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1 La Balserita Víctor Carvajal Ilustraciones de Carolina Schütte González

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La Balserita

Víctor Carvajal

Ilustraciones de Carolina Schütte González

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Dedicado a Constanza Corbinaud Castañeda.

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Alucinaciones

Tiara soñaba con Diego esa madrugada. Ella y su

compañero esperaban por una lancha que los

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trasladara hasta el embarcadero de la Escuela

Madre de la Divina Providencia. De pronto, la

niña vio ciertos destellos que se desplazaban en

medio de la bruma, como pequeños peces fuera del

agua, amenazando con regresar de un salto a su

mundo submarino.

Desde el muelle, ambos miraban en silencio

aquel paisaje de ensueño. Diego montaba su

espléndida bicicleta, pedaleando de un lado a otro,

como si la pasarela de madera no existiera. En

medio de la bruma, mecida por las olas, apareció

una imponente figura, cuando la neblina

comenzaba a dejarle un espacio de cielo al océano.

La niña se estremeció de la cabeza a los pies, como

si una brisa gélida la dominara, porque creyó haber

visto a su hermano.

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Tiara se volvió para mirar a Diego a los ojos,

porque en ellos se reflejaba mejor el color gris del

mar y del cielo. El rostro del muchacho hizo una

mueca de asombro y saltó como un resorte,

perturbado por la repentina reacción de su

compañera.

—¿Qué pasa? —balbuceó.

—No, nada —titubeó ella.

—¿Nos vienen a buscar? —preguntó

Diego.

Tiara permaneció expectante unos segundos ante

la sorprendente aparición que emergió de la nada:

mecida por las olas, flotaba la imponente piragua.

La nave se acercó. Ocho hombres la tripulaban.

Entre ellos se encontraba el abuelo de la niña y

Kiko, el hermano mayor de Tiara.

Ataviados con finas plumas multicolores, los

tripulantes de aquella embarcación maravillosa

detuvieron el acompasado movimiento de los

remos a escasos metros de la costa. Tiara buscó

refugio junto a Diego; temblaba de miedo.

—¡Eres una Miru! —saludaron—. Miembro de

nuestra estirpe real.

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—¿Quiénes son ustedes? —preguntó la niña,

volviéndose a ellos.

—Son los príncipes Ariki Paka y vienen por ti

—respondió el anciano.

—¡Qué bueno! —replicó Tiara, sin mayor

alegría—. Para que nos lleven a la escuela.

—Navegamos contra el tiempo —respondieron

apremiados los príncipes—. Es largo el viaje hasta

las costas del Poike.

—¿Y mi papito? —insistió la niña.

—El competirá en una prueba muy dura

—respondió el abuelo.

—¡Quiero ir a verlo!

—Tiara —se apresuró Kiko—, aborda tu pora y

rema hasta nuestra embarcación.

—¿Tengo que subirme a la balsa? —exclamó la

niña, al tiempo que miraba a su abuelo y a Diego,

mudo de asombro.

—Eres navegante, igual que nosotros

—respondieron los príncipes.

Mientras la niña intentaba separarse de su amigo

para obedecer las instrucciones que recibía,

impulsada por la misteriosa voluntad que la

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dominaba, se preguntó si Diego estaría dispuesto a

ir con ella.

—¿Vienes, Diego? —insistió.

El muchacho dudó. El abuelo y Kiko exigieron a

la niña que se apurara, que no había tiempo que

perder.

—No iré sin él —respondió Tiara.

—Que aborde la nave —ordenaron los príncipes.

—Vamos, Diego —dijo Tiara—. Monta de una

vez en tu bici y ven conmigo.

Al escuchar que Tiara mencionaba la bicicleta,

Diego, víctima de una fuerza misteriosa y con

sorprendente habilidad, comenzó a desplazarse

lentamente por el embarcadero, zigzagueando de

un lado a otro, a punto de perder el equilibrio,

avanzando hasta el agua. Eran saltos pequeños, con

una rueda primero y luego con la otra, logrados al

apretar y soltar los frenos. Parecía un caballo

desahogando su dicha; una extraña figura de goma

que rebotaba sobre el entablado resbaladizo. La

niña no hacía más que celebrar la habilidad de su

compañero.

Tiara contemplaba maravillada la destreza de

Diego. Ella corrió a los botes, junto a los cuales

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flotaba su Amiga Yara, la balsa de espuma plástica.

Acomodó su mochila, desató la amarra y de un

salto abordó decididamente la débil embarcación.

Arrodillada en la

—¿Y mi papito? —preguntó, mientras se

abrigaba con su chaleco de lana.

—Se embarcó temprano. Aquí no hay hombre

flojo, chica.

—¿Y el Kiko?

—Salió de pesca con su padre, hija.

Tiara fue a mirar por la ventana. Para su sorpresa,

la bruma se mantenía suspendida sobre el mar tal

como la viera en su sueño. En el embarcadero le

pareció distinguir a Diego, inmóvil frente al mar,

sosteniendo su bicicleta con ambas manos, como si

estuviera dispuesto a lanzarse al agua con ella.

Entonces, la niña recordó el sueño que había

tenido y regresó entusiasmada a la cocina. Vertió

leche caliente en un jarro enlozado y la endulzó

con azúcar. Se sentó a cubrir de margarina una

media rebanada de pan amasado recién sacado del

horno y apuró el desayuno. Mientras bebía el resto

de leche humeante, fue asaltada por una idea que

la hizo temblar de pies a cabeza: tal vez su madre

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deseaba que esa mañana se quedara en la casa, pues

era muy arriesgado navegar con tanta niebla. De

todos modos, la niña prefería no faltar a clases. En

la escuela, al menos, podía deambular por los

pasillos, aun cuando nadie la acompañara. Y frente

al profesor, siempre existía la posibilidad de alzar

la mano y ser tomada en cuenta.

Por fortuna, su madre estaba demasiado ocupada

en sus quehaceres como para preocuparse de la hija

del medio, la que al parecer a nadie importaba.

Pero si al menos regresara su padre o su hermano

de la pesca... ¿Se sentiría reconfortada?

—Mamá, tengo que ir a la escuela

—rogó.

—Hija —respondió después de un rato la madre,

afanada como estaba en el cuidado de sus hijos

pequeños—, no faltará quien la balsee.

Tiara se levantó de un salto de la mesa y volvió al

cuarto de baño. Cepilló con descuido sus dientes,

se enjuagó la boca con un potente sorbo de agua y

terminó de limpiarse los labios con un paño de

algodón, bordado con delicadas flores rojas y

amarillas.

—¡Chao, mamá! —gritó desde la

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puerta.

—Váyase como pueda, hija —respondió la

madre.

Con su uniforme azul, salió a la bruma de la

mañana. Saltando como una gaviota, siguió el

camino que señalaba la estrecha pasarela. Hasta

que descendió por la escalinata de madera que

conducía al muelle.

Tiara se aproximó a su compañero de escuela y le

ofreció la mejilla para aceptar un beso desganado y

tibio. De uno de sus bolsillos sacó la delgada cuerda

para el juego del kai-kai\ su entretención

predilecta, mientras esperaba el bote que los

balsearía hasta la caleta de la escuela.

—Anoche soñé contigo —dijo, sonriendo.

—¿Qué cosa, Huevito? —preguntó Diego, muy

serio.

Pero Tiara no respondió. Tensó el cordel entre

sus dedos entumecidos y con los pulgares y los

índices formó diversas figuras a medida que

cantaba:

Kia—kia; kia—kia;

tari rau kumara,

i te ehu—ehu;

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i te Papua—púa.

—¡Ya está la Pascuala con sus cosas extrañas!

—comentó Diego, en tono de burla.

—¡Pascuala! —remedó Tiara.

—¿No le dicen Pascual a tu padre? —insistió

Diego.

—¿Por qué no le dicen Huevito también?

—replicó la niña.

—Porque él no come huevos como tú lo hacías

cuando eras chica —prosiguió Diego—. En

cambio, él viene de Isla de Pascua como toda tu

familia.

—¡Picado!

—¿Por qué? —replicó Diego.

—Porque no entiendes mi canto.

—¿A quién le importa?

Golondrina de mar, golondrina;

traes ramitas de camote,

en la penumbra y en la suave neblina.

—¡Qué bonito! —se burló Diego.

—Como tu bicicleta —replicó Tiara, muy

molesta.

—¿Qué tiene mi bici?

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-—Es como el horno eléctrico que le trajeron a tu

mamá de Puerto Cisnes.

—¡Picada!

—¿De qué sirve?

—Bueno, pero ya lo usará cuando pongan el

nuevo generador de electricidad. —¿Y tú?

-¿Qué?

—¡Que quieres ser maestra cuando

grande!

—Si tu sueño es andar en bici —respondió

Tiara—, por estas pasarelas donde apenas cabe una

persona, yo sueño con ser directora, igual que la tía

Emilia.

—¡Directora! ¿Puedo reírme un rato?

—Puedes, pero no me gusta que se rían de mí.

En ese preciso momento se acercó a ellos la

mamá de Diego.

Por un instante guardaron silencio; a

regañadientes hicieron una tregua. En el fondo de

sus corazones abrigaban sentimientos de mutua

aprobación. Diego reconocía en Tiara cierta

delicadeza y sensibilidad, que la predisponía a

descubrir la magia de las cosas. Y ella admiraba la

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tenacidad del más cercano de sus compañeros, que

soñaba con ir a la escuela en bicicleta.

Pero, ¿cómo lo haría? En Puerto Gala, en la Isla

Toto, en el archipiélago de Los Chonos, no hay

calles para vehículos ni veredas para los peatones.

Los únicos medios de transporte motorizado que se

conocen son las lanchas y las pangas.

Las casas del poblado se apretaban unas con otras,

por la falta de espacio. Más rocas que tierra. Las

precarias construcciones se hicieron quitando

espacio a la piedra, a punta de pasarelas,

plataformas y palafitos. Los moradores debían

circular por estrechas veredas de madera que

permitían el acceso a cada vivienda. Más terreno

no había en aquellas rocas.

A falta de un sitio amplio, con instalaciones para

hacer ejercicios, el hermano de Tiara había tenido

la ocurrencia de utilizar las mismas embarcaciones

como plaza de juegos, inventando el modo de

trepar a los botes y transformar en columpio las

cuerdas tensadas que sujetaban las naves.

—Me la llevo —sugirió la mujer, mientras se

apoderaba de la bicicleta, haciendo que su hijo se

bajara de ella.

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—¡No, mamá! —rogó Diego—. Todavía no ha

venido nadie a buscarnos.

—¡Pero se hace tarde! —protestó la madre,

observando atentamente el muro de humedad

suspendida sobre el agua y que impedía ver el

horizonte más cercano.

Varias embarcaciones menores flotaban junto a

las rocas, sin remos ni chumaceras; sin esos

implementos era imposible bogar.

Y si esos niños hubiesen contado con ellos, sus

padres jamás les perdonarían maniobrar un bote

sin su consentimiento. También estaban las balsas

de espuma plástica que ellos utilizaban para jugar.

Era el envase que usaban los tripulantes del barco

que solía llegar de Puerto Montt a recoger la

merluza que pescaban los hombres de la caleta.

Esas cajas de plumavit eran llenadas de pescado

fresco, conservado con hielo en la bodega del

barco.

Tiara recordaba cuánto había costado cortar el

enorme trozo de espuma plástica, con el cuchillo

conseguido por su hermano Kiko en la cocina de la

casa. Los dos habían estado una tarde entera junto

a las rocas dándole forma de balsa al pedazo de

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espuma plástica. Luego, con el mismo cuchillo lo

ahuecaron, para lograr el mismo espacio interior

de un bote. En este caso se trataba de una balsa

para divertirse junto a la costa.

Después consiguieron una vara de madera de un

metro y medio de largo y le clavaron dos palmetas

en los extremos. Kiko hizo una demostración para

que Tiara aprendiera a utilizar el remo y luego se

dedicó a instruirla con gran paciencia. Había sido

el trabajo de varios días seguidos, en primavera,

cuando el tiempo se presenta mucho más propicio

para navegar.

Pero no sólo la usaron como entretención. Cierta

vez, cuando Kiko era todavía muy pequeño para

acompañar a su padre en la pesca, ataron la balsa

con una cuerda bastante larga, la echaron al agua y

la alejaron de la costa con el remo. Habían

instalado en ella el volantín manu—hakerere del

abuelo, con un buen anzuelo y una carnada que la

propia Tiara había conseguido para la ocasión.

Siguiendo la costumbre, Kiko ató el volantín a la

popa de la falsa embarcación y de la cola colgó una

lienza con un anzuelo en su extremo, que por su

peso se hundió en el mar, manteniéndose alejado

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del bote y a merced de los vaivenes del viento. Ese

día, como el padre de Tiara no había regresado y

en casa no había qué hacer de comida, los niños

Miru consiguieron una pesca maravillosa: tres

merluzas españolas, robustas y sabrosas.

Por aquellos días, la balsa de Tiara no tenía

nombre y la niña decidió bautizarla con el nombre

de alguien que le encantaría que regresara a la

caleta: Amiga Yara. A partir de entonces siempre

mantuvo viva la esperanza de un reencuentro.

—Aquí hay botes de sobra —comentó la madre

de Diego y miró intensamente a Tiara, como si de

la niña dependiera el traslado de su hijo—, lo que

falta es que alguien se haga responsable.

—Mi papá puede llegar en cualquier momento

—respondió la niña.

—¿Lo cree, niña? —replicó la mujer—. Pero, la

verdad sea dicha, nunca he visto a su padre cruzar

a la escuela.

—Mi hermano también nos balsearía. Pero desde

que se hizo persona se va todos los días con mi

papito.

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—Claro —insistió la madre de Diego—. Su

hermano tampoco se muere por llevarla a la

escuela.

Ninguna lancha surcaba las aguas a esa hora de la

mañana. Los catorce alumnos que venían de otras

caletas y que diariamente cruzaban con algún

apoderado a la escuela, al parecer, ya lo habían

hecho. Por lo tanto, no había ninguna posibilidad

de que una embarcación pasara a recoger a los

rezagados de Caleta Chica.

La niña observó atentamente el accidentado

montículo de rocas que se extendía a lo largo de la

costa y que la niebla se lo tragaba como si nada más

existiera en el mundo.

—¡Por ahí podríamos ir a la escuela! —exclamó.

—¿Nunca le han dicho que no debe aventurarse

por esas rocas?

Tiara enmudeció y Diego tragó saliva. Ambos

cruzaron miradas temiendo ser sorprendidos en un

secreto que no debía ser develado por ningún

motivo. En varias ocasiones se habían aventurado

por esas rocas, jugando a enfrentar riesgos y pasar

la prueba, sin consecuencias. Felizmente para

ambos, nunca tuvieron nada que lamentar.

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Incluso, cuando Tiara era muy niña, había seguido

los pasos aventureros de su hermano, precisamente

en esas rocas tan peligrosas.

—Mi mamá siempre lo hace —reconoció la niña,

suspirando y roja como un tomate—. También en

la escuela nos dicen. Pero en verdad no es tan

peligroso, porque cuando Kiko era pequeñito

caminaba por ahí y a veces me dejaba ir a la siga.

Un grupo de toninas cruzó saltando frente a los

ojos de Tiara. Buscaban afanosas una embarcación

para nadar delante de la proa, formando una trenza

de espuma, alegrando la travesía de marineros y

pescadores.

—¿Qué hacer? —se preguntó—. De algún modo

hemos de llegar a la escuela.

El suave oleaje golpeaba porfiadamente en los

pies de Tiara, como si no tuviera ninguna urgencia.

—¡Oh, dulces olas! —suspiró.

Pero las olas tal vez son sordas y sólo nos hablan

con esa monotonía tan propia porque abandonaron

la escuela antes de aprender lo que debían.

—Lo que hace falta es una buena pasarela

—comentó la mujer—. Estos hombres, tan poco

prácticos para todo. Se preocuparon de hacer

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instalaciones de radio y olvidaron lo más

necesario.

Tiara observó los techos de las casas, levantadas

sobre las rocas, entre el espeso bosque y el mar. Las

antenas eran variadas y curiosas. Los hombres las

habían construido de alambre, estirando de los

ganchos para colgar chaquetas y pantalones; había

antenas con tapas de olla, con fondos de latón

recortado de aquellos tambores que alguna vez

fueron recipientes de aceite o de petróleo. Los

cables eléctricos que las conectaban parecían

mantenerlas atadas a las techumbres, evitando que

la ventisca las arrastrara cual cometas de los

confines.

La niña se sentó a esperar en la única roca sin

humedad, muy cerca del agua. Diego fue a sentarse

junto a ella.

—¿De verdad soñaste conmigo, Hue-

vito?

—La pura verdad —respondió ella.

—¿Y qué sueño fue ése?

—Mi abuelo y mi hermano vinieron a buscarnos,

para irnos en la nave de los príncipes, pero no

hubo forma de que te bajaras de tu bici —habló

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bien bajito, para que la madre de Diego no los

escuchara.

—¿Tu abuelo? —preguntó Diego, muy

sorprendido—. Ya está otra vez la Pascuala

diciendo tonteras.

—Podías flotar como una canoa —respondió ella.

—¿Estás loca?

—Hasta le puso nombre: vaka—ama.

—¡Qué suerte, hijo! —interrumpió la madre de

Diego—. Una lancha se acerca.

—¡Debe ser la vaka-poe—poe de mi papito!

—exclamó Tiara y se levantó llena de entusiasmo.

Se acercó a la orilla del pequeño embarcadero para

escuchar mejor la monotonía del motor fuera de

borda.

—Pero no es el lanchón de su padre, niña

—comentó satisfecha la madre de Diego—. Es el

de mi marido.

—¿Eso fue lo que soñaste, Huevito? —insistió

Diego, acercándose a la niña y tironeando una de

las mangas de su gruesa parka de invierno.

—Eso —musitó ella, triste y pensativa.

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El dilema

—¿Cómo estuvo la pesca, Anselmo?

—Escasa —respondió el padre de Diego, al

tiempo que su compañero de faenas comenzaba a

desembarcar unas cuantas cajas de espuma plástica

repletas de merluzas.

—¡Qué bueno que llegas a tiempo, viejo!

—comentó ella.

—¿Podemos subir, papá? —preguntó

el niño.

—Terminamos de descargar y nos vamos

—respondió el hombre.

Tiara y Diego abordaron la embarcación. El

lanchero aceleró el motor fuera de borda y el bote

se sacudió como en una tormenta. Tiara se aferró al

borde de la lancha y vio como sus zapatones se

hundían en el agua en el piso de madera. Tiara

buscó con la mirada el tarro para achicar el agua

del bote.

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La madre de Diego, después de mantener alzado

el brazo en señal de despedida,

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regresó al caserío. Tiara se quedó un largo rato

observando la bicicleta que la mujer se esforzaba

en mantener aferrada a su cintura, compartiendo

el caminar pausado y sin prisa. Las ruedas giraban

como medusas de plata, lanzando fríos destellos

con sus incontables rayos.

El agua salpicaba el borde de la embarcación y la

niña debió abrigar sus manos entumecidas.

Contempló entusiasmada la estela de espuma que

dejaba la trayectoria del bote y recordó la bicicleta

que en sueños había inventado su abuelo.

Tiara y Diego fueron los últimos en llegar a

clases. Sus compañeros ya estaban formados en el

patio, esperando el toque de la campana para

ingresar a la sala. Frente a ellos, observando cada

detalle, el pequeño grupo de docentes y auxiliares

se parapetaba bajo el alero del corredor techado de

la construcción de madera.

La directora consultó su reloj y asintió con la

cabeza. El profesor, que la observaba de muy cerca,

se dirigió a la campana y tiró de la cuerda. Tres

sones retumbaron en las paredes del edificio y en

la corteza de los árboles cercanos, que

apretadamente cubrían laderas y cerros. Los 23

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alumnos ingresaron a la sala de clases, seguidos por

su profesor, mientras la directora se dirigía a su

oficina y las tías Lidia y Elvira iniciaban sus labores

en el comedor y en la cocina.

—Nos corresponde matemáticas —señaló el

profesor, apenas los alumnos estuvieron sentados.

—¿Podríamos estudiar el dilema de

Diego?

—¿Dilema? —replicó el profesor, mirando a

Tiara y luego a Diego, que repentinamente se

quedó más tieso que una estaca. Y preguntó sin

entusiasmo, porque no deseaba que la niña le

aportillara una vez más la clase programada—.

¿Qué dilema? ¿Sabes lo que es eso?

—Sería bueno que lo resolviera —insistió Tiara.

—¿Qué le pasa? —protestó Diego.

—¡Dilema! —meditó el profesor—. Voz griega

que viene de dis, es decir dos, y lambanein, que

quiere decir tomar. Entonces, ¿qué tenemos? Un

argumento que presenta dos posiciones que

provocan confusión en quien las enfrenta. En

términos generales, es alguien encerrado en un

dilema. ¿Por qué, Diego? ¿Cuál es el tuyo?

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—No sabe qué hacer con ella —prosiguió Tiara,

adelantándose a que su compañero

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respondiera—. Quiere usarla, pero en la caleta no

se puede andar en bici.

—¡Tío Tato! —reaccionó por fin el muchacho—.

No sé de qué habla. Ya está de nuevo la Pascuala

diciendo leseras.

—¿Qué falta de respeto es ésa? —sentenció el

profesor.

—La Huevito ha estado toda la mañana en eso

—protestó Diego.

—Yo sólo quiero ayudarlo —se disculpó Tiara.

—¿De qué se trata? —insistió el profesor.

—Mi abuelo tuvo la genial idea...

—Su abuelo está muerto —interrumpió Diego

abruptamente.

—A ver, Tiara —tragó saliva el profesor—. ¿Qué

idea es ésa?

La niña, con gran desplante y sin un asomo de

duda, expuso lo que imaginaba y, a medida que lo

expresaba, le parecía más claro. El profesor

escuchó atentamente, en medio de un fastidioso

rumor, suma de murmullos, risas veladas y pullas

carentes de ingenio. Entonces optó por lo más

temido de la clase, aquello que acoquinaba hasta al

más audaz. Siempre los dejaba temblando con eso.

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—¡Al pizarrón! —señaló—. ¿Serías tan amable de

hacernos un bosquejo?

Tiara se levantó con cierta resistencia, pues no

contaba con una demostración frente a las burlas

del curso. Haciendo caso omiso del rubor que con

seguridad se había apoderado de sus mejillas,

enfrentó el desafío que ella misma se había

impuesto. Temblorosa, sosteniendo a duras penas

el trozo de tiza entre sus dedos, dibujó un biciclo

desproporcionado, con una rueda más grande que

la otra, con una tercera a medio camino, como un

velocípedo.

—¿Es la chancha del Diego? —comentó alguien.

—¡Un catre! —respondieron.

—¡Pascuala! —reaccionó Diego, indignado—.

¡Esa no es mi bici!

—Claro que no lo es —intervino el profesor.—

Nadie con dos dedos de frente diría que eso es una

bicicleta. Es cosa de abrir bien los ojos. Veamos lo

que Tiara se propone. En todo caso, tendré que

bajarte la nota en artes plásticas.

La niña prosiguió como si nada, alentada por el

entusiasmo que cada trazo provocaba en ella,

comprobando así la satisfacción de ver realizado el

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primer acercamiento a la materialización de una

idea.

—Bueno —comentó el profesor—, este

problema no tiene mucho que ver con aritmética,

pero sí con física y mecánica. Aunque a Diego no

le corresponde como materia, daremos el

problema a los alumnos de los cursos superiores.

Las risas y comentarios de los más grandes

terminaron como por encanto. Se produjo un

silencio tan profundo, que la tiza, rasguñando la

pizarra, destemplando los oídos por unos instantes,

fue la única voz que habló en el aula.

—¿Y ese óvalo? —preguntó el profesor.

—¡Es el huevo que desayuna todos los días!

—¡Silencio! —advirtió el maestro—. ¡Más

respeto! ¿Qué es lo que más recalcamos en esta

escuela? ¡Respeto, respeto y más respeto!

—Es una vaka—ama —explicó la

niña.

—¿Una qué...?

—Pero si lo dijo clarito la chica —comentó un

gracioso.

—¡Silencio! —volvió a sentenciar el profesor.

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—Es una vaca enamorada hasta las patas

—insistió el chistoso.

—Esa vaca que dice —replicó la niña con enorme

desplante—, se escribe con c. Esa consonante no

existe en la escritura rapa—nui. Por eso, tonto, la

vaka de la que hablo se escribe con k y significa

algo muy distinto.

—¡Ya, basta! —advirtió el profesor—. Un

comentario más y se irán amonestados a la

dirección.

—Es una balsa con un balancín, tío Tato

—continuó la niña con exagerada calma—. Mi

abuelo dice que el balancín evita que se vuelque.

Entonces, si la bici fuese montada sobre la balsa, al

pedalear, la cadena haría girar un remolino que

salpica el agua.

—Tarea para los de séptimo y octavo —señaló el

profesor—. La rueda. Analizar el principio

mecánico que le permite girar. Investigar el

principio físico del molino y su aplicación para

utilizar el viento o el agua como energía

impulsora, tal como las aspas que movían los

motores a vapor en el siglo XIX. El tema también

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será parte de la materia de historia para los de

quinto y sexto.

—Pero, ¿cómo le pone oídos a la tonta de la

Huevito? —comentó alguien.

—A ver, a ver —advirtió el profesor.

—Digo —explicó el alumno sorprendido— que

cómo resolvemos este casito.

—Aquí, joven. En la misma escuela están las

respuestas. Una vez concluida la primera parte de

la tarea, se abocarán al estudio de la idea del abuelo

de Tiara. Y no importa que esté muerto. No quiero

excusas. Dibujarán el proyecto como corresponde,

con las dimensiones a escala. Tendrán nota por

eso. Y luego calcularán el volumen de la rueda, el

tamaño de las aspas, el material de que están

hechas para que la fuerza empleada provoque el

movimiento deseado.

No tuvo más palabras. Invitó a Tiara a sentarse,

en medio de las miradas de los varones más

grandes, que la habrían pulverizado con los ojos si

hubieran tenido el poder de hacerlo.

Un golpe tremendo, seguido de un silencio

inquietante, dejó paralizados a todos los alumnos

del curso. El profesor miró atentamente a cada uno

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de esos niños y ellos lo miraron pidiendo auxilio a

gritos.

—¿Ratones? —musitó el maestro, celebrando su

propia ocurrencia.

—¡Elefantes! —comentó uno de los muchachos,

muy serio.

A nadie le causó gracia el comentario y coincidió

con el griterío en el piso de arriba. Pero, ¿quiénes

podían hacer tanto alboroto? Más de alguien había

comentado que en el dormitorio abandonado del

segundo piso habitaban fantasmas. Se oyeron risas

de niños, tímidas al comienzo, luego más atrevidas.

Un nuevo estruendo se sumó al anterior, con el

efecto del eco, porque fue más de uno el que se

sintió, provocando la hilaridad desenfrenada de

aquellos espectros, si es que en verdad lo eran. El

profesor y los alumnos se observaron mutuamente

en silencio.

Pies descalzos corrían por el segundo piso. El

profesor enmudecía.

La campana, más sonora que nunca, hizo trizas el

miedo que se había apoderado de las almas de

aquellos muchachos y, al instante, salieron como

cuetes que alimenta el viento hacia la tranquilidad

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momentánea del comedor. Les esperaba la leche

caliente y el pan amasado de la tía Elvira.

Tiara, sin embargo, permaneció inmóvil en su

asiento.

—¿No sales a recreo? —preguntó el profesor con

la voz temblorosa y sin levantar la cabeza de su

libro de clases, disimulando la inquietud que le

había causado el reciente suceso.

La niña se levantó dificultosamente y se dirigió al

comedor junto a la cocina, donde el bullicio de los

muchachos llenaba el recinto. Desde un comienzo

la evitaron. Diego se hizo el desentendido,

manifestando su rechazo; deseaba demostrar a sus

compañeros que nada lo unía a la trastornada que

tenía tales ocurrencias y que lo único que le

gustaba era llamar la atención.

Tiara sacó la pitilla que siempre llevaba en su

bolsillo y se puso a jugar al kai—kai, tal como lo

hacía con su amiga Yara en los recreos. La recordó

con nostalgia y lamentó haberla dejado partir antes

de tiempo. La niña sintió como nunca la profunda

nostalgia que le provocaba la ausencia de la única

compañía que siempre tuvo en la escuela. Durante

años se sintió privilegiada de contar con su gran

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amiga. ¡Cómo la extrañaba! Por primera vez sentía

tan hondo la orfandad que le producía la falta de

una amistad que se extinguió de pronto, como una

vela encendida que irremediablemente se

consume al paso de las horas. Ella había sido una

luz en medio de las tinieblas. ¡Qué distinto sería si

Yara no se hubiera marchado para siempre de la

noche a la mañana! Había partido abruptamente,

sin despedida, de madrugada, coincidiendo con el

arribo de aquel barco gigantesco, atiborrado de

turistas. Había sido como una aparición

fantasmagórica, semejante a una ballena invernal.

Lo cierto fue que luego de aquella aparición

repentina, al levantar anclas el barco con sus

incontables pasajeros y tripulantes, también partió

su gran amiga y dijeron más tarde en el poblado

que Yara y sus padres abordaron sin

remordimientos la nave, porque allí lo que más

había era trabajo bien remunerado.

Ahora, como un madero a la deriva, pensó que

convivir con aquellos fantasmas del segundo piso

era mejor que hacerlo con sus compañeros de

escuela, que la abandonaban, desechándola como

un resto de basura, ignorándola por completo. Si

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pudiera, si en ella estuviera el poder de remediarlo,

quería ir al piso de arriba y mirar cara a cara a los

espectros.

Y fue lo que hizo.

El piso de arriba

IVlientras tanto, Diego no dejaba de observarla,

convencido de que Tiara jamás intentaría cruzar

esa puerta clausurada. Había sido cerrada hace

algún tiempo y desde entonces nadie subía al

segundo piso.

—¡Esta Pascuala! —comentó, Diego, con

sorpresa.

Asombrado comprobó que Tiara era más tozuda

de lo que pensaba. Ella se dirigió a la puerta de

mañío y la empujó, haciendo ceder los tornillos

oxidados que sostenían una aldaba corroída por el

tiempo y la humedad.

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Diego quedó perplejo de asombro. ¿Cómo pudo

abrir ese candado? ¿Es que había conseguido la

llave en alguna parte?

Con extremada lentitud, Tiara se aferró al rústico

pasamano de la escala y subió peldaño tras

peldaño, sin dejar de pensar que su audacia iba tal

vez demasiado lejos. El

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corazón brincaba en el pecho de la niña, con-

teniendo la respiración, como si el aire allí fuese

un bien escaso.

Cientos de pulgas comenzaron a saltar del polvo a

las piernas de Tiara. Picaban desaforadas, como si

hubiesen esperado por años la visita de alguien a

quien darle la bienvenida.

Al llegar al piso superior se halló en un lugar

estrecho y asfixiante. Un velo de polvo suspendido

o de bruma colada a través de alguna ventana sin

vidrios daba la impresión exacta de lo que había

imaginado: un refugio de fantasmas.

Los ojos de la niña se habituaron a la oscuridad

reinante y paulatinamente aparecieron los objetos

que albergaba el antiguo dormitorio: una hilera de

catres de hierro, mal pintados de blanco, veladores

de madera con el esmalte descolorido, un enorme

ropero, también descascarado, arrimado a un muro

de sombras. ¡Qué lindo sería si en cada catre

aguardase un niño con los ojos atentos, en

disposición de recibirla como amiga!

Tiara se sentó en una cama. Las tablas desnudas,

atravesadas a lo ancho del catre, aguardaban un

colchón que las cubriera. Entonces, imaginó qué

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sería de ella si tuviera que compartir ese lugar con

otras internas y evitarse el fatigoso traslado diario

de la casa a la escuela. La quietud del lugar invitaba

a dejarse llevar por el envolvente rumor que

provenía del exterior; la brisa incansable, el

constante ir y venir de las olas cercanas la fueron

acunando en un cálido recogimiento. La niña se

tumbó de lado sobre aquellas tablas desnudas y

mantuvo la mirada perdida. Cerró los ojos por fin y

escuchó claramente las risitas que se ocultaban en

los rincones del recinto.

No tuvo voluntad para abrir los ojos, escapar de

allí y regresar de inmediato a la seguridad de su

aula. Se sintió dominada por la sensación de estar

atrapada y tuvo la convicción de que no saldría tan

fácilmente de ahí. Varios niños se acercaron, sin

hacer el menor ruido, como si no tuvieran pies

para desplazarse o bien no tocaran el suelo

mientras caminaban. En un dos por tres la

rodearon, observándola con una curiosidad

inquietante.

Tiara se levantó, tal vez sintió que lo hacía con

exagerada lentitud.

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—¡Hola! —dijo por fin la única niña que

integraba aquel grupo extraño—. Me dicen la Ese y

soy de la caleta. ¿Y tú?

Parecía una luminaria, con su blanca dentadura

contenida en una boca expresiva, que reía de

buena gana ante el asombro de sus compañeros,

quienes permanecían más apartados. Observaban a

Tiara desde el borde de sus camas, evitando

moverse, como si la niña que los visitaba fuese un

fantasma aparecido a plena luz del día.

—Hola —respondió—. Me dicen la Huevito,

perdón, la Pascuala, Tiara, y vivo en Caleta Chica.

—¿Huevito?

—Cuando chica me lo pasaba comiendo huevos

—respondió.

—¿Y cómo te gusta que te llamen, Pascuala?

—Tiara.

—¡Qué bonito! Pero aquí serás la Te. —¿Y a

ti?

-¿Qué?

—¿Cómo te gusta que te llamen?

—¡Ese\ —repitió—. Así me gusta. Dime Ese, no

más.

—¿Y en qué caleta vives?

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—Bueno, ahora —dudó un instante—... en

ninguna. Vivo en la escuela.

Como aquí están los hombres, por el momento

duermo en la pieza de la señorita Emilia. Dicen

que cuando lleguen más niñas habrá un dormitorio

para nosotras y voy a dejar tranquila a la directora.

¿Viniste a quedarte? Sería regüeno, porque así el

padre nos manda a hacer al tiro otra pieza.

—Es que yo no vivo lejos —respondió Tiara—.

Sólo tengo que balsearme. —¿Balsearte?

—Cruzar en bote, en lancha. No tengo que

dormir en la escuela. —¿Vivís con tus papás?

—Sí, en mi casa. —¿Cómo se llama tu mamá?

—Verónica Hito. —¿Y tu papá? —Juan

Alberto Miru. —¿Y te quieren?

—Sí, mucho. Tanto como yo los

quiero.

—¡Qué pena! —se lamentó de veras la niña—.

Habríamos sido yuntas.

—Igual podemos ser amigas —respondió Tiara.,

—Es que no es nunca lo mismo. —Pero no

me dijiste el nombre de tu

caleta.

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—Caleta, no más, sin nombre. Estaba junto al río,

debajo de un puente. Era nuestro hogar, ¿entendís?

¡Soi medio dura de mollera, ah! Caleta, caleta, ahí

vivíamos todos nosotros, caleta de cabros. Mira, te

los voy a presentar. Tenemos visita, chiquillos.

Cacharon, ¿verdad? ¿Están presentables? Es lo

correcto —comentó la Ese, mientras les pasaba

revista con la mirada. Había cariño en ese gesto—.

A ver, familia, acérquense pa' que la Te los

conozca.

Ellos no reaccionaron, limitándose a bajar la

cabeza en señal de asentimiento. Los muchachos,

un tanto perezosos, al tratar de incorporarse

hicieron que se deslizara una de las tablas y ellas se

corrieron, arrastrando el resto del entablado, con

un chiquillo y todo. El desplome del muchacho

provocó la risa de sus compañeros.

—El caído del catre es Luis —dijo la muchacha, y

la risotada fue general. El niño, muy delgado y de

baja estatura, envuelto en una nube de. polvo,

trataba de mantener fresca la sonrisa que ocultaba

el bochorno que lo mantenía pegado al piso, sin

poder levantarse.

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Pero no fue la única caída, porque de inmediato

el entablado de otra cama también se fue al suelo,

levantando una polvareda que amenazaba con

oscurecer el recinto.

—Y el otro caído del catre —siguió presentando

la muchacha— es el Simón.

Dos muchachos yacían tendidos sobre las pesadas

tablas que se habían desplomado sobre el piso,

dejando un reguero de tablas a su alrededor.

—Esos son el Douglas y el Leuquipán —agregó la

muchacha, en medio de una risotada—. No somos

muchos, pero aquí nos tratamos como hermanos,

como que igual nos tenemos terrible de respeto.

El regocijo provocado por el desplome sucesivo

de catres los mostró como chicos de carne y hueso.

La muchacha, alegre y entusiasta, abrazó a sus

compañeros, y entre carreras, manotazos y

pisotones perdieron toda compostura y la algarabía

fue total.

En medio del desorden se sintieron las pisadas

apresuradas de quienes subían al segundo piso,

atraídos por el alboroto. Un sacerdote se presentó

repentinamente en el lugar. Vestía una larga

sotana, cubierta a medias por un abrigo acolchado.

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A pesar de su aparente enojo, el gesto amable del

hombre bonachón, con sus dientes separados y una

ancha sonrisa iluminando su rostro mal rasurado,

colmaron de paz el recinto.

—¡Qué cagnara es ésta, per la Madonnail

—exclamó el religioso.

Le seguía un hombre joven, medio dormido, que

más parecía un niño por su semblante de sorpresa

y algo de picara complicidad en la mirada. Una

señorita, en camisón de franela y con una

mañanita sobre los hombros, apareció de la nada.

Ante la repentina presencia de quienes

irrumpían en el recinto, los chiquillos se volvieron

a ellos con la actitud de quien espera una

reprimenda. Sus rostros de alegría se tornaron de

sorpresa, atónitos, con ojos desmesurados, como

los que a veces exhiben quienes han estado

recluidos por un largo tiempo, sin ver la luz del

día.

—¡Orden! —advirtió en voz alta la joven—. ¡A

ver, chicos! ¿Qué desastre es éste?

Todos, sin que ninguno se restara, colaboraron

en poner las cosas en su lugar. Recuperaron las

tablas desprendidas de las camas y sólo de vez en

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cuando dejaron escapar una risa, al evocar la

situación que tanto regocijo les había causado.

—¡Eso es! —dijo la joven, alentando la buena

disposición de esos muchachos—. ¡Así es como

debe ser!

Aquel rostro, ese timbre de voz, autoritario y

calmado, aquella figura menuda pero saludable, le

parecieron a Tiara los atributos de una persona

conocida.

—Eco, ragazzo —comentó alegremente el

religioso. Acto seguido se dirigió a la joven—:

Emilia, ¿podemos ocuparnos de esos maderos?

—Sí, padre —respondió ella, cerrándose todavía

más la mañanita a la altura del pecho—. Algo hay

que hacer para cambiar esas tablas.

¿Emilia?, repitió Tiara en su mente. ¿Sería la

misma tía Emilia en la que pensaba? De pronto,

recordó la fotografía que había visto en el muro de

la oficina de la directora. Estaba vestida con

excesiva formalidad y en sus manos sostenía un

enorme diploma. La expresión de su rostro era el

retrato de la felicidad. En el retrato aparecía diez

años más joven y era exactamente la edad que

exhibía esta señorita que acompañaba al sacerdote.

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—Bueno —exclamó a su vez el profesor—, me

encargaré de esas tablas.

—¡Qué bien! —replicó la joven—. Haga meño,

Renato.

El joven se dio media vuelta para marcharse por

la misma escalera que lo había llevado al segundo

piso.

¿Renato?, también sonó conocido el nombre en

la cabeza de la niña.

¿Sería el mismo tío Tato, su profesor de todos los

días?

—Todos nos ocuparemos del problema —repitió

el sacerdote y salió tras los pasos del hombre joven.

La tía Emilia, la directora de la escuela en

persona, ya más tranquila, por la buena disposición

de los muchachos, abandonó el dormitorio por una

puerta contigua.

Tiara sintió que su corazón daba más de un

brinco. La campana puso fin al recreo. Su reacción

impulsiva fue salir corriendo, sin darse tiempo para

explicaciones, ni menos para despedidas

embarazosas. Sin embargo, una mano pesada la

remecía del hombro.

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Tendida sobre un costado, tal como se había

dormido, abrió los ojos y despertó frente a la

preocupada mirada de Diego.

—¡Tiara, despierta! —le dijo su compañero, al

tiempo que no dejaba de rascarse las piernas, por

encima del pantalón largo—. Hace rato que sonó la

campana y como no llegabas nunca a la sala...

Bajo la pasarela

JJiego se mantuvo en silencio durante la jornada

de clases, arrepentido tal vez de haber entrado en

ese recinto prohibido, evitando toda posibilidad de

comunicación con Tiara. La comezón de las

picadas de pulga no lo dejaba en paz y cada vez que

se rascaba debía simular frente a sus compañeros,

para no provocar preguntas indeseadas y las burlas

inevitables, con el bochorno que provocaba la

crueldad de sus compañeros. Llegó a pensar que la

inconfortable situación a la que estaba sometido

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era el merecido castigo por transgredir una norma

impuesta por la dirección de la escuela.

Tiara soportaba el silencio de su compañero

como un golpe despiadado, directo al corazón.

Estaba dolida, pero no albergaba rencor alguno.

Sabía que aquella ofuscación de Diego era pasajera

y una voz interior le aseguraba que sólo era

cuestión de tiempo y que la amistad entre ambos

volvería a la normalidad.

Las clases llegaron a su fin y los alumnos se

dispersaron en varias direcciones. Una parte de

ellos permaneció junto al embarcadero en espera

de los botes que debían pasar a recogerlos. La

lancha del papá de Diego arribó casi al mismo

tiempo con otra embarcación que luego enfilaría

un rumbo distinto, transportando niños. Los

muchachos abordaron ordenadamente los botes.

Diego se acomodó en el de su padre, olvidándose

de Tiara.

—Hazle un huequito a la Pascuala —advirtió el

lanchero.

Por un instante el muchacho se negó a

reaccionar. Tiara estaba a punto de protestar de

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impotencia. No lograba entender tanta

indiferencia.

—¡Diego! —insistió el hombre—. ¿Está sordo,

hijo?

El muchacho, deseando hundirse en el asiento de

madera, soportando las miradas de los niños, se

apretujó cuanto pudo dentro del bote y Tiara

ocupó el lugar estrecho que su compañero le

dejaba. Ambos sentían la respiración agitada.

Durante el trayecto estuvieron atentos a las

reacciones mutuas, observando de lado el perfil de

cada rostro, dispuestos, quién sabe, a evitarse.

Diego hizo esfuerzos tremendos para no dirigirle la

mirada, ni la palabra. Y como la travesía era

demasiado corta, al acercarse el bote al

embarcadero, él se preparó para bajar cuanto antes.

Pero no pudo levantarse de su asiento, porque la

lancha no se arrimaba del todo a los maderos del

pequeño muelle y el patrón de la embarcación, su

propio padre, le habría llamado severamente la

atención por su imprudencia.

—¡Lo que siempre te digo! —sentenció el papá de

Diego—. Las niñas primero. Y como habló en

general, el muchacho tuvo que contener sus ansias

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de salir huyendo. Ella también manifestó apuro

por descender del bote, por lo que ambos se

levantaron casi al mismo tiempo.

—Papá —preguntó Diego—, ¿puedo

acompañarte?

—Usted sabe, hijo, cómo se preocupa su madre

cuando no llega a tiempo de la escuela —respondió

el hombre.

—Me habría gustado ir contigo —rezongó el

muchacho.

—Dejo a estos chicos y regreso. Ayude a la

Pascuala, Diego.

Tiara se apoyó abiertamente en el hombro de su

compañero, obligándolo a sentarse de nuevo. La

niña dio un pequeño salto y alcanzó el muelle. Allí

esperó a Diego para tenderle una mano. Pero él no

la aceptó.

—Ahora las mujeres son las galantes —bromeó el

pescador.

—Dame la mano —insistió la niña.

Diego apretó su mochila contra el pecho y

esquivó a su compañera, pasándola a llevar con

torpeza y casi la derriba sobre los maderos del piso.

Tiara se afirmó en Diego, cogiéndose de uno de los

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tirantes de la mochila, y en ese tira y afloja

estuvieron un par de segundos, ruborizados hasta

los cabellos. Entonces, como si repentinamente se

acordara de las picadas de pulga, Diego volvió a

rascarse las piernas.

—Estos dos se las traen —comentó el lanchero,

celebrando a carcajadas la ocurrencia—. Cuide

bien a la Huevito, Diego.

El motor fuera de borda ahogó las risas de los

chiquillos que seguían viaje y la embarcación se

alejó dando pequeños tumbos sobre el agua, como

si también celebrara el ingenio de su dueño.

—Mentolathum —dijo la niña.

—¿Qué? —replicó Diego, muy molesto.

—Es bueno para las picaduras. -¿Qué?

—El Mentolathum —porfió ella. —Todo

por tu culpa —protestó

Diego.

—¿Te acuerdas de los ruidos que escuchamos?

—¿Qué ruidos?

—Esos que venían del piso de arriba.

—¿Qué pasa?

—Los tengo atravesados en la garganta

—comentó Tiara.

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—Que yo sepa, los huevos no tienen espinas —se

burló él con alevosía.

—¡Ya, Diego! Si es en serio —protestó ella—. Es

que no puedo guardar el secreto. —¡Y a mí qué me

importa! —¿Te digo lo que hay en el piso de

arriba?

—No me interesa. —Es que no sabes lo que

descubrí. —¡Estas loca! ¿No sabías que está

prohibido?

—Tú también subiste. —¡Por qué no te habré

dejado allí para que te comieran viva las pulgas!

—¿Te gustaría saberlo?

—No pienso subir allí nunca más en mi vida.

Diego perdió el control de su mochila, que se

deslizó hasta el suelo, quedando completamente

desarmado.

—Pobre de ti que sea otra de tus tonteras

—amenazó con dureza.

—Después que hagamos las tareas nos

encontramos aquí mismo. ¿De acuerdo?

—Será después del té —afirmó Diego.

—Y trae tu bicicleta —agregó Tiara.

—¿Y por qué mejor no traigo el horno eléctrico

de mi mamá? —replicó con ironía.

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—Lo que dije en la mañana fue sin querer

—respondió ella.

Allí se separaron, porque el camino a sus casas se

hacía por pasarelas que se apartaban, bifurcándose

hacia el bosque impenetrable y que sólo

convergían frente al embarcadero.

Tiara no pudo esperar hasta la hora del té para ir

al encuentro con Diego. Recogió un viejo balde de

plástico en desuso, uno de aquellos trastos que

alguna vez fue tiesto de pintura, y lo arrastró fuera

de la casa, evitando ser sorprendida. Llegó antes a

la cita. Aguardó unos minutos, pero no había

señales de su amigo. Ocultó el balde entre los botes

y regresó a la casa por más objetos inútiles.

Encontró un viejo tarro de lata, una cuchara de

madera, una tabla de alerce y un azadón comido

por el óxido. Nuevamente, antes de salir del patio

de su casa, tomó las precauciones para no ser

descubierta. Se dirigió con todos aquellos

cachivaches al sitio donde se encontraría con

Diego. Mientras esperaba trepó a uno de los botes

más altos y, haciendo equilibrio en el borde de la

embarcación, observó pacientemente la pasarela

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que conducía a la casa de Diego, rogando que nadie

se presentara en su lugar.

Al cabo de un rato apareció Diego caminando

junto su bicicleta. Ai no poder montar en ella y

pedalear a gusto, como era su sueño, se contentaba

con llevarla de paseo, como si fuera una mascota.

—¡Mentolathum! —y le ofreció una cajita de

lata, cuando su amigo estuvo junto a ella.

—¿De nuevo con lo mismo, Pascuala? —replicó

Diego.

—Ponte ahora mismo esta pomada —dijo Tiara.

—¿Qué? —exclamó Diego—. ¿Estás

loca?

—¿Por qué? —replicó ella con absoluta

inocencia—. Es muy buena para las picaduras.

—¡Tengo las piernas llenas de pintas

rojas!

—Ponte la pomada y listo.

—¡Tengo que hacerlo en la casa, entonces!

—¡Ven! Busquemos una caleta.

—Estamos en la caleta.

—Este lugar no sirve —explicó ella—. Yo hablo

de algo más oculto. Tiene que ser una caleta donde

nadie nos encuentre.

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—Igual no hay nadie —protestó Diego, al tiempo

que miraba en todas las direcciones.

—Nunca faltan los curiosos —replicó ella.

—No pienso moverme de aquí —protestó él.

—¿Ni siquiera brincando con tu bici,

aprovechando tus picadas de pulgas? —sugirió ella

con un dejo de picardía.

—¿Brincando?

—De eso también tengo que hablarte.

—¿De qué?

—Fue lo que hiciste cuando saltaste al agua, con

bici y todo.

—¿De qué estás hablando, Pascuala?

—De ahora en adelante tienes que usarla como

sea.

—¿Cómo lo sabes si todavía no te lo

cuento?

-¿Qué?

—Que mi papá quiere desarmar mi

bici.

—¿Para que no la uses?

—Para construir esa canoa que se le ocurrió a tu

abuelo.

—Pero, ¿cómo lo supo?

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—Yo le conté.

—¿Y para qué le dijiste?

—Para reírme de ti.

—¿Lo ves, tonto? Te castigó la boca, como se

dice.

—Es que nunca pensé que me escucharía. Ahora

no hace más que transmitir con el asunto, insiste

que las balsas de pluma- vit son peligrosas y que

una bicicleta para el agua, como él la llama, sería

más segura.

—Ahora con mayor razón tienes que

demostrarle que puedes usar tu bici, a tu manera,

en tu estilo.

Tiara recogió los cachivaches y se alejó saltando

de bote en bote, haciendo equilibrio con la carga

que llevaba. Diego caminó por la pasarela, en la

misma dirección de Tiara, arrastrando la bicicleta.

La niña se dirigió hacia una cavidad que se

producía entre la roca y la parte inferior del

pasadizo de madera. Desde ahí llamó a su

compañero, asomando apenas la cabeza.

—¡Ven, sigúeme!

—¡No voy a bajar! —protestó Diego desde la

baranda.

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—¡Aquí es increíble!

—No puedo dejar mi bici —porfió.

—¡Salta con ella! —respondió Tiara con el ánimo

encendido.

Tiara se echó a reír de felicidad, como nunca lo

había hecho. Diego esperó que la niña cambiara de

idea y regresara donde él aguardaba. El tiempo se

estiró como la melcocha y Diego perdió la

paciencia. Comenzó a descender por la superficie

rocosa, aferrado a la bicicleta, sujetándola con

ambas manos. Las extravagantes ocurrencias de

Tiara se apoderaron de su mente y pensó montar

en la bicicleta; por un instante, como un chispazo

de luminosidad, se vio haciendo equilibrio, con los

pies bien puestos en los pedales, apretando los

frenos, dando brinco tras brinco, hasta acercarse a

la entrada del escondite que había descubierto su

compañera. Sin

darse cuenta siquiera, había descendido un par

de pasos en dirección al refugio, pero en ese

instante resbaló una de las ruedas y Diego se

echó sobre la roca, como una lagartija que salva

su pellejo bajo la luz del sol. Entonces fue Tiara

en su ayuda. Ella sujetó con las dos manos la

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bicicleta y ambos la arrastraron hasta el

escondite. Pero el muchacho aceptó a

regañadientes la invitación a entrar en aquella

caverna, suspendida sobre el mar.

—Casi, casi —comentó ella, estirando la

comisura de los labios hacia las mejillas, como

diciendo casi, casi lamentamos una tragedia.

Diego no disimulaba su molestia y se habría

marchado de allí enseguida, si la partida fuera

menos complicada que la llegada.'" Aceptó

sentarse, incómodo e inseguro.

—Esta será nuestra caleta —prosiguió ella,

como si nada.

—¿Qué caleta? —protestó él, por fin.

—Ahora, ponte cómodo. Pero lo primero es lo

primero.

—¿Qué cosa?

—Arremángate los pantalones.

-¿Qué?

—Vamos a calmar esa picazón.

Mientras Diego se subía las piernas de su

pantalón, Tiara se dedicó a cubrir con pomada cada

picada de pulga. Estaba asoro- chado, a punto de

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morirse de vergüenza. Ella, en cambio, como si

nada.

—Tendremos que traer más cosas de

la casa.

—¿Para qué quieres estas porquerías?

—Este balde es para lavar nuestras cosas

—explicó Tiara. -¿Qué?

—Diego —se apresuró ella—. Entiende que aquí

vamos a convivir.

—¡Yo no pienso estar un minuto más

aquí!

—Escucha —rogó la niña—. Una caleta es como

un hogar verdadero. Aquí seremos como una

familia. Nos cuidaremos el uno al otro,

compartiremos la comida, la ropa de abrigo, las

revistas; podemos traer una radio y escuchar la

música que nos gusta, sin que nadie... ¡Ah,

momento! Eso no, porque ahí sí que nos pillan.

Pero aquí estaríamos como rico Pancho Gómez.

—¿Qué dices?

—¡Aquí la vida puede ser muy emocionante!

Podemos cerrar los ojos y escuchar el ir y venir de

las suaves olas, que sería como

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el torrente de un río. Entonces, podemos ver la

ciudad maravillosa que está sobre nosotros. Allí los

chicos se refugian en caletas como ésta y el río es

como un padre para ellos. El les lleva todo lo que

necesitan, arrastra sillas, colchones viejos y hasta

podría darnos una mesa para las horas de comida.

Los alimentos sí que no podemos obtenerlos del

río, porque a él sólo llegan desperdicios. Lo que

queramos comer tendremos que salir a buscarlo.

Pero no estés pensando en tu casa o en la mía.

Podemos dividir en dos la ciudad. Tú irás hacia un

lado y yo hacia el otro, buscando lo que sea

necesario, incluso dinero.

—¡Quiero irme!

—Aquí seremos alguien. ¿Entiendes? Yo seré la

Te y tú serás el Deivid.

—¿Y por qué el Deivid, si me llamo

Diego?

—Es que no sé cómo se dice Diego en inglés. Si

quieres te puedo llamar Jonathan o Braian. Deivid

es muy importante porque es el nombre del

navegante inglés que vio de lejos la isla donde

nacieron mis padres y mis abuelos. Todo el mundo

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conocía a la Isla de Pascua como La Tierra del

Deivid. —¡Tengo que irme!

—No puedes irte, lo siento —respondió ella con

una seguridad que daba miedo. —¿Por qué no?

—Porque aún no te cuento el secreto. —No

me interesa.

—Lo escuché ayer en el piso de arriba.

-¿Qué?

—Todo de lo que te hablé. Así son los chicos que

viven en las grandes ciudades. Esos que no son

tomados en cuenta, esos chicos que nadie infla y

deciden vivir en una caleta como ésta. ¿Me sigues?

—¡No pienso escucharte! Estás diciendo puras

leseras.

—Oye, ¿te acuerdas del estruendo de

ayer?

—Sí, sí me acuerdo. —Bueno, yo subí al piso de

arriba, como ya sabes. Entonces, de repente, me

encuentro con ellos.

—¿Con quiénes?

—Con los que me contaron todo lo que te acabo

de decir.

—¡Pero si no me has contado nada!

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—¿Cómo que nada?

—¡Nada!

—¡Pero si no hago más que hablarte

de eso!

—¿De qué?

—Del río que atraviesa la ciudad, desde la

cordillera al mar, y que en sus aguas arrastra todo

lo que se necesita para vivir en una caleta. Bueno,

no todo. Te decía que tendremos que dividirnos; tú

irás en un sentido y yo en el otro, para que no nos

topemos, porque sería pérdida de tiempo. ¡Ah!

¡Esto sí que es bueno! ¡Puedes ir en tu bici!

—¿Cómo lo sabes?

—En la ciudad es distinto, Deivid —se apresuró a

explicar ella, evitando nuevas interrupciones—.

Junto al río que atraviesa la ciudad de punta a cabo

y llega al mar, se extiende un parque maravilloso.

Un bosque en medio de las enormes avenidas.

Porque en la ciudad la gente no camina por

pasadizos estrechos como estas pasarelas. No,

Deivid. Las calles son anchas y tan largas que se

pierden de vista a la distancia. Tienes que andar

mucho para ir de un punto a otro. Y ese parque es

el paraíso de los biciclistas, que escuchan música

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mientras pedalean. La llevan en el bolsillo y con

unos botoncitos ensartados en sus orejas escuchan

directamente lo que más les gusta, mientras pasan

aviones sobre sus cabezas.

—¿Paraíso de los biciclistas? —se mostró Diego

un poco más interesado.

—Sí, porque ellos pueden desplazarse de un

punto a otro por caminos muy planos donde la

bicicleta es dueña y señora. Por esos caminos sólo

pasan bicicletas. Ellos no son arrollados por

personas que ocupan todo y no dejan pasar a nadie

como ocurre aquí, donde los pasadizos son

estrechos, puestos en desorden con diferencias de

nivel. Además, los que vivimos aquí no dejamos

espacio para tu bici. En la ciudad es distinto,

Deivid. Es fabuloso. Los biciclistas pueden subir y

bajar escaleras con sus bicis, hay enormes

plataformas elevadas para dar saltos y volteretas en

el aire. ¡Es fantástico! Los biciclistas compiten en

estadios repletos de gente y en los parques, algunos

trepan por los troncos de los árboles.

Diego la escuchaba con la boca abierta, sin

atreverse a contradecirla. Estaba fascinado con el

relato de Tiara.

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—Para los vehículos —siguió ella— hay grandes

avenidas, largas, interminables, por donde pasan

miles de autos, buses y camiones. En cada esquina,

cuando dos caminos parece que terminan y se

encuentran, formando un cruce, hay luces de tres

colores: roja, amarilla y verde. En ese orden hacia

abajo. Cuando llegas al cruce y está encendida la

roja, tienes que detenerte. Y tienes que hacerlo,

porque así evitas que puedas arrollar un automóvil,

un microbús o un vehículo de los carabineros.

Porque ahí sí que estás frito: te llevan detenido

enseguida. Pero cuando la luz roja cambia a verde,

puedes seguir pedaleando como si nada, feliz de la

vida.

—¿Y la luz amarilla?

—Esa es un aviso, es para decirte que no podrás

cruzar al otro lado de la calle, porque la próxima

luz que viene es la roja. La ciudad es enorme y

tiene de todo lo que puedas imaginar. Almacenes

con ventanas para observar la mercadería que hay

en su interior. Algunos tienen varios pisos, un

almacén distinto encima del otro; uno con ropa de

niños, otro con ropa de mujer, otro para los hom-

bres y otro para los jóvenes. En un almacén se

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pueden comprar aparatos eléctricos, como el

horno de tu mamá; en otro se compran cosas para

la casa, muebles y alfombras. En el corazón de la

ciudad hay una pantalla gigante. Allí van todos

cuando Chile juega fútbol con otro país. Se

encuentran las personas, pero nadie se saluda

porque no se conocen.

Pero cuando Chile gana todos gritan al mismo

tiempo, se abrazan a coro y empiezan a saludarse

entre ellos. ¿Lo ves, tonto? ¿Es que no te das

cuenta? Desde esta caleta podemos sentir lo cerca

que está la ciudad, enorme, fabulosa, y podemos ir

por sus calles para mirar a la gente que pasa y

machetear.

—¿Machetear?

—Pedirles una moneda, Deivid, para comprar lo

que queramos.

—¿Pedir plata? ¿Como los mendigos?

—Pero debemos cuidarnos de los carabineros.

Porque ellos saben en lo que andamos, entonces

van a seguirnos y tendremos que salir corriendo. Y

a lo mejor vamos a tener que saltar desde la calle al

río para librarnos de los pacos y vamos a quedar

adoloridos del cuerpo, como le pasó a la Ese.

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—¿A quién?

—A la Ese, una chiquilla que duerme en el piso

de arriba.

—¿Quién es ella?

—Déjame seguir —lo interrumpió Tiara—. En

todo caso, pase lo que pase, tú y yo nunca nos

vamos a separar, porque seremos como hermanos.

-¿Qué?

—El uno es del otro y el otro es de uno.

Imagínate al Leuquipán. Tenía seis años cuando

falleció su abuelita y quedó en la calle, porque no

tenía a nadie más en la vida. Se fue a vivir con

otros niños en una caleta, debajo de un puente. Se

lo ha recorrido todo, conoce todos los cantos del

río, sabe cuándo está contento, cuándo

desdichado.

—¡Estás delirando!

—Mira, cuando entré al dormitorio estaba lleno

de camas, como de hospital. En cada cama había

un niño. Entonces, ellos al verme se levantaron

para saludarme, para darme la bienvenida,

¿entiendes? Una de las camas se cayó y se produjo

el descalabro. Nos reímos, porque junto con la

cama se cayó el chiquillo que estaba en ella. Y

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como todos se mataban de la risa, se fueron al suelo

y se desató la batahola. Eso fue lo que escuchamos

en la sala: eran los cabros de arriba que se caían del

catre como sacos de papas.

—¡Estás inventando!

—¡Es la pura y santa verdad!

—¡Me voy!

—Primero tengo que terminar con esas picadas

de pulga.

—¡Termina de una vez!

Diego, todavía con el pantalón arremangado, se

incorporó tan de repente que se golpeó la cabeza

con las tablas de la pasarela. A duras penas logró

sacar la bicicleta fuera del escondite y a

regañadientes aceptó que Tiara le ayudara. Entre

los dos la arrastraron y luego la levantaron hacia la

pasarela, resbalando a ratos, porque la humedad

proveniente del mar comenzaba a cubrir las rocas,

como una llovizna. Diego mostraba su molestia

dando fuertes tirones del manubrio, como si

quisiera evitar que Tiara pusiera sus manos sobre el

asiento o la rueda trasera.

—\Deivid, mira! —advirtió ella—. Justo encima

de nosotros se alza una pantalla gigante,

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perfectamente iluminada, para que la distingan

hasta los helicópteros que giran sobre nuestras

cabezas. Si te fijas bien en la preciosa imagen que

nos mira, te darás cuenta de que una mujer muy

bella nos dice: sonrían, sonrían.

Pero Diego no respondió y se volvió a mirar una

vez más a su compañera. Si en ese momento

hubiese expresado lo que pensaba, habría dicho:

¡estás más loca que una cabra!

No hicieron más que terminar de trepar hasta la

pasarela cuando descubrieron que eran observados.

El alcalde de mar se acercó con la inquietud

pintada en su cara curtida por el agua salada.

Solitaria en casa

—Hola —saludó—. ¿Está tu papá?

—No —respondió la niña—, salió temprano y

todavía no ha vuelto.

Diego aprovechó la distracción de Tiara y se

alejó, arrastrando su bicicleta; a ratos corría, como

si quisiera montar en ella; luego, subía los

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escalones con la bici al hombro, hasta que se

perdió de vista.

—Bueno, al menos podré hablar con tu mamá

—dijo el hombre.

—Sí, ella sí que está —respondió la

niña.

Mientras se dirigían a la casa, Tiara se preguntaba

si el alcalde de mar había descubierto el escondite

debajo de la pasarela. De ser así, se vería obligada a

no regresar nunca más a su propia caleta, que con

tanta ilusión deseaba compartir con Diego. Se

molestó con su amigo por salir huyendo de esa

manera, como si fuesen cómplices de algo malo.

No era posible que se alejara del modo que lo había

hecho.

El alcalde de mar caminaba cabizbajo y en

silencio. La noche se anunciaba con todas sus

señales; los pájaros desaparecieron de pronto y

hasta se detuvo la suave brisa que se deja sentir

durante el día. Era la hora de la conciencia. La hora

en que la naturaleza habla con su quietud.

El recogimiento se apoderó de la niña. Las

lágrimas de su pena no corrieron por sus mejillas.

La noche la cubría con su manto de soledad.

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Caminaba cabizbaja por un túnel de hielo y quien

la acompañaba no era más que otro de los tantos

fantasmas que encontraba cada día.

—¡Mamá! —llamó desde la puerta—. Buscan a

mi papito.

—Adelante —respondió la madre y salió a recibir

al alcalde de mar, que entró en la cocina de la

modesta casa y aceptó tomar asiento—. ¿Le sirvo

un té?

—No lo voy a rechazar —respondió el hombre y

se quitó el gorro de lana que cubría su cabeza.

—El salió bien temprano —explicó la mujer,

mientras vertía el agua caliente de una tetera

ennegrecida por el fuego—. Con el hijo mayor se

fue.

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—Ese es el problema —comentó el hombre.

—¿Qué problema?

—Que no escucha razones.

—¿De qué se trata esta vez?

—Que no puede ir de pesca con el hijo mayor.

—¡Ah! —exclamó ella.

—Sí, pues —reiteró—. Si se lo he dicho tantas

veces. Pero no entiende.

—A lo mejor anda en eso.

—Es que ahora tiene que ir a Puerto

Cisnes.

—Pero cómo ha de ir tan lejos —protestó ella.

—La Capitanía de Puerto le puso una multa. ¿No

ve que su hijo no puede salir a pescar sin el

permiso respectivo?

—¡Por Dios, qué duros de cabeza estos hombres!

—Así no más.

—¿Y usted no pudo ayudarlo?

—Pero si lo hice —se excusó el visitante—. Se lo

advertí hasta el cansancio. Ni caso que hicieron.

Ahora tienen que presentarse. En caso contrario

vienen los marinos y se los llevan por rebeldía.

—Ay, pero no me asuste, oiga.

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—La pura verdad no más digo. Me llamó

especialmente el almirante de la Segunda Zona,

para hacerme presente que tiene infracciones

acumuladas contra el Pascual.

Tiara observó la preocupación de su madre.

Cabizbaja, parecía a punto de llorar. La niña se

acercó a su madre y le alcanzó el pañuelo blanco

bien doblado que siempre llevaba consigo. Era un

detalle que también le había dejado su amiga Yara.

«Así siempre estarás preparada para un

imprevisto», le había dicho. Nunca entendió a qué

tipo de sorpresa se refería, pero siempre lo

consideró un recurso indispensable en medio del

mar, para secar la humedad salobre, capaz de cegar

la vista y provocar comezón en los ojos. Desde

entonces, siempre lo llevaba consigo. Sin embargo,

la mujer se concentró en las mamaderas de sus

hijos y el pañuelo de la niña permaneció intacto

sobre el mantel de plástico anaranjado que cubría

la mesa.

—Usted sabe —dijo la mujer— que andan

preocupados de los pescadores.

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—Todos lo saben —respondió el visitante—,

pero las reglas deben cumplirse. En eso no hay

maña.

—;Maña? —exclamó ella.

—Es un modo de decir, doña, no lo tome usted

tan mal.

—Tanto le dije que no aceptara ser presidente de

la caleta.

—Pero eso no lo libera de cumplimientos que a

todos corresponden —comentó finalmente el

hombre.

El menor de los hermanos soltó el llanto y la niña

corrió a consolarlo.

Pero la madre, más eficiente, fue a la cuna con la

leche que el pequeño reclamaba. Tiara se limitó a

observar como su hermanito satisfacía su hambre y

deseó con toda la fuerza de su corazón que el

pequeño fuera su hijo para tener el derecho de

alimentarlo, sin que nada ni nadie se interpusiera

entre ambos.

El alcalde de mar se volvió a mirar a la niña,

interrogándola con la mirada.

—Este muchacho... —rompió su silencio el

alcalde de mar.

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—¿Diego? —respondió Tiara. Y enrojeció de

inquietud.

—Sí —asintió el hombre—. ¿No estará pensando

hacer algo indebido?

—¿Indebido? —preguntó la niña con un hilo de

voz.

—¿Qué intentaba hacer con esa bicicleta?

—Andar en ella —respondió la niña con absoluta

inocencia.

—¿Cómo? —replicó el hombre, bastante

asombrado—. ¿Ahí, en las rocas?

—Lo que pasa, don... —pero la explicación que

rondaba su mente no se convirtió en palabras.

—¿Pensaban poner esa bicicleta sobre tu balsa de

plumavit? —exclamó el hombre.

—No, señor alcalde —respondió la niña,

suspirando como si le hubieran quitado un peso de

encima—. La balsa no la usamos cuando hay

neblina.

—¡Ah, qué bien! Eso me tranquiliza.

Tiara descubrió el gesto de complicidad que le

hacía el alcalde de mar y guardó silencio. Luego, se

levantó de la mesa y salió a la puerta de la

vivienda. Allí se sentó a contemplar la noche.

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—No se preocupe, señor alcalde —escuchó decir

a su madre—. Apenas lleguen les daré su recado.

—Es urgente, doña.

La puerta crujió al abrirse. Tiara se levantó y se

hizo a un lado, dejando libre el paso al alcalde de

mar. En el umbral apareció recortada la figura

sombría del hombre. Un reflejo de luz amarillenta

lo rodeaba, dándole la apariencia de un espectro

frente a la oscuridad.

—¿Me acompañas al muelle, Huevito?

Tiara caminó en silencio junto al hombre, que se

dirigió al embarcadero.

—Se me hizo de noche —comentó—. ¿Me pasé

de la raya?

—¿Cómo?

—¿Hablé más de la cuenta?

—¡Ah! —replicó ella—. No, para nada.

—¿Cómo que nada? Tengan cuidado con ese

juguete. Puede ser muy peligroso.

El alcalde de mar dejó de regañar a la niña ante la

presencia de su asistente, que lo esperaba en el

bote. Abordó la pequeña embarcación, se sentó en

la popa y se subió el cuello de la chaqueta de paño.

—Cariños a la tía Lidia —dijo ella.

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El alcalde de mar no respondió. Hubiese querido

volverse, pero el asistente ya había girado el bote y

remaba con energía, alejándose rápidamente del

embarcadero. Tiara quedó tan intrigada como al

principio de la visita del alcalde. ¿Qué era lo que

en verdad sabía el hombre?

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Los príncipes

A la mañana siguiente despertó asustada, con la

sensación de haber dormido más de la cuenta. Se

apresuró para ir a la escuela. El sueño la había

engañado; una voz interior le decía que lo vivido

esa noche era lo más impresionante de todo lo

conocido hasta entonces, pero que no podía

recordarlo. Fue a la ventana para mirar hacia la

costa. Al ver que Diego no estaba, corrió a la cama

de su hermano. Tal como lo temiera, Kiko y su

padre no habían regresado de la pesca durante la

noche. Se lavó y vistió a la carrera. Ni siquiera

probó la leche del desayuno. Sin despedirse de su

madre, fue a la puerta y salió a la mañana con un

sobresalto en el pecho.

La madre de Diego, cargando con dificultad la

bicicleta, subía los últimos peldaños, al final de la

pasarela que se internaba en medio de un racimo

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atiborrado de casas. Tiara se quedó observándola

hasta verla desaparecer.

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Al parecer, su compañero ya había cruzado a la

escuela en el bote de don Anselmo. Y no pensó en

ella. ¿Cómo no se tomó la molestia de comprobar si

había salido de la casa? Tampoco se preocupó de

avisarle. Una señal habría bastado, un grito, un

silbido, y ella habría corrido a ocupar su lugar en la

lancha. ¿Es que todavía estaba enojado? Con

alegría recordó las peripecias del día anterior:

recordaba cómo se había esmerado para

entusiasmar a Diego y hacer que cumpliera un

sueño.

Abandonada a su suerte observó el panorama

brumoso. La quietud sobrecogía y nada se podía

esperar de aquella neblina envolvente y

misteriosa. Tiara perdió la esperanza de que

alguien pasara y la llevara a la escuela. Tampoco lo

haría su padre, que pescaba muy lejos de allí.

Observó un instante el océano. Imposible ver en la

inmensidad que cubría la neblina. ¿Qué tan lejos,

mar adentro, habían navegado su padre y su

hermano? La vaka poe—poe era una nave de gran

tamaño, con la proa y la popa muy elevadas. En

todo el archipiélago no había otra embarcación

que la igualara. La había construido el abuelo y

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Tiara recordó claramente cuando la repararon,

después de muchos años de uso. Los hombres

ensamblaron hábilmente la madera para rehacer

aquellas partes que se habían deteriorado con el

tiempo. De alguna manera, su hermano Kiko la

había hecho participar en la restauración del bote.

Tres días antes de botarla al mar, estuvieron pes-

cando para alimentar al nuevo lanchón. Kiko la

llevó a la costa y la hizo recolectar caracoles,

pulpos pequeños, algas y jaibas, cuya carne servía

de carnada. Como una forma de nuevo bautizo, le

ofrecieron pescados como alimento, haciéndolos

pasar una y otra vez por la borda de la flamante

embarcación.

Tiara suspiró con satisfacción al evocar aquellos

días, cuando su condición de niña no era un

obstáculo para seguir en todo a su hermano.

Siempre dispuesta a imitarlo, no le perdía pisada y

soñaba con ser tan atrevida como él.

Esperó que la densa bruma se alejara para ver el

volantín, manu—hakerere, que su padre echaba a

volar cuando pescaba.

Como única respuesta escuchó en su mente el

cantar lejano que le recordaba su origen:

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«E hakerere te manu é, nae Tu—Here—veri é, e Uka—ui—é, ka kau te umu ena. E Tu—Here—veri é ka haro—haro mau, e Uka—ui é, ka

neku—neku mai.» «Mientras eleva su volantín, el viejo Here—veri, su mujer, la

vieja Uka—ui, revuelve el curanto. Y

mientras Here—veri lo encumbra, Uka—ui lo molesta tironeándolo a él.»

»

Y Tiara traducía mentalmente cada

frase.

La bruma avanzó repentinamente hacia la costa,

rodeando a la niña como si quisiera devorarla. Ella

cerró los ojos y aguardó temerosa; un ruido de

motor debía salvarla, un grito de advertencia, un

silbido haciendo que se levantara y se pusiera a

salvo. Nada de eso aconteció. Sin embargo, quiso

distraer su mente con la cuerda para el juego

Kai-kai, pero sus dedos estaban demasiado

entumecidos como para intentarlo. Sentada en el

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muelle, sintió que el frío, disfrazado de sueño, la

dominaba.

El volantín manu—hakerere fue al encuentro de

la niña, azotando el viento, espantando la bruma,

abriendo un camino en medio de la espesura

blanquecina. Después apareció la imponente

embarcación de los príncipes. En la piragua

navegaban Kiko y el abuelo, que parecía un digno

jefe de su pueblo. En su rostro moreno de sol

mostraba dos líneas de color que cruzaban la piel

desde las orejas al nacimiento de la nariz, por

debajo de los ojos. Una hermosa pluma crecía en su

cabeza, donde un moño mantenía recogido sus

cabellos grises.

—Abuelo —se lamentó la niña al verlo en pleno

sueño—, mi papito no viene para llevarme a la

escuela.

—Y no vendrá, querida nieta —respondió el

anciano.

—Se prepara para una dura competencia

—repitió Kiko.

—Abuelo, ¿por qué aquí sólo importan los

hombres y los niños pequeños?

—También las niñas.

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—No, abuelo. No es así. —¿No?

—Somos las locas de piernas desmembradas1. No

servimos para la pesca, no servimos para la batalla

de cada día.

—¿Quién lo dice?

—Mi papá.

—Pero usted, mi nieta —replicó el anciano—,

¿no alegra el hogar, acaso?

—Se alegraron cuando nació mi hermano.

—Sí, lo recuerdo perfectamente —comentó el

abuelo—. ¡He tamaroa te pokil, gritamos.

—¿Y eso qué significa?

—¡Es hombre el niño!

—¿Lo ve, abuelo?

—¡Qué injusto! Por muy muerto que yo esté, uno

de estos días tendré que ir a la casa de mi nuera y

decirle un par de cosas que le pongan los pelos de

punta.

—¡Hágalo, abuelo! —imploró la niña.

—Pero antes iremos a casa —propuso el

anciano—. Ha de ver como allí las jovencitas

lindas tienen otro destino. ¿Le gustaría conocer a

otras niñas?

1 Locas de piernas desmembradas, en Rapa Nui, según la tradición, era un modo despectivo de tratar a las mujeres.

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«Me encantaría», pensó Tiara y recordó a Yara, su

amiga inolvidable.

—¡Tiara! —gritó Kiko—. Aborda tu pora y rema

hasta la piragua.

—La navegación es larga —agregó el

abuelo.

—Debemos llegar antes de la ceremonia

—advirtieron los príncipes.

—Pero, Kiko —protestó la niña—. Tengo que ir

a la escuela.

—No hay tiempo que perder —dijeron los

príncipes.

Entonces ocurrió lo inesperado. Siempre es así en

los sueños, porque desde el otro extremo de la

caleta apareció Diego pedaleando en su bicicleta.

—Podemos ir, Huevito —gritó Diego desde el

mar—. La señorita Emilia nos ha dado permiso.

Pero tenemos que regresar antes de la colación.

Y le pareció un sueño soñado, pero no le prestó

mayor atención a tanta reiteración, porque hasta

en la vida misma ocurrían situaciones así de

repetidas, tanto que siempre los adultos se

quejaban de lo monótono y aburrido que solía ser a

ratos el diario vivir de cada día.

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Corrió a su Amiga Yara y desató las amarras. De

un salto se embarcó en la balsa de espuma plástica

y remó hasta la piragua de los príncipes. En un

santiamén Tiara estuvo junto a la embarcación y su

hermano la levantó en vilo, mientras el abuelo

amarraba la balsa a la nave de los príncipes. De

Diego nunca más se supo. Se perdió con su

bicicleta en medio de la niebla y Tiara se quedó

muy tranquila, porque sabía que así cumplía su

sueño. Unos segundos más tarde, sólo se escuchaba

el golpe acompasado de los remos.

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Navegaron hasta que salieron del canal estrecho

y se alejaron de Puerto Gala y de la isla Toto. La

piragua echó al viento su velamen y los audaces

príncipes pusieron rumbo hacia el canal Moraleda

y a Tiara le pareció que ya estaban en el océano.

—Falta mucho para eso —respondió su

hermano—. Ahora dirigimos la nave hacia el

norte. Ese es Puerto Ballena, vamos hacia Islotes

Locos y pasaremos frente a Melinka.

—Pronto tendremos que asegurarnos para cruzar

el golfo Corcovado —advirtió el abuelo—. El

océano se interna hacia el archipiélago y la

corriente que se forma es como una tormenta.

¿Tienes miedo?

—No, abuelo —respondió Tiara.

El anciano ató una cuerda de un metro de largo a

la cintura de la niña y aseguró el otro cabo a un

madero, en el interior de la nave. La embarcación

enfiló hacia la corriente, evitando ser alcanzada de

costado por el fuerte oleaje. La proa se hundía en

las aguas, desapareciendo casi por completo en

aquel manto de mar encrespado y turbulento; la

popa se elevaba hacia el cielo y las olas entraban a

raudales, arrastrando todo lo que hallaban a su

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paso. Pero los príncipes habían tomado las

precauciones necesarias y el oleaje no causaba

mayor daño. El velamen de la piragua se hinchaba

con la fuerza del viento y los remeros no decaían

en su empeño. El agua los empapaba de pies a

cabeza, pero a ellos parecía no importarles la dura

prueba que enfrentaban. A Tiara le daba gusto ver

como su hermano remaba con el mismo brío de los

príncipes. El abuelo y la niña colaboraron con dos

cuencos de madera, achicando el agua acumulada

en el piso de la nave. Pese a lo difícil de la

situación, poniendo en riesgo incluso sus vidas, la

niña se sentía segura con la compañía de su abuelo

y de su hermano, en medio de los príncipes.

—Nos acercamos a Quellón —gritó el abuelo,

sacudido por los vaivenes—. Pronto la navegación

será más tranquila.

Y así fue, en efecto. La piragua dejó atrás el golfo

Corcovado y entró en aguas más serenas.

Navegaron frente a Chaitén, por el oriente, y

frente a Queilén, por el poniente.

—Esas son las islas Desertores —comentó el

hermano de Tiara, al tiempo que indicaba un

grupo de islas que estaban a la vista.

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—Pronto avistaremos las islas Chau- ques

—agregó el abuelo.

Los esperaba el golfo de Ancud. La navegación

continuó entre las islas Butachau- ques y la

península de Huelqui. La mañana se despejó de

pronto y a los ojos de Tiara se hicieron visibles las

empinadas cumbres de los volcanes.

—Ese de allá es el Michinmahuida —dijo el

hermano de la niña.

—Y ese es el Huelqui —agregó el

abuelo.

Acercándose a Calbuco la navegación se tornó

incontrolable, pero los avezados príncipes no

desmayaron en mantener siempre la embarcación

bajo control. No entraron a Puerto Montt y

prosiguieron rumbo al océano Pacífico por el canal

de Chacao. Al acercarse a la punta Palos Negros, la

nave recuperó su travesía sin mayores inconve-

nientes. El abuelo desató la cuerda de la cintura de

su nieta y la niña pudo moverse libremente en la

magnífica piragua que la llevaba a la isla de su

antepasados. En la placida travesía avistaron uno o

dos barcos de pasajeros, como el que un día, por

curiosidad o error, entró en la estrecha bahía de la

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isla Toto y se detuvo frente a Caleta Chica para

llevarse a Yara. El recuerdo volvió a ocupar un

lugar candente en el corazón de Tiara.

Navegaron por fin frente a Carel- mapu y los

príncipes se alistaron para enfrentar exitosamente

la barra que formaba el oleaje que separaba el

océano de la salida del canal. El abuelo amarró de

nuevo la cuerda a la cintura de su nieta, mientras

Kiko y los príncipes remaron con toda la energía

de sus músculos. Los navegantes evitaron que la

nave sufriera más de un deterioro, en las

constantes sacudidas sobre las olas tempestuosas.

Entraron, finalmente, en aguas oceánicas, dejando

atrás el archipiélago de Chiloé y poniendo rumbo

al norte, alejándose cada vez más de la costa, donde

la navegación sería más calma.

—¿Alguna vez te hemos contado nuestra

historia? —dijeron los príncipes.

—¿Qué historia? —replicó la niña—. ¿Abuelo?

—Te la contaba cuando eras muy pequeña

—respondió el anciano.

—Huimos del continente Hiva—prosiguieron los

príncipes.

—¿Y por qué?

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—El gigante Uoke, con su fuerza descomunal, lo

estaba hundiendo. La tierra se inundaba y nuestra

gente habría muerto, si no la poníamos a salvo.

—¿Por qué hacía tanto daño?

—¿Quién puede entender los actos de un

gigante? —respondieron.

—¿Qué hicieron, entonces?

—Nuestro sabio Hau Maka tuvo un sueño. En él

vio una tierra nueva y nos envió a explorar la isla

soñada. Eramos siete exploradores y al regresar en

busca de nuestra gente dejamos la tierra nueva al

cuidado del séptimo príncipe.

—¿Lo abandonaron? —preguntó la

niña.

—Fue atacado por una tortuga.

—¿Una tortuga puede herir a un hombre?

—Quisimos comerla —explicaron—. La tortuga

se defendió y con una de sus aletas golpeó a nuestro

compañero. Lo llevamos a una caverna, para

alejarlo de los peligros.

—¿Estaría más seguro?

—Sí, porque lo dejamos en compañía de seis

montoncitos de piedra, que nos representaban.

—¿Las piedras pueden ser buena compañía?

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—Tenían la facultad de hablar.

—; Hablaban?

—Cuando él preguntaba desde el interior de la

caverna: «Príncipes, ¿dónde están?» Los seis

montones de piedra respondían: «Aquí estamos.»

Así tuvo sosiego.

—Nuestro rey hizo preparar dos piraguas, llegó a

la tierra nueva y desembarcó en Anakena. La

nombró: Te Pito o Te Henúa, que significa

Ombligo del Mundo, pues había navegado en

círculos para llegar a ella y no había otra tierra en

las cercanías.

—Allí nacieron el abuelo y el padre.

—¡Rapa Nui, sí!

—Lleva nuestra sangre en las venas

—respondieron.

—¿Eso quiere decir que soy como ustedes?

—Lo es —replicaron.

—¿Quieren decir que les importo?

—Más de lo que imagina.

—¿Por qué nunca me lo dijeron?

¿Kiko?

—Ahora lo hacemos.

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Después de interminables horas de navegación y

cuando Tiara pensaba que jamás llegaría de regreso

a la escuela para la colación, ante los ojos

maravillados de la niña apareció un acantilado

imponente.

Un grupo numeroso de mujeres, ataviadas

finamente de blanco, esperaban junto al mar. Los

príncipes acercaron la piragua a la pared rocosa y

cuando el vaivén de las olas se aquietó por

completo, abordaron la balsa de espuma plástica.

Tiara pensó que la frágil embarcación se hundiría

con el peso de tantas personas, pero Amiga Yara se

mantuvo a flote. Lentamente remaron hasta la

pared rocosa y fueron recibidos por aquel grupo de

mujeres.

—Oh, Neru de miembros bellos —dijeron los

príncipes con gran ceremonia.

—Es la última de las elegidas —comentó la mujer

que la recibía, y tomando a Tiara de la mano inició

el camino hacia la cima.

Pero la niña se resistió a seguirlas. Se volvió

angustiada a su hermano, pero Kiko había

desaparecido. El abuelo lo había seguido y los

príncipes se alejaban en dirección a una colina

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muy cercana donde, al parecer, comenzarían los

festejos.

Tiara temblaba de miedo. Sorpresivamente se vio

vestida de blanco y temió lo peor si llegaba con ese

vestido a la escuela. Las mujeres la arrastraban,

mientras ella se negaba a dar ni siquiera un solo

paso en la dirección que señalaban. Hasta que su

amiga Yara, curiosamente vestida de azul, apareció

en medio de las mujeres y miró de lejos a la niña.

Entonces, Tiara sintió que le volvía el alma al

cuerpo y corrió al encuentro de su gran amiga.

Pero Yara se volvió para comenzar a subir la

escarpada pendiente del acantilado, confundida en

medio del grupo de jóvenes, como si fuera una más

de ellas.

Sin medir los riesgos a que se exponía, con el

deseo vehemente de abrazar a su amiga, Tiara

caminó ágilmente sobre las rocas, con aquellas

mozas silenciosas, que seguían cuidadosamente el

trazado del sendero, al borde del abismo. En la

larga fila que ascendía hacia la cumbre, escuchó el

entonado canto de las novatas:

¡Oh! Neru de miembros bellos

y delgados, colgantes...

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Lleváis el manto antiguo de Rapa Nui,

de aquella tierra de Hiva.

Eres tú, ¡oh! hermosa Miru...

Escondidas están las Neru...

Escondidas allá atrás...

Penden en las cuevas las calabazas del

color.

Cuelgan hacia abajo... Es la hora en

que se levanta la caña de azúcar...

—¿Dónde estamos? —preguntó a media voz la

niña.

—Frente a la Caverna de las Vírgenes

—respondió una de ellas.

—¿Caverna de las Vírgenes?

—Entremos —ordenó la mujer que encabezaba

la comitiva.

Tiara fue llevada al interior de la gruta. Cuando

la niña se habituó a la oscuridad, pudo ver un túnel

muy largo, que se extendía varios metros hacia el

interior de la roca. Era una bóveda perfecta.

Adentro había pequeñas lagunas con agua fresca.

Allí se aclaraba el piso de roca, como si aquellos

ojos de agua fuesen tenues luminarias. De las

paredes fluía el agua cristalina en pequeñas

filtraciones, formando espejos. En ellos se

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contemplaron un instante las niñas, pero ninguno

de esos rostros encontró el de Yara. Sin embargo,

quedó deslumbrada por la belleza de quienes la

acompañaban.

—Aquí son recluidas las jovencitas hasta el día de

sus bodas. Y Tiara debía venir porque será una de

ellas.

—¡Todavía soy una niña! —protestó

ella.

—Dejará de serlo antes de lo que imagina.

Cuando eso ocurra será recluida en esta caverna,

hasta que su piel se vuelva blanca como la espuma.

Así será más hermosa y aumentará la pureza que se

le exige a una novia. Y a nosotras se nos ha

encomendado cuidar a las iniciadas, alimentarlas y

ver que nada les falte durante su aislamiento.

—Esto no le gustará a mi padre. —¿Por qué? —El

dice que soy fea. —Aquel que no tenga ojos para

ver la belleza de su hija no merece ser el padre que

la guía. Y ahora tiene que marcharse, linda niña,

iniciando el regreso hacia la salida.

La comitiva entonó un nuevo canto, a medida

que se alejaban de la caverna.

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«¡Estás encerrada en una caverna, oh

reclusa!

¡Contra la roca está suspendida la calabaza

con tu comida.' ¡Cuánto tiempo has estado

encerrada, oh reclusa!

¡Te amo, porque has estado prisionera!

¡Cuán blanca te has tornado en tu retiro, oh

reclusa!»

Con el mismo cuidado empleado en el ascenso

bajaron por el estrecho sendero, bordeando el

abismo. Junto al acantilado aguardaban el abuelo,

Kiko y los príncipes. En la balsa de plumavit

remaron hasta la piragua.

Abordaron la nave y ésta se alejó del acantilado,

penetrando en la densa bruma que cubría por

completo el océano. Puso rumbo al archipiélago de

Los Chonos, a velocidad de crucero, que en sueños

es mucho más rápida. La navegación de regreso

tendría las mismas emociones. Pero al acercarse al

canal de Chacao, el abuelo amarró la cintura de su

nieta mientras ésta dormía, cansada por la

extenuante travesía. Tiara despertó cuando la

piragua aminoraba la marcha. Estaban en las

proximidades de Puerto Gala. Finalmente,

cruzaron frente a la caleta donde vivía la niña y se

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detuvieron a metros de la Escuela Madre de la

Divina Providencia.

El abuelo desató la amarra de la balsa y la niña se

despidió de los príncipes, de su hermano y de su

abuelo. Tiara se encontró sorpresivamente frente a

la escuela. Se restregó con fuerza los ojos, con la

intención de rechazar una realidad tan inesperada

como repentina.

Los momentos recién vividos resultaron

maravillosos. La embarcación de los príncipes

había desaparecido, como si nunca hubiese

cruzado aquellos mares. Y a ella, Tiara, su hermano

y su abuelo también la abandonaban, cuando no

estaba preparada para enfrentar el resto del día,

después de haber tenido un sueño que insistía en

mantenerla adormecida. Con la bruma también se

había marchado gran parte de la magia de aquel

sueño, y el despertar se presentaba tan abrupto

como un inmenso peñasco arrojado a las aguas.

Entonces vio que a su encuentro venían las tías,

el profesor y hasta la mismísima directora.

—¿Y esto qué contiene? —exclamó ella, una vez

que estuvo a un metro de la imprudente—. ¿Y esto

qué es, chica, un juego? —reiteró la señorita

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Emilia, haciendo sentir todo el peso de su

autoridad.— tiara —intervino el profesor —.

Debes venir acompañada por un adulto. ¿Cuántas

veces se te ha dicho lo mismo?

—Eso fue lo que hice, tío Tato —respondió la

niña.

—¿Qué? —exclamó Lidia, del Centro de Padres.

—¡A mi oficina! —ordenó la directora—. ¡Esto

no puede quedar así!

—¡Pobre inocente! —suspiró Elvira, de la Junta

de Vecinos y que, además, atendía el comedor de la

escuela.

—Tiene la cabeza llena de pajaritos —agregó

Lidia—. Es igualita a su padre. Supiera lo que me

ha contado mi marido. Irán a detenerlo uno de

estos días.

Tiara se tomó todo el tiempo necesario para dejar

bien amarrada la balsa al embarcadero y asegurar

el remo. Jamás se perdonaría que algo le ocurriera

a su Amiga Yara. Luego se dirigió a la escuela,

seguida por la comitiva que la había recibido sin

ninguna manifestación de bienvenida.

—Apúrese, chica —dijo Lidia.

—¿Cómo capeará el temporal? —comentó Elvira.

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—Yo estaría mucho más molesta con los

hombres de su casa —agregó Lidia—, que son

incapaces de traerla.

—Sí —dijo Elvira—, ¿cómo permiten que la niña

se arriesgue de este modo?

—Deberíamos esconderle esa balsa, para que

nunca más se embarque en ella.

—¡Es su juguete!

—Por lo mismo. No puede venir a la escuela con

eso. ¿En su casa no ven riesgos, no miden

consecuencias?

—Pero al menos a los otros niños los traen sus

padres. A ninguno se les ocurre venir en una balsa

de mentira.

—Ai papá de Tiara nunca lo hemos visto. No sé,

¿vino alguna vez a la escuela? Ni cuando los niños

hacen invitaciones para las festividades.

—La mamá viene de vez en cuando.

—No estuvo para la premiación de la

hija.

—Yo recibí el encargo de ir a su casa a decirle a

su mamá que viniera, pero el Pascual no le quiso

dar permiso.

—¡Desconsolada quedó la pobre niña!

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—Ese día me dio mucha pena, porque sea como

sea, un chico se siente dichoso de recibir un

estímulo, un reconocimiento de la escuela, en

presencia de sus padres.

—Se le llenaron los ojos de lágrimas a la

pobrecita.

—Como ella supo que yo había ido

especialmente a su casa, me dijo: «Tía Lidia, ¿va a

venir mi mamá?»

Cuando la niña entró en la oficina de la directora,

la señorita Emilia se había sentado detrás de su

escritorio y esperaba con una paciencia fingida. La

directora guardó silencio al tiempo que observaba

severamente a la niña.

—Tiara Miru —sentenció finalmente, mientras

se disponía a escribir sobre una hoja de papel en

blanco—, quiero que esta misma tarde entregues

esta notificación en tu casa. Ya ni sé quién es tu

apoderado. ¿Por qué nadie viene a dejarte? Tu

familia es dueña de una o dos lanchas y no te traen

a la escuela.

—Nunca pueden.

—¿Por qué?

—Salen muy temprano.

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—Entiendo que sus labores de pesca comienzan

de madrugada —aceptó la directora—. Pero

alguien tiene que acompañarte.

—¡Yo no crucé sola, tía Emilia! —replicó la niña.

—¿Y se puede saber con quién venías?

—Es que no me creería si le dijera.

—Comprenderás que ninguna de mis niñas debe

arriesgar la vida como lo has hecho. Es demasiado.

Nunca había ocurrido algo semejante. ¿Te

imaginas que pase una desgracia? ¡Ni Dios lo

permita! Nuestra responsabilidad es muy grande.

¿Qué dirían de nosotros? Y tus parientes serían los

primeros en condenarnos. Además, tu

imprudencia puede contagiar a los alumnos que

llegan por agua y no me extrañaría que mañana

vengan a la escuela a bordo de balsas como la tuya.

Tu hazaña es un pésimo ejemplo, considerando

que no es ninguna gracia lo que has hecho. Espero

que lo entiendas.

—Sí, tía —respondió la niña.

—Puedes volver a la sala —ordenó la directora y

le extendió la comunicación que acababa de

firmar.

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Tiara recibió el papel doblado en cuatro y lo

guardó en el interior de la mochila.

—Hasta luego, tía Emilia —dijo, como si se

disculpara.

La directora se reclinó en la butaca de su

escritorio y recordó aquellos tiempos de niñez,

cuando ella y sus hermanas debían abordar un bote

para cruzar el canal. Estuviera el tiempo como

estuviera, bueno o malo, en invierno o en

primavera —la lluvia en Chiloé no hace la

diferencia—, ellas tenían que cruzar con sus baúles

cargados de ropa limpia, que usarían en sus largas

semanas de internado. Entonces, las balseaba un

bote a remos. A ninguna de ellas se les habría

pasado por la mente hacerlo solas, enfrentando

riesgos que podrían haber terminado en tragedia.

Su corazón de maestra se colmó de ternura.

Hubiera querido detener a la niña y levantarse de

su escritorio para abrazarla con dulzura. Pero la

lección debía surtir el efecto deseado y la autoridad

no podía dar señales de debilidad.

Los alumnos dejaron de escribir cuando Tiara

entró en la sala. No volaba una mosca en el interior

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del recinto. La niña ocupó su puesto y abrió la

mochila para sacar sus cuadernos.

—Lenguaje y Comunicación —anunció el

profesor—. Busquen la unidad que apunté en el

pizarrón. Lectura en silencio y comprensión del

texto.

Todas las miradas se dirigían a Tiara. Algunos

sonreían; otros la observaban como si la vieran por

primera vez en la vida. Cuando el profesor se

volvió al pizarrón para anotar las actividades de la

unidad, varios mensajes escritos llegaron

silenciosamente a las manos de la niña. Ella los

apiló uno por uno sobre su falda y los alisó

cuidadosamente, pues era la primera vez que

provocaba tanto interés entre sus compañeros. A

continuación los leyó con gran entusiasmo.

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Un fuerte golpe, proveniente del piso superior,

interrumpió bruscamente la lectura de Tiara.

Ella apartó la vista de los papeles que ocultaba

debajo del pupitre y observó las manchas de

humedad en el cielo de la sala. Los compañeros de

Tiara dejaron de espiarla a hurtadillas y dirigieron

las miradas al techo; el profesor suspendió las

anotaciones en la pizarra y enfrentó a sus alumnos.

Un segundo golpe se produjo en el piso de arriba.

Diego miró a Tiara y descubrió que sonreía. Un

tercer estruendo, seguido de carreras a pie

descalzo, hizo que el curso completo se paralizara

de espanto al escuchar claramente las risas que

venían del segundo piso.

La niña comenzó a reír sin ocultar la gracia que

aquello le producía. Diego recordó lo que su

compañera le había contado la tarde del día

anterior cuando ambos se reunieron debajo de la

pasarela. Hasta entonces pensaba que Tiara estaba

más loca de lo que se creía, pero estos golpes eran

reales y las risas tampoco eran producto de la

fantasía de nadie.

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Diego comenzó a sonreír con ella y el profesor

sacudió sus manos y sopló el resto de tiza de sus

dedos, preparado para iniciar un interrogatorio

sobre el comportamiento de sus alumnos. Pero no

consiguió que lo escucharan, porque todo el curso

comenzó a tironear a Diego de la manga de su

chaleco, al tiempo que preguntaban a media voz

por qué reían de esa manera. Lo único que desea-

ban era salir corriendo.

Mientras Tiara evocaba lo vivido en el piso de

arriba, Diego comenzó a contar a sus compañeros

lo que sabía sobre el hecho y la situación fue de

conocimiento público en cosa de segundos.

—¿Qué ocurre? —dijo al fin el profesor. Y como

sus alumnos seguían comentando en voz baja y las

risas iban en aumento, tuvo que hacer uso de su

autoridad para poner un poco de orden en el

alboroto que amenazaba con desbordarse. Con la

palma de la mano golpeó dos o tres veces sobre el

escritorio, con la intención de aquietar los ánimos

alterados—. ¡Silencio! ¿Qué les pasa, chicos?

—¿Será verdad lo que dice la Hue-

vito?

—¿Qué dice la Huevito?

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—Que los internos son caídos del

catre.

Las risas de todo el curso se reavivaron y por un

momento parecieron incontrolables.

—¿Qué cosa? —insistió el profesor, cada vez más

inquieto—. Tiara, ¿es verdad lo que dicen tus

compañeros?

—Así es, tío Tato —replicó ella—. Los mismos

niños, al levantarse, corren las tablas de las camas y

se caen.

—¡Ya basta! —alzó la voz el maestro.

—Eso mismo fue lo que me contó la Huevito

—se disculpó Diego.

—La Huevito tiene nombre —censuró el

profesor.

Y se quedó mordiendo sus palabras, con el Credo

en la boca, porque en ese preciso instante se

produjo un nuevo golpe, desatando aún más las

risas que tanto les costaba controlar a esos niños.

Sonó la campana y los alumnos se aquietaron por

un instante, aguardando las instrucciones del

profesor, sin dejar de reír.

—Está bien —dijo al fin—, salgan a recreo. Pero

ni se imaginen que hemos terminado con el

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asunto. Especialmente tú, Tiara, tendrás que

explicar el hecho. Te has convertido en una

alborotadora de tomo y lomo. Primero tienes la

audacia de venir a la escuela en tu balsa y ahora

eres responsable de este desorden.

El profesor esperó pacientemente que la niña

saliera para sonreír de buena gana, porque conocía

de sobra la situación comentada por sus alumnos.

Sin embargo, no se explicaba cómo había llegado al

conocimiento de Tiara y cómo era posible que

ocurriese de nuevo, cuando el segundo piso estaba

deshabitado.

Los chiquillos corrieron al patio más

atolondrados que nunca. Algunos se acercaron a

Tiara y le dieron suaves palmadas en la espalda.

Alguien le acarició la cabeza. Pero finalmente se

alejaron de ella, echando a rodar una pelota de

fútbol. Esta vez Diego permaneció unos instantes

junto a su compañera.

—Parece que fue verdad lo que dijiste

—comentó.

—¿Quieres venir?

—¿Adonde?

—Al dormitorio de los internos.

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—¿Estás loca? ¿Para que las pulgas me piquen de

nuevo?

—Tengo que contarte lo que me pasó en la

mañana, antes de venir a la escuela.

—¿Así, como esto?

—Más bello.

Diego la miró profundamente unos segundos, sin

saber si tomar en serio las palabras de Tiara. Sus

compañeros lo llamaron y se alejó corriendo.

La niña esperó que nadie la observara. El tío Tato

seguía ocupado en la sala, al parecer no tenía

ninguna intención de correr con la novedad a la

oficina de la directora.

Convencida de que nadie se preocupaba de ella,

se alegró de no ser tomada en cuenta; una vez más

se atrevió a empujar la puerta, que cedió

fácilmente, porque la aldaba ya no estaba en su

lugar. Subió muy animada, sin mirar atrás, sin

medir consecuencias.

Las pulgas, como era ya costumbre, la recibieron

con entusiasmo.

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Cálida bienvenida

ti segundo piso estaba tan desierto y abandonado

como el día anterior. La niña se sentó en uno de los

catres y mientras se rascaba intensamente las

piernas, cerró los ojos y se mantuvo muy quieta,

deseando que el sueño la dominara. Su deseo se

cumplió, porque antes de lo esperado regresaron

las apariciones de la primera visita.

Los internos de aquel dormitorio corrieron al

encuentro de Tiara. Le tendieron los brazos y la

rodearon hasta formar un apretado enjambre de

niños que deseaban manifestar un sentimiento de

amistad incontenible. Ella se mostró sorprendida,

se sonrojó emocionada y no supo de qué modo

debía corresponder a tales manifestaciones de

afecto.

Al cabo de un rato de entusiasmo, de ajetreos de

unos y pasividad de otros, llegaron al dormitorio la

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señorita Emilia, la Ese, el joven Renato y el padre

Ronchi.

—De una vez por todas —comentó la señorita

Emilia— hay que resolver este asunto.

—Ya hablé con un pescador, que en invierno

hace trabajos de carpintería —confirmó Renato.

—lo creo que los chicos echarán de menos el

alboroto matutino —comentó el sacerdote, muerto

de risa.

—¡Oye, Te\ —dijo la Ese—. Ven a compartir con

nosotros.

Tiara fue a sentarse con aquellos niños, que le

hicieron un lugar, acomodándose en una de las

camas.

—¡Tengan cuidado! Que estos catres son como

huevos.

—¿Qué importa si nos caemos?

Se sentaron con sumo cuidado, hasta formar un

círculo de conversación muy animada. Tiara quedó

instalada en medio de todos, como la invitada

principal.

—Oye, Te —preguntó la Ese—, ¿cómo llegaste

aquí?

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—Mi abuelo vino con mi papá —respondió

Tiara.

—Sí, sí —afirmó el sacerdote—, el Pascual ya

estaba aquí cuando visité la caleta.

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—¿Pascual? —repitió uno de los niños—. ¡El

nombrecito!

—Le llamaron así —respondió el sacerdote—

porque la Isla de Pascua es su lugar de origen.

—Y a usted, padre Ronchi —preguntó la Ese—,

¿le decían «el italiano»?

—Eso sería muy injusto —intervino la señorita

Emilia—, después de todo lo que ha hecho por

estas caletas.

—Bueno —agregó el sacerdote italiano—, no me

habría molestado en assoluto que me hubiesen

llamado como quisieran. Lo que importa es que no

se falte el respeto.

—Le respetamos —aclaró el joven Renato—,

desde que lo conocimos.

—Usted vino a poner orden en este lugar

—agregó la señorita Emilia—. ¿Recuerda?

—Como si fuera ayer.

—Cuando llegó el padre Ronchi —continuó

ella—, los hombres dejaron de vivir solos bajo la

ley de los puños y con el poco sentido común que

les quedaba. El padre los convenció de traer a sus

familias para restablecer las leyes del hogar.

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—lo vino a conoscere la relitat de la isla

—comentó el sacerdote— e incontrai una térra di

nessuno, de la cuale tutti querían apoderarse, una

isla en la cuale cada individuo delimitava le

frontiere de su autoritá, a su entera assoluta

volunta. En un inizio los pescadores llegaron con

sus aparejos. Atrás dejaron hogar y fami- glia,

pensando che la aventura tomaría tan solo unas

cuantas settimana.

La isla Toto, alejada y solitaria, al sur de Chaitén y

Quellón, fue habitada por intrépidos pescadores

que siguieron la huella de la merluza española. Las

protegidas aguas que rodean el archipiélago, de la

noche a la mañana se vieron surcadas por grandes

cardúmenes. Mientras los peces buscaron refugio

en esas aguas, los pescadores lo hicieron en esa

parte del océano, trozada y compartida con cientos

de islas pequeñas, donde sólo moraba el esplendor

y la bondad de la naturaleza en su estado más

primitivo. Se fueron quedando los hombres,

siempre a la espera de que la merluza cambiara de

sitio.

Esos pescadores aprovecharon el abrigo natural

de la bahía para establecer su pobre y su transitorio

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caserío. Las chozas que levantaron estaban

construidas con las ramas arrancadas de los

formidables árboles de la isla y los techos y paredes

fueron cubiertos con el plástico que ellos mismos

habían lie- vado para proteger sus escasas

pertenencias de la humedad del océano.

Esta aparente prosperidad convocó a otros

hombres y el caserío comenzó a tomar las

dimensiones de un pueblo. Llegaron a establecerse

a la ciudad de plástico, como se la conoció de ahí

en adelante, más de cinco mil personas. No sólo

pescadores, también comerciantes de todos los

negocios imaginables: almaceneros, panaderos,

abasteros y carniceros; zapateros, sastres,

comerciantes con patentes de alcoholes y otros

con bebidas de fantasía; llegaron ferreteros,

mueblistas, carpinteros y enfermeros primerizos

especializados en labores mínimas de salubridad.

Pero sólo una mísera parte de la lincakiikihlf

xttjui.'LTí v|uip ^sacaban .mar quedaba en las

manos de aquellos esforzados pescadores, porque

un exportador recogía la merluza para

transportarla a Puerto Montt.

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Con el tiempo la pesca dejó de ser abundante.

Pero esos hombres y sus familias se acostumbraron

de tal modo a la belleza de la isla Toto que

ninguno quiso abandonarla. Sus casas de plástico,

poco a poco se convirtieron en hogares con muros

de madera y techo de zinc auténtico.

—Como la de Pascual —comentó el padre

Ronchi—, que al principio hizo diferencia. ¿Per

che ser distinta? Era la única hare—paenga,

casa—bote, semejante a una tajada de melón.

Así fue, en efecto; el abuelo y su hijo la habían

construido imitando las antiguas viviendas de

Rapa-Nui. Tenía forma ovalada, como un bote

volcado, de modo invertido. El techo era como la

quilla de una embarcación y a ella se entraba o

salía por una puerta lateral, por la que había que

agacharse para no golpearse la cabeza.

Tiara, sin embargo, no conoció el primer refugio

que levantó su abuelo, en medio de la lluvia, con

ramas y madera del lugar, forrado en plástico.

Había sido una vivienda muy precaria. Antes de

que naciera la niña llegaron tablas bien aserradas,

clavos y planchas de zinc, necesarias para la casa

definitiva.

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—No fue capricho, padre; tampoco, ¿cómo se

llama? —respondió Tiara—. Así son en la isla

donde nacieron mis antepasados.

—¿Aunque todos los vecinos reclamaran porque

ocupaba más espacio que las demás?

—Cada uno hizo lo que quiso.

—Menos io, que hiche lo che debía —replicó

enseguida el sacerdote italiano—. Construí una

scuola para bambinos. En sitios lejanos convencí a

profesores para venir cual maestros.

—Así me convenció —agregó la señorita Emilia.

—Y a mí —se sumó Renato.

—Buono, sí —recordó el sacerdote—, ella

incontré dos veces el mesmo día. No puede ser

casualidad, io dije. La primera vez la observé a la

entrada del pueblo. Fue divertido. Al incontrarla

de nuovo en la chiesa, io dije: te ricordo

perfectamente. ¿Qué estudios tienes?

—Soy profesora normalista, le respondí

—continuó la señorita Emilia—, y como se me

quedara mirando con cara de duda, agregué:

estudié para maestra en la Escuela Normal de

Ancud.

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—Guardé silencio por un instante —prosiguió el

sacerdote— y luogo pregunté: ¿enseñarías en lugar

remoto?

—Es lo que espero. ¿Qué oportunidad podría

tener en mi pueblo? Sabía que no había ninguna

posibilidad de encontrar un puesto de maestra; las

pocas vacantes estaban ocupadas. Mi madre, que

también era profesora, comenzó muy joven su vida

de magisterio y montaba a caballo diariamente

diez o doce kilómetros para enseñar en una

escueli- ta lejana. Con viento, lluvia o tormenta,

con esfuerzo y sacrificio.

—Beni, io dije —agregó el sacerdote—, hablaré

hoy mismo con tuo padre para que enseñes a niños

que necesitan maestra.

—¿Qué más podía hacer? ¿Quedarme a enseñar

en una isla y embarcarme todos los días, para

hacerme cargo de mis alumnos? ¿O quedarme a

esperar que el hijo de la señora Rita, el único

boxeador del pueblo, me solicitara en matrimonio?

—Y fue divertido como io fui recibido en su

pueblo. Ellos esperaban visita de autoridad de la

chiesa.

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—Una vez al año —contó Emilia— nos visitaba

el obispo, que por esos años residía en Ancud. En

ese tiempo, pues oye, la calle principal era

engalanada con arcos de flores, para realzar el paso

del visitante. Las gentes del campo, acompañadas

de hijos y maridos, entraban descalzas al pueblo.

En la primera casa de la calle principal se ponían

sus zapatos y cambiaban el atuendo de todos los

días por trajes mejores, reservados para estas

ocasiones. Luego, adornaban las imágenes de las

Vírgenes que habían traído especialmente para la

visita del obispo. Alguien gritaba: «¡Que ya viene,

ya viene!», al ver la polvareda que levantaba el

único vehículo motorizado de la isla. Los músicos

iniciaban los sones de las melodías, con sus

acordeones, tambores y guitarras.

El visitante, en efecto, había llegado en el camión

municipal, que lo había recogido a dos kilómetros

del canal de Dalcahue. El camino estaba en

construcción y no llegaba al embarcadero. El

religioso italiano tuvo que caminar bastante para

seguir el viaje.

El padre Ronchi descendió con su larga sotana y

abrigado con un amplio chaquetón impermeable.

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Sostenía en su mano izquierda un pequeño bolso

de viaje y sonreía en todo momento, saludando

afectuosamente con la mano a quienes se

acercaban a darle la bienvenida.

—Le ofrecí el ramo de jazmines que había

preparado y de todos modos, en señal de respeto,

me incliné a besarle el anillo de su mano derecha

—reconoció Emilia.

—Ambos nos sorprendimos, porque io no llevaba

anillo alguno y no estaba habituado a ceremonias.

¿Qué haces?, io dije. No soy más que un cura en

misión de pastor.

—Yo había recibido el honor de poner flores en

uno de los altares y acompañar a la señora Rita,

mientras ella tocaba el armonio durante la misa.

—Y lo hizo molto bene. Subí a felichi- tarla y

reconocí a la del beso en la mano como si io fuese

un obispo. Fue impresión molto grata la que ella

causó entonces. Había tanta innocenza en su

mirada, tanto candor e ingenuidad, que me dije:

oh, Signor, permite que io pueda llevarla conmigo.

Es la persona que preciso.

—Así es el padre Ronchi —continuó la señorita

Emilia—, un hombre sencillo que llega donde se lo

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propone, especialmente para cumplir sus oficios,

como decir misa donde no hay iglesia, bautizar

niños perdidos en los rincones más apartados o

entregar víveres a los necesitados, por muy

distantes que se hallen y por muy escasos que sean

los medios para llegar hasta ellos. Suele viajar con

un bolso de mano y aborda el primer vehículo que

pase.

—Es que así fue mi niñez —prosiguió el

sacerdote—. Io nací en un pueblo cercano a Milán.

Fui el mayor de onche hermanos y tuve una

infancia difficile. Por eso, a los venti decidí por

sacerdocio para dedicar mi tiempo a los pobres.

Vine misionero a Chile y recogí bambinos bajo

puentes del río Mapocho.

—Así lo conocí en Santiago —intervino el joven

Renato—. Yo era uno de esos estudiantes buena

onda que nos acercábamos a los niños que vivían

bajo los puentes. Les llevábamos algo de comer,

tratando de entender su situación, para darles algo

de cariño y comprensión. No era nuestra intención

sacarlos del río. Tratábamos de ayudarlos, de hacer

más soportable la vida que llevaban. Queríamos

estar junto a ellos y establecer un vínculo, que no

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se sintieran tan solos. El padre Ronchi me pidió

que lo acompañara cuando decidió traer a todos

estos niños sin hogar.

—Nosotros no sabíamos que era sacerdote

—comentó la Ese—. De la noche a la mañana, así

de repente, apareció este hombre mayor. Entonces

pensamos que era el dueño de la caleta. No tuvo la

intención de echarnos, pero no le gustaba que

estuviéramos ahí. Una noche llegaron los policías

buscando a cuatro jóvenes que sus familiares

habían dado por perdidos. Esa misma noche

desapareció y creímos que se lo habían llevado o

que se había muerto.

—Después ritorné per lui. Io sabía que mientras

se quedaran en la ciudad, sem- pre ritornarían a

vida de vagabondo. Decidí trasladarlos a Puerto

Cisnes, sin permiso ni nada, viajé con ellos más de

mil quinientos kilómetros.

—¿Sin el permiso de sus padres?

—¿Y de qué padre podía solicitar permiso? Allora

hice hogar donde los bambinos estudiaran y

crecieran.

—Dios nos pone cosas en el camino —prosiguió

la señorita Emilia—. El padre Ronchi hizo

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construir esta escuela de madera. Buscó la

colaboración de personas caritativas, de empresas,

autoridades e instituciones; consiguió víveres,

materiales de construcción y los implementos

necesarios para instalar una modesta estación de

radio, que es el medio de comunicación más

efectivo de la zona. La radio es el puente que une a

cientos de almas que pasan aisladas la mayor parte

del tiempo.

—Pedí ayuda para levantar una chie- sa y dar en

ella muestras de gratitud y, como no bastaba,

conseguí al menos cada quince días que una

patrulla de carabinieri viajara a la isla para la ley

que estos uomo, en su aislamiento, no respetaban.

Io hice para que ellos entendieran por leyes de

razón y orden, para que dejaran de dirimir

diferencias con la forza de los puños, que fue lo que

hicieron al principio, cuando recién llegados,

como si nada más importara.

El tañido de la campana interrumpió la tertulia.

—¡Niños, a clases! —sentenció la señorita Emilia

y desapareció.

Tiara se incorporó de un brinco y todos se

quedaron con el alma en un hilo, inmóviles, sin

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respiración, evitando que la cama se desparramara

por el suelo, como si de pronto hubiesen retornado

a la condición que siempre tuvieron: fantasmas.

La niña bajó los peldaños de dos en dos, sintiendo

como las pulgas nuevamente la convertían en

blanco de sus picadas. Con la irresistible comezón

en sus piernas cerró la puerta a sus espaldas y se

quedó inmóvil allí por unos segundos,

comprobando que no había sido descubierta.

El patio estaba desierto, pero la puerta de la sala

permanecía abierta.

Entonces comenzó a rascarse. Mientras se dirigía

a la sala, de cuando en cuando se detenía para

aliviar la comezón que parecía quemar la piel de

sus piernas.

En su pupitre tuvo que disimular para contener

las ganas de calmar la picazón, aunque Diego la

interrumpía a cada rato, lanzándole miradas de

complicidad. Era el único que sabía dónde había

estado. Al resto de los alumnos no parecía

preocuparle lo que ella había hecho durante el

recreo. Aquel pensamiento calmó sus inquietudes,

aceptando que a veces la indiferencia de los demás

es más conveniente de lo que uno pudiera desear.

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Terminadas las clases, Tiara amarró su balsa a la

panga de don Anselmo, que fue en busca de su hijo.

Diego se limitó a observarla durante el trayecto.

Era demasiado abrumador para él sentirse

cómplice de una falta que había provocado tanto

rechazo en la escuela.

Por fortuna, en la lancha nadie comentó el

incidente de la mañana. ¿Todo ese alboroto por

haber navegado en balsa unos cuantos metros? ¿No

sería demasiado? Ella no había puesto en peligro su

vida. Si así hubiera sido, jamás se habría alejado

tanto de la orilla. Por lo demás, había demostrado

que Amiga Yara era muy segura.

Como todos los días, la madre de Diego lo

esperaba en el muelle con la bicicleta. En el

momento de descender y antes de que corriera a

reunirse con su adorada bici, Tiara le habló a

media voz:

—Más tarde nos vemos, en la caleta bajo la

pasarela. Tengo mucho que contarte.

—Después de la once será —respondió Diego,

mostrándose desinteresado—. Y después de las

tareas, porque si no mi mamá no me deja salir. A lo

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mejor a ti tampoco te van a dar permiso después de

lo que hiciste.

—Voy de todos modos —respondió

la niña.

El padre y el hermano de Tiara no estaban

cuando ella regresó de la escuela.

—La tía Emilia mandó esta comunicación —dijo

a su madre.

—Déjela ahí —respondió ella.

—¡La directora quiere hablar con

ustedes!

—Bueno —replicó la madre un tanto molesta

por el reclamo de su hija—, ella entenderá que sus

padres tienen asuntos que resolver.

—A lo mejor quiere hablarles de mí.

—¿Hizo algo malo, hija? —y como Tiara no

respondió, la madre continuó—: La otra vez

también quería que fuéramos a la escuela y era para

recibir un premio.

—Tienen que leer la comunicación.

—Que la lea su padre cuando llegue.

La niña enmudeció intentando entender los

asuntos de sus padres, pero su mente sólo tenía

espacio para la segunda visita que había hecho al

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piso de arriba. Ni siquiera la preocupaba el

malestar de la directora, ni el regaño que había

recibido de su maestro. Tampoco le importaba el

contenido de la comunicación que la tía Emilia le

había enviado a sus padres y que ella no había

tenido la imprudencia de leer. Tiara salió de la

habitación. Contrariada, triste, confusa y sin saber

qué hacer, perdió por un momento el sentido de la

existencia.

Cuando, más tarde, Diego asomó su nariz en la

ventana de la cocina, atisbando hacia el interior,

Tiara no se veía por ningún lado.

La Te y el Deivid

Diego fue a reunirse con Tiara y ella lo vio venir

con su bicicleta. Se detuvo junto a la baranda de la

pasarela y aguardó allí un instante.

—Sabía que estabas aquí —le dijo al verla—.

¿Entregaste la comunicación? —Sí.

—¿Qué dijo tu mamá?

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—Nada. No la leyó.

—¿Y qué vas a hacer cuando la lean?

—No sé. Me vine sin permiso.

—Te van a castigar, Huevito.

Se hizo la lesa y cambió de tema. Al ver que

Diego no mostraba el menor interés por descender

al refugio, lo animó para que lo hiciera.

—Deivid —le dijo—, ¿nunca has intentado

montar tu bici en la pasarela?

—¿Cómo?

—Subirte a tu bici.

—¡Adonde puedo ir con ella! —protestó Diego.

—Pero podrías andar sin andar. -¿Qué?

—Escucha, Deivid —insistió ella—. Si te montas

en tu bici y pedaleas bien corti- to, para que las

ruedas no giren, tal vez...

—¿Estás loca?

Tiara desapareció en el interior del refugio. Allí

esperó pacientemente con los dedos cruzados,

deseando que su compañero aceptara, por muy

tirado de las mechas que fuera. Escuchó con

atención alguna señal que pudiera venir desde la

pasarela. Por un momento pensó que Diego se

había cansado de estar allí. Hasta que no pudo más

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con la curiosidad y se asomó a ver qué había

ocurrido en verdad. Para su sorpresa, allí estaba

Diego, afirmado en la baranda de la pasarela,

intentando pedalear, moviendo los pedales hacia

delante y hacia atrás.

Diego vencía finalmente aquel sentido del

ridículo que tanto lo avergonzaba cada vez que

montaba su bicicleta.

Hasta que pudo más la curiosidad que la soledad

y el silencio que reinaba en el escondite y Tiara

salió a la luz de la tarde. Sin pensarlo más de una

vez, trepó por la roca y sorprendió a su compañero.

Diego, al verla junto a él, quiso bajarse

rápidamente, pero ella lo detuvo, obligándolo a

mantener el equilibrio.

—¡No, no! —le dijo ella—. Mantente ahí. Ahora

pisa bien firme los pedales y tuerce un poco el

manubrio. Cuando pierdas el equilibrio, tuerce el

manubrio hacia el otro lado.

—¡Esta no es forma de andar en bici! —protestó

Diego, mientras seguía las indicaciones de Tiara.

—¡Eso es, Deivid\ —gritó ella, animándolo.

—Pero, ¿qué tiene de divertido?

—¿No? —insistía ella—. ¿No es divertido?

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—No le veo la gracia.

—¡Déjame probar, entonces!

—¡No!

—¡Bájate!

—No, te dije.

¡Con qué gusto hubiese querido pedalear y

pedalear en línea recta y atravesar grandes

extensiones de bosques, por un sendero sinuoso y,

tal vez, sentir el placer de dejarse llevar por la

velocidad al descender por un camino que sólo

estaba en su imaginación. Era dueño de la única

bicicleta que había en la caleta y siempre se

lamentaba de no poder disfrutarla, como era su

deseo.

Pero, ¿qué cosa más extraña que «andar en bici»

sin pedalear ni un centímetro? Sin embargo y por

curioso que resultara, no hubo forma de que Diego

renunciara al intento.

Porfiadamente, el muchacho se resistió a ceder

porque tal posición le otorgaba poder frente a su

compañera, y la perseverancia, de juego torpe al

comienzo, a través de la auténtica peripecia, se

convirtió en sorprendente descubrimiento.

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Era cosa de verlos. Ella era la que más se divertía

con los logros del compañero y celebraba

entusiasta cada giro, cada golpe de manubrio para

mantener el equilibrio. Repentinamente, comenzó

a desplazarse a salti- tos, como un balón que bota

sobre el cemento inexistente y fue avanzando

hacia la superficie accidentada de la roca. Allí se

detuvo, su figura recortada contra el verde del

cerro y el azul negruzco del cielo.

—Puedo ir más lejos si quiero —comentó,

inmóvil como una estatua.

—¿Ir más lejos? —ella se llevó las manos a los

labios para ahogar un grito que amenazaba con

escapar de su garganta.

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—¿No quieres que baje hasta el refugio?

—Pero, Deivid —protestó la niña.

—¿Y por qué no? —replicó, entusiasmado con su

idea, aterrando a su compañera, retando toda

lógica, rechazando consecuencias—. ¿No querías

verme en peligro? ¿No te agrada el riesgo?

—¡Nunca dije que andes por las

rocas!

¿Y si perdía el equilibrio? ¿Y si rodaba hasta las

aguas con bici y todo? Tal vez ella había sido muy

imprudente al animarlo de esa manera. Al mismo

tiempo, deseaba ver a su propio hermano en el

pellejo de Diego, dándoselas de arriesgado, de

valiente, siempre dispuesto a no titubear ante el

peligro.

El ciclista de las pasarelas se bajó de la bicicleta

para levantarla sobre la baranda de madera y

posarla en la roca, por donde comenzó a

descender, con gran cuidado, sin soltar el freno y

torciendo el manubrio de lado a lado. A ratos se

paraba en los pedales, sobre el asiento. De tal modo

la bicicleta era controlada con mayor eficacia,

permitiendo que bajara unos centímetros la rueda

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trasera y otros centímetros la delantera. Hasta que

se detuvo frente a la entrada del escondite.

—Es increíble lo que haces —dijo

ella.

—¿Qué cosa? —Esos giros con tu bici. —¿No es

lo que querías, Huevito? —Por mi culpa podrías

caer y quebrarte una costilla.

—¿Podré ir a la escuela? —¡Esas rocas sí que son

peligrosas! —Pero puedo intentarlo. —Prefiero

que hagas una exhibición en el patio.

—¿Para que todos vean? —Para que te vean

los del piso de

arriba.

—¿Ellos?

—Estarían maravillados. —¿Por qué?

—Porque si viviéramos con ellos te mandarían a

machetear con tu bici. Después de una exhibición

como ésa lloverían las monedas.

—Yo jamás haría eso, Huevito. —Aquí soy la Te.

No lo olvides. Mira, traje algo para la once.

—¿Sólo medio pan amasado? —Mi mamá lo

hace bien rico.

También traje una papa cocida. La voy a partir en

dos.

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—Si aparece tu mamá por aquí nos saca de un ala.

—Tranquilo, Deivid. Ella no va a venir. Ni

siquiera se asoma a la puerta de la casa cuando

salgo. Ya, come, será mejor.

—No quisiera estar en tu pellejo cuando el

Pascual lea la comunicación y vea que no estás en

la casa. ¿Por qué haces tantas leseras?

—Es lo que tengo que contarte.

-¿Qué?

—Vino el Kiko a buscarme. También vinieron

los príncipes. Bajé muy temprano a la caleta, pero

tú no estabas. Entonces llegaron en su piragua y

navegamos hasta la isla de nuestros antepasados.

Fue maravilloso, Deivid, pero no pude esperarte.

El se quedó en silencio, mirando con ojos de

asombro a su compañera. Por lo general, no era

muy habladora. En la escuela, las tías apenas le

sacaban una palabra. Pero desde que comenzaron

sus fantasías se había vuelto parlanchína y de sus

labios salían expresiones que jamás le habían

escuchado.

—Huevito —murmuró—, ¿de nuevo fuiste al

piso de arriba? —Sí.

-¿Y?

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—No sólo estuve con los internos. También con

la tía Emilia...

—¿Con la directora?

—... con el profesor Renato...

—¿El tío Tato?

—Y también con el padre Ronchi.

—Entonces, ¿era cierto que se aparecía como un

fantasma?

—¿Qué historia es ésa? —preguntó ella.

—Mi padrino trabajó en la carretera Austral y

una vez vieron un sacerdote que se aproximaba,

así, como de bien lejos.

—Se parece a esa historia que nos contó una vez

el tío Tato, que a cierta hora del día se aparecía un

misionero jesuita.

—Pero ése no era, porque el jesuita anduvo en

los años de 1760. Lo pasamos en historia.

—¿Hasta de la fecha te acuerdas?

—Bueno —continuó él su relato—, entonces mi

padrino y sus compañeros vieron aparecer la

silueta del religioso sobre la nieve. «¡El cura

fantasma!», gritaron y salieron corriendo. Cuando

el cura llegó a la faena no encontró ni un alma.

Abrió los brazos y gritó a los cuatro vientos. Los

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hombres entendieron que había llegado un

sacerdote verdadero. Regresaron a la obra,

obedeciendo al cura que los llamaba.

Estaba muerto de cansancio, muerto de frío.

Había caminado un día y medio y pasado toda una

noche sin techo ni abrigo. Lo recibieron contentos,

con fuertes palmadas en la espalda. «Voy a

calentarme un poquito y después hacemos la

misa», les dijo.

—Es bonita esa historia, Deivid. El padre Ronchi

contó una que yo nunca había escuchado.

—¿Cuál?

—En una oportunidad se embarcó en un bote tan

pequeño como mi balsa. Iba con Jaime Caro, un

ingeniero de Aysén experto en turbinas.

—¿Turbinas?

—Sí, esas que producen electricidad para que la

gente de sectores apartados como el nuestro tenga

radio para comunicarse.

—En algunas islas de Chiloé también usan

baterías de auto. Eso nos contó la tía Emilia.

—Sí, ella conoce muy bien todo eso —replicó la

niña— porque es de allá.

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Pero lo que Tiara contó era para sorprenderse. El

sacerdote y el ingeniero habían navegado ya varias

horas, entre un caserío llamado La Junta y otro

conocido como Raúl Marín Balmaceda, cuando los

sorprendió la noche; el botero que los transportaba

vivía por allí cerca y la casa más próxima era pre-

cisamente la suya. El hombre les ofreció pasar allí

la noche y continuar viaje al día siguiente.

Aceptaron. El hogar era humilde, como todos los

de la región. El fuego ardía en la cocina y la mujer

del botero los invitó a comer a la suerte de la olla.

El jefe de familia era padre de cinco hijos, que

sonreían con disimulo. El padre Ronchi quiso

saber si los niños estaban bautizados. No lo

estaban, porque jamás habían pisado una iglesia y

aquella era la primera vez que veían un cura. El

hombre reconoció que con su mujer tampoco se

habían casado. Esa misma noche, en cosa de

minutos, se vistieron para la ocasión. Con

sencillez, el padre Ronchi celebró dos confesiones,

cinco bautizos y una boda. El ingeniero fue testigo

de matrimonio y padrino de los niños.

—Huevito —interrumpió Diego—, ya se nos

hizo tarde. ¿No nos andarán buscando?

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—No me quisiera ir, Deivid. Si hubiese traído

unas frezadas me quedaría a dormir.

—¿Tienes miedo de llegar a tu casa?

—No, ya se me pasó. Después de lo que

hablamos. Fue lindo, ¿verdad, Deivid?.

Cuando abandonaron el refugio no se veía a

nadie por los alrededores. Tiara le ayudó a Diego a

cargar la bicicleta hasta la pasarela, donde por fin

se sintieron más seguros. Desde allí caminaron

lentamente, uno detrás del otro, por los angostos

pasadizos de madera húmeda y ennegrecida. Antes

de que anocheciera se despidieron a la entrada de

la casa de Tiara. Diego se quedó esperando unos

minutos después de que la niña desapareció por la

puerta estrecha; el llanto de un niño rompió la paz

de la noche que se anunciaba.

El accidente

Ai día siguiente y a primera hora de la mañana,

Tiara se asomó a la ventana como de costumbre y

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lo único que vio fue un grupo de pescadores

reunidos en la caleta, a unos cuantos metros de su

casa. Una lancha de la Armada se mecía

suavemente con el ir y venir de las olas, y un tanto

más apartados, el alcalde de mar y tres marinos

conversaban en voz baja, con semblante de

preocupación.

—Vienen por mi padre y mi hermano —pensó la

niña—. ¡Qué bueno que no estén en la casa!

Hubiera deseado que Diego estuviera allí, pero su

compañero no se veía por ningún lado.

Terminó su desayuno y volvió a mirar

resignadamente el mar que comenzaba a sacudirse

la bruma. Se despidió de su madre y con la ilusión

de siempre descendió por la pasarela en dirección

al embarcadero. Se acercó a esa gente allí reunida,

pero ninguno de ellos descubrió la presencia de la

niña. Inquieta, se preguntaba por qué razón los

marinos no buscaban en la casa a su padre y a su

hermano. Era muy extraño lo que ocurría, pues

nadie se movía de su sitio. Se diría, más bien, que

aguardaban por algo que se presentaría de un

momento a otro. Tiara esperó en los escalones que

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bajaban al muelle y, en el fondo de su corazón,

aguardó por el prodigio de aquel día.

Soñando despierta, evocó la deslumbrante

piragua de los Ariki Paka, emergiendo desde la

densa bruma que engullía al resto del mundo

circundante. Decidida, se dirigió al lugar donde

mantenía amarrada su balsa. Soltó las amarras,

cogió el remo y, sin pensarlo dos veces, abordó la

pequeña plancha de espuma plástica y remó con

decisión hasta el muro de neblina. Como si una

puerta de tenue humedad se abriera para darle

paso, la espléndida embarcación de los príncipes se

dirigió resuelta al sitio donde flotaba la niña.

Tiara la vio acercarse, navegando pausadamente

en medio de la bruma y la tranquilizó aún más la

presencia de su abuelo y de su hermano Kiko.

—¡Niña Miru! —saludaron los príncipes—.

Estirpe real, recibe nuestro respeto.

Tiara se alegró con la llegada de los navegantes. A

decir verdad, no pensaba más que en ellos, después

del primer viaje que hicieron a la isla de sus

antepasados.

Vio la satisfacción en los ojos de su hermano.

Sintió con cuánta dulzura la miraba. Aunque no lo

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manifestara, Kiko estaba muy contento, porque en

el viaje anterior el comportamiento de Tiara había

sido admirable.

Así como la bruma ocultaba las aguas del

archipiélago, así también ocultó rápidamente la

piragua de los príncipes. Ajenos a la audacia de la

niña y la presencia de los Ariki Paka, el alcalde de

mar, los marinos y los pescadores continuaron su

charla como si nada.

Tiara sabía que navegando hacia el norte se

llegaba a una isla donde brillaba el sol

esplendoroso, donde el mundo desconocido y

fascinante de sus abuelos se abría ante sus ojos.

La navegación enfrentó las mismas dificultades

del viaje anterior y, precisamente por estar ella en

conocimiento de las peripecias, dudaba que tuviera

la resistencia de enfrentar nuevamente la prueba,

aunque la esperaba. Se preparó entonces para una

travesía extenuante, pero curiosamente la nave-

gación fue más breve que la primera. En todo

momento fue protegida por su abuelo y su

hermano, hasta que al cabo de un tiempo se disipó

la bruma y ante los ojos de Tiara apareció el

imponente volcán Rano Raraku.

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—Es tiempo de primavera —comentó Kiko—, ha

pasado el invierno y se aproxima el verano.

—Es cuando retornan las manutara, las aves

sagradas, que llegan al peñón a depositar sus

huevos —dijeron los príncipes.

—Tu padre competirá por uno de esos trofeos

—agregó el abuelo.

—¿Mi padre? —exclamó Tiara.

—Compite para que su jefe gobierne por un año

los destinos de sus hombres —concluyeron los

príncipes.

—Aquí en Mataveri se reúnen los competidores.

Desembarcaron en las cercanías del volcán y

caminaron hacia la cima del cráter. En el ascenso la

niña fue descubriendo los monumentales moáis,

descansando en sus pedestales, en el pasto silvestre

o saliendo de la montaña, como si la roca misma les

diera forma con el cincel y el martillo de ventiscas

y tormentas.

La niña descubría gigantes pétreos a cada paso.

Los rostros de tales monumentos, en apariencia

idénticos, enseñaban pequeñas diferencias,

demostrando que cada uno representaba un

personaje rodeado de misterio.

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Tiara pudo admirar la hermosa aldea que allí se

levantaba, sobre una extensa planicie.

—Estamos en Orongo —explicaron los

príncipes—. Y se celebra la ceremonia del Tangata

Manu.

Las viviendas allí construidas eran de piedra laja,

con puertas muy pequeñas siempre abiertas hacia

el mar.

Hombres y mujeres se congregaban en aquel

lugar, dispuestos a pasar allí todo un día,

celebrando con danzas y cantos de envolventes

melodías.

A poca distancia del sitio de las celebraciones se

alzaba un moái de varios metros de altura. Más

allá, una imponente escultura se arrodillaba en

medio de la llanura; en la cumbre, un enorme

rostro de piedra volcánica yacía tendido

observando el cielo. En verdad, una parte de los

faldeos del volcán estaba poblada de estatuas en

distintas posiciones, porque allí estaba la cantera

donde fueron esculpidas la gran mayoría de las

esculturas de Isla de Pascua.

Tiara no terminaba de sorprenderse al

contemplar tanta maravilla y su corazón brincaba

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de alegría de sólo pensar que ella y su familia

pertenecían a ese mundo fascinante.

—Las piedras hablan por sí solas —comentó uno

de los príncipes. Y llevó a la niña hasta una roca

tallada con signos y figuras indescifrables—. Este

es el santuario.

Al sur de la isla se podía observar el islote

Motu—kaokao, que emergía del mar como una

espada puntiaguda, blanqueada por los

excrementos de las aves. Más lejos, se veían los

peñones Motu-nui y Motu-iti, cubiertos de

vegetación. Los tres islotes dejaban ver cuán

enormes eran las dificultades para llegar hasta

ellos. Rodeados por grietas y quebradas, las olas los

golpeaban con furia, penetrando en la roca como

lanzas espumosas. Entre esas grietas, ocultas por la

hierba que las circundaba, solían hacer sus nidos

las aves.

—Esa es la meta —dijo Kiko—. Hasta allí han de

nadar. Y algún día, también yo competiré, igual

que mi padre.

Los jefes observaban a cierta distancia,

cómodamente instalados. Desde el observatorio

solar, el sacerdote dio la señal de inicio. Los

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aguerridos nadadores, apiñados en la cima del

escarpado risco, bajaron hábilmente, tratando de

alcanzar cuanto antes las aguas del mar.

Los competidores, portando sus canastos kete, se

sumergieron en el mar y montados sobre pequeñas

canoas de totora nadaron con pies y manos para

alcanzar el primer islote.

Desde el acantilado, en un monumento

funerario, dos estatuas observaban la competencia.

Debían sortear numerosos peligros en la travesía

hasta el peñón. Algunos sucumbían en la empresa,

arrastrados por la corriente, pereciendo en medio

de las aguas. Los que pasaban con éxito la prueba

llegaban al islote, donde cumplían la primera parte

de la travesía. Una vez en el peñón más cercano,

empezaba la vigilia. Debían esperar largas horas

hasta que llegaran las aves a poner sus huevos.

El primer valiente que logró apoderarse de uno

de ellos, alzándolo con su mano derecha, saltó

sobre la roca, gritando con todo el aire de sus

pulmones, para que su jefe lo escuchara desde el

lugar de los festejos.

—¡Es mi hijo! —exclamó jubiloso el abuelo.

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—¿Mi padre? —replicó la niña.

—¿No reconocería yo su voz?

—Pero, ¿qué dice?

—¡Ka—varu te puokol —explicó el anciano,

colmado de orgullo—. ¡Rasúrate la cabeza! Es lo

que le grita a su jefe.

El superior, que observaba rodeado de su gente,

se levantó de inmediato para ser ungido como

hombre pájaro, porque debía dirigir los destinos de

sus hombres a partir de esa primavera y hasta el fin

del próximo invierno.

Con afilados cuchillos de obsidiana procedieron a

cortarle el cabello y también le rasuraron los

brazos y las piernas. Luego, le tiñeron de rojo la

cabeza.

Así ocurrió, en verdad, ante los ojos asombrados

de la niña.

Mientras tanto, en el peñón el ganador atesoró su

trofeo en el canastillo que portaba y se dispuso a

regresar junto a su jefe, que debía lucir el huevo a

la entrada de su casa por espacio de un año, tiempo

que duraba su jerarquía.

A continuación, otros competidores se agruparon

en la cima del peñón alzando huevos de pájaro,

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honrando a los jefes que representaban, pero

reconociendo su derrota.

Uno tras otro, los contrincantes iniciaron el

descenso con sus trofeos y arrojándose al mar se

disponían a regresar sobre sus balsas de totora.

Nadie se preocupó más de los competidores.

Algunos se perdieron en medio de las aguas, otros

cayeron desde las rocas y nadaron con grandes

dificultades. Las dos estatuas de aquel monumento

funerario sabían que pronto celebrarían ritos

mortuorios.

Sacerdotes silenciosos ensartaron en el piso los

soportes de las angarillas funerarias: cuatro estacas

clavadas en la tierra soportarían una modesta

camilla con el cuerpo de un desdichado, envuelto

en telas y en esteras que lo mantendrían por varios

días, al tiempo que los cantos fúnebres, los llantos y

los lamentos se escucharían en toda la isla. Luego,

serían llevados a los santuarios que, a modo de

mausoleo, se levantaban a lo largo de la costa.

Mas, por ahora, el pueblo se dedicaba a festejar

las alegrías, pues tiempo habría para tanta tristeza.

—Quisiera ver a mi padre —imploró

la niña.

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—Las celebraciones podrían resultar

interminables —advirtieron los príncipes—.

Lo hemos perdido y no sabemos cuántas

peripecias ha de sortear antes de llevar el trofeo a

las manos de su jerarca.

—Además, ahora comienzan las rencillas

—advirtió el abuelo.

—¿Rencillas? —exclamó ella.

—Las disputas —aclaró Kiko.

—Los competidores lamentan su derrota

—agregaron los príncipes—. Mientras uno de ellos

celebra la victoria, el resto es víctima de la envidia

y las diferencias suelen concluir en destrucción y

muerte.

—¿Y nadie puede detenerlos?

—La única autoridad en la celebración del

Hombre pájaro es el propio jefe de esos

competidores.

—¡Ustedes deben hacerlo!

—¿Nosotros?

—¡Sí, por algo son príncipes!

—Nos debemos a nuestro monarca y él espera al

otro lado de la isla, sumido en la tristeza. Está muy

lejos para intervenir y los jerarcas de estos

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hombres no aceptan mediación alguna, aunque

provenga del mismo rey que los gobierna.

—¿Y mi padre también estará en esas rencillas?

—Ningún competidor puede escapar

a ellas.

—¿Podría morir, entonces? —Así es, querida

niña —respondieron los príncipes, y cantaron a

media voz:

«Ka tangi é... ere ika iti é. Mo nua é, ere mo te matua é. He ono matua, hoki tae tangi ai; ko te bebe au; o ko te matua akore...» «Está llorando... la pequeña víctima. Por su madre y por su padre. Ya no tiene padre, por eso llora; ahora está pobre; ya no tiene más padres.»

—¿Y ese canto tan triste? —preguntó.

—Es un lamento —respondió el anciano,

presagiando un desenlace trágico.

Tiara enmudeció al ver tan preocupado a su

abuelo. También el hermano de la niña mostró la

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congoja en su semblante. Por un momento detestó

la participación de su padre en esos festejos.

—Estas celebraciones y desenfrenos, Hopu

contra Hopu, provocan no sólo dolor y muerte

—comentaron lastimosamente los príncipes—,

sino también la ruina de este lugar sagrado,

muchas veces con la destrucción definitiva de

estatuas y monumentos.

Las palabras de los Ariki-paka sonaron como un

presagio ineludible en el corazón de la niña.

—Vamos, Tiara —dijo Kiko con profunda

tristeza—. Debemos regresar.

Con los cantos y bailes en sus oídos se dirigieron

a la embarcación y entraron en la densa bruma que

ocultaba todo el entorno de la isla.

Cuando finalmente la nave salió de la espesa

niebla, Tiara se hallaba frente a la caleta de su casa.

Cerró los ojos, con el ferviente deseo de no salir de

aquel sueño, pero no pudo permanecer así

demasiado tiempo; voces que salían a su

encuentro, la sacaron abruptamente de su

ensueño. Ai abrir los ojos nuevamente descubrió

que la piragua de los príncipes había desaparecido

por completo, también su hermano y su abuelo.

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El encanto de la niña se quebró como un espejo.

Uno de aquellos hombres agrupados en la costa, y

que de vez en cuando dirigían la mirada hacia el

mar, alcanzó a ver la balsa de Tiara asomando por

la bruma que se diluía bajo la luz del sol. Al dar la

voz de alarma, todos se volvieron para verla

remando hacia la escuela.

—¡Ya estábamos advertidos! —exclamó el

alcalde de mar—. Anoche la Lidia me habló de lo

que hizo esta chica.

—Pero, ¿cómo no la vimos subir a esa balsa?

—Ni siquiera la vimos salir de su

casa.

El alcalde de mar, apremiado por su falta de

cuidado, sintiéndose más responsable que nadie,

abordó rápidamente su bote y dio las instrucciones

al hombre que lo acompañaba para ir cuanto antes

detrás de Tiara y evitar que siguiera remando en

condiciones tan precarias. Daba miedo de sólo

pensar en una desgracia. Si llegase a volcar esa

balsa de juguete, la niña se hundiría en cosa de

segundos, con el peso de su mochila y con tanta

ropa en el cuerpo. Además, ¿quién podría asegurar

que sabía nadar y ponerse a salvo por sí misma?

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Considerando la gravedad de la situación, los

marinos abordaron de inmediato el bote inflable

que los llevaba a la lancha y el motor fuera de

borda rugió como una bestia antes de ponerse en

movimiento. Lo hizo pesadamente al principio y

luego debió hacer un giro muy amplio, antes de

dirigirse al sitio exacto donde flotaba la balsa de

Tiara. Mientras el alcalde de mar bogaba directa-

mente hacia la niña, los marinos tomaron las

precauciones necesarias, porque el oleaje que

producía el poderoso desplazamiento del bote

inflable amenazaba con hacer zozobrar la balsa. El

único que podía alcanzarla sin mayor

contratiempo era el alcalde.

La niña remó cada vez más rápido, para acercarse

cuanto antes al embarcadero de la Escuela Madre

de la Divina Providencia. Los golpes acelerados de

su remo terminaron por agotarla y no dieron el

resultado que ella esperaba; la balsa pareció

detenerse a escasos metros de la costa, como si el

agua transparente y liviana se tornara pesada.

Mientras el bote del alcalde de mar se acercaba

más y más, la balsa dio un giro mar adentro,

porfiando con los deseos de quien trataba de

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controlarla, hasta que la mochila de Tiara cayó al

agua y a los pocos segundos su dueña.

Tratar de mantenerse a flote resultaba

extremadamente difícil a ratos, un esfuerzo inútil,

dando la sensación desastrosa de que todo estaba

perdido. Tragando agua a borbotones, dando

manotazos desesperados, perdiendo un zapato y

sintiendo el escozor del agua salada en las fosas

nasales, irritadas por el esfuerzo, no pudo

mantenerse a flote y se ahogaba sin que nadie, al

parecer, pudiera salvarla. De pronto, Tiara notó

que sus brazos eran mordidos por mandíbulas

feroces; sintió que la arrastraban violentamente

hacia la superficie. Los dos hombres del bote, que

finalmente había llegado junto a la niña, haciendo

equilibrio en medio del constante vaivén de la

modesta embarcación, la alzaron de un solo envión

y la pusieron a salvo. Con el extremo de un remo

rescataron la mochila antes de que se hundiera

definitivamente. Mientras un hombre remaba con

premura hacia la costa, el otro reanimaba a la

pequeña, que no dejaba de toser, como si quisiera

expulsar del cuerpo la muerte que estuvo a punto

de arrebatarle la vida.

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Revelaciones sorprendentes

Recién desembarcados y ante el horror de

quienes se enteraron sorpresivamente del

accidente, el alcalde de mar sacó en brazos a la

pequeña del bote y corrió con ella hacia el

comedor de la escuela. Allí la tía Elvira preparaba

una leche bien caliente, mientras la tía Lidia le

quitaba rápidamente las ropas mojadas,

preparándola para abrigarla cuanto antes, junto a

la cocina a leña que prodigaba calor a todo el

recinto.

La directora se tomaba la cabeza a dos manos,

con los ojos empapados de llanto, mientras el tío

Tato corría a la habitación contigua, que a veces

servía de enfermería, para conseguir una manta y

abrigar a la desdichada.

Pero esta vez no hubo posibilidad alguna de

recriminación por parte de los adultos, ni de

curiosidad maliciosa en los niños. Más bien, el

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repentino recibimiento se dirigió a su mujer,

afanada en reanimar a Tiara—. Preocúpate de ella,

Lidia, por favor.

—Sí, marido —replicó ella—, descuida. Ve

tranquilo.

La directora y el alcalde de mar salieron muy

preocupados del recinto.

—Esta niñita nos ha metido en un tremendo lío

—comentó el alcalde de mar, una vez instalados en

la oficina de la directora—. Espero que esto no

llegue a oídos del almirante. De lo contrario, me

llamará de inmediato. ¿Y qué puedo decirle?

—Y no sólo eso —agregó la señorita Emilia—,

imagínese usted que se enteren las autoridades.

¿Qué diría el Sename, por ejemplo? Poco menos

que permitimos los riesgos que asumen nuestros

alumnos en su afán por venir a clases. Justo ahora

que me acaban de avisar que se adelanta la visita

fiscalizadora del seremi de Educación. Siempre

viene en septiembre, cuando comienza el buen

tiempo, pero ahora lo hará precisamente cuando se

anuncian días más fríos.

—¿Todo en orden, señorita Emilia?

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—Los pagos están al día, pero la situación en la

escuela ha empeorado este último tiempo. Nos cae

el agua del cerro, las fundaciones del edificio están

húmedas y las bases se están pudriendo. Tenemos

goteras. El viento ha soltado el zinc del techo. Los

extintores vencidos. Además, nos ha bajado la

matrícula en un cincuenta por ciento. Porque

nacen menos niños en la zona, porque las familias

emigran y porque los apoderados no quieren

cooperar con los cinco mil pesos mensuales que

exigimos para seguir funcionando. Lo que ha

hecho esta chiquita deja en evidencia que los

dormitorios del segundo piso nunca debieron

cerrarse. Pero para eso se necesita dinero.

Tres golpecitos en la puerta de la oficina de la

directora interrumpieron la conversación.

—¡Adelante! —exclamó la señorita

Emilia.

—Aquí está la niña —dijo la tía Lidia,

acompañando a Tiara, más animada y con el color

saludable pintando en su rostro.

—¿Te tomaste tu leche? —preguntó la directora.

—Sí, tía Emilia —respondió la niña,

reconfortada.

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Tiara tuvo que morderse la lengua para no

manifestar su extrañeza por la notoria bondad que

recibía. Al parecer, había que accidentarse para

que la tomaran a una en cuenta. Tanta

demostración de amabilidad no era algo de todos

los días. Tal vez se trataba de un anuncio, del

anticipo de una sanción drástica y definitiva: la

expulsión de la escuela. Sólo así se podría entender

la presencia del alcalde de mar. Tiara pensó en la

peor de las consecuencias.

Diego asomó su nariz por uno de los ventanales

de la oficina.

Ella, al verlo, tuvo que contenerse para reprimir

el impulso de salir corriendo e ir al encuentro de su

compañero. Estaba convencida de que no volvería

a ocupar su pupitre en aquella sala que le había

brindado momentos amargos, pero que sin

embargo en los últimos días se había convertido en

un lugar de encanto y sorpresa. Con dificultad y

por mucho tiempo había soportado las burlas de

sus compañeros, pero también era cierto que

finalmente había conseguido establecer una

profunda amistad con Diego.

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La directora arrastró una silla para sentarse junto

a la niña. Le tomó cariñosamente las manos y le

habló en un tono de voz que jamás había empleado

con ella.

—Escucha —le dijo.

—Tía Emilia —interrumpió la niña, al borde las

lágrimas—, ¿me va a echar de la escuela?

—¿Qué dices, chica? —replicó la directora—.

¡No voy a tomar una medida tan extrema! En todo

caso, debo hablar con tus padres. ¿Entregaste la

comunicación que les envié?

—Sí, la entregué, tía Emilia —respondió la

niña—. Pero usted misma dijo que soy un mal

ejemplo para mis compañeros.

—Bueno, pero eso tiene remedio. Fuiste muy

impetuosa, es cierto. No le diste ninguna

importancia a mis quejas, que sólo van en tu propio

beneficio. Pero también hago un esfuerzo por

entender tu comportamiento. Tal vez te sientes

sola y no puedo desconocer el momento difícil que

estás viviendo. Es muy duro, querida, pero quiero

que sepas que toda la escuela está contigo y con tu

familia. Situaciones como éstas pueden superarse.

— ¿Qué cosa? —preguntó Tiara.

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— ¿Se lo dice usted, alcalde? —rogó la

directora con ojos llorosos.

—Está bien —respondió el hombre—. De todos

modos pensaba ir a su casa y decírselo a su madre,

antes de que Tiara huyera en su balsa. El asunto es

que hoy día ni siquiera debías venir a la escuela.

—¿No?

—No —continuó el hombre—, porque la

señorita directora ya estaba en antecedentes. Yo

mismo avisé por radio, muy temprano esta

mañana.

—Pero si a mí me gusta venir a clases.

—Claro que sí, Tiara, lo sabemos. Pero al mismo

tiempo pensamos que en una situación como ésta

harías mejor quedándote junto a tu madre

—explicó la directora.

—Así es —afirmó el alcalde—. Lo que pasa es

que tu hermano y tu papá no han regresado de la

faena y creemos que han tenido un percance,

porque la embarcación no aparece por ningún

lado. La lancha de la Armada espera rastrear el

bote de tu padre. Los marinos no vinieron para

detenerlo. Les interesaba saber si tu padre había

regresado sin novedad a la caleta. Y como no lo ha

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hecho, se disponen a iniciar la búsqueda una vez

que se levante la bruma y esperamos que los

encuentren sanos y salvos. No vamos a pensar en

lo peor y así se lo haremos saber a tu mamá. Pero,

aunque no nos guste, tenemos que ponernos en

todos los casos.

—¡Pero mi papá fue a Isla de Pascua! —exclamó

la niña.

El hombre guardó silencio y miró atentamente a

la directora, sin saber qué responder a tanta

inocencia.

—Con mi abuelo y mi hermano lo vimos

compitiendo por el huevo Manutara, del pájaro

sagrado.

La directora y el alcalde de mar mantuvieron un

silencio expectante, sorprendidos por las

expresiones de la niña. Por un momento se

sintieron superados por la incapacidad de echar

abajo sus fantasías y hacerla poner los pies sobre la

tierra. Pensaron que la niña recurría a tales

argumentos para evadir la gravedad de los hechos

que amenazaban con hacerla víctima de

acontecimientos que, por desgracia, eran

habituales entre los hombres de mar. Entonces,

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decidieron no contradecirla y se dispusieron a

tomarla más en cuenta, como nunca lo habían

hecho.

Tiara les habló de sus dos travesías en la nave de

los príncipes.

Paulatinamente, el relato emocionado se apoderó

de la atención de quienes la escuchaban con

profundo respeto, hasta fascinarlos por completo.

La directora, el alcalde de mar y la tía Lidia, que no

tuvo valor para marcharse, con la emoción pintada

en cada rostro, desearon alentarla para que no

callara, para que la febril fantasía fuera la única

realidad que debía imponerse, en lugar del drama

que posiblemente le aguardaba en casa, agazapado,

como una alimaña.

En el corredor, junto a la puerta, escuchaba la tía

Elvira, que había sido incapaz de esperar en la

cocina y porque la curiosidad la mataba. El

profesor en su sala no pudo iniciar la clase de la

mañana, a la espera de noticias de Tiara. Los

alumnos miraban al techo, pero, cosa curiosa, por

primera vez en varios días no se escuchó ninguno

de aquellos ruidos que provenían del piso de

arriba; parecía que los fantasmas se habían

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enterado del drama que vivía Tiara y la

acompañaban con su silencio.

Entretanto, la niña continuó su relato. Narró con

lujo de detalles cada paso de la competencia por

conseguir el huevo de la gaviota sagrada; habló de

la valentía y destreza de su padre, tanto en el mar

como en la cima del peñón de los pájaros.

En medio del silencio reinante, la directora, al

borde de las lágrimas, y el alcalde de mar,

expectante entre sollozos, la pequeña confesó lo

orgullosa que estaba de pertenecer a una raza de

audaces navegantes que, en frágiles

embarcaciones, siempre cruzaron los mares

conquistando atolones y peñones volcánicos

dispersos por el océano.

Contó la historia de los orígenes lejanos del

pueblo rapa-nui, que de isla en isla había llegado a

poblar gran parte del globo terrestre. Habló de

cómo la vida para ellos se había desarrollado entre

piraguas y tormentas. Que el mar había sido el

camino de sus constantes migraciones, dirigidas al

oriente. Que habían seguido las rutas del océano,

es decir, aquellas corrientes marinas que fluyen

por cursos determinados, permitiendo la

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navegación en grandes círculos o en forma

triangular, para ir muy lejos y regresar siempre al

punto de partida. Así fue como los primeros

habitantes vieron aparecer la isla en medio del mar

y que por no haber otra tierra en las cercanías la

llamaron el Ombligo del Mundo. Les habló de por

qué abandonaron su continente de origen. Les

contó, además, que los cursos seguidos por el

viento cambiaban según las estaciones del año. Los

ojos de la niña brillaban con el resplandor de

aquella felicidad que tan a menudo le resultaba

esquiva.

La directora la escuchó con los ojos rojos de tanta

lágrima contenida, tratando de comprender

finalmente el verdadero sentido de las palabras de

su alumna. Emocionada, la recordaba desde que la

llevaron a la escuela, como una niña sorprendente,

y cómo desde hacía un tiempo se empeñaba en

convencerse a sí misma del futuro esplendoroso

que algún día cambiaría su vida.

—Por eso les digo —concluyó por fin— que mi

padre saldrá vencedor, incluso de las rencillas en la

aldea sagrada, y regresará muy pronto, apenas

entregue el huevo que consiguió para el Hombre

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pájaro, que es su jerarca. Lo sé. Lo siento en mi

pecho, porque así es la gente de mi raza.

—Querida —dijo al fin la directora—, es muy

hermosa la historia que acabas de contarnos, pero

ahora, volviendo a nuestras preocupaciones, te

aconsejaría regresar a tu casa y acompañar a tu

madre, que ha de estar muy afligida. Tienes

autorización para ausentarte todo el tiempo que

sea necesario.

—Gracias, tía Emilia —respondió ella—, pero mi

mamá está muy bien acompañada con mis

hermanos pequeños. Prefiero quedarme en la

escuela.

—Tiara —interrumpió el alcalde mar—, de

haber sabido que abordabas esa balsa de juguete

para venir a clases, habría enviado el bote de la

Alcaldía. Pero de ahora en adelante mi asistente irá

por ti cada mañana y no necesitas poner en riesgo

tu vida.

—Gracias —respondió ella.

—¿No quieres que te llevemos a tu

casa?

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—Prefiero quedarme. Quiero estar con mis

compañeros. Quiero ir al segundo piso, donde me

esperan los internos.

—Pero, ¿qué le pasa a esta chica? —exclamó la

directora, aún más sorprendida—. ¿Has subido al

segundo piso?

—Sí, tía.

—¿No sabes que está estrictamente prohibido?

—¿Me va a expulsar por eso?

—Es que no lo entiendo, niña —protestó la

directora, controlando su enojo—. ¿Con qué

facilidad pasas a llevar disposiciones tan antiguas?

Por favor, dime que no lo has hecho. No hagas que

me prive contigo, chica.

—No, tía Emilia —balbuceó la niña—. Es que fui

a ver por qué había tanto ruido. Y me encontré con

ellos.

—¿Fuiste a ver? ¿Ruidos? ¿Qué ruidos?

—Los golpes que oíamos en la sala y que venían

del dormitorio.

—¡Eso es imposible! Se cerró definitivamente

cuando la escuela dejó de recibir niños de lugares

apartados. Desde entonces nadie ha vuelto a poner

un pie en ese lugar. Pensé que lo sabías.

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—¿Y las tablas que se caen de los

catres?

—¿Fue el profesor quien habló de las camas que

se desarmaban?

—El tío Tato nunca nos habló de eso, tía Emilia.

Entonces, subí a ver lo que ocurría —respondió la

niña como si nada—. Y me encontré con todos

esos niños que el padre Ronchi trajo desde el río

Mapocho. ¿No es bien corpulento así, con una

sotana larga como un vestido y con una parka

oscura? También estaba el tío Tato, mucho más

joven, y usted tía, que nos contó cómo había

conocido al padre. Además, descubrí que el

segundo piso es como un hogar y esos niños son

una verdadera familia. Se puede conversar con

ellos, todos se interesan por uno.

La directora y el alcalde de mar se desplomaron

en su silla con esta nueva revelación de Tiara. Lidia

tuvo que afirmarse en el borde del escritorio, y

afuera, Elvira mantuvo el equilibrio apoyando su

cuerpo contra el marco de la puerta.

En la sala de clases, en el dormitorio del segundo

piso, en la oficina, en los pasillos vacíos, se instaló

un silencio tan profundo, que a la escuela llegó,

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como una tormenta, el constante movimiento del

oleaje, el canto de los pájaros del interior y el vuelo

rasante de las aves de la costa. Una corriente de

aire, poderosa y tibia, que de pronto azotó la caleta

y los alrededores de la escuela, se apoderó de

aquellas almas atrapadas en el asombro. Con un

nudo en la garganta, conteniendo las lágrimas a

punto de reventar en llanto, con profunda ternura,

observaron cada gesto de la niña, que a pesar de su

entusiasmo, de su abandono, estaba más bella que

nunca, más segura de su existencia, como si una

fuerza poderosa y desconocida la iluminara.

—Tía Emilia —preguntó de pronto—, ¿usted le

hizo clases a esos niños?

—Sí —respondió la directora con los ojos

bañados en lágrimas—. Ellos fueron mis alumnos.

Tiara, por última vez te lo pregunto: ¿te gustaría

irte a la casa?

—No, tía, gracias —respondió ella.

—Como quieras —aceptó la directora—. Está

bien, puedes volver a clases.

—¡Chachita, Dios! —exclamó Elvira y se apartó

bruscamente de la puerta. Luego, corrió hacia el

comedor arrastrando los pies, evitando que las

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tablas del piso crujieran a su paso atolondrado.

Tiara salió al patio y se acercó a Diego, que la

esperaba inquieto y emocionado, porque también

había escuchado las palabras sorprendentes de la

niña. Juntos caminaron hacia la sala, pero se detu-

vieron en medio del patio, totalmente vacío a esa

hora de la mañana. Allí se abrazaron

amistosamente. Habrían permanecido así hasta el

nuevo tañido de la campana.

—Huevito —le dijo al oído—, si te vas quisiera

irme contigo.

—¿Qué dices?

—Pasa que si un día viene de nuevo ese barco

enorme, el que se parece a una ballena iluminada,

y tú quisieras embarcarte en él y alejarte de tu

caleta, de Puerto Gala, de la isla Toto, del

archipiélago de Los Chonos, te juro que yo

también me iría.

—Todos nos tendremos que ir algún día a Puerto

Cisnes, cuando terminemos la escuela.

—Bueno, sí, pero falta mucho para

eso.

—Ya ves como también se fueron los internos del

piso de arriba.

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—¿También se fueron?

—Muchos de ellos estudian lejos de aquí. Tal vez

regresaron al norte, porque lo echaban de menos.

Ahora mi hermano es un tripulante más en la nave

de los príncipes, descubrirá nuevas islas, por

encargo de sus reyes. Nunca se sabe cuando el

gigante Uoke hundirá la tierra donde vivimos.

Tendré que ayudar bastante en mi casa. ¿Me

acompañarías al monte a buscar leña?

—Sí, claro, Huevito —respondió Diego—.

Podemos usar mi bici para cargarla.

—No quisiera que la estropearas. Aunque,

pensándolo bien, podemos atarle un canasto para

la carga.

—¿Cómo?

—Muy fácil, Diego. ¿Quieres que te lo dibuje?

—No, por favor, Huevito —replicó, muerto de

risa—. ¿Cómo eres para el hacha?

—¡Seca! Siempre le ayudaba a mi hermano.

Ahora que mi papito tiene que vencer las rencillas

en la ciudad sagrada, tengo que ayudarle mucho a

mi mamá.

—¡Ah!

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Tiara, sin querer, anticipaba una situación

fortuita que involucraba a su padre y a su hermano

Kiko, porque en ese preciso instante la

embarcación de la Armada regresaba con ellos,

después de haberlos encontrado flotando, aún con

vida, junto a la vaka—paenga que había zozobrado

en las aguas del archipiélago.

—¿Saldrías a pescar conmigo, ahora que mi

hermano es un príncipe y mi papito conquistó el

huevo Manutara?

—Tú sabes que no podemos salir de

pesca.

—No tenemos que hacerlo, Diego. Amarramos el

volantín de mi abuelo a la balsa y la dejamos que

flote bien lejos. Nosotros la manejamos desde la

orilla.

—¡Oh, eso sí, Huevito!

—¿Me dirás Tiara cuando yo sea princesa

rapa-nui?

—Entonces no querrás que te acompañe.

—¿Por qué?

—Porque serás muy importante y yo apenas tu

compañero.

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—Kiko, mi abuelo y los príncipes estarán felices

de que vengas conmigo. Como

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mi papá tiene que ir a Puerto Cisnes, le voy hacer

un encargo.

—¿Qué clase de encargo?

—Unas rodilleras y unas coderas para ti.

También vas a necesitar un casco para proteger tu

cabeza.

—¿Crees que voy a subir y bajar peldaños con mi

bicicleta?

—Eso creo.

Diego, muy conmovido, la estrechó una vez más

en sus brazos.

¡Cómo habría deseado ella que toda la escuela

fuera testigo del maravilloso gesto de su amigo!

Tiara no se sentía rechazada, después de mucho

tiempo tuvo la convicción de que no estaba sola, de

que ahora sí tenía al mejor de los compañeros: ese

que ha conquistado el corazón por completo.

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Acantilado: pared de roca casi vertical, formada

por la erosión que produce el viento y la constante

humedad del mar.

Achicar: aminorar, reducir a menos una cosa.

Extraer el agua de una mina, un dique, una

embarcación, sirviéndose de algún medio

mecánico, una bomba, por ejemplo, o bien manual,

verter.

Acoquinar: amilanar, causar miedo, desanimar.

Allora: voz italiana, entonces.

Anakena: playa de arenas blancas en Isla de

Pascua.

Archipiélago: parte de mar poblada de islas.

Ariki Paka: exploradores que se adelantaron al

rey Hotu Matu'a para reconocer la isla Rapa Nui,

donde llegaría finalmente el rey del continente

Hiva, que se hundía en el mar.

Glosario

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Arrecife: piedras, rocas a flor de agua que forman

un banco en el mar.

Atisbar: mirar, observar recatadamente.

Atolón: arrecife, por lo general de corales, en

forma de anillo.

Atónito: pasmado, sorprendido, boquiabierto.

Balbucear: balbucir (balbucía, balbucieron),

mascullar, musitar, farfullar.

Balsear: pasar, cruzar en balsa.

Babero: el que conduce una balsa.

Bogar: remar, navegar con remos.

Bosquejo: apunte inicial, una idea que se

proyecta por primera vez.

Cagnara: voz italiana que significa jarana.

Caído del catre: término de uso popular que

señala a una persona distraída, ingenua o de pocas

luces.

Caleta: cala, ensenada. Puerto pequeño. Pero,

además y tal vez, como así se les llama al conjunto

de los hombres que descargan un barco. En la

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expresión cotidiana de las ciudades, se usa el

término como sinónimo de cantidad y como el

lugar donde «paran» las personas sin hogar y que

suelen reunirse para dormir en algún lugar. Por lo

habitual, es bajo un puente junto al río.

Capear: sortear algún peligro, mantener el barco

sin permitir que se hunda. También, eludir un

compromiso o situación apremiante.

Catre: cama antigua, con estructura de hierro. La

bicicleta y el catre crujen cuando están viejos y

desvencijados.

Cuete: en Chile es algo que se dispara, que

revienta, explota. Algunos fuegos artificiales

menores son llamados «cuetes». En Perú,

Guatemala y México significa pistola.

Chachita, Dios: Taitita, Dios. Expresión chilota

muy arcaica.

Chancha: cerda. Pero el habla popular de Chile

utiliza este término para referirse a una bicicleta

muy vieja. En algunos países de América significa

algo malo, como «hacer la chancha, la cimarra»; es

decir, no asistir a clases pudiendo hacerlo.

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Chicos (as): niños (as) en la lengua popular de la

gente al sur de Chiloé. Esta expresión se ha hecho

común, seguramente por el intenso contacto labo-

ral del chileno con el sur de Argentina.

Chiesa: voz italiana que significa iglesia.

Endeble: de poca resistencia, débil, frágil.

Galante: atento, en especial con las damas.

Gélido: helado, frío.

Güeno: pronunciación incorrecta (pero muy

común) del vocablo bueno.

Hacer meño: voz chilota, hacer mérito.

Hare-paenga: piedras que formaban el cimiento

de las casas-bote.

Hiva: continente mítico, del que se dice fue el

lugar de origen de los primeros rapa-nui, habitan-

tes de Isla de Pascua. También se le conoce con los

nombres de Hiva-Marac-Renga, Hiva Maru e

Rengo, Marae Renga y Mangareva.

Hombre flojo: expresión popular proveniente de

una canción chilota que dice:

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«Levántate, hombre flojo, sale a

pescar, sale a pescar, que la mar está

linda pánavegar, pánavegar.»

Hopu: nadadores diestros, competidores que in-

tentaban conseguir un huevo de pájaro en los

islotes al sur de Rapa Nui.

Hotu Matu'a: primer rey de Rapa Nui. También

se le conoce por los nombres Hotu Matúa y Otu

Matúa.

Inquebrantable: que no se puede quebrantar o

doblegar.

Io: voz italiana que significa yo.

Jarana: diversión bulliciosa.

Jornalero: trabajador que recibe un salario por

cada día trabajado.

Kai-kai: antiguo juego de cuerdas o «cunitas»,

muy difundido. El kai-kai se acompaña con cantos

y recitados graciosos.

Kete: canastillo.

Los Chonos: archipiélago de la Undécima Región.

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Make Make: Es la divinidad principal de los

rapa-nui. El creador de lo existente: tierra, cielo,

mar, animales y plantas.

Magisterio: relacionado con enseñanza, la labor

del maestro.

Manutara: golondrina de mar, pájaro-fragata

(Sterna lunata), ave sagrada en la mitología de

Rapa Nui.

Manu-hakerere: volantín, cometa, elaborado con

una corteza vegetal muy liviana, utilizado para

pescar.

Melcocha: miel caliente que se estira a medida

que se echa en agua fría. Cualquier pasta comesti-

ble que se prepara con esta miel.

Meño: voz chilota que se refiere a un favor hecho

en beneficio de alguien.

Miru: clan pascuense, considerado estirpe real.

Mítico: perteneciente al mito, que se remonta a

los orígenes de un pueblo, civilización o lugar, aun

cuando no pueda ser específico.

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«Levántate, hombre flojo, sale a

pescar, sale a pescar, que la mar está

linda pa'navegar, pa'navegar.»

Hopu: nadadores diestros, competidores que in-

tentaban conseguir un huevo de pájaro en los

islotes al sur de Rapa Nui.

Hotu Matu'a: primer rey de Rapa Nui. También

se le conoce por los nombres Hotu Matúa y Otu

Matúa.

Inquebrantable: que no se puede quebrantar o

doblegar.

lo: voz italiana que significa yo.

Jarana: diversión bulliciosa.

Jornalero: trabajador que recibe un salario por

cada día trabajado.

Kai-kai: antiguo juego de cuerdas o «cunitas»,

muy difundido. El kai-kai se acompaña con cantos

y recitados graciosos.

Kete: canastillo.

Los Chonos: archipiélago de la Undécima Región.

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Make Make: Es la divinidad principal de los

rapa-nui. El creador de lo existente: tierra, cielo,

mar, animales y plantas.

Magisterio: relacionado con enseñanza, la labor

del maestro.

Manutara: golondrina de mar, pájaro-fragata

(Sterna lunata), ave sagrada en la mitología de

Rapa Nui.

Manu-hakerere: volantín, cometa, elaborado con

una corteza vegetal muy liviana, utilizado para

pescar.

Melcocha: miel caliente que se estira a medida

que se echa en agua fría. Cualquier pasta comesti-

ble que se prepara con esta miel.

Meno: voz chilota que se refiere a un favor hecho

en beneficio de alguien.

Miru: clan pascuense, considerado estirpe real.

Mítico: perteneciente al mito, que se remonta a

los orígenes de un pueblo, civilización o lugar, aun

cuando no pueda ser específico.

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Moái: escultura monumental de piedra volcánica

cuyo origen es un misterio.

Neru: doncellas elegidas por su belleza, antes de

sus bodas.

Nessuno: voz italiana que quiere decir ninguno.

Orongo: poblado de piedra en la falda del volcán

Rano Raraku, lugar de celebraciones y ceremonias.

Óvalo: con forma de huevo. Cualquier figura

plana con forma ovalada y curvilínea. El óvalo de

la cara, por ejemplo.

Panga: lancha a motor, descubierta y del tamaño

de un bote.

Peñón: peña grande y escarpada. Monte

peñascoso. Per che: por qué.

Piragua: embarcación larga y estrecha, más

grande que una canoa y navega a remo y vela.

Plumavit: espuma plástica.

Poike: región de la isla Rapa Nui.

Popa: parte posterior de una embarcación donde

va el timón. En los botes con motor la función del

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timón la cumple la columna que sujeta la hélice

impulsora.

Pora: balsa pequeña construida con totora.

Porrazo: golpe que se recibe al caer con todo el

cuerpo. En otros países es el golpe que se da con

una porra, es decir, un palo labrado de modo

rústico.

Privarse: en Chiloé significa enojarse.

Pulla: Expresión grosera, aguda, lanzada oportu-

namente.

Qué contiene (expresión común en Chiloé): qué

es, qué significa.

Quetro: pato silvestre que habita junto a la costa

marina y en lagos interiores. Se encuentra desde

Ñuble hasta Tierra del Fuego.

Ragazzo: voz italiana que significa muchacho.

Rano Raraku: volcán ubicado en la costa sureste

de Isla de Pascua, en cuyas canteras se esculpieron

la mayoría de los moáis .

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Rapa Nui: «La Isla Grande». Isla de Pascua, per-

tenece a la Quinta Región y se ubica a 3.760 kms

de la costa, en la latitud del puerto de Caldera.

Recalar: llevar una embarcación a la vista de una

costa conocida.

Reclusa: persona recluida o encerrada en algún

recinto cerrado.

Remero: el que usa los remos.

Rico Pancho Gómez: expresión chilota que alude

a una persona que lo tiene todo y lo disfruta.

Sename: Servicio Nacional de Menores.

Seremi: secretario regional ministerial, represen-

tante en la región de un determinado Ministerio de

la República.

Settimana: voz italiana, semanas.

Tangata manu: hombre pájaro.

Te Pito o Te Henúa: Ombligo del Mundo.

Toto: isla del archipiélago de Los Chonos.

Uoke: gigante legendario. Con su fuerza desco-

munal hundió el continente Hiva, donde vivieron

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los antepasados rapa—nui, provocando enormes

inundaciones.

Uomo: voz italiana, hombre.

Vaka-ama: embarcación pequeña con un balan-

cín en uno de sus costados.

Vaka poe-poe: embarcación de gran tamaño

similar a un lanchón.

Yunta: par, como una yunta de bueyes. En la

ciudad, en ciertos estratos sociales, significa amis-

tad inseparable.

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Víctor Carvajal

Nació en Santiago de Chile. Es uno de los autores

chilenos de mayor trayectoria en el área de la

literatura infantil, con diversas publicaciones en

narrativa y drama. En sus obras muestra la vida de

los niños y jóvenes de hoy en América.

Es autor en Alfaguara Infantil de Un monstruo

ASI de grande, Caco y la Turu, Mamire, el último

niño, y Sakanusoyín, cazador de Tierra del Fuego.

Además, en la colección Mar de Libros ha

publicado Lugares de asombro y creencia popular y

Mamiña, niña de mis ojos.