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LA IMAGEN - LO DISTINTO Traducción de GABRIELA MILONE de Jean-Luc Nancy

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Teoría de la imagen

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Page 1: La Imagen. Lo distinto. Jean Luc Nancy

LA IMAGEN - LO DISTINTO

Traducción de GABRIELA MILONE

de Jean-Luc Nancy

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La imagen siempre es sagrada, si es que puede usarse este término que se presta a confusión (pero que, en primer lugar, emplearía provisoriamente sólo como un término regulador, para poner en marcha el pensamiento). En efecto, el significado de “sagrado” no deja de confundirse con el de “religioso”. Sin embargo, la religión es la observancia de un rito que forma y que mantiene un lazo (con los otros y consigo misma, con la naturaleza o con una sobrenaturaleza). Por sí misma, la religión no está ordenada a lo sagrado. (Tampoco lo está hacia la fe, que es incluso otra categoría).

En cuanto a lo sagrado, significa lo separado, lo puesto a distancia, lo sustraído. En un sentido, la religión y lo sagrado se oponen como el lazo se opone al corte. En otro sentido, sin dudas, la religión puede representarse como haciendo lazo con lo sagrado separado. Pero incluso en otro sentido, lo sagrado no es más que lo que es por su separación y no tiene lazo con él. No hay pues, estrictamente, una religión de lo sagrado. Es lo que, de suyo, queda a distancia, en el alejamiento, y con lo que no se entabla un lazo (o solamente un lazo demasiado paradojal). Es lo que no se puede tocar (o sólo tocar sin contacto). Para evitar confusiones, lo llamaré lo distinto.

Lo que busca hacer lazo con lo sagrado es el sacrificio, que de hecho pertenece a la religión, de una forma o de otra. La religión cesa donde cesa el sacrificio. Ahí, por el contrario, comienza la distinción y el mantenimiento de la distancia y de la distinción “sagrada”. Quizá, es allí donde siempre ha comenzado el arte, no en la religión (esté o no asociada) sino a la distancia.

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Lo distinto, según la etimología, es lo que está separado por marcas (la palabra reenvía a estigma, marca indeleble, picadura, incisión, tatuaje): lo que un trazo retira y retiene a distancia, marcándolo también por esa retirada. No se lo puede tocar: no es que no se tenga el derecho, y no se trata tampoco de la falta de medios, sino que el trazo distintivo separa lo que no es del orden del tocar, no siendo exactamente un intocable sino un impalpable. Pero este impalpable se da bajo el trazo y por el trazo de su distancia, por esa distracción que la pone a distancia. (En consecuencia, mi primera y última pregunta será: ¿es que este tipo de trazo distintivo no es siempre el asunto del arte?).

Lo distinto está a lo lejos, es lo opuesto a lo próximo. Lo que no es próximo, puede serlo de dos maneras: distanciado del contacto o de la identidad. Lo distinto es distinto según las dos maneras. No toca y es distinto. Así es la imagen: le es necesario estar desligada, puesta fuera y delante de los ojos (es pues inseparable de una faz escondida, de la que no se desprende: la faz sombría del cuadro, su bajo-faz [sous-face], incluso su trama o su soporte, y le es necesario ser diferente de la cosa. La imagen es una cosa que no es la cosa, que esencialmente se distingue.

Pero lo que se distingue esencialmente de la cosa es también la fuerza, o la energía, la potencia, la intensidad. Siempre “lo sagrado” fue una fuerza,

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incluso una violencia. Lo que debe comprenderse es cómo la fuerza y la imagen pertenecen una a la otra en la misma distinción. Cómo la imagen se da por un trazo distintivo (toda imagen se declara o se indica “imagen” de alguna manera) y cómo lo que ella da es en primer lugar una fuerza, una intensidad, la fuerza misma de su distinción.

Lo distinto se pone a distancia del mundo de las cosas en tanto que mundo de la disponibilidad. En ese mundo, las cosas están disponibles, a la vez, para el uso y según su manifestación. Lo que se retira de ese mundo no es para ningún uso, o bien lo es para otro modo de uso, y no se presenta en la manifestación (una fuerza no es precisamente una forma: se trata también de comprender en qué sentido la imagen no es una forma y no es formal). Es lo que no se muestra, aunque se recoge en sí, la fuerza tensada más acá o más allá de las formas, pero no como otra forma oscura sino como lo otro de las formas. Es lo íntimo, y su pasión, distinta de toda representación. Se trata de comprender la pasión de la imagen, la potencia de su estigma, o bien la de su distracción (de ahí, sin dudas, toda la ambigüedad y la ambivalencia que se atribuye a las imágenes, que se consideran tanto frívolas como santas en nuestra cultura, y no solamente en las religiones).

La distinción de lo distinto es pues su distanciamiento: su tensión es la posición de una distancia, al mismo tiempo que es su franqueamiento.

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Como ya lo he dicho, en el léxico religioso de lo sagrado, el sacrificio es la transgresión legitimada. Consiste en hacer sagrado (en consagrar), es decir, en hacer lo que directamente no puede ser hecho (lo que no puede más que venir de otra parte, del fondo de lo retirado).

Pero la distinción de la imagen, aunque pareciéndose mucho al sacrificio, no es propiamente sacrificial. Ella no legitima y no transgrede: franquea la distancia de lo retirado en el ahora por su marca de imagen. O mejor dicho: por la marca que ella es, instaura simultáneamente tanto una retirada cuanto un pasaje, que sin embargo no pasa. La esencia de este tipo de franqueamiento tiende a aquello que no establece una continuidad: no suprime la distinción. La mantiene haciendo contacto: choque, confrontación, cara-a-cara o abrazo. Es menos una trasportación que una relación. Lo distinto brinca sobre lo indistinto, y éste salta sobre aquél aunque sin encadenarse. La imagen se me ofrece, pero se ofrece como imagen (hay una nueva ambivalencia: solamente imagen/verdadera imagen…). Es así como una intimidad se expone ante mí: expuesta, pero por lo que ella es, con su fuerza tensada, no relajada, reservada, no derramada. El sacrificio realiza una asunción, un relevo de lo profano en lo sagrado: por el contrario, la imagen se da en una apertura que indisociablemente hace su presencia y su distancia.1

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La continuidad no tiene lugar más que en el espacio homogéneo indistinto de las cosas y de las operaciones que las relacionan. Por el contrario, lo distinto es siempre heterogéneo, es decir, desencadenado-incadenable.2 Lo que transporta hacia nosotros es su mismo desencadenamiento, que la proximidad no modera, quedando a distancia: precisamente a la distancia del tocar, es decir, a flor de piel. Se aproxima a través de la distancia, pero lo que más acerca es la distancia. (La flor es la parte más fina, la superficie, lo que resta delante y se roza solamente: toda imagen está a flor o es una flor).

Ejemplarmente, así funcionan los retratos, que son como la imagen de la imagen en general. Un retrato toca o bien no es más que una foto de identidad, un señalamiento y no una imagen. Lo que toca es algo de una intimidad que se lleva en la superficie. Pero el retrato no es más que un ejemplo. Toda imagen proviene del “retrato”, no porque reproduzca los trazos de una persona, sino porque tira (es el valor semántico etimológico de la palabra) y extrae algo, una intimidad, una fuerza.3 Y, por ese extraer, la sustrae de la homogeneidad, la distrae, la distingue, la desata y la lanza hacia delante. La lanza hacia delante de nosotros y en ese lanzamiento, en esa proyección, hace su marca, su trazo y su estigma: su trazado, su línea, su incisión, su cicatriz, su inscripción, todo a la vez.

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La imagen me echa en cara una intimidad que me alcanza en plena intimidad, por la vista, por el oído, o por el sentido mismo de las palabras. En efecto, la imagen no es solamente visual: es también musical, poética, incluso táctil, olfativa o gustativa, kinestésica, etc. Este léxico diferencial es insuficiente, y no tengo el tiempo aquí para analizarlo. La imagen visual seguramente juega un rol modelo, y por razones precisas que, sin dudas, se pondrán en evidencia más adelante. Por el momento, aquí solamente daré el ejemplo de una imagen literaria, donde el recurso visual es evidente pero en la que no resta menos que el hecho de una escritura:

La puerta de la casa del abogado Royall, situada en el extremo de la única calle del pueblo de North Dormer, acababa de abrirse. Una niña apareció y se detuvo un instante en el umbral.

Del cielo primaveral y transparente, una luz plateada se expandía sobre los techos del pueblo, sobre los bosques de alerces y las praderas cercanas. Por debajo de las colinas flotaban nubes blancas en copos con las que una brisa ligera ahuyentaba las sombras a través de los campos…4

Así comprendida en el marco de una puerta abierta a la intimidad de una morada, una niña de la que no vemos nada, expone la inminencia –un “instante” suspendido− de una historia y de lo que se sabe un encuentro, algún choque feliz o doloroso: lo expone en la luz venida del cielo, y ese cielo otorga el marco amplio y “transparente”, ilimitado, en el que se recortan los

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marcos sucesivos de una calle, una casa y una puerta. Aquí se trata menos de la imagen que no nos falta imaginar (aquella que cada lector forma o forja a su manera y según sus modelos), sino de una función de imagen, luz y correlación de sombra, encuadramiento y alejamiento, lanzamiento y tocamiento de una intensidad.

Se trata de lo siguiente: con la “niña” (cuyo nombre es en sí mismo una intensidad) “aparece” todo un mundo que también “se detiene en el umbral” – en el umbral de la novela, en el trazo inicial de su escritura− o que nos detiene en su umbral, en el trazo mismo que divide [partage] el afuera y el adentro, luz y sombra, la vida y el arte, del cual la división [le partage] está en el instante trazado por eso mismo (la distinción) que le hacemos franquear sin abolir: un mundo donde entramos, quedando completamente delante de él, y que se ofrece plenamente por lo que es, un mundo, es decir, una totalidad indefinida de sentido (y no un simple entorno).

Si es posible que el mismo trazo, la misma distinción, separe y haga comunicar (comunicando así la separación misma…) es porque el trazo de la imagen (su trazado, su forma) es él mismo (algo de) su fuerza íntima: la imagen no “representa” esa fuerza íntima, pero ella es esa fuerza, la activa, la tira y la retira, la extrae reteniéndola, y es con ella que nos toca.5

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La imagen siempre viene del cielo; no de los Cielos [cieux] que son siempre religiosos, sino de los cielos [ciels], término propio de la pintura: no heaven en sus sentidos religiosos, sino heaven en tanto que sky, el firmamentum latino, bóveda cerrada en la que los astros están colgados, dispensando su brillo. (Detrás de la bóveda se encuentran los dioses de Epicúreo, aún él, indiferentes e insensibles, incluso a ellos mismos, sin imágenes y privados de sentido).

El cielo de la pintura retiene lo sagrado del cielo en lo distinto y lo separado por excelencia: el cielo es lo separado; y desde el principio, en las antiguas cosmogonías, es lo que un dios o una fuerza más remota que los dioses separa de la tierra:

Cuando el Cielo ha sido separado de la Tiera−hasta ahora sólidamente unidos−y que las diosas madres fueron aparecidas.6

Ante el cielo y la tierra, cuando todo está junto, no hay nada distinto. El cielo es lo distinguido por esencia, y por esencia se distingue de la tierra que pone a la luz. Es la distinción y la distancia: la claridad extendida, lejana y próxima a la vez, la fuente de luz que a su vez nada aclara (lux) pero por la cual todo está esclarecido y todo entra en la distinción; y que también es la distinción de la sombra y de la luz (lumen) por la cual una cosa puede brillar y tomar su resplandor (splendor), es decir, su verdad. Lo distinto se distingue:

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se pone a distancia, marca esa distancia y así la hace notar –se hace notar. Así, llama la atención: en su retirada y de esa retirada, hay un encanto, un atractivo y una atracción. La imagen es deseable o no es imagen (aunque chromo, ornamento, visión o representación; sin embargo, no es casualidad que algunos quieran diferenciar la atracción del deseo de la seducción de lo espectacular…).

La imagen viene del cielo: no desciende de él, sino que procede de él; es de esencia celeste y contiene el cielo en ella. Toda imagen tiene su cielo, esté representado como afuera de la imagen o no esté representado: él le da su luz, aunque la luz de una imagen viene de la imagen misma. La imagen es así su propio cielo, o el cielo separado por él mismo, viniendo con toda su fuerza a remplazar el horizonte pero también a elevarlo, a levantarlo o a horadarlo, a llevarlo a la potencia infinita. La imagen que lo contiene desborda y se derrama en él, como las resonancias de un acorde, como el halo de una pintura. Por esto, no hay necesidad de ningún lugar ni uso consagrado, ni de ninguna aura mágica conferida a la imagen. (También se podría decir: la imagen que es su propio cielo es el cielo sobre la tierra y como tierra, o la apertura del cielo en la tierra (es decir, de nuevo, un mundo), y es porque la imagen es necesariamente no religiosa que ella no religa la tierra al cielo, sino que tira éste de aquella. Esto es verdad en toda imagen, incluida la religiosa, a menos que la religiosidad del sujeto degrade o destruya la imagen, como sucede en las beaterías de todas las religiones).

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La fuerza celeste, fuerza que el cielo es –a saber, la luz que distingue, que hace distinto− es la de la pasión de la que la imagen es el transporte inmediato. Ahí lo íntimo se expresa: pero esta expresión debe entenderse en el sentido más literal. No se trata de la traducción de un estado de ánimo: es el alma misma que se estrecha y que se apoya sobre la imagen, o mejor dicho, la imagen es esta presión, esta animación y esta emoción. No otorga significación: no tiene ningún objeto (o “tema” [sujet], como se dice el tema [le sujet] de un cuadro); incluso está desprovista de intención. No es pues una representación: es un sello de lo íntimo y de su pasión (de su moción, de su agitación, de su tensión, de su pasividad). No es un sello en el sentido de un tipo o de un esquema declarado, fijado.7 Es más bien el movimiento del sello, la impresión que marca la superficie, el levantamiento o el ahuecamiento de ésta, de su sustancia (tela, hoja, cobre, pasta, arcilla, pigmento, película, piel), su impregnación o su infusión, el enterramiento o el lavado en ella del impulso. El sello es a la vez la receptividad de un soporte informe y la actividad de una forma: su fuerza es la confusión de ambas.

La imagen me toca, y así tocado y tirado por ella, en ella, me confundo con ella. Ninguna imagen es sin que yo mismo sea a su imagen, sin por tanto pasar por ella, por poco que la atienda [regard], es decir, por poco que le preste atención [égard].

La imagen está separada de dos maneras simultáneas. Está desprendida de un fondo y está recortada en un fondo. Está desprendida y apartada. El desprendimiento la eleva y la lleva hacia delante: conforma un “delante”,

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una faz, ahí donde el fondo estaba sin faz y sin superficie [sans face et sans surface]. El recorte hace bordes donde la imagen se encuadra: es el templum trazado en el cielo por los augurios romanos. Es el espacio de lo sagrado, o mejor dicho, lo sagrado como espaciamiento que distingue.

Así, por un procedimiento miles de veces retomado en la pintura, una imagen se recorta de ella misma y se recuadra como imagen, a la manera de ese cuadro de Hans von Aachen;8 o el cuadro se desdobla en un espejo que está como puesto delante de él, al mismo tiempo que está, en la imagen, puesto ante quien ahí se refleja:

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En esta doble operación, el fondo desaparece. Desaparece en su esencia de fondo, que está para no aparecer. También se puede decir que aparece por aquello que está desapareciendo. Desapareciendo como fondo, pasa integralmente a la imagen. Por tanto no aparece, y la imagen no es su manifestación, ni su fenómeno. Es la fuerza de la imagen, su cielo y su sombra. Esta fuerza se apresa “al fondo” de la imagen, o mejor dicho, es la presión que el fondo ejerce sobre la superficie, es decir, bajo ella, en ese impalpable no-lugar que no es simplemente el “soporte” sino el reverso de la imagen. Este no es un “reverso de la medalla” (su otra cara, decepcionante), sino que es el sentido insensible (inteligible) sentido como tal directamente sobre la imagen.

La imagen reúne la fuerza y el cielo con la cosa misma. Es la unidad íntima de esa reunión. No es ni la cosa ni la imitación de la cosa (y lo es menos aún, como ya lo he dicho, cuando no es forzosamente plástica o visual). Ella es la semejanza de la cosa, lo que es diferente. En su semejanza, la cosa está separada de sí misma. No es la “cosa misma” (o la cosa “en sí”), sino la “mismidad” de la cosa presente como tal.

Con su célebre “esto no es una pipa”, Magritte no hace más que enunciar, al menos a primera vista o en una primera lectura,9 una paradoja banal de la representación en tanto que imitación. Pero la verdad de la imagen es inversa. Antes bien, ella es como la imagen de la pipa acompañada por “esto es una pipa”, no por activar la misma paradoja al revés, sino al contrario, por

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afirmar que una cosa no se presenta más que por eso a lo que ella se semeja y dice (muda) de sí: yo soy esta cosa. La imagen es el decir no lingüístico o el mostrar la cosa en su mismidad: pero esta mismidad no es solamente no dicha o “dicha” de otro modo, sino que es otra mismidad que la del lenguaje y del concepto, una mismidad que no depende de la identificación ni de la significación (la de “una pipa”, por ejemplo), sino que no se sostiene más que por ella misma en la imagen y en tanto que imagen.

De este modo, la cosa en imagen es distinta de su ser-ahí en el sentido de Vorhanden10, de su simple presencia en la homogeneidad del mundo y en el encadenamiento de las operaciones de la naturaleza o de la técnica. Su distinción es la desemejanza que habita su semejanza, que la trabaja y que la perturba con un impulso de espaciamiento y de pasión. Lo que es distinto del ser-ahí es el ser-imagen: no está aquí más que allá-abajo, a lo lejos, en un alejamiento del cual la “ausencia” (por la cual se ve frecuentemente caracterizada la imagen) no es más que un nombre apresurado. La ausencia de tema imaginado [sujet imagé] no es otra cosa que una presencia intensa, recogida en sí misma, semejándose en su intensidad. La semejanza reúne en la fuerza y se reúne como fuerza de lo mismo, de lo mismo diferenciando en sí de sí: de allí proviene el goce que llamamos. Tocamos a lo mismo y a esa potencia que afirma: sé bien qué soy, más allá o más acá sé lo que soy para ustedes, por sus intenciones y sus influencias. Tocamos la intensidad de esa retirada o de ese exceso. Así, la mímesis encierra una methexis, una participación o un contagio por la cual la imagen nos alcanza.

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Lo que nos toca es esa conveniencia para sí que porta la semejanza: ella se asemeja y así ella se reúne. Es una totalidad que se conviene. Viniendo hacia adelante, va hacia adentro. Su “adentro” no es otra cosa que su “adelante”: su tenor ontológico es super-ficie, ex-posición, ex-presión. La superficie [surface], aquí, no es relativa a un espectador puesto enfrente [en face]: es el lugar de la concentración en la conveniencia. Esto es porque ella no es un modelo, sino que su modelo está en ella, es su “idea” o su energía. Es una idea que es una energía, un impulso, una tracción o una atracción de mismidad. No una idea (idea, eidolon) que es una forma inteligible, sino una fuerza que fuerza la forma para tocarse ella misma. Si el espectador queda enfrente [en face], no ve más que una disyunción de semejanza y desemejanza. Si entra en la conveniencia, entonces entra en la imagen, no la mira aunque no deje de estar delante de ella. La penetra y es penetrado: por ella, por su distancia y por su distinción al mismo tiempo.

La conveniencia de la imagen en sí excluye precisamente su conformidad a un objeto percibido, o a un sentimiento codificado, o a una función definida. Al contrario, la imagen nunca termina de condensarse en sí misma. Es por esto que está inmóvil, quieta en su presencia, conveniencia de un acontecimiento y de una eternidad. La imagen musical, coreográfica, cinematográfica o cinética en general no es menos inmóvil en este sentido: es la distensión de un presente de intensidad. Ahí la sucesión es también una simultaneidad. La ejemplaridad del dominio visual, en el tema de la imagen, tiende a lo que desde el comienzo es el dominio de la inmovilidad en tanto que tal: la ejemplaridad del dominio audible sería, por contraposición, la de la distensión en tanto

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que tal. La inmovilidad –inmutabilidad, impasibilidad− en un extremo, y la distensión en el otro, el arrebato de la distancia: los dos extremos de la mismidad.

En francés se dice “sage comme une image”11: pero la sabiduría de la imagen, aunque es una retención, es también la tensión de un impulso. Desde el principio, está ofrecida y donada para ser tomada. La seducción de las imágenes, su erotismo, no es otra cosa que su disponibilidad para ser tomadas, tocadas por los ojos, las manos, el vientre o la razón, y penetradas. Si la carne ha jugado un rol ejemplar en la pintura es porque ella está en el espíritu, más allá de la figuración de las desnudeces. Pero penetrar la imagen, así como una carne amorosa, quiere decir ser penetrado por ella. La mirada se impregna de color, el oído de sonoridad. No hay nada en el espíritu que no esté en los sentidos: nada en la idea que no esté en la imagen. Yo devengo el fondo del ojo del pintor que me mira, al igual que el reflejo del vidrio (en el cuadro de Aachen), devengo la disonancia de un acorde, el salto de un paso de danza. “Yo”: ya no está más la cuestión del “yo”. Cogito deviene imago.

Pero así, toda cosa, en la distancia en la que se aleja su conveniencia a fin de convenirse, pierde su estatuto de cosa y deviene una intimidad. Ya no es más manejable. No es ni cuerpo, ni herramienta, ni dios. Está fuera del mundo, siendo en sí misma la intensidad de una concentración de

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mundo. También está fuera del lenguaje, siendo en sí misma la semejanza de un sentido sin significación. La imagen suspende el curso del mundo y del sentido, del sentido en tanto que curso del sentido (sentido en discurso, sentido que tiene curso…): sin embargo, afirma todavía un sentido (un “insensible” pues) en eso mismo que ella hace sentir (ella-misma). Hay en la imagen (por lo cual no tiene “adentro”) un sentido no significante aunque tampoco insignificante, tan seguro como su fuerza (su forma).

Ni mundo ni lenguaje, se podría decir que la imagen es “presencia real”, si se quiere recordar el valor cristiano12 de esta expresión: en la “presencia real” no se trata precisamente de la presencia ordinaria de lo real: no está presente el dios en el mundo como allí se encontraría. Esta presencia es una intimidad sagrada que un fragmento de materia libera a la absorción. Es presencia real porque es presencia contagiosa, participante y participada, comunicante y comunicada en la distinción de su intimidad.

Por otro lado, es por lo que el dios cristiano, y más que ningún otro el dios católico, habría sido el dios de la muerte de dios, dios que se retira de toda religión (de todo lazo a una presencia divina) y que parte en su propia ausencia, no siendo más que la pasión de la intimidad y la intimidad del padecer o del sentir: lo que toda cosa da a sentir en tanto que es lo que ella es, la cosa misma distinguida en su mismidad. 13

Así, según otra ejemplaridad, se mueve lo que se conoce como “imagen poética”. Esta última no es la decoración producida por un juego de analogía, comparación, alegoría, metáfora o símbolo. Antes bien, en cada una de esas posibilidades, ella es otra cosa que el juego placentero de un desplazamiento

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cifrado.

Cuando Rilke escribe:

Au fond de tout mon coeur phanérogame…14

(Al fondo de todo mi corazón fanerógamo…)

la metáfora conjuntamente botánica y sexual de un corazón abierto, exponiéndose, no pasa sin el choque de sentido y sonido que se produce, y no sin una sonrisa, entre el nombre y el adjetivo: ese choque comunica el espesor de la palabra “fanerógamo”, su sustancia extranjera tanto a la lengua francesa como a la lengua de los sentimientos, una doble retirada que, al mismo tiempo, dispone al “corazón” en planta o en flor, en arriate botánico. Pero así, comunica también la visibilidad que hace el sentido y el sonido de la palabra, que le da el relieve de una suerte de indecencia en la forma poética, al mismo tiempo que, lleva discretamente “corazón fanerógamo” en el ritmo decasílabo del hemistiquio, en una referencia discreta pero distinta (incluso más distinta que discreta, no aplastada por un ritmo ruidoso) a la prosodia francesa que toca el poeta alemán. La imagen es todo esto, al menos: está en el recorte del verso y en el desprendimiento de la lengua, está en el suspenso del ritmo y de la atención, está en ese “fondo” donde la “f ” se hace “ph”, consonancia ensordecida, eco de esa otra variante del verso (otro decasílabo) del mismo poeta:

…les mots massifs, les mots profonds en or…

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(… las palabras masivas, las palabras profundas en oro…)

por donde es la poesía misma la que se hace materia de imagen.

Porque la imagen es siempre material: es la materia de lo distinto, su masa y su espesor, su peso, sus bordes y su fragmento, su timbre y su espectro, su paso, su oro.

Sin embargo, la materia es desde el principio la madre (materies viene de mater, es el centro del árbol, la madera dura), y la madre es la de que y en la que, a la vez, hay distinción: en su intimidad se separa una intimidad otra y se forma una fuerza otra, un otro mismo que se desprende de lo mismo para ser sí-mismo. (El padre, por el contrario, es marca de identificación: figura y no imagen, no tiene nada que hacer con el ser-sí mismo sino con el ser-tal-o-cual en el curso homogéneo de las identidades).

Clara y distinta, la imagen es una evidencia. Es la evidencia de lo distinto, su distinción misma. No hay imagen más que cuando hay esta evidencia: si no, hay decoración o ilustración, es decir, sostén de significación. La imagen debe tocar a la presencia invisible de lo distinto, a la distinción de su presencia.

Lo distinto es invisible (lo sagrado siempre lo fue) porque no pertenece al dominio de los objetos, de su percepción y de su uso, sino al de las fuerzas, sus afecciones y sus transmisiones. La imagen es la evidencia de lo invisible.

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No la vuelve visible como un objeto: ella accede a su saber. El saber de la evidencia no es una ciencia, es el saber de un todo en tanto que todo. De un solo golpe, que es su golpe, la imagen libera una totalidad de sentido o una verdad (como se quiera decir). Cada imagen es una variación singular sobre la totalidad de sentidos distintos: del sentido que no encadena el orden de las significaciones. Ese sentido es infinito, y cada variación es ella misma singularmente infinita. Cada imagen es el recorte finito del sentido infinito, el cual no se verifica como infinito más que por ese recorte, por el trazo de la distinción. La sobreabundancia de imágenes en la multiplicidad y en la historicidad de las artes responde a la inagotable distinción. Pero cada vez, al mismo tiempo, es el goce del sentido, la conmoción y el gusto de su tensión: un poco de sentido en estado puro, infinitamente abierto o infinitamente perdido (como se quiera decir).

Nietzsche decía que “tenemos el arte a fin de no ser vaciados al fondo por la verdad”15. Sin embargo, es necesario precisar que esto no sucede sin que el arte toque a la verdad. No es como un hilo o como un fragmento que la imagen se tiende delante del fondo. No lo vaciamos, pero el fondo sube a nosotros en la imagen. La doble separación de la imagen, su desprendimiento y su recorte, forma a la vez una protección contra el fondo y una apertura a él. En realidad, el fondo no es distinto como fondo más que en la imagen: sin ella, no habría más que adherencia indistinta. Y aún más precisamente: en la imagen, el fondo se distingue en ese mismo desdoblamiento. Y a la vez, es la profundidad de un posible naufragio y la superficie del cielo

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luminoso. En suma, la imagen flota a voluntad de la marea, mirando al sol, posada sobre el abismo, atrapada por el mar, pero así también brillante por aquello mismo que la amenaza y que la lleva al mismo tiempo. Tal es la intimidad, conjunto amenazante y cautivante desde el alejamiento donde se retira.

La imagen toca esta ambivalencia por la cual el sentido (o la verdad) se distingue sin fin de la red ligada de las significaciones, a la que al mismo tiempo no cesa de tocar: cada frase formada, cada gesto cumplido, cada objetivo, cada pensamiento pone en juego el sentido absoluto (o la verdad misma) que no cesa tampoco de alejarse y ausentarse de toda significación Pero más aún: cada significación constituida (por ejemplo, esta proposición y todo el presente discurso) forma también por ella misma una marca distintiva del más-allá, del cual se ausenta el sentido (la verdad). No es en otra parte, en efecto, sino aquí mismo que se ausenta.

Esto es por lo que el arte es necesario, y no un divertimento. El arte remarca los trazos distintivos del ausentamiento de la verdad, por lo que ella es la verdad absolutamente. Pero también por esto el arte es inquietante, y puede ser amenazante: en tanto oculta su ser a la significación o a la definición es porque puede amenazarse a sí mismo y en él destruir las propias imágenes, las cuales han terminado por ubicarse en un código significante y en una belleza asegurada. Es por esto que hay una historia del arte, y en ella tantas conmociones: porque el arte no puede ser una observancia religiosa (ni por sí mismo ni por otra cosa) y, por el contrario, siempre es tomado en la distinción de lo que queda separado e inconciliable, en la exposición

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inalcanzable de la intimidad siempre desligada. Su desligación, su desatado sin fin, y su desencadenamiento, eso que la precisión de la imagen anuda y desanuda cada vez.

Nos queda una última imagen16, que dice el don del amor y de la muerte de una imagen: “La imagen de los días pasados” que tiende y que canta Violetta es la de la juventud y el amor perdidos, pero es también su verdad a la vez eterna y ausentada, inalterable en su distinción. Aunque todavía, y en fin, esta imagen no es otra que la ópera misma que se acaba, la música que viene de ser el amor y el desgarramiento y que expira, mostrándolos, infinitamente distintos en su alejamiento.

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i _ Au fond des images. Galilée, Paris, 2003, pp. 11-33ii _ Gabriela Milone (San Luis, 1979). Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente se desempeña como docente en la mencionada universidad y como becaria posdoctoral de Conicet. Es autora de Héctor Viel Termpeley. El cuerpo en la experiencia de Dios (ensayo, Ferreyra Editor, Cba, 2003) y de Las hijas de la higuera (poesía, Alción, Cba, 2007). Es co-autora de Georges Bataille. Inhumanidad, erotismo y suerte (Alción, Cba, 2008) y de La escritura y lo sagrado. Bataille, Derrida, Marion, Blanchot, Foucault (Alción, Cba, 2009). Es compiladora de La obstinación de la escritura  (ensayos, Postales Japonesas, Cba, 2013). Algunos de sus textos poéticos han sido incluidos en las siguientes antologías: Si Hamlet duda le daremos muerte. Antología de poesía salvaje (Los detectives salvajes, Bs. As. 2010); Última poesía argentina (Ediciones en Danza, Bs. As, 2008); .Poetas Argentinas 1961-1980 (Ediciones del Dock, Bs. As, 2008) y  Hotel Quequén. Antología poética  (Editorial Sigamos Enamoradas, Bs. As., 2006).

1 La relación entre la imagen y el sacrificio –relación de proximidad divergente− demandaría un análisis aún más preciso: en particular, de la doble dirección que se indica simultáneamente como aquella de un sacrificio de la imagen, necesaria en toda una tradición religiosa (hay que destruir la imagen y/o el volver completamente permeable lo sagrado), y aquella de una “imagen sacrificial”, donde el sacrificio es comprendido como una imagen (no como “solamente una imagen” sino como el aspecto, la especie, (“santas especies”) o el aparecer de una presencia real. Cfr. J-L Nancy, “L´Immémorial”, en Arts, mémmorie, commémoration, École Nationale des arts de Nancy/Editions Voix, 1999. Pero, en la segunda dirección, el sacrificio se reconstruye con todo el monoteísmo. La imagen, y con ella el arte en general, está en el centro de esta deconstrucción. Márie-Jose Mondzain, en Image, icône, économie (Paris, Le Seuil, 1996) ha desarrollado un destacado análisis de las realizaciones bizantinas que han alojado en el centro de nuestra tradición “un concepto de imagen que exige un vacío en el centro de su visibilidad”. Sus objetivos y sus intenciones son diferentes de los míos, pero se cruzan y ese entrecruzamiento es sin dudas revelador de una exigencia actual: el reino de las imágenes “plenas” encuentra la resistencia de una palabra que quiere

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dejar resonar el fondo de las imágenes, en tanto que lo nombrado “vacío” por Márie-Jose Mondzain puede también recibir el nombre de “distinto” que aquí ensayo darle.

2 El pensamiento de Bataille no ha tenido otro centro más que éste.3 Cfr. J-L Nancy, Le Regard du portrait, Paris, Galilée, 2000 [La mirada del retrato, España, Amorrortu, 2006].

4 Edith Warton, Été, Paris, 10/18, 1985, sin nombre de traductor. 5 Del mismo modo, en Epicúreo, las imágenes de las cosas –las eidola− son simulacros (en el lenguaje de Lucrecio), que por eso son también partes de las cosas, átomos transportándose hasta nosotros, tocando e impregnando nuestros ojos. Cf. Claude Gaudin, Lucrèce, la lecture des choses, Encre Marine, 1999, p. 230.

6 Relato sumerio y acadiano de la creación, en Jean Bottéro y Samuel Noah Kramer, Lorsque les dieux faisaient l´homme, Paris, Gallimard, 1989, p. 503.

7 Se trata pues de despertar la “inestabilidad” que la “onto-teología” (analizada por Phillipe Lacoue-Labarthe) “había estado encargada de fijar”. Cf. “Typographie” en Mimesis des articulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975, p. 269. El arte –si la imagen de la que hablo proviene del arte- ha sido siempre ese despertar, y el llamado de un desvelo anterior a toda “onto-teología”.

8 Hans von Aachen, Jeune Couple (en realidad el pintor y su mujer), Vienne, Kunsthistorisches Museum.

9 Más allá de esta primera vista, hay un sutil análisis realizado por Michael Foucault, al que no es ajeno lo que se expone a continuación (“Esto no es una pipa”, en Dits et Écrits I, Paris, Gallimard, 1994 [Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte. Barcelona, Anagrama, 1981]).

10 “Puesto ahí adelante, disponible”, según la terminología de Heidegger en Ser y Tiempo, no en el sentido de Dasein, el cual, como su nombre no lo indica, no está siempre ahí, sino en otra parte, en lo abierto: ¿sería la imagen algo del Dasein…?

11 Hemos dejado la expresión en francés no sólo para que pueda apreciarse su rima y musicalidad, sino también por la dificultad que presenta para la

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traducción y la falta de una expresión equivalente en el castellano. La expresión significa “calmo, tranquilo”; pero “sage” contempla los significados de “bueno”, “prudente”, “calmo”, como así también de “sabio”. Remarcamos este último significado porque es desde el cual Nancy va a reconsiderar la expresión, hablando directamente de la sabiduría [sagesse] de la imagen [T.].

12 Sea literal (católica, ortodoxa) o simbólica (protestante).13 Cf. Federico Ferrari, “Tutto é quello que é”, en Wolfgang Laib, Milan, West Zone Publishing, 1999. Federico Ferrari dice que el arte no reenvía a nada invisible, y da lo que la cosa es: yo lo digo con él, pero eso significa que lo “invisible” no es algo oculto a las miradas: es la cosa misma, sensible o dotada de sentido según “quello che è”, su “eso que ella es”, brevemente, es su ser.

14 Fragmento francés de 1906, recogido en Chant éloigné, tr. Jean-Yves Masson, Lagrasse, Verdier, 1990.

15 Fragmento póstumo, Werke, Munich, Carl Hansen Verlang, 1956, t. III, p. 832.

16 Verdi, La Traviata, acto III, “Prendi, quest’è l’immagine…”: Violetta, en el momento de morir le da su retrato a Alfredo. La música es ya fúnebre, escande una aproximación de muerte que quiere suspender la subida tensa de cuerdas, el parlando, después del último grito cantado.

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