría proponía que toda la complejidad ya existía, en minia-tura, en el precursor del embrión (ya fuera el óvulo o el espermatozoide, según si eras un ovista o un espermista). La versión más radical de esta teoría sugería que dentro del espermatozoide había una persona completa y preformada; un dimi-nuto «homúnculo», en suma. El constructor de lentes holandés Nicholas Hartsoeker (que aprendió la técnica de Van Leeuwenhoek) dibujó uno de estos homúnculos, hecho un ovillo en el extremo de un espermatozoide.

Homúnculo (a partir de Hartsoeker).

El filósofo y sacerdote francés Nicolas Malebranche llevó aún más lejos la idea de la preformación. En 1674 planteó la teoría del emboîtement (‘enca-je’), que sugería que todo individuo empezaba encajado o empaquetado en el interior del óvulo de su madre. Tal como escribió:

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En el germen de un bulbo de un tulipán se puede ver todo el tulipán. En el ger-men de un huevo fresco también se ve […] un pollo quizá enteramente formado.

Malebranche concluyó que «todos los cuerpos de hombres y animales que han nacido […] fueron tal vez generados tanto tiempo atrás como la misma creación del mundo». Dicho de otro modo, toda persona que haya vivido (y que vivirá) ya estaba, en forma diminuta, empaquetada en los ovarios de Eva, como un increíble conjunto de muñecas rusas. Esta teoría de la preformación también se conocía en su momento como evolución, que era un nombre bastan-te adecuado, pues significa asimismo ‘desplegar’ o ‘desenrollar’, aunque hoy en día significa algo muy diferente. Para alguien que creía que el mundo tenía solo unos pocos miles de años de antigüedad, el emboîtement quizá era algo del todo factible y, como esto se daba antes de la teoría celular que impuso un lí-mite inferior de tamaño, era posible imaginar la existencia de tales homúncu-los diminutos y preformados.

No pretendemos afirmar que todos esos primeros embriólogos creyeran en esta versión extrema de la preformación. Cualquiera que haya observado un embrión por un microscopio en sus primeras fases se habrá dado cuenta de que no se parece a un minúsculo individuo preformado, por lo menos durante las primeras semanas de vida. Aunque hoy en día algunos de los aspectos más ex-tremos de la preformación nos puedan parecer ridículos, lo cierto es que sus seguidores habían dado con algo relevante, porque en la base de su argumenta-ción estaba la idea de que un organismo complejo no podía aparecer de algo totalmente desorganizado y homogéneo. Y tenían razón, sin duda; pero tenía que pasar algo más de tiempo antes de que alguien descubriera la molécula que transporta la información necesaria para formar un cuerpo completamente nuevo.

Tus inicios

Hoy en día tenemos una comprensión mucho más detallada de lo que sucede cuando se crea un nuevo ser humano. Tu identidad genética, como nuevo in-dividuo, quedó fijada en el momento en que un espermatozoide de tu padre subió nadando por una de las trompas de Falopio de tu madre para encontrar-se con un óvulo que iba bajando progresivamente hacia el útero.

Imaginemos ese óvulo: acaba de liberarse de su lugar en el ovario, arras-trando consigo a un montón de células más pequeñas, y ha entrado en el em-budo que le da acceso a la trompa de Falopio, bordeada por sus franjas digiti-

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formes. Ahora se desplaza hacia adelante, ayudado por el recubrimiento de la trompa, unos pequeños cilios parecidos a pelos que se mueven dando batidos para crear una corriente en el líquido del interior de la trompa.

Ahora pensemos en un espermatozoide, nadando con esfuerzo, agitando frenéticamente su cola y remontando el cuello del útero; luego atraviesa el útero y llega a una de las trompas de Falopio. Seguramente ha tardado unos pocos días en llegar hasta ahí. Este espermatozoide alcanzará el óvulo gracias a una mezcla de suerte y de habilidad; en una sola eyaculación se precipitan hacia la vagina unos cuantos cientos de millones de espermatozoides y, a pesar de que ya han recorrido un buen trecho desde su hogar en los testículos, aún les queda mucho por avanzar. Muchos morirán ya antes de poder salir de la vagina y pasar hacia el estrecho pasillo que es el cuello uterino. Si no es el mo-mento adecuado del mes, la pegajosa mucosidad del cuello forma una barrera que evita que los espermatozoides lleguen más lejos. Sin embargo, cuando es el momento de la ovulación, la mucosidad cervicouterina se vuelve más resba-ladiza y fibrosa (esta es una forma tradicional de predecir los días óptimos de fertilidad en el ciclo menstrual de una mujer: la mucosidad cervicouterina pasa de ser espesa y pegajosa a ser elástica y de una consistencia parecida a la clara del huevo; precisamente el término alemán para esto es spinnbarkeit, ‘que se puede hilar’). A medida que atraviesan el cuello del útero para llegar al útero, algunos espermatozoides se quedarán atrás, mientras que otros medrarán y agitarán sus colas aún con más furia, avanzando hacia una de las trompas de Falopio. El óvulo emite señales químicas para que los espermatozoides pue-dan escoger la trompa correcta. El número de espermatozoides que llegan al óvulo es una parte muy pequeña de los que fueron eyaculados; quizá solo un espermatozoide de cada millón llegará tan lejos. Pero la competición no ha hecho más que empezar.

Cientos de espermatozoides llegan al óvulo casi al mismo tiempo, de modo que el óvulo queda rodeado por pequeños espermatozoides, pero necesita que solo uno de ellos llegue hasta el final. Algunos atravesarán el cumulus oophorus, el halo de células que rodean al óvulo y que han estado unidas a él desde el mo-mento en que este, en la ovulación, se liberó del ovario. Una vez dejadas atrás estas células, los espermatozoides llegan a la zona pelúcida, una gruesa capa con aspecto de gel que recubre la membrana del óvulo. Ahora ya no hay escapato-ria: la zona pelúcida aferra los espermatozoides que han conseguido llegar hasta ella, con sus cabezas atrapadas en el gel. Las glucoproteínas del gel se unen a receptores proteicos que hay en la membrana del espermatozoide, cual peque-ñas llaves que encajan en sus correspondientes cerraduras. Y esta metáfora no es rebuscada, pues estas llaves realmente abren algo: activan la liberación de enzimas del extremo del espermatozoide, lo que permite a uno de ellos atrave-

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sar la zona y alcanzar la mismísima membrana celular del óvulo. Ahora la membrana de un espermatozoide está en contacto con la del óvulo; las mem-branas se juntan y las dos células (el diminuto espermatozoide y el enorme óvu-lo) se unen para formar una sola.

Este es el momento en que fuiste concebido, un suceso extraordinario pero cotidiano, escondido a buen recaudo en un recoveco del cuerpo de tu madre. Pero vale la pena recordar que este óvulo fertilizado no es una perso-na; solo es una célula. En este momento no hay garantía alguna de que se de-sarrolle en un organismo completo. Solo en retrospectiva puedes decir: «ahí empecé».

En el momento del contacto, cuando se fusionan las membranas del óvulo y del espermatozoide, suceden tres cosas. El espermatozoide continúa nadando hacia el interior del óvulo y deja atrás su propia membrana, un cascarón aban-donado en la superficie del óvulo. Dentro de este, y cerca de su membrana, hay pequeñas bolsas con sustancias químicas que, en este momento, se fusionan con la membrana del óvulo y vacían su contenido en el espacio situado justo debajo de la zona pelúcida. Las sustancias liberadas transforman la zona pelúcida y la endurecen, lo que impide que otros espermatozoides alcancen el óvulo y se fu-sionen con él. Esto es importante, puesto que todo lo que necesita el óvulo es un conjunto de cromosomas que complemente al suyo: 23 cromosomas para em-parejarse con los 23 que ya tiene. Si más espermatozoides fertilizaran el óvulo, habría conjuntos adicionales de cromosomas, lo que arruinaría las posibilida-des de que se formara un embrión viable.

Espermatozoides llegando al óvulo.

Finalmente, cuando el espermatozoide penetra en el óvulo, el ADN ma-terno experimenta una etapa final de preparación antes de que los cromoso-mas maternos se puedan aparear con los paternos.

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Mientras el espermatozoide nada hacia el interior del óvulo, su cola se desprende y se degrada. A una escala minúscula, es como poner en órbita un satélite. Cuando el cohete llega a su destino, el lanzador se separa de su carga útil: el satélite. En el interior del óvulo, la carga útil es la cabeza del espermato-zoide, que contiene el conjunto de cromosomas y es la información esencial que necesita el óvulo para convertirse en embrión. Esta dotación de material genético empieza a hincharse, a medida que los cromosomas que contiene van desempaquetándose, y la doble cadena de ADN que forma cada uno de ellos se abre progresivamente como una cremallera. Y aquí es donde empieza la magia del ADN. Pequeños ladrillos de ADN (llamados nucleótidos) se unen a cada una de las mitades de la «cremallera» hasta que se forman dos nuevas ca-denas. Mientras tanto, en la dotación cromosómica del óvulo se va producien-do una duplicación similar. A continuación, ambas dotaciones (una del óvulo y una del espermatozoide, cada una con un doble conjunto de cromosomas) se acercan y se unen. Es en este momento cuando, por primera vez, se juntan el ADN del óvulo y el del espermatozoide, el de la madre y el del padre.

Ahora hay 46 pares de cromosomas, suficiente ADN para dos células. Los cromosomas dobles se alinean en medio del óvulo, como parejas listas para empezar a bailar. Se disponen en un andamio llamado huso, formado por tubos increíblemente finos de proteínas. Luego, cada cromosoma doble se separa en dos y estos se alejan, desplazándose a extremos opuestos del huso. Al mismo tiempo, la membrana del óvulo fertilizado, el escenario en que transcurre todo el proceso, empieza a comprimirse hasta que adquiere una forma de ocho. Fi-nalmente, se comprime por completo, partiéndose por la mitad y dando lugar a dos células. Han pasado unas 24 horas desde que el espermatozoide se fusionó con el óvulo. Al finalizar tu primer día de vida, pues, eres dos células.

Parejas de cromosomas separándose sobre el huso, mientras el óvulo empieza a dividirse.

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Pero no hay tiempo para el descanso, porque cada célula se está aplicando a fondo. El ADN se duplica otra vez y las células se dividen. Tres días más tarde, eres una bola de dieciséis células. El término técnico que te describe es perfectamente adecuado, a la par que poético: mórula, que en latín significa ‘pequeña mora’. Y mientras sucede todo esto, has estado viajando. Arrastrado por ondas de contracciones en la pared muscular de la trompa de Falopio y por los pequeños pelos ondulantes denominados cilios del interior de la trompa, casi has llegado a la cavidad uterina. Aún no eres más que una bola de células, pero ya en este momento las células del exterior y del interior de la bola están destinadas a tareas diferentes. Tus células exteriores ayudarán a formar la pla-centa, tu mecanismo de soporte vital mientras estés en el útero; a ti, tu em-brión, te formarán realmente tus células interiores.

Mórula.

Una semana después de la fertilización, mientras te desplazas hacia el inte-rior del útero, aparece un espacio lleno de líquido en el interior de la bola de células. Ya no eres una mórula; ahora eres un blastocisto (un término griego que significa ‘brote hueco’). La masa interna de células no se distribuye uni-formemente por la superficie interior de la masa externa, sino que se acumula en un extremo del blastocisto. Ya has obtenido polaridad. Puede que no pa-rezca gran cosa, pero esta desigual distribución de células implica que, ahora, el embrión en desarrollo tiene una orientación. Independientemente de la di-rección en que esté flotando el embrión en el líquido del interior de la trompa de Falopio, tiene su propia orientación interna. Las células de la masa interna que dan a la nueva cavidad tendrán un destino diferente de las que están situa-das hacia el otro extremo.

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Es el momento de terminar tu corto viaje de unos diez centímetros. Final-mente, te detienes a descansar sobre el endometrio (el recubrimiento interno del útero) y, casi de inmediato, tus células externas empiezan a invadirlo, lo que marca el principio de la formación de la placenta.

Primera semana de desarrollo: un embrión bicelular pasa a ser una mórula y luego un blastocisto, hasta implantarse en el útero.

Durante el desarrollo embrionario, hay incontables oportunidades para que las cosas salgan mal y cuanto más complejo es un organismo, más posibi-lidades hay de que se tuerza su desarrollo. Pero, en realidad, ya desde el ini-cio del desarrollo, incluso antes de volverse particularmente complicado, hay abundantes situaciones en que se pueden dar errores fatales, y el lugar de implantación del blastocisto es una de ellas. Tu blastocisto puede que se haya implantado correctamente, pero las cosas no salen siempre así: el blastocisto puede quedar encallado en la trompa de Falopio, o con mucha menor fre-cuencia, equivocarse de camino y acabar en alguna cavidad corporal de la madre distinta a la uterina, donde también intentará implantarse, esté donde esté. Es lo que se conoce como embarazo ectópico (del término griego que sig-nifica ‘fuera de lugar’). Mientras que el útero está diseñado para agrandarse a medida que crece el embrión, los otros tejidos del cuerpo no son tan compla-cientes. Un embarazo ectópico puede ser un error muy peligroso: un em-brión en crecimiento atascado en la trompa de Falopio puede provocar fácil-mente la rotura de los vasos sanguíneos, lo que puede llevar a una hemorragia interna; sin una intervención quirúrgica, una hemorragia así es probable que resulte letal.

Blastocisto invadiendo el endometrio

Etapa bicelular

Mórula Blastocisto Implantación

Masa celular externa

Masa celular interna

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Sabiendo que estás leyendo estas líneas, está claro que el blastocisto que eras se implantó correctamente en el endometrio de tu madre. Al llegar a la segunda semana de desarrollo, las células de la masa interna (que siguen divi-diéndose) se separan en dos capas: una capa superior (epiblasto) y una inferior (hipoblasto). Esta diferenciación depende de la posición de las células respec-to a la cavidad blastocística. Las células del hipoblasto se extienden para recu-brir el interior de la cavidad original que, a partir de ahora, recibe el nombre de saco vitelino (en las aves, este saco vitelino corresponde a la yema del hue-vo, que tú no tuviste porque eres un mamífero placentario sin necesidad de un saco adicional de nutrientes).* Hemos llegado a un aspecto muy importante acerca de cómo se las arregla el desarrollo embrionario para construir un cuer-po. La evolución no «diseña» ningún organismo a partir de la nada, lo que hace es ajustar y remendar lo que ya existe. Esto implica que ciertos elementos de tu herencia evolutiva estarán incorporados en tu desarrollo embrionario. El hecho de que, como diminuto embrión, tuvieras un saco vitelino, aunque pequeño y sin yema, nos muestra algo sobre tu linaje y sobre la relación entre embriología y evolución. Tú quizá seas un mamífero placentario, pero tus an-tepasados ponían huevos, huevos con yema, y el hecho es que los ecos de esta herencia resuenan en tu desarrollo embrionario.

En la segunda semana de desarrollo también sucede otra cosa: se forma un nuevo espacio dentro de la capa externa de células del blastocisto, el saco am-niótico. Para empezar, está frente a un lado del embrión en desarrollo, pero es la bolsa llena de líquido que acabará rodeándote y en la cual flotarás hasta na-cer. Emparedadas entre las dos cavidades rellenas de líquido (el saco amniótico y el saco vitelino), se disponen las dos capas del disco redondeado formado por el epiblasto y el hipoblasto. Aún queda mucho para que tengas un aspecto va-gamente humano, y antes de alcanzar ese estado te parecerás a los embriones en desarrollo de muchos otros animales. Durante la cuarta semana tras la fecunda-ción, un embrión humano se parece mucho a uno de pez con un tiempo de desa-rrollo parecido. En la quinta semana, cuando empiezan a surgir tus extremida-des, costará distinguirte de un embrión de pollo. Un par de semanas después aún eres muy similar a cualquier otro embrión de mamífero; se te podría con-fundir con un embrión de cerdo, de perro o de ratón, aunque la forma de la ca-beza y los cinco dedos en las manos y los pies muestran que eres un primate.

Así pues, no es solo el saco vitelino lo que nos recuerda nuestro pasado evolutivo. Las transitorias similitudes de los embriones humanos con nuestros

*En inglés y alemán, por ejemplo, la denominación habitual del saco vitelino refleja esta relación: yolk sac y Dottersack, respectivamente, siendo yolk y Dotter la yema de un huevo. (N. del t.)

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antepasados y con animales existentes actualmente llevó a una de las más ig-nominiosas teorías de la historia de la embriología: la recapitulación.

recordando vidas pasadas

Cuando observamos los pequeños embriones de diversos animales, resulta im-posible ignorar el hecho de que muestran muchos reflejos de la evolución. En un embrión humano, hay una etapa en que presenta lo que se parece mucho a unos precursores de las branquias de los peces y una etapa en que su corazón es remar-cablemente similar al corazón de un pez embrionario. ¿Podría ser que, en reali-dad, los embriones humanos «recuerden» o «recapitulen» su pasado evolutivo?

Ernst Haeckel, que trabajaba en Alemania durante la segunda mitad del siglo xix, fue un pionero de la biología que descubrió y bautizó muchas especies nuevas y se lanzó a promocionar las ideas de Darwin acerca de la evolución. También es recordado por haber inventado la teoría de la recapitulación (y por haber errado el tiro estrepitosamente), aunque no fue el primer científico en considerar la idea.

Aristóteles clasificó los organismos según grados de complejidad y perfec-ción y creía que el desarrollo humano como embrión pasaba por estos mismos grados hasta alcanzar la perfección (la perfección humana, claro está). Pero

Dibujo a partir de una ilustración de Haeckel, que muestra etapas similares de desarrollo embrionario de ocho animales diferentes.

Pez Tortuga Gallina Cerdo Vaca Perro Humano Salamandra

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Aristóteles se limitó a plantear una analogía entre los diversos estados de de-sarrollo embrionario y su clasificación de los animales en función de la com-plejidad.

Esta clasificación lineal de los animales, de todos los animales, resultó ser una idea muy influyente. Los partidarios de la preformación (que, como hemos comentado, imaginaban a una persona completa acurrucada dentro de un esper-matozoide o de un óvulo) consideraban que toda la historia de la vida en la Tie-rra estaba ya encapsulada en el momento de la creación del mundo y simplemen-te se iba desplegando a partir de ese momento. Todo estaba determinado desde el principio y todos los organismos estaban conectados en una gran cadena de vida, una scala naturae. Se podía ver una secuencia de complejidad y perfección crecientes que, sin lugar a dudas, culminaba en el hombre civilizado.

A finales del siglo xviii y principios del xix, los biólogos alemanes de la escuela de la Naturphilosophie rechazaron la idea de que la evolución avanzaba de modo predeterminado, pero sí aceptaban que se movía en una dirección muy evidente: hacia una mayor complejidad y conciencia. Y una vez más, el hombre se hallaba en su cima. Fue uno de estos Naturphilosophen quien elabo-ró la idea de la recapitulación, el filósofo y embriólogo Johann Friedrich Mec-kel. Su nombre ha quedado consagrado en dos estructuras embrionarias que todos los estudiantes de medicina conocen: el cartílago de Meckel (situado en la mandíbula en desarrollo) y el divertículo de Meckel (una pequeña bolsa que cuelga del intestino). Meckel observó una conexión profunda entre la gran ca-dena de la vida y la forma en que un embrión, aparentemente simple, se vuelve más complejo a medida que se desarrolla. Para Meckel, los embriones realmen-te reproducían la evolución, a gran velocidad y a pequeña escala.

No todos los Naturphilosophen aceptaban esta idea de la recapitulación. Karl Ernst von Baer, el descubridor del óvulo de los mamíferos, estudió em-briones de pollo y detectó algunos problemas graves para la teoría de la re-capitulación: en primer lugar, los embriones nunca tenían el mismo aspecto que los adultos de otros animales; en segundo lugar, las diversas estructuras no siempre aparecían en el embrión en el orden «correcto», siguiendo la sca-la naturae; y en tercer lugar, y lo que representaba el problema más relevan-te, Von Baer se dio cuenta de que el desarrollo embrionario consiste en un proceso en que algo muy simple se convierte en algo mucho más complejo. Dado que incluso animales «primitivos» como los peces son, en realidad, muy complejos, la recapitulación no tenía sentido. En su rechazo de la re-capitulación, Von Baer se topó con una ley fundamental del desarrollo bio-lógico: la diferenciación. En sus embriones de pollo había visto con sus propios ojos la formación de un organismo complejo a partir de unos inicios simples.

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Todas estas teorías del desarrollo de la primera mitad del siglo xix se apoyaban sobre un marco teórico que estaba a punto de quedar destrozado. Este marco era el creacionismo bíblico, que incluía el dogma de la inmutabi-lidad de las especies, y ello implicaba que la aparición de estructuras comunes en los embriones y los animales adultos era una prueba de un plan divino.

En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies por medio de la selección natural y el riquísimo tapiz de la biología se tuvo que adaptar a un nuevo marco. De hecho, la tesis central de El origen de las especies ya se había planteado el año anterior, cuando Darwin y Alfred Russel Wallace presenta-ron un artículo conjunto ante la Sociedad Linneana de Londres. Curiosamen-te, en ese momento estas ideas no generaron ningún gran escándalo, pero la obra de Darwin garantizó que la idea de evolución mediante selección natural recibiera cada vez más atención. Las ideas previas acerca de una secuencia de especies inmutables en una scala naturae se iban sustituyendo por secuencias reales de especies que evolucionaban a lo largo del tiempo en un árbol de la vida más y más ramificado (aunque la idea de linealidad tardaría en desapare-cer y aún tiene cierto apego en la actualidad).

En El origen de las especies Darwin escribió acerca de las extraordinarias similitudes entre embriones de diferentes animales, y lo ilustraba con una anécdota del famoso anatomista Louis Agassiz quien, «habiendo olvidado [etiquetar] el embrión de un vertebrado, no podía decir si se trataba de un mamífero, un reptil o un ave». Darwin se dio cuenta de que los parecidos en-tre embriones podían aportar pistas relevantes sobre las relaciones evolutivas entre animales, pistas que más tarde quedaban ocultas a causa de la aparición de adaptaciones específicas en los adultos. Para un biólogo creacionista, las semblanzas entre embriones (y adultos) representaban una conexión abstrac-ta entre animales en la mente del creador; en cambio, bajo la luz del nuevo paradigma evolutivo, estas similitudes revelaban conexiones físicas, reales, entre antepasados y descendientes.

En Alemania, Ernst Haeckel se erigió en un gran defensor de la teoría de la evolución de Darwin y escribió sus propios libros de divulgación so-bre biología, morfología y evolución. A mediados del siglo xix, a pesar de las objeciones de Von Baer, la teoría de la recapitulación seguía teniendo fuerza y Haeckel le dio un toque evolucionista. Haeckel creía que el cam-bio evolutivo se producía mediante la adición de nuevas modificaciones al final del desarrollo embrionario. Ello implicaba que este desarrollo refleja-ría la secuencia exacta de su desarrollo evolutivo. Así, era esperable que un embrión humano pasara por etapas en las que tendría el aspecto de un pez, de un anfibio y de un reptil antes de parecerse más a un mamífero. Haeckel resumió sus ideas en la frase «la ontogenia recapitula la filogenia» o, dicho

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de otro modo, que el desarrollo embrionario reproduce el desarrollo evo-lutivo.

La teoría haeckeliana de la recapitulación, conocida como su ley biogenéti-ca, se hizo extremadamente popular y muchos biólogos quedaron convenci-dos por la elegante explicación que aportaba de la conexión entre ontogenia y filogenia. Pero la teoría estaba destinada a caer en desgracia estrepitosamente: al nacer el siglo xx, el progreso de la embriología experimental y el surgi-miento de la nueva ciencia de la herencia llamada genética condenó la teoría de Haeckel. Los embriólogos empezaron a explorar la mecánica del desarro-llo, reubicando partes de embriones tempranos de anfibios y observando qué sucedía. La genética demostró que los cambios no se añadían al final del desa-rrollo embrionario: los genes están presentes desde el mismo instante de la con-cepción y las mutaciones pueden afectar al desarrollo en cualquier momento. Las ideas clave de la recapitulación, de que rasgos adicionales solo se podían añadir al final del desarrollo embrionario y de que los embriones pasaban por etapas equivalentes a sus antepasados adultos, no pudieron resistir la fuerza de la investigación.

La dramática caída de la recapitulación convirtió este tema en algo delica-do. Pronunciar su nombre es casi como una blasfemia biológica; actualmente tiene tan mala fama que solo podría usarse a modo de cuento con moraleja. Pero lo cierto es que sí hay paralelismos entre el desarrollo embrionario y la historia evolutiva. Haeckel estaba equivocado: los animales no tienen el equi-valente de sus antepasados adultos comprimido en sus embriones, pero Von Baer (que había quedado bastante arrinconado) y Darwin estaban en lo cierto: los parecidos entre embriones están causados por la herencia común.

Darwin y Wallace llegaron a la teoría de la evolución por selección natu-ral observando las variaciones anatómicas y fisiológicas (y el desarrollo em-brionario) de animales existentes en la actualidad. Esto es muy importante, y es un hecho que los creacionistas suelen pasar por alto, porque significa que la teoría no depende del registro fósil ni de avances científicos que se hayan pro-ducido desde la era victoriana. La explicación más elegante de las característi-cas comunes que observamos en los animales actuales es que todos ellos están relacionados: son ramitas de un enorme y evolutivo árbol de la vida. En la se-gunda mitad del siglo xix, biólogos y geólogos tenían claro que los animales extinguidos, que aparecían en forma de fósiles, también formaban parte de este gran árbol. Pero desde el artículo de Darwin y Wallace de 1858 se han producido muchos descubrimientos extraordinarios de organismos fósiles ya extintos que aportan conexiones entre grupos de animales. Actualmente dis-ponemos de fósiles de peces con aletas con aspecto de extremidades, como Tiktaalik, así como fósiles de los primeros anfibios, como Acanthostega, que

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nos muestran cómo fueron las primeras extremidades. Disponemos de dino-saurios con plumas que nos explican el origen de las aves. Tenemos los ante-cesores fósiles de las ballenas, que aún poseen patas. Hemos hallado fósiles de reptiles que parecen antepasados de los mamíferos. Y hemos descubierto unas veinte especies fósiles de homininos, con lo que hemos construido un árbol genealógico de los homínidos bípedos, que se remonta a seis millones de años e incluye a nuestros antepasados directos.

Además de toda esta abundancia de restos fósiles, podemos examinar la estructura de cualquier organismo con mucho más detalle que los científicos victorianos, con técnicas como la microscopia electrónica o la inmunohisto-química, que tiñe las células en función de las proteínas específicas que produ-cen. Y también se han producido grandes avances en la comprensión de las ca-racterísticas heredadas, con el descubrimiento del ADN, la elucidación del papel de los genes (un importante campo de investigación que continúa dando resultados) y la lectura de genomas enteros (un campo que, si no es embriona-rio, sí que podemos decir que aún está en mantillas).

La embriología también se ha rejuvenecido gracias a los avances en histo-logía y en genética. Diversos experimentos realizados durante la segunda mi-tad del siglo xx empezaron a revelar la forma en que las células «decidían» el tipo de tejido en que se convertirían o en qué lugar del cuerpo acabarían. El estudio de la embriología se transformó tras el descubrimiento del ADN, el «código de la vida»; ahora ya no bastaba con describir cómo se iba formando un embrión, sino que también se tenía que determinar qué genes dirigían el proceso. Mientras que Von Baer pudo mirar por el microscopio y hallar seme-janzas en los embriones tempranos de animales muy diferentes (pollos, peces, humanos), la secuenciación del ADN ha revelado una capa más profunda de semejanzas, grabada en los códigos genéticos de los animales.

La actual ciencia de la embriología muestra cómo el código genético de un organismo se traduce en proteínas que formarán un cuerpo. Hoy en día, para reconstruir el árbol de la vida no usamos solamente anatomía comparada, sino que tenemos que sumergirnos más profundamente, empleando embriología comparada y genómica comparada. Los árboles genealógicos de las especies, construidos a partir de secuencias de ADN, ofrecen más pistas de la historia evolutiva que los construidos solamente a partir de la anatomía. Esta nueva combinación de embriología, genética y evolución (lo que se conoce actual-mente como evo-devo) tiene la capacidad de responder a cuestiones importantes sobre el desarrollo embrionario y la historia evolutiva de los organismos. A día de hoy hay una nueva generación de embriólogos que, rechazando con firmeza la ley biogenética de Haeckel, descubren cada vez más conexiones entre la on-togenia y la filogenia, entre la embriología y la evolución.

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Gracias a estas similitudes con otros animales, en nuestra anatomía adul-ta, en nuestro desarrollo embrionario y en nuestro código genético, podemos comprender nuestro lugar dentro del gran árbol de la vida, el arbor naturae. No somos más que una ramita de este árbol, no el destino final de la evolu-ción (que no tiene destino alguno). Si observas con detenimiento tu propia anatomía, saltará a la vista que no eres el summum de la evolución, como quizá te hubiera gustado imaginar; estás muy lejos de ser una creación per-fecta y te pareces más a un batiburrillo de piezas, resultado de millones de años de ajustes y remedos. Pero, por lo que a la selección natural respecta, eres un batiburrillo que funciona bien, y por eso estás hoy aquí.

La embriología y la evolución explican por qué tu cuerpo es como es. La estructura y el funcionamiento de tu cuerpo adulto es un producto de tu desa-rrollo embrionario y de tu pasado evolutivo. De los pies a la cabeza, eres una personificación viviente de esta historia.

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ÍNDICE

LOS INICIOS

El enigma de la concepción y la historia escrita en nuestro cuerpo

Una breve historia de las ideas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14Tus inicios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18Recordando vidas pasadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

CABEZAS Y CEREBROS

Del origen de la cabeza de los vertebrados al extraordinario crecimiento del cerebro humano

La primera cabeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33Cerebros antiguos y cerebros embrionarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43Cartografiando el cerebro humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52Neuronas espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61La enormidad del cerebro humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66

CRÁNEOS Y SENTIDOS

Cimientos para construir un cráneo y órganos para sentir el mundo que nos rodea

La cresta neural y el origen del cráneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75Cómo construir un cráneo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81Formas del cráneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

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388 la increíble improbabilidad del ser

Oír, escuchar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90Oler . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93Ver . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

EL HABLA Y LAS BRANQUIAS

Los acuáticos orígenes de la laringe

Un hueso en forma de U y un cartílago en forma de mariposa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111Mitos laríngeos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119Gravedad varonil. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123Una voz con agallas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126El extravagante viaje del nervio laríngeo inferior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131Huesecillos y articulaciones maxilares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132Casi unas agallas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136Von Baer y la genética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

COLUMNAS Y SEGMENTOS

Una disposición vital y la evolución de una sinuosa columna vertebral

Moscas de la fruta y el origen de la columna vertebral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141El desarrollo embrionario de las vértebras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147Anatomía de la columna y de la médula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149Discos herniados y articulaciones dañadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153Unas largas columnas lumbares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157Un pariente muy tieso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160

COSTILLAS, PULMONES Y CORAZONES

Las costillas de nuestros antepasados y el corazón y los pulmones de los peces

La caja torácica y el diafragma. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165Formas torácicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168Costillas fósiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

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índice 389

El tórax de los neandertales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175El corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176Desarrollo embrionario del corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177Cómo hacer unos pulmones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182

TUBOS DIGESTIVOS Y SACOS VITELINOS

Nuestros vínculos con ancestros ovíparos y simios frugívoros

El crecimiento y las contorsiones del tubo digestivo. . . . . . . . . . . . . . . 189Un viaje alucinante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193Sobre la falta de singularidad de los intestinos humanos. . . . . . . . . . . . 195

GÓNADAS, GENITALES Y GESTACIÓN

La reproducción y la indefensión de los niños humanos

Bultos, bollos y tubos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205Vigila las pelotas: la fantástica migración de los testículos (y ovarios). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216Penes, clítoris y orgasmos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219Manos a la obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 222Un fuerte apretón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 224

LA NATURALEZA DE LAS EXTREMIDADES

Aletas, extremidades y antepasados

Extremidades en gemación y placas de crecimiento . . . . . . . . . . . . . . . 237El baile de los miotomas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241Aletas y extremidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 242Una saga de Groenlandia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246

DE CINTURA PARA ABAJO

Antes de correr, aprende a caminar

Dos patas sí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253Las caderas de Lucy y la rodilla de Johanson . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257

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390 la increíble improbabilidad del ser

Huellas antiguas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 262Las limitaciones del pie humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263Los orígenes del bipedismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267Nacidos para correr . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 274Una novedad muy innovadora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 278

HOMBROS Y PULGARES

Antepasados trepadores y manos humanas singulares

La movilidad de los brazos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285Los hombros de los homininos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287Codos, muñecas y manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 292Las manos de nuestros antepasados. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 296Unos pulgares singulares. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 298

LO QUE NOS HA HECHO HUMANOS

Nuestra pequeña rama del gran árbol de la vida

La improbabilidad del ser . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309Dueños de nuestro destino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 312La singularidad humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314Nuestro lugar en el mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317

Agradecimientos y lecturas adicionales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321Índice alfabético . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 345Índice de ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 383

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