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Tema 5. La moral evangélica. Los fundamentos del comportamiento cristiano

 

Introducción 2

Apreciaciones terminológicas:ética, moralidad, “lo moral”, “la moral” 5

La moral cristiana: la especificidad de la ética cristiana 7

El “ser humano” situado ante la realidad e interrogado por su modo de actuar,

personal y comunitariamente 9

Cuestiones fundamentales 13

 

   

Índice

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TEMA 5

La moral evangélica. Los fundamentos del comportamiento

cristiano

Al comienzo de la Encíclica “VeritatisSplendor” Juan Pablo II recuerda la escena de Jesús con el joven rico:

“Se acercó uno a Jesús y le preguntó: `Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?´. Jesús le contestó: `¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos´. Él le preguntó: `¿Cuáles?´. Jesús le contestó: `No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo´. El joven le dijo: `Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?´ Jesús le contestó: `Si quieres ser perfecto. Anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo- y luego ven y sígueme. Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: `En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos ´Al oírlo, los discípulos dijeron espantados: `Entonces, ¿ quién puede salvarse?´. Jesús se les quedó mirando y les dijo: Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo” (Mt 19, 16-26).

Ayudándonos del comentario que el Papa Juan Pablo II hizo a este pasaje evangélico en la citada Encíclica -que está dedicada a los fundamentos de la vida moral cristiana- podemos descubrir varios de los conceptos claves para la reflexión ética de los cristianos(Cf. Juan Pablo II, Encíclica “VeritatisSplendor”, nn 6-24.):

El joven rico pregunta por el bien que tiene que hacer y por la vida eterna. Es decir, por una parte está mostrando la intención de realizarse como ser humano, haciéndose el mismo “bueno” en la realización de “lo bueno”; y por otra parte, su deseo de la vida eterna nos remite a otra categoría fundamental en el estudio del actuar humano, que no es otra cosa que la búsqueda de la felicidad.

Jesús responde afirmando que el máximo Bien es Dios, le recuerda los mandamientos y finalmente le indica la meta de la perfección. Ciertamente, el hombre cuando se pregunta por su actuar descubre su

Introducción

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libertad, reconoce el bien y el mal y debe elegir entre ellos, muchas veces deberá cuestionarse por cuál es lo que debe elegir entre opciones más o menos buenas, incluso se deberá preguntar qué debe hacer si una acción buena puede producir consecuencias malas no queridas. Además recordará, y tendrá en cuenta, las normas que ha ido asimilando desde pequeño en el ambiente familiar, religioso y social. Entonces, descubrirá su conciencia y se preguntará si verdaderamente es libre. Ante estas cuestiones la respuesta de Jesús es clara: el hombre es libre y debe alcanzar una “autonomía moral”, pero sin olvidar a su Creador. Por tanto, es Dios quien nos marca el “exceso” y la “excelencia” a la que está llamado todo ser humano. Este exceso es lo que la ética ha llamado “virtudes” que son las “excelencias” del desarrollo humano.

Partiendo del reconocimiento de la autonomía que debe lograr el ser humano en su desarrollo moral, Jesús muestra que dicha autonomía no significa una independencia de Dios. Los mandamientos son expresión de la estructura significativa que el Creador ha puesto en su creación y especialmente en el ser humano creado a su “imagen y semejanza”. Y este ser humano es capaz -con su inteligencia y razón- de descubrir la verdad de lo que es acorde con la naturaleza que le rodea y descubrir así el sentido de esos mandatos que son denominados como la “ley natural”. En una terminología más moderna, podemos decir que los mandamientos como expresión de la “ley natural” están cerca de los actualmente llamados “Derechos Humanos”, los cuales implican una serie de deberes correlativos. Por tanto, esa autonomía en el comportamiento del ser humano es más bien una “teonomía participada” que se traduce en una “autonomía teónoma”, es decir, en la fuente y en el horizonte del actuar ético del hombre se encuentra Dios, de tal modo que cada uno de nosotros somos, en primera persona y junto con Dios, los que tenemos en nuestras manos la posibilidad de hacer una verdadera “obra de arte” con nuestras vidas.

Hemos leído: “Jesús se les quedó mirando y les dijo: Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo”. La experiencia moral nos indica que no siempre estamos a la altura de la “excelencia”. Ya san Pablo nos dejó esta sincera confesión:

“Pues sabemos que la ley es espiritual, mientras que yo soy carnal, vencido al poder del pecado. En efecto, no entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; y si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es buena. Ahora bien, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí. Pues sé que lo bueno no habita en mí, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer

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lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal. En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo sirvo con la razón a la ley de Dios y con la carne a la ley del pecado” (Rom 7, 14-25).

El texto que acabamos de leer pone en relación la razón, la voluntad de querer el bien y la experiencia de realizar el mal, un mal que nace en el interior del mismo corazón humano. Nos encontramos aquí en el núcleo del misterio del mal querido y buscado. Como sabemos, la experiencia moral de elegir lo malo corresponde a un concepto teológico que es el pecado, el cual rompe o deteriora nuestra triple relación con Dios, con los otros hombres y con la realidad que nos rodea.

Pronto el hombre siente en su interior esa tensión entre el bien y el mal y la inclinación a elegir lo que se percibe como dañino para el crecimiento en el bien. Por eso necesitamos la gracia de Dios, el hombre sólo no puede mantenerse en el bien sin la ayuda de Dios y de sus hermanos los hombres. Por eso son tan importantes los miembros de la familia, la iglesia, los maestros, los amigos y la sociedad para mantenerse en la vida buena o virtuosa. Ciertamente la moral debe vivirse en primera persona pero necesitamos de la gracia de Dios -que los cristianos reconocemos su existencia y trasmisión en la vida comunitaria de la Iglesia- y de la educación en la práctica del bien.

El texto del joven rico nos ha presentado la problemática del actuar moral. Jesús llevará a su plenitud la revelación de la intimidad de Dios y también la del hombre en plenitud. Y también llevará los mandamientos a su plenitud con la proclamación de las bienaventuranzas y el mandamiento nuevo del amor. Pero fundamentalmente la plenitud es Él mismo en su persona, ya que para el cristiano la norma definitiva es el mismo Cristo.

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La palabra “ética” procede del término griego “êthos” que significa carácter, modo de ser. Êthosprocede a su vez de “édos”, que se traduce por hábito o costumbre, es decir que no estamos hablando del temperamento natural de una persona, sino del carácter que alguien adquiere para sí misma a través de hábitos buenos (virtudes) o malos (vicios). (Cf. A. Rodríguez, “Ética General”, Pamplona 1991, 17-20. Podemos ir a tiempos más antiguos y encontrar un significado más arcano del griego “êthos” que sería “morada”, “lugar que se habita”). La ética estudia los actos humanos -es decir libres y conscientes, distintos a los meros actos del hombre- en cuanto que pueden ser considerados buenos o malos. Esta bondad o maldad de los actos humanos es lo que se llama “moralidad” de los actos humanos.

El término “moral” viene a significar prácticamente lo mismo. Procede de la palabra latina “mos, moris” que significa costumbre. Y frente a distinciones académicas entre la ética y la moral nosotros las utilizaremos indistintamente y con el mismo significado(Para todo lo que sigue: Cf. J. R. Flecha, “Moral Fundamental. La vida según el Espíritu”, Salamanca 2005, 26-40).

Lo que sí nos interesa describir es la tensión existente entre lo que llamamos “lo moral” y “la moral”. En nuestros oídos tienen estas categorías unas suspicacias y repercusiones interesantes. “Lo moral” hace referencia al comportamiento responsable y “la moral” a la disciplina académica que estudia nuestra vida ética.

Esta tensión se puede encontrar en la ya clásica definición de la moral de Marc Oraison: “La moral es la ciencia de lo que el hombre debe ser en función de lo que ya es”(M. Oraison, “Una moral para nuestro tiempo”, 2). En esta definición se muestra además la tensión existente entre la bondad ética del hombre y la dinámica hacia su ideal, es decir, hacia lo que debe desarrollar en cuanto ser humano.

En este intento de clarificación por lo que se entiende por “lo moral” es bueno recordar que una serie de precisiones.

En primer lugar, se debe distinguir entre lo moral y lo legal. Algo no es inmoral por el hecho de ser ilegal en un determinado momento y lugar histórico. Además, puede ocurrir que se promulguen leyes claramente inmorales o, incluso, que haya acciones morales heroicas que sean consideradas ilegales.

Apreciaciones terminológicas:ética, moralidad, “lo moral”, “la moral”

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Lo moral no debe confundirse con lo religioso. Es verdad que las creencias religiosas llevan consigo compromisos éticos muy concretos, y no es menos verdad que hay comportamientos morales que quieren desligarse de toda referencia religiosa. Como nos recordaba B. Häring: “el fenómeno religioso se opone absolutamente a ser confundido con las acciones morales, por ejemplo con el ejercicio de la justicia en el comercio con los otros hombres, con la manifestación de un espíritu de beneficencia y de servicio hacia los miserables”(B. Häring, “Lesacré et le bien”, 41).

Lo moral tampoco coincide con una decisión de la mayoría. La mayoría social no determina la verdad moral. Es más, la historia nos da numerosos casos en que una mayoría social ha podido unirse en torno a valores poco éticos o execrables.

Para finalizar, decir que lo moral tampoco se identifica con un sentimiento. Es verdad que en el juicio moral se debe atender a la subjetividad en vistas a calibrar la responsabilidad de una persona con respecto a sus acciones. Pero esta misma subjetividad puede llevarnos a cierto relativismo moral, o a algo tan sencillo como a la disculpa ética. El comportamiento objetivo implica que una acción es mala por mucho que la intención subjetiva haya querido ser buena.

Ahora bien, nos encontramos en el campo de la teología moral. Y esto también debe abrirnos nuevos horizontes. Así lo expresaba el Papa Juan Pablo II:

“La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el `Maestro bueno´, se ha desarrollado también en la forma específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión que concierne a la `moralidad´, o sea, al bien y el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que `sólo es bueno´ y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina” (VS 29).

Estas palabras de Juan Pablo II nos sirven de pórtico para introducirnos en un debate que ha interesado a los pensadores de la teología moral: ¿hay algo que distingue la moral cristiana de cualquier otra?

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Debemos partir de la unidad existente entre el Dios creador y el Dios revelado en Cristo Jesús. Esta unidad se traduce en que para el creyente la naturaleza es creación, en el centro de la creación se encuentra el ser humano, creado a “imagen y semejanza” del Creador. Este ser humano creado es el redimido, donde la creación y el don de la redención se dan la mano de un modo inseparable(En este apartado se debe tener en cuenta la obra de J. R. Flecha, “Teología moral fundamental”, 13-15; 135-138).

Esta continuidad implica que si bien a Dios se puede llegar por múltiples caminos, la revelación definitiva de Dios se produce en Jesucristo. Del mismo modo, el hombre de distintas culturas puede llegar a reconocer los valores éticos y a actualizarles en su obrar pero, en la actual situación del hombre inclinado al mal, la revelación de estos valores de parte de Dios se presenta como necesaria para que ese conocimiento y realización se produzca de un modo “universal, cierto y limpio de error”.

Ahora se pueden presentar otras cuestiones: ¿Tenemos los cristianos el monopolio de ciertos valores?, ¿Existen otras éticas universales alternativas a la fe cristiana aunque sean alcanzadas por otros caminos?

Esta problemática ha ocupado gran parte de los trabajos de los pensadores moralistas. Algunos teólogos han intentado resolver esta cuestión afirmando que la moral cristiana no ofrece una novedad moral en el ámbito categorial (en los contenidos del comportamiento concreto), sino que lo específico de la vida cristiana estaría situado en el campo trascendental (de las motivaciones). Así recoge el profesor José Román Flecha estas posturas:

“El deber de la colaboración social, el respeto a la vida, a la corporalidad y sus alcances relacionales, el recto uso de los bienes materiales, el derecho a la verdad y el deber de la coherencia no han sido inventados por Jesús de Nazaret. Él se inserta plenamente, se encarna en una naturaleza humana, en una sociedad y en una cultura que ya eran humanas y humanizadoras antes de su advenimiento y epifanía. La gracia no destruye la naturaleza, ni la redención aniquila la creación, ni la comunión eclesial invalida la seriedad de todos los intentos comunitarios al modo como la revelación histórica no niega ni invadida la posibilidad de entendimiento para acceder de alguna manera el misterio de Dios”(Flecha, “Teología moral fundamental”, 136).

La moral cristiana: la especificidad de la ética cristiana

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Otros numerosos moralistas defienden la especificidad concreta de la moral cristiana. Estas son algunas de las características con las que definen la especificidad de la moral cristiana: Cristo nos ha enseñado que lo decisivo no es el actuar sino el ser, que lo importante no es el exterior sino lo interior, de estas dos características anteriores se deduce que la moral cristiana es una moral de actitudes. Además, la moral de la Nueva Alianza es una ética prioritariamente positiva y no negativa, no se mide por la ley “de lo justo” sino de “la perfección”. Jesús nos enseña a no absolutizar los preceptos, aunque afirma ciertos mandatos absolutos. La moral de Jesús es una ética para la libertad, en la que el hombre está en sus manos y esto en el contexto escatológico que también está presente en la moral cristiana implica la posibilidad de la salvación o de la condenación. Pero sobre todo la vida cristiana es vida en gracia y amor(Nos hemos valido para el resumen de estas características de los apuntes de clase del profesor Juan María González Oña).

No nos toca a nosotros profundizar en este debate, pero sí queremos afirmar que la gran novedad de la vida cristiana es la confesión cristológica. La ética cristiana “exige la confessio agradecida por unos valores que, de forma definitiva y gratuita, le han sido revelados en Jesús, el Señor”(Flecha, “Teología moral fundamental”, 137).

Desde esta perspectiva se entiende que la teología moral cristiana no puede prescindir de la racionalidad al reflexionar sobre su campo de estudio. Pero en cuanto teología no puede reducirse a una investigación científico-filosófica del actuar del ser humano: deberá escuchar la Palabra de Dios; trasmitir con fidelidad el mensaje revelado; atender a la realidad eclesial, ya que en la Iglesia se aprende la moral cristiana y se huye así del individualismo y de la interpretación privada; partirá de lo que significa ser cristiano -por gracia de Dios- para luego exhortar al deber ser; y, por último, su trabajo deberá estar en función de la evangelización y de la labor pastoral, anunciando la Buena Nueva y realizando una labor profética que radicaliza los valores que se anuncian.

Todo lo anterior se hará desde un trabajo que sea respetuoso y cordial con el mundo, reconociendo las “semillas de Verbo” y, por tanto, de verdad en todos los ámbitos culturales. Además, denunciará la presencia del mal e invitará a la conversión y purificación de las costumbres, para que sean verdaderas realidades que reflejen la dignidad humana y, a su vez, sean humanizadoras.

En pocas palabras, la moral cristiana se encuentra en la tensión de ser “signo de credibilidad”, “signo de credendidad” y “signo de contradicción”.

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El ser humano -en cuanto que animal capaz de sorprenderse por su propia existencia y por todo lo que le circunda- se ha planteado continuamente cuál es su posición en aquello que reconoce como su hogar cósmico. Incluso si nos remitimos a la pregunta sobre los orígenes de lo que existe descubrimos que el reconocimiento de la particular condición humana y de su relación con aquello que capta como trascendente a sí mismo es universal a la conciencia humana, ya sea esto último la divinidad –especialmente si se le revela como ser personal que le interpela-, los demás seres humanos, o la misma naturaleza. Así pues, el hombre, desde el principio de su conciencia, sabe que no se encuentra solo, sino que se experimenta como una alteridad y como un ser interpelado por otras alteridades, algunas de las cuales no sólo se le hacen presente con su existencia sino que le interpelan en correlativa influencia(En este apartado, seguimos muy de cerca la “Introducción” del libro: R. A. Pardo, “Dos filósofos conversos amigos de la virtud. Apuntes biográficos y pensamiento de Elizabeth Anscombe y AlasdairMacIntyre”, 15-35).

La conocida triada relacional -con Dios, con los demás hombres y con la naturaleza-, a partir de la cual el ser humano se desarrolla en cuanto tal, ha sido formulada por el profesor Olegario González de Cardedal a modo de cuatro referencias por las cuales el ser humano toma conciencia de lo que es, constituyéndose tales relaciones como puntos de arranque y perfeccionamiento de su realización en cuanto hombre:

“El hombre se conoce, logra y salva teniendo cuatro referencias fundamentales: ante sí mismo (Nosce te ipsum); ante el cosmos (Tu autem, por ser él un microcosmos); ante el prójimo (Ubi frates tuus, que por el amor habita su soledad y le despierta a su responsabilidad, en el que reside su verdad); ante Dios (Coram Deo como don, presencia y palabra antes que poder y exigencia)”(O. González de Cardedal, Prólogo, en A. Gesché “El sentido”, 13).

En relación de crecimiento con respecto a estos cuatro pilares el hombre desarrolla las potencialidades inscritas en su naturaleza, convirtiéndose en autor de su florecimiento personal, se logra así el despliegue de las excelencias humanas.

En cuanto que al ser humano le podemos definir como una alteridad en relación, el ser humano se reconoce como hombre, y consigue florecer en las potencias

El “ser humano” situado ante la realidad e interrogado por su modo de actuar, personal y comunitariamente

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esenciales que le constituyen como proyecto digno de actualizarse en la intercomunicación con las demás alteridades. En este marco teológico, antropológico y cosmológico se hace ineludible la pregunta ética, pero no tanto en el sentido de qué debo hacer sino en torno a la pregunta sobre cuál es el modo de actuar propio del hombre para hacerse bueno. Dicha cuestión, para que obtenga una respuesta adecuada, precisa de una previa reflexión sobre cómo actúa el hombre. Ciertamente creemos que una ética que intente partir del ser humano como sujeto moral dotado del don de la libertad y, por tanto, responsable en el desarrollo de sus capacidades en cuanto hombre, -tendiente a la realización de aquello que reconoce y quiere como su bien y, por tanto, que le constituye como “bueno”- antes de preguntarse por “lo que se debe hacer” necesita de una clarificación antropológica y ontológica, perspectiva que ineludiblemente necesita introducir la cuestión teológica.

Dicho de otra manera, proponemos partir de una reflexión no tanto sobre cómo deben pensar los hombres, sino cómo piensan, no tanto sobre cómo deben actuar, sino cómo actúan. Nos situamos en un punto de partida ontológico y antropológico, reclamando la necesidad de abordar cuestiones relativas a la naturaleza humana para poder entrar posteriormente en su vertiente moral y, por consiguiente, en la actitud que necesitan tomar los seres humanos inmersos en el mundo que les ha sido dado.

Puede parecer que para al lector del siglo XXI estas cuestiones son irrelevantes. Como ha señalado M. Sandel, quizás porque en la medida que estas cuestiones limitan con el campo teológico, la filosofía y política de los tiempos modernos tienden a evitarlas. Ahora bien, problemas tan actuales y tan concretos como los originados en la actualidad por la biotecnología las sitúan tanto en el primer plano de la reflexión y preocupación intelectual, como en la atención más común de la época en que vivimos. Son las particulares concretas de nuestro tiempo las que nos introducen en los interrogantes que se dirigen al corazón de nuestro ser hombres. Es decir, qué y cómo actúa el hombre a la luz de su alteridad con respecto al “Tú” divino, al “tú” de los demás seres humanos y al “ello” circundante, ya sea animado o inanimado.

Desde esta perspectiva, el ser humano se comprende no simplemente como sujeto paciente ante su propio desarrollo, ni ante la realidad circundante, sino, más bien, como sujeto activo. Por ello, las cuestiones relativas a su actuar individual y político se le presentan con una seriedad de primera magnitud. En definitiva, el ser humano se tiene en sus manos, se reconoce como libre y como responsable de su presente y futuro. Consecuentemente, se puede afirmar la estrecha vinculación entre la acción humana y la valoración ética de la vida de los seres humanos, especialmente

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cuando ésta se comprende como la consecución de una vida buena. Ahora de lo que se trata es de llevar la vida a su meta, realizar el máximo de nosotros mismos, los ideales de excelencia que nos lleven a desarrollar al máximo posible lo que nosotros mismos somos.

En el “ethos” que estamos describiendo nos encontramos con la esencia del “ethos” aristotélico, el cual fue ampliado y enriquecido por el pensamiento teísta de las religiones monoteístas. Este “ethos” tiene tres elementos articulados: la concepción de una naturaleza humana inadecuada de la cual tenemos experiencia, la concepción de una naturaleza humana tal como podría ser si se realizara su “telos” (fin), y los preceptos procedentes de la ética racional basada en la normatividad de la virtud para poder pasar de la naturaleza inadecuada a la naturaleza en plenitud. Con este andamiaje ético que acabamos de describir la vida humana y su realización se convierte en un arte, es lo que podríamos llamar el arte de la vida, donde cada sujeto moral es un verdadero artesano, en el sentido clásico del término, con respecto al florecimiento de su vida buena. Recordemos las palabras del mismo Estarigita: “no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que en el otro caso sería totalmente inútil”(Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, II, 2).

El objetivo consiste en ir actualizando nuestro fin, es decir, la consecución de una vida lograda, la vida buena y la felicidad (eudomonia) con todo lo que ello significa, y que percibido desde la visión cristiana es la vida salvada por la inserción en Cristo, participación de la propia vida en el Fin y Bien último.

Dentro de estos parámetros, la cuestión por la moralidad del actuar humano se ancla en el interrogante sobre la esencia de la bondad humana, de su excelencia. Esta perspectiva encuentra sus raíces en las respuestas dadas por los hombres de muchas culturas y épocas al dejarse sorprender por lo que ellos mismos son y descubrirse como seres en camino perfectivo.

Como señaló X. Zubiri, para el pensamiento clásico griego, saber y vida van unidos, el ideal de la antigua sabiduría es “la meditación sobre lo que son las cosas de la vida”(X. Zubiri, “Naturaleza, historia, Dios”, 207). El sabio es aquel que utiliza el intelecto como timón de su existencia ética. Surge así el concepto de racionalidad práctica, que es la racionalidad propia del sabio virtuoso, configuradora y a la vez configurada en la comunidad (polis); aquí ya la razón práctica y la razón pública se dan la mano. En la concepción clásica, la categoría de racionalidad práctica nos habla de una reflexión sobre la existencia que nos conduce al desvelamiento de nuestro bien en cuanto bien y, por tanto, en su razón de fin. Ello hace que nos mueva a actuar siendo nosotros los agentes, los creadores y protagonistas de nuestra vida. Inmersos en esta perspectiva de

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primera persona el pensamiento clásico, en torno a la razón práctica, se caracteriza por ser una reflexión sobre el razonamiento presente en la deliberación que conduce a la acción y que de algún modo es siempre algo nuevo y creativo. Así la racionalidad práctica se constituye en torno a los modos de vida presentes en cada cultura.

Cada tradición cultural presenta así una racionalidad práctica con determinadas peculiaridades y es aquí donde la racionalidad práctica propia del ethos aristotélico teísta debe ayudarnos a discernir y aclarar por qué es bueno o más conveniente, según la recta razón, actuar de uno modo determinado y no de otro y, consiguientemente, poder así describir las características propias de esta racionalidad que a su vez establece el diálogo correspondiente con las otras distintas tradiciones. En este sentido, el profesor A. MacIntyre ha propuesto un modelo de diálogo intercultural que se concreta en una actitud de acogida recíproca y en un diálogo sincero. Para este autor, esto no significa la renuncia al depósito de verdad adquirido por la tradición a la que se pertenece. El diálogo, para que sea fructífero, implica el realizar el esfuerzo de conseguir introducirse en la tradición ajena con el propio lenguaje que ella utiliza, pero sin perder aquello que nos identifica como miembro de otra tradición en la que confiamos, y de la que hemos recibido los elementos necesarios para poder iniciar tal proceso de intercomunicación.

Para nuestra concepción judeo-cristiana la racionalidad práctica se funda en el Dios creador del universo y protagonista principal de la historia. El bien constitutivo del hombre es dado por Dios, el hombre realiza su plenitud en respuesta y en participación con el designio del Dios que creó viendo que todo lo procedente de sus manos era bueno. Luego, desde los orígenes, el mal moral entró como protagonista de la historia; pero ese mal no lo ha creado Dios, ni una especie de principio antidivino del mal, sino que a diferencia de otras tradiciones religiosas, es el mismo hombre el que ha introducido el mal en el mundo al abusar de la libertad que Dios le concedió. A partir de entonces el ser humano se convirtió en un ser cainita.

Esa presencia del mal en el mundo es a lo que llamamos pecado y la respuesta positiva que vence al pecado sólo la encontramos en Cristo. Él nos trajo la salvación. Como nos ha recordado el profesor Olegario González de Cardedal, el hombre quería saber si Dios se acordaba de nosotros y en Cristo hemos descubierto que, más allá del sumo Bien del que hablaban los filósofos, Dios es perdón. Ahora Dios se compromete completamente con el hombre:

“no sólo viene a la idea (E. Levinas), sino a la historia, a la carne, al tiempo, a la muerte. (…). Por eso a la encarnación sigue la muerte. (…).

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La muerte de Cristo, en la medida en que por ella Dios en su Hijo comparte el destino de los mortales, está en la lógica de la creación de la alianza. Morir pertenece a la estructura de los seres finitos, Dios se asocia a la forma de existencia de los seres que creó. Al hacer alianza con ello se compromete a ser solidario de su suerte como seres libres, a los que no va abandonar, aún cuando ejerciendo su libertad violenta y negativamente se destruyan así mismos y se vuelvan contra él. (…). La figura de Cristo, Justo traicionado que sin negar nada ni renegar de nadie no acusa, sino que se dejan anular, es el signo supremo de cómo se comporta Dios cuando el hombre es pecador, injusto y violento. Ante ese Inocente silencioso, que mira sin acusar, los humanos nos hemos reconocido y confesado pecadores. Esa ha sido y es siempre la suprema razón para creer en él: `Tú que hiciste razón de tus entrañas´ (M. De Unamuno). ¿Qué sería del mundo sin la misericordia de Cristo? (…). Dios injerta en el mundo un comienzo de vida nueva cuando la nuestra vieja estaba agotándose, aherrojada en manos de poderes mortalizadores. Cristo, al solidarizarse así con todos nosotros, ha realizado al máximo la más bella y sagrada definición del hombre: `Tú eres el guardián de tu hermano´ (Gn 4, 9). Cristo cuidó de nosotros hasta el extremo límite de la muerte”(O. González de Cardedal, “Pasión de Dios”, en El País, (23-IV-2001)).

En este apartado nos acercaremos a los conceptos más fundamentales en la reflexión moral. Lógicamente en este espacio su estudio será lo más sencillo posible y esto conlleva que sea muy parcial. Quedarán en el tintero temas importantes que por el espacio e intención de estas páginas no pueden ser tratados en profundidad, como por ejemplo, la visión global antropológica que atienda a la psicología y a las pasiones humanas.

En los temas que tratemos deberán estar muy presentes no sólo los principios teológicos, sino también las aportaciones de las demás ciencias que nos ayudan a comprender al ser humano y su actuar. Así lo expresaba Juan pablo II en su encíclica “Fides et Ratio”:

“En toda la Encíclica he subrayado claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral. Esta verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien en relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a la ética filosófica orientada a la verdad del

Cuestiones fundamentales

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bien; a una ética, pues, que no sea subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una antropología filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia –como la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente natural- del modo más adecuado y eficaz” (FR 98).

Pero la teología moral es teología, y en el Concilio Vaticano II encontramos las pautas que nos recuerda su realidad sustantiva, así como la renovación que en el momento se requería:

“La restantes disciplinas teológicas deben ser igualmente renovadas por medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la salvación. Téngase especial cuidado en perfeccionar a la teología moral, cuya exposición científica, nutrida con mayor intensidad por la doctrina de la Sagrada Escritura, deberá mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo” (OT 16).

En la época del concilio Vaticano II, y en los años posteriores, tomó mucho auge un movimiento dentro de los teólogos morales que se centró en la búsqueda de un fundamento que fuera capaz de iniciar y capitanear una deseada renovación de la teología moral, a imagen de otras renovaciones teológicas que ya habían tenido lugar, como por ejemplo en el campo del estudio de la Sagrada Escritura o de la liturgia.

La situación intelectual, económica y política, además de las preocupaciones cotidianas de los hombres y mujeres de la época interrogaron, en sus consecuencias éticas, a la teología coetánea. Los argumentos de autoridad de momentos pasados ya no convencían a un público que, a la vez que más crítico, iba pidiendo progresivamente más hondura y autenticidad en los fundamentos de su comportamiento y, en último término, en su existencia cristiana creyente.

Además, la teología moral debía reaccionar ante la separación que se había producido entre la espiritualidad y el comportamiento moral, entre la santidad y los mandamientos. Esta situación había creado un abandono de la moral en manos de una casuística de cuño legalista, lo cual había provocado, por su poca o incluso nula apreciación de la compleja realidad en que está inmersa la naturaleza humana pecadora y redimida. Esto iba produciendo una esquizofrenia

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entre los esquemas conceptuales y la vida, entre lo teórico y lo práctico, entre la fe y la vida de fe, entre la iglesia y la sociedad.

Ciertamente, en el siglo XIX había comenzado un proceso de renovación teológica, y desde los comienzos de este movimiento se percibió claramente que la teología moral, seguramente por su influencia en la vida ordinaria y práctica de los hombres, era el aspecto teológico más necesitado de reflexión y de cambio.

En estas décadas se abrirán varios caminos para renovar el pensamiento moral. Algunos autores buscarán, como F. Tillmann, E. Mersch, J. Stelzenberger, G. Gillemann, B. Häring, un principio vertebrador para toda la enseñanza moral, otros buscarán luces en las concepciones filosóficas triunfantes en esos años, especialmente en el existencialismo y el marxismo. Nacerán así las discusiones en torno a la ética de situación, la atención a la teología bíblica, la liturgia secular de la iglesia, la antropología, la sociología, la psicología..., incluso a lo que unos pocos años anteriores hubiera sido imposible: la teología protestante. En este contexto, llegaron las orientaciones del Concilio Vaticano II y del magisterio posconciliar, y al unísono aparecen nuevas instancias que interpelan a los teólogos: el desafío ecuménico, la ética consecuencialista y proporcionalista y las posiciones del posmodernismo. Surgieron, a la vez, cuestiones que solicitan una respuesta, entre ellas: el lugar que ocupa la “ley natural” en el nuevo panorama que estamos describiendo; la discusión entre moral autónoma y moral heterónoma junto con la vía de una autonomía teónoma a partir de una teonomía participada; la relación entre conciencia y norma, o las vinculaciones internas y externas entre el sujeto agente y el acto moral.

Todas estas cuestiones van unidas a las discusiones sobre cuál es el fundamento de la ciencia ética, disputas intelectuales que a lo largo del siglo se generan entre los distintos “sistemas éticos” dependientes de diversas posturas filosóficas, a veces, contrapuestas en el modo de entender la vida y la ciencia moral. Y, poco a poco, se introducen estas reflexiones en el ámbito de la teología moral produciendo y ofreciendo diversos “modelos morales” que naciendo de la fe dan una pluralidad de respuestas sobre dónde fundamentar la ética cristiana.

De todos modos podemos señalar ciertos elementos favorables que surgieron en vistas a una renovación de la teología moral:

Siguiendo las indicaciones del Concilio vaticano II se vuelve la mirada al estudio de la Sagrada Escritura (OT 16).

En la Iglesia católica se comienza a atender al movimiento ecuménico, así la del Vaticano II “UnitatisRedintegratio” favoreció la superación de una postura

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“antiprotestante” y se pretende profundizar en la esencia de la fe a través de las inspiraciones del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios.

Se reconoce las insuficiencias de la casuística imperante, a partir de una “moral de manuales”, que quería determinar y calibrar todas las posibilidades y matices de los actos morales.

Se acoge el desarrollo de las ciencias históricas y su aplicación al estudio de la Biblia, de los Santos Padres de la Iglesia y de los autores cristianos a lo largo de la historia, atendiendo al contexto histórico de cada momento, de modo que se nos permite captar mejor las costumbres imperantes de cada cultura, lugar y tiempo.

El acto de fe se toma como punto de partida de la moral cristiana.

Todas estas iniciativas provocaran un desarrollo teológico moral el que nos introduciremos en el apartado siguiente.

Buscando un fundamento teológico

El Catecismo de la Iglesia Católica, al comienzo del primer capítulo donde va a tratar la “Dignidad de la Persona humana”, presenta el esquema de los artículos que va a exponer acto seguido. En dicho punto descubrimos la unión y continuidad que existe entre la naturaleza creada del ser humano y la vocación trascendente a la que está llamado:

“La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios; se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina. Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización. Por sus actos deliberados, la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral. Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento. Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud, evitan el pecado y, si lo han cometido recurren como el hijo pródigo (Cf. Lc 15, 11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo. Así acceden a la perfección de la caridad” (CEC 1700):

Ya vimos en el apartado anterior el interés de los teólogos por ofrecer un fundamento teológico a la ética cristiana. El teólogo Romano Guardini en su famoso libro “La esencia del cristianismo” destacó que dicha esencia era la persona de Cristo. Desde esta perspectiva Cristo es la Norma del actuar cristiano:

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“No hay ninguna doctrina, ninguna estructura fundamental de valores éticos, ninguna actitud religiosa, ni ningún orden vital que pueda separarse de la persona de Cristo y del que, después, pueda decirse que es cristiano. Lo cristiano es Él mismo, lo que a través de Él llega al hombre y la relación que a través de Él puede mantener el hombre con Dios”(R. Guardini, “La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo”, 103).

También nos parece interesante nombrar otras propuestas fecundas, por ejemplo:

F. Tillmann buscó el fundamento en la invitación al seguimiento de Jesús. Por su parte, el cristiano responde con su vida a la llamada de Jesús.

E. Mersch propuso entender el comportamiento cristiano como un proceso en el que se va realizando la incorporación a Cristo.

J. Stelzenberger se centró en el anuncio que del Reino de Dios hizo Jesucristo. El cristiano tiene que acoger los valores del Reino de Dios y comprometerse en su instauración.

G. Gillemannhabló de la caridad como la virtud desde la que el cristiano debe vivir su existencia de creyente.

B. Häring, al principio de su magisterio, sitúo como principio vertebrador de la vida cristiana el concepto de la ley de Cristo, desde dicha categoría la persona de Cristo se convierte en normatividad para el cristiano. En un segundo momento fundamentó la vida moral cristiana en su carácter cristocéntrico, pero ahora subrayando las actitudes de la libertad y de la fidelidad manifiestas en el mismo Señor.

Desde el diálogo con las corrientes filosóficas del existencialismo y del marxismo, varios autores han desarrollado la vida moral del cristiano a partir de la virtud de la esperanza; en este sentido podemos recordar a la conocida teología de la liberación.

Desde luego, la persona de Cristo está en el centro de todas las reflexiones. Como destaca el profesor C. Caffarra, el seguimiento de Cristo comienza con un encuentro íntimo con su persona. La experiencia directa de Jesús supuso a los apóstoles un cambio de vida. Desde que algunos pescadores de Galilea fueron llamados por Jesús para seguirle se produjo el inicio de compartir la vida con el Maestro que les había llamado. Ellos forman una primera comunidad que se mantiene en el tiempo por la Iglesia. Todos los cristianos son desde los comienzos elegidos por Dios, predestinados a participar en la misma vida de

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Cristo y, a través de una llamada concreta que se realiza mediante el anuncio del evangelio, comienza una transformación interior que se manifiesta en el actuar y que tiende a la glorificación final.

Esta cadena existencial tiene un comienzo concreto y eficaz que es el sacramento del bautismo, donde somos sepultados en el agua que nos libra, por acción de la Trinidad, del pecado y de la muerte:

“El bautismo es el principio del que fluye nuestra vida en Cristo porque, en este sacramento hemos sido llevados de la existencia en el pecado a la existencia nueva, hemos sido hechos partícipes de la misma vida filial de Cristo”(C. Caffarra, “Vida en Cristo. Esbozo de moral cristiana”, 22s).

Pero es en la eucaristía donde se alcanza la plenitud de la incorporación del cristiano a Cristo.

“Mediante la celebración de la Eucaristía, entendida en su totalidad (entrega sacrificial de Cristo y consentimiento del creyente a esta entrega), Jesucristo arranca al creyente de la posesión egoísta de sí mismo y lo hace partícipe de su misma caridad. En razón de este acontecimiento de gracia, el creyente no se pertenece a sí mismo, sino a Aquel que ha muerto por él y recibe en don el mandamiento de amar como ha amado Jesucristo”(Caffarra, “Vida en Cristo”, 24).

El profesor Caffarra señala además unas interesantes características de la ética cristiana:

Es trinitaria. Consiste en una relación íntima del creyente con Dios. Relación que se desarrolla en la participación de la misma comunión trinitaria.

Es cristocéntrica. Siendo los acontecimientos pascuales los que nos muestran la entrega incondicionada e ilimitada de Cristo, desde donde nacen todas las normas éticas cristianas en su más alta excelencia.

Es una ética de la gracia, “porque en ella el don de Dios precede, funda, justifica y hace posible los mandamientos”(Caffarra, “Vida en Cristo”, 25).

Es una ética de la fe. La salvación es un don al que el hombre consiente, responde con el acto de fe y se entrega.

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Pudiéramos hacer un estudio más prolífico de esta cuestión analizando las propuestas de más autores, pero para lo que nos proponemos en este trabajo creemos que es más que suficiente.

Una vez que nos hemos acercado a los distintos intentos por fundamentar la vida ética del cristiano, debemos recordar al Dios creador y su plan de salvación para todos los hombres. Como ya hemos indicado en varios ocasiones, la ética cristiana asume lo que pudiéramos denominar la ética natural y los compromisos de todos los hombres a favor de la realización de su bien. Es aquí donde aparecen los conceptos clásicos de la “ley natural” y la “virtud”, los cuales nos disponemos a estudiar en el siguiente apartado.

La integración de la ley natural y la virtud

(Cf. R. A. Pardo, “`Ley natural´y `virtud´: Una relación necesaria para la inculturación de la moral”, en Salmanticensis58 (2011) 465-512)

Es típico comenzar la exposición de lo que significa el concepto de “ley natural” con los hechos que Sófocles nos narra en “Antígona”; en este mito se recoge el conflicto secular que se produce entre la obediencia a la fría norma y la existencia de algunas “normas no escritas” al alcance de las conciencias que manifiestan y promueven la dignidad de todo ser humano. Por encima de las normas humanas, tantas veces injustas, hay una ley inmutable y universal al alcance de las conciencias y de la recta razón que salvaguarda el bien del ser humano. Así lo expresaba el libro del Deuteronomio poniendo en boca de Moisés una seria advertencia a su pueblo:

“Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos…El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable…El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (Deut 30,10-14).

Benedicto XVI lo expresaba del siguiente modo:

“En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político” (CV 59).

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De lo dicho se deducen que las dos características de la ley natural son la universalidad y la inmutabilidad.

Pero vayamos más despacio, la tradición judeocristiana ha reconocido esta pauta moral en los diez mandamientos entregados por Dios a Moisés. Este Decálogo de mandamientos se encuentra recogido en el libro del Éxodo (20 1-17) y en el Deuteronomio (5, 6-21), y en estos mandatos encontramos los caminos seguros para cuidar nuestras relaciones con Dios, los hombres y el mundo que nos rodea.

Ahora bien, el deseo de autonomía individualista, junto al triunfo de la concepción relativista y emotivista de la vida personal y comunitaria, han provocado varios prejuicios que nos llevan a mirar con a suspicacia los mandamientos. El primero de todos es la misma formulación negativa de algunos mandamientos, que nos impide ver los valores positivos que tutelan. El segundo es una tradición filosófica que nos lleva a pensar que una acción es mala tan solo por estar prohibida;como si dejando de lado a quien prohíbe, todas las acciones pudieran ser consideradas buenas. Y el tercero es la actual concepción de la libertad individual como si fuera la fuente de todos los valores morales.

La otra categoría a la que dedicamos este apartado es la de “virtud”. Sin duda, nos encontramos ante otra categoría clásica; podemos afirmar que la ética más extendida en el mundo clásico griego era una “ética de la virtud”, siendo Aristóteles su máximo exponente. Santo Tomás de Aquino recogió y sistematizó -desde una perspectiva teológica- esta ética de las virtudes, situando su explicación y desarrollo práctico dentro de la misma ley natural. Lo cierto es que igual que esta última, la categoría de virtud ha caído en cierto desprestigio en la cultura contemporánea.

Nosotros creemos que dichos prejuicios son falsos. Para convencernos de ello basta pensar cómo nos sentimos cuando somos nosotros la víctima que ha de pagar por el desprecio ajeno a los mandamientos y la admiración que sentimos ante ciertos comportamientos virtuosos. Si somos capaces de separar estas categorías de algunas comprensiones y exposiciones que de ellas se han hecho a lo largo de la historia -demasiado objetivistas, naturalistas y legalistas- seremos capaces de descubrir su gran riqueza.

En vistas a revelar cómo los elementos que constituyen el significado de estas dos categorías pertenecen al común razonamiento de lo que es más propio del ser humano, queremos poner dos ejemplos plásticos. Difícil sería argumentar en contra de la sentencia dictada al final de la conocida película “Vencedores y vencidos” por el juez norteamericano Dan Haywood, protagonizado por el actor Spencer Tracy y que narra uno de los juicios de Nuremberg contra jueces

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colaboradores con el régimen nazi. En el desarrollo de la mencionada sentencia podemos reconocer un sin fin de razones que forman parte de la definición clásica de “ley natural”. Según el juez, tomar parte conscientemente en la consumación de una injusticia con absoluto desprecio a los principios morales reconocidos en las naciones civilizadas como son la justicia, la verdad y el respeto por la dignidad de la persona humana merece una sentencia condenatoria, y esto último en virtud de que los hombres son responsables de sus actos. Además son responsables porque lo hicieron conscientemente y porque los realizaron no seres perversos, ni monstruos, ni sádicos, ni maniacos, sino hombres normales en sus facultades de razón, voluntad y libertad, incluso hombres que brillaban por su inteligencia pero que engañándose a sí mismos cooperaron contra la barbarie de exterminar inocentes, llegando incluso a traicionar la amistad y la confianza.

No suena a nueva la afirmación según la cual: nuestra sociedad contemporánea se puede describir en el plano moral como el producto de una simbiosis entre el relativismo moral y el positivismo legal. La mezcla de ambos “ismos” supuestamente tendría como resultado una aceptable equilibrio para proteger mínimamente tanto la convivencia civil como la autonomía de cada ciudadano. Se comprende que en este ambiente ético la defensa de la “ley natural” y de los actos que por sí mismos deben calificarse como inmorales suene como un desafío.

Ahora bien, y retomando la película que estábamos evocando, dicho relativismo, en su negación de la existencia de “absolutos morales”, queda respondido en la última escena del largometraje. El juez Haywood se encuentra ante uno de los acusados, el juez y ministro Ernst Jannig, interpretado por Burt Lancaster, la sentencia ya se ha hecho pública y el condenado reconoce que es una sentencia justa. Acto seguido intenta excusarse declarando que nunca pensó que se pudiera llegar a tantos crímenes. La respuesta del juez Haywood no tiene desperdicio: en realidad se llegó a eso la primera vez que se condenó a muerte a un hombre sabiendo que era inocente, aunque se pensara que con ello se servía a la patria.

El segundo ejemplo se refiere al concepto de “virtud”. Si como señaló acertadamente Romano Guardini, al oír pronunciar la palabra “virtud” -en el contexto social actual- uno siente cierta incomodidad y protesta interna contra el orgullo moral y contra la apariencia farisaica de los que utilizando este vocablo creían que se sentían instalados en el bien y éticamente superiores, no menos cierto es que la práctica heroica y concreta de las virtudes sigue provocando admiración ante la excelencia moral que se realiza en los actos concretos de la virtudes. Pongamos por caso el asombro que producen páginas de obras literarias en donde se describen virtudes como la amistad y la misericordia como

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en la conocida obra de J. R. R. Tolkien, “El señor de los anillos”; o la exquisitez con la que la novelista Jane Austen desarrolla en sus personajes virtudes como la constancia y el autoconocimiento; o cuando Miguel de Cervantes describe por medio del Quijote las virtudes de todo caballero andante: “Ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida defenderla”.

Definición de ley natural y virtud a la luz del pensamiento de Tomás de Aquino

Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás elaborará una “ética de la virtud” que se caracteriza por ser una realización de la vida buena tendente a la felicidad del hombre como plenitud de su ser y, por tanto, centrada en lo que el hombre es y en lo que puede llegar a ser. En este andamiaje tomasiano las relaciones entre ley y virtud son evidentemente concretadas en el actuar del sujeto moral, configurándose así una moral en la que cada agente es protagonista de su plenificación personal, viniendo a desarrollarse lo que los especialistas han descrito como una ética de primera persona.

La articulación entre la “ley natural”, con sus correspondientes normas positivas, y la “virtud”, dentro de la comprensión tomasiana de la vida moral, tiene un claro cariz antropológico. La definición que realiza Santo Tomás de la “ley natural” la relaciona intrínsecamente con la razón humana. Para el sabio dominico la “ley natural” no es otra cosa que la “ley eterna” ínsita en el hombre, es “la participación de la ley eterna en la criatura racional” (S. Th. I-II. q. 94, a. 2). Aquí descubrimos que el eje de coordenadas desde el que trabaja el Aquinate se define por ser teológico y antropológico.

Para Santo Tomás, “la ley natural humana no es otra cosa que el orden impuesto por la razón práctica en todo nuestro obrar”(N. Blázquez, “Ley Natural”, en: G. del Pozo (dir.), Comentarios a la “VeritatisSplendor”, 605). Por tanto, la doctrina de la “ley natural” genuinamente tomasiana no contrapone “naturaleza” y “hombre” sino que se debe entender como un concepto antropológico; pero sin olvidar que dicho concepto es también netamente teológico. En Santo Tomás, la explicación de en qué consiste la verdad sobre el hombre y el mundo no se comprende sin la estrecha vinculación de su pensamiento con la cosmovisión teológica.

En la doctrina de Santo Tomás, no se puede olvidar, que en cuanto que categoría teológica y antropológica, la “ley natural”, se encuentra además vinculada a la

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concepción ética de la “virtud” de corte aristotélico. El modo en que Santo Tomás entiende e incorpora la categoría de “ley natural” en su sistema no hace otra cosa que resaltar la primacía de la persona humana, remitiéndonos a la confianza en la capacidad de la razón humana de ir desvelando la verdad del ser humano y de su actuar ético.

Por consiguiente, quedan lejos de Santo Tomás de Aquino las interpretaciones juridicistas y ontologicistas que sus posteriores comentadores realizaron sobre su doctrina de la “ley natural”. Para el pensador dominico, la ley natural, en cuanto acción de la razón práctica, es un acto propio de la inteligencia que capta los primeros principios universales, además de alcanzar con inmediatez todo lo que constituye el punto de partida y el fundamento para cualquier conocimiento práctico ulterior. De este modo, la “ley natural”, en cuanto que fundamentada en la “naturaleza racional del ser humano”, es:

“una regulación de la razón práctica del hombre que establece los criterios pertinentes para guiar las tendencias y acciones humanas y para trazar la diferencia entre `bien´ y `mal´ en ellas, y por tanto es también el conjunto de los principios cognoscitivos de la virtud moral”(M. Rhonheimer, “La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética filosófica”, 275).

Por tanto, para este gran pensador se da una continuidad esencial entre “ley natural” y “virtud”, no podía ser de otro modo, al igual que Aristóteles, el Aquinate afirma que el fin del hombre sólo se alcanza por el ejercicio de las virtudes que nos van llevando a la consumación de nuestro telos. Queda claro que nos encontramos dentro de una comprensión teleológica de la naturaleza humana, donde las virtudes nos capacitan para que, partiendo de nuestra naturaleza específica, y por medio de la elección de nuestro bien específico, lleguemos a nuestro fin que -para Tomás de Aquino- es la vida buena. En definitiva, las virtudes son las cualidades que permiten al sujeto moral progresar hacia el logro de su telos específicamente humano, integrando inextricablemente -en ese fin- lo natural y lo sobrenatural.

Para Santo Tomás, los preceptos de la “ley natural” son correlativos a las inclinaciones naturales, a saber: el instinto de supervivencia, la inclinación sexual y la inclinación racional a la verdad y a la vida en sociedad. En todas estas inclinaciones naturales descubrimos la tendencia al florecimiento personal conforme a la virtud, es decir, a lo que es propio del ser hombre en cuanto tal y en tendencia hacia lo que constituye su excelencia. Esto lleva a Santo Tomás a afirmar que todos los actos de virtud, en cuanto que virtuosos son de “ley natural”:

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“Ya dijimos, en efecto, que pertenece a la ley natural todo aquello a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza. Mas todos los seres se sienten naturalmente inclinados a realizar las operaciones que les corresponden en consonancia con su forma; por ejemplo, el fuego se inclina por naturaleza a calentar. Y como la forma propia del hombre es el alma racional, todo hombre se siente naturalmente inclinado a obrar de acuerdo con la razón. Y esto es obrar virtuosamente. Por consiguiente, así considerados, todos los actos de las virtudes caen bajo la ley natural, puesto que a cada uno la propia razón le impulsa por naturaleza a obrar virtuosamente”(S. Th. I. II. q. 94, a. 3).

Pero obrar conforme a la virtud es en realidad obrar conforme a las virtudes; es decir, obrar virtuosamente se traduce, en la ética clásica, en una moral de primera persona en la que la acción moral del sujeto agente implica que la persona no es tanto que haga “lo bueno”, sino que con su obrar “se hace bueno”, ya que para una “ética de la virtud”, o si se quiere una “ética de las virtudes,” la norma es el hombre virtuoso(Aristóteles, “Ética a Nicómaco”,III, cap. 6, 113ª, 30-34).

El lema que podemos presentar es el siguiente: el hombre es responsable de sus actos, es capaz de discernir entre el bien y el mal y es responsable de las consecuencias malas de sus actos malos. Así mismo, lo mandado por la “ley natural” en los mandamientos negativos está prohibido porque no está de acuerdo con el fin o bien específico del ser humano tendente a su plenitud. Dicho de otro modo, los deberes o mandamientos morales no son buenos por la mera condición de que estén mandados, sino porque se reconocen unos bienes y fines concretos que si se niegan o dañan hacen desaparecer el bien humano en cuanto tal, sus deberes y sus respectivos derechos.

En esta perspectiva, el sentido de las normas cambia. Entonces, la “ley natural” en su expresión en el Decálogo, o en otras normas particulares, es la formulación del obrar ordenado por la razón según el modo de la virtud, donde el sujeto agente no es simplemente que cumpla las normas realizando así lo lícito, ni tan siquiera que realice simplemente “lo bueno”, sino que al hacer el “bien de la persona” se va haciendo él mismo “bueno”, construyendo su propio carácter moral a partir de su temperamento recibido. Como se puede notar, estamos muy lejos de cualquier expresión extrincesista de la moral, y situamos de este modo -siguiendo el pensamiento de Santo Tomás- las nociones de “ley natural” y “virtud” en el meollo de una doctrina que se dirige a expresar, en su máxima expresión, una moral de vida buena en la que se consigue el florecimiento de la persona humana a partir de su propia autonomía y libertad, siendo la persona misma el analogado principal del origen y de la norma de sus actos.

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Es desde este compromiso personal donde conviene evocar los cuatro contextos sociales en los que la Iglesia católica invoca hoy la categoría de la ley natural, según lo expresa la Comisión Teológica Internacional en su Documento sobre la ley natural(Comisión Teológica Internacional, “En busca de la ética universal: Nueva perspectiva sobre la ley natural”, 35).

En primer lugar, en un mundo globalizado donde se impone el diálogo intercultural e interreligioso, la categoría de ley natural debe anunciarse en vistas a la defensa de los derechos del hombre.

En segundo, la ley natural debe recordarse en vistas a una fundamentación natural y objetiva de la democracia para que ésta no quede a merced de las fluctuaciones del consenso.

En el tercer contexto, la categoría de ley natural legitima la reivindicación del derecho de los cristianos a manifestarse en asuntos como la defensa de la vida y de la familia ante el laicismo agresivo.

Y por último, la iglesia debe luchar por el respeto al derecho a la objeción de conciencia ante leyes civiles que, al contradecir la ley natural, comportan la amenaza de abusos de poder y de nuevas formas de totalitarismo.

Además, es fácil descubrir estos ambientes como lugares muy apropiados para la tan deseada “nueva evangelización”.

Las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales

La definición típica y más sencilla de virtud es ser un hábito operativo bueno. Ahora bien, siguiendo a Tomás de Aquino, y después de lo dicho hasta el momento, se comprende mucho mejor que para este pensador la virtud sea lo máximo a lo que puede aspirar el hombre, “o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural. El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas”(J. Pieper, “Las virtudes fundamentales”, 15).

En el cristianismo se habla de tres virtudes teologales, que tienen su origen en Dios, así como su objeto. El profesor Pieper las enumera y define del siguiente modo:

La fe lleva al conocimiento de la realidad del Dios uno y trino.

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La esperanza hace que el cristiano anhele la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.

La caridad hace que el cristiano oriente su existencia hacia Dios y su prójimo con una fuerza mayor que la del amor natural.

Además de estas tres virtudes teológicas, la ética siempre ha nombrado las cuatro virtudes cardinales, llamadas así porquecardinal procede del término latino cardo que significa gozne, es decir, estas cuatro virtudes son los goznes en torno a los cuales giran las demás virtudes. Pieper las enumera y define en relación a la vida cristiana del siguiente modo:

La prudencia permite que el sujeto moral cristiano reconozca la verdad de la realidad y no se deje enturbiar por el sí o no de la voluntad. Hace que el sí, o el no, dependa de la verdad de las cosas.

La justicia nos permite vivir la verdad con el prójimo, sabiéndose miembro entre otros miembros de la Iglesia, pueblo, o comunidad.

La fortaleza hace que uno esté dispuesto a sacrificarse, y si es necesario a aceptar la muerte en defensa de la justicia.

La templanza es la virtud por la que uno es comedido en su ambición de placer, de tal manera que este afán no le lleve a comportamientos desordenados y antinaturales.

Fundamentalismo, relativismo y pluralismo

Para terminar este apartado sobre la ley natural conviene unas palabras sobre la existencia de los “absolutos morales” -también llamados “intrínsecamente malos”, es decir, sobre los actos que bajo ningún concepto y bajo ninguna circunstancia es lícito realizar y que se expresan de modo negativo en el Decálogo, como por ejemplo, matar al inocente- así como sobre el relativismo moral que niega la existencia de estos absolutos.

Ciertamente, nos encontramos en un contexto dominante en el que prima el relativismo intelectual y moral. Siguiendo las tesis expresadas en el último trabajo que realizó el profesor J. V. Arregui concluimos afirmando que entre el fundamentalismo y el relativismo, tanto intelectual como práctico, queda el camino de la pluralidad de la razón teórica y práctica, y esta última tanto personal como pública. Nos adherimos a la propuesta del profesor Arregui de que sólo desde lo que pudiéramos llamar una posición pluralista recobra su lugar propio el concepto de “ley natural” con sus consabidos “absolutos morales”, presentes en todas las culturas, así como que la existencia de estos mismos

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“absolutos”, lejos de obstaculizar el pluralismo lo hacen posible. No así, contra la opinión predominante, el relativismo moral que a la larga se convierte en un nuevo fundamentalismo que disuelve la importancia de los contenidos culturales obstaculizando el llamado diálogo “intercultural”.

El relativismo moral se presenta como una posición aperturista, pero el error del relativismo moral y cultural no es tanto su afirmación de que es posible una gran variedad de descripciones de la verdad, como se puede apreciar en las distintas cosmovisiones culturales, sino la deducción de que todas las representaciones de la realidad por parte de las distintas culturas son igual de válidas, porque como afirma el profesor Arregui “lo segundo no se deduce de lo primero y supone aplanar las diferencias significativas”(J. V. Arregui, “La pluralidad de la razón”, 270). Por su parte, el pluralismo se diferencia del relativismo en cuanto que afirma que no todo vale, por lo tanto, es posible discernir como mejores y peores los desarrollos valorativos de las distintas culturas (Cf. Arregui, “La pluralidad de la razón”,188-192).

La moralidad de la acción humana: la opción fundamental y las fuentes de moralidad del acto moral, el objeto, el fin y las circunstancias

A estas alturas ha debido quedar claro que la moralidad es una propiedad del ser humano dotado de inteligencia y voluntad, el cual posee la propiedad de la libertad. Por tanto, la moralidad está basada en la dignidad de la naturaleza humana. El hombre es capaz de conocer lo que es propio de su naturaleza y lo que es bueno para él. También es capaz de discernir entre el bien y el mal, y querer desde su libertad a ese bien que le hace bueno. Por tanto, se puede afirmar que el ser humano libre es origen y dueño de sus actos. De todos modos conviene recordar que el acto humano para que sea humano -y por tanto libre y responsable- es el que se realiza con advertencia y exige conocimiento de lo que se hace. Todo esto en conjunto hace que el hombre sea responsable de su actuar y de su crecimiento en cuanto hombre.

Como hemos dicho, ese crecimiento se realiza a través de los actos humanos que son en sí mismos libres y nos hacen responsables de nuestro actuar. Desde el descubrimiento de la verdad que nos configura, el hombre puede expresar aquello que puede romper ese crecimiento y es capaz de expresar unas normas que se deben cumplir porque marcan fundamentalmente los actos que rompen la posibilidad de ser bueno según la naturaleza que le es propia. Por tanto, la moralidad del ser humano se fundamenta en la dignidad que le corresponde en cuanto que ser humano.

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Por otra parte, el ser humano además de ser un ser ético es un ser político. Ciertamente el hombre es distinto de los demás seres vivos de la naturaleza, ello se describe con la categoría de persona, a la que dedicaremos un espacio en el tema siguiente. Ya desde el pensamiento clásico, procedente de la filosofía griega, la moralidad del hombre se ha relacionado con la eudaimonia = vida feliz. La felicidad consistía principalmente en realizar lo que es propio del ser humano y lo que le corresponde como realización es la eupraxia = el arte del bien vivir.

Por su parte, la teología moral, además de afirmarlo como hecho revelado por Dios, afirma que el ser humano tiene la posibilidad de verse como un ser creado y amado por Dios. Como nos narra el libro del Génesis, el ser humano es la única criatura creada a “imagen de Dios”. Pero no sólo el cristiano se sabe creado a imagen de Dios, sino también redimido por la obra de salvación de Jesucristo. Además, la teología moral ha acogido la visión clásica del ser humano y ha descrito la consecución de la vida buena como el origen del quehacer ético, donde el hombre debe ordenar sus actos conforme a los fines que se propone, y éstos en base al fin último que constituye la meta de la existencia, el mismo Dios, que es el único garante de la felicidad eterna.

Por tanto, la teología moral sitúa la realización plena de la vida buena en la unión con el fin último que es Dios, fin último con quién el ser humano se va identificando con los actos morales buenos. Como no podía ser de otro modo, la teología moral nos engloba -en continuidad- la vida moral en el orden sobrenatural al que hemos sido elevados como hijos de Diospor la gracia.

Esa relación del ser humano con su fin último que se reconoce como Dios nos remite a la importancia que en la teología moral ha cobrado la categoría moral de la “opción fundamental”.

La opción fundamental

Dicha categoría tiene unas raíces antropológicas, psicológicas y pedagógicas. Parte de que el hombre es capaz de tomar decisiones estables y determinantes para su vida.

Ya en el campo teológico, la “opción fundamental” sería la intención responsable y comprometida que el cristiano hace en su vida por Dios, de tal modo que toda su existencia la comprende como orientada a llevar a cabo su vocación en Cristo.

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Como ha recogido el profesor Aurelio Fernández, la noción de “opción fundamental” conlleva una serie de consecuencias positivas para la comprensión de la ética cristiana: enriquece la personalidad, garantiza la vida moral, facilita la conversión y el arrepentimiento, estimula la santidad, refuerza el valor de las pequeñas decisiones diarias, evita el casuismo y lleva a la moral del amor, ayuda a la educación moral, aúna el ejercicio de las virtudes en la caridad, facilita la paz y la serenidad en la entrega(Cf. A. Fernández, “Teología moral. I. Moral fundamental”, 516-518).

Ahora bien, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendorciertas corrientes teológicas han interpretado la “opción fundamental” de un modo demasiado trascendente e idealizado, como si el ofrecerse por entero a Dios haría que los actos singulares no tuvieran poder para romper la relación de amistad con Dios. De este modo, se infravalora la moralidad de las acciones concretas. Pero a pesar de que el cristiano haga una “opción fundamental” por Dios hay que tener en cuenta que, si bien es conveniente apostar por la primacía de la “opción fundamental”, dicha opción no elimina la entidad de los actos particulares. Los actos humanos concretos son los que forjan la personalidad, además es parte de la experiencia humana que la “opción fundamental” no es definitiva, puede ser modificada en los actos particulares. Por otra parte, la “opción fundamental” puede ser criterio de juicio moral, pero no es el único criterio. Y por último la “opción fundamental” tiene que ser explicita y corroborada en el día a día(Cf. A. Fernández, “Teología moral. I. Moral fundamental”, 518-521).

Pero una vez dicho lo anterior, toca ahora estudiar la moralidad de los actos humanos.

El objeto, el fin y las circunstancias del acto moral

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de conciencia, son calificables moralmente: son buenos o malos” (CEC 1769).

“La moralidad de los actos humanos depende:

del objeto elegido;

del fin o intención que se busca;

de las circunstancias de la acción.

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El objeto, la intención y las circunstancias forman las `fuentes´ o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos” (CEC 1750).

Frente a ciertas corrientes éticas la Encíclica Veritatis Splendor recordó que para que un acto sea moralmente bueno es necesario que sean buenas las tres fuentes.

El “objeto” es aquello a lo que la acción tiende de suyo y en lo que termina. El “objeto” de los actos humanos es el que marca la primera valoración moral de lo que se realiza. De este modo, un acto en sí mismo malo, como son los “absolutos morales” (no matar, no robar, no cometer adulterio, no mentir…) no cambia de calificación moral por muy buena que quiera ser la intención con que se realiza o, sean las que sean, las circunstancias que concurren. Recordemos el conocido aforismo de que “el fin no justifica los medios”:

“El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación- que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral” (CEC 1755).

Por tanto y resumiendo(Cf. A. Fernández, “Teología moral. I. Moral fundamental”, 528s):

a) La moralidad de una acción ha de contar con que el objeto del acto sea bueno.

b) De lo anterior se deduce que existen acciones en sí mismo malas.

c) Una acción mala por su objeto no se puede realizar aunque sea el fin bueno y las circunstancias la favorezcan.

d) Cuando el objeto de la acción es malo, no cambia la moralidad por las consecuencias buenas que puedan derivarse de ese acto malo en sí.

e) Objeto y fin están íntimamente relacionados en la acción del sujeto. De aquí que a veces fin y objeto deban considerarse conjuntamente.

El “fin” o la “intención” de la acción es lo que el sujeto pretende lograr en la acción. O sea, responde al ¿por qué se ejecuta la acción? Con la intención nos introducimos en la intimidad del sujeto.

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Del “fin” también se derivan unos principios morales(Cf. A. Fernández, “Teología moral. I. Moral fundamental”, 529s):

a) Las acciones que son rectas deben proponerse un fin bueno.

b) Un acto humano, indiferente por su objeto, puede ser bueno o malo en razón de del fin que se proponga el sujeto.

c) El fin puede aumentar la bondad o la malicia de un acto que tenía ya especificada su moralidad por su “objeto”.

Las circunstancias son los diversos aconteceres, accidentes o elementos que rodean al acto. Responden a las siguientes preguntas: ¿quién obra?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿a quién?, ¿qué medios?, ¿cuán a menudo?, ¿qué cantidad?, u otras parecidas.

De las “circunstancias” también se deducen una serie de criterios para la valoración moral de los actos(Cf. A. Fernández, “Teología moral. I. Moral fundamental”, 530-533):

a) Solamente influyen en la valoración moral las circunstancias que se relacionan con el orden moral de lo que se juzga.

b) Algunas circunstancias cambian la especie moral de la acción. Por ejemplo: el adulterio especifica una conducta desordenada sexual.

c) Algunas circunstancias pueden cambiar la especie moral teológica del pecado convirtiéndolo de leve en grave, o al contrario. Por ejemplo el robo por la cantidad robada.

d) No cambian la moralidad de un acto que en sí mismo sea malo.

e) La gravedad de una circunstancia depende de su relación con el objeto y el fin de la acción.

La conciencia y su formación

La vida cristiana se puede contemplar como una respuesta del hombre a la llamada que recibe de parte de Dios para entrar en su intimidad; una vocación que en Cristo se convierte en un seguimiento a planificarse como “hijos de Dios” bajo la acción del Espíritu Santo, la cual va haciendo posible que el creyente vaya descubriendo la voluntad de Dios para cada uno. Esta relación que se establece entre el Dios trino y el cristiano tiene un centro neurálgico, el santuario de la conciencia de cada uno. Como nos decía Juan Pablo II, la

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conciencia es el “testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran en la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma” (VS 58).

El término conciencia traduce el termino latino conscientia (cum-scientia) que viene a significar “conocer conjunto”, “saber con”. Es decir, conocer en conjunto los primeros principios morales universales de la ley natural y su aplicación en la vida cotidiana en las circunstancias concretas de cada acción. En otro sentido, la conciencia nos capacitaría para “saber con” Dios y el prójimo, es decir, cada uno de nosotros sería capaz de darse cuenta de su realidad más íntima en confrontación y en relación con Dios y los demás sujetos morales.

El Catecismo de la Iglesia Católica define del siguiente modo la conciencia:

“La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho” (CEC 1778).

Por tanto, la conciencia es un “acto intelectual por el que una persona advierte la moralidad de sus intenciones, de sus decisiones y de sus acciones, juzgándolas de acuerdo con los conocimientos morales poseídos. Es un juicio personal, referido a los propios actos, o también a los actos ajenos cuando mi responsabilidad moral queda de algún modo involucrada”(A. Rodríguez, “Ética General”, 288).

De las definiciones anteriores se sigue que la conciencia es una expresión de la persona desde lo más íntimo de su ser, un juicio práctico sobre la moralidad de los actos humanos y al ser santuario de cada uno es “norma interiorizada de moralidad”(E. Alburquerque, “Curso básico de moral”, 39).

Esta última característica de ser norma de conducta moral implica una responsabilidad. La conciencia es regla moral en cuanto que es expresión de la recta razón. Es decir, la conciencia no es la fuente exclusiva de moralidad, puede existir una conciencia errónea, y aquí es donde entra la necesidad de formar la conciencia:

“La conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y

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condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano” (DeV 43).

En el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos las siguientes características de la conciencia

La conciencia exige interioridad, aprender a escuchar, a reflexionar y a realizar examen de la propia vida (CEC 1779).

“La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral” (CEC 1780).

Gracias a la conciencia es posible que llamemos a una persona responsable de sus actos.

La conciencia personal es un santuario de manera que el hombre tiene derecho de actuar en conciencia y en libertad: “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa (DH 3)” (DEC 1782).

Pero del punto anterior se deduce que la conciencia debe ser formada y educada, así como del derecho de toda persona a su “libertad religiosa”.

En otro orden de cosas, y atendiendo al estilo de sociedad imperante en la actualidad, podemos trascribir lo que ha escrito el profesor Bartholomew Kiely:

“Cuanto más nos acercamos a un concepto individualista y subjetivista de la conciencia (VS 4, 32), falto de conexión con la verdad, tanto más nos acercamos a la situación descrita por MacIntyre hace más de doce años, `... en un alto grado, la gente en este momento opina, habla y actúa como si el emotivismo fuera verdad, sin que importe cual sea su punto de vista teórico confesado. El emotivismo ha informado nuestra cultura, [mientras] el emotivismo es la doctrina que sostiene que todos los juicios de valor –y, más específicamente, todos los juicios morales- no son más que la expresión de preferencias, expresión de actitudes y sentimientos, en tanto en cuanto son de carácter moral o valorativo´. El emotivismo conduce inevitablemente a tentativas de manipulación recíproca, en las que cada uno busca imponer sus propias preferencias”(B. Kiely, “La `VeritatisSplendor´ y la moralidad personal”, en G. Del Pozo (dir.) Comentarios a la VeritatisSplendor, 728s).

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Como conclusión de este apartado queremos citar el punto que el Vaticano II dedica a la conciencia humana, sus palabras nos sirven a modo de resumen:

“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS 16).

La libertad humana

(Cf. R. A. Pardo, “La libertad en las libertades”, en E. Bueno-R. Calvo (Dirs.), “¡Abba! Enciclopedia del Cristianismo Contemporáneo en España y Latinoamérica. Testigos. Biblia. Historia de la Iglesia. Corrientes. Pueblos de la Tierra”, 852-856)

Ciertamente, la noción de libertad ha sido y sigue siendo utilizada y comprendida de muchas formas. Ha sido usada de muchos modos pero la mejor forma de superar esta dificultad consiste en comenzar por reconocer esta diversidad. La libertad es un concepto complejo que muchas veces pertenece más al mundo de la conquista que de lo dado: así entendida, la libertad es un valor que hay que conseguir y, en este sentido, la libertad se presenta como liberación socio-histórica o como liberación personal; pero también la libertad se comprende como propiedad que se posee y entonces es una característica de la voluntad humana o como algo de lo más constitutivo del ser humano, entonces la libertad ya no sólo es algo que se tiene sino que se es. También es conocida la

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clasificación de las cuatro libertades que proclamó en su conocido discurso del 6 de enero de 1941 el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, para él: el mundo debía proteger y fundarse en la libertad de palabra o expresión de ideas, en la de culto religioso, en la de poder trabajar para no tener penuria y en la libertad que da la paz, contra el miedo que produce la amenaza de la guerra.

Se suele dividir la libertad en “libertad de”,“libertad para” y “libre arbitrio”.“Libertad de”cualquier realidad que me determine o que me produzca dependencia (denominación negativa de la libertad como la describió Isaiah Berlin). “Libertad para” realizar algo por sí mismo, de crear, de actuar… (denominación positiva de la libertad). “Libre arbitrio”o libertad de elección, que se distingue de la capacidad de hacer algo por sí mismo –libertad para- ya que hay situaciones en las que aunque parece que hacemos algo por nuestra libertad de elección, no tenemos capacidad de no hacerlo, puede haber acciones voluntarias pero no libres.

El teólogo Adolphe Gesché señala tres sentidos no cristianos de la libertad: lalibertad como conquista que a lo largo de la historia tiene diversas variantes como lalibertad moral, política, de conciencia, económica, individual, social e interior; lalibertad como esenciaentendida como algo ontológico del hombre, pertenece a su definición, el hombre es un ser libre y esto le distingue de otras instancias del cosmos; la libertad de existencia, en este sentido, el hombre es “un ser para la libertad”, el hombre debe hacer que la libertad exista, debe realizarse, en este sentido se recuerda que el hombre se hace a sí mismo.

Los autores norteamericanos Germain Grisez y Russell Shaw señalan seis modos distintos de predicar la libertad: la libertad físicaque es la ausencia de coerción física; la libertad de hacer lo que nos da la ganaque significa hacer lo que se desea sin limitaciones sociales;la libertad idealque es la libertad de actuar según un ideal determinado, lógicamente no todos los ideales son igualmente lícitos; la libertad creativaes la que se produce cuando salimos de la rutina y nos encaminamos a la acción de algo nuevo; la libertad políticaque se puede entender como la libertad de las comunidades, incluso para la revolución y la lucha por la independencia y, por supuesto, la libertad de participar los ciudadanos en el gobierno de la comunidad; la libertad como autodeterminaciónes la que hace referencia a tenerse uno en sus propias manos, es la autodeterminación del “yo” mediante las propias elecciones.

Nosotros seguiremos la clasificación que de la libertad acoge Jorge Vicente Arregui -procedente de la clasificación clásica realizada por el filósofo español Millán Puelles- según la cual se distinguen cuatro clases de libertades: la libertad fundamental, entendida como apertura del hombre a la realidad; el

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libre albedríocomo capacidad de autoderterminación y elección; la libertad moralque es la libertad que el hombre consigue con el ejercicio de la anterior, autodominándose y autoposeyéndose en vistas a su crecimiento personal; y la libertad políticaque es la libertad que se da a sí misma la comunidad política. Detengámonos un poco en cada una de ellas, añadiendo al final una reflexión sobre el modo en que se toma conciencia de la libertad cristiana, las relaciones entre la libertad divina y la del ser humano.

La libertad fundamental

Es la libertad del ser humano en cuanto que éste está abierto a la realidad. El hombre en su conciencia no sólo se siente rodeado por un mero perimundo, sino por un mundo que va más allá de lo meramente experimentado, ya que su intelecto y voluntad no se quedan anclados en lo real, su ámbito es mayor, el hombre es un ser creativo porque incluso lo que no existe puede ser pensado y querido.

Dicho con palabras de Aristóteles, “se dice de un ser que es libre cuando es causa de sí mismo” y “es libre el hombre que se tiene a sí mismo por último fin de su obrar y no depende de otro”

La libertad de elección. El problema del determinismo

En cuanto que abierta al mundo, la razón tiene como objeto la bondad, es decir el bien en cuanto bien. Pero en este mundo todo ser se nos presenta como limitado, ningún ser es experimentado como el bien en sí mismo. Por eso, la voluntad no queda determinada, como explicaba Santo Tomás de Aquino, la voluntad no se dispara necesariamente ante un bien finito. Esta indeterminación origina la dinámica propia de nuestra razón práctica y, por tanto, todo lo que tiene que ver con la dimensión psicológica e íntima de la acción humana y esta última con todo su proceso de deliberación. Esta autodeterminación de la voluntad desde dentro de sí misma es la que se llama libertad psicológica o libre albedrío. Si la libertad fundamental es “poseerse en el origen” ahora describimos la acción libre como acción de la persona libre, que se posee, donde cabe que dé más de sí, creando novedades y construyéndose con sus elecciones desde el centro de sí misma.

Aquí se debe hacer una mención al problema del determinismo. Partimos del hecho de que libertad y determinismo son incompatibles. Para el determinismo nuestros actos son consecuencia de las leyes naturales y de acontecimientos

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pasados. Históricamente el determinismo se ha presentado de muchas maneras: determinismo físico, causalidad trascendental divina, procesos biopsicológicos, socioculturales y más en nuestros días genéticos. Los determinismos teológicos y físicos no tienen en la actualidad más que un interés fundamentalmente académico, por su parte, los determinismos biológicos, psicológicos y socioculturales nos son ahora mucho más cercanos, frente a ellos recogemos unas palabras esclarecedoras de J. V. Arregui:

“La existencia de regularidades y leyes psicológicas y sociales no implican la carencia de libertad porque del mismo modo que el sujeto puede usar según sus propias intenciones la leyes de la mecánica puede hacerlo con las leyes psicológicas y sociales. El hombre puede utilizar su temperamento y su educación, y las leyes que regulan uno y otro, como medios para alcanzar los fines que se propone”(J. V. Arregui – J. Choza, “Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad”, 405).

Ciertamente, las ciencias humanas han mostrado hasta que punto dependemos del código genético, del sistema nervioso y de los sistemas complejos que condicionan nuestro aprendizaje, pero el hombre no tiene las manos atadas por lo que constituye la síntesis pasiva procedente de sus tendencias, deseos, creencias y sistemas de valoración, más bien, todo ello es un material a partir del cual el hombre forja su vida.

La libertad: cualidad del ser humano en cuanto que responsable

En la medida que el ser humano es libre, es responsable y por tanto es un ser moral, llamado a desplegar lo mejor de la dignidad que le es propia ejerciendo su libertad e incrementándola. Así nos lo recuerda el Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia católica:

“La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso o de la mera coacción interna” (GS 17).

“La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración de la verdad y la bondad”. (CCE 1735).

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Es en este nivel de libertad donde aparece con fuerza el riesgo ante las elecciones realizadas, aquí se da la experiencia del mal y de la culpa, y aparece en juego otra dimensión de la libertad, ya no de crear sino de recrear, de volver a hacer nuevo lo que se hizo mal y por tanto aparece la categoría del arrepentimiento.

La libertad política. Biopolítica

En primer lugar aquí se toma la libertad en cuanto que autonomía e independencia de una comunidad de poder regir su destino. Y en segundo lugar, como don que se recibe y se entrega por parte de los ciudadanos en una colectividad. Ya que como certeramente ha mostrado Jesús de Garay, una libertad solitaria no existe, más bien lo que existe son libertades, ya que una sola libertad no es autosuficiente. Lo contrario de esa libertad es la experiencia de miseria, en la que el ciudadano no puede crecer dentro de la sociedad civil.

Aquí entran en juego la armonía entre la libertad y la seguridad social, así como los principios y valores que tantas veces ha proclamado Doctrina Social de la Iglesia: el bien común, el destino universal de los bienes, la subsidiaridad, la solidaridad, la participación, la verdad, la libertad, la tolerancia, la justicia y la caridad. Especial relevancia tiene ahora el desarrollo de la Biopolítica, en aras de que se desarrolle una política en la que esté salvaguardada la libertad de todos los seres humanos, con una forma de entender la vida y la libertad que se debe concretizar en una biopolítica que sea ya no sobre la vida sino de la vida en sí misma considerada y, por tanto, sin recortes en razón de sexo, religión, situación económica, raza, tamaño o productividad.

La libertad política consiste en que “sea permitido a cada persona ser sí misma y trascender, crear, desplegar su fuerza erótico-poiética en el ámbito público de la colectividad”(J. V. Arregui – J. Choza, “Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad”, 415). Por eso, es conveniente hacer notar que nuestras sociedades democráticas no se pueden quedar en instituciones formalmente constituidas sino que en ellas se posibilite escuchar las opiniones diferentes de los distintos sectores de la sociedad civil.

La libertad cristiana

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El teólogo A. Gesché describió la libertad cristiana como creación(Cf. A. Gesché, “El sentido”, 29-58). En este sentido, la libertad es algo propio del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26), el hombre no ha tenido que arrebatar la libertad como en los antiguos mitos, sino que le pertenece por ser creado libre. Además, la libertad es una vocación, porque “vosotros habéis sido llamados a la libertad” (Gál 5, 13). Por tanto, la libertad es un don, el hombre no sólo ha sido creado sino que ha sido creado como creador, el hombre no tiene un destino trazado por Dios, su vida no es un dictado de Dios que él va copiando. De aquí que la libertad del hombre sea una dinámica, no algo estático, el hombre se encuentra invitado a participar en el designio creador y redentor de Dios. Pero esa libertad sufrió el accidente del pecado; hemos dicho un accidente, ya que podía haber sido de otro modo, y a partir de ese momento la libertad se descubre también como reconquista. En este cuadro que hemos descrito, Dios es el garante de esa libertad que debe ser liberada sin cesar. Por eso, la libertad es una libertad agrandada en Dios, recordando al poeta alemán Hölderling: “Dios crea el mundo como el mar crea la playa: retirándose”, dejando sitio para el hombre. Pero también es una libertad ética ya que el hombre descubre en el rostro del otro ser humano la misma imagen de Dios que les hermana. Y es, por último, una libertad que nos capacita, porque Dios “encuentra su placer en ti” (Is 62, 4).

El pecado. Un accidente a superar

En el apartado anterior hemos dicho que el pecado es un accidente en los planes de Dios. Ciertamente, el concepto de pecado es un concepto teológico, pero lógicamente encuentra sus raíces en la posibilidad de que el hombre cometa un error en su crecimiento en cuanto persona. Es típico recordar que el pecado, y el error moral, implica una ruptura con Dios, con los demás hermanos, con la naturaleza y con uno mismo. Como podemos darnos cuenta, estamos evocando las cuatro relaciones de las que hablábamos al principio de este tema y que constituían el crecimiento del sujeto moral como persona. De tal modo que en la relación con “lo otro” (naturaleza, cosas…) el pecado significa caer en la esclavitud, en vez de mantener el señorío que le corresponde al ser humano. En relación con “los otros” (los demás seres humanos”, el pecado implica dejar los lazos de fraternidad por el paradigma de la competencia y rivalidad. En cuanto a su referencia a “lo absolutamente Otro” (Dios), se deja la referencia filial por la búsqueda egoísta de la propia salvación, lo que implica la búsqueda e implantación de nuevos ídolos. En resumen, el pecado lleva como consecuencia la esclavitud, la insolidaridad y la impiedad.

En nuestras páginas no vamos a adentrarnos en la realidad y el significado del “pecado original”, esto entra dentro de la explicación que debe dar la antropología teológica, aunque, obviamente, las consecuencias del pecado

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original determinan nuestras tendencias y posibles elecciones éticas. Es aquí donde quisiéramos volver a repetir que el pecado original implica que el hombre está herido en su naturaleza y que si bien el bautismo nos limpia de la entidad del error original, no menos cierto que sus consecuencias, expresadas en nuestra inclinación a realizar el mal, siguen presentes; ahora bien, eso no quiere decir que estemos corrompidos por el pecado, sino más bien que el pecado original es un accidente y esto tiene como consecuencia que aunque “la libertad es frágil, debemos reconocerlo; pero no es impotente, sepámoslo bien. Más aún, ella es capaz (con la gracia de Dios, según Pascal) de retomar su camino a partir de la debilidad (Sartre, `los caminos de la libertad´)”(J. R. Flecha, “Moral Fundamental. La vida según el Espíritu”, 49).

Pero adentrémonos en la noción de pecado personal. San Agustín nos dejó una definición sintética del pecado: “el pecado es un rechazo de Dios y una vuelta a las criaturas”. Sigue él describiendo la categoría de pecado con los siguientes términos: “Todos los pecados se reducen a una sola realidad, que quien los comete se separa de las cosas divinas, que son las estables de verdad, y se vuelve a las que son mudables e inciertas”(San Agustín, “De libero arbitrio”, 1, 16, 35: PL 32, 1240). San Agustín nos ofrece otra definición: “hacer, decir o desear algo contra la ley eterna de Dios”(San Agustín, “Contra FaustusManichaeus”, 22, 27: PL 42, 418).

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia dice:

“El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es falta de amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de su apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como `una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna´” (CEC 1849).

El pecado recorre toda la historia desde el pecado original. Pero si grande es el pecado más es el misterio de la gracia y la salvación realizada por Jesucristo que es “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

La tradición de la Iglesia ha distinguido dos clases de pecados personales: el pecado venial y el pecado mortal que rompe nuestra relación con Dios y, por tanto, en éste es donde se encuentra la razón de pecado de modo perfecto:

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“El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque ofende y la hiere”. (CEC 1855).

Se comete pecado mortal cuando se vulnera la ley de Dios en materia grave (o con actos que no admiten parvedad de materia porque son malo “ex tote genere suo” “en todas sus manifestaciones”) con plena advertencia y perfecto conocimiento de la voluntad. El perdón de los pecados mortales requiere la celebración del sacramento de la Penitencia (CEC 1856-1859).

Más adelante, el Catecismo nos habla del pecado venial y nos dice:

“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento. El pecado venial debilita la caridad; entraña un aspecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral;(…). El pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios” (CEC 1862s.).

Ciertamente el pecado es algo directamente personal, así nos lo recordaba Juan Pablo II

“El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o comunidad” (RP 16).

Sin embargo, no podemos olvidar -como contrapunto- que el mismo Magisterio se ha hecho eco de la dimensión social del pecado, a propósito del llamado “pecado social”:

“Así se considera como social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones entre persona y persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y la persona. Es social todo pecado contra el bien común y contra sus exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y deberes de los ciudadanos. En fin, es social el

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pecado que se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas” (CDSI 118).

Del siguiente modo establece el Catecismo de la Iglesia Católica la responsabilidad personal del pecado y sus consecuencias relacionales y sociales:

“El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos: -participando directa y voluntariamente; -ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; -no revelándonos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; -protegiendo a los que hacen el mal. Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina, Las `estructuras de pecado´ son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen el `pecado social´” (CEC 1868s.).

Las “estructuras de pecado” son generadas por los pecados personales y a su vez estas “estructuras de pecado” mantienen el contexto social que promueve y facilita el pecado personal.

Pero si hemos dicho que el pecado es un accidente es claro que entonces no tiene la última palabra. Con las siguientes palabras de salvación comienza el Catecismo de la Iglesia Católica el estudio de la categoría de pecado:

“El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (Cf. Lc 15). El ángel anuncia a José: `Tú le pondrás por nombre Jesús, porque el salvará a su pueblo de sus pecados´(Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: `Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos par remisión de los pecados´(Mt 26, 28)” (CEC 1846).

El mal del pecado tiene en Cristo Jesús una solución, si abundante fue el pecado más grande fue la gracia, y los seguidores de Jesús -que nos reconocemos pecadores- también sabemos de la necesidad y de la posibilidad de la conversión. Por eso, la Iglesia entera está comprometida en su misión en anunciar la conversión y la reconciliación. Del mismo modo que el encuentro con Cristo de Zaqueo o de la samaritana les cambia y les compromete a una

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nueva vida los seguidores de Jesús nos encontramos con él en el sacramento de la Penitencia para descubrir el amor y el perdón de Dios, así como la gracia y la reconciliación, y comprometernos a una renovación en nuestra vida dirigida hacia el Bien.

La moral de Jesús: El mandamiento del amor, las bienaventuranzas y la misericordia de Dios, la llamada a la santidad

Jesús nos dijo que no había venido a abolir la Ley y los profetas sino a conducirlos a su cumplimiento: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Jn 5, 17).

En los apartados siguientes queremos adentrarnos en la características de esta consumación que Jesús trajo a la Antigua Ley, legándonos una Nueva Alianza.

El mandamiento del amor. La regla de oro del cristiano

De todos es conocida la llamada “regla de oro” de todas las éticas. Puede expresarse de forma negativa: “No hagas a los demás lo que no quieras que ellos hagan contigo”. Y podemos también formularla de modo positivo: “Haz a los demás lo que quieres que ellos hagan contigo”.

En el Antiguo Testamento también encontramos está norma universal: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18).

Jesucristo también asumirá este primer principio ético (Mc 12, 28-34). Pero, en el contexto de la última cena, introducirá un cambio significativo (Jn 15, 9-17). Ahora la referencia ya no es el amor a uno mismo sino al Padre y a la misma persona de Cristo.

a) La primera referencia nos habla de la filiación del Hijo: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,10).

b) La segunda referencia nos lleva a Él mismo: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12; Jn 13,34-35). El verdadero modelo del amor a los demás ya no lo encontramos en nosotros mismos, sino en el Señor y Maestro que ha dado la

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vida por nosotros y que nos invita a amar incluso a nuestros enemigos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13); “Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5, 44).

Es importante el “como” en los textos de Jn 15. Como hemos visto, por dos veces se repite esa partícula de comparación. Somos invitados a amar al Padre y a los demás como Jesús ama al Padre y como nos ama a nosotros.

Con el “mandamiento nuevo” no es que la ética cristiana pase a ser una mera ética superior, sino que nos relaciona con la novedad de Jesucristo, “la Nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo (S. Th., I-II, q. 106ª, a. 1)”(Cf. Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, 78-83). Así lo expresaba Benedicto XVI:

“El ethos no es negado, sino que es liberado solamente de la apretura del moralismo y colocado en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios: así el ethos llega a ser verdaderamente él mismo”(Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Del Bautismo en el Jordán a la transfiguración”, 90).

Si ahora la vida ética según el Espíritu se entiende como un don, se comprende que la vida cristiana sea un “don” al que corresponde una “tarea”: “ser cristiano es ante todo un don, pero luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica ese don”(Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, 83).

Las bienaventuranzas. Las felicitaciones de Jesús

Además del mandamiento del amor, la novedad ética de Cristo está expresada en el conocido “Sermón de la Montaña” y, dentro de él, en las conocidas bienaventuranzas que proclama Jesús (Mt 5, 3-10; Lc 6, 20). Como ha señalado la Pontificia Comisión Bíblica, las bienaventuranzas nos trasmiten “una serie de virtudes o actitudes fundamentales”(Pontificia Comisión Bíblica, “Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano” (11-V-2008), 47).

Las bienaventuranzas no se pueden separar para su interpretación de todo el discurso de la montaña, en el trasfondo de las solemnes palabras de Jesús se encuentra el Decálogo y se presenta todo un proyecto de vida moral. Junto a la sencillez de forma del “Sermón de la montaña”, éste fue pronunciado por

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Jesucristo con una gran solemnidad y manifiesta la radicalidad a la que están llamados sus discípulos:

“En él se nos recuerdan los valores perennes de la antigua ley y de los profetas y se nos invita a llevarlos a su cumplimiento, es decir a una perfección que resulta impensable para los seguidores de la antigua ley. Los seguidores de Jesús han de aceptar como válidos los ideales éticos y ascéticos de la antigua Ley, pero han de vivirlos con radicalidad”(J. R. Flecha, “Bienaventuranzas, camino de felicidad”, 35s).

Las bienaventuranzas son el pórtico de tan solemne discurso, y algunos las han llamado la “Carta Magna” del cristiano. Si ya San Agustín se había dado cuenta que “si alguno con fe y seriedad examinara el discurso que Nuestro Señor Jesucristo pronunció en la montaña, como lo leemos en el evangelio de San Mateo, considero que encontraría la forma definitiva de vida cristiana, en lo que se refiere a una recta moralidad”(San Agustín, “De sermone Domini in monte”, I, 1: PL 34, 1229), no menos cierto es las bienaventuranzas concentran el mensaje evangélico de tal modo que en palabras de San Pedro Poveda, “las bienaventuranzas son el mejor resumen del Evangelio, el más firme sostén de nuestra fortaleza en la lucha por el cielo y la más perfecta regla de vida. Son el alma de la fe, de la esperanza y de la caridad”.

Las bienaventuranzas son las felicitaciones de Jesús, y antes que un planteamiento ético son la revelación de ¿quién es Dios?, ¿cómo piensa?, ¿qué es lo que verdaderamente es importante para Dios?

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

“Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y la recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (CEC 1717).

Las bienaventuranzas son “consuelo” ya que todos hemos sufrido, llorado, necesitado paz, etc., y con ellas nos sabemos mirados y amados por Dios. Pero también son “responsabilidad”, yaque, en reciprocidad, nosotrosestamos

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llamados a enjugar las lágrimas de los que lloran, a ser pacificadores, a luchar por la justicia, a ser testigos de Jesús…

Las bienaventuranzas son una llamada a la conciencia de toda la comunidad cristiana. Y son válidas para todos los tiempos. El profesor José Román Flecha, inspirándose en las ocho bienaventuranzas, recoge esta tarea de la comunidad cristiana para los tiempos actuales, aunque él la refería directamente a la familia cristiana:

o Ante una sociedad que supervalora la capacidad adquisitiva: la comunidad cristiana enseña a compartir con los necesitados, a vivir la búsqueda de lo esencial, a valorar el ser sobre el tener.

o Ante una sociedad que glorifica la agresividad en la política y en los negocios: la comunidad cristina deberá preguntarse hasta qué punto está dispuesta a acercarse a los agredidos y educa para la no-violencia activa y comprometida.

o Ante una sociedad que trabaja para holgar y la búsqueda de la diversión por sí misma: la comunidad cristiana deberá estar dispuesta a enjugar las lágrimas y a saber recorrer los caminos y las lecciones de la cruz de cada día.

o Ante una sociedad que ansía el hartazgo y la satisfacción: la comunidad cristiana tendrá que preguntarse por dónde se encuentra el rostro del hambriento y del sediento y a mantenerse en la búsqueda y en el inconformismo de los insatisfechos e inquietos.

o Ante una sociedad que se evade de las necesidades ajenas y que busca disculpas para huir del lamento de los hombres: la comunidad cristiana entenderá como deber ineludible el tender la mano de modo compasivo a los que se encuentran tumbados y caídos a la vera del camino.

o Ante una sociedad que institucionaliza la mentira, el fingimiento y el cinismo de los poderosos: la comunidad cristiana se adiestrará para educar mentes que busquen la verdad, la única que nos hace libres y sin un precio.

o Ante una sociedad que convierte la guerra en el máximo negocio: la comunidad cristiana luchará para que crear espacios de reconciliación, tendiendo a ser una verdadera escuela donde se formen los soñadores de la concordia y luchadores de la paz.

o Ante una sociedad que condecora a los arribistas y convierte la tolerancia en ventajismo mientras se venden los ideales: la comunidad cristiana promocionará el sentido de fidelidad y de compromiso, sabedora de la importancia en educar caracteres y personalidades tenaces e invencibles, indomables y firmes hasta en la persecución.

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La misericordia

El teólogo Walter Kasper tiene una obra titulada “La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana”. El mismo título nos sitúa ante la importancia que tiene la misericordia entre las actitudes evangélicas. Después de habernos acercado a las bienaventuranzas podemos recordar la que dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).

Partiendo de una mirada secular la misericordia puede ser traducida por términos como solidaridad, voluntariado, compasión. Pero además, la misericordia tiene mucho que ver con la justicia. La atención a los Derechos Humanos nos recuerda que no basta con cubrir con obras de misericordia las necesidades de los más desfavorecidos, sino que hace falta cubrir los derechos que tienen por justicia. Pero actualmente también se ha descubierto la necesidad de que la justicia que se realice se haga con misericordia, es decir, con cariño y afecto.

Ahora bien, la misericordia cristiana en primer lugar es una cualidad de Dios que de un modo eminente es mostrada en Jesús de Nazaret. Especialmente en el evangelio de San Lucas descubrimos -en las palabras y obras de Cristo- la misericordia divina. Jesús revela la misericordia propia de Dios con los pobres, los enfermos, los pecadores, las viudas, los afligidos…

Resulta interesante evocar como Lucas nos trasmite el “sed perfectos” de Mateo (5, 48) como “sed misericordiosos” (Lc 6, 36). En el evangelio de Lucas Jesús proclama la bienaventuranza para los misericordiosos y nos narra las entrañables parábolas de la misericordia (la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo pródigo, Lc 15). En definitiva:

“En el contexto cristiano, la misericordia tiene una connotación más profunda, que la identifica primer lugar con el perdón ofrecido por Dios y, en consecuencia, con el perdón ofrecido por unas personas a otras”(J. R. Flecha, “Bienaventuranzas, camino de felicidad”, 125).

Desde esta clave de la misericordia es fácil verse interpelado por el conocido texto del “juicio final” de San Mateo, el cual nos está reclamando a los seguidores de Jesús que seamos misericordiosos, pero sin olvidar que la misericordia debe ir unida a la acción:

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“Entonces los justos le contestaran: `Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?´. Y el rey les dirá: `En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis”(Mt 25 37-40).

La llamada universal a la santidad de todos los miembros de la Iglesia

Desde una perspectiva de las virtudes la vida moral es un crecimiento personal y comunitario. El arte de la vida implica que cada uno de nosotros podemos lograr ser una “pieza maestra”. Es lo que lo que son los santos. Al comienzo, los cristianos se llamaban entre sí los santos. Sabían que eran pecadores, pero eran pecadores redimidos por Cristo. Santo Tomás tiene una idea dinámica de la santidad. Para este sabio, la santidad es un camino, un peregrinar, cada uno de nosotros crece en el amor por la gracia de Dios y por nuestra respuesta afirmativa a ese don divino que hemos recibido. A pesar de que nuestros pecados nos hacen retroceder, Dios no nos abandona y por medio de la conversión y la reconciliación -que encontramos a través de la Iglesia por los sacramentos- seguimos progresando en nuestro caminar.

Ciertamente el único Santo es Dios y de forma análoga todo los que llamamos santos: los que ya están unidos a Él y que ya han alcanzado su meta, y los que seguimos caminando intentando crecer en el amor de Dios. Curiosamente para Tomás de Aquino la vida en la gloria también será un continuo crecimiento en el amor, nuestras capacidades de amar se ensancharán tendiendo siempre hacia ese Amor inabarcable que es la esencia del Dios trino.

En ese sentido, el Concilio Vaticano II nos recordó la llamada universal a la santidad. Todos somos llamados a santidad, no es una excelencia monopolio de unos pocos espíritus selectos. Así se expresó el Concilio:

“Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre”(LG 11).

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“Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado”(LG 42).

Estamos ante la vocación a la santidad de todos los fieles cristianos. La santidad es la imitación de Jesucristo y el camino de la salvación eterna. La santidad se puede definir como la realización de la vocación a la unión con Dios, sin olvidar, que la santidad de los fieles dimana de la santidad de la Iglesia, que está unida permanentemente a Cristo como su esposa. Por ello podemos decir que los santos son los adornos de esta Iglesia como Esposa de Cristo.

En este camino de santidad, las virtudes se presentan como medios para alcanzar dicha santidad. Un aspecto del peregrinar cristiano es la lucha contra el mal, en este combate debemos destacar el papel de las virtudes cardinales, no por sí mismas, sino por el bien mismo. Lo que nos vuelve a recordar, frente al nominalismo reinante en la ética deontológica actual, que las normas morales no son buenas porque estén mandadas, sino que están mandadas porque son buenas. De tal modo, que el sujeto moral se hace bueno haciendo el bien. Lo que nos posibilita tender puentes entre las demás propuestas éticas. Sin olvidar que, a veces, a la conciencia del cristiano se le puede presentar como exigencia ética el máximo sacrificio del martirio.