joyce judoc

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—¿Cómo te has sentido últimamente? —Era la misma pregunta que el terapeuta le hacía cada vez que era obligada a ir con él, y para Joyce, las palabras habían perdido su significado. Ya no era una pregunta para conocer su estado emocional, para entender lo que le ocurría; para Joyce, esa combinación específica de letras se había convertido en una bomba de tiempo, una especie de alerta para las personas a su alrededor. Parecía preguntarle, «¿Todavía no sientes que vas a explotar?» —No lo sé —le respondió al terapeuta. Pero sí lo sabía. Se había sentido asfixiada, atrapada, vigilada como si fuera una criminal. A veces sentía que estaba perdiendo la cabeza, y en ocasiones deseaba morir mientras dormía con tal de tener el más mínimo grado de libertad. —¿No lo sabes? —Supongo que es difícil de explicar. —En realidad no lo era, pero él no comprendería. Él haría sus estúpidas anotaciones y se las daría a quien fuera que estuviera encargado de mantenerla escondida, oculta bajo llave todo el tiempo, sin importarle de verdad lo que Joyce le había dicho, el significado de sus palabras, si es que lo tenían. —¿Quieres intentarlo? —No, gracias. «Sé amable», le había dicho su madre. «Sé amable, y tal vez todo esto acabe antes de que te des cuenta. Sé amable y pronto podrás

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La historia de un personaje de una novela original que escribí para mi taller de creación literaria hace unos meses.

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Page 1: Joyce Judoc

—¿Cómo te has sentido últimamente? —Era la misma pregunta que el terapeuta le hacía cada

vez que era obligada a ir con él, y para Joyce, las palabras habían perdido su significado. Ya no

era una pregunta para conocer su estado emocional, para entender lo que le ocurría; para

Joyce, esa combinación específica de letras se había convertido en una bomba de tiempo, una

especie de alerta para las personas a su alrededor. Parecía preguntarle, «¿Todavía no sientes

que vas a explotar?»

—No lo sé —le respondió al terapeuta. Pero sí lo sabía. Se había sentido asfixiada,

atrapada, vigilada como si fuera una criminal. A veces sentía que estaba perdiendo la cabeza, y

en ocasiones deseaba morir mientras dormía con tal de tener el más mínimo grado de libertad.

—¿No lo sabes?

—Supongo que es difícil de explicar. —En realidad no lo era, pero él no comprendería.

Él haría sus estúpidas anotaciones y se las daría a quien fuera que estuviera encargado de

mantenerla escondida, oculta bajo llave todo el tiempo, sin importarle de verdad lo que Joyce le

había dicho, el significado de sus palabras, si es que lo tenían.

—¿Quieres intentarlo?

—No, gracias.

«Sé amable», le había dicho su madre. «Sé amable, y tal vez todo esto acabe antes de que

te des cuenta. Sé amable y pronto podrás salir». Joyce había sido amable, había ido a las

sesiones, había hecho todo lo que le habían pedido, ¿qué más querían de ella? Las lágrimas

brotaron de sus ojos sin que ella lo quisiera, y el terapeuta se dio cuenta antes de que pudiera

detenerlas.

—¿Hay algo de lo que quieras hablar?

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—Tengo jaquecas constantes —sollozó ella, sólo por tener algo que decir. Eso él ya lo

sabía—, y mis mareos son cada día más frecuentes.

—¿Ya no has tenido más visiones? —preguntó el terapeuta.

—Extraño a mis amigos —dijo ella, porque ¿qué le importaban a ella las visiones? ¿Qué

le importaba cualquier otra cosa? Las visiones eran preocupación de sus carceleros, de sus

padres, de algunos de sus amigos, de todo el mundo. No de ella—. Quiero irme a casa, quiero

irme a casa, ya no lo soporto…

Pero no era eso lo que quería. Su casa era una prisión disfrazada de hogar, y lo que

Joyce quería era escapar, regresar en el tiempo, regresar a cuando sus sueños no tenían sentido

y a nadie le interesaban; excepto que no sabía cómo hacerlo.

—Quiero irme a casa, quiero irme, quiero irme…

Durante la hora obligatoria en la que debía permanecer con el terapeuta, continuó

sollozando la misma combinación de palabras, completamente consciente de que el hombre no

la estaba escuchando. No como ella quería que lo hiciera.

-

—¡Escúchame! —No, no lo escucharía. Estaba harta de que todos le dijeran qué hacer, cómo

sentirse, incluso qué debía de pensar. Estaba harta, harta de su maldita ciudad, harta de sus

padres, harta de sus amigos, harta de la gente mirándola y buscando respuestas que ella no

podía darles. Estaba harta de todo.

—¡No tengo por qué escuchar tus tonterías!

—¡No son tonterías!

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—¡Déjame en paz! —Era lo único que pedía: unos minutos de paz, unos momentos a

solas consigo misma en el sótano en el que era obligada a pasar todo su tiempo.

—¡Escúchame! —repetía Damien, y estaba comenzando a desesperarla. Cada día lo

odiaba más, verlo era suficiente como para despertar la ira en su interior, y Joyce quería

deshacerse de él de alguna forma.

—¡Suéltame! —gimió ella cuando él la tomó del brazo, como si tuviera algún derecho a

tocarla. ¿Por qué no la había tomado del brazo cuando la encerraron aquí? ¿Por qué no la

había defendido? ¿Por qué no les había dicho, «Creo que puede quedarse en su habitación, al

menos»?—. ¡Te digo que me sueltes!

—¡Y yo te digo que me escuches!

—¡No quiero escucharte!

Damien no la soltó, y Joyce no tuvo otra opción más que dejar de verlo, su cuerpo entero

girado en la dirección opuesta a él.

—Tienes que hacerlo —le dijo con una suavidad que la enfurecía. Ya no era una niña

como para que se atreviera a hablarle de ese modo—. Hay gente allá afuera esperándote. Tienes

que salir a hablar con ellos, dejar que te miren, que sepan que estás bien.

Pero Joyce no estaba bien; Joyce se estaba volviendo loca, Joyce ya no sabía qué era

una visión, qué era un sueño o una pesadilla, ni qué era la realidad, y a nadie le importaba.

—No les debo nada —dijo a regañadientes—. Ellos no han hecho nada por mí. ¿Por qué

entregarme a ellos?

—No te pongas dramática. —La presión de su mano sobre su brazo aumentó, y Joyce

habría estado feliz en arrancarse el brazo si era la única manera en que ya no la tocara—. No

son una manada de lobos a punto de despedazar a un cordero. No van a hacerte daño.

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Damien no podía prometerle eso, y eso era lo que ella más odiaba de él. Hacía promesas

sin pensar, sin tomar en cuenta que había fuerzas mayores a ellos involucradas y que lo que él

podía ver no siempre era lo que él creía.

—No les tengo miedo —murmuró Joyce. Se había cansado de quedarse en su prisión,

acorralada en una esquina del cuarto, encogida por el temor al mundo que la había puesto ahí

en primer lugar. Ahora no le temía a nada. Ella no era el cordero, ocultándose de los lobos; ella

era el lobo, intentando proteger a los corderos de su hambre.

Era una bomba de tiempo cuyo reloj nadie podía ver. Nadie sabía cuánto tiempo

quedaba antes de que explotara. Ni siquiera ella.

-

—¡Fue un accidente! —Louis sollozaba y se cubría la cara, como si estuviese avergonzado de sí

mismo. Y lo estaba—. ¡Fue un accidente, lo juro!

—Lo sé —dijo Joyce. A él sí lo quería—. Lo sé, yo te creo.

Pero nadie más les creería. El mundo había estado en contra de ella desde hace años, y

él había sido arrastrado a su lado. Nadie lo escucharía; nadie le daría la oportunidad de contar

su lado de la historia, porque ellos nunca habían tenido su propio lado de la historia.

—¡Lo siento! —gritaba Louis—. ¡Lo siento, perdón!

Joyce no sabía cómo consolarlo. Había pasado tanto tiempo desde que alguien además

de ella misma había dicho las palabras, «Yo te creo», que había olvidado lo que un gesto tan

insignificante como un abrazo o una palmada en el hombro podían significar: un gesto de

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apoyo, un consuelo, eso que ella había buscado durante tanto tiempo y que no había recibido de

parte de nadie jamás.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó él, secándose esas lágrimas inocentes que había

derramado toda su vida, tan diferentes a las de Damien—. ¿Tienes un plan? Lo tienes, ¿verdad?

Tú siempre sabes qué hacer…

Excepto que ahora no lo sabía, y desde hace años era así, lo había sido desde que fue

encerrada en el sótano, su única compañía la ventana que no podía alcanzar y las voces con las

que no podía convivir.

—No lo sé —dijo Joyce, la respuesta que más detestaba, pero una de las únicas que

conocía. Louis estaba desconsolado, sus manos nuevamente sobre su cara—. Lo lamento —se

disculpó, como si se estuvieran turnando para disculparse el uno con el otro por lo que alguien

más les había hecho—. Lo lamento, pero no lo sé. Tenemos que irnos a otro lado, donde no nos

estén buscando, o donde no nos conozcan…

—¡Nos conocen en todas partes! —gimió él, y a ella se le rompió el corazón con sólo

escucharlo—. ¡No hay lugar seguro para nosotros! Pronto nuestras caras estarán en cada

televisión, en cada canal de noticias, ¡en cada maldita esquina de esta maldita ciudad!

—Tenemos que buscar —insistió Joyce—. No importa en dónde sea, pero debe haber…

no podemos ser los únicos.

—Sabes que lo somos —dijo Louis—. Bueno, somos los únicos buscados por el ejército.

Nadie va a querer ayudarnos, Joyce, y lo sabes.

—No —dijo Joyce, y la esperanza renació dentro de ella tan rápidamente, que por un

momento se preguntó si la había olvidado a propósito, si la había olvidado porque el mundo le

había dicho que era inútil tenerla y no porque ella quisiera hacerlo—. No —repitió—. No, eso es

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lo que nos han hecho creer. Eso es lo que ellos creen. ¿Qué tal si no somos los únicos, si ni

siquiera somos los primeros?

—Tú fuiste la primera —dijo él, aunque sus lágrimas inocentes dejaron de brotar de sus

ojos aún más inocentes. Su voz le indicaba que estaba dispuesto a cambiar de opinión, que

quería cambiar de opinión; sólo necesitaba algo que lo convenciera definitivamente.

—¿Y si hay otros? ¿Y si, fuera de la república, alguien más puede ver el futuro?

—Eso es imposible —dijo Louis, y sus lágrimas cesaron por un segundo—. No hay nada

afuera de la república, es un desierto infinito.

—¿Y si no lo es? ¿Quién dice que en algún lado, en ese desierto infinito, no hay una

profeta, que su mejor amigo no tiene alguna clase de poder sobrenatural?

Quizá sí era imposible. Tal vez Joyce había perdido toda cordura, pero no le importaba.

Era su única opción: salir en búsqueda de otros que se les unieran, de otros como ellos que no le

temieran al ejército, que estuviesen dispuestos a luchar a su lado.

—¿Tú crees, en serios—preguntó Louis—, que no fuiste la primera? ¿Que hubo alguien

antes que tú?

No con la certeza que él veía en ella; no tanto como ella quería. Pero la esperanza ya

había vuelto a nacer, y Joyce estaba demasiado cansada como para enterrarla de nuevo.

-

Vio a su grupo de amigos, todos sentados alrededor de ella, observándola. No odiaba tener su

atención, o que estas caras tan familiares —separadas por cuatro paredes y los miles de

extraños que la habían mantenido alejada durante tanto tiempo— y las nuevas caras

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desconocidas la miraran. Le incomodaba un poco, tal vez, y la confundía. En sus años de

aislamiento, pocos habían deseado verla; los únicos que le habían prestado la más mínima

atención habían sido sus carceleros, sus padres, y Damien, aquél a quien ella tanto despreciaba

y que, por razones que ella no comprendía del todo aún, estaba presente en la habitación.

—¿Cómo estás? —preguntó Cassandra, la primera a la que habían acudido, la primera

que se había unido a ellos sin hacer preguntas, y Joyce apenas se contuvo de estallar en

lágrimas. Nunca nada había sonado tan genuino en sus oídos. Nunca nadie le había preguntado

cómo estaba, esperando oír una respuesta igual de genuina. El terapeuta no había hecho nada

de eso, haciendo que ella se encerrara más dentro de sí misma hasta que salir de su cascarón

fue una obligación.

—Mejor —contestó luego de una pausa en la que pareció que todos contuvieron el

aliento—. No… sabes, no me encuentro… excelente ni… ni nada por el estilo…

Al parecer, el no tener nadie con quien hablar honestamente durante tanto tiempo le

había hecho daño. Con Louis nunca había sucedido esto: ambos se entendían de alguna manera

u otra, y eso no ocurría con el resto de sus amigos. No por eso su afecto por ellos era menor;

sólo le costaba más dirigirles la palabra.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Abiel, cruzándose de brazos. Convencerlo a

él había sido más difícil, pero igual estaba con ellos, atento, dispuesto a escuchar—. Dijeron

que tenías algo importante que decirnos…

Joyce respiró profundamente y asintió con la cabeza.

—Como seguramente ya saben —comenzó, girando la cabeza para mirar directamente a

cada uno de sus amigos, a los viejos como a los nuevos, aunque fuese por unos segundos—, hace

alrededor de dos semanas fue… el Incidente.

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El Incidente. Así lo habían conocido todos. Nunca fue conocido como un ataque por ella

y sus amigos (incluyendo a Louis, inclusive a Damien), como todos los demás lo habían visto. En

ese pequeño grupo de caras que se habían conocido desde la infancia, era llamado el Incidente,

con una mayúscula para mostrar la importancia que ellos veían en el suceso. Esto podía ser el

inicio de una revolución, o bien podía ser el final de todo. El camino que el Incidente tomara

dependería de ella.

—Todos estamos bien —continuó—. Supongo que las cosas podrían estar mejor,

considerando lo que hemos tenido que vivir.

—Estamos acostumbrados —dijo Alazaïs, una cara nueva—. Digo, ¿cuántos de nosotros

vivimos escondidos, en secreto, con miedo a que alguien descubriera lo que podemos hacer?

Todas las caras nuevas, incluso algunas de las que Joyce ya conocía, alzaron la mano,

aunque la pregunta había sido retórica.

—Pero no deberíamos —dijo Joyce—. No deberíamos tener tanto miedo de ser nosotros

mismos que accedimos a mentir, a ser encerrados, a ir todos los días a terapia a pesar de que ya

no había nada que hacer por nosotros. ¡No deberíamos tener que vivir las batallas de alguien

más! Si quieren guerra, podemos hacerlo, pero será nuestra guerra, no la de alguien más por un

ideal que ni siquiera conocemos.

Sus amigos concordaron con ella, asintieron con las cabezas, escucharon lo que tenía

que decir como si su palabra superara la de cualquier otro ser existente.

—Quería hablar con ustedes —dijo—, porque creo tener un plan. No nos conocen tanto

como creen. No saben de nosotros. De mí saben sólo lo que alguien más quería que

descubrieran, pero no están conscientes de mi potencial, o del de cualquiera de nosotros. De

ustedes ni siquiera saben los nombres, mucho menos lo que pueden hacer. Tenemos que

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aprovechar esa ventaja. Pronto aprenderán lo que tienen que hacer para enfrentarnos, si es que

se atreven a hacerlo, así que debemos tomar la delantera mientras podamos. Si alguien quiere

alejarse de todo esto antes de que decidamos qué hacer, no lo culparé ni lo juzgaré. Cada quien

está aquí por voluntad propia, y así seguirá siendo siempre. Pero si se quedan, prepárense. Si se

quedan, habrá guerra y todo lo que la palabra implica.

Muerte, sacrificio, pesadillas por el resto de sus vidas.

Sus amigos se miraron entre ellos, y Joyce contuvo el aliento. No quería obligarlos a

nada, pero después de tantos años sola, quería que se quedaran. Quería que permanecieran

junto a ella para luchar a su lado y enfrentar a los que tanto miedo habían impuesto sobre ella.

No quería venganza; quería justicia, y no podría obtenerla si volvía a quedarse por su cuenta.

Sus amigos sonrieron.

—Nadie se va —dijo Cassandra—. Adonde tú vayas, nosotros te seguimos.

-

Joyce siempre había creído que toda criatura tenía un grado de decencia, por más pequeño que

fuera. Toda criatura con el conocimiento de la existencia del bien y el mal, también podía

distinguirlos el uno del otro. Jamás había esperado que alguien le demostrara lo contrario, que

algunas criaturas conocían el bien y el mal pero no sabían distinguirlos, o simplemente no les

importaba, y ella no sabía cuál escenario la repugnaba menos.

Louis, el que lloraba las lágrimas inocentes, se detuvo frente a ella, y ella estuvo tentada

a levantarse, pero se sentía sin fuerza alguna, sin poder moverse en absoluto, como si su

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desilusión estuviera ligada con la bondad del mundo, esa bondad que, ella había comprobado,

en realidad no existía.

—Te sientes mal —dijo él, y su tono inocente la hizo estallar en rabia.

—¿Tú crees? —le preguntó—. ¿Tú crees que me siento mal? ¡Todo esto está mal! ¡Esto

no debería de estar sucediendo! Se supone que eran ellos contra nosotros, y con la muerte total

de uno de los dos bandos se terminaba todo. Nosotros los vencimos, era hora de detenerse. ¿No

era eso lo que acordamos? Dime, ¿no fue eso lo que acordamos?

Louis no tuvo ninguna respuesta para ella.

—Fue su decisión —intentó explicarle, pero Joyce no podía creerlo. Se rehusaba con

toda su alma a creerlo.

—¡Su decisión! —exclamó, obteniendo fuerzas suficientes de su ira como para levantarse

—. ¡No tuvieron ninguna decisión! Esos… esos… esos desgraciados les ofrecieron la gloria y la

fama a cambio de sus servicios. ¡La gloria y la fama! ¡Les ofrecieron ser héroes! ¿Tú le dirías

que no a ser un héroe, Louis? ¿A que todos te reconocieran y te aplaudieran por tus valerosas

hazañas en el campo de batalla?

—Nunca he sido fanático de los héroes —dijo él, tratando de bromear con ella, —ni de la

gloria o la fama —pero eso no era lo que ella quería escuchar. ¿Cómo era que él no lo entendía,

que no sabía a qué se refería, que no parecía ni siquiera importarle?

—¿Y de pequeño? —preguntó Joyce—. Si alguien llegara y te prometiera la gloria y la

fama, ¿irías con él? ¿Harías todo lo que te pidiera?

Durante unos minutos, ninguno de los dos dijo palabra alguna. Ella se sentía hasta

rabiosa, como el lobo famélico que había sido su compañero imaginario durante su estancia en

esa prisión disfrazada de lo que Joyce había conocido como su hogar.

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—Tal vez no todo —dijo Louis, finalmente.

—Bien —dijo ella, lágrimas de furia brotando de sus ojos—. ¡Bien, excelente! ¡Tú eres

un caso de uno en un millón! ¡Ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas por lo que les han

dicho de nosotros!

—¿Y cómo es eso culpa nuestra?

—¡Es nuestra responsabilidad! —sollozó, sintiéndose más vulnerable que nunca. Jamás

había discutido con él, a él lo quería, él no era Damien, y sin embargo… Sin embargo, con

Damien discutía todo el tiempo, nunca con Louis. ¿Qué les estaba sucediendo? ¿Por qué estaba

sucediendo esto?—. ¡Tenemos que hacerlos entrar en razón!

—¿Y cómo esperas que lo hagamos? —gritó Louis, por primera vez demostrando estar

molesto con ella.

Joyce no lo sabía. No sabía cómo luchar contra un ejército de niños. No sabía cómo

hacer entrar en razón a un ejército de niños que creían estar jugando solamente, que no veían al

enemigo como seres que respiraban y que tenían vidas; un ejército de niños que creían estar

matando dragones.

—Su hermano la mató —dijo Joyce, con una voz tan diminuta que dudó si Louis la había

escuchado. Su barbilla descansó contra su pecho, como si no tuviera la energía para mantener

alzada la cabeza—. Su hermano la vio, parada frente a él, y le disparó.

Louis no dijo nada.

—¿Qué harías —continuó ella—, si mañana, o pasado mañana, o el próximo día que

tengamos que salir a pelear, te encontraras a Rebecca?

—No metas a Rebecca en esto —susurró Louis.

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—¿Qué harías —siguió Joyce—, si el próximo día que tengamos que salir a pelear,

Rebecca tuviera un arma en la mano? ¿Qué harías si Rebecca te viera, si te mirara justo a los

ojos, y luego te disparara?

—Mi madre no va a dejar que…

—¡Te apuesta a que ninguna madre dejó que su hijo se uniera al ejército! —gritó Joyce,

alzando la cabeza. ¿Por qué le era tan difícil a Louis entender? —¿Tú crees que eso les

importó? ¿Tú no crees que esos niños se fueron de casa y le dieron la espalda a sus familias con

tal de convertirse en héroes? ¿Tú crees que Rebecca no va a hacer lo mismo?

—¡No conoces a Rebecca! —exclamó Louis, y Joyce jamás lo había escuchado tan

enojado. Su mejor amigo tenía las manos apretadas en puños, con los hombros tensos y con las

mejillas enrojecidas—. ¡Ella no se iría de casa! ¡Ella huye de las peleas, jamás se uniría al

ejército!

—¿Y Timoteo no huía también? ¿No fue él quien se escondió en su propia fiesta de

cumpleaños porque sus amigos querían jugar a las espadas? ¡Cassandra se detuvo frente a él y

quiso razonar con él y él la mató!

Louis abrió la boca para argumentar con ella, pero no pudo contradecirla. Joyce no

había querido involucrar a su hermanita, pero era la única manera en la que él comprendería.

El ejército había perdido. Joyce, Louis, Abiel, Alazaïs, incluso Damien… todos habían tenido

que asesinar a alguien, y las pesadillas y los recuerdos no los dejaban dormir en las noches…

pero los «Jaegers» habían encontrado la forma de seguir peleando. Convirtieron a niños

inocentes en soldados que estaban dispuestos a matar a sus hermanos, sabiendo que ellos no

harían nada para defenderse. Y ahora Cassandra estaba muerta. No era la primera en morir,

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no, claro que no, habían perdido a más amigos de los que querían admitir, pero ninguno de ellos

había muerto a manos de un familiar.

Joyce se desplomó hacia el suelo y nuevamente rompió en sollozos.